Seis cuentos japoneses

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Tanizaki, Mishima, Kawavata, Dazai, Akutagawa, Abe

SEIS CUENTOS JAPONESES

CARAVASAR LIBROS


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Junichiro Tanizaki Yukio Mishima Yasunari Kawavata Osamu Dazai Ryunosuke Akutagawa Kobo Abe

Seis cuentos japoneses

CARAVASAR LIBROS


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Junichiro Tanizaki

EL ODIO


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Me encanta ese sentimiento llamado “odio”. Creo que es el sentimiento más directo y absoluto, el más sugestivo que pudiera existir. Nada me parece tan divertido como odiar, odiar a alguien hasta más no poder. Supongamos que entre mis amigos hay uno al que odio en particular. Jamás rompo de manera directa mi relación con él. Al contrario, procuro ser amable, fingiendo una amistad entrañable, pero en el fondo siento unos deseos inmensos de burlarme de él, despreciándolo y portándome de forma grosera, halagándolo con ironía y mostrándole mi falta de honestidad. La vida sería muy triste para mí si no tuviera en este mundo a quien odiar. Recuerdo muy bien el rostro de las personas que odio. Mucho más que los rostros de las mujeres que he amado. Los puedo vislumbrar en mi mente con todos los detalles, como si los tuviera delante de mí. Al odiar a una persona, todo lo suyo, incluyendo la textura y el color de su piel, la forma de su nariz, sus manos y piernas, termina pareciéndome odioso. Suelo decirme: “Qué piernas tan odiosas”, “qué manos tan odiosas”, “qué piel tan odiosa”. Descubrí el odio por primera vez durante mi infancia, a los siete u ocho años. En esa época, trabajaba en mi casa Yasutaro, un muchacho muy inquieto de doce o trece años, con cara morena y ojos redondos. Era demasiado arrogante para su edad, lo que se manifestaba en su forma fluida de hablar, no sabía obedecer y despreciaba a los empleados y sirvientes de la casa, que lo regañaban constantemente. Tomaba cursos domésticos de caligrafía todas las noches después de


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acabar su trabajo en la tienda, pero no aguantaba estar sentado mucho tiempo delante de su pequeño escritorio para hacer los ejercicios obligatorios. Solía quedarse dormido y, si no, le daba por entablar conversación conmigo de esta manera: –Oiga, mi niño, véngase un rato para acá. Y empezaba a hablar tonterías conmigo, haciendo dibujos en el cuaderno de ejercicios hasta la medianoche. –¿Usted sabe qué es esto? Al hacerme preguntas como esa, Yasutaro me mostraba dibujos obscenos e inmorales hasta hacerme chillar de la risa. Yasutaro me caía bien al comienzo. Lo consideraba un tanto vulgar, pero me gustaba ver sus dibujos cómicos, y todas las noches esperaba ansiosamente a que terminara el trabajo de la tienda para acudir a su lado. –Yasutaro, a ver si puedes dibujarme cuando me tiro un pedo. Escogía temas así de ridículos para sus dibujos y me moría de la risa viendo los cuadros disparatados que resultaban. Por otro lado, Yasutaro me facilitaba conocimientos poco accesibles para los niños de mi edad –misterios tales como: ¿por qué las mujeres se embarazan?; ¿cómo nacen los bebés?–. Nos hicimos tan buenos amigos en poco tiempo que hasta comencé a acompañarlo a escondidas cuando tenía que salir a hacer diligencias, y aprendí a vagabundear por las calles con él. Fue un domingo al mediodía. Como la tienda estaba cerrada por la mañana, la mayoría de los dependientes, desde el jefe hasta el cajero, habían salido a pasear a algún sitio, pero Yasutaro, que no era sino aprendiz, se tuvo que quedar ese día porque


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le habían encargado el cuidado de la casa. Ya que se encontraba solo conmigo, empezó con sus idioteces de siempre, hasta que se escuchó una voz que provenía del piso de arriba. –¡Yasu malvado, qué falta de respeto! ¡No te da vergüenza estar enseñándole al niño esas tonterías en lugar de dedicarte a los ejercicios de caligrafía! Venía bajando la escalera, maldiciendo de aquella forma, un hombre que había salido de una habitación del segundo piso. Era Zenbei, el interino, un gordo de unos treinta y cinco años, de rostro enrojecido que, a primera vista, inspiraba repugnancia. Parecía estar listo para salir a un asunto importante, puesto que se había calzado de manera formal y vestía un kimono elegante con bordados brillantes encima de la ropa interior de rayas, y lucía su cabello peinado con un esmero poco frecuente. –¿Para dónde va, don Zen? Anda usted muy elegante. Yasutaro escrutó detenidamente el traje de Zenbei con una mirada maliciosa. –¿Y eso qué te importa? Después de detenerse un momento en el zaguán para calzarse, Zenbei se sentó en el piso de madera mirando con cierto nerviosismo el reloj de pared. –¡Uhm, que disfrutes entonces! –Yasutaro se dirigió a Zenbei en un tono insinuante, agachando un poco la cabeza. –¿Qué quieres decir, mocoso? ¿Qué sabes tú, muchacho descarado? –Seré descarado, pero no al grado de frecuentar un prostíbulo. –¿Qué? –Zenbei se puso serio de repente y con una mirada severa enfrentó a Yasutaro–: A ver,


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dímelo otra vez, y verás. ¿Qué tengo yo que ver con prostíbulos? ¿Crees que puedes decir cualquier tontería que se te antoje? –No se enoje que no es para tanto, sólo dije que yo no conocía un prostíbulo. –¿Y a cuenta de qué te refieres a eso? Parece que no fue suficiente la cantidad de bofetadas que recibiste el otro día como castigo. Al ser puesto en evidencia delante de mí, Zenbei seguramente se preocupaba de que su jefe se enterara del secreto. Quizá por eso resentía mi mirada, al tiempo que descargaba un fuerte manotazo sobre el cráneo semirrapado de Yasutaro. –¡Ay, hombre! ¿Qué le pasa? –Como nunca entiendes las palabras, tengo que acudir a este remedio para que te acuerdes bien quién soy. Vas a ver si sigues portándote así. –Qué gracioso. El que va a ver es usted, que se escapa de la tienda todas las noches y no vuelve hasta la madrugada. ¡Qué ingenuo, como para creer que nadie está enterado de eso! Yasutaro hablaba a gritos y en un tono abiertamente desafiante, tal vez para vengarse de los golpes. Y a pesar de que luego recibió una tanda de bofetadas, se enfrentó a Zenbei con los brazos cruzados. –¡Venga, coño! Pégueme cuanto quiera. A ver, ¿qué le pasa? ¡Dele! Zenbei vaciló un instante ponderando su conducta violenta, tal vez temeroso por la actitud decidida de Yasutaro, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Lo sujetó de las solapas y lo arrojó al piso, y ahí comenzó a golpearlo a ciegas con los puños cerrados.


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Aplastado de bruces como si lo hubieran colocado sobre una mesa de disección, Yasutaro forcejeaba en un intento vano por zafarse, y comenzó así a responder con contragolpes desesperados sobre las piernas de Zenbei, lanzando gritos exagerados para llamar la atención. Las mangas del vestido elegante de Zenbei quedaron destrozadas por los arañazos y pellizcos con que intentaba defenderse Yasutaro. Durante un buen rato me quedé como atontado observando en silencio aquel pleito desigual. Curiosamente, lo que más me llamaba la atención en esos momentos era el gesto miserablemente distorsionado de Yasutaro, que se encontraba aplastado bajo las rodillas de aquel hombre corpulento, y de igual forma me fijaba en el movimiento de sus piernas, que se retorcían de dolor. Al contemplar las plantas de sus pies, amarillentas y redondeadas, con los cinco dedos que se abrían y cerraban con notable fuerza, imaginé que se trataba de animales misteriosos, ajenos a la personalidad de Yasutaro. ¡Ah, y qué gracia tenía su cara con el perfil desfigurado! Desde donde estaba yo parado se veían con nitidez impresionante las fosas de su nariz chata, así como el interior rojo de su boca, que se abría cada vez que lanzaba un grito lloriqueante. “¡Qué fosas nasales tan feas y sucias!”, se me ocurrió pensar. Continué así, en silencio, observando detenidamente cómo su nariz cambiaba de forma, cómo se distorsionaba según los gestos de dolor. “¿Por qué será que el rostro humano tiene fosas nasales? Se vería mejor sin esos feos agujeros, me parece…”. No sé por qué se me ocurrió esta reflexión tan mal formulada, que reflejaba mi descontento.


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Pronto una de las sirvientas acudió a separarlos y así acabó la pelea, pero esa imagen de las fosas nasales de Yasutaro no se me quitó de la mente durante varios días. Cada vez que me sentaba a la mesa para comer, se me aparecía como si la tuviera ahí mismo, delante de los ojos, y la impresión que me producía era siempre desagradable. A pesar de ese fuerte disgusto, de vez en cuando me veía impulsado por el deseo, totalmente inexplicable, de situarme al lado de Yasutaro para observar, en escorzo, la forma de su nariz. Mirando detenidamente su nariz, me decía para mí mismo, muy en el fondo de mi mente: “De verdad que eres un tipo asqueroso. Qué feo te ves. Mírate no más esa nariz tan horrible que tienes”. Yasutaro, por quien hasta entonces había sentido cierto cariño, me comenzó a infundir una repugnancia que carecía de lógica, a medida que me habituaba a asociarlo con su fea nariz. Obviamente, Yasutaro no se daba cuenta de lo que pasaba en mi interior. Me seguía tratando con mucho cariño y me hablaba de la misma forma relajada. Ahora que lo recuerdo, desde pequeño fui un niño demasiado precoz en cuanto a mañas y malicias se refiere. Era un niño tan ajeno a la inocencia que, aun cuando me disgustara alguien, jamás revelaba exteriormente ese sentimiento. Al contrario, le respondía siempre con el mismo cariño y con los mismos tratos amables. Y cuanto más me mostraba amable y alegre con él en mis tratos diarios, más crecía mi odio con una fuerza incontrolable. Además, me producía una felicidad suprema portarme como cualquier niño ingenuo sin revelar ni en lo más


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mínimo ese odio hirviente, bien escondido en las profundidades de mi corazón. Rebosaba de alegría al formular secretamente en mi interior reflexiones insultantes: “Qué tipo tan fácil de engañar, este idiota incurable. Mucho mayor que yo, pero muy inferior en inteligencia”. Solía identificarme con esos subalternos listos y mañosos que aparecían en las historias de conflictos familiares de los antiguos caudillos, tales como Denzo Otsuki y Mimasaka Oguri, para disfrutar de la misma circunstancia que estaba viviendo. Hasta llegué a pensar que habría gozado más si yo hubiera sido el sirviente y Yasutaro mi amo, porque así me podría burlar más de él con lisonjas fingidas. ¿No habría manera de perjudicarlo sin que se diera cuenta de mi odio? Ya no me contentaba sólo con burlarme de él mediante una operación mental. Quería provocar algún suceso que incitara a alguien a golpear a Yasutaro tan cruelmente como en la ocasión anterior. Quería manejar a alguien a mi antojo, como a un títere, para poder disfrutar luego a hurtadillas de las lágrimas de dolor que Yasutaro tendría que tragarse. Empecé a desearle los sufrimientos más terribles. Ya no me importaba que se quedara cojo o que muriera de una vez. Sólo deseaba que recibiera los golpes más contundentes y dañinos, que hicieran sangrar su horrible nariz… Siempre imaginaba planes macabros para Yasutaro y me mantenía alerta ante la oportunidad de poder ponerlos en práctica. Mentalmente no dejaba de saborear las imágenes de sus lloriqueos, de su cara distorsionada por la angustia, de los movimientos de sus piernas y brazos contorsionándose de dolor.


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Paladeaba aquellas imágenes como si fueran dulces manjares que se posesionaban de mí con una misteriosa atracción. En esa época todavía no me podía explicar por qué había llegado a odiar a Yasutaro de semejante manera. Debería existir algún motivo que me impulsara a perder de repente todo el cariño que sentía por él, llevándome a experimentar tal aversión, que podía desearle el peor de los sufrimientos. Pero siendo como era un niño, aún no muy consciente de mis actuaciones, no se me ocurría pensar en tan complejos asuntos. Lo único que recuerdo de esos momentos con precisión es cómo me sentía con relación a Yasutaro. No se trataba de un rechazo ni de una repugnancia cualquiera, era algo mucho más radical y profundo: se podría hablar de una reacción psicológica casi irresistible. Era un sentimiento que quizá no se pueda expresar con un término tan superficial como odio. Sería más oportuno acudir a una metáfora: imaginen las horribles náuseas que sentiríamos al pensar en excrementos humanos justo cuando estamos comiendo. De eso se trataba, de algo muy cercano a esa sensación. Al ver la cara de Yasutaro, me sentía invadido por la desazón, y el asco casi me hacía vomitar, dejándome en la boca un desagradable sabor. Por otro lado, no tengo ninguna justificación para odiar a Yasutaro. Ni siquiera era un hombre malo. Nunca me faltaba al respeto. Y tampoco tuvo ninguna culpa en la pelea con Zenbei, puesto que éste se molestó seguramente porque Yasutaro le dijo algo cierto con el propósito de provocarlo. En ese sentido, el objeto de mi odio debería haber sido Zenbei, y Yasutaro


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merecería más bien mi compasión. En fin, se puede suponer que mi odio hacia Yasutaro no se originó en mi ser mismo de ese entonces, sino que se produjo como consecuencia de algún factor desconocido que se había ido formando muy sutilmente en mi psiquis. En otros términos, puedo decir que fui atrapado de forma inesperada por ese fenómeno que se asocia con la llegada de la primavera. Como ya lo conté antes, al ver cómo Zenbei golpeaba a Yasutaro, me sentí atraído –hasta el grado de alcanzar un placer casi como si estuviera escuchando una melodía muy agradable– hacia los músculos de las extremidades y del rostro, que se movían en curiosos vaivenes. Olvidando completamente la personalidad de Yasutaro, me concentré, de una forma por demás enfermiza, en cada una de las partes que componían su cuerpo. “Siento unos deseos inmensos de pisotear sus muslos, como lo está haciendo Zenbei. Tengo ganas de pellizcarle las mejillas…”, me dije. Y ese fue el comienzo de mi odio hacia Yasutaro. Empecé a odiar la forma de su nariz. Su aspecto físico repugnaba a mis ojos y me producía un malestar insoportable, sólo comparable con el que sentiría una persona rabiosa ante la comida que detesta. Mis sentimientos hacia Yasutaro ya estaban totalmente bajo el dominio de los estímulos sensoriales provocados por su cuerpo. Ya no podía apreciar su cuerpo más que como vestido o comida. Su cuerpo era feo y miserable, mezquino y para colmo gordo –imagino que no era yo el único que, al contemplarlo, sentía el impulso irresistible de golpearlo, pellizcarlo o hacerle otras cosas peores–. Estoy convencido de que cualquiera de ustedes ha


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tenido una experiencia semejante en algún momento de sus vidas. Seguramente, algunos de mis lectores se acordarán de aquel juguete llamado arcilla de cera que se veía mucho en nuestra infancia. ¿Por qué será que ese juguete estuvo tan de moda entre los niños? Pudo ser por el placer que producía el acto mismo de trabajar la cera para hacer figuras muy variadas. Pero me parece que lo que más estimuló la curiosidad de los niños no fue otra cosa que esa sensación de lo blanduzco, viscoso y pulposo del mismo material. Ese efecto táctil que experimentábamos al manipularlo a nuestro antojo, extendiéndolo, aplastándolo y manoseándolo, nos encantaba de una forma casi inconsciente. Ningún niño se resistía al deseo de juguetear con ese material cuando lo tenía a la mano. Puedo nombrar otros casos semejantes. Por ejemplo, ¿por qué hay tanta gente que tiene una predilección muy especial por ciertas comidas, desabridas en sí mismas, como natillas y gelatinas? Seguro que es por el placer de esa sensación blanduzca que se experimenta al tratar de agarrarlas con cucharas o al saborearlas con la punta de la lengua. Mucha gente manifiesta ese apetito instintivo casi sin darse cuenta. De la misma manera, hay mujeres que tienen la manía de hacer cosas tan extrañas como sacarle canas a alguien o limpiar el pus de las heridas. Me parece que gustos tan exóticos son algo innato, en unos más que en otros, y comunes en todos los seres humanos. Mi interés en el dolor del cuerpo de Yasutaro se puede explicar por el mismo placer causado por la arcilla de cera o por la gelatina. Sólo al ver cómo vibra una gelatina trémula, uno siente un placer inmenso,


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que tal vez no requiera de ninguna explicación. Sólo en busca de ese extraño placer era que deseaba ver de nuevo a Yasutaro forcejear de dolor. Al fin, llegué a ingeniármelas con un truco bien elaborado. Un día, aprovechando el momento en que Yasutaro se tuvo que ausentar de casa por un encargo, robé secretamente de un cajón de su escritorio un cuchillo en cuya vaina estaba grabado su nombre, “Yasutaro Sato”. Luego me metí a hurtadillas en la habitación común de los empleados, ubicada en el segundo piso, y por fortuna la encontré completamente sola, pues era la hora en que había mucho trabajo en la tienda. Sin perder ni un minuto, abrí la maleta donde Zenbei guardaba su ropa y de ahí saqué el vestido de gala cuidadosamente doblado y, después de maltratarlo insistentemente, le rasgué algunas partes con el cuchillo. Para completar el mandado, dejé a propósito la vaina en el fondo de la maleta, cerré la maleta hasta dejarla como la había encontrado al comienzo y bajé a mi cuarto con toda calma. Boté el cuchillo en la cloaca que pasaba cerca. Y así transcurrieron dos o tres días sin ninguna novedad. “Seguro, antes del próximo domingo se va a armar un escándalo. Te vas a meter en tremendo lío. No sabes, idiota, lo que te espera”. Me colmaba de felicidad pensar de esta manera, mientras, en apariencia, seguía tratando a Yasutaro con el mismo cariño. Mi truco dio su resultado el domingo en la mañana, tal como había calculado. Zenbei aguardó hasta que se fueron todos los empleados para ocuparse de Yasutaro, que se encontraba todo relajado bromeando conmigo, y lo empezó a interrogar severamente enfrentándolo a la vaina del cuchillo, que constituía una evidencia inobjetable.


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–¿Te haces el tonto ante esta evidencia? Eres un tipo incorregible que no tiene ningún futuro. ¡Qué descaro! Mírame bien, malcriado, ¿todavía vas a decir que no? –Por más que insista, no puedo admitir algo que no he hecho. Piense con calma, hombre, y verá. ¿Qué clase de idiota iba a dejar un objeto que tenga su propio nombre en esa maleta? –alcanzó a decir Yasutaro, pero no podía disimular su palidez delante del rostro desfigurado por la furia de su contrincante. –¿Quién podría haber sido sino tú? Vas a ver cómo te entrego a la policía si no dices la verdad. A ver, ven conmigo. La ira de Zenbei no era la de un adulto que se dirige a un niño para amonestarlo. Rebosando de la rabia que surgía desde el fondo de su alma, fijó su mirada enloquecida en su enemigo y empezó a arrastrarlo a la fuerza hacia el zaguán. Cogido por el cuello, Yasutaro se resistía con desesperación, agarrándose a la columna y al armario, pero ante la fuerza superior de su rival no pudo hacer más nada sino dejarse arrastrar a lo largo del piso. Nadie decía ni una palabra. En medio de aquel silencio horroroso, cada quien dedicaba todas sus energías a intentar superar al otro en esta competencia singular. De pronto se sintió un enorme estruendo: era Yasutaro que había caído de espaldas en el zaguán, quién sabe si había tropezado con algún objeto o si se había enredado en sus propios pies. Lanzando un chillido estridente que resonó por toda la casa, Yasutaro, en su desesperación, le mordió una pierna a Zenbei con las fuerzas que aún le restaban.


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–¡Mierda, carajo! —Zenbei repitió varias veces ese insulto sin dejar de darle patadas a Yasutaro, a ciegas, en la cara, en las piernas, lo que acabó en un tremendo escándalo, algo nunca antes visto. Yo observaba con calma aquella escena. El cuerpo de Yasutaro, que el traje con las solapas levantadas y las mangas enrolladas dejaba casi al descubierto, forcejeaba violentamente de dolor, un dolor aún más intenso que el de la vez pasada, y pataleaba en el vacío. Se pudo ver con nitidez cómo se contraían los músculos alrededor de esa nariz chata y horriblemente fea. Como consecuencia lógica de aquel acto, no tardé en comenzar a manifestar mi odio hacia Yasutaro de manera directa y a maltratarlo con mis propias manos, ya sin intentar ocultar mi naturaleza demoníaca. Finalmente, me acostumbré a acosar a cualquier sirviente de la casa sin escrúpulo alguno. –En esta casa no nos dura ninguna sirvienta, por causa de tu carácter violento –solía decir mi madre. Cada vez que llegaba una sirvienta nueva, me ocupaba de consentirla con exageración durante cierto tiempo, y comenzaba a odiar a las que llevaban más tiempo en casa, con las cuales me había encariñado en apariencia. Así sucesivamente se turnaban mis sentimientos. Yo necesitaba tanto a las sirvientas queridas como a las odiadas. Me gradué en la escuela primaria, luego en la secundaria y al fin en la preparatoria, para continuar mis estudios en la universidad. Debo confesar, sin embargo, que cuando odio a alguien sigo dominado por el mismo sentimiento que experimenté en mi niñez. La única diferencia consiste en que ahora no lo


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manifiesto en mis actos, o mejor dicho, no me siento capaz de hacerlo. Creo que el odio, al igual que el amor, brota de una fuente mucho más profunda que el interés práctico o la conciencia moral. Yo no sabía odiar de verdad hasta que descubrí el instinto sexual.


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Yukio Mishima

EL PERIÓDICO


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El marido de Toshiko estaba siempre ocupado. Incluso esa noche había tenido que salir precipitadamente para acudir a una cita y ella había vuelto sola en un taxi. Pero, ¿qué otra cosa podía esperar una mujer casada con un atractivo actor? Toshiko había sido una tonta al suponer que pasaría la noche con ella. Sin embargo, él sabía cuánto le espantaba volver a su casa tan poco acogedora con sus muebles de estilo occidental y las manchas de sangre que aún podían verse en el piso. Toshiko había sido siempre extremadamente sensible. Tal era su naturaleza. Como resultado de un constante preocuparse por todo jamás engordaba, y ahora, ya una mujer adulta, más parecía una figura etérea que una criatura de carne y hueso. Hasta sus amistades ocasionales no podían dejar de advertir la delicadeza de su espíritu. Aquella noche se había reunido con su marido en un club nocturno y se había sentido herida al encontrarlo relatando a sus amigos una versión del “incidente”. Sentado allí, con su traje de estilo norteamericano y un cigarrillo entre los labios, se le había antojado un extraño. –Es un cuento increíble –decía con ademanes extravagantes intentando acaparar la atención que monopolizaba la orquesta–, fíjense ustedes que llega a casa la niñera enviada por la agencia de colocaciones para nuestro hijo y lo primero que veo es su vientre. ¡Enorme! ¡Como si tuviera una almohada debajo del kimono!, y no era de extrañar, porque en seguida observé que podía comer más que todos nosotros juntos. Nuestra provisión de arroz desapareció así… –hizo chasquear los dedos–.


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“Dilatación gástrica”. Tal fue la explicación que nos dio acerca de su gordura y su apetito. Anteayer escuchamos quejidos y lamentos provenientes de la habitación del niño. Corrimos hasta allí y la encontramos en cuclillas, agarrándose el vientre con las dos manos, gimiendo como una vaca. En la cuna, a su lado, nuestro chico, aterrado, lloraba con toda la fuerza de sus pulmones. ¡Les aseguro que era algo digno de verse! –¿Y salió el gato encerrado? –preguntó un amigo, actor de cine, como el marido de Toshiko. –¡Vaya si salió! Me dio el susto de mi vida. Yo había aceptado sin titubear la historia de la “dilatación gástrica”, ¿comprenden? Bueno, sin perder el tiempo, rescaté la alfombra fina y extendí una manta sobre el piso para que se acostara allí. Durante todo el tiempo la muchacha gritaba como un cerdo herido. Cuando llegó el médico de la clínica el chico ya había nacido. ¡La habitación había quedado convertida en un matadero! –No me cabe la menor duda –apuntó alguien y todo el grupo se echó a reír. Escuchar a su marido hablar del horrible suceso como de un incidente jocoso, hizo enmudecer a Toshiko. Cerró los ojos durante un instante y vio nuevamente al recién nacido frente a ella, en el piso, y su frágil cuerpecito envuelto en papel de periódico manchado de sangre. Toshiko pensaba que el médico lo había hecho todo por despecho. Como para acentuar el desprecio que sentía por esta madre que había dado a luz a un bastardo en tan sórdidas condiciones, había ordenado a su asistente que, en vez de envolver al pequeño


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con los correspondientes pañales, lo hiciera con papel de periódico. Esta dureza para con el recién nacido hirió a Toshiko. Sobreponiéndose al disgusto que le causaba toda la escena, había buscado un pedazo de franela sin usar que tenía en reserva y fajando cuidadosamente al niño lo había depositado sobre un sillón. Esto había sucedido después de que su marido saliera de la casa. Toshiko no se lo había contado, temiendo que la creyera demasiado blanda y sentimental. Sin embargo, el episodio se había grabado profundamente en ella. Lo recordaba, sentada en silencio, mientras la orquesta de jazz atronaba los aires y su marido charlaba alegremente con sus amigos. Sabía que nunca podría olvidar a aquel niño, acostado sobre el piso, envuelto en los papeles manchados. Era una escena como de carnicería. Toshiko, cuya vida había transcurrido dentro del más sólido bienestar, sentía dolorosamente la infelicidad del niño ilegítimo. “Soy la única que ha presenciado su vergüenza”, se le ocurrió. La madre no había visto a su hijo tendido allí, envuelto en periódicos y, por supuesto, el niño no lo sabría nunca. “Si guardo silencio, este chico nunca se enterará de la verdad. ¿Por qué siento culpa, entonces? Después de todo, fui yo quien lo levantó del suelo y lo envolvió en la franela y lo depositó sobre el sillón…” Se retiraron del club nocturno y Toshiko subió al taxi que su marido había llamado para ella. –Lleve a esta señora a Ushigomé –ordenó al conductor, mientras cerraba la puerta desde fuera. Toshiko observó por la ventanilla la fisonomía sonriente de su marido y sus dientes blancos y fuertes. Se recostó


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entonces en el asiento sintiendo con angustia que la vida entre ellos era, en cierta manera, demasiado fácil, demasiado carente de dolor. No hubiera podido expresar este pensamiento con palabras. Echó una última mirada a su marido por la ventanilla trasera del coche. Se aproximaba a grandes zancadas a su automóvil Nash y la espalda de su llamativa chaqueta de lana no tardó en mezclarse y desaparecer entre la gente. El taxi se alejó, cruzó una calle llena de bares y pasó, luego, por un teatro frente al cual se apretujaba la gente. Acababa de finalizar la función, las luces ya estaban apagadas y en la semioscuridad las flores artificiales de cerezo que decoraban la entrada resaltaban en forma deprimente. Dejándose llevar por sus pensamientos, Toshiko llegó a la conclusión de que, aun cuando el niño creciera en la ignorancia de su origen, nunca se convertiría en un ciudadano respetable. Aquellos pañales de sucios periódicos serían el símbolo bajo el cual se encaminaría toda su vida. Toshiko se interrogó, “¿por qué me preocupo tanto? ¿Estoy acaso intranquila por el porvenir de mi propio hijo? Cuando, dentro de veinte años, mi niño se haya convertido en un hombre refinado y educado, podría encontrarse por una de esas casualidades del destino frente a este otro muchacho que también tendrá entonces veinte años. Supongamos que este joven, contra quien se ha pecado, pudiera acuchillarlo en forma salvaje…” La noche de abril era nublada y calurosa, pero los pensamientos sobre el futuro hicieron estremecer a Toshiko y la entristecieron.


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“No, cuando llegue el momento, yo tomaré el lugar de mi hijo”, se dijo de pronto. “Dentro de veinte años yo tendré cuarenta y tres y me presentaré ante ese muchacho y se lo relataré todo… Sus pañales de periódicos y cómo yo lo envolví en la franela y lo levanté del suelo…” El taxi se adelantaba por el ancho camino que bordeaba el parque y el foso del Palacio Imperial. A lo lejos, Toshiko veía los puntos luminosos que señalaban los altos edificios. Prosiguió su monólogo interior: “Dentro de veinte años, ese pobre infeliz se encontrará en la mayor miseria. Llevará una existencia desolada, sin esperanzas, llena de pobreza. Será una rata solitaria. ¿Qué otra cosa podría ocurrirle a un niño que ha tenido semejante nacimiento? Irá vagabundeando por las calles, maldiciendo a su padre y aborreciendo a su madre”. No cabía duda de que aquellos sombríos pensamientos producían a Toshiko cierta satisfacción. Se torturaba con ellos sin cesar. El taxi se aproximó a Hanzomon y pasó frente a la embajada británica. Las famosas hileras de cerezos se extendían desde allí en toda su mágica pureza. Toshiko decidió contemplar aquellas flores a solas, lo cual era una extraña decisión para una joven tímida y carente de espíritu aventurero. Sin embargo, se hallaba en un estado de ánimo poco usual y temía volver a su casa. Aquella noche su mente estaba invadida por toda clase de fantasías inquietantes. Cruzó la ancha calle. Se convirtió en una delgada y solitaria figura en la oscuridad. Por lo general, cuando se movía entre el tráfico, Toshiko se aferraba con miedo a su acompañante. Sin embargo, aquella


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noche caminó sola rápidamente entre los autos hasta llegar al parque largo y angosto que rodea el foso del Palacio. Aquel foso se llama Chidorigafuchi, Abismo de los Mil Pájaros. El parque se había convertido en un bosque de cerezos en flor. Las flores formaban una masa de sólida blancura bajo el cielo nublado y tranquilo. Los farolitos de papel que colgaban entre los árboles estaban apagados. Los reemplazaban lamparillas eléctricas de varios colores que brillaban tenuemente bajo las flores. Ya eran más de las diez y la mayoría de los visitantes se había marchado. Los pocos que aún permanecían allí empujaban automáticamente con los pies botellas vacías o aplastaban los desechos de papel al caminar. “Periódicos…”, recordó Toshiko, y su mente retornó al hilo de los acontecimientos anteriores. Papel de periódico manchado de sangre. Si un hombre oyera hablar alguna vez de tan lastimoso nacimiento y descubriera que era el suyo, aquello bastaría para arruinar toda su vida. “Y yo, una extraña, tendré que guardar tan gran secreto… El secreto de una vida…” Perdida en estos pensamientos, Toshiko caminó por el parque. La mayoría de los transeúntes eran parejas silenciosas que no le prestaban atención. Vio a dos personas sentadas sobre un banco de piedra al lado del foso. No miraban las flores sino el agua. Todo estaba oscuro y envuelto en pesadas tinieblas. El sombrío bosque del Palacio Imperial se perdía tras el foso. Los árboles parecían formar una sólida masa con el oscuro cielo. Toshiko caminó lentamente por el sendero sobre el cual colgaban, grávidas, las flores.


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Sobre un banco de madera, ligeramente apartado de los demás, vio algo que no era, como imaginara en un principio, una cantidad de flores de cerezo ni alguna prenda olvidada por los visitantes del parque. Al acercarse, comprobó que era una forma humana echada sobre el banco. ¿Seria alguno de esos miserables borrachos que se ven durmiendo a la intemperie? Evidentemente, no era ese el caso, ya que el cuerpo había sido cuidadosamente cubierto con papeles cuya blancura había atraído la atención de Toshiko. Observó detenidamente al hombre con camiseta marrón, acurrucado sobre una cama de papeles de periódicos y, también, cubierto por ellos. Sin duda aquella era su morada ahora que la primavera había llegado. Toshiko observó el pelo sucio y despeinado que, en ciertas partes, mostraba una irremediable decadencia. Mientras velaba el sueño del hombre envuelto en periódicos, no pudo evitar el recuerdo de aquel otro niño acostado en el suelo, cubierto por sus miserables pañales. El hombro enfundado en la camiseta marrón subía y bajaba acompasadamente en la oscuridad. Toshiko sintió, de repente, que todos sus miedos y premoniciones tomaban cuerpo. La frente pálida del hombre se destacaba en la oscuridad. Era una frente joven, aunque surcada por las arrugas de largas penurias y miserias. Había arremangado ligeramente sus pantalones color caqui y en sus pies descalzos llevaba zapatillas deshilachadas. Resultaba imposible ver su rostro y, de pronto, Toshiko sintió un deseo incontrolable de observarlo.


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La cabeza del hombre estaba semioculta entre sus brazos pero, acercándose aún más, Toshiko pudo ver que era sorprendentemente joven. Observó las gruesas cejas y el fino puente de la nariz. La boca, ligeramente entreabierta, respiraba juventud. Pero Toshiko se había acercado demasiado. La cama de periódicos crujió en el silencio de la noche y el hombre abrió bruscamente los ojos. Se levantó, de pronto, al ver a la joven parada a su lado. Sus ojos brillaron en la noche y, segundos después, una mano llena de fuerza tomó la fina muñeca de Toshiko. Ella no se asustó ni hizo esfuerzo alguno por librarse. Como un relámpago, un pensamiento atravesó su mente. ¡Ah, ya habían pasado veinte años! El bosque del Palacio Imperial estaba tan oscuro como el azabache y un profundo silencio reinaba en él.


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Yasunari Kawabata

ROSTROS


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Desde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince no había dejado de llorar en escena. Y con ella, la audiencia lloraba también muchas veces. La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar indefectiblemente, si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente comprensible. No había ningún actor en toda la compañía capaz de hacer llorar a tanta gente en la platea como esa pequeña actriz. A los dieciséis, dio a luz a una niña. –No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella –dijo el padre de la criatura. –Tampoco se parece a mí –repuso la joven–. Pero es mi hija. Ese rostro fue el primero que no pudo comprender. Y, como es de suponer, su vida como niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se dio cuenta de que había un gran foso entre el escenario donde lloraba, y desde donde hacía llorar a la audiencia, y el mundo real. Cuando se asomó a ese foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles, como el de su propia hija, emergían de la oscuridad. En algún lugar del camino se separó del padre de su niña. Y con el paso de los años, empezó a creer que el rostro de la niña se parecía al del padre. Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público, tal como lo hacía ella de joven. Se separó también de su hija, en algún lugar del camino. Más tarde, empezó a pensar que el rostro de


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su hija se parecía al suyo. Unos diez años después, la mujer finalmente se encontró con su propio padre, un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de su madre. Fue hacia ella. Apenas la vio, se echó a llorar. Sollozando se aferró a ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad. El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una réplica exacta del de su propia madre. Sin embargo, ella no se parecía a su madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la nieta eran como dos gotas de agua. Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente llorar, eso que hacía cuando era una niña actriz. Entonces, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar con su hija y el padre de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre los rostros.


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Osamu Dazai

ESPERANDO


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Todos los días voy a la pequeña estación de tren a buscar a alguien. Quién es ese alguien, no lo sé. Siempre paso por ahí después de hacer las compras en el mercado. Me siento en una fría banca, pongo la cesta de las compras sobre mis rodillas y miro abstraídamente hacia los molinetes. Cada vez que llega un tren, una multitud de pasajeros es escupida hacia afuera desde las puertas de los vagones. La muchedumbre avanza en tropel hacia los molinetes y las personas, todas con la misma cara de enojo, sacan los pases y entregan los boletos. Luego, sin mirar hacia los costados, caminan precipitadamente. Pasan por delante de mi banca, salen hacia la plaza que está frente a la estación y se van cada una por su lado. Yo sigo sentada distraídamente. ¿Qué sucedería si alguien sonriese y me hablase? ¡Ay no, por Dios! La mera posibilidad me pone tan nerviosa que me estremezco de sólo pensarlo, como si me hubieran echado agua fría en la espalda. No puedo respirar. Y sin embargo, continúo esperando a alguien todos los días. ¿A quién podría ser que estuviera esperando? ¿A qué tipo de persona? Pero quizás lo que estoy esperando no sea un ser humano. Odio a los seres humanos. En realidad les tengo miedo. Cada vez que estoy cara a cara con alguien diciendo cosas como “¿qué tal, cómo está?”, o “¡cómo refrescó!”, saludando sólo para cumplir, siento que soy la persona más falsa del mundo. Me pone tan terriblemente mal que quiero morirme. Y las personas con las que hablo se ponen a la defensiva sin razón, me hacen vagos cumplidos, y comentan sentenciosamente impresiones que no tienen en verdad. Su cautela mezquina me hace sentir triste: el mundo es cada vez más repugnante y no puedo


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soportarlo. La gente intercambia tensos saludos desconfiando unos de otros hasta cansarse, y así pasa la vida. A mí no me gusta encontrarme con gente. Por eso, a no ser que hubiera una razón excepcional, nunca visitaba a amigos. Lo más cómodo ha sido para mí estar en casa con mi madre, las dos solas cosiendo en silencio. Pero finalmente estalló la guerra y el ambiente se puso tan tenso que empecé a sentirme culpable de quedarme en casa todo el día sin hacer nada. Me sentía angustiada y no podía relajarme en absoluto. Quería hacer una contribución directa trabajando tan duro como pudiese. Perdí toda fe en la vida que había llevado hasta ese momento. No soporto quedarme en casa en silencio. Sin embargo cuando salgo me doy cuenta de que no tengo ningún lugar adonde ir. Así que hago las compras y, al regresar, paso por la estación y me siento distraídamente en la fría banca. Tengo la ilusión de que alguien venga, pero si esa persona realmente apareciera, ¿qué haría? La idea me da pánico, pero estoy resignada. Si eso sucede, voy a entregarle mi vida: estoy preparada y ese momento marcará mi destino. Estos sentimientos de resignación y fantasías imprudentes se entretejen de una forma muy extraña. La sensación me agobia de un modo sofocante. El mundo alrededor enmudece; la gente que va y viene en la estación aparece pequeña y lejana, como si estuviera mirando por un telescopio al revés. La sensación es vaga, como si soñara despierta, como si no supiera si estoy viva o muerta. ¡Ay! ¿Qué cosa estoy esperando? Acaso yo no sea más que una mujer obscena. Todo eso del estallido


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de la guerra, lo de sentirme angustiada, de trabajar duro porque quiero ser útil, quizás sólo sea una mentira, una excusa noble para tratar de encontrar una oportunidad de materializar mis fantasías indiscretas. Me siento aquí con la mirada perdida pero, en el fondo, dentro de mí puedo ver cómo flamea la llama de mis deseos obscenos. ¿A quién diablos espero? No tengo en absoluto una idea clara, solamente una imagen vaga y confusa. Y sin embargo continúo esperando. Desde el estallido de la guerra paso por aquí todos los días a la vuelta de las compras y me siento en esta fría banca a esperar. ¿Y si alguien me sonriera y me hablara? ¡Ay, no!, no es usted a quien estoy esperando. Entonces, ¿a quién? ¿Qué espero? ¿Un marido? No. ¿Un novio? No, para nada. ¿Un amigo? De ningún modo. ¿Dinero? Es ridículo. ¿Un fantasma? ¡Ay no, por favor! Algo más apacible y alegre, algo maravilloso. No sé qué. Por ejemplo, algo como la primavera. No, no es eso. Hojas verdes. El mes de Mayo. El agua fresca y cristalina fluyendo a través de los campos de trigo. No, tampoco es eso. ¡Ay, y sin embargo sigo esperando, con el corazón palpitante! Las personas pasan unas tras otras delante de mis ojos. No es aquello, ni esto. Con la cesta de compras en mis brazos, me estremezco y espero con todo mi corazón. Le pido a usted por favor que no me olvide. Por favor no olvide a la chica veinteañera que viene todos los días a la estación y regresa a su casa sintiéndose vacía. Por favor recuérdeme, y no se ría de mí. No voy a decirle el nombre de la estación. Aunque no lo haga, usted me verá algún día.


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Ryunosuke Akutagawa

CUERPO DE MUJER


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Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había una pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado. Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama. “Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga…” Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que en su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro. En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia


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la cama donde se encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como la nieve azulada bajo la luz de la luna. Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.


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Kobo Abe

EL DIABLO


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Un día encontré una ratonera al fondo del armario. Aunque no recordaba haberla comprado en ningún momento, se me ocurrió probarla, pues se percibía la presencia de ratas desde hacía algunos días; la instalé en un rincón de la habitación con restos de granos de soya fermentada como cebo. Ese mismo día hubo una presa. Al volver a casa del trabajo, escuché un chillido en la oscuridad. Cuando prendí la luz, vi que quedó atrapado un pequeño animal extraño de color verde azul. Ésta no fue toda mi sorpresa; ese animalito, al voltear a verme, juntó dos manos como de lagartija y me habló suplicante en un japonés correctísimo, aunque con cierta aspereza: –¡Sálveme, por favor, se lo ruego, señor! A cambio le voy a satisfacer tres deseos, cualesquiera que sean… –A ver, déjame decirte que estás cayendo en una contradicción –dije simulando serenidad para controlar la excitación–. Si estás dotado de una capacidad tan envidiable, ¿cómo no te has escapado tú solo de la ratonera? –Es el castigo que me tocó por un descuido. Hasta satisfacerle tres deseos a mi vencedor, no podré recuperar mi infinita capacidad de transfiguración. Ciertamente era coherente a su manera. Le quité la tapa, porque de todas maneras no me importaba que me estafara, y resultó que era honesto de verdad. –Le agradezco muchísimo –dijo con la cara azul, casi morada–. Adelante, señor, ¿cuáles son sus deseos? –El tiempo, por ejemplo… ¿Qué te parece? –¿El tiempo?


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–El tiempo es oro, como dicen, y estoy tan ocupado todos los días que casi no me queda tiempo para hacer nada, ¿sabes? –¿Cuánto quiere? –Cuanto más, mejor… –De acuerdo, señor. Al decirlo, el animal alzó los brazos por encima de la cabeza y acercó gradualmente los dedos de las dos manos. En un instante salió de entre las puntas de los dedos una chispa azul que produjo una descarga eléctrica y se propagó por toda la habitación un fuerte olor a azufre. –¡No se mueva! –me advirtió el animal con firmeza al verme asustado–. Usted ya dispone de cien veces más de tiempo. –¿Cien veces más? –Es lo máximo que le puedo ofrecer. No es tan insignificante como quizás usted crea, ya que la energía está en proporción con el cuadrado de la velocidad, ¿sabe? Con cien veces más de velocidad, tendrá diez mil veces más de energía. Esto quiere decir que usted ya cuenta con una fuerza casi equivalente a la de una avioneta jet… ¡Chist, no se mueva, hágame caso! Un brinco así de golpe puede ser mortal, pues las piernas se harán añicos al destrozar el piso y el cuerpo en reacción saltará al vuelo, quién sabe a dónde, rompiendo el cielo raso como si fuera un cohete. –¡Carajo, me tendiste una trampa! –¿Trampa? ¡Cómo se atreve a decir semejante barbaridad! ¿Acaso no sabía esa famosa fórmula: E=mv2? –¡Ni la menor idea!


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–¡No se mueva, le estoy diciendo!… Pero qué extraño. Esta fórmula está tan divulgada que sale en cualquier texto didáctico a nivel secundaria. –¡No sé nada de eso! ¡Basta, qué necio eres! Desembrújame ahora mismo, que no soy ningún maniquí… –grité de angustia sin soportar más el estado precario. –¿Me permite tomarlo como el segundo deseo? –¡Como quieras! ¡Rápido, hombre! –Está bien –dijo sonando los dedos–. Relájese, que ya pasó el peligro. Ahora, ¿quiere pasar al último deseo? Conteniendo las ganas de aplastarlo de un golpe, le repliqué: –¡Dinero, entonces! –¿Dinero? –Ojo por ojo, brutalidad por brutalidad, pues. –Brutalidad aparte, ¿de veras se conforma con algo tan trivial como el dinero? –¿Acaso hay otra fórmula inconveniente que te lo impida? –No, qué va. A mí me da lo mismo si a usted no le importa, señor… –¡Deja de hacer insinuaciones ambiguas! ¡Dime todo lo que tienes que decir sin dar más rodeos! –Con mucho gusto se lo digo, si es que lo puedo tomar como el tercer deseo… Permanecí mudo durante más de diez minutos sin atreverme a romper el silencio. Me sentí mareado, a punto de desmayarme, y terminé gritando desesperado: –¡Carajo, cuéntame todo! –Una cosa muy sencilla… –me contestó el animal con un gesto tan ingenuo en su cara como el de una muñeca de plástico–. Sólo quería advertirle que, al


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hacer tantas compras, no iba a caber todo en esta pequeña habitación, señor. –¡Maldito diablo! –¿Diablo? ¡No me insulte, por favor! Soy un extraterrestre auténtico –apenas lo dijo, volteó a hacer una venia de lado–. Hasta aquí la segunda noche de la sección experimental de nuestro curso sobre la psicología terrícola. Al recorrer la mirada, caí en la cuenta de que había otros dos animalitos del mismo tamaño que cargaban una videocámara para filmarme. En el acto les lancé un tintero. En ese mismo instante se esfumaron tanto la ratonera como los animalitos, dejando tan sólo el eco de una risa sonora…


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ร NDICE Junichiro Tanizaki 2 Yukio Mishima - Periรณdicos 17 Yasunari Kawabata - Rostros 26 Osamu Dazai - Esperando 29 Ryunosuke Akutagawa - Cuerpo de mujer 33 Kobo Abe - El Diablo 36


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© De la edición, Caravasar Libros (2017) Portada, edición y diseño: Armando José Sequera

Obra para la promoción de la lectura

Distribución gratuita SE PROHIBE SU VENTA


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El catálogo de libros y cuadernos de CARAVASAR LIBROS es enteramente gratuito y no exige ningún pago ni compromiso posterior. Tampoco hay límite en la cantidad de títulos que pueden obtenerse de una vez. Nuestros propósitos simultáneos son la promoción de la lectura y la difusión del arte literario. Para bajar las obras disponibles sólo debe hacer click en la siguiente dirección electrónica: http://www.caravasarlibros.wordpress.com/


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Junichiro Tanizaki (Chūō, Tokio, 24 de julio de 1886 – Yugawara, Prefectura de Kanagawa, 30 de julio de 1965). Escritor japonés, considerado uno de los principales narradores de su país. Entre sus obras más conocidas figuran las novelas Tatuaje (también traducida como El tatuador, 1910); Hay quien prefiere las ortigas (1929) y La llave (1956), así como su muy recomedanble ensayo El elogio de la sombra (1933). Yukio Mishima (Tokio, 14 de enero de 1925 – Tokio, 25 de noviembre de 1970). Pseudónimo del escritor japonés Kimitake Hiraoka, considerado uno de los principales autores de su país en el siglo XX. Varias de sus novelas son de lectura imprescindible: Confesiones de una máscara (1949); El Pabellón de Oro (1956) y su tetralogía titulada El mar de la fertilidad, compuesta por las siguientes novelas: Nieve de primavera (1966); Caballos desbocados (1969); El templo del alba (1970) y La corrupción de un ángel, terminada horas antes de hacerse el hara-kiri y, por supuesto, publicada póstumamente (1983). Yasunari Kawabata (Osaka, 14 de junio de 1899 – Zushi, 16 de abril de 1972). Escritor japonés, ganador del Premio Nobel de Literatura de 1968. Entre sus libros deben leerse, si es posible, ahora mismo, las novelas La bailarina de Izu (1926); País de nieve (1937); El maestro de Go (1954); La casa de las bellas durmientes (que dio origen a la novela Memoria de mis putas tristes de Gabriel García Márquez, 1961) y Kioto (1962). Kawabata fue maestro de Yukio Mishima. Osamu Dazai (Kanagi, Prefectura de Aomori, 19 de junio de 1909 – Tokio, 13 de junio de 1948). Pseudónimo del escritor japonés Shūji Tsushima. Sus novelas El ocaso (1947) e Indigno de ser humano (1948) muestran el enorme talento que lo llevó a convertirse en uno de los escritores más apreciados dentro y fuera de su país. Se suicidó, junto a su amante –una joven viuda de guerra–, atándose a ella con una cuerda roja y lanzándose a un canal del río Tama, que estaba crecido por las lluvias recientes. Ryūnosuke Akutagawa (Kyōbashi, Tokio, 1 de marzo de 1892 – Tokio, 24 de julio de 1927). Escritor japonés, principalmente cuentista, considerado el "padre de los cuentos japoneses". Su cuento “Rashomon” (1915), figura en las


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principales antologías de grandes cuentos en todo el mundo. A partir de él y de otro relato de Akutagawa titulado “En el bosque”, el cineasta Akira Kurosawa realizó su película también llamada Rashomon (1950), con la que al año siguiente obtuvo el Oscar a la Mejor Película Extrajera. Akutagawa también se suicidó, ingiriendo una sobredosis de la sustancia somnífera barbital. El premio de literatura más importante de Japón lleva su nombre. Kobo Abe (Kita, Tokio, 7 de marzo de 1924 – Tokio, 22 de enero de 1993). Pseudónimo del médico, escritor, dramaturgo, fotógrafo, guionista de cine e inventor japonés Kimifusa Abe. Su novela más conocida, tanto en Oriente como en Occidente, es La mujer de la arena (1962), considerada una obra maestra de la narrativa japonesa y universal. En los últimos años, su obra se ha revalorizado bastante, especialmente, en Europa y el continente americano.

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