ARMANDO JOSÉ SEQUERA
USOS Y ABUSOS DEL DIMINUTIV O
CARAVASAR LIBROS
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Armando JosĂŠ Sequera
Usos y abusos del diminutivo en la literatura para niĂąos y en la vida cotidiana
CARAVASAR LIBROS
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Demasiadas personas creen aún, en esta segunda década del siglo XXI, que los textos literarios elaborados para niños deben contener enjambres de diminutivos que, como bebés en un gran salón, impregnen los escritos de ternura rosa o azul cielo. Consideran que sin una sobredosis de ellos tales textos no son atractivos para el público infantil. Afortunadamente, hoy día, las obras sofocadas por aglomeraciones de diminutivos han perdido peso en las principales editoriales en español –aunque de vez en cuando salen algunas–, pero se siguen publicando por cuenta de los autores o por pequeños editores privados. La obstinación en torno al abuso del diminutivo por quienes pretenden escribir para niños o jóvenes ya casi no se percibe en las secciones de obras para niños y jóvenes en librerías y bibliotecas. En éstas ahora abundan los libros repletos de ilustraciones, incluso cuando las mismas no son necesarias. Pero el exceso de diminutivos en los textos todavía se percibe en las siguientes ocasiones: cuando se es lector de alguna editorial; si se es jurado en concursos de la especialidad, tanto nacionales como internacionales; al impartir algún taller sobre literatura destinada a infantes y adolescentes; al visitar blogs, páginas webs o foros virtuales dedicados a este tipo de literatura. La sobrepoblación de diminutivos es la característica más evidente del amateurismo literario entre los autores de literatura para niños, trátese de narrativa o poesía. Quienes incurren en este despropósito son, en su mayoría, docentes de
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primaria, especialmente aquellas y aquellos que, por estar en contacto diario con la infancia, se creen autorizados y en condiciones de escribir obras dirigidas a ella. No estoy en contra de quienes se inician en las labores literarias, provengan del oficio o profesión que sea. Sí lo estoy contra quienes se lanzan sobre el papel en blanco o la pantalla de computadora como si estos fueran territorios sin ley, a merced de los más ambiciosos. Lo terrible de esta especie de invasión es que tales personas carecen del propósito de ir superando las carencias y errores de sus obras, tanto en las primeras como en las posteriores, y persisten en sus deslices e insuficiencias con algo o mucho de obstinación. La literatura no es una carrera universitaria que requiere una preparación previa para su posterior ejercicio. Pero sí necesita como base el conocimiento del lenguaje y de las técnicas básicas de la escritura creativa. Ambas las proporciona la lectura de libros del género que se quiera desarrollar e incluso de otros en los que tal vez no trabajemos nunca. El conocimiento íntimo de la literatura se adquiere no sólo escribiendo cuanto se quiere o se puede, sino leyendo mucho. ¡Qué digo mucho: muchísimo! La lectura nos ayuda a ver nuestras insuficiencias y deslices en otros, así como los caminos tomados para erradicarlos. Además, enriquece nuestro vocabulario, nos informa de diversos aspectos de la vida humana y extrahumana, es decir, la de los personajes literarios. También estimula nuestra sensibilidad y nuestra creatividad, como sólo las vivencias intensas y grandes obras de arte pueden hacerlo.
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Lamentablemente, hay demasiados cachorros de escritor a quienes les fastidia leer. A causa de ello, se comportan como olas que rompen en la costa, acometiendo las mismas porciones de arena durante el día y la noche. Vale decir, para aclarar el simil, que cometen siempre los mismos errores, sin preocuparse por evitarlos o corregirlos. En el caso de la literatura destinada a infantes y adolescentes, este rasgo separa a quienes hacen cuentos o poemas para dichos públicos de los profesionales de la escritura que se dedican a lo mismo. Cuando los primeros escriben, la principal característica de sus textos es que, por lo general, están saturados de diminutivos. De diminutivos y de algunos elementos a los que se considera tiernos y poéticos per se, como princesas y príncipes, hadas y duendes, conejos, pájaros, nubes, árboles y arco iris. Las más de las veces, estos elementos se presentan diminutiveados, vale decir, en su versión constreñida: princesitas y princesitos, haditas y duendecitos, conejitos, pajaritos, nubecitas y arbolitos. Sólo el arco iris se salva de ser miniaturizado, por la dificultad fonética que suscita esa acción: arquito iris o arco irisito. Y, sin embargo, –¡Brrrr! El recuerdo aún me espeluzna–, lo vi en un texto presentado para optar a un puesto en un taller que impartí: arquito iris fue la forma elegida por el autor, un profesor de literatura de un liceo caraqueño. Los que abusan de los diminutivos en la escritura no advierten que, habitualmente, los niños no los usan en su habla corriente y que somos los adultos quienes los empleamos cuando nos dirigimos a ellos,
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pretendiendo mostrarnos cariñosos, condescendientes o encubiertamente manipuladores. Ello se debe a que el diminutivo es un elemento del lenguaje al que apelamos cuando ya hemos abandonado la infancia y tenemos una noción más aproximada de las verdaderas dimensiones del universo. También gracias a que el uso cotidiano del idioma en que nos movemos nos ha permitido adquirir cierta destreza sobre cuándo usar unos u otros elementos lingüísticos, entre ellos los diminutivos y los aumentativos. Por lo general, si los niños emplean diminutivos, lo hacen más por imitación o costumbre que por necesidad comunicativa. Los infantes apelan a un diminutivo para repetir un apodo cariñoso o para referirse a sus pequeños familiares cercanos: Chabelita, Carlitos, mi hermanita o hermanito, tu primita o primito. Sin embargo, el uso más frecuente que hacen de diminutivos tiene como objetivo distanciarse de sus congéneres más pequeños: –¡Ya no soy un niñito! –¡Yo ya crecí, no soy chiquita! Algo similar hacen los adolescentes, para exigir que no se les trate como niños. En el continente americano somos especialmente afectos a los diminutivos. Los utilizamos –igual que en España, de algunas de cuyas regiones proviene tal aprecio–, no sólo para empequeñecer lingüísticamente las cosas, sino también para expresar estados de ánimo relacionados con ciertas situaciones y personas. Pero entre quienes nacimos de este lado del Atlántico su uso se convierte, muchas veces, en
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abuso. De hecho, es tan frecuente su empleo que podríamos considerarlo un vicio del español que hablamos en América. Obsérvese, por ejemplo, que el título original de la hermosa obra de Antoine de Saint Exupéry es Le petit prince. En inglés, fue traducido como The Little prince. La traducción literal al español de ambos títulos es El pequeño príncipe. ¿Cómo lo titularon su primer traductor al español, el abogado y escritor argentino Bonifacio Del Carril, y la primera editorial que lo publicó en nuestro idioma, Emecé, de Argentina? El Principito. Esto ocurrió en 1951. Cinco años después, la editorial Diana, de México, lo puso en manos de los lectores de ese país con su título original: El pequeño príncipe. ¿Cómo quedó, sin embargo, en la cotidianidad de la América de habla hispana? El Principito. Podrían, por tanto, alegar quienes inundan sus escritos de diminutivos que esta saturación es un rasgo positivo de americanidad, pero no es así. Recuérdese que hemos aludido a esta particularidad señalándola como un vicio y no como una virtud. ¿Por qué vicio? En uno de los versos de “Arte poética” –que figura en su libro El espejo de agua, aparecido en 1916–, el poeta chileno Vicente Huidobro dice una de las mayores verdades del trabajo literario: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. Igual ocurre con el diminutivo e incluso con cualquier otro recurso de carácter literario al que se acude de manera excesiva cuando pretendemos escribir un poema o una narración para niños o adolescentes.
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La profusión de adjetivos, de diminutivos e incluso de metáforas arruina cualquier texto. ¿Por qué? Porque al ser usados en demasía se incurre en desenfrenos literarios como el ripio –uso de palabras innecesarias–, la redundancia –reiteración de un significado en una expresión, como niñito pequeño–, cursilería, antiesteticismo y hasta falta de respeto hacia el lector. La literatura, como cualquier arte, requiere de equilibrio. En su caso, entre sus componentes lingüísticos y entre estos y la estructura. La ausencia de equilibrio es algo que se percibe de inmediato y también de inmediato echa a perder cualquier buena intención literaria. Volviendo a lo que hablábamos al principio, muchas más personas de las que pueda uno imaginar están convencidas de que los cuentos y poemas escritos y editados para niños deben derramar diminutivos a borbotones. Consideran que su uso le da carácter poético y afectivo a los escritos y, además, los hace comprensibles y atractivos para los infantes. No toman en cuenta que los sufijos en diminutivo sólo tienen sentido cuando el texto lo exige, bien porque estemos describiendo algo de lo cual procuramos resaltar su pequeñez o porque queremos referirnos emotivamente a ese algo. Un arbolito es un árbol de poca altura y una campanita una campana diminuta. Pero no todos los árboles son arbolitos, ni todas las campanas, campanitas. Esto es cierto en la vida cotidiana y también en la literatura, incluso la elaborada para niños.
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El empleo emotivo del diminutivo es curioso y complejo, ya que una misma palabra puede admitir matices contradictorios y manifestar tanto nuestra estima como nuestro desprecio. Más curioso aún es que, según el contexto, la mayoría de las palabras en diminutivo pueden adoptar uno u otro matiz. Detengámonos en dos de ellas: pueblito y librito. –¡Qué bello el pueblito donde estuvimos de vacaciones el año pasado! –comenta alguien con gran cariño y nostalgia. –¡Yo, en cambio, estaba harta de vivir en ese pueblito! –dice una mujer proveniente del mismo lugar y recién llegada a la gran ciudad donde transcurre la conversación. –¡Este librito cambió mi vida! –dice una persona a otra, señalando una obra de pequeño formato en el interior de una librería. –¡Quien escribió esto, quiso hacer una gran obra y apenas le salió este librito! –apunta con sorna un segundo visitante de la misma librería, mientras hojea otro volumen de pocas páginas. Gran cantidad de vocablos en diminutivo denotan amabilidad o cortesía. Este rasgo es común en la zona andina del continente americano y en la mayor parte del territorio mexicano. –¿Le puedo pedir un favorcito? –¿Quiere que le traiga un cafecito? –Espéreme un momentico. –¿Me da un permisito? En algunos casos, más que expresar amabilidad o cortesía, ciertos diminutivos revelan sumisión. No necesariamente una relación sumisa de los hablantes en el presente, sino atávica, rasgo de un proceso de
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dominación en los siglos precedentes. Recordemos los vocablos patroncito, de uso común en México, y su mercecita, en Colombia. Su mercecita, para quienes no lo saben, sustituye a su mercedita, que sería el verdadero diminutivo de su merced. En otros casos, el diminutivo expresa sentimientos de piedad, de conmiseración: pobrecito, viejita, cojito. Los seres que amamos –pareja, padres, hijos, otros familiares y mascotas–, se hacen merecedores de nuestros diminutivos de cariño: amorcito, cielito, queridita. También de apodos tiernos nacidos de alguna peculiaridad física o de episodios anecdóticos: Negrita, Loquito, Peludita. Nuestro amor en diminutivo igualmente lo dirigimos a nuestros alimentos predilectos: bizcochitos, caramelitos, chocolatitos. Los hipocorísticos, esto es, los nombres amorosos derivados de los propios, también son susceptibles al diminutivo: Panchita, Manolito, Lolita, Pepito, Conchita, Toñito. Esta segunda forma altera tanto el nombre original que muchas veces resulta difícil, para alguien cuya lengua materna no es el español, comprender de cuál nombre proviene el hipocorístico: Lolita viene de Lola y éste de Dolores; Manolito proviene de Manolo y éste, a su vez, de Manuel; Panchita, de Pancha y Francisca; Pepito, de Pepe y José; Conchita, de Concha y Concepción; Toñito, de Toño y Antonio. También la mala leche –el mal carácter permanente o pasajero–, puede expresarse mediante diminutivos: no me interesa lo que diga esa personita; la mujercita de ese hombre es insoportable. Los usos sentimentales del diminutivo nos llevan,
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incluso en el habla cotidiana, a cometer excesos. En el terreno deportivo, por ejemplo, cuando se habla de un jugador o atleta joven se dicen cosas absurdas como sólo tiene veintiún añitos. Si el receptor de ese comentario ha vivido ese tiempo, según las leyes de todos los países del mundo ya es un adulto. Por otra parte y hasta donde sé, tanto los años como los añitos constan de 365 días. ¿O es que los añitos son más pequeños? Existe también el diminutivo con intención jocosa, que es utilizado las más de las veces en tono irónico: se las da de graciosito; a ella sólo le gustan los gorditos. Curiosamente y según la Real Academia de la Lengua Española, otros diminutivos tienen un significado intensivo. Ejemplos: ahorita, cerquita, pequeñín. Ahorita es más pronto que ahora. Cerquita se utiliza para acentuar la proximidad de algo. Pequeñín resalta la cortedad de tamaño o volumen de un objeto, un animal o una persona. Ahorita cuenta, además, con su propio diminutivo: ahoritica, de uso habitual en los países henchidos por la cordillera de los Andes. En la mayoría de los casos, el diminutivo se forma a partir de un adjetivo: blanco/blanquito; dulce/dulcita; rápido/rapidito, baja/bajita. Algunos diminutivos tienen su origen en adverbios (prontito, lueguito); en sustantivos (Carmencita, Jorgito) y, en poquísimas ocasiones, casi siempre de carácter íntimo, en pronombres posesivos (tuyita, miíto). En Venezuela tenemos el diminutivo del nombre de una ciudad. Se trata de Caracas. Su diminutivo Caraquita,
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se ha utilizado en diversas oportunidades y por varias entidades: originalmente, fue la denominación genérica de las loterías clandestinas que existieron en el país hasta mediados del siglo XX. Ello debido a que las mismas se regían por los premios que otorgaban los únicos sorteos legales de entonces, los de la Lotería de Caracas. También se llama Caraquita a un ave de la región central venezolana (el carduelis xanthogastra) y a un sector del Municipio Carlos Arvelo del estado Carabobo, cuya capital es Güigüe. A mediados del siglo XX sirvió además de nombre a un cuarteto musical y a la botella pequeña de la Cerveza Caracas. Si los diminutivos a partir de nombres de ciudades son poco comunes, más raro es que la denominación de un país provenga de uno de tales vocablos empequeñecedores. Por eso creo excepcional el caso de Venezuela, nacido de la traducción al español del diminutivo italiano de Venecia. Fue dado, según una versión, por Americo Vespucio cuando observó los palafitos –viviendas de madera sobre pilotes del mismo material, que sobresalían del agua–, en el lago de Maracaibo. Según otra por el explorador español Alonso de Ojeda, a partir del comentario de Vespucio. Éste señaló, en una carta dirigida a su mecenas, Lorenzo di Pier Francesco de Médici –primo de Lorenzo de Medici, El Magnífico–, que se había topado con una venezziola, esto es, una Venecia Pequeña. Pero tanto en italiano (-iola), como en español (-zuela), son sufijos empleados habitualmente con carácter despectivo. Cierto es que tal vez el
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comentario de Vespucio no tenía esa connotación, pero dado el uso posterior del nombre Venezuela, tanto en España como en otras regiones de Europa, sin duda hubo algo de desdeñoso o, cuando menos, de indolente, en el mismo. No olvidemos que, pese al sentido reductor que puedan conferir las terminaciones -zuela y -zuelo, ambas se emplean regularmente con carácter despreciativo: mujerzuela, escritorzuelo. Sin embargo –y esto parece dar la razón a quienes opinan que Venezuela equivale a Venecia Pequeña–, las palabras mozuela y jovenzuelo, en cambio, se comportan como atenuativos de mozo y joven. Y ya que me he extendido en curiosidades, no puedo pasar por alto una anécdota que presencié en el mercado artesanal de Aguas Calientes, el poblado próximo a Machu Picchu, en Perú. Entonces, escuché por primera vez el diminutivo de un pronombre demostrativo. Mi esposa estaba comprando una bufanda e indicó la que quería a la vendedora. Ésta, para asegurarse de que la que iba a tomar de las numerosas que tenía en exhibición era la que le solicitaban, preguntó, mientras señalaba la prenda con el dedo índice: –¿Usted quiere esita? Llegados aquí, debo apuntar otra curiosidad: la mayoría de los diminutivos en Hispanoamérica se construyen con los sufijos ito e ita. Sin embargo, en nuestro idioma existen muchos otros sufijos que también sirven para invocar tamaños pequeños. Helos aquí: -ito -cito, -ecito, -ececito. -ete, -eto, -ote, -zote, -cete.
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-illo -cillo, -ecillo, -ececillo. -ico -cico, -ecico, -ececico. -uelo -zuelo, -ezuelo, -ecezuelo, -achuelo, -ichuelo, -olo. -ín -ino, -iño. -ajo -ejo, -ijo. Todos poseen forma femenina. El sufijo -ico proviene de Aragón, Navarra, Murcia y Granada, en España, pero es corriente en Colombia, Venezuela, Costa Rica y los países antillanos de habla hispana: Cuba, República Dominicana y Puerto Rico: borrico, gatico. En el Levante español, así como en Aragón, Cataluña y Valencia, además de Perú y Costa Rica, es común otro sufijo: -ete. Ejemplos: barrilete, tenderete. Esta terminación también se emplea con carácter despectivo: amiguete, vejete. Típico de Extremadura es -ino y de Galicia -iño. Éste proviene de la lengua gallega y es cercano al sufijo portugués -inho, común en Portugal y, especialmente, en Brasil. Ejemplos: neutrino, teatrino; Alfariño, Carmiña. Tanto -ete como -ino e -iño son sufijos que mayoritariamente se utilizan en palabras de uso común, sin sentido reductor: cadete, juguete; latino, marino; cariño, guiño. El sufijo -illo es habitual en Andalucía, principalmente en Sevilla. Ejemplos: anillo, banquillo, flequillo, nudillo. Los anteriores son los usos habituales del diminutivo. Ahora bien, el hecho de que sean habituales –o aunque fueran raros–, no quiere decir que sean gramaticalmente correctos. Sin embargo,
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determinar su corrección o incorrección no es el propósito de este breve ensayo. Nuestro objetivo es hablar de los malos usos que, en la literatura que se escribe y/o publica para niños y jóvenes, se da al diminutivo. No soy académico de la lengua, ni policía del idioma. Sólo alguien que ama la literatura y le gusta que esté bien escrita y bien construida para comunicar lo que se desee. Mi propósito, al escribir este ensayo, no es prohibir el uso del diminutivo en los textos para niños y jóvenes, ni administrarlo, sino mostrar cómo y cuándo se abusa de él y, si es posible, ilustrar las formas comúnmente aceptadas de emplearlo. Es posible que alguien, en el futuro, con una capacidad lingüística formidable, encuentre nuevas formas de uso, lo cual será maravilloso. Pero hasta entonces, las que he reseñado son las que manejamos o admitimos por ahora. Dicho con mayor propiedad: mi idea es que el escritor o aspirante a serlo de obras destinadas a niños y jóvenes aprenda a autorregular tal uso, pues debe ser él –o ella–, quien asuma esa tarea. No existe la AIDMU –Agencia Internacional contra el Diminutivo Mal Utilizado–, ni ninguna organización dependiente de la Real Academia de la Lengua Española que supervise la inadecuada utilización de los diminutivos. Es cuestión, como dice un conocido aforismo, del menos común de los sentidos: el sentido común. Así las cosas, podemos decir que un texto narrativo o poético no se convierte en una narración o un poema para niños porque rebose de diminutivos. De igual
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modo, no porque en un texto abunden los sufijos en aumentativo, el mismo estaría destinado a gigantes o, cuando menos, a jugadores de básquetbol. Cuando escribimos con exceso de diminutivos, olvidamos que la perspectiva que los niños tienen del mundo es que éste es enorme. De hecho, muchos de nosotros hemos tenido la experiencia de haber visitado, de adultos, la casa donde nos criamos y haber experimentado una gran decepción al percibir su verdadero tamaño. Ello ocurre por dos razones: por la menguada estatura física que teníamos en nuestra infancia y porque, al recordar la casa donde nos criamos, nuestra mente la asocia con ese gran espacio donde cabían nuestros sueños y se desarrollaban nuestras aventuras imaginarias. La presencia de una palabra terminada en diminutivo en un texto debe estar siempre justificada por el papel que desempeñe en lo que queramos expresar. Si nos referimos a un caballito, éste tiene que ser un caballo pequeño, no porque forme parte de un texto para niños, sino porque la trama lo requiera. Tratemos de responder la siguiente pregunta: ¿si elaboramos una versión de la Guerra de Troya para niños, el célebre caballo de madera usado para invadir la ciudad amurallada tendría que aparecer como el Caballito de Troya? ¿Verdad que suena absurdo lo de Caballito de Troya? Pues igual de absurdo suena la expresión un caballito, cuando en un texto para niños queremos referirnos a cualquier caballo, no importa el tamaño
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que tenga, ni la relación que los personajes o el narrador tengan con él. Eso no quiere decir que si nuestro propósito es hablar de un caballo por el que sentimos –en el pasado o actualmente–, gran cariño, no le digamos en cierto momento caballito o mi caballito. Dicho con las palabras que confió el poeta Jesús Rosas Marcano al escritor y periodista Eloi Yagüe en una entrevista: “La poesía es como el chocolate: la comen todos, grandes y pequeños. Por eso no hay poesía para niños, aunque cuando escribo para ellos no destierro los diminutivos, porque un barquito es un barquito, un pollito es un pollito, no hay otra forma de nombrarlos. Sin embargo, no caigo en la cursilería ni tampoco en el pedagogismo. La poesía didáctica es odiosa”. Por otra parte, el diminutivo no está bien empleado cuando es redundante, es decir, cuando lo usamos sin justificación alguna o lo utilizamos para designar a algo que, de por sí, ya es pequeño. Este último es el caso que ampliaré más adelante de niño y niñito. Hace años, en un concurso literario del que fui jurado, tomó parte una persona que hablaba –en un poema supuestamente para niños–, de El ponycito. Confieso que al leer tal palabra sentí que ya nunca volvería a ser el mismo. De hecho, todavía me estremezco y tengo retortijones en el espíritu al recordarlo. Siento como si un dinosaurio hubiese estornudado en mi columna vertebral y la hubiese despojado de músculos. Y es que, al referirnos a un pony, estamos hablando de un caballo que, sin ser un potrillo, es de pequeña estatura,
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un corcel perteneciente a una raza equina de menor tamaño que la de los caballos comunes. Al emplear la palabra pony la imagen que viene a nuestra mente no es otra sino la de un caballo de escasa altura. Por ello, ponycito es, sino un delito de lesa lingua, cuando menos, una aberración. Éste también es el caso que anunciábamos arriba, el de niño. Si bien es cierto que el uso habitual por parte de las madres del vocablo niñito –verbigracia, Niñito de mi corazón–, lo ha tornado común, cuando escribimos, podemos prescindir de él. ¿Por qué? Por la simple razón de que el término niño ya contiene la idea de pequeñez. ¿Qué es un niño? Es un ser humano en su primera edad, en su infancia o, lo que es lo mismo, en la edad pequeña, que de todas estas formas se define. Entonces, si niño ya hace referencia a una persona de estatura breve –y, por supuesto, con ciertas condiciones físicas, mentales y espirituales, propias de quienes están en la etapa de crecimiento–, ¿por qué usar niñito? Alguien puede afirmar que por cariño o para expresar ternura, tal como hacen las madres y las abuelas con sus hijos y nietos. Pero, aparte de ellas, ¿qué sentido tiene referirse a un niño diciéndole niñito? En un texto literario, su uso tiene sentido cuando, en un diálogo, un personaje se refiere cariñosa o despectivamente a un niño en particular y, excepcionalmente, cuando el narrador –en primera, segunda persona u de modo omnisciente–, quiere demostrar, en alguna ocasión particular, su cariño o desprecio por determinado personaje infantil. Este
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diminutivo, como se observa, puede expresar amor y también maltrato. –¡Mi niñito es tan lindo! –¡Ese “niñito” ya me tiene hasta aquí! Tanto niñito como niñato expresan tal sentido despectivo. –¿Qué se creerá ese niñato? Niñito también es innecesario por otra razón: en español contamos con el término bebé para referirnos a un recién nacido o neonato y con nené para hablar de un niño que gatea pero aún no camina. Obviamente, también contamos con las versiones femeninas de tales vocablos: beba, neonata y nena. Ahora bien, hay palabras en diminutivo que son de empleo común por motivos particulares y su uso –que no su abuso–, se justifica por sí solo en cualquier texto. Dos ejemplos: pajarito y piedrita. El uso coloquial de la palabra pájaro le ha dado a ésta diversas connotaciones –especialmente en los países de la zona tropical americana–, que la separan de la infancia. Aparte de referirse a cierto tipo de aves, el vocablo pájaro se usa para designar a un individuo taimado y astuto y también al sexo masculino. Una pájara, a su vez, es una mujer igualmente taimada y también una depredadora sexual. Por ello y con miras a tomar distancia con el vocablo pájaro –que, en ocasiones, casi nos suena a vulgaridad–, cuando nos referimos a un ave del orden paseriforme, le decimos pajarito. En este caso podríamos pensar que el uso del diminutivo es redundante porque todos los pájaros son pequeños, pero por un lado buscamos precisión
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y, por otro, que el vocablo que usamos no se preste a juegos de palabras eróticos o de otra índole. Sin embargo, nuestra tendencia latina a tal tipo de juegos ha hecho que también pajarito contenga cierta carga sexual, pues se recurre a esta palabra para subrayar, desdeñosamente, las exiguas dimensiones del pene de cierto individuo masculino. Piedrita, por su parte, sirve para establecer un determinado tamaño de la piedra a la que nos referimos. Es ésta, quizás, la palabra en la que el uso de los sufijos en diminutivo y en aumentativo resulta más perceptible y frecuente. Decimos piedrita, si se trata de una piedra pequeña, y piedrota, si es mayor de lo que consideramos normal. Reservamos el término piedra para una roca manejable, de tamaño regular, que cabe holgadamente en nuestras manos y a la que no consideramos ni grande ni pequeña. Claro está que tal consideración varía de una mano a otra. Debido a ello, la utilización de la palabra piedra, bien sea en su forma regular o bien con diminutivo o aumentativo, depende de la ocasión y apelar sólo a la forma empequeñecida –si hacemos un texto para niños–, es no sólo absurdo sino limitante. En contraposición a lo que he expuesto hasta aquí, podría usarse como argumento el empleo del diminutivo en los cuentos clásicos para niños. Tales los casos de “Caperucita Roja” y “Pulgarcito”, entre otros. La protagonista del primero de tales relatos se caracterizaba por llevar una capa roja para protegerse del frío. Dado el color de la prenda que solía llevar, así como su edad y su estatura, la gente le dio el cariñoso apodo de Caperucita Roja (traducción no
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literal de “Le Petit Chaperon Rouge”, título en francés de la primera versión escrita de este cuento popular, aparecida en Historias y cuentos de tiempos pasados, con su moraleja, de Charles Perrault). Tal como El pequeño príncipe, la traducción real es La pequeña caperuza roja, aunque en español no suene bien. Quienes hayan leído ésta o la versión de los hermanos Grimm habrán advertido que no hay diminutivos en el relato, ni siquiera cuando la niña le habla al lobo disfrazado de abuela. Es en las ediciones comerciales y en las películas donde se ha producido este cambio de una abuela por una abuelita. Con ello, se pretendió infantilizar el texto, dando a la abuela el tratamiento que, se supone, le daba su nieta. Pero si el relato se hubiese elaborado desde la perspectiva de Caperucita, el lobo habría sido en verdad un lobote. En otro cuento célebre, Pulgarcito es el nombre de un niño exageradamente pequeño. Tan inmoderada es su pequeñez que se apela al diminutivo para exacerbarla. Y es que el pulgar, aunque es el más grueso de nuestros dedos, al quedar por debajo de sus compañeros de viaje, incluso del meñique, se consideró durante siglos el dedo más pequeño de nuestras manos. Quien haya leído la versión de los hermanos Grimm recordará que Pulgarcito es hijo de una pareja de campesinos que, como no tenía descendencia, en determinado momento pidió a Dios en voz alta que les concediese un niño, sin importar cómo sea de pequeño. Siete meses después, la mujer tiene un bebé que no es más grande que un pulgar, y por ello le dan el
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nombre citado. Como se ve, la denominación Pulgarcito procura transmitir la idea de que el niño –un sietemesino–, es más chico que un pulgar. Ahora bien, no porque Pulgarcito sea diminuto, el mundo a su alrededor se ha encogido y todo se menciona en diminutivo. Al contrario, la historia tiende a resaltar que, para el niño, todo es enorme y, sin embargo, él no se arredra ante eso. No debemos olvidar que la literatura destinada al público infantil empezó como un producto meramente comercial. Ni Perrault, los hermanos Grimm, Esopo o alguno de los autores anteriores a 1800 escribió una línea para niños o jóvenes. Sus textos –tomados de la tradición popular y reelaborados literariamente por ellos–, estaban destinados a todos los lectores. De hecho, el trabajo recopilatorio de los Grimm fue de carácter filológico, es decir, lingüístico. No fue literario. Fueron algunos editores quienes, al ver que los cuentos se empleaban en los colegios con fines moralizantes –muchos de ellos, especialmente las fábulas, porque portaban moralejas–, decidieron publicar versiones aniñadas de los mismos. En el caso de “Caperucita Roja”, se le despojó de todas las alusiones sexuales que aparecían en la versión de Perrault –ya de por sí desprovista de muchas otras referencias sexuales presentes en el relato oral original–, y se creó como una advertencia a los niños y niñas para que no hablasen ni tuviesen trato íntimo con desconocidos. Y menos en un lugar despoblado, como un bosque. En estas ediciones, hechas por redactores a sueldo o a destajo, el público se suponía que estaba constituido por los
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niños, escolares o no, pero pronto se advirtió que en realidad lo componían mayoritariamente las madres, que eran quienes se los leían a sus hijos por las tardes –en tiempos de mucho frío–, o por las noches, antes de dormir. Así las cosas, el abuso del diminutivo no era tanto para hacer los textos atractivos a los niños, sino para que sus progenitoras los sintieran como si los estuviesen contando oralmente. En resumen, cuando en un texto usemos una palabra en su forma diminutiva, hagámoslo porque así lo amerita nuestro escrito. De otro modo, no se justifica literariamente el empleo de dicha palabra. (2015)
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© De la edición, Caravasar Libros (2016) © Del texto, Armando José Sequera Portada, edición y diseño: Armando José Sequera Obra de distribución gratuita
PROHIBIDA SU VENTA
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OBRAS PUBLICADAS 1 José Víctor Martínez Gil – CIEN CUENTOS DE LA INFINITA PUNTA DE LA AGUJA (minificciones). 2 Francisco Garzón Céspedes – CADA GOTA DE AZOGUE ACERCA EL MUNDO (modulaciones narrativas). 3 Armando José Sequera – UN SIMPLE OCHO (minificciones). 4 Sebastián Galatro – ESE TERRENO PROHIBIDO (poemas). 5 Armando José Sequera – CRUENTOS (minificciones). 6 Armando José Sequera – OPUS (minificciones). 7 Armando José Sequera – REDUCTIA (minificciones). 8 Armando José Sequera – CIENCIA A VUELO DE PÁJARO (crónicas de divulgación científica). 9 José Gregorio Bello Porras – MICROCIDADES (microficciones). 10 Armando José Sequera – ACTO DE AMOR DE CARA AL PÚBLICO (cuentos). 11 José Gregorio Bello Porras – EL PASO DE LA SERPIENTE (poemas). 12 Armando José Sequera – EL DERECHO A LA TERNURA (novela). 13 José Gregorio Bello Porras – VACÍO OPTIMISMO (poemas). 14 Giovanni Boccaccio – ALATIEL Y ALIBECH (cuentos). 15 Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y Juan Carlos Onetti – TALLERISMOS 1 (consejos para escritores). 16 Armando José Sequera – DIOS QUIERA QUE EN LA OTRA VIDA (monólogo teatral con monigote). 17 Josune Dorronsoro – ARTÍCULOS SOBRE HISTORIA DE LA FOTOGRAFÍA EN VENEZUELA (historia). 18 Mercedes Franco – VENEZUELA HABLA CONTANDO (cuentos). 19 José Gregorio Bello Porras – EXTENSA BREVEDAD (poemas). 20 Juan Rulfo, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa – TALLERISMOS 2 (consejos para escritores). 21 Armando José Sequera – CRÓNICAS NEBULOSAS 1 (crónicas personales). 22 Armando José Sequera – GIROSCOPIO (poemas). 23 Esopo – FÁBULAS (fábulas). 24 Armando José Sequera – PASSAROLA (poemas). 25 José Gregorio Bello Porras – EN EL INICIO DE LA VIDA (poemas). 26 José Gregorio Bello Porras – ESPACIOS TEMPORALES (poemas). 27 Federico García Lorca – ELEGÍA DEL SILENCIO (antología poética). 28 Rubén Darío – DOS PRINCESAS (poemas – obra para niños). 29 María Calcaño – ME HA DE BASTAR LA VIDA (antología poética). 30) José Gregorio Bello Porras – ÁLBUM DE HAIKÚS (INVIERNO). 31) Gabriela Mistral – PIECECITOS (poemas – obra para niños).
25 32) Manuel Felipe Rugeles – LA ALDEA (poemas – obra para niños). 33) Rafael Pombo – LA POBRE VIEJECITA (poemas – obra para niños). 34) Varios autores – Sonetos con humor (poesía humorística). 35 Sor Juana Inés De la Cruz – HOMBRES NECIOS QUE ACUSÁIS (antología poética). 36 Ramón Gómez De la Serna – GREGUERÍAS ( antología). 37 José Gregorio Bello Porras – ÁLBUM DE HAIKÚS (PRIMAVERA). 38 Armando José Sequera – USOS Y ABUSOS DEL DIMINUTIVO (ensayo).
DE PRÓXIMA APARICIÓN Arnaldo Jiménez – BREVE TRATADO SOBRE LAS LINTERNAS. Matsuo Basho – SOBRE EL SENDERO DE MONTAÑA. José Gregorio Bello Porras – ÁLBUM DE HAIKÚS (VERANO). Armando José Sequera – ABURRIDO. Roberto Bolaño, Eduardo Galeano y Juan Bosch – TALLERISMOS 3. José Gregorio Bello Porras – ÁLBUM DE HAIKÚS (OTOÑO). Josune Dorronsoro – ENSAYOS SOBRE HISTORIA DE LA FOTOGRAFÍA EN VENEZUELA. Horacio Quiroga – LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS. Kressmann Taylor – PARADERO DESCONOCIDO. Gustavo Adolfo Bécquer – EL MONTE DE LAS ÁNIMAS. Hans Christian Andersen – LA SIRENITA. Horacio Quiroga – ANACONDA – EL REGRESO DE ANACONDA. Omar Khayyam – RUBAIYAT. Armando José Sequera – CRÓNICAS NEBULOSAS 2. Varios autores – CITAS CON HUMOR. José Gregorio Bello Porras – SILENCIOSA LUZ.
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Armando José Sequera en un nicho del Museo del Louvre, París. Cuando anduvo por allí, advirtió que el espacio estaba vacante y lo ocupó. (Caracas, 8 de marzo de 1953). Es un escritor, periodista, editor, promotor de la lectura y productor audiovisual venezolano. Reside en Valencia, estado Carabobo. Con éste, ha publicado setenta y siete libros, gran parte de ellos destinada a niños y jóvenes. Ha obtenido diecisiete premios literarios, cinco de ellos internacionales: Premio Casa de las Américas (La Habana, Cuba, 1979), Diploma de Honor IBBY (Basilea, Suiza, 1995), Bienal Latinoamericana “Canta Pirulero” (Valencia, Venezuela, 2001), Premio Internacional de Microficción Narrativa “Francisco Garzón Céspedes” (Madrid, España, 2012), Premio Internacional “La belleza en mil palabras” (Madrid, España, 2015). También uno periodístico, el “Monseñor Jesús María Pellín”, en la categoría Programa Cultural del Año 1997, por su programa de radio Esos pequeños detalles, emitido entre 1993 y 1997. Es autor, entre otros títulos, de Evitarle malos pasos a la gente (1982), Teresa (2001), La comedia urbana (2002), Mi mamá es más bonita que la tuya (2005), El derecho a la ternura (2007) y Ágata (2013). En 2006 fue nominado al Premio Astrid Lindgren por el Banco del Libro, entidad que por cierto obtuvo dicho galardón en esa ocasión. Libros y textos de su autoría han sido traducidos a los siguientes nueve idiomas: francés, catalán, coreano, alemán, italiano, portugués, inglés,
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serbo-croata y checo. Decenas de textos suyos figuran en más de ciento sesenta antologías de cuentos, minificciones y literatura para niños y jóvenes, en diversos países de América y Europa. En Caravasar Libros ha publicado UN SIMPLE OCHO, CRUENTOS, OPUS, REDUCTIA, CIENCIA A VUELO DE PÁJARO, ACTO DE AMOR DE CARA AL PÚBLICO, DIOS QUIERA QUE EN LA OTRA VIDA, EL DERECHO A LA TERNURA, CRÓNICAS NEBULOSAS 1, GIROSCOPIO, PASSAROLA y USOS Y ABUSOS DEL DIMINUTIVO.
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