organizan
colaboran
editan Ayuntamiento de Gijón y FMCyUP Gijón, en colaboración con Empresa Municipal de Servicios de Medio Ambiente Urbano de Gijón, Empresa Municipal de Aguas de Gijón y Jardín Botánico Atlántico diseño, maquetación e ilustraciones © Juan Hernaz (www.juanhernaz.com), 2012 corrección ortotipográfica y de estilo Pablo García Guerrero revisión de textos en asturiano Oficina Municipal de la Llingua de Xixón imprime Gráficas Rigel depósito legal AS-1633-2012
impreso en papel reciclado Igloo 140 gr/m2
Es un orgullo presentar este libro en el que la imaginación y la capacidad de expresión escrita de sus veintiún autores se manifiesta en el meritorio arte de contar cuentos. Con sus bellas ilustraciones, creadas exclusivamente para cada cuento, cada relato nos traslada a diferentes escenarios en los que nuestro planeta y sus valores naturales desempeñan un papel preferente.
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La publicación de los cuentos ganadores del “I Certamen de Cuentos sobre Medio Ambiente”, que tan buena acogida ha tenido, es una preciada recompensa al talento y al esfuerzo realizado por los niños y jóvenes participantes. También supone un motivo de satisfacción para los padres y para la comunidad educativa, así como un estímulo para que todos nos impliquemos en la tarea de cuidar y conservar el medio ambiente que es nuestro patrimonio natural.
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Gijón, 5 de junio de 2012
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C.P. Príncipe de Asturias, 2º B
2o premio La viesca asturiana Pelai Alonso Gutiérrez C.P. El Lloreu, 2º C
3er premio La hoja de papel Elia Álvarez Sánchez C.P. El Llano, 1º A
Mención especial Las flores malitas Laura Casillas Corredor C. Patronato San José, 1º A
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1er premio La nube de oro Mario Benavides Fernández
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Primer ciclo de Ed uc ac ió n
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1er premio El Kataplok Lidia Mora Rodríguez C. La Asunción, 4º C
2o premio El papel viajero Diego Larrea Rodríguez C.E.I.P. Elisburu, 4º B
3er premio El país de los árboles Manuel Abril López C.P. Laviada, 4º B
Mención especial La pizarra mágica Anthonella Álvarez Castillo C.P. El Llano, 3º A
Mención especial Menudu viaxe Pelayo Díaz Rojo C.P. El Llano, 4º A
Mención especial Caperucita verde Manuel Hevia Carballido C.P. Xove, 4º
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Mención especial El renacer del verde Luismi Alonso Ferreiro
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C.P. Miguel de Cervantes, 6º B
Mención especial El catarro de la Tierra Pedro Ávila Arranz
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C. Patronato San José, 1º A
2o premio La vida a través del cristal Natalia Ferreira Vázquez C. Ursulinas Alter Vía, 2º
3er premio Cuidemos lo que tenemos Elena Carbajal Fernández C. San Vicente de Paúl, 1º A
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1er premio Lo que me dijo un animal Javier Fernández Acebal
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C.P. Noega, 5º
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1er premio Los mundos de Luna Andrés Blanco Villaverde I.E.S. Roces, 1º Bachillerato
2o premio Hielo Vanessa Díaz Vaquero I.E.S. Roces, 1º Bachillerato
3er premio Aviso de la nada Adrián Blanco Vega Liceo La Corolla, 1º Bach.
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3er premio Cuidar el medio ambiente tiene recompensa Nuria Miranda Gutiérrez
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2 premio Hoji Blanca Ana Rodríguez Sánchez
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C.P. Severo Ochoa, 6º C
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1er premio Limputienses vs. humanos Carlota Medio Cuervo
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La hoja de papel Elia Álvarez Sánchez Mención especial
Las flores malitas Laura Casillas Corredor
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La nube de oro Mario Benavides Fernández C.P. Príncipe de Asturias 2º B
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a nube de oro era famosa en todo el mundo. Todos los habitantes iban a por una de sus gotas de oro. Un día Marcos le preguntó a la nube: —¿Por qué estás enfadada? —Porque me han quitado mis gotas, y no puedo llenar el pantano. —¿Y para qué quieres llenar el pantano? —Para que haya agua en la ciudad. Y Marcos, que era muy curioso, le preguntó: —¿Y por qué quieres llenar el pantano si desperdician el agua? —Marcos, los árboles y las plantas están secos, la hierba es de color marrón, las hadas no tienen magia, los animales se han ido porque no tienen alimentos, todo está seco y si la gente colabora no desperdiciando el agua, las plantas y los árboles volverán a crecer, los animales regresarán y el valle tendrá color. 14
Marcos le contestó: —Pero si das agua, el pueblo la volverá a desperdiciar. La nube de oro fue a ver a los aldeanos y les propuso un trato: —Si cuidáis el medio ambiente, os daré un poco de agua, pero para que no la desperdiciéis. Los aldeanos dijeron que sí, ¡estaban muy contentos! —Dentro de unos días volveré: si habéis cuidado la naturaleza, llenaré el pantano y abriré las compuertas. Los aldeanos empezaron a cuidar el agua: ya no jugaban con ella, no dejaban el grifo abierto, se duchaban en vez de bañarse, y poco a poco fueron creciendo las plantas, y cuando la nube volvió, se quedó asombrada con el trabajo de los aldeanos, y decidió darles toda el agua. Los aldeanos celebraron una fiesta en su honor. Todo el mundo se enteró y prometieron no quitarle más gotas de oro. Mientras tanto, las cosechas crecían, la hierba era de color verde, los pájaros cantaban, las hadas ya tenían magia, y todo volvió a la normalidad y fueron felices para siempre.
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La viesca asturiana Pelai Alonso Gutiérrez C.P. El Lloreu 2º C
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abía una vez una viesca cerca del pueblín de Mieres, onde vivíen toles clases d'animalinos: osos, llobos, aigles, xabalinos. Naquel sitiu yera too verde y l'aire yera mui sanu y puru; así tolos fines de selmana llenábase de xente que diba d'escursión colos neños pa que pudiesen conocer a tolos animales de la viesca asturiana. Además tamién había un llagu mui guapu onde podíen vese pexinos de tolos colores. Pero la xente confundióse y empezaron a nun recoyer los papeles del suelu nin la basoria, dexábenlo too per ellí tirao y nun limpiaben nada.
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Col pasu del tiempu, aquella viesca tan guapa convirtióse nun basureru triste y gris, enllenu de malos olores. Los animalinos marchaben buscando un llugar sanu onde vivir y tamién desapaecieron los pexinos del llagu. La xente empezó a arrepentise de lo que ficieren y cuenten qu'una nueche una xana y tres trasgos susurraron a los oyíos de tolos asturianos que si llimpiaben entre toos la viesca, taben a tiempu de salvala. Y así lo ficieron. La viesca volvió a ser la más guapa d'Asturies y llamáronla ¡la Viesca de les Xanes y los Trasgos!
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La hoja de papel Elia ร lvarez Sรกnchez C.P. El Llano 1ยบ A
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l regresar de la escuela, Laura tiró una hoja a la papelera. La hoja estaba triste porque estaba sucia y arrugada y no podía respirar. Vino un camión de basura y la llevó al punto limpio, y allí se encontró con otro papel. —¿Adónde vamos? —Al punto limpio —contestó el otro papel. —¿Y qué nos van a hacer? —Una máquina nos va a hacer cosquillas y nos va a arreglar para que los niños nos usen de nuevo. A los pocos días, Laura fue a la tienda a comprar papel y allí estaba la hoja de papel lista y reluciente para volver a utilizarse.
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A partir de aquel día, Laura se dio cuenta de que había que reciclar, pero al día siguiente en la escuela sus compañeros tiraban papeles y plásticos a la papelera. —¡Hay que reciclar cada cosa en su lugar! —¡No pasa nada, así también está bien! Y de pronto los papeles y los plásticos salieron de la papelera y se tiraron sobre sus cabezas y gritaron: —¡Reciclad, recicladnos, porque, si no, contamináis el medio ambiente! Los niños, obedientes, empezaron a reciclar a partir de ese día, y en sus casas les dijeron a sus papás que hay que reciclar.
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Las flores malitas Laura Casillas Corredor C. Patronato San José 1º A
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rase una vez una flor llamada Estrella. Vivía en el campo con otras flores. Todos los días se despertaba alegre y con ganas de jugar con las demás flores. Pero un día se pusieron malitas porque había mucha basura, porque un grupo de personas fueron a hacer un picnic y se lo pasaron genial, cantaron canciones y Estrella y sus amigas estuvieron bailando hasta por la noche, pero al despertarse no podían creer lo que estaban viendo: todo estaba sucio y no hacían otra cosa que toser y estornudar. También estaba Florita (la hormiga), Copo de Nieve (el jilguero), la lagartija Lili y el caracol Pancho. Y todos estaban malitos. Hicieron una reunión para pensar qué podían hacer para que eso no volviera a ocurrir, y se les ocurrió una idea: la próxima vez que alguien venga, le contaremos lo malitos que hemos estado y le pediremos que no tire basura y cuide la naturaleza, porque, si no, nos moriremos y no habrá sitios con flores donde podamos vivir. Se pusieron contentos y limpiaron entre todos el campo. Poco a poco se fueron curando y esperaron que no volviera a pasar nunca más. Y fueron felices para siempre. 26
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1 premio
El Kataplok Lidia Mora Rodríguez o
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El papel viajero Diego Larrea Rodríguez 3er premio
El país de los árboles Manuel Abril López Mención especial
La pizarra mágica Anthonella Álvarez Castillo Mención especial
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Caperucita verde Manuel Hevia Carballido
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El Kataplok Lidia Mora Rodríguez C. La Asunción 4º C
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e llamo Bop. Soy una lata, de piña, de piña en conserva. Al y Fil también son latas de conserva: Al de foie, de foie francés. Por eso es tan estirado y no pronuncia bien
la erre; «egue», dice. Fil, de garbanzos con chorizo; por eso canta, bueno, el que en realidad canta es su aliento. Los tres somos latas, aunque no exactamente; exactamente somos tres latas robot. Nuestra mejor amiga es Celia. Ella nos recicló. Por el día es una niña de nueve años, y por la noche es… un superhéroe. Le encanta reciclar. Una vez se pasó la noche construyendo una máquina de reciclar. Reciclar está muy bien. Es mejor que no reciclar. A veces es un poco pesado: tres bolsas de basura y tirar cada cosa en su sitio. Pero tiene su recompensa, hasta conseguir amigos como yo. ¡Ah!, y bajar menos veces la basura. Bueno, ¿por dónde iba? En el Kataplok. Cuando Celia lo construyó, no sabía para qué utilizarlo; lo tiró a la basura (cubo amarillo) antes de acostarse. ¡Uf!, fue una noche movidita. Desde hacía tiempo alguien mezclaba la basura de los contenedores, el plástico con el vidrio, el vidrio con la orgánica y, lo que es muchísimo peor, las pilas con todo lo demás. Nadie sabía quién era, por eso Celia dijo que era «el misterio del mezclador». Aquella noche Al se desveló, y vio de «gueojo» que algo se movía en la habitación. Fil y yo dormíamos como troncos, pero Al nos despertó, a Celia también, en el momento en que Pestilón salía por la ventana. Pestilón era un duende de peluche que habían regalado a Celia en la visita del colegio a la planta de reciclaje del ayuntamiento. Parecía malvado, pero no peligroso. ¿Adónde iría en plena noche? Apoyamos la nariz en la ventana y… ¡oh cielos!, Pestilón era «el mezclador». En pocos minutos mezcló la basura de seis contenedores y mientras tiraba las pilas se reía a carcajadas. 32
Estaba claro: debíamos capturarlo por el bien del medio ambiente. Celia se puso su capa de superhéroe y nos escondimos; cuando Pestilón regresó, caímos sobre él y lo atrapamos con una sábana. ¡Caracoles!, cómo mordía. Tuvimos que pensar muy rápido para que no se nos escabullera. —¡A la máquina! ¡A la máquina! —gritó Fil. Al principio no le entendimos hasta que Celia dijo: «No funcionará», pero no teníamos otra alternativa. Lo metimos de cabeza en el Kataplok. Klok, klak, klup, kataplok y, tras unos minutos, salió por el otro lado. Ring, ring, ring…, sonó el despertador, y no nos dio casi tiempo a colocarnos en la estantería cuando la mamá de Celia entró. —¡Arriba, es la hora del cole! —dijo—. Tienes que recoger todo este desorden. Por cierto, Pestilón está un poco cambiado, ¿no? —añadió. —Sí, ahora se llama Pestilín —contestó Celia. Bueno, y así supimos para qué servía el Kataplok.
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El papel viajero Diego Larrea RodrĂguez C.E.I.P. Elisburu 4Âş B
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abía una vez, en la selva amazónica, un árbol de gran tamaño y exquisitos frutos. Un día se oyó un estruendo y de repente el árbol cayó. Cuando se despertó, estaba hecho astillas y casi sale volando. Veía miles y miles de astillas que intentaban escapar. Allí conoció a muchos amigos. Luego un hombre los cogió y los llevó a una fábrica para hacer papel. Le dio mucho miedo aquella fábrica porque los convertían en periódicos. Una semana después los llevaron a un quiosco de Japón y fue comprado por un hombre. Por la calle veía muchas cosas y personas. Cuando el hombre llegó a su casa, lo primero que hizo fue sentarse a leer el periódico. Allí conoció a su perro, a su hija, a su mujer y al abuelo. Al día siguiente lo bajaron al contenedor de papel y vino el camión de recogida de papel a vaciar el contenedor. Lo llevaron a otra fábrica, y allí lo convirtieron en papel de apuntes. Lo llevaron a una librería y lo compró una chica. Lo dejó sobre la mesa de la sala de estar y fue escrito por todas partes. A la mañana siguiente, la chica lo llevó al contenedor, pero su hija Sadako dijo que no, que lo quería para hacer una grulla de papel. La hizo y la guardó en su libro preferido. Allí se quedó para siempre entre las hojas del libro de Sadako.
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El país de los árboles Manuel Abril López C.P. Laviada 4º B
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odas las semanas, los árboles se reunían en una gran plaza. Allí conversaban sobre lo que podían mejorar en su mundo: —Los seres humanos están marchitándose, tenemos que evitarlo —dijo con voz profunda Ojet, el árbol más viejo y más sabio del lugar. Todos estaban de acuerdo, pero ¿qué podían hacer? —Los seres humanos son muy difíciles de mejorar, pues son muy blandengues —comentó Ongal, un árbol que casi nunca estaba de acuerdo con lo que decían los demás. Los árboles se pusieron a discutir entre ellos sobre lo que debían hacer con aquellos seres que ellos cultivaban desde hacía bastante tiempo.
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—Podríamos regarlos más —propuso una pequeña árbola llamada Cacia. —Si los riegas mucho, se ahogan —volvió a decir Ongal. —Yo creo que deberíamos ponerlos más al sol. La luz los mejora mucho —comentó otro árbol que se llamaba Astaño. —Es necesario limpiarlos mucho. La suciedad los perjudica y hace que se llenen de parásitos —dijo otro árbol llamado Reblo. —Muy bien, muy bien. Pienso que hay que hacer las tres cosas: proporcionarles agua, ponerlos a la luz y tratarlos con cuidado —concluyó el mayor. Y desde aquel día, los seres humanos fueron tratados por los árboles con mucho cariño, los seres humanos, repito, como si fuesen de su misma especie. Y los plantaron en parques, jardines, bosques y hasta dentro de sus casas.
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La pizarra mรกgica Anthonella ร lvarez Castillo C.P. El Llano 3ยบ A
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ba una vez un niño caminando por un bosquecillo, cuando sobre un viejo árbol encontró una gran pizarra, con una caja de tizas de cuyas puntas salían brillantes chispas. El niño tomó una de las tizas y comenzó a dibujar: primero un árbol, luego un conejo, luego una flor…, mágicamente, en cuanto terminaba cada figura, ésta cobraba vida saliendo de la pizarra, así que en un momento aquel lugar se convirtió en un estupendo bosque verde, lleno de animales que jugaban divertidos. Emocionado, el niño dibujó también a sus padres y hermanos disfrutando de un día de picnic, con sus bocadillos y chuletas, y dibujó también los papeles de plata y las latas de sardinas abandonadas en el suelo, como solían hacer. Pero cuando los desperdicios cobraron vida, sucedió algo terrible: alrededor de cada papel y cada lata, el bosque iba enfermando y volviéndose de color gris, y el color gris comenzó a extenderse rápidamente a todo: al césped, a las flores, a los animales… El niño se dio cuenta de que todo aquello lo provocaban los desperdicios, así que corrió por el bosque con el borrador en la mano para borrarlos allá donde habían caído. Tuvo suerte y, como fue rápido y no dejó ni un solo desperdicio, el bosque y sus animales pudieron recuperarse y jugaron juntos y divertidos el resto del día. El niño no volvió a ver nunca más aquella pizarra, pero ahora, cada vez que va al campo con su familia, se acuerda de su aventura y es el primero en recoger todos los desperdicios y en recordar a todos que cualquier cosa que dejen abandonada supondrá un gran daño para todos los animales.
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Menudu viaxe Pelayo Díaz Rojo C.P. El Llano 4º A
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ncontrábame buceando pel fondu la mar cuando vi qu'había basura per tolos llaos, tamién vi munches tortugues muertes porque confundíen les bolses con agües males,
amás vi pexes prietos por culpa'l petroleu. Buceando, buceando llegué a un ríu y quedé plasmáu cuando vi que nun había pexes per nengún llau y buscando, buscando encontréme coles piedres del fondu porque'l ríu taba secu pol mal usu que taben faciendo d'él les persones. Como yá nun podía bucear decidíme a esnalar. Subí nun momentu hasta'l Sol y pude ver un cielu azul mui guapu, pero un segundu, porque'l fumu de les fábriques y de los coches cubriéronlu enteru; hasta diome la tos. Y esnalando, esnalando, llegué al Polu Norte, onde vi mui pocos pingüinos y paecióme mui raro porque pensaba que diba haber más, pero ¡home, claro!, como hai pocos pexes los pingüinos nun teníen comida pa toos. Entós tendríen que colar pa otru llugar, asina que yo tamién decidí colar pa otru llugar y esnalando, esnalando, fixéme nos restos d'unes viesques d'eses que yeren tan verdes y qu'agora taben grises poles quemes provocaes por persones que nun cumplen les normes pa tar neses zones, por exemplu: nun prender fogates y nun tirar colilles mal apagaes. Tamién vi gaviotes comiendo en basureros que taben onde nun debíen tar, tamién pudi ver osos, raposos y llobos comiendo en llugares paecíos; porque na casa d'ellos, que ye la viesca, les persones tán emperraes en nun dexalos en paz. Yá de vuelta pa casa desperté y... ¡menos mal que too yera un suañu! O más bien una pesadiella, aunque paezme que tolo que vos acabo cuntar ta pasando na realidá, asina que yo qu'enantes nun reciclaba porque los contenedores taben na acera d'enfrente y nun m'apetecía dir hasta ellí, decidíme a separtar tolos díes la basura de mio casa. Espero que toos sigáis esti conseyu y recicléis la basura pa que'l mio suañu sea namás qu'un mal suañu.
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Caperucita verde Manuel Hevia Carballido C.P. Xove 4潞
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abía una vez una niña llamada Caperucita Verde, que no era como esa Caperucita Roja. Esta niña tenía una planta, pero nunca la regaba y por eso se murió. Entonces la niña se enfadó y dijo que odiaba a la naturaleza. Y el siguiente día su madre le dijo: —Vete a llevarle este medicamento a tu tío José. ¡Ah!, cuidado, que si se cae una sola gota en la hierba, puedes matar a un montón de plantas. —Vale —dijo Caperucita con aire misterioso. Como el otro día había dicho que odiaba a la naturaleza, empezó a echar a las plantas el medicamento y ¡cómo se divirtió! Pero lo que no sabía Caperucita es que el color verde de su caperuza era mágico, y que si seguía matando a las plantas, el color verde de su caperuza se convertiría en rojo, y como la caperuza controlaba toda la naturaleza del mundo, las plantas y los animales se morirían y los humanos con ellos. Al final, Caperucita se aburrió y le llevó el medicamento a su tío José, que le dijo: —De pequeño yo talaba los árboles, eso se llama deforestar, pero lo dejé porque dañaba a la naturaleza. Caperucita se fue y, sin que su tío se enterara, cogió su hacha. A continuación empezó a talar los árboles, no por la madera, sino por dañar a la naturaleza. Y todos los días talaba dos árboles. Un día tuvo que dejar de talar porque se iba de vacaciones a la montaña. Cuando llegó a la montaña, empezó a talar árboles y el alcalde de ese sitio le dijo: —Niña, ¿no sabes que esto es un espacio protegido? —No me llamo niña, ¿y qué es un espacio protegido? —dijo Caperucita de muy mal humor. Y el alcalde se lo explicó. Cuando volvió a casa, iba a empezar a talar árboles, pero recordó que el alcalde le había confiscado el hacha. Al siguiente día volvió a casa de su tío José, que le dijo: —Yo de pequeño contaminaba mucho, pero lo dejé porque dañaba al medio ambiente y a la naturaleza. 52
El medio ambiente no le había hecho nada, pero bueno. A veces iba a una playa, que era la playa más limpia del mundo. Y empezó a tirar basura a la arena y, como todos saben, cuando la marea está alta, limpia la basura, y ella, cuando no veía su basura, tiraba más basura. Y al final tiró tanta basura que empezó a tener muchísimos puntos rojos en la caperuza. Cuando llegó a su pueblo todos la llamaban Caperucita Roja, y a ella le extrañó mucho. Al siguiente día volvió a casa de su tío José, que le dijo: —Yo de pequeño sobreexplotaba mucho. Pero lo dejé porque dañaba a la naturaleza. Ella no sabía lo que significaba, pero se fue. Caperucita fue a la biblioteca para buscar en el diccionario sobreexplotación; lo encontró y fue a pescar. Después cazó y por último cogió muchas plantas. Claro, a su caperuza sólo le quedaba un pequeño punto verde para que se convirtiera finalmente en roja. Al siguiente día volvió a casa de su tío José y Caperucita le dijo: —He hecho lo que tú me dijiste. —¿El qué? —dijo su tío extrañado. —Pues deforesté, contaminé y sobreexploté. El tío José la riñó mucho. Y ella se fue llorando. Cuando llegó a su casa, se puso a llorar encima de su planta. La planta tenía una pequeña oportunidad de vivir. Y como sus lágrimas la habían regado, floreció. Caperucita se puso muy contenta y estuvo en deuda con la naturaleza. Para lo que había hecho con la playa, llamó a Cogersa, y por lo que hizo con el bosque, lo declaró espacio protegido. Al final, su caperuza volvió a ser verde.
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Limputienses vs. humanos Carlota Medio Cuervo o
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rase una vez un planeta llamado Limpietus, en el que a todos sus habitantes, los limputienses, les gustaba reciclar. En el siglo XVIII, cuando reinaba la dinastía de los Reciclones, estaba de rey Medio Ambientetis V (1700-1746). A la muerte del rey Barritetus II, en el año 1700, se proclamó como sucesor a Medio Ambientetis de Reciclón, quien subió al trono con el nombre de Medio Ambientetis V. Algunos países limpios, como Energitis, Nubal y Hojerus, no aceptaron a Medio Ambientetis V como rey de Limpietus, pues temían que ensuciara este planeta. Esos países proclamaron como rey a Conteneditis Relojerus de Vientetus. Como hubo tanto lío, se proclamó la guerra de «Los Envases Rotos». Al final de esa guerra acabó reinando Medio Ambientetis V. Esa guerra no fue lo peor que les ocurrió a los limputienses. Al cabo de unos años, recibieron noticias de que el ser humano había descubierto el modo de llegar a los países medioambientales. Los habitantes del planeta estaba muy alborotados, algunos se desmayaron, a otros les daba igual y algunos (un poco locos) se reían. Para combatirlos, decidieron hacer una cúpula con reciclables. Para celebrarlo, el planeta organizó una fiesta financiada por Medio Ambientetis V. Para comer había frutos silvestres y flores del campo, ya que tenían sabor a carne, pescado y verduras; para beber disponían de agua del río, que se podía tomar perfectamente porque no estaba contaminada. 58
Una noche, cuando todos estaban durmiendo, se oyeron unos estruendos que procedían del exterior. En ese mismo instante, un limputiense estaba tomando un vaso de agua y, al oír el ruido tan intenso, se asustó y derramó el vaso por el suelo. Salió a observar lo que sucedía, miró por todas partes, pero no vio a nadie. Asombrado, volvió a su casa. Pero el ruido venía de otro lado. Los humanos estaban con una excavadora aérea detrás de la cúpula, intentando romper la cápsula. Se oían gritos como: —¡Venga, que podemos! —¿Cómo habrán podido hacer esta cápsula? ¿Será magia? —Uff, qué cansado… Todos los habitantes del planeta estaban muy asustados. Al final, los humanos consiguieron romper la cúpula y se propagó la guerra entre los humanos y los limputienses. Esa guerra se provocó porque los humanos querían conquistar Limpietus y ser el planeta con más habitantes sucios de toda la galaxia. A esa guerra se la llama «La Contaminación Humana de Limpietus». En esa guerra ganaron los humanos y seguramente ninguno de vosotros sabe nada sobre esa historia, ya que las personas que conquistaron Limpietus no quisieron decir nada por miedo a que se propagase por todo nuestro planeta, pero como yo lo sé, pienso decírselo a todo el mundo. 59
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Hoji Blanca Ana Rodríguez Sánchez C.P. Severo Ochoa 6º B
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ola, me llamo Hoji Blanca. Antes era un árbol y vivía en el Amazonas. Pero ahora soy una hoja de papel. Ésta es mi historia.
En una mañana calurosa y despejada, cada vez se oían más ruidos, hasta que de repente todo se oscureció. En unos momentos pensé que se había nublado (porque en el Amazonas hay clima tropical, por eso llueve mucho), pero vi que mi pensamiento era erróneo. Tallo Fuerte, un amigo mío, se cayó al suelo y me dijo que tuviera cuidado. Fueron las últimas palabras que me dijo. La siguiente fue mi madre: se cayó encima de mi amigo Tallo Fuerte, y a los dos los metieron en un camión enorme. Sentí que el siguiente sería yo. En ese camión iban mis amigos y mi madre; sólo quedábamos mi padre y yo. Nuestra arboleda se llama Árboles Unidos, pero ahora sólo éramos dos. Yo fui el siguiente. Le dije a mi padre que le quería. Me dolió mucho ver cómo talaban a mi padre. Por suerte íbamos mis padres y yo juntos en el mismo camión. Por unos instantes me sentí perdido. Pero, pasadas unas horas, llegamos a un lugar triste y oscuro: parecía una cueva.
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Nos movieron mucho, hasta que llegamos a una especie de cinta transportadora. Luego nos metieron en un barco. No tengo la menor idea de adónde nos llevaron. Sólo sé que hacía mucho frío. Noté que nos metían en un tráiler o en algo parecido, porque notaba movimiento. Pasados unos días, nos paramos y nos bajaron. Cuando vi la luz, vi una enorme fábrica donde no paraban de entrar camiones. Aquella fábrica me daba mala espina, porque los camiones que entraban venían cargados de árboles. Luego nos llevaron a un enorme garaje donde nos pusieron en una especie de circuito. Vi cómo al árbol lo cortaban en dos; en ese instante me morí de miedo. Veía cómo cada vez quedaban menos árboles hasta llegar a mí. Cuando ya me tocaba, noté unas cosquillas en mi interior. Una vez que estaba cortado, me encontraba un poco raro. Sentía que me faltaba algo.
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Más tarde, de nosotros hicieron una pasta que luego prensaron e hicieron unas bonitas hojas de papel. De ahí salgo yo. Al día siguiente ya estábamos secas y nos fueron empaquetando y cargando en enormes tráileres. Nos llevaron al puerto y allí nos embarcaron. Se notaba que iba más lento. También el movimiento del mar. Una vez que llegamos al puerto, nos transportaron a nuestro destino. Y nos llevaron a una empresa; de esa empresa nos fueron repartiendo por los comercios. A mí me tocó en una librería de Gijón, y nos pusieron a la venta. Una niña nos compró como material escolar. Yo estaba un poco nervioso porque nunca había ido a un colegio. Cuando nos llevó, nos sacó del plástico y nos puso en una balda. Bueno, chicos, ésta es mi historia, y ahora os dejo, porque un niño me necesita. Adiós.
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Cuidar el medio ambiente tiene recompensa Nuria Miranda Gutiérrez C. La Asunción 5º B
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os señores que trabajaban en la ONU
(Organización de Naciones Unidas), que está en Nueva York, estaban discutiendo por qué en casi ningún país del mundo se respetaba el medio ambiente y se iba a destruir la capa de ozono. Y decidieron elegir a los aventureros, llamados Juan y Pedro, para que fueran a todos los países y a todas las ciudades del mundo. El país que menos contaminado estuviera ganaría un premio importante. Ese mismo día, por la noche, cogieron un vuelo rumbo a China y llegaron allí al mediodía. Fueron a Pekín y a otras ciudades que les enseñó el presidente del país y los alcaldes de cada ciudad. Una vez allí, fueron a la Muralla china y les empezaron a decir que se veía desde el espacio, y a intentar convencerles. Pero nada más ver toda aquella contaminación en la calle, les apeteció marcharse corriendo: casi no se podía respirar y mucha gente tenía que llevar mascarillas que les cubrían la nariz y la boca. Se fueron muy decepcionados y descartaron a China de la lista. 66
El siguiente viaje fue a Egipto, adonde llegaron a El Cairo, donde se pusieron en contacto con el alcalde de la ciudad para visitarla. Les enseñaron las pirámides, fueron a museos donde vieron muchos sarcófagos y jeroglíficos antiguos, etcétera. Estaban ya casi del todo convencidos, pero al ver la calle toda llena de basura y los coches echando humo muy negro, volvieron al aeropuerto. El siguiente viaje que realizaron fue a Estados Unidos, donde visitaron las ciudades de Washington y Boston, pero, al ser ciudades tan grandes y con tantos habitantes, estaban un poco sucias y descuidadas y, aunque tenían monumentos muy importantes, como la Casa Blanca, también las descartaron. En el aeropuerto iban a ir a Australia, pero el avión se retrasó y decidieron tomar un café y comer algo, y se pusieron a hablar: —Oye, Pedro, no entiendo por qué ya nadie respeta el medio ambiente. —Ya, vamos a ver si en alguna ciudad del mundo…, por casualidad… 67
—Sí, bueno, nada es imposible, pero… Después de cinco horas de espera, llegó el avión y fueron al hotel a dejar las maletas. Y visitaron Sydney, pero había un problema, porque los koalas estaban en peligro de extinción, porque casi no tenían bambú para alimentarse. Así que tacharon a Australia. Después de la decepción de Australia, se fueron a Tailandia, adonde llegaron a Bangkok, y les enseñaron la ciudad a bordo de una barca, pero el río estaba lleno de basura y con botellas flotando. Estaba tan negro que no se podía ver lo profundo que era. Si te bañabas ahí, cogías una enfermedad que se llama tifus y que puede ser mortal, así que pidieron un taxi y se fueron al aeropuerto sin ver ni un templo. Allí pidieron una mesa y se pusieron a comer porque les esperaba un viaje bastante largo a la India. Pero cuando iban a subir al avión, Juan no tenía el pasaporte y tuvieron que hacerle otro nuevo. Tardaron tres horas y por fin llegaron a Nueva Delhi, pero estaba lleno de polución y casi no se podía caminar por las calles de lo mal que olía. Había muchísimos coches y vacas por la calle, así que se fueron al aeropuerto y descansaron un poco. Después de ese largo viaje a tantos países volvieron a Nueva York y le entregaron los informes a su jefe. —¿Qué…? —dijo su jefe muy enfadado—. ¿Y ahora a quién le damos el premio, si según vosotros nadie respeta el medio ambiente? Ellos le enseñaron las fotos que habían hecho de cada ciudad y parecían de verdad bastante contaminadas. De repente, uno de los oficinistas que trabajaba allí dijo: —¡Yo que pensé que España era el país menos contaminado! Pedro añadió: —Si nos disculpan, tenemos que ir al aeropuerto porque se nos olvidó ir a España. Al llegar allí, fueron a Madrid y Barcelona, pero había muchos habitantes y no les gustaron del todo.
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Pero uno de los oficinistas de Nueva York les dijo que era de Gijón, y que fueran a visitar su ciudad, y así fue. Les encantó porque había muchas zonas verdes y las calles y el agua de las playas estaban muy limpias, y decidieron darle el premio a España gracias a Gijón. Y ahora es una ciudad muy famosa que visitan millones de turistas al año. De todas formas, los aventureros les dijeron que no se confiasen, porque el año que viene habría otro concurso, así que tenían que seguir manteniendo Gijón así de limpio.
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El renacer del verde Luismi Alonso Ferreiro C.P. Miguel de Cervantes 6潞 B
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ra 4 de junio de 2094. Todo el mundo se preparaba para el día siguiente. En esa época las plantas y los árboles casi habían desaparecido de la Tierra y los que quedaban los guardaba el gobierno celosamente. Mañana se celebraba el Día del Medio Ambiente. En ese día todos los ciudadanos bailaban y cantaban alrededor de un árbol en flor. Por supuesto, el árbol estaba protegido por militares. Green era un niño de unos doce años con el pelo verde y largo. Le encantaba leer libros del pasado, de cuando todo era verde y libre, y soñaba con que el mundo volviera a ser igual que como era entonces. Nunca se perdió esa fiesta, pero aquella vez iba a ser especial. Green intentaría coger una semilla y cultivarla. Se fue a la cama con esos pensamientos y se durmió. A la mañana siguiente se levantó de la cama de un salto, se vistió con su mejor ropa y se fue a desayunar. Nada más acabar, salió de casa y se dirigió a la plaza central con su patinete de reacción. Se lo habían comprado hacía dos años, aquel mismo día. A pesar de haberse levantado tan temprano, la plaza estaba abarrotada de gente y de puestos que vendían comida, joyas, juguetes… Se intentó colar hasta la primera fila, con un resultado negativo. Después de varios intentos, lo consiguió. El árbol se erguía majestuoso bajo el caluroso cielo de aquella mañana. Green sabía que conseguiría su propósito. Después de un tiempo bailando alrededor de aquel roble, un ruido extraño despistó a los guardias y el chico aprovechó para dar un saltito y arrancar una bellota de la rama más baja. Se la guardó en el bolsillo como pudo y se fue a casa lo más rápido que le permitieron sus piernas. En casa su madre le preguntó por qué había llegado tan pronto. Él le respondió que se encontraba mal y se fue a su cuarto. Allí abrió un pequeño cajón que estaba escondido dentro de su armario. Era de un material opaco, descubierto hace unos diecisiete años en el fondo del mar. Dentro de ese cajón tenía lo necesario para cultivar cualquier semilla: una maceta con tierra, un sobre de fertilizante, un manual 72
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y una botellita de concentrado de agua. Ojeó el manual por la letra B y allí estaba la bellota. Leyó atentamente las instrucciones y las siguió sin saltarse ningún detalle. Primero metió la bellota en la maceta bien enterrada, luego le echó diez gotitas de concentrado de agua y por último una cucharadita de fertilizante. También tenía una bombilla que simulaba al sol: nueva luz, calor y todo lo que nuestro astro emanaba. Encendió la bombilla y guardó todo en su sitio, bien escondido. Unos quince minutos después volvió a la plaza central, pero el árbol ya no estaba y los militares registraban a todo el mundo, fueran niños, adultos o mascotas. Se habían dado cuenta de que faltaba una semilla. Green intentó escapar, pero un militar le cerró el paso. Le cogió las manos y se las habría visto llenas de tierra de no habérselas lavado antes de salir. El guardia susurró algo que seguramente no oyó ni él mismo y le dejó marchar. «Por los pelos», pensó Green. Casi le habían pillado con las manos en la masa, mejor dicho, en la tierra. Ahora sí que iba a volver a casa y no saldría en todo el día. En casa encendió la Play Nexo y empezó a jugar. Pero, cada poco, subía a ver su semilla. En unos cinco días, según el manual, tendrían que salir unas pequeñas hojitas verde claro. Aquella espera le parecía interminable. El quinto día, sábado, se levantó de un salto de la cama y abrió el compartimento secreto de su armario y miró dentro. ¡No había nada! ¡Los brotes no habían salido! «Algo va mal», pensó Green. Se desilusionó tanto que volvió a la cama, apagó la luz y se volvió a dormir sin darse cuenta de que había dejado el cajoncito abierto. Su madre, al ver que tardaba tanto en levantarse, fue a ver qué le pasaba. Nada más entrar en la habitación, vio la luz y miró dentro de aquel cajón. Cuando descubrió lo que había dentro, se emocionó y no pudo evitar llorar. Green se despertó al oírlo y, sobresaltado, intentó explicárselo, pero su madre le dijo que no hacía falta y corrió a abrazarle. Se había emocionado porque su madre, la abuela de Green, le había contado historias de cuando todo era verde. El niño se volvió a acercar a la maceta y vio un pequeño brote verde, casi blanco, que sobresalía de la tierra oscura y húmeda. Ahora entendía la importancia de salvar el mundo y de dejarlo igual que como estaba antes. Antes de que todo fuera contaminación y de que ninguna planta ni árbol creciera de forma natural y salvaje. 74
Green cuidó la planta hasta que dio sus primeros frutos y le entregó uno a cada amigo. Les explicó cómo cuidarla y que, cuando creciera, hicieran lo mismo que él. Así se iniciaría una reacción en cadena y el mundo se volvería a ver verde y florido, como hacía unos años. Green sabía que este plan tenía sus riesgos y que, si los pillaban, aparte de requisar todos los árboles, les pondrían una multa y los meterían en la cárcel. Después de unos veinte años, Green era una persona muy poderosa. Su trabajo consistía en defender la flora y la fauna de todo el planeta. Sobre todo aquel roble grande y majestuoso que había plantado él mismo y que había visto crecer desde que era una simple bellota. Murió y todo el mundo lo recordó como la persona que había salvado el mundo de la deforestación y había devuelto el color verde natural al mundo. Lo enterraron bajo el roble que había plantado y en la lápida grabaron la frase: «El renacer del verde».
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El catarro de la Tierra Pedro テ」ila Arranz C.P. Noega 5ツコ
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abía una vez… —¡Cof, cof! —Era la Tierra, tenía un catarro terrible y por eso tenía la garganta destrozada. Sus amigos Halley, Saturno y Plutón intentaban encontrar una manera de ayudarla. —¿Qué te parece si echas a todo lo que produce humo? —propuso Saturno. —No…, ya lo he intentado, pero construyen muchos más… —respondía la Tierra bastante mal. Los cuatro amigos siguieron pensando, pero no se les ocurría nada. Pensaron que no había remedio hasta que… —¡Ya sé! Podrías echar a las personas y máquinas que produzcan humo —dijo Plutón como si hubiera solucionado el problema. —Buena idea…, pero ¿hay algún planeta como yo? —preguntó la Tierra. Creían que no había una cura. Pensaron durante horas, pero sin resultado. —¿Te traigo a Mercurio para que te tome la temperatura? —preguntó Saturno a la Tierra. —Ya lo hemos hecho muchas veces y dice que, como se lo volvamos a pedir, se marcha del Sistema Solar. La Tierra hablaba para sus adentros: «Qué hacer…, si sigo así, provocaré terremotos y tsunamis cada vez que estornude…, ¡achís!». No sabían qué hacer. Pensaron y pensaron… —¡Dejad de pensar! He comprado en E-Space un remedio para el catarro. Pero… provoca efectos secundarios… —dijo Plutón—. Provoca tormentas, huracanes y tornados —leyó. —Mmm…, no sé yo… La Tierra pensó durante días, reflexionando sobre qué hacer, si tomar la medicina o no. Hiciera lo que hiciera, provocaría desastres a sus habitantes. No sabía qué hacer, hasta que tomó una decisión. —Lo siento, Plutón, pero no puedo anteponerme a mis habitantes —dijo la Tierra. —No pasa nada, lo entiendo —respondió Plutón. —Ejem, ¿puedo hablar? Mientras pensabas, Saturno y yo hemos hecho un remedio casero, tómatelo —dijo Halley. 78
—Vale. Glup, glup —dijo la Tierra—. Ya me encuentro mejor. ¿Qué es? —preguntó la Tierra. —Se llama Ecología, es el único remedio para tu catarro —dijo Saturno. —¡Muchas gracias! —exclamó la Tierra, contenta. 79
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Lo que me dijo un animal Javier Fernández Acebal 2o premio
La vida a través del cristal Natalia Ferreira Vázquez 3er premio
Cuidemos lo que tenemos Elena Carbajal Fernández
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Lo que me dijo un animal Javier Fernández Acebal C. Patronato San José 1º A
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sta es la historia de un padre y su hijo, que decía que podía hablar con los animales. Antonio, el padre, era un hombre bueno y trabajador, al que Juan, que era su hijo,
quería y respetaba. Sólo había una cosa de su padre que a Juan no le gustaba: su gran afición por la caza. Su padre se sentía orgulloso cuando volvía de la cacería con sus grandes trofeos, cosa que a Juan le parecía muy triste. La mayor ilusión de Antonio era que llegase el día en el que Juan le acompañara en sus cacerías, como él acompañó a su padre. Y ese día llegó: Juan acompañó, sin rechistar, a su padre a cazar al monte. Juan iba en silencio y con rostro de tristeza. Mientras caminaban por la montaña, pensaba en la ilusión que a su padre le hacía y no quería fallarle. Muchas veces, Juan había dicho, en casa, que podía hablar con los animales del bosque, pero nadie parecía tomarlo en serio. Y ahora tenía que cazar a uno de esos animales. Llegó el momento y su padre le dijo: —¡Mira, Juan, qué hermoso urogallo! Ésa será tu primera pieza. —No puedo hacerlo. —¿Por qué no, Juan? —Porque he hablado con él. —¡Qué tontería! ¿Y qué te ha dicho? —Que ya son muy pocos, que los inviernos son muy duros para ellos y que el alimento es muy escaso. Además, me ha dicho que quizá no pueda sacar adelante a su familia. Su padre no daba crédito a lo que estaba oyendo, pero no quería presionar a su hijo, y le dijo: 84
—Bueno, no importa, encontraremos otra pieza. Juan respiró aliviado y siguió caminando. —¡Mira, Juan! ¿Ves aquella osa? —Sí —respondió nerviosamente. —Pues ésa será tu primera pieza. —¡No puedo, papá! —Y ahora, ¿por qué, Juan? —He hablado con ella y me ha dicho que está preñada, y que le cuesta encontrar alimento por culpa de la contaminación, y que lo necesita para el invierno, que la gente hace cada vez más carreteras y pueblos y su territorio y familia cada vez son más pequeños. Su padre no entendía lo que estaba pasando. Un poco más tarde, el padre volvió a intentarlo: —¡Mira, Juan, un buitre! Ésa sí que es una buena pieza. —¡No, papá! Me ha dicho que pertenecía a una gran familia de la que ahora mismo quedan muy pocos miembros, que cada vez hay menos carroña que limpiar en los montes, porque cada vez hay menos animales en ellos. Está preocupado porque sus polluelos, cuando crezcan, no dispondrán del alimento necesario. Antonio ya no sabía qué decir, pero cada vez estaba más pensativo. Se acercaron a un riachuelo para buscar una pieza que a su hijo no le impresionara tanto. —¡Mira, Juan! ¿Qué te parece esa nutria? —No puede ser papá, en ese riachuelo ya sólo queda ella. Me ha contado que el agua está sucia y que a las truchas no les gusta, y que las pocas que quedan se las llevan los pescadores. Pronto tendrá que marcharse. Así pasaron el día, Antonio buscando la primera pieza para su hijo y Juan narrándole las numerosas historias que le contaban los animales. 86
Poco a poco, su padre cambiaba su cara de desilusión por orgullo hacia su hijo y comprendió que nunca compartiría su afición con él. Unos días más tarde, Juan celebraba su cumpleaños. Y entre los regalos había una cámara de fotos con una nota: «Juan, gracias por enseñarnos esta valiosa lección sobre los animales. Así que, de ahora en adelante, saldremos a cazar los dos al monte, pero con esta cámara de fotos». Firmado: Papá.
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La vida a través del cristal Natalia Ferreira Vázquez C. Ursulinas Alter Vía 2º
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l amanecer, un pez con rayas blancas y azules dejó sus preciados huevos en el fondo de una gran cueva. Más tarde se alejó para que los depredadores no se percataran de que los huevos estaban allí. Días más tarde la madre vuelve a la cueva y se encuentra unos preciosos pececitos azules. Uno, mientras aprendía a nadar, sale de la cueva. De repente una botella cae al mar y hace que toda la arena de esa zona se remueva. Al pez le llama la atención este suceso y decide inspeccionar la zona. Cuando está asomado ante la boca de la botella, uno de sus hermanos lo empuja dentro. Choca contra las paredes y queda tumbado, en el fondo, aturdido por el golpe. Horas después abre los ojos y ve a sus hermanos mirando por el cristal, compungidos. Estaban muy tristes. La madre lleva a los pececillos hasta la cueva y no vuelve a salir. Aletita, sola, ve cómo su vida va a la deriva al compás de las olas. Más tarde, Aletita despierta debido a que la botella choca contra la arena. Lentamente, unos enormes pies se acercan, unas manos agarran la botella y la agitan con suavidad. A través del cristal unos ojos la observan. Es un niño de unos ocho años que pensaba que esa botella contenía un mensaje. Decepcionado, ve sólo un moribundo pez en una asquerosa botella que antes contenía vino. El niño decide cambiar el agua para que el pez esté más oxigenado y se recupere. Una dulce voz viene de una señora de la playa: —Hijo, vamos a marcharnos ya. El niño, preocupado por el que ahora era su pez, camina despacio hacia la toalla evitando que el agua de dentro se agite. —¡Mira lo que encontrado! —dice ilusionado el niño a su madre. —Deja la basura donde la encontraste, que a saber de dónde viene —dice la madre mientras termina de hojear una revista. —Mamá, pero dentro hay un pequeño pez… —Acabará muriendo de todas formas, no te encapriches con él. 90
El niño monta en el reducido coche, junto a su hermana pequeña, mientras su madre lo arranca. —Hermano, ¿qué llevas ahí? —dice la niña. —Nada, nada —le contesta éste con un tono nervioso. El coche para frente a la casa. La madre coge a la niña para bajarla del coche, la posa en el suelo y después lleva las bolsas a la casa. Él sube rápidamente a su habitación y la niña le sigue con pasos tambaleantes, ya que sólo tiene tres años. —Hermano, ¿qué llevas en la mochila? —le pregunta confundida. —Una cosa impresionante —dice con un brillo especial en los ojos. —¿Qué es? —le dice pensativa. —Una botella con un pez que ha quedado atrapado. —¿Y qué vas a hacer con el pez? —No lo sé todavía. En ese momento al niño se le ocurre pararse a pensar que el pez no podía vivir allí dentro siempre, porque crecería y no tendría espacio. Pero si rompía la botella, arriesgaría la vida de aquel pez que ahora era su única mascota. —Hermano, ¿qué te pasa? —Es que no sé cómo romper la botella sin que se muera el pez. El niño investiga en Internet sobre el reciclaje del vidrio y la contaminación que provoca su vertido sin control. En ese momento se para a pensar en las opciones que tiene: romper la botella por la parte de atrás, meter la botella en un cubo y romperla lentamente, darle un golpe para que se parta… De repente, un estruendo viene de la habitación de al lado, la de su hermana. El niño corre rápidamente y se encuentra la botella rota en mil pedacitos, el pez moviéndose a toda velocidad y un pequeño charquito de sangre, ya que su hermana se había hecho una herida en la mano. El niño, sin saber qué hacer, corre rápidamente hasta el baño, coge el vaso en el que estaba el cepillo de dientes, lo llena de agua y mete el pez dentro. Su madre sube las escaleras preocupada y se arrodilla ante la niña. La cura echando agua oxigenada y castiga al niño por no estar pendiente de su hermana. 92
El niño, ya en su habitación, observa un pez deprimido y moribundo. Enciende el ordenador y crea un blog para concienciar sobre el reciclado del vidrio. En esa noche se decidiría si el pez se salvaba o no de la muerte. Una voz trastocó sus pensamientos: «¡A cenar!». Su padre acababa de llegar de trabajar y, mientras cenaba, el niño le cuenta todo lo que le había ocurrido en la playa. El padre, fascinado por la historia que le está contando su hijo, sube y ve a un pez a punto de morir, y para ahorrarle a su hijo el disgusto de la muerte de éste, le dice: —Hijo, ¿por qué no tiras al pez por el retrete para que vuelva al mar? —dice con un tono poco convencido. —No, papi. Sé que se va a poner bien y mañana lo podremos devolver al mar. El niño se duerme rápidamente e intrigado. En la oscuridad, Aletita se mueve débilmente en el bol en que está metida. El niño ha echado sal para que el agua fuera salada y parecida a la del mar. Al siguiente día, se levanta feliz, ya que piensa que su pez estará vivo. Se acerca al bol y lentamente lo intenta localizar con la mirada. Ve cómo se mueve y una sonrisa ilumina su rostro. Ese mismo día lo soltó en la misma playa. Después de un par de lágrimas, lo vierte en el mar viendo por última vez sus aletas azules nadando lentamente mar adentro sin rumbo, pero en libertad.
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Cuidemos lo que tenemos Elena Carbajal Fernández C. San Vicente de Paúl 1º A
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ño 2504… —¡Bienvenidos a las noticias de la tarde! Hoy tenemos mucho que contarles.
—¡Vaya rollo! Todos los días noticias, ¡si no sirven para nada! —pensaba yo; nada de eso me importaba, ¿para qué las queremos? Siempre dicen lo mismo…, guerras galácticas por un lado, guerras por el otro… ¡Ah!, no me he presentado: soy Jason, tengo catorce años y vivo en la ciudad Metálica. Aquí todo es electrónico y sin vida. He leído que antiguamente la Tierra estaba llena de algo llamado naturaleza, una palabra muy bonita; nadie que yo conozca la ha visto en realidad. ¡A lo mejor es un mito! De repente… —¡Jason! —me dijo Roxana. —¿Sí, mamá? —¿Has terminado los deberes? —Claro… —le mentí. No me apetecía nada hacer los deberes, así que encendí mi portátil de última generación y entré en el buscador. —A ver…, ¿qué busco? ¿Qué hago? —me pregunté. Pensé y pensé hasta que… —¡Ya lo sé! Investigaré sobre la naturaleza. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Escribí lentamente… n-a-t-u-r-a-l-e-z-a, con miedo a encontrar que todo fuera de mentira. Pero no, le di a «buscar» y salió la respuesta. Entré en una página que se llamaba Todojardines.net. Aparecía allí una cosa con una especie de abanicos verdes y algo rosa en el centro. Debajo traía un nombre que no había oído en mi vida: flor. Pasado un rato, apagué mi ordenador, con esa palabra en la cabeza… 96
—¡Mamá! ¿Te puedo hacer una pregunta? —Sí, claro, a ver, ¡di! —¿Qué es una flor? —le pregunté con miedo. —Ehhh…, ¡huy! ¡Creo que me llaman! —disimuló. —Sí, te entiendo —respondí, desilusionado. Al día siguiente me levanté muy temprano para ir al colegio (los deberes los hice por la noche). Mi padre, Rob, estaba extrañado y me dijo: —¿Desde cuándo te interesa el colegio? No sabía qué decir. Si le decía lo de la flor a mi padre…, ¡creería que yo estaba loco! Pero por suerte… ¡hoy había excursión! —¿No te acuerdas? ¡Hoy me voy de excursión! ¡Al museo! ¡Qué guay! —¡Es verdad! —recordó mi padre—. Pásalo bien, hijo. Me despedí, después me fui rápidamente al colegio, ya que iba con mi monopatín volador. Decidí hacer una vídeo-llamada a mi mejor amiga, Susan. Se lo tenía que contar todo respecto al tema: —¡Hola, Jason! —No me vas a creer, pero tengo algo que decirte. —¡Me estás asustando! —Estoy al lado del colegio, allí hablamos. —Vale… ¡Estoy impaciente! Como acordamos, nos encontramos en la puerta: —¡Hola, Susan! ¿Tú sabes lo que es una flor? —No, ¿es un nuevo aparato? —¡Qué va! Tiene que ver con la naturaleza —le expliqué. —¡No me lo facilitas mucho! —protestó Susan. 97
—Le preguntaremos a Marta, ella sabrá algo. Marta era nuestra profesora, ¡es muy lista! Al acabar la clase, nos acercamos a ella. Yo le dije: —Tengo una duda. —¿No has entendido los problemas de matemáticas? —Es algo más complicado… —Intentaré ayudar, no te preocupes. —Un día leí un libro que traía algo sobre la naturaleza, ayer busqué en Internet esa palabra y en una página aparecía una cosa muy bonita llamada flor. Traía otra palabra: hojas, eran como pequeños abanicos verdes, y algo rosa en el centro, eran pétalos. —En la biblioteca de libros muy antiguos seguro que encontraremos algo. Estaba muy intrigado. Según mi profesora, lo que yo decía era algo real. Todavía nos quedaban tres horas para coger el autobús. Marta, Susan y yo fuimos a la biblioteca. ¡Era enorme! La verdad, nunca me habían gustado las bibliotecas, pero ésta tenía algo distinto: olía a vejez, había mucho polvo, las estanterías eran muy altas, era muy espaciosa y con una mesa en el centro. Marta me acompañó hasta el centro de la biblioteca. Volvió a los cinco minutos, con un libro. Tenía mal aspecto, parecía apolillado. Al abrirlo, una gran nube de polvo apareció a mi alrededor. —Esto es una enciclopedia —me explicó. —¿Podremos encontrar lo que buscamos? —Sí, esto es algo parecido a una reliquia, es del siglo XXI, tiene cuatro o cinco siglos más o menos. —¡Bien! Eso era muy antiguo, ¡cinco siglos! —¡Naturaleza! ¡Aquí está! —gritó Susan, que ayudaba a buscar a Marta. 98
Lo leí, y me resultó extraño: «Conjunto de los seres y de las cosas que forman el universo y en los cuales no ha intervenido el ser humano». Debajo traía una foto, se veía mal, era un lugar muy extraño, suelo verde, cosas con tubos y verde por encima…, ¡un lío! Pero me pareció maravilloso, sin saber lo que era ni dónde estaba, deseé encontrarme allí. —¡Se nos hace tarde! —nos gritó Susan, toda emocionada por el museo. En diez minutos ya estábamos sentados en el autobús, volando por el cielo; era un poco desagradable, porque era gris y no se veía nada, todo estaba muy sucio y con polvo. Pero al final, llegamos. En la entrada traía: «Museo de la Tecnología». Me encanta venir a estos sitios, hay mucho que ver. —¡Portaos bien! Y por favor… ¡no toquéis nada! —gritó una voz no conocida para mí. —Hola, soy Julius, hoy voy a ser vuestro guía. Había pensado que nos dejarían tocar las cosas, como otras veces, pero no: —Todo lo que hay en este museo funciona, no queremos que lo estropeéis, es peligroso. El guía nos empezó a explicar cosas; de repente vi una sala donde había una máquina del tiempo, y tuve una idea. Yo deseaba estar entre la naturaleza, y lo iba a conseguir de un momento a otro. Me monté en la máquina y tecleé una fecha: 15/01/2012. Me gustó mucho ese año, no sé por qué, pero sabía que era el adecuado. De repente, me desmayé, y cuando me desperté estaba en un museo distinto. Estaba más limpio de lo habitual y había unos niños muy raros. Me escondí y salí a hurtadillas a la calle; me llevé una sorpresa…, todo era distinto y había flores y naturaleza en las calles, la gente andaba, había coches que no volaban y en las casas había flores. La gente se quedaba mirándome, creo que era por mi ropa, pero no me importaba. ¡Quería estar entre la naturaleza! 100
A lo lejos vi un edificio, era un colegio. Decidí acercarme a ver cómo era. De camino hacia allí, me fijé en que la gente no cuidaba la naturaleza, ¡no entendía nada! Cuando llegué, decidí entrar. Una señora me preguntó: —¿A qué clase vas? —A segundo de la ESO. —¡Vete a tu clase! ¡Té estarán esperando! —¿Quiénes? —pregunté. Anduve por el pasillo y entré en la primera sala que vi. —¡¡¡Ahhh!!! —la gente se asustó al verme—. ¿Qué es eso? —Hola… —dije tímidamente—, vengo del año 2504. La gente empezó a reírse de mí. —¡Profesora! ¡Ese niño está loco! —gritó un niño. Me dirigí al centro de la sala y dije: —Os lo puedo mostrar. Pulsé un botón de mi reloj, de él salió una pantalla táctil. Empecé a pulsar palabras, de las que salió una imagen. La aumenté: —Ésta es mi ciudad: es triste, gris, sucia y sobre todo sin naturaleza. —¿Qué? Tu ciudad es horrible, la nuestra es mucho mejor. ¿Qué podemos hacer para ayudarte? —Cuidad lo que tenéis —dijo la profesora—, no tiréis basura al suelo, reciclad, cuidad la naturaleza. —¡Yo me comprometo! No es justo que ellos no puedan disfrutar de ella —se oyó decir. —¡Y yo! —¡Yo también! Los niños empezaron a prometer que cuidarían la naturaleza y no le harían daño. Después de hablar con los niños, me fui al museo, me subí a la máquina y volví al futuro. Debían de haber pasado horas desde que me fui, pero cuando llegué, mis amigos seguían en la visita. 101
Cuando me di la vuelta, vi un nuevo cartel que decía: «Museo de Ciencias Naturales». «Qué extraño», pensé. —¡Jason, ven! Estamos terminando —me dijo Susan. Me fui con ella, al rato salimos, y me llevé una sorpresa. —¡Naturaleza! ¡Por todas partes! — Ya, ¿y? —me dijo Susan. —Nada, estoy un poco loco —le respondí. Definitivamente, era el mejor día de mi vida, los niños cumplieron sus promesas y ahora soy feliz.
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Los mundos de Luna Andrés Blanco Villaverde 2o premio
Hielo Vanessa Díaz Vaquero 3er premio
Aviso de la nada Adrián Blanco Vega
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Los mundos de Luna AndrĂŠs Blanco Villaverde I.E.S. Roces 1Âş Bachillerato
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enga, Luna, despierta ya, por favor. Me costó tiempo darme cuenta del mensaje que mi madre llevaba pregonando largo
rato. Abrí los ojos despacio, después de retirar el antifaz negro que los cubría, y esperé a que se acostumbraran a la tenue luz de la habitación. En realidad, la luz siempre era la misma, ya fuera de día o de noche, un resplandor grisáceo se extendía por todo rincón conocido. —Luna, no te lo advierto más, ¡vas a llegar tarde al cole! Me incorporé levemente y respondí: —Sí, mamá, ya voy. Tardé unos tres minutos en ponerme el jersey y los pantalones antirradiación, tiempo suficiente para que la mujer, que seguro había despertado a todos los habitantes del bloque, lanzara dos más de sus avisos. Abrí la mochila y miré el calendario en mi agenda electrónica, 12 de septiembre de 3012, el peor día de todo el año, en el cual dejaría atrás la libertad de las vacaciones y volvería a la estresante rutina escolar. Fui un poco nerviosa al baño, como si mi propio cuerpo se diera cuenta y se preparara para el nuevo período de estudio. Me planté ante el espejo y repasé mi cara, con la intención de encontrar cualquier imperfección que pudiera traicionarme ante los primeros comentarios de los compañeros de clase. Dentro del cristal, una chica de mediana altura, rasgos suaves y tez verde pálida me apuntaba con sus ojos azules. Aparentaba algo más de la edad que tenía, unos trece años ante los ojos de cualquier persona. Cogí un peine del cajón más cercano y me cepillé el pelo castaño y lacio. Atravesé todo el pasillo trotando y canturreando hasta que llegué a la cocina. Allí delante se alzaba una imponente figura mirándome con el ceño fruncido. Mi madre era guapa a sus treinta años de vida. Su rostro, de un verde muy oscuro, casi marrón, sugería que dentro de poco pasaría a engordar las filas del grupo de los ancianos. Yo siempre había envidiado la piel de color verde oscuro que manifestaba la entrada en la madurez y de la cual hacían gala los estudiantes del último 108
curso del colegio. Por ello, más de una vez me expuse a la radiación y a los gases contaminantes de la calle sin protección, a escondidas de mis padres para conseguir un extra de color. —Cada año lo mismo, ¡eres incorregible! Como llegues tarde a clase, te prometo que te quedarás con la abuela este fin de semana —me dijo mamá. Mi cara se iluminó súbitamente. Por alguna razón, mamá creía que era una penitencia pasar dos días con la abuela, aunque posiblemente para ella lo era, ya que, como merecedora del título de madre de mi padre, empleaba buena parte del tiempo criticándola cuando íbamos a visitarla. La abuela era una persona sabia a mi parecer, de unos cincuenta años, que la mantenían día sí día también tumbada en un camastro. Siempre se portaba muy bien conmigo y me contaba historias de cuando ella era joven y acababa de dejar su antiguo planeta, arrasado por la contaminación, para llegar al que estamos ahora. Hablaba de inmensos bosques de árboles gigantes y flores exuberantes que atesoraban en su interior las criaturas más exóticas que jamás pudiéramos imaginar; de vientos puros, llenos de vida, que al respirarlos te hacían rejuvenecer, y de muchas cosas más. Yo solía pensar que estaba un poco loca, porque la última vez que vi un árbol fue en el Gran Museo Mundial, al que fui hace dos años, y parecía bastante raquítico. Una vez me contó que tal y como iba este mundo, tarde o temprano me tocaría a mí realizar ese viaje y vería las maravillas que pueblan el universo, al igual que hizo su abuela, la abuela de su abuela, la abuela de la abuela de su abuela…, y que ojalá para ese momento todos nosotros nos hayamos dado cuenta de la verdad. —¿Qué verdad es ésa, abuela? —le pregunté aquel día. Ella me respondió con una sonrisa un tanto enigmática y me pidió que la dejara sola para descansar. Tomé el desayuno rápidamente y me dispuse a salir de casa, asegurándome de ceñirme bien la mascarilla filtradora de gases. Después cogí la mochila y bajé las escaleras hasta la planta baja, donde atravesé la puerta de seguridad y me interné en la nube gris que era la calle. Llegué a la puerta del colegio considerablemente tarde y, al pasar por la recepción, el conserje me cortó el camino y me dirigió una mirada inquisitiva. Era un individuo de piel parda y arrugada, 109
erosionada tras muchas jornadas de duro trabajo y que se encorvaba de forma apreciable hacia delante, como si notara el peso de sus casi cuarenta años de edad. Se llamaba Juan y tenía muy buena relación con él. Incluso yo misma prefería pasar la hora del recreo acompañándole en sus tareas de mantenimiento, en vez de estar con mis compañeros de curso; por ello dudaba mucho que me impidiera el paso por el hecho de mi tardanza. —¿Acaso pensabas empezar el curso sin antes pasar a saludarme? —me dijo de forma burlona. Le conté que tenía bastante prisa y que estaba bajo amenaza de castigo, pero que, de todas formas, había pensado ir en su busca cuando la campana diera por terminada la primera tanda de clases. Dicho esto, fui al aula que me habían asignado este año. Por fin la campana sonó. Habían sido un par de horas bastante relajadas, dedicadas casi en su totalidad a la presentación de los alumnos y alumnas a los nuevos profesores, aunque no cabría esperar lo mismo de las sesiones de los próximos días. La primera fue matemáticas, con la que nunca me había sentido especialmente cómoda, pero la segunda, historia, era de mis favoritas. La profesora que la impartía nos dio unos breves apuntes del temario que íbamos a tocar, como, por ejemplo, el fracaso del Protocolo de Kyoto en la antigüedad. Fui a ver a Juan adonde normalmente estaba cuando no tenía nada entre manos, en un pequeño despacho que él apodaba su «fuerte impenetrable», aunque, en realidad, su sistema de seguridad se basaba en un panel con contraseña que hacía bastante tiempo que conocía. Efectivamente, allí estaba dormitando en una silla que no parecía muy cómoda. La habitación seguía tal y como la recordaba, llena de trastos de distintas formas y tamaños, la mayoría muy antiguos, casi reliquias, que mi buen amigo fue cosechando a lo largo de su vida. Me acerqué a él y, tras darle un par de empujoncitos en el hombro, le dije: —¿Qué, Juan, es que no has oído el timbre? Éste se despertó sobresaltado y, suspirando, contestó: —¡Ah, Luna, eres tú! Pensaba que uno de esos chiquillos revoltosos se había vuelto a colar para hacer de las suyas. 110
Luego añadió: —Mira, ven, las vacaciones han sido generosas conmigo y encontré unos ejemplares magníficos de música clásica, cuando trabajaba por el verano en los Mundos Contenedor del Sector Este. Por supuesto, Juan era un amante de todo lo perteneciente a eras pasadas, y lo viejo y deteriorado él lo rescataba y le daba una segunda vida. A veces era tachado de raro por la gente que no lo conocía, pero a él, al que no le importaba lo que pensaran los demás, me confesaba que sólo perpetuaba una costumbre perdida que solían tener algunas personas, en aquella época cuando todavía se vivía en casas hechas con metal y cristal, cientos de años atrás. Reciclaje, creo que lo llamaba. Me enseñó una especie de cuadrados de un material transparente donde aún se podía leer AC/DC y Pink Floyd. —Deberías escucharlos, es música clásica de la buena, aunque me ha costado bastante encontrar un aparato capaz de reproducirla —comentó. —Quizá en otro momento, de verdad —contesté con una sonrisa. Nunca me había interesado demasiado la música—. Sin embargo, dijiste algo sobre unos mundos, ¿no? Juan no parecía entender al principio, pero luego recordó: —Ah, sí, te refieres a los Mundos Contenedor. ¿Nunca has oído hablar de ellos? —Al ver mi cara interrogante, prosiguió—. Ya, seguramente tus padres nunca te han hablado de ellos, aunque no son nada fuera de lo normal. Son, ¿cómo decirlo?, antiguos emplazamientos de la humanidad que han quedado inhabitables por la contaminación y que ahora son utilizados como basureros masivos. Aquellas palabras resonaron en mi cabeza. —Creo que mi abuela me habló de ellos alguna vez, pero siempre pensé que eran cuentos —dije casi para mí misma. —Nada más alejado de la verdad, chiquilla, son tan reales como el aire viciado que respiras y gente como tu abuela, mayor que yo, debe de saberlo bastante bien. Yo nací en este planeta y debo decirte, pequeña Luna, que no se parece en nada a lo que hoy se puede ver. —Creía apreciar que tenía 112
los ojos húmedos—. Pero, ¿qué se le va a hacer?, es la consecuencia del progreso y no se puede cambiar ¿no? Yo, por mi parte, estoy perfectamente con mis antiguallas y sólo espero poder llevármelas cuando cambiemos de emplazamiento —soltó una carcajada y añadió amargamente—, si ese bien tan precario al que llamamos luz no decide abandonarme del todo. La campana se quejó recordando a los alumnos sus obligaciones. —Bueno, ya me tengo que ir. ¿Quieres que vuelva en el segundo recreo? —le dije. —No, tranquila, tengo que ir al centro de la ciudad a hacer unos recados, ya nos veremos mañana. Te recomiendo que aproveches ese tiempo en mantener las amistades que te quedan, o acabarás igual de chalada que yo —y volvió a reírse. Era ya tarde y estaba a punto de irme a la cama. Había sido un día duro, pero compensaba porque había aprendido muchas cosas. Después de terminar la jornada en el colegio, papá hizo la comida y luego quedaron él y mamá con unos amigos para ir a su casa. Yo les acompañé, no sin antes manifestar mi queja y descontento, aunque al final acabé pasándomelo bien, ya que éstos tenían un hijo poseedor de una consola de realidad virtual con muchos videojuegos. Me sumergí entre las sábanas bostezando audiblemente y me quedé dormida casi al instante. Esa noche soñaría con sitios nuevos, de muchos colores y perfumados aromas, que quién sabe si algún día vería.
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Hielo Vanessa DĂaz Vaquero I.E.S. Roces 1Âş Bachillerato
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manecía en Sierra Morena. El bosque gozaba de un color verde intenso y se extendía más allá del horizonte. Con el amanecer aparecieron los primeros pájaros en busca de
alimento, los animales se ocultaban tras las jaras y las encinas, temerosos aún de que algún cazador pudiese darles caza. Sin embargo, yo estaba agazapado tras un arbusto, quieto, sin apenas respirar, esperando a que el conejo por el que había permanecido allí tumbado desde hacía horas saliese de su conejera. Los pinceles negros de mis orejas apenas sobresalían del escondite, mi corta cola estaba erguida y mis patas preparadas para saltar en cuanto se diese la oportunidad; tenía las barbas y el vientre completamente pegados al suelo y podía oler la húmeda tierra que tenía bajo mis patas; mis grandes y verdes ojos estaban clavados en la conejera. No iba a dejar que ese conejo se escapara. El pelaje moteado de mi cuerpo era una gran ventaja, se mezclaba con el entorno y me hacía invisible para cualquier animal. Aún no había comido, y el ruido de mi estómago no me ayudaba demasiado a guardar silencio. De repente, vi salir unas orejas de la madriguera, me pegué al suelo hasta que me hundí en la tierra, sabía que solamente tenía una oportunidad y la tenía que aprovechar. El conejo salió sin darse cuenta de mi presencia y comenzó a comer la fresca hierba que crecía al lado de su escondite. Comencé a acercarme sigilosamente, pero fue en ese momento cuando el conejo se quedó inmóvil. Sabía, por mi experiencia, que eso era una señal de advertencia: un movimiento erróneo y echaría a perder mis horas de espera, por lo que me volví a hundir en la tierra y esperé paciente. Unos minutos más tarde, el conejo reanudó su actividad. No lo pensé dos veces, levanté mis cuartos traseros y me abalancé sobre él saltando el arbusto, como si de una simple piedra se tratase. Eché a correr tras él, sabía que lo tenía que atrapar si no quería pasarme otra hora esperando que algún compañero suyo saliese de nuevo de la conejera. Finalmente, hice gloria de mi fuerza y rapidez y de un zarpazo derribé al conejo. Me lo llevé a un lugar seguro, fuera de la mirada de otros animales, 116
y lo devoré rápidamente y en completo silencio; cuando acabé, tapé los restos con hojas secas para disimular su olor y me fui. Mi nombre es Hielo y soy un joven lince ibérico, de los pocos que quedamos libres en Sierra Morena. Nací en un centro de cría llamado Acebuche. Según me contó mi madre, los humanos han construido lugares llamados centros de cría para cuidar allí a los linces que están enfermos o que están a punto de tener cachorros. Mi madre entró allí muy enferma, debido a una enfermedad que nos afecta a los linces y que ha sido producida por el ser humano. Algunos científicos creen que se debe a unas vitaminas que nos ponían en el alimento que tomábamos en Doñana, mi antiguo hogar. A los pocos días de que nos recogiesen los humanos, nací yo, y desde entonces no he vuelto a ver a mi madre. A todos los linces que nacemos en un centro de cría nos ponen un nombre que empieza por una letra distinta cada año. Así, solamente con saber cómo nos llamamos, los humanos saben en qué año hemos nacido. Éste año toca la letra H. Las dos principales poblaciones de nuestra especie que existen actualmente están en Doñana y Sierra Morena. Cuando alcancé los nueve meses de edad, me trasladaron a Sierra Morena. Los humanos nos trasladan para que nuestras poblaciones no estén completamente aisladas y nos podamos relacionar con otros linces. Cuando llegué a Sierra Morena, todo me pareció extraño, los meses que pasé en el centro de cría me daban abundante comida, dormía seguro y no tenía demasiadas preocupaciones. Aquí he tenido que perfeccionar mi estrategia de caza y aprender a luchar por el territorio con meloncillos, zorros e incluso algún lobo. Caminé varios kilómetros hasta que visualicé mi hogar, un conjunto de rocas graníticas cubiertas por arbustos que nos hacían invisibles para los cazadores furtivos; además, estaban más altas que sus alrededores, lo que permitía tener una vista general del territorio. En una parte del conjunto granítico, echado majestuosamente sobre la roca más alta, estaba Jub, el lince más anciano de Sierra Morena. 117
Se pasaba el día contando historias a los linces más jóvenes, historias que le contaban sus abuelos o historias que él mismo había vivido. Los linces más pequeños estaban sentándose a su alrededor, así que había llegado en el momento preciso para poder escuchar una de sus historias. Ascendí de unos pocos saltos las rocas que separaban el suelo de Jub, saludé con suaves cabezazos al resto de linces y me senté al lado de Jub, dispuesto a escuchar su historia. —Pocos somos ya, muy pocos hemos sobrevivido a los humanos —decía Jub en un tono muy serio, casi melancólico—. Los humanos son animales como nosotros, pero parece que se han olvidado de eso, campan a sus anchas por el mundo y construyen carreteras aquí y allá, sin importarles los seres que ya viven en ese lugar. Hubo un tiempo en el que los linces habitábamos toda la Península Ibérica: corríamos por los Pirineos, cazábamos en Castilla y León y hasta pasábamos los veranos en la Cordillera Cantábrica. Convivíamos en paz con los seres humanos, pero de pronto comenzaron a cazarnos, nos querían por nuestras pieles, y nos culpaban de comernos sus gallinas. Ya no solamente nos cazaban los furtivos, sino aquellos cazadores que decían proteger el bosque y a sus animales. —El tono de Jub había cambiado, ahora hablaba con cólera—. Por esta razón, nuestro número descendió notablemente, y sin tener tiempo para recuperarnos de la caza masiva, una atroz enfermedad llamada mixomatosis le entró en los años cincuenta a nuestra principal presa, el conejo. Muchos linces enfermaron y murieron de hambre al no tener de qué alimentarse. Unos pocos intentaron sobrevivir cazando pequeños ciervos, incluso urracas, pero les fue imposible. Ahora somos menos de doscientos ejemplares. Y justo en este momento tan crítico los humanos se han dado milagrosamente cuenta de que nos tienen que ayudar. En ese momento, Jub se incorporó, quedando sentado en la roca y con sus ojos firmes en el horizonte, era como si le costase recordar, como si quisiese por un momento revivir esa época en la que los linces ocupaban toda la Península y no se tenían que esconder. —Muy pocos humanos saben de nuestra existencia, y aún menos nos ayudan; sin embargo, los cazadores se han dado cuenta por fin de lo que valemos y ahora nos protegen. Además de nuestra 118
caza y la enfermedad que afectó antaño a los conejos, hay otras razones no menos importantes por las que nuestro número desciende cada vez más. La cantidad de atropellos que se producen cada día al cruzar las carreteras, la enfermedad que recientemente nos ha afectado, y que fue producida por el hombre, y la caza furtiva que los humanos no han sabido controlar y que es la culpable de nuestra situación. Recuerdo una vez que estuve en un centro de cría, allí escuché a dos hombres hablar sobre una carta que habían recibido. Había sido escrita por un cazador furtivo y en ella afirmaba haber matado un lince con su escopeta. Se enorgullecía al recordar el tiro que le había dado, pero a la vez estaba muy enfadado al no poder haber cogido el cuerpo del lince para su colección de animales disecados. —A Jub le ardían los ojos al recordar ese momento, tuve la sensación de que había conocido personalmente a ese lince del que hablaba, al ver, por un segundo, atisbar una lágrima en uno de sus grandes ojos—. ¿Qué les hemos hecho a los humanos para que nos odien tanto? ¿Qué les ha llevado a que nos cataloguen como simples alimañas, cuando ahuyentamos a los zorros de nuestros territorios para que no ataquen a su ganado y hacemos que abunde el conejo? Como sabéis, amigos, nosotros sólo comemos un conejo al día y nunca atacamos a otros animales si hay abundancia de nuestra principal presa. Sin embargo, los zorros y los meloncillos atacan a conejos, perdices, gallinas, ovejas y todo tipo de animales. En un mismo territorio conviven gran número de estos depredadores, lo que hace que haya escasez de conejos y perdices, pero nosotros, los linces, somos solitarios y tenemos territorios diferentes para cada uno, por lo que con nuestra presencia el conejo es muy abundante. A pesar de estos beneficios, los territorios ocupados por zorros son muchísimo más numerosos que los territorios ocupados por linces. La principal razón es que nosotros no nos adecuamos a cualquier hábitat ni nos alimentamos de cualquier presa. Entonces, ¿por qué somos tan odiados si mejoramos la caza y hacemos que haya superpoblación de especies allí donde nos encontramos? Nadie lo sabe aún, pero lo que tenemos que hacer es luchar por nuestra supervivencia, intentar que nuestra especie, que sólo se encuentra en la Península Ibérica y que es un emblema para España y Portugal, perdure por muchos años. Sería una vergüenza para nuestra 119
especie que fuésemos los primeros felinos en desaparecer, después de los famosos dientes de sable, que desaparecieron hace millones de años. En ese momento me entró una gran duda y sin vacilar un minuto se la pregunté a Jub: —El matorral mediterráneo ocupa casi toda la Península Ibérica; entonces, ¿por qué no nos trasladamos al centro o al este para aumentar nuestros dominios? —No es tan fácil, pequeño Hielo —me contestó Jub con dulzura—. Hay numerosas carreteras y ciudades, los humanos viven en todos los sitios, Sierra Morena y Doñana son los únicos lugares que están fuera de su alcance, podríamos decir que olvidados, así que aquí estamos a salvo; además, en el norte y en el centro habita el lobo, nuestro principal enemigo, y las manadas que pueblan esos lugares son muy numerosas, no tendríamos nada que hacer contra ellos. Para llegar, tendríamos que cruzar carreteras y pueblos, por lo que sería imposible. Un hábitat es muy complejo, no sólo tiene que haber matorral mediterráneo para poder vivir, sino también agua y alimento. La ilusión de poder vivir en otro territorio donde el conejo fuese abundante se me desvaneció a la vez que Jub pronunciaba esas palabras. El viejo lince estaba llegando al final de su historia, y yo deseaba que llegase mañana para que nos contase una nueva. Me encantaban sus historias, soñaba con poder ayudar a nuestra especie, poder llegar a un lugar donde quedarme y crear mi propia familia. —Ya es muy tarde —dijo Jub mirándonos con sus dulces ojos—, deberíais ir a dormir, vuestras madres os estarán esperando. Se levantó de la roca y descendió con la elegancia que caracteriza a los felinos. Cuando desapareció, me puse en pie y me dirigí a mi escondite. Antes de que el amanecer se alzara sobre Sierra Morena, salí y comencé a recorrer mi territorio como todas las mañanas. No llevaba mucho recorrido cuando de pronto apareció ante mí un gran lobo, el más grande que había visto hasta entonces; sus ojos amarillos estaban mirándome fijamente y sus colmillos asomaban de forma amenazadora. 120
El corazón me dio un vuelco, comencé a correr sin saber adónde me dirigía, consciente de que si el lobo lograba atraparme sería mi fin. Por suerte, llegué a una carretera, las luces pasaban de un lado a otro a una velocidad que jamás había visto, eran más rápidas que cualquier conejo que hubiese cazado, incluso más rápidas que nosotros mismos. Me abalancé a la carretera sin pensar, lo único que quería era deshacerme del feroz lobo. Sin darme tiempo apenas a reaccionar, una luz se situó frente a mí, utilicé toda la fuerza que podía quedar en mi interior después de la calurosa carrera, y salté hacia el otro lado. Cuando me levanté, no logré ver ni rastro del lobo. O se había ido o se lo habían llevado las luces, de la misma forma que se habían llevado a muchos linces. Con la respiración todavía entrecortada y asombrado por lo que acababa de presenciar, comencé a andar en dirección contraria a la carretera, sabía que no podía volver, no podía arriesgarme a cruzar de nuevo, tendría que olvidar a Jub y los demás linces. Una de las cosas que el anciano lince nos había enseñado es que la primera y la única cosa que debemos hacer en nuestra vida es luchar por nuestra supervivencia, sin importarnos lo que cueste. Con las mismas, me dirigí a investigar el que sería por muchos años mi nuevo territorio. A mi paso encontré varias charcas donde más tarde podría ir a beber, algunas conejeras vacías y un gran número de urracas que revoloteaban nerviosas a mi alrededor. Podía notar su aire de superioridad, pero no eran tan valientes como para acercarse demasiado a mí, sabían que con un solo gesto podría deshacerme de ellas. De pronto oí crujir una rama detrás de mí: el lobo había vuelto. Las luces no se lo habían conseguido llevar y me estaba siguiendo. Me giré muy lentamente sobre mis patas, preparado para echar a correr de nuevo, pero la sorpresa llegó cuando en lugar de un lobo pude ver a una hermosa lince hembra. Tenía los ojos verdes más bonitos que había visto en mi vida, rebordeados con una sutil raya negra que los hacía aún más hermosos. El moteado de su cuerpo no era comparable a los que había conocido anteriormente. Las manchas se ordenaban en pequeños grupos perfectos, haciéndose más abundantes en los flancos laterales y la cabeza. Sus orejas estaban heridas y sus pinceles 121
echados ligeramente hacia atrás; sin duda aquella actitud expresaba sorpresa. La cola la mantenía enhiesta en forma de pequeña advertencia; estoy seguro de que se hubiese peleado conmigo de haber sido ésa mi intención. Se acercó a mí y me olió. —¿Qué haces en mi territorio? —fueron las únicas palabras que pronunció, su voz era dulce y suave, sin duda todo en ella era perfecto. —Me ha perseguido un lobo, y no he tenido más remedio que adentrarme aquí —mi tono era tranquilo pero al mismo tiempo me sentía emocionado. —En ese caso, puedes quedarte, pero no me ahuyentes a los conejos —dijo mientras se daba media vuelta y se alejaba. Los días pasaban y yo cada vez conocía mejor mi territorio. Lil y yo pasábamos cada vez más tiempo juntos y poco a poco nos fuimos haciendo más que buenos amigos. Lil no era como los otros linces, nunca había tenido contacto con los humanos, era completamente salvaje y eso la hacía especial. Un día salimos a cazar, habíamos desarrollado una estrategia infalible: cuando ya habíamos visualizado a la presa, la rodeábamos, y yo esperaba en la parte de atrás mientras Lil le daba caza. Era una excelente cazadora, muy pocas veces se le escapaba la presa. Habíamos seleccionado al conejo que se convertiría en nuestra comida; rodeé su posición y me agazapé tras unos arbustos. Sin tiempo de reaccionar, unos grandes dientes de hierro se cerraron sobre mi pata, ésta crujió y yo solté el alarido más grande que mi garganta me permitió. De repente me llegó un olor que me era muy conocido, olor humano, vi acercarse la figura de un hombre, estaba claro que lo que me acababa de suceder no era nada bueno, había oído esas historias que contaban sobre terribles cazadores furtivos que nos apresaban para vender nuestras pieles o simplemente para tenernos como trofeo. Me armé de valor, lucharía hasta la muerte si era necesario para que ese furtivo no me cogiese, deseaba que Lil hubiese huido al olerlo, no quería que la cogieran también a ella. 122
El hombre me quitó el extraño objeto, me cogió en brazos y me llevó con él; estaba todo perdido, no volvería a ver otro amanecer ni los hermosos ojos de Lil. Era el fin, había fallado, no había conseguido cumplir la primera regla que Jub nos había enseñado, mi corta vida había finalizado. Me desmayé completamente seguro de que nunca abriría mis ojos de nuevo. Había un lince ibérico menos en el mundo. Me desperté en una jaula muy grande, tenía agua y abundante comida; además, mi pata estaba vendada con una gasa blanca. La habitación era enorme y en un lado había un hombre vestido con un jersey verde oscuro y unos vaqueros. Tenía el pelo negro y muy corto, sin duda era un cazador. Era joven y tenía unos brazos musculosos, sus ojos eran negros y en su mirada no había ni una pizca de maldad. —Menos mal que te has despertado —me dijo al ver que lo observaba atónito con los ojos como platos—. Me has dado un buen susto. Un poco más y el furtivo te hubiese cogido. No sabía qué decir, pensaba que había llegado mi final y en cambio un joven cazador me había salvado. Realmente era increíble. Era verdad lo que Jub nos decía, los cazadores finalmente nos ayudaban. —Mi nombre es Carlos y suelo cazar en estas tierras; ya me iba cuando oí tu grito y me acerqué para ver lo que pasaba. Te he curado la pata, estarás aquí unos meses y luego te llevaré al lugar donde te encontré. Estaba asombrado, me había salvado un cazador, un cazador que cuidaba del bosque y también de sus animales. Así deberían ser todos los humanos, tenían que estar concienciados con el medio ambiente, ya que era el lugar donde vivían. Pasaron los meses y mi pata se iba curando. Pensaba en Lil a menudo, esperaba que estuviese bien y que el furtivo no se la hubiese llevado, hacía mucho que no la veía. Al cuarto mes, Carlos me trasladó a una jaula más pequeña. —Es hora de que vuelvas a tu hogar —mencionó—. Me ha encantado tenerte aquí, me gustaría que te quedases más, pero un lince nunca podrá vivir cerca de un humano, es algo que hay que entender. Espero que tengas mucha suerte en tu aventura y que nos volvamos a ver pronto. 124
Una sonrisa recorrió toda su boca, sin duda era un buen hombre. Deseé que alguna vez pudiésemos encontrarnos de nuevo como él había dicho. Sacó una jeringuilla y me pinchó con cuidado en una pata. Pasados unos minutos, mis ojos comenzaron a cerrarse y finalmente me dormí. Me desperté al lado de la carretera que hacía tiempo había cruzado mientras huía del lobo, pude ver a Carlos a lo lejos y le dediqué un maullido de agradecimiento por todo lo que había hecho por mí. Me observé la pata: estaba en perfecto estado, lista para correr de nuevo. Sin mirar atrás, me introduje en los arbustos y comencé a buscar a Lil. La encontré tumbada dentro de un tronco seco. Sus ojos estaban hundidos y rodeados por grandes ojeras. Sin duda estaba cansada y muy delgada. ¿Acaso no había comido? Sabía que podía estar enferma o incluso herida. Me acerqué con cuidado y la saludé cariñosamente. La sorpresa llegó cuando de su alrededor salieron aullando con fuerza tres cachorros pequeños de apenas unos días de vida. Sin duda había cumplido con creces la primera regla de un lince: había sobrevivido y además había creado mi propia familia. Pero mi historia es una gran excepción, porque los linces ibéricos no solemos pasar de nuestro primer año de vida, debido a la cantidad de peligros que nos rodean. Dependemos completamente del ser humano para que nuestra especie siga existiendo.
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Aviso de la nada Adriรกn Blanco Vega Liceo La Corolla 1ยบ Bachillerato
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Siempre y nunca
stimados humanos: Soy la voz muda que inunda el universo, soy la luz y la oscuridad. Soy la nada y el todo, el uno y el infinito. Sobre lo ocurrido y lo que falta por ocurrir, lo presente lo pasado. Formo parte de todo, pero no soy nada. El tiempo, el espacio, el infinito…, todo forma parte de mí. Cada flor que amanece, cada árbol caído, cada día, cada noche. Soy el fuego líquido que inunda vuestros corazones. Todo ello es la expresión de mi ser. Unos me llaman Dios, otros cosmos, conciencia, Buda, Alá, algunos naturaleza. Los más osados se atreven a decir que simplemente soy una parte de la imaginación, de la necesidad de creer. Hablan sin saber. El tú, él, vosotros, ellos, aquello… se junta en mí porque yo soy la esencia misma de las cosas. No tengo un cuerpo ni una forma, no soy tangible, pero estoy presente. Veo, pero no tengo ojos. Oigo, pero no tengo oídos. Toco, pero no tengo manos. Existo desde el principio, incluso antes. Vi la primera luz, sentí la primera emoción, percibí la primera vibración. A lo largo de mucho tiempo os he observado, he reflexionado, he existido y formado parte de vuestra existencia. Me henchía de orgullo al comprender y sonreía al entender. Pero ya no, dudo de vuestro futuro. Fui testigo de vuestra evolución, os empujé en vuestros primeros pasos, os imbuí de algo de mi inteligencia, para ahora descubrir que fue en vano. Al principio erais casi perfectos, vivíais en consonancia con la misma existencia, respetabais y os hacíais respetar. Pero todo eso se ha perdido. Habéis pasado a imponeros, a acabar con todo y a arrasar todo lo que veis. Formabais parte de la naturaleza, pero ahora la pisoteáis y os reís de ella; pues reíos, que el tiempo se agota. Vuestra supuesta «evolución» sólo implica el paso de seres respetuosos a seres despreciables. Habéis dado por hecho que tenéis el derecho a imponeros y que vuestra fuerza e inteligencia no pueden ser superadas. Os aprovecháis del planeta que se os ha dado, la Tierra, lugar pletórico de vida y exultante de especies. 128
Vuestras sociedades están viciadas, vuestros valores corrompidos. Le dais la misma importancia a la vida que una piedra que os encontráis en el camino, que luego utilizáis a vuestro juicio para satisfacer necesidades innecesarias, y después de usada y destrozada, pasáis a la siguiente. Pues en este caso no va a poder ser así. Vuestro deber es cuidar la Tierra, respetarla y amarla. Habláis de sociedad, de progreso, de humanización…, hipócritas. Hacéis caso omiso de las pistas que el mundo os está dando. La situación es insostenible, han sido necesarias muchas catástrofes para que algunos se dieran cuenta. Huracanes, terremotos, cambio climático, inundaciones, devastaciones…, a todo le ponéis nombre y os estremecéis cuando lo escucháis, pero vuestra conducta no cambia un ápice. Por lo tanto, tenéis lo que os merecéis. Al acabar con todo, acabáis con parte de mi ser. Deforestáis, sobreexplotáis los recursos naturales, acabáis con especies y organismos, contamináis la atmósfera, cambiáis la orografía a gusto…, nunca había visto nada igual. Ese desarrollo no es sostenible. Sois una raza con limitaciones, entre ellas la de poder vivir sólo en este planeta, la Tierra. Quizá algún día encontréis otro, pero no deberíais confiar tanto en la suerte. Habéis abierto una gran herida en la Tierra y ahora os toca cicatrizarla. Sólo hay un problema, en la generalidad está el error. ¿Qué culpa tiene el resto de vuestros errores? ¿Deben pagar justos por pecadores? Estáis procrastinando lo inevitable. Sabéis el fin que os espera y aun así hacéis oídos sordos. Todos sabéis la teoría, pero en la práctica no sois consecuentes. Actuáis al contrario de lo que predicáis. Pues ya va siendo hora de abrir los ojos, no sólo importa el yo y el presente; el futuro y los demás también tienen el derecho de disfrutar de lo que la Tierra ofrece. No hace falta renunciar a todo, sólo ser consecuentes. Habláis de responsabilidades, pues acatadlas; habláis de sostenibilidad, pues comprometeos. Parece que se os exige un acto total y absolutamente altruista, pero no, debería ser un simple acto egoísta, eso sí, egoísta y consecuente, ya que el fin sería conseguir una buena vida para vosotros y de paso para todos. ¿Creéis que un par de actos buenos ya os convierten en buenas personas? Pues la realidad es bien distinta, basta de falsas fachadas. No se trata de renunciar al nivel de vida, sino de utilizar aquello que se necesita, no por capricho. Es difícil, 130
lo sé, pero he visto razas que se han extinguido por menos. Muchas de ellas no llegaron a puntos tan críticos como vosotros, sucumbieron; unos continuaron con su conducta y recibieron el castigo; otros se concienciaron, pero era tarde. Os podría enumerar infinidad de casos similares. En todos me mantuve al margen, pero en este caso voy a intentar influir en el desarrollo de la Historia, no de vuestra historia, sino en la de la existencia. Os mando este aviso para que finalmente cambiéis de comportamiento. Reciclad aquello que podáis (por cierto, buena manera de reaprovechar la materia), reducid las emisiones de gases de efecto invernadero y CO2, investigad, desarrollad procesos alternativos, haced caso a los que entienden lo que está pasando… En resumidas cuentas, preocupaos por lo que está pasando. No dejéis para mañana lo que se pueda hacer hoy, porque el mañana es muy difuso y probablemente sea ya tarde. Vuestra raza, a diferencia de otras, ha empezado a comprender los entresijos de la vida, os queda mucho por aprender y habrá preguntas sin solución. Pero en vosotros veo esperanza, ganas de vivir, y creo que poco a poco os estáis concienciando, cada generación tiene más información y, poco a poco, os acercaréis a un modo de desarrollo sostenible. En el fondo tenéis algo, una bondad innata, una bondad que brilla en la oscuridad, y tengo la esperanza de que se abra camino a través de estas oscuras tinieblas. Esto todavía tiene solución. No pongáis excusas como la de que estáis determinados, porque, como mucho, vuestro sino está condicionado. Tenéis la libertad de escoger el camino que queréis seguir. Tampoco podéis imitar a aquellos que son malos ejemplos. Si los demás malgastan agua, tú no tienes por qué hacerlo. Es usual oíros decir «total, lo hacen todos». Pues no, en el río de la vida cada gota cuenta. Y tu gota podría ser decisiva para que el caudal no se seque y continúe rebosante de fuerza y energía. Firmado: nadie en especial. P.D.: Éste es mi aviso, espero que os sirva.
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