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Trina Malpica
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Sueños de la montaña Ilustrado por Henry Rojas
Colección Caminos del Sur Hay un universo maravilloso donde reinan el imaginario, la luz, el brillo de la sorpresa y la sonrisa espléndida. Todos venimos de ese territorio. En él la leche es tinta encantada que nos pinta bigotes como nubes líquidas; allí estuvimos seguros de que la luna es el planeta de ratones que juegan a comer montañas, descubrimos que una mancha en el mantel de pronto se convertía en caballo y que esconder los vegetales de las comidas raras de mamá, detrás de cualquier escaparate, era la batalla más riesgosa. Esta colección mira en los ojos de niños y niñas el brinco de la palabra, atrapa la imagen del sueño para hacer de ella caramelos y nos invita a viajar livianos de carga en busca de caminos que avanzan hacia realidades posibles.
El gallo pelón es la serie que recoge tinta de autoras y autores venezolanos; el lugar en el que se escuchan voces trovadoras que relatan leyendas de espantos y aparecidos de nuestras tierras, la mitología de nuestros pueblos indígenas y todo canto inagotable de imágenes y ritmos. Los siete mares es la serie que trae colores de todas las aguas; viene a nutrir la imaginación de nuestros niños y niñas con obras que han marcado la infancia de muchas generaciones en los cinco continentes.
A Elsa, mi madre, todas mis letras, por siempre
Advertencia
En un soplo de viento frío te envío mis sueños de la montaña, de esas montañas plenas y acuareladas que bordean nuestros horizontes, recíbelos con un abrigo cuajado y calientito como el café de las tardes. Llevan un lazo hecho de un soplo verdiazul salido del ventisquero que debes desatar con un hechizo: Waraira Repano, llévame de la mano, Moconoque, Mucurubá, sueño que viene y se va, Mucuchíes que ríes, que vives, que no olvides, deja que estas historias libres se extravíen en los ojos del niño que estas páginas mire
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Si lo haces bajo un árbol, a las tres de la tarde, tus sueños se harán grandes y fuertes como las montañas…
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Un silbido y tres amigos A Tinjacá y Nevado, compañeros fieles y silenciosos de la libertad
Ninguno sabe qué talento lo llevará a ser grande, pero siempre “alguno” lo descubre. Todos tenemos uno, digo, un empeño por ser grande, un talento y un “alguno” que lo descubra. Solo hay que hacer silencio y escuchar para advertirlos, entonces y solo entonces nuestros pasos encontrarán su camino y en el mejor de los casos harán historia. Una historia como la que hoy vengo a contarte, la historia de Tinjacá, el indio de la montaña.
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Un monte de peluche bordado con plantas de pelusa lo vio nacer. Entre sus regazos corría alborotado con su larga manta rayada que casi llegaba al piso, siempre rodeado de vacas y ovejos. Tinjacá no era solo un buen vaquero, sino el mejor silbador de la zona. Cada atardecer, a la hora de la merienda, bajaba corriendo como un potro y gritaba desafiante:
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—Este silencio está muy aburrido, ¿no les parece? ¡Hay que romperlo con un silbido! —¡Sí! ¡Silbe, Tinjacá, silbe! —era el grito entusiasmado con el que lo recibían los niños cada atardecer mientras comían mantecadas acompañadas de chocolate caliente. Y entonces, luego de una reverencia, Tinjacá llevaba sus dedos a la boca y soplaba, produciendo un sonido mágico capaz de despertar a los frailejones y espantar al Cóndor, un sonido muy grande para salir del cuerpo de un niño, una onda rebelde que desgarraba los ventisqueros y atravesaba la niebla como una flecha certera. Al terminar, era aplaudido por sus amigos, a quienes decía: —¡Ahora les toca a ustedes! —¡No, qué va!, a nosotros no nos sale tan bien como a usted. —Ah, eso es porque hay que ser un indio mucuchero para que el silbido salga guerrero.
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Ese “silbido guerrero”, famoso en todo Mucuchíes, se vio silenciado una tarde por una triste noticia: —Debe ir a hacerse hombre, Tinjacá —le había dicho su Taita, a quien los años y lo indio le decían que un muchacho pegado a las faldas de la mamá y silbando como un cotorro no podría llegar lejos. A la mañana siguiente partiría a Moconoque a trabajar en una hacienda. —¿Y dónde queda eso, Taita? —fue lo único que atinó a preguntar. —A una legua de Mucuchíes. El frío de aquella noche era el más salvaje de los fríos, era como un lobo de hielo respirando en la cara de Tinjacá. Su cama, antes suave y caliente, ahora era una cueva, una piedra de río dura y helada. Ese frío no era otra cosa que el miedo, lo sabía, el miedo es un compañero traicionero que se metía dentro de sus huesos, de sus ojos que parecían quebradas crecidas y sus dientes que temblaban. “Estaría a una legua”, dijo su Taita, porque
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se siente menos lejos, una legua se oye cortito, pero en realidad serían más de 4.000 kilómetros de distancia, sin su mamá, sin sus amigos, sin su montaña. Lloró toda la noche y soñó que el páramo también lloraba. Eran las cinco de la mañana cuando montado en un burro partió hacia la hacienda del señor Vicente Pino. En el camino lanzó un silbido agudo, que esta vez sonó como un lamento, como un grito que marcaba su territorio y sellaba la promesa de volver pronto. —Deje el escándalo, Tinjacá, ya verá que allá la va a pasar bien. El señor Pino tiene un hijo, seguro se divierten juntos, además, ¿no le he dicho que en Moconoque hay vacas? Usted va a trabajar con ellas. ¿No le alegran las vacas? —Sí, Taita, me alegran. —contestó bajito su boca, mientras sus ojos gritaban de pura tristeza… El hijo del señor Pino resultó ser un niño de dientes blancos y mejillas rojas como el Caracuey; sin duda, era un niño educado y amable, tan amable que al quinto día de ver tan triste a Tinjacá decidió darle un regalo: —Tome, para que no esté triste.
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Y a continuación puso en las manos del indio un bollo de pelos negro como la noche, con una pelusa blanca que le cubría la cabeza, el lomo y la cola, era un cachorro, un cachorro muy extraño. Los ojos del indio brillaron en señal de agradecimiento y, hablando por primera vez desde su llegada, le dijo al niño: —¿Cómo se llama? —Yo me llamo Juan José, ¿y tú? —Usted no, el perro. —Ah, le puse Nevado, por las manchas blancas, pero si no le gusta el nombre, se lo cambia. —Tinjacá. —Bueno, es nombre raro para un perro, pero si a usted le gusta. —No, yo me llamo así, Tinjacá. Y riéndose por la confusión, espantaron a la tristeza con un apretón de manos. Tinjacá les enseñó a sus nuevos amigos “El silbido guerrero”. Nevado aprendió a obedecerlo y lo reconocía desde distancias increíbles. Mientras Juan José trataba de imitarlo repitiendo ceremoniosamente la técnica:
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—Índice y pulgar en forma de “c”, labios hacia dentro, dedos hasta los carrillos y soplo —pero lo que le salía a Juan José era una trompetilla de saliva. Ante las burlas de su amigo, bajaba la cabeza y lo remedaba—. Sí, ya sé, hay que ser un indio mucuchero para que salga guerrero.
Los años pasaron y aunque el indio abandonó la intención de enseñar a su amigo a silbar, se enseñaron muchas otras cosas. Juan José, Tinjacá y Nevado se hicieron esenciales uno al otro, los tres juntos se paseaban todo el Paramó y mientras Tinjacá hacia su trabajo de vaquero, los otros dos lo seguían correteando entre el ganado. Como había predicho el Taita, Tinjacá se hizo hombre y fue llamado a prestar servicio militar, siendo incorporado a las fuerzas de un general llamado Vicente Campo Elías. —Cuide mucho a Nevado, Juan José, yo silbaré para que sepan que estoy bien y antes que abran las violetas de mayo, estaré con ustedes. Pero las violetas de mayo abrieron y cerraron sin noticias, llegó junio y nada se sabía de Tinjacá, quizás sobrestimaron la fuerza de su silbido. Juan José y Nevado agarraban la noche en la montaña, caminando de un lado a otro y esperando escuchar el silbido; pero nada, solo en su cama Juan José soñaba con su amigo que le decía: “El miedo es traicionero, Juan José, no deje que se le meta en los huesos, yo estoy bien”.
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Nevado se convirtió en un perro grande y lanudo, sus patas gruesas en muchas ocasiones ensuciaron las camisas de Juan José y su ladrido estruendoso despertaba a todos en Moconoque. Esa mañana el ladrido se escuchó distinto, parecía desesperado; don Vicente se apresuró a la puerta para ver qué era a lo que Nevado ladraba con tanto berrinche, y entonces escuchó el silbido de Tinjacá, el único sonido capaz de atravesar el páramo con tanta fuerza. —Estás bien, estás bien, Tinjacá, pronto volveremos a verte —gritó Juan José al viento y Nevado movió su cola, en señal de afirmación. Algún tiempo después el mágico silbido volvería a reunir a los tres amigos en la plaza de Mucuchíes, como testimonios de piedra dedicados a la libertad y la amistad. Fue así como, en el silencio de Moconoque, Tinjacá encontró su camino y su silbido guerrero se convirtió en leyenda, junto al valiente perro Nevado y el noble Juan José Pino, quienes llegaron a ser “grandes”… pero esa es otra historia.
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Un valiente en el cerro Naranja La tarde se despertó con un naranja enfurecido, como el trazo del creyón de cera de un niño malcriado. Lentes de humo se engancharon a los ojos de los animales, no se veía nada, estábamos perdidos, solo el instinto nos movía a ir en sentido contrario al calor. La Guacharaca, siempre distraída con los chismes del cerro, llegó tarde con la alerta y, bueno, nosotros, resignados al cambalache climático, tampoco
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nos dimos cuenta del calor que crecía como un monstruo. La culpa no era de nadie, como en todas las tragedias, la culpa nunca es de nadie, ¡pero cómo echa broma ese nadie! Eso era candela y humo por todos lados, no quedaba más remedio que correr, volar o reptar (según el caso). Abandonar el cerro como cobardes era la única salida.
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—¡Regresen, deben regresar pronto! —se escuchó el grito desesperado de un ave que emitía horribles graznidos y picoteaba furiosa. —¡No hagan caso! —dijo el Cristofué—. Ese es el Querrequerre, seguro algún interés tiene en quedarse, pues es tan mal vecino que ¿qué le vamos a importar nosotros o el cerro? Realmente, siempre había sido un mal vecino, agresivo con sus congéneres y un abusón de primera con los pájaros más pequeños. El Cristofué tenía razón, seguro era miedo lo que tenía, al fin y al cabo,“todo bicho malo es cobarde”. —¡Deténganse, párense ya! —insistió el Querrequerre con voz autoritaria—. ¡Van en la vía contraria! —¿Estará diciendo la verdad? —se preguntó el Colibrí. —¡Qué verdad nada, Colibrí! Tú tan pequeño e inocente, eso fue que sus amigotes lo dejaron y tiene miedo —sentenció el Cristofué.
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En realidad, el Colibrí era el que menos razones tenía para defender al Querrequerre, pues este siempre lo atacaba con sus primos para alejarlo de las flores de la zona… pero, algo le decía que era verdad, que era sincero su llamado. Entonces, sin pensarlo mucho, se devolvió rapidito y en picada mientras hablaba de frente a sus compañeros: —¡Yo me regreso! Voy a ver qué quiere el Querrequerre, ¿quién me sigue? El Turpial, siempre protector, sintió lástima de ver al Colibrí volar solo y lo persiguió. La Guacharaca, movida más por las ansias de chisme que por la solidaridad, se fue tras ellos, y el Cristofué, acostumbrado siempre a ser escuchado por todos, al mirarse solo y sin seguidores, se resignó abatido y retornó su vuelo.
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—Aquí estamos, amigo —dijo el Colibrí. Al Querrequerre estas palabras dirigidas por primera vez a él le supieron a semilla de semeruco, a pan de palo y a mango, le puso el corazón calientico y lo obligó a ayudar. —Por allí viene el viento que se regresa en Galipán, las llamas van a crecer y todos nos quemaremos, debemos ir por aquí —graznó mientras señalaba la subida de Sabanieves—. Bueno, a los que le dé la gana de seguirme, síganme; y a los que no, quédense y conviértanse en chicharrón de ave —añadió ácidamente para no parecer tan bondadoso. —¡Te seguiremos! —dijo el Cristofué, sorprendiendo a todos, y así emprendieron su vuelo. Con el Querrequerre como líder se alzaron sobre el fuego y llegaron a la cima, a salvo y juntos.
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El mismo nadie de todas las tragedias es también el nadie de las alegrías; por ello que en aquel momento delicado de la salvación, solo nadie supo que la confianza puesta en el Querrequerre, aquella tarde de fuego, liberó su corazón de cuervo y a la vez lo ató a sus vecinos. Por eso es que ahora cuando vas a visitar el Ávila, por el sector de Galipán, los querrequerres se acercan a comer de tus manos y al terminar vuelan con sus migas, a compartir, quién sabe si con nadie o con todos…
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Un traje de rayas Mi nombre es Tigre y es el nombre más odioso del mundo. Si fuese valiente, ágil y temible, mi nombre sería perfecto. Pero no soy un tigre, pues, a pesar de llevar un traje de rayas, ¡solo soy una mariposa! ¡Vamos, Tigre! ¡Cómete al mundo, Tigre! Son algunas de las frases con las que me despide mi papá cada mañana cuando salgo por Galipán a buscar comida… ¿Que me coma al mundo? ¡Si yo lo que tengo es terror de que el mundo me coma a mí! Por eso me quedo escondido tras una piedra, todo el día, inventando las aventuras que en la noche les contaré a mis hermanos. “Claro, un tigre
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siempre debe portarse como un tigre”, ese es el Colorín Colorado con el que mi papá cierra mis historias; pero, si él supiera… ¡Tremendo Tigre! ¡Qué broma me echaron con este nombre! La gente no entiende la importancia de los nombres, le ponen “Linda” a una fea o “Blanca” a una negra, ¿será que lo hacen por dársela de chistosos? De verdad, no creas que me estoy burlando y discúlpame si te llamas Linda o Blanca o Ángel cuando en realidad eres un demonio, te está hablando un cobarde que se llama Tigre, ¿cómo me voy a estar burlando de ti?
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Así, mis días comenzaban como un “gallina” y terminaban convertido en un tigre. Cada noche detallaba cómo me había librado de un sapo toro o sometido a una mosca atrevida, hasta que un día me quedé sin saber qué decir, no sé si me cansé de ser mentiroso o se me acabaron las historias, pero lo cierto es que una mañana decidí irme y no volver más… Volé, volé y volé, hasta que sentí calambres en las alas, solo entonces decidí acostarme en una piedra a descansar. Justo cuando me estaba quedando dormido, escuché un llanto muy fuerte y me quedé quietico (bueno, lo más quietico que me permitieron mis alas tembleques, mis patas tembleques y todo mi cobarde y tembleque cuerpo). Por las voces, me pude dar cuenta que era una extraña conversación entre dos animales que pasaban por allí, dos animales grandes y temibles: —¿Qué pasa? —dijo una voz muy ronca y profunda. —¡Se me cayó un pedazo! —¿Un pedazo? —¡Sí! Mira, allí en la piedra, ¡un pedazo de mi piel rayada!
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Entonces comencé a sacar cuentas y dije: “Piedra + rayas: ¡yo! ¡Ay, mamá, estaban hablando de mí! ¡Me van a comer! ¡Me van a volver prendedor! ¡Me van a…!”. —Tigre, no seas tonto, eso es una mariposa, ¡no es ningún pedazo tuyo, cachorro tonto! —¿No, mami? —No, mi niño, es una mariposa Tigre, le llaman así por sus colores que se parecen a nuestra piel.
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—¿Pero no es un tigre? —No. —¿Ni se porta como tigre? —No. —¿Ni ruge como tigre? —No. —¿Ni come cosas de…? —¡No! Nada de eso —respondió la tigresa interrumpiendo al cachorro—. Lo único que tiene de tigre es el nombre, del resto es toda una mariposa, una linda mariposa. ¡Conque por eso me llamo Tigre! Por mis colores y ya, sin rollos de ser valiente, ni salvaje, ni feroz… Entonces decidí volver a casa, no decir más mentiras y dedicarme a ser, como dijo la tigresa, toda una mariposa, una linda mariposa… Y fui feliz.
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Marcelo, el cobarde Allí estaba yo, de pie en la esquina más oscura del pasillo, la brisa que entraba por las ventanas producía un sonido extraño, como un silbido lejano y susurrante, los ruidos que escuchaba me hacían imaginar cosas horrorosas: monstruos, lobos, vampiros, fantasmas, iguanas, cucarachas… ¿Qué te pasa? ¡No te atrevas a reírte! Las iguanas y cucarachas dan tanto miedo como el peor de los fantasmas. De repente, en medio de los ruidos, salió otro, uno más fuerte, más ronco, más… —¡Mamaaaaaaaaá! —¿Qué te pasa, Marcelo? ¿Por qué gritas? —¡Mamá, hay un hombre con una sierra eléctrica en la cocina! —Claro que no, hijo, es que estoy usando la licuadora.
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Y mientras decía eso me acariciaba la espalda, aunque sé que mamá lo hacía con buena intención solo para calmarme, yo sentía que mientras su mano subía y bajaba rítmicamente por mi espalda, me gritaba: “¡No seas tan cobarde, Marcelo! ¡Deja ya de ser cobarde!”.
Un cobarde, eso soy; así me llaman en la escuela, en el edificio y en las fiestas de cumpleaños de mis primos; lo que falta es que las etiquetas de mi cuaderno digan: “Marcelo, el cobarde”; y es que aunque no me llamaran así, yo sabría que lo soy, todo me da miedo… Ahora que lo pienso, hasta las trenzas de mis zapatos me parecen serpientes furiosas listas para atacarme. Lo cierto es que siempre me la paso asustado, y mamá, no sé si por periodista o por el cansancio de tener un hijo tan cobarde, siempre tiene una explicación para todo. Tú dirás que todas las mamás la tienen, pero la de la mía es increíble, parece que tiene un superpoder o un gen mutante (la palabra mutante también me da miedo, así que mejor no la uso de nuevo). Lo cierto es que si en las noches me visitaban los zombis, ella decía que solo “eran pesadillas por haber cenado tarde”; si un lobo rugía dentro de la poceta, mamá afirmaba que “era el sonido del aire que queda en las tuberías”; un monstruo bajo mi cama, “era Canelo (nuestro perro), que sintiendo calor había ido a dormir a mi cuarto”; el fantasma del espejo, “era causa del reflejo de la lámpara”, y las dagas que rebotaban enfurecidas sobre la cabecera de mi cama, “solo eran zancudos”.
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Como verás, lejos de tranquilizarme, mi mamá solo me hacía quedar como un bobo, un cobarde bien bobo que ni siquiera sentía un miedo de verdad. A veces pasa que los adultos, en su empeño de clasificar todo en “verdadero” y “falso”, nos irrespetan hasta los miedos.
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Todo eso se terminó aquella semana en la que el miedo dejó de tener explicación. Lunes: Aquella tarde, al volver del colegio, lo escuché por primera vez, un jadeo insistente y profundo que me hizo voltearme pensando que Canelo había salido a perseguirme, pero no, nadie estaba tras de mí. Justo cuando el miedo comenzó a calentarme las orejas y a enfriarme las manos, pasó el señor Julio, el vecino, ofreciéndose para llevarme a casa. —¿Te ocurre algo, Marcelo? Estás pálido. —Debe ser el hambre, es que desayuné muy temprano —alcancé a decirle mientras mis ojos miraban desorbitados el horizonte. —Debe ser, pero apretarte el estómago de ese modo no va a lograr que sientas menos hambre —dijo el señor Julio soltando una risa amistosa. Entonces me di cuenta de que ciertamente estaba apretando mi estómago muy fuerte, eso lo hacía siempre que me asustaba, como si de ese modo pudiera atrapar al miedo para que no saliera. Inventar excusas rápidas y eficaces era otra cosa que hacía cuando los demás descubrían que tenía miedo, ya bastantes me conocían por cobarde para continuar
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exponiéndome de forma tan penosa; las excusas resguardaban un poco mi reputación.
el vidrio. Nunca tuve la necesidad de comprobar que no era Canelo, lo que escuchaba era totalmente distinto, el jadeo de Canelo es más rítmico y breve; estos, en cambio, parecían venir de una profundidad interminable. El terror que se apoderaba de mí en ese momento hacía parecer ridículos todos mis miedos anteriores, ni siquiera el acostumbrado llamado a mi mamá lograba salir de mi garganta, la única reacción de mi cuerpo eran lágrimas, algo real me estaba atemorizando. Jueves: Luego del almuerzo escuché a mi mamá hablar con la abuela, le decía que ya yo había desarrollado más autocontrol e independencia, y que mis temores estaban desapareciendo, atrás quedaban los gritos nocturnos, las pesadillas y los seres imaginarios. “¡Ha de ser la edad!”, dijo la abuela. Allí entendí que estaba totalmente solo, pues lejos de percibir el miedo que me invadía, mamá sentía que ya no había nada qué temer, lo que no sabía era que algo grande y terrible nos acechaba.
Martes: Esa noche, y muchas más, el jadeo regresó mientras intentaba dormirme, venía de la ventana e incluso podía percibir unas uñas que arañaban
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Viernes: Hora de acostarse, me cubrí de pies a cabeza con la sábana y, por si acaso, solo por si acaso, coloqué la almohada sobre mi oído derecho, pero como en las noches anteriores el truco no funcionó, el espectro estaba allí de nuevo, ahora le llamaba así, creerás que estoy loco, pero sentí la necesidad de darle un nombre al convertirse durante esta semana en algo tan cotidiano en mi
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vida. El jadeo hoy se sentía más quedo y lejano que nunca, pero interminable como siempre. Entonces, recordé algo que decía mi abuelo cuando me contaba historias de fantasmas y aparecidos: “Si lo oyes cerca, está lejos; pero si lo oyes lejos, ten cuidado, puede estar detrás de ti”. De solo pensarlo lo supe, estaba allí, en mi cuarto; si me quitaba la sábana, lo vería, sabría que era aquello que llevaba casi dos semanas atormentándome, apreté la almohada fuerte contra mi cara y en eso sentí que empujaron la puerta del cuarto, era algo pequeño y estaba subiendo a mi cama… —¡Oh, Canelo, eres tú, eres tú! ¡Qué alegría! Lo acariciaba sin parar hasta que me di cuenta que algo extraño le ocurría: Canelo gemía asustado, sus orejas estaban alertas y su pelaje erizado; allí me paralicé; Canelo lo sabía, lo había escuchado también, tal vez lo había visto. —¿Lo viste, Canelo? —le preguntaba inútilmente, mientras el pobre se movía agitado entre mis brazos. Al menos ya no estaba solo, mi perro lo sabía.
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Lo que me faltaba, ahora mamá creía que estaba loco. Esa misma tarde fuimos al psicólogo, primero entré yo y luego mi mamá. Al salir me llevó al circo y me compró un montón de libros, “Para que dejes un poco los videojuegos”, me dijo. Llegamos tardísimo a la casa y, al bajar las cosas del carro, escuchamos un jadeo. Yo tomé la mano de mamá y ella llamó a Canelo creyendo que los jadeos eran de él; al caminar vimos cómo la grama a nuestro lado se hundía rítmicamente como si pisadas imaginarias la presionaran, era increíble, pero cuatro huellas invisibles estaban dejando marcas en la grama. Mamá me abrazó y comenzó a rezar, alcanzamos a ver un celaje negro que doblaba en la esquina y, en eso, uno de los libros que acabábamos de comprar cayó al piso, era un libro de mitología griega que mostraba la foto de un perro negro de ojos enfurecidos y colmillos afilados, abajo se podía leer “Cerbero, el guardián del abismo”. Sábado: Mamá también lo supo esa mañana, ya no aguanté más y le conté, entonces me dijo: —¡Ya basta, Marcelo, debemos ir a un psicólogo, esto no es normal!
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¡Qué envidia sentí de la seguridad y valentía de mamá, así como de su capacidad para hacer desaparecer mis miedos con sus explicaciones! Ella tenía razón, no había sido nada… aunque esa noche me pidió que durmiéramos juntos.
—No ha sido nada, Marcelo, es solo que estamos cansados y el circo nos ha dejado aturdidos —dijo mi mamá con voz firme y calmada, mientras recogía el libro. ¡Increíble! Hace un momento creí sentirla asustada, pero estaba equivocado.
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Un metro en el callejón de los Suspiros A mi casa… y a todos los suspiros que guarda
Si me preguntas dónde vivo, te responderé en el callejón de los Suspiros; si quieres saber el lugar exacto: en la casa de los Suspiros; ahora, si me preguntas quién soy, deberé contestarte que soy la que vende suspiros en el semáforo por las tardes, la hija de la señora que los hace. Si me preguntas mi nombre… ¡Ah, no te adelantes! No es Suspiro, es Elsita, Elsa en realidad, pero me llaman Elsita. Ahora, nuestro gato, ¡ese sí se llama Suspiro!
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Te imaginarás que los suspiros han sido siempre para mí un asunto muy familiar, como dice mi mamá: “Los teteros que me tomé no eran de suspiros, pero por ellos se hacían”, queriendo decir que por la venta de estos pellizquitos de azúcar, nosotros sobrevivíamos. Esta era nuestra empresa y nuestra vida giraba alrededor de ella, comprar azúcar, recoger los huevos, estar pendientes del horno, empacarlos, contarlos, venderlos y, cuando se podía, ¡probarlos! —¡Elsita, que luego se nos queda corta la mezcla! —¡Ay, mamá, un poquitico, que si no se me quedan largas las ganas!
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Y así entre corto y largo, entre poco y mucho, nuestra vida en la calle de los Suspiros era sencilla y dulcemente feliz. Mamá y yo entregadas a la fábrica, y papá en su bicicleta colocándolos en las bodegas y cantinas de las escuelas cercanas. Te imaginarás que mi casa olía a pura nube, sí, a nube, a dulce, a esponja, a algodoncitos blancos tostados por el sol, a suave… “¡A amor, Elsita, los suspiros huelen a completo amor!”, decía mi papá mientras yo pensaba que tal vez por eso los enamorados suspiran tanto, claro, para oler el amor. Pero entre tanto suspiro, una tarde un olor extraño invadió nuestra casa, ruidos de árboles que caían, cacharros gigantes de metal que abrían las calles, rejas, cintas amarillas, señores con cascos que llegaron para quedarse, para quedarse y cambiar todo. Suspiro, mi gato, se fue y no volvió más, quién sabe si se le haría irreconocible la calle o inaguantables los ruidos; el semáforo quedó desierto, una cuadra antes se instalaba el desvío y ya los carros no pasaban por allí; mi distracción de las tardes había terminado. La calle llena de huecos, la casa llena de polvo, el olor de suspiros se licuaba con el humo y el cemento, en fin, todo un desastre.
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En la escuela nos hablaban de las ventajas del “cambio”, del “progreso” y de un montón de cosas de esas que se ponen a decir las maestras cuando les sobra tiempo o les faltan clases.
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“Progreso” o no, mi casa ahora estaba llena de cambios, estaba llena de suspiros eternos, pero no de azúcar, sino de aire. Mamá y papá suspiraban tanto y tanto, que pensé que la baja en la venta de suspiros les estaba dejando mucho tiempo libre para enamorarse o que estaban aburridos (a veces suspiro cuando estoy aburrida). Pero aquella tarde aprendería que los suspiros también pueden ser de preocupación, de amargo, de tierra, no solo de amor, de azúcar, de nube… Esa tarde papá salió muy bravo, recuerdo que armó unas cajas en la sala, agarró una carpeta marrón, se paró en la puerta para decir: —¡Metan todo en las cajas! – y salió, no sin antes asomar la cabeza por el marco y decir –: ¡No olviden nada! —mientras nos apuntaba con un intimidante dedo índice. Miré a mi mamá y ella me palmeó la espalda animándome a hacer lo que pedía papá, pero no dijo nada. Nunca había visto las cajas como algo malo, en cajas venían los juguetes de navidad, los zapatos nuevos, los colores con los que dibujaba mi casa, los suspiros que vendíamos a las bodegas también se guardaban en cajas, en fin solo cosas agradables, pero ese viernes las cajas se volvieron para mí, y sé que
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para mamá también, en objetos horribles que se tragaban nuestras cosas y momentos en esa casa.
Recordé el “¡Metan todo!” que minutos antes nos había dicho papá, ¡como si eso fuese posible! ¿Meter todo? Las ventanas, la mata de Semeruco, la cocina con su horno que huele a nubes y a comida de mi mamá… ¿Todo? ¡Nada!, nada era lo que cabía en esas cajas, como esas maletas de vacaciones que vacías se ven grandotas, pero luego no cabe nada de lo que quieres llevarte. Me asomé a la ventana y allí al cruzar el callejón, iba caminando mi papá, pero ya no parecía bravo, solo triste; un sol salvaje le arrancaba la sombra del cuerpo y la ponía como un fantasma a perseguirle la espalda. Los rayos furiosos lo obligaban a taparse con la carpeta. Digo que parecía triste porque iba caminando mirando al piso y aunque no sea posible por la distancia que lo separaba de la casa, creo que lo vi suspirar y limpiarse una lágrima.
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Ahora, mientras guardamos las cosas en las cajas, escucho a mamá decir que todo es culpa de las construcciones del Metro, que por eso tenemos que irnos, también habla de cosas que se dejan atrás y al mismo tiempo se quedan dentro; mamá a veces dice cosas que no entiendo, pero esta vez creo que la entendí, porque así es como me siento, como si tuviéramos que dejar muchas cosas, a lo mejor por eso duele tanto por dentro.
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—Elsita, ¿lista? —dice mi mamá desde la sala mientras toco las paredes, las puertas, todo, como si tocando pudiera llevarme un poquito de eso conmigo. —¡Elsita, llegó el taxi! No quiero irme, no quiero irme, al fin logro gritar: —¡Mami, no quiero irme! —ella corre, corre porque sabe que ese grito dice todo lo que nos habíamos callado, me abraza fuerte y llora, lloramos mucho las dos. —Yo sé, mi niña, pero tenemos que ir al terminal. Mamá me carga; el señor del taxi nos ayuda con las cajas. —¿Vendieron a la gente del Metro? —pregunta el taxista. —Sí, señor, en este momento mi esposo está entregando los papeles. —¡Cuesta caro ser modernos! —apunta el taxista. ¿Modernos? No sé lo que significa, pero imagino que es algo malo, tan malo como meter todo en cajas y dejar la casa vacía de gente y la gente vacía de casa.
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Los dos toman mi mano y subimos al autobús. Mientras miro por la ventana con la carpeta sobre mi corazón apretado, pienso: “La casa somos nosotros”, suspiro y el corazón se afloja un poquito. Si me preguntas dónde vivo, te responderé ya no más en el callejón de los Suspiros, si quieres saber el lugar exacto: lejos, muy lejos de la casa de los suspiros, ahora, si me preguntas quién soy, deberé contestarte que aún soy la que vende suspiros en el semáforo por las tardes, la hija de la señora que los hace. Si me preguntas mi nombre… ¡Ah, no te adelantes! No es Suspiro, es Elsita, Elsa en realidad, pero me llaman Elsita; ahora nuestro gato, el que regresó, ¡ese sí se llama Suspiro! Al llegar al terminal está mi papá esperándonos, esta vez es él quien ayuda con las cajas. Mi mamá le pregunta: “¿Listo?”, él la mira y ella lo abraza, él suspira profundo, los dos lloran y yo me siento en las cajas. Al fin mi papá responde: —Listo, vendí el terreno —y mirándome me dice—, ¡pero te traje la casa! Mamá lo mira sorprendida y él me entrega la carpeta, la misma carpeta marrón con que lo vi tapándose la cara del sol. —Ábrela, Elsita —la abro y allí están nuestras fotos y todos los dibujos que hice de mi casa. Mi boca se queda callada, pero mis ojos le dicen “gracias”.
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Índice Advertencia 9 Un silbido y tres amigos
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Un valiente en el cerro Naranja
25
Un traje de rayas 33 Marcelo, el cobarde 39 Un metro en el callejón de los Suspiros
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Edición digital febrero de 2016 Caracas - Venezuela