El mejor libro escrito sobre entrevistas y estrategia

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El mejor libro jamรกs escrito sobre entrevistas



El mejor libro jamás escrito sobre entrevistas Técnicas, estrategias y poder de la entrevista periodística Francesc Burguet Ardiaca


Director de la colección manuales (comunicación): Lluís Pastor

Diseño de la colección: Editorial UOC Primera edición en lengua castellana: abril 2015 vcPrimera edición digital: mayo 2015 © Francesc Burguet Ardiaca, del texto © Diseño de la cubierta: Natàlia Serrano © Editorial UOC (Oberta UOC Publishing, SL), de esta edición, 2015 Rambla del Poblenou, 156, 08018 Barcelona http://www.editorialuoc.com Realización editorial: Oberta UOC Publishing, SL ISBN: 978-84-9064-701-1

Ninguna parte de esta publicación, incluyendo el diseño general y de la cubierta, no puede ser copiada, reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, de fotocopia o por otros métodos, sin la autorización previa por escrito de los titulares del copyright.


Autor Francesc Burguet Ardiaca Periodista, doctor en Periodismo, profesor desde hace más de veinte años en las universidades Ramon Llull y Autónoma de Barcelona. En el siglo xx publicó cientos de entrevistas y críticas de teatro en El Món, El País, Diario de Barcelona, y Guía del Ocio, entre otros medios. Premio Ciudad de Barcelona de Periodismo 1987 por sus entrevistas. Entre otros libros, ha publicado La CNT i la política teatral a Catalunya 1936-1938 (1984), Premio de ensayo Salvador Seguí 1982; Teatre Lliure 1976-1987 (1987); Protagonistas. Trece entrevistas con el mundo del teatro (1990); Las trampas de los periodistas (2004 y 2008), Premio de ensayo Josep Vallverdú 2003. web: trampress.com



Índice

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Índice

Capítulo I. Entrevistas. Una pregunta es nuestra respuesta al deseo de saber.................................................... 9 Capítulo II. Entrevistas, una geografía.................................... 19 1. Baltasar Porcel, dos que hablan pero no se hablan............. 20 2. Azorín, en la finca del cacique Romero............................... 25 3. Los encuentros del maestro Montanelli................................ 31 4. Las preguntas, el origen de la información........................... 34 5. Entrevistas temáticas y de personaje...................................... 38 6. Fallaci, la entrevista que desnudó a Kissinger...................... 42 7. Manuel del Arco, el maestro de la entrevista breve............. 48 8. Marcel Proust y Bernard Pivot, cuestionarios célebres....... 51 Capítulo III. Entrevistas: Preparación, realización, edición........................................................................................... 57 Capítulo IV. La Entrevista Temática: Objetivo, estructura y recursos..................................................................................... 77 1. El mapa básico del conocimiento........................................... 81 2. La estructura de la introducción ............................................ 82 3. Preguntas con sentido, preguntas ilegítimas......................... 88 Capítulo V. La entrevista de personaje..................................... 95 1. La introducción, ingredientes.................................................. 98 2. Entrevistas sin preguntas......................................................... 112 3. Mi idea de entrevista................................................................. 134 4. Estructuras elementales, el hilo biográfico........................... 139

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5. La entrevista y la ficción.......................................................... 148 6. La entrevista breve o caricatura.............................................. 155 Capítulo VI. La Entrevista, estrategias ................................... 167 1. Si el entrevistado está acorralado, querrá evadirse, y no hay que dejarle. Dos entrevistas desiguales de Iñaki Gabilondo (2001 y 1997).......................................... 168 2. Hombre o mujer, por la boca muere el pez. Dos entrevistas dispares a Fraga: el fiasco de Rosa Montero (1978), y el sutil meneo de Salvador Pániker (1969)...................................................... 179 3. Un as en la manga. David Frost se quedó a medias con su ‘Smoking Gun Tape’ en la entrevista a Richard Nixon (1977)............................................................ 193 4. Una entrevista no es una discusión. Ana Pastor entrevista a Mahmud Ahmadineyad (TVE, 2011)............... 208 5. Malas artes. Lo que nunca debe hacerse. De España entrevista, o eso dice, a Juanjo Puigcorbé (El País, 2000)............................................................................ 228 Capítulo VII. Un último juego.................................................... 249

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Capítulo I. Entrevistas. Una pregunta es nuestra...

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Capítulo I

Entrevistas. Una pregunta es nuestra respuesta al deseo de saber

Hay un preso en una celda que tiene dos puertas, una a cada lado. En cada puerta, un guardia. Una voz le anuncia que hay un camino a la libertad si acierta qué puerta está abierta. Para ello, se le permite hacer una pregunta, una sola, a uno de los guardias. Parece sencillo, pero hay un pero: uno de los guardias siempre miente, el otro nunca. En pastilla, concentrado, el conocido juego lógico de antes reproduce el esquema básico de una entrevista: tenemos un objetivo —saber algo que no sabemos y que queremos saber: qué puerta está abierta—, buscamos una pregunta eficaz, que resuelva nuestra ignorancia y nuestra reclusión, pero tenemos un problema: el interlocutor, que puede que sea un mentiroso. Determinado nuestro objetivo, que pocas veces será tan preciso y concreto como este, debemos resolver la estrategia de la entrevista, porque no siempre vamos a contar con la cooperación del entrevistado, y a menudo nos vamos a encontrar con evasivas, trabas, resistencia e incluso hostilidad —o mentiras, como es el caso—, dependerá de cómo afecten nuestras preguntas a sus intereses. Quiero decir que no siempre se puede preguntar abiertamente lo que queremos saber, que no es lo mismo pedir qué hora es, por favor, que preguntarle a alguien si es un corrupto o un racista o un pederasta, porque lo sea o no lo sea, ya sabemos que nos va a responder que no, aunque puede que tenga sentido (estratégico) preguntar tal obviedad: lo veremos en el apartado de estrategias.

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Determinado qué queremos saber, hemos de hallar cómo saberlo. Y es ahí donde nuestro preso se encuentra con el gran obstáculo: no sabe quién es quién. Delimitar el problema es empezar a resolverlo. La solución parece fácil, por lo menos en teoría: debemos encontrar y formular una pregunta que neutralice ese contraste de conductas, una pregunta hecha con tal astucia que resulte indistinto que responda el mentiroso o el otro: o sea, que dé igual preguntar a cualquiera de los dos, porque haremos que los dos sean el mismo, y digan lo mismo. Y en este caso solo hay dos caminos posibles, o mediante la pregunta obligamos a los dos a decir la verdad o bien les obligamos a mentir a los dos. Pero si uno siempre miente, será difícil que diga la verdad, y entonces solo queda una solución. No la doy, la solución, para no ofender a la inteligencia de quien lee, convencido de que la hallará por su cuenta. Cualquier pregunta solo puede nacer del deseo de hallar una respuesta, de saber algo que no sabemos, de disipar dudas. Pero la ignorancia —no saber nada de nada— no es el principio de ninguna entrevista: de la ignorancia no nace nada, insolencia a lo sumo, ridículo casi siempre, fracaso seguro. En todo caso, las preguntas solo aparecen cuando alcanzamos conciencia concreta de nuestra ignorancia, y eso solo se consigue mediante la documentación exhaustiva y la información contrastada, o sea, la conciencia de nuestro desconocimiento solo se activa mediante el conocimiento: no es ni una boutade ni una paradoja, es el catón de la lógica universal. Es sabiendo más y más —de cualquier asunto, de cualquier persona— como nos damos cuenta con relativa claridad y precisión de lo mucho que ignoramos, es aprendiendo que surgen los interrogantes, es a medida que conocemos mejor el mundo como se intuye todo un mundo desconocido, y así se perfilan las preguntas y se elaboran las entrevistas. Nadie puede

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lanzarse a una entrevista sin haberse informado a fondo antes, sin una documentación solvente y sólida, sin haber resuelto antes con detalle qué es lo que quiere saber. Si no sabemos qué queremos saber, cuáles son nuestras incertidumbres, cuáles nuestras hipótesis, es imposible que surja ninguna pregunta legítima, sensata, eficaz. Y aunque simulemos que preguntamos algo —¿qué piensa de la situación en Oriente Próximo?, por ejemplo—, servirá de poco, porque responda lo que responda nunca sabremos si la respuesta es suficiente, pertinente, si nos satisface, porque no sabemos qué queríamos saber y por tanto, nos será imposible verificar nada de nada. En estas condiciones, quedaremos a merced de nuestro interlocutor, de su incompetencia o de sus conocimientos, de sus verdades, sus mentiras y sus silencios, de su honestidad o de su falta de escrúpulos…, y si a pesar de todo la respuesta tiene interés, será muy pero que muy a pesar nuestro. Saber qué queremos saber es imprescindible aunque puede que sea insuficiente para hacer cualquier buena entrevista. Si uno no sabe qué quiere saber, ¿qué carajo preguntará? Pues nada. O vaguedades. U obviedades. O tonterías. Y el ridículo está asegurado. Conservo de hace años (1997) una entrevista tremenda de tan horrenda, pero graciosa de tan ridícula que una alumna le hizo a Georges Moustaki durante un lejano Sant Jordi, en que el conocido cantautor francés vino a Barcelona a presentar sus memorias. La chica tuvo no sé si la ingenuidad o la osadía de presentarse en su hotel, de llamar a su habitación y de empezar una entrevista sin saber apenas nada de él. Y lejos de disimular su ignorancia, ella la confiesa con tal descaro que la entrevista oscila entre el hazmerreir y la parodia, y a pesar de ser un pésimo trabajo de periodista, funciona como artefacto cómico. Impenitente seductor, Moustaki le perdonó el atrevimiento a la joven alumna. El arranque mismo ya da para una lipotimia de vergüenza y una carcajada de feriante:

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Alumna: ¿Había estado antes en Barcelona? Moustaki: Muchas veces; vengo a menudo. La cosa empieza mal. Y era de esperar porque he llegado con las preguntas que se me han ocurrido durante los diez minutos que me ha dicho que me esperara para subir cuando le he llamado desde recepción. Empieza mal y empeora. Alumna: No conozco demasiado su trayectoria musical… Moustaki: Ah, bueno. Alumna: ¿La ha abandonado ya? Moustaki: No, no. Alumna: ¿Sigue cantando? Moustaki: Sí, sí. Alumna: Pero, ¿compone canciones nuevas? Moustaki: Nuevas, sí. Alumna: ¿Me puede hablar de sus inicios como cantante? Moustaki: Mira, yo qué sé… ¿Tu quieres ser periodista? Yo fui periodista cuando tenía tu edad. Debes saber quién es la persona a la que vas a entrevistar. Alumna: Ya. Moustaki: Yo no soy quien ha de… Este es tu trabajo. Yo no he de contarlo todo. Sobre todo porque hablo mal el español y me apena hablar mucho. Alumna: Pero es que no la tenía preparada. Moustaki: Pues debes prepararla.

Parece una de esas jocosas parodias del desconcertante Tonino Guitián en Caiga quien caiga —de esa misma época, por cierto, a finales de los noventa— pero no lo es. Te ocurre algo así y se te cae la cara de vergüenza. Eso si no te echan antes con una buena bronca. Pero Moustaki aguantó como una estatua los disparates que se le ocurrieron a la chica. Ella apenas sabía

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nada, más que presentaba un libro, Las hijas de la memoria, y tras el habitual e impertinente arranque de la ignorancia —¿Me podría hablar un poco del tema de su libro?—, la chica desplegó este delirante diálogo: Alumna: El libro, ¿lo ha escrito en francés? Moustaki: Sí, en francés. Alumna: ¿Y por qué no lo ha escrito en griego? Moustaki: Pues porque mi idioma de creación es el francés. Alumna: ¿Vive más en Francia que en Grecia? Moustaki: Sí, sí, mucho más. Alumna: ¿A Grecia va de vacaciones? Moustaki: Más o menos, sí. Alumna: Ah, ¿tiene una isla, no, allá? Moustaki: ¿Allá? No, no tengo ninguna isla allí. Alumna: Ah, ¿vive allá? Moustaki: ¿En Grecia? Alumna: Sí. Moustaki: No. Voy de vacaciones a una isla. Nada más. Pero no es mía ni tiene nada que ver con mi pasado. Alumna: Ah, bueno.

Supongo que la chica aprendió algo de su insensatez. Y en todo caso, le dio una buena solución escrita a la entrevista, bien estructurada alrededor de las escenas cómicas, y no tuvo reparos en reírse de sí misma y mostrar su incompetencia para divertir al lector. Era una joven de 21 años, que estaba a media carrera de Periodismo, era su primera entrevista, y hasta cierto punto esto podía excusarla. No sería el caso de un tal Jacobo Zabludovsky (México, 1928), a quien debería habérsele caído la cara de vergüenza por la entrevista que hizo a Dalí en Port Lligat en 1971, que pueden

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encontrar en la red. Zabludovsky es un tipo tan ignorante y a la vez tan ajeno a su ignorancia que no advierte ni su impertinencia ni su torpeza mayúscula. Su estupidez está a prueba del mayor de los ridículos: Dalí le pone verde en un par de ocasiones —verde de tal modo que avergonzaría a cualquiera—, pero él como si nada, Zabludovsky sigue con su risa boba, y entonces, harto, Dalí opta por el desdén y el desprecio. Zabludovsky es un tipo que no sabe nada de nada, y lo peor, no quiere saber nada, un perfecto cretino. Solo empezar, aparece la ignorancia, crasa y supina, de ese periodista con cara de memo que, el día de la matanza de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, diez días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de México, en la que murieron entre 300 y 400 estudiantes a manos de los militares, paramilitares y francotiradores, empezó su noticiario de la noche en Televisa diciendo: “Hoy fue un día soleado”. Patético. Zabludovsky: Maestro ¿quiere usted hacer una prueba de sonido por favor?, Dalí: Una poooolla xica, pica, pellarica, camatoooorta i becarica va tenir sis polls xics, pics, pellarics, camatorts i becarics. Zabludovsky: ¿Esto es francés maestro? Dalí: Es catalán y es una anticipación del famoso código genético que usted sabe muy bien que dos premios nobeles encontraron hace seis años. Quiere decir, en catalán y de una manera anticuada, la estructura molecular del ácido desoxirribonucleico. Zabludovsky: ¿Y esto para qué sirve, maestro? Dalí: Para la inmortalidad, entre otras cosas. Zabludovsky: […] Maestro, ¿Cuál es la fuente de su genio? Dalí: Yo creo que la fuente de mi genio es…, me gusta repetirme, exactamente la estructura molecular del ácido desoxirribonucleico que encontraron Crick y Watson.

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Zabludovsky: ¿Usted lo toma? ¿O como es esto? [No, no es broma, lo dice en serio] Dalí: Ah, no. No, eso no se toma, eso es una cosa que se nace. Usted sabe muy bien que según las últimas investigaciones científicas, desde la primera molécula que Dios creó, hasta la última que esta creándose, todo se transmite monárquicamente y genéticamente a través del ADN.

Diez minutos después, Dalí ya apenas le escucha, le ignora, y, sin ni siquiera mirarle, se dedica a firmar decenas y decenas de horrorosas litografías. Como no se le ocurre nada de nada, Zabludovsky suelta otra majadería y Dalí, cargado por tanta sandez y tan poca gracia, le da el ultimátum y le manda al carajo. Pero él parece incapaz de darse por aludido y sigue como si tal cosa. Zabludovsky: Maestro, ¿qué cree usted que necesita un gran pintor: ser primero un dibujante o no necesita ser dibujante? ¿O es una base para ser pintor? Dalí: Eso no lo respondo porque está en los manuales de arte. Otra pregunta que sea un poco más inteligente y acabamos. Zabludovsky: Bueno maestro a mi me cuesta mucho... ¿Quiere usted hacer alguna declaración? Dalí: Ninguna. Son ustedes los que quieren que haga declaraciones. Yo con firmar tengo suficiente. Zabludovsky: Maestro, qué es más... en qué se realiza mejor su genio, en la pintura, en la escultura, en el grabado, en las joyas... ¿En qué tipo de manifestación artística? Dalí: Prepárese, querido amigo, porque esta es la última pregunta que voy a responder. O sea, mi genio.., ¡ni en la pintura, ni en el grabado, ni en la acuarela, ni en las joyas, ni en la litografía...! [Se levanta, se saca las gafas, se lo mira con una mirada que es

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una patada, y le grita:] En la ¡COS-MO-GO-NÍ-A! [luego le da la mano de un modo que parece decir: bien, ¡y ahora lárguese! Pero él, impertérrito] Zabludovsky: Maestro ¿qué es la cosmogonía? [Para partirle la cara] Dalí: Ah... ¡Apréndalo, apréndalo! [Qué paciencia, la de Dalí] Zabludovsky: No le entendí, maestro; dígame, por favor. [Tanta estupidez no puede ser] Dalí: ¿Cosmogonía…? Zabludovsky: Sí. Dalí: El sistema del cosmos, la concepción del cosmos. O sea, Dalí tiene la concepción del cosmos completamente original. Y lo más importante, como se acaba de decir hoy mismo si lee la Scientific American, Dalí tiene una cosmogonía propia. ¡Y mi genio está en mi propia cosmogonía! Zabludovsky: Pero, ¿por qué se excita, maestro, si estamos platicando? Dalí: Me excito porque si no se dicen las cosas con una cierta convicción, la gente no se entera. Ahora la gente que habrá visto la televisión buscará un diccionario y verá qué coño quiere decir eso de la cosmogonía. Porque lo que le ha pasado a usted pasará a todos sus auditores, porque resulta que las sociedades de consumo que utilizan esos medios informativos como ustedes están muy poco al corriente incluso del vocabulario científico. Porque me ha sorprendido que cuando le he hablado del ADN, parecía que le hablaban de la luna. ¿Verdad o mentira? Zabludovsky: Es cierto.

Ya lo dije antes: de la ignorancia no nace nada más que insolencia, ridículo y vergüenza ajena. Una actitud como la de Zabludovsky —suma de holgazanería, desidia y estupidez— es

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Capítulo I. Entrevistas. Una pregunta es nuestra...

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algo inadmisible, imperdonable, no solo por la tremenda ignorancia de la que casi se jacta ese necio, no solo por la lamentable incompetencia que maneja ese payaso, sino porque además, es una falta de respeto hacia la persona entrevistada y hacia la audiencia. Bueno, tendrá su larga penitencia, porque su fantochada va a quedar colgada como escarnio propio por los googles de los googles. Ante cualquier entrevista, sea del tipo que sea, hemos de resolver un itinerario básico que podríamos resumir así: Qué sé sobre el asunto (y qué no sé, claro); qué quiero saber (que no se sepa ya); cómo saberlo (a quién preguntar, qué preguntar y cómo preguntarlo). El primer punto remite a ese primer momento en que tenemos la idea o el encargo de hacer una entrevista sobre algo o de entrevistar a alguien. Más allá de las primeras intuiciones sobre el asunto o la persona —cuestiones controvertidas, aspectos dudosos o preocupantes, críticas, consecuencias, explicaciones…—, que pueden dibujar la geografía elemental del asunto y dar una primera y general orientación a la entrevista, debemos iniciar de inmediato un trabajo selectivo de documentación —la búsqueda de información seria, rigurosa; de reportajes contrastados, fiables; de análisis y opiniones de fuentes solventes, acreditadas—, cuyo procesamiento nos debe conducir a la conclusión del itinerario: a delimitar el territorio relevante y los objetivos principales de la entrevista y, al mismo tiempo, a esbozar, perfilar y luego a formular y a vertebrar las preguntas concretas de lo que va a ser en principio nuestra entrevista. Y en cualquier caso, empezar una entrevista sin saber qué queremos saber —qué buscamos— es un disparate y será un desastre.

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Capítulo II. Entrevistas, una geografía

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Capítulo II

Entrevistas, una geografía

Cuando uno tiene poco o nada que decir y explicar sobre las entrevistas, se enzarza en supuestas teorías que dan risa, por su ridícula obviedad, o se entrega al delirio de las tipologías, de las clasificaciones, de las variedades…, algo sin otro sentido que llenar páginas, porque apenas aporta conocimiento alguno. Los criterios son dispares además, y a veces tienen tanto fundamento como distinguir entre entrevistas de mañana y de tarde. Una clasificación de las entrevistas debería discernir entre estructuras formales de los textos —escritos, audiovisuales, multimedia— de acuerdo además con el tipo de asunto y de objetivo, no para establecer un abanico de tipos porque sí, sino para facilitar el manejo y el conocimiento integral y orgánico del género: una geografía de la entrevista. A mi entender, el elemento que define la entrevista como género periodístico es la pregunta, las preguntas que hacemos a otro con el fin de saber algo que no se sabe o se sabe mal o se sabe poco, o incluso que no se puede saber a ciencia cierta, de conocer algo que quizá ya se sepa pero tu auditorio desconoce, o para que alguien cuente a su manera algo que otros cuentan de modo distinto. Hacemos entrevistas para nuestro auditorio, pero la idea de auditorio —lector, oyente, espectador— no es universal, sino relativa y heterogénea, variable, propia de cada medio, e incluso de cada pieza. Que la pregunta —y la respuesta, claro— es el elemento genuino y constitutivo de cualquier entre-

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vista parece fuera de toda duda, por lo menos en su proceso de elaboración, porque se han publicado cientos de entrevistas en las que las preguntas como tales han desaparecido en parte o por completo.

1. Baltasar Porcel, dos que hablan pero no se hablan Por ejemplo, las latosas entrevistas que Baltasar Porcel publicó en Destino de 1967 a 1971 en las que eliminó cualquier rastro de conversación original y el texto era como dos monólogos en sucesión, que, para evitar la locura del vaivén continuo, se veían empujados a alternarse con largos y pesados párrafos de cada uno. Esos textos de Porcel no son perfil ni semblanza, porque se interrumpen y rompen a cada rato, y menos aún diálogo o conversación. Extraña manera de entender una entrevista. Les llamó Los encuentros, Porcel, pero no dejan de ser unos encuentros muy raros: dos que hablan pero no se hablan. Yo he sido un notable aficionado a la Fiesta Nacional. Ello ocurría quince años atrás y en Palma de Mallorca, las calurosas tardes domingueras de un verano encendido, la mar inmóvil y difuminados los horizontes. Íbamos hacia el coso mis amigos Diego, Jaume y un servidor, el ánimo pinturero y fumando un puro de acre pestilencia. El bochorno aquietaba el aire, mustiaba las hojas polvorientas de los plátanos. Nos situábamos en una andanada de sol, con soldados, gitanos y peones del ramo de la construcción inmigrados del sur peninsular. Entre el griterío disparatado, la calor picante y el humo hediondo, entrábamos en un estadio de euforia

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Capítulo II. Entrevistas, una geografía

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incontrolada y chulapa. Un día nos agregamos a un pelotón de aficionados encalabrinados por el entusiasmo, y emprendimos el trote hacia el centro de la ciudad llevando un torero a hombros. Íbamos ligeros, voceando vivas. Entramos en la estrecha y atiborrada calle de Sant Miquel y entre el gentío estupefacto y los coches desfilamos: un tipo cansado y ensangrentado, bailoteando sobre los hombros de una docena de individuos sudorosos, roja la cara, que expelían gritos inconexos. Lo descargamos en un bar llamado El Ruedo, en la Plaça Major, donde yo, de un codazo, rompí un cristal. Tuvimos que abonar ochenta pesetas a escote mientras el torero, molido, se metía en un taxi. Hasta ahora, que he ido a encontrar a Paco Camino, no había vuelto a contemplar el espectáculo español. Y durante tres días he hablado largamente con el diestro. —Tengo veintiséis años y empecé a torear el 52, de novillero sin caballo, de pantalón corto, en Cumbres Mayores, provincia de Huelva, donde hay el mejor jamón del mundo. Fue lo más importante de mi vida. ¿Que cómo me dio por ahí? Hombre, pues aquello fue que fui con mi padre, que era banderillero. Que “Hombre, torea”, que me dijo. Y maté una becerra, fíjese. Una becerrilla. Estuve rodando por los pueblos hasta el 58, que debuté en Zaragoza el 5 de junio, sin caballo, donde aquel año toreé catorce novilladas. Ya con caballo salí el 6 de septiembre, también en Zaragoza. Como matador me presenté el año 60, en Valencia, donde se me dio la alternativa. Es lo que más recuerdo, para mis adentros. Entre España y América, en ocho años, habré hecho unas novecientas corridas. De toros, habré matado ponga usted unos mil ochocientos. ¿Que si he pasado miedo? ¡Joer, he pasado más miedo que no le digo! Miedo, bueno, miedo. No sé, miedo. Responsabilidad de uno mismo, que quizá sea el miedo, no sé. Si ves salir un bonito toro, alegre, ya le tienes ganado un cincuenta por ciento de simpatía, de

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confianza en ti mismo. La desconfianza es no creer en uno mismo. Es el miedo, supongo yo, vamos. Yo he tenido años muy malos, como el 61, y los he recuperado a base de confianza en mí mismo y de voluntad. El miedo es como si le pusieran a uno los nervios de punta, como un ataque de nervios. Yo lo he sentido cuando me he pegado un trompazo con el coche. Una cosa muy rara en el cuerpo, que te escaparías a escape, joer. Pero delante del toro es una tensión de nervios, que vives comido por la faena, por el animal, por el ambiente. Es que, ¿sabe?, desde el toro hasta el picador pasando por el caballo y el público, todos son enemigos tuyos. Todos. Toreando bien, quieres vencerlos. Y si sale mal sientes envidia, te ves poco, te ves inferior, y te peleas contigo, con tu alma. ¿Sabe que le digo?: que sientes más miedo a hacer el ridículo que al toro. Encontré a Paco Camino siguiendo la más estricta finalidad perseguida por esta sección: contabilizar unas gentes señeras y la situación temporal de este país. Porque el señor Camino, al decir de los taurómacos —y ahí está la responsable opinión de Mariano de Lacruz, crítico de la revista Destino—, es, de los toreros jóvenes, el más perfecto y completo, como Antonio Ordóñez lo es de la generación granada. Fuera del ruedo —en casa del monárquico Antonio Senillosa, en el bar del Hotel Manila —, Paco Camino es un muchacho de estatura mediana, erguido, que viste de gris plomizo, ceñido. Es moreno, de pelo aplastado contra el cráneo y ligeramente ondulado. Si no fuera por sus ojos de vivacidad constante y por su sonrisa de simpatía adolescente, sus cejas caídas le imprimirían un aire tristón. Habla con acento andaluz y contesta con prontitud, con naturalidad. —Satisfecho de mí mismo, es difícil que lo esté. Satisfecho, satisfecho me he sentido pocas veces: dos toros en Maracay, que es Venezuela; uno en Méjico, otro en Barcelona, uno en Madrid.

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Capítulo II. Entrevistas, una geografía

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Entonces me he sentido a gusto. A gusto. Orgulloso de mí. Cuando he cortado cuatro orejas y un rabo, siempre siento una gran alegría, desde luego. Pero luego me acuesto, y con la cabeza en la almohada es cuando yo pienso en lo que he hecho, en las cosas de la vida. Y entonces, al pensar, es cuando uno mismo ve cómo le ha ido. No, situarme como torero no me costó. Lo difícil es mantenerse. Lo difícil es estarse doce, quince años, como primera figura. Prueba de esto es que hay poquitos. Yo siempre he pensado estarme por lo menos doce años, que es cuando se puede decir que uno ha sido una primera figura. Yo me definiría como un torero largo, de buen arte y profundo. ¿Usted no sabe qué quiere decir todo esto? Bah, son palabras de toreros. Largo quiere decir que es un torero para años. Arte es una cosa... pues, bueno, arte es el que tiene arte para bailar, para cantar. Y profundo, cuando se ha toreado un toro que se queda grabado en la cabeza de la gente y se acuerdan al cabo de veinte años. Que no soy un torero corriente, vamos. ¿Qué tengo como malo? Pues que la gente dice que toreo muy seguro. A la gente le gustan así las cosas de mucho ver, de peligros. Pero toreando bien se arriesga uno más que toreando mal, porque tienes que llevar y traer los toros, dominarlos. Yo me lo pienso, lo que hago. Tengo una cabeza que dicen privilegiada. Me llaman el sabio de Camas, que es mi pueblo.

Que las intervenciones de cada uno son largas, resulta evidente. Y en este caso, la pesadez del texto queda atenuada porque Porcel, por su parte, se limita a contar una anécdota personal — el relato y la descripción de esa tarde, con sus amigos, camino de la plaza de Palma—, más un apunte de Paco Camino, sin apenas hay comentario, y porque la ‘respuesta’ del torero casi se limita al relato gracioso de su historial de matador. Es fácil advertir el rudimentario artificio del que se vale Porcel para atenuar la extra-

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ña sensación que produce una respuesta sin pregunta: hace que sea el entrevistado mismo quien se pregunte, aunque en alguna ocasión la pregunta está implícita en la forma de articular la respuesta: “satisfecho de mí mismo, es difícil que lo esté.” Es una estrategia recurrente en Los encuentros de Porcel que, a mi entender, pone de manifiesto la incomodidad del mismo autor ante el texto y su forma de hacer, ante la aparición de una ‘respuesta’ que no se sabe a qué pregunta da contenido, una forma de reconocer que su estilo violentaba la entrevista misma y que a veces alcanza rasgos de caricatura: —¿Si he ganado mucho dinero? Hombre, no me puedo quejar. ¿Si pasé hambre antes de ser torero? No, nunca me quedé sin comer, aunque no nos sobraba nada. Mi padre era tonelero y banderillero. Luego lo cogí conmigo de banderillero y conmigo se retiró… ¿Qué si se afeitan los toros, si hacen menos peso del reglamentario, si nosotros compramos la crítica? No, no; apenas si hay de esto, créame. Yo no veo nunca un toro afeitado ni doy dinero a ningún crítico… ¿Buenos toreros en España? Buenos, muy buenos, pocos: Ordóñez, Aparicio, Puertas, Antoñete, el Viti y Teruel, uno que empieza… ¿Si he pasado momentos muy malos en mi carrera? Hombre, algunos que hasta me han metido en la cárcel, fíjese usted. Fue en Lima, que es del Perú, en noviembre del año pasado. El público decía que yo estaba mal y me tiraban almohadillas, botellas. Me negué a matar el toro y me encarcelaron. ¡Ajá, y la cornada que tuve en Bilbao! La estuve medio palmando. Fue el 22 de agosto del 61. Un toro de Atanasio. Me entró el pitón por la ingle, en la parte del femoral. Me acuerdo de cuando caí al suelo: yo me cogí la cabeza, caí y vi que me salía sangre como una fuente burbujeante, ansí. Pero no sentía dolor: veía sangre, creí que me desangraba completamente, el toro bufando a mis espaldas…

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Me invadió una angustia por encima de todo: como si me observara a mí mismo y viera que todo se acababa. El toro allí, el charco de sangre, no me llevaban a la enfermería… Yo la cabeza cogida entre las manos… ¡Uf!

2. Azorín, en la finca del cacique Romero Parece que Porcel quería protagonismo y ser original a cualquier precio. Y evitar que le confundieran con un periodista raso, claro. Eso es más o menos lo que confiesa al final de la Nota Previa al segundo volumen de Los Encuentros (Destino, 1971): “una de las peores desgracias de ese oficio de llenar papeles es verse obligado a llegar, a través de todas las autocrueldades imaginables, a ser quien se es. A la individualidad —a la originalidad—, sea cual fuere”. Eso mismo, crueldades. Antes, con una modestia digamos que mal simulada, Porcel asegura que “con verdadero asombro he leído con frecuencia que mis entrevistas han creado un estilo nuevo de hacer esta especie de literatura […] que muchos señores imitan, más o menos literalmente”, aunque reconoce que “es muy agradable ser un maestro, sobre todo cuando no existe, ni por asomo, maestría ninguna en mis escritos”. Luego, con un desdén fingido, Porcel se las apaña para situar sus ‘entrevistas’ justo al lado de los grandes maestros: “Porque, puestos a calcar, ¿a santo de qué hacerlo con mis tentativas, cuando Josep Pla ha construido sus Homenots, elípticos análisis de apasionante colorido; cuando Azorín, a principios de siglo, tejió piezas tan reposadas y aceradas como aquel Romero en el Romeral; cuando Indro Montanelli ha publicado en Corriere della Sera sus Incontri rebosantes de ironía?” Resulta algo curioso

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que como ideales del género —¿pero de qué género?—, Porcel proponga esos memorables ejemplos que poco o nada tienen de entrevista y sí, en cambio, mucho de perfil y retrato, o incluso de crónica personal, según el caso. Porque los Homenots de Josep Pla son sabrosos, agudos, luminosas semblanzas, pero nada tienen que ver con la entrevista como género, ni con la pregunta como herramienta, como se puede apreciar en este Homenot dedicado a Dalí: “Sembla que és un element important del grup surrealista de París. Els diaris de la capital de França el pistonegen i publiquen els seus impressionants exabruptes amb complaença. Farà molt de camí, si és que es vol dedicar a aquesta professió de vedetisme desenfrenat. Examinant les coses fredament, el que resulta literalment fabulós és que Dalí, repetint les collonades, ximpleries i animalades que es deien als cafès de Figueres en els anys de la seva adolescència i la seva primera joventut (manifestades per ell amb un francès fantàstic i amb una barra descomunal), es vagi fent un tipus no solament de París, sinó de molt més enllà de París —un tipus que tira per la fama mundial, com es va veient cada dia. En aquells anys, Figueres s’especialitzà en un humorisme sense solta, de gra molt gruixut, d’un primarisme grotesc. Aquest humorisme fou cultivat en els cafès i en algunes cases particulars”.

Porque la célebre, novedosa y en su momento escandalosa pieza que cita de Azorín es sin discusión una crónica un tanto furtiva en la que el escritor cuenta lo que ha visto y oído durante su visita a la finca El Romeral que Francisco Romero Robledo (1838-1906), exministro de Gobernación y de otras carteras y entonces presidente del Congreso, tenía en Antequera: “El señor Romero Robledo se ha levantado y acaba de oír misa. Dan las

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doce. Yo estoy en una estancia ancha, cuadrada; el piso es de diminutos mosaicos levantinos…˝ Claro que en el texto aparecen guiones de diálogo, e incluso diálogos, pero no son preguntas ni respuestas a un periodista, no obedecen a ninguna entrevista, son el relato de lo que se dijo y se habló ese día “desapacible y frío” de la primavera de 1905, en ese cortijo descomunal, latifundio de régimen feudal, enajenado al municipio décadas atrás por el avispado Romero cuando la desamortización de Madoz. Ese texto de Azorín no es una entrevista, sino el relato de las confidencias, juicios y exabruptos de ese vehemente político andaluz al que alguien calificó como “supernotable rey del caciquismo rural”: El señor Romero Robledo ha levantado la cabeza y se ha guardado sus lentes. —¡Bueno, bueno! —exclama el ilustre orador repantigándose en el ancho sillón. —Don Francisco —me atrevo yo a decir, como quien no hace la cosa—; don Francisco, parece que este viaje [del Rey Alfonso XIII a Valencia] es un éxito de Villaverde… [presidente del Consejo de Ministros] No os pintaré la mirada que el insigne parlamentario me ha lanzado con estos sus ojos pequeñitos, vivos y azules; yo he debido parecerle en este instante al gran orador el más ingenuo de los mortales. —Villaverde —replica con voz lenta el señor Romero Robledo— es un desgraciado. Y después, con más rotundidad, con más firmeza, con más satisfacción: —Ya lo verán ustedes cuando vaya a las Cortes, si es que se atreve a ir. Ya lo verán ustedes a la cabecera del banco azul azorarse, perder la cabeza y hacerse un lío…

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Yo comienzo a advertir en el ilustre orador, en sus ademanes, en sus gestos —en sus movimientos, en las inflexiones de su voz—, un aire de íntima, de suave, de irremediable melancolía. ¿Son los años? ¿Son los achaques? ¿Son las decepciones perdurables de una vida de afanes? —Villaverde —repite con vago desdén en señor Romero Robledo— es un desgraciado. Yo no he visto jamás lo que estoy viendo ahora; no hay gobernantes; no hay en el Parlamento aquellos grandes oradores de antes; yo no sé dónde vamos ni qué va a ser de nosotros. Y a seguida, como si el Parlamento constituyera su obsesión: —Vayan ustedes, vayan ustedes recorriendo todos los lados de la Cámara y verán cuáles son los hombres con que contamos. ¿Ustedes creen que hay un orador como Cánovas? Maura es un orador de oposición, habla bien solo cuando se le acorrala, cuando se le excita, cuando está indignado. Salmerón es un orador de una dicción admirable, pero es monótono, está anticuado, solo tiene una nota. Melquíades Álvarez necesita prepararse para hacer un discurso; es decir, no es parlamentario, puesto que el orador parlamentario ha de ser como el cazador, ha de tirar la liebre cuando salte. Canalejas habla bien, tiene brío e inspiración, pero es hombre que desfallece, que se amilana, que pierde toda su fuerza y toda su inspiración si nota que una frase en que él confiaba no hace su efecto; yo lo he visto comenzar un discurso magnífico y acabar de pronto, de cualquier modo, porque el auditorio no le aplaudía. —Y no hay nadie más —continúa luego—; Silvela no asoma por el Congreso, y en cuanto a Alejandro Pidal, está agotado… Esto en el supuesto de que Alejandro Pidal haya sido alguna vez orador, que yo no lo creo. —Porque —añade el señor Romero Robledo en tono terminante, abriendo los brazos—; porque, ¿qué orador es ese que se agota

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de pronto? ¿Se puede concebir —concluye un poco asombrado el presidente—, se puede concebir que un orador se agote? Una voz recia grita en este momento desde la puerta: —¡El señor está servido! —Vamos a comer, Azorín —dice el señor Romero Robledo levantándose con gesto displicente, cansado.

En esta indiscreta y estupenda crónica de Azorín, hay un montón de guiones, e incluso diálogos, pero esto nada tiene que ver con entrevistas ni con preguntas ni tan siquiera con respuestas, sino con el relato —descripción también, y retrato— de ese mediodía de monólogos más que de plática del lenguaraz y confiado Romero Robledo rodeado de su fiel camarilla, que cuando vio impresas en El Imparcial sus lindezas y reproches, en especial la que dedicó repetidamente al presidente del Consejo de ministros, no tuvo más remedio que desautorizar al cronista y mandarle un telegrama de disculpa a Villaverde negando esos improperios: “Tenga usted por completamente falso cuanto Azorín me atribuye hoy en El Imparcial. Es ajeno a mi carácter y contrario a mis manifestaciones y a mis actos”. Vaya hipócrita, o vaya tipo listo, que usó Azorín a fin de propalar sus ninguneos y luego, solemne, negarlos. De todos modos, ese telegrama no debió gustar nada al periodista, porque tres días después le dedicaba una nueva crónica —Alarma en el Romeral (28-04-1905)—, esta vez sí inventada, aunque no por ello falsa, en la que con una mala leche muy fina Azorín imagina los comentarios, gracias y rechiflas de Romero Robledo y compañía al leer la crónica en la que el mandamás del Congreso despelleja a los cabecillas del Parlamento. Esa segunda crónica, por la que le echaron del periódico, es una ingeniosa preterición con notable guasa que permitió a Azorín no solo repetir lo que ya había publicado —pero ahora

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viendo a Romero Robledo que se regodea al leerlo—, sino justificar también su proceder periodístico: —¿Qué ocurre, don Francisco? —pregunta vivamente don Joaquín alarmado. —Nada —replica don Francisco—: que Azorín ha publicado un artículo tremendo en El Imparcial. —¡Hombre! —exclama don Joaquín—-. ¿Dice usted que Azorín ha publicado un artículo? —Sí, sí —replica el ilustre orador, todavía estupefacto—. Sí, sí, ese Azorín —añade con aire de desdén— que parecía un hombre atontado y que no despegaba los labios. —¡Pero no puede ser! —grita don Joaquín—. Usted, don Francisco, ¿celebró con él alguna conferencia? —¡Ca, hombre, ca! —gritó también el ilustre orador—. ¡Si ese Azorín no me preguntó nada! —Entonces —observa don Joaquín—, no lo comprendo. —Ni yo tampoco —concluye el presidente, dejando sobre la mesa el telegrama y guardándose sus lentes de concha. Y no se puede comprender, en efecto, dados la antigua norma y patrón de la interview política, que un cronista visite a un político ilustre, le oiga hablar, le vea moverse, observe su casa, los muebles, la indumentaria, los amigos que le rodean, y crea firmemente, rotundamente, que todo esto tiene más importancia y le ha de interesar más al público que unas declaraciones abstractas, secas, convencionales, preparadas, en que no hay vida, ni gestos, ni espontaneidad, ni ingenuidades.

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3. Los encuentros del maestro Montanelli Porcel cita también como referente de lo que él pretende hacer los Incontri que el periodista italiano Indro Montanelli (1909-2001) publicó en Corriere della Sera a finales de los cincuenta, y que luego fueron recogidos en un volumen, Gli Incontri (1961), que en su versión española se tituló Personajes (1966). De los tres modelos que propone, quizá sería el más cercano a la entrevista, aunque en su periferia, porque los Incontri son algo así como un reportaje de personas, mezcla de perfil y retrato, y de crónica, que a veces surge de un encuentro concertado —una charla en casa del personaje o una conversación en su despacho oficial— o bien ocasional, como el texto que dedica a Carmen Amaya y su tribu, con quienes coincide algunas noches en un bistrot de París cercano al teatro donde actuaba ese estallido de genio, ese milagro flamenco que creció en las barracas del Somorrostro. Pero casi siempre los Incontri de Montanelli van más allá de un escenario y una escena concretos, beben de recuerdos y de lecturas y de anécdotas, y lo que tienen en común todos ellos es que son relatos sobre personas, casi siempre conocidas, reales, pero en algún caso de ficción, como esa historia ejemplar y estremecedora del general Della Rovere, un mito que surgió de su penoso paso por las cárceles de Mussolini en 1944, de las que escapó horas antes de ser fusilado, y que Rossellini convirtió en un clásico del cine (1959). Además de conversar y sobre todo escuchar y observar, doy por hecho que en muchos de esos encuentros, sobre todo en los más formales, Montanelli hizo preguntas concretas al personaje, y es en este sentido que digo que sus Incontri tienen algo —un substrato— de entrevista, de conversación. Pero luego en el texto, aunque aparezcan declaraciones, citas literales, e incluso diálogos, el resultado no es una entrevista, porque todo lo cuenta

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la voz única del periodista, que se convierte así en un narrador de no-ficción que cuenta reportajes sobre personas —y semblanzas de personas— a las que ha conocido, con las que ha conversado largamente, con la intención, claro está, de retratarlos: no un retrato de fotografía, quieto, congelado, sino como un relato, con el personaje en su mundo y en su ambiente, un retrato mucho más cercano al cine o al teatro. Por ejemplo, este fragmento del Incontri con el militante antifascista, pintor y escritor Carlo Levi (1902-1975), autor de Cristo si è fermato a Eboli (1945), que más que una novela es casi reportaje —enorme, intenso, emotivo, magnífico— que da cuenta de la durísima vida de esa pobre gente de Gagliano, que “hasta hace poco, no conocía la rueda”, en la antigua Lucania, al sur de Italia, ‘abandonados incluso por Dios’ y no digamos por el Gobierno, que Levi conoció durante los dos años que estuvo allí —un mundo aislado, triste, desolado—, confinado por las autoridades fascistas: Será por lo menos la décima vez que, después de una velada pasada con Carlo Levi, vuelvo a casa, escribo su nombre en el principio de una cuartilla en blanco y comienzo a trazar una pequeña semblanza suya. Pero, al segundo punto y aparte, el miedo me para la mano y me obliga a tirar la cuartilla. Levi es el hombre más apacible y amable del universo, también el más provisto de sense of humour. Soporta las críticas, tolera la ironía con paciencia de un viejo sabio de Sión. Pero no admite la imprecisión. Un día me mostró un artículo difamatorio contra él publicado hace unos años en un pequeño semanario de provincia. De todo le acusaban: era mal escritor, mal pintor, mal ciudadano y mal médico. Carlo estaba humillado. “No comprendo —dijo— por qué los periodistas, a veces, han de ser tan inexactos.” “¿Inexactos? —me rebelé—. Aquí no se

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trata de inexactitud. Se trata de calumnia, de mala fe, de partidismo sectario. Dejemos de lado tus cualidades de médico, que acaso sean inferiores a las de Frugoni. Pero tu valía como artista…” “Ah, no sé —dijo—. No hablo de eso. Me refiero a la chaqueta.” “¿Qué chaqueta?” “La chaqueta, ¿no lo has leído? Dice que yo siempre llevo chaqueta de pana, con particular preferencia de color verde. No es verdad. De vez en cuando llevo chaqueta de pana verde, de vez en cuando de otro color. Pero la mayoría de las veces mis chaquetas son de lana corriente, gris o marrón. Serán bonitas o feas, de buen o mal corte. Pero, de cada siete días a la semana, cinco visto como tú, como todos. ¿Por qué describirme como el hombre vestido de pana? No es exacto, dispensa, no es exacto.” Total, que de todas las acusaciones que impunemente le habían lanzado, la única que le impresionó y ofendió fue la relativa a la chaqueta de pana verde que, por casualidad, lleva de verdad; y cuando no la lleva, se venga poniéndose la camisa de terciopelo. Si fuese psicoanalista, me entregaría a explorar los sobrentendidos y freudianos porqués, no tanto de esa preferencia, sino de la vergüenza que Levi parece experimentar de esa prenda de vestir y que le impele a ocultarla como un pecado poco menos que monstruoso. Quién sabe lo que hay bajo ese complejo del terciopelo. Acaso solamente una venganza de la naturaleza que, habiendo regalado a Levi un carácter de oro, tolerante, generoso y comprensivo, ha querido desquitarse otorgándole una flaqueza, aunque sea la más inocua para todos, menos para el pobre retratista, que si quiere retratar a Levi de verdad, debe dejarle como es: vestido de pana o por lo menos con algo que sea de pana. Lo que a él le sentará mal.

Conversar, dialogar, a veces incluso preguntar, y sobre todo escuchar, observar: esas son las herramientas del autor de la gloriosa y memorable Storia di Roma (1957) en sus Incontri. En

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este sentido, en la contraportada de la edición española de sus Personajes, se dice que Montanelli es un periodista que “en vez de preguntar, escucha; en vez de disecar a los personajes a través de un formulario sabiamente preparado, los deja vivir libremente ante sí, y solo de cuando en cuando se permite una observación irónica, sutil, que encauza el diálogo por los derroteros que le interesan a él […], y mientras sus personajes hablan, él los escucha entre líneas”. En fin, ya que Porcel calcó el título a Montanelli —Gli Incontri: Los encuentros—, también podía haber imitado el formato del periodista italiano, tan libre además, de relato y retrato, de semblanza o reportaje de personajes, en vez de esas entrevistas más bien ranas: dos que hablan pero no se hablan.

4. Las preguntas, el origen de la información Sigamos. Las ruedas de prensa de verdad, no esas conferencias de prensa sin preguntas que tanto gustan a los políticos, ya son en alguna medida una entrevista coral, pero nunca —excepto en algún caso en que la escena y el diálogo tuvieran un valor documental— se publican en forma de entrevista, de pregunta y respuesta, ni en prensa escrita ni en audiovisuales: se recogen citas en el texto, o cortes de voz en el relato oral, o fragmentos de videos en la información audiovisual, eso es todo. Esto no quita, sin embargo, que en una información en la red, se adjunte un vídeo que recoge fragmentos de esa rueda de prensa de la que informa, o incluso la rueda de prensa entera, como documento anexo. Las preguntas son o deberían ser el eje y el sentido de la ruedas de prensa, y por esta razón serían el primer territorio del periodismo donde aparece

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el fundamento de la entrevista: preguntar para que respondan y se expliquen, porque queremos saber. En ocasiones, los periodistas preguntan en demanda de información, sobre todo cuando tras el asunto está la urgencia de la noticia: acaba de producirse un atentado o un accidente de aviación o la policía detiene un rato a no sé qué político o banquero corrupto o el Rey anuncia que abdica la Corona, por ejemplo, y claro, lo primero que se busca son datos, si ha habido muertos o heridos, quién puede estar detrás de la explosión, si hay supervivientes, de dónde eran los pasajeros y el avión, quién es el político o el banquero, de quién es amigote del alma, de qué se le acusa, qué ha dicho el rey de la sabana y de las sábanas, cómo se lleva a cabo la abdicación, o la proclamación del siguiente…En casos así, aunque dependerá de la gravedad, de la importancia y la cercanía del asunto o del siniestro, lo primero que demandan los medios, la audiencia en general, son datos, información, y luego, en segundo lugar, la valoración, la explicación, la interpretación: ¿El Estado islámico es mucho más peligroso que Al Qaeda?¿No habrá más remedio que otra intervención de la OTAN en Oriente Medio? ¿Las líneas low cost implican mayores riesgos de accidente? ¿El caso Pujol afectará al llamado proceso soberanista? ¿Por qué abdica el Rey? ¿Es una forma de salvar la Monarquía? ¿De frenar los escándalos de la familia? Sobre todo en medios audiovisuales, noticias de este tipo y calibre pueden dar lugar, de inmediato, a conexiones y entrevistas en directo con autoridades o con responsables primero, y luego, una vez ya se tienen algunos datos, también con expertos. La urgencia y la oportunidad hacen que esa entrevista meramente informativa y, en segunda instancia también valorativa, se emita tal cual, como entrevista propiamente dicha, con preguntas y respuestas: en directo, si se puede, y si no, en diferido. Luego,

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a medida que se conozcan nuevos datos, puede haber nuevas entrevistas, claro. Pero una vez remita la urgencia de la actualidad y la redacción disponga de tiempo para la edición audiovisual, esas entrevistas dejarán de emitirse como tales entrevistas, como secuencia de preguntas y respuestas, y serán recuperadas parcialmente como cortes de voz o fragmentos de vídeo en nuevos relatos informativos. Aunque el medio digital permite publicar de inmediato, en prensa escrita no existe el directo, y estas entrevistas informativas o de valoración de urgencia casi nunca se publican como tales entrevistas, con sus preguntas y respuestas, sino que ya desde el primer momento se reutilizan como contenido de las crónicas informativas que elabora el periodista. Puede haber excepciones, claro: cuando la entrevista es una exclusiva, por ejemplo; o cuando la entrevista tiene un valor documental, a veces sobrevenido (acaban de asesinar al político que entrevistaste hace unas horas, por ejemplo), a veces premeditado, como esa transcripción de una entrevista telefónica que Ricardo Martínez de Rituerto publicó en El País para redondear ad hoc una crónica suya —Racionero reprodujo pasajes enteros de un libro de 1921 apara escribir su Atenas de Pericles (18-04-2011)— en la que denunciaba por plagio a Luis Racionero, horas después de que el galardonado escritor, muy cercano al PP de Aznar, tomara posesión como director de la Biblioteca Nacional de España: “Se trata de intertextualidad y no de plagio” R. M. de R., Chicago Luis Racionero acaba de presentar El pecado original, su última novela, la historia de una secta que llega a nuestros días desde el origen del hombre y cuyos miembros comen el cerebro de los otros en busca de la perfección humana.

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Pregunta. No es mal pecado original apropiarse del cerebro del prójimo. Su libro Atenas de Pericles contiene pasajes que guardan un extraordinario parecido con El legado de Grecia. Respuesta. No tanto. He utilizado ideas de otros. Se llama intertextualidad: buscar lo que han dicho otros y contarlo. No vas a inventar. Lo hacemos todos. P. ¿Todos? ¿Puede darme nombres de quienes hagan lo mismo? R. Lea y compare. P. He leído y comparado su libro sobre Atenas y El legado de Grecia y el primer capítulo es un calco del de Gilbert Murray. R. Habrá ideas. No me dedico a traducir. No tengo por qué dar explicaciones. Puede que haya utilizado párrafos y frases, pero citándolo. P. Es un párrafo tras otro. No cita ni una sola vez a Murray ni a Livingstone y pasa de puntillas por Kitto, Hamilton y Toynbee. R. Es que no es una tesis doctoral. Hay referencias en la bibliografía que doy al final. Si no, sería pesadísimo. P. En la bibliografía usted dice haber tomado ‹referencias y planteamientos, datos y anécdotas›, pero lo que hace es reproducir con generosidad, sin comillas y sin citar, a unos y a otros. R. Ahí diferimos. No necesito copiar a nadie. He viajado, leído y estudiado lo suficiente como para no tener que copiar a nadie. P. Y, sin embargo, lo hace. ¿Es plagio conforme a la definición del diccionario de la Academia?

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R. Ja, ja. ja. ¿Y qué? ¿Y qué? No es plagio. Es intertextualidad. He utilizado a estos autores como hacen otros. Me da un poco de risa que me llame ahora, a los ocho años de que saliera el libro. ¿Me va a denunciar? P. Solo le hago notar que reproduce página tras página sin citar. R. No es cierto. P. ¿Niega la evidencia? R. Yo sé cómo se hizo ese libro. Fue un libro de encargo, fruto de bastantes años, que me costó mucho trabajo. P. ¿Está Florencia de los Médicis escrito del mismo modo? R. Vaya y búsquelo. P. En otros libros cita constantemente las fuentes y aquí las oculta. R. Si me he olvidado, lo siento. Es una guía para viajeros. En una tesis doctoral se cita. Las guías para viajeros son cosas distintas. Mire lo que hacía Josep Pla. No vas a ir página por página citando. ¿Me está juzgando? ¿Es la Inquisición? Para mí todo esto es absurdo y grotesco. P. ¿Qué es grotesco? R. Está invadiendo mi intimidad. No hay más que hablar.

5. Entrevistas temáticas y de personaje La entrevista temática, en cambio, —a la que dedico un capítulo más adelante—, en la medida que ya no está sujeta a la rabiosa actualidad, porque sus preguntas y sus respuestas tienen una fecha de caducidad más o menos larga, se publica como tal entrevista, con su estructura de pregunta y respuesta, tanto en

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prensa escrita como en medios audiovisuales. Aunque a menudo encuentra su razón, motivo o pretexto en la actualidad, la entrevista temática no depende de la cambiante actualidad, no es víctima de la inmediatez, ni de la urgencia ni del tiempo en general, y si no se publica hoy, lo habitual es que no ocurra nada y pueda publicarse igual mañana o pasado, y además lo normal es que no pierda vigencia por unos días o semanas, sus contenidos son de largo recorrido. En la entrevista temática abordamos asuntos recurrentes que afectan de uno u otro modo a todo el mundo —el paro, la obesidad, el fracaso escolar, la corrupción, el machismo, el fanatismo y tantos otros ismos— y en los que hay dudas, diversidad de opiniones, formas distintas de verlos, pros y contras, discrepancias, conflictos, hipótesis diversas, esperanzas y también miedos… Y para ello recurrimos a expertos, personas a las que reconocemos o reconocen autoridad sobre el tema, para que, desde sus conocimientos, su experiencia y sensibilidad, nos valoren, interpreten y expliquen ese asunto, y mediante su pronóstico fundado nos puedan orientar y aconsejar. La tecnología digital permite que ese tipo de entrevistas no desaparezcan en un día, que es lo que ocurría hasta hace poco con la prensa escrita, y peor aún en los medios audiovisuales, porque una vez emitida, adiós muy buenas. En cambio ahora, las webs de los medios digitales o convencionales, tanto escritos como audiovisuales, pueden mantener las entrevistas temáticas en un primer plano durante tiempo, alargar así su vida y su difusión y, en fin, sacar el máximo provecho al trabajo de los periodistas. Cambiamos de terreno. Las llamadas entrevistas de personaje o en profundidad o de personalidad o creativas o literarias o de perfil o de retrato…, da igual el nombre, gozan de una mayor libertad estructural, sobre todo en prensa escrita, donde no solo pueden desaparecer las preguntas, como hemos visto en

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Los Encuentros de Porcel, o redactar preguntas que no se hicieron así o que ni tan siquiera se formularon, sino que incluso se puede alcanzar un cierto grado de ficción —de recreación, de invención— con la libertad casi de quien elabora un retrato pero con formato de entrevista. Lo veremos con más detalle en el capítulo que dedico a este tipo de entrevistas. En las entrevistas audiovisuales de personaje, que a menudo se emiten en directo, o grabadas en tiempo real, son raros la edición y el montaje en este sentido, y a lo sumo se realizan algunos cortes que los cambios de plano disimulan fácilmente. Pero más allá de estos retoques de duración o de contenido, sería absurdo eliminar justamente el valor añadido de las entrevistas audiovisuales: la entrevista que surge y avanza ante nuestros oídos y ante nuestros ojos, la entrevista en vivo, haciéndose, creciendo con sus preguntas y sus respuestas y sus réplicas, con sus dudas y silencios, con todo el plus de información no verbal —miradas, gestos, rubores…— y no lingüística —tono, exclamaciones, risas, sollozos, suspiro— que acompaña a las palabras. En las entrevistas audiovisuales, además de buenas preguntas, claro, hace falta un buen sonido y, en televisión, unos buenos cámaras y una atenta realización, capaces de observar y destacar todos los indicios visuales que ratifican, subrayan, corrigen o contradicen a las palabras. En las entrevistas llamadas en profundidad o creativas o de personaje o…, el tema es justamente ese personaje, y nuestras preguntas y nuestro objetivo pueden ser de orden profesional o también de índole personal, dependerá de muchos factores, del tipo de personaje entrevistado, del tipo de programa o de medio o de sección, del tono habitual de la entrevista… Podemos entrevistar a una escritora, por ejemplo, y ceñirnos a asuntos literarios —inspiración, método, críticas, éxitos, fracasos…—, o entrar ya en aspectos más de retrato personal o incluso ideológico y moral,

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sobre la vanidad y la soledad, sus aficiones y sus manías, sus flaquezas y sus miedos, sus sueños y sus fantasmas… No hay, en principio, límites más allá del respeto a la dignidad y la intimidad de las personas, y todo se puede preguntar si uno es capaz de ganarse la confianza y suscitar la complicidad. Como decía el maestro Manuel del Arco (1909-1971), “se puede preguntar lo más cruel, lo más feroz, lo más escandaloso, lo más indiscreto, en fin, si antes se ha preparado el terreno. Hay que crear un clima de confianza primero; luego ya viene la audacia sin temor al descalabro. Pero de buenas a primeras lanzar una pregunta que se lleva en conserva es exponerse al revolcón” (Enciclopedia del Periodismo, Noguer, 1966). Como en cualquier otro tipo de entrevista, en estas se alternan tres voces básicas: el periodista que habla al auditorio, ya sea lector, oyente o espectador, y que podríamos llamar Comentario, el periodista que Pregunta y el personaje que Responde. Así como en las entrevistas audiovisuales se tiende a respetar el orden natural de esa alternancia, en prensa escrita el autor tiene licencia para hacer lo que crea necesario, oportuno u original, dependerá en última instancia de su interés, de su ambición, de su vanidad y de su inteligencia, claro está: puede entender que la entrevista ha de ser un fiel reflejo de esa conversación, de su clima y ritmo, de su tensión y recelos, de sus complicidades y desencuentros, o puede entender que esa conversación original no es más que la materia bruta o incluso un mero pretexto para fabricar un artefacto más o menos literario que quiere dejar huella de su estilo y de su destreza. A ver, que el periodista deberá editar todo ese material sonoro original —la conversación mantenida—, eso es seguro, inevitable, imprescindible, pero en este proceso de elaboración de la entrevista escrita, puede casi respetar el orden natural del diálogo, o puede modificarlo bastante o mucho, puede corregir o

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eliminar algunas preguntas o incluso todas, puede cortar algunas o parte de las respuestas, puede fragmentar respuestas demasiado largas y para ello añadir preguntas que no hizo a fin mejorar el ritmo… En fin, el margen de manipulación, de corrección o de creación o de aberración es sustancial. De modo que la estructura de cualquier entrevista de personaje escrita puede seguir el patrón elemental de introducción y luego preguntas y respuestas —C-P-R-P-R-P-R…—, o bien eliminar todas las preguntas —C-R-C-R-C-R-C-R…— como hace Porcel en Los encuentros, o bien cualquier combinación de ambas: C-R-P-R-P-R-C-R-P-RP-R-C-R-P-R-P-R-C, de manera que el comentario del periodista sería como un punto y aparte que, a modo de gozne, articularía el flujo de la entrevista como en capítulos, más o menos.

6. Fallaci, la entrevista que desnudó a Kissinger Como lector, me gustan las entrevistas que transmiten toda la energía de la conversación original, que recrean ese clima intenso del diálogo de dos personas que se observan, que se interrogan, que quizá se admiran o quizás se temen, que calculan o amagan y a veces se sinceran y a menudo engañan. Como lector, me gustan las novelas que no solo te cuentan una historia, sino que tienen tal fuerza visual que tienes la sensación de haber estado allí, de estar viendo a los personajes de carne y hueso y saber cómo hablan y cómo piensan y en qué sueñan, de ver los paisajes y sentir el bochorno, la brisa o el olor de la tierra mojada: Las confesiones de un italiano, El callejón de los milagros, El amor en los tiempos del cólera, Pedro Páramo, El embrujo de Shanghai, Háblame del tercer hombre…Esa

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es también mi forma de entender una entrevista escrita, que sea capaz de evocar ese encuentro. No me basta con leer qué dijo o respondió no sé quién, quiero ver cómo sucedió, cómo surgieron esas palabras, a cuenta de qué habló de ese modo, como si fuera testigo de esa entrevista. En una buena entrevista, el interés no está solo en las respuestas, sino en presenciar el vaivén vivo del diálogo, el juego de las mentes a través de las palabras, la emoción del viaje. Por eso me entusiasma, por ejemplo, la entrevista que la grandísima Oriana Fallaci (1929-2006) le hizo en 1972 a Henry Kissinger, entonces secretario de Estado con Nixon, para L’Europeo, semanario italiano de referencia que desapareció como tal en 1995, tras cincuenta años de periodismo. En esa y otras diecisiete entrevistas que hizo para el mismo semanario —Hailé Selassié, Mohamed Reza Palevi, Golda Meir, Ali Bhutto, Indira Gandhi, Sirimavo Bandaranaike…—, reunidas luego en un libro, Entrevista con la historia (1974), todo un máster sobre cómo hacer buenas entrevistas, a Fallaci le guiaba la misma intención de “buscar una respuesta a la pregunta en-qué-son-distintos-de-nosotros” las personas que tienen el poder, para descubrir finalmente que “quien determina nuestro destino no es realmente mejor que nosotros, no es más inteligente, ni más fuerte ni más iluminado que nosotros”. Gente con poder o con mucho poder, pero acomplejados, ridículos y vulgares como cualquiera. Así sucede en este fragmento del desnudo que Fallaci le sacó al todopoderoso Kissinger, “un personaje increíble, inescrutable, absurdo en el fondo, que se encuentra con Mao Tse-tung cuando quiere, entra en el Kremlin cuando le parece, despierta al presidente de los Estados Unidos cuando lo cree oportuno”, pero que de cerca, incluso en su despacho de la Casa Blanca, resulta decepcionante y nada seductor, “tan bajo y robusto y prensado por aquel cabezón de carnero, que ni siquiera es desenvuelto ni está seguro de sí”.

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—Doctor Kissinger, ¿cómo explica entonces el increíble divismo que lo distingue, como explica el hecho de ser casi más famoso y popular que un presidente? ¿Tiene una explicación para este asunto? —Sí, pero no se la daré. Porque no coincide con la tesis de la mayoría. La tesis de la inteligencia, por ejemplo. La Inteligencia no es tan importante en el ejercicio del poder, y a menudo, desde luego, no sirve. Al Igual que un jefe de Estado, un tipo que haga mi trabajo no tiene necesidad de ser demasiado inteligente. Mi tesis es completamente distinta, pero, repito, no se la diré. Mejor es que me diga la suya. Estoy seguro de que también usted tiene una tesis sobre los motivos de mi popularidad. — No estoy segura, doctor Kissinger. La estoy buscando a lo largo de esta entrevista y no la encuentro. Supongo que en la raíz de todo está el éxito. Quiero decir que como a un jugador de ajedrez, le han salido bien dos o tres jugadas. China sobre todo. A la gente le gusta el jugador de ajedrez que se come al rey. —Sí, China ha sido un elemento muy importante en la mecánica de mi éxito. Y, a pesar de ello, no es esta la razón principal. La razón principal... Sí, se la diré. ¿Qué importa? La razón principal nace del hecho de haber actuado siempre solo. Esto les gusta mucho a los norteamericanos. Les gusta el cowboy que avanza solo sobre su caballo, el cowboy que entra solo en la ciudad, en el poblado, con su caballo y nada más. Tal vez sin revólver, porque no dispara. Él actúa y basta; llega al lugar oportuno en el momento oportuno. Total, un western. —Comprendo. Usted se ve como un Henry Fonda desarmado y dispuesto a pelear por honestos ideales. Solitario, valeroso... —Lo del valor no es necesario. De hecho a este cowboy no le sirve de nada ser valeroso. Le basta y le sirve estar solo: demostrar a los demás que entra en la ciudad y se las arregla solo. Este personaje romántico, asombroso, se parece a mí porque estar solo ha formado siempre parte de mi estilo o, si lo prefiere, de mi técnica. Junto con la independencia, que es muy importante en mí y para

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mí. Y por último, la convicción. Estoy siempre convencido de que lo que hago es lo que tengo que hacer. Y la gente lo siente, lo cree. Y yo espero que me crea; cuando se conmueve o se conquista a alguien no se le debe engañar. No se puede solo calcular y nada más. Algunos creen que yo proyecto cuidadosamente cuáles serán, de cara al público, las consecuencias de una iniciativa o de una empresa mía. Creen que no puedo quitarme de la cabeza esta preocupación. Sin embargo, las consecuencias de lo que hago, me refiero al juicio del público, no me han atormentado nunca. No he pedido la popularidad, no la busco. Incluso, por si le interesa, no me importa nada la popularidad. No me da ni pizca de miedo el perder a mi público; puedo permitirme decir lo que pienso. Estoy aludiendo a la sinceridad que hay en mí. Si me dejase impresionar por las reacciones del público, si avanzase impulsado solo por una técnica calculada, no haría nada. Fíjese en los actores: los que son realmente buenos no se sirven solo de la técnica. Actúan siguiendo una técnica y al mismo tiempo su convicción. Son sinceros, como yo. —¿Está diciéndome quizá que usted es un hombre espontáneo, doctor Kissinger? Si dejo aparte a Maquiavelo, el primer personaje con quien se me ocurre asociarle es con el de un matemático frío, controlado hasta el espasmo. Quizá me equivoque, pero usted es un hombre muy frío. —En la táctica, no en la estrategia. De hecho creo más en las relaciones humanas que en las ideas. Utilizo las ideas, pero necesito las relaciones humanas, como he demostrado en mi trabajo. Lo que me ha sucedido, ¿no ha sido, en el fondo, por casualidad? Yo era un profesor totalmente desconocido. ¿Cómo podía decirme a mí mismo: «Ahora maniobraré las cosas de tal modo que llegaré a ser internacionalmente famoso»? Hubiera sido una locura. Quiero estar donde suceden las cosas, pero nunca he pagado nada para estar allí. Jamás he hecho concesiones. Siempre me he dejado guiar por decisiones espontáneas. Alguien podría decir: entonces todo ha

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sucedido porque tenía que suceder. Se dice siempre esto cuando las cosas ocurren. Pero nunca se dice esto de las cosas que no ocurren: nunca se ha escrito la historia de las cosas que no ocurrieron. En cierto sentido soy fatalista. Creo en el destino. Estoy convencido, sí, de que hay que luchar para lograr algo. Pero también creo que estamos limitados en la lucha por conseguirlo. —Otra cosa, doctor Kissinger: ¿cómo se las arregla para conciliar la tremenda responsabilidad que tiene y la frívola reputación de que disfruta? ¿Cómo consigue que le tomen en serio Mao Tse-tung, Chu En-lai, Le Duc Tho, y luego se le juzgue como un despreocupado tenorio o, mejor dicho, un playboy? ¿No le molesta? —En absoluto. ¿Por qué tiene que molestarme cuando voy a negociar con Le Duc Tho? Cuando hablo con Le Duc Tho, sé lo que tengo que hacer con Le Duc Tho, y cuando hablo con las chicas, sé lo que tengo que hacer con las chicas. Y, por otra parte, Le Duc Tho no negocia conmigo precisamente porque yo sea un ejemplo de pura rectitud. Acepta negociar conmigo porque espera alguna cosa de mí, de la misma manera que yo espero algo de él. Verá usted, en el caso de Le Duc Tho, como en el caso de Chu En-lai o de Mao Tse-tung, creo que la reputación de playboy me ha sido y me será útil porque ha servido y sirve para tranquilizar a la gente. Para demostrarle que no soy una pieza de museo. Y, además, la reputación de frívolo me divierte. —¡Y pensar que yo la consideraba una reputación inmerecida, una especie de puesta en escena más que una verdad! —Bueno, en parte es exagerada, por supuesto. Pero en parte, admitámoslo, es cierta. Lo que importa no es hasta qué punto es cierta o hasta qué punto me dedico a las mujeres. Lo que cuenta es hasta qué punto las mujeres que forman parte de mi vida son una preocupación central. Pues bien, no lo son en absoluto. Para mí las mujeres son solo una diversión, un hobby. Nadie dedica un tiempo

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excesivo a los hobbies. Y que yo le dedique un tiempo limitado se comprende dando un vistazo a mi agenda. Le diré más: no es raro que prefiera ver a mis dos hijos. Los veo a menudo, pero no como antes. Normalmente pasamos juntos la Navidad, las fiestas importantes, algunas semanas en verano, y voy a Boston una vez al mes. Para verlos. Ya sabe que estoy divorciado hace años. No, el hecho de estar divorciado no me pesa. El hecho de no vivir con mis hijos no me produce complejo de culpabilidad. Desde el momento en que mi matrimonio terminó, y no terminó por culpa de uno o del otro, no había razón para renunciar al divorcio. Además, estoy mucho más cerca de mis hijos ahora que cuando era el marido de su madre. Incluso soy más feliz con ellos, ahora. —¿Está usted contra el matrimonio, doctor Kissinger? —No. Lo del matrimonio o no matrimonio es un dilema que puede resolverse como cuestión de principio. Podría suceder que volviera a casarme..., sí que podría suceder. Pero verá usted: cuando se es una persona seria, como yo, convivir con otra persona y sobrevivir a esta convivencia es muy difícil. Las relaciones entre una mujer y un tipo como yo son inevitablemente muy complejas... Hay que andar con cuidado. Me resulta difícil explicar estas cosas. No soy una persona que se confía a los periodistas.

Esa es mi idea de entrevista escrita, un texto que tenga la capacidad de transmitir la tensión del diálogo, que suene natural, como si estuviéramos ahí mismo escuchando lo que dicen, viendo lo que ocurre, a hurtadillas casi. Me gusta lo que escribe sobre este oficio Fallaci nada más arrancar el prólogo: “Yo no me siento, ni lograré jamás sentirme, un frío registrador de lo que escucho y veo. Sobre toda experiencia profesional dejo jirones de mi alma […],y ante los dieciocho personajes no me comporto con el desasimiento del anatomista o del cronista imperturbable. Me comporto oprimida

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por mil rabias y mil interrogantes que antes de acometerlos a ellos me acometieron a mí, y con la esperanza de comprender de qué modo, estando en el poder u oponiéndose a él, ellos determinan nuestro destino. […] No es raro, ante un acontecimiento o un encuentro importante, que sienta como una angustia, el miedo de no tener bastantes ojos, bastantes oídos y bastante cerebro para ver y oír y comprender, como una carcoma infiltrada en la madera de la historia˝. Esa es la actitud, la pasión por conocer y descubrir, y el gozo, mayúsculo, de saber más. Y pasamos página

7. Manuel del Arco, el maestro de la entrevista breve Dentro de esta categoría, merece un apunte aparte la entrevista breve o de caricatura, pero entiéndase esta última expresión no en un sentido de deformación o exageración al objeto de despreciar o ridiculizar o reírse del entrevistado, no, no es eso, aunque en algún caso pueda ser así, si el tipo se lo merece, sino caricatura en el sentido de ser capaz con cuatro trazos tan precisos como certeros de componer una imagen puede que sorprendente, quizá graciosa pero sobre todo elocuente, reveladora, del personaje. La tendencia en este tipo de entrevistas, ahora mismo lamentablemente abandonadas, es a las preguntas y respuestas más bien cortas, al ritmo ágil, incluso nervioso, más cercano al ping-pong que al tenis, que requiere tener algo de ingenio y agilidad mental. No hay una medida estándar, pero debería estar más cerca de un folio que de cuatro, está claro, entre dos y tres mil caracteres, por ejemplo. Me dediqué a este tipo de entrevistas durante unos cuatro años en el Diari de Barcelona, y aunque el tamaño fue variando en función

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de la sección, de las páginas, del diseño y del mandamás de turno, mi idea siempre fue la misma: debía estar en la contraportada — años más tarde, y después de proponerles sin éxito la fórmula, La Vanguardia dedicó esa última página a La Contra, sección diaria de entrevistas cortas—, debía estar acompañada de caricatura y no de fotografía —yo trabajé con un mago del lápiz al que perdí la pista, Pedro Espinosa, rápido y brillante, que clavaba las caras y las almas de la gente—, debía ser lo suficientemente breve para que pudiera ser leída entre dos estaciones de metro, y en esos dos minutos escasos debía ofrecer un retrato vivo, vibrante, perspicaz del personaje, que atrajera al lector como un juego de manos, más o menos. Algo no muy distinto escribía hace cincuenta años Manuel del Arco al explicar el sentido y la brevedad de sus interviús: “Procuro, por todos los medios que están a mi alcance, la amenidad y la claridad. Ninguna de las dos cosas está reñida con la seriedad. Ser ameno es invitar a que nos lean. Pretendo ser claro y para ello no empleo otro lenguaje que el que uso en la calle, en casa, dondequiera que hablo. Me he impuesto la brevedad, porque considero que si no acierto, no canso; si entretengo, o intereso, mejor es que sepa a poco.” Como ejemplo, veamos este fragmento de la entrevista que del Arco, maestro sagaz de la entrevista breve y también de la caricatura que le hizo hace más de medio siglo a Conchita Piquer, la señora de la copla: —Conchita, ¿le molesta que la imiten? —No. —¿La imitan? —Sí. —¿La superan? —No. —¿Por qué la imitan?

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—Porque seguramente lo haré bien. —¿Cómo lo hacen las que la imitan? —Muy mal. —¿El público advierte la diferencia? —Creo que sí; el público no es tonto. —¿Y ellas? —Ellas, sí. —¿Aunque ganen dinero? —Aunque lo ganen. —¿Usted lo gana? —Sí, señor. —¿Y usted no es tonta? —No, señor. —¿Usted cree que ha recibido lo que se merece? —Yo, sí, señor. —¿Y las otras? —También. —¿Hay intención en la respuesta? —Soy una ingenua. —¿Quiere decir algo a las otras, sabiendo que las otras dicen algo de usted? —Que Dios las ayude. —¿No las teme? —Yo no temo a nadie. —Ya lo veo.

Manuel del Arco publicó, calculo yo, unas ocho mil ‘columnas’, como llamaba él a sus entrevistas, durante más de veinticinco años de periodismo, primero en Diario de Barcelona y luego en La Vanguardia, donde estrenó su Mano a mano diario el 4 de febrero de 1953 con una entrevista al general norteamericano Ernest Henry Phelps, que había luchado junto a los cubanos contra

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el ejército español en la guerra de Cuba; y mantuvo su sección como quien dice hasta su último aliento: el 10 y el 11 de junio de 1971, dos semanas antes de morir, publicaba sus dos últimas entrevistas, ya más cortas de lo habitual, una al dibujante y escritor Antonio Mingote, y la última, al escultor Camil Fàbregas. Luego, el 26 de junio, en homenaje al hombre de la corbata blanca, La Vanguardia recuperaba Un servidor de ustedes, autoentrevista que del Arco había publicado el 1 de enero de 1970 para hacer balance a sus 25 años de entrevistas, y en la que entre otras cosas, señalaba la trampa de la Ley de Prensa de Fraga, ministro de Información y Censura: —¿Qué tal le ha ido el año que se fue, como entrevistador? —Más duro que los anteriores. —¿No has gozado de los beneficios de la Ley de Prensa? —Dije durante la gestión de esta ley y antes de ser promulgada, que no la necesitaba. Para mí, con el Código Penal, no mentir y mi conciencia, tenía más que suficiente. Pero con la dichosa ley y el peligro de expediente, de la sanción y de todos cuantos imponderables traen consigo, uno se autocensura. Con el lápiz rojo, ya desaparecido, uno escribía más tranquilo.

8. Marcel Proust y Bernard Pivot, cuestionarios célebres Las entrevistas breves tienen a menudo un aire de retrato psicológico, de entrevista de personalidad digamos, y por eso mismo, se las relaciona con los llamados test de personalidad —una batería de preguntas sobre gustos, querencias y preferen-

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cias de respuesta breve—, en especial al más célebre de todos, el conocido como cuestionario Proust, el escritor que recuperó su infancia en Cambray a través del sabor y el aroma de una madalena —“un de ces gâteaux courts et dodus appelés Petites Madeleines qui semblaient avoir été moulées dans la valve rainurée d’une coquille de Saint-Jacques”— mojada en tila. Marcel Proust (1871-1922) conoció este tipo de cuestionarios, de moda entonces en Inglaterra, durante su adolescencia a través de su amiga Antoinette Faure, hija del futuro presidente de la Tercera República Francesa Félix Faure. Hacia 1890, cuatro o cinco años después de responder a ese test de 33 preguntas que le hizo su amiga, Proust elaboró y respondió su propio cuestionario, muy parecido al original inglés, que tituló Marcel Proust par lui-même. Estas son la preguntas —y algunas de sus respuestas, en cursiva— de ese manuscrito de Proust que fue encontrado en 1924 por André Berge, hijo de su amiga Antoinette, y que fue vendido en subasta en 2003 por más de 100.000 euros: —El principal rasgo de mi carácter (La necesidad de ser amado y, para ser precisos, la necesidad de ser acariciado y mimado más que la necesidad de ser admirado). —La cualidad que prefiero en un hombre (Los encantos femeninos). —La cualidad que prefiero en una mujer. —Lo que más aprecio de mis amigos (Ser tierno conmigo, si es lo bastante exquisito para dar importancia a su ternura). —Mi principal defecto. —Mi ocupación preferida (Amar). —Mi sueño de felicidad. —¿Cuál sería mi mayor desgracia? (No haber conocido a mi madre ni a mi abuela). —¿Qué quisiera ser? (Tal como me quieran las personas a las que admiro).

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—El país en el que me gustaría vivir. —El color que prefiero (La belleza no está en los colores, sino en su harmonía). —La flor que me gusta (La suya, y luego todas las demás). —El ave que prefiero (La golondrina). —Mis autores favoritos en prosa. —Mis poetas favoritos. —Mis héroes de la ficción. —Mis heroínas favoritas de la ficción. —Mis compositores preferidos. —Mis pintores favoritos. —Mis héroes de la vida real. —Mis heroínas de la historia. —Mis nombres favoritos. —Lo que detesto sobre todo (Lo que hay de malo en mí). —Personajes de la historia que más desprecio. —El hecho militar que más admiro (Mi servicio militar). —La reforma que me parece más importante. —El don natural que quisiera tener (La voluntad y la seducción). —Como me gustaría morir. —Estado actual de mi espíritu. —Faltas que me inspiran la mayor indulgencia. —Mi lema.

Aun contando con la sincera complicidad del personaje, el interés del cuestionario Proust, tal cual, parece muy limitado, porque todo resulta más bien superficial, incluso banal, tópico, a no ser que se eliminen más de la mitad de preguntas y se use como colofón de una conversación, por ejemplo, y no como si esto fuera una entrevista. No se olvide que el cuestionario original no era más que test para ociosos, un entretenimiento de moda

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en ciertos ambientes ingleses, que no tenía pretensión alguna de retrato psicológico sino de juego social. Y si el cuestionario original tiene un interés escaso, no tienen interés ninguno las infinitas copias, falsificaciones, remedos, imitaciones que se han publicado en numerosas revistas de todo tipo y de todo el mundo que tienden ya no a la banalidad sino a la tontería, a la impostura y, en el mejor de los casos, a la parodia. Una vez se descubre el cuestionario Proust, tan simple y elemental, cualquiera se ve capaz no ya de plagiarlo sino de crear su propio y estúpido cuestionario, de modo que las sandeces crecen y se multiplican a ritmo de epidemia: ¿Qué prefiere, nata o natillas? ¿Qué color, naranja o limón? En verano, ¿playa o montaña? En casa, ¿perro o gato? Si fuera una planta, ¿qué planta le gustaría ser? ¿Un lugar para fugarse? No sé, lejos, pero que muy lejos de tanta tontería. De entre la tremenda sarta de secuelas de esas confesiones de Proust, hay una que destacaría sobremanera aunque solo fuera por el éxito que alcanzó en la televisión francesa durante diez años de la mano de su autor, Bernard Pivot (1935), célebre periodista cultural francés, creador de Apostrophes (1975-1990), programa de culto que se emitía la noche de los viernes en Antenne 2 dedicado a la literatura, del que se recuerdan algunos episodios de leyenda: la entrevista a Vladimir Nabokov (1975), por ejemplo, o a Charles Bukowski (1978), que apareció borracho y montó un jaleo de mucho cuidado e incluso sacó una navaja; o la entrevista clandestina a Lech Walessa (1987), líder del sindicato Solidaridad, que poco después doblegaría al régimen comunista de Jaruzelsky, o el programa dedicado al genocidio cultural en el Tíbet con el Dalai Lama (1989), poco antes de que le concedieran el Nobel de la Paz. Tras esos más de 700 Apostrophes, Bernard Pivot puso en marcha otro programa, Bouillon de culture (1991-2001), dedicado a la cultura en general —literatura, pero también cine, arte, etc.—,

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donde ‘sometía’ a sus invitados a lo que ya se conoce como cuestionario Pivot, más corto y mucho más jugoso y punzante que el soso del melindroso Proust. Estas son las diez preguntas con las que Pivot, que desde enero de 2014 preside la Academia Goncourt, terminaba su cocido cultural, y entre paréntesis, algunas de sus respuestas a su propio cuestionario: —¿Cuál es su palabra preferida? (Aujord’hui; con un apóstrofo en medio). —¿Qué palabra detesta? —¿Cuál es su droga favorita? (La lectura de los periódicos en general, y de L’Équipe en particular). —¿Y el sonido, el ruido que más le gusta? (El sonido discreto al pasar las páginas de un libro, o el sonido también discreto de la pluma sobre la hoja de papel). —¿El sonido, o el ruido que usted detesta? —¿Cuál es su maldición, palabrota o blasfemia preferida? (¡Oh, puta! ¡Oh, puta! ¡Oh puta! —Así, tres veces). —¿Qué hombre o mujer escogería para ilustrar un nuevo billete? —¿Qué trabajo no le hubiera gustado hacer? (presidente de France Télevisions o director de una cadena pública). —¿En qué planta, árbol o animal le gustaría reencarnarse? (Me gustaría reencarnarme en una vid de la Romanée-Conti). —Si Dios existe, ¿qué le gustaría, después de morir, oírle decir? (Entonces, señor Pivot, ¿How do you do? ¿Cómo? I am sorry my God but I don’t speak English. ¡Ah, entonces es cierto que usted no habla inglés! ¡Bueno, bueno! Tiene usted toda la eternidad por delante para aprender inglés. Y le voy a buscar un buen profesor. Por favor, vaya a buscar a sir William. Shakespeare of course!).

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Capítulo III. Entrevistas: Preparación, realización, edición

Capítulo III

Entrevistas: Preparación, realización, edición

Una entrevista cualquiera, o empieza por el tema, y nos la encargan o nos interesa ese asunto —una entrevista temática sobre el futuro del periodismo, por ejemplo—, o porque nos mandan o queremos entrevistar a alguien, y entonces, de acuerdo con el encargo, el interés o el perfil de esa persona, haremos una entrevista temática o de personaje. Sea como sea, más pronto que tarde deberemos contactar con esa persona para acordar la entrevista. Y esto puede ser una tarea más o menos fácil o llegar a ser ardua, porque no es lo mismo tener un programa de entrevistas en una cadena de televisión o radio públicas, por ejemplo, y contar con un buen equipo de producción, que trabajar en un periódico escrito o digital al uso, donde tú mismo eres periodista y productor, y todavía más difícil si trabajas en un medio emergente, precario, o para tu web particular. Está claro que el poco o mucho poder, crédito, alcance y difusión del medio determinan que esa tarea sea más o menos complicada, pero también el prestigio, la autoridad y la fama del periodista. Disponer de una buena agenda de contactos, y de amigos y conocidos que nos puedan facilitar un contacto, es fundamental, y puede resultar decisivo, y marcar la diferencia entre hacer o no hacer una entrevista. En cualquier caso, aunque seas el último blog de la tierra, si quieres hacer una entrevista a quien sea, búscate la vida, espabila, pero no te rindas, porque eso va a marcar tu actitud como periodista y también como persona.

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Porque si tú de verdad deseas hacer una entrevista, eso se va a ver enseguida. Si crees que con conseguir una dirección y mandar correo electrónico ya está, entonces es que la deseabas poco, y no te la mereces. Recuerdo que hace un montón de años, cuando internet se llamaba teléfono, una chica que luego ha sido y es una portentosa, tremenda periodista, vino al despacho y me dijo, “¡me gustaría tanto entrevistar a Vázquez Montalbán!, pero no sé cómo contactar con él”. Y ¿qué quieres?, le dije, ¿que te dé yo su número? Mujer, qué fácil, ¿no? Escucha, le dije, si de verdad tanto deseas esa entrevista, vas a tener que demostrarlo, sobre todo demostrártelo a ti misma. Porque supongo, le desafié yo, que a tus veinte años no vas a aceptar ni acarrear una frustración y una derrota así, sin más, ¿no? No sé si le di alguna idea sobre cómo localizarlo o qué, pero en todo caso, vaga —vive a los pies de la torre de Collserola, quizás le dije—, y ella entendió, y se fue, con su recién estrenada fe en ella misma. No sé cómo le localizó, pero al cabo de unos días me entregó su entrevista a Vázquez Montalbán, excelente, que aún conservo. No sé si sabe que ese fue un día importante para ella, porque con su actitud, MBC marcó para siempre su ADN profesional. En recuerdo de ese decisivo gesto, reproduzco, orgulloso, aquella entrevista: Manuel Vázquez Montalbán “La emoción íntima de estar sentados a la mesa con un rojo” Anda “haciendo de crítico teatral” en un ciclo de charlas de primavera. Aclara que es crítico de “teatros”, pero no de candilejas. Lo suyo son los culturales, los de gobierno. Pero eso poco importa. Y es que a Manuel Vázquez Montalbán lo invitan a menudo para que

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charle con esa calma suya tan consciente. Lo hacen aquellos que siguen sus columnas de los lunes y sus ironías disfrazadas de novela negra, y también aquellos otros que, a pesar de oponérsele desde el lado de las ideas, no renuncian a curiosear en la mente de alguien que se les aparece constante y poco amigo de los “cambios de camisa”: —En lo que es una comprensión de lo fundamental, de las relaciones personales y sociales, en eso, sigo pensando bastante lo mismo. Lo que pasa es que a diferencia de otros que cuando tenían la misma edad eran muy mesiánicos, muy apasionados, para ellos la verdad era la verdad y solamente había una, yo en aquella época ya era bastante relativista, lo cual me ha permitido mantenerme dentro de una cierta constancia. —El relativismo tiene sus ventajas: es menos arriesgado… —No es eso. Lo que pasa es que he observado que la gente de todo o nada, absolutista, lo sigue siendo siempre, también después de haber cambiado de camisa. Y si eran mesiánicos cuando eran marxistas leninistas, ahora siguen siendo mesiánicos, pero con otros contenidos. —¿Y qué predican ahora? —Ahora son neoliberales e insisten en que nada de golpes de estado, que el mercado lo es todo, que nunca se había tenido una visión global de los problemas del mundo y por eso se acababa sistematizando y aprendiendo teorías totalitarias. Y de hecho te están vendiendo también de una forma totalitaria que la única salida es el neoliberalismo, el mercado. —¿A qué achacas el cambio? —Ha habido cosas que se han roto, y si no eres imbécil te das cuenta de que se han roto. Y luego ha habido un cambio que se ha producido individualmente, inclinaciones y decantaciones demasiado grandes, interesadas principalmente por un puro cálculo de marketing. Se han inventado fórmulas para seguir removiendo las ideas.

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—¿Pero es que aún conservan algo de las ideas iniciales? —Yo creo que actualmente quien más sabe de marxismo en este país es la patronal española, que tuvo la suerte de que sus hijos se hicieron maoístas y luego dieron la vuelta y se lo han contado absolutamente todo. Hicieron un gran servicio a su clase de origen, porque le aportaron un lenguaje antagonista. —¿Y cuál es tu relación con tu clase de origen? —Constante. Me ha condicionado enormemente. —¿Son esos orígenes los que te han hecho crítico y relativista? —Eso se lo debo a mi origen, a mis primeras relaciones y especialmente a haber podido acceder a todos los mundos posibles de la ciudad, de tener memoria de todo un mundo de cultura popular, la mía, y sin embargo, poder estar discutiendo sobre el futuro del país con un político o cenando con los ricos de la ciudad porque como soy superconocido les hace gracia. —¿De qué manera cenar con un rico ayuda a ser crítico? —Me ha proporcionado una capacidad de conocimiento y un pánico de fondo tremendo de ese egoísmo de la burguesía que había sospechado cuando no era burgués y que ratifico ahora que lo soy. —¿Y qué aprenden ellos cenando contigo? —Es un intercambio de conocimiento. Ellos me transmiten una forma de ser y un mundo al que ellos pertenecen, y yo les proporciono la emoción íntima de estar sentados a la mesa con un rojo. — ¿Es la misma emoción que siente El País encargándote una columna? —El País es de color rosa. —Rosa pálido. —Rosa en la línea electoral, como el sesenta por ciento de la población. —No hace demasiado dijiste que El País se acuerda poco de ti, a no ser para incluirte en un hit-parade literario…

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—Eso es una pequeña broma que yo hacía a los críticos literarios, que no nos han reconocido aquí hasta que no lo han hecho en el extranjero. Cuestionaba el sistema de puntuaciones por el cual tengo por delante a no sé quién y por detrás a tal otro, como si fuera una carrera de maratón: primero, segundo, tercero. No se puede hacer. Me parece una estupidez y por eso bromeaba. —¿Cómo vives el privilegio de gastarle bromas a El País? —Pero piensa que yo gozo ahora de un estatus privado muy personal y de un valor de mercado que me ha costado conseguir enormemente. A mí me prohibieron colaborar en el periódico durante diez años. Tuve que dedicarme a hacer revistas de jardinería, de ropa interior de señora, tipos de diccionarios. Cuando me empiezan a llamar se está acabando el franquismo, en los años 60-70, cuando ya he publicado libros. Son ellos los que me llaman. No voy yo a buscarles. —Y te aprovechas. —Claro, eso me permite una cierta independencia. Y en la medida en que voy siendo conocido por mi lado literario y periodístico, mi capacidad para marcar mis objetivos va aumentando, también en parte por la época. —¿Qué ofrecía la transición? —Era una época de una cierta estabilidad en que se estaba forjando un nuevo orden social y económico. Y además, en los periodos de transición es posible esperar una ocasión. Hoy es más difícil porque te vigilan mucho más y tratan de convertirte, de tenerte más controlado. —Tú pareces escapar a ese control. —Sí, pero ya tampoco me temen. Saben que no me queda tanto tiempo. Les interesan más los que ahora tienen veinte años, porque ya son inversiones de futuro. Estoy viendo que están creando un ejército de…No sé si la palabra es demasiado fuerte o no… Policías ideológi-

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cos, policías que van a seguir con el sistema desde muy jóvenes, con metas muy cobardes, y no tan bien pagados como para justificar eso.

Hoy, con tantos medios de todo tipo —televisión, radio, periódicos, revistas, webs—, y tanta gente dedicada a la comunicación, es habitual que haya una saturación de petición de entrevistas y de entrevistas, otra cosa es que sean buenas, concentradas sin embargo en los mismos nombres que marcan las agendas políticas, económicas, culturales, deportivas: o sea, personajes hiperentrevistados, hastiados de responder y que a menudo dan para poco más que una sesión de fotos, cuatro halagos y cuatro risas tontas. A veces no son ni entrevistas ni nada, son solo actos de promoción de no sé qué película o libro, mera propaganda. Ahora mismo, por ejemplo, medios de medio mundo van detrás de una entrevista a Alexis Tsipras, el líder de Syriza, o de Pablo Iglesias, líder de Podemos, como en su momento iban detrás de Pepe Mujica, presidente de Uruguay. Y si Benicio del Toro presenta en Buenos Aires su película Che, el argentino, o si Juya Wang interpreta el sexteto para piano de Mendelssohn en el Guggenheim de Bilbao, o si Woody Allen y la The New Orleans Band Jazz abren no sé qué festival en el Liceo de Barcelona o si Rihanna presenta su nuevo disco en Ciudad de México, lo más probable es que ni concedan entrevistas y se limiten a ofrecer una rueda de prensa y listos. En todo este jaleo más comercial que periodístico, quienes gobiernan la agenda son los gabinetes de comunicación o de prensa correspondientes que, naturalmente, conceden las entrevistas a quien les da la gana en función de sus intereses. Esto sucede en mayor o menor medida a otras escalas, es decir, seguro que será más accesible Estrella Morente o Jorge Drexler, por ejemplo, que Elthon John o Beyoncé, o Juan Antonio Bayona más que Ridley Scott.

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Pero el mundo no se acaba ahí, ni en las limusinas del show business, ni en los salones privados de la gente guapa, ni en los despachos del poder político y económico. No digo que no deban intentarlo, pero no olviden que en todos los sitios, en todos los campos, en cualquier ciudad hay un montón de personas apasionantes para entrevistar, y descubrirlas es un goce. En cualquier caso, estemos en el medio en que estemos, siempre habremos de ganarnos la entrevista: si es el caso de alguien ya famoso y harto de responder, en primer lugar deberemos ganarnos su atención. ¿Cómo? Pues haciendo lo que hay que hacer siempre, ya sea alguien célebre o sea un desconocido, a saber: preguntas bien documentadas, respetuosas pero agudas, tan interesantes como inteligentes. Esa debe ser nuestra máxima profesional, una preparación diligente, rigurosa, que será también la muestra de nuestro particular respeto hacia la persona entrevistada. He visto a tantos y tan tristes sabelotodos y zoquetes preguntando cosas como, ¿de qué trata su último libro? ¿Le gusta este país, señor presidente? ¿Se siente satisfecha de su carrera? ¿Y qué tal su viaje por el Tíbet? ¿Lo mejor de la vida, es vivirla? ¿Qué se siente después de ganar por tres a cero? Si el periodismo fuese una nación, ¿cuál sería su himno y su bandera? Lamentable, vergüenza ajena. Acordada la entrevista, hay que ponernos a trabajar en ella. Ya dije antes que quien no sabe nada, nada puede preguntar, que de la ignorancia nunca brota nada, insolencia como mucho, ridículo a menudo, fiasco, seguro. No podemos afrontar con alguna garantía ninguna entrevista si antes no sabemos qué queremos saber, y eso solo se resuelve mediante la información y el conocimiento que nos puede aportar una buena documentación sobre el asunto o el personaje que queremos abordar. Cuanto más sepamos, más preguntas nos haremos, porque es sabiendo más de algo o de alguien como tomamos conciencia de lo mucho

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que ignoramos. Es a medida que conocemos mejor el mundo como se intuye un mundo desconocido, confuso, dudoso, y así se alumbran las preguntas y se trenzan las entrevistas. Porque si no sabemos qué queremos saber, cuáles son nuestras dudas, cuáles nuestras hipótesis, cuáles nuestras sospechas, es imposible que surja ninguna pregunta legítima, sensata, atinada. Y aunque simulemos que preguntamos algo —¿qué piensa de la situación de Grecia?, por ejemplo—, servirá de poco o de nada, porque responda lo que responda nunca sabremos si la respuesta es suficiente, pertinente, si nos satisface, porque no sabemos qué queríamos saber y por tanto, nos será imposible verificar nada de nada. En estas condiciones, quedaremos a merced de nuestro entrevistado, de su incompetencia, de sus conocimientos, de su honestidad o de su mala fe, y si a pesar de todo la respuesta tiene interés, será muy pero que muy a pesar nuestro. Una pregunta de verdad solo puede nacer del deseo de hallar una respuesta, de saber algo que no sabemos, de disipar dudas. Porque si uno no sabe qué quiere saber, yo me pregunto, ¿qué carajo va a preguntar? Nada, sandeces. Lo primero, informarnos, documentarnos sobre el tema o la persona objeto de nuestra entrevista. La documentación no es una cuestión de cantidad, sino de calidad, que sean textos contrastados, solventes, apropiados. Ahora es muy fácil documentarse, y de tan fácil puede resultar complicado e improductivo, porque con un clic aparecen centenares de miles de referencias en pantalla sobre cualquier tontería o personaje. No tenemos otra que ser muy selectivos. ¿Qué documentos escoger, y cómo? Empezar siempre con firmas acreditadas o cabeceras serias, y a partir de ahí ya encontraremos la forma de tirar del hilo. Yo recomiendo empezar el proceso de documentación con tres o cuatro textos de confianza, no más, en vez de hacer acopio de textos.

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Capítulo III. Entrevistas: Preparación, realización, edición

Mejor un proceso escalonado —peldaño sobre peldaño—, porque seguro que a partir de esos primeros tres o cuatro documentos hallaremos referencias apropiadas, y asimismo, esa primera información nos hará avanzar en la definición de los objetivos de la entrevista y afinar el criterio de selección. A su vez, además de aportarnos un mayor y mejor conocimiento del asunto o del personaje, esa segunda etapa de información nos ayudará a ajustar aún más la búsqueda y a encuadrar mejor la entrevista. Un proceso de documentación que se expande en forma de árbol. ¿Y cómo procesar toda esa información que vamos recogiendo? Recomiendo tener siempre papel al lado, mejor unos folios que una libreta, más manejables, o en pantalla, si es tu costumbre y te resulta más cómodo. Y mientras leemos, procesamos la información recogida. Leyendo esos documentos, vamos a encontrar datos, referencias útiles, observaciones interesantes, dudas imprevistas, argumentos controvertidos, sugerencias..., y todo eso, como simple dato o apunte o cita o comentario o interrogante, lo vamos reseñando en ese folio o libreta, nota tras nota, y si es preciso lo datamos por si luego necesitamos volver al documento original. Al final de todo el proceso de documentación, ¿qué habremos conseguido? Por un lado, un conocimiento más holográfico, contextual, orgánico, integral, de esa materia o personaje, y gracias a esto, un zum con más precisión, nitidez y poder de resolución en nuestra mirada de periodista. Por el otro, habremos recogido dos, tres, cuatro folios de notas, interrogantes y comentarios, que constituyen la materia bruta de nuestra entrevista, material que enseguida vamos a procesar de nuevo. Lo primero, releemos todas esas notas para refrescar la memoria, y quizá con eso ya comprobaremos que algunas cosas son insustanciales o repetidas, y entonces las tachamos, y que en cambio otras son fundamentales, cruciales, y las subrayamos, o relaciona-

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das entre sí, y las vinculamos. Y vuelta a empezar, para seguir con el proceso de digestión de todo ese revoltijo confuso de notas. Y al tiempo que avanzamos en ese proceso de selección, definición y articulación de las notas, cada vez más parecidas a una pregunta, en nuestro cerebro se irá aclarando el territorio y la estructura de la entrevista, se irá perfilando el itinerario ordenado de nuestras preguntas, prefigurando la conversación. Al final del final, obtendremos un guion contrastado, fiable, ordenado —un recorrido de preguntas razonables, con interés y con sentido—, de modo que podremos abordar la entrevista con confianza y convicción. Y ese guion lo vamos a pasar a limpio. Y eso significa que vamos a redactar la pregunta como si fuéramos a hacerla ya, para verificar que no hay ninguna duda, que lo que queremos saber es exactamente eso que hemos escrito. Es fundamental obligarnos a verbalizar con precisión y nitidez cada pregunta, sin ninguna indecisión: bueno, ya luego en el momento de hacer la entrevista miraré de aclarar qué es lo que… No, de ninguna manera, ni una concesión: hay que ir a la entrevista con todo muy claro. O sea, que vamos a formular cada una de las preguntas hasta conseguir una redacción impecable, que se entienda sin lugar a dudas, que se ajuste como molde a nuestra intención. Y si no nos acaba de convencer, porque resulta confusa, ambigua, más turbia que clara, pues la revisamos, la repensamos, la corregimos, hasta que al leerla, digamos, esto, esto es exactamente lo que quiero preguntar y saber. Luego vamos a comprobar que ese conjunto de preguntas del guion tiene sentido como itinerario, que se percibe el orden, el rumbo y el avance, porque una entrevista es algo más que un montón de preguntas, debe tener en su conjunto un sentido de paseo, de historia, de viaje, sea a través de la vida o el pensamiento de alguien, o sea a través de las complejas entrañas de un asunto plagado de inquietudes y dudas.

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Capítulo III. Entrevistas: Preparación, realización, edición

Un guion bien elaborado nos permite dejar a la improvisación solo aquello que no podíamos o no hemos sido capaces de prever. Un guion no es un corsé ni una jaula, sino una barandilla, que llegado el caso nos permite afrontar con decisión el vértigo del diálogo, centrar toda la atención en nuestro entrevistado, para ver si nos responde o si nos esquiva, para ver si lo que dice reclama otra pregunta, con la tranquilidad de ese quitamiedos que es siempre un guion con preguntas fiables y bien trenzadas. No será raro que durante la entrevista surjan cuestiones y dudas no previstas, pero será justamente gracias al guion, a la tranquilidad que da un guion bien hecho, como podremos estar pendientes de todo con detalle, a fin de no dejar cabo suelto, ni roto por enmendar. En los capítulos dedicados a la entrevista temática y a la de personaje, ya expongo algunas de las estructuras elementales de una entrevista cohesionada y coherente. Por lo que respecta a la temática, siempre nos será de mucha ayuda lo que llamo el mapa del conocimiento, o sea, situar cualquier tema en un contexto y en el eje del tiempo. En síntesis, el mapa despliega nuestras preguntas sobre ese asunto en relación con el presente, el pasado y el porvenir. En primer lugar, cuál es la valoración del tema: qué significa, por ejemplo, en estas circunstancias el llamado periodismo ciudadano o la irrupción política de Syriza en Grecia o la caída del precio del petróleo o la creciente amenaza yihadista; luego, las explicaciones de las causas y las raíces, o sea, los porqués de lo ocurrido, el escrutinio de las responsabilidades y las culpas; y en tercer lugar, la prospección del futuro mediante la opinión razonada del experto: qué puede ocurrir ahora mismo o en unos años, qué consecuencias puede tener tal suceso, y cómo prevenirlas o afrontarlas, o qué deberíamos hacer y qué deberíamos evitar, etcétera.

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Y llegamos al momento de la entrevista. Y en este punto, no es lo mismo prensa escrita, en papel o digital, da igual, que audiovisual. En este segundo caso, ya sea para radio, televisión o web, el momento de la entrevista es el momento de la verdad, y todo lo que he dicho hasta ahora para la entrevista en general resulta aquí mucho más imperioso y apremiante, porque lo habitual en estos casos es que la entrevista se haga o en directo o en tiempo real, que a nuestros efectos viene a ser lo mismo. O sea, que cuando concluye el tiempo del programa o de la grabación, se terminó la entrevista, y lo que haya sucedido o dejado de suceder ya no se puede cambiar, a no ser que el problema sea tan grave o agudo que no haya más remedio que editarla. En cualquier caso, la edición de una entrevista audiovisual nunca gozará de las licencias de la edición en prensa escrita. Lo normal, repito, es que la entrevista audiovisual se emita tal cual. Haya salido bien, mal o fatal, ahí termina nuestro trabajo. En cambio, si la entrevista es para prensa escrita, la conversación nos compromete hasta cierto punto, porque nada es definitivo: si el entrevistado se alarga en sus respuestas y no hay forma de frenarle, bueno, el problema es menor, ya cortaremos luego; y si nos olvidamos de preguntar algo, pues ya lo preguntamos más tarde, y lo añadimos donde convenga; y si en algún momento dado se nos va el santo al cielo, pues continuamos y ya veremos, que todo lo que sube baja. Y puesto que menciono lo de quedarnos en blanco, hablemos de ello. Ya digo que en prensa escrita el aprieto es relativo, pero en una entrevista en televisión y en directo, huy, el traspié puede ser tremendo. ¿Qué ocurre cuando nos quedamos en blanco y en directo? Pues que nos asaltan los nervios, y enseguida el sofoco, luego el ridículo…, uno tras otro, sin tregua: ¡ay que se darán cuenta!, ¡qué bochorno! ¡Qué vergüenza! Si no cortamos esa espiral de miedo y torpeza, el

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bloqueo puede ser de aúpa, y la escena, tragicómica. ¿Cómo afrontar, pues, una situación así? Pues con normalidad, o sea, en vez de intentar ocultar o disimular que nos hemos quedado en blanco, cosa que casi nunca sale bien, lo mejor es manifestarlo, verbalizarlo —¡Huy!, se me fue el santo al cielo, iba a preguntarle no sé qué y de pronto me quedé en blanco; bueno, ya regresará, sigamos…Y en casos así resulta providencial el guion—, porque una vez dicho, uno se libera de la tensión, el miedo y la vergüenza, y en un tris, como si nada, asunto zanjado. Y aún otro consejo, no se obcequen con la pregunta perdida, no piensen en ella, olvídenla, que cuando menos se lo esperen, tal como se fue volverá. Y entonces, con la misma normalidad de antes, lo cuentan. ¡Ah!, lo que son las cosas, ahora mismo acabo de recordar la pregunta que antes se me fue: algunos dicen que la caída en picado del precio del petróleo nos puede salir muy cara, ¿no es una contradicción? Lo digo por experiencia. En el caso de radio o televisión, la duración de la entrevista se supone que ya está determinada de antemano. Pero, y en prensa escrita, ¿cuánto debe durar esa conversación? Depende del espacio que le vamos a dedicar, claro. Si he de redactar una entrevista de, por ejemplo, tres folios, ¿cuánto sería aconsejable grabar? A ver, lo que sería un folio escrito —unos 2000 caracteres con espacios, para redondear— significa más o menos dos minutos de conversación, y como referencia yo aconsejo no sobrepasar una relación de uno a dos entre lo que debemos escribir y lo que vamos a grabar, es decir, que si la entrevista escrita va a ocupar tres folios, y cada folio equivale a dos minutos, pues como mucho grabar unos diez o doce minutos. Claro que todo esto dependerá de si afrontamos la entrevista con un guion preciso, concreto, o si, por el contrario, la abordamos como una conversación más bien vaga, que a menudo conduce

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a la dispersión y al comentario insustancial. En definitiva, según qué y cómo preguntemos, las respuestas tendrán más o menos interés, y dependerá de la riqueza o la banalidad del contenido poder aprovechar más o menos toda esa grabación. A mayor imprecisión, a mayor vaguedad, pues menor rendimiento, o de menor calidad. En cualquier caso, yo recomiendo no sobrepasar esa proporción de uno a dos, primero porque nos vamos a dar una paliza de transcripción, y luego porque, a fuerza de desechar tantas preguntas y tantas respuestas, corremos el riesgo de que la entrevista escrita no se parezca en nada a la conversación original, y que el artificio resultante sea, además de poco leal y honesto, más bien tramposo, e incluso aberrante. En estos casos es fácil que con mala intención o por manifiesta incompetencia lo que no era más que un apunte marginal sin importancia, acabe al final como epicentro de la entrevista, y no sería legítimo. Se pueden mantener las palabras tal como las dijo el otro, con fidelidad literal, y traicionar fácilmente el sentido. Es la coartada habitual del objetivismo. Las entrevistas para radio o televisión ocurren en escenarios fijos, el estudio o el plató, ya preparados para ese objetivo, y se supone que el mobiliario —sillas, mesas, etcétera— se han dispuesto en función de la idea misma del programa y de acuerdo con el periodista. En prensa escrita, en cambio, las entrevistas tienen lugar en un montón de sitios imprevistos —cafés, restaurantes, hoteles, oficinas, despachos, domicilios…—, donde tan pronto te encuentras hundido en un sofá como sentado en una incómoda silla sin ninguna mesa al alcance para dejar tus bártulos. Hay una serie de puntos que debemos tener muy en cuenta. Por ejemplo, debemos evitar hacer la entrevista en una situación incómoda, y eso empieza por estar bien sentados para trabajar, o sea, un asiento que no dificulte ni nuestra respiración ni nuestra

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movilidad, y donde podamos disponer de nuestro material de trabajo —papeles, grabadora, o lo que sea— sin tener que hacer ni fatigosos equilibrios ni juegos malabares. Si pueden, eviten sofás y sobre todo taburetes, donde resulta agotador mantener la espalda recta. Usen el artefacto que usen, verifiquen que graba correctamente, comprueben la carga de la batería, no se fíen; no es mala idea controlar el registro de la conversación mediante un auricular; si usan un micro externo, que no sea ni omnidireccional, porque van a grabar todo el ruido del ambiente, ni unidireccional, porque solo van a grabar en una dirección; lo mejor es que la grabación sea en estéreo y que el micro sea bidireccional o estéreo —o bidireccional o de direccionalidad ajustable—, que de hecho es como disponer de dos micros, uno para el entrevistado, otro para el periodista, de modo que uno graba en el canal derecho y el otro, en el izquierdo. No es nada bueno tener al entrevistado a un lado, mucho mejor tenerlo delante, enfrente, no tan cerca como para poder tocarlo, pero tampoco lejos. Mejor que no haya nadie más en esa conversación, ni a tu lado ni junto al entrevistado, porque aunque no digan nada, su sola presencia y no digamos sus miradas van a interferir seguro en la entrevista, ya que uno de los dos, o el periodista o el entrevistado, va a sentirse estrechamente observado, y eso va a alterar el metabolismo emocional de ambos; y no permitan que nadie se sitúe detrás, es algo muy molesto, desagradable, como sentirse vigilado. Y si nos acompaña el fotógrafo, ¿qué hacemos? Dependerá de la entrevista, claro, porque no es lo mismo una temática concreta que una de personaje, y en este caso, no es lo mismo que nuestro objetivo sea más de orden profesional o que sea más un retrato personal, íntimo. Antes de la entrevista, y de acuerdo con la dificultad de nuestro objetivo, vamos a evaluar hasta qué punto el movimiento o la sola presencia del fotógrafo puede ser un

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estorbo para nuestro propósito, y según veamos, decidiremos en uno u otro sentido. Si no queremos ninguna injerencia, lo mejor es empezar la entrevista con la sesión fotográfica mientras nosotros charlamos distendidamente sobre asuntos triviales, o que, en todo caso, no vamos a tratar en la entrevista. O dejar la sesión de fotos para el final. Y luego, pues lo mejor es estar a solas con el entrevistado. Todo esto también dependerá de la sintonía, afinidad y confianza con el fotógrafo, claro. Y de la vanagloria y afectación del entrevistado, ciertamente. Por ejemplo, entrevistar a alguien tan presumido como Antonio Gala con el fotógrafo delante será un calvario, porque no te hará ni caso, pendiente todo el rato de que no le saquen el perfil malo. En su casa de Madrid, en su estudio, Gala se sentaba en una silla giratoria que rotaba siguiendo al fotógrafo, tan gracioso como inoportuno. Y si para el propósito de tu entrevista es necesario alcanzar un alto grado de complicidad, pues la sola presencia de otra persona, y ya no digo un clic o un flash, pueden desbaratar el clima que tanto nos costó alcanzar. En estos casos, mejor pecar de prudentes que no meter la pata. Una de mis primeras entrevistas, quizás la primera, fue a Miquel Martí Pol (1929-2003), un poeta muy popular en Catalunya durante el último cuarto de siglo XX, algo así como nuestro poeta nacional, con lectores y amigos tan célebres como Pep Guardiola o Lluís Llach, que cantó muchos de sus poemas. Me leí algunas entrevistas que se habían publicado y todas eran lo mismo, que si la lengua, que si el país…, en fin, todos los tópicos del nacionalismo, ¡qué pesados!, y por el contrario, un sinfín de tabús: ni una sola pregunta sobre su enfermedad —padecía una esclerosis múltiple que le tenía prostrado en una silla de ruedas y apenas podía hablar—, ni sobre su vida de cada día, ni sobre mujeres y mucho menos sobre sexo, él, que escribía tanto

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sobre mujeres y sexo en sus libros, ni sobre la muerte y mucho menos sobre el suicidio, por ejemplo. A mí me parecía que había que poder preguntar sobre todo eso con relativa naturalidad, no para convertir en espectáculo sus emociones, sino para conocer a esa persona y a ese poeta en profundidad, que además en sus poemas hablaba de todo eso, naturalmente. Uno de sus grandes éxitos, más de 100.000 libros vendidos, se titulaba Estimada Marta (1978). No sé, pero yo quería preguntarle si, en sus circunstancias, viendo cómo la enfermedad le convertía cada día más en un inválido, si no había pensado nunca en suicidarse, por ejemplo, y qué le empujaba a pesar de todo a seguir viviendo. O qué sentido tenía la sensualidad y el amor y el sexo en su vida, si no tenía miedo de suscitar solo compasión, qué le preocupaba, en qué soñaba... Luego nos conocimos y tuvimos una relación amistosa, pero nunca antes había hablado con él, no sabía si aceptaría hablar de todas esas cosas, y menos entonces, que acababa de morir su primera mujer. Cualquier intento en esa dirección, pensé, pasaba por ganarme su confianza, que viera que era alguien de fiar y no un chismoso con escasos escrúpulos. Pero para conseguir ese clima de complicidad, necesitaba poder estar cerca de él, mirarle a los ojos mientras le escuchaba o le preguntaba, y que nada se moviera alrededor. En fin, le pedí a la fotógrafa que hiciera una sesión antes de empezar, mientras yo me presentaba, le saludaba y le agradecía la atención. Luego le pedí que se quedara quieta en un rincón y que no se le ocurriera ni moverse ni mucho menos disparar. Martí i Pol era una persona afable, sencilla, y todo resultó mucho más fácil de lo que pensaba, pero por si acaso, y creo que él agradeció que le preguntara sobre todas esas cosas tan ignoradas, de las que además habló con extrema naturalidad.

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No es lo mismo una entrevista temática que una de personaje, está claro, ni los objetivos son igual de complejos: en ocasiones nos basta la colaboración básica del entrevistado, en otras hará falta suscitar una cierta complicidad, pero a veces el entrevistado colabora poco, o casi nada. Pues cuanto más comprometido, complejo o embarazoso sea el asunto, más determinante resulta estar atento no solo a lo que dice el entrevistado sino también a lo que amaga o calla, y para eso, es primordial mirarle a los ojos, escrutar su mirada, observar con atención el gesto de sus manos y la expresión de su cara. En este sentido, el guion de la entrevista y la grabación nos permiten centrar toda nuestra atención en escuchar qué dice el entrevistado con sus palabras, pero también qué dicen sus silencios y sus gestos. Todos estos aspectos físicos, incluso fisiológicos y psíquicos, no son ninguna tontería, pueden facilitar una entrevista pero también la pueden complicar o incluso arruinar. En la introducción de la entrevista a Henry Kissinger citada en el capítulo 2, Fallaci relata algunas elocuentes maniobras de la puesta en escena alrededor de la conversación: Lo vi llegar apresurado, sin sonreír y me dijo: «Good morning, miss Fallaci». Después, siempre sin sonreír, me hizo entrar en su estudio, elegante, lleno de libros, teléfonos, papeles, cuadros abstractos, fotografías de Nixon. Allí me olvidó y se puso a leer, vuelto de espaldas, un extenso escrito mecanografiado. Era un tanto embarazoso estar allí, en medio de la estancia, mientras él leía, dándome la espalda. Era incluso tonto e ingenuo por su parte. Pero me permitió estudiarlo antes de que él me estudiase a mí. Y no solo para descubrir que no es seductor, tan bajo y robusto y prensado por aquel cabezón de carnero, sino para descubrir que ni siquiera es desenvuelto ni está seguro de sí. Antes de enfrentarse a alguien necesita tomar

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su tiempo y protegerse con su autoridad. Fenómeno frecuente en los tímidos que intentan ocultar su timidez, y que, en este empeño, acaban por parecer descorteses. O serlo de verdad. Terminada la lectura, meticulosa y atenta a juzgar por el tiempo empleado se volvió por fin hacia mí y me invitó a sentarme en el diván. Después se sentó en el sillón de al lado, más alto que el diván, y en esta posición estratégica, de privilegio, empezó a interrogarme con el tono de un profesor que examina a un alumno del que desconfía un poco.

Terminada la conversación, empieza la edición de la entrevista. No se trata de una simple transcripción, aunque habrá que empezar por ahí, por transcribirla. No deja de ser una tarea enojosa, pesada, y cada cual ha de encontrar su manera. Un solo consejo: una vez escogido un método, resulta muy difícil cambiarlo, o sea que, piénsatelo un poco. A mi modo de ver, lo ideal sería hacer, en pantalla o en papel, una transcripción selectiva, y aquí está el problema, tener la capacidad de decidir sobre la marcha qué es relevante y qué superfluo de esa conversación, de modo que nos ahorremos en buena medida la transcripción de cabo a rabo pero sin desestimar nada que podamos echar en falta cuando ya sea tarde. En fin, sigamos el método de transcripción que sigamos, al final tendremos unos cuantos folios de preguntas y respuestas con más o menos sentido y orden. Empieza entonces la edición propiamente dicha, y en este sentido, cuanto más elaborado sea nuestro guion, más fácil resultará la edición, y viceversa, cuanta más dispersión, peor la tarea. Una vez concluida, haremos una primera revisión de la transcripción a fin de refrescar el contenido y su recorrido. En esa relectura, quizá ya detectemos algunos fragmentos baladíes o sin demasiado interés, y los tachamos, y otros claramente sustanciosos, y los señalamos, y seguramente advirtamos que hay repe-

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ticiones, y las marcamos, y respuestas claramente vinculadas, y lo anotamos. Y vuelta a empezar. Continuamos la edición mediante otra lectura, y así afinamos la selección y el orden del material, hasta que visualizamos con claridad la estructura de la entrevista. Y empezamos ya con la redacción, pregunta a pregunta, respuesta a respuesta. Luego redactamos la introducción, y resuelta esa primera versión de la entrevista escrita, la revisamos, ajustamos la precisión de las preguntas, la claridad de las respuestas, retocamos si hace falta el ritmo del diálogo, corregimos cuestiones de estilo, titulamos, y listos. Así de fácil, más o menos. En prensa escrita, las entrevistas temáticas se adaptan a la fórmula básica de introducción y luego la secuencia del diálogo hasta la respuesta final; lo cuento con detalle en el capítulo 4, con especial atención a la estructura de la introducción. Las entrevistas de personaje, en cambio, gozan de una licencia formal casi sin límites; lo expongo con numerosos ejemplos en el capítulo 5.

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Capítulo IV. La Entrevista Temática: Objetivo, estructura y recursos

Capítulo IV

La Entrevista Temática: Objetivo, estructura y recursos

Nuestras certezas son escasas, nuestras dudas infinitas. Sobre certezas no tiene sentido preguntar, nos preguntamos sobre todo aquello que es incierto, que no está claro —el futuro, por ejemplo, el futuro insoluble de la Humanidad entera— asuntos en los que hay discrepancia, controversia o conflicto, cuestiones sobre las que hay opiniones encontradas o hipótesis diversas o adversas, problemas que no sabemos cómo explicar o afrontar o resolver, temas en definitiva —por eso hablamos de entrevista temática, sin más pretensión que señalarla— sobre los que queremos arrojar un poco de luz: ¿Será posible la paz en el Cercano Oriente? ¿Cómo? ¿La política es corrupta por naturaleza? ¿Tenemos los políticos que nos merecemos? ¿La familia es algo del pasado, anacrónico? ¿Las religiones son el odio de los pueblos? ¿Qué sentido tiene una monarquía, si es que tiene alguno? ¿Por qué no legalizamos las drogas? ¿Qué drogas? ¿O prohibimos el tabaco y el alcohol? ¿Las NT son buenas o son un peligro? ¿En qué consiste la felicidad? ¿El progreso conduce a la libertad? ¿Cómo superar una decepción, un fracaso, una muerte? Y podríamos seguir así páginas y más páginas, porque nuestras vidas son un océano de interrogantes que vamos resolviendo en parte con preguntas, en parte con tropiezos o trompazos, pero solo en parte. Y si cuando algo nos duele o perdemos el ánimo buscamos a alguien que sepa algo sobre dolencias o desánimos —un cardiólogo, una psiquiatra: un experto en definitiva— para

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que nos dé un diagnóstico, y sobre todo un remedio o por lo menos un consejo, pues del mismo modo los medios interpelan a personas más o menos expertas sobre todos aquellos asuntos que nos afectan o nos conciernen a fin de conocerlos mejor, de explicarlos o desenredarlos con sus análisis, sus pronósticos y sus argumentos. Eso nos ayudará a formar nuestra opinión y, si es el caso, nos dará razones para tomar una decisión o rechazar una propuesta. Hay dos caminos que llevan a la entrevista temática, la persona o el tema, o sea, la ocasión o el pretexto: o porque tenemos la rara oportunidad de hablar con un reconocido experto en lo que sea que excepcionalmente está en nuestra ciudad para no sé qué congreso o reunión, por ejemplo, y no vamos a desaprovechar la ocasión de preguntarle sobre los aspectos más relevantes o controvertidos de ese asunto en el que es una autoridad mundial, el calentamiento global, pongamos, o porque no sé qué suceso de actualidad se nos presenta como pretexto o motivo para abordar a fondo esa cuestión recurrente, y por eso, si hoy mueren dos personas a manos de sus parejas, es probable que eso nos conduzca a buscar a un experto sobre violencia de género —una socióloga, un antropólogo, por ejemplo— para preguntarle sobre causas, pronósticos y remedios para ese drama incesante y tremendo. O es la oportunidad, o es la actualidad, pero en ambos casos se trata de una entrevista temática: con nuestras preguntas a un experto, nuestro objetivo no es otro que explorar y esclarecer las zonas oscuras y conflictivas o desconocidas de ese problema que nos afecta y nos preocupa. Lo habitual en estas entrevistas es recurrir a expertos, es decir, personas a quienes se les reconoce cierta autoridad sobre determinado tema, que se supone que saben mucho sobre el asunto. En el caso de expertos, la autoridad sobre el tema, que

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puede ser más o menos compartida o discutida, es de orden intelectual: son sus estudios, sus trabajos, sus libros, su experiencia, sus cargos, sus premios..., lo que da un determinado crédito a cualquier profesional. Pero aparte de la autoridad intelectual de los expertos, está también la autoridad administrativa de los cargos de gobierno —dicho así en general—, susceptibles igualmente de ser objeto de una entrevista temática en la medida en que son gestores y responsables políticos de asuntos públicos, aunque en estos casos parece inevitable que la entrevista desemboque en preguntas de orden informativo. Podemos entrevistar, por ejemplo, a la ministra de Educación y preguntarle un montón de cosas sobre la Universidad pública —¿Le parece que la Universidad pública está en exceso masificada? ¿Diría que su principal problema es la burocracia o la falta de autoridad? La figura del funcionario, ¿no le parece anacrónica, insana? ¿El Plan Bolonia, se puso en marcha en el peor momento? ¿El Plan Bolonia está condenado al fracaso? ¿Todo el mundo tiene derecho a estudiar en la Universidad, sea cual sea su talento?, etcétera—, pero después de estas preguntas de orden temático, parecerá no solo razonable sino necesario preguntarle qué piensa hacer en relación con estas cuestiones: ¿Va a haber una nueva Ley de la Función Pública? ¿Piensa modificar los criterios para obtención de becas? ¿Aumentará los recursos para becas el próximo curso? A veces concurren los dos tipos de autoridad, intelectual y administrativa, o viceversa, en una misma persona: puede suceder, por ejemplo, que un prestigioso oncólogo sea director de un hospital, o consejero de Salud o ministro de Sanidad. En casos así, habrá que tener en cuenta a quién preguntamos, si al médico o al ministro, y quién de los dos nos responde, porque puede ocurrir que preguntemos al ministro y nos responda el médico, o viceversa.

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Hay todavía un tercer perfil de entrevistado, que, por lo menos en apariencia, se ajusta a los criterios de la entrevista de personaje, pero que en última instancia, por su sentido de ejemplo o de ilustración, encaja con los objetivos de la entrevista temática. Son aquellas entrevistas en las que sobre todo buscamos el testimonio y la experiencia de alguien que ha vivido y padecido el tema en sus propias carnes, o en alguien cercano: con motivo de una nueva oleada de pateras que cruzan el Estrecho, yo podría entrevistar a un experto en migraciones o al ministro del Interior que condecora a la Virgen del Amor, pero también podría entrevistar a una persona que ahora mismo, o en otro momento, pasó por ese mismo drama, para que nos cuente qué miseria le impulsó a irse, de qué mafias fue víctima, qué peligros y qué miedos pasó, cómo se las ingenió para sobrevivir, si volvería a repetirlo o qué aconsejaría a los que ahora mismo piensan en seguir sus pasos. Si quisiera hacer una entrevista temática sobre el Alzheimer, podría preguntar a un experto o a un cargo de la Administración sanitaria, por ejemplo, pero del mismo modo podría recurrir a alguien que padece de cerca el amargo extravío sin fin del enfermo. En ambos casos, no buscamos tanto conocer su vida y su manera de ser y pensar al modo de las entrevistas de personaje, sino sobre todo su testimonio como ejemplo vivo de esa desgracia, sus reflexiones desde dentro mismo del problema, y en definitiva, se trata de acercarnos al tema —las migraciones o el Alzheimer, en este caso— no desde el análisis del experto o las previsiones de la Administración, sino desde la experiencia humana. Podría darse el caso de que en la persona entrevistada concurrieran a la vez los tres perfiles: prestigiosa oncóloga con cargo en el Gobierno y que ha padecido o padece un cáncer de mama, por ejemplo.

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Capítulo IV. La Entrevista Temática: Objetivo, estructura y recursos

1. El mapa básico del conocimiento Tema aparte, la calidad y el interés de cualquier entrevista temática dependerá de la competencia intelectual y la capacidad expresiva de la persona entrevistada, y de lo pertinentes y acertadas que sean nuestras preguntas. No es posible hacer ninguna buena entrevista si no la preparamos a conciencia, esto es, si no hacemos un trabajo de documentación selectivo, riguroso, apropiado, y si luego no procesamos bien toda esa información recogida a fin de determinar los puntos críticos del tema que queremos abordar. Y en la preparación, nos puede servir de ayuda tener en cuenta lo que yo llamo el mapa básico del conocimiento, que se asienta en el eje del tiempo —presente, pasado y futuro—, y explora cualquier asunto como un proceso que tiene un origen y sigue su curso en una dirección u otra. Conocer cualquier tema en profundidad implica, en primer lugar, y en relación con el presente, saber qué sentido tiene, qué significado contextual podemos darle: ¿La nueva invasión de Gaza significa el fin de cualquier esperanza? ¿Los buenos datos del paro suponen el principio del fin de la crisis? ¿La consulta soberanista de Catalunya representa un desafío a España? ¿La renuncia del monarca es solo un intento desesperado de salvar a la monarquía? Luego, con nuestras preguntas podemos retroceder hacia el pasado para examinar las causas o para determinar responsabilidades y culpas, o podemos encaminarnos hacia el futuro, para prever consecuencias, plantear hipótesis preventivas y proponer medidas. En síntesis, el mapa del conocimiento que puede orientar nuestras preguntas pivota alrededor de tres ejes: en primer lugar, la valoración: ¿Qué sentido o valor contextual tiene algo que ha ocurrido? ¿Qué significa en tales circunstancias lo que ha suce-

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dido? Luego, la explicación y las explicaciones: ¿Cuáles pueden ser las causas de ese problema y cuáles no? ¿Quiénes son sus responsables o sus cómplices o sus tontos útiles? ¿De quién es la culpa? ¿Qué sanciones merecen, si las merecen? Y finalmente, la interpretación y la prospección: ¿Qué puede ocurrir ahora? ¿Qué consecuencias puede tener este hecho? ¿Cómo prevenirlas o atenuarlas? ¿Qué medidas sería razonable tomar, y cuáles resultarían contraproducentes?

2. La estructura de la introducción Una entrevista cualquiera tiene dos componentes básicos, la introducción o presentación y la entrevista propiamente dicha, o sea, la secuencia de preguntas y respuestas. En la entrevista escrita además habrá que pensar en la titulación, algo que no tendrá sentido si es audiovisual, aunque en la red puede darse el caso de una entrevista temática audiovisual que en la página de inicio esté además titulada como si fuera una entrevista escrita, o incluso puede que sean piezas multimedia, escritas y audiovisuales a la vez. ¿Y qué estructura ha de tener esa introducción o presentación de la entrevista temática? Tanto si la entrevista es escrita, en papel o virtual, como si es audiovisual, la estructura de esa introducción o presentación será sustancialmente la misma porque en cualquier medio su función es idéntica: desentrañar con nuestras preguntas a alguien con autoridad intelectual o administrativa los aspectos oscuros, críticos, dudosos, conflictivos… de cualquier asunto que nos interesa o preocupa. En cualquier medio, la estructura viene determinada por el objetivo mismo de la entrevista: el tema. Entonces, ¿qué elementos debe tener, y

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Capítulo IV. La Entrevista Temática: Objetivo, estructura y recursos

en qué orden, debe estar esa introducción o presentación? Pues dos: la presentación del tema y la presentación de la persona que vamos a entrevistar, y en este orden, porque el objetivo de la entrevista es el tema que vamos a abordar. Y es razonable que sea así, porque si queremos que la gente nos lea, escuche o vea, en primer término habrá que explicarles qué les ofrecemos en esa entrevista, qué asunto de interés vamos a abordar, qué interrogantes queremos aclarar; y luego, una vez justificada la entrevista, presentamos al entrevistado: ojo, no se trata de redactar o de leer un resumen biográfico, ni una lista de títulos ni de cargos ni de milagros, sino de decir quién es y qué cosas —las más importantes— le acreditan como experto en el tema que vamos a abordar. ¿Y cómo presentamos el tema de la entrevista? A menudo se tiende a presentar de un modo digamos genérico, abstracto, teórico, algo que a mí me parece un error. Pensemos, ¿qué pretendemos con la presentación del tema? Pues eso, claro, presentar el tema, exponer y explicar a nuestro auditorio qué queremos abordar, cuáles son nuestros objetivos. Pero esto se puede resolver de un modo impersonal, frío, indiferente, o se puede hacer de una manera atractiva, persuasiva. Sobra decir qué es preferible y mejor. Porque el objetivo inmediato de esa presentación no es solo presentar el tema, sino atrapar a la audiencia, hacerle ver y entender que eso que le presentamos no es algo ajeno, extraño, lejano, sino todo lo contrario, algo próximo, que le afecta y le interesa. Y por lo menos hemos de evitar a toda costa que ese arranque de la entrevista aleje al lector, oyente o espectador, porque una vez pase página o cambie de frecuencia y programa, ¡adiós, ya le hemos perdido! La solución parece fácil, cuando menos en teoría, para ese arranque de la introducción: que en vez de ajena o lejana, la presentación resulte cercana; en vez de genérica o vaga, concreta; en lugar de impersonal o fría, humana.

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En definitiva, se trata de humanizar ese comienzo, de ponerle rostro, nombre, ojos si hace falta, al tema, sin caer, porque no se trata de eso, en el sensacionalismo, en la pornografía de las emociones, en la tramposa conmoción. Recurrir a la anécdota, al caso concreto, al ejemplo ilustrativo, siempre puede ser una buena solución, porque no es lo mismo explicar que en el último año más de 5000 jóvenes universitarios se han ido al extranjero a buscar trabajo de lo que sea, que contar, por ejemplo, que Diego, un joven de 27 años, de Asturias, con un grado en Ingeniería Agrícola y un máster en Mejora Genética Animal, después de tres años en el paro, se fue a Oklahoma (Estados Unidos), donde trabaja de mozo en una granja de terneros Angus por apenas 1200$ al mes. Y no es lo mismo decir que el año pasado hubo más de 2000 denuncias por violencia machista de jóvenes menores de 20 años, que explicar, por ejemplo, que Sara, una chica canaria de 18 años, apenas sale de casa des de hace semanas; su novio la pegaba y la humillaba por cualquier chorrada —bofetones, gritos, escupitajos, algún que otro puñetazo—, era muy celoso, pero ella no decía nada, por miedo y por vergüenza, hasta que hace un par de meses, por casualidad, su madre la oyó llorar en el baño: tenía hasta doce quemaduras de cigarrillo en los pechos. Eso sería solo el arranque, la captatio benevolentiae de la retórica latina, la primera de las tres partes que propongo —a modo de orientación y nunca como plantilla o receta o fórmula— como estructura básica de esa presentación del tema. Luego, tras ese primer plano ilustrativo, humano y persuasivo de la captatio, sería oportuno darle vuelo al asunto, apuntar sus datos más significativos, señalar su gravedad y su magnitud, su importancia y su contexto: Sara es una de las casi 2000 chicas adolescentes que el año pasado fueron víctimas de malos tratos por sus parejas y lo denunciaron; unos datos que no hacen más que crecer —el año

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antes fueron unas 1500— y que, según un reciente informe del Instituto de la Mujer, apenas representa un 30% de los casos que se producen. Algo así, más o menos. Y finalmente, para concluir, me parece un buen consejo y un buen cierre terminar la presentación con dos o tres preguntas que, si están bien pensadas, van a ser tremendamente útiles para todos: para el periodista, porque le van a obligar a definir los objetivos centrales de la entrevista; para el entrevistado, porque conocerá cuáles son los intereses y el sentido de las preguntas que en seguida le van a hacer; para la audiencia, porque en apenas cuatro líneas o en veinte segundos entenderá qué le propone y ofrece la entrevista: La violencia de género entre jóvenes, ¿es por falta de autoridad o falla la educación? ¿Cómo se explica que en pleno siglo xxi persistan en tantos jóvenes esas relaciones de dominio psicológico y sumisión propias de una sociedad machista? ¿Las nuevas tecnologías van a agravar aún más el problema? Por ejemplo. La presentación del tema —primera parte de la introducción—, pues, podría ser algo así en prensa escrita: Sara, una chica canaria de 18 años, apenas sale de casa desde hace semanas; su novio la pegaba y la humillaba por cualquier chorrada —bofetones, gritos, escupitajos, algún que otro puñetazo—, era muy celoso, pero ella nunca dijo nada, por miedo y por vergüenza, hasta que hace un par de meses, por casualidad, su madre la oyó llorar en el baño: tenía hasta doce quemaduras de cigarrillo en los pechos. Sara es una de las casi 2000 chicas adolescentes que el año pasado fueron víctimas de malos tratos por sus parejas; unos datos que no hacen más que crecer —el año antes fueron unas 1500— y que, según un reciente informe del Instituto de la Mujer, apenas representa un 30% de los casos que se producen, la mayoría

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de los cuales no llegan a denunciarse nunca. La violencia de género entre jóvenes, ¿es por falta de autoridad o falla la educación? ¿Cómo se explica que en pleno siglo xxi persistan en tantos jóvenes esas relaciones de dominio psicológico y de sumisión propias de una sociedad machista? ¿Las nuevas tecnologías van a agravar aún más el problema?

Y terminada la exposición del tema, hay que presentar a la persona que vamos a entrevistar, que podría ser más o menos así: Y para desvelar las claves de esta creciente violencia machista entre jóvenes, tenemos hoy entre nosotros a Aránzazu Márquez, doctora en Psicología Social, asesora de la Comisión de la OMS sobre la Igualdad de Géneros, y directora desde enero del Instituto Andaluz de la Mujer. Buenos días, doctora Márquez, gracias por aceptar nuestra invitación. Dígame señora Márquez, ¿hay un perfil cultural, económico o social definido del joven maltratador, o es un tipo de conducta transversal que se da tanto entre jóvenes ‘ninis’ como en universitarios? Esto podría ser la presentación básica para una entrevista audiovisual, que tanto si es en directo como en diferido, tiene lugar en un tiempo real, y que por tanto, exige las condiciones de oralidad y cortesía propias de cualquier conversación pública, y de ahí los saludos y agradecimientos. En cambio, en una entrevista temática escrita, lo mismo da en papel o en pantalla, esas circunstancias físicas de tiempo y espacio se diluyen en un lugar conceptual y atemporal, donde resultaría extraña cualquier muestra de relación personal —de cortesía, por ejemplo— más allá de la secuencia de preguntas y respuestas. O sea, que en una entrevista temática escrita no habrá ni saludos al principio ni gracias o despedidas al final: tras la última respuesta, punto final. Por lo tanto, la presentación de la entrevistada que hemos expuesto antes, habría que modificarla así, por ejemplo:

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Aránzazu Márquez es doctora en Psicología Social, asesora de la Comisión de la OMS sobre la Igualdad de Géneros, y directora desde enero del Instituto Andaluz de la Mujer. La doctora Márquez lamenta que haya “tantos hombres que aún necesiten construir su identidad a partir del dominio y de la posesión sobre la mujer”, y en este sentido, recuerda que el 25% de las mujeres atendidas en el Centro para la Igualdad de la Junta eran menores de 22 años, cuatro puntos más que el año anterior. —¿Hay un perfil cultural, económico o social definido del joven maltratador, o es un tipo de conducta transversal, que se da tanto entre jóvenes ‘ninis’ como en universitarios?

Adviértanse los cambios más significativos, además de haber eliminado todo lo que supone arraigo en un lugar y en un tiempo. Hemos añadido a su presentación unas declaraciones, que pueden pertenecer a nuestra entrevista o ser anteriores. Si la entrevista fuera audiovisual, esas declaraciones solo podrían ser anteriores, claro, porque la entrevista todavía no ha empezado. Además, si antes la primera pregunta podía estar integrada o por lo menos enlazada a la presentación, aquí se formula aparte y tras el guion de diálogo habitual. Una entrevista temática audiovisual no tiene título, a no ser que sea un título de programa, de sección o de tema —entrevista sobre el calentamiento global—, pero no un titular propio de la entrevista, porque ni siquiera ha empezado. Claro que en la red casi nada es imposible y casi todo puede suceder, incluso encontrar buenas entrevistas. En cambio, la entrevista temática escrita, de papel o virtual, da igual, siempre va titulada y lo normal es que ese titular, fotos aparte, conste de dos elementos: el nombre y el cargo o título más representativo de esa persona en relación con el tema, y luego, entrecomillada, una de sus declaraciones, la que

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nos parezca más significativa, o destacada, y que forma parte de sus respuestas. En el ejemplo de antes, podría ser algo así: Aránzazu Márquez, directora del Instituto Andaluz de la Mujer “Me sorprende que roles machistas del pasado se repitan en gente muy joven, adolescentes que recurren fácilmente a la violencia psíquica y física en sus relaciones”

3. Preguntas con sentido, preguntas ilegítimas Bien, una vez explicada con detalle y con ejemplos la estructura de la introducción, quizá sea el momento de ver no qué preguntas podríamos formular, sino qué tipo de preguntas deberíamos evitar, o bien porque son lo que llamo preguntas ilegítimas —de hecho no hay pregunta—, o bien porque son la antesala de un respuesta interminable. Si uno es periodista y pregunta, es porque quiere saber algo, pero no se puede ni preguntar todo ni tampoco no preguntar nada. Por ejemplo, preguntas como ¿cuáles son las causas de la actual crisis económica?, ¿cómo se puede regenerar la política?, ¿cuáles son los problemas de Europa?, ¿cuál es el futuro del periodismo?, constituyen casi siempre un error, o porque el entrevistado responderá con una obviedad o una vaguedad —las causas son muchas y complejas; cambiándola de arriba abajo; el futuro es complicado; un futuro oscuro casi negro, por ejemplo—, y en ambos casos resultan insuficientes, insatisfactorias, o porque preguntas así —preguntas libro— pueden desencadenar un largo, inacabable monólogo del entrevista-

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do, sobre todo si tiene ganas de hablar. En este caso, si nuestro experto tiene un discurso sustancioso, coherente, ordenado, pues quizá nos ofrezca una magistral conferencia sobre el asunto, algo que hará innecesaria nuestra presencia y nuestra entrevista. Pero si el entrevistado tiene las cosas poco claras y aún menos ordenadas, va a ser un laberinto, pero sin interés ni gracia. Claro que esas preguntas de antes podrían ser aún peor: ¿cómo ve el futuro de Europa?, ¿qué piensa de la crisis del periodismo?, ¿qué le parece la situación de la mujer? Preguntas como estas son las que considero ilegítimas, porque ya no es que se pregunte todo, es que no se pregunta nada, y quien pregunta así no sabe qué quiere saber, a lo sumo simula una pregunta, o disimula su ignorancia y su desidia. Cuando una pregunta arranca con este tipo de coletillas —Qué piensa de…, qué le parece la…, cómo ve el…, cómo valora…—, indicio casi seguro de un impostor que se hace pasar por periodista. ¿Por qué hablo de impostura? ¿Por qué digo que tales preguntas son bastardas? Porque quien hace ese tipo de preguntas no tiene ni puñetera idea de qué quiere saber, sencillamente es un ignorante que no sabe nada de nada, y por eso no tiene nada que preguntar, porque si hubiera hecho el trabajo imprescindible de documentación y preparación de la entrevista, entonces habría descubierto qué aspectos de ese asunto son alarmantes, dudosos, conflictivos…, y habría podido preguntar con legítimo interés sobre esas cuestiones inciertas, inquietantes, controvertidas: ¿El futuro de Europa es un mercado y poco más? ¿El problema de Europa es Alemania? En Europa, ¿sobran gallos y faltan gallinas? ¿Internet va a acabar con la prensa escrita? ¿Y también con el periodismo? ¿La crisis puede provocar un retroceso en la lucha por la igualdad de géneros? ¿La maternidad sigue siendo el gran problema para la carrera profesional de una mujer? Etcétera.

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O sea, que esas preguntas que llamo ilegítimas no tienen ningún sentido más allá de expresar el objetivo general de la entrevista, objetivo que solo alcanzaremos mediante una serie de preguntas como las que acabo de formular. Serán todas las respuestas a todas nuestras preguntas las que, en su conjunto, darán respuesta significativa y concreta a nuestro deseo de saber qué futuro espera a Europa o al periodismo o a las mujeres. A veces, sobre todo en cuestiones muy controvertidas en las que hay posiciones abiertamente antagónicas, esas preguntas, en apariencia ilegítimas, pueden resultar eficaces como primera pregunta, porque obligan al entrevistado a definirse, a posicionarse, a no ser que su posición ya sea pública y conocida. Supongamos que vamos a abordar el llamado periodismo ciudadano o el ascenso de Podemos. En la medida en que el asunto le resulte comprometido, es probable que el entrevistado responda con evasivas y medias tintas. Por eso, en casos así puede resultar útil preguntar de buenas a primeras: Dígame, ¿qué piensa del periodismo ciudadano? ¿Qué le parece el trepidante ascenso de Podemos? Y con una pregunta así, a bocajarro, puede que el entrevistado dude, vacile, sobre todo si no lo tiene claro o no tiene claro qué debe decir y qué callar, y en función de lo que diga o deje de decir y también de lo que dé a entender, pues igual le ponemos en un aprieto, y le forzamos a retratarse muy a su pesar. Pero no olvidemos que nuestro objetivo no es ponerle en un aprieto, sino buscar respuestas, que se defina, que se pronuncie. Por ejemplo: ¿Debo entender, pues, que el periodismo es competencia exclusiva de los medios y que dejar la información en manos de los ciudadanos es un disparate? ¿Me está diciendo que el ascenso de Podemos es una amenaza para la democracia o es que le entendí mal? En fin, que si bien hay un tipo de preguntas que considero ilegítimas —¿Qué piensa de la crisis del periodismo escrito? ¿Cómo ve

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la situación de la mujer? ¿Qué le parece la corrupción política?—, una impostura, porque no preguntan nada, porque el periodista es un perfecto inepto o un gandul, y que son una invitación al adverbio, al desvarío o al mitin, en otros casos de pública controversia, esta misma fórmula puede no solo ser legítima sino útil, porque obliga al entrevistado a pronunciarse: ¿Qué le parece el 11-M? ¿Qué piensa de la inmigración?, por ejemplo. Sin embargo, cuando el asunto polémico sea algo concreto —la Ley del Aborto, los escraches, las preferentes, pongamos por caso—, quizá sea mejor plantear la pregunta de forma cerrada, expresando abiertamente los términos sobre los que nos interesa centrar su respuesta: Que el PP retire ahora el proyecto de Ley de Gallardón sobre el aborto, ¿le parece una traición o una muestra de sensatez? ¿Diría que los escraches son actos contra la libertad o protestas legítimas? ¿Considera que las preferentes fueron una estafa? Una entrevista no es un examen. Una cosa es pretender que el entrevistado se pronuncie sobre un asunto polémico, para que comprometa su posición, para que queden claras sus preferencias, y otras es pretender que en su respuesta no olvide ninguno de los aspectos de un asunto complejo. Por ejemplo, si pregunto cuáles son a su entender las causas de la crisis económica o de la prensa escrita o de la corrupción política, es posible que se olvide de alguna causa, por lo que sea: es en ese sentido en el que digo que una entrevista no es un examen. Y si va a ser un examen, habría que avisar antes para que lo prepare: A ver, dígame ¿cuáles son las causas de la crisis económica? Si una entrevista ha de ser un examen, solo puede ser examen de conciencia. Y en estos casos, no se avisa, mejor cogerlos desprevenidos para que se vea si mienten. En asuntos de tanta envergadura —las causas de la crisis económica, por ejemplo, o del periodismo—, mejor que preguntarlo todo de golpe, que además puede dar lugar a

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respuestas torrenciales, sería preferible dedicar una pregunta a cada una de las diversas causas que se apuntan, para conocer con detalle la opinión del experto, o quizá formularlas a modo de disyuntiva: ¿Considera que las nuevas tecnologías son la causa principal de la crisis de la prensa escrita? A su modo de ver, ¿cuál es la razón principal de la caída libre de la prensa escrita, la irrupción de las NT o el descrédito creciente de los periodistas? Y aún una última cosa. Nunca debemos hacer dos preguntas a la vez, ni en entrevistas temáticas ni de personaje. Porque en el mejor de los casos, que ninguna de las dos comprometa al entrevistado, casi seguro que una se queda sin respuesta, normalmente la primera. Pero si una de las dos pusiera en apuros al entrevistado, seguro que va a responder la otra con todo lujo de detalles hasta conseguir que nos olvidemos de la pregunta embarazosa, y entonces ya no sería una pregunta sin responder, sería un gravísimo error, entre incompetencia y candidez. A veces ocurre que parecen dos preguntas pero de hecho son una sola, porque la segunda no es más que una concreción de la primera que pone el foco en el terreno que más nos interesa. Por ejemplo: ¿Qué piensa del llamado periodismo ciudadano? ¿Cree que va a fomentar un periodismo independiente y socialmente comprometido? Para terminar, una sencilla y excelente entrevista temática que realizó un periodista de El País a un reconocido experto en encefalopatía espongiforme bovina, más conocida como enfermedad de las vacas locas. Leyendo las preguntas, se aprecia sin lugar a dudas que el periodista no solo se ha documentado, sino que ha sabido procesar toda esa información con tanta síntesis como acierto, porque con solo siete preguntas dibuja una excelente perspectiva de esa alarma social y sanitaria. La primera pregunta, tan perspicaz como ilustrativa, le saca un gran partido a eso de

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predicar con el ejemplo. Con las otras seis preguntas, el periodista aísla con mucho tino e ilumina con precisión los ángulos más oscuros de esa fea crisis alimentaria. Charles Weissmann, autoridad mundial en priones “No hay suficiente información para tomar decisiones racionales.” Antonio Calvo Roy Charles Weissmann, uno de los más autorizados expertos del mundo en encefalopatía espongiforme bovina (EEB), pronunció ayer la Segunda Lección Eladio Viñuela en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid. Nacido en Suiza en 1931, este biólogo molecular que se formó en Nueva York con Severo Ochoa y a cuyo regreso a Zúrich comenzó a dirigir el Instituto de Biología Molecular, investiga en la actualidad en el Imperial College londinense. Responde con humor a la pregunta de si los países de la UE le podrían pedir cuentas a Londres por las vacas locas: ‘No me gustaría que me expulsaran del Reino Unido’. Pregunta. ¿Sigue comiendo carne de vaca? Respuesta. Sí. Con mis 70 años no es fácil que coja la enfermedad. Si viviera 240 años, quizá llegase a enfermar. P. ¿Las vacas enferman exclusivamente comiendo piensos contaminados? R. No tenemos seguridad, pero el 98% de los casos que conocemos son debidos a los piensos. No está claro si hay otros mecanismos, y hay expertos que consideran que puede haber transmisión de vaca a ternera, pero sería un hecho muy poco corriente. P. ¿Podríamos tener cerdos locos dentro de unos años? R. Los experimentos indican que los cerdos no contraen la enfermedad por comer piensos animales, aunque sí pueden ser

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infectados si son inyectados. En todo caso, no es una buena idea seguir usando estos piensos. P. ¿El problema ha sido dar de comer carne a animales vegetarianos o utilizar piensos hechos con animales enfermos? R. No se puede saber, porque no se analiza cada animal que se va a convertir en pienso. El problema es la alimentación en general, y la solución es no usar en absoluto este tipo de piensos. P. La UE ha disminuido varias veces el límite de seguridad en la edad de las vacas. ¿Seguirá bajando? R. No tenemos suficiente información para tomar decisiones racionales. Las vacas tienen que tener dos años para que podamos detectar la enfermedad, pero eso no quiere decir que antes no estén enfermas. Nuestros métodos de detección no son suficientemente sensibles. Se puede argumentar que si el nivel de la infección es tan bajo que no podemos detectarlo, el riesgo de contagiarse es muy pequeño, pero no hay evidencias científicas sobre qué cantidad de priones hay que ingerir para contraer la enfermedad. P. ¿Son fiables los análisis en vivo? R. Hoy sabemos que si el análisis da positivo la vaca está enferma, pero si da negativo no tenemos certeza de que esté sana. Hoy no podemos decir con una seguridad del 100% que un animal que consumimos está libre de la enfermedad. P. ¿Es razonable esperar más muertes de personas por contagio en los próximos años en el Reino Unido? R. Sí. No podemos saber si serán algunos cientos o algunos miles o decenas de miles, eso es imposible de saber, pero habrá más muertes.

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La entrevista de personaje

Propia de magacines y revistas, la voy a llamar simplemente entrevista de personaje y voy a dejar de lado todos esos otros nombres con los que algunos tanto se enredan y entretienen: entrevistas en profundidad o de personalidad o creativas o literarias o de perfil o de retrato…Llámenla como quieran, el nombre no hace la cosa, y convengamos lo sustancial: en este tipo de entrevistas, el objetivo es el entrevistado mismo en un sentido integral, completo, personaje y persona a la vez —su vida y su obra y su pensamiento y sus sueños y sus traumas y todo lo que sea de legítimo interés—, aunque puede que tenga una dimensión nomás profesional, como de perfil, o quizá una ambición de retrato personal, moral, ideológico del personaje. Que sea más retrato o más perfil o ambas cosas dependerá del entrevistado mismo, claro, de nuestros conocimientos y de nuestro interés, del medio, de la ocasión, etcétera. En estas entrevistas cabe todo el personaje visto de todos los modos y de todos los ángulos: instantánea, caricatura, fotografía, radiografía, holografía, biografía… El periodista dispone, pues, de una gran libertad de encuadre, de objetivo, de profundidad, en este tipo de entrevistas, desde el perfil profesional hasta el retrato personal, íntimo. Y una sola restricción, como siempre: debe hacerse leer, debe atrapar el interés del lector, o del oyente, o del espectador, y mantenerlo hasta el final. Y dejar recuerdo en nuestra mente, y un rastro de emoción.

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En el capítulo 2 ya avancé que en este tipo de entrevistas en prensa escrita el periodista goza, además, de notable licencia formal, narrativa, sin otro límite que su talento, su empresa y su público, de modo que puede redactar la entrevista en la forma convencional de diálogo sostenido, o fragmentarlo, pero puede resolverla también mediante una narración en la que, de tanto en tanto, aparezcan fragmentos de diálogo o respuestas aisladas, incluso sin la preceptiva pregunta original. Algunos dirán que en estos casos hablar de entrevistas resulta un tanto impropio y que más bien deberíamos hablar de perfiles, semblanzas, retratos. De acuerdo, sí, ¿y qué? Ya he dicho que, como periodista y como lector, me gustan las entrevistas escritas que transmiten toda la energía de la conversación original, que recrean ese clima tenso e intenso del diálogo de dos personas que se observan, que quizá se admiran o se temen, que recelan, calculan o amagan, que a veces callan, a veces se sinceran y a menudo engañan. Pero esto no quita que, a partir de esa misma entrevista oral, otros no puedan elaborar otro tipo de textos que bamboleen entre semblanza, perfil y entrevista. Que esa conversación original admita multitud de soluciones formales, que dependen sobre todo de las intenciones y ambiciones del autor —y de su autoridad profesional, claro— y de los criterios del periódico, eso es cuestión de libertad de creación. Y punto. Luego el resultado ya se verá, si es un gran texto, si es un quiero y no puedo o un me quiero mucho o una chapuza. Y sea lo que sea, a fin de cuentas los lectores ya dictarán su sentencia. Ya dije antes cuáles son mis preferencias, pero este ensayo no es ni preceptivo ni normativo, su intención es solo descriptiva, explicativa, aunque también crítica, claro está. Por lo tanto, en este capítulo pretendo abordar todas estas variaciones textuales de la entrevista de personaje y detallar tanto su estructura como sus ingredientes. Y a eso vamos. Como en

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cualquier entrevista, en estas se suceden también tres voces básicas: el periodista que se dirige al lector, y que sin otro afán que entendernos llamaré Comentario; la periodista que Pregunta y el personaje que Responde. En radio y en televisión, apenas hay otra opción que respetar el orden real de esa alternancia, pero en prensa escrita el autor tiene libertad para hacer lo que crea necesario, oportuno u original o pedante: puede redactar la entrevista de modo que sea un fiel reflejo de la conversación sostenida, de su clima, ritmo y tensión, de sus complicidades y sus recelos, o puede entender que esa conversación cara a cara no es más que la materia bruta o incluso un mero pretexto para fabricar un artefacto más o menos literario de acuerdo con su destreza, ingenio o vanidad. Todo, menos una simple, mera transcripción del diálogo original, que resultaría ilegible o indigesta. La periodista deberá editar todo ese material sonoro —la conversación mantenida—, eso seguro, es imprescindible y será inevitable, pero en el proceso de elaboración de la entrevista escrita, puede casi respetar el flujo original del diálogo, o puede modificarlo poco o mucho, puede corregir o eliminar algunas preguntas o incluso todas, puede cortar algunas o parte de las respuestas, puede fragmentar respuestas demasiado largas y para ello añadir preguntas que no hizo a fin mejorar el ritmo, aunque a veces los listillos aprovechan para colar gracias o ingenios que no tuvieron cuando debían, impostores. En fin, que el margen de manipulación o de corrección o de adaptación o de creación es sustancial. A partir de esas tres voces fundamentales —C,P,R—, podemos establecer las estructuras textuales básicas de la entrevista de personaje escrita, desde el patrón elemental que arranca con una introducción o presentación y luego la sucesión de preguntas y respuestas sin interrupción —C-P-R-P-R-P-R…—, a la elisión de todas las preguntas —C-R-C-R-C-R-C-R…—, como hacía

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Porcel en Los encuentros, o bien cualquier combinación de ambas —C-R-P-R-P-R-C-R-P-R-P-R-C-R-P-R-P-R-C…—, de manera que el comentario del periodista sería como un punto y aparte que, a modo de gozne, articularía el flujo de la entrevista como en capítulos, más o menos.

1. La introducción, ingredientes Lo normal es que cualquier entrevista de personaje, tanto en prensa escrita como en radio o televisión, arranque con una introducción o presentación más o menos larga que por naturaleza pertenece al territorio de lo que llamo de modo general Comentario, solo para subrayar que en ese punto la periodista se dirige al lector, oyente o espectador y no al entrevistado. En esa introducción, y en general en todo el texto que no es ni pregunta ni respuesta, vamos a encontrar siempre cuatro ingredientes básicos que por claridad referencial llamo Escenario, Escena, Perfil y Retrato, amén de cualquier otro comentario que la periodista considere oportuno despachar aprovechando que el Pisuerga pasa por donde convenga. Con Escenario me refiero, claro está, a la descripción que la periodista puede hacer en la introducción o en otro momento de la entrevista del espacio en el que tiene lugar la entrevista. Si ese escenario es particular —la casa de la persona entrevistada, su despacho, su taller,…—, mucho más sentido tendrá la descripción de ese rincón personal en la medida que puede resultar revelador, significativo, del carácter de esa persona a la que vamos a entrevistar, a la que queremos conocer, retratar, desnudar más allá de los tópicos y por encima de prejuicios y cautelas.

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Ilustración memorable de este uso y recurso del escenario para retratar y en este caso delatar al bocazas de turno, es la entrevista que hace ya más de un siglo le hizo el escritor y periodista José María Carretero (1887-1951), que luego haría célebre el seudónimo El Caballero Audaz, a Alejandro Lerroux (1864-1949), el político republicano y populista que en los treinta sería por tres veces presidente del Gobierno. Pionero y maestro del género en España sin lugar a dudas, en esa entrevista (Mundo Gráfico, nº 52, 12-10-1912), Carretero formula apenas cuatro preguntas más bien insustanciales que dan pie a cuatro respuestas engoladas y muy solemnes de Lerroux, que el autor revienta con audacia mediante el contraste demoledor entre la enjundia socialista del discurso por una parte, y la primorosa estampa del entonces diputado a Cortes por Barcelona y su señorial residencia madrileña, en la calle de O’Donnell, por otra. Mediante ese telón de fondo de lujo y opulencia que Carretero describe con detalle y subraya casi a traición entre respuesta y respuesta, la elocuencia de Lerroux suena a afectación huera, y su épica revolucionaria se reduce a cháchara de taberna. —Está acabando de vestirse para visitar al señor Alcorta... Tenga usted la bondad de esperar un momento... Dijo el ceremonioso secretario, me hizo una cortés reverencia y desapareció. Hallábame en un magnífico salón biblioteca contiguo al despacho del Sr. Lerroux. La espera podía justificar curiosidades. Empecé mi inventario. Sobre la mesa de despacho, papelotes con muchas firmas y muchos sellos negros, azules, violetas… debían ser cosa de curia. Los estantes de la biblioteca, repletos de libros, aparecían ordenados con tal simetría y tenían los libros aspecto tan flamante, que

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producían la impresión de no haber sido consultados nunca; y sin embargo, todo el mundo sabe que Lerroux lee y estudia mucho. El mobiliario, dernier cri y lujosísimo. Al sentir pasos, adopto una modosa actitud de cortedad e indiferencia. Era el señor Lerroux. Venía ligero, joyante, perfumado, envuelto el recio cuerpo de luchador en un traje gris impecable; crugíale algo el calzado… Un apretón de manos rebosante de cordialidad, acoge mi saludo. Después excusa su tardanza, déjase caer en cómodo sofá y exclama, subrayando las palabras con una sonrisa amiga: —Supongo que usted vendrá a sorprenderme en plena intimidad. ¿Eh? —Exacto— contesto. —¡Caramba! El caso es que yo no tengo verdadera vida íntima —y al decir esto palpábase la corbata, procurándole simetría.— Toda mi vida la consagro al partido, a las ideas que defiendo… He aquí mi programa cotidiano: Me acuesto entre doce y una, me levanto entre seis y siete, leo la prensa, escribo las cartas urgentes, dicto la correspondencia más apremiante y de doce a una recibo las visitas. Después como, y por la tarde, o voy al Congreso o trato los asuntos que preocupan mi atención. —Algo de su carrera política… —La empecé joven, a los veinte años, interviniendo casi como instrumento inconsciente en el movimiento que acaudillaba Villacampa… Un poco accidentada mi carrera. Ya ve usted, he tenido que ir al terreno ocho veces, la primera con Burell [se refiere a su ‘afición’ a batirse en duelo]; luego he estado cinco veces en la cárcel y dos en la emigración… Ahora es otra clase de lucha, lucha de Parlamento, lucha de meeting, de prensa… ¡qué sé yo!, es un batallar constante por el triunfo de nuestros ideales de partido. Ya conoce usted el programa: es la esencia de la democracia; se diferencia de

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los demás en su tendencia verdaderamente socialista. Porque nosotros preferimos el procedimiento revolucionario y como medio de acción la organización del partido, no en los estériles comités, meramente políticos, sino en entidades que cumplan una función social, como escuelas, cooperativas, consultorios médicos, agrupaciones de socorros mutuos, etc., etc. —No soy político, Sr. Lerroux, y no se me alcanza bien la diferencia entre el partido radical y los republicano-socialistas y reformistas. —Nuestras diferencias esenciales de doctrina son estas: nosotros somos amantes de la autonomía municipal hasta el federalismo; somos partidarios de la libertad civil y de la emancipación de la conciencia hasta la separación de la Iglesia y del estado; pensamos en la igualdad económica, para llegar a la cual proscribimos las diferencias de clases y preconizamos la supremacía del trabajo sobre el capital, por lo cual, sin establecer pugilatos, creo sinceramente que en la actualidad el radical es el más numeroso y mejor organizado de los partidos republicanos. Todo aquello me parecía muy bien; la igualdad económica, la abolición de la diferencia de clases… He ahí sin duda la sociedad perfecta… Sonó el bocinazo de un auto, allá abajo en el patio. Hasta mí llegaba el tufillo acre de la gasolina, mezclado con el grato olor de los muebles ricos y nuevos, de la buena cocina y del hogar confortable. —¿Cuál ha sido el momento más grato de su vida?... El Sr. Lerroux contestó resuelto: —Pues mire usted, Carretero, una de las más grandes satisfacciones de mi vida la recibí cuando estando celebrando un mitin en Rosario de Santa Fe, donde me hallaba emigrado, me comunicaron por teléfono el cablegrama de mi triunfo en Barcelona y derrota de la Solidaridad. —Tiene usted un magnífico hotel —dije.

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—Sí, es bonito —repuso variando el tono de voz—, sobre todo tiene un gran jardín… ¿Quiere usted verlo? —Con mucho gusto… Desde el jardín pasamos a un edificio contiguo donde el Sr. Lerroux ha levantado un gran establecimiento tipográfico para editar obras y tirar El Radical… Abajo, las naves de máquinas; en la planta alta la redacción del diario. Salimos al patio; en el está el garaje con dos magníficos automóviles: un «Mercedes» 20 HP., doble faetón, y un 16 H.P. «Minerva», landolet, que frente a la puerta de la cochera, y con el chauffer a la orden, esperaba a D. Alejandro para marchar. El Sr. Lerroux me invitó a subir en el auto. Partió raudo y a los pocos segundos llegábamos a Mundo Gráfico. En la puerta me despedí del simpático y temido republicano, que partió en su rico automóvil… Mientras se alejaba, me quedé filosofando un poco. ¡La igualdad económica!... ¡Acabar con la abominable diferencia de clases!... Verdaderamente, los ideales del Sr. Lerroux no pueden ser más grandes, más sublimemente redentores…

Podría parecer que no hay segunda intención en esa atenta descripción del lujo que rodea a Lerroux, pero con el comentario final de Carretero, que apunta más hacia el sarcasmo que hacia la ironía, creo que no deja dudas sobre las intenciones del audaz periodista: delatar la impostura y la caradura. De hecho, cuando al cabo de seis años le entreviste de nuevo para la revista Nuevo Mundo (nº 1.297, 15-11-1918), las primeras palabras de Lerroux dan fe de antipatías y pendencias lejanas: Atajó nuestras excusas con una sonrisa amplia y complaciente de mundano. —Yo no soy hombre de rencores, ni aspiro a que todo el mundo esté de acuerdo con mis principios políticos; precisamente

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por tratarse de usted no debía negarme a esta entrevista; con que olvidemos sobre todo lo malo que ha escrito usted sobre mí, y yo por mi parte pienso responder a todas sus preguntas con absoluta sinceridad.

Sigamos. Si Escenario es eso, la descripción más o menos intencionada y significativa del lugar de la entrevista, en consecuencia, Escena será el relato de algunos instantes de ese encuentro con el entrevistado, en especial ese primer momento, que acostumbra a ser determinante, altamente revelador y a menudo tenso, sobre todo para la periodista, y las despedidas, que de algún modo recogen el clima y el resultado del diálogo. Como ejemplo del uso periodístico de esos elementos de escenario y escena, veamos un fragmento de la introducción de la entrevista de Oriana Fallaci a Henry Kissinger, en el que la periodista italiana relata los primeros y un tanto angustiosos minutos del encuentro con el entonces ya todopoderoso consejero de seguridad de Nixon en su despacho: Nos encontramos en la Casa Blanca, el jueves, 2 de noviembre de 1972. Lo vi llegar apresurado, sin sonreír y me dijo: «Good morning, miss Fallaci». Después, siempre sin sonreír, me hizo entrar en su estudio, elegante, lleno de libros, teléfonos, papeles, cuadros abstractos, fotografías de Nixon. Allí me olvidó y se puso a leer, vuelto de espaldas, un extenso escrito mecanografiado. Era un tanto embarazoso estar allí, en medio de la estancia, mientras él leía, dándome la espalda. Era incluso tonto e ingenuo por su parte. Pero me permitió estudiarlo antes de que él me estudiase a mí. Y no solo para descubrir que no es seductor, tan bajo y robusto y prensado por aquel cabezón de carnero, sino para descubrir que ni siquiera es desenvuelto ni está seguro de sí. Antes de enfrentarse

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a alguien necesita tomar su tiempo y protegerse con su autoridad. Fenómeno frecuente en los tímidos que intentan ocultar su timidez, y que, en este empeño, acaban por parecer descorteses. O serlo de verdad. Terminada la lectura, meticulosa y atenta a juzgar por el tiempo empleado, se volvió por fin hacia mí y me invitó a sentarme en el diván. Después se sentó en el sillón de al lado, más alto que el diván, y en esta posición estratégica, de privilegio, empezó a interrogarme con el tono de un profesor que examina a un alumno del que desconfía un poco. Recuerdo que se parecía a mi profesor de matemáticas y física en el Instituto Galileo de Florencia; un tipo al que odiaba porque se divertía asustándome, con la mira irónica, fija en mí, a través de las gafas. De aquel profesor, tenía hasta la voz de barítono más bien gutural y la manera de apoyarse en el respaldo del sillón ciñéndolo con el brazo derecho; el gesto de cruzar las gruesas piernas mientras la chaqueta tiraba sobre el hinchado vientre y amenazaba con hacer saltar los botones. Si pretendía ponerme incómoda, lo consiguió perfectamente.

En este fragmento, no todo es descripción del Escenario o relato de la Escena, aparecen también frases de Retrato, tanto del personaje como de la situación, que junto con el Perfil cierran la lista de ingredientes de la introducción o presentación y del comentario en general. Pero las primeras impresiones de Fallaci —fundamentales para descubrir al tipo que se esconde bajo la máscara arrogante de Kissinger— surgen de esa atenta observación del escenario y sobre todo de la escena, tan reveladora a los ojos de la perspicaz periodista italiana. Si en la entrevista a Lerroux el elemento determinante de la interviú era la descripción detallada, intencionada, del lujoso escenario, a menudo lo que tiene interés no es tanto el espacio, aunque también, sino la

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escena, sobre todo el relato de esos primeros momentos de indiferencia o de tensión o de desconfianza, en la que la periodista debe estar atenta a cualquier leve gesto expresivo, al tono de las palabras, para esbozar una primera y poderosa imagen de la persona entrevistada. En casos así, el retrato se encabalga sobre el relato de la escena, se conjugan el uno sobre el otro, al igual que se suceden en nuestra cabeza las imágenes y sonidos de nuestros sentidos y las impresiones de nuestra mente, es decir, escena y retrato. Por ejemplo, la sabrosa, ágil, vigorosa introducción que Rosa Montero dedicó a Montserrat Caballé (El País, 05-07-1981), en la que la periodista aprovecha su primer tropiezo con la diva, y desde el canijo recibidor de su casa desata su lengua de pizpireta, y con ese relato tan suyo, nervioso y de cuchufleta, nos deja un retrato gracioso, acertadísimo, de esa brusca bienvenida y de esa antipática y huraña señorona soprano: [Escena] Nos abre la puerta una criadita joven de aire asustadizo: «¿Tienen cita, tienen cita?», pregunta, turulata. «Sí, sÍ». La chica desaparece silenciosamente y nos deja en mitad del recibidor, [Escenario] recibidor de casa más bien modesta, pese a la previsible fortuna de la diva; recibidor de ventana a patio mortecino, recibidor adornado de fruslerías de una estética antigua: espigas de cristal polvorientas y algo rotas, cuadritos de cromos enmarcados. Ni una silla, ni un cenicero. Esperamos a pie firme en la penumbra con complejo de cobradores de la luz en pos de un ama de casa un poquitín morosa. [Escena] Y entonces entra ella, [Retrato] el ama de casa, la diva, la soprano magnífica, la Caballé de exuberante anatomía, meneando su frondosidad carnal dentro de un traje informe estampado en ramajes. La ceja altiva, el paso agobiado, el morro enfurruñado, la mano gordezuela azotando el aire con irritado gesto. «Buenos días», masculla; y su voz, en este tono bajo

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y coloquial, tiene unas aristas agudas y pitudas, una especie de flato vocálico de mujer gruesa que no deja adivinar la potencia, la riqueza, la delicadeza infinita de su voz profesional. [Escena, Retrato] Da una media vuelta desdeñosa y nos deja para irse dentro de la sala, con un muchacho extranjero que, al parecer, es músico. Montserrat habla con él en un inglés fluido y fácil: «Es que me vienen a hacer una entrevista», cuenta, quejosa, en tono hastiado, y se vuelve hacia nosotros pasando al castellano: «¿Qué duración va a tener la entrevista?». «Me temo que va a ser larga», contesto. «¿Qué duración?», silabea de nuevo, furibunda, con altivez glacial. «Por lo menos una hora». «¿Una hooora?», pita ella con escandalizada pamema. «¡Yo no puedo, uuuna hora!». Bajo la nariz tiene una verruga oronda, esférica, y se le riza el labio de indignación y despecho. Se vuelve hacia el músico y despotrica un ratito en su perfecto inglés: «Quieren uuuuna hora, qué locura; yo no he hecho nunca entrevistas de una hora». Y el muchacho contesta sumiso: «Yes, yes, yes». De nuevo hacia nosotros: «¿Cuántas páginas va a ocupar?», y no pregunta, sino que en realidad ordena. «Pues... », reflexiono en voz alta, «tiene que ocupar como doce folios... ». «¡Que cuántas páginas del periódico va a ocupar?», brama ella en agudos sostenidos. «Cuatro. Del suplemento.» La imagen de tal despliegue de papel parece calmar un tanto sus ansias asesinas. Frunce la boca con mohín pueril, refunfuña tibiamente ante el inglés: «Si yo lo llego a saber antes; yo no he hecho nunca, nuuunca, una entrevista de una hora. La más larga que he dado ha sido de veinte minutos. Una hora, ¿dónde se ha visto? ¡Ni tan siquiera estuve tanto tiempo con los del Reader’s Digest!», clama con delectación, proyectando un hociquillo al aire, como resaltando lo inconmensurable del disparate, la pretensión exorbitada, su paciencia. «Esperen», concluye al fin, hacia nosotros; «pero, desde luego, no puedo concederles tanto tiempo». Entonces el chico se sienta al piano y ella empieza a tararearle, muy bajito,

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fragmentos musicales, impartiendo profesionales y rápidos mandatos: «You play; tururú, turururé, turururú, and I sing here: ahahá, ahaháhaha, ahá». Y el otro, bajo sus gorgoritos en sordina, gorgoritos de oro, gorgoritos divinos de mejor soprano del mundo, contesta incesantemente: «OK, OK, OK». «y aquí tocas turu turururú, rurú, en este solo de piano, y luego entro yo; ahahahá, ahhhhhh, ah, ah, ah». «OK, OK, OK». Al cabo termina su trabajo, despide en la puerta al chico con ese aire de generosa resignación de quien va a enfrentarse con unos pelmas, se vuelve hacia nosotros y nos franquea el paso hacia el salón, señalándonos el sofá con un gesto de su ceja depilada y levantisca. Y de pronto, el paisaje de su rostro cambia. De pronto, se le dibuja en los mofletes una serena y afable cortesía doméstica. De pronto, nos pregunta obsequiosa si queremos tomar algo, y lo dice con una amabilidad de ama de casa, de platito con pastas a las seis. Nosotros, en un arrebato de dignidad infantil, rechazamos la oferta bebestible. Ella, en cambio, pide un café muy dulce, porque desde su infancia, dura, enfermiza y carente, desde su tuberculosis, le quedó una falta de glucosa que le obliga a consumir azúcar todo el rato. Observa Montserrat cómo dispongo sobre la mesa los pertrechos grabadores y exhala un suspiro avieso y diminuto: Ay; menos mal; va a grabar usted la entrevista». –¿Por qué ese ay; menos mal? ¿Por miedo a tergiversaciones? –Bueno, lo puede usted tergiversar, pero así sabe seguro, por lo menos lo saben usted y su conciencia, lo que yo he dicho de verdad (en tono picajoso y molestón). –¿Por qué está usted tan a la defensiva? –Nooooo; yo soy así… —y lo dice suavona, endulzando mucho la voz, confitando el gesto.

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Si distingo entre Retrato y Perfil no es con ánimo teorizante sino para señalar que una cosa es la valoración o juicio personal que nos merece alguien, sea el entrevistado o sea otro personaje que aparece en el texto —“no es seductor, tan bajo y robusto y prensado por aquel cabezón de carnero”—, o la impresión o reflexión que nos provoca algo —“Era un tanto embarazoso estar allí, en medio de la estancia, mientras él leía, dándome la espalda. Era incluso tonto e ingenuo por su parte. Pero me permitió estudiarlo antes de que él me estudiase a mí.”—, y otra muy distinta son los datos que aportamos como relevantes para presentar y conocer al entrevistado. En un caso expresamos abiertamente nuestra opinión sobre las personas, los escenarios o los hechos, mientras que en el otro recogemos aquellos datos, declaraciones, documentos, anécdotas, comentarios, rumores…, que a nuestro criterio explican mejor la vida y la obra y la manera de ser de nuestro entrevistado. En un sentido estricto, el Retrato solo incluye la descripción física y del carácter del personaje, pero quizá podríamos asimilar a esta misma categoría los comentarios o las impresiones que nos suscita el escenario y la escena; en ese caso, Retrato abarcaría todo comentario de opinión en general. Pero quizá sea más claro y más apropiado restringir la idea de Retrato a la descripción física, psíquica y moral del personaje, y clasificar todo lo que son impresiones y reflexiones sobre la escena y el escenario bajo su propia referencia, de modo que Escenario y Escena se refieran no solo a la descripción del espacio o al relato de lo acontecido, sino también a cualquier comentario, reflexión, opinión o juicio sobre ese lugar o ese encuentro. En definitiva, pues, los ingredientes de toda presentación o introducción de una entrevista de personaje son el Escenario y la Escena —que incluyen elementos descriptivos y narrativos pero asimismo comentarios y opinión en general sobre el lugar

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y el encuentro—, y el Perfil y el Retrato. Por ejemplo, en la presentación que Iker Seisdedos hizo del Pulitzer David Remnick, director de The New Yorker, en una entrevista que publicó El País Semanal (nº 1.774, 26 de setiembre de 2010), aparecen claramente los ingredientes principales de esos párrafos introductorios. Si dejamos aparte el párrafo en que Seisdedos describe y aplaude el periodismo que defiende Remnick, vemos que el retrato se limita a cuatro pinceladas disueltas en el relato, que es la forma en que a menudo se resuelven los comentarios de todo tipo, arraigados en la masa madre de los hechos y los datos: [Escenario, Escena] Si no es en esta planta, la cima del mundo no debe de andar demasiado lejos. David Remnick, director de la revista The New Yorker, señala a través de los enormes ventanales de su despacho, en el piso 20º del edificio de Condé Nast, un punto indeterminado más allá de la antigua y de la nueva sede de The New York Times y de los luminosos de Times Square que parecen desplegarse en un pase privado para sus ojos. Al otro lado del río y de la soleada, sucia, estrecha y ruidosa Manhattan apunta a algo que debe de ser Hackensack, en las profundidades de la vecina Nueva Jersey, y exclama con indisimulado orgullo: “¡De allí provengo!”. [Perfil, Retrato] De cómo Remnick, de 51 años, casado y con tres hijos, abandonó el lugar en el que creció como el descendiente de un dentista y una profesora de arte de origen judío para acabar dirigiendo los designios del boletín oficial de la progresía estadounidense y del periodismo de calidad, encaja bastante en la clase de historia de superación americana basada en el talento y el trabajo duro. Graduado en Literatura Comparada por Princeton y brillante reportero deportivo en su juventud (es célebre un perfil suyo de Muhammad Ali, de próxima publicación en España), su labor de cronista del agonizante comunismo como corresponsal

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en Moscú para The Washington Post le valió en 1994 un Premio Pulitzer por el libro de ensayos La tumba de Lenin. Los últimos días del Imperio Soviético. [Perfil, Retrato] Ingresó en la plantilla de The New Yorker hace 18 años y sucedió en la dirección a la enérgica y un tanto alocada y derrochadora Tina Brown en 1998. En este tiempo ha colocado la revista en una envidiable posición para enfrentarse a los retos (la caída publicitaria, la falta generalizada de interés, el acoso digital) que desafían la mera existencia de la prensa tradicional. Algo que es y seguirá siendo The New Yorker a sus 85 años de orgullosa periodicidad semanal, extrema reverencia por el texto, la ficción y el humor clásico y escasas concesiones a los alardes fotográficos. [Perfil] Bajo el mandato de Remnick, las ventas y las suscripciones han aumentado (hasta dejar atrás el millón de ejemplares) y, en medio de un escenario de debacle de ingresos (un 24% menos de publicidad solo el año pasado), la suya es la única revista que no se ha visto obligada a recortar gastos en la todopoderosa Condé Nast, gigante en problemas como el resto de los de su especie y propietaria de Vogue, Glamour o Vanity Fair. [Retrato, Perfil] En la era de la pandemia de los blogs, de la información como ilusión de conocimiento y de las aplicaciones para iPad, la receta de Remnick confía su relevancia en la vieja fórmula del periodismo de calidad: piezas largas sobre asuntos serios, escrupulosamente enfocadas y contrastadas con fiereza. Es la misma clase de retórica que desplegará durante la larga conversación para tratar de la publicación en España de uno de los lanzamientos de no ficción más exitosos de este año en Estados Unidos. El puente. Vida y ascenso de Barack Obama (Debate) es el monumental reportaje de Remnick sobre el camino que llevó a un negro, de madre estadounidense y padre keniano, a las puertas de la Casa Blanca como el genuino heredero del movimiento por los derechos civiles.

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[Escenario, Escena, Perfil] En un despacho ordenado, extrae de una nevera refrescos dietéticos y se mueve entre portadas enmarcadas de The New Yorker, un frío retrato de Putin del fotógrafo Platon y primeras planas de sus años en Moscú firmadas por él mismo y apoyadas en la pared. Remnick perseguirá la palabra justa y el dato adecuado como el reportero riguroso que, antes que nada, se considera. Mientras, al otro lado de la puerta trabaja en oficinas individuales la Redacción de la revista, con su legendario escuadrón de fact checkers, división dedicada a destripar cada pieza aspirante a publicación para comprobar la veracidad de cada dato, cita y afirmación. [Retrato, Escena] Esos viejos reporteros que ejemplifican la pérdida de ciertos valores de la profesión en el hecho de que las redacciones se hayan convertido en sitios más civilizados no encontrarían, a buen seguro, indicios de vida periodística en este silencioso lugar. “Todo ha cambiado”, admite Remnick. “Antes reinaba el sonido de las máquinas de escribir, la gente se gritaba cosas horribles, se fumaba y alguien siempre estaba borracho. Cuando empecé en el periodismo era de otra manera”.

En esta entrevista al director de The New Yorker, todo lo que he convenido en llamar Comentario termina ahí, con esos siete primeros párrafos. A partir de ese momento, el periodista ya no vuelve a dirigirse al lector, y la entrevista es una secuencia de tres docenas preguntas con sus respuestas hasta el final, o sea, la última respuesta a la última pregunta. Desde hace ya algún tiempo, las entrevistas de personaje en los periódicos españoles de mayor tirada —El País o La Vanguardia, por ejemplo— tienden hacia este tipo de estructura elemental, en la que los comentarios del periodista sobre el escenario y el encuentro, los apuntes de retrato y perfil, se circunscriben a los párrafos de una introducción más

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o menos larga, de modo que el diálogo ininterrumpido recupera su protagonismo natural y el vaivén reconstituido de preguntas y respuestas alcanza todo su nervio y esplendor o, si fuera el caso, toda su insípida banalidad. No siempre ha sido así. Durante años, parecía que respetar esa estructura de mímesis del diálogo era cosa de periodismo menor, plano, prosaico, sin distinción, de modo que el genio, la gracia y ambición del periodista eran proporcionales a su capacidad para destripar la estructura básica de diálogo de la entrevista, para eliminar sobre todo las preguntas y, en su lugar, rellenar el texto con sus comentarios. Al revés, yo siempre he creído que donde hay que concentrar el talento, la lucidez y la ironía es en las preguntas y en la estrategia, y aunque puedas dedicar tu mejor literatura a los párrafos introductorios, no habrá mejor retrato del personaje que el que consigas con tus preguntas, o sea, con sus respuestas y sus evasivas y sus silencios y sus dudas y sus contradicciones. Veamos: si nuestras preguntas son parte fundamental de la conversación original, ¿eliminarlas del texto no va a perjudicar a la entrevista? Y viceversa, si liquidamos las preguntas. ¿No va a parecer que eran insustanciales o, peor aún, que ni siquiera las hubo? No pretendo ser dogmático, solo razonar los pros y los contras de una y otra forma de entrevista, y el porqué de mis preferencias.

2. Entrevistas sin preguntas Entiendo y no rechazo que eliminar las preguntas pueda ser una fórmula razonable en aquellas casos en los que más que preguntar vamos a escuchar y a observar a nuestro personaje, en las que más que interrogar le pedimos a nuestro entrevistado que

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nos hable sobre asuntos diversos, de su vida, del mundo o de lo que sea, solo para oír qué dice y ver qué piensa. Y todo eso a fin de que algunos fragmentos de esas declaraciones nos permitan elaborar no tanto una entrevista sino un perfil o una semblanza, porque el diálogo va a desaparecer y en su lugar surgirá la voz de comentario del periodista como único hilo conductor del texto. Y aunque la voz del personaje aparezca con el preceptivo guion de diálogo, no habrá diálogo ninguno, y sus palabras parecerán más una ilustración que una respuesta. Y aún dando por hecho la gracia y el talento literario del periodista, en textos así, mi mayor objeción será la falta o pérdida progresiva del ritmo, la fragmentación y la monotonía crecientes del texto, el pronto agotamiento de la fórmula. Vamos a ver un ejemplo, la entrevista o mejor dicho semblanza que un alumno mío, Alberto Barrantes, le hizo hace más de veinte años a Paco Candel (1925-2007). Nadie le habló de fórmulas ni de estructuras, era su primera entrevista, estaba en tercero de carrera, pero tenía mucho talento literario, no dejaba nunca de asombrarme, le llamaba el pequeño Delibes, publicó un libro de relatos estupendo, Dejando atrás las encinas (1991), y luego le perdí la pista, una pena. Barrantes fue a ver a Candel a su casa, a las espaldas de esa montaña de Montjuïc donde al cabo de un par de años tendrían lugar las gloriosas y emotivas Olimpiadas de Barcelona 92, turistas para siempre. Barrantes, un chico discreto, más bien tímido, no solo escribe bien, sino que es un gran observador, capaz de condensar en apenas tres líneas —las que abren el segundo párrafo— el mejor retrato que nunca se haya escrito de Candel: A veces olvidamos que existen las trastiendas. Dormimos plácidamente el sueño del progreso y nos dejamos llevar por la ilusión de un magnífico bazar multicolor donde se apiñan el último

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modelo de la Ford, los sedosos ropajes traídos de París y la computadora que ordena tu memoria, garantiza el futuro y baila sevillanas cuando se lo propone. Entonces nos despierta su palabra y nos recuerda que detrás de los escaparates se encuentran las trastiendas. En ellas se agolpan personas que tienen que pedir para seguir viviendo, prostitutas que malvenden su cuerpo en alguna oscura calle del Raval y borrachos que fenecen ahogados en su oceánico vómito de barrecha. Aunque él no lo quiera, Candel siempre será recordado como autor de libros sobre pobres. —No todas mis novelas hablan de la pobreza, lo que pasa es que la gente no ha leído toda mi obra. Yo, como tantos otros, estoy encasillado. Soy fruto de un cliché. Recuerdo que los dibujantes de las portadas de mis novelas ni se las leían ni me preguntaban el tema que trataban. Siempre dibujaban barracas. Con su camisa de algodón y sus pantalones de pana, sentado en el comedor de su casa mientras bebe un vaso de cerveza, Candel parece un obrero jubilado al que no le alcanza la pensión. Nadie diría que es un autor de éxito. Todo en él rezuma la sencillez propia de quien ha limpiado cedazos, tapado bocas de horno y quitado rebabas en un taller cerámico antes de vender veintiuna ediciones de Donde la ciudad cambia su nombre, la sencillez de quien ha manchado sus manos apretando tornillos antes de que Els altres catalans, su obra “emblemática”, se convierta en uno de los más importantes best-sellers de la obra escrita en catalán. Porque Candel, antes de ser escritor, trabajó en un taller de cerámica, fue mecánico, decoró objetos de vidrio, diseñó piezas de bisutería y ejerció como contable. Cuando dice que ser obrero no es ninguna ganga, lo hace con conocimiento de causa. Su llegada a la literatura fue un poco tardía. Siempre había soñado con ser pintor. La idea de escribir le vino a la cabeza durante el período que estuvo convaleciente de su segunda

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tuberculosis (la primera la padeció durante el servicio militar). Escribió su primera novela a la edad de 26 años. La presentó al Nadal y “no pasó nada”. Su segunda obra, Hay una juventud que aguarda, sí fue publicada. Siguió trabajando como contable pues aún no podía vivir de la literatura. Entonces conoció una obra de Gilbert Cesbron, Los santos van al infierno, que fue determinante para su futuro. —Esta literatura de tipo social que hacía Cesbron me abrió los ojos. Pensé: “no es necesario que busques argumentos complicados si los tienes alrededor tuyo”. Entonces escribí Donde la ciudad cambia su nombre. En esa novela explico lo que pasa en un barrio como las Casas Baratas. El éxito de esta novela le permitió dejar su trabajo de contable. Desde entonces solo se ha dedicado a escribir paseando su pluma tanto por la novela como por el ensayo. Moviéndose más a gusto en el terreno de la primera, es probablemente el ensayo el que le ha proporcionado más fama. Tanto en un género como en otro, Candel ha seguido casi siempre el camino de una literatura social y reivindicativa, una literatura que descubre las cloacas del sistema. —Siempre he querido hacer una literatura artística y emotiva, pero útil a mi sociedad, a mi gente y a mi momento. Realmente me gustaría quitarme de encima todo ese carácter reivindicativo, porque la literatura no es eso, es algo más. También es verdad que no he hecho mucho por cambiar. Aunque me parece válido, el arte por el arte no me entusiasma. Por eso rechaza la escritura alambicada” que, según él, realiza últimamente Camilo José Cela. Por eso prefiere a Miguel Delibes y admira las obras de Josep Pla y Pío Baroja. Como este último, Candel quiere escribir “para los soldados y para las criadas, para los tontos y para los listos, para los ricos y para los pobres”. Candel quiere que todo el mundo lo lea y que cualquiera pueda comprenderle.

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—Mi satisfacción más grande es conseguir que la gente entre en el mundo de la lectura a partir de mis libros. Esto no podría conseguirlo si hiciese una escritura alambicada. Guiado por este principio, Candel construye una obra donde la claridad expositiva prima sobre toda veleidad de floritura lingüística. Tal vez por eso, su obra parece estar escrita a vuelapluma. —La gente cree que escribo de un tirón, y no es así. Hoy, por ejemplo, solo he hecho diez líneas de la novela que preparo. Soy una calamidad escribiendo. Me cuesta escribir. Me canso enseguida. Me pongo a escribir y pienso: “tendrías que estar leyendo”. Me pongo a leer y digo: “tendrías que estar escribiendo”. Soy culo de mal asiento. Inmerso siempre en el mar tenebroso de la duda, Candel no cree en nada. Es una persona de apariencia frágil y natural escéptico. Declarándose agnóstico, es capaz de ir a misa si sabe que cantan gregoriano. Se interesa por los ovnis pero se desilusiona si no aterriza uno en su terraza. Ama la democracia pero se plantea su validez si su existencia supone la perpetuación de las diferencias de clases. Odia las dictaduras mas defiende el régimen castrista. Si Candel fuese un personaje evangélico, seguramente sería Santo Tomás. Necesita meter sus manos en la llaga para poder creer. —Fui muy creyente de niño y poco a poco fui perdiendo la fe. No la perdí porque me desengañasen los curas. A mí no puede desengañarme un cura porque sé que es una persona. Yo, en cierto modo, soy un cura frustrado. La ciencia es, probablemente, la que ha hecho que no crea en este Dios unamoniano que te juzgará algún día. Además, me temo que no existe el alma, que no hay nada más allá de la muerte. Todo se reduce al funcionamiento de unos engranajes cerebrales que producen sensaciones, sentimientos y pensamientos.

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A Candel le sabe muy mal que con la muerte se acabe todo. También le sabe muy mal que la gente de este país no sea capaz de ponerse de acuerdo para solucionar un tema como el de la pobreza. —Todos se quieren apuntar los éxitos. Todos se tienen envidia. Las asociaciones de vecinos envidian al concejal y el concejal desconfía de los otros. Esto esteriliza cualquier acción. Hay demasiado afán de protagonismo y mucha desconfianza. La gente piensa que los demás vienen a meterse en su tenderete. Las ganas que tienen todos de salir en la foto me deja alucinado. Candel conoce bien a los políticos porque tiene experiencia como tal. Fue elegido senador en las primeras elecciones democráticas y ha desempeñado, entre otros, el cargo de concejal de Cultura en L’Hospitalet. Cercano siempre al PSUC, jamás ha sido militante por pereza o por indisciplina. Afirma que el político, en cierto modo, está aislado de lo que pasa en la calle y si ocupa un cargo, comenta, “está rodeado de aduladores que solo le dicen lo que quiere oír”. Candel acaba poco a poco su cerveza. Sus pequeños ojos se cubren con un velo suave de tristeza cuando miran desde la terraza la montaña de Montjuïc. Sobre ella, al lado del estadio olímpico, se encuentra el futuro Palau Sant Jordi con su majestuosa cúpula diseñada por un arquitecto japonés. El rostro redondeado de Candel, adornado con su barba completamente blanca, se ensombrece cuando piensa en todo el dinero que está costando preparar las Olimpiadas del 92, un dinero que podría ser destinado a eliminar las bolsas de pobreza existentes en Barcelona.

En el texto de Barrantes —Paco Candel, la voz de los que nunca opinan—, se advierten, a mi modo de ver, todos los riesgos y problemas de este tipo de entrevistas. Aunque no hay preguntas, o justamente porque no hay preguntas, se ve la constante preo-

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cupación del autor por disimular el salto entre su Comentario y la Respuesta, por dar continuidad al texto y evitar ese peligro evidente de monólogos en paralelo. La solución habitual es resolver la última frase del párrafo que precede a la respuesta —que más que respuesta parece ilustración, como ya dije antes— como una alusión a la pregunta que no está o una referencia más o menos concreta al asunto que aborda la respuesta. Esto se ve claramente ante la primera respuesta, donde Barrantes resuelve la pregunta que no está mediante una frase aparte que sugiere el asunto que luego Candel aborda: “Aunque él no lo quiera, Candel siempre será recordado como autor de libros sobre pobres”. Y con esa frase alusiva se evita el descosido y se da paso a las palabras pero no a la voz de Candel, porque más que una respuesta eso parece una cita, una ilustración. Y lo mismo sucede con la segunda, porque tras un largo y hermoso párrafo de perfil y retrato —“Con su camisa de algodón y sus pantalones de pana, sentado en el comedor de su casa mientras bebe un vaso de cerveza, Candel parece un obrero jubilado al que no le alcanza la pensión˝—, Barrantes advierte que no puede pegar la respuesta así por las buenas, sin un anuncio o presentación a falta de pregunta, y por eso se ve en la necesidad de resolver el tránsito hacia la respuesta mediante un párrafo aparte que no es más que una paráfrasis de la pregunta a la que sustituye y suplanta… “Siguió trabajando como contable, pues aún no podía vivir de la literatura. Entonces conoció una obra de Gilbert Cesbron…” A mi modo de ver, ese recurso de sustituir la pregunta por una paráfrasis más o menos conseguida no aporta mucho a la entrevista, y en cambio le quita agilidad y ritmo, sobre todo si esa fórmula de erradicar cualquier pregunta se convierte en técnica exclusiva, obsesiva, porque a medida que la entrevista avanza, resulta más monótona, más pesada. En esta entrevista a Candel,

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la estrategia funciona bien en los primeros párrafos, sobre todo hasta la segunda respuesta, porque no son meros sustitutos de preguntas eliminadas, sino fragmentos bien acabados de retrato y perfil del entrevistado. En cambio, a partir de la segunda respuesta, y en las tres siguientes, los comentarios que las anteceden son simples paráfrasis de las preguntas, que a mi entender aportan poco a la entrevista, más bien la entorpecen. Y cuanto más larga sea, más tediosa se hará la entrevista, más molesta la técnica, por lo menos para mí. ¿Qué le aconsejé entonces? Pues resolver ese fragmento central de la entrevista sin paráfrasis, con preguntas, porque le daría un cambio de ritmo al texto, y además le permitiría encarar ese tramo final en el que el periodista recupera el sentido del retrato —“Inmerso siempre en el mar tenebroso de la duda, Candel no cree en nada…˝— con otra alegría, porque esa variación técnica evitaría la creciente monotonía. En definitiva, tras esos primeros párrafos de abundante retrato y perfil, no le iría nada mal a la entrevista, creo, un cambio de ritmo con media docena de preguntas y respuestas, para luego cerrar como al principio, con dos o tres pedazos de retrato y perfil que concluyen con un último y emotivo párrafo de escenario y escena. Es una opción y, a fin de cuentas, una decisión del periodista. Y para que se pueda no solo entender, sino ver y comparar lo que explico, expongo una versión elemental, sin alardes, de la entrevista, sin otra pretensión que ilustrar los cambios propuestos, en negrita: no solo he ‘recuperado’ esas preguntas eliminadas sino que además he reconvertido en respuesta las palabras de Candel que el periodista recogía en sus comentarios; incluso he resituado ese fragmento final sobre política como cierre del diálogo. Los lectores tienen la palabra.

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Con su camisa de algodón y sus pantalones de pana, sentado en el comedor de su casa mientras bebe un vaso de cerveza, Candel parece un obrero jubilado al que no le alcanza la pensión. Nadie diría que es un autor de éxito. Todo en él rezuma la sencillez propia de quien ha limpiado cedazos, tapado bocas de horno y quitado rebabas en un taller cerámico antes de vender veintiuna ediciones de Donde la ciudad cambia su nombre, la sencillez de quien ha manchado sus manos apretando tornillos antes de que Els altres catalans, su obra “emblemática”, se convierta en uno de los más importantes best-sellers de la obra escrita en catalán. Porque Candel, antes de ser escritor, trabajó en un taller de cerámica, fue mecánico, decoró objetos de vidrio, diseñó piezas de bisutería y ejerció como contable. Cuando dice que ser obrero no es ninguna ganga, lo hace con conocimiento de causa. Su llegada a la literatura fue un poco tardía. Siempre había soñado con ser pintor. La idea de escribir le vino a la cabeza durante el período que estuvo convaleciente de su segunda tuberculosis (la primera la padeció durante el servicio militar). Escribió su primera novela a la edad de 26 años. La presentó al Nadal y “no pasó nada”. Su segunda obra, Hay una juventud que aguarda, sí fue publicada, aunque sin demasiada fortuna. Siguió, pues, trabajando de contable, porque la literatura no daba aún para vivir. Entonces, una obra de Gilbert Cesbron le señaló su futuro: —Leí Los santos van al infierno, y esa literatura de tipo social que hacía Cesbron me abrió los ojos. Pensé: “no es necesario que busques argumentos complicados si los tienes alrededor tuyo”. Entonces escribí Donde la ciudad cambia su nombre. En esa novela explico lo que pasa en un barrio como las Casas Baratas. —Fue su primer éxito, antes de que llegara la fama con Els altres catalans, un ensayo sobre la emigración que vendió 30.000 ejemplares en tres semanas. Parece que eso del arte

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por el arte no va con usted, que lo suyo es la literatura social y reivindicativa… —Bueno, siempre he querido hacer una literatura artística y emotiva, pero útil a mi sociedad, a mi gente y a mi momento. Realmente me gustaría quitarme de encima todo ese carácter reivindicativo, porque la literatura no es eso, es algo más. También es verdad que no he hecho mucho por cambiar. Aunque me parece válido, el arte por el arte no me entusiasma. Digamos que no me interesa la escritura alambicada del último Camilo José Cela. Prefiero a Miguel Delibes. Y admiro a Josep Pla y a Pío Baroja. —Alguien ha dicho que la suya es una literatura para obreros. ¿Para quién escribe? —Como decía Baroja yo quiero escribir para los soldados y para las criadas, para los tontos y para los listos, para los ricos y para las pobres. Quiero que cualquiera pueda leer mis libros, que cualquiera pueda comprenderlos. Mi satisfacción más grande es conseguir que la gente entre en el mundo de la lectura a partir de mis libros. Esto no podría conseguirlo si hiciese una escritura alambicada. —Y haciendo de la sencillez su estilo, ¿no teme que le tachen de escribir a vuela pluma? —La gente cree que escribo de un tirón, y no es así. Hoy, por ejemplo, solo he hecho diez líneas de la novela que preparo. Soy una calamidad escribiendo. Me cuesta escribir. Me canso enseguida. Me pongo a escribir y pienso: “tendrías que estar leyendo”. Me pongo a leer y digo: “tendrías que estar escribiendo”. Soy culo de mal asiento. —También en política. Usted fue elegido senador en las primeras elecciones, poco después, concejal de cultura de l’Hospitalet y pronto abandonó la política profesional. ¿Por qué? —Siempre me he sentido cercano al PSUC, aunque nunca haya sido militante, quizá por pereza, quizá por indisciplina.

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Y en poco tiempo me di cuenta de que, en cierto modo, el político está aislado de lo que pasa en la calle, y si ocupa un cargo, mucho peor, porque siempre está rodeado de aduladores que solo le dicen lo que quiere oír. —¿Decepcionado, pues, de la política? —Más bien, sí. Todos se quieren apuntar los éxitos. Todos se tienen envidia. Las asociaciones de vecinos envidian al concejal y el concejal desconfía de los otros. Esto esteriliza cualquier acción. Hay demasiado afán de protagonismo y mucha desconfianza. La gente piensa que los demás vienen a meterse en su tenderete. Las ganas que tienen todos de salir en la foto me deja alucinado. A Candel le sabe muy mal que la gente de este país no sea capaz de ponerse de acuerdo para solucionar un tema como el de la pobreza. Inmerso siempre en el mar tenebroso de la duda, Candel ya no cree en nada. Es una persona de apariencia frágil y natural escéptico. Declarándose agnóstico, es capaz de ir a misa si sabe que cantan gregoriano. Se interesa por los ovnis pero se desilusiona si no aterriza uno en su terraza. Ama la democracia pero se plantea su validez si su existencia supone la perpetuación de las diferencias de clases. Odia las dictaduras mas defiende el régimen castrista. Si Candel fuese un personaje evangélico, seguramente sería Santo Tomás. Necesita meter sus manos en la llaga para poder creer. —Fui muy creyente de niño y poco a poco fui perdiendo la fe. No la perdí porque me desengañasen los curas. A mí no puede desengañarme un cura porque sé que es una persona. Yo, en cierto modo, soy un cura frustrado. La ciencia es, probablemente, la que ha hecho que no crea en este Dios unamuniano que te juzgará algún día. Además, me temo que no existe el alma, que no hay nada más allá de la muerte. Todo se reduce al funcionamiento de unos engranajes cerebrales que producen sensaciones, sentimientos y pensamientos.

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A Candel le sabe mal, muy mal que con la muerte se acabe todo. Sentado en su terraza, acaba poco a poco su cerveza y sus pequeños ojos se cubren con un velo suave de tristeza mientras mira la montaña de Montjuïc. Sobre ella, al lado del estadio olímpico, se encuentra el futuro Palau Sant Jordi con su majestuosa cúpula diseñada por un arquitecto japonés. El rostro redondeado de Candel, adornado con su barba completamente blanca, se ensombrece cuando piensa en todo el dinero que está costando preparar las Olimpiadas del 92, un dinero que podría ser destinado a eliminar las bolsas de pobreza existentes en Barcelona.

Durante la década de los 80, algunos periodistas llevaron este modelo de entrevista sin preguntas hasta el límite. Y aunque esto puede funcionar más o menos en algunos tramos, más pronto que tarde surgen los peligros que entraña dicha fórmula: primero, la pérdida del ritmo y la cadencia, justamente por esa continua discontinuidad del texto; y segundo, la creciente degradación de los comentarios, que si en un principio conjugan luminosas pinceladas de retrato con fragmentos de escena y escenario, luego, a medida que la entrevista avanza, se empobrecen y se reducen a meras paráfrasis de las preguntas que tienden al artificio y la ortopedia estilística. Y además, como que lo que debería ser un vivo vaivén es un diálogo roto, se tiende a concentrar mucho texto en las respuestas, o sea, respuestas cada vez más largas, cosa normal, porque tanto andar a la pata coja, aburre y cansa, y también porque al final uno se harta de pergeñar tanta paráfrasis, de concebir tanto circunloquio. Y a veces, esta fórmula parece más una impostura que una estructura. Me explico. Una entrevista tal como yo la entiendo, que se ha de justificar y defender tanto por las respuestas obtenidas como por las preguntas formuladas, exige una minuciosa, intensa, atenta preparación —de la docu-

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mentación a la estrategia y el guion—, y entonces una estructura de este tipo, sin preguntas, puede ser una manera de hacer pasar por entrevista lo que en el mejor de los casos fue una conversación, de la que luego se aprovechan media docena de pedazos adornados, eso sí, con todo tipo de coloretes literarios y retóricas cosméticas ad maiorem gloriam del abajo firmante de turno. Para ilustrar los inconvenientes de estas estructuras, examino con cierto detalle una larga entrevista que el periodista Joan Barril hizo a mediados de los ochenta (El Món, 24 mayo 1985) al entonces secretario del PCE Gerardo Iglesias. Barril se cita con el político comunista en un restaurante de Barcelona. En los primeros párrafos, parece que el encuentro —quizá fue una cena, aunque no queda claro—, se va a convertir en la percha literaria de la entrevista. O sea, que la voz principal del texto será la del periodista, que retratará una y otra vez a Iglesias —como político, como líder, como hombre, como imagen—, y lo retratará con primeros planos y planos secuencia, y que además relatará la escena y describirá el escenario de esa entrevista de noche. Y como complemento de esa voz principal del periodista, las palabras del secretario general del Partido Comunista aparecen entre párrafo y párrafo, más como una ilustración de lo dicho que como respuesta a una pregunta de soslayo: una alusión más o menos directa al asunto, que pretende atenuar el salto del comentario a la respuesta sin pregunta interpuesta. En el restaurante «Giardinetto», dicen que se ha hecho de noche. Las mesas se adivinan bajo las velas. Un pianista toca el piano con una mano y con la otra un vibráfono. A la hora de las brujas aparecen unos bigotes compactos y rectangulares, abiertos como un paraguas de sonrisas. Les sigue de cerca Gerardo Iglesias, secretario general del Partido Comunista de España. Treinta y nueve

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años. Minero a los dieciséis. Casado a los dieciocho. Tiene un hijo de veintiún años que está a punto de ser ingeniero. Siete años de cárcel. Expulsado de diez empresas y ahora, precisamente, conservador del patrimonio histórico del comunismo español. Cuando los mirones hacen la visita turística al actual PCE le preguntan por Santiago Carrillo. Y él mantiene que los problemas de la izquierda no se llaman Santiago Carrillo. Gerardo Iglesias pone las manos allá donde no le alcanzan las palabras. Las manos de Gerardo Iglesias son largas y dúctiles, más hechas para abrazar la tierra que para acariciar mármoles. Hay manos que subrayan los verbos, que sustituyen las frases, que pulen los mensajes más aristados. El secretario del PCE las usa para otras cosas. No da la mano: la impone. Es un hombre capaz de generar más sensación de acuerdo por el tacto que por la razón. Si pudiera, iría de ciudadano en ciudadano hablándole de la necesidad de la convergencia de izquierdas. Pero no puede. Para llegar a todo el mundo haría falta salir por televisión y dejarse hacer muchas fotografías. Y, cuando el pérfido Carrillo le entregó las llaves del partido, no le debió de explicar que la fotografía ya se había inventado. Gerardo Iglesias prefiere los mosaicos de Empúries a la Polaroid. O lo que es lo mismo: la suma de muchas piezas más que la eternidad de una imagen. —En el mundo comunista se están moviendo muchas cosas. Y no únicamente en el comunismo español, sino también en los partidos comunistas de la Europa Occidental y en aquellos otros de la Europa socialista. ¿Cómo se lo diría? Nos teníamos que renovar. Aquí y ahora se ha demostrado que, aunque muchos intentan agarrarse a la silla, es la silla la que no se deja agarrar eternamente. En el «Giardinetto di notte», el camarero tiene la cara de Santiago Carrillo, y el vigilante del parking tiene cara de Carrillo, y la señora de los lavabos, y cuando sale a cantar una cantante de jazz acompañada

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al piano, todo el mundo le encuentra un parecido con el ex secretario general. Gerardo Iglesias hace como si no lo viera. No quiere hablar de su antecesor, pero si hablara lo haría con respeto. Al fin y al cabo, todo el mundo quiere dejar de hablar del partido comunista como un club de enfrentamientos entre Carrillo y sus hijos. —Durante mucho tiempo, el tema del PCE ha sido el mismo PCE. Todo el mundo se ha interesado por el estado de salud del partido como si estuviera perdiendo un patrimonio importante. Pero ahora ya no es así. Afortunadamente, no es así. Sobre todo en el PSUC. Ahora ya volvemos a hablar de los temas por los que el partido tiene razón de ser. Ahora hablamos de los problemas de la sociedad catalana y de la sociedad española, de la huelga general del próximo día veinte y de cosas así. La música, dentro del partido, ha cambiado completamente. La verdad es que todo ha cambiado. El PCE ha dejado de ser “el partido”, y ahora la alternativa se llama «convergencia de la izquierda». Su autor es este hombre que busca las palabras en un punto indeterminado del «Giardinetto» y que las ordena pausadamente como los empleados de El Corte Inglés muestran la moda de primavera. Y la moda es un prêt-à-porter unisex en el que caben todas aquellas personas que defienden actitudes progresistas por parciales que sean. —De la misma manera que estoy convencido de que la recuperación de la izquierda en este país implica que el PCE se renueve, también estoy convencido de que, sin el PCE, el proyecto de izquierda ya se puede abandonar. ¿Por qué? Porque el PCE es un partido con 65 años de historia. Un partido que ha ido segregando una cultura comunista y una manera de hacer rigurosa. Y esto es muy importante. Le explicaré un ejemplo. Recuerdo que en las primeras elecciones legislativas, en 1977, los comunistas iban por la vida de triunfalistas, sobre todo en Asturias. Trajimos a Dolores Ibárruri y le decíamos que estábamos convencidos de que íbamos a barrer a los otros partidos. Todo parecía evidente: el PSOE, como organización, ni existía. Pero Dolores nos decía que

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nos dejáramos de triunfalismos, porque el PSOE probablemente no existía organizativamente, pero en otro tiempo había existido y la historia y la tradición socialista en Asturias se pondrían de manifiesto. Y así fue. Esto indica la importancia de la cultura y de la historia de los partidos de la izquierda. Pero es que, por otro lado, más allá de la historia, la cultura y la tradición comunistas, el PCE continua siendo un partido muy importante en este país. La democracia española necesita un partido comunista. Pregunto yo, ¿qué otro partido tiene la influencia que tiene el PCE en el movimiento sindical? Y esto quiere decir que no se puede hacer tabla rasa del movimiento obrero tradicional. Yo ya acepto que el PCE no sea el único agente de las transformaciones sociales. Es verdad que hay otros partidos y organizaciones y que todavía aparecerán más. Pero lo que hace falta es forjar la síntesis y la convergencia para que los elementos nuevos y los elementos tradicionales de la izquierda se fundan y se reciclen. Esta es la cuestión.

Pero la arquitectura que sustenta esos primeros párrafos se abandona muy pronto, y ello afecta visiblemente no solo a la cadencia y al ritmo del texto, que se articula sin apenas cojinetes, a bandazos, sino también a la unidad y continuidad mismas de la entrevista: llega un momento en que el texto más que avanzar solo crece, se alarga, y lo hace de un modo doblemente descoyuntado: porque el comentario que precede a cada respuesta es poco más que una alusión más o menos altísona a la pregunta que no está, y porque esas parejas de paráfrasis y respuesta bailan cada cual a su aire y a su ritmo, sin otra coreografía que el mero hablar. En el texto de la entrevista, no hay más trabazón que la alusión ocasional entre comentario y respuesta, hasta tal punto que podríamos alterar el orden de esas extrañas parejas de diálogo oblicuo y no cambiaría nada, porque el texto no fluye, solo se acumula, por mucho que con el último párrafo se quiera simular un final de trayecto.

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Este hombre hace tres años era «Gerardín». Hoy encabeza una corriente renovadora denominada «gerardismo». Del diminutivo al colectivo hay un salto que ni él mismo pretende explicarse. Gerardo Iglesias aporta a la política el discurso de las frases llanas: el cielo es azul, el agua es buena, nosotros somos la izquierda, hace falta hacer la revolución. —Sí, señor. A mí lo que me importa es hacer la revolución. Yo no creo que el partido sea una especie de iglesia cerrada. A mí lo que me importa es que la sociedad se transforme, que haya una izquierda ofensiva, radical y con iniciativa que plantee una profunda batalla ideológica y que la gane. Y el PCE ha de ser uno de los factores de esta izquierda ofensiva y radical. Ahora la gente habla del partido de Ramón Tamames, por ejemplo. Con todos los respetos por Ramón Tamames, a mi no me consta que detrás de él haya un partido. Un partido de izquierdas no se improvisa, no se inventa, no es el resultado del voluntarismo. Ni tan siquiera cuando este voluntarismo se basa en ideas lúcidas. André Glucksmann, uno de los antiguos nouveaux philosophes es crudo a la hora de analizar la decadencia de los partidos comunistas. La frase «Tirar después de usar» podría servir para las latas de CocaCola, para los tampax y para los partidos comunistas. Sin llegar a la contundencia de Glucksmann, lo cierto es que un nuevo espectro recorre Europa: el que acepta que los únicos cambios posibles son los que ya hacen los socialdemócratas y que los partidos comunistas están entrando en la fase de extinción. Los italianos chocan una y otra vez con el listón de un sorpasso que nunca acaba de llegar y los países del socialismo real no constituyen ningún modelo atractivo. —Usted mezcla muchas cosas. A usted le gustará más o menos el modelo de la Unión Soviética o lo que está pasando en la república Popular china, pero yo le aseguro que en estos países se ha hecho una revolución. Es evidente que puede haber aspectos de estas revoluciones que yo no apruebe. El socialismo ha de ser una expresión suprema de libertad. Así lo creo. Pero también es verdad que lo creo desde un continente desarrollado,

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con una larga tradición democrática. Y me hago cargo de que mi esquema no puede aplicarse a otros países más subdesarrollados. Ahora bien, volvamos al concepto «revolución». La revolución viene dada por unas condiciones sociales. Y hoy, la revolución se está haciendo más necesaria que nunca. Digo revolución en el sentido de transformación de esta sociedad. Yo no conozco otro momento de la historia en que la humanidad haya sufrido el peligro que hoy sufrimos con las armas nucleares. Yo no conozco otro momento de la historia en que se haya dado la paradoja actual según la cual la humanidad puede producir alimentos para todo el mundo y, en cambio, tres cuartas partes de esta humanidad pasen hambre. Mire, hace pocos días que acabo de regresar del Caribe y he podido constatar las dificultades económicas de algunos países que está a punto del crack económico por culpa de la enorme deuda externa que tienen. Todo esto podría solucionarse de una manera muy simple: recortando los gastos militares y recuperando una concepción solidaria de la política. Posiblemente, vamos mejorando poco a poco. Pero no tengo ningún tipo de duda de que estos grandes problemas que tiene pendientes la humanidad no se arreglan sin revolución. Los asturianos tienen delante el mar, y a la espalda la montaña. Y han preferido profundizar en la tierra de las minas. Iglesias es el minero neto. El hombre capaz de bajar hasta el último rincón de la última galería y volver a salir a la superficie sin enhollinarse. El proyecto es ambicioso. Se trata de sustituir el comunismo intensivo por el comunismo extensivo. Terminar con la práctica política entendida como una fe y empezar a divulgar una historia que todavía necesita faros antiniebla. —A mí no me gusta hacer vida de secta. Necesito hacer vida normal. Cuando voy a Asturias, casi nunca hablo del partido. Lo evito en la medida de lo posible. Los comunistas hemos vivido como una secta durante demasiado tiempo. Y este es uno de los lastres más pesados que hasta ahora arrastra la cultura comunista. Esto no es bueno. Hay que saber qué le pasa a la gente de fuera del partido. Y hay que empezar a reconocer que los comunistas a veces somos muy aburridos…

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La corbata carrillista se ha cambiado por la cazadora gerardista. Hay un look característico en los gestos y la figura de Gerardo Iglesias. Los socialistas huelen a Cohibas y a Quorum. Los comunistas ennoblecidos huelen a terciopelo del Liceo. Gerardo Iglesias, en cambio, huele a Floïd y a camisa del domingo. Acaba de salir de la barbería y luce su alternativa en la barra de un café de provincias. Las mujeres querrían protegerlo y sueñan con él como el gran amante de una fiesta mayor imposible. La caída del semidiós Carrillo ha comportado una humanización de la Secretaría General. Con Iglesias, los dirigentes «euros» han recuperado el sexy, dicen. —Es verdad. Me gustan las mujeres y esto no es malo. Las mujeres gustan a todo el mundo. A usted supongo que también. Si me encuentro con una mujer y, de mutuo acuerdo, decidimos estar juntos, pues lo estamos. Yo siempre he sido un heterodoxo dentro de la cultura comunista. Los únicos valores inamovibles del comunista son los que le llevan a no renunciar nunca a la revolución. Eso es todo. Todos nosotros deberíamos ser ciudadanos que nos confundiéramos con el pueblo. Y el pueblo es más lúbrico que el tradicional ascetismo comunista. Después de muchos años de catacumbas, los comunistas empezaron a circular de puntillas por la transición. Podían haber lucido las heridas de un héroe y, en cambio, hicieron gala de una discreción admirable. No se trataba de hacer revanchismo, decían. Y ahora, diez años después de la muerte del dictador, parece como si la historia hubiera sido secuestrada. La resistencia antifranquista oficial se limita a los hechos del Palau [de la Música] y a la detención de Pujol. Y poco más. El mismo Eduardo Bueno [miembro del PP] afirma haber sido maltratado por la policía, y mientras tanto los comunistas asisten impasibles al secuestro de su propia historia. —Yo creo que el PC hizo bien actuando con responsabilidad durante la transición. En este proceso, hemos tenido que pagar muchos tributos. Por

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ejemplo, el de no poder esgrimir el papel que los comunistas tuvimos durante la dictadura. Ahora, sin embargo, estamos en democracia. Y hay que pensar que se trata de una democracia consolidada. Es por esto que hemos empezado a resituar las cosas. Días atrás acabamos de celebrar, por ejemplo, que hace cuarenta años hubo una lucha contra el fascismo que quería hacerse dueño del mundo. Y hay otras cosas que hemos de ir resituando respecto al tiempo de la transición. La actitud del partido en relación con las bases americanas, por ejemplo. Incluso la actitud del partido ante el tema de la OTAN. Siempre habíamos estado contra la OTAN, pero nunca lo habíamos llegado a entender como una causa militante. En este proceso de resituación creo que hemos hecho bien de no esgrimir nuestro papel de resistencia. Pero ahora hay que ir más allá. Es evidente que un pueblo no puede perder la memoria histórica. Simplemente porque sin memoria histórica es muy difícil construir el futuro. Porque quizás la memoria histórica, la auténtica memoria histórica, ya no la tienen ni los más viejos del partido. Quizás la memoria histórica la tienen los elefantes electrónicos del Sr. Barrionuevo. El deporte preferido de ciertos cargos policiales continúa siendo el seguimiento y control de los políticos de izquierda. Iglesias no se inmuta. —Esto y otras cosas pasan porque no estamos ante un proyecto de cambio real. El PSOE está llevando a cabo una política posibilista que no viene determinada por las aspiraciones sociales y populares. Quizás haga falta decirlo claro: el PSOE llega al Gobierno a partir de un conjunto de pactos explícitos o implícitos. Esto explica que el Gobierno sea tan receptivo a negociar con Fraga, con los banqueros, con Estados Unidos, pero es muy refractario a negociar con los sindicatos o con el PCE. Hemos asistido a los intentos del PSOE por llevar adelante una ley de sanidad que, dicho sea de paso, no era gran cosa, pero que han echado atrás ante la mínima resistencia del Colegio de Médicos. Hemos visto cómo el PSOE navega con el tema de la OTAN en función de las presiones y los chantajes de Estados Unidos. En definitiva: es una política claudicante que depende más de los poderes fácticos que de las

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aspiraciones populares. ¿Puede usted decirme qué habría pasado si al día siguiente de haber tomado posesión el Gobierno socialista, con diez millones de votos en el bolsillo, se hubiera convocado el referéndum para salir de la OTAN? Pues no habría pasado absolutamente nada. Y si en vez de esta limitada Ley del Aborto se hubiera aprobado una ley que satisficiera a los sectores afectados, ¿cree que habría ocurrido algo entonces? Nada. Con diez millones de votos no habría ocurrido nada. Mire, el programa del PSOE, a pesar de ser un programa moderado, incluía transformaciones importantes. Pero hoy se ha renunciado a ese programa. Traslade, pues, esta actitud a lo que usted me preguntaba, o sea, a la necesaria reforma de los cuerpos de seguridad del Estado. ¿Por qué cree usted que Barrionuevo hace los elogios que hace de la Guardia Civil? Pues se lo diré con toda sinceridad: porque le asustan, porque le dan miedo, ¿por qué el PSOE ha renunciado a desmilitarizar los cuerpos policiales? Porque está a la defensiva. Esto es lo que explica que Barrionuevo sea ministro del Interior. El único periódico que defiende a Barrionuevo es ABC. Y esto no es casual, porque ni en los Gobiernos de derecha de la democracia podrían encontrar un ministro más de derechas que Barrionuevo. Ahora bien, a este ministro lo nombró Felipe y lo mantiene Felipe. Recuérdelo. Cuando Gerardo Iglesias niega, se está afirmando. Sus «noes» son implacables, macizos, irreversibles. A veces parece que confunda el carácter con la tozudez. Y después de la negativa, la mano siempre a punto de Gerardo Iglesias aterriza en la espalda o en el antebrazo del interlocutor para darle con el lenguaje del gesto lo que le acaba de negar con la palabra. —Ya sé que hay gente que dice que los comunistas somos más radicales con el Gobierno socialista que con los anteriores Gobiernos de derecha. Pero nosotros hemos de juzgar a los Gobiernos por la política que llevan a cabo. Y afirmo y demuestro que el actual Gobierno está, en muchos aspectos, haciendo una política más de derechas que los Gobiernos de Suárez. Así de claro. Porque Suárez en ningún momento se atrevió a hacer una política de recon-

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versión industrial tan brutal como la que está haciendo el Gobierno socialista. Y Suárez cesó de jefe de Gobierno, entre otras razones, porque no se tragó la rueda cuadrada de la OTAN. Y Suárez tuvo el valor de mantener una actitud delante de los palestinos o los saharauis mucho más digna que la de Felipe González. Por esto, cuando se nos dice que estamos contra el PSOE, hay que matizar: estamos contra la política de derecha que hoy lleva a cabo el Gobierno del PSOE. Porque a fin de cuentas es la derecha la que está inspirando al Gobierno su política. Iglesias se encuentra a gusto hablando del Gobierno socialista. Y se encuentra a disgusto hablando de sí mismo. Disimula cuando alguien le recuerda su intensa biografía. Al «Giardinetto» ya ha llegado la madrugada. Y con la madrugada, dos comunistas elegantes que quieren saludar a su secretario general. Iglesias los mira desde detrás de su bigote y, al llegar a la calle, retoma una jovialidad que él debe entender incompatible con el casete. A este obrero mineral no le gustan las máquinas. Lleva una mina inflamable en el bolsillo y, cuando le conviene, se encierra en la tercera galería a reflexionar sobre sí mismo sin testigos. Quien conozca a Gerardo Iglesias ya no creerá nunca más que todos los políticos son iguales. Fraga suele decir: «Cuando se concentran mil personas, siempre hay una de la que emana la autoridad, y este es mi caso». Evidentemente, Gerardo no se parece a Fraga. Ni a nadie. Lo comentaba el entrañable Jordi Guillot, miembro de la direzione del PSUC: «Políticos como este ya no quedan». Y es verdad. Desde Darwin sabemos que la selección natural es implacable.

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3. Mi idea de entrevista Ya digo que cada cual es muy libre de hacer y resolver las entrevistas como crea o sepa, y si la cosa no va, porque el artefacto resulta anodino o, peor, cargante, pastoso, pues ya se enterará. Pero a mí se me hace extraña y latosa una entrevista así, sin una sola pregunta, sin ese ritmo vivo del diálogo, y todavía se me hace más raro que, aunque no haya ni una pregunta, el entrevistado interpele directamente una y otra vez al periodista que no le habla, e incluso aluda abiertamente a la pregunta borrada (fragmentos en negrita). En vez de esto, prefiero un diálogo que discurra con buen ritmo de principio a fin, de manera que el lector pueda apreciar el juego de vaivén entre periodista y entrevistado, donde el periodista pregunte con tino y las preguntas alcancen todo su sentido de herramienta periodística. Incluso para conseguir esta sensación de recorrido sin interrupción, a veces eliminaba la primera pregunta y enlazaba la introducción con la primera respuesta mediante esa misma técnica de la alusión o la paráfrasis, pero con el único objetivo de evitar que la introducción quedara separada y un tanto huérfana del resto. Por ejemplo, mi última entrevista con el actor y director Adolfo Marsillach, apenas dos años antes de su muerte (Públic, febrero de 2000): Tras 20 años sin actuar, ha vuelto a los escenarios para demostrarse que con 70 años bien cumplidos y 600 páginas de memorias (Tan lejos, tan cerca, Tusquets) todavía tiene cuerda y humor para batallar. Batallar, digo, sí, porque este polemista irónico, que domina el gancho del sarcasmo, ingenioso y por eso mismo bocazas a veces, que tiene una biografía llena de ex mujeres y de enemigos que fueron sus amigos, que ni olvida ni perdona y por si acaso anota las puñaladas en una libreta, este viejo dandi impertinente o cordial,

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depende de con quién más que de qué o cómo, no habla de éxitos ni de fracasos, sino de una carrera profesional, afortunada, eso sí, hecha de victorias y de derrotas. O sea, que según Marsillach esto del teatro es la guerra: —Hombre, salir al escenario y encontrarse cada día con un público distinto y tratar de convencerlo…, pues provoca una cierta beligerancia, sí. Después, es una profesión tan tremendamente competitiva que todos los colegas son, por lo menos en potencia, adversarios. —Y nadie quiere perder, claro. —¡Naturalmente! Todos los actores quieren ser el número uno, es muy difícil resignarse. En otro oficio esto quizás no ocurre, pero en el teatro no ser el primero te amarga, ¡y tanto que amarga! —Las zancadillas, pues, deben ser el pan de cada día. —Sí, pero como en cualquier profesión, la de usted mismo por ejemplo. Pero en nuestro oficio son más escandalosas. —Y sin embargo, usted asegura que es un oficio delicioso. ¿Dónde está la delicia? —Mire, ser otro durante unas horas al día, esto es algo fascinante, y peligroso. Bueno, eres otro entre comillas, claro, porque yo soy del tipo de actores que no necesita creerse que… —¿A hacer puñetas el método del Actors Studio y compañía? —No creo nada en el Método, ¡pero nada! Bueno, creo que en su momento Stanislavsky fue muy útil, una de las persona más lúcidas que ha dado el teatro. Pero toda esa marea negra que nos ha llegado luego por culpa de los apóstoles de Stanislavsky, y aquí incluyo al Actors Studio, pues ha sido nefasta. —Los directores, somos profetas o farsantes, se pregunta usted en sus memorias. ¿Y qué responde? —Hombre, un director inteligente puede ser un profeta. Y un director mediocre o malo, sin talento, que quiere hacer ver que lo

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tiene, pues es sin duda un farsante que debería ser castigado por el código penal. —Y a usted, ¿en qué grupo le han colocado? —Depende. Algunos amigos…, pocos ¿eh?, en el grupo de los profetas. Y todos mis enemigos, en la categoría de los farsantes, claro. —Sus memorias están llenas de enemigos que, mira por donde, antes fueron buenos amigos: ¿esto es cosa de Marsillach o es la vida? —Creo que fundamentalmente es la vida, pero en ciertas personas esto se agudiza. Y en mi caso se convierte en una terrible contradicción, porque…, porque yo siento mucho la amistad, yo soy un excelente amigo. —¿Un amigo excelente pero también exigente? —Es posible. Y quizá por eso fracaso, igual que me ha ocurrido antes con las mujeres, quizás sí. —Un amigo, o sea: ¿más pronto que tarde una traición? —Sí, es muy difícil que un amigo no te traicione. Los enemigos no te traicionarán nunca, ya se sabe, son enemigos, y su juego está muy claro. ¿Quién te va a traicionar, pues? ¡El amigo! ¿Y quién te va a engañar? ¡La mujer, naturalmente! —En el caso de Haro Tecglen, ¿confía en recuperar la amistad perdida o ya…? —Nos encontramos en la presentación de mi libro y le dije una frase definitiva: yo no quiero ‘irme’ siendo enemigo tuyo. Él me abrazó y me dijo: ¡Yo tampoco! La amistad se rehabilitó como se rehabilita un edificio, pero el edificio ya no es el que fue, aquella amistad de antes ha desaparecido. —En sus memorias escribe que ya no le queda hiel en el frasco, pero por si acaso dedica el libro a todos los que después de leerlo dejarán de saludarle. Suena a venganza, ¿no le parece? —No, eso es dandismo. Mo me queda hiel en mi tarro, y cosas que antes me podían irritar ahora solo me producen indiferencia. Ahora

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mismo es muy difícil herirme. Me puede herir un sentimiento…, no sé, mi mujer, mis hijas…, cosas así, pero las otras heridas… Además, tengo ya tan pocos amigos que es muy difícil que alguno me pueda traicionar. —No le queda hiel en el tarro, dice: o sea, que no se negaría a saludar a un enemigo. ¿O quizás sí? —¡Ja, ja! Pues verá, es algo que me planteé no hace mucho a raíz de un caso que…, una persona a quien no me apetece nada saludar. Pero si me la encontrara, no sé qué haría. Bueno, en este caso…, creo que no la saludaría. No, no la saludaría. —En su libro aparecen decenas de mujeres: oiga, ¿no son muchas mujeres para un solo hombre? —Bueno, todo el mundo tiene historias, y yo mismo he tenido bastantes más de las que aparecen en el libro. Hombre, es cierto que me han gustado mucho las mujeres, vaya, todavía me gustan. Qué le haremos, he sido muy enamoradizo. —Y cuando el deseo abrasa pero la biología falla, ¿entonces qué ocurre? —¡Hombre, esto cabrea, naturalmente! Pero al mismo tiempo no destruye el amor. Ahora me puedo enamorar…, y de hecho yo todavía me enamoro, mi mujer no lo sabe, ¿verdad?, pero enamorarme no me ha de llevar forzosamente a cumplir con el ritual erótico de ir a la cama. —¿Por miedo, quizás, o por qué? —Por miedo, por prudencia, por pudor… Bueno, a veces sí ¿eh?, pero ya no es como antes, que era obligatorio. Antes, si salía a cenar con una mujer, siempre me planteaba irme a la cama con ella. Ahora, en cambio, puedo salir a cenar con una mujer y esto de la cama ya queda muy en segundo plano: si llega, llega, pero si no, no me llevo ningún desengaño. —Por culpa de los misioneros del Método, dice, muchos actores confunden al director con su madre. En su caso, alguien le podría decir que más bien le confunden con el amante, ¿no le parece?

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—Pues quizás sí. Pero esto es mejor que no que te confundan con su madre. Esto del amante, lo entiendo, porque en el teatro siempre hay una relación muy sensual entre nosotros, y claro… —Hablando de padres: ¿Usted ha llevado malamente la carrera de actriz de sus hijas? —Sí. —Digamos que no les ha ido muy bien, ¿no? —No. —¿Se siente culpable de ello, el padre y director? —No, culpable no. Me siento fracasado. Yo les expliqué todos los riesgos que corrían, les incité a dedicarse a otra cosa, y claro, como siempre ocurre entre padres e hijos, no me hicieron ningún caso, y a la larga ha resultado que yo tenía razón, y esto me duele, me duele haber tenido razón. Ahora lo empiezan a entender, pero durante años me culpaban porque pensaban que yo no las había ayudado o enseñado bastante. Hice lo que pude, pero claro, el talento no es transmisible, lamentablemente. —¿Fue sincero con ellas o nunca tuvo el valor de decirles que…? —¿Qué? ¿Decirles que no tenían talento de actrices? No, no tuve valor, sabía que les habría hecho muchísimo daño. —Años atrás hizo un programa de entrevistas en televisión, pero no le gustan. ¿Si no me importan las respuestas, escribe, para qué hacer preguntas? ¿Y viceversa, también? —Sí, también claro. Pero esto es un juego, usted hace un personaje, de entrevistador, y yo de entrevistado. Pero que a usted le interese lo que yo digo, no me lo creo. Y si a mí me interesa lo que usted me pregunta, pues no, nada. ¡Y no se lo tome a mal ¿eh? —¡Faltaría más! Pero si mi papel lo interpretara una mujer, una mujer guapa, entonces ya sería otro cantar, ¿verdad? —Sí, claro. Me gusta mucho que me entrevisten las mujeres. Si te entrevista una mujer…, entonces se produce sin querer un ambiente, un clima erótico que… 138


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—Que a veces continua después de… —Que a veces continua, sí. En mi vida me ha sucedido muchas veces. Y me gustan mucho más las periodistas que las actrices, y me han dado mucho mejor resultado las periodistas que las actrices. Misteriosamente, mi mujer es actriz, pero todo mi instinto me arrastra hacia las periodistas, es mi tipo de mujer. —Un instinto suicida.

4. Estructuras elementales, el hilo biográfico A veces, cuando uno no encuentra qué camino seguir en una entrevista de personaje, puede recurrir al repaso biográfico más o menos exhaustivo. En el fondo, está el deseo de dar a la entrevista unidad y continuidad, y el transcurso del tiempo ofrece la coherencia de la vida misma, la cohesión original. A veces, ese recurso elemental de la mirada biográfica puede resultar apropiado, pertinente, necesario incluso. Por ejemplo, cuando nuestro auditorio —lectores, oyentes, espectadores— no sabe nada de la persona entrevistada, apenas el nombre y un poco de espuma informativa. En casos así, lo razonable es ofrecer una primera aproximación de la persona entrevistada, una crónica significativa de lo que ha sido su trayectoria pero con su propia voz, un recorrido selectivo, revelador, a través de su testimonio, de lo que ha sido su historia personal y profesional, casi una fe de vida. Esto es exactamente lo que hacía el periodista Joaquín Soler Serrano (1919-2010) en su recordado A fondo (1976-1981), programa de amables entrevistas con “las primeras figuras de las ciencias, las artes y las letras”, que empezó a emitirse los viernes por la segunda cadena en una época en que no había más oferta

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que la de TVE: un desierto, vamos. En esas largas entrevistas —las más cortas duran unos tres cuartos, y las más largas llegan a hora y media—, la estrategia periodística de Soler Serrano es sustancialmente siempre la misma: repaso de la vida y obra del personaje a través de sus propias palabras, casi una autobiografía. Pero esos encuentros con tantos nombres gloriosos de las artes y las letras no son propiamente entrevistas: aunque Soler Serrano formula alguna pregunta, la mayoría de las veces sus intervenciones —sin o con interrogante— son sobre todo una invitación a que el personaje cuente de viva voz sus memorias, relate lo que sucedió en ese momento feliz o crítico de su vida, rememore ese episodio singular de su pasado. El hilo conductor de la entrevista no es otro que la vida misma del entrevistado —el hilo biográfico— que el periodista le propone repasar a pedazos, por capítulos, por momentos, a saltos, y por eso las ‘preguntas’ no son más que sugerencias, fechas, datos, anécdotas de esa vida antes documentada para que el invitado la evoque con detalle, la recuerde con sosiego, y con placer la comparta. En el fondo, todas esas preguntas son siempre paráfrasis de una misma pregunta: Háblenos un poco de eso; Qué recuerda de esa época; Cómo fue su infancia, maestro. En esas entrevistas no había lugar para la actualidad, ni para las polémicas del presente, y menos para las incógnitas y desafíos del futuro: todo era evocación y memoria del tiempo pasado. En una palabra, biografías con voz propia. El mismo Soler Serrano reconocía que este era por entonces su límite y su intención: “Pienso que los propios directivos de televisión pueden ver en A fondo un programa para la transición. Un puente para cuando las cosas estén más claras y ya no solo sean biografías… sino también pensamiento y opinión (Teleradio, 5-11 de julio de 1976, p. 21). En alguna ocasión, Soler Serrano dijo que más que una entrevista,

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A fondo era una conversación. Es cierto que en algunos momentos asoma la conversación, y es entonces cuando Soler Serrano expone sus comentarios sobre la vida o la obra del invitado, pero es algo que ocurre muy de tanto en tanto, como una pausa en medio del recorrido biográfico. Y por eso tampoco creo que A fondo fuera exactamente una conversación, en el sentido de dos personas que dialogan, departen, discuten y… conversan sobre asuntos diversos. No, no era eso; el protagonista de A fondo era el personaje, su vida, sus recuerdos. Y el objetivo, el testimonio, el documento. Cuando Soler Serrano dice que eran conversaciones, de hecho reconoce que no eran exactamente entrevistas. Lo diré con otras palabras: A fondo ha sido muy merecidamente elogiado, pero su mérito no es periodístico, sino documental. Como entrevistas, la mayoría no tienen mayor secreto que una documentación básica, ni prolija ni escasa, y ese buen clima, cordial, obsequioso, que favorece la charla confiada, el recuerdo primigenio y aun la confesión. Como entrevistador, el trabajo de Soler Serrano me parece simple, elemental, pero al mismo tiempo oportuno, acertado, porque todos esos ilustres nombres de las ciencias, las artes y las letras —Borges, Rulfo, Cortázar, Benedetti, Sábato, Fuentes, Chabuca Granda, Yupanki, Paz, Buero Vallejo, Sender, Cela, Delibes, Alberti, Pla, Rodoreda, Mompou, Espriu, Brossa, Fellini, Kazan, Ferreri, Ionesco, Duras, Trueta, Ochoa, Oró, Kent, y así hasta más de doscientos— eran en muchos casos unos perfectos desconocidos para el gran público de la televisión, y por eso tenía todo el sentido del mundo lo que hizo Soler Serrano, hacer que hablaran, que contaran esa vida suya entre dulce y amarga, sin prisas, con relativa franqueza, como en una charla amistosa. Y ese es su grandísimo mérito, haber tenido la estupenda idea de hacer ese programa, haber convencido a los mandamases de Televisión Española —por la que meses antes resbalaban las

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lágrimas franquistas de ese muñeco mal articulado llamado Arias Navarro— para que le cedieran ese espacio de los viernes a fin de entrevistar a gente de cultura, por su criterio abierto, plural, sensible al seleccionar a los invitados, y en definitiva, porque nos legó los excepcionales testimonios de la memoria de decenas y decenas de exquisitos talentos, a quienes dentro de cien años otros podrán ver y escuchar como hemos hecho nosotros. Ahí radica el interés y el valor de A fondo, en el documento vivo de esos cráneos privilegiados que platican con sus recuerdos, y no en la estrategia y la técnica de las entrevistas que, como dije antes, son tan simples como apropiadas: el hilo biográfico, barandilla que acompaña de cabo a cabo el transcurso de cada encuentro. Véase, por ejemplo, la transcripción de la presentación y las preguntas de la primera media hora del A fondo con Juan Rulfo, prodigioso en sus relatos, discreto, casi reservado, en ese diálogo: “Me llamo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos como si fuese el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo. En la familia Pérez Rulfo nunca hubo mucha paz, todos morían temprano a la edad de 33 años y todos eran asesinados por la espalda”. Estas son palabras de Juan Rulfo recogidas por María Teresa Gómez en su libro Juan Rulfo y el mundo de su próxima novela. Nos hace muy felices tener aquí al gran maestro mejicano de la novela, uno de los grandes de la narrativa contemporánea y acaso, y sin acaso, uno de los seres que escribiendo ha logrado con un solo libro una reputación universal, el respeto y la admiración de todo el mundo y la consideración de un fuera de serie. Juan Rulfo es, como saben ustedes, autor de dos libros fundamentales, El llano

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en llamas y Pedro Páramo, acerca de los cuales iremos hablando en el curso de esta conversación. —Vamos a empezar, si le parece a usted maestro, por el principio, es decir, por esa evocación de quienes eran sus antecedentes familiares. ¿Quiénes eran los Pérez Rulfo? —Yendo ya a estadios más próximos, parece que su abuelo paterno era abogado, creo. —Y su abuelo materno, hacendado. —Más o menos, los orígenes más inmediatos de Juan Rulfo hay que buscarlos en Jalisco, en Los Altos, ¿no? —Ah, no en Los Altos, sino en Los Bajos. —Bien, usted nació exactamente en Sayula. —Porque es que las biografías hablan de distintos nombres, hablan de Sayula, hablan de San Gabriel, hablan de Pulco. —¿Era un pueblo pequeñito, entonces, el pueblo donde usted nació? —¿Qué población tendría por entonces? —¿Cómo era ese pueblo? ¿Se acuerda? —Porque parece que efectivamente la Revolución cristera fue especialmente dura con ustedes. —Parece que sus padres y otros parientes próximos perdieron prácticamente todo lo que tenían. —No hubo más remedio que irse a empezar en otro lugar. —Esa revolución ocurrió en los años 1926-1928… —Usted querría explicarnos un poco por qué se les llamaba los cristeros. ¿Cuál era el fundamento de ese nombre y esa revolución? —Esa zona en la que usted nació debió de ir dejando en usted ya un sedimento que más tarde veríamos en sus libros; era una zona muy violenta, una zona donde se producían saqueos, incendios, revoluciones, sequías…, toda clase de fenómenos caracterizados sobre todo por la violencia de la naturaleza o del hombre, ¿no?

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—Bien, quedamos entonces que en principio su familia era una familia acomodada, aunque perdió sus bienes en esa revolución. En los primeros meses de esa revolución, usted sufrió una pérdida terrible para un niño, que fue la de su padre, ¿no? —Los dos, su padre y su abuelo, murieron en esa misma época. Dos golpes tremendos, ¿no? —Después murió su madre. Usted estaba estudiando para entonces en las monjas Josefinas de Guadalajara… —Ah, de San Gabriel. —A la muerte de sus padres, prácticamente usted se quedó con…, con casi ningún pariente próximo que pudiera realmente tener la responsabilidad de cuidarse de usted. —Con una abuela. Y entonces parece ser que tuvo que vivir un cierto, un largo tiempo en un orfanato. —De ese orfanatorio, según ha confesado usted algunas veces, los recuerdos que tiene no son precisamente gratos. —Usted ha dicho que era como un correccional. —¿Usted cree que enderezaban algo ahí? —Ahí, entre otras cosas, ¿qué recuerda usted que haya aprendido que tenga que agradecer a esos años un tanto tristes? —Todavía no ha logrado usted remontar del todo. ¿Y usted cree que arrancó exactamente de entonces, de esos años críticos, su depresión? —Antes de eso, usted era un niño abierto y alegre…, como todos los niños por lo general. —La verdad es que usted tiene un cierto y raro prestigio de hombre muy escéptico con respecto a las gentes, de hombre más bien tímido, introvertido, de hombre reacio a enfrentarse con el público, con los halagos, con el aplauso […]. Ese sentimiento, ¿también le arranca más o menos de esa época o usted cree que eso estaba ya…, en fin, en sus genes, en su carácter? —Era cosa de carácter.

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—¿Usted es más feliz en la soledad? —La cultiva usted como si fuera su más preciosa flor, un gran amor. —Dígame, maestro, además de la soledad, usted tiene sin duda en esa soledad una serie de personajes que le rodean. Yo estoy seguro de que tiene sus fantasmas más o menos vivos o muertos, con los cuales usted mantiene una especie de diálogo constante, que acaso sean esos personajes que usted ha arrancado de la realidad de su pueblo. La preocupación que siente usted en general por el hombre y por el estado de violencia en la que el hombre tiene que vivir siempre, está constante en toda su obra… —La realidad es solo el punto de partida, y después hay una recreación total. —Lo curioso es que usted que es un escritor…, en fin con una gran economía de palabras, que no trata de decir con demasiados adjetivos las cosas, ni siquiera los paisajes o los fondos sobre los que se siluetan los protagonistas de la acción, siempre el paisaje está dicho, aunque no sea más que en el diálogo. Ese llano, ese páramo, esa calidad del paisaje, esa luminosidad y esa violencia del paisaje están descritos casi sin quererlo. Yo pienso que esa es una de las mayores virtudes que tiene su prosa, en el sentido que usted no ha intentado hacer descripción y nos la da. —Diríamos que el mundo de la realidad se ha convertido en información, en periodismo, y por lo tanto, el escritor tiene que vivir en otro mundo, el mundo de los sueños o el mundo del pasado, el mundo de la creación, no del reflejo de la realidad directa. —Vamos a continuar con su vida. En Guadalajara es donde hizo usted sus estudios primarios y luego estudió contabilidad. ¿Por qué fue eso de estudiar contabilidad? —En el año 1933, tenía usted 15 años, emigró a la ciudad de México, donde estuvo usted cubriendo diversos tipos de empleos más bien raros. ¿Por ejemplo?

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—Al mismo tiempo que eso, reanudó usted sus estudios en tanto que trabajaba, y estuvo usted cursando literatura en la Universidad. —En ese famoso Departamento de Inmigración, donde usted consiguió el empleo en 1935, trabajó usted según parece durante una década. ¿Y qué cosa hacía usted en esa oficina? —Perseguir extranjeros… —Extranjeros que estaban clandestinamente… —Ilegales. —Durante la guerra se ocupó usted de la distribución de las tripulaciones de los barcos alemanes que llegaban a México… —¿Y entonces usted los internaba? —¿No? ¿Y qué hacía con ellos? —En el año 1940, dicen que usted tomó la pluma con ánimo literario por vez primera. Quizá el dato no sea de una gran precisión, pero lo que sí parece es que escribió entonces una novela, una novela sobre la ciudad de México que usted acabó por destruir. —¿Había escrito algo antes que eso o eso fue realmente lo primero que escribió? —¿Y por qué la destruyó? ¿No estaba contento con ella? —¿Le pareció mala entonces, o le sigue pareciendo mala ahora? —Al maestro no le gustó su primera novela, novela al parecer un tanto hipersensible, en la cual pretendía analizar la soledad de un campesino trasplantado a una gran ciudad moderna como era la ciudad de México. Entonces, tenemos que esperar dos años más, hasta 1942, para conocer el primer cuento de Rulfo, “La vida no es muy seria en sus cosas”, que publicó usted en una revista de Guadalajara. —En 1945 aparece otro cuento, “Nos han dado la tierra”, que recogerá más tarde en El llano en llamas. En 1947 empezó usted a trabajar en publicidad, en el departamento de ventas de una firma fabricante de neumáticos.

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—¿Y qué tenía que hacer allí, pensar eslóganes para anunciar los neumáticos o…? —Después fue usted vendedor de neumáticos. —¿Cómo se le daba la venta de neumáticos? —Sobre ruedas. En 1953 publicó El llano en llamas, una colección que contenía entonces…, me parece que eran quince cuentos la primera edición, y de la que se han hecho tantas ediciones, que puede ostentar fajas como esta realmente asombrosas: ¡cuatrocientos mil ejemplares editados hasta la fecha! Una cifra ante la que uno se siente realmente asombrado y disminuido. Cuatrocientos mil ejemplares de un libro de cuentos yo pienso que es un récord insólito en la historia de las letras en castellano. —¿Y qué sintió usted cuando se dio cuenta de que tenía esa enorme capacidad de llegar al público con sus cuentos? —Bueno, por supuesto El llano en llamas está traducido a gran cantidad de idiomas. Una de las últimas versiones que apareció es la alemana, que fue presentada este año en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt, que estaba un poco bajo el signo de la narrativa hispanoamericana. Después de estos tipos y paisajes de Jalisco recogidos en El llano en llamas, en el año 1953-54 obtiene usted una subvención de la fundación Rockefeller, que es la que le permite a usted realmente dedicarse con una cierta calma a escribir su novela [Pedro Páramo]. —Y tardó usted en escribirla realmente muy poco tiempo. —Fue un récord, ¿no?, porque usted es un hombre más bien lento para escribir. —Estaba ya totalmente en su cabeza. —La novela nació en 1955.

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5. La entrevista y la ficción En prensa escrita, las entrevistas de personaje pueden llegar incluso a cierto grado de ficción. Cuidado, no se trata de inventar repuestas que alguien no ha dado, no se trata de fantasear ni de engañar y mucho menos mentir, eso sería una estafa. Quizá la palabra no sería ficción, sino recreación, en la medida que el periodista o escritor juega con las palabras —las suyas y las del personaje— y con la estructura dialogal del texto a fin de elaborar un retrato vivo más que una semblanza. Llámese ficción o recreación, está claro que sería imperdonable atribuir contenido inventado al personaje: cualquier contenido informativo o de opinión que le comprometa debe estar debidamente acreditado. En estos casos, lo que el autor recrea no es una entrevista propiamente dicha, en la que el periodista busca respuestas y por eso pregunta, sino que recrea algo que tiene mucho de conversación amistosa, en la que el diálogo es tan educado como superficial, sin estrategias ni secretos, solo una charla amable y cordial, como la entrevista de Camilo José Cela a Azorín que vamos a examinar (Correo Literario, 1 de diciembre de 1950), un ejemplo estupendo de este tipo de entrevista que se permite notables licencias a beneficio del resultado: un ingenioso, gracioso y a la vez respetuoso retrato de un Azorín un tanto envejecido y lacónico. No creo que Cela tomara notas, como mucho cuatro apuntes. Como escritor estaba ya acostumbrado a observar con detalle, a retener las palabras, el tono, los gestos y las anécdotas más significativas del momento, y finalmente, a recrear lo visto y oído y su circunstancia con su particular genio literario. Cela podría haber hecho un retrato directamente, y de hecho en el texto hay un montón de breves, certeras pinceladas, de la doncella, de la casa, de la salita, del propio Azorín, pero el escritor decide usar el diálogo para

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ejecutar la semblanza. Se ve el juego literario: en las repeticiones y en el quiebro inesperado, irónico, que las cierra; se ve en esos diálogos casi primarios de tan simples, en que monosílabos, frases hechas y onomatopeyas —No, no; A la fuerza; Psché— alcanzan un alto rendimiento verbal, visual, escénico y simbólico. Más que un diálogo, es su rastro luminoso y expresivo. Ojo, la entrevista no puede leerse como si esos diálogos hubieran ocurrido tal cual, sería estúpido hacerlo así, y parecerían estúpidos ellos mismos. No, la entrevista solo puede leerse como una recreación teatral, literaria, pero no por ello menos fiel de lo sucedido. Dicho de otro modo, eso no pudo ocurrir así, es evidente, pero esa es, en esencia, prodigiosa, la imagen exacta de la conversación, un magnífico relato de lo que Cela vio, oyó y sintió esa tarde en casa del sobrio, casi apagado Azorín. Una paradoja que no es tal: claro está que eso no pudo ocurrir exactamente así, y sin embargo así fue. —¿Azorín? —Sí. —Gracias. —No hay de qué. La doncella de Azorín lleva una cofia blanca. La doncella de Azorín es una mujer joven. La doncella de Azorín es una moza sonriente. La sonrisa de la doncella de Azorín se dibuja clara, precisa, quizá sobre un velado fondo de amargor. En el vestíbulo hay un perchero. En el perchero no hay nada. En el portal había un portero mal educado. En el ascensor se quedó un banquito de peluche. —Pase. —Sí. A la derecha del vestíbulo hay una salita con una cama turca, una mesa de camilla y un grabado en las paredes que se titula Les Crèpes.

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—Siéntese. —Sí. Sobre la mesa de camilla hay una lámpara con pantalla verde. La mesa de camilla tiene las faldas de color verde. La cama está forrada de verde. La salita de la derecha del vestíbulo parece la sala de espera de un dentista. O la de un otorrinolaringólogo. O la de un notario. O la de un registrador de la propiedad. O la de un ingeniero de minas. O la de un ingeniero de montes. O la de un ingeniero de caminos, canales y puertos. En el pasillo se oye una suave carraspera. —Hola. —Buenas tardes, maestro; le encuentro a usted muy bien. —No, no... —Usted perdone, yo le encuentro muy bien. —No, no… El que está muy bien es usted. —Gracias. Usted también. Yo no quisiera molestarle. —Usted no molesta. —Gracias. Yo no quisiera molestarle, pero yo le encuentro a usted muy bien. —No, no... Azorín está embutido en un abrigo, Parece un paraguas cerrado; no el paraguas rojo de otro tiempo, sino más bien un paraguas oscuro, un paraguas ya un tanto usado. —Le sigo a usted en el ABC. —No, no... —Sí, señor, yo le sigo a usted en el ABC. —No, no... —¡Caramba! ¡Que sí! ¡Le juro que le sigo a usted en el ABC! —No, no... Quien le sigue a usted en el Arriba soy yo, —Gracias. Yo a usted también. Yo no quisiera molestarle.

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—No, no... El ojo derecho de Azorín destila una lágrima. —¡Buena casa tiene usted! —No, no... —¡Hombre! ¡Usted perdone! ¡Usted tiene una buena casa! —No, no... —Grande. —De tiempos de Alfonso XII. —Bueno; de tiempos de Alfonso XII pero grande. —No, no. Destartalada. Al viejo escritor no hay quien le meta el diente. —Trabaja usted mucho, maestro. —A la fuerza. —¿Y sigue usted con su horario franciscano? —A la fuerza. —¡Vaya! ¿Sale usted mucho? —No, no... —¿Su paseíto de las mañanas? —No, no... De las tardes. —¿A la caída del sol? —No, no... A las tres y media. —¿Por la Carrera de San Jerónimo? —No, no... Por la Puerta del Sol. —¿Y después se encierra usted a trabajar? —A la fuerza. El visitante tiene ganas de fumar, pero no se atreve a encender un pitillo. El visitante, para consolarse, se rasca una pierna con disimulo. Desde la salita de Azorín no se oye nada, absolutamente nada. Cuando Azorín se calla del todo y no dice ya ni «No, no... », la salita de Azorín es probablemente lo más parecido que hay al limbo.

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—Claro, claro... Trabajar es lo mejor. En Madrid ahora no se puede ir a ningún lado, ¿verdad? —No, no... Ahora hay muchas librerías. —¿De viejo? —Y de nuevo, y de nuevo. —Pero en las de viejo, no se encuentra nada. —No, no... Pero hay muchas de nuevo. —Bueno, sí. —Y editoriales, muchas editoriales. —Sí, señor. —¡Las restricciones! —¿Eh? —¡Las restricciones! —¡Ah! —Claro. Sin restricciones habría más. —¡Puede ser! Al visitante le pica ya la espalda. Si tuviese valor para encender un pitillo, los nervios se le tranquilizarían. Pero el visitante no tiene valor para encender un pitillo. Azorín vive detrás de las Cortes. Azorín fue subsecretario de Instrucción Pública. Azorín tuvo, en tiempos, cierta vocación política. Azorín aparece siempre muy lavado. Azorín aparece siempre recién afeitado. Azorín aparece siempre pulcro. —De modo que sale poco, ¿eh? —A la fuerza. El visitante está ya al borde del coma, —Como un escritor francés, ¿eh?, en su torre de marfil. El visitante empieza a pensar que ese señor que tiene enfrente es un doble de Azorín. —¿Libros?

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—No, no… —¿Ninguno? —No, no... Ya me he despedido. —¿Para siempre? —Sí, sí... Ya me he despedido en el último. El visitante tose un poco. —¿Y artículos? —A la fuerza... —¡Pero es usted incansable! —A la fuerza... El viejo escritor sigue resistiendo. —¿Y de salud? ¿Está usted bien de salud? —¡Psché! —De buen aspecto, —¡Psché! —De buen color… —¡Psché! —Con buen aire. El viejo escritor suspira largamente. —Mucho método. —Sí, claro. —Mucho orden. —Sí, claro. —Si no, sobreviene el desequilibrio. —Claro, claro. El visitante apunta la frase «sobreviene el desequilibrio». El visitante no tiene una gran práctica en el género y, a veces, las frases largas se le escapan. El visitante se siente un tanto desequilibrado. Quizá sea debido a que no tiene método, ni cuidado, ni orden, ni concierto. —Oiga, maestro: ¿le hacen muchas entrevistas para los periódicos?

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—No, de compañero a compañero, no. —Me hago cargo. ¿Y encuestas? —No, es una norma de conducta que me he trazado; prefiero abstenerme. Yo nada tengo que decir. Yo prefiero estar al margen. —Muy bien. —Eso. Yo prefiero estar al margen; yo nada tengo que decir. —Ya, ya. ¿Y no contesta usted nunca? —Nunca, nunca. El viejo escritor se mueve un poco en la silla. —¿A usted le han hecho alguna edición de arte? El visitante se queda hecho un mar de confusiones. —No, señor, ninguna. Empezaron una en Barcelona, pero no sé lo que habrá sido de ella. Aún no me han dicho nada. ¿Y a usted? —Tampoco; a mí tampoco. —¿Y fuera? —No; fuera tampoco. En Noruega hicieron una de La ruta de don Quijote. —¿Bonita? —Sí, bonita. —¿Con láminas? —Sí, con láminas. —¿En noruego? —Eso es: en noruego. —¿Y le enviaron ejemplares? —Sí, me enviaron ejemplares. El viejo escritor mira furtivamente para los ojos del visitante. —Pero ya los regalé todos... —¡Vaya por Dios! El visitante mira de reojo al viejo escritor. —Bueno, maestro, no quiero molestarle más. —Usted no molesta.

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El visitante vuelve a tomar ánimos. —Bueno, maestro, ya le digo: no quiero interrumpirle en su trabajo. Usted es un hombre muy ocupado. —A la fuerza… El visitante hace como que no oye. —Un hombre muy ocupado, al que no debe importunársele. —Nada, nada. El visitante, en un rapto de decisión, se levanta. —Bueno, maestro, adiós. —Adiós. —Muchas gracias por haberme recibido. —De nada. —Adiós. —Adiós. Por la calle pasaban unos muchachos hablando a gritos. El visitante tardó algún tiempo en darse cuenta del espectáculo. A la puerta de la comisaría que hay enfrente de casa de Azorín dos guardias y dos mujeres se sentían felices vociferando. En los restaurantes alemanes de cerca de casa de Azorín no saben lo que es la tila. —¿Quiere usted, en vez, salchichas de Fráncfort? —Bueno, tráigame lo que quiera.

6. La entrevista breve o caricatura En un capítulo anterior —Entrevistas, una geografía— ya me referí a la entrevista breve o de caricatura y a su maestro indiscutible, Manuel del Arco, que la cultivó durante tres décadas, primero en Diario de Barcelona y luego en La Vanguardia. Dije entonces

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que llamarla caricatura no tenía un sentido peyorativo, para nada, sino que alude al género de retratar a alguien con media docena de trazos precisos, certeros, elocuentes, solo que aquí los expresivos trazos hay que resolverlos con preguntas igual de hábiles y ocurrentes, ingeniosas si puede ser, atrevidas también, descaradas incluso, pero nunca groseras ni insolentes. Como escribía del Arco hace más de medio siglo, el secreto está en la oportunidad, en hacer la pregunta en el momento oportuno: “Se puede preguntar lo más cruel, lo más feroz, lo más escandaloso, lo más indiscreto, en fin, si antes se ha preparado el terreno.” La entrevista de caricatura debe ser breve pero no corta, porque no es un pedazo de una entrevista larga, no, sino que la hemos pensado para ser así, una entrevista de diálogo ágil, nervioso, si puede ser chispeante, mejor. El objetivo siempre es el mismo, conseguir un retrato rápido pero no por ello impreciso o difuso o, vago, sino todo lo contrario, intuitivo y clarividente. Que se lea rápido no quiere decir en ningún caso que se haga con rapidez, ni con indolencia o sin interés. El resultado dependerá de lo perspicaces que seamos, porque en este tipo de entrevistas cada trazo de la caricatura habrá que ganárselo con cada pregunta y cada repregunta, y cada pregunta sin brío y sin tino será un borrón, y cada réplica sin brillo y sin filo será un garabato. Y entonces la entrevista será un tostón, sin sentido y sin gracia. Una entrevista así tiene siempre un punto de artificio, sobre todo porque después de la conversación, sometemos el texto a un proceso de depuración y síntesis, incluso de articulación, pero no hasta el extremo de la impostura o de la invención. Quiero decir que en la entrevista oral debe haber ya esa intensidad, ese ritmo, esa trabazón, que luego vamos a recrear y quizás afinar en la edición escrita. Nunca va a ser lo mismo la conversación oral y la entrevista escrita, eso está claro, pero el texto ha de ser una ver-

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sión legítima —por el tono, por la agudeza, por el sabroso vaivén de pregunta, respuesta y réplica— del diálogo que tuvimos. No es de recibo ser ocurrente a posteriori, enmendar luego la página a nuestro limitado genio, eso sería hacer trampas. Pero la edición tampoco es una simple transcripción, sería un disparate, siempre habrá un trabajo de condensación, de articulación y arreglos. Y cuanto más breve queramos la entrevista, más probables serán los recortes y los retoques, porque incluso reducida a un folio, la entrevista ha de tener vida, y leerla debe ser un paseo intenso, ameno, atractivo, por el mundo o el alma o los fantasmas del entrevistado, de modo que en un par de minutos de lectura nos ofrezca un dibujo sugestivo del personaje. Por eso digo que la entrevista breve no es una entrevista corta, y menos aún cortada, porque el lector debe sentir la emoción y el meneo del diálogo, como un viaje en una montaña rusa. Y en fin, como escribía Manuel del Arco hace más de cuarenta años: “Me he impuesto la brevedad, porque considero que si no acierto, no canso; si entretengo, o intereso, mejor es que sepa a poco.” En cuanto a la brevedad, las hay más breves que otras. Y a veces no depende tanto del periodista como del medio, por razones de espacio o diseño. Digamos que lo habitual es que ocupen un par de folios, entre tres y cuatro mil caracteres, pero a veces son un poco más largas, y a veces un poco más cortas. Mi idea siempre fue que debía ocupar más o menos un cuarto de página de un periódico tabloide, con preferencia en la contraportada, claro, y eso, con caricatura incluida, venía a ser un folio y medio, unos 2400 caracteres pongamos. Pero no siempre fueron tan breves, a veces ocuparon unos tres folios, como la que le hice al político Fernando Morán, ministro de Exteriores del primer Gobierno de Felipe González y luego embajador en la ONU. La entrevista acabó yendo, para regocijo del lector, por donde yo no había pre-

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visto, o no hasta ese punto. Algunos recordarán que Morán fue durante años blanco de la guasa popular, circulaban chascarrillos de todo tipo sobre sus luces, tantos, con tanta insistencia y tanto vinagre, que al final el personaje suscitaba verdadera compasión. Por ejemplo: Va Morán en un avión y su vecino de asiento le dice: ¿Le cuento el último chiste de Morán? ¡OIGA, QUE MORÁN SOY YO!, le responde. Bueno —contesta el otro—, no se preocupe, que se lo cuento despacito. Gracioso pero canalla. Que le habían afectado, estaba claro. En sus memorias llega a decir que esos chistes formaban parte de una campaña organizada por la misma CIA a cuento de su oposición a la entrada de España en la OTAN, actitud que al final le costó el cargo de ministro. Digo esto porque mi intención ese día no era recrearme en ese asunto ni convertir la entrevista al exministro en un hazmerreír ni en un pulso, pero ocurrió lo que ocurrió. Nada más llegar, Morán estuvo muy amable con las chicas del hotel y de la editorial, querían una foto de recuerdo y aceptó con una sonrisa y un beso en cada mejilla de cada señorita, vamos, lo nunca visto, un señor casi encantador. Pero eso fue con las chicas, porque cuando se sentó a mi lado, sin cruzar palabra, torció el gesto y puso cara de disgusto y malhumor. Y luego, cuando saqué el tema de los chistes, fue incapaz de resolver el asunto con ironía y menos aún con gracia, y se puso terco y gruñón, y claro, yo me puse primero mosca y luego moscón: Al señor ex ministro no le hace ninguna gracia, titulé esa feliz entrevista (Diari de Barcelona, 10-11-1990). Adusto. De cerca, cara de pocos amigos. Seco, realmente seco. Llega con retraso. La culpa es del avión y del horroroso tráfico olímpico. Le entrevistan, le hacen fotos, que haga poses, lo hace sin ganas, lo dicen sus ojos. Me lo miro de lejos, espero turno. El siguiente, me dicen. Me acerco, pero el fotógrafo aún no ha termi-

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nado. Me espero. La señora de la editorial le pide hacerse una foto a su lado, accede con gusto, complaciente. Su habitual expresión de piedra se ablanda, sonríe. La encargada del hotel envidia la postal de la pareja. Yo también quiero foto, piensa. Se la pide, y no faltaría más, fotos, cogidos del brazo. Ella ríe, él también, sin estridencia pero ríe. Llega la hora de la entrevista, me da la mano, hola, hola, muy bien, ¿y usted? Yo también. Se sienta, nos sentamos. Le retorna, sólida, la expresión de cascarrabias, esquivo, distante, con una soberbiosa ironía final. En la vida quizá no hay clases, pero sí castas, pienso. Acaba de publicar España en su sitio, su memoria política del primer Gobierno socialista (1982-1985), en el que ocupó la cartera de Exteriores, hasta que lo cesaron, no sabe por qué, ni lo quiere saber, ahora hace cinco años: “Han pasado los años y no he alcanzado una versión completa e irrefutable de lo que pasó. Tampoco debo permitirme especulaciones, ni menos desvelar interioridades. No es esta la ocasión para desahogar sentimientos, ni para expresar juicios sobre personas”. —Poner las cosas en su sitio, ¿es esto? —Lo que me ha motivado a escribir este libro es recuperar un momento histórico que yo creo importante, el cambio de la política exterior, y un proceso que sitúa a España en el lugar donde debía estar. Aquí arrastramos un déficit, que los actores de los procesos políticos no escriben, y por tanto, a nivel del público en general, realmente no hay un conocimiento suficiente, y esto es una debilidad psicológica y política. —El éxito de la integración de España en Europa, ¿eso no se lo han perdonado nunca? —Creo que al contrario, que la opinión pública realmente me ha tratado con benevolencia a consecuencia de lo que hice, mucho o poco, por conseguirlo.

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—No me refería a la opinión púbica, sino al Gobierno, al… —No, no… Yo creo que no, creo que he recibido un trato normal por parte de los compañeros del Gobierno. —Desde fuera, pareció que se lo pagaron con la destitución. —Bueno, esto es una opinión de usted. En este tema no, no…, no debo ni puedo, no he de entrar ni quiero entrar. —¿Nunca quiso saber por qué le destituían? —No, no lo quise saber. Pero, y lo repito una vez más, me parece un tema que no tiene ninguna importancia. —Usted mismo escribe que detrás de la política hay unos hombres con unos intereses, ambiciones, y yo supongo que en su destitución también… —Ya le he respondido antes. Creo que esto no tiene ninguna importancia. —Por lo que usted cuenta, Boyer era maquiavélico. —No, no creo que Boyer sea en absoluto maquiavélico. Boyer es una persona muy segura de sí misma, con una gran capacidad mental e intelectual, con… dicen que de apariencia fría, pero con pasiones importantes, pero no es un ser maquiavélico. —Tema inevitable, señor Morán y ya me perdonará. Los chistes que le dedicaron. En su libro escribe que no tenía tiempo para preocuparse ni para ocuparse de ellos... —Ni lo tengo ahora para comentarlos. —¿No tuvo tampoco nunca un rato para tomárselos a broma? —No, la verdad es que yo estaba muy concentrado en una labor y todo eso no me afectaba. —Pero supongo que sabía que circulaban. —No tanto como otros, porque yo, como explico en el libro, no hacía mucha vida de relación. Viajaba mucho al extranjero, más de cien días cada año, y luego hacía unas jornadas de trabajo muy largas, y el resto del tiempo me quedaba en casa, salía muy poco. —Saber que circulaban, ¿le dolía o le daba igual?

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—Ya le digo que no lo sabía. Mire, yo le doy mucha menos importancia a esta campaña que la que parece que usted le da ahora, cinco años después, y no es llamarlo anacrónico, pero me parece que usted cae en un cierto anacronismo. —Anacronismo o no, me gustaría saber cómo se lo tomó. —Pues ya se lo he dicho. Estaba dedicado a otras cosas, y realmente no le daba importancia. —¿Nunca le explicaron ninguno que le hiciese gracia? —BIEN, MIRE USTED, LO QUE NO ME HACE NINGUNA GRACIA ES SU INSISTENCIA. ¡PÓNGALO ESTO, PÓNGALO! SI PIENSA PONER TODO LO DE ANTES PONGA ESTO TAMBIÉN: ¡QUE NO ME HACE NINGUNA GRACIA SU INSISTENCIA! —Así será. No obstante, lamento que se moleste por una cosa de tan poca importancia. —Mire usted… —Ya miro. —Todo esto es muy desproporcionado, porque, mire usted, tiene la ocasión de hablar de un libro, que será importante o no, pero que habla de muchos otros temas, y dedicarle un veinte por ciento a este tipo de cosas, me parece una pérdida de tiempo, de usted fundamentalmente, porque yo estoy encantado de hablar con usted. —No, si ya se nota.

En este tipo de entrevistas breves de personaje, no digo que no tenga sentido preparar un guion, pero hay que estar muy atento y preparado, o sea, muy documentado, para reaccionar de inmediato, para replicar casi de un modo reflejo, porque en esa capacidad de réplica reside a menudo la gracia y el resultado de la entrevista. Y eso requiere experiencia y atención, y no tanto un guion más o menos cerrado como podríamos tener en una

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entrevista temática. A mayor experiencia en el oficio y a mejor conocimiento del personaje, pues mayor capacidad de reacción, de improvisación durante el diálogo. No digo que este sea siempre el método, dependerá de casa caso, del objetivo propuesto, de las aristas del asunto abordado, de las sombras del personaje, pero hay que tener siempre el oído alerta y la mente bien espabilada. Mediante la preparación de la entrevista —documentarse, apuntar indicios, idear caminos, vislumbrar interrogantes—, vamos primero a intuir y luego a elaborar un recorrido, a fijar unas preguntas, incluso a perfilar un guion escrito o mental que nos parece ágil y bien trabado, que a veces será suficiente, pero aun en estos casos no debemos relajarnos, hay que tener el olfato afinado y la inteligencia despierta. Solo así se consiguen entrevistas tan estupendas como la que Arturo San Agustín —sin duda, un maestro— le hizo a Álvaro Vargas Llosa, hijo de ese brillante escritor nacido peruano pero enrolado desde hace años en el nacionalismo español más ofuscado y rancio: “No soy el vengador de mi padre” (El Periódico, 11-10-1996). Le llora un niño en su casa de Londres a este hombre que anda salpicado y con fama de ser solo hijo. Así son las guerras y los enemigos. Anda salpicado desde que se publicó en España el Manual del perfecto idiota latinoamericano y español. De este panfleto, escrito a tres manos, el padre de una de ellas, don Mario, ha dicho que es el libro más serio del mundo. –¿Cómo sé que no estoy hablando con un idiota? –Aún no lo sabe, pero si ha leído el libro supongo que sabrá que no está hablando con esa clase de idiota que defiende modelos de sociedad que ya han fracasado. –Idiota, según ustedes, es el que no ve la realidad tal como es. ¿Cuál es la realidad iberoamericana?

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–No quiero arrogarme una lucidez mayor de la que tengo, pero sí creo que tengo ojos y veo. –¿Y qué ve? –Veo que en América Latina ha fracasado el autoritarismo político, de izquierda y de derecha, en todas sus vertientes. Veo que también ha fracasado el modelo de economía socialista puesta en práctica incluso por Gobiernos de derecha, que eso es lo divertido y trágico. Otra tercera lección es admitir la responsabilidad principal de los propios gobernantes latinoamericanos. –¿Qué es el turismo revolucionario? –El que practica muy a menudo el idiota español y hasta gringo, porque buena parte de las revoluciones latinoamericanas han contado con el apoyo de los medios de comunicación de EE. UU. y de su mundo académico. –¿Viene a ser como ir al cine? –Sí. Encantarse con la ilusión ficticia de un mundo imaginativo y creativo es hermoso, la tragedia es que a veces sus consecuencias no son tan hermosas. Amarrada a las carabelas de Colón llegó a América una cierta sed de utopía. –Quizá el paisaje americano tenga también su culpa. –Quizá sí. La exuberancia tropical invita a la exuberancia política. Y, claro, esta es sangrienta y hunde a los países en la miseria. –A algunos colegas los llaman ustedes feligreses de las revoluciones ajenas. ¿Quiénes son esos feligreses? –Por ejemplo, Umbral, que es uno de los reyes de la idiotez periodística. Y Haro Tecglen, que también comparte ese mismo reinado. –Aquí, a este señor, algunos lo llaman maestro. –Sin duda que tiene talento literario, pero cuando escribe de política latinoamericana su condensación de idiotez es francamente importante. –¿Es usted el vengador de su padre?

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–No lo pondría en términos tan truculentos, pero sí soy un aliado de él. –Solo dos revoluciones, según ustedes, han servido de algo. –Sí. La inglesa, la de 1688, que limita el poder absoluto del monarca y comienza a transferirlo al Parlamento. Y la americana, que fue en contra del absolutismo monárquico allende los mares y que ejercía una dictadura colonial. –¿EE. UU. es el buen ejemplo? –Cuando se habla de EE. UU. desde el antiyanquismo se tiende a olvidar que son los americanos quienes critican a su propio sistema de una manera decidida y constante. –De Carlos Rangel y Jean-François Revel dicen ustedes que han combatido sin tregua la idiotez política. –Sí. Rangel escribió El Tercermundismo, que ataca la superchería, según la cual, la pobreza latinoamericana se debe a la explotación de que hemos sido víctimas por los países ricos. Revel ha librado una batalla similar en Europa. Cuando habla de América Latina en lugar de dedicarse al turismo revolucionario se dedica a defender para América Latina los mismos regímenes que él quiere para su propio país. ¿Qué opina de Castro? –A mí no me complique la vida. –¿Qué opina de él? –Pues que es el novio virtual de muchas mujeres europeas, no necesariamente periodistas. –Quizá sea eso cierto. Podríamos introducir ese elemento hormonal-político extraño. Quizá sí se encantan con el caudillo energúmeno en el sentido literal, es decir, lleno de energía desbordante. Combatir el sentimiento amoroso es casi imposible. –¿Son ustedes tres comecuras? –Yo soy creyente y creo que la Iglesia católica tiene un rol muy importante en Latinoamérica. Sucede que la Teología de la Libera-

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ción casó el cielo con Marx, mezcla que ha contribuido a debilitar a la Iglesia católica, porque una de las consecuencias ha sido la emigración de muchos feligreses hacia las Iglesias evangélicas, en buena medida porque han sido víctimas de una violencia revolucionaria. –¿Viva, pues, la multinacional y gloria eterna para la economía liberal? –El progreso también debe contar con empresarios locales y esfuerzos nacionales de inversión. Y en cuanto a la economía liberal, es la que va contra los privilegios de los grupos de poder económico ligados al poder político y que favorece la participación masiva de los ciudadanos en la economía de mercado. Es el único sistema que permite la movilidad social. –¿Eso se lo ha enseñado Miguel Boyer, quien, según su libro de ustedes, es un idiota? –No creo que Boyer sea un idiota. –Dicen ustedes que el idiota suele acabar en ministro. –Pero no todos los ministros son idiotas. Boyer quizá tuvo en el pasado su sarampión político, pero eso nos ha pasado a todos. Es una mente lúcida. –No lo sé. Cuando presentó el libro de ustedes dijo que no hay que dejarse corromper por la tentación de la popularidad. –Creo que él ha jugado la carta de la impopularidad por convicción. –¿Casándose con una mujer que es una profesional de la popularidad? –Se enamoró. –Mi tía Julia está interesada en saber si es usted de la CIA o fascista. –Me río de estas cosas. No hablaré de mí, porque sería una arrogancia. Sí diré, por ejemplo, de mi amigo Carlos Alberto Montaner, que la tragedia de América Latina es que Carlos Alberto no sea agente de la CIA. –Usted sabrá.

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Tanto la entrevista de San Agustín como la mía concluyen no con la última respuesta del entrevistado, sino con una réplica a posteriori que viene a ser el cierre a la entrevista o al retrato. A veces una frase, a veces una palabra, porque la licencia es concluir con apenas una rúbrica, medio trazo, que resuelva con algo de ingenio o una pizca de ironía el juicio que nos merece el sujeto. El primero en tomarse este derecho a la última palabra fue Manuel del Arco, y la convirtió en seña de su estilo y su carácter: “A través de estos minutos de charla —escribía en una Enciclopedia del periodismo que se publico a mediados de los cincuenta— se establece entre mi personaje y yo una corriente que, o me atrae hacia él, o me distancia. Me inclino siempre hacia el inteligente y le dejo en buen lugar: soy despiadado con el vanidoso. Me río del tonto. Me compadezco del desgraciado y lo ayudo. Declaro sin rubor mis fracasos. Soy —o creo serlo— un notario, a mi manera”. Y por eso mismo, del Arco cerraba sus diálogos con ese comentario que a menudo tenía aire de sentencia. Así se justificaba el maestro: “Indefectiblemente, la última frase del diálogo la hago yo; es de mi absoluta responsabilidad. En esta última frase trato de rubricar con intención el juicio que me ha merecido el personaje, o dar mi expresión sobre el tema tratado en la interviú”. Luego, otros le imitamos, y a veces sale un broche, y a veces un brochazo.

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Capítulo VI. La Entrevista, estrategias

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Capítulo VI

La Entrevista, estrategias

Una entrevista no es un juicio. No perseguimos una confesión explícita aun cuando ese sea el trasunto. Si la obtenemos, fantástico, aunque eso ocurre pocas veces, pero es que además nos basta con el reconocimiento implícito, con las evasivas que delatan, con el silencio elocuente. Mariano, ¿tú me engañas?, le pregunta María sin previo aviso a su media cebolla, y Mariano, con ojos y boca de merluza asustada, se calla, no dice nada y tampoco hace falta, es suficiente con esa burbuja de silencio que va a estallar en un par de segundos con una sonora y previsible bofetada. Una entrevista no es un juicio, pero a veces buscamos que alguien reconozca o desmienta no sé qué, que lo niegue, si puede, o que le alcance la sospecha. En estos casos hay dos aspectos capitales. El primero, que además de con palabras, nos expresamos e incluso nos delatamos con todo eso que de manera general llamamos comunicación no verbal: especialmente la mirada, las muecas, los gestos, el sonrojo, los tonos…Si alguien dice que sí de palabra, pero con los ojos dice que no, nadie tiene problemas para interpretar que lo que importa es la mirada. Por eso, en estos casos la entrevista ideal es la audiovisual, porque la imagen y el sonido son aliados formidables de nuestro objetivo: ¿se imaginan un primer plano de alguien que niega algo mientras se sonroja y se le desencaja el rostro? Pues eso.

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1. Si el entrevistado está acorralado, querrá evadirse, y no hay que dejarle. Dos entrevistas desiguales de Iñaki Gabilondo (2001 y 1997) Segundo asunto. Si el entrevistado se ve acorralado, intentará evadirse, y no hay que dejarle. En estos casos, la reacción del entrevistado es casi siempre tratar de invertir los papeles, adueñarse de las preguntas para que el periodista caiga en la trampa de responder y, por poco que se descuide, se despiste, pierda los papeles y se olvide de dónde estaba exactamente. Es más o menos lo que le ocurrió a Iñaki Gabilondo en una entrevista en la cadena SER a Arnaldo Otegi, entonces portavoz de Euskal Herritarrok (31-05-2001). Oyendo o leyendo la entrevista, uno advierte que el objetivo de Gabilondo es poner en evidencia la dependencia, las relaciones o la connivencia de EH en general, y de Otegi en particular, con la violencia de ETA. O eso, o todo lo contrario, que Otegi condene abiertamente el terrorismo etarra, respuesta más que improbable. Veamos el fragmento de la entrevista en que Otegi, que estaba ya arrinconado y listo para la audiencia, consigue despistar a Gabilondo mediante la treta habitual de cambiar los papeles, es decir, responder con una pregunta, esperando que el periodista muerda el interrogante, cosa que hizo. Gabilondo: ¿No le parece que un acto de responsabilidad sería que usted le diga a ETA que cree en la vía democrática, y que deje de matar? Daríamos un paso muy adelante si EH fuera políticamente autónoma. Otegi: No, EH es absolutamente independiente. Gabilondo: ¿EH es independiente de ETA? Otegi: Absolutamente.

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Gabilondo: La víspera del final de la tregua de ETA estaba usted con el ‘lehendakari’ pactando una resolución contra la ‘kale borroka’. Y 24 horas después usted estaba a favor de la ‘kale borroka’. Otegi: No, eso es absolutamente mentira. (...) Yo nunca he hecho una declaración a favor de la kale borroka, en absoluto. Gabilondo: Ha estado y está permanentemente con los chicos de Haika en ruedas de prensa mostrando una proximidad, claramente. No me diga que está contra la ‘kale borroka’. Otegi: Hombre, yo estoy tan cerca de los chicos y chicas de Haika que tengo un hijo de 19 años que es de Haika (...). Pero eso no quiere decir que Haika sea la responsable de la kale borroka. Gabilondo: (...). Estamos hablando de terrorismo y de que usted se tiene que desmarcar para no parecer lo que a muchos le parece: una marioneta en manos de ETA, y EH una formación que hace lo que le dicen. Otegi: Lo que se trata de hacer es ocultar el problema y el debate político, y para eso ¿qué hay que decir? Pues que Otegi y EH no toman decisiones y que como son unas marionetas no hay que discutir. ¿Por qué? Porque tienen pánico a debatir con nosotros. Gabilondo: (...) ¿Es un instrumento válido el terrorismo: sí o no? Otegi: El terrorismo, no. Gabilondo: ¿Lo que hace ETA es terrorismo? Otegi: Bueno, eso sería muy..., muy..., un debate muy largo... Gabilondo: Tenemos tiempo. Otegi: ¿Tenemos tiempo? Vamos a hacer un debate sobre violencia... Gabilondo: No, no. Respóndame primero si el terrorismo es un instrumento válido o no. Otegi: No me gusta la violencia, ni hace 40 años ni ahora. Yo propongo una fórmula que permite superar la violencia de ETA.

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Ahora le voy a hacer otra pregunta: ¿es válido el artículo 8.º de la Constitución española que encomienda a las Fuerzas Armadas la defensa de la unidad de España y que por tanto...? Gabilondo: No sea chiquillo, señor Otegi. Usted sabe que en una sociedad democrática la sociedad civil está por encima de la sociedad militar. Otegi: ¡Decir hoy que no hay tutelaje de las Fuerzas Armadas, de la Guardia Civil, es no hacer un análisis real de la situación! Gabilondo: No estoy aquí para debatir con usted sino para preguntarle. Por eso le vuelvo a preguntar: ¿es válido el instrumento del terrorismo, sí o no? Otegi: No voy a contestar a esa pregunta por una sencilla razón: yo no practico ni la lucha armada ni el terrorismo. Gabilondo: Si usted abanderara en su partido un movimiento para que en su formación todos avanzaran hacia la oposición a la violencia se darían pasos importantísimos. Lo que pasa es que para eso hay que tener un poquito de valor. Otegi: Para lo que hace falta valor es para defender nuestras posiciones: aquí hay un conflicto político, y se resuelve aplicando términos recogidos en la legislación internacional como es el derecho a la libre determinación.

Lo tenía ya. En primer lugar, Gabilondo lo arrincona con una pregunta estratégica impecable, porque la respuesta es obvia y obligada: ¿Es un instrumento válido el terrorismo: sí o no? Aunque creyera que sí, Otegi no puede decir otra cosa que no sea no, claro. Si dice que sí, se terminó la entrevista. Y entonces, con Otegi contra las cuerdas, el periodista suelta el interrogante fulminante: ¿Lo que hace ETA es terrorismo? No tenía escapatoria, pero al final se escurrió. Obsérvese que primero, aturdido y sin saber cómo reaccionar, Otegi balbucea —“Bueno, eso sería

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muy…, muy…”—, y en vez de rematarlo con la misma pregunta, Gabilondo entra en el juego y le señala una vía de escape —“Tenemos tiempo”—, y él, muy pillo, la pilla al vuelo, porque no solo esquiva la pregunta, sino que además en vez de responder, ahora es él quien pregunta: “¿Tenemos tiempo? Vamos a hacer un debate sobre violencia…” El periodista intuye que ha metido la pata, que ha caído en la trampa, e intenta reconducir la entrevista y recuperar la estocada, pero se lía, y en lugar de preguntar la que quedó sin respuesta —“¿Lo que hace ETA es terrorismo?”— regresa a la primera, que ya contestó: “No, no. Respóndame primero si el terrorismo es un instrumento válido o no”. Lo tenía a punto de doblar la rodilla, porque era incapaz de decir que sí, que lo que hace ETA es terrorismo, y por tanto, haría evidente cuanto menos su connivencia con la violencia de ETA. Y sin embargo, a causa de ese pequeño pero tremendo despiste de Gabilondo, Otegi no solo se escabulle sino que además le da la vuelta a la tortilla, es decir, se declara contrario a la violencia pero sin descalificar a ETA: “No me gusta la violencia, ni hace 40 años ni ahora”. Vaya fiasco. Y qué astuto Otegi. Y no termina ahí el descalabro, porque acto seguido Otegi vuelve a invertir los papeles y a apropiarse otra vez de la entrevista —“Ahora le voy a hacer otra pregunta: ¿es válido el artículo octavo de la Constitución española que encomienda a las Fuerzas Armadas…?— y así arrastra de nuevo hacia su terreno —el debate instrumental y la evasión— a Gabilondo, que en vez de preguntar, responde y discute: “No sea chiquillo, señor Otegi…” Y cuando se da cuenta de la zancadilla, intenta remediarlo de nuevo pero de nuevo sin tino, porque en vez de preguntarle esa pregunta que Otegi nunca responderá —“¿Lo que hace ETA es terrorismo?”—, vuelve a preguntarle esa que ya respondió dos veces, y la dos de manera airosa, igual que ahora:

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Gabilondo: No estoy aquí para debatir con usted sino para preguntarle. Por eso le vuelvo a preguntar: ¿es válido el instrumento del terrorismo, sí o no? Otegi: No voy a contestar a esa pregunta por una sencilla razón: yo no practico ni la lucha armada ni el terrorismo.

Bien, una vez identificado el error, veamos cómo podríamos evitarlo. La maniobra básica es de puro sentido común: si el entrevistado no responde a tu pregunta, y más si es tan comprometida como esta, entonces subraya que no respondió y repite la pregunta. En este caso se me ocurren dos versiones de esta misma estrategia de insistencia. Lo más sencillo sería atajar sus argucias con una repetición e intensificación tanto de la pregunta como de sus evasivas. Gabilondo: ¿Es un instrumento válido el terrorismo: sí o no? Otegi: El terrorismo, no. Gabilondo: ¿Lo que hace ETA es terrorismo? Otegi: Bueno, eso sería muy..., muy..., un debate muy largo... Gabilondo: Esto es una entrevista, no un debate. Se lo vuelvo a preguntar: ¿Lo que hace ETA es terrorismo: sí o no? Otegi: Es que esto es muy… Así no… A ver, dígame: ¿es válido el artículo 8.º de la Constitución española que encomienda a las Fuerzas Armadas la defensa de la unidad de España y que por tanto...? Gabilondo: Le he hecho una pregunta, y sigue sin responder, no sé si no puede o no se atreve. Se lo vuelvo a preguntar: ¿Lo que hace ETA es terrorismo, sí o no? ¡Dígame que sí, señor Otegi! ¡Dígame: sí, lo que hace ETA es terrorismo! Otegi: Pero es que usted… Usted no entiende que… Gabilondo: Entiendo perfectamente, señor Otegi. Que usted no es capaz de decir que lo que hace ETA es terrorismo.

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Podríamos forzar más, subrayar más, llegar un poco más lejos, jugar a poner en su boca lo que calla o esconde, porque si no es capaz de decir que lo que hace ETA es terrorismo, entonces es porque usted piensa que no es terrorismo, ¿verdad? Pero me parece que queda claro tanto la pifia como la corrección. La otra versión de la estrategia de la repetición pondría el énfasis en el sujeto de la oración, porque dicho así de manera neutra —lo que hace ETA—, la pregunta pierde gravedad y atenúa la infamia de su silencio y su indiferencia. Si lo que hace ETA es matar, pues digamos matar y sustituimos ese sujeto por algunos de sus crímenes habituales: Gabilondo: (...) ¿Es un instrumento válido el terrorismo: sí o no? Otegi: El terrorismo, no. Gabilondo: ¿Lo que hace ETA es terrorismo? Otegi: Bueno, eso sería muy..., muy..., un debate muy largo... Gabilondo: Esto no un debate. Se lo vuelvo a preguntar: Entrar en un bar, acercarse por detrás a una persona que está tomando una cerveza con sus amigos, y pegarle dos tiros en la nuca, a traición: ¿esto es terrorismo, señor Otegi: sí o no? Otegi: Es que esto es muy… Así no… A ver, dígame: ¿es válido el artículo 8.º de la Constitución española que encomienda a las Fuerzas Armadas la defensa de la unidad de España y que por tanto...? Gabilondo: No cambie de tema. Se lo preguntaré otra vez: Colocar una bomba de noche bajo el coche de alguien, que le reventará el cuerpo cuando mañana arranque para ir a trabajar, ¿esto es terrorismo, señor Otegi, sí o no? Otegi: Pero es que esto es…Usted está… Gabilondo: Señor Otegi, ¿por qué no responde? Se lo repito: Colocar una furgoneta cargada de explosivos y metralla en el aparcamiento de un hipermercado, y asesinar a decenas de

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mujeres, hombres, niños, que habían cometido el delito de ir comprar: ¿No es terrorismo esto, señor Otegi? Otegi: Pero es que usted… Usted no entiende que… Gabilondo: Le entiendo perfectamente, señor Otegi. Ya ha quedado claro lo que piensa, aunque no se atreva a decirlo.

Si además la entrevista fuera por televisión, y durante la escena proyectamos de fondo imágenes de diversos atentados, y cerramos con el de Hipercor, mientras le preguntamos ¿No es terrorismo esto, señor Otegi?, el efecto sería demoledor, creo yo. Bueno, en descargo de Gabilondo conviene recordar que en esa época habían aparecido carteles en San Sebastián llamándole fascista, y claro, sabiendo cómo funcionan esos canallas, aquello parecía una proposición de asesinato. O sea, que por muy profesional que uno sea y por mucha experiencia que se tenga, algo así debe trastornar a cualquiera: en estas condiciones separar el periodista de la persona, es decir, separar la razón de la emoción, algo fundamental en cualquier entrevista, y más cuanto más comprometido sea el asunto, no resultaba nada fácil. Advertir el error una vez que se ha producido y corregirlo es mucho más fácil que anticiparse y preverlo: quien tiene boca se equivoca. En la entrevista, Gabilondo saca ese asunto de los repugnantes carteles, pero lo hace de un modo muy elemental, me parece, porque pone en pocos aprietos a Otegi, que ante la pregunta personal —¿Yo soy fascista?— responde con un simple y frío “no, que yo sepa”, y cuando enseguida le recuerda que Haika puso carteles en San Sebastián ‘acusándole’ de ser un fascista, Otegi se limita a decir que no está de acuerdo con eso. No sé, pero si el objetivo era el que era, si tienes claro que EH son simples marionetas, aliados o secuaces de ETA, se me ocurre un recurso casi trágico pero definitivo del incidente de los carteles:

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Gabilondo: Haika puso unos carteles en San Sebastián diciendo que yo era un fascista. Ya se sabe que cuando te señalan, tu vida corre peligro. Señor Otegi, si por casualidad usted se enterara de que ETA va a matarme, ¿me avisaría?

Y en el caso de que no respondiera, o lo hiciera con evasivas, “¿y por qué debería enterarme yo de que ETA ha decidido tal cosa?” Pues sencillo, concluimos: Gabilondo: Ya veo, señor Otegi, que usted no me avisaría.

Veamos otro caso, parecido en la medida en que el objetivo del periodista era que Miguel Ángel Rodríguez, ese portavoz del Gobierno de Aznar que era tan fanfarrón entonces como ahora, reconociera ciertas amenazas contra Antonio Asensio, entonces presidente de Antena 3 y el grupo Zeta. Antes, el contexto: fue la primera guerra por los derechos del fútbol que estalló con el llamado pacto de Nochebuena de 1996 entre Polanco y Asensio, o sea, entre PRISA y Antena 3, que dejaban así en la miseria a Vía Digital, la plataforma impulsada por el Gobierno del PP con Telefónica, RTVE y Televisa. Con ese acuerdo repentino, que parecía impensable una semana antes, Asensio no solo abandonaba Vía Digital, sino que además se aliaba con el ‘enemigo’ Polanco. Aznar, Cascos, Rato y sus aliados se lo tomaron como una traición, y una traición se paga cara. Llegaba, pues, la hora de la venganza. Total, que a mediados de mayo de 1997, Antonio Asensio comparecía ante la Comisión Constitucional del Congreso donde denunciaba que, a media mañana de ese día de Nochebuena de 1996, el secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Rodríguez, le había amenazado con represalias contra él y sus empresas si consumaba el pacto con Canal +: “juro

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por mi honor que la amenaza se produjo”, afirmó ante sus señorías el presidente de Antena 3. Además, Asensio aportó diversos testimonios escritos por varios directivos y reconocidos periodistas de Antena 3 —Manuel Campo Vidal, José Oneto y Jesús Hermida— que daban fe, con frases literales, de repetidas amenazas contra él del mismo portavoz del Gobierno, Miguel Ángel Rodríguez: “Estás trabajando con un gánster y un mafioso; el acuerdo con PRISA le va a costar muy caro; dile a tu jefe que terminará en la cárcel como Mario Conde, que vamos a ir a por él; te llamaré para avisarte cinco minutos antes de que metamos en la cárcel al hijo de puta para el que trabajas”. Bueno, lo normal con gente así. Y medio segundo después de que Asensio denunciara las amenazas del matasiete Rodríguez, la prensa se lanzó sobre el portavoz de Aznar para que negara o reconociera esas graves imputaciones. Es algo habitual en periodismo, entrevistar a alguien sobre quien recaen sospechas o, como en este caso, acusaciones concretas para que las desmienta o de algún modo o en alguna medida las admita. En casos así, hay que tener en cuenta dos asuntos clave: si el entrevistado puede mentir fácilmente o no; y la pregunta, que debe evitar cualquier margen de interpretación. Si damos por hecho que el entrevistado va a mentir muy fácilmente, lo tenemos crudo, pero aun así podemos intentar pillarle por sorpresa, porque puede que dude un instante o que se le tuerza el gesto, y que esa duda y esa mueca le delaten por mucho que luego lo niegue: “Mariano, ¿tú me engañas?” Si se lo sueltas de pronto, que no se lo espere, aunque Mariano sea un gran mentiroso, igual duda un momento, igual calcula los riesgos, y ese segundo de silencio o ese ligero titubeo de Mariano son suficientes para retratarle aunque él lo niegue. Es evidente que en un momento dado, cualquiera puede mentir, pero no todo el mundo miente con la misma agilidad;

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unos se lo piensan más que otros, y a fin de cuentas, que uno decida mentir o no depende también de la gravedad del asunto, de su responsabilidad o cargo público, de las consecuencias que pueda acarrear su mentira, de a quien pueda afectar, de lo mucho o poco que arriesgue… Claro que Miguel Ángel Rodríguez podía mentir alegremente, pero era portavoz del Gobierno, y si mentía, comprometía a todo el Gobierno. En principio, pues, cabía pensar que antes de mentir se lo pensaría dos veces. Pero, y abordamos ahora el segundo punto, es fundamental que los términos de la pregunta no admitan interpretaciones, o sea, que pongan al entrevistado en situación de reconocer o de mentir, sin término medio. Si yo pregunto a alguien si insultó o se burló de otro, la respuesta será que no, y no miente, porque insultar o burlarse son acciones que se hacen a menudo con palabras, pero siempre son asunto de la intención con que se dicen tales palabras, y ahí uno siempre halla una escapatoria. No le preguntes si le insultó, pregúntale si le llamó “cenizo, huevón, palurdo o sanguijuela”, porque esto no se puede interpretar, o lo dijo o no lo dijo, y ya el lector o el oyente decidirá si en esas circunstancias eso era un insulto o algo menos. Y lo mismo en el caso que nos incumbe: preguntarle a Rodríguez si había amenazado a Asensio, que fue lo que le preguntaron algunos, era como dejar la celda abierta al preso, porque claro que iba a decir que no, porque negar las amenazas no significaba mentir, era una forma de ver las cosas, de interpretarlas: un consejo, por ejemplo. En este caso, sin embargo, Gabilondo no le dejó ni la gatera abierta: Gabilondo: ¿Pero usted le dijo al señor Oneto que el señor Asensio podría ir a la cárcel como no rompiera su contrato con Polanco? Dígame que no. [O sea, mienta si se atreve]

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Rodríguez: Pues mire, en una conversación… ¿Usted conoce al señor Oneto? [Adviértase de nuevo el recurso habitual a invertir los papeles de la entrevista para distraer al periodista] Gabilondo: Hace muchísimos años, señor Rodríguez. [Otra vez a punto de caer en la trampa] Rodríguez: ¿Usted sabe cómo se habla con el señor Oneto de compañero a compañero? ¿Usted sabe que el rito, el protocolo no existe? [De nuevo las preguntas que son evasivas, pero esta vez en vano] Gabilondo: A la pregunta que le he formulado solo espero que me diga que no, señor Rodríguez. ¿Usted le dijo al señor Oneto que el señor Asensio iba a ir a la cárcel si no rompía su contrato con Polanco? Dígame solo que no. Rodríguez: Pero, ¿por qué me hace desvelar conversaciones privadas?; es que no quiero llegar a ese punto, Iñaki. Es que entonces tengo que revelar el resto de la conversación.

Y si hubiera hecho falta, se podía dar aún otra vuelta a la tuerca: ¿Miente el señor Oneto cuando dice que usted le dijo que Asensio iba a ir a la cárcel si no rompía su acuerdo con Polanco? En fin, si nuestra estrategia consiste en poner al entrevistado ante la decisión de reconocer lo dicho o hecho o de negarlo, cuidado, que la pregunta le ponga sin discusión en la encrucijada de admitir lo dicho, de mentir o de callar. Y si calla, otorga, claro está.

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2. Hombre o mujer, por la boca muere el pez. Dos entrevistas dispares a Fraga: el fiasco de Rosa Montero (1978), y el sutil meneo de Salvador Pániker (1969) Intentar que una entrevista sea una especie de combate en el que nuestro propósito es abiertamente tumbar al otro —ponerle en evidencia, dejarle en ridículo—, es algo que acostumbra a terminar mal. Mal para la entrevista y peor para el periodista, que casi siempre termina haciendo el ridículo. Solo en muy contadas ocasiones una entrevista de este tipo puede resultar brillante, pero para ello hace falta que, además de complicidad, haya un equilibrio de inteligencia, de ingenio y de astucia entre las partes, de modo que la entrevista sea un vaivén de alternativas, sutil y eléctrico, más próximo a la esgrima o al tenis que al boxeo, cercano al juego intelectual, con sus amagos, ironías y quiebros, muy lejos de la bronca y la pelea de perros. Y si alguien, más por arrebato y obcecación que por estrategia y talento, se entrega al intercambio de golpes sin ton ni son, pues puede recibir un zarandeo de aúpa y al final, como guinda, un amargo pitorreo. Eso es más o menos lo que le ocurrió a Rosa Montero con la entrevista que hizo a mediados de 1978 para El País a Fraga Iribarne, exministro de Franco y entonces presidente de Alianza Popular. Quizá no fue más que pánico, según confesaba Montero hace poco al recordar que acudió a esa entrevista “tiritando de miedo, porque acercarse a don Manuel en los tiempos tronantes de ‘la calle es mía’ era como rondar el Vesubio minutos antes de la catástrofe de Pompeya” (El arte de la entrevista, El País, febrero de 2015). De entrada, Montero comete un error ingenuo que ya no tendrá remedio, que delata sus intenciones y pone sobre aviso, por si había dudas, a Fraga:

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Montero: Cuando he anunciado que tenía una entrevista con usted, me han advertido dos cosas sobre su carácter, dos cosas contradictorias en principio… Fraga: Todo hombre es contradictorio. Montero: Una de ellas es que tenía usted un gran sentido del humor. Fraga: Lo cultivo todo lo que puedo. Creo que uno de los grandes defectos nacionales es no tener sentido del humor, y yo hago todo lo que puedo para cultivar el mío. Montero: Y la otra, que era usted un hombre violento que me podía echar a la segunda pregunta.

Si había alguna opción de sacar de quicio a ese búfalo de la derecha que era Fraga, aquí terminó, porque ya queda claro qué piensa y qué busca la periodista. Si le anuncia que le han ‘advertido’, es evidente que la cosa no puede ser un halago. Y así es, porque en cualquier construcción adversativa, A pero B, la que manda es B, claro: pero que ‘es usted un hombre violento’. Y Fraga le frena todavía con cierta moderación —‘eso no hay ningún periodista que pueda contarlo más que uno, y era un amigo mío’—, pero ella no advierte la señal de peligro, y persiste en el ataque: Montero: Lo cierto es que usted ha tenido fama de hombre violento, y ahora se dice que está usted cambiando de imagen.

Comparto lo que suelta Montero, pero digo que me parece un error estratégico, porque con su ataque de principiante pone en guardia a Fraga, que se cuidará mucho de no darle ocasión de perder los estribos, y aún más, porque viendo por dónde van los tiros, aprovechará, primero para confundirla con sus monó-

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logos rotundos, luego para dar la vuelta al asunto y afearle sus ‘agresivas preguntas’, y finalmente, para carcajearse de ella y hasta despreciarla con sus afilados desaires: Montero: Volviendo a ese supuesto cambio de imagen que algunos le adjudican, la verdad es que usted ha tenido cierta propensión quizá a decir frases rotundas, y que quizá últimamente en este sentido se ha temperado usted un poco. Fraga: No; mire, señorita, va usted por mal camino. Yo hablo siempre igual. […] Montero: Esa zona emocional suya le ha llevado a decir cosas que quizá, en un plazo breve, le han colocado en una posición políticamente difícil. Como cuando dijo que antes de que se legalizara la ikurriña tendrían que pasar por encima de su cadáver, o que no se sentaría en la misma mesa con un comunista, y al cabo de unos me… Fraga: Perdón, perdón, perdón. En cuanto a la legalización de la ikurriña, todavía no se ha producido, que yo sepa […] De modo que mida usted sus palabras, porque yo las mías las mido muy bien […] Por tanto, yo no tengo que retractarme de ninguna palabra, las he dicho todas muy meditadas […] esas palabras ni me las trago ni me las pienso tragar por ahora. Montero: Yo no digo que se las trague. Fraga: Pero usted ha puesto dos ejemplos y yo le hago observar que no son ejemplos de lo que dice, que esas dos frases van a misa. Montero: Sin embargo, usted presentó luego a Carrillo en la famosa conferencia del Club Siglo XXI. Fraga: Ah, claro, claro, porque lo cortés no quita lo valiente […] o, como dicen en México, lo Cortés no quita lo Moctezuma, je, je. Montero: Sin embargo, cuando fue Carrillo al Club Siglo xxi, otros socios pertenecientes a AP se dieron de baja.

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Fraga: Otros no estuvieron de acuerdo y, naturalmente, eso demuestra que somos un partido abierto, con liberalismo interno, cosa que otros no tienen. Yo he hecho la presentación y luego he seguido haciendo lo que tenía que hacer. Por tanto, señorita, me temo que le va a ser más difícil de lo que piensa ponerme en contradicción conmigo mismo en el plano intelectual. Montero: Yo creo que todos somos contradictorios, no he venido a… Fraga: Sí, sí, pero por ahora no hemos tenido ni un agujero. Siga usted.

Si no hubiera habido la digamos ‘provocación’ inicial de Montero, las respuestas del exministro de Franco serían manifiestamente ofensivas, inaceptables, y hubieran dejado en evidencia su violencia cuando menos verbal, pero en la medida en que hubo ese ataque, el tono burlón y la chulería de Fraga pueden parecer razonables, incluso legítimos, y en cualquier caso no lo delatan como violento más allá del juicio que ya tenga el lector, sino como un tipo con mala leche, ciertamente, pero que muy listo. En el fragmento anterior se ve también que la periodista, incapaz de desandar el error del principio, pierde más o menos los papeles, va un tanto a la defensiva y a remolque y en vez de preguntar, responde, y además Fraga, que tiene la entrevista bajo control, la corta a menudo y sin contemplaciones. Y lejos de advertir que lleva mal camino, Montero vuelve una y otra vez a su fijación, incapaz de entender —eso parece— que con su insistencia no consigue más que un nuevo choteo y revolcón. En este sentido, hacia el final de la entrevista se produce un diálogo que condensa, a mi entender, el error y el fracaso de la entrevista, que además Fraga explica con mucho acierto:

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Montero: Por el rato que llevamos hablando, podría decirle que, a mi parecer, es un hombre que emana agresividad [No, mujer, no, esto debería verse y basta, no decirlo] Y no tiene que ser esto necesariamente negativo. [No, claro, es un elogio] Fraga: Esta es su opinión, y no la de mis alumnos. Ahora, yo supongo que usted emplea la palabra agresividad en sentido americano, porque yo a usted no la he agredido en absoluto, ja, ja. Montero: Por supuesto. Pero también es usted un hombre muy a la defensiva. Dice usted: “por ahí no me van a coger”, etcétera. Fraga: Desde que usted ha empezado no ha hecho una sola pregunta que no fuera agresiva, señorita, y eso también tiene que reconocerlo. Por tanto, no acepto ese juicio, porque yo también tengo que enjuiciar sus preguntas. [Claro, si las preguntas son agresivas, no se podrá reprochar que lo sean las respuestas: ese es el error estratégico de la periodista] Ni una sola de sus preguntas ha dejado de ser agresiva hasta este momento. Ni una sola. Montero: Pero… Fraga: Ni una sola. Y, por tanto, yo me he defendido de sus preguntas. Ni una sola ha sido cordial y simpática, las cosas como son. Por tanto, no me diga usted eso. Montero: Pero… Fraga: Mire, señorita, usted está en su papel y yo en el mío, y por tanto, si usted me preguntase si a mí me gusta pescar o la música, decir eso hubiera tenido sentido. Mientras usted mantenga ese tipo de preguntas, que yo no he rechazado ni una, no puede negarse a que yo le conteste como las estoy contestando. Montero: Pasemos a otra cosa.

O sea, knock out. Pero aunque Montero doble las rodillas, Fraga no le va a perdonar la insolencia y ya en el colofón de la entrevista, le dedica una jugarreta en la que va a caer de cuatro

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patas para regocijo suyo y de la audiencia. En cierto momento, después de que ella le haga notar su gran afición por las citas, él le recuerda que es sobre todo un profesor, ‘y un profesor tiene siempre algo de pedante’, dice. Y parece que eso, que él mismo se reconociera pedante, se le quedó a Montero como un asunto pendiente de hurgar, y antes de cerrar, lo saca, y lo que sucede es tremendo, porque sin decírselo, le llama ‘pedantuela’ con un revés tan elegante como brutal: Montero: Y la pedantería a la que antes se ha referido usted… Fraga: Repito lo que dije antes, todo profesor tiene algo de pedante, lo que pasa es que don Miguel de Unamuno distinguía entre pedantes, pedantuelos y pedantodontes, ¿verdad? [Lo tenía preparado, el muy…] Montero: ¿Y usted en qué categoría estaría? [Y Montero picó el anzuelo] Fraga: No digo más. Juzgue usted. Desde luego, lo que no soy es pedantuelo.

Fraga se queja de que Montero no ha hecho una sola pregunta que no fuera agresiva, ni una sola pregunta cordial. No será el caso de la entrevista que el filósofo Salvador Pániker (1927) le hizo en 1969, cuando Fraga era ministro de Información y Turismo de la dictadura, una entrevista sin un solo roce ni una salida de tono, nada, una conversación amable y distendida, hasta el punto de que muchas personas que la leen, por lo menos en una primera lectura, la ven como un vulgar ejercicio de adulación y propaganda, y tachan al pobre Pániker de puro pelotilla. Se equivocan, confunden la estrategia con el objetivo, y no ven el revelador retrato que consigue del cabezota gallego, que a pesar de todos sus esfuerzos por fingir lo que no es —un hombre libe-

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ral—, aparece como un tipo autoritario, intolerante, populista y poco o nada demócrata. La entrevista a Fraga cierra un muy célebre libro de entrevistas —Conversaciones de Madrid, Kairós: ocho ediciones en un año, 1969—, en el que Pániker recoge los puntos de vista de 24 personajes que o bien pertenecen al Régimen o a su órbita política o intelectual o económica —Emilio Romero, Alberto Ullastres, Jaime Gómez Acebo, Antonio Barrera de Irimo, Laureano López Rodó, entonces ministro del Plan de Desarrollo y miembro del Opus, José Mª de Areilza, el teniente general Manuel Díez-Alegría, el arzobispo de Madrid-Alcalá, Casimiro Morcillo, además del mismo Fraga—, o bien pertenecen a lo que de un modo aproximado podríamos considerar como la oposición política o intelectual más o menos permitida por la Dictadura, como por ejemplo, José Luis Aranguren, Luis G. Berlanga, Rafael Calvo Serer, Antonio Buero Vallejo, Ramón Tamames, Enrique Tierno Galván y Joaquín Giménez. El objetivo más o menos confesado del libro era doble: por un lado poner en evidencia al Régimen mediante el contraste entre franquistas y demócratas, y luego conocer hasta qué punto sería posible tender puentes entre el sector digamos más civilizado del Régimen y la oposición tolerada aunque no reconocida, con vistas, claro está, a explorar qué caminos democráticos podrían ensayarse cuando llegara el final biológico del franquismo. En la introducción, que suena a justificación del libro y sobre todo de la lista de personajes escogidos, el mismo Pániker explica que su objetivo era que “eso que hoy se llama ‘contraste de pareceres’ presidiera, en lo posible, la composición de este mosaico [de personajes]; y que dentro del susodicho contraste de pareceres, los pareceres fueran suficientemente contrastados y los contrastes suficientemente civilizados”. Y que la intención a fin de cuentas es política, lo deja bien claro cuando, en el último párrafo, escribe: “este no es

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un trabajo sociológico, pero inevitablemente deja constancia de un sistema de actitudes y de ideas de la España contemporánea. […] Y la mejor manera de captar el mensaje de un ser humano es contrastándolo con el mensaje de otro ser humano. Y este es el ejercicio que en este libro se ha ensayado: la confrontación y el matiz.” Pasemos ya a analizar con detalle la entrevista a Fraga, en la que el mismo Pániker confiesa su objetivo y su método: “mi propósito en estas conversaciones no es polemizar, sino comprender; mi técnica es, en cierto modo, mayéutica —y le ruego disculpe la pedantería del vocablo—.” O sea, que su intención es sobre todo arrojar luz sobre el personaje Fraga, saber qué piensa sobre la política y la sociedad en general y el régimen en particular, conseguir mediante sus preguntas que el ministro de Franco se explique, se retrate y, aunque no lo diga, llegado el caso, se delate. No se trata, pues, de discutir ni de refutar, sino de preguntar y escuchar con atención, de proponerle asuntos y cuestiones para que se pronuncie y defina; evita cualquier tono agrio o agresivo y no por ello deja de preguntar lo que le interesa, y a la vez genera un clima si no de confianza, por lo menos de cordialidad, para que se exprese con franqueza, sin recelos. En uno de sus libros de memorias —Segunda Memoria, Seix Barral, 1988—, Pániker confiesa que Fraga le gustó más bien poco, “mucho menos que Ullastres, López Rodó o Ruiz Giménez”, y recuerda que durante los dos días que se vieron para la entrevista “hablamos de todo lo que había que hablar y yo no me mordí la lengua”, y aunque “de entrada me recibió mal, con acrimonia […] al final el clima llegó a ser distendido”. En cualquier caso, en la entrevista no se aprecia en ningún momento ningún malestar por parte de Fraga, parece que le cae bien Pániker, incluso que desea agradarlo, seducirlo intelectual y políticamente, y de la misma manera que le asegura que “en un Gobierno en el que Santiago Carrillo ocupara una

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cartera, a mí no me haría entrar nadie”, le confiesa a Pániker que, “por ejemplo, en uno en el que entrara usted, sí”. En definitiva, la técnica es tirarle de la lengua, dejar que hable, sin que se sienta presionado y mucho menos agredido. Hay datos bien significativos de que la estrategia es preguntar y sobre todo escuchar con mucha atención: unas cincuenta de las ochenta preguntas de la entrevista son repreguntas y no réplicas —preguntas de continuación—, que demandan más detalles, ejemplos, matices, aclaraciones, explicaciones: ¿Por ejemplo? ¿Cómo se lo explica? ¿Por qué? ¿Qué quiere decir? ¿Qué presiones son esas? Es cierto que en algún caso parecen réplicas, pero o bien son para aportar alguna objeción, o para señalar alguna contradicción: “Italia legalizó el Partido Comunista, Francia lo legalizó”; “Naturalmente, cabe que alguien esté con el Estado, pero en contra del Régimen”; “La muerte de José Antonio fue, en tal caso, justificada”. Y si en alguna contada ocasión se trata propiamente de una réplica, siempre la expone con sumo tacto, con cierta cautela y contención, nunca como una provocación y aún menos una acusación: “No es un poco convencional lo de tener o no tener razón?”; “¿No muestra el Gobierno un exceso de desconfianza con respecto a las voces que discrepan?”; “Un exceso de prudencia puede ser pecado”; “Parece una verdad muy belicosa”; “¿No pudiera ser que los tiempos estuviesen mucho más maduros de lo que el Gobierno cree?” Que la técnica de Pániker consiste, en general, en hacer que Fraga se pronuncie y se defina, resulta evidente con solo repasar el contenido de las preguntas: ¿Qué es un político? ¿Goza usted con el cargo público? ¿Cuál es la distinción entre Régimen y Estado? ¿Podría explicarme quiénes son los adversarios del Régimen español y quiénes sus enemigos? ¿Hacia qué formas políticas cree que se dirige el mundo? ¿Se va a perfeccionar la Ley

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de Prensa? ¿Cómo mide usted la opinión pública? En este sentido, además, una docena y media de sus preguntas arrancan con un ‘opina’ o ‘considera’ y sobre todo un ‘cree’, fórmulas que invitan a definirse y a explicarse. La entrevista de Pániker a Fraga sería en este sentido ejemplo y modelo de lo que podríamos llamar entrevista de definición, aquella que busca que el entrevistado se pronuncie, y exponga su manera de ver y pensar el mundo, su verdad, digamos, con el objetivo primero de conocerla y, si acaso luego, saber a qué atenernos. Eso es más o menos lo que dice el mismo Pániker en la introducción de las Conversaciones en Madrid: “He tratado de alumbrar, a través del diálogo, el mensaje central de unos cuantos hombres estratégicamente situados en alguna zona del saber o el hacer humanos; obligándome, de paso, a un ejercicio de contraste con mis propias ideas, y tratando, en lo posible, de mantener un margen suficiente para que cada lector pueda extraer las conclusiones que mejor se le acomoden”. Hay tres o cuatro momentos sobresalientes en la entrevista, dos de los cuáles serían como el reverso y el adverso de ese principio y final de la entrevista de Montero. No exactamente al principio, pero sí en la primera parte de tanteo, Pániker utiliza esa misma fórmula adversativa, A pero B, pero en un sentido contrario a como lo hace Montero, no para afearle algo, sino como un halago, que servirá además para que Fraga, víctima de su propia vanidad mal disimulada y de su verbo atropellado, se suelte y se meta él solo en el primer lío, que son dos. Repasemos entero ese gran momento: Pániker: Visto de cerca, resulta usted distinto que visto de lejos. [El halago, elegante, hábil, suena sincero y resulta eficiente] Fraga: No sé si esto es bueno o malo; en todo caso, yo soy el que usted ve ahora. [Fraga touché, la vanidad que le asalta]

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Pániker: Usted es consciente, supongo, de tener mala prensa entre los intelectuales. [Ese ‘supongo’ es como un colchón, atenúa por precaución] Fraga: Sí, y además me lo explico perfectamente. [Se siente tan satisfecho Fraga con el elogio, que está deseoso que le pregunte por qué] Pániker: ¿Cómo se lo explica? [Y Pániker no puede rechazar la invitación, claro] Fraga: Porque no hay peor cuña que la de la misma madera. Yo me entiendo muy bien con la gente de los pueblos; pero un intelectual, conmigo, desconfía porque soy de su misma madera. [La tenía preparada, estaba loco por soltarla y levantar él mismo su propio pedestal; además, asoma ya su populismo, antesala de la demagogia, propio de personajes autoritarios que solo admiten servilismo y adulación] Pániker: ¿Tiene la sensación de haber recibido ingratitud? [Qué oído tan fino el de Pániker, que intuye que Fraga se metió ya en un berenjenal —su misantropía general, sus odios personales— y le anima, discretamente, a meterse en el pantanal. Y Fraga se meterá, claro que sí] Fraga: No sensación: certidumbre. La ingratitud es lo que recibe siempre el político. Y, en cierto modo, es natural. [El mérito de esta respuesta es de la pregunta: en vez de dar por hecha la ingratitud, lo que quizás habría frenado a Fraga, Pániker la sitúa en un punto dudoso, minúsculo, y él reacciona al alza con un puñetazo: sensación, no: certidumbre. Fantástico] Pániker: ¿Por qué? [Pániker no tiene ni le da prisas, así la presión en la boca de Fraga aumenta y se le calienta la lengua] Fraga: Porque la naturaleza humana lleva a que se punteen más los errores que los éxitos. [No lo sabe, pero se está preparando su propia trampa]

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Pániker: No cree demasiado en la naturaleza humana. [Otra vez el mismo oído fino y la misma estrategia fantástica de antes: Pániker balancea el adverbio hacia un lado para que Fraga, impulsivo y populista como es, lo arrastre hacia el lado contrario sin advertir la incongruencia] Fraga: Creo mucho en la naturaleza humana, creo que es buena, aunque un poco estropeada. [Él mismo advierte la contradicción, y queriendo taparla, la hace más evidente; y luego, a lomos del lío en que se ha metido, se deja ir por la pendiente de la erudición y la demagogia] Yo no pienso, como pensaba Rousseau, que el hombre sea bueno y las instituciones lo estropeen; ni pienso, como pensaban Maquiavelo o Hobbes, que el hombre sea malo y que haya que llevarle con un palo. La verdad está en el término medio. Por eso, respecto a los hombres, mi posición es que hay que creer en ellos hasta cierto punto, esperar de ellos hasta cierto punto y amarles hasta cierto punto. Y dar por descontado, como decíamos, su ingratitud. [Esto no es una respuesta, es solo la certificación de que se metió en un lío: por la boca muere el pez] Pániker: ¿No es extraordinariamente incómodo que todos los actos de uno, por nimios que sean, tengan una dimensión política? [Misma estrategia que antes: dirá que no, claro] Fraga: Tampoco hay que exagerar. Cuando voy a mi pueblo, en verano, el primer día soy el Ministro; los otros veintinueve días soy Manuel Fraga [Y olé populismo. Se acerca el lío supremo] Y aquí cabe decir [con boca de bocazas] que este país nuestro, que tiene virtudes eminentes —y también defectos importantes—, ayuda mucho a eso. El español es sumamente natural, y como, además, es profundamente democrático, entiende muy bien esas cosas. [Lo dicho: por la boca muere el pez] Pániker: ¿Cree que el país es profundamente democrático? [Magnífico. Un temperamento impulsivo le habría saltado ya a la

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yugular; en cambio Pániker se lo toma con calma y lo primero que hace es poner el foco en lo que acaba de decir —fíjese lo que ha dicho—, y hacer que rectifique o se reafirme, y como no puede rectificar, va a repetirlo pero con más énfasis, para que no parezca que duda] Fraga: De eso no me cabe la menor duda. No le hablo de formas de realización política; pero, como talante, somos el país más democrático del mundo. [O sea, un insulto: democráticos pero mala gente, necesitan mano dura. En fin, un grandísimo facha] Pániker: ¿Qué explicación tiene entonces la dificultad de institucionalizar democráticamente un talante que ya es democrático? [Se acorraló él mismo, ya no tiene escapatoria] Fraga: Quizá porque nos hemos empeñado en que hay una sola forma de institucionalizar eso, y a lo mejor resulta que el pueblo español ya había encontrado otras formas más propiamente suyas. [y bla, bla, bla. Fraga, te retrataste: tú de demócrata, lo que yo de torero]

Hacia el final de la entrevista, abordan el asunto de la apertura política y los problemas de la Universidad. Con las respuestas de Fraga ya queda clara esa visión paternal y autoritaria de la política, que desconfía de la sociedad, a la que siempre considera infantil, inmadura, y por eso hace falta mano dura. Pero será la réplica acertadísima y brillante de Pániker la que, por contraste, piedra sobre barro, pondrá de manifiesto la mente intransigente, nada democrática, de Fraga: Pániker: El Régimen, hasta la fecha, no ha conseguido entusiasmar a los universitarios. Fraga: Hay que decir que entusiasmar a universitarios no es, precisamente, tarea fácil. La Universidad, por definición, es una entidad esencialmente crítica y fría, y el problema es mundial.

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Pániker: La Universidad es una entidad crítica, sí; pero la retórica del Régimen español es excepcionalmente monótona. Fraga: Admito eso y entono un mea culpa por la parte de responsabilidad que me corresponde. Pero, en definitiva, en la Historia todo nace y todo muere cada día; yo lo que quiero es que se nos den ideas para mejorar todo esto. Ideas para mejorar la capacidad de los españoles para dialogar. [El eco claro de ese paternalismo de cacique, que no entiende otra libertad que mandar y decidir por los demás] Pániker: Si me lo permite, más que ‘ideas para dialogar’, lo que necesitamos es diálogo. Solo dialogando se aprende a dialogar. [Hermosa lección, y estupendo revés con sordina]

Pániker cierra la entrevista con una pregunta que parece un gesto de elemental cortesía —y quizá fuera solo eso, vete a saber— pero que yo interpreto como un exquisito broche, agudo y certero, porque en apenas línea y media pone de manifiesto que por mucha Ley de Fraga no hay libertad de prensa, que quitaron la censura pero no las amenazas, al tiempo que se asegura que podrá publicar la entrevista sin tachones primero ni represalias luego. Quizá sea una exageración mía, pero en sus memorias Pániker reconoce que de Fraga “dependía que se pudiera publicar mi libro”. Pániker: Le agradezco mucho el tiempo que me ha dedicado. ¿Desea que le enseñe lo que voy a publicar? Fraga: Por mí, no hace falta.

Tampoco podía responder otra cosa, Fraga. Le pudo la vanidad y la soberbia. Y esa verbosidad tan creída.

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3. Un as en la manga. David Frost se quedó a medias con su ‘Smoking Gun Tape’ en la entrevista a Richard Nixon (1977) Mediados de junio de 1972, estalla el caso de espionaje político Watergate. Ante su procesamiento político inmediato (impeachment) acusado de obstrucción a la justicia, abuso de poder y desacato al Congreso, el 8 de agosto de 1974, Richard Nixon (19131994) se convierte en el primer presidente de los Estados Unidos que renuncia a su cargo. Le sustituye su vicepresidente, Gerald Ford, que justo un mes después, anuncia el perdón absoluto a Nixon por todos los delitos que pudiera haber cometido durante su mandato: “a full and absolute pardon unto Richard Nixon for all offenses against the United States which he, Richard Nixon, has committed or may have committed or taken part in during the period from January 20, 1969 through August 9, 1974”. No habrá, pues, ni condena, ni juicio, ni confesión, ni siquiera un mea culpa, solo inmunidad e impunidad total. David Frost (1939-2013) es un periodista inglés que lleva años de éxito con su show televisivo por cadenas inglesas, la BBC por ejemplo, y americanas. Después de un relativo fracaso en los Estados Unidos, ahora mismo está en Australia, y no parece ser su mejor momento. A Frost, un tipo listo y ambicioso, entregado a la caza de audiencias mayúsculas, le impresiona un dato: más de 400 millones de personas vieron el discurso de renuncia de Nixon por televisión. Frost, perspicaz, ve ahí su gran oportunidad, el colmo de su ambición: entrevistar a Nixon, lograr su confesión, reventar los récords de audiencia y entrar con nombre propio en la Historia y en el Periodismo. Y se lanza. A pesar de que tres grandes cadenas de televisión van detrás de la exclusiva —NBC, CBS y ABC—, por la que ofrecen hasta

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400.000 dólares, Frost no se arruga sino que se arriesga, y ofrece 600.000 dólares por esa entrevista con el presidente de todos los hombres del Watergate. Y justo un año después de la renuncia del presidente, en agosto de 1975, Frost se reúne con Nixon en La Casa Pacífica, su residencia en San Clemente (California), para firmar el contrato. Las entrevistas, sin embargo, no se llevarían a cabo hasta marzo de 1977: tres sesiones de dos horas por semana —lunes, miércoles y viernes—, y durante cuatro semanas. En total, casi 29 horas de entrevista a Nixon, que luego se convirtieron en cuatro programas de 90 minutos cada uno, que fueron emitidos en mayo de 1977. El primero de ellos, el 4 de mayo, dedicado íntegramente al Watergate; el cuarto, dedicado a Nixon, el hombre, se emitió el 26 de mayo. Ese primer capítulo fue visto en Estados Unidos por 45 millones de personas, récord histórico para una entrevista política, aún hoy. Casi 30 años después, se estrenó en Londres (2006), luego en Broadway (2007), y más tarde en el Lliure (2009), Frost/Nixon, obra del guionista y dramaturgo inglés Peter Morgan, que recompone a su modo esa larga entrevista a fin de darle un dinamismo más teatral, casi un combate de boxeo, con sus amagos, sus estrategias y sus golpes bajos, con su intensidad creciente hasta el KO definitivo y la catarsis, pero respetando la autenticidad de las preguntas y las respuestas clave. Poco después, Ron Howard presentaba la versión cinematográfica de ese texto, El desafío: Frost contra Nixon (2008) con los mismos protagonistas de su estreno en Londres: Michael Sheen como Frost y Frank Langella como Nixon. Durante los dos años que duró el Watergate, se fueron sucediendo los golpes de efecto que dejaban al descubierto, en paralelo, las intrigas y las mentiras del presidente, que le acorralaron hasta el impeachment. En verano de 1973, o sea casi un año después de que estallara el escándalo, se supo que Nixon había hecho ins-

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talar en la Casa Blanca un sistema secreto de grabaciones, que a iniciativa suya se puso en marcha a principios de 1971: solo en su mesa había cuatro micrófonos ocultos, que se activaban con la voz. Otros dos junto a la chimenea, ocultos en unos apliques. En año y medio, se grabaron cientos de conversaciones más o menos secretas, docenas de tejemanejes y chanchullos más que menos al margen de la ley: “si lo hace el presidente, no es ilegal”, proclamaría luego su delirio de grandeza. Pero un tipo soberbio y endiosado como él no advirtió el riesgo ni la trampa de sus recelos de patito torpe y feo. Sabiendo lo que sabía, se negó por activa y por pasiva a entregar a la justicia la banda sonora de sus intrigas, de sus tapujos y de sus patrañas, pero ese montón de cintas que recogían conversaciones comprometidas con sus colaboradores más cercanos —Haldeman, Erhlichman, Mitchell, Colson, etcétera— fueron su perdición, le delataron. La más célebre de estas cintas fue The Smoking Gun (La Pistola Humeante: referencia habitual a cualquier indicio que aporta la evidencia de un crimen), que recoge una conversación con su jefe de personal, Bob Haldeman, del 23 de junio de 1972, o sea, solo seis días después del asalto a la sede electoral de los demócratas. The Smoking Gun no se hizo pública hasta el verano de 1974, y aunque silenciaron casi 19 minutos que se borraron de un modo ‘accidental’ a todas luces increíble, la cinta confirmaba que Nixon había mentido, que estaba al corriente de todo mucho antes de lo que había reconocido, y que por lo menos había dado el visto bueno al complot para frenar la investigación puesta en marcha por sus fieles ‘perros alemanes’ Haldeman y Erhlichman. Pues bien, durante su entrevista a Nixon, Frost sacaría otra smoking gun tape Jr., desconocida hasta ese momento, que dejó tocado y listo para la audiencia al expresidente.

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Si en 1977 la bomba fue ese primer capítulo dedicado al Watergate, en la película, que reconstruye esas cuatro semanas de entrevistas en cuatro asaltos, la sorpresa y los tortazos llegan en la última sesión con un golpe de suerte: el hallazgo por James Reston Jr. —aunque no está claro si lo consiguió él o fue otro regalo de ‘Garganta Profunda’— de la transcripción de una conversación oportunamente perdida entre Nixon y uno de sus asesores, Charles Colson —condenado a tres años por el Watergate—, que comprometía abiertamente al expresidente y que dejaba dos cosas claras: que Nixon había mentido y que estaba al corriente de todo el asunto del Watergate desde el primer momento, porque la conversación con Colson, su muy devoto experto en trabajos sucios, es del 20 de junio de 1972, tan solo tres días después del allanamiento de la sede de los demócratas. El guion que recrea las cuatro sesiones y sus prolegómenos aporta muchos ejemplos de estrategias básicas de entrevistas comprometidas, que tienen mucho de juego y pulso psíquico, de duelo, como dice Nixon, o de desafío, como dice el título de la película. Me refiero, por ejemplo, a la habilidad del Nixon de ficción para desconcertar en el último momento a Frost —esos zapatos suyos, ¿no son un tanto afeminados? ¡Qué!, ¿ha follado esta noche, señor Frost?—, su tendencia habitual a las evasivas y a darle la vuelta a la situación mediante eficaces recursos de demagogia emocional —el caso más claro es cómo neutraliza el ataque por la brutal campaña en Camboya durante la guerra del Vietnam: le da la vuelta al pathos y lo pone de su parte—, y cómo consigue no solo desactivar sino jugar a su favor y en contra de Frost esa pregunta, digamos que a traición, con la que abre el interrogatorio: “¿Por qué no quemó aquellas cintas?”

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Y aunque todos estos recursos tienen mucho interés y recorrido en este tipo de entrevistas en que se persigue una confesión, ahora vamos a centrarnos en el uso estratégico de ese documento determinante —esa conversación con su asesor Colson, esa Smoking Gun Jr.— que el equipo asesor de Nixon daba por eliminada o desaparecida o sencillamente, se les había olvidado. A mi entender, ese as en la manga no está todo lo bien jugado que cabía esperar, porque a pesar de poner en evidencia el juego sucio y los pocos principios del expresidente, le permiten a Nixon convertir su confesión final, inevitable, en una redención que un tipo tan canalla como él no se merecía. Para nada. Como muestra de su pasión criminal, transcribo una conversación secreta de abril de 1972 —no se desclasificó hasta febrero del 2002— entre él y su entonces consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, sobre Vietnam; una conversación que John Pilger recoge en su excelente reportaje sobre la lamentable complicidad de los medios en la guerra de Irak, The War you don’t see (2010), y que también se puede encontrar en la red. Nixon: And, I still think we ought to take the dike out now. Will that drown people? Kissinger: About two hundred thousand people. Nixon: Well, no, no, no… I’d rather use the nuclear bomb. Kissinger: That, I think, would just be too much. Nixon: The nuclear bomb? Does that bother you? I just want you to think big! Henry, for Christ’s sakes! The only place where you and I disagree is with regard to the bombing. You’re so goddamned concerned about civilians, and I don’t give a damn. I don’t care. Kissinger: I’m concerned about the civilians because I don’t want the world to be mobilized against you as a butcher.

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Vamos primero a ver qué es lo que ocurre en ese cuarto episodio de El desafío, en el que Frost saca esa inesperada prueba de cargo contra Nixon, que de pronto aparece desencajado, confuso, perdido, pues confiaba en que esa conversación con su fiel Colson habría sido debidamente borrada. La cinta sí, se borró, por lo menos en parte, pero por lo visto alguien se preocupó de salvar la transcripción completa por si acaso. En síntesis, el interrogatorio fluye así en la película de Ron Howard: Frost: ¿Tiene la impresión de haber obstruido la justicia o de haber conspirado para encubrir un delito u obstruir la justicia? Nixon: No. Creo que está demostrado todo lo contrario, que lejos de obstruir a la justicia, colaboré activamente en su actuación. Cuando Pat Grey del FBI me telefoneó el 6 de julio, le dije: “Pat, llegue hasta donde sea con su investigación”. Eso no es lo que llamaría obstrucción de la justicia. Frost: Bien. Es muy posible. Pero dos semanas y media antes del 6 de julio, usted intentaba desesperadamente obstaculizar e impedir la investigación. Nixon: ¡Bah!... No hay ninguna prueba de ninguna clase de que yo... Frost: Pero si no existe prueba alguna es porque 18 minutos de su conversación con Bob Haldeman de aquel mes de junio quedaron misteriosamente borrados. Nixon: Aquello fue un descuido desafortunado [resulta irónica la expresión ‘descuido desafortunado’ a tenor de lo que está a punto de suceder]. Y Bob Haldeman [jefe de Gabinete de Nixon] era un hombre muy riguroso y concienzudo tomando notas. Sus notas están ahí, para quien quiera revisarlas. Frost: Verá, hemos encontrado algo mucho mejor que esas notas, una conversación con Charles Colson, que según creo no se ha publicado.

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Nixon: No… ¿No, no se ha publicado, dice usted? Frost: No, pero uno de mis investigadores la encontró en Washington, donde está disponible para cualquiera que consulte los archivos. Nixon: Ah, bueno, solo quería saber si nosotros la habíamos visto. Frost: Más que verla señor presidente. Usted pronunció esas palabras. A ver, usted siempre ha sostenido que se enteró de la intrusión [el asalto a la sede del Partido Demócrata en el edificio Watergate, la madrugada del 17 de junio de 1972] el 23 de junio [o sea, 6 días después del asalto]. Nixon: Sí. Frost: Pero esta transcripción de una grabación de tres días antes nos dice con claridad que eso es falso. En ella usted le dice a Colson: “Toda esta investigación se desvanecerá, a no ser que alguno de los siete [los cinco asaltantes miembros de la CIA más los dos miembros del Comité de Reelección de Nixon que los contrataron] empiece a hablar. Ese es el problema”. Nixon: Bueno... ¿A qué nos referimos cuando decimos que alguno de los siete empiece a hablar? […] Voy a tener que pedirle que se detenga, cita palabras mías fuera de contexto y sin ningún orden, y además añadiré que he participado en estas 4 entrevistas sin una sola nota delante Frost: Porque es su vida señor presidente. Dígame, ¿de verdad espera usted que creamos que no tenía conocimiento de eso? Nixon: Oiga, ya he declarado todo lo que sabía al respecto. Aquello lo llevaban Haldeman [jefe de Personal] y Ehrlichman [asesor personal de Nixon], yo no sabía nada. De acuerdo, bien. Usted tiene su opinión y yo he dado mi punto de vista. Ahora sigamos, sigamos... Frost: Un momento, si Haldeman y Ehrlichman [conocidos como ‘los alemanes’, por sus apellidos, o ‘el muro de Berlín’ por

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como protegían a Nixon] eran realmente los responsables, cuando más tarde lo descubrió, ¿por qué no aviso a la policía y exigió que los arrestaran? ¿No es eso una forma de encubrimiento? Nixon: Tal vez debería haberlo hecho, quizás sí. Quizá debía llamar a los federales a mi despacho y decirles, ¡eh! ahí están estos hombres, llevadlos ante el juez, tomadles las huellas y metedlos entre rejas. No es mi forma de actuar. Esos hombres… Conocía a sus familias, los conocía desde que eran unos niños, pero políticamente la presión que tenía yo para que los entregara se hizo insoportable, así que lo hice, en primer lugar corté un brazo, y después corté el otro…, y no soy un buen carnicero. Yo siempre he mantenido que lo que ellos hacían, lo que hacíamos todos, no era un delito. Oiga, cuando se es presidente, en ocasiones uno tiene que hacer muchas cosas que no siempre son en el sentido estricto de la palabra, legales, pero uno las hace porque redundan en el interés general de la nación. Frost: Espere, solo para ver si le he entendido bien. ¿Está usted diciendo que en ciertas situaciones el presidente puede decidir que algo conviene a la nación y entonces hacer algo ilegal? Nixon: Lo que digo es que si el presidente lo hace, es porque no es ilegal. Frost: Eh… ¿Perdone? Nixon: Eso es lo que creo. Pero soy consciente de que nadie más comparte esa opinión. Frost: Bien. En ese caso, ¿va usted a aceptar, para que quede claro de una vez por todas, que formó parte de un encubrimiento y que sí que infringió la ley? Nixon: [Silencio. Suspiro largo.] Aah… Asesor de Frost: Ya le tenemos.

Frost utiliza esa conversación olvidada con Colson para documentar que Nixon estaba por lo menos al corriente del asunto del

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Watergate, pero para poco más. De hecho, su estrategia se limita a poner en duda lo que dice el expresidente: Dígame, ¿de verdad espera usted que creamos que no tenía conocimiento de eso? A mi entender, sin embargo, era posible ir mucho más allá de la censura política —lo veremos dentro de un momento—, y alcanzar la descalificación personal, algo que habría definitivamente incapacitado a Nixon para soltar esa confesión final almibarada, que si bien le condena como político, a la vez le redime como persona. Muy propio de la moral cristiana, con su falsa contrición, sin otro dolor de los pecados que el haber perdido la Presidencia, sin propósito de enmienda, sin otra penitencia que esa confesión pública por televisión, lo que persigue Nixon es la absolución de la audiencia, conmovida ante ese primer plano del político supuestamente acorralado y hundido que recita sus pecados a 100.000 dólares la hora, que vendrían a ser como un millón de ahora o quizás más. Veamos el momento, tal como lo presenta Howard: Frost: Señor presidente, hablábamos de los errores que cometió, ¿verdad? Y quería saber si hablaría usted de algo más que de errores, una palabra que parece insuficiente para que la gente llegue a entenderlo. Nixon: Usted con qué palabra lo expresaría. Frost: ¡Válgame Dios! De acuerdo. Creo que hay tres cosas que a la gente le gustaría escucharle decir; una: probablemente hubo algo más que errores, hubo mala intención, y sí, también pudo haber un delito; en segundo lugar, abusé del poder que tenía como presidente; y por último, sometí al puedo norteamericano a dos años de martirio innecesario, y por ello me disculpo. Nixon: Nooo… Frost: Sé lo difícil que resulta para cualquiera, sobre todo para usted.

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Nixon: Gracias. Frost: Pero creo que el pueblo necesita escucharlo. Y estoy seguro de que, a no ser que usted lo exprese, la duda le va a estar persiguiendo [al pueblo se supone, no a él] el resto de su vida. Nixon: Bien, es cierto, cometí errores, errores terribles, incluso algunos de ellos no eran dignos de un presidente; otros no lograban alcanzar los niveles de excelencia con los que siempre había soñado de joven, pero si se acuerda usted, era una época difícil: de pronto me vi atrapado peleando en cinco frentes, contra unos medios partidistas, una cámara del Congreso partidista, una comisión Ervin partidista… Pero, sí, debo admitir que hubo momentos en que no estuve a la altura de mi responsabilidad y estuve involucrado en un encubrimiento como usted lo llama, y de todos aquellos errores me arrepiento profundamente. Nadie se hace una idea de lo que supone renunciar a la Presidencia, aunque si lo que pretende es que me ponga de rodillas e implore, no, ¡nunca! Insisto en que fueron errores dictados por el corazón, no por la cabeza, pero yo cometí esos errores y no culpo a nadie por ellos. Yo mismo fui el que se derribó. Les entregué una espada y ellos me la ensartaron y me la retorcieron con fruición. Imagino que de haber estado en su lugar, hubiera hecho lo mismo. Frost: ¿Y el pueblo americano? Nixon: Los defraudé a todos. Defraudé a mis amigos, defraudé a mi país, y lo peor de todo, defraudé a nuestro sistema de Gobierno. Y los sueños de todos aquellos jóvenes que deberían aspirar a estar en nuestro Gobierno y que ahora piensan que todo está muy corrompido y cosas así. Sí, defraudé al pueblo norteamericano, y voy a tener que llevar esa tremenda carga conmigo durante el resto de mi vida. Mi vida política ha acabado.

No se equivoquen, esta confesión no es el triunfo de Frost sino el de Nixon: en vez de provocar rabia, ese calculado examen

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de conciencia acaba suscitando compasión primero y perdón después. Y si eso es así, es porque Frost se lo permite o porque en parte se equivoca. Lo explico. Además de utilizar ese documento delator —la conversación con su asesor Chuck Colson— para probar que el expresidente ya sabía lo que decía que no sabía, lo podía usar para poner en evidencia que Nixon era un tipo sin moral, un tramposo sin escrúpulos y un mentiroso sin vergüenza, que mintió entonces igual que miente ahora, delante de usted, en esta entrevista. Si Frost lo hubiera resuelto así, entonces la confesión de Nixon habría sido un inevitable reconocimiento de culpa sin derecho a perdón y mucho menos a compasión. La estrategia consistiría en comprometerlo moralmente, mediante preguntas cuya respuesta ya sabemos, porque son inevitables, antes de sacar a la luz el documento acusador, la otra smoking gun tape. Más o menos podría ser esto: Frost1. Dígame Sr. Nixon, ¿le parece sensato y justo afirmar que un presidente de los Estados Unidos no puede mentir nunca en el ejercicio de su cargo, y que si lo hace, merece el más absoluto de los desprecios? Frost2. Señor Presidente, dígame la verdad, ¿Mintió alguna vez en sus declaraciones públicas sobre el Watergate? Frost3. Esto no es un tribunal, señor presidente, pero recuerde que le está viendo toda la nación y que toda la nación le va a juzgar. Usted ha asegurado una y otra vez que no se enteró del escándalo Watergate hasta el día 23 de junio. Dígame la verdad, señor presidente, ¿es cierto esto o mintió cuando lo dijo? Frost4. Señor presidente, tenemos un documento, una conversación suya con Colson, que prueba que usted no dice la verdad, que mintió entonces y que miente ahora. Escuche lo que usted decía solo tres días después del asalto a la sede de los demócratas:

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“Toda esta investigación se desvanecerá, a no ser que alguno de los siete [los cinco asaltantes miembros de la CIA más los dos miembros del Comité de Reelección de Nixon que los contrataron] empiece a hablar. Ese es el problema”.

En la medida en que en la entrevista original, la descalificación personal y moral no se produce, Nixon pudo permitirse el guiñol de esa confesión sin apenas arrepentimiento y menos expiación. Si le hubieran confrontado ante las cámaras con lo dicho y hecho bajo secreto, le hubieran comprometido de tal modo que incluso a él se le habría caído la cara de vergüenza. Y sobre todo, nadie le habría dado ningún crédito a su repentino y forzado arrepentimiento. Y nadie le habría compadecido. Nadie decente, quiero decir. Quedémonos pues con la estrategia básica para todo tipo de smoking guns, ese as en la manga que el otro, la persona entrevistada, ni siquiera sospecha. Se trata de comprometer públicamente al entrevistado en relación con el asunto en litigio, del que tenemos una evidencia más o menos incriminatoria y a la vez desconocida, o porque él no la conoce o porque está convencido de que nosotros la desconocemos. De este modo, con las preguntas de nuestra estrategia le obligamos a pronunciarse abiertamente en contra de lo que hizo o dijo en su momento, a sabiendas de que tampoco tiene otra opción, porque sus respuestas son tan previsibles como inevitables. Y una vez comprometido —porque ha mentido, en el caso de Nixon—, ahora sí, ahora vamos a pillarlo mediante nuestra smoking gun particular. Y gracias a esta estrategia, no solo conseguimos poner al descubierto su delito sino también sus mentiras, no solo delatamos los hechos o los dichos, sino también su mala fe, su falta de principios, el descaro con que miente, la poca vergüenza.

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Veamos otro caso, resuelto de manera brillante, que a pesar de no ser exactamente igual, porque en este caso es un asunto a tres bandas, a fin de cuentas la estrategia es la misma. Es una entrevista que Arcadi Espada, entonces todavía en El País, hace a Pilar del Castillo, ministra de Educación, Cultura y Deportes del Gobierno de Aznar, que se publica a doble página en el cuadernillo de Domingo (6 de mayo de 2001). Estaba cantado que en esa entrevista iban a salir dos asuntos de actualidad. Primero, esas palabras del entonces rey de España que sonaban a burla para muchos: “Nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino de encuentro [menos mal]; a nadie se obligó nunca a hablar en castellano”. Y segundo, el asunto de un tramposillo a quien la ministra había colocado como director de la Biblioteca Nacional y que, según ella, era “un intelectual de amplio espectro y demostrada solvencia”. Cabeza de cartel por Esquerra Republicana de Girona en las primeras elecciones democráticas, Luis Racionero era desde hacía años un ‘intelectual’ en la órbita y sobre todo en los trampolines del PP, que ya le había obsequiado antes con otro espléndido puesto: director del Instituto de España en París. En abril de 2001, la ministra le nombra director de la Biblioteca Nacional, en sustitución de Jon Juaristi, otro que tal, porque si entonces era ya el intelectual jefe del PP, de joven militó en ETA, luego en LCR, más tarde en el PCE… y así hasta llegar a Nueva Zelanda. A lo que íbamos. Un lunes de mediados de abril, Racionero tomaba posesión de su cargo, y dos días después El País le dedicaba una página entera de Cultura, cuyo titular decía: “Racionero reprodujo pasajes enteros de un libro de 1921 para escribir su Atenas de Pericles”. Que era tanto como decir: ¡Ojo, el director de la Biblioteca Nacional le da al plagio! Fatal, claro, y nada casual, evidente.

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La ministra, pues, estaba sobre aviso, y ya había preparado su respuesta, su lamento y su defensa para cuando Espada sacara el cuchillo jamonero: “Es llamativo que en un mismo medio y con relación a personas nombradas por este Gobierno, se encuentre uno con eso. Primero, Luis Alberto de Cuenca, que es secretario de Estado; ahora el director de la Biblioteca Nacional. Es un poco llamativo, ciertamente [que] Luis Alberto de Cuenca, poeta reconocido, escritor desde hace muchos años, lo nombran secretario de Cultura y ¡zas! Luis Racionero, director del Instituto de España, con una muy larga vida profesional, nadie dijo nunca nada sobre él, y cuando le nombran director de la Biblioteca, ¡zas! A mí me llama la atención.” Lo que no sabía la ministra era que Espada tenía otra prueba de cargo reciente, casi caliente, de escándalo, y que iba a ejecutar un elegante, jocoso y a la vez demoledor ejercicio de estrategia. Para ello, lo primero era comprometer a la ministra con esas preguntas cuyas respuestas, lo dije ya, son tan previsibles como inevitables, porque no puede decir otra cosa. Espada: Pasemos a otro asunto infinitamente más cómodo, cual es el plagio. Ministra: Ja, ja... Pasemos al plagio. Espada: Plagiar parece feo y serio. Ministra: Compartido. Espada: Usted ha escrito algún libro... Ministra: Sí, uno sobre la financiación de los partidos. Y he participado en varios como editora; como editora, digo, en el sentido anglosajón del término. Espada: Supongo que no le gustaría demasiado que alguien descubriera plagios en sus trabajos. Ministra: Para mí sería tremendo. Yo, con este asunto, he sido siempre muy cuidadosa.

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Adviértase que este tipo de preguntas o tiene un sentido estratégico, como es el caso, o no tienen sentido, porque ya sabemos que responderá, tanto si plagia como si no plagia, que no. O sea, que ya tenemos a la ministra a punto de caramelo, donde queríamos, oyéndola decir en voz alta que eso de plagiar es feo, pero que muy feo. En este punto, el periodista se permite un pequeño paseo que tiene algo de deleite y recreo, porque al cabo de tres respuestas en que la ministra subraya lo llamativo que le resulta todo el asunto, porque es evidente que alguien saca trapos viejos solo para fastidiar, y que digan lo que diga, Racionero es un tipo muy cabal y muy profesional, etcétera, entonces el periodista recupera el florete y lanza su estupendo allegro ma non tropo asalto final: Espada: ¿Plagiar es una corrupción? Ministra: Desde luego. Espada: Permítame que le muestre este párrafo del último premio de Racionero, ‘El progreso decadente’, Espasa, 2001, página 158: “La ciencia está exenta de juicios de valor; nos dice lo que es, no lo que debería ser: un electrón no es ni bueno ni malo; simplemente, es. La ciencia, al describir los hechos básicos del universo, no tiene nada que decir sobre bien o mal, lo sabio o lo necio, deseable o nocivo. La ciencia puede ofrecer la verdad, pero no cómo usarla sabiamente. El objetivo de la ciencia es la verdad; el de la religión, la sabiduría, y sobre todo su aplicación a la moral. Ministra: ¿…? Espada: Ahora, compárelo con este otro párrafo, de ‘Ciencia y religión’, un libro de Ken Wilber, Kairós 1999: “La ciencia está básicamente exenta de valores, la ciencia no nos dice lo que debería ser ni lo que tendría que ser, sino lo que es: un electrón no es ni bueno ni malo, es simplemente lo que es; un sistema solar no

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es bueno ni malo, es simplemente lo que es. Consecuentemente, la descripción o elucidación que la ciencia hace de los hechos básicos del universo tiene muy poco que decirnos acerca del bien y del mal, de lo adecuado y de lo inadecuado, de lo deseable y de lo indeseable. Porque si bien la ciencia puede hablarnos de la verdad, no puede decirnos nada acerca del modo de utilizar sabiamente esa verdad (…) La ciencia, dicho de otro modo, no opera dentro del campo de la sabiduría ni del valor, sino de la verdad”. Ministra: ¿…?. Espada: ¿Y bien? Ministra: No me haga usted pronunciarme sobre esta cita.

Glorioso. El único ‘pero’ es que la entrevista no fuera por televisión. Habría sido tremendo y sabroso ver la metamorfosis completa del rostro de la ministra, más pronunciada que la que sufrió su espíritu, que si a los 20 años andaba con Bandera Roja, antes de los 40 se apuntaba a la bandera azul del PP.

4. Una entrevista no es una discusión. Ana Pastor entrevista a Mahmud Ahmadineyad (TVE, 2011) Del mismo modo que si no hay un tema claro y un objetivo definido, la entrevista tiende a la conversación más o menos anodina, cuando el asunto es controvertido, polémico, el riesgo inmediato es olvidarse del periodismo y convertir la entrevista en una discusión casi siempre estéril. Cuanto más conflictiva o delicada sea la cuestión que queremos abordar, más claro debemos tener nuestro papel: no somos exactamente nosotros

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mismos, una persona cualquiera que puede excitarse y cabrearse y encenderse, sino periodistas, profesionales de la pregunta y del querer saber lo que no se sabe y sobre todo, de lo que no quieren que se sepa. Estamos allí para conseguir unas respuestas. Y quizás nuestro entrevistado no está muy o nada dispuesto a contar lo que nos interesa, quizás intente despistar, salir por la tangente. Pero por muchas impertinencias, evasivas, artimañas… que intente, nosotros a lo nuestro: no debemos caer en la provocación, ni perder el control de la situación, porque sería el fin de la entrevista. Una entrevista no es una discusión, repito, y en vez de alterarnos ante cualquier desfachatez o afrenta, debemos mantener la calma, como si nada, y no aflojar la cuerda, e insistir, para que vierta el vinagre que nutre su odio o escupa los gargajos de su chulería, para que se retrate. Que por la boca muere el pez. Cuanto más comprometida sea una entrevista, por el asunto o por el entrevistado, o por ambas cosas, más debemos afianzar esta disociación entre persona y periodista, en el sentido de que debemos mantener alejado nuestro pathos personal, de modo que la entrevista quede en manos de nuestra razón y de nuestra estrategia, atentos para que no se nos escape nada, para que el otro responda o se delate con las dudas, las evasivas y los silencios a que le han empujado nuestra preguntas. En otras palabras, en una entrevista así comprometida, como periodistas somos una marioneta que nosotros mismos controlamos a distancia, con los mecanismos de la voluntad, la razón y la estrategia. Cuando por la tensión del caso, la periodista se compromete y se implica de un modo beligerante en el asunto, lo que acostumbra a suceder es que deja de entrevistar y comienza a discutir, o sea, que en vez de preguntar se mete a replicar, a contestar, a objetar. Y a su vez, el entrevistado no solo deja de responder,

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sino que a menudo empieza a preguntar. En fin, el mundo más bien al revés, porque quien debería preguntar, no lo hace, discute y a veces responde, y el que debería responder, no solo discute sino que se adueña de las preguntas cada dos por tres. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en la entrevista que la periodista Ana Pastor le hizo a mediados de marzo de 2011 al entonces presidente de la República Islámica de Irán Mahmud Ahmadineyad. Del medio centenar de intervenciones de Pastor en una media hora, una tercera parte no fueron preguntas, sino respuestas, réplicas, alegatos…Y por su parte y en paralelo, una docena y media larga de los turnos de Ahmadineyad no fueron respuestas, sino preguntas, que a veces encadenan dos, tres, cuatro y hasta cinco preguntas en una sola intervención. No pongo en duda el talento periodístico de Ana Pastor, todo lo contrario, es una grandísima profesional, —rigurosa, seria, hábil, diligente—, pero a veces su ímpetu la arrastra al debate, y eso puede resultar contraproducente, como en este caso. En su descargo hay que anotar el problema del idioma y las interferencias constantes de la rudimentaria traducción, vaya jaleo de voces y atropellos; segundo, que Ahmadineyad, cabeza entonces de un régimen criminal, es un tipo terco y huraño, y más en su terreno, ya que la entrevista tuvo lugar en una desangelada sala de su Palacio Presidencial; tercero, que como mujer supongo que no le sentó nada bien tener que cubrir su cabeza con ese pañuelo sí o sí —en un país en el que hasta las maniquíes de los escaparates deben llevar hiyab o velo islámico—, que luego al resbalar y dejar su melena al descubierto se convirtió en la anécdota —poderosa como imagen, ciertamente: un gesto de rebeldía contra la humillación— que medio ensombreció a la entrevista misma. Ocurrió en el tercio final de la entrevista, justo cuando Pastor aludía a dos de las peores vergüenzas iraníes —la ejecución de homosexuales

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y la lapidación de mujeres—, y a pesar de que se ha dicho que Ahmadineyad le llamó la atención con un gesto —señalando a la cabeza—, no es cierto, ese gesto ocurre mucho antes: mantuvo todo el tiempo esos ojos cerrados, esa mirada sombría, y esa acerada sonrisa, medio soberbia, medio desprecio. Las intenciones de Pastor eran evidentes desde el principio, tanto como el esquivo y sordo proceder de Ahmadineyad. Con el pretexto de la actualidad, los gravísimos accidentes de la central nuclear de Fukushima a causa del terremoto y tsunami de Japón del 11 de marzo, Pastor intentó poner en entredicho la política nuclear de Irán, pero el astuto interlocutor respondió primero con evasivas y luego con un elogio de la seguridad de las centrales nucleares iraníes rematado con una crítica a las instalaciones japonesas. O sea, punto para el cínico Mahmud. Ante ese tropiezo, Pastor abandona ex abrupto el tema nuclear, aunque anuncia que luego va a volver a él, algo que ya no hará, o por falta de tiempo o porque se le olvidó. Y entonces aborda otro grave asunto de la actualidad —la revuelta libia— que va a convertirse muy pronto en un cenagal, sobre todo para la periodista, que se verá envuelta en una discusión árida, absurda, inútil, que Ahmadineyad sabotea una y otra vez con su sonsonete antiimperialista. Pero es que además lleva razón en lo que repite sin cesar, que los que entonces querían derrocar a Gadafi eran los mismos que antes le armaron: Pastor tenía que prever el subterfugio y no dar pie a sacarlo, y menos a macha martillo. Pastor: Quiero hablarle de la situación de Libia. Se cumplen cuatro semanas desde que empezaron las revueltas y Gadafi no se ha marchado. Dígame, si Gadafi no se marcha en las próximas horas o próximos días, ¿cuál cree el presidente Mahmud que es la solución?

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Ahmadineyad: Yo creo que en todos los lugares del mundo hay que respetar la opinión de la gente, es el pueblo el que tiene la soberanía, y el que gobierna tiene que respetar los derechos del pueblo. Pastor: Pero Gadafi no lo está haciendo, está bombardeando a la población. ¿Cómo se puede evitar? ¿Tiene que haber una intervención militar extranjera? Ahmadineyad: Yo creo que la intervención militar va a ser peor aún. La experiencia de Irak lo demuestra, todo ha ido a peor; desde que Afganistán está ocupado han muerto miles de personas; en Irak, un millón de personas ya se mataron, y no se ve una perspectiva clara de seguridad en esta zona. Yo creo que la situación se puede controlar con otros instrumentos. Pastor: ¿Cuáles son los instrumentos según usted? Ahmadineyad: Los que intervienen en esto, anteriormente ayudaron al Gobierno y hoy están diciendo que ayudan al pueblo... Si ellos no intervienen en los asuntos de Libia, yo creo que el pueblo libio puede decidir su futuro. Pastor: Pero... Ahmadineyad: Las intervenciones occidentales van a empeorar la situación. Pastor: Pero presidente, la situación hasta ahora es que no ha intervenido Occidente, de momento no lo han hecho y eso es así, usted está siendo muy duro con los Gobiernos occidentales. Si no intervienen continuará la masacre, es lo que piensa mucha gente. Gadafi esta masacrando a su pueblo, si nadie interviene. ¿Cuál es la solución? El pueblo solo no puede. Ahmadineyad: Mire, lo que estamos viendo en esa zona son las consecuencias de las medidas hechas anteriormente, esas medidas y actuaciones originaron la situación actual. ¿Quiénes ayudaron a los dictadores en los últimos 50 años? ¿De dónde

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venían los armamentos? ¿Acaso fabricaron los armamentos el pueblo? ¿O los Gobiernos? ¿O les vendieron esos armamentos los otros Gobiernos...? Pastor: Pero hay una gran diferencia entre lo que está pasando en Libia y lo que ha pasado en Egipto o en Túnez, donde empezaron las revueltas. En Túnez y Egipto los dos presidentes salieron, en Libia Gadafi se ha agarrado a la silla e, insisto, está masacrando a su pueblo... Ahmadineyad: ¿Y cuál es la diferencia? Pastor: Ellos se marcharon, Gadafi continúa. Ahmadineyad: ¿Qué cambia en el fondo? Pastor: ¿En el fondo? No hubo la cantidad de muertos que está habiendo, presidente, es una diferencia fundamental. Ahmadineyad: Nosotros condenamos estas matanzas, pero mire, la situación actual es fruto…, ¿de quiénes? ¿Quiénes administraron la situación durante estos últimos 50 años? Pastor: Pero más allá de responsabilidades, busquemos una solución... Ahmadineyad: Tenemos que encontrar las raíces de los problemas para poder solucionarlos. Pastor: La zona de exclusión aérea, sobre la que se está debatiendo ahora mismo en la OTAN… Si se determinara hacer una zona de exclusión aérea y con capacidad para derribar aviones libios, ¿cuál sería la posición de Irán? Ahmadineyad: Cualquier intervención occidental va a hacer más complicada la situación. Los occidentales han de dejar de lado la visión colonialista, porque hay que encontrar un diálogo directo con el pueblo, esto es viable. Que no intervengan ellos. Sabemos de dónde vienen esos armamentos… Pastor: Pero presidente… Ahmadineyad: …que apoyan a esos Gobiernos.

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Pastor: Usted insiste en esa acusación y yo insisto en la solución. Cuatro semanas después el pueblo no ha conseguido echar a Gadafi, no sé cuál es la solución que propone usted: ¿un diálogo entre quién, con quién, bajo el auspicio de quién? Ahmadineyad: Usted puede insistir en su pregunta. Yo no pretendo convencerla a usted. Pero sí sabemos de dónde vienen esos armamentos que están matando al pueblo. ¿Esto es una acusación? Es una pregunta. Ellos hoy mismo tienen el protagonismo en la región. Pastor: ¿De dónde vienen esos armamentos? Ahmadineyad: ¿De donde vinieron y quiénes fabricaron esos armamentos? Pastor: ¿A quién está acusando, presidente? Ahmadineyad: ¿Quién ha dado esos armamentos al Gobierno libio? Pastor: ¿Quién? [ingenua] Ahmadineyad: ¿No sabe usted quién les ha dado ese armamento? Pastor: No. Ahmadineyad: Gobiernos que hoy mismo ni siquiera se atreven… Pastor: Se refiere a… Ahmadineyad: … a sancionar económicamente al Gobierno libio. Pastor: ¿Se refiere a los Estados Unidos? ¿Está pensando en el Gobierno de los Estados Unidos? Ahmadineyad: Es posible que sean Estados Unidos y Europa. Pero, ¿quiénes le dieron ese armamento al Gobierno libio? ¿Ellos compraron ese armamento a… los africanos? Al Gobierno de… Japón? ¿O a quién? Pastor: Déjeme que…

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Ahmadineyad: ¿A nadie? Pastor: Yo no lo sé presidente. Ahmadineyad: Esta situación actual es el fruto de la intervención de Estados Unidos y de Europa, y todavía están interviniendo en los asuntos de la región lamentablemente; ellos tienen su plan para nuestra región, ellos pensaban que con una provocación y una manifestación ya todo habría acabado… Pastor: Pero, señor presidente… Ahmadineyad: Y bueno, con alguien con quien tenían 40 años de buena relación, eso distorsionó ese juego. Si ellos se van de esta zona nosotros nos comprometemos a que la situación se normalice. Pastor: Es decir, estamos hablando de pasar del tutelaje de Occidente al tutelaje de Oriente, porque está hablando prácticamente en primera persona. ¿No cree que todo esto, lo que ha pasado en Túnez, Libia, Egipto, Bahréin, Yemen.., en todas partes, viene de la falta de libertad de esos pueblos, no tanto de la injerencia extranjera, que podemos debatirlo, sino de la falta de libertad, que es lo que están reclamando todos esos pueblos? Ahmadineyad: Sí, creemos que no hay libertad en esta zona. Pero la pregunta es, ¿quiénes restringieron las libertades de esos pueblos durante cincuenta años? ¿Los dictadores estaban apoyados por quiénes? ¿La mayor relación económica militar con quiénes la tenían? ¿Las bases militares de qué países están en esta zona? ¿La base militar de quién? Pastor: Pero también a usted le acusan, lo sabe, presidente, de estar… Ahmadineyad: ¿De los marcianos? Pastor: Del cielo no viene. Pero en cualquier caso a usted también le acusan… Hillary Clinton ha dicho que usted está de alguna manera influyendo en lo que ha pasado en dos países en concreto,

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en Bahréin y en Yemen. También usted está recibiendo ese tipo de acusaciones. ¿Está Irán interfiriendo también en esos países? Ahmadineyad: Ella, que está acusándonos, tiene que justificar y documentar su acusación. Pastor: Lo mismo que Irán. Ahmadineyad: Yo le estoy haciendo una pregunta: las dictaduras del norte de África y de Oriente Medio, ¿hasta ahora estaban apoyadas por quiénes? Pastor: Presidente… Ahmadineyad: ¿Estaban apoyadas por nosotros o por Estados Unidos y Europa? ¿Con quiénes tenían contratos de armamento por valor de más de 60.000 millones de dólares? Pastor: Presidente, los periodistas, no sé aquí, pero en España no estamos acostumbrados a responder preguntas sino a hacerlas. Déjeme que le diga que lo mismo que está usted diciendo sobre otros países se lo recriminan a usted. Y vamos ya a las críticas que le hacen al Gobierno del presidente Mahmud Ahmadineyad. Usted fue duro con Gadafi, dijo que estaba aplastando a su pueblo. Hay quien piensa que usted también lo está haciendo. ¿Tiene miedo de que aquí en Irán ocurra lo mismo que ha ocurrido en todo el mapa de alrededor?

El fragmento reproduce diez minutos largos (del 3 al 13), una tercera parte del total, demasiado tiempo para tan poca cosa, porque la entrevista se enfanga y se encalla, no para de dar vueltas sobre lo mismo y no avanza, como un diálogo de sordos. He marcado con negrita los momentos en los que Pastor más abiertamente se olvida de preguntar y se lanza a rebatir como rival y antagonista. A mi modo de ver es un error, porque la discusión resultará estéril, solo acentuará la evidente y previsible discordia, porque mientras tanto se olvida de la entrevista y se le va yendo el tiempo, tiempo que va ganando su oponente, satisfecho por la

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eficacia de su premeditado boicot. Y si se mira con atención, se verá que al mismo tiempo que Pastor se enzarza con la disputa, Ahmadineyad se adueña no solo de las preguntas —destaco con negrita las que formula, para que se vea mejor la apropiación concedida— sino de la entrevista misma, porque a partir de entonces, la periodista no hace más que ir a remolque del taimado antagonista. Y para cuando se da cuenta del enredo, ya han transcurrido casi diez minutos. Pero es que apenas un minuto después de replicarle que “los periodistas, no sé aquí, pero en España no estamos acostumbrados a responder preguntas, sino a hacerlas”, Ana Pastor vuelve a cometer el mismo error, y otra vez entra a discutir con ese marrullero de pro, y de nuevo le entrega el gobierno de la entrevista, y él prosigue con su latosa cantilena, y ella de nuevo a remolque, víctima de las argucias de ese diablo. Total, que casi sin darse cuenta, creo, ella le sigue el juego, y no solo le cede el mando del interrogatorio, sino que en ese extemporáneo y tóxico debate pasa de ejercer la acusación a ser interrogada como si fuera la acusada. Y así transcurren otros cinco minutos, que arrancan con una mala pregunta y concluyen con una significativa intervención del líder iraní, que se pregunta y se responde a sí mismo, nada de tenis, frontón: Pastor: ¿Usted no está reprimiendo las protestas de este pueblo, del pueblo iraní? Ahmadineyad: Jamás, jamás, nunca hemos hecho esto. Durante los últimos treinta años hemos tenido treinta elecciones libres. Yo cada semana estoy por las calles durante cuatro horas hablando con la gente. Tenemos la experiencia de matanzas en Estados Unidos y en Europa anteriormente, e incluso ahora mismo hay cárceles secretas en Europa. Cuando alguien, algún científico o pensador escribe un libro, le meten en la cárcel…

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Pastor: Bueno, eso no… Perdóneme presidente, pero en Europa, y yo le hablo de la realidad española, eso no ocurre. A nadie le encarcelan por escribir un libro, y aquí sí que hay una acusación de que hay dos opositores, Musaví y Karrubí, que están ahora mismo encarcelados. Ahmadineyad: En la vecindad de España están haciendo eso. No sé quién está en prisión por haber escrito un libro. Esas noticias falsas que… Pastor: ¿Usted dice que la prensa internacional miente? Ahmadineyad: Mi pregunta es esta. Mi pregunta clara es esta. ¿Quiénes vendían anualmente 60.000 millones de armamento a esta zona? ¿El pueblo se está matando con los armamentos de qué países? ¿Acaso ese armamento está fabricado en Irán? Pastor: Es usted más insistente que yo. Pero déjeme que hablemos de Irán, de la situación. Me ha dicho que hace muchos años que en Irán hay elecciones libres. Déjeme que le pregunte por la oposición. Hay gran preocupación en Europa por dos opositores… Ahmadineyad: Le gusta que yo le conteste como usted quiere. Pastor: No, no, yo quiero que me conteste. Ahmadineyad: Usted tiene que preguntarme a mí y escuchar también mis respuestas. Permítame que sean los televidentes que sean ellos mismo que juzguen. Ellos piensan, y que ellos mismo decidan. Usted no tiene que decidir en lugar de los espectadores. Usted quiere imponerme su opinión. Y es claro que yo no voy a aceptarlo. Pastor: No, no... [resignada] Ahmadineyad: Mi pregunta clara es esta: De todo el mundo, ¿quiénes durante los últimos cincuenta años apoyaron a las dictaduras? Deme una sola prueba de que no estaban apoyados por Estados Unidos y Europa. En este mismo país hubo un dictador que

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mataba a miles a su pueblo, y estaba ayudado por Estados Unidos y Europa, e incluso habían firmado con él un tratado nuclear. Por favor, ¿nómbreme un solo dictador en el mundo que no estuviera apoyado por Europa y Estados Unidos? Pastor: Bien, yo creo que… Ahmadineyad: Pongamos por ejemplo que resolvemos el problema libio hoy. Pero mañana surgirán miles de problemas más, porque esto es la consecuencia de la intervención de Europa y Estados Unidos. Pastor: Desde luego en España entendemos perfectamente lo que supone vivir en una dictadura, porque no hace mucho España también ha vivido una. Pero yo le insisto, no es solo Estados Unidos, no es solo Europa, los medios de todo el mundo hablan de lo que está pasando aquí con la oposición, y me gustaría, y le voy a dejar responder, que me diga qué ha ocurrido con Musaví y con Karrubí, son dos líderes de la oposición. No sabemos dónde están, presidente, dígame, ¿qué noticias hay de ellos? Ahmadineyad: ¿Pero tiene que saberlo usted? ¿Es usted abogada de ellos? Pastor: No. Ahmadineyad: En todos los países hay oponentes, hay oposición. Hay también la ley. ¿La oposición puede infringir la ley? ¿No hay oposición, en España? Pastor: Sí pero no… pero no están presos. Ahmadineyad: ¿No hay fuerzas separatistas en España? Pastor: Sí. Ahmadineyad: ¿Ustedes permiten a estas fuerzas separatistas incendiar los edificios públicos y pegar al pueblo en las calles? ¿Incendiar las casas de la gente? En España, si alguien comete estas atrocidades.., ¿qué hará el Gobierno? ¿Qué hará el juez? ¿El juez va solo a mirar? Si algunas personas atacaron a la gente por las calles

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con armas blancas, ¿qué hace el Gobierno? ¿Qué hace el juez? En España, ¿solamente los miran? Pastor: Actuaría. Ahmadineyad: Yo sé que el Gobierno español reprimió a los separatistas vascos. Pastor: No, no, yo creo que es diferente. El delito ideológico en España no existe. La oposición por ser tal no está en la cárcel, y hablamos de agredir, que sí está establecido como delito, pero déjeme… Ahmadineyad: ¿Ninguna oposición en España? Pastor: Pero por ser oposición no van a la cárcel. Ahmadineyad: Si alguien en la calle incendia un edificio, ¿qué va a hacer la policía? ¿Y qué va a hacer el juez? En España, ¿no gobierna la ley? Si alguien viola la ley, el juez también va a proceder contra él. Y le voy a decir algo. Ese juego que están haciendo los europeos y los americanos bajo el nombre de la democracia…, no tiene ya efectos ese juego. Mi pregunta es esta: que todos los dictadores están apoyados por Estados Unidos y Europa. Y entonces, ¿cómo se proclaman defensores de la democracia? Es algo vergonzoso proclamar algo así. Pastor: Déjeme… Ahmadineyad: ¿Por qué Estados Unidos y Europa están contra nosotros? Porque nosotros somos independientes.

Digo que la primera pregunta es mala porque si no tenemos nada con que respaldar y rematar la acusación —un documento, un testimonio, una denuncia, algo que le deje como embustero—, la respuesta es evidente, que no, que jamás de los jamases: sería tonto si confesara que es un régimen autoritario y sin escrúpulos. Y la última intervención que cito, se explica ella sola: Mahmud se la guisa y Mahmud se la merienda, a la pregunta y

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a la periodista. Destaco también con negrita los momentos en que Ana Pastor, en vez de llevar la iniciativa, que sería lo propio, le sigue sin querer el juego a Ahmadineyad, y no es que se coma el cebo, es que se traga el anzuelo. Sin embargo, en este mismo fragmento también se advierte cuál podría ser la solución, porque en un determinado momento la soberbia del jerarca se resquebraja, y en un santiamén Ahmadineyad pasa del desdén a la rabia, y con eso se delata y se retrata. El estallido ocurre justo en el momento en que Pastor le interpela de manera concreta y directa sobre la situación de Musaví y Karrubí, dos miembros de la oposición que se supone que están encarcelados: “No sabemos donde están Musaví y Karrubí, presidente, dígame, ¿qué noticias hay de ellos?” Y ahora sí, ahora Mahmud se enoja y se rebota, y a ti qué te importa, le dice más o menos en farsi, quién eres tú, mujerzuela occidental, para preguntarme eso. Y eso ya es mucho. Pero han hecho falta seis ‘preguntas’ de Pastor para llegar ahí, porque seis turnos antes ya había sacado el caso de esos dos opositores, aunque no como pregunta directa, sino como argumento de una réplica: “Perdóneme, presidente, pero en Europa, y yo le hablo de la realidad española, eso no ocurre, presidente. En España, a nadie le encarcelan por escribir un libro, y aquí sí que hay una acusación de que hay dos opositores, Musaví y Karrubí, que están ahora mismo encarcelados.” Pero es una luz fugaz, porque enseguida Ahmadineyad recobra el temple y la pregunta: “¿Pero tiene que saberlo usted? ¿Es usted abogada de ellos?” Y Pastor, en vez de insistir de algún modo en su pregunta —¿Tan grave es su situación que no puede responder, presidente? Si su situación es legal, ¿por qué no nos dice dónde están y de qué se les acusa? En Irán, presidente, ¿es información secreta, prohibida, saber si alguien está en la cárcel y por qué motivos? No sé, preguntas así, por ejemplo—, lo que

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hace es olvidarse de su objetivo y caer de nuevo en la trampa. “No”, responde, no soy su abogada, y a partir de ahí, más de lo mismo. En fin, solo fue un destello. Ya en el tramo final de la entrevista, tras ese afloja más que estira en razón de los opositores Musaví y Karrubí, Pastor consigue de nuevo sacar a Ahmadineyad de sus casillas, no tanto por la pregunta, a mi modo de ver mal formulada, sino porque salen a la luz dos de los más viles crímenes de la teocracia iraní: la ejecución de homosexuales y la lapidación de mujeres. Con solo mencionar las canalladas, resurge ese tipo autoritario, intolerante y frío que preside una república islámica sedienta de sangre, y perdonen la redundancia, en la que cuando se tortura o se ahorca o se lapida se hace siempre, eso sí, en nombre de Alá el misericordioso. Si dios es como dicen, que no creo, habría que aplicarle la legislación antiterrorista. Pero será otra vez un fulgor efímero, poco más que un chispazo, porque enseguida Ahmadineyad recobra el aliento, pasa de nuevo al ataque, y Pastor se deja enredar otra vez por las artimañas de ese fanático fullero que se esconde tras una máscara impenetrable, medio esfinge, medio carcelero. Y así hasta el final, él mascullando sus letanías contra el sionismo que, según dice, tiene la bota sobre el cogote de medio mundo, y ella sin dar pie ni patada, incómoda, y supongo que insatisfecha, tras comprobar que ese día Ahmadineyad se le escurrió como una viscosa lamprea. Pastor: Déjeme que le mencione algo importante. Estamos hablando de democracia, y en Europa existe el Parlamento Europeo, y ha sido especialmente duro con dos asuntos relacionados con el pueblo iraní: con la ejecución de homosexuales y la lapidación. Ya sabe que en Europa llama mucho la atención que todavía exista una pena tan dura y tan terrible para mujeres pero también para hombres. Es el Parlamento Europeo, que está elegido democrá-

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ticamente. ¿Qué contesta el presidente Mahmud Ahmadineyad a esos análisis [¡denuncias!] que hacen las ONG, que hace Amnistía Internacional, pero que también hace el Parlamento Europeo? Ahmadineyad: ¿De dónde ha sacado usted sus facultades para intervenir en nuestros asuntos? ¿El pueblo iraní le ha dado permiso? ¿Acaso el pueblo europeo puede intervenir en los asuntos iraníes? Nosotros también daremos nuestra opinión. Nosotros diremos que el pueblo europeo es el pueblo más reprimido bajo la tiranía del mundo, porque el pueblo europeo tienen el derecho de elección, ellos están obligados a votar solamente a unos cuantos partidos políticos, son prisioneros de los partidos políticos, y muchos partidos políticos están controlados por los sionistas. Por favor, demuéstreme unos cuantos partidos políticos que puedan actuar libremente. Es muy claro. ¿Por qué el Parlamento Europeo no toma postura contra los crímenes de los sionistas? Pastor: No, no. Ha sido muy duro también contra algunas actuaciones de Israel, y presidente, créame, porque es un tema muy sensible en España. Hace poco tiempo, hace dos semanas, tuvimos oportunidad de hablar con el presidente Peres, y fue duro el presidente Peres contra usted. El presidente Peres dijo que usted va a ser el próximo en caer, y me gustaría que en la misma televisión donde el presidente Peres lo dijo, usted le responda a Israel. Ahmadineyad: Él tiene toda la libertad del mundo de pronunciar su opinión. Creemos que en Oriente Medio el futuro será sin el régimen sionista y sin la intervención de Estados Unidos y Europa. Ustedes, ¿quieren esconder qué cosa? Incluso los niños saben que Estados Unidos está influenciado por la propaganda sionista, eso lo sabe todo el mundo. El pueblo europeo es hoy prisionero del régimen sionista, hoy nadie puede hablar contra el régimen sionista. La contribución del pueblo europeo beneficia al régimen sionista. Después de haber pasado 65 años de la II Guerra, el pueblo alemán

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está pagando por esa guerra. A un escritor cuando escribe un libro le llevan a la prisión, entonces cómo podemos comparar… Pastor: Ya le he dicho que en España esto no ocurre, ya le he dicho que no existe el delito ideológico. Pero déjeme, estamos ya terminando, me dicen que se me acaba el tiempo, y quiero preguntarle… Ahmadineyad: Nosotros tenemos una muy buena relación con España. Pastor: Quiero preguntarle por la relación con España. Hubo un incidente con nuestro cónsul, porque le acusaron de estar participando en esas manifestaciones de la oposición en Teherán. ¿Cómo está ahora mismo la situación con España? Dígame, ¿cómo están las relaciones con España? Ahmadineyad: En la historia de nuestras relaciones con España no hay ningún punto negativo, hemos tenido y tenemos una relación económica muy buena, y estamos interesados en desarrollar esta relación. La moral y los deseos de nuestro pueblo están muy cerca de la moral y los deseos del pueblo español. Queremos tener relación de amistad con todos los países del mundo. Queremos que el Gobierno español actúe independientemente. Si no insistimos sobre la justicia, no vamos a tener éxito. La Unión Europea y el Gobierno de España si insisten sobre una postura injusta no podrán resolver el asunto. Nosotros con respecto al asunto Palestina y con otros asuntos y también con respecto a Irán tenemos que observar la justicia porque ya no se puede practicar la bravuconería, y también se ha acabado la era de la imposición. Y la Unión Europea tampoco puede imponer nada a nadie. Pastor: En eso le aseguro que estamos de acuerdo. Se nos ha acabado el tiempo… Ahmadineyad: Se ha acabado la era del engaño. Pastor: Estamos de acuerdo en que se ha acabado la imposición. Nosotros deseamos que todos los países sean libres. Esta

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televisión pública le agradece que nos haya atendido. Creemos que es bueno escuchar todas las opiniones y queríamos confrontar con usted esas críticas que llegan desde fuera de Irán. Le agradezco que haya atendido hoy a TVE. Se lo voy a agradecer en farsi. Gracias presidente por habernos atendido.

Dije antes que la pregunta que abre este tramo final no estaba bien resuelta. Ahora lo argumento. Porque la explicación resulta larga y da mucho tiempo a Ahmadineyad para calcular. Porque ella se pierde hasta el punto de llamar análisis a lo que son graves denuncias. Porque la pregunta que cierra finalmente el párrafo apenas tiene fuerza, ni entidad, ni coraje, y lo que debería ser un guantazo moral casi roza el eufemismo. No se entiende que no remache la pregunta llamando a los tremendos crímenes por su nombre: la ejecución en la horca de homosexuales, la lapidación de mujeres, o sea, matarlas a pedradas con pedruscos. En fin, creo que Pastor se equivocó al entrar al trapo y caer en la discusión, porque así dejó de preguntar, y peor aún, porque cada dos por tres parece que la interrogada es ella, porque quien pregunta es Ahmadineyad. Ya lo expliqué en el apartado 6.1, que cuando se ve acorralado, la estrategia instintiva del entrevistado pasa por intercambiar los papeles, adueñarse de la pregunta, esquivar la respuesta. Creo que Ana Pastor se equivoca al actuar como paladín de Occidente y consentir la confrontación, por dos razones, porque sin darse cuenta renuncia a la entrevista, a preguntar, a su manifiesto objetivo de dejar en evidencia ante el mundo a Mahmud Ahmadineyad, y porque, en resumidas cuentas y muy a su pesar, y a excepción de ese par de pinchazos ya mencionados, la periodista pierde el pulso. No quisiera parecer ni engreído ni ofensivo con este juicio negativo de la entrevista de Pastor a Ahmadineyad. A posteriori,

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con tiempo y desde fuera, todo es mucho más sencillo; de cerca y en ese momento y en esas condiciones, todo resulta mucho más complicado y difícil. El análisis debería servir para advertir los errores y, sobre todo, para corregirlos en la medida de lo posible. Poco o mucho, todos nos equivocamos. Pero de los errores, de la conciencia y reconocimiento de los errores, se aprende. Y entonces, ¿qué podríamos hacer ante una situación como esta? ¿Cómo evitar no solo las evasivas del entrevistado, sino que con sus argucias nos empuje a enajenar nuestras preguntas? En primer lugar, repito lo dicho: hay que evitar como sea entrar en discusión, mantenernos firmes, resueltos, impasibles a cualquier treta, y pensar solo en preguntar y repreguntar, y si no nos responden, que quede clara la evasiva o clamoroso el silencio. ¿Pero preguntar qué cosas? ¿Y cómo? A mi entender, en casos así no hay mejor estrategia que la que en otro apartado llamé entrevista de definición, es decir, preguntar de tal modo que el entrevistado no tenga más remedio que pronunciarse, definirse, retratarse, delatarse incluso, por activa o por pasiva, por lo que dice, por lo que calla y por lo que se niega a decir. Veamos, pues, algunas sugerencias para conseguir que Ahmadineyad se deje de soflamas y hable de lo que nos interesa: —Dígame, presidente, ¿Irán aspira a tener armas nucleares? —¿Está dispuesto, Irán, a renunciar a las armas nucleares? —¿Debe intervenir alguien en el conflicto libio? ¿Europa? ¿La Liga Árabe? —¿Hay que dejar que resuelvan sus problemas ellos solos y que se maten? —Por respeto a su país, presidente, he aceptado cubrir mi cabeza con un pañuelo. Por respeto a mi libertad, ¿usted me permite que me lo quite?

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—En Irán, ¿las mujeres son libres de pasear por la calle con o sin hiyab? —En Irán, si una mujer y un hombre se besan en público en los labios, ¿qué les puede ocurrir? —¿Es posible, y usted lo aceptaría, que una mujer sea presidenta de Irán? —Según usted, presidente, ¿la homosexualidad es un vicio, una enfermedad, un delito o una cosa natural? —En España hay diputados que han declarado públicamente que son homosexuales. ¿Puede suceder en Irán que un diputado sea homosexual y lo declare públicamente? —Si un día descubriera que un hijo suyo es homosexual, ¿qué le diría? ¿O qué le haría? —Si gente de su país no está de acuerdo con el Gobierno, ¿puede manifestarse y protestar libremente en la calle? —En su país, presidente, ¿cualquiera puede tener acceso libre a internet, y publicar un blog, por ejemplo? —Si la situación de los opositores Musaví y Karrubí es legal, ¿por qué no nos dice dónde están y de qué se les acusa? —¿Tan grave es su situación que no puede responder, presidente? — En Irán, presidente, ¿es información secreta, prohibida, saber si alguien está en la cárcel y por qué motivos? —Matar a una mujer a pedradas, aunque haya cometido un delito, ¿no le parece una atrocidad? —Una justicia basada en el ojo por ojo, ¿no es una simple venganza? —En su país, ¿cabe alguien que no sea musulmán? —¿Israel debe desaparecer?

Como ejemplos, suficientes, pienso. Y bien, juzgue usted mismo si con preguntas así el resultado sería igual, mejor o peor.

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5. Malas artes. Lo que nunca debe hacerse. De España entrevista, o eso dice, a Juanjo Puigcorbé (El País, 2000) El día de Nochebuena del 2000, El País Semanal dedicaba siete páginas a una entrevista al actor Juanjo Puigcorbé, que provocó un notable bochorno periodístico. En términos profesionales, fue un fraude y un engaño. Recuerdo que al leer el título, que recogía una frase del actor, ya sospeché que eso no podía ser así, y en el caso de ser así, entonces es que había muy mala leche y alguna vieja pendencia. “Soy demasiado inteligente”, aparecía escrito entre comillas bajo su nombre, y justo al lado, a la derecha, una foto suya a toda página con la mirada bizca, complemento intencionado del título, porque era como decir: o sea, que soy un tonto. O peor, porque cualquiera que leyera la entrevista, con solo ese título y esa imagen de idiota, ya estaba inclinado a creer si no convencido de que ese tipo era un perfecto cretino. Para colmo, el entrevistador decía en el texto que era amigo del actor. Con amigos así, no hacen falta enemigos. Puigcorbé es un estupendo actor, y como persona me cae más que bien, y siempre ha sido un actor con voz propia, independiente, inteligente, ciertamente, pero no es un estúpido engreído. Porque eso es lo que empiezas y acabas pensando al leer la entrevista. Le conozco de hace años, en más de una ocasión le invité a mis clases, y siempre aceptó, encantado, para que los alumnos le entrevistaran. Está claro que todos podemos decir burradas en cualquier momento, unos más que otros, pero que Puigcorbé cavara su propia tumba profesional de ese modo fanfarrón y torpe, no podía ser, que no y que no. Pensé que allí había trampa, y que si la había, tenía que encontrar su rastro en el texto. La primera cosa que me resultó chocante fue el léxico,

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la sintaxis y la música misma de su voz, no la reconocía como suya, pero bueno, todos podemos impostar más o menos nuestra expresión en según qué momentos. Y a lo mejor era solo un problema de idioma: yo siempre he hablado con él en catalán, y allí se expresaba en español, y quizás… Pero hubo un detalle que se convirtió enseguida en una pista casi concluyente de que algo olía mal. Cuando escucho o leo, mi atención tiene la manía natural un poco tonta de detectar y retener todas esas expresiones o palabras que unos y otros repetimos cuando hablamos, como un tic de énfasis o una muletilla de descarga, y cada vez que se repite, algo chirría en mi cerebro y me dice, mira, otra vez el latiguillo. Es una tontería pero a veces resulta útil, como es el caso. Hasta donde yo sé, que no es ni poco ni mucho, nunca nadie reparó en ese indicio elocuente y chivato que yo advertí en una segunda lectura. No lo cuento todavía, lo iremos viendo paso a paso. Y dado que no resulta fácil hallar la entrevista completa, la reproduzco entera, con las pausas debidas para insertar mis comentarios. Hacía exactamente un año que no veía a Juanjo Puigcorbé. Concretamente, desde que presentó la ceremonia de los premios musicales Amigo y nos encargó el guion a Guillem Martínez y a un servidor de ustedes. Durante esos 12 meses, Juanjo ha seguido comportándose como el workaholic que es (él mismo reconoce ser, probablemente, el actor que más trabaja de España), y sobre todo se ha hecho mucho más famoso. Lo compruebo mientras atravesamos el restaurante en el que hemos quedado, un hermoso lugar de la Villa Olímpica barcelonesa, en dirección a la terraza. La gente levanta los ojos de sus platos y los clava en ese caballero alto y corpulento, de carismática nariz ganchuda, que camina con decisión. Tal vez porque hace años que Juanjo Puigcorbé es un excelente actor de cine y de teatro, pero solo unos pocos

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meses que protagoniza una serie de televisión de éxito, Un chupete para ella (Antena 3). Y la televisión, ya se sabe, tiene una audiencia que deja en ridículo a las del cine y el teatro. “Tenemos una media de cuatro millones de espectadores por episodio”, me informa Juanjo, eufórico, mientras estudia la carta. “Eso equivale a llenar cada noche, durante 12 años, el teatro Albéniz de Madrid o el Tívoli de Barcelona. Y lo que me pone de especial buen humor es conseguir cuatro millones de espectadores no con una birria, sino con una serie que está francamente bien. ¿A ti te gusta?”. Me pilló: “Bueno... La verdad es que solo vi el primer episodio...”. Aprecio cierta censura en su mirada severa. “Y no estaba mal... “, añado. “Yo creo que está francamente bien”, continúa Juanjo. “Y te diré por qué. Para empezar, no es la típica serie ternurista de familias felices y actitudes políticamente correctas. El protagonista es un tipo que, como yo, bebe y fuma. Un tipo algo catastrófico, pero humano, con el que la gente normal puede identificarse. Está escrita por un número reducido de guionistas que se implican en el asunto, no por un montón de becarios mal pagados, que es lo que suele suceder en otros productos televisivos. Y creo que es una serie bastante diferente a las que copan casi todas las cadenas. No sé tú, pero yo ya no puedo más de vidas ejemplares, familias adorables, chachas andaluzas con retranca y abueletes encantadores. Yo es que no soy del Opus, ¿sabes?”.

Primera estación. Vamos con lo destacado, en negrita. En primer lugar, hacia el final del primer párrafo hay una frase que no tiene sentido: Tal vez porque… Pero, porque… ¿Qué? Vemos también que aquí arranca lo que pronto va a ser uno de los asuntos recurrentes de la entrevista —la fama—, casi una obsesión

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del periodista, término que ahora uso sin valor profesional, solo para que se sepa a quién me refiero. Luego, hacia el final del fragmento, hay una frase que retrata tópicos de series españolas que no me suena nada a Puigcorbé, pero nada. Por más que la lea no consigo oír a Puigcorbé hablando con esa retórica de castizo sintético. Pero lo que más me llamó la atención en su momento fue ese repetido énfasis adverbial —“está francamente bien, francamente—. Francamente, me rechina. Pero sigamos. Tal grado de implicación en Un chupete para ella me parece encomiable. Y como hay confianza, le confieso que pensaba que había aceptado protagonizar esa serie por el dinero y por la fama. “Te aseguro que no es así y que la serie me gusta. Afortunadamente, aún me muevo por cosas diferentes al dinero y la fama. A mí me han ofrecido papeles protagonistas en series muy populares que se están emitiendo en estos momentos, no hace falta dar nombres. Y rechacé esas ofertas porque no me gustaba el tipo de producto... Ya puestos, permíteme que aclare un malentendido con respecto a mí en el que tú también has incurrido alguna vez. Estoy harto de ese lugar común según el cual yo no paro de trabajar porque no tengo criterio y digo que sí a todo. Es falso, y además es un concepto algo bobo. Si haces un montón de cosas no es porque digas que sí a todo, sino porque has dicho que no a otro montón de cosas. Mi carrera no consiste en empalmar encargos, sino en seleccionarlos. Cada vez que haces algo tienes que saber por qué lo haces y a qué renuncias para hacerlo”.

Aquí termina lo que podríamos llamar la introducción o presentación de la entrevista, en el sentido de que todavía no ha arrancado el diálogo propiamente dicho, con pregunta y respues-

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ta en alternancia. Solo destacar que de nuevo surge la cuestión de la fama, al que ahora se añade la segunda obsesión del señor de España, el dinero. Y que quede constancia de lo que, según las comillas, contesta Puigcorbé: “aún me muevo por cosas diferentes al dinero y la fama”. Pero el otro, como si nada, luego se verá. De España: ¿Por qué elegiste la serie sobre Pepe Carvalho? Puigcorbé: Porque era una buena serie y la aproximación más respetuosa al personaje que se haya hecho nunca en cine o en televisión. El propio Vázquez Montalbán lo reconoció. Aunque por la cara que pones deduzco que, o no te gustó, o tampoco pasaste del primer episodio. De España: Lo confieso: solo vi el primer episodio. Puigcorbé: Era el peor. Eso es algo que nunca entenderé de la programación televisiva. ¿Por qué Tele 5 empezó a emitir los dos episodios italianos de la serie, que eran los más flojos? ¿Por qué la serie se acabó pasando de madrugada? No entiendo por qué una cadena de televisión invierte un dinero en una serie y luego dinamita esa inversión emitiendo el producto en las peores condiciones posibles. A veces es el nuevo director, que envía al armario todo lo que puso en marcha el anterior. Otras veces... No sé, pero de todas maneras, yo estoy contento de ese Carvalho. En Francia funcionó de maravilla y hay en marcha una segunda entrega de episodios. Hay dinero francés e italiano. Falta el socio español, y espero que no sea Tele 5, francamente. De España: ¿También habrá una nueva tanda de Un chupete para ella? Puigcorbé: Sí. Tiene que haberla. Aunque para ello haya que renunciar a otros proyectos. Tenía una propuesta para volver al teatro, en Barcelona, en el Nacional, nada menos que con Ricardo III, de Shakespeare, pero tendrá que esperar. Ahora lo que me con-

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viene es una segunda temporada de Un chupete para ella. ¿Por qué? Pues porque la popularidad y, para qué negarlo, el dinero que emanan de esa serie me van a permitir poner en marcha unos proyectos a los que llevo un tiempo dándoles vueltas. En concreto, dos películas que quiero escribir y dirigir. De España: ¿Me las cuentas? Puigcorbé: Preferiría no hacerlo. Pero puedo explicarte otra historia que tengo en la cabeza y que le conté el otro día a Gonzalo Suárez y le encantó. Tiene que ver con mi infancia, cuando mi mejor amigo de parvulario era el escritor Javier García Sánchez. Javier y yo éramos los últimos en acabar de comer porque nos pasábamos la vida contándonos historias inventadas, pequeños relatos orales. Yo recuerdo las que me contaba él y él recuerda las que le contaba yo. Pero ninguno recuerda sus propias historias. Podría salir una buena película sobre dos personas que intentan reconstruir sus respectivas vidas a través de lo que se explicaron mutuamente en la infancia y han olvidado...

Este es el primer episodio de diálogo formal, y ya se ve que mucha pregunta no hay. Todo suena más bien a monólogo de Juanjo Puigcorbé, convenientemente troceado para que parezca una entrevista, o sea, para simular que el que escribe pregunta algo. Extraña que, a pesar de lo negado tres minutos antes, ahora el actor confiese abiertamente que busca no solo la popularidad sino también el dinero. Y qué forma más rara de hablar, dios: lo que me conviene…, el dinero que emanan… Qué palabras tan raras dices, Juanjo. Y, francamente, empieza a resultar molesto ese adverbio talismán. En ese momento se acercan dos mujeres de nuestra edad a pedirle un autógrafo a Juanjo. Una le dice que ya es abuela;

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la otra, que acude a unos cursos de teatro y que no se aclara con el personaje de Desdémona. Juanjo bromea galantemente sobre la sorprendente condición de abuela de la una y le recomienda a la otra un texto de Fernando Savater que puede ayudarle a comprender a Desdémona. De España: Siempre he pensado que te podrías haber metido a escritor en vez de actor. Puigcorbé: Era una posibilidad, pero supongo que prefería una actividad menos solitaria, más colectiva. Esa es la gracia del cine y del teatro: la labor de equipo. Por eso me revienta que se otorgue tan fácilmente la paternidad de las películas al director. Y que, por regla general, se considere que el actor solo es un trozo de barro al que hay que moldear. Te aseguro que yo no soy un trozo de barro en manos de nadie. En todo caso, un trozo de madera que se puede tallar... No deberíamos sacralizar según qué oficios. Un director de teatro no suele ser más que un actor que encauza a sus compañeros, del mismo modo que un coreógrafo solo es un bailarín con ideas... Un director de cine es como un cartógrafo que dibuja un mapa por el que todos deben moverse... De España: Algo más que eso, ¿no? Si no, ¿cómo se explica que hay actores que están magníficos en unas películas y no lo están tanto en otras? Fíjate en ti mismo: te comías la pantalla en Mi hermano del alma, de Mariano Barroso, y estabas para matarte en Al límite, de Eduardo Campoy. Puigcorbé: Insisto en lo que te decía: en toda labor de equipo, las cosas a veces salen bien y a veces no tanto, por muy buena intención que se le ponga. También hay paellas que salen bien y paellas en las que el arroz se pasa.

Segundo diálogo, corto, parece que hubo una pregunta —lo de meterse a escritor—, aunque no se sabe a cuento de qué viene:

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¿Por qué escritor y no filósofo, por ejemplo? Luego se verá que el escritor de España solo preparaba su coartada y su lamento particular. A destacar de nuevo la cosa de la fama y, sobre todo, esas primeras azadadas del actor en su propia fosa. Incomprensible, francamente. Nueva intervención de un espontáneo. En esta ocasión se trata del director de escena británico Alexander Herold, que está almorzando a un par de mesas de distancia. Herold dirigió a Juanjo en uno de sus mayores éxitos en el teatro, Pel davant i pel darrera (Por delante y por detrás), versión catalana de la obra de Michael Frayn Noises off, que fue llevada al cine por un Peter Bogdanovich en horas bajas. Los viejos amigos llevaban tiempo sin verse y se dedican al intercambio de información. Herold le felicita por haberse trasladado a Madrid, y poco antes de volver a su mesa remacha: “También le aconsejé a Antonio Banderas que se fuera de España, y ya ves dónde está”. “La verdad es que me fui a Madrid por un cabreo”, explica Juanjo mientras ataca su segundo plato. “Había montado una obra sobre Dalí que estaba francamente bien y no hubo manera de levantar una subvención de la Generalitat. Así que me largué a Madrid, que es la manera de que te respeten en Cataluña. Desde que me fui, cíclicamente, se producen unos intentos como de hacer regresar al hijo pródigo que, francamente, son un poco ridículos. En un sentido estricto, ni me he ido ni me he dejado de ir. Tengo un apartamento alquilado en Madrid, pero mi casa, mi única casa, está en un pueblo del Penedés. Y como actor, en realidad no vivo en ninguna parte y me paso la vida trasladándome a los sitios en los que se ruedan mis películas. De España: ¿A qué se debe que no trabajes mucho con los, digamos, grandes nombres, entre comillas, del cine español?

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Puigcorbé: Volvemos al tema de los directores. He recibido alguna oferta de alguno de esos grandes nombres de los que hablas, pero en general no se han matado precisamente ofreciéndome trabajo. Yo creo que me tienen miedo, que me encuentran demasiado inteligente y creen que puedo hacerles sombra. Un problema muy español: en vez de sumar talentos se prefiere hacer brillar el propio a costa de la medianía ajena. Alguno de esos directores ha dicho incluso que un actor no tiene por qué ser muy listo, que es mejor que no lo sea porque así es más manipulable. Volvemos a lo del barro para moldear. De España: Puede que haya corrido la voz de tu perfeccionismo. Te has fabricado, tal vez inconscientemente, una imagen de actor que se mete en todo. De tipo que, a la que te descuidas, reescribe sus líneas, da instrucciones al director y les dice a los eléctricos dónde hay que colocar las luces. Puigcorbé: Si esa imagen fuera cierta no sería uno de los actores que más trabajan en este país, ¿no crees? Lo que sí es cierto es que no puedo evitar pensar y, modestamente, hacer sugerencias que creo que contribuirán a la mejora del resultado final. Lo siento, pero yo pienso. Tal vez por eso, además de matricularme en el Institut del Teatre de Barcelona, estudié Filosofía. Y Física. Tengo mis ideas. Y creo que un actor no ha de ser un trozo de barro ni ha de ser un exhibicionista. Otro tópico acerca de los actores: esos tipos que les gusta exhibirse y que alcanzan el éxtasis con los aplausos del público al final de cada función. Te diré una cosa: solo los malos actores son exhibicionistas. Los buenos acostumbran a ser personas tímidas y reflexivas que han encontrado en la actuación una suerte de terapia.

Este fragmento es fundamental, no solo porque aquí aparece más o menos la bravuconada del título, sino porque víctima de

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un subidón de vanidad y soberbia, resulta que Puigcorbé se ha vuelto definitivamente loco de hablar, y carga abiertamente contra el talento de los grandes nombres del cine español. No contra uno o dos, sino contra todos. Y también contra todo el mundo, y en especial contra sus colegas: Lo siento, pero YO pienso. O sea: yo sí, los otros no. ¿Pero cuánto vino se sirvió en esa comida junto a la playa? Aquí la tumba ya alcanza la gravedad de un panteón. Y por otro lado, preocupa ese tenaz herpes adverbial de Puigcorbé: con los dos de ahora ya van: uno, dos, tres… ¡cinco! Todo muy extraño, francamente. Aquí no hay quien coma en paz. Ahora aparece una chica que nos informa de que están celebrando una especie de despedida de soltera y que agradecería mucho que Juanjo, cuya serie televisiva siguen con unción todos los participantes en la comilona, se acerque a su mesa para pronunciar unas palabras. Hay gente que tiene un morro que se lo pisa. Pero Juanjo, amabilísimo, le informa, por si no se había dado cuenta, de que está comiendo con un amigo y de que ya aparecerá por ahí dentro de un rato. De España: Sales en una serie y la gente cree que le perteneces, ¿no? Puigcorbé: Son los riesgos de llegar a tantas personas. Estoy convencido de que hay seguidores de la serie que creen que la niña es hija mía, ¡cuando mi auténtica hija, Viena, tiene ya 14 años! Pero otros lo han pasado peor. Un amigo mío, que hacía de malo en un culebrón de la televisión autonómica catalana, fue insultado algunas veces en la vía pública por gente que no distinguía la realidad de la ficción. Pero me temo que es normal. Cuanto más amplio es el segmento de población que se enfrenta a una ficción, más posibilidades tienes de que haya en él elementos que no se aclaren [¡Glups, qué frase!]. A menor audiencia, más selección. Como hay

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menos gente que va al cine de la que se planta delante de la tele es poco probable que a Anthony Hopkins lo linchen por creer que es Hannibal Lecter... Pero las grandes audiencias también tienen sus ventajas. De España: En tu caso, proporcionarte el poder necesario para dirigir las películas que tienes en la cabeza y que no me quieres contar. Puigcorbé: No se trata exactamente de poder. Se trata de conseguir acceder a cosas que la sociedad no se esfuerza especialmente en poner a tu alcance. En este país, si un periodista escribe novelas, le dicen que siga con sus artículos. Si un novelista quiere hacer cine, le dirán que no se aparte de la letra impresa. Hay como una manía de meter a todo el mundo en una casilla de la que se mueva lo menos posible, no sea que nos vaya a quitar el pan a los demás. Y yo por ahí no paso. Un actor tiene derecho a escribir y a dirigir. Y es lo que pienso hacer... Sé que hay gente, y no quiero parecer paranoico, que estaría encantada de que no grabara la segunda temporada de Un chupete para ella y optara por un numerito de prestigio, modelo interpretar una obra de teatro. “¡Qué valor el tuyo! ¡Qué patada a la comercialidad! ¡Cómo te admiramos!”, me dirían. Pero en realidad estarían pensando: “Menos mal que este tío se nos ha quitado de en medio”. Por un lado, palmaditas en la espalda, y por otro, alivio al perder de vista a un posible competidor que aspira a escribir, dirigir y producir. De España: ¿Producir también? Puigcorbé: Bueno, es el último escalón, ¿no? Producir es la manera de controlar el resultado final. Última intervención humana no solicitada. Por el paseo marítimo, un niño de tres o cuatro años camina agarrado a la mano de su papá. De pie, su rostro está al nivel del de un Juanjo Puigcorbé sentado. El chaval apenas sabe hablar, pero señala con su dedito

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a Juanjo y farfulla unos comentarios de reconocimiento. Esa cara que ha visto en la televisión la tiene ahora, al natural, frente a él. Su padre nos sonríe y se aleja con el niño, que vuelve la cabecita para seguir mirando al señor de la tele. Entonces me doy cuenta de lo realmente famoso que es este hombre. Después de más de 25 años de trabajo. Tras un montón de interpretaciones memorables en el teatro. Al cabo de algunas películas excelentes y otras más discutibles. Todo porque desde hace unos meses protagoniza una serie de televisión que sus amigos no vemos y los desconocidos devoran.

Penúltimo fragmento, altamente revelador. Dice el autor que hay gente que tiene un morro que se lo pisa. Ironías del periodismo, luego veremos que eso era una confesión. Además, Juanjo suelta algunas frases que suenan pero que muy raras: no me imagino a nadie con un lenguaje tan ortopédico. Pero más extraño aún resulta que Puigcorbé salga en defensa de periodistas que escriben novelas, y de novelistas que quieren hacer cine. Pero, ¿de quién hablaba Puigcorbé? ¿O es otro el que habla? Porque periodista no es, ni tampoco novelista, y cine, pues hace tiempo que hace, aunque después de esta entrevista lo iba a tener crudo. Qué raro. Y como guinda, reaparece el estribillo de la fama y al final, en la última frase, pues no sé, se le ve un poco de pelusilla, ¿no? Seguimos y terminamos. Miro a Juanjo, concentrado durante unos segundos en su postre, y pienso en la tremenda ambición de este hombre. Una ambición que, por otra parte, comprendo: uno se cansa de pasarse toda la vida recitando textos escritos por otros, ¿no? Juanjo enciende un cigarrillo; contempla soñador el panorama de playa, mar y cielo, y dice algo que, francamente, no esperaba:

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“La verdad es que yo lo que siempre quise ser fue pintor”. Arquea las cejas de modo fatalista, se bebe de un trago su vasito de grappa y, por primera vez desde que le conozco, parece asumir la existencia de una disciplina artística con cuyo control no ha podido hacerse.

Y al final se hizo la luz, porque nuestro conspicuo periodista dice algo que, francamente, ya me esperaba: que eso no es una entrevista, sino un ejercicio de un ventrílocuo un tanto torpe y mezquino. Ante tal desatino, ya no diré nada sobre esa ambición del actor que, francamente, entiendo que el escritor comprenda, aunque sea tan tremenda. Es fácil ver en los demás tu espejo. Pero dejo el análisis para el psicoanalista. Al grano: todavía sin pruebas definitivas, tras descubrir que ese curioso apego adverbial pertenecía al periodista y no a Puigcorbé, pues saltaron las alarmas y crecieron las sospechas, francamente. Y una semana después, el domingo 31 de diciembre del 2000, se confirmaban los pronósticos y se acreditaba la impostura: El País recogía, a regañadientes, seguro, la denuncia vehemente y detallada de Puigcorbé: Réplica a una entrevista. Que un diario tan pagado de sí mismo como El País, le concediera media página de la sección de Espectáculos y en domingo, eso era una forma de reconocer que habían metido la pata entera con esa entrevista. Expiar de ese modo humillante, en público, a bombo y platillo, tan lamentable patinazo les iba a escocer y de qué manera, pero mejor media página aunque fuera domingo —a más audiencia, más bochorno—, que llegar a un juicio que les iba a salir bastante más caro. Total, que tras esa contundente réplica, ya no había dudas de que esa improbable entrevista era obra de la negligencia, la dejadez y la torpeza, rasgos todos ellos propios de alguien que resopla suficiencia, fatuo. Y no queda claro que no hubiera mala fe. Recojo

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ahora algunos de los párrafos más significativos y abrumadores de esa larga, legítima, terminante querella de Juanjo Puigcorbé. En la edición de El Dominical del diario El País del pasado 24 de diciembre aparece publicada una entrevista conmigo, firmada por Ramón de España, que ocupa un considerable número de páginas, así como el reclamo en portada de que se trata de uno de los temas importantes del magazine. En dicho reportaje se ponen en mi boca palabras que jamás he pronunciado y que solamente pueden acarrearme problemas y disgustos en mi carrera profesional y en mis relaciones personales. Por ello, me veo obligado a solicitar que se publiquen las siguientes puntualizaciones con el fin de atenuar en lo posible el grave daño que con dicha publicación se ha causado a mi imagen pública y privada. Mi contacto con el citado Ramón de España se limitó a una comida en un restaurante de Barcelona, durante la cual charlamos de los temas más diversos. Como yo le hiciera la observación de que ni usaba grabadora ni siquiera tomaba notas de cuanto hablábamos, a la que respondió con “no me des lecciones de cómo debo hacer mi trabajo”, deduje, erróneamente, que más que una entrevista lo que iba a publicar sería un perfil sobre mi personalidad. Pero mi sorpresa y mi indignación han sido mayúsculas al comprobar el resultado. Difícilmente podría evitar que un periodista decidiera perfilarme públicamente como un personaje engreído, pedante y ambicioso. Pero Ramón de España se guarda astutamente de calificarme así en sus descripciones. Lo grave del caso, lo auténticamente indignante, es que son mis “supuestas” respuestas, confeccionadas, incluso fabuladas, concienzudamente por el periodista, las que elaboran ese perfil. Para ello, hilvana un encadenado de preguntas y respuestas donde no solo el lenguaje, la sintaxis, el tono, que se me atribuyen

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son enteramente suyos, sino que incluso tiene la desfachatez de insertarme en mis “hipotéticas” respuestas, párrafos enteros de su propia cosecha. Pone en mi boca falsedades, y entrecomilla auténticas barbaridades que jamás salieron de mi persona; ni en la forma ni en el contenido: “Los grandes directores me tienen miedo, creen que les puedo hacer sombra”. “Soy demasiado inteligente”, etcétera, sentencias que, para más inri, conforman los titulares de la entrevista. —Es evidente que no me pertenecen palabras como: “En este país, si un periodista escribe novelas, le dicen que siga con sus artículos. Si un novelista quiere hacer cine, le dirán que no se aparte de la letra impresa..., no sea que vaya a quitar el pan a los demás. Y yo por ahí no paso”. Es evidente, entre otras razones, porque yo nunca he sido articulista, ni escritor, ni tengo pendiente, como él, ningún proyecto de dirigir cine. —Es evidente que comentarios como: “No sé tú, pero yo no puedo más de vidas ejemplares, familias adorables, chachas andaluzas con retranca y abueletes encantadores”, le pertenecen, porque ya fueron utilizados por él en su crítica a Médico de Familia, aparecida en La Vanguardia..., donde arremetía especialmente contra el protagonista. […] Pero si a todo eso le añadimos que el artículo: —Está lleno de opiniones como: “El actor que se mete en todo, que a la que te descuidas reescribe tus líneas, da instrucciones al director, y acaba diciéndoles a los eléctricos dónde tienen que colocar la luz”. —Y trufado con los intencionados titulares: “El actor, tras dos décadas de cine y teatro, ha logrado, por fin, la popularidad” (como si nunca la hubiera conseguido). —”El actor explica por qué no acaba de cuajar en el mundo de la gran pantalla” (a pesar de ser uno de los actores que más

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películas han rodado en la última década, no por méritos, sino por adicción al trabajo, según R. de E.). —Y, especialmente, “los grandes directores me tienen miedo, creen que puedo hacerles sombra”. Pero, ¿en qué cabeza cabe que yo mismo fuera a cerrarme las puertas del cine? ¿Por qué iba a ser tan estúpido de condenarme al ostracismo, despreciando públicamente a los directores con los que aspiro a trabajar? Semejante disparate caería por su propio peso si no viniera precedido por los bemoles necesarios para hacer creíble lo increíble. Me estoy refiriendo a la frase que da la tonalidad a este corpus literario y que introduce al lector en la clave para comprender todos los desvaríos del entrevistado, o sea, el titular. Titular, colocado “graciosamente” junto a una foto mía que emula al bizco de Murillo: “Soy demasiado inteligente”, o sea, “soy un tonto del culo”. Entonces, ¡sí!; a partir de ahí, ¡sí!, a partir de ahí, convengo con ellos que cualquier desatino toma coherencia. Pero es tan malintencionadamente oportuna la publicación de esa frase que, por supuesto, cabría la posibilidad de pensar que un servidor la hubiera podido decir, en una pérdida momentánea de la orientación, en un arrebato de euforia, de arrogancia, de delirio; o quizá que, neciamente, se me hubiera subido el éxito de la serie a la cabeza y eso me diera bula para despreciar, públicamente, al resto de mis compañeros. Cabría pensar en esa posibilidad, no lo niego, ¡pero en un principiante! Afortunadamente, la gente sabe que 25 años de profesión templan lo imprescindible para no atolondrarse por un éxito pasajero: mis compañeros y yo somos corredores de fondo. Y si, finalmente, Ramón de España termina el artículo diciendo: “Pienso en la tremenda ambición de este hombre. Una ambición que, por otra parte, comprendo: uno se cansa de pasarse la vida recitando textos escritos por otros, ¿no?”, entonces, ya no me queda ninguna

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duda de su capacidad para comprender también que esta vez ambicione hablar con mi propia voz; cosa que él me ha negado. Lamento profundamente que sea para afear en público su conducta, pero, desdichadamente, las falsedades que públicamente se me imputan provocan un enorme daño a mis compañeros, a mi profesión, a mi imagen y a mi persona... Y están ahí, escritas, ¡como si fueran mías!..., y no lo son.

Ante una denuncia de esta gravedad, la única salida para el periodista es recurrir a la grabación de la conversación, grabación que en este caso no existe, porque no se hizo. Gravísimo error. Pero, ¿a quién se le ocurre hacer una entrevista así de larga y tan comprometida sin registrarla, y fiarlo todo a la sola memoria? Qué soberbia y qué disparate. Pero si además uno tiene la desvergüenza de achacar al entrevistado cosas que no ha dicho, ni en la forma ni en el contenido, si tiene la desfachatez de poner en boca del otro opiniones y juicios que le comprometen públicamente y que nunca ha dicho y ni tan siquiera ha dado a entender, entonces, un tipo así, tan falto de escrúpulos, amoral, debería ser expulsado del oficio, por corrupto. O por tonto. Ciertamente, hay gente que tiene un morro que se lo pisa. Si el periodista no graba la conversación, en el mejor de los casos estará condenado a la entrevista amable, insustancial, al halago, o la adulación, y como mucho a dar coba. Porque si la entrevista es abiertamente crítica, espinosa, tensa, embarazosa, entonces va a tener un montón de problemas sin grabación, porque incluso en el caso de que su trabajo sea limpio y riguroso, que no es el caso, tendrá todas las de perder: ante la duda, no habrá más remedio que dar la razón al entrevistado: in dubio pro reo, que dicta el latinajo judicial. Hay que grabar siempre la conversación, y conservar la grabación por si acaso. Si no la

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grabamos, y durante la entrevista arrancamos una confesión sorprendente, una revelación imprevista, una evasiva o incluso un silencio elocuentes, luego, ¿cómo vamos a acreditar lo dicho o callado cuando el entrevistado niegue la mayor, la menor y la mediana? Un error así es imperdonable, descalifica a cualquiera, y de manera cautelar obligaría a cualquier persona sensata a suspender la publicación. Como era de esperar, el escándalo no quedó ahí. Una semana después, y tras recibir algunas quejas, El defensor del lector no tuvo más remedio que intervenir, aunque según él, esa réplica de Puigcorbé, “inusual por su extensión, parecía suficiente para zanjar el asunto”. Camilo Valdecantos, que ostentaba entonces ese encargo, dedicó una semana después otra media página al caso —Rasgos inquietantes—, en la que recogía el alegato escaso y las increíbles disculpas del autor de la entrevista. Y al final, todo quedó en una ligera amonestación. Preámbulos al margen, esto es lo que expuso y resolvió entonces El defensor del lector, figura creada por la dirección del diario El País a finales de 1985 a fin de “garantizar los derechos de los lectores, atender a sus dudas, quejas y sugerencias sobre los contenidos del periódico, así como para vigilar que el tratamiento de las informaciones es acorde con las reglas éticas y profesionales del periodismo”. La postura de Puigcorbé ya quedó claramente expresada, y por ello El defensor le ha pedido a Ramón de España una explicación sobre lo ocurrido. En un texto escrito asegura que lamenta “profundamente que Juanjo Puigcorbé se haya sentido tan ofendido ante la entrevista”, y añade: “Mi intención no era ofenderle, sino fabricar un retrato personal de un buen y respetado actor, al que conozco y aprecio desde hace veinte años, a través de una charla informal mantenida en el curso de una comida”.

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El autor añade que “este tipo de textos no tiene el rigor de un interrogatorio y en ellos uno tiene la tendencia a primar los conceptos sobre la literalidad”. “Puede”, prosigue De España, “que en algunos casos lo reproducido no sea idéntico a lo pronunciado por el entrevistado, pero de ahí a ver mala fe en la actitud del entrevistador hay un largo trecho”. Dice también que “durante más de un año he estado realizando en la edición catalana de El País una serie de entrevistas en las que, siguiendo mi costumbre, tal vez discutible, no he tomado notas ni grabado nada”. [Todo muy profesional, sí señor]. Asegura el entrevistador que al comienzo de sus charlas siempre avisa a su interlocutor para que le advierta de aquello que pudiera haber dicho y que no quisiera hacer público. Así las cosas, los lectores han visto un texto en el que se mezclan los dos tipos de entrevista que admite el Libro de estilo, el que denomina de declaraciones y el que traza un perfil del personaje. Pero la parte que se publicó en forma de pregunta y respuesta tiene para el lector el valor de un diálogo transcrito con fidelidad. La literalidad no es posible porque el lenguaje oral no siempre resulta reproducible. El mismo Libro de estilo establece que las conversaciones para las entrevistas “serán grabadas en cinta magnetofónica”, que “cualquier conflicto sobre la correcta transcripción se resolverá con la grabación” y que “de no existir esta, se concederá el beneficio de la duda a la persona entrevistada”. Exactamente eso es lo que hizo el periódico al admitir una réplica tan minuciosa como la de Puigcorbé, en la que quedó claro su pensamiento. [¿Pensamiento? ¡Graves acusaciones!] El defensor no puede por menos que mostrar su asombro ante un método de trabajo como el que confiesa seguir

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Ramón de España, aun admitiendo plenamente su buena fe: contraviene abiertamente el Libro de estilo y sitúa las posibles controversias en un punto irresoluble: la palabra del entrevistador contra la del entrevistado.

En la web La hemeroteca del buitre, se puede encontrar un archivo de audio en el que el autor de la entrevista expone, meses después, su versión del caso. Esto es lo que dice, cuando le preguntan si le echaron o dejó El País por cuenta propia: “De hecho a mí me echaron por partes, primero de la edición nacional… Todo vino por una entrevista que le hice a Juanjo Puigcorbé... Esto era una época en que hacía para la edición de Cataluña una sección de entrevistas que… Iba muy sobrado, lo reconozco, las hacía sin tomar notas, sin grabarlas… Hice unas noventa, nunca se me quejó nadie. Y fui con ese mismo ánimo a ver a Juanjo. Y es cierto, no pude defenderme en condiciones, porque es verdad, no tenía pruebas de nada. Pero seguí el mismo sistema de comer con él, y luego reconstruirlo un poco literariamente pero sin tergiversarle. A Juanjo le cogió un rebote monumental, se sintió muy traicionado. Él consideró que yo iba de mala fe, que quería jorobarle, cuando… Éramos amigos en esa época. Ahora ya no, claro. Pero el caso es que montó tal cirio que Ceberio [director entonces de El País], que ya no me tenía mucho aprecio, digamos que aprovechó para deshacerse de mí. Ceberio me desalojó de la edición nacional, y Javier Vidal-Folch me mantuvo en la edición de Cataluña”.

Tres años antes, en 1997, Ramón de España había publicado un libro con Ignacio Vidal-Folch, hermano pequeño de Javier Vidal-Folch, que era entonces el director de la edición catalana de El País. En fin, que no hay como tener buenos amigos en los puestos de mando. 247



Capítulo VII. Un último juego

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Capítulo VII

Un último juego

Acabo como empecé, con un juego en el que hay que resolver una pregunta, aunque lo importante es descifrar el método para obtenerla. Es un caso real que me ocurrió hace un montón de años en la entrañable Ciutadella de Menorca, una isla para la eternidad. Debía ser a finales de verano o principios de otoño, había llovido esa tarde, y yo paseaba por esas callejuelas empedradas que juegan al laberinto a espaldas de la plaza del Born y el palacio Salort. Andaba sin rumbo, con la mirada perdida, junto esas paredes de nobles sillares, y de pronto una chiquilla, de diez o doce años, me avanzó medio corriendo. Levanté la cabeza por instinto, sorprendido por la percusión de los pasos, y entonces, a contraluz, advertí un acerado fulgor que cortaba la calle, unos metros más adelante, de lado a lado, a seis palmos del suelo. Fue visto no visto, porque mi voz de alarma coincidió con los gritos de dolor de la niña. Atado a los barrotes de dos ventanales frente a frente, algún idiota había tensado un sedal a la altura del cuello. Atendí a la chiquilla, le quedó una buena marca y sobre todo un gran susto. Y mientras, en el recodo de la calle, que torcía a derecha, a unos treinta o cuarenta metros, vi que asomaban dos cabecitas que, medio a hurtadillas, gozosos, contemplaban su gamberrada. Disimulé, como si no me hubiera percatado ni de su presencia ni de su sonrisa traviesa. Seguí caminando como si nada, como si no les hubiera visto. Les miraba de reojo, pero estaban tan convencidos de que nadie les había descubierto, que salieron de su escondite y, despreocupados, se sentaron en el escalón de un

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El mejor libro jamás escrito sobre entrevistas

portal antiguo. Yo seguí sin mirarles, disimulé lo que era más que sospecha, certeza, y cuando llegué a su altura, de súbito me volví hacia ellos, bajé mi cabeza cerca de las suyas y, con cara de pocos amigos, les hice una pregunta, una sola pregunta, una nada más. Sin violencia, claro. Y confesaron en el acto, ipso facto. Luego les regañé, les di un buen tirón de orejas, y les advertí que me quedaba con sus caras y que la próxima vez la cosa no iba a quedar así. Pues eso, ¿cuál es la pregunta que les hice? Lo primero es darse cuenta de cuál no es la pregunta. Si yo les digo, ¿Habéis sido vosotros los que…? Sabemos la respuesta de antemano: no. Si hago una pregunta que no tiene más respuesta que sí o que no —un no que libera y un sí que compromete—, pues lo tengo claro: la respuesta va a ser que no, seguro. Solo habría una posibilidad de que no fuera exactamente así, que por la gravedad del asunto o por convicciones morales, esa persona dudara antes de mentir o evitara responder, aunque en ambos casos, las dudas y las evasivas le iban a delatar. Pero esa tarde, en esa situación, viendo venir el rapapolvo, esos dos granujas no iban a tener ningún reparo en mentir. O sea que dirán que no. En fin, que tenemos un problema: deberíamos elaborar una pregunta tal que no deje escapatoria, aunque parezca que la haya. Porque si hay escapatoria, tontos no son. No les voy a dar la respuesta, o sea la pregunta, me parecería una imperdonable falta de respeto. Sé que la encontrarán.

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