Creaci贸n Literaria. Taller de Creatividad
12 Francia Mariel Cervera Gutiérrez, María Eguía Toussaint, Laura Elizabeth Godínez, Ana Sahy Jiménez Salinas, Manolo Luna, Andrea Mendoza Galindo, Eva María Merino Sánchez, Alfredo Pérez Díaz, Andrés Sebastián Paniagua Chávez, Nereo Rafael Ramírez Barrera, Yunuén Yniesta Rodríguez, Adriana Abigail Trejo Villaseñor. Creación Literaria. Taller de Creatividad. Septiembre y octubre de 2012 -Primer cuatrimestre Licenciatura en Escritura Creativa y Literatura. Universidad del Claustro de Sor Juana. México 2013 Corrección de estilo: Lauri García Dueñas y Emmanuel Vizcaya
Diseño: Daniel Malpica [ www.paredcarmesi.blogspot.com ]
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Doce D
oce surgió como resultado de la escritura de doce jóvenes que cursaron Creación Literaria. Taller de Creatividad, correspondiente al primer cuatrimestre de la licenciatura en Escritura Creativa y Literatura de la Universidad del Claustro de Sor Juana y que coordiné entre septiembre y octubre de 2012. Once relatos y un poema fueron la respuesta a una petición que hice como coordinadora del taller formado por unas 40 personas: “Entreguen el mejor texto que sean capaces de escribir. La escritura es una cuestión de vida o muerte”. Estos jóvenes, que inician su formación académica y literaria, entregaron textos heterogéneos, llenos de expresión. Y no quise que se quedaran en el anonimato de sus computadoras. Varios meses después, y luego de una acuciosa corrección de estilo y el apoyo de los escritores Daniel Malpica y Emmanuel Vizcaya, entrego esta antología digital como homenaje a la escritura que surge del fondo del estómago cuando uno tiene veinte o menos años. Esta es una toma de pulso de la escritura del presente más inmediato en México. Francia Mariel Cervera Gutiérrez (Mexicali, 1994) nos entrega Fiametta, la historia fantástica de un cazador que se enfrenta a un dilema ético cuando consigue atrapar a su presa ¿Lo que nos
enseñaron nuestros padres es algo que debemos acatar a pesar de nosotros mismos y el posible daño a otros seres? María Eguía Toussaint con sus Memorias de una mente abierta recrea la contemplación dolorosa de un paisaje romántico que deja de serlo cuando se impone la ausencia. Saltando de la tercera a la primera persona, en medio de un lenguaje que intenta estirarse para dar explicaciones de lo que no se puede comprender. Puta de cinco filos de Laura Elizabeth Godínez (Ensenada, 1991) aborda descaradamente una situación que podría ser común si no fuese abordada con desgarradura y por el naciente oficio de esta joven narradora. El Ángel de sangre de Ana Sahy Jiménez Salinas (Ciudad de México, 1994) nos mete de narices en un cementerio delirante. Lo gótico cobra sentido en el ahora. Manolo Luna con No quiero hablar nos lleva a un estado de ebullición existencial lleno de lenguaje. Andrea Mendoza Galindo (Ciudad de México, 1993) en Común relata el dolor de la pérdida que nos paraliza e inunda la vida cotidiana que sin embargo continúa su curso. Convierte la primera persona en tercera y de una forma sencilla, sin poses, nos comparte su verdad. Eva María Merino Sánchez (Mérida, Yucatán, 1993) nos invita a “descender sin encontrar un fondo” en Sólo ahora desempolvo renuente las sílabas en un intento pelón y descabellado de raparme estas ideas. Poema en prosa, estridentista, de hermosura anómala. El doctor Joaquín Méndez de Alfredo Pérez Díaz
(Tila, Chiapas, 1983) es un cuento impecable, sorprendente por la pulcritud y fluidez con la que fue escrito. El relato nos recuerda a autores como Juan Rulfo o Salarrué. Andrés Sebastián Paniagua Chávez (Ciudad de México, 1992) presenta un cuento de realismo sucio: No eres tú. No soy yo. Son todos. Lo primero que rompí de Nereo Rafael Ramírez Barrera (Ciudad de México, 1988) es un monólogo en clave filosófica que nombra la traición de la memoria y el tiempo. Yunuén Yniesta Rodríguez (Ciudad de México, 1994) en Desintoxicación sigue desarrollando el monólogo narrativo y nos comparte una reflexión personal en contra del autoritarismo ideológico. Adriana Abigail Trejo Villaseñor (Ciudad de México, 1993) en su cuento infantil Un ángel melancólico confirma cómo el género no es importante cuando dos personas desean estar juntas. Sé que a estos textos les falta el paso del tiempo y el oficio, pero su contundencia expresiva me hace desearles que nunca se apacigüen. Larga vida a su escritura.
Lauri García Dueñas Universidad del Claustro de Sor Juana, 1 de febrero de 2013.
Francia Mariel Cervera Gutiérrez
(Mexicali, Baja California, 1994) -----------------------------------------------------------
Fiametta
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iden no podía creer la escena que tenía ante sus ojos. Desde que era un niño, a Aiden le habían explicado que era parte de un clan de cazadores de bestias llamadas fiamettas. Tenían cuerpos humanos, pero alrededor del pecho y la cintura, vestían unas pieles de color verde para cubrirse. Pedazos filosos de piedras de distintas tonalidades salían de la parte de atrás de sus brazos y piernas, largas alas del mismo tinte que las piedras descansaban en sus espaldas. Sus ojos, sin embargo, eran la característica más aterradora de ellas: tenían pupilas iguales a las de un felino a punto de abalanzarse sobre su presa. Reflejaban miseria y muerte. Ningún cazador había visto a una fiametta directamente a los ojos y vivido para contarlo. Aiden había aprendido a muy corta edad que su clan era el único grupo de personas con la habilidad de ver a las malditas criaturas, las cuales poseían el poder de camuflarse entre los humanos para causar destrucción y caos. Había sido entrenado para reconocerlas, defenderse de ellas, seguir su rastro y matarlas. También le habían enseñado a mezclarse entre los mortales, en caso de que
necesitase perseguir a una de las bestias, mientras se encontraba rodeado de gente. Pero la lección más importante de su entrenamiento, la que su padre nunca le perdonaría olvidar, era la siguiente: una fiametta siempre atacará. En el instante en el que escuche o huela a un cazador, lo atacará. Así que su sorpresa comenzó al toparse con una fiametta en el parque que se encontraba cerca de su casa. Se sorprendió no por la criatura en sí, sino porque ésta no se volvió en su contra. Estaba parada frente a una estatua, observándola. Afortunadamente, Aiden siempre iba preparado con una mochila llena de armas y trampas. Nunca había enfrentado a una bestia solo, pero tenía que hacerlo. Era su deber. Se aproximó con cautela; por desgracia, no con la suficiente. En un parpadeo, la fiametta se dio a la fuga, sus alas color escarlata revolotearon en su espalda mientras se alejaba de la escena. El joven cazador corrió tras ella, apenas preguntándose por qué la bestia no lo había atacado ¿Acaso no era eso lo que le había dicho su padre?, ¿no era ésa la lección que jamás debía olvidar? La fiametta no llegó demasiado lejos. No llevaba mucho tiempo de perseguirla cuando la encontró rodeando un par de árboles que se encontraban en las afueras del parque. Aiden se detuvo un instante para abrir su mochila y sacar una pistola que disparaba redes hechas con un material que ni siquiera las bestias podían destruir. Se puso en posición, apuntó y jaló del gatillo. La fiametta cayó al suelo, atrapada en la red. La bestia no se resistió en absoluto. Aiden se acercó a la trampa, esperando encontrarse con una
fiametta tratando de escapar, como todas las que su padre y el resto de los cazadores habían capturado. Pero en vez de eso, estaba quieta, como si la red fuese una cama en vez de una prisión. La criatura tenía la mirada cabizbaja, y volteó a ver a Aiden tan repentinamente que el cazador no lo registró hasta unos segundos después. Sus ojos eran azules — un gran contraste al color escarlata de sus alas y las piedras que salían de sus brazos y piernas. Entonces la fiametta habló. —No me mates —rogó con sus ojos enrojeciéndose—. Por favor. Por favor no me mates. Aiden entró en pánico. ¡No se suponía que las fiamettas hablaran, o que uno pudiera verlas a los ojos y no morir de inmediato! Todo su mundo se había puesto de cabeza. ¿Qué debía hacer ahora?
María Eguía Toussaint
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Memorias de una mente abierta
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as palomas volaban entrecortando el aire con aleteos. Aquél, en una banca de algún metal malhadado, con el diario doblado y un manojo de manzanilla contiguo a la rodilla izquierda, la otra puesta junto a la bracera oxidada. Vestido en un oscuro y elegante traje. Con garbo, deslizaba sus pupilas por las aves. Las palomas hacían gorgoritos y liberaban proyectiles que antes de estamparse en el suelo parecían orbes. Luego, la mierda yacía en el piso como estrellas blancas. También había mierda en la banca, pero los rayos se encargaban de hacerla sólida y menos execrable –le daban al suelo un aspecto de enjalbegado inacabado. El periódico estaba inmóvil y desdeñoso; no hubo nueva ese domingo. No es que anduvieran hatos de palomas revoloteando en toda la plaza, no las conté, tampoco molestaban. En un tumulto interno, subía escalones eléctricos de anécdotas ajenas, páginas blancas y monólogos; días anteriores, palabras y silencios –y es que no había esfuerzo para llegar a éstos, sino que todo se proyectaba de un modo común-. Dentro de mí, iba a tiempos de recuerdos inexistentes, casi todos de una inagotable y apasionante frivolidad.
Estaba solo, solo a cielo abierto y pese a que no lloviera, me llovía. Intenté borrar toda alusión que me arrojaba ese lugar, pero ¿por qué había regresado? El David me daba la espalda desnuda, su culo perfecto y húmedo, me miraba y yo observaba displicente cómo los chorros de agua se le embarraban al cuerpo; condescendientes, algunas palomas se cagaban en su figura. El ruido del agua cayendo me traía irritado. El hecho de pronunciar Río de Janeiro hacía como si tragara cántaros de una nostalgia enferma. Cuando caminábamos por Durango con los dedos entrelazados y las manos sudadas, rodeados de lo lindo que era estar con ojos de enamorado viendo todo, mirándonos. Tú, con tu vestido lleno de primavera y los labios rojos ciruela ¡cómo te amaba cuando muda ocupabas el lado izquierdo de esta banca y rozabas tus piernas con las mías, cuando reíamos de la escultura en cueros y después nos besábamos llenos del amor nuestro y la sensualidad que nos daba el desnudo de nuestras frentes, cuando respirábamos nuestros cuellos abrazados y entraba tu perfume de manzanilla que tanto me encantaba! No hubo frivolidad jamás, esa es otra, fue una plenitud la que nos ciñó. Quedé fulminado de cal que se irá en corriente y lluvia. Por ahora el cielo abierto, por ahora el cielo abierto, por ahora el cielo ha muerto.
Laura Elizabeth Godínez Castillo
(Ensenada, Baja California Norte, 1991) -----------------------------------------------------------
Puta de cinco filos
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on las siete de la noche, es un martes ajetreado y hoy es mi aniversario. Cumplo tres años saliendo con mi pareja. Odio los martes. Rayos. Ya es hora de ir a trabajar. -¿Qué comida te gusta?- me preguntó Ramón, con gesto de obvia curiosidad-¿Sabes que nos conocimos hace tres años exactamente? -Después de tres años, ¿a qué viene la pregunta?- digo un poco molesta. -Todo lo que sé de ti es que te gusta el jugo de naranja natural y comer pan tostado con mermelada de higo luego de hacer el amor y que jamás usas nada de color rosa.- dijo muy serio- ¿Qué comida te gusta? Ramón entiende que está rompiendo nuestro acuerdo. Está bien, yo comprendo. Se acerca a mí y me da en la mano el último sobre de dinero que recibiré de él. Pesa más de lo normal y sé que hay dinero extra, dinero extra por el último beso no dado. Esto no lo vale. Regreso a casa. -No te tardaste. ¿Ya terminaron el trabajo?- me dice la mujer de cara regordeta. -Me equivoqué, era ayer, mamá.- le respondo ante su
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penetrante mirada. -¿Cenamos juntas? Te hice chilaquiles y sopa de médula.pregunta anhelante. Terrible día. Las pesadillas han vuelto y se divierten rajando mi alma. Al día siguiente, el maestro de Filosofía me pregunta que qué tengo ya que no le hice caso en toda la mañana. Maldito estúpido, ¿no tienes alguien más en quién fijarte? -Nada, es que me siento abandonada.- respondo en tono agrio- Pero estoy bien. -¿Abandonada?- replica- Palabra fuerte para alguien tan joven. -E infantil ¡para alguien tan zorra como yo!- estallo en un alarido y escondo mis lágrimas. Salgo corriendo mientras invoco a los santos y dioses para que todos olviden. No pasa nada. Regresen a sus aulas. Déjenme en paz. Desaparezcan. Una noche más y la vida continúa. No se detiene a admirar a nadie. La vida presume de ser la alfombra sobre la que modela el tiempo. Tiempo asesino. Huele a tierra mojada. Me olvido de todo por un momento. El suelo hace eco de mis pasos al romper las hojas arrancadas por los brazos del viento. Silencio. Silencio. Ya se puede oír la batalla de música que cerca las calles rotas. -Un kilo de carne, por favor.- le pido al joven que ya conozco- Échale bien. Se oye un grito que sale de la bodega- ¡Salen dos kilos de carne para la señorita! ¿La quieres para asar?- pregunta al mismo tiempo que me sonríe. -Ya sabes que sí.- contesto. -Mañana hay feria y música, ¿te apuntas?- me invita- Yo
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pago todo, no te preocupes. Además soy bueno ganando peluches y a ti te gustan, ¿no? -No puedo – respondo rápido- Mañana tengo que ir a una reunión de la iglesia. -Será la próxima vez, linda- sentencia el carnicero. No lo merezco, es demasiado bueno para mí. ¿Por qué no se rinde? ¿No sabe que detrás de estos lentes y cara mustia hay una desinhibida bestia que se alimenta de dolor y gritos no pronunciados? Tic-tac. Un día a la vez. Un día más se suma. -¿Cómo estuvo tu semana sin mí?- me pregunta Ruth¡Cuenta! -Tiré mi vestido favorito el martes, y ese mismo día soñé con mi madre. El miércoles pasé una enorme vergüenza en la escuela; el jueves me di cuenta de que sólo uso cierto vestido cuando lo necesito y…Soy interrumpida. -¿Estuviste llorando?- me pregunta alzando la voz- Te ves rara. -Tengo gripa y me siento cansada.- cierro los ojos- Creo que tengo una infección, hace semanas que no me baja. Tic- tac. No hay marcha atrás. Estoy mareada y me duele todo el cuerpo. Tic- tac.
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Ana Sahy Jiménez Salinas
(Ciudad de México, 1994) -----------------------------------------------------------
Ángel de sangre
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legas a un lugar de lo más particular. Uno donde crecen la oscuridad, las memorias y la belleza. Un cementerio familiar, quizás. Entras a un jardín lleno de tumbas con nombres olvidados, algunos tienen decoraciones. Tumba pétrea, castigo ancestral para quienes se enfrentan a la muerte. Una tumba resalta, al final del nombre hay una rosa con pétalos gordos como fresas podridas. Alzas la vista y ves en la pared la pintura de un ángel siguiéndote con la mirada. A su lado una puerta y adentro dos silenciosas estatuas en esquinas contrarias. Amantes perdidos que se miran mas no pueden tocarse mientras otra estatua de un ser alado observa la desgracia ajena plácidamente desde su balcón. Miras desde arriba hasta que te atreves a bajar por esas escaleras al piso de madera. Caminas rápidamente para llegar a la salida a otro jardín más pequeño. En medio una tumba común sin cerrar. Cadáveres sin ningún destino manchan el aire con
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el hedor de pudrición. Sus almas como mariposas carcomidas por cuervos. Sonríes como ave de rapiña ante la patética realidad. Sigues adelante abriendo otra puerta. Anhelas algo bruscamente ¿recuerdas qué era? Pasas por un largo pasillo interrumpido por habitaciones grandes, blancas, algunas vacías, otras con antiguas estatuas. En otra habitación, hay jarrones llenos de cenizas. Tan silenciosas incluso al caer al fondo del jarrón. No cuentan si fueron reyes o pordioseros. Metes tu mano en uno de los jarrones, agarras un puñado de cenizas, lo soplas desmembrando su cuerpo. Hay una capilla como en muchos cementerios, en el altar está el ramo de rosas azules que tu novio te regaló hace tres San Valentines aún con el celofán delatando la tinta. Las paredes están despellejadas pero los muertos siguen cantando las oraciones que alguna vez escucharon. Los candelabros sin cera iluminan tu cuerpo, la sangre de tus pies se mezcla con los vidrios desterrados de los vitrales, comienzas a bailar olvidando tu alma en esa vieja capilla. Las rosas empiezan a marchitarse gritándote que huyas. Tu mirada busca una salida, los pétalos nublan tu vista regresándote al primer jardín para contemplar el ángel rojizo con los ojos sin color, pero tu atención va a la tumba con la rosa. Quieres tomarle una fotografía con la cámara vieja que tu padre te dio antes de abandonarte en plena infancia. Alzas la cámara y el ángel grita en inglés algo que no logras reconocer. Tú le contestas, miedo sería la razón. Tus manos tercas ante la cámara aprietan el botón pero éste ha dejado de servir. El ángel insiste con esa voz femenina y chillante, pero tú
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sigues intentando tomar la fotografía por lo que le gritas que se calle. Tu corazón se acelera, guardas un grito en las cobijas. Les pides a los hijos de la noche que sigan cantando para que puedas regresar, pero la puerta se ha vuelto negra, sin ninguna imagen que puedas penetrar. Estas perdido preguntándote si acaso el ángel quería proteger la integridad de aquella muerta o no aceptaba a un vivo en su tierra. El ángel de sangre a quien miles le hacen ofrenda incluso sin conocerle ¿Qué te estará ocultando? Aun si te niega, algún día volverás a verlo y recordarás qué nombre guarda esa tumba, solamente tienes que dejar este mundo atrás.
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Manolo Luna
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No quiero hablar
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olamente no quiero hablar, quiero seguir caminando mientras mis pies arrastran más hojas que en esta época del año se vuelven totalmente susceptibles a que un curioso las acumule a cada paso, al sonar de fondo la música de algún grupo progresivo de los años setentas, ya olvidado para nuestros tiempos, pero lo suficientemente variante como para acompañar el acumulamiento izquierda-derecha, izquierda-derecha. No me quejo, sólo es otro día, si se concede el mañana, seguiría siendo lo mismo y nada más, otro día. Escuchas, y te pierdes dentro de los simples pensamientos de una mente un tanto aislada ¿Qué estará haciendo mi perro? ¿Por qué el miércoles no existe para morirnos? ¿La chica que huele a girasol, estará cantando en voz alta Eleanor Rigby? -Gracias- digo tres veces al día y no a la hora de ingerir alimentos, normalmente a cosas más fuera de sentido, como la entrega de un boleto del metro, un insulto, un cumplido. Ay, indiferencia. Todo esta tan establecido, no puedo caminar y arrastrar mis pies en las hojas, sé que ya alguien lo hizo, sé que para muchos tiene un significado completamente
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diferente al que yo le doy, sé que es. Y sé que dejara de ser. Es fastidioso, llega a ese punto de tornarse un tanto molesto, porque mientras más pasos vas dando, llegas al punto de tu ebullición existencial, llegas al punto en que te comienzas a preguntar cosas hartamente fantásticas. Qué indiferencia, es decir la época, el hit, este tiempo, esta gente. Parece un mal cuento apocalíptico de Bradbury pero con más colores y matices. Fastidio de chango, me es imposible pensar ya a estas horas, humildes horas de la noche en las que solo te percatas de lo recto que es tu vida, pero al mismo tiempo, de lo fácil que es romper esa línea en la que a diario jugamos la llamada cotidianidad. Un gesto dirigido crea un pensamiento, el pensamiento te transporta a una reacción corporal, controlada o instintiva, que te llevan directo a palabras compuestas de formaciones mentales y luego a una pequeña conclusión del momento, que de inmediato pasa a una formación de experiencia y recepción de ese momento. Y todo esto nos coloca en lo que llamamos vivir, vida. Respirar un poco. Es cierto que las sonrisas cambian días, que las palabras son veneno y creo que es cierto que si me quitaran la capacidad de expresarme moriría.
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Andrea Mendoza Galindo
(Ciudad de México, 1993) -----------------------------------------------------------
Común
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on las tres de la mañana y ya despertó. Dice que el silencio de la madrugada le ayuda a estar concentrada e inspirarse, pero la verdad durmió toda la tarde, únicamente se levantó para comer y después sentirse culpable por su peso. Está tratando de escribir sobre su amigo muerto, piensa que de alguna forma él vendrá a ayudarle, pero no sucede. Sabe que es estúpido creer que se presentaría en sus sueños para decirle lo que debe hacer, que eso conmoverá a todos y al final de leer, con la garganta a punto de colapsar, lluvia en los ojos y tono triste la terrible historia y todo lo que ha sufrido durante seis meses la gente agradecerá el sentimentalismo, la felicitarán y se compadecerán de ella ¡Qué patética! No pudo escribir. Hunde la cabeza en la almohada, ve la hora en el celular al que se aferró toda la noche, según sus estándares aún no se le ha hecho tarde, pero debería levantarse en menos de cinco minutos. No es presa de la cama, es presa de la pereza que no podrá ocultar en todo el día, de las ojeras que no se le quitarán a menos que duerma bien esta noche, pero sobre todo de la culpa.
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Se levanta del lado izquierdo de la cama, pone intencionalmente el pie derecho en la alfombra sucia, titubea un poco antes de plantar el izquierdo, jura que no es supersticiosa pero prefiere prevenir un mal día. Sabe que su vida es un poco más desordenada que el cuarto en el que duerme durante el día y una parte de la noche, tiene dos meses diciendo que lo ordenará, pero la verdad no quiere hacerlo. La deprime ver el montón de ropa arrumbada, el clóset casi vacío, los vasos llenos de agua sucia, las envolturas de galletas, los papeles llenos de mocos y la pila de libros sin leer, pero su tristeza nunca dura más de diez minutos pues pasados éstos estará sumergida otra vez en su cama. Nunca sueña y si lo hace, jamás se acuerda. Sus pasos ni siquiera se escuchan en el corredor que lleva al baño. Entra y se observa en el espejo. Cuando tiene tiempo analiza la forma que adoptaron los grandes círculos morados alrededor de sus ojos. Abre la llave de la regadera, pone una cubeta debajo del chorro para acumular el agua fría que le da paso a la caliente. Se cree amiga del mundo. Se baña rápido, siempre le da miedo el momento entre cerrar la llave de la regadera y tomar su toalla para secarse, hoy no es la excepción. Lo único que planea es lo que vestirá, toma la ropa que apartó en alguno de sus descansos de sueño y se la pone vertiginosamente, aún tiene frío. Se cuelga la mochila, toma su botella con agua, sostiene el picaporte y sale a la calle. Otra vez se le hizo tarde.
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Eva María Merino Sánchez
(Mérida, Yucatán, 1993) -----------------------------------------------------------
Sólo ahora desempolvo renuente las sílabas en un intento pelón y descabellado de raparme estas ideas.
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os mechones son irremediablemente rebeldes y las salvajes olas melenudas rugen con un estruendo exasperante estos días de octubre. En la playa, la arena añora el desierto y yo la arrojo a puñetazos ante esta testarudez tan prosaica y ambigua. Conviene vacacionar en la luna estos meses: el clima es el mismo pero las pisadas no se desvanecen. La mitología carraspea y con mucha seriedad entona cantos gregorianos para referir la avidez de las tragonas arenas movedizas: son sonrojados pretextos de antepasados que en un rapto de gozo bronceado se enterraron hasta los hombros y luego no supieron cómo salir. El sodio en la fórmula química del mar, en la gota transparente de origen anatómico dudoso (¿poro o glándula?) que brota y esquía sin vértigo en una pendiente de mi rostro. Lo salado siempre me despeina y alborota aquel inexplicable improperio espontáneo: “¡Pelona!”.
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Y es que la espuma del oleaje no es de rabia, el armazón que el gel construye se desarma, la enigmática reverberación en el caracol es congénita, los torpes peces no tienen pestañas que agitar y jamás ha tenido autoridad un peine en los territorios indómitos de mi cuero cabelludo. Desde el arrecife, la tempestad es una maraña de garabatos grises, la calma marina se luce con un espléndido alfombrado turquesa, en las tardes de indiferencia su vaivén es insondable como un espejo desparramado. Pero sostén con cuidado un trozo de océano en tus manos, la claridad en tu quietud ya no podrá disimularse. No sé si el despeinado ejerce el papel de camuflaje, pero seré valiente como mis cabellos que nunca se echan para atrás. Desentrañar este naufragio de catalejos rotos requiere escudriñar un resquicio perdido de aurora urbana. Sumergirse con delicadeza en la apabullante alusión a tus ojos y descender sin profecías, sin dramáticas onomatopeyas. Descender sin esperar encontrar un fondo.
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Alfredo Pérez Díaz
(Tila, Chiapas, 1983) -----------------------------------------------------------
El doctor Joaquín Méndez
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n el pueblo nunca ha habido un doctor tan atento que se pueda comparar con Joaquín Méndez. En ese asunto del maridaje, era la envidia de cualquier mujer. Parecía ser el único humano que podía tener tiempo para todo, no se compara con esos doctores que dejan a sus mujeres insatisfechas por ambición al dinero. Cuando su esposa hacía mención a sus amigas de las cosas íntimas de los casados, siempre resultaba ganadora. Los vecinos en ocasiones le regalaban gallinas al doctor como muestra de admiración y respeto. Los señores que se dedican al negocio de la fe lo declaraban “un hombre de éxito”. Sin duda, él sabía de su valor y eso le permitía recibir gustoso -todos los días menos el domingo- a sus pacientes que bajaban de las rancherías aledañas al pueblo. Un día el gobierno se enteró de su fama y lo mandó llamar. De regreso a casa le contó a su mujer que el estado le había ofrecido trabajar en un proyecto para crear un hospital en medio de la selva, en un pequeño poblado que lleva por nombre Santo Domingo. Él tenía que dar una respuesta en un lapso de 72 horas. Después de haber hecho cálculos en beneficios y
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desventajas que podía tener al aceptar el trabajo, tomó el teléfono y le marcó al señor gobernador diciéndole que aceptaba gustoso ese puesto para aumentar su área de atención a la población pobre del país. Los vecinos se pusieron contentos, sabían que el doctor Joaquín Méndez no era de esos a los que les da asco tocar a la gente sucia que llega a los hospitales esperando espantar a la muerte con unas pastillas e inyecciones. Al internarse en el ombligo de la selva, no pudo más que experimentar la extrema felicidad. Algunas veces llevó a su mujer a escuchar el canto de las guacamayas y loros que se esconden entre las hojas de los árboles. Los campesinos cuchicheaban entre ellos al ver a la hermosa mujer del doctor. Todos volteaban a ver a la esposa de Joaquín Méndez. Se daban cuentan de que ella no estaba hecha para el monte, en las pantorrillas se le notan puntos rojos causados por piquetes de hormigas y zancudos. Su físico despertaba en los jóvenes ese gran interés de verla siempre. La primera ocasión que la señora se bañó en el río en traje de baño, el río se llenó de mirones, había más gente concentrada que en una campaña de evangelización. Para bien de la comunidad, la dama sólo se bañó esa vez. *** El tiempo pasó y el doctor Joaquín Méndez seguía siendo ejemplar. Debido a la delicadeza de su mujer, no la pudo llevar más al trabajo. El doctor viajaba de madrugada al hospital y por las tardes y noches -según fuera el casoemprendía el regreso a casa. Seguía siendo un hombre feliz y un marido sin igual.
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Por su parte, la esposa era una mujer cabal que aprendió a calcular la hora de llegada de su esposo y se acostumbró a esperarlo con la comida lista. A Joaquín Méndez también se le volvió un hábito anunciar por teléfono cuando iba camino a casa. El hospital, con una fuerte inversión que hizo el estado, se logró terminar. Los únicos que faltaban eran los médicos que atenderían cada área de especialidades. Ese recurso humano no pudo llegar con prontitud y como los enfermos no podían esperar tanto tiempo sin caer en la tentación de morirse, al doctor Joaquín Méndez se le ocurrió una gran idea: invitó a que las áreas de especialidades fueran cubiertas momentáneamente por curanderas y brujos reconocidos de la región. El área de parto fue atendida por parteras tradicionales; los bebés que lloraban mucho y tenían la espalda azul eran remitidos al área de mal de ojo, también había un área para curar espantos y otro sin número de enfermedades propias de la región. Enfermedades que los campesinos encontraban en el camino, en el río y en sus parcelas eran curadas con una buena dosis de yerbas y una que otra danza para llamar a los espíritus dormidos. Cada día el hospital era un jolgorio y llegó a tener tanta fama en la región que varios doctores protestaron y criticaron los métodos del ingenioso doctor Joaquín Méndez. Un día, Joaquín Méndez, ya estando en el trabajo, se dio cuenta de que le hacían falta unos documentos importantes, así que a eso del mediodía viajó de regreso a su casa y debido a la preocupación por los papeles olvidados, le pasó inadvertido avisarle a su mujer que iba en camino. Al llegar a su casa, el taxi numero 169 estaba estacionado
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en el portón de entrada. Una preocupación le invadió, “qué le habrá pasado a mi mujer” pensó. Bajó del auto fuera de sí y cruzó el patio a toda prisa. En la sala no había nadie pero se percató de que alguien lanzaba unos quejidos en su cuarto. Al asomarse, Joaquín Méndez logró ver a su esposa encima del propietario del taxi estacionado afuera. En ese instante sintió que su cuerpo se enfriaba por completo, quiso avisar que los estaba viendo pero su boca se negó a emitir sonido. Con parsimonia, se dirigió a su estudio, tomó los documentos que había olvidado y volvió al trabajo. En el hospital, habló con las curanderas y brujos y les dijo que habían hecho muy buen trabajo y que ese mismo día había recibido una llamada del gobernador informando que la próxima semana enviaría una centena de médicos practicantes para atender el hospital y que había solicitado se extendiera un diploma a todos los médicos tradicionales, una constancia donde se indicase que prestaron su valioso servicio al hospital Joaquín Méndez. Desde esa tarde su regreso a casa no fue igual. En el camino se acordó marcar pero no lo hizo. La carretera estaba silenciosa, los arboles movían ligeramente sus hojas anunciando la presencia del viento. Al pasar por las calles del pueblo saludó a sus conocidos con el mismo afecto de siempre, como si no pasara nada. Al cruzar la puerta, procuró portarse lo más sereno posible, como cuando uno quiere ocultar que está siendo dominado por el alcohol. Por su parte, la esposa también procuró aparentar que nada había ocurrido, que todo seguía igual. Pasó una semana después del incidente. Desde la
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sala Joaquín Méndez llamó a su mujer, ella salió de la cocina. -Sólo quiero hacerte una pregunta, –la casa quedó en silencio- ¿En qué fallé? -No has fallado en nada Joaquín, soy yo la que cometió el error. En ese momento el doctor se levantó y se dirigió a su estudio. Mientras, su esposa caminó de regreso a la cocina. Horas más tarde, una dama muy hermosa yacía pálida y tiesa en la cocina con un balazo en la frente.
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Andrés Sebastián Paniagua Chávez (Ciudad de México, 1992) -----------------------------------------------------------
No eres tú. No soy yo. Son todos.
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altaban diez minutos para tener que salir y dirigirse a la cita. Fabián había intentado todo. Ya había vaciado una botella entera de colonia barata. Intentó cambiarse de ropa, incluso lavó la ropa. Hasta se bañó ¡Bañarse! ¿Quién es capaz de bañare en estos días? Eso es para los puercos. Estaba a punto de darse por vencido. Quiso llamar a Ángeles para cancelar el encuentro pero desistió en seguida, quedaría como un imbécil. Cancelarle a semejante piel, sería mejor ser rechazado al intentar entrar en su entrepierna que nunca haber tenido la oportunidad de verla húmeda. Decidió acudir. Vistiendo un saco de piel recién comprado, aseguraba -con una terrible credulidad infantil- que la prenda ayudaría a esconder el tufo que cada vez crecía más. No podría haber sido más estúpido. Resulta obvio a cualquier mente razonablemente y reflexiva el hecho de que el olor de una piel ajena crea una mezcolanza de humores, un hediondo contraste entre la mierda externa y la de la propia humanidad. En la calle, en el metro, en el camión, sin embargo, la
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gente se mostraba desagradablemente amigable. Al parecer era el olor. ¿Acaso todos huelen de la misma manera? Es como bañarse en orines de lobo y acercarte a ellos, seguramente se mostrarán tan amigables como la gente era con Fabián. Sintió un súbito temor: el temor de oler como ellos. Llegó al fin. Desde lejos la alcanzó a ver. Estaba esperando justo donde acordaron. Ni pedo, dijo en sus adentros. Se acercó sin meditarlo. -Hola, galán. Llegas tarde… Si él portaba un fétido olor a mierda fresca, ella sabía a mierda añeja marinada en los jugos de una noche de alcohol. Nunca pudo haber existido peor beso. De alguna manera el sabor de la lengua de Ángeles provocó una erección enorme en los pantalones de Fabián. Grande y sinuosa. Ridículamente grande. -¿Te vas a quedar ahí? Ven. Acercándose, tomó la mano de aquel “hueleamierda” para obligarlo a cortar distancias. Con la mano libre palpó el miembro duro. Risitas. Comenzaron a caminar, mezclándose entre la multitud. Jamás se ha escuchado una queja sobre el perfume de Fabián.
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Nereo Rafael Ramírez Barrera
(Ciudad de México, 1988) -----------------------------------------------------------
Lo primero que rompí
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s difícil saber cuál fue el primer objeto que rompí. Diría que sí recuerdo qué rompí pero no recuerdo si eso fue lo primero que rompí. Estaba bastante seguro de que el primer objeto que destruí fue un espejo, me acuerdo de vidrios y la preocupación de mis padres, culpas posteriores y tal vez un poco de sangre. Pero sería mentira decir que esa fue la primera cosa que rompí. Hay dos razones en particular para dudarlo: 1) Recuerdo la preocupación de saber del maleficio de siete años de mala suerte al romper ese objeto. Pero entonces esto me pone en una trampa ya que, de no haber tenido ese significado no hubiera perdurado en mí, madre y padre se preocupaban por cosas que no tenía idea que les pesaban. Recuerdos que sólo ellos tienen de mi persona y que he olvidado o que ni siquiera grabé en mi mente. 2) Debido a esta falta de significancia, no puedo afirmar que rompí o no rompí un espejo antes de saber qué diablos era la mala suerte. Cuando la vida te tira un nuevo concepto o idea, es cuando te das cuenta de que tenía cierto valor.
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Quiero descartarlo, ya que sería una mentira en más de una manera, el vidrio no me trajo mala suerte, sino demasiada de la buena, eso es curioso, tardé muchos años en entender eso (y también romperlo). Supongo que si tengo que apostar, serían otros dos sucesos: mi cara o un robot de juguete. El primer accidente que recuerdo fue cuando caí de las escaleras de la casa de mi tía Esperanza. Madre y padre trabajan por igual, entraban a la misma hora al trabajo que quedaba en el mismo lugar y regresaban a casa a dormir juntos. Así que tenía mucho tiempo para mí. Las hermanas de mi padre fueron las que me cuidaron hasta la muerte de él. La actual matriarca es la que tiene la mejor casa y en donde ocurrió el accidente. Es el primer recuerdo que tengo de esa casa, ya había aprendido a caminar (bastante tarde, según comentan) y lo primero que hice fue caerme de las escaleras. Esa casa es la versión luminosa de la mía. Vivimos en la misma colonia y el diseño de los edificios es prácticamente el mismo pero es imposible negar que me agrada mucho más que la morada propia, es más limpia, la luz le da un brillo blanco con las agarraderas de madera y las paredes blancas. Fue preferible caerme ahí que en mi hogar, creó un recuerdo y una herida en mi cara que sólo tiene significado en este relato, ya que fue hasta primaria que me di cuenta de que tengo una cicatriz cerca de la ceja. Únicamente tengo ese recuerdo. Mi madre y tíos han olvidado el suceso y creen que fue un accidente en la casa donde solíamos vivir o en la casa de mis abuelos maternos. Es un secreto propio, que puede ser mentira, pero al menos tiene un significado. Lo malo es cuando soy el que rompe con un
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significado. El segundo objeto que recuerdo haber roto fue un Transformer, los robots que se convierten en animales o vehículos. Adoraba esas figuras. Mi primo Rafa (hijo de mi tía Esperanza), tiene un dinosaurio de plástico dorado con una espada de fuego transparente, son dos juguetes en uno, ¿cómo no puedo adorar eso? Problema: Madre y padre veneraban cosas baratas. Por años me conformé con juguetes de tianguis y con crear ejércitos opuestos con personajes que nadie conocía (excepto algún trabajador en China al que le robaron el molde), complementando con monstruos y dioses mitológicos que salían en las cajas de Sonrics (hasta hace unos meses no supe que tenía una diosa creadora prehispánica como carne de cañón). Creo que es obvio que fue importante cuando me compraron una de estas figuras original, en una bodega Aurrera que me parecía el templo de Asterion, y al triple de tributo y sacrificio que con falsos profetas locales. Siendo, claro, mi primer ídolo con un significado real, era necesario que el rompimiento fuera de la manera más trivial posible. El avión no sobrevivió a un viaje a la piscina local. Me di cuenta de que ya estaba roto de uno de sus brazos al meterlo en mi mochila. Claro que estuve molesto, fue una decepción que se repetiría a lo largo de los años, adquiriendo el mal hábito de romper todo lo que significaba algo para mí. Algunas veces estoy en situaciones como las que le ocurren al gato de Schrödinger donde creo que es mejor dejar al objeto o la situación en éxtasis para que sea el momento de obtenerlo el que perdure. Claro, años después descubrí que era un problema
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muy común con juguetes de plástico pintados en color dorado, cuya causa es un misterio, así que no era culpa de Slingshot o mía; era el cómo fue diseñado y la suerte de que la línea de juguetes de Generation 2 quisiera usar colores menos realistas. De cualquier forma hubiera preferido un Combaticon. Ninguno de estos, quiero concluir, han sido los primeros objetos que rompí, pero creo que puedo llegar a uno, tal vez más simbólico. A los siete años, debido a una experiencia muy personal con alguien que quise de una forma y que todavía quiero de otra manera más ‘decente’, me di cuenta de que mis memorias podrían mezclarse con la ficción, mis sueños se empezaron a intercalar con objetos de la vida cotidiana o viceversa. Los déjà vus de ciudades o momentos nunca existieron en mi cabeza, sólo por instantes. Supongo que lo que quiero decir, es que para mí, lo primero que uno rompe es la memoria y el tiempo. Estos tres recuerdos tienen la mala fortuna de que no puedo ubicarlos en tiempos espaciales específicos. Bien pude haber roto un espejo antes de haberme hecho la herida, o el espejo pudo haber sido roto antes que me diera cuenta de que podía destrozar cosas propias. En esos momentos, vivía en un estado donde el tiempo no era necesario y la memoria ni siquiera tenía importancia. Es cuando me preguntan ¿De dónde es la herida? que tengo la necesidad de recordar, y a veces me doy cuenta de que esa historia está en contra de otra, pero fui yo el que le dio un significado. Mis caídas antes de caminar no tienen importancia como el caerme de un hogar que aprecio más, pero no es la memoria ‘real’. O al menos no la que
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tienen mis padres y tíos. Tengo recuerdos de conceptos que hacen que cobren un significado ciertos hechos. Caídas antes de siquiera poder bajar escaleras, dioses que no son dioses, pintura dorada que hace más falso un objeto, mala suerte que se convierte en buena, momentos que sólo yo recuerdo pero que bien pudieron ser mentira. Si la memoria nos traiciona también el tiempo. Hubo un atrás que no sabemos cómo fue y que se confabula con las memorias para crear una ruta pasada. Muchas veces queremos saber la verdad del momento cuando estamos en la necesidad. Consciente e inconscientemente rompemos estos dos conceptos a diario, tal vez es lo primero que hacemos en la vida. ¿Qué les hace pensar que el plástico dorado o el espejo son reflejos de lo real?
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Yunuén Yniesta Rodríguez
(Ciudad de México, 1994) -----------------------------------------------------------
Desintoxicación
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ientras crecía las personas alrededor solían decirme: “Crecer duele”, creía que sólo bromeaban y entonces te conocí. Parecías saberlo todo, me decías que tomara un libro, que apagara la tele, que lo que decían en mis clases estaba mal, que lo único que querían hacer conmigo era “lavarme el cerebro” para obedecer a todo lo que ellos quisieran. Comencé a leer, apagué la tele, dudé de los conocimientos de mis profesores, dejé de confiar en las personas, me concentré en las letras y en tus palabras. Me decías que la música es vacía, que ya nada tiene que ofrecer, que “los grandes han muerto” y que los buenos de ahora sólo se guían por el dinero, que los que escribían canciones no eran escritores y que todos ellos habían dado su cuerpo para estar donde están. Que los libros de ahora son una basura, “un insulto a la literatura”, llegaste incluso a decir que vomitarías sobre sus autores, pero nunca leíste ni un solo libro impreso en el siglo XXI. “El gobierno tiene la culpa”, lo decías una y otra vez. No importaba si la mosca volaba o no. Estabas en contra del nacionalismo pero criticabas
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a aquellos que salían del país en busca de otras oportunidades, decías que te preocupaba la pobreza de los demás pero nunca sacrificaste algo tuyo para ayudarlos. Llamaste idiota a todo aquel que pensaba diferente a ti, a todo aquel que cantase mientras tu callabas, al que leía por diversión y no por “abrir los ojos” ante la situación actual que es una vez más exclusivamente “culpa del gobierno”, y a todos los que creían en alguna divinidad. Y aun así, creía ciegamente en ti, me hiciste pensar igual que tú, no me diste otra opción, crecí con tus ideales. Recuerdo el día en que te pregunté si de verdad los libros en los que tanto tenías fe, que a fin de cuentas otras personas habían escrito con sus propios ideales y sus propias locuras, eran tan confiables como tú creías. Guardaste silencio, me miraste con los ojos bien abiertos y me llamaste idiota. Me dijiste que no podía pensar de esa manera, que debía de confiar en los libros de personas que lamentablemente ya no viven, porque sólo ellos tienen la razón al igual que tú. Por un sólo día no te escuché, prendí la televisión, puse atención en clase y pude intercambiar ideas con mis profesores. Empecé a platicar y a confiar en personas que no conocía. Escuché música de todas partes del mundo en diferentes idiomas, vi el esfuerzo de los compositores en sus letras y sé que hay quienes luchan para hacer lo que hacen y que son buenos. Tomé libros impresos en el siglo XXI, algunos de cuyos autores aún están vivos, aprendí de ellos, tomé sus ideas y las combiné con los libros que tanto te gusta leer. Definitivamente, todo cambia. ¿Te has dado cuenta que el gobierno empieza con nosotros? Pero siempre es mejor culpar a otros de
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nuestros errores como sociedad, no digo que no tengan la culpa, pero debes avanzar y no centrarte en el odio, pero sí, muchos no tienen un criterio propio. Comprendí a mucha gente que salió de nuestro país, y no los culpo, cada quien sigue sus sueños por el camino que quiera. Hoy vi a un señor compartir un sándwich con un señor que vive en la calle, en la pobreza, ¿Los demás son tan malos como decías? No creo que lo sean todos. Rompí el silencio, y combiné mi voz con el canto de los demás. Hablé con los que tú llamas idiotas y me compartieron un poco de su conocimiento, creo haber tomado el necesario. Leí un poco de comedia, no me hizo daño, y sigo “con los ojos abiertos”. Creo que ya no creo en ti. “Crecer duele” porque hay gente que lastima, que te decepciona, algunas, son esas personas que creen saberlo todo y quieren “abrir los ojos a los demás” pero no cuentan con un criterio propio y sólo logran dañar a los con odio, son ellos los que hacen tu camino más difícil, son los que hacen que dejes de luchar por tus sueños. Tú me decepcionaste. Tú intentaste robar mis sueños, pero abrí los ojos un poco más y no me dejé.
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Adriana Abigail Trejo Villaseñor
(Ciudad de México, 1993) -----------------------------------------------------------
Un ángel melancólico
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na tarde soleada, a punto de atardecer, un niño de cabello y ojos negros como sombras, miraba a la nada arriba de un árbol. Así como la lluvia cae de forma tan natural sobre una flor, así caían las lágrimas por la piel de este niño, piel de papel y labios de melocotón, comunes en un niño de nueve años. Sus oídos parecen moverse y reaccionar a solas, cuando alguien se va acercando por tierra y pasto. -¡¡¡Dori!!! Esa estruendosa voz lo sacó de sus pensamientos y casi hace que se caiga del árbol. Quién sería sino su amigo Gabriel de la misma edad. - Tonto, ya te dije que no me digas Dori, mi nombre es Dorian El ojinegro desvió la mirada mientras bajaba del árbol en un salto. - Y yo te he dicho que no me digas tonto... Gabriel iba a seguir discutiendo pero Dorian empezó a caminar dejándolo solo. Lo siguió al notar algo muy raro en su compañero. - ¿Oye, Dorian, te pasa algo?
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- No- respondió cortante mientras continuaba sin mirar a los ojos al rubio. - Claro que te pasó algo, dime. - Es que le pregunté a mi hermano mayor… - ¿A Ian? - Sí. - ¿Y qué le preguntaste? - Que si un niño puede querer a otro niño- dijo sin mirarle - ¿Y qué te dijo? –pregunto aún sin entender por qué su amigo estaba desconsolado. - Pues dijo que no es posible y no es normal. -¿Entonces por qué estas triste? - ... - ¡¡¡Dime!!! - Eres muy escandaloso - Dime. - ¡Porque tú me gustas, Gabriel! Pero Ian dijo que no es posible, entonces tú no me quieres. Dorian miró a Gabriel y tenía los ojos cristalinos, aguantando las ganas de llorar. - ... Como Gabriel no dijo nada, Dorian se va, quiere irse, alejarse pues todo esto le hace entender que nunca podrá estar con quien quiere. Tan pronto en su vida, experimentaba un amor inocente que dolía como fuego con espinas. - Tonto. - ¿Eh? - Eres un tonto, Dori. Gabriel le sonreía y no estaba dispuesto a dejarle ir. No al ver esos ojos brillantes derramando sal. Así que tomó su mano, tan suave y ligeramente más
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besada por el sol, y le sonrío como sólo sus labios son capaces, acompañado la sonrisa con un tono encarnado. - Te quiero mucho, Dorian, siempre te voy a querer y no importa si somos niños. Asumiendo una valentía que quizás le faltaría a un adolecente, plantó sus labios. No fue agresivo ni exigente, solo una afirmación y promesa condicionada. Tomó esos labios húmedos y fríos que saben a nieve. Sin saber del tiempo ni del mundo, habían encontrado una razón de haber. Nada importaría, ni las palabras ajenas ni los rechazos. El tiempo los tocó. Ese beso fue el inicio. Y la promesa siguió.
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Ciudad de MĂŠxico 2013 Se utilizaron las tipografĂas Algerian y Garamond
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Mtra. Carmen B. López - Portillo Rectora Dra. Sandra Lorenzano Vicerrectora Académica y Responsable de Publicaciones Izazaga número 92, Centro Histórico, C.P. 06080, México, D.F. www.elclaustro.edu.mx
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