LA GRANJA DE PACO PACORRO-A. MONTERROSO

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LA GRANJA DE PACO PACORRO Allá tras las montañas, en un verde valle, rodeada de frondosas arboledas, estaba situada la Granja de Paco Pacorro, la granja más hermosa que había por todos aquellos contornos. En ella se criaban sanos y lustrosos una buena cantidad de animales de variadas especies. Cada cual se dedicaba a lo suyo y todos, alegres y contentos, vivían en plena armonía y felicidad. Pero, nadie sabe cómo ni de dónde vino, el caso es que algunas noches se oían, lejanos pero amenazadores, los terribles aullidos de un lobo (¡Auuuuuuuuuuuuuuuuh!). La noticia corrió en la granja como la pólvora. -- Cuá, cuá, cuá. He oído, de fuentes bien informadas, que al parecer, un lobo anda merodeando por esas montañas, dijo Mamápata a Mamágallina una tarde, mientras daban el paseo diario con sus hijitos. -- Ko-ko-ro-kó. No me lo recuerdes, le respondió Mamágallina, que se me erizan las


plumas cuando lo oigo aullar por las noches… ¿Es que tú no lo has llegado a oír nunca? -- Cuá, cuá, cuá. Pues, no. Ya sabes que duermo como un lirón y el oído no es mi fuerte. Desgraciadamente, poco tardaron en sufrir en sus propias carnes los ataques del lobo. Cada vez con más frecuencia acudía por la noche a la granja de Paco Pacorro, acuciado por el hambre, y se llevaba a un animalito para zampárselo en la cena. Los animales estaban muy asustados y cuando empezaba a oscurecer comenzaban a lloriquear muy afligidos: los pollitos piando (pío, pío, pío), el gallo y las gallinas cacareando (ko-ko-ro-kó, ki-ki-ri-kí), los patitos graznando (cuá, cuá , cuá), los cerditos gruñendo (grrrrruñí, grrrrruñí, grrrrrruñí), los corderitos balando (beee, beee, beee), los potrillos relinchando (hijijiji, hijijiji, hijijiji). Hasta el gato (miau, miau, miau) arqueaba el lomo y erizaba el pelo cuando oía los aullidos del lobo


(¡Auuuuuuuuuuuuuuuuh!) y se subía a lo más alto del tejado. Los únicos animales de la granja que no sentían miedo eran Papátoro y Mamávaca, porque con los cuernos tan enormes que tenían nunca se había atrevido el lobo. Mamápata, temiendo que tarde o temprano le tocaría tener que entregar a alguno de sus patitos, no dejaba de darle vueltas a su cabeza pensando en cómo expulsar al lobo de la granja. Pensaba y pensaba…; tanto pensaba que hasta el pico se le ponía rojo. Mamápata había corrido mucho mundo antes de llegar a la granja de Paco Pacorro y era, además, una pata muy inteligente, valiente y decidida. Pronto dio con la solución. Había que enfrentarse al lobo de una vez por todas y ella sabía cómo. Reunió a todos los animales en el patio de la granja. Había que darse prisa porque el sol comenzaba a esconderse tras la montaña… Se subió en lo alto de una enorme tubería que Paco Pacorro había dejado allí para conducir


las aguas de la granja y empezó a explicar a todos cuál era su plan. Le costó lo suyo hacerles callar porque estaban muy alborotados, sobre todo los más pequeñajos (pío, pío, cuá, cuá, beee, beee, miau…) -- Cuá, cuá , cuá. Callad, callad de una vez, no tengáis miedo, que me parece que el lobo no se comerá a ni uno más de nosotros. -- Grrrrruñí, grrrrruñí, grrrrruñí ¿Y cómo lo vas a conseguir, eh?, gruñó Papácerdo, otros más fuertes que tú no hemos podido evitar que se llevara a nuestros pequeñines. -- Cuá, cuá , cuá. No se trata de fuerza, replicó Mamápata, sino de astucia. En todo este tiempo que lleva viniendo a la granja he observado a través de mi corral cómo brinca de miedo el lobo cuando pasa delante de la vaquería y oye a Papátoro mugir. Eso debe ser porque tiene miedo de sus cuernos, ¿verdad? -- Muuuuuuuuú Pues, claro, por qué otra cosa iba a ser si no, contestó ufano Papátoro.


-- Cuá, cuá , cuá. De acuerdo, pues he pensado que si el lobo se aprovecha de nuestro miedo… ¿por qué no nos aprovechamos nosotros del miedo que él le tiene a Papátoro..? -- Pío, pío, pío, intervino un pollito de plumas de seda. Pero, ¿cómo lo conseguiremos si nuestro gallinero, tú que vives al lado lo sabes, está muy apartado de la vaquería? -- Cuá, cuá , cuá. Pues muy fácil, le contestó Mamápata. Cuando el lobo toque en nuestra puerta, todos juntos y a la vez imitaremos el mugido de Papátoro. Se pegará un susto tremendo y no volverá por aquí hasta que las ranas críen pelo. -- Grrrrruñí, grrrrruñí, grrrrruñí, pero, ¿cómo van a lograr los patitos y los pollitos imitar a Papátoro si no son más que unos enanos con pico?, volvió Papácerdo a manifestar su escepticismo. -- Grrrrruñí, grrrrruñí, grrrrruñí. No seas aguafiestas, maridito, intervino Mamácerda.


¿Qué podemos perder? ¿Acaso tienes tú una idea mejor? -- Hijijiji, hijijiji, hijijiji, yo no tengo problemas porque nuestra cuadra está al lado de la vaqueriza de Papátoro, intervino Papácaballo que había estado callado hasta entonces haciendo gala de su natural prudencia. Pero de todas maneras, mi familia ayudará como la que más. -- Cuá, cuá , cuá. Papácerdo tiene parte de razón, lo más difícil será que los animales de pluma aprendamos a mugir. Pero si ensayamos con tesón lo podríamos conseguir. Papátoro, por favor, ¿nos quiere hacer una demostración de su poderoso mugido? -- Muuuuuuuuú, encantado, no faltaría más. Atended, pequeñajos. Y bufó con tal fuerza que hasta el lobo lo oyó desde su montaña y le hizo perder el apetito por un momento. -- Cuá, cuá , cuá. ¿De acuerdo?, ¿habéis cogido el tono? Pues, ahora todos preparados. Agrupaos por familias. Los de pluma nos


colocaremos las alas sobre el pico para que el sonido sea más ronco. Mamáoveja, que no quería dejar pasar la oportunidad de aportar su granito de arena dijo: -- Beee, beee, beee. A mí se me ocurre otra idea. Fijaos en esta tubería tan enorme que Paco Pacorro ha dejado aquí en medio hasta que vengan las máquinas a enterrarla. Todos los que quepamos podíamos pasar la noche escondidos en ella. Y el mugido que imitemos retumbará más fuerte. -- Cuá, cuá, cuá. Estupendo, magnífica idea. Todos a dentro, a ensayar, ordenó Mamápata. No podéis imaginaros el jaleo que se armó en menos que canta un gallo. Bueno, quizás sería mejor decir en menos que muge un gallo porque Papágallo, naturalmente, quería llevar la voz cantante y fue el primero en desgañitarse intentando un Muuuuuuuuú que deslumbrase a todo el mundo.


Luego estaban los más pequeños que alborotaban y alborotaban y apenas lograban hacer un Muuuuuuuuú que se pareciese, aunque ni de lejos, al de Papátoro. Mamápata tuvo que llamarles al orden para que se pusieran a ensayar con atención. Desde fuera, Papátoro iba corrigiendo los defectos de dicción… Al cabo de una hora, minutos más, minutos menos, todos mugían tan bien que Papátoro se sintió orgulloso de su trabajo. El mismísimo Paco Pacorro, ya anochecido, salió de su casa alumbrándose con un farol, creyendo que su granja había sido invadida por toda una ganadería de reses bravas. Pero solo vio a Papátoro y familia que se retiraba a dormir en compañía de Papácaballo y la suya. Mamápata que lo había visto todo, muerta de risa por dentro, dijo en voz baja: --Cuá, cuá, cuá. Ahora, todos a esperar en silencio y a una señal mía, todos a mugir como si nos fuera la vida en ello.


Papácerdo, que no se pudo resistir, matizó: -- Sin “como”, Señorapata, sin “como”. Y dirigiéndose a los más pequeñines: ¡NOS VA LA VIDA EN ELLO! Y, a pesar del tono agrio y prepotente de Papácerdo, Mamápata se sintió halagada cuando notó que la trataba de “Señora”. Era más tarde que otros días cuando el aullido del lobo (¡Auuuuuuuuuuuuuuuuh!) que, algo escamado con tanto mugido, había tomado sus precauciones antes de acercarse a la granja, interrumpió esas disquisiciones tan banales. -- ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuh!, aulló de nuevo ya dentro de la granja. Esta noche me apetece comer… ¡un sabroso tocinito! Y a la zahúrda se encaminaba cuando a una señal de Mamápata todos los animalitos comenzaron a mugir dentro de la tubería. -- ¡Muuuuuuuuú!, ¡Muuuuuuuuú!, ¡Muuuuuuuuú!


Del susto que se llevó el lobo la cola se le quedó entre las patas tan agarrotada que a buen seguro tardaría mucho tiempo en volver a su sitio. Pero como tenía mucha hambre tocó en la puerta de Mamáoveja que estaba pegadita a la tubería: -- Toc, toc. Soy el lobo, abre Mamáoveja, tengo mucha hambre. No me hagas perder los nervios y dame un corderito, de lo contrario… Los mugidos no se hicieron esperar. -- ¡Muuuuuuuuú!, ¡Muuuuuuuuú!, ¡Muuuuuuuuú! Y el lobo esta vez ya no sabía dónde meterse el rabo del susto que se llevó. Lo mismo le fue pasando en todos los corrales a los que llamaba. -- ¡Muuuuuuuuú!, ¡Muuuuuuuuú!, ¡Muuuuuuuuú! El corazón le latía tan fuerte que parecía como si alguien estuviese tocando un tambor en el patio de la granja. Las ganas de comer


se le habían quitado del todo. Para rematar la faena, cuando Papátoro comprendió que el lobo llevaba ya bastante castigo, solo tuvo que asomar los cuernos por la puerta de la vaquería. No le dio tiempo ni a mugir. El lobo, al ver la cornamenta iluminada por la luz de la luna, echó a correr como alma que lleva el diablo y no paró hasta llegar a su guarida. Se prometió a sí mismo no volver nunca más a aquel lugar. Haría la maletas y se iría por donde había venido en busca de otra granja donde no hubiese tantos toros… Los animales de la granja, por el contrario estaban todos muy contentos. No paraban de bailar y mugir entre risas, celebrando el éxito de la idea de Mamápata. Lo que no podían sospechar ni los más viejos del lugar eran los problemas que aquella victoria sobre el lobo iba a acarrearles… A la mañana siguiente, todos seguían eufóricos y contentos, pero pronto los adultos observaron que ninguno de los pequeñines


usaba su propia lengua: aunque apenas lograban entenderse entre ellos, ¡todos mugían! Los patitos parecían haberse olvidado del cuá, cuá y los pollitos del pío, pío… y así todos los demás. Era sorprendente, pero hasta el gato se empeñaba en mugir como Papátoro. Se sentían felices y seguros de su nueva voz y se rebelaron contra sus padres, que no podían hacer nada para que volvieran a hablar como era lo normal en su familia desde los tiempos más remotos. Paco Pacorro al oír a todos sus animales hablando un mismo idioma pensó que más que una granja lo que tenía era un manicomio animal… Todos acudieron a Mamápata, apelando a su sabiduría. Pero, nada, ni siquiera Mamápata tenía esta vez solución para corregir la conducta tan rara de sus pequeños diablillos. Es más, los patitos erán los más díscolos y los que estaban mugiendo a todas horas.


Hasta que un día, llegado ya el verano, sucedió algo inesperado que, si bien pudo provocar una verdadera tragedia, en realidad fue la solución del problema. Lo cual parecería hacer bueno el refrán de que no hay mal que por bien no venga… El caso es que los patitos nadaban alegremente en el estanque. Mamápata les estaba dando la diaria lección de natación. De repente, al más pequeñín de todos se le quedó trabada una pata en unos nenúfares que crecían en el agua. No podía soltarse y estaba ahogándose. Empezó a llamar a gritos a Mamápata para que lo sacase de allí…, pero como lo hacía con mugidos, no entendía qué era lo que le decía. El patito, desesperado y exhausto, comenzó a gritar con todas sus fuerzas: -- ¡Muuuu… Cuá, cuá, cuá! Así fue cómo Mamápata y los demás se pudieron dar cuenta del peligro que corría y lograron salvarlo de la muerte más tonta que puede tener un pato: ahogado.


-- Cuá, cuá, cuá, le reprendió severamente Mamápata. Menos mal que te decidiste a hablar como corresponde a un pato. Fíjate en lo que ha podido ocurrirte. El patito lloraba compungido, mientras se secaba las plumas al sol rodeado de sus hermanos. Mamápata aprovechó para reñir como suelen hacer todas las mamás del mundo en situaciones parecidas: -- Cuá, cuá, cuá. Y vosotros, ¿os vais a decidir de una vez a obedecerme o necesitaréis también veros en un peligro como el de vuestro hermano? -- Cuá, cuá, cuá, contestaron todos a la vez. Y estallaron en carcajadas al oír de nuevo su propia voz que, por cierto, les pareció más bonita incluso que antes cuando vivían asustados por el lobo. Y, por supuesto, mucho más bonita que el ronco mugido de Papátoro. Algunos, a los que ya se les había olvidado cómo hablaban los patos, tuvieron


que entrenar un rato antes de poder decir cuá, cuá sin tartamudear. Así fue cómo, al correrse la voz, el resto de los animales escarmentaron en cabeza ajena y comenzaron a emitir de nuevo sus propios sonidos y abandonaron la estrambótica manía de mugir… Por toda la granja se oía de nuevo un concierto de cuá, cuá, cuá, beeee, beeee, pío, pío, hijijiji, hijijiji, grrrrruñí, grrrrrruñí… Paco Pacorro salió de su casa entusiasmado al oír cómo sus animales habían vuelto a la normalidad. Aquella cacofónica algarabía sonaba en sus oídos más armoniosa que la quinta sinfonía de Beethowen. Por fin, dejarían de llamarle como lo hacían por todo el valle Paco Pacorro, “El Granjero de los Animales Raritos” y otras cosas peores… Lleno de alegría, se fue al granero y echó en los comederos una ración doble del grano que más gustaba a todos.


¿Que cuál era esa comida...? Atended al final del cuento y podréis daros por enterados, pues Colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Los animalitos fueron felices y comieron MAÍCES. Antonio Monterroso (Castelldefels, 1979)


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