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ÁNIMA: el mate

El mate

POR DIEGO OBISPO

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Entre la “maldita yerba del demonio” y el “beneficioso té del Paraguay”

Cuando comenzamos Ánima nos propusimos hablar de la facción menos material del mundo, ese lado espiritual y místico que toma muchas veces a la memoria colectiva de los pueblos para resistir frente a la modernidad que homogeniza todo. La religiosidad popular en nuestras tierras es un arma de resistencia formidable, pero constantemente denigrada. El nombre Ánima atiende a la concepción animista de las comunidades originarias que pueblan esta región desde hace 10.000 años. En su cosmovisión los espíritus interactúan con nuestro plano existencial a través de una cosa, lugar o ser vivo. Se esconden en un ave, en una planta, en una cascada, en el inmenso mar, o en el rápido curso de un río. En nuestra cotidianidad el animismo parece no tener cabida. Tal vez alguien con el realismo mágico bien aceitado puede llegar a creer que en la naturaleza habitan espíritus que interactúan con nuestra realidad. Aún así, sin cuestionarlo muchos de nosotros acudimos a la rambla a pensar en soledad, a buscar alguna respuesta o sanar alguna herida. Todos en algún momento necesitamos que el paisaje nos abrace, nos cure, nos esclarezca las ideas. Los pueblos originarios vieron allí espíritus y en ellos depositaron sus conocimientos, sus miedos y alegrías. Así construyeron su territorio en diálogo continuo con su paisaje.

En Chile, el investigador Oreste Plath afirma que “el hombre mitológico sintió que el mundo vivía. Pero no interpretó esa vida como nosotros”. El cientificismo del siglo XXI nos indica que la gente “que sabe” no cree en espíritus. Del otro lado está la gente “que no sabe” y por su condición cree que el mundo vive. Por eso lo entiende, lo comprende y respeta: esa gente “que no sabe” es la más sabia portadora de la tradición popular. De boca de esa gente escuche por primera vez decir “el primero es pal’ espíritu”, mientras veía como el agua caliente era rápidamente absorbida mediante el acto que los citadinos llamamos hinchar la yerba. Rato después el espíritu del mate acompañó la ronda. Afloró en ella la calidez de la cosa compartida a través de esa forma particular que encontramos para comunicarnos y vencer nuestras propias tendencias individualistas. Así es el espíritu cálido y ameno que habita dentro de una de las plantas más importantes de esta región. Tal vez mañana cuando chifle la caldera anunciando que el agua está pronta y el espíritu acepte la ronda por más que en ella estemos solos. En ese instante mágico en que la espuma rebosa al pie de la cuidada montañita de yerba aún seca, tal vez ande por allí el espíritu travieso de la Yerba Mate ayudándonos a despertar o invitándonos a reflexionar las cosechas fenecidas del día. Allí estará Kaá Yarí para preguntar con la voz de los hombres y contestar con la de los dioses. La Yerba Mate, IIlex Paraguayensis, es la causa de sentido social de muchas de las cosas que pasan en estas latitudes. Su poder estimulante es considerado un puente entre los hombres y los dioses y en torno a ella las leyendas se ramifican a sitios inesperados. El intento de descifrar los orígenes de su consumo nos lleva hasta su uso original. El caá como es su denominación en guaraní era utilizada para comunicarse con el alma de sus seres queridos. Los guaraníes la plantaban en el lugar donde sepultaban los restos de sus muertos. El sentido original de su consumo fue la de integrar a la ronda de mate el recuerdo y la sabiduría de los espíritus de sus antepasados. Los españoles primero la prohibieron. Su consumo era asociado a la escucha de “oráculos falaces del padre de la mentira: Satanás”. El Gobernador Hernandarias, a finales del siglo XVI decretó: “Que nadie en adelante fuese ni enviase indios a hacer hierba a ninguna parte donde la haya (…) Y cualquiera persona, de cualquiera estado y condición que beba hierba en público o en secreto, incurra por la primera vez en 10 pesos de multa y en 15 días de cárcel pública y en adelante sean castigados con graves penas”. La Yerba del Paraguay “no es otra cosa que las hojas de ciertos árboles del país, que los hechiceros la introdujeron por parte del demonio y con ella se privan del juicio, y se emborrachan”, comentaba el Padre Antonio Ruiz en una de las primeras crónicas jesuitas misioneras. Pero algo sagrado debe tener esa yerba que ni la prohibición de las iglesias, ni los miedos de la medicina moderna, ni el precio del mercado actual hacen que su consumo disminuya. Los botánicos dirán que es la mateína, y su efecto similar a la cocaína de la hoja de coca, a la teína del té o a la theobromina del chocolate. Los antropólogos algo más avezados en hipótesis hablan de la evolución de una tradición que funciona como un efectivo agente de sociabilización y arraigo. El mate disimula el hambre, despierta, sociabiliza, y en su devenir se transformó para una generación en un símbolo de resistencia frente a los regímenes dictatoriales de la década del 70. Por aquellos años los uruguayos acompañados de la tecnología del termo sacaron el fogón a la calle para reafirmarse como sociedad. En las plazas, en los autos, en los descansos empobrecidos de las medias horas laborales, en las caminatas diurnas, de mano en mano se paseaba el espíritu del mate, rescatando a un pueblo sumido en el miedo más espantoso. Mate a mate se volvía coser el desecho tejido social y reafirmar el sentimiento de pertenencia y trascendencia a un pueblo, una actitud casi revolucionaria en los tiempos del exilio obligatorio. Dicen que la Yerba Mate fue un premio que Tupá le dio a Kaá Yarí la hija de un solitario viejo que vivía en un monte. Esta joven decidió quedarse con él hasta sus últimos momentos, pese a la soledad y los peligros que eso representaba. Para cumplir la noble tarea Tupá hizo caer una llovizna sobre su rancho. Al amanecer, en esa tierra habían brotado unos árboles desconocidos. Entre el verde oscuro de las hojas asomaban las flores blancas. Jamás murió la hija del viejo labrador. Ella es la dueña de la Yerba Mate y anda por el mundo ofreciéndola a los demás. Pese a la negativa del hombre blanco y a las severas sanciones aplicadas a su consumo, existe algo en el mate que nos hace humano, que nos conecta con una esencia hermana y que hace cálidas hasta a las personas más frías. Por eso su espíritu no sucumbió frente a la prohibición. El “vicio” de tomar mate se expandió rápidamente entre la elite criolla de las nacientes ciudades latinoamericanas. Los criollos tomaron tal afición a esa costumbre “salvaje” que no es difícil imaginar el escándalo que debió haber generado la adaptación de un ritual indígena por parte del conquistador. La iglesia elevó su voz excomulgando a los materos hasta que los jesuitas lograron domesticar el cultivo de la Yerba Mate. Se abría así el mercado que salvaría las arcas de las empobrecidas Misiones Jesuitas. La Yerba Mate pasó de ser la “yerba del demonio” al “beneficioso té del Paraguay”. Su demanda fue en aumento y lo jesuitas supieron satisfacerla en base al establecimiento de un régimen tal vez más esclavista que el de las minas del Cusco. Este régimen casi sin modificación se acarrea hasta la actualidad. En 1908 el periodista y anarquista español Rafael Barrett, describía la selva como “la prisión de esmeralda”, en la que peones yerbateros estaban confinados de por vida, prisioneros de las deudas previamente contraídas por anticipos de su salario que nunca conseguían pagar.

“ESCUDRIÑAD BAJO LA SELVA: DESCUBRIRÉIS UN FARDO QUE CAMINA. MIRAD BAJO EL FARDO: DESCUBRIRÉIS UNA CRIATURA AGOBIADA EN QUE SE VAN BORRANDO LOS RASGOS DE SU ESPECIE. AQUELLO NO ES YA UN HOMBRE; ES TODAVÍA UN PEÓN YERBATERO. HAY QUIZÁS EN ÉL REBELIÓN Y LÁGRIMAS.”

El mensú, como se le denomina al peón yerbatero era contratado y pagado por adelantado por jornadas de 18 horas de trabajo, de lunes a lunes. Su tarea terminaba una vez que lograra pagar el dinero que el “capanga” (contratista) le hubiese pagado, cosa que rara vez sucedía. Alejados de toda legalidad y posible control estatal, los capangas aplicaban un régimen esclavista que se extendía durante años, o hasta que el mensú muriera. Suponiendo que un peón sacara de su cerebro un resto de independencia, y de su cuerpo la energía necesaria para atravesar inmensos desiertos en busca de un juez, encontraría un juez comprado por los latifundistas. Las empresas yerbateras hacían verdaderas arreadas en busca de mano de obra para el sacrificado trabajo yerbatero. La población de Tucurú pucú en el norte chaqueño había sido despoblada de hombres cinco veces. A su vecina localidad de Villarrica le sucedió lo mismo, hubo un año que se llevaron más de 300 hombres para los yerbales de Tormenta, en el Brasil, no volvieron más de 20. Medio desnudo, desamparado, el obrero del yerbal es un perpetuo vagabundo en su propia cárcel. Camina sin descanso, avanza a sablazos y el camino que abre a machetazos se vuelve cerrar detrás de él. “Escudriñad bajo la selva: descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo: descubriréis una criatura agobiada en que se van borrando los rasgos de su especie. Aquello no es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. Hay quizás en él rebelión y lágrimas.” escribió Barret. Las condiciones de trabajo le exigen ocho bolsas de 15 kilos de yerba por día. Ocho sacos traídos desde una legua, o legua y media por los montes. Cuando el peón suelta el saco a los pies del encargado nadie se le acerca mientras se desploma en el suelo, una desesperación sin nombre se apodera de él, los capataces le respetan ese instante. Esa hoja cosechada pasa al barbacuá, el horno rudimentario en que se la cuece. A su lado el urú respirando fuego vigila la quemazón. Cada tanto el calor de la selva y el calor del fuego lo hacen caer desmayado, rápidamente los capataces lo reaniman con agua o a patadas. Aunque el trabajo más cruel es quizá el acarreo de leña al barbacuá, 70 u 80 kilos de troncos gruesos cargados en los lomos desnudos de los peones. Solo un día al año en la selva reina la paz. El viernes santo en los yerbales no se trabaja, una costumbre arraigada de cuando los jesuitas eran los capangas de todo eso. Por aquella época a la noble historia de Kaá Yarí la sustituyó la servil proeza de Santo Tomé, que tras días de lluvia bendijo la yerba para que pudieran de ella beber los curas y monaguillos. Una vez al año, los mensú son descolgados de su cruz y paradójicamente alrededor del mate comparten lo poco que les queda de humano bajo la sombra cerrada del monte. Ese día el mensú habla y no solo se queja, su sufrimiento le permite cantar. Crea con sus coplas a los únicos mensúes libres de todo el yerbal, los únicos que logran atravesar las grandes murallas verdes de las ciudadelas imaginarias de los yerbatales. Su canto llega en verso a los pueblos y se pasea resurrección. La memoria popular siempre se pasea en las rondas del mate. Sus contenidos, al igual que el mate, son instrumentos culturales de resistencia, reprimidos siempre que se pueda por aquellos que no quieren que nada cambie fuera de su control. Es por eso que aunque suene extraño, la memoria popular mira hacia adelante, se proyecta en un futuro, su supervivencia depende de que se mantenga viva. La memoria popular que nos cuenta que en un tiempo la Yerba Mate era sagrada, su cosecha era un ritual y todo su proceso creaba el beneficioso té del Paraguay, nos está diciendo también que por aquellos años el beneficio era para todos y no había capangas castigando el lomo de los mensúes.

“¡ANIVE ANGANA, CHE COMPAÑERO, ORE KORAZO REIKTY ASY…” NO MÁS, NO MÁS COMPAÑERO YA HAN ROTO CRUELMENTE MI CORAZÓN”.

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