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La druida Laura Tejada.
Octubre de 2015.
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http://laviejamorla.blogspot.com.es
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Este relato es de mi autoría y queda prohibida su copia, distribución y cualquier otro uso sin mi consentimiento. Las imágenes empleadas no me pertenecen y los derechos corresponden a sus respectivos autores.
LA DRUIDA
A
quella noche solo se oían las voces. Bramaban desde el interior del templo
como una tormenta, crecientes, cantando al unísono una rotunda melodía. «Como una roca en mitad del océano. Como olas que chocan contra la piedra». Eso veía Marishka mientras se acercaba al edificio de metal. Sus ojos azules abiertos de par en par, igual que las ventanas por las que se derramaba una luz blanca, limpia, demasiado limpia para una noche tan negra, para un rincón del mundo tan mugriento como olvidado. Y las voces cantaban, cada vez más alto, cada vez más fuerte. Marishka se unió al grupo de personas que en ese momento atravesaba la puerta. Juntos, en fila, avanzaron por un pasillo de paredes desnudas y techo poroso, deforme. «Como el cuerpo de un monstruo». Al final, justo ante el arco que conectaba el corredor con la sala de donde provenían los cantos, había una multitud. Marishka necesitaba llegar hasta allí, así que se dejó arrastrar por los cuerpos que la rodeaban y pronto se vio esperando su turno, aunque no supo para qué hasta estar mucho más cerca del arco. Bajo él, dos mujeres arrodilladas en el suelo estaban sumidas en una labor que Marishka no alcanzaba a ver desde su posición. Lo que sí pudo ver fueron las hileras de zapatos que se acumulaban a un lado, como si ellos también estuvieran esperando. Los había de diversos tamaños y estilos, y Marishka se dijo que podría haber adivinado la procedencia de sus dueños con solo detenerse a observar las suelas. Le habría gustado
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hacerlo, encontraba divertidos aquellos juegos, pero no había tiempo, porque el canto no
duraría eternamente y ella tenía la sensación de que debía llegar a la sala antes de que acabara. Su turno llegó al fin. Una de las mujeres arrodilladas, una anciana, le pidió que se quitara las botas. Marishka lo hizo sin preguntar. Le gustó ver cómo colocaban su calzado junto al resto, la hizo sentir parte de aquel lugar, fuera lo que fuera. La anciana acercó una palangana llena de agua y comenzó a lavarle los pies con un trapo mientras la otra mujer hacía lo mismo con sus manos; frotaban con fuerza, como si quisieran borrarle la piel. Marishka estaba más limpia de lo que cabría esperar en aquella zona desértica, pero a ellas no les importó. Siguieron frotando hasta que comenzó a doler y la carne se volvió rosada, llena de finos arañazos. Al acabar, las mujeres le hicieron un gesto a Marishka para que pasara y ella caminó hacia el arco, atravesándolo como quien cruza la puerta hacia otro mundo, uno lleno de cuerpos descalzos que alzaban las manos hacia el cielo, y cantaban. Sus gargantas se hinchaban entonando aquella melodía, las olas de voces chocando contra la piedra, embistiendo los sentidos, una y otra vez. Y Marishka creyó de veras que estaba cerca del océano, pues había agua en el suelo que la cubría hasta los tobillos. Casi la pareció ver cómo las palabras entonadas se caían de todas aquellas bocas abiertas, pesando, convirtiéndose en el líquido helado bajo el que se perdían decenas de pies desnudos. Marishka halló su lugar no muy lejos del centro de la sala, en torno al cual todos se habían situado formando anillos cuyo foco de atención eran cuatro estatuas blancas, o eso le parecieron a la recién llegada en un primer momento. Luego vio que eran personas reales las que estaban allí, inmóviles, inquietantemente inmóviles. Tenían grilletes en los tobillos que los ataban con cadenas a dos bloques pequeños de cemento,
hombre vestido con una túnica blanca que, ayudándose solo de sus manos, sacaba de un
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y el cuerpo desnudo, completamente cubierto de pintura, incluido el pelo. Había un
cubo una plasta de color pálido con la que embadurnaba los brazos de una de las estatuas humanas, un muchacho, apenas un niño. Una vez lo hubo cubierto por completo se alejó, perdiéndose entre el resto de espectadores. Las cuatro estatuas de carne y pintura seguían quietas, los ojos cerrados, las cabezas gachas. Marishka se preguntó si estarían dormidos, y pensó que era un buen momento para buscar entre el gentío al ser que la había llevado hasta allí, pero apenas tuvo tiempo de escrutar un par de rostros cuando algo sucedió. Las voces callaron. Ocurrió de repente, como un cuchillo que las hubiera cortado todas al mismo tiempo. Las palabras a medio pronunciar se desplomaron, lánguidas, muertas, disolviéndose en el agua. Lo que nunca habría podido imaginar Marishka fue que el posterior silencio sería mucho más estremecedor que el cántico, porque más que un silencio era un vacío, un abismo que absorbía cualquier sonido, y Marishka lo conocía bien. Aquel vacío era la señal, el aviso de que alguien estaba a punto de morir. Un grito la sobresaltó, un alarido que dio comienzo a una oración pronunciada con vehemencia. Instantes después se oyó un chirrido metálico y la oración finalizó. Otra vez aquel silencio. El suelo bajo las estatuas blancas se abrió de golpe y las cuatro se hundieron rápidamente en un pozo en el que el agua era como una sombra negra. Nadie movió un solo músculo, ni siquiera Marishka, que contemplaba las pompas de aire romperse en la superficie del pozo, fascinada y sobrecogida al mismo tiempo. No era el primer ritual religioso en el que presenciaba cómo se sacrificaba a seres humanos. Había visto ofrendas a las que se les disparaba a la cabeza o que eran arrojadas por un precipicio, pero nada como lo que en ese momento tenía ante sus ojos: cien personas
de ser especialmente retorcido». Y Marishka sintió lástima por ellos. Se alegraba de no
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calladas, esperando a que la muerte hiciera su trabajo. «El dios de estos hombres debe
tener reyes ni creer en dioses, sobre todo cuando atestiguaba lo que estos podían hacer sobre los débiles y los estúpidos. Se preguntó el fin de entregar cuatro vidas en vano. ¿Lo habrían hecho para protegerse de las plagas del desierto? ¿Para invocar la lluvia, que tan pocas veces visitaba aquellas tierras? ¿Para complacer a sus seres divinos? Marishka, como era habitual en los druidas, había viajado más que la mayoría, y recorrido cientos de lugares a lo largo y ancho del Mundo de arena. Ella no sabía cómo era la vida antes de la aparición de la brecha que rompió el cielo varios siglos atrás, pero allí, en su tiempo, necedades como la que tenía delante se encontraban en todas partes. Distintas costumbres, distintos nombres que adorar y doctrinas que predicar, pero siempre la misma ceguera. Cuando dejaron de aparecer burbujas sobre el pozo, la multitud empezó a disolverse. Eso la alertó. Todavía no había cumplido su trabajo y sin presa no habría recompensa. No obstante, sería prácticamente imposible localizar a un vordag entre el alboroto de la multitud que se dirigía hacia la salida del templo. Marishka se maldijo por haber perdido su mejor oportunidad para diferenciar a la criatura de los humanos. Un brillo difuso en la mirada, un gesto brusco al parpadear. El vordag se ponía nervioso en los espacios cerrados; en el exterior, las posibilidades de localizarlo eran prácticamente nulas. Marishka suspiró, decepcionada, y esperó a que todos hubieran salido de la sala circular para abandonarla también, algo que habría hecho de no ser por un leve murmullo, apenas un siseo. Se giró lentamente y su mirada se detuvo sobre el pozo, cuyas aguas se movían. Con un movimiento de muñeca infinitas veces efectuado, la druida extrajo una fina daga de la manga de su chaqueta. No era un arma fuerte, y
necesitaba si sus sospechas eran correctas. Al borde del pozo, donde el agua cambiaba
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menos para enfrentarse a un vordag, pero la hoja envenenada le daría la ventaja que
de color debido a la profundidad, Marishka se inclinó. El pelo negro y liso pendió bajo su cara mientras observaba lo que había en el fondo. Cuatro cuerpos blancos yacían allí abajo atados a los bloques de cemento, con los cabellos flotando en torno a sus cabezas y los brazos extendidos hacia arriba como si estuvieran colgados hacia abajo. La druida se percató de que de uno de aquellos cuerpos no se movía con la misma flacidez que los demás, sino con un vaivén más bien fingido y poco acertado para tratarse de un muerto. Era el chico al que el hombre pintó de blanco en último lugar. Marishka sonrió. «Ahí estás». Se agachó, calculando el margen de movimiento que tendría una vez se hubiera sumergido, y se preparó para saltar al interior del pozo. —¿Qué estás haciendo? —la interrumpió una voz. Marishka se volvió, ocultando la daga rápidamente. Tras ella encontró al hombre que se había encargado de pintar a las ofrendas. Sus ojos eran grandes, «como los de un sapo al que han estrujado sin compasión», pensó ella, sin disimular su sonrisa. Durante su entrenamiento había cazado muchos sapos en los pantanos de Mississippi, y se le ocurrió que nunca se había topado con uno tan feo. —Estoy mirando el pozo —respondió Marishka con su voz áspera. La cicatriz de su garganta vibró, una sensación que, después de tantos años, le resultaba familiar en lugar de molesta. —No hay nada ahí que pueda interesarte, ¿me oyes? Los mártires han de permanecer en el agua tres días para que se cumpla el ritual, así que déjales en paz. —Los muertos no me interesan.
alzando la vista para mirarla a los ojos. Ella le sacaba una cabeza.
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—¿Ah, no? ¿Y qué haces ahí, entonces? —inquirió, acercándose a Marishka y
—Ya te lo he dicho, hombrecillo de pantano. Estoy mirando el pozo. —¿Cómo me has llamado? —Marishka no respondió, se limitó a mirarle fijamente, dibujando esa media sonrisa que siempre grababa hoyuelos en sus mejillas—. ¡Lárgate de aquí! No deberías haber entrado. ¿De dónde eres? No perteneces al pueblo. Tu cara me es extraña. —Es una pena que ya no lo sea. —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, colocándose también al borde del pozo. —Me temo que entre vuestros muertos hay algo que sigue respirando, hombrecillo. Bien harías en dejar que lo mate, o él acabará matándonos a los dos. —¿Q-qué? —La expresión del hombre se descompuso—. Eres… Eres una… una… De repente se oyó un chillido que ensordeció a Marishka durante unos segundos. La criatura había salido del agua y ahora estaba encaramada al cuello del hombrecillo, los dientes largos como púas clavados en la carne, la sangre emanando densa, oscura. El hombre gritaba, pero ya no había nada que la druida pudiera hacer por él. De hecho, el desgraciado le había proporcionado una oportunidad única para acabar con el vordag con mucho menos esfuerzo. De su cinturón, Marishka extrajo una ampolla de veneno que clavó en el cuerpo del hombrecillo. En los ojos negros del vordag, cuya apariencia había dejado de ser humana, pudo ver la sorpresa al sentir la sangre emponzoñada. Dando un alarido, la criatura saltó hacia Marishka, pero esta ya había previsto esa reacción. Volvió a sacar la
mientras, con la otra mano, lo sujetaba por el cuello
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daga y la clavó en la piel grisácea y dura del vordag
para que sus fauces no la alcanzaran. La criatura la embistió con tanta fuerza que acabó tirándola al suelo, y él quedó sobre ella, sus garras afiladas arañándole los brazos, sus piernas delgadas y musculosas chapoteando con fiereza mientras forcejaba con la druida, intentando ahogarla en el suelo inundado. Ella le apuñalaba una y otra vez, pero apenas era capaz de mantener la cara fuera del agua. La sentía metérsele por la nariz, y si gritaba también se le metía por la boca. Necesitó clavar la daga una décimo quinta vez para que la criatura dejara de moverse. Marishka lo apartó de sí y se puso en pie ignorando sus heridas. Ya habría tiempo para quejarse de ellas luego. Con paso lento, pero firme, se abrió paso entre las miradas de desconcierto de los asistentes al ritual, que ya habían salido fuera, y se dirigió a una moto grande y destartalada que ella había aparcado en la calle. El hocico de Lumus la olisqueó desde su jaula, alegre por volver a verla. —Ahora vuelvo, chico —le dijo Marishka al perro, sacando una cuerda de uno de los compartimentos del vehículo. Al regresar al templo había varios curiosos en la sala circular, observando al ser con morboso terror. El agua ya no era translúcida, sino rosada, más roja cuanto más se acercaba uno a los dos cadáveres. Acostumbrada a los curiosos, Marishka los apartó y ató al vordag de manera que pudiera transportarlo en el lateral de su moto. El brazo herido no ayudó demasiado en la tarea, pero aun así logró hacer cada nudo con precisión. Tomó el extremo de la cuerda con la mano en la que le quedaban más fuerzas y tiró de la criatura, arrastrándola tras de sí bajo el pasmo de todos los que antes se habían mostrado impasibles ante el ahogamiento de tres personas. Marishka pensó que el mundo quizá sería mejor si todos ellos también estuvieran muertos.
lamiera los dedos a través de los barrotes de su jaula. El animal siempre se preocupaba
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Salió al exterior, cargó el bulto en el vehículo y calmó a Lumus, dejándole que le
cuando su dueña iba a cazar, sobre todo cuando ella no le dejaba ayudarla. Marishka sacó un frasco lleno de polvo gris y echó un poco sobre las laceraciones de su brazo. Con eso bastaría. En la calle, algunos curiosos se habían asomado a sus ventanas y los habitantes del templo se apretujaban en la puerta para poder mirarla. Marishka, a un lado de la moto, agarró los manillares y empezó a caminar hacia el exterior del pequeño y oxidado pueblo. De entre uno de los callejones, oscuros como la tinta por la ausencia total de electricidad, captó un movimiento. Marishka siguió andando, pero todo su cuerpo se puso en tensión, alerta. Se oyó el murmullo de unas ropas al moverse, pasos sobre la piedra arenosa. Esta vez, la druida se detuvo. —Sal de ahí, sombra —le ordenó—. Tengo un largo camino que recorrer y poco tiempo para perderlo contigo, seas quien seas. Durante unos segundos no se oyó nada, solo el viento caliente del desierto arrullando entre los edificios carcomidos. —Tu fama te precede —dijo entonces una voz, aunque no salió del callejón que había hecho sospechar a Marishka, sino de otro en el lado opuesto. Aquello la desconcertó. —¿Quién eres? —le espetó ella. —Alguien que sirve a otro alguien que desea contratar tus servicios —la voz era de hombre, melódica, un tanto burlona. —Muéstrate, sombra. Hoy ya no me apetece jugar más. —Ve mañana al mercado de Jasket. Allí habrá alguien esperándote.
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siquiera ver quién me lo pide? —Silencio—. ¿Sombra? ¿Estás ahí? —Más silencio—.
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—¿Jasket? ¿Ese pueblo roñoso? ¿Qué te hace pensar que voy a ir hasta allí sin
Maldita sea —gruñó Marishka, diciéndose que no haría caso a voces invisibles en la
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noche, y pensando en la ruta más rápida a Jasket al mismo tiempo.