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ARNALDO JIMÉNEZ
BREVE TRATADO SOBRE LAS LINTERNAS y otros ensayos bajo luz artificial CARAVASAR LIBROS
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Arnaldo Jiménez
Breve tratado sobre las linternas y otros ensayos bajo luz artificial
CARAVASAR LIBROS
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A mis amigos: Navil, Wagdi, Naual y Faisal Naime. Miguel Espinoza y Aleido Remantón
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BREVE TRATADO SOBRE LAS LINTERNAS “Pero entonces ¿el mundo no es más que una linterna mágica?” Arthur Shopenhauer.
GÉNESIS DE LAS LINTERNAS Todo fue un borde y algo asomó su luz de par en par. El aire fue la primera profundidad. Lo espeso vino a colarse y a buscar su lugar como un lagarto en la roca. No se piense en un molde ni en un hocico con diez llamas en flor, lo espeso es la euforia del brote espontáneo, pleno en el placer de asomarse. Ahí estaban los estiramientos, los pliegues de los latidos, las alianzas de lo espeso con lo espeso, y no había extrañamiento. Era cuestión entonces de aprender a cortar todo. El asombro era un musgo, un destello cayendo sobre las mareas, inmolado en su penetración más allá de las superficies por medio del pensamiento. El asombro que piensa ya es una lumbre, después vendría la hondura, el despliegue de los ojos guiados por un ser que desconoce. El anhelo de ver los cortes por dentro. Se tenía un rostro cuya máscara era un devenir incierto. Desde el grito que huye, desde el adentro cifrado por la permanencia del rayo, el aprendizaje no era posible en la quietud, columbrar el temblor
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de las sombras en las sombras, pulsar el potencial de lo que despertaba y era ignorado por el desgaste: entre el nombre que surge para apaciguar el miedo y los signos del cambio, surgió la primera linterna. APROXIMACIÓN A UN CONCEPTO DE LINTERNA
Quizás pueda resumirse su ser si decimos que una linterna es una convergencia que se proyecta, pero sería un concepto hueco, vago, sin consistencia, y allí estaríamos en su reino. No pueden abrirse los peces porque la luz deja de ser. No puede detenerse la fluidez de los pájaros, porque en ese instante no se reconocería a la infancia ni los aullidos del frío en el desamparo. Sin embargo, una linterna es la convergencia del vuelo y el nado. Tendríamos que decir algo más sobre la tierra. Las linternas rechazan la pureza, la piel lisa y fresca de las verdades nunca han sido motivo de sus búsquedas. Es odiosa la comparación, pero estoy tanteando las palabras: la linterna puede ser un ojo continuo que hierve en el silencio de los objetos, y ¿dónde dejaremos a las sombrillas y a las simientes dormidas en el humus y a la inutilidad del pasado? Aclararemos entonces que ellas son gachas y suaves como pelambres o plumajes. Lodo y mucosa. Flora que estalla y en algún tiempo fue una canción pintada sobre las moscas.
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CARACTERÍSTICAS DE LAS LINTERNAS Son continuas: se sabe que toda prolongación del sol se transforma en lámpara o linterna, según tengan o no otras ramificaciones, aunque nunca los candelabros, de tal manera que con toda certeza pueda decirse que la noche no existe. El azahar y los bachacos saben otra historia. Reciprocidad: la claridad se devuelve y no es lo negro, es más claridad hasta no alumbrar, por eso las linternas tienen un límite para las direcciones. De la capacidad de apagarse: esta característica se basa en una suposición. Por ejemplo, digamos que la visión quiere alcanzar el fondo de las quebradas, en esas condiciones de lucha las linternas no son auxiliares ni forman parte de ningún equipaje técnico o algo por el estilo. Lo diminuto no entra en su radio de acción. En cuanto a las heridas, son autónomas, ellas llevan su propia luz. Grados de permanencia: las luces tienen un dispositivo para graduarse según las tonalidades de la realidad. Por supuesto, la complicidad óculo manual pudiera ser más dura y el pensamiento alguna rama de los robles y entonces los movimientos respaldarían las consecuencias de que a los grados de luz le corresponden grados de permanencia. La más intensa no molesta a los ojos ni dinamiza la danza de las muñecas en la captura del pensamiento, por eso evaden los desgastes, y
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hay una condena a ser hoja en los arroyos. Por eso se confunde con la eternidad. Pero la luz menos intensa también porta la misma plenitud y presenta los mismos problemas de relación con la realidad. Se podrían indicar las cargas y las sobrecargas y si por el aire hay evidencias de hollín; esto, con la finalidad de comprender el transcurso del tiempo. De las envolturas: cómo saber si el lirio no usa una niebla, si el cocodrilo no reviste las aguas submarinas y asume su tatuaje de piedra al mediodía. Hasta dónde llega la proliferación de las envolturas y lo desnudo es otra forma de cubrirse. Las linternas nunca han sufrido de dudas, ni pestañean al verse frente a lo imprescindible, como una colmena o una casita de mariposa. CLASIFICACIÓN Y TIPOS DE LINTERNAS Mandell y Gullec (1478) elaboraron la primera clasificación de las linternas. Para entonces el modelo binario invadía la ciencia y la filosofía. Estos pensadores franceses realizaron una clasificación que ahora nos resulta simple: linternas positivas y negativas. Las primeras tendrían un núcleo y tres sentidos en la orientación de la luz: las ubres de las cabras, la paja de los graneros y el silencio de las algas. Las segundas carecen de núcleo y pueden por ello renunciar a los árboles abiertos. Sin embargo tienen solo dos direcciones: el sudor debajo de los sombreros como una culebra dormida en el borde de una piedra y es la piedra. La otra
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dirección queda hacia las bellezas metálicas, el olor de la naftalina en el exilio de las ropas y las manchas que dejan las culpas sobre los muros. Leonardo Da Vinci en su Tratado sobre la luz, le dedica unas palabras a esta clasificación considerándola artística y poco científica. Complementa el estudio de Mandell y Gullec sometiendo a las linternas a experimentos rigurosos y concluyendo que solo hay un tipo de linternas, a las que llamó “Cigüeñales” y consideró para uso exclusivo de búsquedas. En la actualidad y debido al avance en los estudios de la Cartografía de la oscuridad, Las pupilas de los insomnes y La compleja red comunicacional de los animales ciegos, las linternas se clasifican en físicas e imaginarias, prevaleciendo la orientación binaria que le dio el Renacimiento, pero cada una posee a su vez varias subdivisiones. Linternas físicas: responden a una mezcla de presencias, una soberanía del estallido continuo que proviene del núcleo. El núcleo no tiene tamaño predeterminado y es mucho más que un nombre. Las linternas físicas se distribuyen por circuitos aéreos, acuáticos y terrestres, todos acoplados a engranajes y sistemas con diversas velocidades. Están capacitadas para hechizar ciudades, capturar el movimiento de las manchas y pueden atravesar altas temperaturas. Ese tablero de pases comunicantes, puentes y empalmes aleatorios, permiten que en las linternas físicas comulguen las distancias. Entre las linternas físicas encontramos:
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a) Los ojos de los gatos. b) Las luciérnagas. c) Los frutos y los lomos. a) Los ojos de los gatos: Podría ampliarse a: ojos de felinos y estaríamos en disposición de perseguir la mirada del tigre cuando es alfombra verde y cuchillo en el cuello de los venados. Nada de risa alumbrando como una luna carcomida el camino de los extravíos. Pero las linternas físicas casi han adoptado el suburbio citadino como medio de convivencia. Es por ello que mantienen el orgullo de los gatos, esa pasión por deformar la noche y conjugarla en puntos lumínicos, pardos y metálicos que no despejan la oscuridad, solo señalan dónde no puede posarse. b) Las luciérnagas: Durante el Renacimiento fueron clasificadas dentro de las linternas negativas, pues se tardaban mucho tiempo en alcanzar la capacidad de encendido. En la actualidad se sabe que ellas son focos alados que muestran la brevedad de la existencia, la intermitencia y alternancia de lo vivo y lo muerto. c) Los frutos y los lomos: aparecen juntos los frutos y los animales en esta clasificación, no solo por la similitud en las funciones (la mutua simbiosis bioquímica) sino por una especie de atractivo simpático que existe entre ellos, sobre todo al considerar como punto central de la fuerza atractiva
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a las superficies; es decir, la potencia vinculante de lo físico. Es así como la piel de un mango y la de muchas hojas nuevas pueden confundirse con las iguanas y las mantis religiosas, por supuesto. Cuando las capas del tiempo caen sobre ellos, las mantis se transforman en una especie de palito seco con patas y el mango muta a la iluminación de las plumas, para luego considerarse un charco que hamaquea en las ramas. Lo importante es que la dermis de los frutos y los animales son linternas intensas cuando se exponen al sol, y sus tonalidades cambian. Hay que enamorarse de las alturas para acostumbrarse a ver estas lumbres. Linternas imaginarias: también llamadas linternas internas, nominación abolida por la cacofonía a la que obliga y la alta capacidad de retorno que tenían sus luces. Estas linternas pudieron haber sido reducidas a una nominación común según sus funciones: “Cigüeñales”, siguiendo la investigación de Leonardo que arrojó que todas las linternas sirven para buscar, noción esta que es negada por la existencia de las linternas físicas, cuyas luminiscencias están orientadas a mostrar más que a descubrir. Las más importantes son: a) Linternas borgeanas. b) Linternas murciélagos. c) Linternas dantescas. d) Linternas negativas.
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a) Linternas borgeanas: la controversia de esta linterna consiste en saber si es cierto o no que los objetos y los lugares puedan desdoblarse al interior de las personas, y si es verdad o no que los sitios por donde estos seres dobles pasarían serían los ojos o los oídos. Octavio Paz aseguraba que en este juego de dobleces entraban en función todos los sentidos, incluyendo a las sienes que, según los avances de la neurociencia, es el sitio que abre y cierra para que los pensamientos se alojen o salgan. Las linternas en cuestión fueron creadas por un gaucho argentino de apellido Borges. Son una y múltiple, pueden extender hilos de luz que no tienen fin y pueden dar con la salida de los laberintos. Incapaces de alumbrar frente a los espejos, estas linternas vuelan incansablemente en la alquimia que hace del alma una piedra y de esta piedra una imposibilidad para el tiempo. b) Linternas murciélagos: la luz es un sonido, el sonido es un ave nocturna que pende como una lámpara oscura de las ramas de algunas matas frutales como el almendrón. El vuelo pone el principio inestable de todas las cosas, es un pasajero que descarga un semen vegetal. Entonces el murciélago alumbra y es terrible como una mesa de operaciones, basta con sonar para que la madrugada tenga consistencia y repte la oscuridad similar que reina en las emociones humanas. La luz es una tormenta, la tormenta una extensión de las humillaciones.
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c) Linternas dantescas: un hombre camina en su estanque, pisa su agua podrida, aúlla a lo lejos sobre un hierro que lo marcó en el corazón, sabe a quién pertenece, todo su cuerpo es una herida, porque solo las heridas lloran sobre lo oscuro. Las celebraciones festejan las claridades y nadie sabe qué va a hacer después de la alegría. La linterna dantesca sube, siempre sube, y alcanza a disipar la niebla de las alturas, pero la usan hombres que no quieren pensar, que ya saben cómo arder y ser un habitante adaptado a cualquier espacio, justo en el camino que queda en la mitad de la vida. d) Linternas negativas: no hay posibilidad de lumbre en Auschwitz, ni en el espesor de las murallas en el Sahara. Alumbrar no es arder. ¿Cómo iluminar las espinas en la lengua que se come a sí misma buscando el sentido de un nombre? Hay seres apagados, lucen ventanas partidas y bombillos devorados por la confianza en el devenir, la geometría la impone la sombra, las sequías que no aceptan borrones y no esperan las nupcias de las gotas. Las linternas negativas no alumbran oscuramente, su mecanismo es más sencillo, se niegan a revelar la deformación del alma humana. REFLEXIONES FINALES Platón oscureció el ambiente de las palabras y las preparó para recibir a las linternas y su eterna capacidad de ser idea y materia en múltiples
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convivencias. Ahora se sabe que el sol es una memoria que alumbra y olvida. A esta imagen y semejanza se formaron los dioses, a este rechazo se erigieron las leyendas y la historia: el ser humano oscila entre la luz y la no-luz. Sería un asunto de pensar largamente en los bordes y en las plenitudes. De saber qué se quiere de las capas y los redobles de campanas en el amanecer, sería un asunto de no concluir ni siquiera los nombres para que dejen abiertas sus rendijas y la noche entre canturreando porque entiende que tiene un fragor en su silencio y en nuestras voces. Por ello el estudio de las linternas resulta imprescindible.
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¿QUÉ SE ENTIENDE POR CAUCHO? Si trazamos una línea de seres con edades antiguas, días idénticos después de cada destino, y verificamos que en el fondo existe una señal objetiva, digamos, del olvido, entonces estaremos comprendiendo la naturaleza del caucho. ¿Es una criatura? Se le han atribuido algunas desapariciones, explosiones de ceguera y embestidas de sellos sobre los sentimientos religiosos. Incluso algunos estudiosos como Hunter Graffer (1968), afirman que el mundo jamás volverá a creer en algún dios desde el día en que el Caucho pueda ser liberado en toda su apariencia. La dinastía de su dicha traería la muerte con consentimiento de los condenados a su rutina. Se cree que la verdadera función de un dios es esa: la capacidad de convertir la mortalidad en un asunto que no represente ningún drama, ninguna tragedia; y el caucho hasta los actuales momentos posee todas las características de un dios con dicha capacidad: es vacío y redondo, conjuga todos los estados de la materia y pasa de uno a otro constantemente, todos sus bordes son falsos, se desposa con su extremos y no tiene memorias para sus respuestas. Estructura del caucho: no existen ramificaciones, el caucho, al parecer es un andamiaje de fluidos, por eso
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no se sabe con exactitud cómo puede alojar en él algún vestigio de piedra, como el encontrado en 1932 por el sabio investigador inglés, Radlof Barbey, quien además introdujo en sus estudios la posibilidad de que si se llegasen a establecer los límites del caucho, en ese final solo podría haber nostalgias y una eternidad de polvos. La añoranza inviste todos los peldaños de aire. Incluso, podría afirmarse con toda exactitud que la simetría entre anhelo y aire trae consigo la forma perfecta de las almas. Del otro lado no queda nada, es decir, es imposible conseguir un entretejido, un devenir de rayo, un vértigo de círculo. Los últimos estudios avanzan hacia esa dirección; hasta ahora, el otro lado del caucho solo podría existir si las partículas elementales se comportaran como reflejos de otra realidad. Cualquier vida allí se consume, cualquier muerte allí pierde su niebla. Lo más importante del caucho es que su naturaleza rechaza de manera absoluta su conversión en mito. Todo lo lleva al fucsia del origen. Puede amoldarse a cualquier lenguaje y convertirse en ligadura, en un ovillo de nombres prohibidos. Es importante a la hora en que el caucho se materialice y parezca un objeto redondo, de tres dimensiones externas y cuatro internas, mantenerlo lejos del alcance de los niños, dado que se ha demostrado fehacientemente que el caucho, en presencia de la infancia susurra promesas que jamás podrá cumplir, y la secuencia de estos hechos dejaría a los adultos sin los ecos del pasado.
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EL PLANO DE DIOS PRELIMINARES 1 El plano existe. 2 El uso de la palabra “plano” solo es una torpe generalización cartográfica que permite intuir una orientación. 3 Ningún investigador-explorador, ya sea con rústicos instrumentos o con tecnología de último segundo, ha podido encontrar uno solo de los límites del plano. 4 Según el punto anterior, el plano pudiera no existir. 5 Ningún ser humano ha podido no extraviarse en el plano. 6 El plano permite la contradicción de las verdades, pero jamás la negación de las mismas, incluso una vez se hayan convertido en espectáculo o en olvido. 7 En el plano la especulación es fuente de conocimiento. EN TORNO AL PLANO La expresión, “en torno”, supone un límite fijo para aquello de lo cual se presume un alrededor, lo que no es posible. Esta expresión es válida única y exclusivamente para las palabras, para rasgos teóricos o imaginaciones delirantes, en fin para el uso del lenguaje. Lo que siempre se presiente en el
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plano es el devenir de las pieles, una atmósfera que lo recorre y una expectativa que jamás se extingue, a pesar de que en todas sus direcciones esas mismas pieles dejan de ser. Dentro del plano nadie cumple las promesas, porque el único destino posible es el de las máscaras. Se sabe que las piedras muestran sus odios y un triunfo que las ampara a pesar de los infortunios. Ellas permiten el sonido del amor, traban los pasos del fuego; Dios confía en ellas más que los seres que hablan. Cuando quiere saber a quién ama él y de qué manera podrá mostrarse en los caminos, le pregunta a las piedras y ellas abren sus venas y muestran la sangre de los amantes y Dios es un lagarto que se desprende de su sombra. ¿Alguna vez habrá sido habitado el plano? Es una pregunta que se dirige directamente al diseño. Los diversos tatuajes pierden y recobran sus tamaños. El engaño de los abismos siempre se tiende en sitios tan pequeños como el corazón, o en aguas tan volátiles como el alma. En los confines, por tanto, hay sueños, y un bosque confiable, y una matriz de manantiales. Recordemos que nada en el plano es verdad, esto no debe olvidarse, pero se olvida, y las marcas que fueron asombros y abrazos, y aquellos que quisieron quedarse dentro de seres amados y emprendieron el camino confiando en la verdad, pronto sabrán que todos son huéspedes de la herida. En el plano se conocen las palabras. Nadie dice apártalas de mí. Y en ellas viven el vapor y las bujías del tiempo. Los rituales ascienden hacia las
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hogueras, todo brillo desnuda, aunque lo desconocido carezca de nombre y no exista la inocencia y cualquier roce sea venenoso. Sean entonces las entradas y las salidas. Es posible el amor y todo lo que reproduzca lo falso. En las fuentes se necesitan compañías, y el orgullo conduce las huellas, él mismo es un rastro que no se ve a sí mismo, y mirar no es conocer. Todo parece. De conformidad con las puertas, el miedo no pierde sus nudillos, y en cuanto se tiene un rincón disponible, el pasado regresa. La ternura contrarresta y es por eso que posee un temblor. Después de todo, el plano es real. Solamente la soledad puede caminar largos trechos y conocer si hay hundimientos en el transcurso del plano, y trazar equilibrios en las líneas paralelas que tienen tantas semejanzas con las fugas. El plano puede desaparecer de tanta soledad afiebrando los nunca. Sabemos que el otro lado de cualquier enigma es la mortalidad. Sea entonces la soledad, su hiedra, su escritura. No se sabe de algo que jamás cambie de rostro. De hecho hay muros que se ofrecen como gestos a otros dioses y un monólogo de samanes que usurpa de vez en cuando la latitud de los espejos. Todo reflejo en el plano proviene del desierto. Al parecer Dios no es monoteísta, aunque idolatre todas las ceremonias de la desnudez, incluyendo la guerra… El plano es comparable con la apariencia, sobre todo, porque nunca pierde sus superficies y la costumbre de incluir a las sombras lo tornan
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complejo, pero solo es una peripecia de las viejas fundiciones del cuerpo, de cualquier cuerpo, pues todos emanan nieblas y se inmolan al sol. No podemos negar otras convocaciones. Cuando se trata del ser humano, enseguida busca el centro y se ufana en su mecanismo parlante, sin embargo, todo es animal, hablar es instinto y se sabe que en él hay más fracasos que los ruidos, cantos y modulaciones del resto de los animales. Tal vez avanzar consista en escuchar y no anunciarse, no pretender el salvoconducto. Gargarear el desamparo y la alegría y conformarse con la conciencia. En relación a los atajos nocturnos, el plano ambiciona una dimensión superpuesta que no confunda ni extravíe. El anhelo se queda como límite, entonces el plano deja de ser real. Ningún ser ha nacido del cristal. Por el lado pasan los colores de la sed, los organismos que regresan del porvenir y temen ser falsos, cojear como las ilusiones. Los sonámbulos de la historia inventan las guerras para que se sepa que una parte del plano no le rinde tributos a la memoria y anda suelta, con sus propios trazos, meridianos y coordenadas de lamentos.
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ARQUEOLOGÍA DE LOS ÁRBOLES ¿Qué relación invisible y esencial para la vida existe entre la madera y el cuerpo humano? Muchas veces el cuerpo de un árbol es comparado desde la más tierna infancia con el del ser humano. Los niños extienden así en una hoja, que por cierto ha sido desprendida de algún árbol, esa correspondencia de los toques, de las caricias, del sostenimiento de las cortezas, esa manera de marcar en su cuerpo nuestros nombres, la fecha de un acontecimiento importante, los signos de las uniones. Los primeros dibujos no son otra cosa que matas, grandes árboles al lado de los seres humanos, acompañándonos. El niño mismo sabe de alguna manera que su cuerpo está comenzando a anudarse sobre sí mismo, a abrazarse en las vueltas de una soledad por venir. Pero en esta relación, precisamente, la soledad queda excluida, siempre será una apariencia y no sería conveniente dejarnos ir por este índice de lo aislado. Lo cierto es que muchas expresiones denuncian una identidad entre el árbol y el ser humano. Se quiere llegar a un sitio y echar raíces, tener frutos, plantarse. Lo indispensable del agua y el sol para ambos seres no nos deja lugar a dudas de que el ser humano también es una especie de árbol. Cuando una persona queda por motivos de enfermedad, sin conciencia y sin movilidad, se dice que está en estado vegetativo. Lo vegetativo se entiende
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como una especie de diminutivo en la escala de los valores de la fortaleza y majestuosidad del árbol. Se complementa esta expresión con su contrario, la salud de una persona y su capacidad de resistencia ante las situaciones amargas de la vida, se compara con los samanes o los robles. Recordemos que la palabra humano proviene de humus, tierra fértil. Si alguien queda sin árbol por dentro, sin frescura, es un ser del desierto, un ser que del árbol solo le quedó su propia sombra. Nuestra civilización surge bajo la sombra de un árbol, aquél que contenía los frutos del bien y del mal, los frutos del conocimiento. Todas las civilizaciones han establecido comparaciones entre morir y sembrar. Sobre la tumba de Osiris se esparcen las semillas del nacimiento y surgen las espigas de la resurrección. Buda consiguió la iluminación sentado bajo el árbol Bo, un equivalente al árbol del génesis cristiano. Para la mayoría de las etnias indígenas los árboles poseen un espíritu que los hace sagrados. Son maestros cotidianos que les enseñan a construir casas, botes y a alimentarse. Los árboles y las matas son sus imágenes. El árbol es todo un archivo de lo habitable, en él descansan los albergues, las geometrías que en los hogares disponen la distribución del calor, el mapa de los pasos. Solo presencia tienen los árboles para nosotros. Cuando ellos mismos no se transforman en nuestras casas, están en ellas de cualquier manera, bien sea en los patios o en los jardines hamaqueando sombras y frutos, fungiendo de
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juguetes a las infancias, de escondites a los amores furtivos, motivos de vida a la ancianidad, o en forma de mesas insistiendo en celebrar las comuniones diarias, mostrando los retratos de los seres de la convivencia o de aquellos que ahora son parte del humus que alimenta a otros árboles. También los encontramos en las sillas que nos soportan con todos los pesos que el pasado nos va echando encima. En las camas donde nos abrazamos al amor para soportar más nuestra mortalidad. Sobre todo, me llama la atención cómo los árboles se expanden, se aplanan y nos permiten quedar fuera del alcance de la intemperie al convertirse en las puertas que nos rodean. Es conveniente entonces que pensemos en el ser de la puerta. Sabemos que en ella respira un árbol caído y resucitado. Quizás si nos acercamos a oírla pudiéramos sentir la altivez ante las tormentas, la resistencia ante las lluvias; los cantos de los vuelos, esa correspondencia con sus plumas estáticas batiéndose en la libertad. Una puerta también es una casa llena de las extremidades del mundo, sus seres externos, seres con la corporeidad de lo terrestre. Es ingenuo preguntarnos qué es un árbol o qué es la madera, porque ella solo erige su ser en una permanencia que está signada por múltiples transformaciones. Habría que establecer los límites de su aparición fenomenológica, asunto de difícil precisión, pues se pierde en el tiempo, y además cartografiar las relaciones con el ser que la esculpe, que la corta y la domestica. Pero todas sus relaciones con el ser
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humano pueden condensarse en relaciones de textura, de acercamientos, de toques recíprocos. Ninguna forma de la madera es más tocada que las puertas, ellas nos exigen una música contenida en las manos, unas tonalidades del movimiento de las muñecas, tonos fuertes o suaves, amenazadores o celebratorios, tonos del misterio que espera del otro lado, tonos que anuncian un encuentro. Si es cierto que a través de ellas nosotros llamamos, no es menos cierto que las puertas nos llaman a nosotros. Algo en ellas seduce al cuerpo y lo atrae. Sabemos que hay un recibimiento esperando, las puertas convierten a las casas en prolongaciones de los árboles.
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LA MANSEDUMBRE DE LAS LÁMPARAS Las lámparas están dedicadas a atenuar la intensidad de la luz, no la potencian por más que sus telas sean transparentes. Caen sobre la irradiación como el párpado sobre la pupila: sus intenciones son domésticas. Somos casi indiferentes a ellas cuando el sol recorre el cielo, lámpara que rueda sobre sí misma sin cadenas ni botones de apagado. Por eso las lámparas son seres para la noche, señales que indican donde se encuentran los insomnes. Ellas tornan imposible la soledad, están a nuestro lado como un perro llameante, escuchando nuestras confesiones, nuestras proyecciones en los carriles lumínicos de los días por venir. Ojos de las paredes y los techos, allí pendientes de nuestros pasos, como vigilantes silentes de los mapas que trazamos dentro de las casas, ellas saben que los caminos comienzan en la quietud de las sillas, que desde el silencio surgen las voces y los ecos. Ellas saben que todos los caminos regresan, menos aquel que se detiene cuando el cuerpo se apaga, cuando ya somos un párpado inmenso que dejó de recibir la luz del mundo. Muchas lámparas añoran alcanzar la mansedumbre de las velas, quieren para sí la efímera ráfaga de las llamas, bajar la tonalidad, chisporrotear en la imitación más genuina del parpadeo. Añoran esa relación tranquila entre la
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llama y los ojos, la posibilidad de lanzar los rezos a la claridad del más allá. Quizás ellas no lo sepan, pero las velas en un tiempo dominaron las noches y abrían sus alas dentro de los hogares espantando los miedos y moviendo las sombras de los objetos y los seres. Luego las lámparas fungieron de prolongaciones duras y fijaron aquellos temblores; el ser humano creyó encerrar en la luz todos sus miedos. Ahora coexisten, cuando la luz se ausenta por cualquier motivo, las velas vuelven a su antiguo reino, elevan en nosotros la suave llama de la altivez, de la arrogancia de la esperma. Y el ser humano entiende que él mismo es una sombra que no conoce su origen y entonces enciende su ignorancia. Sin embargo, las lámparas contienen un remanso diferente al de las velas, ellas se doblegan a nuestros caprichos; esclavas de nuestras apetencias, solo alcanzan lo que sus posibilidades de luz les permiten, las hojas que blancas intentan también alumbrar rincones olvidados del ser, las mesas donde reposa la fauna de los rostros familiares y los objetos que simulan emprender una ruta, las eternas poses de los muebles, el remedo que los pasillos y zaguanes hacen de los túneles. Las lámparas apenas los rasgan, arañan sus superficies, colorean las pasividades pero, juntas, pueden imitar al mediodía, allanar todos los espacios, prolongar los amaneceres. Las palabras son lámparas que nos alumbran por dentro, atraviesan los túneles de nuestros recuerdos, ven pasar la velocidad de nuestra
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permanencia, los meandros que elegimos para llegar siempre a la misma oscuridad. La luz de las palabras se proyecta por los ojos y por la voz, evoca una casa interior, una habitación en la que conviven muchas sombras, muchas presencias, muchas despedidas. Imaginemos que las lámparas, por cualquier motivo, dejaran de ser las estrellas terrestres, las constelaciones de las ciudades, nos quedaría la lámpara lunar, colgando de la oscuridad y bajando hasta nosotros con una ternura casi materna, blanca y argéntea. Ella condensa la luz láctea que amamanta a las aguas. Los objetos deberían tener otros nombres cuando es la luna la que los ilumina, basta mirar un azahar en flor, la luna lo toca y él alumbra en cada hoja, el verde ya no es verde, se mezcla con un azul metálico y surge un color para el cual aún no se tiene nombre. Las flores blanquecinas sencillamente son el corimbo con que la oscuridad se asoma al mundo. Igual ocurre con una barca amarrada al mar: uno ve ese movimiento en el día y lo ve en la noche y no son los mismos, la barca respira junto al mar, pareciera lanzar amarras hacia la nostalgia, hacia un viaje que nunca se realiza. El fuego manso de la luna nos abraza sin hacernos daño, mirándonos de cerca, despedazando su cuerpo, única lámpara que modifica la forma de su luz. ¿Acaso las luciérnagas no tratan de hacer lo mismo en el cielo que queda a nuestro alcance y bogan por el aire oscuro fletando sus intermitencias para que sepamos con qué luz se escribe la belleza?
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Imposible dejar de decir que cada planta es una lámpara y cada flor un pequeño bombillo que alumbra y marchita su bondad. Marchitarse en cierto modo es dejar a un lado la luz. No puede haber una imagen más lenta para anunciar la aparición de la vejez, poco a poco nos alejamos de la luz, nos desplazamos hacia la oscuridad, y para ello el cuerpo se repliega sobre sí mismo y le ofrece al misterio una lámpara cansada de su uso.
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LAS SEDUCCIONES DEL MARTILLO Las herramientas evocan casi siempre una relación violenta contra la naturaleza que se prolonga en los objetos construidos; es decir, en la naturaleza transformada. Pudiera creerse que la ejecución de las herramientas obedece a la voluntad de golpear por el libre albedrío de las manos, pero también puede decirse que los objetos se seducen unos a otros. Tomemos por ejemplo al martillo. El niño es el primer seducido por él, quiere sentir cómo es hundir clavos en las superficies de la madera, quiere jugar a ser carpintero, sentarse a medir tablas, unirlas para generar una utilidad. Se diría que ser adulto es tener la capacidad de golpear. A veces sólo tomamos en cuenta la voluntad de destrucción infantil, las torpezas que estallan objetos contra los pisos, la desconstrucción de los juguetes o el desmembramiento de mariposas y bachacos. Pero cuando un niño posee un martillo, solo quiere traspasar superficies por el simple placer de hundir, sin que este acto comprometa una curiosidad por lo que se encuentra dentro de las superficies. En esas manos pequeñas que sostienen al martillo, sobrevive el morbo de deformar lo que los adultos cuidan con celos, lo que los adultos esculpen con sus cuidados. Pero la prohibición es un remache que todo niño sufre, la prohibición termina por generar una empatía con lo que
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los adultos hacen, entonces ese morbo también procurará la construcción, el armar algo. El adulto, en su afán de seguir hundiendo el “no” en la conducta infantil, niega lo armado, le es indiferente, lo rechaza y entonces el niño genera una conducta agresiva y utiliza a los objetos para efectuar esta descarga. Pudiera decirse que los objetos son negaciones sublimadas, hacia ellos se dirigen los deseos de afirmación, y por eso no puede sino recurrir a las percusiones, al golpeteo. Un adulto que martilla también es un niño que juega a ser carpintero o albañil. Desea despedazar superficies, enderezar lo torcido. Todo lo que realiza el ser humano es regido por la voluntad de hundir. La cultura requiere de más cultura, se multiplica a sí misma y en esa medida se hunde y traspasa al ser humano que la creó. No hay edificación sin roturas. Y es que el deseo de hundir, es al mismo tiempo una autoinmersión, la cual quedaría incompleta si no dijéramos que al ser humano le fascina extraer, venirse con algo de las profundidades descubiertas, sacar tesoros ocultos, mirar cómo la estilla salta de lo compacto y se tuerce y se desploma. Bachelard habla de una dialéctica del contra y el hacia. Relación complicada en sus derivaciones, porque el martillo al mismo tiempo que se dirige hacia, va en contra de una superficie que lo seduce con su oposición o su resistencia. En esta oposición, por supuesto, hallamos un contra que no se acciona, pero que espera, un contra sin hacia.
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De los golpes lo importante es la repetición, cuando el brazo se alza para caer sobre la superficie y cavar. La imaginación extrae, esa es una de sus funciones primordiales, extraer, cada martillazo es una pesca de materia, no solo una destrucción o deformación, también es el hurto de su alma, la posesión de un secreto. Quizás esto sea uno de los móviles psicológicos de los asesinatos. El drama del cristianismo comienza con un padre carpintero, simbología que repite la del creador, y termina con el hijo de ese carpintero crucificado en una cruz de madera, traspasado por clavos. No hay una imagen que guarde más fidelidad a la unión del sujeto con su objeto. Cristo sin cruz, cruz sin sacrificio, sacrificio sin culpa, no tendría razón de existir; y todo esto descansa en el oficio de clavar, en la elaboración de herramientas. Valdría la pena preguntarse por el paradero de aquellos clavos ensangrentados de inocencia, los que hundieron las rodillas al madero y sintieron el pulso de dios. El óxido ha debido cubrirles la soledad que relampagueó en sus puntas, y desmigajados sobre sí mismos renunciaron al cielo. Desde allí han de ser las palabras que nunca nacen, la salvación que se deja pendiente. Ya sabemos quiénes fueron los martillos. No todas las superficies son susceptibles de ser claveteadas. Las más duras no están en el reino de la naturaleza, no son las rocas ni el mármol en su estado natural. Tampoco nos referimos a la fortaleza del acero o del plomo. Las superficies más duras son psíquicas, seducidas por el modo de
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pensar. Por eso Nietzsche le dedicó su entusiasmo y su atención a la filosofía que se da a martillazos. Igual ocurre con la pedagogía. Hay un meter a martillazo puro, esquemas de prácticas pedagógicas que no tienen alma, clavar un método en la realidad académica y pretender lo objetivo, lo cual es un contrasentido, ya que la pedagogía está regida exclusivamente por la subjetividad, ya que son sujetos los que están en actitud de aprendizaje. Podríamos parodiar al filósofo alemán y explicar cómo se enseña a martillazos. Por supuesto, tantos martillazos repetidos en miles y miles de escuelas terminan por torcer y romper lo que no tuvo tiempo de mostrar su forma. Si el hombre quiere romper, los objetos quieren ser rotos, ellos responden a la voluntad del sujeto, con lo cual se demuestra que los objetos son sujetos, que la cultura es la animación de los objetos por parte del ser humano.
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PROVOCACIONES DEL CUCHILLO Hay toda una psicología del corte en el sencillo acto de pasar el filo de un cuchillo por una superficie. Cuando la calma dirige al corte, la armonía es fácil de conseguir. También el equilibrio en las partes tasajeadas. Una estética de lo cortado seduce a la mirada y uno imagina el momento mismo del corte, cuando el filo se hunde y desaparece. Si la violencia es la que dirige la tajadura, las cortadas muestran ese apresuramiento, están realizadas al azar de los embistes, las incisiones son asimétricas, sin finalidad, sin ningún destino que no sea la herida por la herida. El acto libre de herir es precedido por la libertad de cortar, el corte presupone una ética y una atención que no son provocadas por las pasiones violentas. Cada vez que abrimos una fruta hay una seducción de la pulpa que nos emociona, que nos llama con sus aromas y la belleza de sus colores. Los sentimientos de empatía entre los seres humanos y los frutos evocan constantemente esta cualidad de lo que puede ser partido y devorado. Entonces el cuerpo del melón se asemeja al beso de la amada, la patilla a la carne en rojo vivo que invita al mordisco, los pequeños cerebros de las nueces, las lágrimas endurecidas de las almendras. El níspero debió ser la fruta prohibida en el
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paraíso: ella parece la intimidad hecha dulce. Abrirla es quedar apresado en las preguntas, cómo sabe, cómo será morderla, y por ella acceder al conocimiento del mal. Ser adulto, en nuestra cultura, es haber pasado por muchas prohibiciones y las sexuales son tan solo una de ellas. Haber enfrentado la educación de las pulsiones contra lo sucio, contra lo blando que rememora la manipulación de los excrementos, contra los olores del cuerpo. Solo con la vejez se pierde esa educación y volvemos a tomar en las manos las heces del origen. En el principio fue el pezón materno, fruto hacia el cual fuimos y vamos con todos los sentidos. Lo palpamos, lo saboreamos, lo tragamos y además lo olemos. La leche materna ha debido constituir uno de los primeros placeres olfativos que se pierden para siempre, pero con él casi todo el gusto por las cosas que despiden olores. Nos movemos con prudencia ante los llamados malos olores, el olfato es el sentido que menos llega al objeto, lo capta a distancia, y en esa distancia intercalamos los rechazos y las aprobaciones. Cómo llegar a la comprensión de lo que un cuchillo siente cuando las cosas lo invitan, lo incitan y lo provocan, si no es desarticulando el sentido del lenguaje, rompiéndolo para que haga aparecer el sentido que lleva oculto dentro del otro y se derrame. El lenguaje es la única herramienta que se hiere a sí misma, si no se derrama no sobrevive. Las cosas están hechas para ciertos acoplamientos, y el hombre armado de herramientas lo sabe. No es lo
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mismo una herramienta colocada en una gaveta que una colocada en una mano. La de la mano dejó de ser un pasivo ornamento de lo real. Las densidades de los objetos, sus texturas corrugadas o lisas, brillantes u opacas, carcomidas o desgastadas por el paso del tiempo, lo invitan a la acción. Las incidencias del ser humano sobre los objetos, desde otros objetos, son en el fondo una imitación del tiempo y del animal. Se desea desgastar, limar, romper, cortar, realizar tajos en los cuerpos, irlos modificando hasta que pierdan sus primeros rostros, sus primeras expresiones de orgullo. Se desea acelerar los desgarramientos, trabajar relaciones de venganza. Pero también se opera en sentido contrario: edificar civilizaciones, obras arquitectónicas, imperios que prevalezcan, que no sea cortados, separados del poder; se pretende encontrar lo no corruptible. Los dientes constituyen nuestras primeras armas. Mantienen complicidades íntimas con las manos. El mordisco por hambre ya contiene todas las hambres que puedan padecerse después y a todas será menester clavarle los dientes y destazar, asimilando luego el cuerpo apetecido. El cuchillo es un dedo más potente, el serrucho una boca más dentada, capaz de realizar las dos funciones que le anteceden, la de los dientes y la del cuchillo. No nos imaginamos cortando un pan con serrucho o la madera de samán con un cuchillo. Por eso dijimos líneas arriba que entre los seres hay acoplamientos. Ahora bien, ¿a qué cortadura de cuál objeto filoso se acoplan los insomnes y los suicidas, los
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amantes en la hora definitiva de sus separaciones? ¿A cuál dios de los filos deben encomendar las cicatrices de sus almas? Lo más probable es que hayan sido cortados por sus propios silencios, las faltas de explicación tras la repetición de un suceso. Sin embargo no es el cuchillo metálico en la mano cerrada lo que nos hace imitar al animal, si bien es cierto que con esa herramienta prolongamos una garra. Lo que nos acerca es el acto de marcar y solo se marca lo que se posee, lo que puede llegar a ser o es una propiedad. En este sentido, Guilles Deleuze afirmaba que el animal también escribe, pues sus posturas en el acto de marcar trazan líneas, dibujan. Todas las ciudades son marcas del ser humano sobre la tierra, una manera de afirmar una posesión. Pero estas marcas, regidas por nomenclaturas jurídicas, transformadas en mercancías por los vicios económicos, han terminado por quedarse en la superficie y tienden a ser borradas de ellas. Para el filósofo francés dejar el territorio es quedar desterritorializado, para inmediatamente volver a buscar otro y entonces volver a poseer el territorio en el sentido animal del término, esto es, reterritorializarse. Nosotros pensamos que los grupos y los individuos marcan sus territorios no sólo con sus presencias o sus funciones biológicas y culturales signadas por el intercambio simbólico del capital. Y si no con las ritualidades de las que sean capaces. Podemos habitar un territorio y carecer de ritos para marcarlo, en cuyo caso estaríamos desritualizados. Lo
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contrario sería ritualizarse, es decir, conquistar un espacio de vida a través de ritos que estén cargados de afectos por el lugar, más allá del dinero. Pero hay otros seres que se resisten a la lentitud de algunos cortes y van por la vida buscando los mismos filos que una vez los hirieron. El primer corte marca y destina al sujeto. Por más desviaciones que crean realizar en sus destinos, por más esguinces ganados a la dirección de sus senderos, los cortes siempre suceden, salen de lo inesperado, en cierto modo son inevitables. Lo que viene después es el cierre de esas heridas, los procesos de curas, los puntos, la sutura que se hace por encima de la herida y deja a la carne igualmente violada, igualmente penetrada. La herida va por dentro. La piel marcada por heridas tiene diferentes maneras de ser mostrada. Los contextos sociales determinan la manera cómo se luce o se oculta. El poder no quiere lucir heridas, desea mostrar una piel lisa, sin cicatrices que denoten un fracaso, una piel defensiva recubierta con signos que provocan envidias, imitaciones. Pero de tanto ser cuchillo ávido de otras pieles, en el poder subsiste agazapado el deseo de ser cortado, de ser herido. En la medida en que genera más defensas aumenta ese deseo de sentir que se le hiere o de herirse a sí mismo. En el fondo ésta es la lógica de las provocaciones. En la clase empobrecida, lucir la piel marcada tiene varias connotaciones. Los grupos que dominan sectores o se apropian de calles y barrios
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enteros se marcan la piel de una determinada manera, son formas de reconocimiento; además generan diferentes tipos de ritos mortuorios, y esto es importante, porque buscan la manera de no morir oficialmente, y con ello afirmar al territorio con los ritos de muerte. Para las personas externas a esos grupos, estas ritualidades serían negativas, pero igual hay un marcaje del lugar que denota el proceso de una conquista simbólica. Las heridas recuerdan que los instantes no mueren del todo, pasan y dejan sus improntas, sus sellos. La pobreza ya es una herida, nunca lleva la piel lisa, se desenvuelve siempre en la cultura de la producción de cicatrices. Por eso el cuerpo procura taparse con agresiones, curarse con gritos defensivos. La riqueza es una provocación que corta y prohíbe el ataque. El poder no sabe morir y por ello muere pobremente. Otras provocaciones son más sutiles. La belleza, por ejemplo, invita a su deformación, incita a que se le pase un filo por su centro, se le corte en trozos y se le prepare en jugos exóticos, en salsas inverosímiles extraídas de perlas o aves silenciosas. Unir la belleza al acto de comer nos parece de lo más natural. Un bebé, casi un animal recién nacido, provoca al observador actos caníbales. Las madres suelen morder a sus hijos en los pies. Podríamos afirmar, sin ninguna complicación filosófica, que los besos son actos sustitutos o sublimados de la violencia de los mordiscos. Preparar una comida es ir cubriendo de especias y colores las heridas ocasionadas a los cadáveres que se degustarán. Allí los cuchillos vuelan a sus
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gustos, se intercambian los roles, saben que de ellos depende la posibilidad de la alimentación. Todas las integridades provocan ser cortadas. Los cuchillos rompen con firmeza los tallos del apio España –el célery–, seccionan en múltiples pedacitos las hojas del perejil y el cilantro. Los cortes del pimentón y la cebolla exigen premura y precisión. Uno escucha los sonidos de las aberturas, ya que cocinar es crear tonos musicales con los cuchillos. Dejamos caer sobre los platos y las sartenes los filetes de las carnes elegidas. La belleza de cortar un cadáver aquí se satisface. El arte culinario descansa sobre los impulsos del sadismo. Los recubrimientos sin embargo no solo los llevan los animales sacrificados para la ocasión, también lo lleva el comensal, tanto, que casi no hay conciencia directa de que son animales muertos lo que se está comiendo, y si en alguna ocasión se nota bajar la sangre desde el cuerpo plateado del cuchillo se rechaza por un momento seguir cocinando o comiendo. Los aliños nos cubren también a nosotros, se nos han vuelto máscara de cazar. Pero también hay operaciones inversas: todo cocinero lleva en sí un alma de cirujano, intenta realizar cortes que no dejen un mal aspecto en la carne. Quizá la ausencia de sangre en estos cadáveres ha dado origen a las salsas. Éstas simulan ser sangre sabrosa, sangre que en vez de brotar, cae y cubre por fuera la palidez del cuerpo, la ausencia de los colores que la vida le había dado.
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HISTORIA OCULTA DE LA DIGESTIÓN Antes del llamado Descubrimiento de América, no existía en el territorio venezolano ese insecto tan común en nuestros días que denominamos mosca. Las diversas etnias indígenas, a pesar de las grandes extensiones geográficas que las separaban, los diversos dialectos, las diferentes costumbres, estaban extrañamente de acuerdo en mantener una dieta alimenticia de alta pureza y con características muy similares. También eran idénticas las maneras de defecar, las cuales procedían de la imitación de algunos felinos: abriendo huecos en la tierra. Parece, según las palabras del Almirante Juan Cristóbal Colón, en una de las páginas de su Diario, fechada en el mes de julio del año 1.502, que los indígenas acostumbraban evacuar lejos de las casas que habitaban, haciendo profundos hoyos en la tierra. Luego, al terminar, sembraban una planta sobre el terraplén. Este dato no nos causa el menor asombro. Si traemos a colación al Almirante es para reseñar otra información aún más increíble. Leamos parte de la página que antes mencionamos: “Presto avrá vezinos acá, porque esta tierra es abundosa de todas las cosas, en especial pan y carne, aquí ay tanto pan de lo de los indios que es maravilla, con el cual están nuestra gente, según dicen, más sanos que con el trigo. En lo demás es tierra de los mayores haraganes del mundo, e visto d’ ellos ay tantos con costumbres tan extrañas que no puedo decir que
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son fermosas ni con igual maravilla como nuestra gente, e visto por ejemplo lo que en saliendo por detrás de esos indios cayó a tierra e tomó virtud de forma de culebra viva y verde que con grande facilidad soltaban...” Luego de presentar rigurosas excusas por el comentario hecho a las altezas de España, afirmó que no tenía otra intención que mostrar el grado de pureza del paraíso encontrado. Y es verdad, todavía hoy se encuentran tribus indígenas cuyas dietas son tan equilibradas y sin ningún tipo de “procesamiento”, que se puede considerar que los restos de la digestión son restos directos de la “naturaleza”. En pleno encuentro bélico, los españoles no podían reconocer el excremento de los indígenas como un rastro o un indicio de sus cercanías. El aspecto cetrino de aquellos despojos interinos y su fuerte fragancia a monte recién cortado, los hacía pasar inadvertidos. No ocurría lo mismo con los guerreros extranjeros, quienes botaban flatulencias de repulsivos olores, premonitorios de terribles bostas que alertaban a los indígenas, quienes en no pocas oportunidades mataron a aquellos debido al tiempo que perdían al quitarse los atavíos y pertrechos. Tiempo después Juan Martín de Ampúes comentó un hecho que solo en apariencia es insignificante, ya que José De Oviedo y Baños lo dejó en el escrito original de su Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela y fray Bartolomé de las Casas en los escritos inconclusos de su gigantesca Historia de Indias que todavía reposan en el monasterio de
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San Gregorio, en España. El hecho es el siguiente: habiendo Ampúes convencido al cacique Manaure para que lo visitase y así tranzar algunos negocios que a ambos convenían, hizo perseguir y vigilar al cacique y a los cien indígenas que lo escoltaron. Contaron luego los soldados, a saber, Fedreman de Otia y Esteban de las Cañas y Nieto, que dos de aquellos indígenas sacaron con extrema maestría la costra de un árbol gigantesco y con ella se agacharon y excavaron en la tierra para que el cacique depositara allí sus largas cadenas de inservible materia. Los testigos duraron largo rato viendo a Manaure defecar, hasta que se cansaron y volvieron a sus lugares. En la retirada percibieron un olor a fruta podrida que logró perturbar sus olfatos. Este suceso es de una impresionante claridad en cuanto al proceso de mestizaje, pues ya el indígena había asimilado el olor interno del colon, (no podemos dejar de mencionar el paralelismo entre los términos colonización y colon–ización) el aroma de los gases blancos, la manera de realizar la digestión del europeo, etc. Casos parecidos han ocurrido en otras conquistas. Sabemos, por ejemplo, por la pluma del historiador C. L. Dextrer, en una obra suya poco conocida, Historia de la evolución de los mestizajes biológicos en América y Europa, que los oleajes de las invasiones anglosajonas de la Bretaña Romana se distinguieron por obligar a sus sometidos a comer y a cocinar según sus maneras y que una de las formas que tenían para evidenciarlo era obligarlos a vomitar o lanzar pedos
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para observar y oler la similitud de los tonos y los aromas (Dextrer, C. 1975.). Los invasores comenzaban sus dominios y su imposición cultural por el estómago, del cual tenían la imaginaria creencia de que era blanco, creencia compartida por los españoles que llegaron a nuestras tierras. Estos se alborozaban cuando veían los signos de la blanqueada indígena y negra, sobre todo los primeros misioneros. Recordaremos, por último, lo que ocurría en el mundo antiguo, griego y babilonio, donde los altos señores eran enormemente crueles con los derrotados, a quienes les aplicaban todo un ordenamiento jurídico por medio del cual lograban modificar en los vencidos desde la estructura física del cuerpo, el tipo de alimentos a utilizar, hasta el estilo de masticar y los lugares donde excrementarían. Ya para fines del siglo Diecisiete y principios del Dieciocho, los blancos criollos habían hecho la misma digestión de los peninsulares, asimilando las costumbres en el vestir, el comer, la disposición de los objetos en las casas, las instituciones políticas y económicas, la distribución espacial de las ciudades y los gustos arquitectónicos, artísticos y filosóficos, entre otros signos identitarios. Tal fue la apropiación de dichas costumbres por los blancos criollos que el proceso de Independencia puso en relieve cuan profunda era la identificación existente entre ambas “castas”. Pero la llegada del hombre africano casi dos siglos antes, ya había complicado el asunto. El imaginario intestinal del amo europeo ya había sufrido resquebrajaduras. Él no podía concebir que
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el africano tuviese un estómago y un colon más fuerte que el indígena autóctono. Su respuesta no fue la que cabría esperar y por ello aumentaron de dieciséis a veinte horas la jornada de trabajo, con lo cual, en vez de doblegar los intestinos esclavos al gusto culinario español, los humillaron a la casi nula existencia de excretas afroamericanas. Cuando revisaban los dientes y los belfos, pelo, brazos y piernas, deducían, antes de las ventas, la calidad y rudeza de los órganos internos. Después, en algún aflojamiento de la trata, los negros fueron conquistando las cocinas y las alcobas de los blancos, muchas negras fueron nodrizas de héroes de la Independencia y a pesar de los lazos afectivos que entretejieron con los blancos, guardaron zonas culturales en las que afirmaban sus independencias. La religión fue una de tales zonas. La otra fue la cocina. Lo cierto es que los negros lograron colar muchos de sus gustos introduciendo además los de los grupos autóctonos. Se produjo así una relación de fuerza trasladada desde los procesos de cimarronaje y suicidio, a la preservación de la manera de comer y defecar. Los conquistadores, que tenían superioridad técnica en todos los órdenes de lo social, también tenían superioridad en los aparatos para botar el desperdicio del cuerpo. El baño siguió siendo durante mucho tiempo un sitio prohibido para los negros. No fueron pocos los castigados por profanar esos lugares y ver a sus amas agachadas en los asientos para defecar y luego echarse agua de tinajero en sus sexos desnudos y hediondos.
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La labor de sometimiento de esclavos no dejó pensar a los primeros conquistadores en la comodidad de sus necesidades íntimas. Fue para el año 1603 que en la empresa de Ruy Fernández Pereira y Gil se introdujeron 8.355 asientos para defecar, los cuales eran custodiados por 35 negros, casi todos muertos al llegar la embarcación llamada El Cabo, a las costas de Coro. Luego se trajeron otros 6.528 asientos en el mismo barco. Hubo muchos años en que no se asentó en los registros ninguna “pieza” no humana, hasta que por 1713, en la balandra El Borbón, se trajeron casi 60.000 piezas de aquellas que servían para que se sedimentara la frez conquistadora. No es nuestra intención seguir el rastro histórico, genético, de los diferentes utensilios usados tanto por los dominados como por los dominantes, mas podemos suministrar algunos datos. Se supo, por ejemplo, que algunos asentamientos de negros, prolijos en construir instrumentos musicales y de trabajos, realizaron con las cáscaras de las taparas imitaciones de aquellos asientos, pero en aras de originalidad y tradición le abrían huecos un poco más anchos que del tamaño del ano e incrustaban la tapara en la tierra. De este modo el excremento caía en un hoyo como el que hacían los indígenas autóctonos. Los negros del Estado Miranda le dieron el nombre de Biribisí, literalmente intraducible, pero que significa algo así como “la fosa del sucio, o por donde se va el sucio”. El Biribisí fue una premonición de la letrina, con la que tuvo muy pocas diferencias.
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Es probable que las moscas hayan llegado en algunas de las tantas embarcaciones europeas, proliferando con la basura hasta diezmar con nuevas armas (bacilos, virus del sarampión, la tuberculosis, el herpes y la gripe) a la generalidad de los indígenas de nuestro territorio, así como del resto del continente americano. Lo cierto es que las moscas, lejos de ser exterminadas, son habituales inquilinos en nuestras residencias. Son los diminutos y mortales representantes de la conquista, que no sólo ha consistido en el empoderamiento del territorio con sus riquezas, sino el debilitamiento de la población por la incubación en el soma de fatales enfermedades. Tanto antes como ahora, los niños son las víctimas predilectas, pues, como señala Eduardo Galeano en Las Venas Abiertas de América Latina, matando a los niños se exterminan las posibilidades de sublevación: esta misma conclusión es arrojada por la impresionante cifra anual de más de treinta mil niños muertos por la enteritis, gastroenteritis y otras patologías diarreicas, solamente en América del Sur, de los cuales cinco mil correspondían a Venezuela durante la llamada Cuarta República, a pesar de que no hubo guerrillas ni guerra fría, pero sí Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial. Las moscas suponen hoy una ampliación de la problemática de la conquista. No solo son la elocuencia de su permanente y mortal presencia, sino la danza de otra guerra que se libra sobre los manteles y las comidas, sobre las alacenas y las aguas, en los rezos y en las bondades. Las moscas
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representan el daño de nuestra inutilidad. En ellas se internan y se revuelcan, la aman y la poseen para luego devolvérnosla convertida en problemas del orden de lo gnoseológico y de higiene social. Ponen siempre el límite de nuestra mortalidad y de nuestra fragilidad como especie, se llevan en vuelos obsesivos y veloces las diminutas partes de lo que en el hombre no sirve y se las devuelven en un juego estupendo de retroalimentación de las inutilidades, aunque, como hemos visto, la inutilidad de las moscas no les es propia, proviene del hombre y de su forma de trabajo. La exorbitante proliferación de las moscas anuncia una fácil victoria suya, cuyo grito es el zumbido de lo diminuto que se amontona, que se agolpa para atacar desde el fondo mismo de las necesidades humanas. Comer supone inmediatamente la producción de enemigos, y en este sutil y horroroso acto todos nos negamos la vida, todos nos convertimos en asesinos potenciales de nosotros mismos. Las divisiones sociales, desde el punto de vista de las moscas, son innecesarias. Nada puede lograr la esterilización de los alimentos, el basurero crece irremediablemente, es decir, el excremento de las casas y las industrias aumenta con su amenaza de extinción. Las moscas y los basureros son los componentes activos de la neocolonización. Componentes que miden el grado de autonomía, de alienación que tiene actualmente la conquista. Tanto unos como otros han escapado, al menos en este aspecto, del control humano. Nuestra completa inserción en el mercado capitalista mundial en calidad de economía
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dependiente ha ido modificando lentamente nuestros hábitos alimenticios y defecatorios: por una parte una gran cantidad de personas padecen el llamado síndrome del colon irritable, al no poder soportar los altos niveles de angustia que genera el ritmo de vida social en los últimos dos siglos. Estas personas se tornan intolerantes a casi todas las comidas y el signo principal de su catarsis es una constante y casi incontrolable diarrea, alternada con períodos de estreñemiento. Por otra parte, existe una creciente masa de gente estítica, de sintomatología crónica, por el alto consumo de carbohidratos y comida “chatarra”. A este síndrome podríamos llamarlo, de Mac Donald. Como es sabido, este complejo comercial unifica a la industria del dulce y a la industria de las harinas, que atrapan a sus consumidores desde edades tan tempranas como antes del nacimiento, vía alimentación intrauterina. Este síndrome podría complejizarse mucho más en los próximos años y estaría desarrollando un debilitamiento generacional de la especie, dado que al mismo se ha sumado la industria de las gaseosas. Cada refresco contiene sales carbonatadas, lo que le confiere la efervescencia. Estas sales acarrean un esfuerzo adicional a la filtración renal que se basa en el intercambio iónico. Los carbonatos sódicos o fosfóricos terminan por enlazar los iones de magnesio, calcio y selenio, sobre todo en los niños, y los desmineraliza. En cuanto a las harinas y el azúcar refinado, en su generalidad son erosivas por el sistema óseo del cuerpo. Las harinas refinadas que no tienen
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ninguna carga de fibras naturales forman una pasta adherente en las paredes del colon, donde se absorbe casi toda la humedad, produciendo compactación fecal severa- Quienes las consumen pueden pasar hasta más de cuarenta y ocho horas sin defecar, con lo cual se incrementan los riesgos de enfermedades cancerígenas por el aumento de la oxidación celular. El elevado contenido de almidones de las harinas es procesado por el hígado, el cual los convierte en grasas dulces o triglicéridos, que aumentan las calorías, el estreñimiento y por tanto la obesidad. Se estima que dentro de cincuenta años el ser humano será más obeso, más propenso a enfermedades cardiovasculares, más cancerígeno, sus células mutarán con mayor rapidez, tendremos la piel más oscura y más gruesa, no tendremos cabellos, nuestra mandíbula será más frágil, nuestros huesos serán como de cristal; el colon será más corto, el promedio de vida será de cincuenta y cinco años, debido a que nuestro ADN se modificará por presión genética y adaptación fenotípica. Todo esto, aunado a la proliferación de contaminación industrial sin precedentes, el surgimiento de enfermedades tempranas de tipo terminal, así como la reproducción del narcisismo social basado en la multiplicación de los objetos donde se proyectan los impulsos de muerte, nos llevará a conocer la primera sociedad de mutantes por digestión. Además de estos cambios, también se ha modificado la estructura física de las casas y la
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ubicación de los baños. Es cierto que en los albores del siglo Diecinueve, antes de la explotación del petróleo con fines comerciales, los baños de la supuesta clase dominada, eran construidos dentro de la misma casa, pero lejos de la cocina y la sala. Por los años Cuarenta del siglo Veinte llega la llamada poceta de cadena, la cual seguía manteniendo un hueco en el piso, con la forma de los pies labrada a ambos lados del mismo. Generalmente aquellas formas eran hechas con cerámicas o cemento rústico. En el brocal desembocaba un tubo por el que bajaba agua. Ésta se hallaba depositada en un tanque situado a mayor altura que la de un hombre adulto. El agua caía cuando se halaba hacia abajo la cadena. Esta poceta se grabó tanto en el imaginario de la población que aún hoy se utiliza la expresión “baja la cadena” para significar desaparece la mierda o mándala al mar. Simultáneamente, coexistió este modo de aposentar las fletaderas de heces a la madre tierra, con la famosa letrina que era construida al final de los patios completamente separada del resto de la casa. GENERALIDADES Ya se habrá podido intuir una de las generalidades más “raciológicas”, como diría Briceño Iragorry, que se desprenden de nuestro estudio: la putrefacción del hombre y de la sociedad se dan simultáneamente.
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No hay conquista completa sin el mestizaje visceral en los dominados, como ya hemos apuntado. No obstante, no queremos aquí ofrecer conclusiones, sino derivaciones, continuidades generales de aquel proceso descrito. No podemos dejar pasar, por ejemplo, cómo hemos hecho nuestro el proceso de colon–ización, hasta el punto de que está presente en nuestra habla. Frases como: yo soy una mierda por dentro, esta mierda es mía, la vida es una mierda, son ecos del pasado que se conjugan en los verbos del presente, en el lenguaje. De alguna manera estas frases son un signo de occidentalización. Es curioso que uno de los hombres que más hondo llegó al conocimiento del alma occidental, arribe a conclusiones semejantes: “No me caliento mucho los cascos a propósito del bien y el mal, pero, por término medio, he hallado muy poco bien entre los hombres. Por lo que he llegado a saber de ellos, en su mayor parte no son más que escoria...”(Freud, S., Carta a Pfrister.1918). Esto no significa que no exista resistencia y lucha contra el dominio. La cocina es un innegable escenario de esa lucha en la medida en que se preserva el arte culinario y la medicina popular, indisolublemente ligados y tradicionalmente heredados. La sociedad en que nos ha tocado vivir acostumbra escribir la historia de sus actos públicos, y la muestra limpia, fragante, hermosa y poderosa, en tanto oculta la de sus actos privados por considerarlos a-históricos, sucios e inmorales,
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es decir, podridos. En verdad es todo lo contrario. Los actos íntimos son también cambiantes y expresan de modo eficaz nuestra perversa condición humana. Sin embargo, estamos orgullosos de pertenecer a esta cultura que nos han impuesto los centros dispersos del poder mundial, blancos sobre todo. Cultura superior y occidentalmente asesina. No hay Mesías ni Dios que no tengan que doblegarse y dejarse masticar por el gran proceso digestivo de nuestra sociedad. Nosotros también queremos pisotear las obras divinas, para que nuestros hijos se sientan dignos de ser ponentinos como sus padres, y prosigan por siempre esta tradición, blanca sobre todo. No hay hombre ni fe que no salga convertido en estiércol, la visión que más desea ver el poder, y tenga tarde o temprano que lamer el trasero del sistema (podrido y pudriente, sobre todo) del cual somos miembros pomposamente efímeros y perpetuamente excretados.
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DE LOS MOTORES ¿Todos los inventos provienen del sol? ¿O del estallido del cero convirtiéndose luego en una infinita concatenación de múltiples unos? Los números son seres que quieren alcanzar a Dios. Su relación con el cero representan las dos grandes fuerzas que limitan nuestras vidas, la creación y la destrucción. Los números representan cantidades de cosas, de seres. El cero es la negación de la cantidad, no tanto un principio. El uno es el principio, no el cero. Cuando entre un número y el cero se intercalan las aspas del molino divino, el resultado es la potenciación de la nada y esto no tiene ninguna lógica racional ni instrumental. ¿A qué se debe esto? Se debe a que el cero representa la fuerza de la destrucción que acompaña a toda creación, nos recuerda a la muerte como devoradora de todo lo que se cuenta. El cero es la gran boca de un dios expeliendo su aliento de vida y de muerte inextricablemente unidos, recorriendo los cuerpos de todos los seres. En el momento inicial de la formación del universo, un segundo después de la gran explosión o big-bang, las partículas elementales se calentaron a tal nivel que dieron lugar a la formación de otras partículas y antipartículas. El universo así se expandiría cada vez más produciendo el enfriamiento progresivo de las primeras temperaturas y la formación por acumulamiento de diferentes formas de materia. Ello incluiría, la producción de
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los planetas y de los seres vivos con inteligencia; la primera autopista, llamada horno, velocidad de la leche germinal. Se intuye que hay una común ilación entre todas las realidades ya que todas ellas son producto de la historia de la formación del universo. La teoría cuántica se postula en términos de una suma de las historias que han tenido las partículas y las antipartículas para llegar a tener las características que poseen hoy. También se considera que habría muchas posibles historias del inicio y solo ocurrió una, la que ha hecho posible que el universo tenga la forma que tiene hoy, y no otra; la que ha hecho posible que el ser humano llegase a la edad de los motores. La historia absoluta que se desprendía de un tiempo y un espacio separados y válidos en cualquier parte de las regiones del universo, historia única por tanto, ya no es posible. Las partículas tomaron todas las direcciones posibles que ofrecía el espacio-tiempo, o que generaba el llamado motor inmóvil aristotélico. En historia o macro historia, el ser humano ha ido haciendo los espacios-tiempos en la misma medida en que los espacios-tiempos lo han ido creando a él. Somos el producto de la acumulación de las historias de las partículas y las anti-partículas que han tomado múltiples direcciones tanto al interior del planeta como en el exterior del mismo. Así, la energía psíquica es la expresión de las combinatorias de las partículas al interior de un sistema complejo de fluidos electroquímicos e informativos como el cerebro; pero que además comparte la misma cualidad del resto de las
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materias que contienen en ellas el campo de energía de las partículas y las antipartículas. De tal manera que toda creación humana contiene la madeja laberíntica de su psiquis y esto es la explicación más plausible en relación al complejo sistema de tubos, moldes y series de piezas que ordenadas en un espacio finito constituye la existencia de los motores. El cuerpo humano, como el resto de los seres vivos, tiene su historia insertada en la historia general de la formación del universo. La presencia del oxígeno, del carbono y de elementos como el fósforo, etc., nos confirman nuestra procedencia. De tal manera que nuestra historia es una de las direcciones que tomó el proceso formativo del universo. Al interior de nuestra historia se seguirían multiplicando los estados funcionales de las estructuras, es decir, seguiría el mismo patrón de formación de lo material y lo inmaterial, como parte de una sola historia de procedencia, el cuerpo y la psique, la conciencia y el inconsciente, el orden explicado y el orden implicado de los diálogos y los hechos, lo mismo con las funciones del código genético, lo predecible y lo impredecible, la certidumbre y la incertidumbre, la muerte como forma de liberación de la energía psíquica y renovación de la tierra y la vida como forma de concentración dinámica de esa misma energía; la enfermedad en tanto que manifestación de la destrucción y la salud como formación de otra estructura que surge de la enfermedad o viceversa. El cuerpo mantendría de todas maneras las condiciones iniciales de la formación del universo: creación con destrucción y destrucción con creación, lo
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cual indica la existencia del motor aun antes de materializar todos sus recorridos. La historia de la producción de los motores no es sino la consecuencia de esas secuencias cíclicas, una flecha que viaja haciendo círculos. El ser humano es quien ajusta a su comprensión las disímiles maneras de alcanzar la velocidad del inicio, maneras que se entrelazan unas con otras, y trata de darles coherencia. El pensamiento inscrito en los motores, sería uno de los instrumentos más eficaces en la búsqueda de esa coherencia y de esa búsqueda. Lo cierto es que hay toma de direcciones, pero hacia dónde llevan esas direcciones, es imposible saberlo, porque es la suma de las historias pasadas, por una parte, y por otra, los finales son fases del acontecimiento que también se van acumulando abriendo causes a las subsiguientes historias. Es aquí donde interviene la noción de motor, pues este está presente en todas las dimensiones del espacio-tiempo. El motor es el que determina la dirección histórica de las partículas con sus antipartículas, pero también determina la dirección histórica de los seres creados a partir de esas fusiones en la formación continua del universo. Llamo carburador a un grupo de hechos que se implican unos en otros y generan otros grupos de acontecimientos en múltiples direcciones. En este caso, el carburador sería el responsable de que la historia se haga consiente de sí misma. La sociedad es la viva imagen del motor del origen actualizándose constantemente. Es por ello
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que la sociedad es productiva en cada una de sus piezas; el encendido de ignición atribuido a la esclavitud desde tiempos remotos, la bomba de combustible que resume en sí misma varias causas de la dinámica civilizatoria, desde el hambre del fuego, pasando por el molde de los círculos, el trote intensivo de los animales y el sacrificio del carbón, llegando a la gasolina y sus estallidos imitadores del origen. No hay una sola de las instituciones ni una sola de sus formaciones culturales, que no estén signadas por la producción, de tal manera que la producción no es un concepto que se deba acuñar para referirse al funcionamiento de las industrias nada más. Toda la cultura, su cotidianidad, sus costumbres, sus modos de hacerse y rehacerse, construirse y destruirse, son funciones productivas en base al molde de los motores. La base de la industria, y por tanto de la cultura, es la producción de moldes en series. El motor, contemporáneamente llamado mercado, se las arregla para servir de vínculo general a todas las relaciones entre los moldes producidos. Cuenta para ello con el uso de un aceite lubricante llamado dinero que permite que todos los engranajes funcionen correctamente y además se encarga de limpiar las basuras que caigan dentro del sistema, es decir, aquellos elementos humanos que, por momentos se escapen de las series y de los moldes, y se hace preciso restituir al interior del mismo, y atraparlos en el único sistema de funciones que el motor permite
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concebir, la materialización del aceite y su acumulación en el mercado. El motor entonces es un tejido que se teje a sí mismo. Una entrada se une a otra entrada, un flujo de ideas a otro flujo de ideas, un flujo de materia a otro flujo de materia, de tal manera que sus bordes se confunden, se enlazan, se unifican y se dirigen al mismo objetivo: no permitir la visión de otro ordenamiento social. Acoplamientos entre las partes y los sistemas y funcionamiento de engranajes ideológicos, discursivos y materiales, fueron los que permitieron la aparición de los vehículos. Todas las averías en los engranajes e incluso en los moldes, son pronto reparados por el sistema general de producción tanto ideológica como material. El fin último del sistema es la producción en serie de diferentes moldes consumidores y consumistas, moldes que se consumen en la medida en que consumen lo producido; motores de larga, mediana y efímera duración. Cada grupo de series se desliza por el tramado socio cultural reproduciendo el sistema general de producción y mantienen la marcha del motor. El movimiento de las series supone la eficacia de los moldes producidos. Cada molde contiene una subjetividad inducida, la personalidad, que puede ser algo más amplio que la subjetividad, se adapta a ésta y terminan confundiéndose. La serie actuando en conjunto con las instituciones que la han producido, es decir, acopladas en un mismo objetivo, deben asegurar que la personalidad no rompa el
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molde de subjetividad; que la serie no tenga posibilidad de ruptura; pero esto no es posible, en la marcha del proceso productivo. Siempre hay fugas de producción que pueden generar otros tipos de moldes y, por tanto, la marcha de otras series: los discursos poseen ámbitos de conciencia que permiten la reflexión sobre las condiciones de clase social, permiten sentir el orden de cosas como injusto y por tanto el discurso puede desviarse del ordenamiento general de los moldes y comenzar a generar una estructura de moldes diferente. Se trata entonces de saber desde dónde se genera la fuga, desde cuál momento de la producción. Las fugas de producción tienen como objetivo captar posibilidades utópicas de otra producción, pero, ¿se podría abolir la existencia de los motores? En este caso, si esto se realizara estaríamos en presencia de otro orden universal del funcionamiento de la materia y la antimateria, muy parecido a un nuevo estallido originario. Quizás todo comience con una serie de moldes subjetivos de personalidades que no se dejen intervenir por los combustibles y los lubricantes.
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EXALTACIÓN DE LAS MANOS Las manos son quizás las arañas más duras del reino animal. us huesos tantean la realidad y nos hablan de sus texturas y sus destemplanzas climáticas por ejemplo dado de fiebres que las llevan a las frentes y sacuden el sudor hacia el piso en un arrebato de sus ascos. Habladoras las manos, entran igual a la templanza del arco como al silencioso hundimiento de los botones que detonan bombas a largas distancias. No por la arrogancia de belfos palpados y cuajados en sus destinos leídos por la línea de la vida, cuando cada quien se va con sus manos en mudanza destempladas de sus climas perseguidos. Las manos, tazas de las primeras aguas, mañosas de sus mismas trampas que nos traen la espalda del hipócrita abrazo o el calor del amigo que arriba con manazas agobiadas y ellas caen hacia abajo en reposo de andar siempre arriba señalando un devenir, un asombro, un hartazgo de andar. Y quien jura lleva sus manos a los labios y sale la misma cruz de protección cuando alguien se aleja y las manos dibujan en el aire el cuidado imaginario, la pretensión de bendecir sin ser santos y conjurar sin ser brujos. Chaparrean pues las ramas de las virtudes, las manos. Se hala el amor con las manos, se proyecta el zumbido del odio, el cansancio de la nostalgia se desliza hacia abajo, por los cabellos, como una
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caricia que repite su calor y quiere dejarse escrita en la piel con los lápices de los dedos. En qué desproporción las manos se cuidan de ser vistas, en qué salud afloran risueñas, en qué tristeza se agobian. Quizás toda la sociedad descansa en las manos, no tanto en los pies, esas manos inferiores que también obedecen a la conciencia en su deslizamiento. Toda la sociedad con sus mercados y sus demandas de latigazos descansan en las manos que teclean las ventas y reproducen las condiciones de los bienaventurados y los mal-excluidos. Sucias subiendo escalones de cerros, sucias buscando juguetes o comidas en los basureros, sucias entrando con un cuchillo en el cuerpo ajeno, sucias llevándose lo que otro puede disfrutar, reunidas para transformarse en música liberadora, en comunión contra el poder, las manos. Y no solo la bendición en manos ausentes, no solo la voz en dibujos de gestos, las manos tienen un secreto, ellas siempre vienen desde el pasado, no es papable el futuro para las manos. La libertad comenzó en un gesto de las manos, el dedo índice diciendo el mayor no de la historia, el que Adán le dijo a Dios y el que Eva no le dijo a Satán. Y aunque no fuese religioso el dedo liberador que inició la cultura, fue un dedo sin duda el que transformó al hombre animal en hombre constructor. La soltura del pulgar para hacer prensiles las manos es un eslabón antropológico que aún anda perdido acompañando su metida de dedo por no decir de mano.
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A fuerza de empujar el carro del tiempo, las manos se deducen por su participación en lo que se registra para no caer en el olvido. El mecate en el cuello del esclavo, el grillo en los pies del presidiario. Eran las manos aquellos ojos que vigilaban el escape de los negros cimarrones, eran ellas las que abrían su abanico en el velo nocturno y encendían el fuego de purificación, el paso de los suicidios, el agobio de las manos del amo sobre la dignidad. ¿Qué no decir de las manos? Prestas para la artritis reumatoide que las anuda sobre sí mismas, prestas a destajar de la madera la figura que el pensamiento esculpe en silencio. Las manos que sacan un conejo de la madriguera de una chistera y una sombra del orificio de la pistola. Fue Rimbaud el que dijo que una mano escribiendo tiene el mismo valor que una mano arando la tierra. Nada más cierto porque realmente las dos están escribiendo en diferentes superficies. Nada más falso cuando el mundo puede vivir sin escritura, pero no puede hacerlo sin verdura. Hay demasiadas manos metiéndose en el caldero del mundo, por eso se ha puesto morado el planeta, a punto de explotar sus pústulas no solo por reumas de sus neumáticos, mañas de sus velocidades y temperaturas. Qué no decir de ellas que expanden y jaspean el kerosén de la maldad y abren el surco de la pólvora por donde habrá de irse la humanidad hasta precipitarse en la mano toda misericordia de Dios. Manos posmodernas plenas de nostalgias que dirigen la partitura de la sinfonía
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infernal de lo mismo asumiendo los pastiches como pastichos divinos. Fueron las manos juntadas por miles las que saludaban el Ave del César y distinguían un imperio que se cayó por sus propias manos. A qué tanta distinción entre unos y otros, lo propio y lo extraño, por el uso de las manos que tiran la piedra y se esconden y tienen tantos guantes-máscaras guardados en el escaparate. Manos precisas y rápidas como las patas del gato y el golpe en el pecho de la marcha alemana que sacudió la historia y se marchó con millones de muertos caídos en sus hoyos. ¿Qué no decir de ellas? Las que se van espesando en el horno de los años, las que dejaron de lanzar las metras en la hueca y templar el hilo del papagayo, las que ya no golpean la pelota de goma ni se montan en caballos de escobas. Las manos de las tareas que mantienen limpia la casa de la tierra que insiste en buscar su origen. Las manos que se van ampliando hasta dejar de apretar la vida, secas, arrugadas sobre el esqueleto que muestra los trazos de la pesadumbre. Las manos que bajan nuestras urnas hasta la noche y el silencio.
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EL SECRETO DE LOS GATOS Hay seres que nacen en la mañana y no llegan a contemplar la luz de la luna. Para ellos el mundo siempre será claridad, sol. Los gatos, en cambio, buscan la noche, tienden a ella, y aunque no es para ellos obligatorio ni síntoma de inferioridad en su linaje, andar a la luz del sol, se deslizan en la noche porque llevan el fuego por dentro. Entonces danzan la majestad de sus movimientos por aquellos sitios que el día trató de calcinar: los techos, las ramas, los pavimentos, nuestras miradas. Un gato lleva dentro de sí su propia lumbre. Por eso la cautela y la majestuosidad impecable de sus movimientos. No caminan la tierra, marcan la oscuridad, como animales de luna, como silencios encarnados. Una ciudad de aleteos voluptuosos, un sedimento de sigilos que meditan, cobran armonía dentro del gato para que su forma externa sea la seducción y el estilo. Me gustaría escribir con la misma sutileza con que el gato pisa su secreto. Según Baudelaire, el secreto del gato radica en que es ”grato y hondo” y contiene en la mirada la detención del tiempo, la hora de la eternidad. ¿Cómo escribir grato y hondo, cómo paralizar el tiempo en esa hondura de las palabras? El gato no tiene el mismo comportamiento en el día que en la noche. Conoce la esencia de cada luz y en cada
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una de ellas se mueve con extraña precaución, con densa soltura. Nosotros estamos veteados de sombras y son ellas, las sombras, las que nos hacen buscar las luces y los ruidos, o las oscuridades y los desafíos. Una culpa nos hace perforar las noches, un desencanto de ser. Camuflados, arrastramos nuestras torpezas por rincones de violencia y falsos orgullos, sin altivez. Practicamos el olvido sin llegar nunca a borrarnos. Un gato en cambio, es la desnudez de una forma que se alcanza a sí misma, una imagen que se basta para renacer en cada maullido, en cada ronroneo de pensamiento. Certero en su engreimiento, el gato no se teje en contriciones, la claridad de lo que él es no le permite el desatino. Un gato no conoce la inquietud, es control en acto. Me llama la atención lo que los gatos muestran en el día. Se sabe que la noche parece ser la sustancia que beben y con la cual nos hechizan, la profundidad del brillo que la mirada despliega. Pero cuando el sol anda de su cuenta por el cielo, los gatos suelen dormir, buscan sombras de matas o resguardos en las casas, se acuestan sobre las sillas, sobre las camas, buscan lo esponjoso, lo suave por donde puedan continuarse, y lo apacible los arropa, cobran hermosas posturas que nos hacen llevar hacia ellos la caricia. Los gatos respetan ese calor del cielo que podría enredarse en sus patas y hacerles trastrabillar haciéndoles perder el aliento del sigilo y la orientación de la sospecha.
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Algunas veces, cuando ya el sol se debilita, ellos saben que pueden salir y acostarse sobre las aceras, o sentarse en forma de efigie, mirando serenos y hacia adentro desde la altura de alguna pared. Pueden durar horas enteras jugando con sus soledades, dándole con las patas delanteras a una ramita que cuelgue de las matas del jardín. Si yo fuese gato también me pegaría a las matas, pasaría mi cuello y mi cuerpo por sus texturas, también subiría hacia lo alto de las acacias para poseer el vuelo de los pájaros. Estoy convencido de que el secreto de los gatos calza con los secretos de las hojas y las flores, pueden ver por dentro la claridad que se hace música. Los gatos escuchan al mundo, su canto acallado por tanta inconformidad. Un gato jamás será esclavo de los caprichos humanos, jamás rebajará su orgullo felino para recibir el castigo. Una sola vez podríamos aspirar a ese atrevimiento: al día siguiente el gato nos desconocerá para siempre, se irá de nuestro lado, no hay costumbre que le sirva de cadena, no hay instinto que lo apegue a la crueldad de la que hacemos gala, implacable, majestuosa, impecable, como los golpes que el destino nos da a nosotros. El gato se sitúa entre el techo y la intemperie. Si en vez de imitar al perro, que nos acompaña desde que empezamos a erguir la espina dorsal, hubiésemos mimetizado en felina plasma, quizás la esclavitud nunca hubiese sido una realidad. Desconfían tanto del ser humano que si sienten el olor de nuestra raza sobre la pelambre de sus
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hijos recién nacidos, las gatas son capaces de abandonarlos y dejar que mueran de hambre. Algunas etnias tienen conductas similares: si un hijo nace defectuoso pueden matarlo antes de que pruebe la leche materna. Si la madre le da la leche la vida le es perdonada porque desde ese momento se convierte en ser humano. La gata sabe que sus hijos tienen que desarrollar un olor de animal, saben que nuestro rastro no se les borrará nunca. Una vez en contacto con nosotros, dejan de ser gatos y no merecen la leche materna. Ellas tienen que prepararlos para la vida que dominamos, con un olor sin palabra, un rastro indomesticable.
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CARTA A UN POETA QUE NO HA NACIDO Estimado poeta que no existe, te escribo estas cortas líneas esperando que algún día tu materialización en un cuerpo cualquiera pueda responderme. En primer lugar, espero que te sientas bien en el solipsismo acuoso de la nada, en ese espacio de no nacer que te circunda sin que tus ojos puedan ver ninguna parcela del universo. Todo en ti es negativo, por eso me seduce tu ausencia, tu posibilidad latente. En segundo lugar, quiero expresarte las razones por las cuales me he decidido a escribirte esta carta después de haber madurado la idea durante casi dos décadas. No son razones abstractas ni de corte histórico literario, es decir, yo no me he dedicado a estudiar la historia de la poesía en mi país para saber por dónde debo meterme y en qué debería trabajar procurando una depuración en el estilo, en el decir. Yo no entiendo nada de la nueva poesía latinoamericana que decanta un perfil propio a fuerza de utilizar argumentos foráneos, no me interesa la crónica en verso. Cuando leo algunas recopilaciones solo me enumeran la cantidad de premios recibidos, los puestos políticos que usurparon, los nombres de los libros. Me hablan pues de las marcas que les trazó la cultura a ellos, pero casi nada de las marcas que ellos rasgaron sobre la corporeidad cultural.
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Vanidad, todo es vanidad, dice el poeta del Eclesiastés. Cuando logro encontrar a alguien que decide decir algo sobre las marcas de los poetas en nuestras vidas, entonces utiliza una verborrea academicista que me fastidia y me aturde. Te escribiré sobre mis dudas, mis rechazos, mi, quizás, tórpida manera de concebir al hecho poético. El transcurso de mi vida me ha ido cincelando una concepción de la poesía que tiene que ver más con las sensaciones y la percepción de la realidad que con el hecho llano de escribir poemas. Me explico: la poesía, para mí, es la vida profundizada o ampliada a través de la percepción de la realidad. Pudiera no escribir poemas y eso no evitaría que fuera un poeta. ¿Qué opinas tú? ¿Será que me equivoco? Sé que en esa aprehensión están involucrados todos los sentidos, pero le doy una vital importancia a la escucha y a la visión. La realidad no puede no ser poética, es principalmente una multitud de espacios en los que ocurre una pluralidad creciente de hechos que desafían la comprensión racional cuando se le comprende en su conjunto, en sus relaciones; pero la poesía utiliza a la razón para rebasarla y tantear los límites, los bordes que pudieran llevar a la locura. Lo que ocurre es que la percepción poética no atañe, a mi modo de ver, a una persona y su historia personal, sino a todo un colectivo, con todas sus historias, con todas sus vivencias. De esta manera, la razón lógica se hace insuficiente para comprender, para otorgarle sentido.
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Yo camino y descamino la ciudad, la subvierto, la deformo, la exagero, la penetro por sus meandros asquerosos y tiernos; la contemplo desde el asombro poético, desde el descubrimiento. ¿Dime, amigo de siempre, hago mal en hacer esto? ¿No es de estas acciones que el fluido misterioso de un poema podrá algún día, alguna hora, brotar de donde estaba escrito sin palabras, del alma, sedimento de sus páginas, como tú, inexistentes? Por otra parte, considero al acto de escribir poemas un acto tan sagrado, sin que ello suponga pensar en un dios poético –aunque todos los dioses lo hayan sido–, que es imposible que el nombre de un cantante o de un político, por ejemplo, entre en alguno de mis versos, soy cuidadoso con ello. El nombre tendría que ver con mis afectos, con mis pertenencias, con mis experiencias de vida, vida vivida en lo sencillo y en lo complejo de esa sencillez: modelo del poema, ese nombre sería un trampolín para trascender a otra verdad, como ocurre con frecuencia en Ledo Ivo. Mucho menos podría doblegar y reducir mis percepciones a la celebración de un esquema político o ideológico. Me siento demasiado mal complaciendo a otros a través de mis poemas. Para la militancia, sea cual sea, utilizo otros géneros. Otras expresiones, no el poema. El compromiso del poeta debería ser con el ser humano, con sus eternos asuntos. Es que el poema es arte con palabras, como ha dicho el amigo Reynaldo Pérez Só, ese arte es la vida misma, con sus avatares de significancias e
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insignificancias puestas en duelo con el autor, primero, y después con el lector, un autor secundario, porque él le dará otro soplo de vida, otros significados. Por qué malgastar el hermoso y extraño tiempo de escribir un poema trayendo a la ilación de sus verdades a seres que le son completamente ajenos. Sophía de Melo A. ha señalado en su poética que si el poeta nombra algo, digamos un muro, un dintel de ventana, un olor de valeriana o tilo, eso nombrado pertenece a su mundo de vida, concreto, tocable, sincero. Hay una justicia entre lo que se dice y lo que se vive. Yo complementaría eso diciendo que debe haber una relación directa entre el núcleo de las vivencias y el núcleo del poema. ¿Poeta que aún no existe, será que estoy exagerando esa relación y no importa que un poema se salga de las órbitas terrestres y menciones los seres de un espacio que aún no tiene barro ni espíritu? ¿Será que sólo puedo ser leído si digo que la ciudad es un charco de cemento podrido y sus habitantes se esconden en puentes y pasan hambre por culpa del sistema? Todo esto sin esfuerzo creativo, como si fuese un panfleto, sin parto, sin trabajo. ¿No pudiera acaso ir a las mismas vicisitudes socio culturales con poemas bien definidos? Quizá me consideres pedante o engreído. Nada más lejos de mis pretensiones, de mi actitud. Quizás se equivoque el género escogido para decir esas verdades de manera apresuradas. Todos los géneros son recorridos por la poesía; pero yo
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quisiera hablarte de lo que espero de un poeta, de lo que debería ser. Pienso que un poeta no debería albergar en su alma egoísmos de ningún tipo, mucho menos en relación a las oportunidades, publicaciones o manera de abordar la realidad de otros poetas; porque él ha entrado al reino donde todo es pasajero, y esa es su primera instancia en la conciencia. Lo real no tiene sello de pertenencia, no es permanente salvo en su condición de fuga. Entonces por qué molestarse por el triunfo de otro, por qué impedir que otro muestre sus producciones, por qué la competencia también entre los poetas. Creo que exijo mucho, algo que yo mismo no cumplo. Seamos más moderados, es suficiente con mantener la lucha en contra del egoísmo, aunque donde hay lucha hay padecimiento. Ya tú sabes cuál es mi manera de pensar en este sentido: si la poesía no sirve para amansar al bárbaro que llevamos dentro, entonces la humanidad está perdida. La poesía, mucho más que las religiones, le ha servido al ser humano sus vendas y sus sustancias curativas, cambio de piel, pulimento del alma, cada vez que es herido por sí mismo, por sus miserias. El meollo podrido de cada cultura solo la poesía puede desinfectarlo. Desde tu ausencia estoy seguro que compartes estas ideas, pero te ruego que no nazcas, no entres al cuerpo, ni al tiempo, quédate así, flotando en las posibilidades, como una partícula del inicio. Fíjate bien. En esa nada en la que ondulas hay un fiel parecido con la hoja en blanco antes de nacer el poema. Rilke describió todas las
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emociones y vivencias, atajos de la memoria y el sentido de la conciencia, los fulgores intempestivos que surgen desde la savia de nuestros apetitos mortales, el lago de la muerte a donde vamos a beber frustraciones y alegrías, las diminutas cosas de la cotidianidad que agrandan su moral y su ética en la pasión creadora, haber dormido en el cementerio largas noches, escuchar el paso del esqueleto de la vida buscando sus carnes renovadas, resucitadas por sí mismas en la gran rueda de las repeticiones, todo lo que se debe vivir y amasar en el alma del poeta para que algún día, en un instante inesperado, pida su existencia en una hoja, la entraña misma hecha palabra. Aunque me he detenido un poco en esta potencia del devenir poema, me gustaría hacer énfasis en lo que viene después del nacimiento. Si tú tuvieses un padre o una madre que te diera la vida en la plenitud de sus erosiones materiales, y ellos tuvieran la oportunidad de seguir moldeando tu forma con los requerimientos del espíritu, según una concepción propia de la belleza, seguramente tu nacimiento sería doloroso, estarías en el umbral de la vida pronto a ver sus dimensiones, y sin caer del todo en ella, pues cincelar tu forma con escalpelos de alma es muy difícil y mucho más importante que el nacimiento apresurado de un cuerpo que va a desandar sus malformaciones congénitas sin poder ayudar al prójimo. No me refiero a una carencia de piel, de textura, nada más, sino a la pérdida del aliento desde el mismo momento de nacer, la pérdida del principio energético
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del espíritu, lo que podría volver a hacer nudo o puente con la inmortalidad. Es que sobre una hoja hay profundidades, las de las palabras mismas vinculadas, combinadas de otra manera sin perder la claridad de sus convicciones, de sus creencias, de sus sentidos, de sus emociones, de sus verdades. Quiere esto decir que, a diferencia de un cuerpo que nace y va transformándose en otro y luego en otro y luego en otro hasta no ser, el poema se transforma, se cuela hacia sí mismo, se estructura en la solidez de haber llegado lo más cerca posible a sus pretensiones ideales, espirituales y en vez de apagar sus latidos cobra la vigencia de lo permanente, el pulso que desafía a la vejez y la vence. No crees tú, amigo de lo posible, que las preguntas que debe hacerse constantemente el poeta son: ¿cuántos poemas son un poema? Cuántas maneras de escribirse y de decirse tiene el mismo poema? ¿Hacia dónde voy con la escritura? Desde las inquietudes anteriores me atrevo a exponerte algunas consideraciones que creo son importantes si algún día decides vivir. Ese juego de cavar en las palabras buscando las simientes más adecuadas se complementa con una poda de sus ramas, una vez la planta del poema haya crecido lo suficiente. Me gustaría decirte que no hay obsesión en esa poda, pero te mentiría, sí la hay, tanto como en la excavación. Quizá pasen meses para que te des cuenta de que había una palabra que te impedía ver el todo con claridad, o para que reconozcas que el todo no debió surgir y lo elimines sin ninguna piedad. Esto
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es en cuanto al acto de escribir. Ya sabemos que hay un respaldo de la vida y de la percepción poética de esa vida que es la fuente, junto a la lectura, de los poemas. La poesía que se encuentra en el poema vive fuera de él, sino no hubiese podido nunca encarnarse allí. Por eso, una vez más, qué importa que ese poema tenga pertenencia en un libro, esto es secundario siempre, lo más importante es vivir y actuar conforme al destino que se ha elegido: ser poeta, es decir, lo más parecido a un ser humano. Me quedan muchas cosas por decirte, quizás tenga otra ocasión para volverte a escribir. Por ahora, creo que toqué pocos asuntos, pero de vital importancia desde mi punto de vista, siempre parcial, por supuesto. Me despido de ti, no sin antes decirte que, si decides nacer y andar por este mundo con tu piel de poeta, piensa bien esa elección. Puede que no valga la pena y te arrepientas. Toda elección porta las consecuencias, para bien o para mal. Desde mi torpe y escasa experiencia, puedo decirte que la poesía es un gran animal mágico que te ayuda en tus avatares de vida, una mujer inverosímil en su fidelidad que te exige la misma actitud para que la realidad fluya y te llene con todos sus tonos.
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¿CÓMO PIENSAN LOS VIEJOS? ¿Cómo acercarse a la orilla del misterio con el cuerpo envejecido, las piernas que no pueden saltar la pequeña acera, el diminuto escalón que en otros tiempos no significó ningún esfuerzo para nosotros y pasaban inadvertidos sus desafíos? Nadie piensa que mover el brazo para fijarnos en las horas –aquellas mismas horas que tantas veces dimos en la calle o en un café o en una buseta, simplemente con mover la muñeca y mirar sigilosamente las posiciones del tiempo en la maquinita de pulsera–, significará después, un esfuerzo de proporciones extraordinarias. Nadie puede creer que llegará un momento en que la hora misma pasará de largo sin que la podamos fijar en las pupilas, la red de nuestros asombros. Estar cerca del pasado y de la fatalidad no es fácil. La vejez revela una nueva dimensión de lo inevitable, así como lo inevitable, una vez que sucede, nos alumbra con una nueva luz la vida. ¿Cómo piensa un viejo?, quizá no sea la pregunta más justa, más adecuada. No podría tampoco estar repasando memorias desvencijadas, aturdirme con los cansancios mentales, meterme en los túneles de los viejos más queridos, más cercanos y apuntalar una especie de índice, de cartografía donde se indiquen los móviles que generan la dinámica del pensamiento anciano.
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Pienso que lo más correcto sería preguntar, qué asunto, qué sensaciones o emociones utilizan los ancianos para pensarse en ellos. Sea cual sea la respuesta que encontremos en nuestras reflexiones, siempre estaremos en presencia de un pensamiento que se ha vuelto cuerpo, que se ha convertido en algo así como un apéndice de lo vital, un brazo que nos viene a decir: mira, siempre he estado aquí, es hora de que me uses. No se trata pues de un pensamiento intelectual, una imagen que deba su expresión a una plástica del recuerdo, de la memoria. Se trata más bien de una intuición que la misma memoria tiene y arroja como un ancla al cuerpo, a las venas, a lo tocable que se pierde. Nuestra cultura afirma que el misterio no tiene nada que ver con nuestro envejecimiento; en verdad, con ninguna de nuestras edades. Es el enfoque del tiempo que se nos acomoda, la mirada del tiempo que nos engaña. Recordemos que el velo en la palabra es la propia palabra. Si no hay velo no hay latido, no hay transcurso, y ello es válido para cualquier circunstancia de nuestras vidas. En relación a otras épocas, la vejez no tiene tiempo para distraer a la muerte, para dejarla asomada en la ventana, convertirla en un ruido de lluvia inesperado, una mala noticia que encontramos en los periódicos. La vejez tiene la fuerza de subir el velo y dejarla entrar, pero una vez que la muerte se muestra en su esplendoroso silencio, no sabemos qué hacer con ella, cómo manejarnos con su presencia, y nos desvelamos esperando que nos toque, que nos rece, que se
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acueste a nuestro lado como una amante que nos roba el aliento y nos apaga definitivamente. Es pues la cercanía a la muerte el filo de cuerda por donde el pensamiento de la vejez danza, se mueve con cautela, con apremio, se disloca, se suelta, se va hacia atrás para protegerse de ese rostro, de esa mirada, de ese contagio. Es muy común que este pensar en la muerte con tanta insistencia se confunda con una manía, con alguna enfermedad senil. Nada más lejos de la naturaleza de la vejez que dedicarse a ser maníaco. Lo que llamamos manías son costumbres que en un tiempo fueron creciendo y se espesaron hasta tener toda la fuerza que los hábitos cíclicos del hogar nos ofrecen. Las manías de los jóvenes y los adultos pasan sin ser percibidas y suelen ser mucho más nefastas que las de los viejos. Las casas nos inventan, somos el producto de nuestras relaciones hogareñas. En esas manías, los viejos se refugian, se resguardan, en ellas se asoman con sus hermosos ojos tristes y risueños al mismo tiempo y se burlan de la gran separadora, del ángel de la soledad. Muchos ancianos pierden el pensamiento y esa es la treta más certera que el mismo pensamiento genera en sus múltiples estrategias de guerrero. La muerte allí no puede hacer nada, ella necesita de alguien que mantenga aunque sea un pequeño hueco de lucidez para asomarse, saludar y asentar su presencia, finalizar su incómodo proceso de revelamiento.
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Recordemos que la palabra manía, en griego, estaba asociada a la locura, al ardor del pensamiento. En cierto modo, aún posee esas connotaciones. Desde que nacemos, en cada uno de nosotros se regenera la fabulosa dinámica de la vida y de la muerte, y esta estupenda danza de la creación y la destrucción tiene múltiples matices, infinitas ramas de expresiones. La pérdida del pasado, quizás no sea tanto un triunfo de la destrucción, sino una manera más eficaz que tiene la vida de conservarse. Guardarse en el silencio, agazaparse allí y emerger en cortos y fulminantes relámpagos de recuerdos, de nostalgias verbalizadas. Digamos algo más sobre las manías, ya que ellas nos acercan, mejor que los manuales o tratados psicológicos, a la naturaleza del pensamiento arrugado. Las manías son ajenas a la individualidad, ellas son acercamientos puestos en escenas, penetran la relación y le acortan sus distancias. Son mensajes: cuídame, quédate a mi lado porque la muerte nunca dice cuándo me va a tocar y yo sé que me va a tocar pronto. Entonces procuran la menor distancia posible, la repetición de los actos. Los que estamos a su lado debemos dejar nuestros hábitos por un tiempo, entender que, tanto ellos como nosotros estamos igualados por la presencia de la muerte. En nuestros pensamientos se construye la frase “yo no quiero envejecer así”, que sería una manera muy sutil que tenemos de no querer ver en los
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viejos lo que es tan evidente, nuestro propio enfrentamiento con la fatalidad. No estamos preparados para entender a un viejo al menos que nos veamos con la misma proximidad a la muerte. Si los tratamos desde la inmortalidad, desde la fe en la permanencia, caeremos en un escollo difícil de saldar, nos enfermaremos mucho más que ellos: en pocos meses, habremos mal envejecido. Cuando Jorge Luís Borges se vio con ochenta y cinco años, escribió un poema en el que se arrepiente de no haber hecho las cosas más sencillas que estaban a la mano, de no haber sabido ser niño antes de envejecer. El asunto no radica en envejecer, sino en saberlo hacer. Estoy convencido de que si la sociedad estuviera organizada de otra manera –en vez de atender a la enfermedad, por ejemplo, se atendiera a la salud para que la primera suceda débilmente–, si en vez de desgastarnos en asuntos de tan poca importancia como ir al trabajo, realizar laberínticas colas en autopistas, doblegar la alegría del alma a los empresarios y a los gerentes, respiráramos montañas, comiéramos atardeceres, nos bañáramos de amanecer, descifráramos el canto de los grillos…, estoy convencido de que al envejecer podríamos tener la voluntad de elegir nuestra manera de morir. Quizá algunos viejos se irían caminando por los rieles de un tren custodiados por montes altos y despintados, subiendo hacia la quietud por esa escalera acostada, perdiendo el sonido de las chancletas o los bastones en el aire hasta convertirse en brumas.
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Otros, tal vez, podrían intuir sus últimos momentos y se montarían en una barca que los dejara en medio del mar, con provisiones suficientes, pescando, mirando como el sol se duerme por dentro de sus ojos, bogar y bogar a sabiendas que nuestra naturaleza es la misma del relámpago, y así caer. Una manía es un pozo, una cueva en la que el pasado se convierte en un espantador de la última hora. Un escenario en el que nuestro cuerpo se aferra a sus ritos para darnos el aliento, para anudar el mismo hilo de vida que hemos sostenido. Las cosas pasan y no nos damos cuenta en qué segundo de los setenta, en qué hora de los ochenta, todo se nos vuelca, todo se nos detiene y ya no somos los mismos. Hemos envejecido y ello significa que es hora de empezar a buscar ese otro aspecto del pensamiento corpóreo de la vejez, la resignación; pero, ¿qué es la resignación? Podríamos decir que es un instante en el que sabemos qué significa, de manera vivencial, la palabra inevitable. Un pequeño momento que tiene como cualidad no irse. La resignación se incuba y nos fortalece, no es fugaz, solo que ocurre muy tardíamente, no es una producción de la voluntad. Pienso que es la facultad emocional que ocupa el sitio del deseo. La resignación es la derrota que el cuerpo le propina al deseo. Está signado por la renuncia y el desapego. Todo se recrudece entonces y esa crueldad de buscar y no encontrar nos hace ser, en muchos casos, un poco más agresivos con nuestros semejantes, decirles la verdad a desparpajo como la nonagenaria de la
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novela de José Donoso, Coronación, o hundirnos en la mayor de las humildades aflorando una nueva fase de la ternura. En las manías, el ser humano hace crecer hasta el cielo su espiga de dignidad, la muerte no se lo lleva todo. Un anciano lucha hasta darnos esa enseñanza: saber morir de muerte interna, de muerte íntima, tenga ésta el nombre que sea: diabetes, infarto, tumores, cáncer. La muerte no nos mata, tampoco las enfermedades, nos mata el tiempo que se hizo piel, pulso, nos mata nuestro propio cuerpo convertido en tiempo detenido. Las edades acumuladas o descontadas, es lo mismo, han ido desconchando los velos de las palabras, por tanto han ido bruñendo la imagen de esa nada que siempre estuvo dentro de nosotros, permitiendo así que el pensamiento y la muerte se aproximen uno al otro y entonces surge la revelación de los últimos días: la muerte no nos viene de afuera, ha sido nuestra compañía siempre, y ahora quiere mostrarse. Nos dio tiempo suficiente, se ocultó en todas nuestras veladas, quizá fue la mujer más hermosa que llamó nuestra atención, el detalle más insignificante de un paisaje, de una sala donde la compañía estuvo brillando en el centro de las mesas opacando su humilde presencia. La muerte estaba allí, en la mirada misma, apareciendo en la fugacidad de los pájaros, perdiéndose en los amaneceres.
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ÍNDICE Breve tratado sobre las linternas 3 ¿Qué se entiende por caucho 13 El plano de Dios 15 Arqueología de los árboles 19 La mansedumbre de las lámparas 23 Las seducciones del martillo 27 Provocaciones del cuchillo 31 Historia oculta de la digestión 38 De los motores 51 Exaltación de las manos 58 El secreto de los gatos 62 Carta a un poeta que no ha nacido 66 ¿Cómo piensan los viejos? 74
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© De la edición, Caravasar Libros (2016) © De los textos, Arnaldo Jiménez (2016) Portada, edición y diseño: Armando José Sequera
Obra de distribución gratuita
PROHIBIDA SU VENTA
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OBRAS PUBLICADAS 1 José Víctor Martínez Gil – CIEN CUENTOS DE LA INFINITA PUNTA DE LA AGUJA (minificciones). 2 Francisco Garzón Céspedes – CADA GOTA DE AZOGUE ACERCA EL MUNDO (modulaciones narrativas). 3 Armando José Sequera – UN SIMPLE OCHO (minificciones). 4 Sebastián Galatro – ESE TERRENO PROHIBIDO (poemas). 5 Armando José Sequera – CRUENTOS (minificciones). 6 Armando José Sequera – OPUS (minificciones). 7 Armando José Sequera – REDUCTIA (minificciones). 8 Armando José Sequera – CIENCIA A VUELO DE PÁJARO (crónicas de divulgación científica). 9 José Gregorio Bello Porras – MICROCIDADES (microficciones). 10 Armando José Sequera – ACTO DE AMOR DE CARA AL PÚBLICO (cuentos). 11 José Gregorio Bello Porras – EL PASO DE LA SERPIENTE (poemas). 12 Armando José Sequera – EL DERECHO A LA TERNURA (novela). 13 José Gregorio Bello Porras – VACÍO OPTIMISMO (poemas). 14 Giovanni Boccaccio – ALATIEL Y ALIBECH (cuentos). 15 Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y Juan Carlos Onetti – TALLERISMOS 1 (consejos para escritores). 16 Armando José Sequera – DIOS QUIERA QUE EN LA OTRA VIDA (monólogo teatral con monigote). 17 Josune Dorronsoro – ARTÍCULOS SOBRE HISTORIA DE LA FOTOGRAFÍA EN VENEZUELA (historia). 18 Mercedes Franco – VENEZUELA HABLA CONTANDO (cuentos). 19 José Gregorio Bello Porras – EXTENSA BREVEDAD (poemas). 20 Juan Rulfo, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa – TALLERISMOS 2 (consejos para escritores). 21 Armando José Sequera – CRÓNICAS NEBULOSAS 1 (crónicas personales). 22 Armando José Sequera – GIROSCOPIO (poemas). 23 Esopo – FÁBULAS (fábulas). 24 Armando José Sequera – PASSAROLA (poemas). 25 José Gregorio Bello Porras – EN EL INICIO DE LA VIDA (poemas). 26 José Gregorio Bello Porras – ESPACIOS TEMPORALES (poemas). 27 Federico García Lorca – ELEGÍA DEL SILENCIO (antología poética). 28 Rubén Darío – DOS PRINCESAS (poemas – obra para niños).
84 29 María Calcaño – ME HA DE BASTAR LA VIDA (antología poética). 30) José Gregorio Bello Porras – ÁLBUM DE HAIKÚS (INVIERNO). 31) Gabriela Mistral – PIECECITOS (poemas – obra para niños). 32) Manuel Felipe Rugeles – LA ALDEA (poemas – obra para niños). 33) Rafael Pombo – LA POBRE VIEJECITA (poemas – obra para niños). 34) Varios autores – Sonetos con humor (poesía humorística). 35 Sor Juana Inés De la Cruz – HOMBRES NECIOS QUE ACUSÁIS (antología poética). 36 Ramón Gómez De la Serna – GREGUERÍAS ( antología). 37 José Gregorio Bello Porras – ÁLBUM DE HAIKÚS (PRIMAVERA). 38 Armando José Sequera – USOS Y ABUSOS DEL DIMINUTIVO (ensayo). 39 José Gregorio Bello Porras – ÁLBUM DE HAIKÚS (VERANO). 40 Arnaldo Jiménez – BREVE TRATADO SOBRE LAS LINTERNAS. (ensayos).
DE PRÓXIMA APARICIÓN José Gregorio Bello Porras – ÁLBUM DE HAIKÚS (OTOÑO). Matsuo Basho – SOBRE EL SENDERO DE MONTAÑA. Armando José Sequera – ABURRIDO. Roberto Bolaño, Eduardo Galeano y Juan Bosch – TALLERISMOS 3. Josune Dorronsoro – ENSAYOS SOBRE HISTORIA DE LA FOTOGRAFÍA EN VENEZUELA. Horacio Quiroga – LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS. Kressmann Taylor – PARADERO DESCONOCIDO. Gustavo Adolfo Bécquer – EL M ONTE DE LAS ÁNIMAS. Hans Christian Andersen – LA SIRENITA. Horacio Quiroga – ANACONDA – EL REGRESO DE ANACONDA. Omar Khayyam – RUBAIYAT. Armando José Sequera – CRÓNICAS NEBULOSAS 2. Varios autores – CITAS CON EL HUMOR. José Gregorio Bello Porras – SILENCIOSA LUZ.
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Arnaldo Jiménez (La Guaira, 1963). Poeta, narrador y ensayista. Es Licenciado en Educación en la especialidad de Ciencias Sociales por la Universidad de Carabobo. Maestro de aula desde el 1991. Es miembro del equipo de redacción de la revista internacional de poesía y teoría poética POESÍA, del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo. Reside en Puerto Cabello, en el mismo estado. En poesía ha publicado ZUMOS (2002). EL SILENCIO DEL AGUA (recopilación y notas. Poemas y dibujos creados por niños (2007) TRAMOS DE LLUVIA (2007), CABALLO DE ESCOBA (2011). SALITRE (2014). ÁLBUM DE MAR (2014). RESURRECCIONES (2015). En narrativa: CHISMARANGÁ (2005), EL NOMBRE DEL FRÍO, cuento para niños ilustrado por Coralia López Gómez (Editorial Vilatana CB, Cataluña, España, 2007). OREJADA (2012). EL SILENCIO DEL MAR (2012). EL VIENTO Y LOS VASOS (2014). LA ROSA DE LOS TIEMPOS (2014). EL MUÑEQUITO AISLADO Y OTROS CUENTOS (2015).
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En ensayo: LA RAÍZ EN LAS RAMAS (2007). LA HONDA SUPERFICIE DE LOS ESPEJOS (2007), y los libros de aforismos CÁLIZ DE INTEMPERIE (2009) y TRAZOS Y BORRONES (2014). Poemas, cuentos y ensayos suyos han aparecido en diversos periódicos regionales y nacionales, así como en varias revistas literarias del país y del exterior. Primer premio en el Concurso Nacional de Cuentos “Fantasmas y aparecidos clásicos de la llanura”, en el año 2002. Mención especial para publicación en el concurso de historia oral “Los barrios cuentan su historia, Aquiles Nazoa”, en 2005. Obtuvo dos premios nacionales del libro región centro occidental por EL SILENCIO DEL AGUA y LA HONDA SUPERFICIE DE LOS ESPEJOS, 2008. Mención especial en el concurso nacional de cuentos “Salvador Garmendia” 2010. Mención honorífica en el concurso nacional de cuentos “Guillermo Meneses”, 2012. Mención en el concurso “Festival mundial de poesía 2011”. Premio Nacional de Poesía Rafael María Baralt 2012. Premio Nacional de Poesía “Stefanía Mosca” 2013. Premio en la Bienal de Poesía “Vicente Gerbasi” 2014. Premio de poesía “Rafael Zárraga” 2015. Finalista en el concurso internacional de cuentos breves “Cada loco con su tema”, México,2012. Finalista por Venezuela en el Concurso Iberoamericano de Poesía “Entreversos” (2015).
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