José Gregorio Bello Porras
MOMENTÁNEOS
CARAVASAR LIBROS
José Gregorio Bello Porras
Momentáneos
CARAVASAR LIBROS
In memoriam José Saramago (1922-2010)
El niño de Azinhaga se va al campo de su memoria lejana, a encontrar el sitio y el momento de cada una de sus fotos y de sus trazos idos, a recoger sus recuerdos como una cosecha recuperada de la plaga del olvido, en un ancho camino plantado de olivares. Regresa de allí como abuelo reverenciado e irreverente sin proponérselo, con un esbozo de sonrisa antigua detrás de una grave faz. Llega a nuestros propios territorios en cada palabra pronunciada en un interminable escrito. Resucita así a una eterna existencia que dura como el eco de su solitaria voz, para siempre.
La fortaleza está cerrada, fría, ausente de mis sueños y vigilias. Te espero de nuevo en la esquina donde te vi pasar, alejándote cuando te acercabas. Los años allí transitan y yo aguardo creyendo en un tiempo eterno que se fue sin avisar.
Cuando la angustia me aprieta, la asfixia acude al rostro que se torna emoción extraviada en medio de la noche de los pesares. Presiona con sus dedos anillados de árbol muerto. Sopla su aliento inicuo para que el poco aire que me proporciona resulte ofensivo. Con su voz de metal crepitante desprende incandescencias que terminan siendo puro carbón quemado. También despide consejos deprimentes que rasgan las entrañas. Muele las esperanzas con un mortero de incertidumbres, golpea con una maza de suposiciones terribles. Presagia catástrofes con inscripciones pétreas y las lee con un eco agónico. Pero quién soy yo para ponerle objeciones si me quiere aniquilar sin compasión ni duda. Apenas sí soy sólo alguien de paso. Una sombra apresurada en el mundo. Una posibilidad de ser que se desvanece entre sus falsas manos.
Los libros van envejeciendo en estantes que se convierten en sus tumbas. Reposan en gavetas y cajas, ancianos en nichos prestados. Reclaman distancia a la polilla, sostienen temblorosamente que aún viven. Protestan ante la carcoma, que sustituye a los gusanos en su voraz función transmutadora. Dicen que todavía tienen mucho que decir, aunque estén callados. Menos consuelo ofrecen los títulos inéditos, cuyas hojas sólo han sido leídas por la mano que los creó. Ni siquiera por sus ojos olvidados que yacen junto a ellos en secretos arcones como referencias echadas al olvido. Peor la suerte de los libros no escritos, ocultos en la mente efímera de sus creadores. Nunca verán la luz sino por el pequeño agujero de una boca que los cita en tres frases deshilvanadas. Qué suerte la de los libros escritos. Sus almas virtuales vagan en inaprensibles espacios. Sus fantasmas creados por mano humana están convocados a simular la vida y no a padecerla como sus autores.
El amor no sirve para nada en un mundo de peñascos insensibles. Es una inscripción de sabiduría sin sentido para la piedra que no sabe portarlo. Es una puesta de sol en el destierro de un planeta sin ojos. Una impertinencia risible en medio de la nada. Una sombra a la mitad de una noche solitaria y oscura. El amor no sirve para nada si no estás tú.
Cuando de nada valen las palabras los silencios toman su lugar y abruman al escucha que se pierde en ensoñaciones. Cuando las palabras se vuelven polvo el viento sopla y se la lleva a los ojos de quienes debían leerlas enteras y ahora sólo las adivinan en sus lágrimas. Cuando se disuelven, su estruendo de rio crecido inunda los valles fértiles ensombreciendo con voces de trueno a quienes debían conservarlas y las perdieron en un fatuo juego de palabras.
Construimos enormes estructuras de ideas enlazadas con palabras. Castillos de naipes teóricos. Aparatos de la mente, fabricados con artilugios, pensamientos y una que otra mentira admitida como polizón de guardia en el fondo de nuestro sentir. Presentamos irrefutables argumentos como verdades incontestables. Decimos con ellas lo que somos o no somos, con seguridad, rapidez –¿o será ligereza?– conceptual. Entonces viene la realidad con paso lento y humilde certeza de animal tranquilo, y nos muerde duro, hincándonos de rodillas, evaporando todo lo pensado en un segundo.
A veces los sueños se caen de la cama aparatosamente. Despertamos entonces sobresaltados por el estrépito, de un desplome de animal herido. Aparecemos súbitamente, azorados, con sangre en las manos, en vigilia eterna de ilusiones moribundas. Los sueños en el suelo agonizan lentamente, fuera de su mundo de onírica agua. Se quiebran los espejos, fraccionan en miles de pequeñas imágenes la ya endeble memoria de lo no acontecido, de lo posible. Los sueños duran poco, tanto como toda la vida.
La palabra se esconde en las circunvoluciones del cerebro para no salir cuando la llaman a dar declaraciones. No le gustan los vanos exhibicionismos ni las acusaciones y los apuros. Más bien llega tranquila al oído atento. La palabra susurra una canción que estremece el alma. Se sobrepone al sonido de las olas, cabalgando sobre ellas, nunca abrumándolas porque conoce sus límites hechos de aire y fatiga. La palabra se esconde para negarse a los impostores que creen utilizarla y tan sólo disfrazan de ruido sus alharacas. La palabra aparece en la boca del sabio y se oculta inmediatamente para que no la tomen presa de idioteces. La palabra es el sabio mismo.
Mátame con tu mirada. Clávame tu vista. Púnzame con tus pupilas. Golpéame con tus globos oculares. Que tus iris me abrasen en una llama de mil colores rojo sangre. Pero no apartes tus ojos de mí ni un instante. Eso sí sería terrible.
Todo tu cuerpo es una hermosa boca que me habla y besa. Cada beso es una palabra corporal e incorpórea que abre mágicamente las puertas de la maravilla. Cada palabra, sutil sonido, letra táctil, caricia, es un beso que me extasía. Un siempre hecho ahora.
La duda es un cuerpo denso sin sombra, pura oscuridad inquieta donde se mueven seres de la noche o de la nada haciendo inicuos ruidos y torturando a quien se le atraviese. La luz de la verdad, reflector inútil, no sirve para aclararle en absoluto cosa alguna. Sólo la ilumina haciéndola ver fuerte, maciza, impenetrable sin asomo de sonrisa. Únicamente la duda huye de sus invadidos espacios cuando se observa a sí misma reflejada en un espejo. Entonces, ya no puede creer en su existencia y se marcha hacia donde vino, la mismísima oscuridad.
El aliento de la vida, un beso, hace resurgir de la región sombría, sueño casi eterno, al alma atormentada, embelesándola con un dulce aire vital. El amor es ese efluvio, sutil, tibio, en el cuerpo uno del que participan los amantes.
Vuela el ave nocturna. La atrapa la sombra, la oculta, la regresa a su estado original: sonido que rasga el aire denso de la noche.
La luz se aposenta en el territorio irregular de nuestro mundo, esparciéndose fluida, penetrando hasta las rendijas mínimas de todos los días. Pero hay cavernas y simas gigantescas que no tocan sino el miedo de la noche eterna. Turno único en las entrañas terrestres del inicio de la sombra que no se conoce a sí misma.
Las nubes se agolpan. Preparan una lluvia oscura que no termina de caer. Miran hacia abajo, se van. Tal vez decidan que en otro momento. Se dejan llevar por la brisa, quizás nos vieron y quisieron respetar ese instante de éxtasis que sólo una visión admirada de ellas suele producir.
Acompaña al amor esta tristeza de la ausencia que me impide estar siempre junto a ti. Esta melancolía, plena de recuerdos gozosos en paradójica ecuación: mientras más felices, más desgarradores. Esta ansiedad de reunir nuestros cuerpos que se juntaron para seguir vivos. Esta infinitud que nos espera en cada segundo por venir, en cada instante ido.
¿Cuál es la verdad de nuestras vidas? ¿Aquella que se oculta? ¿Aquella que se muestra? Furtivos llegamos en cuerpo y alma hasta el cielo y el relámpago de nuestros encuentros fuera de este mundo, pináculo del gozo cimentado piedra a piedra en carne y aire con amor y deseo. Verdad absoluta, atemporal, que se muestra en el espacio profundo de nuestros cuerpos reunidos. Mostramos también la cara de la perfección responsable, de la amable sonrisa, del sacrificio sostenido, del contrato social –sin que Rousseau opine– y del encuentro con seres que nos llenan de alegría en un tiempo ido y venido a la vez. Pero de allí, de ese territorio, la felicidad hace tiempo huyó junto a la verdad, escondiéndose de una devastación programada. Construyó con riesgo, entonces, su sencilla casa, su momento preciso, velado a otras vistas que no fuesen la tuya y la mía.
Tu aroma recorre todo mi cuerpo con un estremecimiento de plenitud sensorial, goce emotivo, tierno sentimiento, rayo, en la oscuridad de las ideas. Cada uno de mis poros se abre y aspira el suave olor de tu piel, de fruta fresca y agua que eres, de tu etérica presencia total. Cada terminación nerviosa es comienzo de mi éxtasis convertido en imagen que me llena y vacía en un segundo, cuando repara en lo que parece tu ausencia. Todo mi cuerpo se transforma en tu aroma, presencia eterna, mensajera fugaz del profundo enigma del amor.
Las aves de la mañana son líneas de vapor que atraviesan el fuego de la luz primera. Trazan con ellas una armonía que sólo entendemos cuando volamos, dejando en tierra cualquier inteligencia que no sea la del aire.
Las golondrinas son aves que surcan poemas en su silvestre vida literaria. Pero sueltas al vuelo las veo pasar azoradas. La presencia depredadora, los vientos encontrados, el árbol caído, la sierra humeante, todo se junta para espantarlas y quebrar su armonioso ritmo de palabra antigua. En el aire turbio se acelera su diminuto corazón, se violenta su rapidez de trazos vespertinos dibujados con exactitud en hojas secas. De pronto, su detenida huida en mi recuerdo me gritó que también estamos más allá del poema, venciendo, eso sí, a un azor de papel y nada.
Un poema escrito es algo más que un conjunto de palabras cosidas por el hilo del sentimiento intangible, zurcido invisible que logran sólo viejas manos expertas. Es más que un conjunto instrumental que toca correctamente o al desmadre su partitura de música vivaz o triste y que desaparece con la última nota, con la última grafía sonora, en el aire silencioso. Es más que una simple emoción lanzada al vuelo con la imagen de una paloma mensajera cazada y en sopa del lector. Garrapiñada por el dulce verbo, bien con melaza o con edulcorantes artificiales. Acidulada con vinagre de sidra o vino abundante con desprecio y terror hacia sí mismo. Más que una mezcla bien cocida de cultivados frutos del intelecto, con algo del ave cazada, entre hierbas aromáticas dispuestas con elegancia en una olla de letras. Y mucho más que el impacto que deben producir a los sentidos esas palabras imaginativas o la confusión que debe embargar al razonamiento lógico, sin dejarle un céntimo de posibilidad de reacción, turbación esta que disimulamos a menudo con máscaras de entendimiento Intelectual, sonreídas para no parecer estúpidas, estáticas para no dar indicios de estulticia. El poema es más. Comunión de almas, esa entidad tan sutil y descreída. Comunión de almas o nada.
Las miles de fantasías que construí durante mis largas ausencias improductivas en el interior de mi ser sólo añadieron toneladas de pesar al vacío. A cambio obtuve unos gramos de momentáneo goce, a los que me aferré insulsamente. Pero después te conocí.
La tristeza nos invade. Aprovecha las fisuras de nuestro ánimo, las presencias que creemos sólo mentales, los recuerdos, los objetos de cercano afecto, todo lo que en otro momento sería germen de alegría, para colarse en nuestro interior. La distancia, aún aparente, entre nosotros estira su cuerpo pegajoso. La oquedad de la ausencia amplifica su silencio de cripta y deja escuchar el doloroso rebote de las motas de polvo hiriendo las entrañas. Mas la tristeza se revierte, se disuelve, cuando miramos en nuestros ojos la felicidad de existir.
La felicidad es arena del desierto. Vuela, se mueve, hiere el rostro y la memoria, se va de las manos. Es agua de mar que transportamos en el cuenco de nuestras palmas hasta el oscuro agujero insaciable del corazón. La felicidad es una lluvia de estrellas, efímeros destellos de la noche, rocas, pedruscos, polvo estelar que se consume en cenizas esparcidas en la tierra cual última voluntad. Es aire en un globo que quiere remontar su leve peso y se precipita frío hasta el suelo para reventarse con sordo estruendo. La felicidad es nada sin ti.
Nunca creí que llegaría a los extremos ridículos del amor, así lo decía. A esta expresión herida de sentimientos derrotados, a estas delgadas fronteras entre lo cursi y lo sublime. Yo nunca hubiera creído que llegaría a las lágrimas en una página seca, a los bordes de una desesperación que presagia la caída, el arrojo hacia el vacío, de un cuerpo inerme herido de afecto. Yo nunca creí que estaría enamorado de esta manera, sufriendo a mis anchas la aguda tristeza de un desencuentro que se parece a la separación que supone la muerte misma. Cosas de muchacho, afirmaba, de exagerados o afectados, de divos de la palabra. Elementos ridículos, en fin, fabricados con palabras necias, de aquellas que el lugar común dice que no pueden estar pasándome. Pero ya ves, estoy enamorado, tan enamorado que sólo el amar me importa y no la buena forma de su goce, de su dolor y su expresión.
Las hojas de la noche caen dispersas en el suelo, desaparecen en el polvo sombrĂo de la nada, se vuelven materia de la tierra de donde ascendieron criadas por el sol. Ahora, desgastadas por el tiempo que las oscurece, esperan la oportunidad de retornar al mundo siendo otras.
Puertas cerradas se abrieron al menor toque de la mano del corazón. Pero hay otras puertas trancadas desde adentro y mi toque de viajero que espera bajo la lluvia resulta un lejano eco del trueno. Pueden pasar estaciones. Permaneceré frente a la puerta sin violentarla con mis dotes de cerrajero. Porque sólo desde el interior me permitirás entrar a un mundo por descubrir dentro de tu mundo.
Una cerca de palabras nos impide el paso a zonas vedadas de nuestra vida, con vacuas señales de advertencia, gritos hueros, llenos de estridencia impostada y pesares viejos. Sólo son solitarios vocablos impronunciables, esqueléticos ecos que tratan de infundirnos pavor, enseñándonos en los dientes arcaicos recuerdos. Falsos alfanjes afilados que degüellan toda esperanza. Sólo son letras, apenas engarzadas en su herrumbre, conservadas en formol o en el líquido de la emoción interior. Vapores con el color del asombro primitivo, pesadas memorias murmuradoras. Nada que ahora no podamos remediar.
En un segundo decidimos el resto de nuestra vida. Segundo primero para la existencia o la aniquilación. Todo depende de la visión, desde un punto u otro. Vemos las nubes desde el suelo, altas y lentas en su pasar. Las observamos desde las alturas abajo, inmóviles, totales. Todo depende de la visión. Seguimos en el piso o volamos. Las alas del humano nacieron por voluntad de creación. Lo elevan o precipitan. Ese es el riesgo. Veremos pasar las nubes, lentas hasta su consumación o cabalgaremos sobre ellas para vivir lo que somos. En un segundo decidimos el resto de nuestra vida.
Los pensamientos, autosuficientes en su mundo separado, se guarnecen en juegos de palabras, transforman las sombras en conjuras, las dudas en verdades. Traicionan sin temor los sentimientos, los venden a la furiosa y sangrienta garra de la razรณn, tantas veces errada en su historia que el arrepentimiento ha perdido la cuenta y casi la batalla. El sentimiento, solitaria ave, anida una verdad callada. Se oculta, sobrevive hasta que lleguen tiempos de esperanza y pueda descubrir que su certeza es el verdadero amor. Serรกn edades en las que la razรณn recobre la humildad de saberse pura ignorancia, a costa de sus propios e inconcebibles dolores.
Ya no soporto mi imagen en el espejo. Desconozco a quién se acerca como un vago recuerdo que sobre mí tenía. Es la suma de mis fracasos. La acumulación del tiempo en capas de piel y vacíos y el anuncio ineludible de una angustia final. Es quien no he querido sino lo que me he permitido ser. Una máscara de tristezas, un reflejo tenue de mis deseos, una aspiración frustrada. Pero sólo tú, corazón invisible, cuerpo invisible, alma inasible de mi alma, que te escondes en el velo de la distancia, me permites la incierta esperanza de amarte y verme de nuevo a mí mismo. Una posibilidad de retratarme como siempre hube querido, de ser ese yo que pervive de este lado del espejo, muy adentro.
Los vampiros vuelan en la densa noche interior de cada ser humano. Despliegan sus alas de pergamino antiguo llenas de imprecaciones maledicentes. Absorben la sangre fresca, infectando de rencor los cauces emotivos. Tratan de convertir el amor en tristezas de apetencia insatisfecha. Temen a la luz que los disuelve sin remedio en un sĂłlo instante. Porque su cuerpo de sombras es ausencia condensada, polvo de tinieblas, silencio de tumba. Mas todos los dĂas el temor es la tarde que los anuncia.
Vas contra reloj, mas nunca contra el tiempo sobre el que cabalgas hasta el sitio de los sueños. Huyes de la medida pero el lapso se estira a tu favor. Permite que llegues hasta la realización de tus deseos. Desarma las piezas del cronómetro que te controla. Una a una espárcelas en los surcos de tu memoria. Nacerán recuerdos nuevos en primavera y recogerás en estío una cosecha de vida sin premuras ni sobresaltos.
Los relojes se detienen todos a la vez. Indican que el tiempo ha dejado de medirse. Ahora goza de entera libertad, no tiene normas, anda a sus anchas, abiertamente, entre las gentes que lo ven pasar festivo y se asustan, como locos y se aterran. Saben que él los espera adelante en un recodo del camino, dispuesto a pedirles cuenta sin rendir ninguna. Al fin y al cabo el tiempo se lleva todo, termina todo y él mismo también se irá, sellando con un estruendoso y rápido portazo su salida de la existencia.
La luz de la tarde se apaga con más intensidad que la que se esfuerzan en inflamar los miles de focos de la ancha avenida. La melancolía comienza a vagar por esa inconmensurable vía, río enorme entre dos dilatadas aceras como la memoria de ese tiempo. Ciudad que nunca acaba. Ciudad que comienza a cada instante. Ciudad que permanece esperando que la recorras nuevamente, palmo a palmo a ritmo de tango.
El silencio me sume, oquedad viva, en el abismo expectante. Apenas pendo del hilo angustioso de la palabra. La palabra me lanza, estruendosa, a un foso de ecos torvos. Apenas el silencio, entonces, me da alivio. Las palabras del silencio, no sĂŠ, o tal vez el silencio de las palabras me libera de la nada.
Sobre tu cuerpo desnudo nace la palabra vestida de poema súbito y feliz. En la superficie sedosa de tu piel flota leve, hecha imperceptible energía de amor. La palabra te cubre, al igual que mi cuerpo, eco perpetuo del sentimiento. La palabra te inunda grafía líquida y sutil de carne y alma, afirmación segura de un camino que transitamos juntos. Del fondo de tu corazón brota la palabra, poderosa vibración que mueve todo obstáculo. Del alma emerge y nos une, venciendo los muros, tras los muros de nuestro secreto hogar.
El silencio tiene su propia voz, un eco eterno que resuena en la bóveda de nuestra mente. La aspiración unísona del cosmos. Un hilo, una cuerda sonora tañida apenas por el rayo. El silencio produce la afinación del espacio y sus múltiples cuerpos distantes, acercados hasta nuestros oídos en un momento que se prolonga por el resto del tiempo. El silencio nos habla en el más íntimo instante, cuando nos vemos a los ojos y nos dice que callemos porque nadie creerá que tiene su propia voz.
La luz se abre paso a empujones entre nubes dispuestas a encerrarla en la oscuridad. Abajo suspiramos por el extravío luminoso, creyéndolo una pérdida casi total, como si no conociéramos el día y la noche. Pero más allá de esas espesas masas de agua, cristal enlutado, está el brillante calor que las evapora.
He cambiado. Me convertí en un solitario feliz al dejar la tristeza en casa cuando salgo a pasear por la vida. Todas las noches, cuando regreso, ella insiste en custodiarme, mas le digo que estoy bien así, que se mantenga a distancia, como lejana compañía, recuerdo de algunos años sin luz. Entonces encolerizada como correspondería a otra emoción ella me grita ridículamente que estoy desahuciado de la alegría. Mas yo, sin otra respuesta que una sonrisa esbozada, le cierro mis puertas del sueño y me quedo allí hasta verla desaparecer.
© De la edición, Caravasar Libros (2017) © De la edición, José Gregorio Bello Porras (2014) (2017)
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José Gregorio Bello Porras (Caracas, 1953). Psicólogo y comunicador social, fotógrafo y escritor venezolano. Ha obtenido diversos premios literarios: el Concurso de Cuentos de la Universidad de Carabobo (1976), la IV Bienal estudiantil de la U.C.V. y el Concurso de Cuentos del diario El Nacional de Caracas (1989). Ha publicado diversos títulos de narrativa, entre ellos: Andamiaje (1977) Un largo olor a muerto (1980) Salvajes y domésticos (2007) Sebastián y el secreto de la momia (2014) Náufragos en la calle (2015). Ha escrito y publicado más de treinta textos de desarrollo personal, entre los que se cuentan Quererse es poder (1996) Valores en tu vida (1997) Reflexiones maravillosas (1998) Valores esenciales para la vida en familia y en comunidad (2004) (con un tiraje de un millón de ejemplares), Comunicación Poderosa con PNL (2008) y Valores para construir una ética (2009). Es autor, igualmente, de dos textos escolares, dos diccionarios especializados (2008) y de cuentos para niños como Un Gato muy distraído (2007). También ha escrito doce libros de poesía, entre los que destacan Espacios temporales, En el inicio de la vida, El paso de la serpiente, Instantáneos, Breve pesadumbre, Vacío optimismo, Vísceras públicas y Extensa brevedad.
En Caravasar Libros ha publicado Microcidades, El paso de la serpiente, Vacío optimismo, Extensa brevedad, En el inicio de la vida, Álbum de haikús (Invierno), Álbum de haikús (Primavera), Álbum de haikús (Verano), Álbum de haikús (Otoño) y Silenciosa Luz (tankas), todos en 2016; Palabras de madera, Francisco mira formas en las nubes, Momentáneos e Instantáneos (2017).
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