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Adobe y desembarco
Río de palabras Adobe y desembarco
t Por Mariana Flores*
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I
Miro las gotas de lluvia escurrir en la ventana. Veo tus pies golpeando el pavimento. Prisa. Se quiere alejar lo más posible. Ya no quiere comer paredes de adobe. La huida. Dieciséis años. Me pregunto si tenías miedo, si sabías a dónde llegar, si te sentiste sola. Calle Tacámbaro. Ciudad de México. Cada quién elige dónde comienza su historia. La mía nace en esa esquina. Raíces. Mapas. En el adobe y en un desembarco.
Salió corriendo de una casa de adobe, azotó el portón de madera podrida. Corría y llovía. Se repetía a sí misma: No volveré, ya no quiero miseria, no quiero que me golpeen, no quiero sentir hambre, no quiero comer pasteles de lodo. Concepción no sabía a dónde iba. Sabía que no quería regresar.
Se fue. Hizo una maleta con una blusa, una falda, un peine y una imagen de las ánimas del purgatorio. Caminó a la calle principal del pueblo de San Martín de Las Pirámides. Era el verano de 1938. El camión olía a una mezcla de incertidumbre, ocote y excremento de gallinas. Llegaría a la Ciudad de México, pediría trabajo como sirvienta o nana, y sería libre. Ya no se sentiría atrapada entre paredes de adobe.
Llegó a su destino un día de junio. Llovía. Concepción salvaguardó las ánimas del purgatorio en su brasier. Caminó sobre la calle de Manzanillo, colonia Roma Sur, luego hacia Insurgentes hasta llegar a Alfonso Reyes, colonia Hipódromo-Condesa. La ciudad. Dobló en la pequeña calle de Tacámbaro. Pies con ampollas. Roce del zapato remendado con el concreto caliente. Suspiró. No volveré al adobe. Mantra y viaje. Tocó a la puerta. Número 22. Reja negra, una casa pintada de rojo quemado. ¿Necesitan sirvienta?, preguntó con desgano. Sí, dijo la voz al otro lado, pasa.
La señora Avilés instruyó a Concepción: Necesito que hagas la limpieza de toda la casa, cuides a los niños, te encargues de cocinar y hagas mandados.
Será temporal, se dijo Concepción. Ya se las arreglaría para traerse hasta su nuevo mundo a Lucía, Francisca, Rogelio, Daniel, sus hermanas y hermanos para que al menos terminaran la primaria. Superarse.
Concepción se adaptó. Ciudad. El pueblo no lo extrañaba. Duró diez años trabajando en esa casa y en ese lapso pasaron dos de los eventos que modificarían su existencia y que fueron determinantes para que yo esté. Hoy. Conoció a mi abuelo y aprendió un oficio.
En sus tardes libres mi abuela aprendió a zurcir medias. Para la época, las medias, un lujo. Las traían a México provenientes de Francia e Italia. Eran caras, resultaba tardado conseguirlas. Aprender a remedarlas sin que quedara rastro de la sutura era una habilidad muy valiosa.
Una tarde, en la cocina de la señora Avilés, Concepción descubrió a Rosa, quien era hija de la cocinera. Ella con rápidos movimientos arreglaba la carrera, es decir, regresaba a sus cauces el ritmo del hilado de seda para que así no quedara rastro de la ida de la por entonces muy usada y cara prenda femenina. Concepción miraba a la joven como hipnotizada. ¿Es difícil?, preguntó mi abuela. No, contestó la joven, ¿quieres aprender?
Rosa instruyó a Concepción con el material que debía adquirir para comenzar a aprender la habilidad de reparar medias. Concepción aprendió las puntadas para la reparación de las medias. Se familiarizó con los materiales, los hilos, la seda, el grueso de las agujas y el ángulo para lograr un buen punto.
Para principios de los cincuenta, Concepción había logrado alquilar un pequeño local. Mandó hacer un rótulo con una pierna vistiendo una media que decía “Reparadora de medias Guzmán” se reparan medias con zurcido invisible ¡Quedan como nuevas! Hasta sus últimos años mi abuela se sentía muy orgullosa de ese rótulo. Aún recordaba el adobe.
Las medias de mi abuela y su adobe tejerían una historia con un desembarco en las costas de Veracruz. Y esa es otra historia. El ancla. Carlos.
[Continuará…]
*@LaMayaFlores Dra. en Ciencias Políticas y Sociales. Escritora y Profesora.
Lágrimas de Dios
t Por Pilar Alba
Añoro las tardes de lluvia, hoy que todo se muere por el calor y la sequía. Esas tardes en que el juego se interrumpía por el agua, donde el único entretenimiento era mirar a través de la ventana. Nos poníamos a ver televisión con el sonido de la lluvia como fondo. Dormíamos arrullados por los chorros de agua que salían por las canales. Despertábamos a jugar por las mañanas a brincar en los charquitos. Pero, sobre todo, veíamos llover por horas y horas que parecían interminables. La lluvia son lágrimas de Dios, me dijo un día mi abuela; obsesionada como vivió siempre por los castigos divinos. Son las lágrimas que él llora por todos nuestros pecados. Me gustaría que mi abuela aún viviera para que me explicara ¿por qué ahora Dios no llora?, ¿por qué sus lágrimas de pronto se han secado? Hace un buen tiempo que no llueve por estos rumbos, los campos se están secando. Será que los hombres ya somos buenos, que ya no cometemos pecados. Cierro la puerta para evitar que entren los montones de tierra seca que el aire con sus remolinos arrastra. No, no es que seamos buenos, ante la ausencia de mi abuela, yo me respondo: es que ahora ve cómo nos estamos asando y se ríe de nuestro infierno adelantado.