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Relatos del trabajo y la marginalidad
by La Mirilla
POR NICOLÁS MARRERO
ILUSTRACUIÓN: RODRIGO DÍAZ
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En esta edición le voy a compartir dos historias de las que he sido testigo. Estos años de caminar por diferentes lugares me han traído muchas historias, me han enfrentado a muchas realidades que colisionan con mi subjetividad y me hacen perder en esta pluralidad de mundos. Eso es lo más adictivo para alguien que tiene la letra como motor de vida. Es así que con el tiempo he aprendido a escuchar las voces de aquellas personas que tienen alguna historia que contar y he pasado a ser un traficante de letras, que sabe que el sentido del oído es el pilar fundamental de un cronista nómada.
Pero no le voy a andar contando cosas mías ni me voy a andar dando mucho autobombo (por más que mi sangre escorpiana y de hijo único me tiren para ese lado). Simplemente quiero compartirle dos historias de las cuales he sido testigo, dos realidades que nos sirven para redefinir nuestra forma de ser y la costumbre de crear problemas donde no existen. El viajar permite eso: relativizarte, moverte del eje de tu ombligo y sacar la cabeza de tu caja de realidad inmaculada y única. Aprendés a observar, a adquirir cierta sensibilidad frente al otro y a trabajar tu empatía con los demás. Esas dos historias tienen que ver con una vida de trabajo y sacrificios, como para que cuando usted se tenga que levantar temprano y piense que su existencia rutinaria es una porquería por tener que apagar esa alarma, sepa que hay gente que no tiene chance ni siquiera de plantearse lo cruel que es el mundo (si, ya sé, usted dirá: “bueno, pero eso no es consuelo, yo sé que hay gente peor que yo pero eso no quita que me sienta un esclavo cuando me tengo que levantar a trabajar”. Y yo le digo: “Sí, lo sé también, pero salga de sus cuatro paredes un poco, viaje y sea testigo de todo ese caleidoscopio de vidas que tiene el universo”. Y si me sigue discutiendo, permítame mandarlo a cagar). ¡Ah! Feliz Día del Trabajador.
NIÑO ADULTO
El bosque olía a verde, ese que es fresco y húmedo. El camino marcaba adentrarse a la tierra; pendientes y bajadas. Ese bosque tintineaba sonidos sutiles como los que da el arrullo de un río en medio de una pradera verde y abundante. Yo recién había llegado a San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Aún no conocía sus entrañas. Todo me golpeaba sin aviso. Todo sabía a nuevo.
Un pequeño camino entraba en algunas calles sospechosamente desconocidas. Frené y respiré la calma de la naturaleza. Tomé un trago de agua y continué el paso. Detrás de mí se me acercó un niño.
No llegaba a la altura de mi cadera. Llevaba puestas unas botas de hule negras, pantalón oscuro y playera con marcas de varios años de uso. Tenía colgado un morral hecho de bolsa de costal, esas plastificadas donde se guarda todo tipo de granos, una boina más vieja que él y un pasto como goma de mascar en la boca. “Niño, el camino al pueblo es por aquí, ¿verdad?”, le pregunté. Él se me acerca, me sonríe y me dice: “sí, es todo recto por aquí. ¿Para dónde va usted?”. Le cuento un poco e inocentemente le pregunto si venía de la escuela. “Pues no, vengo de trabajar. Sabe, ahora me voy pa’ la casa porque mi mamá me espera pa’ comer porque ella no trabaja y yo le llevo unos frijoles pa’ que me cocine, porque mi papá se fue de la casa hace un tiempo porque el toma mucho”. El sonido del bosque, nuestros pasos y las sombras intercaladas con los rayos de luz eran testigos de nuestra conversación. “¿Dónde trabajas?”, le pregunté. “Allá arriba”, me dijo, señalando a la cadena de montañas que estaban cortadas por el progreso y canibalismo mercantil.
“Yo pongo dinamitas entre las rocas para romperlas y lo tengo que hacer rápido, rapidísimo, porque sino el patrón se enoja conmigo porque no hago todo el trabajo que tengo que hacer. Y ahí las voy poniendo una por una así; ‘pa pa pam pam tan tan’”, me decía mientras hacía la mímica de cómo iba colocando los explosivos en línea y en serie. “Como soy pequeño y mis manos son pequeñas puedo caber mejor en los huecos y trepar rápido, porque tiene que ser rápido sino el patrón me despide y yo no podría llevarle plata a mi mamá que está sola en casa asustada, porque mi papá le dijo que la iba a matar por haberlo echado de la casa”. Ahí freno y lo miro: esa cosa tan pequeña, tan niño que se había visto en la obligación de convertirse en adulto. “Niño, que el mundo te va envejeciendo a los golpes”, me pensé, recordando esa estrofa de alguna murga uruguaya. Yo, que a esa edad estaba saliendo de la escuela y mi preocupación se reducía en no haber hecho ni un solo gol en el partido de fútbol del recreo.
“Oye, ¿pero cómo es eso de que tu papá quiere matar a tu mamá?”, le pregunté. “Sí, cuando está borracho la llama y le dice que es una puta y que la va a matar a machetazos cualquier día de estos”. Le pregunté por qué no hacían la denuncia a la policía. “No, mi mamá tiene miedo porque mi papá le dijo que si llamaba a la policía ahí si la iba a matar y él cuando toma hace cualquier cosa, porque él siempre le pegaba y le tiraba la comida que ella hacía, hasta que ella lo echó. Pero ahora él la tiene amenazada por haberlo echado y ella no quiere salir a la calle porque él la puede encontrar y matarla, porque cuando mi papá toma le pega siempre a mi mamá”. El bosque se hacía más bosque a medida que el relato se iba oscureciendo. ¿Qué le iba a decir yo? ¿Qué se le dice a un niño que ha dejado de serlo por las circunstancia en que le ha tocado nacer? El viajar te hace cambiar ángulos de vida, empezar a enfrentar tu mundo; ese que tenés tan inmaculado y único con otros más terribles, más siniestros. Si estás abierto a recibir otras maneras de percibir las cosas estarás aprendiendo que tus problemas son subjetivos y que no existe una tragedia esencial que no se resuelva. Enfrentar paradigmas es lo que nos hace crecer. Ese niño, con su mundo, me estaba enseñando que aquellos días en aquella oficina en aquel trabajo de aquella otra vida que yo había tenido (sí, así todo escrito tan redundantemente; es para que usted se me maree un poco y sacarle tanta solemnidad a este discurso) no eran tan siniestros como los había sentido cada mañana que me levantaba a cumplir con horarios, autobuses, camisas y marcadas de tarjetas.
El que otros la pasen peor que uno no es consuelo cuando nos sentimos los seres más desdichados del planeta, pero cuando te enfrentás cara a cara con la real desdicha ganás en perspectiva y aprendés a valorizar aquello que fuiste e hiciste para tener el presente que te toca vivir. Al final el niño se paró. “Mire señor, mire para ese árbol. ¿Ve la ardilla? Yo tengo una honda, y cuando voy por el bosque voy buscándolas y les tiro, pero casi nunca les pego. Pero el otro día le di a una que cayó al suelo y creo que la maté. Pero está más lindo cuando no les pego, porque salen saltando así, ¡zaz!”, me terminó de decir. Al relatarme su juego de la honda y las ardillas pude descubrir apenas un brillo de niñez en sus ojos. Ese niño estaba ahí. Oculto entre tanta adultez obligada.
MUJER DE MERCADO
Me levanto temprano, apenas son las siete de la mañana y el sol aún se despereza detrás de las montañas que le dan relieve al horizonte sancristobaleño. El silencio todavía es dueño de la calle. Los transeúntes hace unas horas se rindieron ante la noche y el mezcal. Los últimos amores se consumaron mucho antes de que el primer rayo del día les iluminara su lujurioso deseo. Salgo a la calle que está vacía de gente, autos, perros, comidas, gritos y gringos de sombreros de paja. El mercado me queda a unas pocas cuadras y debo comprar la comida para hacer el desayuno. En la entrada, los primeros puestos aún se están armando. El olor de las tortillerías humedecen en asfalto. Aún es temprano para que el color rojizo de los mangos tiñan los corredores o que las vendedoras se acerquen con las bolsas de cebollas, tomates o aguacates a diez pesos.
Frente a mí hay una mujer muy anciana, con más años que los que me puedo imaginar. No debe de medir más de metro cincuenta. Lleva puesto su traje típico de alguna comunidad tzotzil, pero no sé bien de dónde; una pollera hasta los tobillos bordada de colores rojos y azules, una blusa azul carmesí con motivos de rosas y otras flores que no reconozco. La faja, de color negro, le marca aún más su delgadez de años de mala alimentación. Su piel tiene marcas de un devenir ajado por el trabajo, la escasez y el sacrificio estoico. Las arrugas, que son más producto de horas interminable de trabajo que de años, son su insignia de fortaleza y tenacidad. Sobre su cabello gris, largo y trenzado, lleva una tira de cuero que rodea su frente y está ligada a un gran costal de maíz que carga sobre su espalda y le sirve para soportar todos los kilos que lleva sobre su pequeño cuerpo. Seguramente ese costal pesa mucho más que ella, pero aún así baja la mirada: no en tono de sumisión, sino en posición de avance. Cual toro arremetiendo contra su presa, ella adelanta con sus cortas piernas hacia el frente. Sin mirar al que viene, sin pedir permiso. ¿Cuántos amores habrá resignado por sus horas de marginalidad laboral? ¿Habrá sentido alguna vez la satisfacción de dos cuerpos sucediéndose en una noche de piel y pulsión? ¿Qué sueños habrá tenido cuando su niñez la hacía fantasear? ¿A quién extraña en las mañanas? ¿Cuál es su comida preferida? ¿Qué le produce risa? ¿Y temor? ¿En qué hombro se sostiene cuando la fragilidad la invade? En ese mercado es solo ella, su costal, su maíz, su trabajo, comida, sustento. Su vida. Es su vida la que va en esa espalda, que va corriendo por esas arrugas y ese metro cincuenta de puro trabajo y tenacidad. Son las siete de la mañana y cuando la ciudad aún duerme, ella ya está haciéndole frente a todo. Como todos los días. Ya no debe recordar desde cuándo. Ya no importa.