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“AMOR EN TIEMPOS DE GUERRA” - Publicado el domingo, noviembre 25, 2012
Casi todos los días, Mirsada Buric salía a las devastadas calles de Sarajevo y realizaba un sencillo acto de valor que algunos calificaban de locura: corría. Sí, corría entre el fuego de los francotiradores y los bombazos de los morteros, junto a las construcciones acribilladas y a medio derruir de su ciudad. No tenía más escudo contra las balas y la metralla que su valentía, ni más sustento espiritual que el anhelo de competir en los Juegos Olímpicos. Su inquebrantable espíritu inspiró a sus compatriotas y le robó el corazón a un joven que vivía al otro lado del mundo.
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ERA UN DOMINGO de verano, en 1992, y Eric Adam, soltero de 34 años, estaba en la cocina de su pequeño apartamento, en Prescott, Arizona, haciendo lo que muchos solteros hacen el fin de semana: separar la ropa para la lavandería y empaquetar periódicos. Tenía prendida la televisión en la sala y alcanzaba a oír las noticias. En eso comenzaron a hablar de una corredora bosnia de media distancia que estaba entrenándose para los Juegos Olímpicos. Su pista eran las calles de una ciudad azotada por la guerra: Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina. Todos los días la atleta corría entre los cráteres dejados por las bombas, desafiando el fuego de los morteros y el de los francotiradores. Eric fue a la sala para verla. En la pantalla aparecía una joven de figura grácil, vestida con un traje deportivo elástico, que avanzaba con paso ligero moviendo los brazos cadenciosamente. Llevaba la cabeza en alto, como en calculado desafío a los tiradores serbios que la tenían en la mira. El locutor decía que la corredora pretendía obtener un lugar para la bandera bosnia en los Juegos Olímpicos, y recordarle al mundo que su patria aún existía, por abatida y asediada que estuviera. La joven siguió corriendo en dirección a la cámara y luego su imagen desapareció. Eric se quedó de una pieza. Desde hacía varios años, aturdido por la muerte de su novia, iba por la vida como sonámbulo. Entonces, de buenas a primeras, la insólita imagen de una joven valerosa lo sacaba de su estupor. Invadido por un sentimiento que iba más allá de la razón y el sentido común, quiso conocer en persona a esa mujer, que estaba dispuesta a arriesgarlo todo por una causa noble. La corredora se llamaba Mirsada Buric, tenía 22 años y era estudiante de cuarto grado de periodismo en la Universidad de Sarajevo. Llevaba un tiempo entrenándose para formar parte de la delegación bosnia que iría a los Juegos Olímpicos de Barcelona. Ya era una corredora consumada y campeona de su país en la prueba femenil de los 3000 metros a campo traviesa. Había pasado su niñez en Bojnik, aldea situada unos kilómetros al oeste de Sarajevo, en la cual su familia estaba establecida desde hacía 200 años. Como el 40 por ciento de la población bosnia, Mirsada era musulmana. De los 2000 habitantes de Bojnik, más de la mitad eran musulmanes; los serbios sumaban 700, y los croatas, 200. Durante muchos años todos se consideraron compatriotas y vivieron en paz. La mejor amiga de Mirsada, que también fue su compañera en el deporte desde la escuela primaria hasta la universidad, era serbia, como lo era el entrenador de ambas.
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En diez ocasiones seguidas Mirsada ganó la prueba de su categoría de edad en el torneo anual de carrera a campo traviesa de Sarajevo. A los 20 años ya era una corredora de calidad internacional y se contaba entre las mejores de su país. Además, había concebido una esperanza inspirada en su recuerdo del atleta que en 1984 pasó corriendo hacia Sarajevo con la antorcha olímpica, cuando la ciudad fue anfitriona de los Juegos de Invierno: se veía competir en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Parecía que 1992 sería su año. Entonces estalló la guerra civil en lo que hasta ese momento era Yugoslavia. A Mirsada la desterraron de su pueblo natal y la llevaron a un campo de concentración, de donde, al cabo de dos semanas, la enviaron a Sarajevo. Fiel a su sueño, comenzó a entrenarse una semana después de su llegada. Como el estadio, situado al pie de los cerros arbolados que dominan la ciudad, estaba al alcance de los francotiradores serbios, no le quedó más remedio que correr en las calles... dos veces al día. Foto: © ERIC ADAM
En todo Sarajevo no había un solo lugar seguro. Los francotiradores disparaban a sangre fría contra todo aquel que tuviera la mala suerte de pasar frente a la mira de sus fusiles, fuese hombre, mujer o niño. Mientras Mirsada corría, oía silbar las balas a su lado y las veía incrustarse en los árboles y en las paredes; sentía en los pies el retumbar del suelo por los cañonazos y morterazos; percibía el penetrante olor a pólvora que impregnaba la ciudad. A pesar de todo, seguía corriendo. "Es lo que me mantiene cuerda", dijo a los periodistas que la entrevistaron.
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MOMENTO DECISIVO A sus 34 AÑOS, Eric había llevado una vida llena de penalidades. Pasó buena parte de su juventud batallando contra el alcohol. La lucha comenzó en su adolescencia y persistió durante su servicio militar en la fuerza aérea y mientras asistía a la universidad, donde se especializó en fotografía. Terminados sus estudios, sus días de sobriedad fueron cada vez menos. Finalmente le llegó el momento de afrontar su terrible realidad: no podía dejar de beber por esfuerzo propio; necesitaba ayuda. Dos días después se internó en el Centro Médico de la Administración de Ex Combatientes de Estados Unidos, en Prescott. El Programa para el Tratamiento de las Adicciones del centro ofrecía a los pacientes comida nutritiva, fisioterapia y orientación espiritual. Eric conoció allí a Suzi Hollowell, la supervisora dietética del programa, atractiva joven de ojos radiantes y pelo ondulado que siempre tenía palabras amables para él. Se ponían a conversar cada vez que se veían, y un día salieron juntos. Ella le habló del pueblecito de Montana donde había nacido, y de una válvula artificial que le habían implantado en el corazón para corregirle un defecto congénito. Volvieron a salir varias veces y no tardaron en enamorarse. Cuando lo dieron de alta del centro médico, Eric consiguió trabajo como fotógrafo en el Courier, un periódico de Prescott, y comenzó a planear su futuro con Suzi. En 1988 decidieron que se casarían en septiembre. Una tarde de agosto, al volver a las oficinas del periódico después de haber ido a tomar unas fotos, Eric recibió tres recados de que se comunicara a la unidad de terapia intensiva del centro médico. Llamó por teléfono y le dijeron que se trataba de Suzi. Cuando llegó al hospital, se enteró de que la válvula artificial había fallado y su novia había muerto. Salió del hospital dando traspiés, condujo a su casa, se dejó caer en un sillón y rompió a llorar. A los dos días acompañó el féretro al hogar de la familia de ella, en Miles City, Montana, para el entierro. Aunque apenas tenía 30 años, sentía que después de aquella desgracia ya nada bueno podía ocurrirle; pero, aunque estaba desconsolado, no volvió a beber. Desde entonces, su vida era una sucesión interminable de días grises y noches negras. Se levantaba por la mañana como un autómata, hacía su trabajo por rutina, regresaba a casa, comía, veía televisión y dormía. Luego, en el momento menos pensado, la imagen televisada de una valerosa deportista lo hizo volver a la vida.
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Una semana después de haberla visto por televisión, Eric averiguó su nombre y que ya estaba en Barcelona con otros nueve atletas bosnios para competir en los Juegos Olímpicos. Un día aprovechó la hora del almuerzo en su nuevo trabajo (era productor de audiovisuales en la Administración de Ex Combatientes) para ir a su casa e indagar el número telefónico del alojamiento de la delegación bosnia en la villa olímpica de Barcelona. Hizo la llamada y, de teléfono en teléfono, acabaron por comunicarlo con alguien que hablaba inglés. Quiso el destino que esa persona fuera una de las amigas íntimas de Mirsada, la cual le dijo que ésta estaba entrenándose en la pista. Eric le pidió su dirección en Barcelona y de inmediato se sentó a escribirle una carta a Mirsada, la intrépida joven de la que lo separaba medio mundo de distancia y que nada sabía sobre él. Después de varios comienzos en falso, se concretó a unas cuantas líneas, en las que le decía que la había visto por televisión y al instante lo había invadido un sentimiento de admiración por ella. Por último, agregó que estaba a su disposición para lo que necesitara. En Barcelona, la televisión y la prensa difundieron la historia de Mirsada Buric. Fue en el momento de mayor ajetreo para ella cuando le llegó la carta de Eric. Su amiga se la tradujo, y las dos menearon la cabeza, sorprendidas. ¡Qué impulsivos son los norteamericanos!, pensó Mirsada. Hizo la carta a un lado, pero luego, sin proponérselo, volvió a tomarla varias veces entre sus manos. Por fin decidió contestarle a Eric con ayuda de una compañera de la delegación. Le agradeció su carta, le envió una foto de ella corriendo y firmó: "Te quiere, Mirsada". No puso dirección de remitente, pues no la tenía. Su país aún estaba en guerra civil y ella no sabía dónde le permitirían establecerse una vez que volviera.
LEGADO DE ODIO AL DARSE CUENTA de lo poco que sabía sobre la guerra civil de la antigua Yugoslavia, Eric comenzó a ponerse en antecedentes. La península de los Balcanes, fuente de conflictos para Europa durante mil años, es un mosaico de culturas y religiones. En lo que fue Yugoslavia, serbios ortodoxos, croatas católicos y bosnios musulmanes hablan todos el mismo idioma eslavo y en Sarajevo, ciudad en otro tiempo hermosa, todavía se levantan, ruinosos por la guerra, pero lado a lado, los templos de las tres religiones. Durante sus siglos de historia, Sarajevo, centro de ilustración, ha sido muchas
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veces un remanso en el torbellino de pasiones étnicas y nacionalistas que azotaba la región, pero otras veces fue el foco de la violencia. En 1914, un terrorista serbio asesinó allí al heredero de la corona austrohúngara, incidente que desencadenó la Primera Guerra Mundial. Y en 1934, unos separatistas croatas asesinaron al rey de la recién proclamada nación yugoslava, dando al traste con toda esperanza de unión duradera entre los distintos reinos que la integraban. Yugoslavia entró vacilante en la Segunda Guerra Mundial y salió de ella bajo la dirección de Josip Broz Tito, militar mitad croata y mitad esloveno que había organizado la resistencia comunista contra la ocupación alemana. Tito ejerció un poder absoluto durante 35 años. En ese tiempo ejecutó o encarceló a miles de sus opositores políticos. Su mano de hierro y su brutal y eficaz red policiaca sofocaron las rivalidades nacionalistas de las seis repúblicas de la federación yugoslava proclamada por él en 1945. Sin embargo, no bien lo habían sepultado, en mayo de 1980, los viejos conflictos volvieron a estallar. A fines de ese decenio, un político agitador llamado Slobodan Milo eviÉ fue elegido presidente de Serbia. Para afianzarse en el poder, pronunció discursos inflamados de extremismo nacionalista, que sembraron el terror en las demás ex repúblicas yugoslavas. Aquellas en las que había enclaves serbios serían anexadas a la Gran Serbia, amenazó. Su ejército invadió Croacia y Eslovenia, y proporcionó armamento a la minoría serbobosnia de estas repúblicas para que atacara a sus vecinos. A esto siguió un periodo de barbarie, pillaje y violaciones durante el cual fueron asesinados millares de civiles indefensos. Luego, en abril de 1992, la milicia serbobosnia se apostó en los cerros de los alrededores de Sarajevo y puso sitio a la ciudad. En ese entonces Sarajevo era todavía la joya de Yugoslavia, un modelo de sociedad civilizada, pacífica y tolerante. La fe musulmana, herencia de la época en que la región perteneció al Imperio Otomano, convivía tranquilamente con la católica, la ortodoxa y la judía. La guerra en Bosnia-Herzegovina comenzó en 1992, cuando las milicias serbias invadieron la zona oriental de la república. Sus francotiradores y artillería ocasionaron decenas de miles de muertes en un periodo de 43 meses. Además, un gran número de bosnios desaparecieron sin dejar huella. La violencia llegó a Bojnik, la aldea de Mirsada, el viernes 29 de mayo de 1992, unas siete semanas después de iniciado el sitio de Sarajevo. El hermano de Mirsada, Mensud, que hacía poco se había enrolado en un grupo para la defensa de la aldea, estaba de servicio en una patrulla. Mirsada se hallaba con su madre en casa de un tío suyo, que había dispuesto el sótano para refugiarse en caso de un ataque de los serbios. A primera hora de la madrugada, una bomba de mortero sacudió la
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aldea, los fusiles atronaron en la oscuridad y una ametralladora empezó a disparar balas trazadoras. En la casa, todos guardaron silencio, pero al ver que las detonaciones continuaban y más morterazos estremecían la aldea, bajaron al sótano, donde poco a poco se les fueron uniendo vecinos que, entre los gemidos de miedo de sus hijos pequeños, les pedían asilo. Cuarenta personas en total se hacinaron en el sótano. El fuego y el bombardeo persistieron más de dos días. La comida se terminó rápidamente, y los invasores cortaron el agua y la electricidad. Las bombas estallaban cada vez más cerca de la construcción, y quienes se atrevían a subir las escaleras no veían más que casas quemadas a su alrededor. Todo el fin de semana Mensud y sus compañeros se las arreglaron sin más armas que escopetas y fusiles de caza para impedir que los serbios, imponentemente armados, tomaran la población; pero el domingo, ya entrada la noche, el joven se presentó en el sótano para advertir a los refugiados que las escasas fuerzas de la defensa ya no podían contener a los invasores. —¡Tienen que huir ahora mismo! —los apremió, y les aconsejó que trataran de llegar a la parte baja de la aldea para refugiarse allí. Luego se fue, y Mirsada se preguntó si volverían a verlo. Antes de que la familia y los vecinos pudieran llegar al lugar señalado, una ametralladora abrió fuego contra ellos y una andanada de balas trazadoras pasó rasándoles la cabeza. Empavorecidos, se metieron en tropel en una casa abandonada. Después de una negociación que duró varias horas, la aldea se rindió a los soldados serbios. Poco a poco, los lugareños fueron saliendo de sus escondites a la lluvia que comenzaba a caer. Al ver tres tanques llenos de soldados serbios, Mirsada supo que no los dejarían irse a Sarajevo. Entre los soldados, vestidos de uniforme verde, reconoció a varios muchachos que habían sido sus compañeros de escuela y de fiestas. Al saltar de los tanques, rehuyeron la mirada de ella. Armados de fusiles, los soldados se pusieron a separar brutalmente a los hombres de las mujeres. Mirsada quiso gritarles: ¡¿Qué les hemos hecho?! ¡¿Por qué nos tratan así?! Hicieron subir a las mujeres a un autobús militar, a los hombres a otro, y emprendieron la marcha. Mientras abandonaban la aldea, aún humeante, Mirsada vio que algunas casas estaban acribilladas por las balas, y que por sus tejados hundidos se vertía la lluvia. Otras se habían incendiado o estaban reducidas a escombros por el cañoneo. Gente desconocida se dedicaba al saqueo entre los restos.
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Al notar que no todas las casas estaban dañadas, Mirsada se dio cuenta de un hecho ignominioso: el fuego se había dirigido sólo contra aquellas donde vivían musulmanes y croatas. Las de los serbios estaban intactas. Nadie que no conociera perfectamente la aldea habría podido apuntar los morteros y las ametralladoras con tanta precisión. Eso quería decir que sus propios vecinos serbios, sus amigos, seguramente se habían enterado del ataque con anticipación y habían contribuido a perpetrarlo. Mirsada se sintió asqueada de pensar que su entrenador y su mejor amiga tal vez lo sabían... y no la previnieron.
Mirsada se prepara para hacer frente a sus enemigos de todos los días: los calambres y los francotiradores. Foto: © NOEL QUIDU/GAMMA LIAISON
"LIMPIEZA ETNICA" BOJNIK FUE DECLARADA aldea serbia y las tierras de las inmediaciones, así como lo que quedó de las casas de los musulmanes, se entregaron a campesinos serbios. La traición estaba a la orden del día. En aras de la "limpieza étnica", las tropas del caudillo serbobosnio Radovan Karadw iÉ llevaron a los musulmanes y a los croatas
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de Bojnik a la antigua base aérea de Rajlovac, situada al norte de la población, y allí los recluyeron. Mirsada se puso a cavilar sobre el espantoso giro que había dado su vida en el breve lapso de tres días. La tarde del jueves había ido a correr al estadio municipal y le había dado varias vueltas. Entonces, su mayor interés era conservarse en óptimas condiciones físicas, en espera de que le avisaran si formaría parte de la delegación olímpica de Bosnia. Media semana después, estaba prisionera junto con todos sus seres queridos, y quién sabía si al cabo de otro tanto no estarían todos muertos. Un día, un soldado abrió la puerta del improvisado campo de prisioneros y llamó a la joven. —Tengo permiso de llevarla a su casa para que recoja algunas de sus cosas —le dijo. Aunque ella no lo conocía por su nombre, sabía que era del pueblo. Mientras iban en coche a Bojnik, él le dijo que la había visto correr y que trataría de ayudarla. Cuando llegaron a la casa, Mirsada vio que los saqueadores no habían dejado nada. Los objetos de valor que quedaban estaban destrozados; las medallas y los trofeos de la corredora, tirados por todas partes; las cortinas, quemadas, y los libros, deshojados. La muchacha se quedó impotente en medio de su dormitorio, y tuvo que contener el llanto al ver un ejemplar mutilado del Corán, el libro sagrado de los musulmanes. Este serbio no debe verme llorar, pensó. Lo que no podía dominar era el temblor de sus manos. Entonces el soldado entró en la habitación. Había dejado su fusil en el coche. —¿Qué pasa? —preguntó. Mirsada no pudo articular palabra. El serbio se acercó mirándola de soslayo, lascivamente, y ella comprendió en seguida sus intenciones. Había oído hablar de las violaciones que cometían los soldados serbios, pero en todo el tiempo que llevaba prisionera no se le había ocurrido que ella misma pudiera ser una víctima... hasta ese momento, y estaba aterrada. Cuando el soldado comenzó a ponerle las manos encima, ella se quedó inmóvil, en actitud desafiante; luego recuperó la voz y, mirándolo a los ojos, le dijo: —Eres más fuerte que yo y puedes hacer conmigo lo que quieras, pero antes tendrás que matarme. Los segundos se hicieron eternos. Mirsada no respiraba. En el rostro del soldado vio transformarse la lujuria en roja cólera y luego en resignación.
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—Toma lo que vas a llevarte —dijo por fin el serbio, dando un paso atrás— y vámonos de aquí. —No quiero nada —respondió ella. Subieron al coche en silencio y emprendieron el regreso a Rajlovac. Ninguno de los dos dijo una palabra en todo el camino.
SUEÑO REALIZADO A LOS 13 DÍAS de la redada de Bojnik, los ancianos, entre ellos el padre de Mirsada, las mujeres y los niños fueron puestos en libertad. Algunos apenas podían tenerse en pie. Los llevaron en autobús a Sarajevo, donde los canjearon por unos milicianos serbios prisioneros de los bosnios. En la capital, los Buric se reunieron en el apartamento de Majda, hermana de Mirsada, y derramaron lágrimas de alegría al verse de nuevo juntos. Luego llegaron otros parientes, y entre todos sumaron 17. Como sólo había un dormitorio, 12 dormían en el suelo. Sin embargo, el júbilo de la reunión estaba empañado porque no sabían nada de Mensud. Salvados de la muerte, los Buric se dispusieron a reanudar su vida normal en la ciudad asediada. Hacían cola pacientemente para obtener pan, agua o las despensas proporcionadas por organizaciones humanitarias, pero hasta eso entrañaba peligro de muerte. Nadie ignoraba la buena puntería de los artilleros serbios cuando se trataba de disparar contra la gente que se reunía en la calle. Apenas unas semanas antes, un mortero había matado por lo menos a 16 personas que hacían cola frente a una panadería. Fue en Sarajevo donde Mirsada recibió la noticia de que la habían escogido para ir a Barcelona con la delegación olímpica de su país. No cabía en sí de gozo, pero no se hacía ilusiones: sin las instalaciones apropiadas para entrenarse ni una alimentación nutritiva, no era probable que conquistara ninguna medalla; menos aun cuando faltaba un mes escaso para los juegos. Pero nada de eso importaba. "No teníamos que ganar medallas en Barcelona", declaró más tarde. "Sólo teníamos que competir". A pesar de todo, redobló sus esfuerzos. Tenía la sensación de que corría para salvar la vida... la vida que le habían arrebatado. En el curso de la primera semana de entrenamiento se sintió débil y sufrió calambres musculares muy intensos a causa de los 13 días que la habían tenido a dieta de hambre, pero no por ello dejó de correr. Estaba firmemente decidida a
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que en los juegos de Barcelona no faltara una delegación bosnia, aunque ella fuera el único miembro. La artillería serbia hacía fuego contra la ciudad de madrugada y por la tarde. Los días en que el bombardeo era más intenso, Mirsada tenía que conformarse con saltar la cuerda y subir y bajar corriendo las escaleras del sótano. Cuando se aventuraba a salir, procuraba no pensar en el peligro que corría. La primera vez que los habitantes de la ciudad la vieron correr en la calle, se quedaron boquiabiertos, pero después de cierto tiempo empezaron a salir cautelosamente de sus casas para aplaudirle y darle ánimos cuando pasaba. La muchacha no alcanzaba a ver a los francotiradores que se escondían en la espesura de los cerros, pero sabía que ellos la observaban. Una tarde en que hacía ejercicios de estiramiento en un parquecito, frente al apartamento de su madre, una bala se incrustó en el árbol del que estaba apoyada, a pocos centímetros de su cabeza. Luego otra bala pegó aún más cerca. Al darse cuenta de que la tenían en la mira y estaban intentando matarla, no esperó más para correr a refugiarse. Otro día, mientras pasaba trotando junto a los cascarones de unos coches quemados, una bomba de mortero cayó detrás de ella, arrojando afilados fragmentos de metralla en todas direcciones, haciendo volar en pedazos los vidrios de las ventanas y abriendo enormes boquetes en las paredes. Alarmados, los vecinos que la observaban la apremiaron para que se pusiera a cubierto, pero ella se negó a dejar de correr. Después declaró que aquélla era su manera de protestar contra los perpetradores de la "limpieza étnica", gente que era capaz de sacar civiles indefensos de sus hogares y asesinarlos a sangre fría porque se resistían o simplemente porque su extracción étnica les era antipática. Cuando faltaba una semana para la fecha en que la delegación bosnia debía estar en Barcelona, los atletas fueron invitados a hospedarse en el hotel Holiday Inn de Sarajevo. Allí, Mirsada pudo al fin comer como debe hacerlo una deportista olímpica, y en el curso de esos siete días sintió que cobraba fuerzas. Al término de este tiempo surgieron más problemas. El solo hecho de emprender el viaje a Barcelona estaba erizado de dificultades. Los serbios mantenían un bombardeo intermitente sobre el aeropuerto de Sarajevo, y las negociaciones para que lo levantaran momentáneamente se eternizaron. Por fin, apenas 24 horas antes del momento previsto para la llegada de los bosnios a Barcelona, los serbios accedieron a dejar salir a Mirsada junto con otro atleta y varios entrenadores y funcionarios en un avión de la ONU. Un autobús escoltado por vehículos blindados de la organización llevó a este grupo
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al aeropuerto, donde tuvieron que esperar siete horas más para que cesara un ataque de la artillería serbia. Tan pronto como Mirsada y el otro atleta llegaron a Barcelona, fueron a reunirse con los ocho miembros restantes de la delegación bosnia. Apenas tuvieron tiempo para recibir sus credenciales, ponerse sus uniformes blanquiazules y tomar un autobús al estadio olímpico. Fue así como, casi de improviso, Mirsada se vio en una de las rampas de acceso al estadio, donde ya se anunciaban por un altavoz los nombres de los países que participarían en los juegos, al tiempo que sus respectivas delegaciones iban entrando en el campo entre los aplausos del público. En eso dijeron un nombre que en Mirsada tuvo el efecto de un encantamiento: Bosnia-Herzegovina. El pequeño grupo de diez atletas emprendió la marcha bajo la luz cegadora de los reflectores, llevando al frente su bandera azul y blanca. De las 65.000 personas que ocupaban las gradas se elevó una ovación y, mientras los deportistas daban la vuelta a la pista, la gente se levantaba de sus asientos para vitorearlos. Mirsada tenía los ojos tan arrasados en lágrimas, que todo lo veía borroso. Nunca se había sentido tan llena de orgullo.
VICTORIA PERSONAL EL VIERNES 31 DE JULIO, día de la carrera de Mirsada, el calor y la humedad eran sofocantes. La corredora bosnia arrancó bien, a la par que el pelotón y no lejos de las punteras. Sin embargo, a sus fuerzas disminuidas se añadió la carga del calor y, cuando apenas llevaba recorrida la mitad de los 3000 metros, se tropezó. Las demás competidoras, que se habían entrenado en un ambiente de paz y abundancia, empezaron a dejarla a la zaga. Invadida de tristeza, Mirsada decidió seguir corriendo, no ya para ganar, sino tan sólo para alcanzar la meta. En esos momentos recordó el lema de los Juegos Olímpicos modernos, inspirado en el de los antiguos griegos: "Lo importante no es ganar, sino competir. Una buena batalla vale tanto como la victoria". Luego pensó en sus padres y en Majda —esperando que estuvieran viéndola por televisión—, y también en su hermano perdido. No estaba compitiendo en aquella carrera en honor de sí misma, sino en el de su familia y en el de su país. Cuando estaba al borde de la postración, sintió de pronto que sus piernas cobraban fuerzas propias. Levantó la cabeza y comenzó la aceleración final. Llegó a la meta en el último lugar de su grupo, con un tiempo de 10:03:34, más de 40 segundos
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por encima de su marca personal. Sin embargo, en el momento de su llegada ocurrió algo insólito: todos los asistentes se pusieron de pie para ovacionarla, y los reporteros y los fotógrafos se agolparon a su alrededor como si ella hubiera sido la ganadora. Su valerosa lucha había conmovido a la gente. "Esta muchacha corrió entre el fuego de la guerra para llegar aquí", había escrito un periodista. Con todo, su mal desempeño en la carrera no dejaba de ser para ella una amarga decepción. Mientras dirigía una sonrisa forzada a los reporteros, entre las felicitaciones de sus compañeros, ya estaba soñando en su siguiente meta, para la que aún faltaban cuatro años: volvería a correr en los Juegos Olímpicos... y esta vez para ganar.
TRANSFORMACION DESPUÉS DE RECIBIR la carta de Mirsada, Eric se preguntó si volvería a saber de ella. Pasó el verano sin que le llegaran más noticias, pero a principios del otoño encontró en su buzón un sobre con inconfundibles estampillas extranjeras. Venía de Liubliana, capital de Eslovenia, que es la más septentrional de las ex repúblicas yugoslavas. Al término de los juegos de Barcelona, Mirsada quería volver a Sarajevo para estar con los suyos, pero, dado el grave peligro que eso implicaba, emigró a Eslovenia en calidad de refugiada y se instaló en un hotel de Liubliana. La carta estaba escrita en papel membretado del hotel, que tenía impresos la dirección y los números de teléfono y de fax. Eric pudo así contestarle de inmediato con un fax, en el que le decía que estaba encantado de haber recibido noticias suyas y le reiteraba su ofrecimiento de ayuda. Al día siguiente le mandó otro fax agregando un poco más sobre sí mismo, pero, ansioso de escuchar su voz, al tercer día no aguantó más y la llamó por teléfono. Esa fue la primera vez que hablaron. —¿Mirsada? —Da? —respondió ella en su idioma con voz suave. —¡Hola! Soy Eric. —¡Ah, Eric! —repitió la chica, gratamente sorprendida. Como sólo entendía unas cuantas palabras de inglés, Eric tenía que hablarle muy despacio. Buena parte de la conversación ella no hizo más que escucharlo en silencio, pero cada vez que comprendía algo con claridad exclamaba emocionada: "¡Sí, sí!" Cuando se despidieron, ambos sentían que habían establecido una relación estrecha, y pronto comenzó a ir y venir entre ellos una avalancha de correspondencia. Eric le mandó una foto suya, y Mirsada consiguió un diccionario inglés-bosnio y la ayuda de un anglohablante para redactar las cartas.
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La correspondencia con Eric fue para ella un gran consuelo, un descanso de la zozobra que sentía de día y de noche por el destino de su familia. En su condición de refugiada, no tenía permitido trabajar ni inscribirse en la universidad, y por lo mismo no había hecho muchos amigos. La soledad y la inquietud eran sus fieles compañeras en Eslovenia. Lo habría dado todo por volver a Sarajevo, a pesar del peligro. Era allí donde le correspondía estar, al lado de sus padres y su hermana, ayudándolos en la búsqueda de su hermano desaparecido. Debía estar con los suyos, compartiendo sus penurias... si aún vivían. Pero Sarajevo, aunque distaba de allí escasos 400 kilómetros en avión, era un mundo totalmente distinto. El asedio serbio mantenía la ciudad en absoluto aislamiento. No había líneas telefónicas ni correo; todos los caminos y vías férreas estaban bloqueados, y el aeropuerto seguía incomunicado por el fuego de la artillería. ¿Quién saldrá con vida de esta guerra?, se preguntaba Mirsada a veces.
¡CONOCERSE AL FIN! HACÍA TIEMPO que las noticias sobre Bosnia-Herzegovina ya no le pasaban inadvertidas a Eric. Cierta ocasión, al ver en un reportaje televisado las imágenes de unos niños que se agazapaban en las calles de Sarajevo para protegerse de las balas y otros que yacían heridos cerca de ellos, se le saltaron las lágrimas. Cuando terminó el programa, Eric sintió como si le hubieran encomendado una misión. "No dejaba de repetirme que alguien tenía que ayudar a esos niños", recuerda, "y luego comprendí que esa persona era yo. Si ayudaba, aunque sólo fuera a uno, quizá alguien más se decidiría a ayudar a otro, y alguien más a un tercero. Así, tal vez entre todos podríamos resolver el problema". Comenzó por pedir a la junta escolar de Prescott que ofreciera diez lugares para niños bosnios en las escuelas de la población. Atónitos, los miembros de la junta le preguntaron quién escogería a los niños, quién les pagaría el pasaje y dónde vivirían. Eric reconoció que eso aún no lo sabía, pero les aseguró que no sería responsabilidad de ellos. Ostensiblemente escépticos, los funcionarios le dijeron que tomarían en consideración su propuesta. Lejos de desanimarse, Eric volvió a casa y se puso a llamar por teléfono a aquellos
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de sus conocidos que a su parecer estarían dispuestos a hospedar a un niño bosnio. Seis accedieron. Luego se enteró de que en Croacia había un campo de refugiados bosnios y decidió visitarlo, previo permiso para ausentarse de su trabajo. "Cuando le hablaba a la gente sobre este tema, adoptaba yo un aire de seguridad", dice, "pero lo cierto es que no sabía qué hacer ni conocía a nadie que pudiera decírmelo. Por eso decidí ir allá y averiguarlo por mí mismo". También estaba resuelto a conocer en persona a la mujer que, salida de una pantalla de televisión, le había dado sentido a su vida. Así, el 3 de enero de 1993, apenas medio año después de que las fugaces imágenes de Mirsada lo cautivaron, emprendió el vuelo de 11.000 kilómetros a Croacia, país donde no había estado jamás, para dar con unos niños a los que nunca había visto y tramitar su traslado a Estados Unidos. Era un acto de confianza ciega. Aterrizó en Zagreb sin otra cosa que el teléfono de una trabajadora social croata, quien lo puso en contacto con la voluntaria del campo de refugiados que sería su intérprete. Ésta última lo llevó al campo, donde Eric se quedó una semana. En este tiempo aprovechó su dominio de la fotografía para filmar muchas horas de vídeo, a fin de transmitir la magnitud del sufrimiento y convencer a la gente de que ayudara. Luego se puso a buscar niños cuyos padres estuvieran desaparecidos o hubieran muerto asesinados. "Al poco tiempo ya los reconocía", recuerda. "Tenían la mirada perdida. Uno me contó que los milicianos serbios lo habían obligado a ver cómo degollaban a su padre". Terminada la visita, Eric hizo un viaje de tres horas en coche por un territorio desolado, devastado por la guerra. Pasó retenes fronterizos cuyos guardias lo vieron a él y su pasaporte norteamericano con profunda sospecha. Finalmente, llegó a las inmediaciones de Liubliana. Mirsada lo esperaba frente a la terminal de autobuses de la ciudad, en medio de una neblina gélida. Siete días antes Eric le había avisado que iría a Eslovenia a visitarla. A esto siguieron faxes y llamadas telefónicas para convenir el lugar y la hora de la cita. Sin embargo, ella aún no podía creer que Eric de veras fuera a verla. ¿Por qué tomarse la molestia? Pasaba ya de las 9 de la noche, la hora convenida, y Mirsada miraba ansiosamente a derecha e izquierda, escudriñando el tráfico en busca del coche rojo de fabricación rusa que Eric le dijo que alquilarían su intérprete y él; pero sólo se detenían autos cuando les tocaba la luz roja del semáforo, y luego reanudaban la marcha. ¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntó Mirsada. No tardó mucho en dar con la
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respuesta: Correspondiendo a la amabilidad de Eric. Desde su partida de Sarajevo, él era la única persona que se preocupaba por ella, no como corredora olímpica ni como refugiada, sino como ser humano. En eso, un coche se detuvo, y a Mirsada le dio un vuelco el corazón. Se abrió la portezuela del lado del conductor y un hombre de pelo rubio y brillantes ojos azules bajó y fue hacia ella, primero a grandes zancadas y luego corriendo. Los autos que había detrás del suyo comenzaron a tocar sus bocinas, pues la luz del semáforo había cambiado a verde, pero él ni siquiera se volvió a mirar. Tenía los ojos clavados en ella, y una ancha sonrisa en el rostro. Cuando llegó a su lado, Mirsada le tendió la mano, pero él no se detuvo a estrechársela, sino que se arrojó sobre ella y la envolvió en un apretado abrazo.
INVITACION DECISIVA COMO LA INTÉRPRETE seguía en el coche, la conversación se redujo a un mutuo "¡Hola! ¿Cómo estás?", seguido de risas. Entonces Eric tomó de la mano a Mirsada y los dos subieron corriendo al coche. De allí fueron a un restaurante en el hotel de ella; ni Eric ni la intérprete habían comido desde el mediodía, pero la cena no fue su principal preocupación. Mirsada y él tenían mucho que decirse y muy poco tiempo para hacerlo, pues Eric debía tomar el avión de vuelta a su país a las 12 del día siguiente. Tan ávidamente escuchaban a la intérprete mientras iba traduciendo la conversación, que ésta se sentía culpable cada vez que hacía una pausa para tomar un bocado. —¿Por qué has hecho este viaje, que debe de haberte costado una fortuna? — preguntó Mirsada. —Para conocerte —respondió Eric sonriendo. —No; en serio. La sonrisa se desvaneció y Eric desvió la mirada. —Me impresionaron las imágenes de tantos niños abandonados, muertos o moribundos. No podía quedarme con los brazos cruzados. Pensé que estaba en mis manos hacer algo por ellos. —Pero ¿qué puedes hacer? ¿Acaso puedes detener la guerra? ¿O llevártelos a todos a tu país? —Claro que no, pero si puedo ayudar, aunque sólo sea a uno... Le contó sobre las seis familias de Prescott que habían accedido a hospedar a un niño refugiado, y agregó que tal vez podría conseguir un préstamo para pagar el pasaje de los niños.
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A mitad de la conversación Eric sintió que se disipaban los temores que abrigaba desde hacía varias semanas. Todo saldría bien: Mirsada y él se gustaban. Eric pagó la cuenta y los tres se fueron al diminuto apartamento de Mirsada para seguir charlando. —Ahora cuéntame de ti —le pidió Eric. Eran más de las 3 de la madrugada cuando Mirsada terminó el relato de su azarosa vida. Rendida, la intérprete le preguntó a Eric a qué hora se marcharían. Mirsada entendió la pregunta y les pidió que se quedaran más tiempo. —Eric todavía tiene que hablarme de su vida —explicó—. ¡Por favor! Haré café. Así que Eric comenzó su relato. Nacido en Berlín, no conoció a ninguno de sus padres. Cuando tenía poco más de un año lo adoptaron Carl y Gerda Adam, matrimonio de alemanes que emigraron a Estados Unidos, se establecieron en Arizona y adoptaron a otro hijo, Steven. Eric fue un niño feliz y despreocupado. Su padre, hombre de negocios trabajador e ingenioso, compró una casa en la ciudad de Phoenix y envió a sus hijos a buenas escuelas, donde se criaron tan estadounidenses como el que más. Pero en algún punto del camino algo terrible le ocurrió a Eric. Lo que comenzó como travesuras de adolescente cuando tenía 13 años —sacar a hurtadillas licor de la alacena de sus padres; meter cerveza de contrabando en las fiestas de sus compañeros de escuela— llegó a ser una maldición que lo atormentó durante 15 años: irse hundiendo sin cesar en el pozo sin fondo del alcoholismo. Le habló a Mirsada de su recuperación, de la trágica muerte de Suzi Hollowell y de la vida desesperanzada que había llevado desde entonces. Cuando terminó, la luz del día entraba ya por la única ventana del apartamento. —Pero ahora vuelvo a tener esperanzas —añadió, mirando a Mirsada. Compadecida de su dolor, ella estiró la mano y le tocó suavemente el brazo. El tiempo se les acabó. Si Eric no salía en una hora, perdería el avión. Le tomó la última foto a Mirsada, que llevaba puesto un abrigador suéter deportivo que él le había regalado; luego la intérprete les tomó una foto a los dos, Eric rodeando a Mirsada con un brazo. Al ver la cara de tristeza que ponía ella, Eric se dio cuenta de que no podía dejarla así.
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—¿Te gustaría venir a mi país? —le propuso a toda prisa—. Yo te pago el viaje, si quieres, y te ayudo a conseguir la visa. Podrías ir a la universidad. No te pongo condiciones: yo te doy un boleto de ida y vuelta y tú puedes regresar en el momento en que quieras. Ella le dio las gracias, conmovida por su generosidad, pero declinó el ofrecimiento. Le dijo que no podía irse sin saber lo que había sido de su familia. Acto seguido, se echó a llorar. Eric le dio un beso en la mejilla. —Si cambias de opinión, mi oferta sigue en pie —dijo, se despidió y se fue.
UN RAYO DE LUZ TRAS LA VISITA DE ERIC, Mirsada se sintió más abatida que nunca. Había desaprovechado la ocasión de ser feliz. Era su oportunidad de trabajar, de estudiar, tal vez hasta de volver a competir en los Juegos Olímpicos... y de estar con Eric, alguien en quien podía confiar. Pero ¿cómo irse de Liubliana sin saber siquiera si sus padres y su hermana aún vivían? Aunque la ciudad fuera para ella un desierto espiritual, era donde más cerca podía estar de sus seres queridos. Las noticias de Bosnia-Herzegovina seguían rompiéndole el corazón. En febrero de 1993, un proyectil de mortero cayó en una esquina del mercado Markale de Sarajevo, matando a 69 personas y dejando heridas a muchas más. Esta atrocidad se atribuyó a los serbios. Entonces, un rayo de luz iluminó las tinieblas de Mirsada. Un radioaficionado la llamó por teléfono para decirle que su contacto de radio en Sarajevo había hablado con Majda, quien le mandaba decir que todos estaban bien y que había esperanzas de saber de Mensud. —¿Quiere enviarles alguna respuesta? —agregó el hombre. Rebosante de alegría, Mirsada ya no se contuvo de expresar los deseos que llevaba callados en el corazón desde hacía varias semanas: —Dígales que tengo pensado irme a Estados Unidos. Desde allá podré hablar con ellos por teléfono y tal vez estaré en mejores condiciones de ayudarlos. ¡Y dígales que los quiero! Entonces se puso a escribirle una carta a Eric con ayuda de un amigo que hablaba inglés. En ella le decía que al fin se había comunicado con su familia, por lo que
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se sentía en libertad de irse de Liubliana y buscar la manera de ayudarlos desde Estados Unidos. "Si todavía está en pie tu 'invitación", concluía, "la aceptaré". La carta llegó en un momento crítico para Eric. La falta de dinero y la impenetrable burocracia de ambos lados del Atlántico estaban desvaneciendo sus esperanzas de poder socorrer niños bosnios. El banco había rechazado su solicitud de un préstamo de 10.000 dólares para pagar los pasajes de los niños. "Idea humanitaria, pero poco práctica", decía la carta de rechazo. La misma respuesta obtuvo de muchos organismos oficiales de su país, entre ellos el Departamento de Estado. Eufórico por el nuevo desafío que la carta de Mirsada le planteaba, en seguida se puso a gestionar la visa. Llenó los indispensables formularios de aval e incluso telefoneó a la embajada de Estados Unidos en Liubliana para apresurar el trámite. Cuando los funcionarios diplomáticos le advirtieron que podrían surgir complicaciones porque Mirsada estaba clasificada oficialmente como refugiada, Eric cambió de táctica. Acudió al alcalde de Prescott, Daiton Rutkowski, a quien no conocía, y, después de contarle la historia de Mirsada, le propuso: —¿Estaría usted dispuesto a extender una invitación a esta encantadora mujer, que es una corredora de categoría mundial, para que visite nuestra población? —Claro que sí —respondió el alcalde sin el menor titubeo, y escribió la invitación oficial. Eric la transmitió de inmediato por fax, junto con todos los formularios necesarios, a la embajada norteamericana en Liubliana, lo que contribuyó a sacar el asunto del estancamiento en que se encontraba. La visa de Mirsada ya no tardó más que alrededor de un mes. El día en que se la entregaron Eric la llamó por teléfono y ella exclamó en inglés: —¡La tengo! —Justo a tiempo —respondió él —Acabo de reservarte lugar en el avión. Mirsada aterrizó en Charlotte, Carolina del Norte, el 14 de marzo de 1993, en medio de una ventisca. Allí pasó la noche y al día siguiente voló a Phoenix, Arizona. En la sala de llegadas del aeropuerto se llevó un susto al buscar en vano el rostro de Eric entre quienes esperaban a los viajeros; pero al poco rato lo encontró por fin. Al instante la invadió una sensación de seguridad, como si fuera alguien a quien hubiera conocido toda la vida. Corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron. En el viaje a Prescott, Eric le dijo que su apartamento tenía dos dormitorios, pero que, si no se sentía cómoda, no era forzoso que se quedara allí. Él le conseguiría otro lugar.
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—No quiero estar en otro lugar —le respondió ella con firmeza.
Mirsada y Eric de casados. Eric tomó esta foto para enviársela a la familia de Mirsada a BosniaHerzegovina. Foto: © ERIC ADAM
LA ADAPTACION ESTADOS UNIDOS fue para ella una revelación. Le encantaron los modernos aparatos de cocina de Eric y la variedad de frutas frescas que guardaba en el refrigerador. En sus primeros días de adaptación tuvo también momentos de desesperanza. A veces sentía que siempre iría un paso atrás de los demás en el deslumbrante Nuevo Mundo. Todos los días había cosas que la dejaban chasqueada: avanzados artefactos que no sabía manejar, lo extraño del idioma. ¿Cómo haría para aprenderlo con el grado de dominio necesario para entrar en la universidad? Además, sentía añoranza de su terruño. Las montañas de Arizona le recordaban los cerros pardos de Bojnik, lo que unas veces la alegraba, pero otras la hacían llorar. Eric siempre estaba a su lado en el momento oportuno. Le enseñaba inglés, la
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consolaba cuando la veía preocupada por su familia y le infundía ánimos cuando la pesadumbre se apoderaba de ella. También la ayudaba a entrenarse. Todos los días, al volver del trabajo, la llevaba en coche a la montaña para que corriera, cronometraba sus carreras y la llevaba de vuelta a casa. Aun así, Mirsada se sentía como una ermitaña. No podía ir a ninguna parte si Eric no la llevaba; en las tiendas, a menudo él tenía que servirle de intérprete. Aún más irritantes para ella eran los ocasionales silencios de su anfitrión. Ella era muy parlanchina. Se había criado en una familia afectuosa y sociable. Además, había sufrido mucha soledad durante su exilio en Eslovenia y necesitaba expresar los sentimientos que había contenido todo ese tiempo. Eric, en cambio, era un hombre independiente, acostumbrado a estar solo y al que no molestaban los silencios prolongados. A menudo salía a dar largos paseos sin compañía. El sentimiento de frustración de Mirsada se fue acumulando hasta que, un día, una pequeña chispa lo hizo estallar. Mientras veían el telediario, le pidió a Eric que le explicara algunas palabras que no entendía. —¡Chist! Un minuto —respondió él, absorto en lo que estaban diciendo. A ella le asomaron las lágrimas a los ojos, y en seguida se levantó y se metió en su cuarto. Eric fue tras ella y al preguntarle qué pasaba, todo salió a relucir. —Tú y yo. ¡Eso es lo que pasa! Yo no soy para ti más que una carga. —Pero, cálmate... —¡No! ¿Qué estoy haciendo en tu país? Nada. No puedo trabajar, no tengo dinero y no puedo ir a ninguna parte si no es contigo. Eres la única persona con la que puedo hablar, y sólo me haces caso cuando estás de humor. ¿Quieres que me vaya? Está bien: me iré. —¡Mirsada, escúchame! —la interrumpió Eric, tomándola de las manos—. No quiero que te vayas. Estoy... enamorado de ti. Dichas estas palabras, se hizo un silencio cargado de emoción. No fue hasta ese momento cuando Eric cayó en la cuenta de las incontables y pequeñas heridas que sin querer le había causado. —Lo siento —añadió—. No me había dado cuenta. Ella esbozó una sonrisa, pues comenzaba a verlo de un modo distinto. De ahí en adelante, él procuró fomentar la independencia de ella. Un día le dijo
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que estaba por comenzar un curso vespertino de inglés avanzado en la escuela secundaria.
Mirsada conquista una victoria más al obtener título universitario de periodista. Foto: © ERIC ADAM
—No estoy preparada para ese nivel —repuso Mirsada meneando la cabeza—. Se reirían de mí. —Nadie va a reírse de ti: todos estarán remando en la misma galera. —¿Qué galera? Él le explicó la expresión y luego agregó: —Mira, los que toman este curso lo hacen porque quieren aprender y, por lo mismo, se ayudan unos a otros. A ti también te ayudarán. —Está bien; haré el intento —decidió ella y, riéndose, añadió—: Me embarcaré en la misma galera. En unas cuantas semanas pudo prescindir de su grueso diccionario bilingüe y, sintiéndose más segura de sí misma, entró a trabajar como voluntaria en una escuela primaria para practicar la conversación en inglés.
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Un buen día Eric volvió temprano del trabajo y le anunció que tenían una cita con el alcalde. Veinte minutos más tarde estaban en la oficina del funcionario. —Señor —dijo Eric—: le presento a Mirsada Buric, la señorita a la que fue usted tan amable de invitar a Prescott. Luego le explicó que Mirsada y él querían hablar ante los habitantes de la ciudad sobre la crueldad de la guerra de Bosnia-Herzegovina, y tal vez conseguir así que ayudaran a los niños heridos y a los huérfanos.
UN GIRO FELIZ UN SÁBADO DE MAYO, mientras Eric estaba en su trabajo, Mirsada fue caminando al centro de Prescott para ver el maratón tradicional de la ciudad. Varias personas se acercaron a saludarla al reconocerla por un artículo que sobre ella había publicado el Courier de Prescott. Le presentaron a Julie Williams, agradable joven que entrenaba a las corredoras de la Universidad Yavapai, situada en las inmediaciones de la ciudad. Julie se enteró de que Mirsada había participado en los Juegos Olímpicos de 1992, y el lunes siguiente se reunió con ella para invitarla a formar parte de su grupo de corredoras. También le mencionó la posibilidad de conseguirle una beca para que hiciera deporte. El martes comenzó a entrenarla. Entusiasmados por tan feliz giro del destino, Mirsada y Eric se desvelaron esa noche para telefonear al apartamento de Majda en Sarajevo. Mirsada estaba atolondrada por la emoción y sin querer se soltó a hablar en inglés con su familia, hasta que Eric, divertido por el lapsus, se lo hizo notar con un codazo. La joven charló largo y tendido con su hermana y con sus padres, y cuando por fin colgó, la invadió una tranquilidad que no había experimentado en muchos meses. Aún no había noticias de Mensud, le dijo a Eric, pero el resto de su familia estaba bien. En septiembre, cuando la Universidad Yavapai comenzó el periodo académico de otoño, Mirsada, que apenas hacía seis meses hablaba inglés, se inscribió en el mayor número posible de asignaturas de un curso. Además, después de haberse entrenado asiduamente en el verano con ayuda de Julie, participó en una carrera en la ciudad de Flagstaff y llegó a la meta en tercer lugar. Al mes siguiente, en el campeonato nacional de carrera a campo traviesa de escuelas semisuperiores, ganó el primer lugar de Arizona y el cuarto de Estados Unidos. Para entonces ya la consideraban el pilar del equipo de carrera a campo traviesa de Yavapai. Fue una época de intensa actividad para ella. Se entrenaba todos los días, mantenía un alto promedio de calificaciones y colaboraba con Eric en los esfuerzos de ayuda para las víctimas de la guerra de Bosnia-Herzegovina.
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El empleaba cada momento de su tiempo libre en pedir ayuda a los funcionarios del gobierno y de la ONU para vencer las trabas burocráticas. Recopilando cuanta información podía, empezó a formar un banco de datos a fin de ayudar a las organizaciones de asistencia a reunir refugiados y prisioneros de guerra con sus familias. A la cabeza de la lista estaba Mensud Buric. La ONU manifestó interés en el banco de datos, y Eric se lo entregó. Su cuenta telefónica alcanzó la exorbitante suma de 800 dólares al mes. Aun así, Eric decía: "No puedo desentenderme de esto porque no tendría la conciencia tranquila". Sin embargo, todos sus esfuerzos y los de Mirsada por trasladar siquiera un niño bosnio a Estados Unidos fueron en vano, y de ningún lado del Atlántico encontraban funcionarios que les dieran esperanzas. Ambos se sentían frustrados. Sin embargo, en medio de su decepción, se dieron cuenta de que formaban un buen equipo, una pareja. Habían aprendido a contar el uno con el otro. Él le infundía confianza a ella, y ella a él, valentía. Una noche, ya tarde, Mirsada se puso a observar a Eric. Aunque él debía presentarse en su trabajo al día siguiente a las 7, estaba preparando una más de tantas comunicaciones para transmitirla por fax a primera hora de la mañana. Mirsada no conocía a nadie tan perseverante y desprendido, y le tomó la mano para darle ánimos y mostrarle su gratitud. Luego, una tarde de otoño, mientras daban un paseo por la Plaza del Palacio de Justicia, se volvió hacia él y le recordó: —Una vez me dijiste que estabas enamorado de mí, pero no has vuelto a hacerlo. —Tú no dijiste que sintieras lo mismo por mí. —Pero aún estamos a tiempo. Se detuvieron y se quedaron mirándose en silencio. Luego sonrieron, y se besaron. Esa misma tarde llamaron por teléfono a los padres de Eric para anunciarles su compromiso. Se casarían el 31 de diciembre. A Mirsada le entristecía que nadie de su familia pudiera asistir a la boda, pero todos se pusieron muy contentos cuando les dio la noticia por teléfono. Mirsada no dejaba de pensar en su hermano, pero, aunque no perdía la esperanza de volver a verlo, se daba cuenta de que, cuanto más tiempo pasaba, más remotas eran las probabilidades de que apareciera. Esperaba que, si estaba muerto, por lo menos hubiera recibido una sepultura digna. El día de la boda, la prensa acudió en tropel al terminar la ceremonia, pero ni Mirsada ni Eric estaban dispuestos a trivializar su matrimonio permitiendo que los periodistas lo presentaran como un cuento de hadas con final feliz. Mirsada, escogiendo las palabras con cuidado y con los ojos arrasados, declaró: "Éste es un
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día muy feliz para mí, pero no puedo olvidar el sufrimiento de mi familia y de mi pueblo". Eric asintió con la cabeza y la abrazó. "Éste no es un final feliz", dijo, "y no lo será hasta que la guerra termine y podamos celebrar esta boda con la familia de Mirsada".
EL TRIUNFO EL MEJOR REGALO DE BODAS les llegó al poco tiempo, cuando vieron que su perseverancia comenzaba a rendir frutos. Eric había oído hablar de la Organización Internacional para la Migración (OIM), uno de cuyos muchos programas consistía en remitir heridos y enfermos graves de la antigua Yugoslavia a médicos y hospitales norteamericanos que pudieran atenderlos. La organización le ofreció conseguirle visas y pasajes de avión para niños heridos. Así, no hacían falta más que médicos y hospitales dispuestos a donar sus servicios, y familias que acogieran a los chicos en su casa. El primer caso, el de Jasmin Bajric, de 11 años, se les presentó en diciembre de 1993. Su historia era conmovedora. Cuatro meses antes, una soleada mañana de verano, mientras iba caminando a la escuela, en Sarajevo, un proyectil de mortero cayó cerca de él, y la onda explosiva le reventó los tímpanos. Los médicos le dijeron a su madre que, sin la intervención de un cirujano especialista, el niño se quedaría parcialmente sordo de por vida. El padre se había enrolado en el ejército, y la madre, desamparada, pidió ayuda a la ONU. A ella, a su hijo y a su hija de 12 años, Jasminka, se les concedió permiso de entrada en Estados Unidos en calidad de refugiados. Eric convenció a un otorrinolaringólogo de Flagstaff de realizar la operación sin cobrar, y al Centro Médico de Flagstaff de que proporcionara hospitalización gratuita al niño. Luego envió un comunicado sobre Jasmin al periódico, y en el curso de tres días le llegaron ofrecimientos de hospedaje de cinco familias. El 18 de febrero de 1994, Mirsada y él fueron al aeropuerto internacional de Phoenix a recibir a Jasmin, a su madre y a su hermana. En el Centro Médico de Flagstaff, el chico se sometió a dos operaciones (una para cada oído), en las cuales los médicos le reconstruyeron los tímpanos con diminutos injertos. Cuando éstos prendieron y se retiró el último vendaje, Jasmin volvió a oír tan bien como antes. Eric siguió adelante con su labor humanitaria, y Mirsada con el deporte y el estudio. En enero de 1995 se cambió a la Universidad Estatal Adams, en Colorado. Había adquirido renombre nacional en la pista de carreras. A principios del mismo año impuso en Indianápolis dos marcas de pista para la segunda división de la
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Asociación Nacional Universitaria de Atletismo (ANUA). Dos meses más tarde, en Los Ángeles, ganó el segundo lugar general, y poco después se clasificó para competir en el Campeonato Mundial de Atletismo, que se celebraría en agosto en Gotemburgo, Suecia. Un día regresó del entrenamiento a tiempo para ver por televisión un reportaje sobre Sarajevo. Unos hombres llevaban por la calle el cuerpo ensangrentado de un muchacho. Junto a ellos iba corriendo una adolescente que sollozaba sin control. A Mirsada se le heló la sangre al darse cuenta de que la jovencita era prima suya, y el muchacho, el hermano de 13 años de ésta. Había muerto en su casa, dijo el locutor, degollado por un trozo de metralla arrojado por la explosión de un proyectil de mortero. Mirsada aún no salía de su estupor una semana después, cuando le llegó el momento de tomar el avión a Suecia. Hubiera querido aprovechar el viaje para visitar Bosnia-Herzegovina, pero la situación del país no se lo permitió. En septiembre se cambió a la Universidad Estatal de Arizona, que pertenecía a la primera división de la ANUA. Sin embargo, no pudo formar parte del equipo de carrera a campo traviesa porque había cumplido cinco años de participar en competencias. Decidió que era hora de dejar el deporte y dedicarse más de lleno a cumplir el compromiso que tenía con su familia y con los niños y el pueblo de BosniaHerzegovina. Renunció, pues, a su sueño de competir en los Juegos Olímpicos de 1996. No obstante, un día tuvo que correr de nuevo. Cuatro años hacía que había corrido por la ciudad de Sarajevo entre las balas. Esta vez trotaba por las calles de otra ciudad, Phoenix, donde no oía disparos de armas de fuego, sino los aplausos de una multitud congregada a la orilla del camino. Aquí y allá, la gente la saludaba y le salía al paso para tomarle fotos. El Comité de los Juegos Olímpicos de Atlanta la había elegido para que llevara la antorcha a través de Phoenix en su largo recorrido de relevos hasta la sede de los juegos. Mientras lo hacía, Mirsada no pudo menos de pensar en todos los sueños que se le habían cumplido: se había casado con el hombre al que amaba; ya tenía un título universitario; estaba dedicada al auxilio de sus compatriotas, y hasta su ilusión de participar en los Juegos Olímpicos se estaba materializando, en parte, en esa carrera. Mirsada siguió corriendo en medio de los entusiastas espectadores, alzando la antorcha... y también la frente. ******************** Gracias a las cartas y a las gestiones de Eric y Mirsada, Majda pudo salir de BosniaHerzegovina y emigrar a Arizona con sus dos hijos. En noviembre de 1995, los presidentes de Bosnia-Herzegovina, Croacia y Serbia se reunieron en Dayton, Ohio,
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para firmar un acuerdo de paz que puso fin a 43 meses de guerra en la antigua Yugoslavia. Al día siguiente, Eric y Mirsada, dotados de credenciales de prensa del Daily Sun de Flagstaff partieron en avión a Sarajevo.
La ex atleta olímpica rinde el último tributo a los juegos que cambiaron el rumbo de su vida. Foto: © AP/WIDE WORLD
Visitaron a los padres de Mirsada en su apartamento, cerca del llamado Callejón de los Francotiradores. Al reencontrarse, padres e hija se abrazaron y derramaron lágrimas de alegría. Eric y Mirsada se quedaron dos semanas saludando a aquellos parientes y amigos de ella que habían sobrevivido a la guerra. En casa de los Buric ocupaba un lugar prominente el retrato de Mensud, el hermano perdido de Mirsada. (Su cadáver se encontró en octubre de 1996 en la fosa común de una matanza, en Bojnik.) Hacia el final del viaje fueron a ver al abuelo de Mirsada, de 91 años. Cuando alguien le preguntó al anciano si odiaba a los serbios, él respondió con firmeza: "Yo no odio a nadie. ¿Para qué sirve el odio si no para traer guerra y más odio?" CATEGORIA: REVISTA SELECCIONES - ECUADOR - MAYO 1997
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