Veinte relatos, inéditos en su mayor parte, que constituyen la mejor antología de terror contemporáneo hasta hoy. Ésta es la primera vez que se reúnen en un solo volumen los autores más brillantes de la literatura de terror actual. Charles L. Grant, compilador de la antología, es el mejor especialista en trabajos de selección dentro de este género. En este caso ha agrupado con singular talento las narraciones más representativas que era posible ofrecer al lector exigente, y el resultado ha sido una obra maestra que no debe faltar en ninguna biblioteca. Con un mérito adicional: muchos de estos relatos han sido escritos especialmente para el presente volumen.
AA. VV.
Horror Lo mejor del terror contemporáneo Horror - 1 ePub r1.3 Trujano 30.09.14
Título original: The Dodd, Mead Gallery of Horror AA. VV., 1983 Traducción: César Terrón Compilador: Charles L. Grant Editor digital: Trujano Corrección de erratas: Mina815, Yorik ePub base r1.1
Introducción
Hace más años de los que me atrevo a recordar, solía pasar la tarde de los sábados en el Teatro Lincoln de Kearny, New Jersey, junto con mis amigos en una huida de la escuela, del tiempo, de los padres, de los deberes escolares y de cualquier cosa (o persona) capaz de chasquear al peor monstruo de la infancia: ser responsable (también conocido como portarse de acuerdo con la edad de uno o madurar). Entonces era muy natural reemplazar este monstruo por una deliciosa hornada de otros monstruos: el hombre lobo, el vampiro, el fantasma, el espíritu de los alaridos, el horror del sótano, el horror del desván… Muchas veces mis amigos y yo salíamos del cine riendo, caminando con las piernas muy rígidas o fingiendo que llevábamos largas capas negras y enseñando los colmillos a las chicas que pasaban. Pero con la misma seguridad que la caricatura sigue al primer artículo importante, también había una noche del sábado. En la cama. Solo. Sumido en el sueño del inocente hasta que algo me despertaba. Me despertaba con tanta fuerza, de hecho, que lo pasaba muy mal para volverme a dormir. Y a menudo precisaba los tranquilizadores servicios de mis padres para asegurarme que yo, sin ninguna duda, vería el próximo amanecer. Podría creerse que muchos años así debieron curarme de Karloff, Lugosi, Zucco y todos los demás, pero no fue así. Y tampoco fue así para ninguno de mis amigos, aunque nadie quisiera admitir las pesadillas que
seguían a la sesión de tarde del sábado. Lo único que sabíamos era esto: las películas nos divertían. No cuando soñábamos, sino cuando las contábamos. Al fin y al cabo, por eso principalmente íbamos a verlas: para asustarnos entonces y para asustarnos más tarde. Desde entonces el Monstruo ya me ha atrapado, en general. He madurado, he aceptado cierta dosis de responsabilidad acá y allá y, en ocasiones, me porto de acuerdo con mi edad (sea cual sea el maldito significado de la expresión). Por otra parte, también escribo y hago recopilaciones como ésta, libros que, si todo va bien, de vez en cuando ofrecen a los lectores una buena dosis de escalofríos, temblores y aullidos verdaderos. En el fondo, para ser sinceros, no somos tan maduros. El miedo que tenemos ahora no es el mismo que cuando éramos niños, pero es miedo de todos modos. Nos hace sudar las palmas de las manos, nos produce pesadillas y a veces tiene la fuerza suficiente para alterar nuestro carácter. El miedo es ahora, como entonces real. ¿Por qué, pues, leemos relatos de terror? Porque usted puede dejar este libro, apartarse de él, cerrarlo bruscamente con la certeza de que las cosas horribles que suceden a la gente en estas páginas no pueden sucederle. Lo que hay en estas páginas no existe. No obstante, creo que de todos modos es divertido flirtear con el miedo, entregarse a él de vez en cuando, y si nos afecta más que cuando éramos niños…, bien, es el riesgo de la pesadilla, ¿no? Ahí interviene la diversión. Y para estar seguros de que estos autores no han perdido el tiempo, ellos exigen al lector únicamente una cosa (aparte de una habitación en penumbra, viento frío y un cristal que vibra amilanadoramente en la ventana): del mismo modo que una película con diez asesinatos gráficos y a todo color tiende a entumecer la mente y produce poca cosa más que bostezos, leer veinte o más cuentos seguidos es aburrido y acaba siendo frustrante. A los escritores reunidos aquí no les importa en absoluto la velocidad del tráfico en la calle del lector; lo único que piden es la
oportunidad de lograr lo que usted desea de ellos: horrorizarlo, aterrorizarlo o darle una simple dosis de nerviosa ansiedad. Estos relatos son diversamente gráficos, sosegados, orientados hacia lo sobrenatural, encauzados hacia lo psicológico. Algunos son cachiporras, y otros cuchillas de afeitar. Algunos exigirán de usted más trabajo que otros, y algunos ejercerán su efecto más de una vez, como el impacto de un potente veneno que entra en su organismo… y el regusto que deja. Todos ellos, no obstante, pretenden hacer recordar pesadillas. Y tarde o temprano usted puede toparse con una de las suyas. Naturalmente, mientras las luces sigan encendidas y usted no crea ni por un momento en todas estas cosas, puede estar tranquilo. Ese Monstruo de la infancia lo ha atrapado y transformado, y usted puede enfrentarse a casi todo en la actualidad, en especial a cuentos que no pasan de morder un poquito en su imaginación, agitar un poco las sombras que usted estaba seguro de que habían desaparecido en cuanto salió el sol… Usted se atreve a todo. Que duerma bien. CHARLES L. GRANT
Newton, Nueva Jersey, EEUU
Algo repelente WILLIAM F. NOLAN
Los adultos parecen encontrar maravillosos deleites atormentando a los niños hasta hacerlos llorar o sufrir pesadillas, sobre todo recurriendo directamente a lo que saben asustará más a los chicos. Quizá sea una reacción a sus experiencias antes de «madurar», o tal vez se trate de otra cosa peor…, algo básico. William F. Nolan, residente en California, ha editado, escrito y colaborado en decenas de libros con temas que van desde lo macabro hasta las emociones de las carreras automovilísticas, o su reciente biografía de Steve McQueen. También ha escrito guiones para el cine y la televisión.
—¿Aún no te has duchado, Janey? Era la voz de su madre en la planta baja, que flotaba como el humo hacia ella, apenas audible desde su cama. Más fuerte en ese momento, insistente. —¡Janey! ¡Contesta! Se levantó, se estiró como una gata, salió al pasillo, al rellano, donde su madre pudiera oírla. —Estaba leyendo. —Pero si te dije que tío Gus vendría esta tarde. —Le odio —dijo Janey en voz baja. —Estás murmurando. No te entiendo. —Frustración. Enojo y frustración—. Baja ahora mismo. Cuando Janey llegó al pie de la escalera, la imagen de su madre ondeaba como el agua. La pequeña cerró y abrió los ojos con rapidez, esforzándose en despejar sus lacrimosos ojos. La madre de Janey se alzaba ante ella, alta, voluminosa y perfumada con su satinado vestido veraniego. Mamá siempre parece bonita cuando viene tío Gus. —¿Por qué lloras? El enfado había cedido el paso a la preocupación. —Porque sí —dijo Janey. —¿Por qué? —Porque no quiero hablar con tío Gus.
—¡Pero si él te adora! Viene especialmente a verte. —No, no es verdad —dijo Janey mientras se frotaba la mejilla con su puñito—. No me adora, y no viene especialmente a verme. Viene a pedir dinero a papá. Su madre se sobresaltó. —¡Es espantoso que digas eso! —Pero es verdad. ¿A que sí? —A tu tío Gus lo hirieron en la guerra y no puede hacer un trabajo normal. Hacemos lo que podemos para ayudarle. —Yo nunca le he gustado —contestó Janey—. Dice que hago mucho ruido. Y nunca me deja jugar con «Bigotes» cuando está aquí. —Eso es porque los gatos le fastidian. No está acostumbrado a ellos. No le gustan las cosas con pelo. —La mujer tocó el cabello de Janey. Oro blando—. ¿Recuerdas ese ratón que trajiste la Navidad pasada, qué nervioso puso a tío Gus…? ¿Te acuerdas? —«Pete» era muy listo —dijo Janey—. No le gustaba tío Gus, igual que a mí. —A los ratones ni les gusta ni les disgusta la gente —le explicó su madre—. No tienen bastante inteligencia para eso. Janey meneó tercamente la cabeza. —«Pete» era muy inteligente. Encontraba el queso en cualquier parte de mi cuarto, aunque estuviera muy escondido. —Eso está relacionado con el sentido básico del olfato, no con la inteligencia —dijo su madre—. Pero estamos perdiendo el tiempo, Janey. Sube corriendo, dúchate y ponte tu bonito vestido nuevo, el de lunares rojos. —Son fresas. Tiene fresitas rojas en la tela. —Estupendo. Ahora obedece. Gus llegará pronto y quiero que mi hermano se sienta orgulloso de su sobrina. Con la rubia cabeza gacha y arrastrando los taloncitos en cada escalón, Janey subió la escalera. —No hablaré de esto a tu padre —estaba diciendo su madre, y la voz iba apagándose conforme la pequeña seguía subiendo—. Sólo le diré que te
has dormido. —No me importa lo que le digas a papá —murmuró Janey. Las palabras desaparecieron como humo en el pasillo mientras la niña se dirigía a su habitación. Papá creía todo lo que le decía mamá. Siempre. A veces era verdad, lo de dormir más de la cuenta. Era difícil despertar de la siesta. Porque yo no quiero irme a dormir. Porque lo odio. Igual que comer brócoli, tomar pastillas de vitaminas en forma de animalitos de colores, visitar al dentista y subir en las montañas rusas. Tío Gus la había llevado a una montaña rusa, altísima y pavorosa, el último verano, y Janey había vomitado. A él le gustaba ponerla nerviosa, asustarla. Mamá no sabía cuántas veces le decía cosas espantosas tío Gus, o le hacía bromas pesadas, o la llevaba a sitios que a ella no le gustaban. Mamá la dejaba a solas con él mientras iba a comprar, y Janey aborrecía totalmente estar en la vieja y oscura casa de tío Gus. Él sabía que la oscuridad la asustaba. Se sentaba delante de ella con las luces apagadas, le explicaba historias fantasmales, llenas de detalles tenebrosos y atroces, y su voz era empalagosa y horrible. Janey se espantaba tanto cuando escuchaba a su tío que a veces acababa llorando. Y las lágrimas hacían sonreír a tío Gus.
—Gus. ¡Siempre es una alegría verte! —Hola, hermanita. —Pasa. Jim está holgazaneando por ahí. He preparado una cena buenísima. Pavo troceado. Y he hecho tortas de maíz. —¿Y dónde está mi sobrina favorita? —Janey bajará en cualquier momento. Llevará su nuevo vestido… sólo para ti. —Bien, vaya; eso es magnífico. Janey estaba observando en lo alto de la escalera, tumbada en el suelo para que no la vieran. Qué rabia le daba ver a mamá abrazando a tío Gus de aquella forma, siempre que venía, como si hubieran pasado años desde la
última visita. ¿Por qué mamá no se daba cuenta de lo malvado que era tío Gus? Todos los amigos de la clase de Janey habían comprendido que él era una mala persona el primer día que la llevó al colegio. Los niños suelen saber inmediatamente cómo es una persona. Igual que aquel viejo miserable, el señor Kruger, de geografía, que obligaba a Janey a quedarse en clase cuando olvidaba hacer los deberes. Todos los niños sabían que el señor Kruger era espantoso. ¿Por qué los adultos tardaban tanto tiempo en comprender las cosas? Janey se deslizó hacia atrás en las sombras del pasillo. Se levantó. Tenía que bajar… con la ropa de estar por casa. Eso significaría seguramente una zurra en cuanto se marchara tío Gus, pero valía la pena a cambio de no tenerse que poner el vestido nuevo en su honor. Las zurras no hacían demasiado daño. Valía la pena.
—¡Vaya, aquí está mi princesita! —Tío Gus estaba levantándola por el aire, muy fuerte, para marearla. Ya sabía que ella odiaba los zarandeos. La dejó en el suelo con un ruido sordo. La miró con sus crueles ojazos—. ¿Y dónde está ese bonito vestido nuevo de que me hablaba tu mamá? —Se me ha roto —dijo Janey, con la mirada fija en la alfombra—. No puedo ponérmelo hoy. Su madre volvió a enfadarse. —Eso no es verdad, señorita, ¡y tú lo sabes! Planché ese vestido por la mañana y está perfecto. —Señaló arriba—. ¡Sube otra vez a tu cuarto y ponte ese vestido! —No, Maggie. —Gus sacudió la cabeza—. Deja a la niña tal como está. Tiene muy buen aspecto. Vamos a cenar. —Pinchó el estómago de Janey con un dedo—. Apuesto a que esa barriguita tuya se muere de ganas de probar un poco de pavo. Y tío Gus fingió que reía. A Janey no la engañaba nunca; ella sabía distinguir las risas verdaderas de las fingidas. Pero mamá y papá jamás parecían notar la diferencia. La madre de Janey suspiró y sonrió a Gus.
—De acuerdo, lo pasaré por alto esta vez… Pero creo que la mimas demasiado. —Tonterías. Janey y yo nos entendemos muy bien. —Miró fijamente a la pequeña—. ¿No es cierto, guapa?
La cena no fue divertida. Janey no pudo acabar el puré de patata, y sólo probó el pavo. Nunca podía disfrutar con la comida si su tío estaba presente. Como de costumbre, su padre apenas se dio cuenta de que ella estaba en la mesa. Él no se preocupó en saber si llevaba puesto el vestido nuevo. Mamá se ocupaba de esas cosas, y papá de su trabajo, fuera cual fuese. Janey no había averiguado nunca qué hacía, pero él se iba todos los días a cierta oficina desconocida para ella y ganaba dinero suficiente, por lo que siempre podía dar algo a tío Gus cuando mamá le pedía un cheque. Ese día era domingo y papá estaba en casa para leer el enorme periódico, limpiar el coche y podar el césped. Hacía las mismas cosas todos los domingos. ¿Me quiere papá? Sé que mami me quiere, aunque a veces me zurre. Pero ella siempre me abraza después. Papá nunca me abraza. Me compra helados y me lleva al cine los sábados por la tarde, pero no creo que me quiera. Por eso ella nunca podría decirle la verdad sobre tío Gus. Papá no le haría caso. Y mamá, simplemente, no lo entendía.
Después de la cena, tío Gus agarró firmemente de la mano a Janey y la llevó al patio. Después la hizo sentar cerca de él en la gran mecedora de madera. —Apostaría a que tu vestido nuevo es feo —dijo con frialdad. —No. ¡Es bonito! La aflicción de la niña complació a tío Gus. Se agachó, acercó los labios a la oreja derecha de Janey.
—¿Quieres saber un secreto? Janey contestó que no con la cabeza. —Quiero volver con mamá. No me gusta estar aquí. Janey se dispuso a alejarse, pero él la agarró, la atrajo con brusquedad hacia la mecedora. —Presta atención cuando te hablo. —Sus ojos chispeaban—. Voy a contarte un secreto… De ti misma. —Pues cuéntamelo. Gus sonrió. —Tienes una cosa dentro. —¿Y eso qué quiere decir? —Quiere decir que hay algo muy dentro de tu asqueroso estomaguito. ¡Y está vivo! —¿Eh? —Janey parpadeó: empezaba a tener miedo. —Una criatura. Que vive de lo que tú comes, que respira el aire que tú respiras, y que ve gracias a tus ojos. —Acercó la cara de la niña a la suya—. Abre la boca, Janey, para que yo pueda mirar y ver qué cosa vive ahí abajo… —¡No, no quiero! —Se retorció para intentar soltarse, pero él era muy fuerte—. ¡Mientes! ¡Estás contándome una mentira horrible! ¡Mientes! —Ábrela bien —dijo, e hizo fuerza en la mandíbula de la niña con los dedos de su mano derecha hasta que la boca se abrió—. Ah, así está mejor. Vamos a ver… —Escudriñó el interior de la boca—. Sí, ahí. ¡Ahora lo veo! Janey se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos, francamente alarmada. —¿Cómo es? —¡Repelente! ¡Espantosa! Con unos dientes muy afilados. Una rata diría yo. O algo parecido a una rata. Larga, gris y gorda. —¡Yo no tengo eso! ¡No! —Oh, claro que sí, Janey. —Su voz era empalagosa—. He visto brillar sus ojos rojos y he visto su larga cola. Está ahí dentro, sí. Algo repelente. Y se echó a reír. Esta vez de verdad. No era una risa fingida. Tío Gus estaba divirtiéndose.
Janey sabía que él sólo pretendía asustarla una vez más…, pero no estaba completamente segura respecto a la cosa que llevaba dentro. Quizás él había visto algo. —¿Hay… otras personas con… criaturas… que viven dentro de ellas? —Depende —dijo tío Gus—. Las criaturas malas viven dentro de las personas malas. Las niñas buenas no tienen ninguna. —¡Yo soy buena! —Bueno, eso es cuestión de opinión, ¿no crees? —Su voz era dulce y desagradable—. Si fueras buena no tendrías una cosa repelente viviendo dentro de ti. —No te creo —dijo Janey, que respiraba con dificultad—. ¿Cómo puede ser verdad? —Las cosas son reales cuando la gente cree en ellas. —Encendió un largo cigarrillo negro, aspiró el humo y lo expulsó con lentitud—. ¿Has oído hablar del vudú, Janey? La niña meneó la cabeza. —Funciona así: un brujo maldice a una persona haciendo un muñeco y hundiendo una aguja en el corazón del muñeco. Luego deja el muñeco en la casa del hombre maldito. Cuando el hombre lo ve se asusta mucho. Convierte en real la maldición al creer en ella. —¿Y luego qué pasa? —Su corazón deja de funcionar y muere. Janey notó que su corazón latía muy deprisa. —Tienes miedo, ¿verdad, Janey? —Puede que… un poco. —Claro que tienes miedo. —Rió entre dientes—. Y es lógico…, ¡con una cosa así dentro de ti! —¡Eres un hombre malo y muy cruel! —le dijo Janey, con los ojos nublados por las lágrimas. Y regresó corriendo a la vivienda.
Esa noche, en su cuarto, Janey permanecía sentada en la cama, rígida, abrazando a «Bigotes». Al gato le gustaba entrar allí por la noche y acurrucarse en la colcha, a los pies de la niña, para dormitar hasta el amanecer. Era un plácido gato doméstico, gris y negro, que jamás se quejaba de nada y siempre contestaba con un «miau» de alegría cuando Janey lo cogía para acariciarlo. Después ronroneaba. Esa noche «Bigotes» no ronroneaba. Captaba las ásperas vibraciones de la habitación, captaba el nerviosismo de Janey. El animal se estremeció inquieto en los brazos de la pequeña. —Tío Gus me ha mentido, ¿verdad, «Bigotes»? —La voz de la niña reflejaba tensión, incertidumbre—. Míralo… —Acercó más al gato—. No hay nada ahí, ¿verdad? Y abrió la boca para demostrar a su amigo que ninguna rata vivía allí. Si había una rata, el viejo «Bigotes» metería una pata para cazarla. Pero el gato no reaccionó. Se limitó a cerrar y abrir sus rasgados ojos verdes. —Lo sabía —dijo Janey, enormemente aliviada—. Si yo no creo que esté ahí, no está. Poco a poco relajó los tensos músculos de su cuerpo…, y «Bigotes», al percibir el cambio, empezó a ronronear: un suave y tranquilizador sonido de motor en la noche. Todo estaba bien. Ninguna criatura de ojos rojos existía en su barriguita. De pronto la niña se sintió agotada. Era tarde, y por la mañana tenía que ir al colegio. Janey se deslizó bajo la sábana y cerró los ojos tras soltar a «Bigotes», que se alejó silenciosamente hacia su habitual rincón de la cama. Janey tenía muchas cosas que contar a sus amigos.
Era jueves, un día que Janey solía odiar. Un jueves sí y otro no, su madre iba de compras y la dejaba cenando con tío Gus en la casona
encantada de éste, con los postigos bien cerrados para que no entrara el sol, y las sombras llenando todos los pasillos. Pero ese jueves iba a ser distinto, y Janey no se preocupó cuando su madre se marchó y la dejó sola con su tío. Esta vez, pensó la niña, no iba a tener miedo. Soltó una risita. ¡Hasta podía divertirse!
Tras ponerle un plato de sopa delante, tío Gus le preguntó cómo se encontraba. —Bien —dijo Janey tranquilamente, con los ojos bajos. —Entonces podrás apreciar la sopa. —Sonrió, tratando de que su apariencia fuera agradable—. Es una receta especial. Pruébala. Janey se metió una cucharada en la boca. —¿A qué sabe? —Un poco ácida. Gus meneó la cabeza mientras probaba la sopa. —Ummm… Deliciosa. —Hizo una pausa—. ¿Sabes de qué está hecha? Janey contestó que no con la cabeza. Gus sonrió y se inclinó hacia la niña al otro lado de la mesa. —Es sopa de ojos de búho. Hecha con ojos de búho muerto. Machacados y recién extraídos para ti. Janey sostuvo la mirada de su tío. —Quieres que devuelva, ¿verdad, tío Gus? —Dios mío, no, Janey. —Había un empalagoso deleite en su voz—. Pensaba que te gustaría saber qué estabas tragando. Janey apartó su plato. —No voy a vomitar porque no te creo. Y cuando no crees una cosa, no es real. Gus la miró ceñudamente mientras terminaba la sopa. Janey sabía que él planeaba contarle otra espantosa historia de fantasmas después de comer, pero no estaba nerviosa. No lo estaba. No lo estaba porque no habría sobremesa para tío Gus.
Había llegado el momento de su sorpresa. —Tengo algo que decirte, tío Gus. —Pues dímelo. Su voz era aguda y desagradable. —Todos mis amigos del colegio saben lo del animal que está dentro. Hablamos mucho de eso, y ahora todos lo creemos. Tiene ojos rojos… Es muy peludo y huele mal. Y tiene muchísimos dientes afilados. —Naturalmente que sí —dijo Gus, con el rostro iluminado por las palabras de la niña—. Y siempre tiene hambre. —Pero ¿a qué no sabes una cosa? —prosiguió Janey—. ¡Sorpresa! No está dentro de mí, tío Gus… ¡Está dentro de ti! Gus la miró coléricamente. —Eso no es nada divertido, pequeña zorra. No intentes dar la vuelta a las cosas y fingir que… Se detuvo sin acabar la frase, y mientras la cuchara caía con estrépito al suelo, se levantó de repente. Tenía la cara enrojecida, como a punto de asfixiarse. —Y ahora quiere salir —dijo Janey. Gus dobló el cuerpo sobre la mesa, aferrándose el estómago con las manos. —Llama… Llama al… médico —dijo jadeante. —Un médico no servirá de nada —contestó satisfecha Janey—. Nada sirve ya de nada. Janey siguió tranquilamente a su tío mientras masticaba una manzana. Le vio tambalearse y caer ante la puerta, le vio agitarse, con los ojos desorbitados por el pánico. Janey se detuvo junto a tío Gus y le miró el estómago bajo la camisa blanca. Algo abultaba allí. Gus lanzó un grito.
Más tarde, esa noche, sola en su cuarto, Janey apretó a «Bigotes» contra su pecho y musitó en la temblorosa oreja de su gatito: —Mamá ha llorado —explicó al animal—. Está muy triste por lo que le pasó a tío Gus. ¿Estás triste tú, «Bigotes»? El gato abrió la boca y dejó ver sus afilados y blancos dientes. —No lo había pensado… Eso es porque tío Gus te gustaba tanto como a mí, ¿verdad? Abrazó al gato. —¿Quieres saber un secreto, «Bigotes»? El gato cerró y abrió los ojos tranquilamente, y empezó a ronronear. —¿Sabes, ese viejo malo del colegio…, el señor Kruger? Bueno, ¿sabes qué? —Sonrió—. Yo y los otros niños pensamos hablar con él mañana para decirle que tiene algo dentro… Janey se estremeció de placer. —¡Algo repelente! Y se rió como una tonta.
El patio trasero de Canavan JOSEPH PAYNE BRENNAN
La mejor fantasía siniestra trata, como cualquier buena literatura, de lo real, del presente, del mundo que todos conocemos. La diferencia, por supuesto, es el giro que da el autor a lo que creíamos conocer, a lo que nos resultaba agradable. Ese giro no ha de ser por fuerza dislocador; sólo precisa hacer que las cosas parezcan ligeramente descompuestas. Joseph Payne Brennan es uno de los maestros de la fantasía siniestra, sin ninguna duda. Sus relatos cortos han preparado el terreno para que todos nosotros trabajemos en el campo actualmente, y el cuento que sigue ha resistido el paso del tiempo de tal modo que puede considerársele un clásico con pleno derecho.
Conocí a Canavan hace veinte años, poco después de que él abandonara Londres. Era anticuario y aficionado a los libros antiguos. Fue muy natural que inaugurara una tienda de libros de segunda mano tras establecerse en New Haven. Dado que su pequeño capital no le permitía alquilar un local en el centro de la ciudad, Canavan alquiló como tienda y vivienda al mismo tiempo una casa vieja y aislada casi en las afueras de la urbe. La zona se hallaba escasamente habitada, pero como un buen porcentaje del material usado por Canavan llegaba por correo, el problema no tenía particular importancia. Muy a menudo, tras una mañana pasada ante la máquina de escribir, yo iba a la tienda de Canavan y dedicaba gran parte de la tarde a hojear los viejos libros. Encontraba en ello gran placer, en especial porque Canavan jamás recurría a métodos enérgicos para lograr una venta. Él conocía mi precaria situación financiera, nunca se enfadaba si me iba con las manos vacías. De hecho, Canavan parecía alegrarse con mi simple compañía. Pocos compradores visitaban con regularidad su tienda, y creo que estaba solo con frecuencia. A veces, cuando el negocio iba mal, preparaba una tetera de té inglés y los dos permanecíamos sentados durante horas, bebiendo y hablando de libros. Canavan incluso tenía la apariencia de un vendedor de libros antiguos…, o la caricatura popular de uno de ellos. Era menudo de cuerpo,
un poco encorvado, y sus ojos azules observaban detrás de unos arcaicos anteojos con bordes de acero y rectos cristales. Aunque dudo que sus ingresos anuales igualaran alguna vez los de un buen empapelador, se las arreglaba para «ir tirando» y era feliz. Es decir, feliz hasta que empezó a observar su patio trasero. Detrás de la vieja y destartalada casa en la que vivía y se ocupaba de su negocio, se extendía un largo y desolado patio cubierto de zarzas y leonada hierba alta. Varios manzanos muertos, mellados y negros a causa de la podredumbre, realzaban el aspecto depresivo de la escena. Las vallas rotas de madera a ambos lados del patio estaban prácticamente devoradas por la maraña de hierba áspera. Parecían hundirse literalmente en la tierra. En conjunto, el patio ofrecía una imagen anormalmente depresiva, y yo solía extrañarme de que Canavan no limpiara el lugar. Pero el problema no me incumbía; jamás lo mencioné. Una tarde que visité la tienda, Canavan no se hallaba en la habitación donde exponía los libros, por lo que recorrí un estrecho pasillo hasta llegar a un almacén donde a veces trabajaba él, haciendo y deshaciendo paquetes de libros. Al entrar en el almacén, Canavan se hallaba de pie ante la ventana, contemplando el patio trasero. Me dispuse a hablar y, por alguna razón, no lo hice. Creo que lo que me detuvo fue la expresión de Canavan. Estaba mirando el patio con una concentración peculiar, como si lo absorbiera por completo algo que veía allí. Diversas y conflictivas emociones se revelaban en sus tensas facciones. Parecía fascinado y asustado, atraído y repelido al mismo tiempo. Cuando por fin reparó en mí, casi dio un brinco. Me miró fijamente un momento, como si yo fuera un desconocido. Después reapareció su típica y natural sonrisa, y sus ojos azules chispearon tras los rectos cristales. Sacudió la cabeza. —Ese patio mío es extraño algunas veces. Lo miras mucho tiempo, ¡y crees que se extiende varios kilómetros! Eso fue lo único que comentó entonces, y yo no tardé en olvidarlo. No sabía que iba a ser sólo el principio del horrible asunto.
Después de eso, siempre que visitaba la granja encontraba a Canavan en el almacén. De vez en cuando estaba trabajando, pero casi siempre se hallaba de pie ante la ventana, mirando su deprimente patio. A veces permanecía allí varios minutos sin reparar en mi presencia. Lo que veía, fuera lo que fuese, cautivaba toda su atención. En tales ocasiones su rostro mostraba una expresión de espanto mezclada con una ansiedad extraña y placentera. Normalmente yo tenía que toser o arrastrar los pies para que él se apartara de la ventana. Después, al hablar de libros, Canavan parecía recobrar su antigua personalidad, pero yo empecé a experimentar la desconcertante sensación de que mientras él charlaba sobre incunables sus pensamientos continuaban centrados en aquel patio infernal. En diversas ocasiones pensé en preguntarle por el patio, pero cuando las palabras estaban en la punta de mi lengua, una sensación de vergüenza me impedía pronunciarlas. ¿Cómo reprender a un hombre por mirar por la ventana el patio trasero de su casa? ¿Qué decir y cómo decirlo? Guardé silencio. Más tarde lo lamenté amargamente. El negocio de Canavan, nunca floreciente, empezó a empeorar. Y un detalle peor, el librero parecía decaer físicamente. Se encorvó y demacró más. Aunque sus ojos jamás perdían su agudo centelleo, acabé pensando que el brillo se debía más a la fiebre que al saludable entusiasmo que los animaba. Una tarde, cuando entré en la tienda, no encontré a Canavan en ninguna parte. Pensando que podía estar en la parte trasera de la casa, enfrascado en algún quehacer doméstico, me incliné sobre la ventana de atrás y miré. No vi a Canavan, pero al contemplar el patio me vi sumido en una repentina e inexplicable idea de desolación que me inundaba como las olas de un mar helado. Mi impulso inicial fue apartarme de la ventana, pero algo me retuvo allí. Mientras observaba la miserable maraña de zarzas y hierba agostada, experimenté algo que, a falta de mejor término, sólo puedo denominar curiosidad. Quizás una parte fría, analítica y desapasionada de mi cerebro quería descubrir simplemente la causa de mi repentina sensación de depresión grave. O tal vez algún rasgo del lastimoso panorama me atraía
por culpa de un impulso inconsciente que yo había reprimido en mis horas de cordura. En cualquier caso, permanecí junto a la ventana. La hierba, alta, reseca y tostada, se agitaba ligeramente con el viento. Los podridos árboles negros se alzaban inmóviles. Ni un solo pájaro, ni siquiera una mariposa revoloteaba en la desolada extensión. No había nada que ver aparte las briznas de alta y leonada hierba, los muertos árboles y los dispersos grupos de bajas zarzas. Sin embargo, había algo en aquel fragmento aislado del paisaje que me resultaba intrigante. Creo haber tenido la sensación de que el lugar ofrecía una especie de enigma y de que, si lo contemplaba el tiempo suficiente, el enigma se resolvería por sí solo. Después de varios minutos de contemplación experimenté la extraña sensación de que la perspectiva estaba alterándose de forma sutil. Ni la hierba ni los árboles cambiaron, y no obstante el patio pareció expandir sus dimensiones. Al principio, me limité a juzgar que el patio era mucho más espacioso de lo que yo creía hasta entonces. Luego, pensé que en realidad ocupaba varias hectáreas. Finalmente, me convencí de que se prolongaba hasta una distancia interminable y que, si yo entraba allí, podría caminar kilómetros y kilómetros antes de alcanzar el final. Me abrumó el repentino y casi irresistible deseo de salir corriendo por la puerta trasera, zambullirme en aquel mar de hierba oscilante y caminar hasta descubrir por mí mismo a cuánta distancia se extendía el patio. Estaba de hecho apunto de hacerlo…, cuando vi a Canavan. Surgió bruscamente entre la maraña de hierba alta de la parte más próxima del patio. Durante un minuto como mínimo se comportó como si estuviera totalmente perdido. Observó la parte posterior de su casa como si no la hubiera visto en su vida. Estaba despeinado y claramente excitado. Colgaban zarzas de sus pantalones y su chaqueta, y unas briznas de hierba pendían de los corchetes de sus anticuados zapatos. Sus ojos vagaron frenéticamente por el lugar y creí que estaba a punto de dar media vuelta y lanzarse hacia la maraña de la que acababa de salir.
Golpeé el cristal de la ventana. Canavan se detuvo, casi de espaldas ya, miró por encima del hombro y me vio. Poco a poco reapareció en sus agitadas facciones una expresión de normalidad. Con el paso fatigado y un andar indolente se acercó a la casa. Corrí hacia la puerta y la abrí para que entrara. Canavan fue directamente a la tienda y se desplomó en un sillón. Alzó la cabeza cuando yo entré detrás de él en la habitación. —Frank —dijo casi en un susurro—, ¿sería tan amable de preparar té? Así lo hice, y él tomó el té casi hirviendo sin pronunciar palabra. Parecía sumamente exhausto. Comprendí que estaba demasiado fatigado para explicarme lo ocurrido. —Será mejor que no salga de la casa en los próximos días —dije antes de marcharme. Él asintió débilmente, sin levantar la cabeza, y me dijo adiós. Cuando volví a la tienda la tarde siguiente, Canavan me pareció descansado y reavivado, si bien taciturno y deprimido. No hizo mención alguna del episodio del día anterior. Durante una semana pensé que el librero acabaría olvidándose del patio. Pero un día, cuando entré en la tienda, Canavan se hallaba de pie ante la ventana de atrás, y vi que si bien se apartaba de allí, lo hacía con la peor de las disposiciones. Después de ese día, la norma se repitió con regularidad. Comprendí que la misteriosa maraña de leonada hierba del patio le obsesionaba cada vez más. Puesto que yo temía tanto por su negocio como por su frágil salud, finalmente le reconvine. Comenté que estaba perdiendo clientes, que hacía meses que no publicaba un catálogo de libros. Le dije que las horas que pasaba contemplando los mil embrujados metros cuadrados que él llamaba su patio trasero podía aprovecharlas mejor clasificando sus libros y haciendo pedidos. Le aseguré que una obsesión como la suya acabaría minando forzosamente su salud. Y por último le señalé los aspectos absurdos y ridículos del asunto. Si la gente se enteraba de que pasaba horas mirando por la ventana una simple jungla en miniatura de hierba y zarzas, cualquiera podía pensar que estaba loco de remate.
Terminé preguntándole resueltamente cuál había sido su experiencia aquella tarde en la que le vi salir de entre la hierba con expresión aturdida. Canavan se quitó sus anticuados anteojos con un suspiro. —Frank —dijo—, sé que sus intenciones son buenas. Pero hay algo en ese patio…, un secreto…, que debo averiguar. No sé qué es con exactitud… Creo que se trata de algo relacionado con distancia, dimensiones y perspectivas. Pero sea lo que sea, he acabado considerándolo…, bien, como un desafío. Tengo que llegar a la raíz del misterio. Si piensa usted que estoy loco, lo siento. Pero no podré descansar hasta que resuelva el enigma de esa porción de tierra. Volvió a ponerse los anteojos con el ceño fruncido. —Aquella tarde —prosiguió—, cuando usted miró por la ventana, tuve una extraña y alarmante experiencia ahí afuera. Había estado observando el patio por la ventana, y finalmente me sentí irresistiblemente tentado a salir. Me adentré en la hierba con una sensación de gozo, de aventura, de ansiedad. Al avanzar por el patio, esa sensación de júbilo se transformó con rapidez en una tétrica depresión. Di media vuelta para tratar de salir de allí inmediatamente…, pero no pude. No lo creerá, lo sé, pero me había perdido. Simplemente perdí todo sentido de orientación y no supe por dónde debía ir. ¡Esa hierba es más alta de lo que parece! Cuando te adentras en ella, no ves nada más allá. »Sé que esto parece increíble…, pero estuve una hora vagando por allí. El patio era fantásticamente extenso…, casi parecía alterar sus dimensiones conforme yo avanzaba, siempre había una gran extensión de terreno ante mí. Debí caminar en círculo. ¡Juro que recorrí kilómetros! Meneó la cabeza. —No es preciso que me crea —continuó—. No espero que lo haga. Pero eso fue lo que ocurrió. Cuando por fin logré salir, fue por pura casualidad. Y la parte más extraña de todo ello es que, una vez fuera, me sentí repentinamente aterrorizado sin la alta hierba rodeándome, ¡y quise retroceder! Retroceder a pesar de la sensación espectral de soledad que despertaba en mí el lugar.
»Pero tengo que volver. Tengo que resolver ese misterio. Ahí afuera hay algo que desafía las leyes de la naturaleza terrenal tal como la conocemos. Pretendo averiguar qué es. Creo tener un plan y me propongo llevarlo a la práctica. Sus palabras me impresionaron de un modo muy extraño y cuando recordé con inquietud mi experiencia en la ventana aquella tarde, me resultó difícil despreciar el relato como si fuera pura estupidez. Intenté, sin excesivo ánimo, disuadirlo de que volviera al patio, pero incluso mientras lo hacía sabía que estaba perdiendo el tiempo. Aquella tarde, salí de la tienda con un presentimiento y sintiendo una angustia que nada pudo aliviar. Cuando me presenté varios días más tarde, mis peores temores se confirmaron: Canavan había desaparecido. La puerta principal de la tienda estaba abierta como de costumbre, pero el librero no se hallaba en la casa. Miré en todas las habitaciones. Por fin, con un espanto infinito, abrí la puerta de atrás y dirigí la mirada al patio. Las alargadas briznas de tostada hierba se rozaban movidas por la suave brisa, emitiendo secos y sibilantes murmullos. Los árboles muertos se alzaban negros e inmóviles. Aunque todavía era verano, no oí el gorjeo de un solo pájaro ni el chirrido de un solo insecto. El mismo patio parecía estar alerta. Tras notar algo en el pie, bajé la mirada y vi un grueso cordel que salía de la puerta, atravesaba el escaso espacio desbrozado inmediato a la vivienda y se perdía en el muro fluctuante de hierba. Al instante, recordé que Canavan había mencionado un «plan». Comprendí de inmediato que su plan consistía en adentrarse en el patio dejando una cuerda sólida tras él. Por más giros y vueltas que diera, debió razonar el librero, siempre encontraría la salida recogiendo el cordel. Parecía un plan factible, y ello me produjo alivio. Seguramente Canavan continuaba en el patio. Decidí esperar su salida. Quizá si podía vagar por el patio mucho tiempo, sin interrupción, el lugar perdería su maléfica fascinación, y Canavan lo olvidaría.
Volví a la tienda y hojeé algunos libros. Al cabo de una hora me intranquilicé de nuevo. Me pregunté cuánto tiempo debía llevar Canavan en el patio. Al considerar la incierta salud del anciano, me sentí responsable en parte. Finalmente, regresé a la puerta de atrás, comprobé que no había rastro del librero y grité su nombre. Experimenté la sensación inquietante de que mi grito no llegaba más allá del borde de la susurrante pared de hierba. Fue como si algo hubiera apagado, ahogado, anulado el sonido en cuanto las vibraciones llegaron al borde del espectral patio. Grité una y otra vez, pero no hubo respuesta. Por último, decidí ir en busca de Canavan. Seguiría el cordel, pensé, y sin duda localizaría al librero. Juzgué que la espesa hierba ahogaba mis gritos y que, en cualquier caso, Canavan podría sufrir una ligera sordera. Cerca de la puerta, dentro de la casa, el cordel estaba atado con seguridad a la pata de una pesada mesa. Sin soltarlo, atravesé la parte sin hierba del patio y me deslicé en la susurrante extensión de hierba. La marcha fue fácil al principio y avancé con rapidez. Pero conforme me adentraba, la hierba era más gruesa y las briznas estaban más unidas, y me vi forzado a abrirme paso a empellones. Cuando no llevaba más que unos metros dentro de la maraña, me vi abrumado por la misma sensación insondable de soledad que había experimentado anteriormente. Ciertamente, había algo sobrenatural en el lugar. Me sentía como si de pronto hubiera entrado en otro mundo…, un mundo de zarzas y leonada hierba cuyos incesantes y tenues murmullos parecían animados de una vida maléfica. Seguí adentrándome, y el cordel se acabó de repente. Al mirar al suelo, comprobé que se había agarrado en unos espinos y había terminado por romperse con el roce. A pesar de que me agaché y examiné el lugar durante varios minutos, fui incapaz de localizar el otro extremo del cordel. Seguramente, Canavan no sabía que el cordel se había roto y debía de haberlo arrastrado en su avance. Me incorporé, ahuequé las manos en torno a mi boca y grité. El grito parecía ahogarse prácticamente en mi garganta ante aquella depresiva pared
de hierba. Me sentí como si estuviera en el fondo de un pozo, dando gritos. Con el ceño fruncido a causa de mi creciente nerviosismo, seguí vagando. La hierba era cada vez más gruesa y espesa, y acabé necesitando ambas manos para avanzar entre las enmarañadas plantas. Empecé a sudar copiosamente. Me dolía la cabeza, y creí que mi vista se nublaba. Sentía la misma angustia, tensa y casi insoportable, que se experimenta en un bochornoso día estival cuando se acerca una tormenta y la atmósfera está cargada de electricidad estática. Además, me di cuenta, con un ligero temblor de miedo, de que había dado vueltas y no sabía en qué parte del patio me hallaba. Durante medio minuto de objetividad en el que pensé que realmente me preocupaba perderme en el patio trasero de alguien, estuve a punto de echarme a reír…, a punto. Pero cierto rasgo del lugar impedía la risa. Proseguí mi lento avance con el semblante muy serio. En ese momento presentí que no estaba solo. Tuve la repentina y enervante convicción de que alguien, o algo, se arrastraba por la hierba detrás de mí. No puedo asegurar que oyera algo, aunque es posible que así fuera, pero de pronto tuve la certeza de que cierta criatura reptaba o se retorcía detrás de mí a poca distancia. Me pareció que me observaban y que el observador era sumamente maligno. En un instante de pánico, consideré una precipitada huida. Luego, inexplicablemente, la rabia se apoderó de mí. De pronto me enfureció Canavan, me enfureció el patio, me enfureció estar allí. Mi tensión contenida explotó, una explosión de cólera que barrió el miedo. Juré que debía llegar a la raíz de aquel misterio espectral. El patio no iba a continuar atormentándome y frustrándome. Di media vuelta bruscamente y me lancé hacia la hierba, hacia el lugar donde creía que se ocultaba mi furtivo perseguidor. Me detuve súbitamente. Mi cólera salvaje se transformó en un horror indecible. A la tenue pero luminosa luz solar que se filtraba entre los impresionantes tallos, Canavan se hallaba agazapado a cuatro patas igual
que una bestia a punto de saltar. No llevaba los anteojos, su ropa estaba hecha pedazos y sus retorcidos labios formaban una mueca de loco, en parte sonrisa, en parte refunfuño. Permanecí como petrificado, mirándole fijamente. Sus ojos, extrañamente desenfocados, me lanzaron una mirada de odio concentrado sin ningún chispeo que denotara reconocimiento. Su cabello cano era una maraña de hierbas y ramitas; todo su cuerpo, de hecho, sin excluir los andrajosos restos de su vestimenta, estaba cubierto de hierba, como si se hubiera arrastrado o rodado por el suelo igual que un animal salvaje. Tras el susto inicial que me paralizó la garganta, conseguí hablar por fin. —¡Canavan! —le grité—. ¡Canavan, por el amor de Dios! ¿No me conoce? Su respuesta fue un ronco gruñido gutural. Sus labios se abrieron dejando ver unos dientes amarillentos, y su cuerpo agazapado se tensó, dispuesto a saltar. Un puro terror se apoderó de mí. Salté a un lado y me lancé hacia el infernal muro de hierba un instante antes de que él atacara. La intensidad de mi terror debió proporcionarme nuevas fuerzas. Me lancé de cabeza entre los tallos retorcidos que tan laboriosamente había apartado antes. Oí crujir la hierba y las zarzas a mi espalda, y comprendí que corría para salvar mi vida. Avancé como en una pesadilla. Los tallos fustigaron mi cara igual que látigos y los espinos me desgarraron la carne igual que cuchillas de afeitar, pero no sentí nada. Todos mis recursos físicos y mentales se concentraron en un alocado propósito: salir del maléfico campo de hierba y alejarme del ser monstruoso que me pisaba los talones. Mi respiración acabó por convertirse en estremecidos sollozos. Mis piernas se debilitaron y creí estar viendo a través de remolineantes platillos de luz. Pero seguí corriendo. La criatura que me perseguía estaba ganando terreno. La oí gruñir, y noté que arremetía contra el suelo a sólo unos centímetros de mis huidizos
pies. Y en ningún momento me libré de la enloquecedora convicción de estar corriendo en círculo. Por fin, cuando creía que iba a derrumbarme en cualquier momento, crucé la última maraña leonada y salí al aire libre. Ante mí se extendía la parte desbrozada del patio de Canavan. Al otro lado estaba la casa. Jadeante y casi asfixiado, me arrastré hacia la puerta. Por un motivo que tanto entonces como después me pareció inexplicable, tuve la certeza de que el terror que pisaba mis talones no se aventuraría a salir al aire libre. Ni siquiera me volví para asegurarme. En el interior de la vivienda, caí débilmente sobre un sillón. Mi respiración forzada recuperó poco a poco la normalidad, pero mi mente continuó atrapada en un remolino de puro horror y espantosas conjeturas. Comprendí que Canavan había enloquecido por completo. Una emoción desagradable lo había transformado en una bestia voraz, en un lunático que ansiaba destruir salvajemente a cualquier ser viviente que se cruzara en su camino. Al recordar los ojos extrañamente enfocados que me habían contemplado con una llamarada de ferocidad animalesca, deduje que la mente de Canavan no estaba simplemente desquiciada: esa mente no existía. La muerte era el único alivio posible. Pero Canavan continuaba teniendo como mínimo el caparazón de un ser humano, y había sido mi amigo. No podía aplicar la ley por mi propia mano. Con una aprensión enorme, llamé a la policía y pedí una ambulancia. Lo que siguió fue más locura, y una sesión de preguntas y exigencias que me dejó en un estado de práctico abatimiento nervioso. Media docena de fornidos agentes de policía pasaron casi una hora entera patrullando por la fluctuante y leonada hierba sin encontrar rastro alguno de Canavan. Salieron de allí maldiciendo, frotándose los ojos y meneando la cabeza. Estaban sonrojados, furiosos…, y turbados. Anunciaron que no habían visto ni oído nada, aparte de un perro furtivo que siempre se ocultaba y gruñía de vez en cuando. Cuando mencionaron el perro gruñón, abrí la boca para hablar, pero lo pensé mejor y no dije nada. Me observaban ya con franco recelo, como si
pensaran que mi mente estuviera descomponiéndose. Repetí mi relato al menos veinte veces, y sin embargo los agentes no quedaron satisfechos. Registraron la casa de arriba abajo. Examinaron los archivos de Canavan. Incluso levantaron algunas tablas sueltas de una de las habitaciones y rebuscaron debajo. Por fin decidieron de mala gana que Canavan padecía una pérdida total de memoria tras haber experimentado alguna emoción fuerte y había salido de la vivienda en estado de amnesia poco después de que yo lo encontrara en el patio. Mi descripción del aspecto y los actos del librero desestimaron aquella explicación por considerarla extravagantemente exagerada. Tras advertirme que probablemente me harían nuevas preguntas y que tal vez registraran mi casa, me permitieron marcharme a regañadientes. Las búsquedas e investigaciones subsiguientes no revelaron nada nuevo y Canavan quedó registrado en la lista de personas desaparecidas, quizás afectado por amnesia aguda. Pero yo no quedé satisfecho, y me resultaba imposible descansar. Seis meses de paciente, penosa y aburrida investigación en los archivos y estanterías de la biblioteca universitaria de la localidad dieron por fin un provecho que no ofrezco como explicación, ni siquiera como pista definitiva, sino tan sólo como una fantástica cuasi-imposibilidad que no pretendo que nadie crea. Una tarde, después de que mi prolongada investigación de varios meses no diera resultados importantes, el conservador de libros raros de la biblioteca trajo con aire triunfante a mi reservado un minúsculo y casi desmenuzado panfleto impreso en New Haven en 1695. No mencionaba autor alguno y llevaba el austero título de Muerte de Goodie Larkins, bruja. Varios años antes, revelaba el escrito, los vecinos acusaron a una vieja bruja, Goodie Larkins, de convertir a un niño desaparecido en un perro salvaje. La locura de Salem estaba en su apogeo por entonces, y tras un juicio sumario Goodie Larkins fue condenada a muerte. En lugar de quemarla en la hoguera, la condujeron a un pantano en las profundidades del bosque, y soltaron tras ella siete perros salvajes que llevaban
veinticuatro horas sin comer. Al parecer, los acusadores creyeron que aquello sería una pincelada de auténtica justicia poética. Cuando los hambrientos animales estaban a punto de alcanzarla, los vecinos que se retiraban la oyeron pronunciar a gritos una pavorosa maldición: «¡Que esta tierra sobre la que caigo conduzca derecha al infierno! ¡Y que quienes se detengan aquí sean como estas bestias que van a desgarrarme hasta morir!». . El posterior examen de viejos mapas y escrituras de propiedad me recompensó con el descubrimiento de que el pantano donde Goodie Larkins fue hecha pedazos por los perros tras pronunciar su espantosa maldición… ¡ocupaba entonces el mismo solar o terreno que en la actualidad cercaba el infernal patio trasero de Canavan! No digo nada más. Sólo regresé una vez a aquel lugar diabólico. Fue en un frío y triste día de otoño, y un viento plañidero batía los leonados tallos. No puedo explicar qué me impulsó a volver a aquel paraje impío: quizás el persistente sentido de lealtad hacia el Canavan que yo había conocido. Tal vez acudí allí llevado incluso por un último jirón de esperanza. Pero en cuanto entré en la parte desbrozada detrás de la tapiada casa de Canavan, comprendí que había cometido un error. Al contemplar la rígida y fluctuante hierba, los árboles pelados y las negras e irregulares zarzas, sentí como si alguien o algo, a su vez, estuviera contemplándome. Noté como si algo extraño y diabólico estuviera observándome y, pese a mi terror, experimenté el perverso y alocado impulso de lanzarme de cabeza en la susurrante extensión de hierba. De nuevo creí ver que el monstruoso paisaje alteraba sus dimensiones y su perspectiva, hasta que tuve ante mí un tramo de sibilante hierba leonada y árboles podridos que se extendía kilómetros y kilómetros. Algo me incitaba a entrar, a perderme en la hermosa hierba, a rodar por el suelo y arrastrarme entre las raíces, a desgarrar los estúpidos estorbos de las prendas que me cubrían y echar a correr entre voraces aullidos, a correr, a correr…
En lugar de eso, di media vuelta y salí corriendo. Corrí como un loco por las ventosas calles otoñales. Me precipité en mi casa y cerré la puerta con llave. Nunca he vuelto allí desde entonces. Y nunca volveré.
El gusano conquistador STEPHEN R. DONALDSON
Existen, por supuesto, buen número de temores basados en seres procedentes del más allá, del mundo de lo sobrenatural en el que nosotros, como es natural, no creemos…, casi nunca. Pero hay igual número de cosas que logran asustarnos bastante, o nos hacen encoger, sin que haya que calificarlas de preternaturales. Los hombres, de vez en cuando, pelean entre ellos, simplemente porque temen dar mucho de su persona y quedar reducidos a algo inferior a la imagen que tienen de sí mismos. Algunas veces estos problemas se resuelven. Otras no. Stephen R. Donaldson vive en Nuevo México y es autor de la serie de fantasía de éxito mundial Crónicas de Thomas Covenant El Incrédulo. Y cualquier persona que viva en el suroeste de los Estados Unidos se apresurará a confirmar que la criatura de este relato no es una exageración.
Y mucho de Locura, y más de Pecado, y Horror como alma de la trama. EDGAR ALLAN POE
Antes de darse cuenta de lo que hacía, asestó una cuchillada…
(El hogar de Creel y Vi Sump. El salón. (El verdadero nombre de ella es Violeta, pero todos la llaman Vi. Llevan casados dos años, y ella no está floreciendo. (Su hogar es modesto pero confortable: Creel tiene un buen empleo en su empresa, aunque no asciende. En el salón, parte del mobiliario es mejor que el espacio que ocupa. Un buen estéreo contrasta con el estado del papel de las paredes. La disposición de los muebles indica ciertas dosis de frustración: imposible disponer sillones y sofá de forma que la gente que se siente en ellos no vea las manchas de humedad del techo. Las flores del jarrón de la mesa rinconera son de verdad, pero parecen de plástico. Por la noche, las luces crean sombras en curiosos lugares del salón).
Estuvieron fuera hasta muy tarde, en una gran fiesta donde conocidos, compañeros de trabajo y desconocidos bebieron mucho. Mientras abría la
puerta y entraba en el salón delante de Vi, Creel tenía más que nunca el aspecto de un oso desgreñado. El whisky lograba que el deslustre usual de sus ojos pareciera maléfico. Detrás de él, Vi se asemejaba a una flor camino de convertirse en avispa. —No me importa —dijo él mientras iba derecho al mueble bar para servirse otro vaso—. Me gustaría que no hicieras eso. Vi se sentó en el sofá y se sacó los zapatos. —Dios, estoy cansada. —Si no estás interesada en otra cosa —dijo él—, piensa en mí. Tengo que trabajar con casi toda esa gente. La mitad podrían despedirme si quisieran. Estás influyendo en mi trabajo. —Hemos tenido esta conversación otras veces —repuso ella—. Ocho veces este mes. —Un vago movimiento en una de las sombras del lado opuesto de la habitación le hizo volver la cabeza hacia el rincón—. ¿Qué es eso? —¿Qué es, qué? —He visto algo que se movía. Allí, en el rincón. No me digas que tenemos ratones. —Yo no he visto nada. No tenemos ratones. Y no me importa cuántas veces hemos tenido esta conversación. Quiero que dejes de hacerlo. Ella contempló el rincón un momento. Luego se recostó en el sofá. —No puedo dejar de hacerlo. No estoy haciendo nada. —No me vengas con cuentos. —Dio un sorbo y llenó de nuevo el vaso —. Si te esforzaras un poco más en ir detrás de él, ya tendrías la mano dentro de sus calzoncillos. —Eso no es cierto. —Crees que nadie ve lo que haces. Actúas como si estuvieras sola. Pero no lo estás. Todo el mundo en esa maldita fiesta estaba mirándote. Por tu forma de flirtear… —No estaba flirteando. Sólo estaba hablando con él. —Por tu forma de flirtear, deberías tener la decencia de estar avergonzada. —Oh, vete a la cama. Estoy demasiado cansada para esto.
—¿Lo haces porque él es vicepresidente? ¿Piensas que por eso será mejor en la cama? ¿O es que te gusta el prestigio de coquetear con un vicepresidente? —No he flirteado con él. Lo juro por Dios. A ti te pasa algo. Sólo hemos estado hablando. Ya me entiendes, moviendo los labios para que las palabras pudieran salir. Él se especializó en literatura en la universidad. Tenemos algo en común. Hemos leído los mismos libros. ¿Recuerdas los libros? ¿Esos objetos con ideas y relatos impresos? Tú sólo hablas de rugby…, que cierta persona de la empresa te la tiene jurada…, que la secretaria nueva no lleva sostenes… A veces pienso que soy la última persona culta con vida. —Vi levantó la cabeza para mirar a Creel. Luego suspiró—. ¿Por qué me molesto? No estás escuchándome. —Tienes razón —dijo él—. Hay algo en el rincón. Lo he visto moverse. Los dos observaron el rincón. Al cabo de un momento, un ciempiés salió a la luz. Su aspecto era viscoso y malicioso, y agitaba vorazmente sus antenas. Medía casi treinta centímetros. Sus gruesas patas parecían ondear mientras recorría con rapidez la alfombra. Después se detuvo para examinar los alrededores. Creel y Vi vieron que las mandíbulas masticaban ansiosamente mientras el animal flexionaba sus uñas venenosas. Había entrado en la vivienda huyendo de la fría y desapacible noche…, y para buscar comida. Vi no era de esa clase de mujeres que chillan con facilidad. Pero saltó al sofá para apartar del suelo sus pies descalzos. —Santo cielo —musitó—. Creel, mira eso. No dejes que se acerque. Creel brincó hacia el ciempiés y trató de aplastarlo con uno de sus gruesos zapatos. Pero el animal reaccionó con tanta celeridad que el zapato ni siquiera lo rozó. Ni Vi ni Creel vieron adonde iba. —Está debajo del sofá —dijo él—. Apártate. Vi obedeció sin rechistar. Sobresaltada, saltó al centro de la alfombra. En cuanto ella se apartó, Creel apoyó el sofá sobre el respaldo. El ciempiés no estaba allí. —El veneno no es mortal —dijo Vi—. Un niño del barrio recibió una picadura la semana pasada. Su madre me lo contó. Es un poco peor que la
picadura de abeja. Creel no estaba escuchándola. Alzó en el aire el sofá para ver mejor el suelo. Pero el ciempiés había desaparecido. Soltó el mueble, dio un golpe a la mesa rinconera y las flores se cayeron. —¿Adónde ha ido ese hijo de perra? Registraron la habitación durante varios minutos sin abandonar la protección de la luz. Después Creel se sirvió otro vaso de whisky. Le temblaban las manos. —No he estado flirteando —dijo Vi. Creel la miró. —Entonces es algo peor. Ya te has acostado con él. Debéis de haber estado haciendo planes para la próxima vez que os veáis. —Me voy a la cama —repuso ella—. No estoy obligada a tolerar esto. Eres odioso. Creel apuró el vaso y lo llenó con la botella más próxima.
(La sala de juego de los Sump. (Esta habitación es el auténtico motivo de que Creel comprara el piso a pesar de los reparos de Vi: deseaba una casa con sala de juego. El dinero que podía haber cambiado el papel de las paredes y arreglado el techo del salón se ha gastado aquí. La sala contiene una mesa de billar reglamentaria con todos los accesorios, un alargado sofá de cuero artificial en una pared y un mueble bar con bebidas alcohólicas. Pero la iluminación no es mejor que la del salón ya que la luz de las lámparas está centrada en la mesa de billar. El mueble bar está tan débilmente iluminado que los usuarios deben adivinar qué hacen. (Cuando no tiene trabajo, cuando no está de viaje de negocios o viendo rugby con sus amigotes, Creel pasa largos ratos aquí).
Después de que Vi se acostara, Creel entró en la sala de juego. En primer lugar se acercó al bar y corrigió la vacuidad de su vaso. Luego dispuso las bolas y golpeó con tanta fuerza que la roja se salió de la mesa. La bola produjo un sordo, grave ruido al rebotar en el esponjoso linóleo. —Jo —dijo Creel mientras se movía pesadamente en busca de la bola. La cantidad de alcohol que había consumido se reflejaba en su forma de actuar pero no en su hablar. Parecía sobrio. Tras apoyarse en su taco, hecho a la medida para él, se agachó para recoger la bola. Antes de que volviera a situarla en la mesa, Vi entró en la habitación. No se había cambiado de ropa para acostarse. Sin embargo, llevaba puestos los zapatos. Observó las sombras del suelo y debajo de la mesa antes de mirar a Creel. —Creía que te habías acostado —dijo él. —No puedo dejar el asunto así —repuso ella cansadamente—. Me fastidia. —¿Qué quieres de mí? —preguntó él—. ¿Aprobación? —Vi le lanzó una mirada feroz. Creel no se contuvo—. Eso sería fantástico para ti. Si yo lo apruebo, no tendrías que preocuparte por nada. El único problema sería que casi todos los hijos de perra que te presento están casados. Sus esposas podrían ser un poco más normales. Podrían crearte complicaciones. Vi se mordió el labio y siguió fulminando a Creel con la mirada. —Pero no veo por qué habrías de preocuparte por eso. Si esas mujeres no son tan comprensivas como yo, mala suerte para ellas. La cuestión es que yo lo apruebe, ¿no? No hay motivo para que no folles con cualquier hombre que te apetezca. —¿Has terminado? —Demonios, no hay motivo para que no folles con todos. Es decir, mientras yo lo apruebe. ¿Por qué desperdiciar ocasiones? —Maldita sea, ¿has terminado? —Sólo hay una cosa que no entiendo. Si eres tan ardorosa, ¿cómo es que no quieres follar conmigo?
—Eso no es cierto. Creel la miró y parpadeó a través de la neblina del alcohol. —¿Qué es lo que no es cierto? ¿Que eres muy ardorosa o que no quieres follar conmigo? No me hagas reír. —Creel, ¿qué te pasa? No entiendo nada de esto. Tú no eras así. No eras así cuando nos conocimos. No eras así cuando nos casamos. ¿Qué te ha ocurrido? Durante un minuto, él no contestó. Volvió al borde de la mesa de billar, donde había dejado el vaso. Pero con el taco en una mano y la bola en otra, no le quedaba una mano libre. Con sumo cuidado, dejó el taco sobre la mesa. Después apuró el vaso. —Has cambiado —dijo. —¿Que yo he cambiado? Eres tú el que se comporta como un loco. Lo único que he hecho yo ha sido hablar de libros con cierto vicepresidente de la compañía. —No, no es cierto —repuso él. Tenía blancos los nudillos de la mano que aferraba la bola—. Crees que soy tonto. Porque no me especialicé en literatura en la universidad. Tal vez haya cambiado eso. Cuando nos casamos no pensabas que yo era tonto. Pero ahora sí. Crees que soy demasiado tonto para notar la diferencia. —¿Qué diferencia es ésa? —Ya no quieres hacer el amor conmigo. —Oh, por el amor de Dios —dijo ella—. Lo hicimos anteayer. Creel la miró a los ojos. —Pero tú no querías. Lo sé. Nunca lo deseas. —¿Qué quiere decir eso de que lo sabes? —Pones muchas excusas. —No es cierto. —Y cuando hacemos el amor, no me prestas atención. Siempre estás en otra parte. Pensando en otra cosa. Siempre pensando en otro. —Pero eso es normal —dijo ella—. Todas las personas lo hacen. Todos fantaseamos durante el acto. Eso es lo que lo hace divertido.
Al principio, Vi no observó que el ciempiés salía retorciéndose de debajo de la mesa de billar, con las antenas apuntadas a sus piernas. Pero después bajó la cabeza por casualidad. —¡Creel! El animal avanzó hacia ella. Vi retrocedió de un salto para apartarse. Creel lanzó la bola de billar con toda su fuerza. La bola roja dejó un hoyo en el linóleo, junto al ciempiés, y se estrelló contra el mueble bar. El ciempiés atacó a Vi. Lo hizo con tanta rapidez que ella no pudo alejarse. Iluminados, los segmentos de su cuerpo destellaron venenosamente. Creel agarró el taco y golpeó en dirección al animal. Falló de nuevo. Pero las astillas de madera desprendidas obligaron al ciempiés a dar media vuelta y huir en dirección contraria. El animal desapareció debajo del sofá. —Mátalo —dijo Vi, jadeante. Creel blandió los fragmentos del taco ante ella. —Te explicaré mis fantasías. Imagino que te gusta hacer el amor conmigo. Tú imaginas que soy otro hombre. Separó el sofá de la pared, esgrimiendo su arma. —Lo mismo harías tú si tuvieras que acostarte con un animal tan sensible, considerado e imaginativo como tú —replicó Vi. Tras salir de la habitación, cerró bruscamente la puerta. Creel movió de un lado a otro todos los muebles para continuar la cacería del ciempiés.
(El dormitorio. (Esta habitación define a Vi tanto como permiten las limitaciones de la vivienda. La cama es francamente grande para el espacio disponible, pero al menos tiene una cabecera y un pie de bronce trabajado. Las sábanas y las fundas de las almohadas hacen juego con la colcha, que está decorada con flores blancas sobre fondo azul. Por desgracia, el peso de Creel comba la cama. Las puertas del armario están torcidas y es imposible cerrarlas.
(Hay una lámpara en el techo, pero Vi no la enciende nunca. Confía en un par de lámparas de lectura en forma de S. En consecuencia, la cama parece estar rodeada de penumbra por todas partes).
Creel se sentó en la cama y contempló la puerta del cuarto de baño. Tenía la espalda doblada. Su mano derecha aferraba el cuello de una botella de tequila, pero no estaba bebiendo. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Creel parecía estar mirándose en el espejo de cuerpo entero unido a la puerta. Pero se veía una franja de luz fluorescente por debajo de la madera. Creel vio la sombra de Vi moviéndose en el interior del cuarto de baño. Estuvo contemplando la puerta durante varios minutos, pero ella estaba tomándose su tiempo. Por fin se cambió la botella de mano. —Nunca comprendo qué haces ahí dentro. —Espero a que te atontes para poder descansar en paz —repuso ella al otro lado de la puerta. Creel se sintió ofendido. —Bien, no voy a atontarme. Nunca me atonto. Ya puedes olvidarte de eso. De pronto se abrió la puerta. Vi apagó de un manotazo la luz del cuarto de baño y apareció en el oscurecido umbral, con los ojos clavados en Creel. Iba con ropa de cama, con un camisón que la habría hecho parecer apetecible si ella lo hubiera deseado. —¿Qué quieres ahora? —preguntó—. ¿Ya has terminado de destrozar la sala de juego? —He intentado matar a ese ciempiés. El que tanto te ha espantado. —No me ha espantado…, solamente ha sido el susto. Sólo es un ciempiés. ¿Lo has matado? —No. —Eres muy lento. Tendrás que llamar a un fumigador. —Al infierno con el fumigador —dijo muy despacio—. Que se vaya, a la mierda. Igual que el ciempiés. Puedo ocuparme de mis problemas. ¿Por
qué me has llamado así? —¿Cómo te he llamado? —Animal. —Creel no la miró al decir esto, pero sí después—. Jamás he movido un dedo para pegarte. Vi pasó junto a él, se acostó y apoyó la almohada en la cabecera de bronce. Sentada en la cama, cruzó las piernas y se recostó en el almohadón. —Lo sé —dijo—. No quería decir eso. Estaba furiosa. Creel arrugó la frente. —No querías decir eso. Qué bonito. Eso me hace sentir mucho mejor. ¿Qué demonios querías decir? —Espero que comprendas que no estás facilitando las cosas. —No son fáciles para mí. ¿Crees que me gusta estar sentado aquí, rogando a mi esposa que me explique por qué no soy lo bastante bueno para ella? —En realidad —contestó Vi—, creo que te gusta. De esta forma puedes sentirte víctima. Creel alzó la botella hasta ponerla a la luz. Observó el dorado líquido un momento y cambió el tequila de mano. Pero no respondió. —Muy bien —dijo ella al cabo de unos instantes—. Me tratas como si no te importara qué pienso o cómo me siento. —Lo hago como sé hacerlo —protestó él—. Si a mí me gusta, se supone que ha de gustarte a ti. —No estoy hablando de sexualidad. Estoy hablando de tu forma de tratarme. De tu forma de hablarme. Supones que me ha de gustar todo lo que a ti te gusta y que me ha de disgustar todo lo que a ti te disgusta. Piensas que toda mi vida debe girar en torno a ti. —Entonces ¿por qué te casaste conmigo? ¿Te ha costado dos años averiguar que no deseas ser mi mujer? Vi extendió las piernas ante ella. El camisón las tapaba hasta las rodillas. —Me casé contigo porque te amaba. No porque deseara que me trataras como un objeto el resto de mi vida. Necesito amistades. Gente con la que compartir cosas. Gente que se interese por mis ideas. Estuve a punto de ir a
una universidad para graduados porque deseaba estudiar a Baudelaire. Llevamos casados dos años y aún no sabes quién es Baudelaire. Las únicas personas que conozco son tus amigos borrachines. O la gente que trabaja en tu empresa. —Creel se dispuso a replicar, pero ella siguió hablando—. Necesito libertad. Me hace falta tomar decisiones…, elegir. Necesito independencia. —De nuevo Creel intentó decir algo—. Y necesito aprecio. Me utilizas como si fuera menos interesante que tu precioso taco de billar. —Se ha roto —dijo rotundamente Creel. —Sé que se ha roto —contestó ella—. No me importa. Esto es más importante. Yo soy más importante. —Has dicho que me amabas —repuso él en idéntico tono—. Eso se acabó. —Dios, estás atontado. Piénsalo. ¿Qué diablos haces para que piense que tú me amas? Creel volvió a pasarse la botella a la mano izquierda. —Has estado en otras camas. Seguramente follas con cualquier hijo de puta que engatusas. Por eso ya no me quieres. Seguramente ellos te hacen las cosas sucias que yo no te hago. Y estás enviciada. Estás aburrida de mí porque no soy lo bastante excitante. Vi dejó caer los brazos sobre los almohadones que tenía junto a ella. —Creel, eso es morboso. Eres un morboso. Molesto por el movimiento de Vi, el ciempiés salió de entre los almohadones y se introdujo en la manga izquierda de la mujer. Agitó las uñas venenosas mientras probaba la piel con las antenas, en busca del mejor punto para picar. Esta vez, Vi no chilló. Como una loca, levantó el brazo. El ciempiés salió por los aires. Rebotó en el techo y cayó en la desnuda pierna de Vi. Estaba irritado. Sus gruesas patas se agitaron para agarrarse en la pierna y atacar. Con la mano libre, Creel asestó un golpe de revés a lo largo de la pierna que lanzó despedido al ciempiés.
En el momento en que el miriápodo rebotaba en la pared, Creel le lanzó la botella, con la esperanza de aplastarlo. Pero el animal se había esfumado ya en la penumbra que rodeaba la cama. Una rociada de vidrios y tequila cubrió la colcha. Vi saltó de la cama y se escondió detrás de su marido. —No soporto más esto. Me voy. —Sólo es un ciempiés —dijo él casi sin aliento mientras arrancaba la barra de bronce del pie de la cama. Con la barra en una mano a modo de maza, apoyó el otro brazo bajo la cama y la levantó. Parecían sobrarle fuerzas para aplastar a un simple ciempiés—. ¿De qué tienes miedo? —Tengo miedo de ti. Tengo miedo de la forma en que trabaja tu mente. Al mover la cama, Creel derribó una de las lámparas de cristal. La habitación quedó más oscura todavía. Tras encender la lámpara del techo, le fue imposible localizar al ciempiés. El dormitorio entero apestaba a tequila.
(El salón. (El sofá sigue donde Creel lo dejó. La mesa rinconera está de lado, rodeada de marchitas flores. El agua del jarrón ha dejado una mancha similar a cualquier otra sombra de la alfombra. Pero por lo demás el salón no ha cambiado. Las luces están encendidas. La brillantez realza todos los puntos adonde no llega luz. (Creel y Vi están allí. Él se sienta en un sillón y observa a su esposa, que está rebuscando en el armario grande. Ella quiere cosas para llevarse y una maleta para meterlas. Se ha puesto un vestido sin forma y sin cinturón. Extrañamente, esa prenda la hace aparentar menos años. Él parece más torpe que de costumbre, sin algo que beber en las manos).
—Tengo la impresión de que disfrutas con esto —dijo él. —Naturalmente —repuso ella—. Siempre tienes razón. ¿Por qué no ibas a tenerla ahora? No me había divertido tanto desde que me disloqué el
tobillo en el instituto. —¿Y nuestra noche de bodas? Fue uno de los acontecimientos de tu vida. Vi interrumpió lo que hacía para mirarlo ferozmente. —Si continúas así, voy a vomitar ahora mismo, delante de ti. —Me haces sentir pura mierda. —Cierto otra vez. Estás muy brillante esta noche. —Bien, parece que estás divirtiéndote. Hace años que no te veo tan excitada. Seguramente esperabas una oportunidad como ésta desde que empezaste a usar otras camas. Vi lanzó un neceser al otro lado del salón y continuó rebuscando en el armario. —Siento curiosidad por esa primera vez —dijo Creel—. ¿Te sedujo él? Apuesto a que fuiste tú la seductora. Apuesto a que le rogaste que te llevara a la cama para que te enseñara todas las porquerías que conocía. —Cierra el pico —murmuró Vi desde dentro del armario—. Cierra el pico. No estoy escuchándote. —Luego averiguaste que él era demasiado normal para ti. Lo único que deseaba él era desfogarse. Abandonaste al pobre hijo de perra y buscaste otro más imaginativo. En este momento debes de ser una experta convenciendo a un hombre para que te baje las bragas. Vi salió del armario con uno de sus antiguos bates de béisbol. —Maldito seas, Creel. Si no te callas, y que Dios me castigue si no lo digo en serio, voy a machacarte tus podridos sesos. Creel rió secamente. —No puedes hacer eso. No castigan la infidelidad. Pero te meterán en la cárcel por asesinar a tu marido. Tras arrojar el bate al interior del armario, Vi continuó buscando. Él no apartaba los ojos de su esposa. Cuando salía del armario, observaba todo cuanto ella hacía. —No debes consentir que un ciempiés te trastorne tanto —dijo al cabo de unos minutos. Ella no le prestó atención.
—Yo me ocuparé de ese bicho —continuó Creel—. Nunca he permitido que te pasara nada. Sé que he fallado varias veces. Te he decepcionado. Pero me encargaré del ciempiés. Llamaré a un fumigador por la mañana. Demonios, llamaré a diez fumigadores. No hace falta que te vayas. Vi continuaba sin prestarle atención. Durante un minuto, Creel ocultó la cara entre las manos. Después bajó éstas hasta su regazo. Su expresión había cambiado. —O podemos conservarlo como mascota. Lo entrenaremos para que nos despierte por la mañana. Para recoger el periódico. Hacer café. Ya no necesitaremos despertador. Vi arrastró una gran maleta fuera del armario. Tras echarla en el sofá, la abrió y se puso a meter prendas en ella. —Podemos llamarlo «Baudelaire» —dijo él. Vi sintió asco. —«Baudelaire el Mayordomo». Recibirá a la gente en la puerta. Contestará el teléfono. Hará las camas. Cuidando siempre de que no se forme una idea equivocada, podría ayudarte a elegir los vestidos que has de ponerte. »No, tengo una idea mejor. Puedes llevarlo encima. Te pones el ciempiés al cuello y lo usas como si fuera un collar. Será la última moda en artículos sexys. Y conseguirás que follen contigo tanto como quieras. Tras morderse el labio para no gritar, Vi volvió al armario y cogió un jersey de uno de los estantes superiores. En el momento de sacar el suéter, el ciempiés cayó sobre su cabeza. Su retroceso instintivo la hizo salir del armario. Creel tuvo una visión perfecta de lo que ocurría: el ciempiés cayó en el hombro de Vi y se metió bajo el cuello del vestido. Vi quedó paralizada. La sangre huyó de su cara. Su aterrada mirada quedó fija delante de ella. —Creel —dijo en un susurro—. Oh, Dios mío. Ayúdame. La silueta del ciempiés se hizo visible bajo el vestido mientras el animal recorría los pechos de Vi. —Creel.
Al verlo, él se levantó del sillón y saltó hacia Vi. Se detuvo inmediatamente. —No puedo darle un golpe —dijo—. Te haría daño. Te picaría. Si intento levantarte el vestido para cogerlo, podría picarte. Ella no podía hablar. La sensación del ciempiés arrastrándose por su piel la paralizaba. —No sé qué hacer. —Durante un momento, Creel pareció estar completamente desesperado. Tenía las manos vacías. De pronto, su semblante se iluminó—. Iré a por un cuchillo. Dio media vuelta y salió corriendo del salón en dirección a la cocina. Vi cerró los ojos con fuerza y apretó los puños. Brotaron gemidos de sus labios, pero ella no se movió. Muy despacio, el ciempiés cruzó su vientre. Las antenas exploraron el ombligo. El resto de su cuerpo se encogió, pero Vi mantuvo rígidos los músculos del vientre. Y entonces el miriápodo encontró el cálido lugar entre las piernas de la mujer. Por algún motivo, el ciempiés no se detuvo allí. Se arrastró por el muslo izquierdo y siguió bajando. Vi abrió los ojos y vio que el animal se asomaba bajo el dobladillo del vestido. Sin dejar de explorar un solo centímetro de piel, el ciempiés se arrastró desde la espinilla hasta el tobillo. Allí se detuvo hasta que Vi creyó que le iba a ser imposible no prorrumpir en gritos. En ese momento el miriápodo se movió nuevamente. En cuanto llegó al suelo, Vi dio un salto hacia atrás. Se desahogó chillando entonces, pero no consintió que los gritos la demoraran. Con la máxima rapidez posible, se lanzó hacia la puerta de la vivienda, la abrió de par en par y salió. El ciempiés no tenía prisa. Estaba tranquilo y confiado cuando sus gruesas patas lo condujeron bajo el sofá. Un segundo más tarde, Creel volvió de la cocina. Blandía un trinchante de larga y sanguinaria hoja.
—¿Vi? —gritó—. ¿Vi? En ese momento vio la puerta de la calle abierta. Al instante, un gruñido retorció sus facciones. —Hijo de perra —musitó—. Oh, hijo de perra. Me la has hecho buena. Se agachó bruscamente y examinó la alfombra. Sostuvo el cuchillo en alto ante él. —Voy a castigarte por esto. Voy a encontrarte. Puedes estar seguro de que te encontraré. Y cuando te encuentre, te cortaré a trozos. Te cortaré en trozos pequeños, minúsculos. Te arrancaré todas las patas, una a una. Y luego te tiraré al triturador de basura. Al acecho, mientras recorría la parte trasera del sofá, Creel llegó al lugar donde yacía tumbada la mesa rinconera rodeada de flores muertas. —Buen hijo de perra estás hecho. Ella era mi mujer. Pero no encontró al ciempiés. El animal se hallaba oculto en la oscura mancha de agua, junto al jarrón. Creel estuvo a punto de pisarlo. En un abrir y cerrar de ojos, el animal se lanzó hacia un zapato y desapareció por la pernera de los pantalones. Creel no supo que el ciempiés estaba allí hasta que lo notó trepar por su rodilla. Bajó la cabeza y vio que el alargado bulto de sus pantalones avanzaba hacia su entrepierna. Antes de darse cuenta de lo que hacía, asestó una cuchillada…
¡Muerte al Conejito de Pascua! ALAN RYAN
Uno de los aspectos más fascinantes de la edad adulta es la facilidad con que los mayores olvidan cuán aterradoras pueden ser todas esas maravillosas criaturas festivas para la gente menuda. De hecho, los adultos tienden a olvidar casi por completo cómo fue su niñez, y cuando se les ofrece un recuerdo exacto, totalmente opuesto a una variedad particular de revisionismo, ni todas las protestas del mundo alteran la realidad de que ser más maduro y sensato no significa ya tener menos miedo. La novela más reciente de Alan Ryan es The Kill (La matanza), y sus cuentos continúan publicándose en todas las revistas y antologías importantes del género. Además, Ryan es crítico de libros de The Washington Post y The Cleveland Plain Dealer, y todo ello lo hace en un piso del Bronx forrado de libros.
Cuando Paul, yo y las chicas conocimos al anciano del bosque aquel día, ni por un momento pensamos que acabaríamos viviendo aquí, en las montañas. Como es lógico, tampoco pensamos que tendríamos que matar al Conejito de Pascua[1]. Los cuatro (es decir, Paul, Susana, Bárbara y yo) estábamos buscando un lugar para ir los fines de semana, un sitio que no fuera caro ni estuviera demasiado lejos de Nueva York. Cuando descubrimos Deacons Kill, a cuatro horas de viaje hacia el norte, en los Catskills, comprendimos al instante que ésa era la clase de lugar que nos interesaba. En su mayor parte está formado por granjas lecheras, boscosas montañas, llanuras y gente decente. La población también es agradable; pequeña, con habitantes muy amistosos, y hay un magnífico hotel antiguo, llamado Hotel Centenario, en la plaza del pueblo. El invierno pasado, nada más descubrir Kill (así llaman todos al pueblo), empezamos a ir allí constantemente. Y allí estábamos un día los cuatro, de paseo por una carretera rústica, sólo dando una vuelta porque hacía bastante frío y no queríamos alejarnos demasiado del coche, y Susana se quejaba de no llevar ropa de abrigo y Bárbara decía que le dolían los pies con sus botas nuevas. Entonces Paul vio una senda que se adentraba en el bosque, entre los pinos, y se empeñó en seguirla un trecho. Hubo alguna discusión entre los cuatro y por fin acordamos recorrer una distancia corta, quizá cinco minutos de caminata, antes de volver. En realidad, yo habría preferido estar con Bárbara en nuestra habitación del
Hotel Centenario, solos los dos, pero si entonces no hubiera accedido a los deseos de Paul jamás habríamos conocido al anciano, el Conejito de Pascua seguiría rondando por ahí y nada de esto habría sucedido. Habíamos recorrido sólo unos metros entre los pinos cuando, de pronto, sonó una voz. Los gritos iban dirigidos hacia nosotros, imposible equivocarse. —¡Ya basta! ¡Alto ahí mismo! No fue la brusquedad, ni siquiera el sonido de la voz lo que nos obligó a detenernos al instante. En realidad, sólo era la voz de un viejo, desabrida y un poco ronca, pero de un viejo a pesar de todo. Sin embargo, lo que nos impresionó a todos en cuanto la oímos fue el tono. Reflejaba muchas emociones al mismo tiempo: enfado, exasperación, resolución, amenaza. Y susto. La voz reflejaba susto. Los cuatro nos quedamos como una piedra donde estábamos. —¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Este sitio no es para vosotros! Volví la cabeza para ver de dónde provenía la voz y allí estaba el anciano. No tengo edad suficiente para recordar a Gabby Hayes, pero he visto fotografías de él y ese anciano se le parecía mucho. O quizá se parecía un poco a nuestra imagen de Rip van Winkle. Tenía una barba grisácea y fibrosa, sus ojos brillaban y estaban rodeados de arrugas, su vestimenta era del color del bosque (gris, marrón y ningún color en particular) y estaba apuntándonos con una escopeta de dos cañones. —¡Aguanta! —dijo Paul detrás de mí. —¿Qué estáis haciendo aquí? —repitió el anciano, e hizo girar la escopeta como si fuera una cámara de cine. Vi que tenía el dedo en el gatillo. —¡Un momento! —dije—. No estamos haciendo nada. Sólo dando un paseo. El viejo me miró con aire escéptico durante unos instantes. Yo pensé con rapidez, o traté de hacerlo, y deseé que Paul dijera algo ingenioso. Nadie me había apuntado con un arma anteriormente. Pensé que si el viejo disparaba, yo sería el primero en caer, y supongo que es un pensamiento bastante egoísta. Pero antes de que pudiera imaginar qué decir, el anciano
bajó la escopeta y la dejó apuntada al suelo. En ese momento mis rodillas empezaron a temblar y mi corazón latió con fuerza. Detrás de mí, oí que Bárbara decía: «¡Oh, Dios mío!» y descubrí que mi mano estaba extendida hacia atrás para proteger a la chica. Ella la cogió y la sostuvo muy fuerte. —¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó de nuevo el anciano, pero menos enfadado que hasta entonces. Pensé que casi parecía un poco aliviado. Insistí en que sólo estábamos dando un paseo, sí, en invierno, no nos importaba el frío, que esperábamos no habernos metido en un terreno privado, que no, que no llevábamos armas, que sí, que pensábamos volver a la carretera, y así sucesivamente. Paul colaboró en las respuestas y por fin el anciano comenzó a parecerme un simple viejo que por casualidad llevaba una escopeta. Fue Paul el que hizo la pregunta y, cuando lo hizo casi le habría dado una patada por ello. —¿Qué hace usted aquí? —dijo al anciano—. ¿Es el dueño de este bosque? El viejo miró con dureza a Paul, luego me miró a mí, después a las chicas y de nuevo a Paul. Era fácil imaginar que estaba decidiendo si estábamos desafiándolo o simplemente haciendo una pregunta como gente normal. Mantuve la vista fija en los cañones de la escopeta, pero continuaron apuntados al suelo. El anciano nos examinó unos segundos más antes de hablar. —Soy tan dueño de este bosque como el que más derecho tenga. Tal vez más. Había algo así como pétrea severidad en su tono. Se produjo una especie de punto muerto en ese momento, mientras él continuaba estudiándonos y nosotros observándolo. Luego vi que su postura perdía tensión y comprendí que habíamos superado las dificultades. Creo que Bárbara dijo algo después, quizá le hizo una pregunta, y a partir de entonces hubo una conversación bastante normal, teniendo en cuenta las circunstancias. No fue precisamente una charla brillante ni nada por el estilo, como la que se sostiene en un buen bar a últimas horas de la
noche, pero todos hablamos con más o menos naturalidad al cabo de un minuto. Ese primer encuentro resulta todavía más extraño ahora. Yo no sé de qué hablamos y los demás tampoco lo recuerdan (supongo que estábamos nerviosos aún después del susto). Lo único que sé es que él se refirió a «intrusos» un par de veces, a gente que se entremetía en su bosque. Recuerdo haber pensado que el anciano incluso podía acabar siendo una persona amigable con el tiempo, a pesar de que no averiguamos nada de su vida. Por lo poco que supimos aquella vez, él podía vivir en los árboles. En realidad, esa suposición habría sido errónea. Cuando la conversación, si puede llamársela así, empezaba a decaer, el anciano dijo algo que recuerdo con gran claridad. —Podéis hacerme otra visita cuando paséis por aquí. —Y en voz más baja añadió—: Estaré aquí. Y así empezó todo.
Como es natural hablamos mucho del viejo aquel fin de semana y en ocasiones posteriores. Y por supuesto hablamos del incidente la próxima vez que fuimos allí, un par de semanas más tarde. Sólo llevábamos un rato en el hotel el viernes por la tarde. Bárbara y yo aún estábamos sacando cosas de las maletas y guardándolas, y ella se enfadó porque la blusa que quería ponerse para la comida del sábado se había arrugado. Y además tonteamos un poco mientras deshacíamos las maletas. Hubo un golpe en la puerta, abrí y entraron Susana y Paul. Mi amigo se dejó caer en una de las sillas que estaban junto a la ventana y Susana se sentó en sus rodillas. —Vamos a ver a ese viejo extraño del bosque —dijo Paul. —Debes de estar bromeando —repuse al instante, pero lo cierto era que yo mismo lo había pensado y no me atrevía a decirlo porque creía que los demás me juzgarían loco. —No estoy bromeando. —Paul hablaba en serio—. Quiero ir a verlo. Creo —y en este momento Paul adoptó una expresión solemne y grave que
se reflejó también en su voz— que fue simplemente el destino lo que nos llevó hasta él. El destino, os lo aseguro. Kismet. Está decidido que conozcamos al viejo simplón y corramos toda clase de aventuras con él. Paul es profesor de lengua inglesa, detalle que explica muchas cosas. Bien, lo comentamos un rato y tanto Bárbara y Susana como yo dijimos que no nos interesaba en absoluto y que de todas formas hacía demasiado frío para ir de excursión al bosque. Pero en realidad ninguno de los tres hablábamos en serio, y finalmente decidimos volver, localizar la senda y comprobar si el anciano seguía realmente allí. El sábado fuimos en coche por la misma carretera, encontramos la senda e iniciamos la caminata. Nuestro nerviosismo aumentó conforme nos adentrábamos, y esa vez tuvimos que recorrer un largo trecho antes de que ocurriera algo. Un trecho tan largo, en realidad, que empezamos a pensar si no habríamos imaginado al anciano o si era tan sólo un granjero de la localidad o un vago que se había divertido un poco a nuestra costa. Pero naturalmente, cuando estábamos comentando que sería mejor volver hacia la carretera, porque realmente hacía mucho frío ese día, el anciano salió de detrás de un árbol (o por lo menos eso pensamos cuando hablamos de ello más tarde) y se situó en la senda, delante de nosotros. No dijo nada en esta ocasión, sólo nos miró. Conservaba la escopeta, pero la tenía apuntada al suelo. Creo que ninguno de los cuatro pensábamos volver a verlo. Pero ahí estaba, con el mismo aspecto que la primera vez. El anciano movió un poco la cabeza, un gesto que yo interpreté como saludo. Paul había ido en primer lugar y era el más próximo al viejo, y por eso fue el primero en hablar. —Hola —dijo—. Seguro que pensaba no volver a vernos. No fue una frase muy brillante, pero de pronto me hizo comprender que desconocíamos el nombre del viejo. —Seguro que vosotros no pensabais volver a verme —repuso el anciano. No sonreía.
Quedamos algo confusos después de eso, porque naturalmente era cierto. Lo siguiente que recuerdo es que de nuevo conversamos con el viejo, igual que la primera vez, con sosiego y naturalidad. Hablamos del bosque, creo, ya que no imagino otra cosa. Siempre fue así, entonces y después, y el incidente siempre parece raro más tarde: los cuatro en el bosque, al principio en invierno y después en primavera, verano y otoño, hablando con él un rato pero sin recordar una sola palabra de cuanto se decía. Pero recuerdo claramente algo que nos dijo él. —Venid a mi casa. Sé que fuimos detrás de él, que salimos de la senda y nos adentramos en las profundidades del bosque, y sé que subimos cerros (y sé que él tuvo que guiarnos hasta la senda después), pero no tengo una imagen clara en mi mente de cómo llegamos a su casa, ni aquella primera vez ni las posteriores. Cuando pienso en ello ahora, debo admitir que no comprendo por qué fuimos con él. Pero fuimos. Él nos guió y nosotros le seguimos.
El anciano vive en lo alto de una colina, en la parte más oscura y espesa del bosque, la clase de lugar que casi te hace imaginar al Lobo Malo saltando para atacar a Caperucita Roja. La clase de lugar que ves en sueños cuando eres niño…, por lo menos ése es el mejor recuerdo que yo conservo. Después nunca hubo más claridad, no más que aquella primera vez. Era como si la niebla o una nube rodeara el paraje, ocultándonos sus detalles pero permitiéndonos vislumbrar lo suficiente para pensar que ni era tan extraño ni tan espantoso. Podía ser una choza, una cabaña o una enorme y antigua mansión del bosque. Podía ser una cueva o una construcción de madera en las copas de los árboles. Podía no ser nada de eso. No lo supimos entonces y no lo sabemos ahora. Pero el anciano siempre se las arreglaba para que todo estuviera claro. El interior era igual: vago pero claro, real e irreal, ni frío ni calor, raro y no tan extraño. Esa primera vez, el viejo nos invitó a tomar asiento (había muebles para sentarse pero no recuerdo de qué clase) y nos ofreció bebida (algo ni frío ni caliente, pero no sé qué era).
Y habló. Nos habló de las montañas, los bosques, los ríos, los riachuelos, los árboles, las rocas y la tierra, nos habló de la naturaleza, de su salvajismo, su orden, su belleza y su bestialidad, del aire, el clima, las tormentas, las lluvias, las nevadas y los vientos. Prestamos atención (esa primera vez, recuerdo, y todas las posteriores) embelesados. Y habló de la ciudad, de su diferencia respecto al campo, nos dijo que teníamos que aprender las costumbres de las montañas, y extrañamente comprendimos que tenía razón. Y al cabo de un rato nos guió para salir del bosque, regresamos a la senda, a la carretera y al coche, y los cuatro nos mirábamos como divertidos, con cierta turbación, y ninguno quiso ser el primero en afirmar que todo había sido real o irreal, aunque naturalmente sabíamos que lo había sido. —¡Aguanta! —dijo en voz baja Paul en cuanto estuvimos a salvo en el automóvil.
Nadie dijo nada más entonces, pero hablamos mucho en cuanto regresamos al Centenario. Lo que no significa que extrajéramos conclusiones de todo ello, en especial cuando los cuatro no teníamos idea clara ni de por qué habíamos acompañado al anciano ni de cómo nos había guiado por el bosque. No sabíamos cómo era su casa (suponiendo que fuera una casa), ni de qué habíamos hablado con él. Nada estaba claro, nada tenía sentido lógico. Lo único que sabíamos con certeza era que, después de los primeros segundos con el viejo, nadie había tenido miedo. —Es algo así como un mago —dijo Paul, pero no miró a la cara de nadie cuando lo dijo. —Los magos no existen —repuso Bárbara—. No seas ridículo. Bárbara enseña física y no tiene paciencia con temas como ése. Es una chica alegre, uno de los detalles que más me gustan de ella, pero puede mostrarse bastante brusca con cosas que considera estupideces.
—Escuchad —dijo Paul. Adoptó su expresión más natural y miró a Bárbara porque sabía que ella era la persona más escéptica del grupo—. No digo que lo crea, pero tampoco digo que no lo crea. —Una explicación bonita y clara —contestó Bárbara. Vi que estaba poniéndose nerviosa. —Vamos, escuchad —dijo Paul—. Examinemos el caso, ¿de acuerdo? Conocemos a un tipo extraño en el bosque. Primero nos da un susto mortal, apareciendo de pronto. Luego resulta ser una buena persona. Hablamos con él un rato y… —… y después no recordamos qué sucedió —se apresuró a decir Bárbara. —Hablo de la primera vez —observó Paul. —Yo hablo de las dos veces —replicó Bárbara. Paul estaba inquieto. —Bien, de acuerdo, pero eso es parte del asunto. Es decir, el hecho de que no recordemos con claridad lo sucedido sugiere que… —Paul vaciló, sonrió, se alzó de hombros—. Es posible que nos hechizara. —Oh, Dios —dijo Bárbara—. Esto es increíble. —Encaja. Bárbara apartó los ojos de él. —Encaja —repitió Paul. —El aire fresco del campo está pudriéndote el cerebro —repuso Bárbara, y con ello supe que estaba empezando a ceder. —¿Qué opinas tú, Greg? —me preguntó Susana—. Estás muy callado. Yo estaba callado porque tenía las mismas alocadas ideas de Paul y prefería que él se encargara de expresarlas en palabras. —Yo opino que es una explicación tan buena como cualquiera. Tendremos que estar más atentos la próxima vez, tomar notas, fotos o lo que sea, y luego veremos qué pasa. Los otros asintieron, y de pronto nos miramos unos a otros y Bárbara me apretó con fuerza la mano. No habíamos hablado de regresar, no habíamos dicho una palabra, pero yo acababa de anunciar «la próxima vez» y todos sabíamos que volveríamos.
Eso fue en febrero, y hasta principios de marzo, tres semanas más tarde, ni volvimos a Deacons Kill ni vimos otra vez al anciano. Bárbara había estado jugando a baloncesto con las chicas en el local del colegio y se había torcido el tobillo. Tuvo que llevarlo vendado dos semanas. Fui con ella al médico el día que le quitaron las vendas y el médico le dijo que ya tenía bien el tobillo. —Bien, estoy preparada —anunció ella en cuanto volvimos al coche. Y comprendí a qué se refería. Telefoneé a Paul nada más llegar a casa y él contestó que avisaría a Susana (no tenía que ir muy lejos porque la oí decir algo en segundo término) y que estarían listos para salir el viernes. Aparte de eso sólo comentamos si iríamos en su coche o en el mío. No hablamos una sola palabra del anciano mientras estuvimos en la ciudad. Todo sucedió igual, con una excepción. Esta vez, posteriormente, recordamos la conversación con el viejo. Por lo menos, yo la recordé. Con gran claridad. Los demás no hicieron comentarios y yo jamás dije una palabra, ni siquiera a Bárbara, pero aseguraría que también la recordaron. Los cuatro evitamos mirarnos y no puedo afirmarlo. El anciano habló nuevamente de intrusos, igual que cuando lo conocimos. Se refirió a que el mundo estaba lleno de extrañas criaturas, extraños entes, seres vivientes pero vivos de una forma totalmente distinta a cualquier clase de vida que existe en el mundo; y en consecuencia no pertenecen al mundo real, no encajan en el mundo de los hombres. Y el viejo comentó cuán necesario era librarnos de ellos, cuánto pervertían nuestras mentes y distorsionaban nuestra visión de la realidad. Era muy lógico, tal como él lo explicaba. Todavía oigo su voz aquella vez, baja y suave pero con un rasgo de dura tensión. Él sabía de qué hablaba. Dijo que su esposa estaba dedicada a liberar al mundo de aquellos intrusos. Y dijo que había muchos intrusos, que eran demasiado fuertes para un viejo, que necesitaba ayuda y nos había elegido para ello. No mencionó al Conejito de Pascua aquella vez.
Cuando dijo que necesitaba vernos a los cuatro dentro de una semana, todos contestamos al unísono que allí estaríamos.
Ésa fue la primera vez que mencionó al Conejito de Pascua. Los cuatro estábamos sentados en la… digamos casa del anciano, porque por entonces la veíamos con más claridad que anteriormente. Todavía nos resultaba vaga la ruta para ascender la colina desde la senda, la ubicación exacta de la casa y su apariencia externa. Pero el interior era lo bastante claro para que lo viéramos. Las paredes eran muy toscas (quizá de piedra o de una rara variedad de troncos) y no había ventanas, pero sí alfombras o pieles de animal en el suelo y muchos lugares donde sentarse, sillas y bancos, aunque normalmente nos sentábamos en círculo en el centro de una habitación enorme, los cinco, mientras el anciano hablaba. Poco a poco, conforme la frecuencia de nuestras visitas fue aumentando, comenzamos a formular preguntas, en lugar de prestar atención a la charla del anciano solamente. Nos comentó una vez que se sentía muy contento por habernos elegido y que le alegraba que fuéramos captando la esencia del asunto, mostráramos progresos y empezáramos a entender el peligro que amenazaba al mundo. Así lo expresaba él: el peligro que amenazaba al mundo. Era muy convincente hablando. Sé que no recurría a trucos con nosotros, hipnotismo o algo similar. Estoy seguro de que no hizo nada de eso. Lo único que sé es que nos convenció (y era obvio, desde el principio) de que había estado aguardándonos y de que…, y de que nosotros habíamos acudido a él. Todo es muy raro. Al fin y al cabo, los cuatro somos personas normales, como todo el mundo. No somos extraños ni nada parecido, no pertenecemos a locas sectas religiosas, nos importa un bledo la astrología, el tarot y esa clase de cosas, las locuras y las extravagancias. Los cuatro somos inteligentes, supongo, y estamos bastante bien educados, pero todo ello redunda ciertamente en favor nuestro. Como mínimo hace menos probable que el anciano pudiera habernos embaucado, tanto entonces como ahora.
La simple realidad era que todo cuanto decía él era lógico. Todo era lógico. Y cuando terminó de hablarnos del Conejito de Pascua, comprendimos a qué se refería al hablar de peligro, el peligro que amenazaba al mundo. Bárbara fue la primera en plantear la cuestión al anciano. —Muchísima gente —dijo, manteniendo firme la voz— opina que el Conejito de Pascua es pura imaginación. El viejo le sonrió con aire paciente y después nos ofreció su sonrisa a los demás. —Lo entendéis —dijo en voz alta—. Entendéis a qué me refiero. De eso precisamente estoy hablando. Ese monstruo sale de su escondite, vaga con tanta libertad como quiere por el mundo entero y sin embargo ha convencido a la gente de que ni siquiera existe. ¡Es asombroso lo que estas criaturas pueden hacer con la mente humana! ¡Absolutamente asombroso! Y terrible. Se inclinó hacia delante, dentro del círculo, y su mirada se deslizó de uno a otro de nosotros mientras seguía hablando. —Lo entendéis, ¿no es cierto? Sé que lo entendéis. Pensadlo. Si preguntarais a alguien, a cualquier persona, estoy convencido de que os diría qué aspecto tiene más o menos el Conejito de Pascua. Y naturalmente todo el mundo lo considera muy… Bien, la gente usaría palabras como «precioso», «mimoso», «dulce»… ¡Imaginaos! Y sin embargo, si preguntáis si él existe o no, todos dirán que no, que es una criatura mítica o algo así. Pero los niños, los niños pequeños saben perfectamente que el Conejito de Pascua existe y así lo afirmarán sin vacilación. Los niños están mucho más próximos a esa clase de conocimiento, perciben por instinto criaturas extrañas y primitivas como ésa. Y si os paráis a pensar en ello, no hay un solo niño en el mundo capaz de permanecer quieto y sonreír si viera al Conejito de Pascua doblar una esquina y caminar hacia él. Sabéis que los niños echarían a correr como si les fuera la vida en ello. Bien, los niños conocen a estos seres y los entienden. Oh, sí, los niños los conocen. Sólo más tarde, cuando crecen, se nublan sus mentes, olvidan cosas importantísimas, los especiales conocimientos instintivos que poseían
cuando eran jovencitos, antes de que el mundo se apoderara de sus mentes. Pero conocen a esos seres. Los niños los conocen. Y lo suficiente como para asustarse. Quedamos atónitos tras la explicación, asombrados por su fuerza, por el miedo que reflejaba la voz del anciano, por su resolución para hacernos comprender, para obligarnos a rasgar el velo de la edad adulta que podía nublar nuestros ojos, para convencernos de la urgencia de actuar. Fue un momento especial y los cuatro quedamos paralizados y en silencio cuando él terminó de hablar. —¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Bárbara. Siempre escéptica, por la fuerza de la costumbre, pero deduje de su expresión que ella estaba convencida. —Yo soy distinto —respondió amablemente el viejo—. Soy especial. Puedo ver con más claridad que otros. Y puedo ayudaros a ver. Estábamos asintiendo, ya convencidos. También Bárbara. —Cuando llegue la hora —dijo el anciano, apenas en un susurro, ya que estaba claramente agotado a causa de la tensión—, cuando llegue la hora os lo enseñaré y lo comprenderéis por vosotros mismos. Más tarde, ese mismo día, cuando nos guió desde la casa hasta la senda, el neblinoso bosque parecía repleto de espíritus fugaces y sombras movedizas.
Posteriormente, fuimos al bosque todos los fines de semana. Entre viaje y viaje, jamás hacíamos comentarios entre nosotros. Esa clase de conversación estaba reservada para el bosque, para la casa del anciano y para la seguridad de su hogar y su presencia. El tiempo en marzo aún fue malo algunas veces, pero a principios de abril el ambiente se caldeó un poco y un colorcillo verde comenzó a brotar a los lados de las carreteras de Deacons Kill. Los árboles continuaban muy oscuros y pelados, excepto los abetos, y mojados a causa de la lluvia de abril. Cuando el anciano nos guiaba desde la senda todos los fines de semana, ni siquiera intentábamos observar el camino. El bosque era
aterrador, estaba repleto de espíritus malevolentes y criaturas sólo en parte vivas. —Se acerca el momento —nos recordaba el viejo todas las semanas. El Lunes de Pascua era a finales de abril y nuestra tensión aumentaba día a día. Dos semanas antes de la fecha, el anciano nos puso a trabajar. Nos llevó fuera de la casa por primera vez. Inspeccionó los árboles con gran atención; el bosque era tan espeso, tan extrañamente denso en los alrededores de la casa que era imposible ver a más de cinco metros. El viejo eligió varios arbolillos que nosotros talamos, desbrozamos e introdujimos en la casa, siempre bajo su atenta supervisión. Nos enseñó a tallar el extremo hasta dejarlo reducido a una afilada y muy dura punta y a mondar el tallo a fin de obtener un firme agarradero. Preparamos cuatro para cada uno, veinte en total. Estuvimos trabajando en ello dos fines de semana y por fin estuvimos preparados para Pascua Florida.
Puesto que la universidad cerraba con motivo de la fiesta, salimos pronto el Viernes Santo. Los viajes de cuatro horas en coche a Deacons Kill habían sido cada vez más silenciosos en las últimas semanas, pero éste lo hicimos en silencio total. El único sonido que oímos fue el de los neumáticos al rozar la carretera. Todos sabíamos qué nos esperaba y los cuatro nos hallábamos, estoy convencido, sumidos en nuestros pensamientos particulares. Y en nuestros temores particulares. La gente del hotel ya nos conocía por entonces, naturalmente. Siempre se mostraban muy atentos y desde hacía tiempo nos consideraban «clientes regulares», pero también habían sabido con rapidez que no nos gustaba hablar de nuestras salidas de los sábados. Supongo que ese día estábamos especialmente tensos, ya que recuerdo que la mujer nos entregó las llaves sin pronunciar palabra. Por entonces teníamos habitaciones fijas, que tenían reservadas para nosotros los viernes. Después de las primeras visitas me habían preguntado un día si íbamos a venir todos los fines de semana; contesté que sí y nos hicieron una reducción en el precio. Son gente buena y
generosa, personas decentes, y no tienen la menor idea del peligro que les amenaza. Por gente como ellos hacemos esto. Pensar en gente como ellos nos proporciona la fuerza y el valor que precisamos. Cenamos esa noche en el comedor del hotel (lo llaman el Comedor) y nadie habló, y recuerdo que hubo mucho silencio porque poca gente salía de casa para cenar un Viernes Santo. Los cuatro pedimos una buena cena, intentando hacer acopio de fuerzas, supongo, aunque estoy convencido de que los demás no tenían más apetito que yo. Pero nos obligamos a comer y en cuanto acabamos fuimos arriba. Paul y Susana marcharon a su habitación y Bárbara y yo a la nuestra sin decirles una sola palabra. Nadie podía hablar, de nada. No dormimos demasiado. Yo estuve contemplando el techo casi toda la noche y sé que Bárbara se agitó y revolvió a mi lado. Estoy seguro de que dormité un rato, pero creo que en general estuve más despierto que dormido. Por la mañana, Paul y Susana también tenían aspecto cansado y ojeroso. No pronunciamos palabra cuando subimos al coche y fuimos al bosque para reunimos con el anciano. No había nada que decir.
Esta vez fue distinto. Muy distinto. El anciano no dijo nada; simplemente nos condujo a la casa. Las afiladas estacas que habíamos preparado la semana anterior estaban alineadas en la pared. Nos estremecimos al verlas. El tiempo había sido lluvioso y frío cuando salimos del hotel y fuimos hasta la senda en busca del viejo, y también eso nos había hecho temblar. Creo que en ese momento no habríamos apostado demasiado por nuestras posibilidades. El anciano estaba claramente nervioso. No podía apartar los ojos de las estacas apoyadas en la pared, las miraba constantemente, como si quisiera asegurarse de que continuaban allí. Pero él sabía cómo nos sentíamos nosotros, y no tardó en indicarnos que debíamos descansar un poco, dormir tanto como pudiéramos durante el día ya que por la noche íbamos a estar en
el bosque, antes de las primeras luces del alba, y ya sabíamos lo que nos aguardaba. Sin más conversación, nos echamos en las mantas y nos dormimos al momento.
El anciano nos despertó de noche, poco antes del amanecer. Todavía noto sus huesudos dedos estrujando mi hombro. Me estremecí y vi que los demás estaban despertando también. En silencio, el viejo se acercó por turno a nosotros y nos entregó cuatro de las estacas que habíamos preparado. Al coger las mías, noté la frialdad de la madera en mi mano. Y salimos. El ambiente era húmedo y frío y todos nos apretamos la chaqueta. El anciano se volvió para mirarnos. —¡Muerte al Conejito de Pascua! —musitó. Su aliento flotó como niebla por el aire húmedo. Luego dio media vuelta y se adentró lenta pero resueltamente en la parte más oscura del bosque, y nosotros fuimos tras él. Cuando llevábamos caminando varios minutos, el ambiente pareció alterarse. La espesa niebla cambió y se convirtió casi en una fina bruma ordinaria. Después empezó a lloviznar y pudimos ver un poco mejor; los detalles de árboles y ramas fueron aclarándose conforme nuestros ojos se acostumbraban al bosque. Además, poco a poco, el ambiente iba iluminándose. El frío y la humedad, tanto como el miedo, nos hacían temblar sin interrupción pero nos esforzamos en superar el inconveniente. Comprendimos con gran rapidez que una persona puede estar asustada y sin embargo resuelta a hacer lo que debe. Permanecimos muy juntos, y muy silenciosos, mientras nos abríamos paso entre los árboles detrás del anciano. Finalmente, nuestro guía se detuvo y levantó una mano a modo de señal para nosotros. Nos acercamos a él y vimos que nos encontrábamos en el borde de un pequeño claro natural del bosque. En silencio, el anciano
señaló con el dedo y vimos, gracias a la iluminación cada vez más brillante, el tenue rastro de una senda que entraba en el claro por un lado y salía por el otro. Allí debíamos aguardar al Conejito de Pascua. Por gestos, siempre en silencio, el anciano nos indicó dónde debíamos ocultarnos. Aparte de los crujidos de las ramas en lo alto, el suave murmullo de los pinos y el constante goteo de los árboles, el bosque se hallaba silencioso alrededor de nosotros. Sintiéndonos fríos, mojados y nerviosos iniciamos la espera.
No fue larga. Yo estaba sentado en el suelo, notando el frío y la lluvia que empapaba mis ropas y esforzándome en no pensar en lo que sucedía. Estirando un poco el cuello veía a Bárbara en su escondite a pocos metros de distancia e imaginaba qué debía tener en la cabeza en ese momento. Ella no había querido creer en esto, no había querido que fuera real. Como todos nosotros. Pero, naturalmente, no teníamos alternativa: el anciano se había explicado con detalle, y cuando te enteras de una realidad como ésta no puedes continuar sentado e ignorarla. Y por eso estábamos allí. Flexioné los dedos en torno a los tallos de mis cuatro lanzas. Temía que, si permanecía quieto demasiado tiempo, se helaran mis dedos y quedara a merced de la bestia. Desde nuestros escondites veíamos la casi oscura senda que entraba en el claro por la parte opuesta. Nuestros ojos estaban fijos en ella mientras aguardábamos. Y de repente vi algo. Más allá del claro, a cierta distancia de la apenas visible senda, creí ver movimiento, creí ver algo blanco que se movía entre los oscuros árboles. Me incliné hacia delante, sin soltar las lanzas, y escudriñé la bruma. Creí volver a verlo, algo blanco, más blanco que la bruma, y un instante después lo perdí. Mi corazón latía con fuerza, martilleaba mi pecho, y casi no podía respirar. Y entonces lo vi otra vez.
Me erguí un poco, lo suficiente para ver a Bárbara, y por el ángulo que formaba su rígido cuerpo deduje que también ella lo había visto. Contuve el aliento. Y volví a verlo, más cerca esta vez. Había sido una simple mancha blanca al principio, un retazo de blancura que avanzaba sobre el tono blancuzco de la bruma. Pero en ese momento tenía forma. Iba erguido, y era alto. Parecía flotar o planear entre los árboles y se aproximaba cada vez más al claro donde nos ocultábamos, pero a pesar de todo no pude distinguir los detalles. A mi izquierda, oí un suave y apagado jadeo del anciano y entonces comprendí que el momento se acercaba realmente. Cerré los ojos un segundo, los abrí rápidamente y los fijé en el último lugar donde había visto a la criatura. Allí estaba, avanzando hacia nosotros, su silueta oculta por los árboles un segundo, fugazmente visible a través de la espesa y remolineante bruma, luego oculta de nuevo. La niebla, la escasa luz y el miedo daban un aspecto enorme al fantasma, pensé. No podía ser tan enorme como parecía. Era un conejo. Un descomunal conejo. Su grueso pelaje era de un blanco brillante, velludo y blando. Cuando estuvo un poco más cerca vi sus largas y fofas orejas y creí distinguir incluso una pincelada de rosa en la parte interna. Sus patas delanteras eran cortas…, cortas comparadas con el tamaño del cuerpo pero enormes de todas formas, y al parecer las tenía pegadas al pecho. No iba dando saltos, como haría un conejo real al apoyarse en sus potentes patas traseras, sino caminando. Lo vi con claridad, caminaba resueltamente a lo largo de la senda. Imposible equivocarse. Caminaba erecto del modo más grotesco. Lo contemplé, fascinado y horrorizado al mismo tiempo, mientras su tamaño iba aumentando y se materializaba poco a poco como si hubiera surgido, así lo parecía, de la niebla. Imposible negarlo. Estaba observando al Conejito de Pascua, y todo cuanto había dicho el anciano era cierto. Era real e irreal al mismo tiempo, un ser que se movía en este mundo, el real, y sin embargo no pertenecía a este mundo. Un monstruo. Había que matarlo.
—¡Muerte al Conejito de Pascua! —dije en un susurro, y me agazapé dispuesto a saltar. Estaba tenso pero ya no asustado. Sabía qué debía hacer. Por un extraño tipo de comunicación que sólo se presenta en momentos de crisis extrema, supe que los demás me imitaban, se preparaban para atacar a la bestia en cuanto estuviera a nuestro alcance. Y en ese instante el enorme conejo llegó al borde del claro. Unos pasos más lo conducirían al espacio despejado donde podríamos atacarlo. Y, Dios mío, era enorme, quizá dos veces más alto que yo. Lo vi entonces, lo vi con auténtica claridad por primera vez. Vi su cara, su rosada nariz, sus blancos bigotes horriblemente largos. Y vi lo que llevaba en las patas que alzaba ante él. Era una cesta de Pascua, brillantemente adornada con satinadas tiras amarillas y púrpuras, una cesta de paja. Tuve que hacer un esfuerzo para no quedar paralizado por la visión. La criatura entró en el claro, casi llenándolo con su inmenso tamaño. Y nos lanzamos sobre él. El anciano fue el primero. Tras un grito ronco, casi inaudible, salió de los árboles junto al Conejito de Pascua, saltó sobre él y le clavó una lanza en el blando y blanco pelaje del cuello. Sorprendido, el Conejito de Pascua retrocedió dando tumbos. Los otros cuatro ya estábamos en acción, con las lanzas apuntadas al corazón del animal, tal como nos había instruido el anciano. No sé si las lanzas de los otros alcanzaron su objetivo en ese primer alocado ataque, pero sé que la mía lo alcanzó. Noté el impacto, noté cómo la carne se resistía a la entrada de la estaca. Sabiendo que había hincado la lanza, me alejé rápidamente (el anciano nos había enseñado bien), cogí otra y avancé dispuesto a herirlo de nuevo. La técnica era similar a la del toreo: clavar y dejar allí las primeras banderillas para debilitar y entorpecer a la bestia, luego atacarla con el resto de varas. Pese a todo, el animal no emitió sonido alguno. Ahora pude ver las otras lanzas hundidas en su cuerpo, colgadas de él, agitándose mientras el conejo se revolvía aún confundido por el repentino ataque. Varios chorros rojos corrían por su pelaje. Continuaba apretando
desesperadamente la cesta a su pecho, quizá para protegerse de las estacas que le lanzábamos, pero ese gesto nos proporcionó otro momento ventajoso e hicimos buen uso de él. Una de las lanzas arrojadas, creo que por el anciano, lo alcanzó en la cara y uno de sus ojos comenzó a sangrar. Soltó la cesta y dio varias vueltas, cayó de patas y, desesperado, buscó una dirección que le permitiera huir y ponerse a salvo. Tenía la boca abierta y de ella brotaba espuma salpicada de sangre. Sus sonrosados ojos parecían desorbitados. Pero nosotros lo atacábamos por todas partes, lo pinchábamos y acometíamos con nuestras lanzas sin ofrecerle posibilidad alguna de huida. El anciano fue el que más se acercó a la bestia, casi se puso encima de ella, para darle lanzazos y más lanzazos. Cuando la estaca que usaba se hundió en un costado del monstruo y se partió, empleó el fragmento restante para aguijonearle los ojos y hacerle sangrar más. La criatura se agachó aún más, casi se pegó al suelo, dio media vuelta, retrocedió, pero no le dejamos espacio para continuar. Estaba debilitándose ya, y cubierto de sangre. Luego se alzó de pronto sobre las patas traseras, unos miembros de fuertes músculos capaces de partir la espalda a un hombre de una sola coz. Si hubiera tenido una sola oportunidad de abalanzarse con fuerza hacia delante, tal vez se nos hubiera escapado. Vi que Paul atacaba y hundía su lanza en el vientre del animal. Bárbara y Susana le pincharon repetidas veces la cara y el conejo trató de alzar sus fuertes garras delanteras para protegerse. En ese momento el anciano aprovechó la ocasión para acercarse más, se situó casi junto al animal exponiéndose al aplastamiento si le caía encima, y con ambas manos a fin de tener más fuerza clavó la vara en el corazón del monstruo y la hundió hasta el mismo punto por donde la empuñaba. La criatura se estremeció violentamente, quedó inmóvil un momento más tarde, en delicadísimo equilibrio. Media docena de lanzas sobresalían de su cuerpo. Sangre de color rojo brillante manchaba su blanco pelaje. Ambos ojos estaban sangrientos y ciegos. La cesta de paja yacía pisoteada y destrozada bajo sus enormes patas. Saltamos para apartarnos cuando el
conejo se derrumbó. El ruido que produjo al tocar el suelo pareció hacer temblar la tierra del bosque y el lecho de roca de la montaña. Permanecimos allí, sudorosos, temblorosos y jadeantes, con las lanzas preparadas, dispuestos a un nuevo ataque si un solo músculo se movía o retorcía. Aguardamos largo rato, respirando roncamente, de pie en círculo alrededor del sangrante cuerpo, viendo cómo la sangre empapaba la tierra, pero el Conejito de Pascua no volvió a removerse.
Los cuatro vivimos ahora en Deacons Kill. Terminamos el trimestre escolar en Nueva York, pero no firmamos contratos por otro año. Todos encontramos trabajo en Kill y aquí trabajamos ahora. En realidad no importa nuestra ocupación, mientras podamos subsistir, y además, vivimos con gran sencillez. Tras reunir todos nuestros ahorros, tuvimos lo suficiente para comprar una casa muy cerca del bosque del anciano. Los cuatro vivimos aquí y congeniamos estupendamente. Bárbara y yo nos casamos en junio. Susana también quería ser novia de junio, por lo que celebramos una ceremonia doble. Es fantástico tener amigos con los que poder contar, y estar cerca de ellos. Y naturalmente ahora vemos siempre al anciano. La casa es bonita. Pequeña, pero hemos logrado que fuera muy confortable. Su mejor detalle, todos estamos de acuerdo, es el gran hogar. En cuanto llega el frío en octubre, apreciamos mucho nuestro hogar. A ninguno nos disgusta tener que cortar leña, ya que es maravilloso tener encendido el fuego por las tardes y no tener frío por las noches. Pero no hay fuego en el hogar esta noche. Los inviernos son muy fríos en las montañas, hace mucho frío en la casa ahora mismo y los cinco estamos apretujados para calentarnos. Pero no nos importa. Cumpliremos con nuestra obligación y aguardaremos pese al frío y la oscuridad tanto como sea preciso. El pasado mes de abril, cuando matamos al Conejito de Pascua, nuestro trabajo acababa simplemente de empezar. Aquél sólo fue el principio.
Ahora tenemos nuevas tareas, y aguardaremos aquí tanto como sea necesario, junto al hogar y la chimenea, porque esta noche es Nochebuena, tenemos colgados los calcetines y estamos preparados.
El cuarto de goma ROBERT BLOCH
Una persona civilizada se considera capaz únicamente de actos civilizados, deplora el resto de actos aunque en secreto teme que un día pueda, sólo pueda, ser impulsada a cometer uno de esos otros actos. Es, de forma muy literal, una pesadilla viviente que casi todos nosotros logramos confinar a la oscuridad de nuestros sueños. Pero las mejores intenciones no siempre conducen a los mejores resultados. Robert Bloch es autor de decenas de novelas y relatos en los géneros de la fantasía siniestra, la ciencia ficción, el suspense y el misterio. Su novela más reciente es el éxito editorial Psycosis II.
Emery insistió en que no estaba loco, pero, a pesar de todo, lo metieron en el cuarto de goma. Lo sentimos, amigo, le dijeron. Sólo temporalmente. Tenemos problema de espacio, esto está abarrotado, lo trasladaremos a otra celda dentro de un par de horas, le dijeron. Es mejor que estar en la celda grande con todos los borrachos, le dijeron. De acuerdo, ya ha llamado a su abogado pero tómese las cosas con calma hasta que él llegue aquí, le dijeron. Y la puerta se cerró estrepitosamente. Allí estaba él, atrapado casi en un extremo de los bloques de celdas, solo en una pequeña habitación. Le habían quitado el reloj de pulsera y la cartera, las llaves y el cinturón, incluso los cordones de los zapatos, de modo que no pudiera causarse daño alguno a menos que se mordiera las muñecas. Pero eso habría sido una locura, y Emery no estaba loco. Lo único que podía hacer era aguardar. No había nada más que hacer, no había opciones, nada en cuanto te metían en el cuarto de goma. Para empezar, el cuarto era pequeño: seis pasos de largura y otros tanto de anchura. Un hombre normalmente activo podía recorrer de un salto la distancia que separaba las paredes, aunque tendría que tomar carrerilla. Y era absurdo intentarlo, porque él acababa de rebotar, sin hacerse daño, en el grueso muro acolchado. Las paredes, carentes de ventanas, estaban acolchadas por todas partes, desde el suelo hasta el techo, igual que la puerta. El almohadillado era sin costuras, para que fuera imposible rasgarlo o arrancarlo. Incluso el suelo
estaba acolchado, aparte de un cuadrado de veinticinco centímetros en el rincón izquierdo del fondo que debía servir de retrete. En lo alto, una bombillita brillaba tenuemente detrás de la red protectora, seguramente alejada del suelo. El techo que rodeaba la luz también estaba acolchado, probablemente para amortiguar los ruidos. Sala de confinamiento, así la llamaban, pero normalmente era una celda acolchada. «Cuarto de goma» era el término popular. Y quizás ese término de la jerga no fuera tan popular si más personas se viesen enfrentadas a la realidad. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Emery empezó a ir de un lado a otro. Seis pasos hacia delante, seis pasos hacia atrás, lo mismo una y otra vez, igual que un animal en una jaula. Eso era exactamente: no una habitación, una simple jaula. Y si permaneces demasiado tiempo en una jaula te transformas en animal. Desgarras, arañas, te golpeas la cabeza en las paredes y pides a gritos que te saquen de allí. Si no estás loco al entrar, te vuelves loco antes de salir. El truco, naturalmente, consiste en no permanecer allí demasiado tiempo. Pero ¿cuánto tiempo era demasiado tiempo? ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar el abogado? Seis pasos adelante, seis pasos atrás. El grisáceo y esponjoso acolchado ahogaba sus pasos y absorbía la luz de la bombilla, dejando las paredes en sombras. También las sombras podían hacer enloquecer. Igual que el silencio, y la soledad. Soledad entre sombras y en silencio, como estaba cuando lo encontraron en la habitación…, la otra habitación, la de la casa. Fue como una pesadilla. Quizá se sentía eso cuando se estaba loco, y en ese caso él debía de haber estado loco cuando sucedió aquello. Pero no estaba loco ahora. Estaba totalmente cuerdo, completamente dominado. Y allí no había nada que pudiera causarle daño. El silencio no daña. ¿Cómo era aquel dicho? La violencia es oro. No, nada de violencia. ¿De dónde había salido eso? Un desliz freudiano. Al diablo con Freud, ¿qué sabía él? Nadie lo sabía. Y si él guardaba silencio nadie lo sabría nunca. Aunque lo hubieran encontrado, no podrían demostrar nada. No si él
guardaba silencio, si dejaba hablar a su abogado. El silencio era su amigo. Y también las sombras eran sus amigas. Las sombras ocultan todo. Había sombras en aquel otro cuarto y nadie podía haberlo visto con claridad cuando lo encontraron. Creyeron verlo, les diría. No, se había olvidado: no debía decirles nada, sólo dejar hablar al abogado. ¿Qué le ocurría, estaba enloqueciendo a pesar de todo? Seis pasos adelante, seis pasos atrás. Sigue andando, guarda silencio. Mantente lejos de esas sombras de los rincones. Las sombras eran cada vez más oscuras. Más oscuras y más densas. Algo parecía moverse allí, en el rincón derecho del fondo. Emery sintió que se tensaban los músculos de su garganta, y él no podía controlarlos. Sabía que iba a chillar de un momento a otro. Y entonces se abrió la puerta a su espalda y con la luz del corredor la sombra desapareció.
Buen detalle que no hubiera chillado. En ese caso ellos habrían estado seguros de su locura, y todo se habría echado a perder. Pero puesto que la sombra había desaparecido, Emery se tranquilizó. Cuando lo sacaron al corredor y le dejaron en la sala de visitas estaba de nuevo muy calmado. Su abogado le aguardaba allí, sentado al otro lado de la enrejada barrera, y nadie más iba a oírles. Eso dijo el abogado. Nadie nos oye, puede explicarme todo. Emery meneó la cabeza y sonrió porque él no era tan tonto. La violencia es oro e incluso las paredes tienen oídos. Quiso advertir a su abogado que le estaban espiando, pero eso parecía una tontería. Lo sensato era no mencionarlo, tener cuidado y decir las cosas apropiadas. Explicó al abogado lo que todos sabían de él. Era un hombre decente, tenía trabajo fijo, pagaba sus facturas, no fumaba, no bebía, no era desordenado. Trabajador, responsable, pulcro, limpio, sin antecedentes policiales, no era un pendenciero. Mamá siempre se enorgullecía de su hijo y estaría orgullosa de él ese día si viviera aún. Él siempre se había
preocupado por su madre, y al morir ella siguió preocupándose de la casa, la cuidó, se cuidó de él mismo tal como su madre le había enseñado. Así pues, ¿a qué venía tanto alboroto? Supongamos que usted me lo explica, dijo el abogado. Ésa era la parte difícil, hacer comprender al hombre, pero Emery sabían que todo dependía de ello. Habló muy despacio, eligió las palabras con sumo cuidado, se aferró a los hechos. La segunda guerra mundial tuvo lugar antes de que él naciera, pero era un hecho. Emery conocía muchos hechos de la segunda guerra mundial ya que había leído muchos libros en la biblioteca en vida de su madre. Mejora tu mente, decía ella. Leer es mejor que ver tanta violencia por televisión, decía ella. Por la noche, cuando no podía dormir, pasaba horas leyendo, sentado en su cuarto. La gente que trabajaba con él en la tienda lo llamaba ratón de biblioteca pero a él no le molestaba. Los ratones de biblioteca no existían, él lo sabía. Había gusanos que comían microorganismos de la tierra, pájaros que comían gusanos, animales que comían pájaros, personas que comían animales y microorganismos que comían personas…, como los que comieron a su madre hasta matarla. Todo lo que existe (gérmenes, plantas, animales, personas) mata otras cosas para sobrevivir. Se trata de un hecho, un hecho cruel. Emery aún recordaba los chillidos de su madre. Después de la muerte de ella Emery leyó más. Fue entonces cuando realmente se interesó por la historia. Los griegos mataron a los persas, los romanos mataron a los griegos, los bárbaros mataron a los romanos, los cristianos mataron a los bárbaros, los musulmanes mataron a los cristianos y los hindúes mataron a los musulmanes. Los negros mataron a los blancos, los blancos mataron a los indios, los indios mataron a otros indios, los orientales mataron a otros orientales, los protestantes mataron a los católicos, los católicos mataron a los judíos, los judíos mataron al Redentor en la Cruz.
Amaos los unos a los otros, dijo Jesús, y lo mataron por ello. Si el Redentor hubiera vivido, el Evangelio se habría extendido por el mundo entero y no habría existido violencia. Pero los judíos mataron a Nuestro Señor. Eso explicó Emery al abogado, pero no profundizó. Vaya al grano, dijo el abogado. Emery estaba acostumbrado a esa clase de reacción. La había escuchado otras veces cuando intentaba explicar cosas a las mujeres que conoció tras el fallecimiento de su madre. Mamá no aprobaba que él fuera con chicas y Emery solía enfadarse por ello. En cuanto ella murió los compañeros de trabajo le dijeron que la compañía femenina le sería provechosa. Sal de tu caparazón, le dijeron. Por eso consintió participar en salidas de dos parejas y entonces averiguó que su madre tenía razón. Las chicas se reían de él cuando comentaba hechos. Era preferible permanecer en su caparazón, igual que un caracol. Los caracoles sabían protegerse en un mundo donde todos matan para vivir, y los judíos mataron al Redentor. Hechos, dijo el abogado. Exponga hechos. Y Emery le habló de la segunda guerra mundial. Ahí empezó la verdadera matanza. Banqueros judíos de todo el mundo financiaron las guerras napoleónicas y la primera guerra mundial, pero estos conflictos no fueron nada comparados con la segunda guerra mundial. Hitler conocía los planes de los judíos y trató de impedirlos; por eso invadió otras naciones, para librarse de los judíos tal como había hecho en Alemania. Los judíos habían planeado una guerra para destruir el mundo, para tomar el poder. Pero nadie lo comprendió y al final los ejércitos financiados por los judíos ganaron la guerra. Los judíos mataron a Hitler igual que mataron al Redentor. La historia se repite, y también eso es un hecho. Emery explicó todo esto con enorme paciencia, sin recurrir a otra cosa que no fueran hechos, pero por la mirada del abogado dedujo que todo era inútil. Y Emery regresó a su caparazón. Pero en esta ocasión llevó al abogado con él.
Le explicó cómo era su vida, solo en su casa, que en realidad era un gran caparazón que lo protegía. Demasiado grande al principio, y demasiado vacío, hasta que Emery comenzó a llenarlo con libros. Libros sobre la segunda guerra mundial, debido a los hechos. Pero cuanto más leyó tanto más comprendió que casi todos los libros no contenían hechos. Los vencedores escribían los relatos y, puesto que habían ganado los judíos, sólo escribían mentiras. Mentían acerca de Hitler, del partido nazi y sus ideales. Emery fue una de las pocas personas capaz de leer entre mentiras y distinguir la verdad. Podía encontrar recordatorios de la verdad fuera de los libros, y él recurrió a esos recuerdos y empezó a coleccionarlos. Atavíos y banderas, cascos y medallas de acero. También las cruces de hierro eran recordatorios: los judíos destruyeron al Redentor en una cruz y ahora trataban de destruir las mismas cruces. Entonces comenzó a entender lo que ocurría, cuando fue a las tiendas de antigüedades donde vendían esa clase de objetos. Había otras personas en esas tiendas y todas miraban a Emery. Nadie pronunciaba palabra, pero todos observaban. A veces él creía oír murmullos cuando estaba de espaldas y daba por hecho que los mirones tomaban notas. Eso no era producto de su imaginación, porque al cabo de poco tiempo algunos compañeros de trabajo le hicieron preguntas sobre su colección: las fotos de los líderes del partido, las esvásticas, las insignias y las fotografías de niñas que ofrecían flores al Führer en mítines y desfiles. Difícil creer que esas niñas fueran ya mujeres cincuentonas. A veces Emery pensaba que si conocía a una de ellas podría arreglarse con ella y ser feliz; como mínimo ella lo entendería porque conocía los hechos. En cierta ocasión estuvo a punto de poner un anuncio para tratar de localizar a una de esas mujeres, pero pensó que podía ser peligroso. ¿Y si los judíos la buscaban? Lo cogerían a él también. Eso era un hecho. El abogado de Emery meneó la cabeza. Su cara, al otro lado del enrejado, adoptó una expresión que disgustó a Emery. Era la expresión de la gente cuando va al zoo, cuando contempla los animales a través de barras o alambradas.
Fue entonces cuando Emery decidió que debería explicar el resto al abogado. Era un riesgo, pero si deseaba que creyeran en él, su abogado debía conocer todos los hechos. Y le habló de la conspiración. Los secuestros de toda índole que ocurrían en la actualidad formaban parte de la conspiración. Y los terroristas que actuaban tapándose los ojos con gafas de esquiador también formaban parte del plan. En el mundo actual, el terror luce gafas de esquiador. Algunas veces se llaman árabes, pero sólo para confundir a la gente. Ellos fueron los responsables de las bombas puestas en Irlanda del Norte y de los asesinatos de Latinoamérica. La conspiración internacional judía era responsable de todo ello, y detrás de unas gafas de esquiador hay un rostro judío. Se esparcen por todo el mundo, provocando miedo y confusión. Y también habían estado allí, tramando, maquinando y espiando a sus enemigos. Mamá lo sabía. Cuando él era pequeño y hacía una travesura mamá solía decirle que se portara bien. Pórtate bien o el judío te cogerá, decía mamá. Emery pensaba que ella intentaba asustarlo, pero ahora comprendía que su madre estaba diciéndole la verdad. Como cuando ella lo sorprendió masturbándose y lo encerró en el armario. El judío te cogerá, le dijo. Y estuvo solo a oscuras, vio que el judío atravesaba la puerta, empezó a chillar y su madre lo sacó justo a tiempo. De lo contrario el judío lo habría cogido. Emery sabía ahora que ése era el medio que empleaban para conseguir reclutas. Cogían a los hijos de otras personas y les lavaban el cerebro, los educaban para ser terroristas políticos en países del mundo entero (Italia, Irlanda, Indonesia, el Oriente Medio) de forma que nadie sospechara los hechos reales. Los hechos reales, la responsabilidad de los judíos, preparar otra guerra. Y cuando las demás naciones se destruyeran unas a otras, Israel dominaría el mundo. Emery estaba hablando en voz más alta en ese momento, pero no se dio cuenta hasta que el abogado le rogó que se calmara. ¿Qué le hace pensar
que esos terroristas van detrás de usted?, preguntó el abogado. ¿Alguna vez ha visto un terrorista? No, le explicó Emery, ellos son demasiado listos para eso. Pero tienen espías, sus agentes están por todas partes. El rostro del abogado estaba enrojeciendo y Emery reparó en el detalle. Le explicó por qué hacía tanto calor en la sala de visita: los agentes judíos estaban en acción de nuevo. Las personas que Emery vio al comprar banderas, esvásticas y cruces de hierro habían sido enviadas a las tiendas para espiarle. Y los compañeros de su trabajo que se mofaban de su colección también eran espías, y sabían que él había averiguado la verdad. Los terroristas llevaban ya varios meses detrás de él, planeaban matarle. Intentaron atropellarlo con sus coches al cruzar la calle, pero él se salvó. Hacía dos semanas, al encender el televisor, se produjo una explosión. Parecía un cortocircuito pero Emery no era tan tonto; habían querido electrocutarlo sin conseguirlo. Él era demasiado listo para llamar a un reparador, ya que ellos querían precisamente eso: enviar uno de sus asesinos en lugar del técnico. Las únicas personas que en la actualidad hacen visitas a domicilio son los asesinos. Durante dos semanas Emery se las apañó como pudo sin electricidad. Entonces debieron de poner los aparatos en las paredes. Los terroristas poseían aparatos para calentar cosas y por la noche él escuchaba un zumbido en la oscuridad. Buscó por todas partes, dio golpes en las paredes y no encontró nada, pero sabía que los aparatos estaban allí. A veces el calor aumentaba tanto que acababa empapado de sudor, pero él no intentaba apagar la calefacción. Les demostraría que podía soportarlo. Y no pensaba salir de la casa, porque eso era lo que ellos deseaban. Ése era su plan, obligarlo a salir para poder atacarlo y matarlo. Emery era demasiado listo para eso. Tenía suficientes alimentos enlatados y otras cosas para resistir y era más seguro no moverse. Cuando sonaba el teléfono, él no contestaba; seguramente alguien de la tienda llamaba para preguntarle por qué no iba a trabajar. Eso era lo único que debía hacer: volver al trabajo para que pudieran asesinarlo en el camino.
Era preferible esconderse en su dormitorio con las cruces de hierro y las esvásticas en las paredes. La esvástica es un símbolo muy antiguo, un símbolo sagrado, y lo protegía. Igual que la gran fotografía del Führer. Saber que estaba allí era suficiente protección, incluso a oscuras. Emery no podía dormir ya debido a los ruidos de las paredes; al principio fue un zumbido, pero poco a poco fue captando voces. No sabía hebreo, y sólo con el tiempo supo qué estaban diciéndole. Sal, asqueroso ario, sal y muere. Se presentaban todas las noches, igual que vampiros, con antifaces de esquiador para ocultar sus caras. Llegaban y musitaban, sal, sal, estés donde estés. Pero él no salía. Algunos libros de historia afirmaban que Hitler era un loco, y quizás eso fuera cierto. Si lo era, Emery sabía el porqué. Porque también el Führer debió de oír las voces y comprendió que ellos lo acosaban. No era extraño que insistiera en hablar de la respuesta al problema judío. Ellos estaban corrompiendo la raza humana y Hitler tenía que frenarlos. Pero ellos lo hicieron arder en un búnker. Mataron al Redentor. ¿No puede entenderlo? El abogado contestó que no y dijo que quizás Emery debía hablar con un médico y no con él. Pero Emery no quería hablar con un médico. Esos médicos judíos formaban parte de la conspiración. Lo que él debía decir a continuación era estrictamente confidencial. Pues dígamelo, por el amor de Dios, repuso el abogado. Y Emery dijo que sí, que se lo explicaría. Por el amor de Dios, por el amor del Redentor. Hacía dos días se quedó sin latas. Tenía hambre, mucha hambre, y si no comía, moriría. Los terroristas querían matarlo de hambre pero él era demasiado listo para eso. Decidió ir al supermercado. Antes miró a hurtadillas por todas las ventanas, pero no vio a nadie con gafas de esquiador. Eso no significaba que salir fuera seguro, por supuesto, porque los judíos también empleaban gente ordinaria. Lo único que podía hacer era arriesgarse. Y antes de salir se puso en el cuello una cruz de hierro con cadena. Serviría para protegerle.
Cuando anochecía, Emery fue al supermercado, calle abajo. Era absurdo ir en coche, porque los terroristas podían haber colocado una bomba, y por eso fue andando. Se sintió extraño al estar en la calle de nuevo, y aunque no vio nada sospechoso temblaba de pies a cabeza cuando llegó al supermercado. Allí había grandes tubos fluorescentes y ninguna sombra. Emery no vio espías y agentes por allí, aunque naturalmente ellos eran lo bastante listos para no dejarse ver. Emery confiaba en volver a casa antes de que ellos actuaran. Los clientes tenían aspecto de personas normales. El problema es que nunca se puede estar seguro en estos tiempos. Emery cogió latas con la máxima rapidez posible y se alegró de llegar al final de la cola de la caja sin más problemas. La empleada lo miró de una forma extraña, quizá porque no se había afeitado o cambiado de ropa desde hacía días. De todos modos pudo salir, aunque empezaba a dolerle la cabeza. Era de noche cuando salió del supermercado con la bolsa llena de latas, y no había un alma en la calle. Otro logro de los terroristas: hacer que la gente tuviera miedo a pasear sola por la calle. ¿Ve lo que han conseguido? ¡Todo el mundo se asusta de estar fuera por la noche! Eso le dijo la niña. Se hallaba de pie en la esquina del bloque cuando Emery la vio: una monada, quizá de cinco años, con unos ojazos color castaño y cabello rizado. Y estaba llorando, mortalmente asustada. Me he perdido, dijo la pequeña. Me he perdido, quiero que venga mi mamá. Emery lo comprendió. Todo el mundo anda perdido en estos tiempos, todo el mundo quiere alguien que lo proteja. Pero no existe ya protección, no con esos terroristas al acecho, a la espera de su oportunidad, escondidos en las sombras. Y había sombras en la calle, sombras junto a la casa de Emery. Él quería ayudar pero no podía arriesgarse a estar hablando en la calle. Siguió andando, subió los escalones del porche y no vio que la pequeña lo había seguido hasta que abrió la puerta. Una niña llorando, diciendo por
favor, señor, lléveme con mi mamá. Sintió deseos de entrar y cerrar la puerta, pero comprendió que debía hacer algo. ¿Cómo te has perdido?, le preguntó. La niña dijo que estaba aguardando en el coche delante del supermercado mientras mamá iba de compras, pero como no volvía salió del automóvil para buscarla en la tienda y ya no estaba allí. Luego creyó verla calle abajo y echó a correr, pero era otra señora. No sabía dónde estaba y ¿querría él llevarla a casa, por favor? Emery sabía que no podía hacer eso, pero la niña se puso a llorar otra vez, escandalosamente. Si había alguien cerca oiría a la pequeña. Emery le dijo que entrara. La casa tenía un olor raro por la falta de ventilación y hacía mucho calor. Estaba a oscuras, además, con todas las luces apagadas debido a los terroristas. Emery trató de explicarse, pero la niña lloró con más fuerza porque la oscuridad la asustaba. No te asustes, le dijo Emery. Dime el nombre de tu mamá y la telefonearé para que venga a recogerte. Ella le facilitó el nombre (señora Rubelsky, Sylvia Rubelsky)…, pero desconocía la dirección. Era difícil oír con claridad a causa del zumbido de las paredes. Emery agarró la linterna que guardaba en la cocina para los apuros y fue al salón para buscar el apellido en el listín. No había ningún Rubelsky. Emery probó con apellidos similares: Rubelski, Roubelsky, Rebelsky, Rabelsky… Nada. ¿Estás segura?, preguntó. Entonces la niña dijo que no tenían teléfono. Curioso; todo el mundo tenía teléfono. La pequeña dijo que no importaba, que si él la llevaba a la Calle Sexta le señalaría la casa. Emery no estaba dispuesto a ir a ninguna parte, y menos a la Calle Sexta. Pertenecía a un barrio judío. Y pensándolo bien, Rubelsky era un apellido judío. ¿Eres judía?, preguntó.
La niña dejó de llorar y miró a Emery, y sus ojazos castaños se abrieron cada vez más. Esa forma de mirar aumentó el dolor de cabeza de Emery. ¿Qué estás mirando?, le dijo. Esa cosa que lleva en el cuello, contestó ella. Esa cruz de hierro. Es como la de los nazis. ¿Qué sabes tú de los nazis?, preguntó él. Mataron a mi abuelito, dijo ella. Lo mataron en Belsen. Mamá me lo explicó. Los nazis son malos. De pronto la verdad brotó como un fogonazo, un fogonazo que hizo palpitar la cabeza de Emery. Ella era uno de ellos. La habían dejado en la calle como un cebo, sabiendo que él la dejaría entrar en su casa. ¿Qué pretendían? ¿Por qué lleva cosas feas?, dijo ella. Quítese eso. Tenía la mano extendida hacia la cadena, la cadena con la cruz de hierro. Era como en aquella antigua película que Emery había visto hacía tiempo, la del Golem. Aquel enorme monstruo petrificado cobra vida en el ghetto judío, luciendo la estrella de David en el pecho. Una niña arranca la estrella y el Golem cae muerto. Por eso habían enviado a la niña, para arrancarle la cruz de hierro y matarlo. De eso nada, dijo él. Y abofeteó a la pequeña, no con fuerza pero ella se puso a llorar. Emery no podía soportarlo, le puso sus manos en torno al cuello sólo para que dejara de llorar, hubo una especie de crujido y luego… ¿Qué ocurrió luego?, preguntó el abogado. No quiero hablar de eso, dijo Emery. Pero no podía contenerse, estaba hablando de eso. Al principio, al no encontrar el pulso a la niña, pensó que la había matado. Pero no había estrujado con fuerza, la muerte debió de producirse cuando la niña tocó la cruz de hierro. Eso significaba que su suposición era correcta, que la pequeña era uno de ellos. Pero él no podía decirlo a nadie, sabía que la gente jamás creería en unos terroristas que enviaban una pequeña judía a su casa para matarlo. Y él
no podía tolerar que encontraran así a la niña. Qué hacer, ése era el problema. El problema judío. Luego lo recordó. Hitler averiguó la respuesta. Emery sabía ya qué debía hacer. Hacía calor allí y todavía más abajo. Allí la llevó, abajo, donde estaba funcionando la caldera de la calefacción. Un horno de gas. Oh, Dios mío, dijo el abogado. Oh, Dios mío. Y de pronto el abogado se levantó, se acercó a la puerta que había al otro lado del enrejado y llamó al vigilante. Vuelva aquí, dijo Emery. Pero el hombre no le hizo caso, continuó musitando algo al vigilante. Y después llegaron otros agentes por el lado del enrejado que ocupaba Emery y lo agarraron por los brazos. Les pidió a gritos que lo soltaran, que no escucharan al abogado judío… ¿No comprendían que él debía de ser uno de ellos? En lugar de prestarle atención lo llevaron por el corredor hasta el cuarto de goma y lo metieron allí de un empujón. Prometieron que me pondrían en otra celda, dijo Emery. No quiero estar aquí. No estoy loco. Un vigilante dijo tranquilo, el médico vendrá a darle algo para que pueda dormir. Y la puerta se cerró estruendosamente.
Emery volvía a encontrarse en el cuarto de goma, pero en esta ocasión no paseó, y no gritó que lo sacaran. De nada iba a servirle. Ya sabía cómo se había sentido el Redentor, traicionado y a la espera de la crucifixión. También Emery había sido traicionado, traicionado por el abogado judío, y lo único que podía hacer era esperar la llegada del doctor judío. Para que durmiera, había dicho el vigilante. Así funcionaba la conspiración: lo obligarían a dormir para siempre. Pero él no lo consentiría, permanecería en vela, exigiría un juicio justo.
Eso era imposible. Los policías explicarían que habían oído gritar a la niña, que entraron en la casa y encontraron a Emery. Lo acusarían de pederasta y asesino. Y el juez lo sentenciaría a muerte. El juez creería en los judíos tanto como Poncio Pilato, igual que los aliados cuando mataron a nuestro Führer. Emery no había muerto todavía pero no tenía escapatoria. No podía rehuir el juicio, no podía escapar del cuarto de goma. ¿O sí? La respuesta surgió de improviso. Alegaría locura. Emery sabía que no estaba loco, pero podía engañarlos para que lo creyeran. Estar loco no era una desgracia, algunas personas opinaban que Jesucristo y el Führer también estaban locos. Y lo único que debía hacer era fingir. Sí, ésa era la respuesta. Y bastó con pensar en ello para que se sintiera mejor. Aunque lo encerraran en un cuarto de goma como ése sobreviviría. Podría andar, hablar, comer, dormir y pensar. Pensar en cómo los había engañado, a todos los terroristas judíos dispuestos a matarlo. Debía tener mucho cuidado. No debería mentir, no como había mentido al abogado. Podía admitir la verdad. Matar a la pequeña judía no fue un accidente, él sabía qué hacía en el momento que le rodeó el cuello con sus manos. Apretó tanto como pudo porque ése había sido siempre su deseo. Apretar los cuellos de las chicas que se reían de él, los de los compañeros de trabajo que no le escuchaban cuando hablaba de su colección y sí, lo diría, había querido apretar también el cuello de su madre porque ella siempre había hecho lo mismo con él, lo había ahogado, lo había estrangulado, había destrozado su vida. Pero sobre todo quería estrujar a los judíos, los asquerosos terroristas semitas que pretendían acabar con él y destruir el mundo. Y eso había hecho él. No había partido el cuello de la niña, ella no estaba muerta cuando la llevó abajo y abrió la puerta del horno. Lo que había hecho en realidad era resolver el problema judío.
Lo había resuelto y ellos no podrían tocarle un dedo. Se hallaba a salvo ya, a salvo de todos los terroristas y espíritus malignos ansiosos de venganza, a salvo para siempre allí, en el cuarto de goma. Lo único que le disgustaba eran las sombras. Recordaba haberlas visto antes, recordaba que la del rincón del fondo había parecido volverse más oscura y más espesa. Y en ese momento estaba ocurriendo lo mismo. No la mires, pensó. Estás imaginando cosas. Sólo los locos ven moverse las sombras. Moverse y retorcerse como una nube, una nube de humo que sale de un horno de gas. Pero tuvo que mirar porque la sombra estaba cambiando, cobrando forma. Emery lo vio de pie en el rincón, la figura de un hombre. Un hombre vestido de negro, con la cara negra. Y estaba avanzando. Emery retrocedió mientras la figura se deslizaba hacia él suave y silenciosamente por el acolchonado suelo, y abrió la boca para chillar. Pero el chillido no brotó. La amenazadora figura avanzaba delante de Emery, que se apretó a la pared del cuarto de goma. Vio el negro rostro con gran claridad…, pero no era un rostro. Eran unas gafas de esquiador. Los brazos de la figura se alzaron y las manos se extendieron, y Emery vio negras gotitas que caían de las humosas muñecas en el momento que los dedos se cerraban en torno a su cuello. Emery golpeó las gafas de esquiador, introdujo los dedos en los agujeros de los ojos, pinchó los mismos ojos. Pero no había nada detrás de las gafas, nada en absoluto. Fue en ese momento cuando Emery enloqueció realmente.
Cuando se abrió la puerta del cuarto de goma la sombra había desaparecido. Sólo encontraron a Emery, y estaba muerto. Apoplejía, dijeron. Fallo cardiaco. Mejor redactar un rápido informe médico y cerrar el caso. Cerrar también el cuarto de goma mientras se ocupaban del informe.
Era sólo una coincidencia, por supuesto, pero la gente podía pensar cosas raras si lo averiguaban. Dos muertes en la misma celda, Emery y el otro chiflado que la semana anterior se abrió las venas de las muñecas a mordiscos, el terrorista loco que llevaba unas gafas de esquiador.
Petey T. E. D. KLEIN
El terror no siempre alcanza el apogeo de su efectividad cuando se aborda por la vía rápida. A veces es precisa cierta dosis de lentitud, un ritmo que permita al lector prever lo que se avecina con el adelanto suficiente a fin de que esté preparado…, bien para que se aparte del camino o bien para que se defienda. El problema, no obstante, es que no se puede hacer nada. Solamente observar, y continuar indefenso. T. E. D. Klein vive en Nueva York, dirige la revista The Twilight Zone y ha escrito mucho menos que lo que sus numerosos seguidores desearían. Aunque sus escenarios son contemporáneos, su gusto tiende a lo tradicional…, un gusto que Klein desarrolla con enorme y eficaz provecho.
—Enfrentémonos a los hechos, doctor. Si un paciente se suicida, demonios, hay poco que hacer. Sí, claro, puede quitarle los zapatos para que no se estrangule con los cordones, y la ropa por la misma razón… Una vez vi un hombre que se colgó de las rejas de su ventana con la camiseta… Y tal vez para asegurarse, saque usted la cama de la habitación, puesto que el año pasado tuvimos una mujerzuela que se cortó las venas con los muelles… »Pero es imposible estar en todo. Es decir, si quieren matarse, encontrarán la forma de hacerlo. Una vez tuvimos un tipo que se lanzó de cabeza contra la pared varias veces. Era una celda normal, pequeña, de modo que él no podía lanzarse con demasiada fuerza… A pesar de eso se hizo un bonito chichón. Y dejó un buen agujero en el yeso, además. Ahora, lógicamente, tenemos el lugar acolchado. Y otro que tuvimos, lo juro por Dios, contuvo la respiración hasta que la diñó. Lo digo en serio, si quieren, pueden hacerlo. »El tipo que va a ver ahora, bueno, nos engañó. Creímos haber tomado todas las precauciones, ¿comprende? pero debimos usar una camisa de fuerza. Cristo, el tipo se desgarró infernalmente el cuello. Sólo con sus manos.
—George, tengo que admitirlo: estoy celoso de verdad. Esta casa es fantástica. —Milton alzó su vaso—. ¡Por ti, viejo hijo de puta! Y por tu
nueva casa. Estaba a punto de acabar su whisky, pero Ellie le sostuvo la mano. —Cariño, espera. Que todo el mundo participe. Se volvió hacia los demás invitados, que se hallaban reunidos en grupitos de conversación por todo el salón. —¡Eh, todo el mundo! ¿Podéis concederme vuestra atención, por favor? Mi marido acaba de proponer un brindis por nuestros encantadores anfitriones… —Aguardó a que se hiciera silencio—. Y por su generosa amabilidad al permitir que nosotros, pobres campesinos… —¡Peones, Ellie, peones! —gritó Walter. Igual que los demás, estaba ya bastante bebido. —¡Sí! —se hizo eco Harold—. ¡Nosotros, miserables peones! —De acuerdo —contestó Ellie sin dejar de reírse—. Por su generosa amabilidad al abrir su nuevo hogar. —Su majestuoso nuevo hogar. —¡Su mansión! —Por abrir su mansión a unos pobres, miserables y pisoteados peones como nosotros. Y además… —¡Eh! —la interrumpió su esposo—. ¡Pensaba que era yo el que iba a hacer el brindis! —Todos rieron—. ¡He estado toda la semana practicando para esto! —Miró a los demás para saborear el chiste—. ¡Os lo aseguro, la vieja ya no me deja meter baza! —¡Sí, vamos, El! —gritó Walter—. ¡Da una oportunidad al pobre chico, ya le pondrás el bozal más tarde! Todos rieron excepto la esposa de Walter, Joyce, que musitó: —De verdad, cariño, a veces pienso que eres tú el que necesitarías… —Señoras y caballeros. —Milton habló con fingida seriedad—. Propongo un brindis por nuestro estimado anfitrión… Todos los ojos se volvieron hacia George, que sonrió e hizo una ligera reverencia. —… y por Phyllis, nuestra igualmente estimada anfitriona… —¡Caramba, Ellie, lo tienes bien amaestrado, vaya que sí!
—Admito libremente que después de veintiocho años… —dijo Milton mientras se llevaba al corazón la mano que sostenía el vaso. —Veintisiete. —¡Parecen veintiocho! —Oh, Waltie, cállate. —Que después de veintisiete años de arrobamiento matrimonial ella lo ha conseguido por fin. ¡Incluso ha conseguido que me haga la cama! — Hizo una pausa para los vítores y gruñidos; luego se volvió hacia Phyllis—. Pero como iba diciendo, me gustaría rendir tributo a la graciosa, encantadora, arrebatadoramente hermosa… Phyllis rió disimuladamente. —… magníficamente peinada… Con cierta timidez, Phyllis se tocó los rizos, arreglados de forma que parecían plumas rodeando su cara. —… y deliciosamente sexy mujer que él llama su esposa. —¡Brindo por eso! —¡Bravo, bravo! —A ti también se te permite brindar por eso, Phyllis. —Sí, que alguien prepare un cubata para Phyllis. —¡Oh, qué tontería! —protestó Phyllis—. Se supone que no debo brindar por mí. —Absurdo, querida mía. George le dio una tónica con vodka, y después cogió su vaso. —Y por último —continuó Milton, alzando la voz y su vaso—, brindo por la razón de que todos estemos reunidos aquí esta noche, por la causa de nuestra alegría… —Y nuestros celos —añadió su esposa. —Por esta hermosa, hermosísima casa, por este refugio rústico escondido entre los bosques de Connecticut, este hallazgo de toda una vida, que deja nuestras casas de pisos a desnivel a la altura del betún… —Estás exagerando un poco —dijo George. Hizo un guiño a los demás —. Creo que Milt equivocó su profesión. Debería haber sido poeta, no corredor de bolsa.
—¡O vendedor de terrenos! —exclamó Walter. Milton prosiguió impávido: —Este museo… —¿Museo? —George se sobresaltó. Tantas felicitaciones lo molestaban. Percibía la envidia, y la amargura—. ¡Es más bien un mausoleo! —… que contiene habitación tras habitación con las más rarísimas antigüedades… —¡Chatarra! ¡Simple chatarra! —… esta espléndida mansión colonial… —¡Ah, vamos, Milt! ¡Sólo es un viejo granero, por el amor de Dios! —… en la que George puede representar el papel de hacendado rural y Phyllis, señora de la finca, estará a sus anchas… George se echó a reír. —¡De todas formas tendré que ir a trabajar todos los días! —… esta casa señorial, este recreo de la nobleza provinciana, esta irrefutable manifestación de los elegantísimos terrenos que dejan en mal lugar este lado de la isla de Manhattan… La sonrisa de George se esfumó. —… esta gloriosa heredad, ahora nuevo hogar de George y Phyllis, en la esperanza de que sus años juntos gocen de tanta bendición como suerte han tenido al adquirir esta casa. Hubo un momento de nervioso silencio. —¿Has terminado, Milt? —dijo George. —Exacto, viejo camarada. Milton acabó su whisky. Los demás reaccionaron con aplausos, aunque débiles; la turbación de George los turbaba a todos. —¡Y en la esperanza de que deis más fiestas como ésta! —exclamó Walter—. ¿Qué os parece todos los fines de semana, para empezar? Y la propuesta tranquilizó e hizo reír a todos, pero la risa fue algo fuerte, algo prolongada. —¿Cuándo vas a enseñarnos el resto de la casa? —gritó Sidney Gerdts.
—¡Sí! ¿Cuándo hacemos el recorrido de vuestras posesiones? ¡Para eso hemos venido! —Vamos, Phyl, lo prometiste. —Ella ha estado hablando de este lugar desde hace seis meses. —Sí, has conseguido que se nos cayera la baba. —¿Y qué hace ella ahora? ¡Nos mantiene enjaulados en este salón como si fuéramos un puñado de críos! —¿Qué dices, Phyl? ¿De qué estás avergonzada? Phyllis sonrió. —El recorrido empezará cuando estéis todos aquí. —¿Quién no está aquí? —¿Quién falta? —Herb y Tammi Rosenzweig no han aparecido todavía —dijo George —. Me aseguraron que podían venir… —Creo que tenían problemas para encontrar un canguro —dijo Doris, la esposa de Sidney—. Hablé con ellos esta mañana. Harold hizo una mueca. —Bah, siempre llegan tarde. Tammie tarda dos horas en maquillarse. Arrastró los pies hacia el bar y se sirvió otro whisky con soda. —Empecemos sin ellos, pues. —Vaya, Sid, hombre —dijo Doris, y cogió a su esposo de la mano—. Sabes que eso no sería justo. Vamos, acerquémonos a ver eso. —Lo arrastró hacia una pared llena de estantes—. Quizá tú puedas llegar a los estantes de arriba. Están demasiado altos para mí. —Oh, Dios, cariño, sólo es un montón de libros viejos. Para niños, además, por el aspecto que tienen. Cuentos de hadas. Seguramente incluidos con la compra de la casa. —Pero parecen interesantes, esos grandes, ahí arriba. Podrían valer muchísimo dinero. Refunfuñando, Sidney se puso de puntillas y extrajo un libro, un pesado volumen del que se desprendieron escamas de cuero cuando lo abrió, igual que la piel de un muerto. —Ten, para ti. Yo no sé leer esto.
Dio el libro a su esposa y dio media vuelta, fastidiado. Doris miró el texto con los ojos entrecerrados y arrugó la frente, desilusionada. —Oh, maldita sea —murmuró—. ¿Es que no lo sabías? George dejó de hablar de negocios con Fred Weingast y se acercó a Doris, vaso en mano. —¿Tienes problemas, Doris? Ella hizo una mueca. —Esto me recuerda los años que tengo. Yo sabía mucho francés…, hasta sabía algunas palabras de provenzal, que creo es la lengua en que está escrito esto…, y ahora no recuerdo nada. —Yo nunca lo he soportado. Todo ese lío de los masculinos y los femeninos, y esos malditos acentos… —Sorbió el vodka—. En realidad me desharía de todos estos libros viejos de buena gana, pero son una buena inversión. Gerdts volvió con ellos. —¿Inversión, has dicho? ¿Pretendes decir que estos trastos valen realmente algo? —Ya lo creo. Su cotización siempre sube. —Hizo un gesto de cabeza al hombre que hablaba a pocos pasos de distancia—. ¿No es cierto, Fred? Weingast se acercó, seguido de Harold y otro invitado, Arthur Faschman. —Sí, mi contable me aconsejó que me dedicara a los libros, en especial tal como está el mercado. Pero has de tener el espacio para guardarlos. —Se encogió de hombros—. Por lo que a mí respecta, mi piso es demasiado pequeño. —No, ése no es el problema —dijo Faschman—. El problema es mantenerlos en un sitio frío y seco. Fijaos en ésos de arriba…, seguramente estarán llenos de ratones y bichos. George se echó a reír, con cierto nerviosismo. —Oh, dudo que haya un solo ratón. Pedimos que fumigaran la casa antes del traslado. ¡Y está bien fumigada! —Otro sorbo de vodka—. Pero claro, tienes razón, estos trastos se pudren terriblemente, y cuando llegue el
verano apuesto a que olerán. Os diré la verdad. He pensado en vender el lote completo a alguna tienda de New Haven. Tal vez compre un buen equipo de alta fidelidad, o alguno de esos Betamax. —Sí, buena idea —dijo Faschman—. Yo también quiero comprar uno. Y te diré qué puedes hacer después: invierte en sellos. Es mucho más fácil conservarlos. Weingast asintió. —Sellos, eso está muy bien —dijo—. Pero mi contable opina que las monedas son preferibles. Con el precio del oro subiendo, son una apuesta bastante segura. Cuando George se fue, los otros estaban enfrascados en altas finanzas. Volvió al bar y llenó de nuevo su vaso. A pesar del retraso de los Rosenzweig, la ausencia de los Fogler y los Green y el hecho de que Bob Childs estaba enfermo y Evelyn Platt de viaje, la fiesta de estreno de la casa estaba muy concurrida. Allí estaban los Brackman, Milt y Ellie, los Gerdts, Sid y Doris, Arthur y Judy Faschman, Fred y Laura Weingast, los Stanley recién llegados de Miami, Dennis y Sarah luciendo su bronceado, Harold y Frances Lazarus, el corpulento Mike Carlinsky con su novia, cuyo nombre olvidaban todos constantemente, Phil y Mimi Katz, los Chasen, Chuck y Cindy, Walter Applebaum y su nueva esposa, Joyce, Steve y Janet Mulholland, Allen Goldberg y Paul Strauss y la pobre Cissy Hawkins, tan vulgar que ninguno de los anteriores le dirigía la palabra, aunque al parecer le habían asignado como pareja a uno de los dos. Treinta y una personas reunidas en el salón de los Kurtz. Y con la llegada de los Rosenzweig, entre abrazos, apretones de manos, gritos de «¡Por fin!» y «¡Ya era hora!», y los inevitables silbidos de lobo al escotado vestido de Tammie Rosenzweig, la cifra se elevó a treinta y tres. Muchísima gente, decidió George. Demasiados, en realidad, si se tenía en cuenta que muchos no eran amigos íntimos. Caramba, él y Phyllis apenas veían a los Mulholland de año en año. Y en cuanto a los Goodhue, ni siquiera los conocían; los habían invitado los Fitzgerald. Apoyado en el mostrador del bar, George colocó el vaso ante sus ojos y examinó a los invitados a través de la escarcha del vodka. En momentos como ése era
difícil atenderlos a todos: demasiadas caras que exigían una sonrisa, demasiados apellidos que recordar. A veces caras y apellidos parecían casi intercambiables. A pesar de todo, era estupendo tener un salón lo bastante espacioso para dar cabida a ese gentío. Y de todos modos, pensó George, él y Phyllis habían prometido convertirse en grandes anfitriones en cuanto se mudaran de casa. Una fiesta como ésa era el medio perfecto para establecer sus nuevas identidades. —¡George! —Phyllis irrumpió en su meditación—. Ven aquí y coge el abrigo de Tammie. —Miró a Herb—. Y en cuanto a ti, creo que eres un chico muy grandote y podrás colgarte tú mismo el abrigo. Hay mucha informalidad esta noche, todavía no hemos completado el traslado. ¡Y tendréis que prepararos bebidas vosotros mismos, ni siquiera tenemos camarero! Phyllis se echó a reír, como si quisiera sugerir que, en el futuro, en su elegante nuevo hogar, tener camareros sería una rutina. Tammie estaba comentando lo difícil que era encontrar un canguro decente en aquellos tiempos. —Y finalmente dijimos al diablo con la canguro, y dejamos a la niña con los padres de Herb. Ellos ya no salen nunca. Alisó su vestido nuevo. —¡Dios santo, George, esta casa es de órdago! —dijo Herb mientras estrujaba la mano del aludido—. Lamento que no llegáramos antes, para poder verla a la luz del día. Apuesto a que esos árboles son maravillosos en esta época del año. Pero, Dios todopoderoso, si me permites decirlo, es dificilísimo encontrar este lugar. —¿No se explicó bien Phyllis? —Oh, claro, no ha habido problema. —Herb siguió a George hasta el armario de los abrigos—. Me refiero a que aquí, en el campo, oscurece mucho. No estoy acostumbrado a eso. —Hizo una pausa hasta que George encontró un colgador desocupado para el abrigo de Tammie—. Fuimos por la autopista hasta New Haven. Esa parte fue bien, claro. Y salimos por Clinton, tal como debíamos hacer… Pero en cuanto sales de la 81, la
carretera está muy mal. ¡Es como si de pronto apagaran las luces! Ni una señal, nada. —Meneó la cabeza—. Eres influyente en la Comisión Estatal de Carreteras, ¿no, George? Me refiero a que deberías hacer algo. ¡Es una desgracia! —Sí, las carreteras son un poco engañosas de noche, hasta que te acostumbras a ellas. —¿Engañosas? Algo mucho peor que engañosas, te lo aseguro. ¡Casi atropello a un bicho! Te lo juro, creo que era un oso. —¡Oh, vamos Herb! —George le dio una palmada en la espalda—. Has vivido demasiado tiempo en Yonkers. Estamos en el campo, claro, ¡pero no en plena selva, por el amor de Dios! ¡Esto es Connecticut! Hace siglos que no aparece un oso por aquí. —Bueno, fuera lo que fuera… —Seguramente algún pobre perro pastor. Todos los granjeros de los alrededores tienen perros pastores. —De acuerdo, de acuerdo, fue un perro pastor, entonces. ¿Quién sabe? Estaba tan oscuro… En fin, casi atropello al bicho, y lo habría atropellado si Tammie no hubiera chillado. Luego estaba tan azorado que no vi el desvío de… ¿cómo se llama? ¿Death’s Head? George se echó a reír. —¡Chico, qué imaginación tienes! Los de Madison Avenue sois todos iguales. ¡El nombre del pueblo es Beth Head, papanatas! Beth Head. También Herb se echó a reír. —En fin, me despisté completamente y acabé en la entrada de un parque estatal. ¿Puedes creerlo? ¡Tammie tuvo un ataque de nervios! ¡Estábamos buscando tu casa y acabamos en un maldito parque! —Sí, eso es Chatfield Hollow. He ido de pesca algunas veces. Una zona muy bonita. —Debe de serlo, durante el día. Pero no es la clase de sitio que me gustaría visitar de noche. Tammie creyó ver luz en la cabaña del guardabosque…, ya sabes, la que está junto a la verja…, y salí a preguntar. ¡Ni siquiera llevábamos un maldito mapa! George sonrió de oreja a oreja.
—¡Pobre Herb! ¡Nunca serás un buen montañés! —¡Muy cierto! —repuso riendo Herb—. Tammie perdió tanto tiempo con su condenado vestido que ni siquiera pensó en… Bueno, en fin, me acerco a esa miserable choza y al instante me doy cuenta de que Tammie se ha equivocado… No hay ninguna luz, la cabaña está cerrada en esta época… Pero por si acaso, llamo a la puerta, ¿sabes?, y llamo a gritos al guardabosque. ¡Estamos completamente perdidos! —Bajó la voz—. Además, sabía que Tammie se pondría como una loca si no me aseguraba de que la cabaña estaba vacía. —¿Y lo estaba? —¡Claro que sí! ¿Quién demonios pasaría la noche en un sitio como ése? —Sacudió la cabeza—. Y allí me tienes, aporreando la puerta y pensando si habría por allí un teléfono público para llamarte…, cuando oigo algo pesado que se mueve en los matorrales. —Seguramente el guardabosque. —No esperé a saberlo. ¡Tendrías que haber visto con qué rapidez he vuelto al coche y he salido de allí! Créeme, estaba dispuesto a regresar a Nueva York, pero Tammie quería lucir su vestido nuevo. —Hizo una pausa —. Y naturalmente, yo quería ver esta casa. —¿Comentaste con Tammie lo que habías oído? —¿Bromeas? Se habría reído tanto de mí que aún estaría esperando a que se calmara. Escucha, ella cree que soy un cobarde. Ella es la dura, lo es de verdad. Nunca habría encontrado esta casa de no haber sido por Tammie. Distinguió el último desvío cuando ya lo habíamos dejado casi medio kilómetro atrás. ¡La condenada carretera está casi tapada por los árboles! ¡Deberías talar algunos, por el amor de Dios! —Creía que eras un gran conservacionista. Herb se echó a reír. —Bien, que mande dinero al Sierra Club no significa que adore los árboles. Mira, alguien va a sufrir un accidente uno de estos días. En serio, George, deberías hacer algo. Oblígalos a que pongan luces o algo. Tienes influencia en la Comisión de Carreteras, ¿no? —No tanta como piensa la gente.
—Bueno, en fin, allí no hay seguridad. Esa carretera tan retorcida, tan condenadamente estrecha que he tenido que ir a treinta por hora… Una suerte que no vinieran coches en dirección contraria. En realidad, no vimos un solo coche en la carretera. Un lugar muy desolado para estar tan cerca de Nueva York. —No hay polución. —¡Muy cierto! Eh, hablo en serio, viejo camarada. Tal vez no sea un fanático de la naturaleza, pero creo que esto es fantástico. Me gustaría vivir por aquí. —¿Por qué no te mudas, entonces? Debe de haber alguna casa de campo en venta en estas zonas. Sé que hay un par en el condado más próximo. Hasta te ayudaría a mirar. Bueno, el sitio es un poco solitario… —Eh, pensaba que te gustaba vivir aquí. —Oh, claro, naturalmente que me gusta. No lo cambiaría por nada del mundo. Me refiero a que todavía no tenemos conocidos en la zona, y sería agradable tener alguno cerca. —Bah, tú tardas poco en hacer amigos, George. Además, yo no podría pagar un sitio como éste. ¡Con tanto terreno!… —No, de verdad, no es para tanto. No ha costado demasiado. —¡Venga, hombre! Tienes espacio para un par de campos de golf reglamentarios. Y ese camino de acceso tuyo es tan largo como una carretera rural. ¿Sabes una cosa? Me cuesta creer que estamos tan cerca de la ciudad. Hay mucho terreno, apostaría a que puedes ir de caza por tus propiedades. Y seguramente hasta puedes perderte. —Sí, bueno, supongo que estamos perdidos en el campo. —¡Pero si eso es lo mejor! Lo digo en serio, ¡es fabuloso! Qué mejor razón para vivir aquí, ahora lo comprendo. El aislamiento, la soledad… ¡Chico, ojalá tuviera un poco de soledad estos días! —Las cosas van mal, ¿eh? —Chico, tú lo has dicho. Todos nos hemos apretado el cinturón. ¿Y tú? —Oh, más o menos igual, supongo. —Eh, no seas modesto, George. Siempre haciéndote el pobre. Esta casa debe de haberte costado una pequeña fortuna.
George hizo una pausa y carraspeó. —Bueno, si quieres que te diga la verdad, casi no me ha costado nada. La conseguí por cuatro perras. El propietario estaba un poco ya-sabes-qué. Se dio unos golpecitos en la cabeza. —¡Cristo! ¡Vaya ganga! Ya estaban otra vez en el salón. Herb miró alrededor, observó los muebles, la espaciosidad de la habitación, los rostros familiares de los otros invitados… —Ah, bien, supongo que los demás tendremos que conformarnos con nuestras barracas de los suburbios… —Yo no, chico —sonó la aflautada voz de Walter—. Voy a comprar un terreno igual que éste. —Los otros interrumpieron sus conversaciones. Walter sonrió—. ¡En cuanto el mercado se recobre! —Será mejor que tengas cuidado, Walt —dijo Frances—. Un día alguien podría pensar que hablas en serio. Te toparás con algún estafador y acabarás de patitas en la calle, andando por ahí metido en un tonel. Milton se acercó, un poco tambaleante, y apoyó un brazo en el hombro de Walter. Estaba bastante borracho. —Si quieres comprar tierras, no has de esperar a que el mercado esté mejor —dijo—. Sólo tienes que conocer a las personas adecuadas. ¿No es cierto, George? Bajo el peso de tantas miradas de curiosidad, George logró mantener la sonrisa…, pero no sin esfuerzo. —Oh, hace falta un poco de paciencia, eso es todo. Y hay que esperar a que surja la ocasión. Lo mío fue pura suerte, supongo. La mirada que le lanzó Milton no fue muy agradable. Phyllis intervino, ni un instante demasiado pronto, para hacer un alegre anuncio. —Bien, tú no sé, pero yo estoy muy contenta de vivir en un sitio como éste. Y puesto que Herb y Tammie están por fin aquí, me gustaría mostraros la suerte que tenemos. —Bueno, ya era hora —dijo Ellie. Volvió la cabeza hacia los demás—. Ella ha conseguido que estuviéramos ansiosos.
—¿Quieres decir que por fin vamos a ver la casa? —preguntó Frances. —Exacto —replicó Phyllis, todo ella sonrisas. Sus párpados aletearon parodiando a una gran duquesa—. Madame Kurtz acompañará ahora a sus invitados en un recorrido por sus palaciegas posesiones. George logró esbozar una sonrisa de disculpa. —Sólo es un viejo granero —dijo—. De verdad: ¡un simple granero!
Mírelo, lo tengo atado bastante fuerte. ¡No me hará cometer dos veces el mismo error, no, señor! —¿Está seguro de que las correas no están un poco…, eh…, demasiado prietas? —¿Bromea, doctor? Si las suelto, se arrancaría los vendajes en dos segundos. No, señor, así está bien. El médico entró en la sala. —Bien, hola —dijo jovialmente—. Lamento encontrarlo así. Espero que no esté terriblemente incómodo. En cuanto esas heridas cicatricen, le quitaremos las vendas…, y luego veremos si podemos sacarlo de esa camisa, ¿de acuerdo? Aquí somos partidarios de ofrecer una segunda oportunidad a nuestros pacientes. El hombre que estaba en la cama le lanzó una mirada feroz. —Y por eso espero que…, eh… —Miró al enfermero—. ¿Puede oír lo que digo? —Oh, sí, puede oírle perfectamente. Pero pensamos que debe de haberle pasado algo en las cuerdas vocales, ¿sabe? Tal parece que no puede hablar. —Sonrió—. Entre usted y yo, ese detalle no me apena mucho. Quiero decir que tantos chillidos me ponían nervioso. Siempre chillaba a la hora de comer… ¡Bueno, cualquiera pensaría que yo no le daba de comer nunca!
—No es justo. Francamente, no es justo. —Ellie señaló el dormitorio—. Fíjate. Exactamente la clase de cama que Milt y yo hemos estado buscando
por todo Nueva York. —Apostaría a que además es bronce auténtico —dijo Doris—. ¡Eh, Frannie! —gritó por encima del hombro—. ¿Crees que el armazón de esa cama es bronce auténtico? Frances salió del cuarto de aseo, seguida por Irene Crystal. —Me temo que sí —dijo—. Dios, estoy totalmente verde de envidia. Y ese edredón… ¿Habíais visto algo parecido? ¡Deben de ser años de trabajo! ¿No es encantador? —Oh, sí —dijo Doris—. Es bellísimo. Pasó la mano por uno de los relucientes pilares. —Esto es criminal, eso pienso yo —dijo Ellie—. Me paso la vida entera soñando en una casa en el campo, con invernadero, despensa, una cocina espaciosa que te permita moverte… —Y una biblioteca de verdad —intervino Doris. —Exacto, una biblioteca de verdad, como las que salen en esas películas de Joan Fontaine, ¿recordáis? Con cómodos sillones y mesitas al lado para sentarse y tomar un jerez mientras lees… ¿Y quién ha conseguido todo esto? Los Kurtz. Repito, francamente criminal. ¿Alguien ha visto a uno de los dos abriendo un libro? —Oh, a George le gusta leer —dijo Frances—. Lo sé. —¿Cómo? Frances sonrió con picardía. —¡Hay un montón de revistas deportivas en el cuarto de baño! —¿Y qué me dices de ese cuarto de los niños? —dijo Doris. Disfrutaba provocando a Ellie. —Sí, ¿te imaginas? Un cuarto especial, y ni siquiera tienen hijos. ¡Estoy tan enfadada que podría chillar! —Oh, vamos, El —dijo Frances—, no te excites tanto. Tus dos hijos ya no son unos bebés exactamente. ¡El mayor ya está en la universidad, por el amor de Dios! —De todas formas, no puedo dejar de pensar qué agradable habría sido esta casa cuando Milt y yo empezamos. Maldita sea, volver a Long Island va a ser un chasco.
—Y que lo digas —intervino Irene—. Y el trayecto de vuelta tampoco será muy divertido. Jack ha estado gruñendo toda la noche por eso. Calculamos que, saliendo de aquí a las once…, porque, claro, tendremos que estar hasta esa hora, como mínimo. Saliendo de aquí a las once llegaremos a casa más tarde de la una. —Bien, mi marido ha tenido una brillante idea —dijo Frances. Se sentó en la cama—. Echó un vistazo al cuarto de huéspedes, el que está al final del pasillo, ése que tiene muchos juguetes antiguos, y decidió pasar la noche aquí. Dice que si nos demoramos mucho, ellos tendrán que rogarnos que pasemos la noche aquí. —¡Eh, miserables intrigantes, vosotras! —Todas volvieron la cabeza con acusadora sorpresa, pero sólo era Mike Carlinsky que lucía estatura y corpulencia en el umbral, con su novia del brazo—. Lo he oído todo. Podéis tramar cuanto queráis para pasar la noche aquí, pero os advierto, Gail y yo hemos reclamado esta habitación. Entró, y las amplias tablas del suelo crujieron bajo su peso. —Lo siento, Mike, me temo que no tienes suerte —dijo Frances—. Estamos en la habitación del señor, ¿no lo ves? Dos tocadores, dos espejos, y mesillas haciendo juego. Carlinsky sonrió. —Pero sólo una cama, ¿eh? —Los muelles crujieron cuando se sentó pesadamente en ella—. Espacio para dos, lo admito, pero de todas maneras… no creo que el viejo George sea capaz de muchas hazañas. Fred Weingast asomó la cabeza por la puerta. Se oían otras voces en el pasillo, detrás de él. —Michael, puedo afirmarlo, eres tan chismoso como las mujeres. —Se apoyó en el marco, todavía con medio cóctel en la mano—. Vosotros no sé, pero yo no estoy seguro de querer pasar la noche aquí. Soy hombre de ciudad, ¿sabéis? Los sitios como éste me ponen nervioso. —Bah, ¿cuál es el problema? —dijo Carlinsky—. ¿No puedes dormir sin el ruido del tráfico? —Echará de menos las cucarachas —comentó Ellie. —Acércate y siéntate con nosotros.
Carlinsky dio unas palmadas a la cama. Apenas había sitio para otra persona más. Weingast vaciló. —Bueno, no creo que el viejo George se ponga muy contento si su cama se viene abajo… Creo que iré a echar una mirada al desván, si es que puedo subir esa escalera. He oído decir que vale la pena verlo. En fin, chicos, será mejor que cuidéis vuestros modales. Nuestra estimada anfitriona está subiendo la escalera… —miró hacia atrás por encima del hombro—, acompañada, creo, por su séquito real. Y ciertamente, el murmullo de voces se hizo más fuerte. Phyllis estaba dirigiendo el prometido recorrido por la casa. Al principio los invitados habían ido en tropel detrás de ella igual que una columna de obedientes colegiales, todos boquiabiertos al ver las diversas habitaciones que constituían la planta baja: el recibidor y la despensa, la biblioteca con muros de repletas estanterías interrumpidas solamente por una serie de ventanas, la cocina con las originales vigas de roble y ganchos de carnicería de hierro forjado todavía colgados de ellas, el comedor, las bodegas y el fragante cobertizo lleno de macetas que conducía al invernadero… Pero treinta adultos, embriagados para colmo, eran un grupo difícil de mantener unido. Se diseminaron por los pasillos desviados por viejos mapas, se rezagaron y volvieron al salón para llenar de nuevo los vasos… Finalmente Phyllis se resignó y los animó a vagar por donde quisieran. —Pero preocuparos de que Walter no se caiga por la escalera —les había dicho, haciendo un guiño al aludido—. ¡Parece tan borracho que puede partirse el cuello! Y, ah, a propósito, sé que casi todo es chatarra, pero no rompáis nada tan pronto, por favor. ¡Esperad a que hayamos vivido aquí un poco más! Por lo demás, podéis divertiros por la casa y, supongo, por el terreno… si es que alguien tiene ganas de salir con este tiempo. — Miró inciertamente hacia la ventana. —¿Qué pasa? —dijo Herb—. ¿No se puede entrar en los cuartos de baño? Phyllis se echó a reír.
—Si os vais a marear, preferiría que «lo» hicierais afuera, encima de las hojas muertas, y no en mi bonita alfombra nueva. Casi todas las mujeres habían vuelto inmediatamente a la cocina para maravillarse de nuevo de la mesa de arce y la vieja cocina de gas de hierro fraguado con un hondo compartimiento para hacer pan. Otras habían subido al piso de arriba, y un reducido grupo de varones fue derecho a la angosta escalera del desván, prometiendo «trabajar desde el principio». Phyllis avanzaba en ese momento por el pasillo del piso de arriba, acompañada por las invitadas más fieles, entre ellas Cissy Hawkins, que la seguía como una niña temerosa de perderse. —¡Caramba! —estaba diciendo Cissy—. ¡Los escalones de estas casas antiguas son muy empinados! —Quedó rezagada cerca del final de la escalera, jadeante—. ¿Cómo te va a ti, Phyl? —Recuerda, ya hace seis semanas que vivo aquí. —Sonrió a las otras que aún se hallaban en la escalera. Janet Mulholland se encontraba en el rellano, respirando con cierta dificultad y agarrada a la barandilla—. Francamente, chicas, esto hace milagros con la silueta. Janet la miró con una pizca de malicia antes de seguir subiendo. —No tenía ni idea de que estuviera en tan mala forma —murmuró—. ¡No había estado tan sofocada desde que se estropeó el ascensor! Pero Phyllis estaba ya en el pasillo camino de su dormitorio, mostrando los tapices de las paredes a Cissy y las demás. —Éste tuvimos que arreglarlo —estaba diciendo—. ¿Lo veis? Aquí, en la esquina, junto al borde. Encargamos la restauración a una tiendecilla de New Haven. Cobran muy barato. —¡Santo Dios! ¿Qué es eso? —preguntó Cissy—. Supongo que la parte verde deben de ser hojas, pero… ¿y ese grupo del centro? ¿Caras? —Caras de animales, sí. Pero están tan descoloridas que casi no las veréis. El hombre de la tienda dijo que era un diseño de Oriente Medio. — Phyllis se volvió y dirigió la palabra al grupo del pasillo—. Escuchad, hay dos clases de tapices: los grutescos y los arabescos. Los arabescos sólo tienen hojas y flores, pero éste es grutesco: hay animales entremezclados.
Ellie se hallaba en la entrada del dormitorio cuando volvió la cabeza hacia Frances. —Francamente, ¿no es demasiado? —musitó—. Escúchala, haciendo alarde de sus nuevos conocimientos para impresionar a las masas. —Igual que en el libro, ¿no? —estaba diciendo Cissy—. Fábulas de lo grotesco y lo arabesco. —¿Ah, sí? —preguntó Phyllis—. ¿Qué libro? —Se acercó al siguiente tapiz. Estaba torcido, y lo arregló—. Éste se halla en mejor estado. ¿Veis? Un ciervo y un oso, creo. George quiere que lo tasen. Frances salió del dormitorio. —A propósito, ¿dónde está él? —preguntó. —Oh, seguramente abajo. —Lo he visto entrar en el lavabo que hay al final del pasillo —dijo Weingast. Arrastró los pies hacia la escalera del desván y su bebida chapoteó en el vaso—. El viejo parecía un poco indispuesto. Demasiado de esto. —Alzó el vaso—. ¿Alguien se atreve a acompañarme? —¿Al ático? —preguntó Carlinsky. Se levantó de la cama con un gruñido (y un ligero empujón de su novia)—. Algunos ya están allí merodeando, creo. Siguió a Weingast escalera arriba, arrastrando detrás a su acompañante. —Santo Dios, Phyl, ¿pretendes decir que tienes dos cuartos de baño aquí arriba? —preguntó Cissy. Phyllis asintió modestamente. —Y dos abajo. Detrás de ellas se oyó un jadeo. —¡Oh, estas cosas son encantadoras! —Janet había conseguido subir la escalera, y estaba examinando las figurillas que había en una repisa junto al cuarto de los huéspedes—. ¡Las expresiones de estas caritas son preciosas! Son de porcelana, ¿verdad? —Eso creo. ¿Habéis visto las que hay dentro? La siguieron al cuarto de los huéspedes, una de cuyas paredes estaba llena de repisas ornamentales. —¡Eh, vaya colección!
Phyllis se limitó a sonreír. —¡Lo que faltaba! —dijo riendo Ellie—. ¿Cómo nombras estas cosas? ¿Chucherías, fruslerías, como-se-llamen o…, eh…, veamos, qué te parece chismes? —¡Sencillamente antigüedades, me conformo con eso! —Jesús, hacía años que no veía uno de éstos. Ellie cogió un pequeño globo de vidrio con una escena invernal en el interior: al agitarlo, remolineaba la nieve formando una ventisca en miniatura. El globo contiguo al anterior contenía un brillante escarabajo negro, y el siguiente un minúsculo ramillete de flores secas: crisantemos, margaritas amarillas, incluso un diminuto cardo, todos los colores del otoño. Walter y Joyce Applebaum entraron cogidos del brazo. Mientras ella se reunía con las otras mujeres ante las repisas, él se apoyó en la pared y cerró los ojos, como si quisiera aislarse de la habitación repleta de féminas. Estaba claramente ebrio. —Estos objetos deben de valer una fortuna —dijo Janet mientras examinaba la figurilla de un duende tallado en caoba—. No se ven cosas como ésta todos los días. Y apuesto a que las de abajo costarán doscientos dólares, al menos en Nueva York —indicó un estante con antiguos bancos de hierro forjado, perros, elefantes, un cazador y un oso, un payaso con un aro… Phyllis se encogió de hombros. —Algunas cosas son bastante valiosas, cierto, pero casi todo es pura chatarra. George no ha encontrado tiempo para tirarlo. —Apartó dos pequeñas tallas de piedra (cabezas totémicas de basalto californiano) y cogió un candelero de cerámica gris en forma de gárgola; la velita negra parecía brotar de entre las alas de la criatura—. Esto, por ejemplo. Parece antiguo, ¿no? —Medieval. —Sí, pero toca. —Entregó el objeto a Janet—. ¿Lo ves? Ligero como una pluma. Es algún souvenir barato hecho de yeso. Francés, muy
apropiado. Vimos muchos iguales cuando estuvimos en París el año pasado. Los venden en Notre Dame por siete u ocho francos. Cissy estaba desilusionada. —Bien, tal vez no sea exactamente inestimable —dijo—, pero no hay duda de que tienes suficiente material para abrir una tienda de antigüedades. —¡Tres tiendas! —dijo Frances. Phyllis se echó a reír. —Esto no es nada. ¡Esperad a ver el desván! —¿Qué? ¿Más? ¿Dónde habéis comprado todo esto? —No lo olvides, no lo adquirimos nosotros. Fue el hombre que vendió la casa a George. Aquel lunático. —Bien, tal vez fuera un lunático, pero ciertamente tenía buen gusto — observó Joyce mientras estudiaba un grupo de grabados situado en la pared, junto a la ventana: una serie de ilustraciones para libros obra de Doré, Rackham y otros. Un bosquejo a pluma de una iglesia escocesa mostraba algo parecido a la gárgola de Notre Dame, aunque con las alas sustituidas por correosos tentáculos—. Ecléctico, por lo menos. ¿Cómo era el hombre? —Ni idea —dijo Phyllis—. No llegué a conocerlo, gracias a Dios. George no me lo permitió. Sé que era enormemente desagradable. —¿Cuál era el problema? —preguntó Frances. Estaba sacando el cajón de una mesita rinconera. El interior había sido limpiado recientemente, y estaba vacío—. ¿Desvariaba, veía hombrecillos verdes? —Tal vez. Es muy posible. Lo único que sé es que tenía hábitos poco aseados. Esta casa apestaba como una cloaca la primera vez que la vi. Y no estaba arreglada así, creedme. Era un revoltijo. —¿Qué, la casa entera? —Casi no se podía pasar, debido a los trastos viejos. —No, me refiero al olor. ¿Estaba por todas partes? Phyllis hizo una pausa para correr las cortinas e impedir el paso a la noche. —Por todas las habitaciones. Por eso tardamos tanto tiempo en mudarnos. Primero intentamos airear la casa, pero no dio resultado. Luego
llamamos a los expertos para que la fumigaran. Y creedme, esa gente te cobra un ojo de la cara. George casi tuvo un ataque. —Lo único que sé yo es que ahora huele bien —dijo Cissy con excesiva rapidez—. De verdad, Phyl, has hecho un maravilloso trabajo de limpieza. —Bien, en realidad el mérito no es mío. Puedes contratar a personas para trabajos como ése. Estas chimeneas fueron la peor parte, lo sé. Estaban llenas de polvo y cenizas. Me alegra no tener que depender de ellas cuando llegue el invierno. ¡Imaginaos, una en cada habitación! —Hasta en la cocina —dijo suspirando Joyce—. Oh, Waltie, si tan sólo pudiéramos construir una en la cocina…, aunque fuera falsa… ¿No sería bonito? Su esposo abrió los ojos. Los tenía inyectados de sangre. —Sí —dijo—, haríamos furor en Scarsdale. Desvió la mirada. —¿Por qué no os conformáis con los ganchos? —preguntó Frances. —¿Te refieres a esos ganchos del techo? —Claro, no pueden costar mucho. ¡Y Walter podría colgar salami en ellos! —Pero no tenemos vigas para colgar los ganchos. —Obviamente, pues —intervino Phyllis—, lo que hay que hacer es que George te busque una casa como ésta, con vigas y todo lo demás. —Eso es lo que estoy repitiendo a todos —gimió Walter. Phyllis no le prestó atención. —Vamos, permitidme que os enseñe nuestro dormitorio. Hay más chatarra allí. La siguieron por el pasillo, y todas las mujeres que aún no habían visto la cama de bronce padecieron los convenientes y predecibles jadeos de placer. —Oh, ¿dónde la conseguiste? —quiso saber Janet—. No pretenderás decirme que iba incluida también con la casa. —¿Dónde, si no? —repuso Phyllis, radiante. —Chica, el antiguo propietario debía de vivir muy bien aquí. ¿Qué pasó, murió su esposa y él se hundió por completo?
—Naturalmente no lo sé —dijo Phyllis—. Dudo que estuviera casado siquiera. Los ojos de Janet se abrieron mucho. —¿Quieres decir que vivía solo aquí? ¿En esta enorme casa? Phyllis se encogió de hombros. —Ya os he dicho que estaba loco. Tal vez tuviera un perro o algo así para hacerle compañía, no estoy segura. Creo que George mencionó una mascota. Los muelles de la cama crujieron en el momento en que Walter se dejó caer pesadamente en el colchón. Se tumbó de espaldas, aunque con el cuidado suficiente para mantener los zapatos fuera del centón. —Bien, yo diría que ese tipo sabía vivir. —Tras un prolongado bostezo, se echó como si estuviera preparado para dormir—. Quiero decir que esta casa es confortable. Un poco expuesta a corrientes de aire, pero confortable. Cerró los ojos y pareció dormitar. Joyce se excusó con una mirada a la anfitriona. —Siempre se pone así después de una semana dura. ¿Alguien quiere ayudarme a sacarlo de aquí? —No-no-no, déjalo tranquilo. Que eche una cabezada. Tal como ha dicho él, es una cama confortable. —Phyllis se enorgullecía de su tacto—. Lo extraño es que el hombre que nos vendió la casa ni siquiera usaba esta cama. Dormía en un catre. —¡Estás de broma! —¿Solamente un catre? —Exacto. Francamente, algunos solteros viven de una forma… — Phyllis meneó la cabeza—. George encontró esta cama de bronce en el desván, debajo de un montón de trastos. La abrillantamos y compramos un colchón nuevo. Pero de todas maneras no está tan bien conservada. ¿Veis? —Señaló las patas metálicas; parecían mordisqueadas—. Creo que se estropeó un poco allá arriba. En el pasillo se oyó el sonido de pesados pies sobre madera, y voces. Herb asomó la cabeza por la puerta y parpadeó, deslumbrado por la luz. —Perdón, señoras. ¿Está mi esposa aquí?
—Tammie está abajo. —¡Eh, Walt! ¡Walt! —Harold Lazarus irrumpió en la habitación apartando a empujones a los demás—. Despierta, muchacho, tienes que subir a ver el desván. Tiró de los tobillos de Walter. —Cariño, vamos, déjalo en paz. Está echando una cabezada. —Frances rodeó con el brazo la cintura de Harold—. Vamos abajo. Quiero otro refresco. —¿Es tan bonito el desván? —preguntó Cissy. —¡Es fabuloso! —dijo Harold mientras se soltaba del brazo de su esposa—. Hay montones de revistas, algunos almanaques extravagantes, cartas estelares, cuchillos antiguos, un sillón de barbero, juguetes… Casi todo está muy oxidado, pero deberíais ver las revistas. Un siglo de antigüedad, algunas. Phyllis arrugó la frente. —Casi me olvido de eso. Cuando limpiamos la casa, dejamos el desván para otro día. Metimos todos los trastos allí, todo lo que no nos servía. Algún día lo repasaremos de punta a punta…, en cuanto haga más calor. Tal como está, un incendio sería terrible, con tanto papel… —Eh, no tiréis esas revistas —dijo Harold—. Podrían valer algo. Unos cuantos dólares, por lo menos. Phyllis meneó la cabeza. —Es un nido de ratas ese desván. Como algo ideado por los hermanos Collier. —¡De eso no hay duda! —exclamó Harold. Fred Weingast entró en la habitación, con el vaso vacío ya. —Eh, vaya jungla tienes ahí, Phyl. Un montón de juguetes antiguos, cosas en jarros, viejos uniformes… Dios, no creía volver a ver una de esas chaquetas del ejército, las que llevan broches en los bolsillos… Hay hasta un maniquí de unos grandes almacenes, escondido en un rincón, bastante destrozado, pero infernalmente espantoso. —Se echó a reír—. ¡Estaba sin ropa! ¡Herb pensó que habíamos encontrado un cadáver!
—Vamos, Frannie, subamos. —Harold tiró del brazo de su esposa—. Quiero enseñarte esas revistas antiguas. Hay anuncios de ropa femenina, y algunos son muy cómicos. —Oh, cariño, estoy muy cansada, y esos escalones parecen tan empinados… ¿No podrías bajar algunas revistas? Miró a Phyllis en busca de ayuda. —En realidad no vale la pena subir —convino Phyllis—. El desván no está aislado, y se pone francamente helado en esta época del año. En especial de noche. —Ella tiene razón, ¿sabes? —dijo Weingast mientras se pasaba el vacío vaso de una mano a otra—. Puedes ver tu aliento, incluso eso. Creo que yo volveré a bajar para servirme… algo que me caliente. —Se volvió para mirar el pasillo—. De todas formas, creo que mi mujer está abajo. Harold se mostró desilusionado mientras los demás salían en fila detrás de Weingast. Contempló a su amigo. Walter yacía tumbado de cualquier modo en la cama, roncando con suavidad igual que un enorme animal en plena hibernación. Harold le propinó un par de ineficaces codazos. —Ah, demonios —dijo, y se fue con los demás a la planta baja.
George estaba sentado en el cuarto de baño, agazapado como un animalillo perseguido. Percibía claramente las apagadas voces que traspasaban la puerta, interrumpidas de vez en cuando por los tonos más estrepitosos de las parejas que pasaban por el pasillo al otro lado del cuarto de aseo. Se inclinó, a la espera de que cesaran los retortijones. Si contenía la respiración y aguzaba el oído podía captar algunas palabras ocasionalmente: —… puedo hacerme con la opción, pero ellos no… Ése debía ser Faschman, acompañado casi con toda seguridad por Sid Gerdts. Silencio durante un rato. Pasos arriba, en el desván. Luego susurros, femeninos. —No, espera, no entres. —Sólo…
—No, creo que hay alguien dentro. Las voces se alejaron. George suspiró y observó las baldosas del suelo, ansiando tener algo que leer. En contra de los deseos de Phyllis siempre dejaba algunas revistas en el cuarto de baño que estaba cerca de la escalera, pero ése estaba ocupado. Y el que ocupaba ahora, delante mismo del cuarto de los huéspedes, continuaba relativamente vacío, aparte de los estantes de plástico negro y la jabonera, todo ello lustroso y afilado, que su esposa había puesto por la mañana. El jabón estaba fundiéndose ya como hielo en un charquito de agua sucia. Y las toallas negras para los invitados, también idea de Phyllis, con rígidos bordes de encaje, yacían empapadas en el suelo o dejadas torpemente en la percha. La casa no era habitable todavía. Pese a todo, cualquier deficiencia era preferible a la mugre en la que él había encontrado la casa. Naturalmente fue lo esperado, después de ver los lunares de piel seca en los labios del individuo y aquella mancha en sus pantalones. Un ermitaño, así lo llamaban, para usar un término educado. Ojos de mago, decían. Quizá la gente de la localidad lo considerara pintoresco. Pero George aún recordaba los calcetines en el tocador, la porquería acumulada bajo el fregadero y el hedor a carne podrida. Y las amenazas… Notó que sus intestinos se revolvían y se encogió. ¿Cuándo acabaría eso? Las baldosas parecían formar un dibujo, pero el dolor impacientaba a George. Un rectángulo rojo en la parte superior izquierda de todos los cuadrados, no, uno sí y otro no, y en la siguiente hilera el dibujo se invertía, de modo que… Pero cerca de la puerta la norma variaba. Automáticamente maldijo a los antiguos y anónimos constructores de la casa, antes de recordar que él mismo había ordenado cambiar las baldosas con anterioridad al traslado. Sin embargo, habían conservado los accesorios originales. Reforzaba el ambiente. La bañera incluso tenía patas, como en las viejas películas, que a George le recordaban gruesas, rechonchas garras. Uno, dos, tres… Perdió la cuenta y empezó otra vez. Sí, había cinco dedos en cada zarpa. Ya no construían bañeras como ésa. Con el tamaño suficiente para toda una
familia, además, y no porque el primer propietario hubiera necesitado tanto espacio. Olía como si no se hubiera bañado desde hacía años. Una risa femenina resonó en el pasillo, y después la voz baja y ansiosa de un hombre, quizá explicando un chiste. ¡Maldición, se había perdido toda la fiesta de esa guisa! Buscó algo para pasar el tiempo, sacó el billetero y lo revisó. Las tarjetas de identidad le indicaron que él era George W. Kurtz, las tarjetas de crédito explicaban las limitaciones en menudas letras azules… Qué aburrimiento. Contó dinero. —¿George? —Phyllis llamó a la puerta—. ¿Estás ahí? —Sí —gruñó él—. Ahora mismo salgo. —¿Estás bien, cielo? —Sí, estoy perfectamente. Ahora mismo salgo. —¿Quieres que te traiga algo? —He dicho que estoy perfectamente. Phyllis pareció alejarse y retroceder un momento después. Su voz sonó muy cerca de la puerta. —Todos vamos a ir abajo. Pero Walt está dormido en la cama. No lo despiertes. —Mmm. —¿Has dicho algo, cielo? Tras contener la respiración, George oyó el aliento de su esposa al otro lado de la puerta. Phyllis se detuvo como si quisiera añadir algo, y finalmente se marchó. En el silencio que siguió George se preguntó qué le pasaba. Algo que había comido, quizá. ¿Las gambas de la noche pasada? Pero no, eso había sido dos noches antes, y apenas había probado bocado en todo el día. Tal vez no aguantaba el alcohol. No obstante, el dolor parecía miedo. ¿Qué temía? Siempre le pasaba lo mismo: notaba tensión en la boca del estómago, y sólo después se esforzaba en diferenciar los pensamientos que la habían causado. Primero el efecto, luego la causa…, como si su mente albergara muchos niveles inexplorados, misterios y más misterios, de tal modo que él no conocía el contenido hasta que su estómago se lo indicaba.
Nervios, era obvio, por el éxito de la fiesta. La ruina de todos los anfitriones, en particular de una celebración tan impresionante como ésta. Sin embargo, George no había creído estar tan preocupado… Una explicación insatisfactoria…, pero de pronto el dolor desapareció. Se arregló y salió al pasillo, y observó a Walter al pasar junto al dormitorio. El rostro apoyado en la colcha tenía un aspecto rojizo e hinchado, igual que el de un niño que ha ido a la cama berreando. George ajustó la puerta del desván, para impedir el paso del frío, y se dirigió a la planta baja.
—Supongo que papel y lápiz es inaceptable… —Sí, claro, si es que no lo entiendo mal. Suéltele una mano y agarrará las vendas. Déle un lápiz y se sacará los ojos. No pongo nada al alcance de esta gente, no después de lo que he visto. El médico suspiró. —Es muy frustrante, debe admitirlo. Un caso perfecto de suicida depresivo, listo para terapia, y él no puede hablar. —Contempló al hombre echado en la cama; éste le devolvió la mirada—. Tal vez cuando la garganta esté curada, si lo mantenemos sujeto… —A veces habla conmigo. —¿Cómo? ¿Dice que habla…? —Bueno, no, no exactamente. Me refiero a que golpea la pared con el pie, ¿comprende? Como cuando quiere que yo lo ayude a darse la vuelta. El otro hombre meneó la cabeza. —Me temo que eso difícilmente es auténtica comunicación. Una respuesta sí-no, tal vez, pero totalmente inútil para nuestras exigencias. No, creo que tendremos que aguardar uno o dos meses, y entonces… —Oh, él no dice sí o no solamente. Con los golpes deletrea palabras enteras. Mire, tenemos este código. —Extrajo de su bolsillo un arrugado trozo de papel—. A es un golpe; B, dos… Funciona así. —Y para decir una palabra como «zoo» haría falta toda la noche. No, gracias. —El médico consultó su reloj de pulsera—. De momento, algún medicamento…
—No, no lo entiende. Mire, Z son dos golpes y otros seis después. Veintiséis, ¿comprende? Y O sería… —Examinó el papel—. Sería uno y luego cinco. Bastante ingenioso, ¿no? —De todas formas haría falta la noche entera, y debo preocuparme de otros treinta pacientes. —Consultó de nuevo su reloj—. Y visitas antes de acostarme. No, creo que deberá continuar con toracina, y voy a recetar veinticinco miligramos de tofranil. Probaremos con eso durante algún tiempo… El médico se alejó por el pasillo mientras garabateaba en su libreta de notas. El enfermero permaneció en la entrada de la habitación, con los ojos fijos en el hombre acostado. Éste le devolvió la mirada.
En el salón, Herb Rosenzweig intentaba organizar un juego. Las caras se volvieron con la entrada de George. —Te echábamos de menos, George. ¡Creíamos que habías caído en la taza! George esbozó una tímida sonrisa y se dirigió al bar, tanto halagado como irritado por el hecho de que hubieran reparado en su ausencia. ¿No podía apañarse sola esa gente? No era como si no se conocieran unos a otros. —¡Herb pensaba que te había devorado un oso! —Eso les he dicho, George. George se alzó de hombros. —Mala suerte. ¡Creo que eso fue lo que comí hoy! En medio de las risas, Phyllis tuvo que gritar para hacerse oír. —¡Vaya, no les metas ideas raras en la cabeza o ninguno acabará la tarta rellena! ¡He pasado el día entero haciéndola! —Señaló los platos con canapés que había junto al bar—. ¡Y vosotros, no habéis probado los embutidos! Se estropearán en el frigorífico si nadie los come. Algunos invitados, avergonzados, se deslizaron hacia los platos.
—¡Vamos a conocer nuestra suerte, George! —gritó Cissy al otro lado del salón—. ¡Estás a tiempo! ¡Herb tiene cartas! —Una baraja de Tarot —dijo Herb, subrayando la t final—. La he encontrado en vuestro desván, en uno de los baúles. —Mostró una caja de cartas de color verde decorada con dibujos a pluma y las palabras Grand Etteilla—. Quería ver cómo son las cartas —explicó—. Espero que no te importará. No creo que alguien haya abierto la caja anteriormente. —¿Sabes usarlas? —Hay un folleto de instrucciones dentro. El único problema es que está en francés. —Yo estoy un poco oxidado —estaba diciendo George, pero Milton lo interrumpió. —Ellie es un as del francés. Dios, deberíais haberla visto allí, el verano pasado. Pensaban que era nativa. —Agarró el folleto de las manos de Herb y lo entregó a su esposa—. Adelante, ¿qué dice? —Oh, esto es fácil —repuso ella—. «Manière de Tirer le Grand Etteilla ou Tarots Egyptiens, Composé de Soixante-dix-huit Cartes Illustrées». Bueno, cualquiera puede entenderlo, ¿no? —Algo sobre cartas egipcias —dijo Frances. —¿Dice cómo hay que echarlas? —preguntó Herb. Ellie hojeó el folleto. —Hum, no hay dibujos. Muy sencillo. Pero hay algo delante. «Para usar las cartas es preciso en primer lugar que la persona que…». —Hizo una pausa en la lectura—. Ah, ya entiendo. La persona cuya suerte va a saberse debe coger las cartas con la mano izquierda. —¿De quién vamos a saber la suerte? —preguntó George, sin excesivo interés. Cualquier cosa, no obstante, con tal de divertir a los invitados… Herb hizo un gesto de indiferencia. —Podemos probar con Tammie, si ella quiere. ¿Explica cómo hay que extenderlas? —Ojalá me acordara de cómo lo hacía Joan Blondell en El callejón de las almas perdidas —dijo Ellie—. Lo único que recuerdo es que ella
siempre sacaba la carta de la muerte a Tyrone Power. —El Ahorcado —dijo Cissy, con una nerviosa risita. —Hum, es cierto. Bien, veamos. —Ellie se concentró en el folleto—. Oh, chica, es tan complicado… No sé si vale la pena. Tardaremos media hora en empezar. —Oh, olvídalo, pues —dijo Herb, que ya estaba buscando otros juegos. Tammie le puso un brazo en los hombros. —A partir de ahora nos conformaremos con galletitas de la fortuna. George vio que el grupo se dispersaba alrededor de él, se disolvía en grupitos de conversación, pero Phyllis insistió en jugar. —¿Por qué no lo hacemos con un método rápido? Todos cogemos una carta, y ésa será nuestra suerte. Venga, dame, yo barajaré. Por respeto a la tradición dio un golpe al mazo, y las cartas fueron debidamente repartidas entre los invitados hasta que todos tuvieron una. —¡Me siento como si estuviéramos a punto de jugar al bingo! —dijo Fred Weingast mientras examinaba su carta—. Bueno, ¿qué es esto? Es el tres de algo, lo sé, pero ¿de qué? ¿Platos para comer? Harold miró por encima del hombro. —Esa carta es… ¡el Tres de Platos para Comer! —A mí me parecen monedas —opinó la esposa de Weingast. Ellie estaba repasando el folleto. —No —dijo—, son Pentáculos. ¿Entendéis? Estrellas de cinco puntas dentro de los círculos. —¿Qué se supone que significan? —Veamos. Ajá, aquí va. —Miró a Weingast y sonrió misteriosamente. Luego continuó con el texto—. «Una persona noble y distinguida…». —¡Eh, ese soy yo a la perfección! —exclamó Weingast. Ellie esperó a que cesaran las risas y prosiguió. —Lo siento, pandilla, pero lo habéis entendido mal. Escuchad. «Una persona noble y distinguida precisa plata… eh, dinero…, y usted tendrá que prestárselo». De inmediato, y previsiblemente, Harold se acercó y le dio unas palmadas en la espalda.
—Fred, viejo camarada, ¿qué me dices? Aún quedaban varios párrafos por leer, pero el chiste había obrado efecto. Ellie miró a los demás. —Bien, chicos, ¿quién va ahora? Haciendo caso omiso de los vacilantes gritos de «Yo-yo-yo-yo», Ellie cogió la carta de Frances. Una manchada litografía mostraba un niño rubio que sostenía un cáliz de oro; el fondo era pastoral, con montañas color verde oscuro y una cascada. —Oh, una carta de figura —dijo Ellie—. Tal vez signifique que es importante. —Forzó la vista para leer el texto—. Al parecer es el Paje de Cálices. Algo así como la J de Diamantes, supongo. «Tenga confianza plena», dice, plena confianza, «en el jovencito rubio que vos ofrece…, que le ofrece sus servicios». Vaya, Frannie ¿a quién conoces que sea rubio? Harold respondió por ella. —¡Maldición, apuesto a que es aquel repartidor! Hizo una gran actuación fingiéndose el marido cornudo, broma que todos excepto Frances encontraron divertida. —Ahora la de Phyllis —sugirió alguien. —Sí, venga, la de Phyllis. Los demás repitieron la cantinela. Phyllis se retorció igual que una niña obligada a decir unas palabras en un cumpleaños. —No —dijo, sonriendo nerviosamente—, de verdad, no quiero saber mi suerte. Siempre creo en las cartas, y siempre son malas. —Ocultó el naipe a la espalda—. Lee antes la de George. Ellie se encogió de hombros. —De acuerdo, pues, déjame verla. Extendió la mano. —Pero si yo no tengo carta —dijo George. —Demasiado atareado con su papel de anfitrión perfecto —observó Milton. Cogió la baraja—. Vamos, quedan más de la mitad de cartas. Coge una. —Cierra los ojos primero —añadió Herb.
George suspiró. —De acuerdo, de acuerdo. Pero lo repito, los invitados deberían tener preferencia. —Cogió las cartas que tendía Milton y las barajó con los ojos cerrados. Cogió una del centro del mazo y la miró—. ¡Dios santo! —Volvió a meterla en la baraja y siguió barajando. —¡Eh! —exclamó Ellie—. Lo he visto. Muy mal. ¡Has hecho trampa! —Tiene derecho —dijo Bernie—. Es decir, ésta es su casa, ¿no? Los otros invitados habían perdido interés por cualquier suerte que no fuera la suya. Algunos habían ido al bar. Pero Ellie no desistió. —Apuesto a que él tenía el Ahorcado. ¿Me equivoco, George? ¿Igual que en la película? —Igual que en la película —dijo George, con los ojos cerrados—. Toma, léeme ésta. Sacó una carta y la entregó a Ellie. —El Ocho de Varas —dijo ella—. «Aprenda un oficio o profesión. Empleo o misión inminente. Habilidad en asuntos…, en asuntos materiales». Me temo que es una suerte muy general. —Bien, no está tan desencaminada —observó Milton—. George es un experto en asuntos materiales. Herb se alzó de hombros. —Sí, igual que todos. Quiero decir que estas cosas pueden aplicarse a cualquiera de los presentes. En realidad no es mejor que la columna del News. Ya me entendéis, La profecía del astrólogo o algo por el estilo. Mi secretaria vive de eso. George se había alejado de ellos. Se hallaba ante una de las ventanas, contemplando la noche, intentando ocultar su dolor de estómago. A causa de la iluminación interior era difícil ver bien, pero se oían los ruidos de las hojas muertas al chocar contra el vidrio. George oyó también a algunas invitadas que chillaban al ver la carta de Phyllis, los Amantes, y pensó en el naipe que él había cogido y devuelto precipitadamente al mazo nada más verlo: una amorfa masa gris, igual que el lomo de un animal enorme, como iluminada por la luna. Le había parecido inquietantemente conocida. Entre la confusión de voces el recuerdo estaba perdiéndose ya, pero no la
inquietud que había suscitado, una vaga, semioculta sensación de culpa… George vio con sobresalto un reflejo en la ventana, el salvaje sesgo de sus labios. Se alisó el cabello, sonrió, y volvió con los invitados. La entropía había sobrevenido. Todos los jugadores excepto unos pocos se habían cansado del Tarot y de nuevo habían formado grupos más reducidos. Los más aburridos se deslizaron hacia el bar igual que el sedimento se desliza hacia el fondo del estanque. Sidney Gerdts estaba dando la tabarra a los Goodhue y a los Fitzgerald (la caída del dólar, o quizás el aumento de la delincuencia) y Phyllis se esforzaba en que Paul Strauss dirigiera la palabra a la pobre Cissy Hawkins. Fred Weingast estaba sirviéndose otra copa. Cerca de un rincón Herb y Milton ocupaban el sofá para comparar las hazañas de sus hijos. Otros habían ido a la biblioteca o a la cocina. De momento todos parecían ocupados. George pasó entre ellos sin que lo vieran, camino del cuarto de aseo.
—Nunca lo había visto así —estaba diciendo Herb—. Se ha mostrado muy evasivo. Normalmente se jactará de un buen negocio hasta que te hartes de oírlo, pero esta vez se ha hecho el modesto conmigo. Noté algo raro nada más llegar. —Te refieres a ese comentario, «pura suerte, supongo», ¿no? ¡Dios, qué estupidez! Milton meneó la cabeza. —Sí, lo único que sabe decir es que el tipo estaba cada vez más chiflado y le vendió la casa por cuatro cuartos. —¿Eso te ha dicho? —Exacto. Pero, bueno, tú pareces saber algo más sobre lo que pasó realmente. Milton bajó los ojos hacia el vaso y vio cómo los cubitos encogían y cambiaban de forma. —Bien, no sé tanto. —Oh, vamos. Me han dicho que has estado agobiándolo toda la noche. —Tal vez se me ha pasado un poco la borrachera desde entonces.
—Oh, demonios, sabes que guardaré el secreto. Milton contempló el rostro de Herb, y vio los interminables cócteles en fiestas cuyo coste iba a la cuenta de gastos generales, las cotidianas traiciones con el disfraz de la buena amistad. Herb podía idear toda una novela con aquello. —¿Qué me dices? —Bueno… —Milton vio que George recorría furtivamente el salón y se dirigía a la escalera—. De acuerdo, ¿por qué no?
Arriba, en el dormitorio, Walter dormía irregularmente. Una tabla del piso crujió al otro lado de la puerta (George que recorría el pasillo) y fue imitada por la enorme rama de un olmo más allá de la ventana. Walter dio media vuelta pesadamente, hundió la cara en la almohada y siguió durmiendo, con una mano aferrada a una arruga de la colcha como si empuñara un volante.
Las mujeres del sofá se habían puesto a comentar los precios de los productos alimenticios y Tammie estaba aburrida. Fiestas como ésa le recordaban que prefería la compañía masculina. —Estoy segura de que son mejores para ti —estaba diciendo Janet Mulholland—, pero los precios que cobran en esas tiendas de alimentos dietéticos son abusivos. Tammie buscó a su esposo con la mirada; él se hallaba en un rincón, junto a la ventana, hablando con Milt Brackman. Dentro de poco intercambiarían chistes verdes. Había una mesa de bridge cerca del bar, repleta de platos y tenedores de plástico. El corpulento Mike Carlinsky estaba inclinado sobre la mesa, enseñando algo a su novia…, ¿cómo se llamaba ella?…, Gail. —¿Quieres conocer tu suerte? —Mike sonrió cuando Tammie se acercó. Gail la miró con frialdad—. Según esto, voy a tener cinco hijos, pero Gail
sólo tendrá dos. —Sonriente, señaló una hoja del abierto folleto, pero Tammie no sabía una palabra de francés—. ¿Todavía tienes tu carta? La caja verde se encontraba junto a una fuente despojada de canapés, y las cartas de Tarot yacían amontonadas de cualquier modo tal como las habían dejado los invitados. La carta de encima mostraba una torre de piedra que se desmoronaba al ser alcanzada por un rayo. En el fondo, el mar bramaba con furia. —No, dejé la mía en la caja. Tenía demasiadas personas delante de mí. Pero veamos, creo que podré localizarla. Separó las cartas, sabedora de que los ojos de Mike estaban fijos en ella. Seguramente Carlinsky debía de estar decidiendo si ella llevaba sostenes o no. —Eh, mirad esto —dijo Tammie al encontrar la ilustración de una majestuosa mujer—. ¡Esta carta me gusta más que la mía! ¿Qué significa? —La Reina de Dagas —repuso Gail—. Pero no está permitido elegir. No puedes coger la carta más bonita y decir que la quieres. Miró cautelosamente a su novio. Mike estaba ya hojeando el folleto. —La Reina de Dagas, ¿eh? Parece peligroso. —Se detuvo y leyó en silencio, moviendo los labios—. Algo sobre la vejez, creo. Tammie se puso rígida. —Vieja es vielle, ¿no? —Mike vio que Tammie no sonreía, y también su sonrisa desapareció—. Pero al parecer la carta significa una cosa derecha y otra al revés. —Estaba derecha, ¿verdad? —dijo Gail. —Al revés —continuó Mike— significa que la mujer tiraniza a su marido. ¡Hum! ¡Pobre Herb! Y yo que siempre había creído que era él el que llevaba los pantalones. Tammie rió forzadamente. —¡Oh, hago que se lo crea, eso es todo! —Observó a su esposo, todavía enfrascado en su conversación con Milton—. Ahora quiero encontrar la carta que cogí.
Examinó la baraja. Muchas cartas no tenían nada aparte de grupos de símbolos (siete cálices, cuatro pentagramas, una serie de objetos alargados), cosa que le hizo recordar su baraja para jugar a la canasta. Pero algunas tenían ilustraciones a todo color, incluso arquetipos reconocibles. —Ésta es bonita. Una carroza, supongo. ¡Uf! Aquí está la Muerte. —El esqueleto se apoyaba con naturalidad en la guadaña—. Creía que el Ahorcado era la carta de la muerte. —Creo que no —dijo Gail—. ¿Ves? Aquí está. —Puso la carta al revés, de tal modo que la figura mirara a los otros—. Y fijaos, está sonriendo. —¿Qué es esto? —preguntó Mike—. Parece un símbolo fálico, ¿no? Miró a Tammie. La carta mostraba una mano enorme de apariencia divina que brotaba entre las nubes, aferrando una erecta vara. —Es el As de Varas —dijo Gail. Y para explicarse, añadió—: Tengo un libro en casa. Pero todavía no he comprado las cartas. He visto barajas mucho más bonitas que ésta. ¿Recuerdas, Mike? ¿En Greenwich? Pero pienso que es tirar el dinero. —Hum. —Mike levantó varias cartas dejadas boca abajo—. Tal vez te compre una baraja. Para fiestas aburridas. —Se echó a reír culpablemente —. ¿Qué opinas que es esto? Gail le cogió la carta y la miró. Era una escena nocturna, con algunas estrellas sobre el horizonte como fondo. En el centro había algo gris en forma de hígado. Un animal, al parecer, aunque la cabeza estaba vuelta. —Vaya, no creo haberla visto nunca. —Devolvió la carta a Mike, sin mirarla—. Pero, claro, todas las barajas son distintas. Prefiero las modernas. Como la que vimos aquella vez en Greenwich Village. Tammie contempló la carta un instante y esbozó una incierta sonrisa. —¡Me recuerda una chuleta de ternera! —Un momento después imitó la risa de Mike y dejó la carta boca abajo en la mesa—. ¿Creéis qué quedará alguna de esas salchichas tan buenas? —Bueno, la fuente está vacía, pero miraré en la nevera. —Apoyó una mano en el hombro de Gail—. Vuelvo enseguida, preciosa.
El pie golpeó la pared ocho veces seguidas. Sentado al pie de la cama, el enfermero miró el papel. —Ocho, ésa es la… H. El pie dio dos golpes, se detuvo, otro más. U. Nueve golpes. I. Un golpe, luego ocho más.
—Me enteré de todo gracias a Bart Cipriano —estaba diciendo Milton —. Trabaja en la oficina del comisionado Brodsky, en el capitolio, y es muy amigo de George. Igual que Brodsky. Al principio me sorprendió que ninguno de los dos estuviera aquí esta noche, pero luego recordé que habían estado en la casa…, y bastantes veces, diría yo. Además, George debe de sentirse un poco avergonzado con ellos. —¿Por qué? ¿Quién es ese Brodsky? —Pertenece a la Comisión Estatal de Carreteras. —Ah, sí, recuerdo haber oído que George tiene cierta influencia en esa comisión. No está mal, un tipo con despacho en Nueva York. —Pero no olvides que él ha pasado toda su vida en Connecticut. Y hasta hace pocos meses vivió en el mismo bloque de Brodsky. Grandes jugadores de póquer, los dos. —Buscó indicios de interés en el semblante del otro hombre. La mirada de Herb no titubeó un solo instante—. En fin, según Cipriano el estado planeaba construir una autopista en lugar de la carretera 81… —¡Ya era hora! Las carreteras están tan oscuras que casi tuve un maldito accidente cuando venía hacia aquí. —… y debía pasar justo por en medio de esta propiedad. —Fingió que partía algo con los dedos—. Sí, así era, todos estos terrenos, esta casa incluso, interrumpían el trazado de la autopista. Iban a tener que desalojar a cierto número de personas. No muchas, por supuesto. Estos parajes están bastante despoblados. Tierra de tabaco, fundamentalmente, y algunas
granjas pequeñas. Supongo que por eso eligieron esta zona para la autopista. —¡Dios mío! ¿Pretendes decir que van a demoler esta casa? Milton sacudió la cabeza. —No tan rápido. Poco después de que enviaran las notificaciones…, ya sabes, «Muy señor nuestro: Dispone de seis meses para buscar otra casa», o algo por el estilo, después de eso los estafadores de la oficina del gobernador recortaron los fondos y el plan entero fue anulado. Ninguna autopista finalmente. Pero gracias al acostumbrado papeleo (ya sabes cómo son estos gobiernos estatales) decidieron que el recorte no sería oficial hasta que finalizara el año fiscal. Lo que significaba que Brodsky, durante todo ese tiempo, iba a tener en su despacho la carta de anulación del proyecto, pero se suponía que no debía informar a nadie. —Hizo una pausa teatral—. Bien, adivina a quién se lo dijo. —¿A George? —Amigo tuyo y mío. Creo que él debía de saber que George buscaba una vivienda más espaciosa y, ¿quién sabe?, tal vez le debía un favor. No seamos ingenuos, estas cosas pasan todos los días. Y tal vez George tuviera algún asunto pendiente con él, no lo sé. En fin, dio el visto bueno a George. Le dijo, de hecho, escoge la casa que más te apetezca entre Bert Head y Tylersville, y nos preocuparemos de que sea tuya. —Sorbió su bebida—. Supongo que cierta suma de dinero cambió de manos. —No lo entiendo. ¿Pretendes decir que él podía elegir a su antojo? ¿Cualquier casa que quisiera? —Exacto. Y quiso ésta. —Milton se encogió de hombros—. ¿Quién no? Echa una ojeada. Aunque no creo que George viera el interior de la casa antes de que los alguaciles echaran abajo la puerta. El tipo que vivía aquí no quería irse. Era un chiflado, decían. —Y en cuanto George se mudó… —Exacto. Anunciaron que la autopista no pasaría por allí. Y por entonces ya era demasiado tarde. —Pero…, ¿y el tipo que echaron a patadas? ¿No podía presentar una denuncia, por el amor de Dios? Quiero decir que tenía el caso ganado y…
¡Demonios! Podía llevarlos a juicio por una jugada como ésa. —Nanay, no donde está él ahora. ¿No te he dicho que era un lunático? —¿Quieres decir que…? —Ajá. Lo encerraron. —Milton sonrió—. Oh, todo eso se hizo sin tapujos, no tiene nada de especial. Por lo que sé, el antiguo propietario era un caso digno de camisa de fuerza. Dio patadas como un salvaje cuando se lo llevaron, mordió, escupió… Y rogó a su hijo que viniera a ayudarle. Gritó muchas veces el nombre de su hijo, «Petey, Petey», o al menos algo que sonaba así. Supongo que creyó que su hijo acudiría a socorrerlo. Pero… —Pero ¿qué? —Que no tenía ningún hijo. —Vaya, vaya, vaya. Pobre tipo. —Sí, bueno, eso pensé yo. Pero Cipriano dice que el hombre no tenía un carácter muy encantador. Según me contó, los alguaciles tuvieron que taparse la nariz, literalmente, en cuanto derribaron la puerta. Así estaba la casa. Igual que las leoneras del zoo, me dijo Cipriano. Es posible que el tipo tuviera animales domésticos y no se preocupara de limpiar lo que iban dejando en el suelo. George gastó una fortuna para arreglar la casa. — Milton observó el vaso. El hielo se había desecho y flotaba en la superficie igual que una medusa que hubiera seguido una evolución invertida—. A pesar de todo, George hizo su agosto. Compró la casa al estado, y la consiguió prácticamente regalada. —¿Y las otras personas que desalojaron? ¿También echaron pestes? —¿Es un juego de palabras? Herb lanzó una risotada. —¡No me había dado cuenta! —No lo entiendes, nunca tuvieron que echar a nadie más. Aguardaron a que George estuviera cómodamente instalado y entonces Brodsky anunció el recorte de fondos. Las notificaciones quedaron anuladas, y todo el mundo quedó contento. —Ah, ya lo entiendo. —Herb estaba desilusionado—. Ya es demasiado tarde, ¿no? —Demasiado tarde ¿para qué?
—Para conseguir una casa como ésta para mí.
—H. U. I. R. ¿Huir? El hombre de la cama asintió. Su pie dio cinco golpes, uno y nueve más, tres, uno, uno y seis, uno, uno y ocho finalmente. —Escapar. El hombre de la cama asintió.
Irene Crystal puso su mano en la de Phyllis. —Perdóname —musitó—, nos vamos ahora, sólo quería despedirme. Phyllis dejó que Cissy mirara por sí misma. —¡Oh, qué lástima! —exclamó automáticamente—. ¿No podéis quedaros un poquito más? Aún es temprano. —Me encantaría, querida, créeme. Pero los padres de Jack vendrán mañana por la mañana, y suponiendo que yo sepa cómo son —puso los ojos en blanco en un cómico gesto—, llamarán al timbre a las nueve. Phyllis dejó hablar a Irene mientras la acompañaba al armario de los abrigos, nerviosa por temor a que la visión de tan temprana partida creara un éxodo masivo por parte del resto de invitados. —Bien, espero de verdad que muy pronto tengáis tiempo para visitarnos otra vez. No estamos tan lejos como parece, en realidad, en cuanto se sabe el camino. —Oh, no, francamente, el viaje no ha ido mal —aseguró Irene. Jack estaba ya junto al armario. Phyllis miró nerviosamente a los otros invitados —. Es porque van a venir sus padres, de lo contrario ni se nos ocurriría marchar tan pronto. Jack se inclinó hacia Phyllis. —Quería dar las gracias por todo a George —dijo solemnemente, como un niño que de pronto recuerda cómo ha de comportarse—, pero él estaba en el lavabo. ¿Querrás darle las gracias de mi parte?
—Dios mío, ¿otra vez está en el lavabo? —Phyllis sonrió—. Sí, por supuesto que lo haré. —Dile que creemos que es la casa más fantástica que hemos visto en toda nuestra vida. Un verdadero hallazgo. Algunos de los que estaban en el bar habían visto a los Crystal. Fred Weingast consultó su reloj. —Sí, por supuesto que lo haré. Phyllis ansiaba que el matrimonio se apresurara y saliera en silencio. —Todavía estoy asombrada después de lo que dijiste arriba. —¿Cómo dices? —Arriba —prosiguió Irene—. En tu dormitorio. Sobre el hombre que vivió aquí antes que vosotros. Phyllis miró a Weingast por el rabillo del ojo. —Todo un carácter, ¿no te parece? —Pero ¿por qué un cuarto para los niños? —¿Qué? ¡Ah, el cuarto para los niños! Bien, intentamos dejar las cosas tal como las encontramos al principio. Ese cuarto estaba igual cuando llegamos. Tal vez lo transformemos en otra habitación para huéspedes. — Esbozó una amplia sonrisa—. Así podréis venir más a menudo, sin… —No —insistió Irene—. El cuarto ya estaba aquí cuando hicisteis el traslado, ¿no? Pero has dicho que aquel hombre no tenía hijos. ¡Maldición! Arthur Faschman estaba mirando el reloj. —Yo no lo sé —contestó precipitadamente Phyllis—. Supongo que el cuarto estaría aquí cuando él se trasladó. —¿Con todos esos juguetes? Muchos parecen usados. —Es posible que el hombre jugara con ellos. Ya os he dicho que estaba loco. —Cariño, nos espera un largo trayecto —dijo Jack—. No quiero volver muy tarde. —Avanzó por el recibidor mientras se abotonaba el abrigo. Phyllis les abrió la puerta. —¡Fiu! ¡Estas noches de noviembre son glaciales! Es el campo, dice George, el viento no encuentra resistencia. —Se apartó de las ráfagas de
aire frío y, como si recitara, añadió—: Conducid con cuidado para que lleguéis sin problemas. Irene sonrió. —Sólo le he permitido tomar dos copas en toda la noche. —Besó a Phyllis en la mejilla—. Adiós, querida, y gracias. —Acuérdate de dar las gracias a George —dijo Jack mientras se cerraba la puerta.
—Así pues, piensas que vas a escaparte, ¿eh? —El hombre de la cama contestó que no con la cabeza—. ¡No, señor! No vas a ir a ninguna parte, no. La última vez que un paciente se escapó, lo cogimos en menos de doce horas, y eso fue antes de que instaláramos el nuevo sistema de alarma. ¡Ahah, olvídalo! El hombre de la cama sacudió de nuevo la cabeza, en esta ocasión con más violencia. Sus labios se crisparon gruñonamente. —Ah, ya te entiendo, quieres que me vaya yo. Más furia todavía. Acto seguido, con gran rapidez, una serie de golpes con el pie: ocho, uno, uno y tres, dos… H. A. M. B. R. I. E. N. T. O.
Las voces del salón se perdían en los recodos del pasillo, y la biblioteca estaba a oscuras y abandonada. La puerta había quedado abierta, pero Ellie se demoró en el pasillo, reacia a entrar. Pasó la mano junto a la parte interior del marco y, al no encontrar interruptor alguno, avanzó poco a poco hacia una de las pesadas lámparas de pie situadas junto a un escritorio, las dos siluetas perfiladas por la luz de la luna. Notó la alfombra gruesa y silenciosa bajo sus pies, igual que la piel de un animal. La habitación poseía un rasgo que obligaba a recorrerla de puntillas, por temor a molestar a cierta presencia. El repentino resplandor de la lámpara deslumbró a Ellie, y en el momento anterior a la ceguera vio algo que se alzaba en el escritorio. Hubo
dos gritos, pero la persona que lanzó el otro fue la primera en hablar. —¿Quién…? Ah, oh, ¿qué hora es? —¡Doris! ¡Dios, qué susto me has dado! ¿De quién te escondes? —Lo siento, debo haberme quedado dormida. Estaba leyendo esto — señaló el libro que yacía abierto en el escritorio— y he pensado que me iría bien echar una cabezada. Nos espera un largo viaje de vuelta y sé que Sid no estará en condiciones de conducir. —Se frotó los ojos—. ¿Ha estado buscándome él? —Lamento decir que no has sido echada de menos. —Bueno, ¿qué hora es? —Aún no son las once, creo. —Vaya, qué alivio. Todavía es temprano, pues. Siento haberte asustado. No debería haber apagado la luz. —¿Qué estabas leyendo? Doris empujó el libro hacia la otra mujer. —Es otra versión del que hay en el salón. Me asombra que el hombre comprara dos ejemplares. Un libro infantil, creo. —Deduzco que lo has usado como almohada. Doris sonrió. —Sí, yo… ¡Oh, Dios mío! ¿Me han quedado marcas en la mejilla? — Inclinó la cara hacia la luz para que Ellie pudiera examinarla—. El polvo y el tizne se pegan mucho a este maquillaje, sobre todo en la ciudad. —Estás perfectamente. Pero es posible que hayas manchado un poco la ilustración. —Señaló un pequeño grabado en boj en el centro de la página izquierda—. ¡Dios santo! ¿Qué es eso? —Encantador, ¿no? Se llama el Diablillo. —Pasó páginas hacia el principio del cuento—. Mira, el campesino planta esta semilla, la riega todos los días —fue señalando las ilustraciones— y cuando llega el otoño y el tiempo de la siega, ahí está él, brotando de la tierra. Ellie arrugó la nariz. —Precioso.
George apagó de un manotazo la luz del cuarto de baño y caminó por el pasillo hacia la puerta del otro extremo. Al abrirla, una ráfaga de aire helado fustigó su cuerpo. Mientras subía los escalones de madera anotó mentalmente, por décima vez, que debía preocuparse de aislar el desván. De lo contrario tendrían que mantener cerrada la puerta todo el invierno. Ya arriba su aliento se convirtió en bruma, pero el frío le serenó; era un agradable contraste con el ambiente sofocado de la planta baja. De todas formas sólo pensaba estar allí un par de minutos, el tiempo suficiente para comprobar si los recuerdos se correspondían. Se abrió paso entre los montones de revistas, unas pulcramente atadas con cordel, resultado de la limpieza de la casa, otras esparcidas por el suelo. Los trastos se habían acumulado en la parte alta de la casa como restos tras una inundación. Una sombra en el rincón atrajo la atención de George, un objeto rosa y vulnerable: el maniquí, con la cabeza destrozada, apretado en la grieta donde el inclinado techo se unía a las tablas del piso. Al desviarse hacia los armarios metálicos apoyados en la pared opuesta, George se sintió nervioso sabiendo que el maniquí estaba detrás de él. Alguien había apartado la vieja manta que él había echado encima del muñeco, Herb o alguno de los otros. Pensó brevemente en buscar un trapo, quizás una vieja lona, pero el frío se había filtrado por su fina camisa de algodón y reforzaba su creciente sensación de urgencia. En el exterior, el viento hacía crujir las vigas del techo. El camino hacia los armarios estaba obstruido por los destrozados restos de una cómoda y, apoyado en ella, un botiquín con la curvada puerta abierta y el espejo milagrosamente intacto. George evitó ver la imagen de su cara al pasar por allí: un antiguo temor, revivido por la tenue iluminación del desván, ver otra cara mirándole. Hizo un esfuerzo, apartó la cómoda y tiró de la puerta más próxima, que cedió quejumbrosamente con el roce de metal contra metal. Dentro, había un colgador con ropa de niño; otras prendas yacían arrugadas en el suelo de metal, cubiertas de polvo. Toda la ropa estaba arrugada, como si la hubieran guardado después de mancharla,
y el armario, igual que una taquilla de gimnasio, apestaba a rancio sudor. George dejó la puerta abierta. El siguiente armario tenía amplios estantes, vacíos aparte de algunas oxidadas herramientas que se habían deslizado hacia la oscuridad. Y la puerta del tercer armario estaba separada de las bisagras, doblada, metida en el interior y con un mellado extremo que sobresalía. La puerta del último armario se abrió con más facilidad, pero era imposible abrirla por completo, obstruida como estaba por la cómoda. George dio un tirón que hizo mover ligeramente el armario, pero nada más que eso. Bordeó la cómoda y contempló el interior. Estaba tal como lo recordaba. Los potes vibraban al rozar el metal como en respuesta al frío, y los líquidos que contenían se agitaban rítmicamente. En la hilera anterior arrugados cuerpecillos flotaban serenamente en formaldehído: fetos de perros, cerdos y hombres, los bulbosos ojos cerrados como en un gesto de arrobamiento, con sólo las etiquetas para diferenciarlos. George apretó la cadera contra la cómoda. La puerta se abrió varios centímetros más y el tajo de luz se ensanchó. Al meter la mano en la oscuridad, George volcó uno de los potes. Bajo una etiqueta adhesiva que indicaba «Cerdo» una acurrucada forma subía y bajaba. La abertura continuaba siendo demasiado estrecha, el pote tan grande que era imposible sacarlo, pero en el espacio posterior George distinguió una segunda hilera de recipientes. Movió uno hacia afuera, hacia un aislado rayo de luz que atravesaba una grieta de la puerta, y limpió la fina capa de polvo que oscurecía el contenido. En la etiqueta se leía «PD ≠ 14», escrito con bolígrafo negro. Tras lamentarse de no conocer el significado de aquellos signos, arrancó la etiqueta para observar mejor el contenido. Sí, los recuerdos se correspondían. Aquello era igual que la criatura de la carta. Pero el proceso de descomposición estaba mucho más avanzado que en los recuerdos de George, mucho más que el de los otros especímenes, como si la criatura se hubiera encogido y deformado. Medio enterrado en sedimentos, el grumito gris reposaba en el fondo, dando ociosas vueltas en el turbio líquido. Anteriormente, la primera vez que
estuvo allí, George había tenido deseos de rascar la cera que cerraba la tapa, desenroscar ésta y tirar el contenido al retrete igual que si fuera un trozo de carne en mal estado. Pero esa noche dedujo, aunque sólo fuera por el suave aroma que flotaba en los estantes, que el olor podría marearlo con facilidad. Empujó el pote hacia el sitio que le correspondía, entre los recipientes que llevaban las etiquetas «PD ≠ 13» y «PD ≠ 14», donde chocó con otra hilera de vasijas… y aún había una cuarta fila detrás de ésa. Los estantes eran muy profundos. Había veintidós potes en total, vio George, y los especímenes aumentaban de tamaño número tras número. En ese momento recordó haber visto un recipiente en el fondo del armario, oculto en parte, casi repleto de algo cuya putrefacta carne flotaba en jirones. Había sido muy desagradable mirarlo de cerca. Cerró el armario y se abrió paso hacia la escalera, y tropezó con el diminuto brazo (o la pierna) de algún muñeco desechado hacía tiempo. Mientras bajaba por la escalera pensó cuánto costaría arreglar el desván. En cierto sentido la casa había acabado siendo más cara que el precio de compra. Notó la frialdad y la delgadez de la barandilla de hierro bajo su mano, y vio que cedía ligeramente si se apoyaba en ella; un hombre fuerte podría arrancarla con facilidad. Cuántas reparaciones precisaba una casa antigua… George lamentó no ser más diestro en esa clase de tareas. Una vez, hacía mucho tiempo, había tenido la habilidad necesaria, y disfrutaba trabajando con las manos. Por entonces él era universitario; el mundo albergaba menos secretos. La biología fue su afición especial, incluso había soñado, en tiempos, matricularse en la escuela de medicina. Cuántas cosas había olvidado desde entonces y cuán desconcertante se había vuelto el mundo. Quizá pudiera localizar un doctor en la región, algún médico general digno de confianza. Le formularía numerosas preguntas: sobre cosas que flotaban silenciosas en potes, y de qué se alimentaban. Y qué tamaño podían alcanzar.
—Oh, El, eres un vulgar vejestorio. ¿No te gustan los cuentos de hadas? —Doris señaló el grabado en boj—. ¿Ves? El campesino le pone un vestidito, lo acuesta por la noche y ya tiene un amiguito. —No creo que me gustara eso como amigo. —Bien, ése es el problema. Por eso lo llaman el Diablillo. Debe ayudar al campesino a cuidar el huerto y limpiar la casa, pero hace travesuras y come cualquier cosa que tiene al alcance. Como por ejemplo algunos vecinos. Ellie se alzó de hombros. —Me temo que no apruebo los cuentos de hadas, al menos no para niños pequeños. Son muy aterradores, y muchísimos de ellos innecesariamente violentos, ¿no te parece? Nuestros dos hijos crecieron tranquilamente sin necesidad de esos cuentos, gracias a Dios. —Hizo una pausa antes de continuar—. Aunque una dieta constante de superhéroes y muñecas tampoco es mucho mejor. —Oh, estos cuentos no asustan a nadie. Están narrados con ironía. Típicamente franceses. —Franceses, ¿eh? Eso me recuerda algo: para eso he venido aquí, en busca de un libro francés. ¿Cómo se llama éste? —Miró la portada—. Cuentos populares de la Provenza. Hum, no menciona ningún autor, ya veo. ¿Y el cuento? —Tampoco. Lo único que sé es que se titula «El Diablillo». Desconozco cuál será el título francés. Cerró el libro bruscamente. El sordo ruido pareció excesivamente fuerte en una habitación tan silenciosa.
La puerta del desván se cerró estrepitosamente; George no había contado con el viento. Inundado por el calor del pasillo, giró hacia la izquierda y se quedó involuntariamente paralizado al ver la silueta en el umbral…, aunque su cerebro la había identificado ya.
—Lo siento, Walt. ¿Te he despertado? Walter se dejó caer otra vez en la cama, con los ojos hinchados y casi cerrados. Las arrugas de la colcha habían quedado marcadas en su mejilla. —Dios —murmuró, todavía con cierta flojedad en los labios—, has hecho bien. Estaba teniendo una pesadilla infernal. George entró en la habitación y permaneció junto a la cama, azorado. Ojalá Walter hubiera elegido otro sitio para dormir. Había dejado un rancio olor a licor en el dormitorio. —Chico, me costará un rato olvidar este sueño. Parecía tan condenadamente real… George sonrió. —Igual que todos los sueños, ésa es la verdad. El otro hombre no se sintió aliviado por ello. —Aún puedo verlo. Era de noche, lo recuerdo… —¿Seguro que quieres comentarlo? Lo olvidarás antes si te lo quitas de la cabeza. Le fastidiaban los sueños de otras personas. —No, hombre, lo has entendido al revés. Debes hablar de tus pesadillas. Te ayuda a librarte de ellas. —Walter sacudió la cabeza y se puso cómodo encima de la colcha. Los muelles de la cama vibraron hasta con el más ligero movimiento de su cuerpo—. Era de noche, ¿sabes?, pero temprano, poco después de la puesta del sol… No me preguntes cómo lo sé. Y yo iba en el coche, de vuelta a casa. Los alrededores eran exactamente éstos. —¿Éstos? ¿Esta parte del estado? —Sí. Pero eran las siete, hace unas horas, y Joyce no me acompañaba. Yo iba solo en el coche, y quería llegar a casa. Y no sé cómo, ya sabes lo que pasa en los sueños, comprendí que me había perdido. Todas las carreteras tenían el mismo aspecto, y recuerdo haber notado claramente que cada vez oscurecía más, y que si oscurecía demasiado no llegaría nunca a casa. Iba por esa carretera que atraviesa un tabacal, igual que la que hemos recorrido esta noche. —Cierto, hay una gran cosecha en los alrededores. Hay plantaciones a lo largo de la carretera.
—Sí, plantas extravagantes, planas y regulares… Pero yo apenas veía el campo. Ya estaba todo a oscuras, aparte de un fulgor en el cielo, y yo conducía despacio, muy despacio, para encontrar el camino. Imagínatelo, como si siguiera las luces de los faros… Y luego, a cierta distancia, vi un granjero, o algún peón, metido en el tabacal. Paré en la cuneta y me incliné hacia la otra ventanilla, para preguntar… Y después de bajar la ventanilla he empezado a llamar a gritos al tipo, que hacía un curioso gesto con la cabeza, como si me saludara. Pero no podía verle la cara, y después se ha acercado al coche, se ha inclinado y he visto que no era un hombre. George le concedió un momento de silencio antes de hacer la pregunta. —Bien, ¿qué era pues? Walter se frotó los ojos. —Oh, algo oscuro, abultado, no totalmente formado… No lo sé, sólo era un sueño. —¡Pero, maldita sea, si acabas de decir que era muy real! Miró hacia la ventana, observó la sombra del olmo, y se sintió irritado. —Bien, ya sabes con qué rapidez se olvidan los sueños, en cuanto los explicas… No lo sé, no quiero seguir pensando en eso. Vamos abajo a tomar algo. George siguió a su amigo mientras el típico dolor aumentaba de nuevo en su estómago. Se sentía traicionado tanto por el mundo como por su organismo.
—Un libro francés, ¿eh? ¿Buscas algo especial? —preguntó Doris. Dejó el libro de cuentos en la estantería. Ellie sonrió. —Parece que seas la dueña de la casa. —Bien…, me gustan los libros. A diferencia de mi marido. —Te lo explicaré… —Ellie inspeccionó la habitación con las manos en las caderas—. En realidad estoy buscando un diccionario francés. ¿Hay algún orden aquí? ¿Algo parecido a una sección de libros de consulta? —Por aquí, madame.
Si bien casi todos los libros del salón estaban forrados en piel, obviamente seleccionados por su rasgo decorativo, la colección de la biblioteca era estrictamente funcional. Lustrosos libros de bolsillo de reciente adquisición aparecían apretados contra raídos libros en cuarto cuyos títulos había borrado el paso del tiempo. Una Guía Práctica de los Mamíferos en rústica estaba perdida en la sombra de una colección de dibujos de Audubon, y raros ejemplares de revistas de fantasía se apoyaban en una resistente hilera negra de publicaciones de Arkham House; los dorados caracteres de los lomos de éstas perdían su color junto a los llamativos colores primarios de las revistas. La sección de libros de consulta era relativamente pequeña, como si el coleccionista hubiera comprendido cuán poco se aprende con libros que intentan enseñar mucho. Había, sin embargo, un diccionario francés en el estante inferior, junto a un tomo titulado El libro del Ocultismo. —Sólo quería descifrar una palabra de ese estúpido folleto —explicó Ellie mientras pasaba las hojas—. El que iba incluido con las cartas. Doris vio cómo leía su amiga. —¿La has encontrado? —Sí, écartée. Significa aislada, apartada. —¿Era tu carta? Ellie asintió. —Esa soy yo, supongo. La original mujer aislada. —Se rió un momento —. ¡Eh, mira esto! ¡Hablando del rey de Roma…! —Señaló la estantería, un poco por encima del nivel de la vista, donde tres libros de Tarot se agazapaban entre una historia de la superstición y El callejón de las almas perdidas de Gresham—. Cogeré los tres —decidió. Dos eran libros de bolsillo, el tercero un grueso volumen forrado con papel marrón—. Milt debe de estar muriéndose por salir de aquí, pero antes tengo que hacer una lectura correcta a cierta persona.
—¡Hambriento! Oh, por el amor de Dios, otra vez eso, no. Te aseguro que estoy asqueado de eso, de verdad. Acaban de darte de cenar, no hace
más de… El hombre de la cama meneó la cabeza. —Ah, de pronto has dejado de tener hambre, ¿eh? Y harás muy bien no teniendo hambre, porque voy a irme dentro de un momento. En serio. No tengo necesidad de estar aquí encerrado y escuchando estupideces. —Hizo una pausa y, con ostentosos gestos, miró su reloj de pulsera—. De acuerdo, no tienes hambre. Un movimiento afirmativo con la cabeza. —¿Tiene hambre otra persona? Otro gesto afirmativo, más enérgico. —Bueno, ¿y a quién narices le importa que…? Oh, de acuerdo, adelante. El pie estaba deletreando otra palabra. Un golpe y seis más. P. Cinco. E. Dos y un silencioso movimiento sin tocar la pared. T. Cinco. E. Dos y cinco finalmente. Y. —¿Petey? Ya, Petey tiene hambre, pobrecito. Y seguramente debe de ser algún animalito, algún perro o algún gato tuyo, ¿eh? Muy bien, ya basta. El enfermero se levantó. Los golpes continuaban, pero él se metió el papel en el bolsillo. —Ya basta, tío. Ya he perdido mucho tiempo contigo. ¡Puedes derribar la pared a golpes si quieres! Me importa un pito. —Dio media vuelta y se fue por el pasillo murmurando—: Maldito amante de los animales…
Hubo una Expansión Piramidal, una Expansión del Mágico Siete, una Expansión del Deseo, una Expansión de la Vida, una Expansión del Horóscopo y, según uno de los libros de bolsillo, algo denominado «Expansión del Sefirot», así como una Expansión Cabalística y una Expansión de la Cruz («que abarcaba», tal como sugirió Milton, «casi todas las religiones, aunque no había Expansión de la Estrella de David»…). Pero los Brackman tenían prisa por partir, otros ya se habían ido y Milton los hizo pasar a todos por una sencilla «Expansión del Sí o el No» que precisaba solamente cinco cartas.
—Las dos de la derecha son el pasado, las dos de la izquierda el futuro y la del centro es el presente. Ellie estaba leyendo en voz alta uno de los libros de bolsillo. El tomo forrado en piel había sido una desilusión. El autor deprimió el ánimo de todos desde el primer momento al explicar a los lectores que el invento del Tarot databa del siglo quince y, detalle peor aún, era obra de charlatanes. La baraja de setenta y ocho cartas se componía en realidad de dos barajas erróneamente unidas, la primera formada por cincuenta y seis naipes, los Arcanos Menores, y la segunda por veintidós cartas de figura, los Arcanos Mayores, que mostraban diversos símbolos mágicos. Cualquier atributo de adivinación de la suerte, sostenía el autor, era meramente ilusorio. Cuando acabó de facilitar esta información a los invitados, leyendo extensos fragmentos al pie de la letra, Ellie alzó la vista y descubrió que el auditorio había pasado de más de diez personas a incluir a su esposo, Sid y Doris Gerdts y Paul Strauss. El grupo estaba reunido en torno a una mesa de bridge situada cerca del recibidor. —Abrigaste ilusiones domésticas —estaba diciendo Ellie—, pero ahora las has superado… —¿Qué demonios son «ilusiones domésticas»? —preguntó Paul. —… y tienes miras más elevadas, aspiraciones filosóficas. Ellie tenía ambos libros abiertos ante ella y, de forma similar a la incuestionable fe medieval en las cosmologías cristiana y clásica, no veía discrepancias en los dos tipos de predicciones, pese a lo discordantes que eran frecuentemente. La tierna sonrisa de esposo de Milton no titubeó un solo momento durante toda la actuación de Ellie. —Hasta aquí mi pasado —dijo Milton—. Ahora el presente. —Levantó la carta central—. Este soy yo ahora. Gerdts contuvo la risa. —¡Parece que eres una mujer, Miltie! Ciertamente, la carta era la Reina de Pentáculos; rodeada como estaba de follaje, sentada en un prado bajo un enrejado de rosas, parecía la más femenina de las reinas. Milton esbozó una forzada sonrisa.
—Ah, ¿qué saben estas cartas? —dijo. Tendió la mano hacia la primera de las tres cartas del futuro. —No, espera —dijo su esposa—. Estoy segura de que aquí habrá una interpretación. Recuerda, sólo es un símbolo. —Su mirada pasó de uno a otro libro—. ¿Lo ves? Escucha: es un símbolo de fertilidad. —Las cejas de Milt se arquearon—. Y de bondad. Dice que tienes un temperamento Libra, vete a saber qué será eso… —¡Oh, Dios mío! —exclamó Paul—. ¡Astrología también, no! —… y en consecuencia un profundo amor sentido de la justicia. —Alzó la vista. Sus ojos se encontraron con los de Milton—. Bueno, esta parte es cierta. —Sí. —Y ahora el futuro —dijo Gerdts—. Adelante, Milt. El aludido tendió la mano hacia la primera carta. —Alto un segundo —ordenó Ellie—. Recordad, chicos, esta carta es el futuro inmediato, porque está junto al centro… Y la última es el futuro lejano. —Te entiendo. Levantó la primera carta. —Está al revés —dijo Doris—. A ver, déjame… —No, déjala así —ordenó Ellie—. El significado cambia si la carta está al revés. —Examinó las ilustraciones en el manual, y se encogió de hombros—. No hay nada parecido. Este libro es rematadamente malo. Buscó en el otro libro, donde se explicaba que «Todas las barajas se basan en idéntica idea, aunque las ilustraciones pueden ser distintas. Como los quesos. A veces una reina es una mujer joven y hermosa, mientras que en otras ocasiones es una diosa egipcia, una monja o una muchacha desnuda». Los ojos de Ellie continuaron escudriñando las páginas. —No veo nada parecido. Y no hay número de referencia en la parte baja. Así es más difícil identificarla. ¿Qué veis vosotros? —Algo que cuelga de un árbol —dijo Doris—. Un murciélago o un perezoso. A los perezosos les crecen hongos encima, ya sabéis… —Dio la vuelta a la carta—. Y así parece…
Arrugó la frente. —Un perezoso en tierra —dijo Milton—. Visto por detrás. —Igual que esos animales prehistóricos —añadió Paul—. Perezosos de tierra gigantes. De hecho, había un rasgo antiguo en la rechoncha figura gris que se arrastraba por un camino bajo el estrellado cielo, y su cabeza era una simple protuberancia en el trasfondo. —¿Hay índice alfabético? —preguntó Milton. Su esposa asintió—. Busca el Perezoso. O mejor aún, la Bestia. —Me recuerda a ese cuento popular de Maine —dijo Gerdts—. Ése del cazador que mata un oso y lo despelleja. Regresa tapado con la piel, y abandona allí mismo su abrigo… Vuelve la cabeza y ve que el oso está siguiéndole, con el abrigo puesto. Eso hay en la carta, un oso despellejado. —¿No podría ser la carta de la Muerte? —preguntó la esposa del anterior—. A mí me parece la Muerte. Gerdts buscó en la baraja. —Me temo que no, Dorie. Ésta es la Vieja Señora Muerte, ¿ves? Los ojos de la calavera miraron ciegamente a los invitados. —He repasado todo esto —Ellie dejó a un lado los libros— y no hay nada parecido. —Buscó en el tercer libro—. Tal vez pertenece a otra baraja. Milton dio la vuelta al naipe. El reverso tenía el mismo dibujo que las otras cartas. Ellie suspiró. —Este libro tampoco es bueno. Tal vez tenga que recurrir a un proceso de eliminación. —Paul miró a escondidas su reloj—. Lo averiguaré, no te preocupes. —No estoy preocupado —dijo Milton. —Creo que tendré que marcharme —dijo Paul—. Ya me explicaréis cómo acaba esto. Buscó con la mirada a los anfitriones. —Estoy segura de que no es una carta numerada, ni real —dijo Ellie—, y eso implica que ha de ser uno de los Triunfos Mayores. —Ah, ya lo tengo —intervino Milton—. Satán.
—Pero si apenas se parece… —Debe serlo. He repasado toda la baraja y no hay ninguna carta de Satán. —Bueno… —Ellie observó la carta en cuestión—. Sí, tal vez hay un indicio de cuerno, en el otro lado, pero… ¿es normal que el diablo esté de espaldas? —Es posible que enseñe el culo para que lo besemos —comentó Doris. Se ruborizó. —¡Ultima ronda de tarta rellena! —gritó Phyllis desde el otro extremo del salón—. ¡Aprovechad ahora que está caliente! Los Goodhue y los Fitzgerald se habían ido ya, tras pasar la velada conversando con nadie aparte de ellos mismos, y Paul estaba poniéndose el abrigo. Se detuvo un momento para probar por última vez la tarta rellena. Los Gerdts se dirigieron a la mesa de la comida, más por obligación que por hambre, y Milton, tras asegurarse de que su esposa estaba «completamente atiborrada», imitó al otro matrimonio, dejando a Ellie sola con las cartas. Sí, la forma gris debía representar al Diablo. El misterio estaba resuelto. Sin embargo el caso era más bien enojoso, porque Satán estaba representado en un libro como una deidad de apariencia mosaica con abundante barba; en otro, un brujo; y en el tercero, una tétrica criatura cabruna que oficiaba el profano matrimonio de dos discípulos. El ser que parecía caminar lerdamente en la carta no se asemejaba a nada de eso. Era simplemente, tal como había apuntado Milton, la Bestia. Ellie estaba pensando en el Diablillo del libro de cuentos (Le Petit Diable, suponía ella que debía de llamarse) cuando su mano, tras desviarse por casualidad hacia la restante carta de Milton, le dio la vuelta involuntariamente, dejando ver al Diablo en su trono, con dos desnudos mortales unidos en matrimonio ante él.
Los Lazarus acababan de irse, y Janet Mulholland se apartó de la fría ráfaga de aire que fluyó hacia sus piernas en el momento de cerrarse la
puerta. Su esposo estaba ayudándola a ponerse el abrigo, y Mike Carlinsky buscaba en el armario los guantes de su novia. Arthur Faschman se hallaba de pie junto a la ventana en compañía de Herb, contemplando el éxodo. —Se está haciendo tarde —dijo Herb. Faschman miró su reloj. —¡Vaya, y que lo digas! ¡Eh, Judy! —gritó—. ¿Tienes idea de la hora que es? —Más de las doce. ¿Y qué? —Que mañana por la mañana tengo que llevar a Andy al ortodoncista, sólo eso. A no ser que quieras hacerlo tú. —Se volvió hacia Herb—. Escúchala. La más juerguista. Tendrías que escucharla la mañana siguiente. Mejor aún, ¡tendrías que verla! —Miró su reloj, más nervioso esta vez—. Eh, ¿qué tiempo hace? No estará lloviendo, espero… Miró por la ventana. —Hace frío —dijo Milton—. George ha comentado que incluso podría nevar. El y yo no pretendíamos quedarnos, pero ahora estamos pensando en pasar la noche aquí. —Francamente, está llevando demasiado lejos su papel de caballero del campo —observó Faschman—. Basta mirar eso. ¿No es un espantapájaros lo que se ve ahí fuera? —¿Dónde? —Milton pasó el puño por el vidrio. La luz del salón era intensa, y no consiguió ver más que su propio reflejo—. ¿Dónde, en el patio? —No, a bastante distancia, al otro lado del campo. —Dio un golpe en una parte del vidrio, que estaba manchado de humedad—. ¿Lo ves? Ah, demasiado tarde, la luna está detrás de una nube. Pasaréis muy cerca cuando os vayáis. ¿De verdad vais a quedaros toda la noche? —Claro, ¿por qué no? Desayuno gratis. —Sí —dijo Judy Faschman mientras se acercaba por detrás de los dos hombres—, si no te importa desayunar restos de tarta rellena.
Con sumo cuidado, Ellie extendió las cartas. El Sol, la Luna, la Estrella…, la Justicia, la Templanza y el Juicio… Llevaba media hora comprobando la baraja, y allí estaban todas las cartas. El Emperador, el Ermitaño, el Hierofante…, la Fuerza, el Mundo y la Rueda de la Fortuna. Las veintidós cartas, los Triunfos Mayores, todos con su mensaje. El Diablo, la Muerte, el Ahorcado…, e incluso el Loco. (¿Por qué siempre relacionaba esa carta con el pobre George? El hombre había estado tan indispuesto esa noche…). Todo estaba comprobado; Ellie había cotejado las cartas con las ilustraciones del libro. ¿Cuál era, pues, esa carta extra? La caja verde que contenía la baraja decía «78 cartas». Eso, la marca registrada, Grand Etteilla (que derivaba, explicaba el folleto, de Alliette, el desagradable mago que introdujo las cartas en la corte francesa) y debajo el sello del impresor, B. P. Grimaud, de Marsella. Nada sobre un triunfo extra, un naipe suplementario, un comodín… Examinó de nuevo la carta. No lo había notado hasta entonces, pero en ciertos puntos la ilustración era turbadoramente detallada. Ellie distinguió el perfil de una cabeza similar a una bala a punto de volverse hacia ella, y una garra delantera levantada, imprecisa sobre el fondo nocturno. Cierto detalle de la configuración de las estrellas en el trasfondo le recordaba el cielo que se veía por las ventanas… Se apresuró a poner las cartas en la caja, y metió la criatura gris y encorvada en el centro del mazo, como para enjaularla. El triunfo número veintitrés, sospechaba ella, no era un venturoso comodín.
—Y yo que pensaba que pasaríais la noche aquí —dijo Phyllis. —Oh, Phyl, vamos. Admítelo, es un alivio librarte de nosotros. Una cama menos que hacer por la mañana. —Milton se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Mi mujer dice que está cansada, y cuando mi mujer dice que está cansada eso significa que es hora de volver a casa.
La excusa era insatisfactoria. La repentina decisión de irse por parte de Ellie, sin ni siquiera ofrecerse para recoger platos, había sido una grosería. —¿Seguro que no queréis una última copa antes de salir? —preguntó George. (¿De dónde había salido?). Agitó tentadoramente su vaso, aunque la bebida era la misma que había estado sorbiendo toda la noche. Milton sacudió la cabeza, risueño, con timidez. —Francamente, chicos, quiero decir una cosa antes de irme, que si me he desmandado un poco esta noche, ya me entendéis, si he dicho algo indebido…, bueno, nunca he destacado cuando se trata de administrar la bebida y… —Ha sido un placer, viejo camarada, sinceramente. —George le dio una palmada en el brazo. Milt parecía estar recobrándose—. Si has dicho algo desagradable, yo no lo he oído. El alivio se reflejó en el semblante de Milton. —Sí, bueno, muchas gracias. Lo digo en serio. Me encanta esta casa y lo he pasado en grande esta noche. —Extendió la mano hacia la de George —. Y espero que tú y Phyl seáis… —¡Cariño! —sonó la voz de Ellie en el camino de acceso a la casa—. ¡Estoy muerta de frío y tú tienes las llaves del coche! —Dios, sí, voy corriendo. —Miró por encima del hombro—. Lamento que El esté un poco caprichosa, pero ya conoces a las mujeres. ¡Imposible mantenerlas en pie después de medianoche! —Tras subirse el cuello del abrigo, ofreció a Phyllis una cordial sonrisa—. Ella lo ha pasado muy bien, y puedes estar segura de que… —¡Cariño! Milton se alzó de hombros. —Adiós. —Se asomó al pasillo—. ¡Buenas noches a todos! ¡Nos veremos pronto! —Y en el momento de salir agregó—: ¡Demonios, aléjate de la puerta, Phyl, vas a enfriarte! Sus pasos resonaron en la grava.
El silencio se adueñó del salón; la conversación había chisporroteado antes de apagarse. Los hombres juzgaron el bostezo de George como la señal de partida, pero debían aguardar a que sus esposas acabaran de ayudar a Phyllis a recoger el salón y tuvieron la prudencia de no reconocer cuán tarde era. Allen Goldberg estaba fumando en el sofá, desconsolado, mientras Cissy Hawkins recogía hecha un manojo de nervios las últimas fuentes de canapés y fruta. Único soltero presente, puesto que Paul Strauss se había marchado, Allen tenía la implícita obligación de llevar a Cissy a su casa. Allen miró a Joyce Applebaum, que se dirigía a la cocina con dos platos de salsa de almejas y los restos de un pastel de queso. Ella era mucho más atractiva que Cissy. Su esposo yacía repantigado en el gran sillón, con la cara enrojecida por el alcohol y la fatiga; había dormido durante gran parte de la fiesta. —Vamos, nena, date prisa —dijo Walter. Nena. Todos los hombres repararon en el detalle. Walter se había casado hacía pocos meses.
Cuando Cissy se ofreció para fregar el suelo de la cocina, Phyllis tuvo que disuadirla. —O puedo ayudar a lavar platos —suplicó la joven. —Francamente, Cis, has sido una ayuda fabulosa toda la noche, y no queda nada por hacer. —Sacó las manos de la fregadera y las agitó para limpiarlas de espuma—. Ahora vuelve allí y tranquilízate, y nosotros nos aseguraremos de que alguien te lleve a casa. Aliviada, Cissy regresó al salón…, donde tuvo que hacer frente a las malhumoradas miradas de los hombres. Se acercó torpemente a la mesa de bridge y empezó a recoger cosas… Luego, para entretenerse, abrió la caja verde de las cartas. El Seis de Dagas estaba encima, seguido por la Torre. Las pondría en orden, decidió, del mismo modo que pasaba horas, en su
piso, arreglando una y otra vez las pocas decenas de libros que poseía. Dagas en un montón, cálices en otro, cartas de figura en un tercero… Las cartas de figura eran las más bonitas, pero Cissy no estuvo segura de cómo ordenarlas hasta que vio los números en la parte inferior. El Juicio, número 20, la gente desnuda que brotaba de las tumbas igual que maíz (caramba, se veían los pezones de la mujer). La número 7, el Carro, iría antes que ésa, una esfinge negra y otra blanca atadas, y luego la 10, la Rueda de la Fortuna, con la esfinge blanca (¿la misma?) colgada en lo alto, y la 12, el Ahorcado, con su afectada y perspicaz sonrisa. Después el Loco, inexplicablemente numerado con un cero (tal vez fuera un error, y Cissy dejó a un lado la carta), la 8, la Fuerza, la mujer con… ¿qué era aquello?…, un león, después la Luna, 18, derramando su luz sobre los campos, con unos perros que aullaban bajo ella, y un enorme animal gris que observaba maliciosamente algo situado más allá del borde del naipe; habían omitido el número y Cissy dejó esa carta con el Loco. Después la Templanza, número 14, que le hizo sonreír porque su abuela había pertenecido a la Agrupación Femenina de la Templanza Cristiana… Se preguntó si, para ciertas personas, sus creencias serían tan ridículas, y siguió contando: el Mundo, los Amantes y la Muerte… ¿Cuándo iba a preguntarle él si necesitaba que la llevaran a casa? Allen había cometido el error de observar a Cissy, y cuando ésta lo miró sus ojos se encontraron. Como si hubiera recibido una señal, Allen apagó el cigarrillo y se levantó. —Ah, Cissy, ¿quieres que te lleve a casa? George entró en la cocina. —¿Planean quedarse toda la noche? —musitó su esposa. George se encogió de hombros. —Ya conoces a Herb: el último en llegar, el último en marchar. Además luce esa expresión suya, esa expresión de discusión filosófica. —Phyllis suspiró al oír esto—. Pero ya sabes, a mí no me importaría quedarme un rato. En realidad no estoy cansado. —Pero Tammie sí, y yo también. Si vosotros dos queréis pasar la noche entera hablando, es cosa vuestra. Yo voy a prepararles el cuarto de los
huéspedes, pero después de eso iré derecha a mi cama. —Miró acusadoramente a su esposo—. Claro que no estás cansado, tú no has tenido que ir de un lado para otro el día entero. Has pasado media fiesta escondido en el cuarto de baño. De nuevo en el salón, Herb lo recibió con un consejo. —¿Sabes una cosa, George? Lo que esta casa necesita es un buen fuego. Eso habría significado el éxito de la fiesta, quemar unos troncos. —Sí, pero eso causa muchas molestias. Durante un momento George había pensado que Herb sugería reducir a cenizas la casa. —Pero ¿de qué sirve un hogar si no quemas unos troncos en una noche fría? —Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera estoy seguro de que esta chimenea sirva para algo. Tendré que llamar a alguien para que revise el cañón. —El desnudo hogar parecía un escenario desierto, con un actor todavía a la espera a un lado—. Además, Phyllis tiró todos los troncos, y si quieres conseguir más tienes que caminar medio kilómetro para ir a la leñera —hizo un gesto en dirección a la ventana—, por detrás de la casa. Herb se levantó. —Estoy dispuesto —repuso—. Dime dónde está. Tammie salió del cuarto de baño de la planta baja, con el cabello arreglado de nuevo, oculta ya la fatiga de sus ojos. —¿Y adónde crees que vas? —preguntó. —A coger unos troncos —contestó Herb—. Para la chimenea. —Herb intenta demostrar que es hombre de campo —explicó George—. Me he reído de él hace un rato…, porque os perdisteis al venir hacia aquí, a eso me refiero… Y ahora quiere dejarme en ridículo. Tammie hizo pucheros. —De verdad, cariño, todos están cansados y a punto de acostarse… Y de repente te empeñas en quemar unos troncos… —Yo no estoy cansado —dijo Herb, a la defensiva—. De todas maneras, un montón de leña junto a los morillos alegraría el salón. Crearía cierto ambiente.
—Estupendo —repuso George, que no estaba de humor para discutir—. Te contrato. Eres nuestro nuevo decorador de interiores. Ahora pasa por la cocina y sal por la puerta en dirección al invernadero, pero antes de meterte allí gira a la derecha, bajo los escalones y verás un camino que sale de la parte trasera de la casa. Síguelo, bordea el garaje y verás la leñera, cerca de la valla. Estoy seguro de que no está cerrada con llave. —Mejor que te pongas un abrigo, cariño. —No me hace falta. Herb se dirigió resueltamente a la cocina. —¿Qué te parece la novia de Mike? —preguntó Tammie en cuanto estuvo a solas con George. Cogió un cigarrillo—. ¿Crees que es la mujer adecuada para él? —Oh, ya la conocía. Ideal. Fue Ellie la que los presentó, ¿sabes? —¡No me digas! ¿Dónde, en la playa, el verano pasado? —Sí. —¿Y qué te ha parecido Ellie esta noche, dando una conferencia con ese libro? —Oh, ella se entusiasma un poco con el sonido de su voz, eso es todo. —Vio los libros que Ellie había dejado en la mesa de bridge y se acercó. Debían estar en la biblioteca. En el salón sólo podía haber libros forrados en piel—. Ellie es una mujer muy decidida. —No lo dudo. ¿Has visto cómo domina a Milt? Cuando ha decidido que era hora de salir, asunto concluido, él ha tenido que obedecer. Igual que… —Miró hacia la ventana—. Vaya, aquí llega Herb con la leña. —¿Qué, tan pronto? No, debe de haberse perdido. Me extraña que llegue por la parte delantera. Tras un profundo suspiro, abrió la caja verde. Las cartas se esparcieron por la mesa. Phyllis entró en el salón secándose las manos con un trapo de cocina. George levantó varios triunfos menores, luego una carta de figura. La Torre. El destello de un rayo, muros de piedra desmoronándose y a lo lejos el mar embravecido. Dejó la carta a un lado. Sin saber por qué, deseaba que Herb no hubiera salido de la casa.
—Eh, cariño, ¿has cerrado con llave la puerta de atrás? —Aún no. ¿Por qué? —Se dirigió a la ventana y echó las cortinas—. ¿Todos listos para ir a la cama? Voy a buscar sábanas limpias. —Oye, ¿seguro que no es una molestia? —preguntó Tammie. Se levantó. Herb y yo podemos arreglarnos con estos sofás, ¿sabes? Oyeron ruido de pisadas en la grava. —¡Tonterías! Vamos arriba, arreglaremos el dormitorio y cuando bajemos los hombres tendrán el fuego encendido. George no alzó la vista. Estaba absorto, repasando las cartas en busca de una en particular. —Y desayunaremos chocolate. ¿No es estupendo? En el exterior sonó un agudísimo silbido. Algo golpeó sordamente la puerta. Tammie, que era la que estaba más cerca, fue al recibidor. Cuando su mano aferró la perilla, George abrió la boca. Retrocedió de forma tambaleante y dejó caer la carta y lo que tan ferozmente le miraba en ella. —¡No, Tammie, no! —chilló cuando su amiga abrió la puerta. Pero ya era demasiado tarde. Un cuerpo gris tapaba el umbral, empañaba la noche… Y del mismo modo que en la carta, aquel cuerpo se volvió para mirar a George.
Destemple BERNARD TAYLOR
Hay rasgos sombríos incluso en el más brillante de los días si uno decide buscarlos; y hay cierta brillantez en lo sombrío, para ser justos. Lo que a veces se precisa, por tanto, es una mezcla de ambas cosas, que una parezca ser la otra hasta tal punto que lo que parece ser, no es. Quizás. En un momento dado, jugar a «fingir» nos empuja a algo más que un simple juego. Bernard Taylor es autor de Sweetheart, Sweetheart (Amor, amor), el mejor relato contemporáneo de fantasmas, sin excepción. Vive en Londres, donde también trabaja como actor y guionista cinematográfico.
—¡Oh, el veintiuno, no! —dijo Paul Gunn—. ¿Por qué has elegido esa fecha? —No la elegí yo. Es el día normal de la reunión: el tercer viernes del mes. —Sylvia sacudió la cabeza—. No podía hacer nada. —Podías haber logrado que la maldita reunión se celebrara en otro sitio, ¿no? ¿Tiene que ser aquí? —Me toca a mí —dijo Sylvia, suspirando—. Además, soy la presidenta… Y, aparte de eso, no lo pensé, supongo. No esperarás que me acuerde de todo. —No, pero sí espero que recuerdes las cosas importantes. —Emitió un sonido de exasperación—. ¿No puedes cambiarlo? Es malo hasta en el peor de los casos, pero cuando la maldita casa está llena de gente… —Sólo quedan tres días —dijo Sylvia, intentando que él lo entendiera —. Planeamos la reunión hace semanas y ya es demasiado tarde para cambiarla. —Miró a Paul con aire suplicante—. Oh, por favor, no te enfades. Estarás a gusto. Nadie te molestará. Pero él se negaba a oír súplicas, no quería calmarse, y Sylvia lo vio recoger el periódico, muy enfadado, abrirlo de modo innecesariamente rudo y sumirse en su contenido. Fin de la conversación, como siempre. Las morenas manazas de Paul eran muy oscuras sobre el fondo blanco del papel. Era por el vello. Espeso y negro, el pelo conseguía que sus manos parecieran más grandes. Seguramente una atracción para algunas mujeres,
pensó Sylvia. Pero no para ella. Ya no…, suponiendo que lo hubiera sido alguna vez. Pero era un rasgo atractivo para Norma Russell, Sylvia estaba convencida. Norma, con sus medidas de modelo, 88 × 60 × 90, sus pómulos salientes y su terso cabello rubio. El hirsuto cuerpo de Paul era el detalle preciso para atraerla. Si era cuestión de aspecto físico, reflexionó Sylvia, era evidente que ella no podía compararse con una mujer como Norma. Oh, en tiempos ella había sido bonita, vaga, oscuramente bonita, pero de eso hacía años. Bien, ella no había hecho ningún esfuerzo, ¿no? ¿Y para qué iba a esforzarse ahora, cuando no había motivo? Y ya no había motivo. Más que eso, para ella sería el colmo de la estupidez aceptar el fastidio de emperejilarse cuando prácticamente el único hombre que la miraba era su esposo…, y cuando él la miraba ni siquiera la veía. Sí, absurdo, por no decir algo peor. Paul, por otra parte, parecía haber ido mejorando su presencia y su aspecto con el paso de los años, como por un método de sobrealimentación. El éxito se reflejaba con claridad en su persona, en su forma de vestir y en su cuerpo…, y en sus mujeres. Sí, tenía mejor aspecto. Consecuencia, suponía Sylvia, de la satisfacción y la complacencia. Le lanzó una mirada de odio mientras él perdía el tiempo, protegido por el escudo de su periódico. Luego dio media vuelta y fue arriba. Aquella casa, igualmente, era una muestra del éxito de Paul. Apartada en Tallowford, un pueblecito de Yorkshire, la vivienda era inmensa y de irregular construcción, exquisitamente amueblada; otro testimonio de los años de esfuerzo que él había dedicado a su compañía constructora, en ese momento una de las pequeñas empresas más lucrativas de la cercana Bradford. Ya en su estudio, Sylvia tomó asiento ante su elegante escritorio estilo Luis XIV, genuino. Abrió su diario y consultó de nuevo la fecha de la reunión. El día 21. No había error. Luego estudió la lista del comité del Círculo Femenino. Iban a ser seis. En las dos últimas reuniones sólo habían sido cinco: ella, Pamela Horley, Jill Marks, Janet True y Mary Drewett. En
esta ocasión, sin embargo, volverían a ser seis. Habían encontrado sustituía para Lilly Sloane después de que ésta se mudara…, una sustituta propuesta por la misma Sylvia y aceptada tras votación unánime por las demás mujeres: Norma Russell. Norma, naturalmente, había aceptado gustosamente el puesto que le ofrecían en el comité. «Bien, si me queréis allí y creéis que puedo ser útil…», había dicho ella. Pero ni por un momento engañó a Sylvia. Ella sabía perfectamente que las ansias de Norma derivaban de un hecho concreto: puesto que una de cada tres reuniones se celebraba en el hogar de los Gunn, estar en el comité sólo podía conducir a más encuentros entre ella y Paul… Sylvia repasó la lista metódicamente y habló por teléfono con las componentes del comité para comprobar que todas acudirían el día 21. Con todas excepto con Norma. El teléfono de ella comunicaba. Pero Sylvia no tenía motivo de preocupación; si podía contar con alguien con seguridad, ese alguien era Norma. Tras dejar a un lado los papeles, Sylvia se dio la vuelta en el sillón y miró alrededor. No se había reparado en gastos en aquella habitación. El resto del mobiliario era tan elegante como el escritorio donde se apoyaba su codo, tan elegante como el del dormitorio contiguo, el dormitorio donde ella dormía sola…, excepto las noches en que Paul se presentaba y la usaba para aliviar sus frustraciones… Así habían ido las cosas. Así continuarían…, a menos que se hiciera algo para impedirlo. Oh, ella estaba a salvo, lo sabía, suficientemente a salvo en el continuo de sus comodidades materiales. Aunque a Paul sólo le gustara verla de espaldas, jamás se divorciaría de ella…, ni tan sólo la abandonaría. Él sabía en qué lado de su pan estaba la mantequilla, perfectamente. De ahí el bienestar en que la mantenía. Y eso, con toda seguridad, era en parte la razón de que estuviera resentido con su esposa: el hecho de saber que estaban irrevocablemente unidos, en la enfermedad y en la muerte, hasta el fin de sus días…, porque él dependía de ella. ¿Por qué, se preguntaba Sylvia de vez en cuando, no lo abandono yo? Pero ¿qué conseguiría con eso? Paul no pagaría su manutención, y ella no
poseía conocimientos para desempeñar alguna ocupación particular. Durante los últimos veinticinco años sólo había conocido esa vida: estar casada con un hombre cuya gratitud por la comprensión de su esposa no había mermado en ningún momento… Pero a pesar de todo, pensó Sylvia, ella habría podido soportar la situación… de no haber sido por las aventuras de Paul. Una tras otra, esas aventuras habían salpicado sus años de vida matrimonial. Y en este punto era ella la resentida, no sólo por la infidelidad de él, no sólo porque la rechazaba, sino porque además Paul ofrecía a las otras lo que jamás le ofrecía, lo que jamás le había ofrecido a ella…, o al menos no después de los primeros meses de noviazgo. Las otras tenían la ventaja de que sólo veían el lado bueno de Paul, la jovialidad, la caballerosidad, la solicitud. Ella, por su casi total aceptación de la persona real, estaba condenada a soportar todo, defectos incluidos. Sylvia se levantó del escritorio y permaneció inmóvil en la silenciosa habitación. Las cosas no podían continuar así. Y no continuarían así. No, después del día 21 no seguirían igual. A partir del día 21 habría cambios. Norma Russell sería la última, ella se aseguraría de eso. Después de Norma no habría más aventuras. Al bajar encontró a Paul al teléfono. Él se sobresaltó ligeramente al verla repentinamente delante. —Bueno, Frank —dijo temblorosamente, con una voz cargada de malicia y no poco sentimiento de culpabilidad—, creo que tendremos que dejarlo hasta la reunión de la semana próxima… Entonces lo discutiremos detalladamente… Y Sylvia sonrió secretamente al pasar junto a él mientras comprendía por qué el teléfono de Norma estaba comunicando, contenta porque ellos creían que era muy fácil engañarla. A ella, no. A Frank, sí. Ella era mucho más lista de lo que ellos podían soñar. Ciertamente muchísimo más lista que aquella necia de Norma, Norma con su sonrisa tonta, sus zapatos Gucci, su perfume Charlie y sus gafas de sol Dior. Norma Russell, con sus elegantes modales y su carácter presumido y sabelotodo no lo sabía todo ni mucho menos.
Aún no. Se enteraría a su debido tiempo.
Ese viernes, Paul salió temprano de su oficina, llegó a su casa y se desplomó en el sofá diciendo que le dolía la cabeza. Sylvia supuso perfectamente cómo debía sentirse él, pero la poca simpatía que en tiempos había experimentado por su esposo se había esfumado por completo. Cenaron pronto y en cuanto terminaron Paul subió al desván. Sylvia hizo lo mismo al cabo de un rato, abrió la puerta en silencio y observó el interior. Paul dormía profundamente. Sylvia dio un paso atrás, cerró la puerta con llave y echó los cerrojos. Aguzó el oído un momento pero ningún sonido era audible al otro lado de la gruesa puerta de roble. Dio media vuelta y bajó la escalera a fin de prepararse para la reunión. Todas las mujeres llegaron con escasos minutos de diferencia hacia las ocho, y con el café ya preparado abordaron con gran rapidez las tareas de la noche. Esas tareas eran la próxima fiesta de verano y la participación en ella del Círculo Femenino. La discusión discurrió sin problemas, y así debía ser, ya que todas ellas, con la excepción de Norma, habían colaborado en la organización de una decena de actos similares en el pasado. Finalmente, todo estuvo resuelto y Sylvia resumió los resultados de la discusión. —Bien, pues —dijo—, creo que ya está todo. Tú, Pam, y tú, Janet, actuaréis juntas y organizaréis los refrescos y el concurso de cocina. Y vosotras, Jill y Mary, os ocuparéis de la venta de artículos donados. —Tras sonreír a Norma, que le devolvió la sonrisa, Sylvia prosiguió—. Y sólo quedamos Norma y yo para los artículos de fantasía y el puesto de objetos raros. ¿De acuerdo? Los siguientes cuarenta minutos los pasaron tomando más café y comentando en general los mejores detalles de sus diversas tareas. Se habló mucho de «personas dispuestas», «colaboradores» y «generosos donantes»; algunos apellidos brotaron en todos los labios, y las mujeres manifestaron interminablemente sus esperanzas de que en el día señalado el tiempo se portara bien con ellas. Sylvia empezó a pensar que la reunión no acabaría
nunca; nunca hasta entonces le había parecido tan absurda la conversación de sus amigas. Pero, claro estaba, nunca hasta entonces había tenido asuntos tan graves en su cabeza. Pero por fin llegó la hora, las diez menos cuarto. La reunión se dio por concluida. Todas se levantaron para marcharse, hubo un coro de «buenas noches» y Sylvia cogió por la manga a Norma. —Ah, Norma… ¿tienes que irte enseguida? —No, ¿por qué? La expresión de ansiedad-por-complacer de Norma no engañó ni un segundo a Sylvia. En ese momento Norma era igual que un gato que ha descubierto la leche; no sólo la habían admitido en el comité sino que además la habían elegido para trabajar en estrecho contacto con Sylvia. A partir de entonces tendría una excusa sólida para telefonear o visitar la casa prácticamente a cualquier hora. Sylvia sonrió con la máxima dulzura y naturalidad que le era posible en aquellas circunstancias. —Estaba pensando si te importaría quedarte un rato más para repasar, más detalladamente, algunas cosas que tú y yo tendremos que buscar… —Naturalmente. Con mucho gusto. Cuando quieras, Sylvia, basta con que lo digas. Había cogido su bolso, pero volvió a dejarlo a un lado del sofá. En cuanto las otras componentes del comité desaparecieron en la noche, Sylvia regresó a la sala de estar. —Supongo que a Paul le disgusta estar aquí cuando se celebran estas… estas tertulias femeninas, ¿verdad? —dijo Norma mientras Sylvia tomaba asiento. —Las aborrece, querida mía. Totalmente. —Y él…, eh…, eh… ¿vuelve tarde? Ah, pensó Sylvia, obviamente Norma había comunicado a Paul que estaría presente en la reunión…, y era igualmente obvio que Paul le había dicho que estaría en otra parte. Bien, eso era comprensible. —¿Cómo? —dijo Sylvia—. ¿Qué me has preguntado? —Paul… ¿suele volver tarde cuando se celebran estas reuniones? —Oh, sí, normalmente vuelve tarde. Pero no esta noche…
Y con eso, pensó Sylvia, tendrá que seguirme el juego. Y así fue. —Ah —repuso Norma—. ¿Tiene algo de especial esta noche? Lo dijo con enorme naturalidad. —Sí, el pobrecito no ha salido. No puede. No está en condiciones. Sylvia observó a la otra, y ocultó el placer que experimentó al ver la preocupación que chispeaba en los verdes ojos de Norma. —¿Está enfermo? —No, no, sólo un poco destemplado. —Ah, qué lástima. Debiste telefonear y anular la reunión. ¿No lo habremos molestado con tanto parloteo? Sylvia meneó la cabeza. —No, no habrá oído una sola palabra. Está en el desván. En su guarida, como dice él. Tiene una cama allí…, bien lejos de todo. Es el mejor lugar de la casa para él en momentos como éste, cuando no se encuentra bien. En fin… —Movió su libreta de notas hacia ella como para indicar que era hora de ponerse a trabajar. Luego, de pronto, con turbada expresión, soltó el bolígrafo y se tapó la boca con una mano—. ¡Oh, Dios mío! —¿Qué sucede? Norma la miró sorprendida. Su preocupación parecía sincera. —Creo que estoy perdiendo la memoria —dijo Sylvia—. Se me va, te juro que se me va. La memoria. ¡Oh, Dios mío! —¿Qué pasa? —Esta tarde me comprometí a llevar algunas cosas a casa de la señora Harrison. Ella no puede salir, por culpa de su pierna, y su hija viene a comer mañana. Esta tarde le hice todas las compras… y aún están aquí, en la cocina. —Miró el reloj—. Las diez en punto. Seguro que ha estado esperándome todo el día. Qué espantoso. —Se recostó como si meditara y añadió—: Sé que no se acuesta hasta muy tarde… Creo que la llamaré y le llevaré las cosas. No tendré oportunidad por la mañana, lo sé… Mientras acababa de hablar Sylvia estaba abriendo ya su agenda en busca del número de la señora Harrison. Lo marcó y ésta respondió casi al momento. Le complació mucho oír la voz de Sylvia. No, dijo, no se había acostado. Estaba viendo el campeonato de dardos «por la tele»…, y tras una
risita agregó que le gustaban mucho los hombres robustos. No queriendo obtener un no por respuesta, Sylvia dijo que iba a salir inmediatamente con su bicicleta para llevarle la compra. Al fin y al cabo, sólo había tres kilómetros de distancia y en Tallowford no había nadie capaz de causar daño. Sylvia se había puesto el abrigo y estaba cogiendo la cesta cuando fingió recordar que Norma continuaba allí. —Oh, Norma, querida mía —dijo—. Después de pedirte que te quedaras tengo que salir corriendo. Te pido excusas. ¿Qué estarás pensando de mí? —Pienso que eres una persona muy amable —dijo Norma, sonriendo tontamente—. Eso pienso. Y Sylvia, a pesar de que odiaba a la criatura, no pudo menos que pensar: «Cuán cierto». Se colocó mejor el asa de la cesta en su brazo. —Mi bicicleta está aquí al lado —dijo—. ¿Querrías ser mi ángel de la guarda y asegurarte de que he apagado el gas y no hay colillas encendidas por ahí?… Ah, y si por casualidad Paul me llama dile que volveré dentro de una hora, tal vez un poco más. ¿Te importaría? —Se dirigió a la puerta—. Sabrás salir sola, ¿no? Sin apenas oír la respuesta de Norma, Sylvia abrió la puerta y fue hacia la bicicleta. Luego, tras asegurar bien la cesta, montó e inició el pedaleo. La noche era tan brillante cuando aceleró por la solitaria carretera comarcal que prácticamente no le hacía ninguna falta el faro de la bicicleta.
Desde la ventana, Norma contempló el rojo fulgor de la luz trasera de Sylvia hasta que desapareció. Después hizo una rápida comprobación de las espitas de gas y los ceniceros. Todo estaba bien. Sí, todo estaba bien. Todo iba a la perfección. En el pasillo permaneció muy quieta y miró la escalera. Luego, al cabo de unos segundos, empezó a subir. No encendió las luces. No podía arriesgarse a que algún lugareño la viera por una ventana.
Él estaba en el desván, había dicho Sylvia. Norma siguió subiendo, pasó por la segunda planta y se dirigió al siguiente tramo de escalera…, más estrecha y con recodos. Al llegar arriba se detuvo y dudó un momento antes de hablar. —¿Paul?… —dijo en voz baja. Silencio. Y entonces oyó un ruido. Procedía de la puerta, dos metros a su derecha. Al avanzar hacia ella vio para su horror que estaba cerrada con llave y cerrojos. ¡Sylvia había encerrado a Paul! ¿Cómo había podido hacer eso? Pero la llave estaba en la cerradura. La hizo girar, y acto seguido descorrió los cerrojos. Luego agarró el puño, abrió la puerta y entró. —¿Paul?… Se hallaba de espaldas a la cerrada puerta mientras musitaba el nombre de él a oscuras. —¿Paul? Paul, ¿estás ahí? Soy yo, Norma. He venido a hacerte una visita sorpresa… La habitación estaba sumida en sombras. Norma no veía nada. Pero oía algo. ¿La respiración de Paul? —Paul, ¿eres tú? —Aquel ruido no parecía brotar de Paul—. Sylvia ha dicho que no te encontrabas muy bien esta noche. Vengo a animarte un poco…, ¡si es que puedo! Rió nerviosamente en la oscuridad. El sonido de aquella respiración era algo más audible, se acercaba. —Paul —dijo ella—. ¿Estás ahí?… Vamos, hombre… No hagas el tonto… De pronto la luna, la luna llena, dejó de estar tapada por nubes. De pronto la habitación quedó inundada de luz. Norma vio los barrotes en la ventana, gruesos barrotes metálicos. También reparó en la ausencia total de muebles. Sólo había paja en el suelo. Percibió igualmente el fuerte hedor animal que impregnaba el aire alrededor de ella. Y en ese momento vio que Paul avanzaba hacia ella. A la brillante y plateada luz de la luna llena, Paul se lanzó hacia ella y Norma se notó agarrada por una enorme zarpa e impulsada hacia el
descomunal hocico y los largos colmillos que sobresalían vorazmente. Oyó el sonido gutural que brotaba de la garganta de Paul. El sonido que intentó salir de la garganta de Norma, un flojo y suplicante grito de terror, se apagó antes de que ella tuviera oportunidad de chillar.
En casa de la señora Harrison, Sylvia miró su reloj. Eran casi las once. Dejó su taza en la mesa, se levantó y cogió la cesta vacía. Le había encantado estar allí, dijo, pero debía regresar. Tenía que recoger muchas cosas. Además, Paul podía despertar y se sentiría preocupado por ella. Nunca se despertaba, normalmente, aunque podía ponerse muy raro cuando estaba destemplado. —La culpa será seguramente de la luna llena —dijo la señora Harrison, riéndose tontamente—. ¿Has visto que hay luna llena esta noche? Te aseguro que eso tiene importancia para ciertas personas. Tal vez no lo creas, pero estoy convencida de que afectaba a mi marido. Solía dejarse toda la comida. No probaba bocado. Sylvia observó por la ventana la enorme y blanca faz de la luna. —Oh, bueno —repuso con una sonrisita—. No puedo decir que a Paul le pase lo mismo. A él se le abre un apetito voraz.
El club del sol RAMSEY CAMPBELL
La vida, nos querrán hacer creer algunas personas, sería terriblemente sencilla si tan sólo se nos permitiera expresar nuestras emociones con más libertad, dejar de lado cualquier restricción y comportarnos, nosotros y nuestro prójimo, con honradez y sinceridad. El problema, no obstante, reside en las definiciones de «sinceridad», «honradez» y «sencillez». ¿Quién decide cuáles son las correctas? ¿Y quién, por la misma razón, puede juzgar realmente si la sinceridad está mirándonos cara a cara? Hay quien opina que no siempre es beneficioso saber todo lo que piensa otra persona. Ramsey Campbell ha obtenido los premios World y British Fantasy Award por varios de sus relatos, sus novelas —la más reciente es The Nameless (El sin nombre)— han sido nominadas para los mismos premios, y además es un soberbio compilador. Vive en Inglaterra con su esposa Jenny y una cada vez más numerosa familia, y se luce tanto más cuanto más tétrico es.
—¿Será la última sesión? —preguntó Bent. Cerré su expediente encima de mi escritorio y miré al hombre para detectar impaciencia o súplica, pero sus ojos se habían llenado de puesta de sol tanto como de sangre. Estaba atento al gato que había al otro lado de la ventana; el animal aguardaba agazapado en el balcón mientras el capullo de araña, un blando trozo de mármol blanco en un rincón del cristal, bullía con la actividad de un agitado nacimiento. Bent se agarró a mi escritorio y miró ferozmente al gato, que había avanzado poco a poco por el balcón desde el despacho contiguo. —Va a matarlas, ¿no es cierto? —preguntó Bent—. ¿Cómo puede tener esa sangre fría? —Siente atracción por las arañas —sugerí. Naturalmente, ya lo sabía. —Supongo que eso se relaciona con la carne cruda. —En realidad, sí. Sí, volviendo a su pregunta, ésta podría ser la última sesión. Quiero comentarle los datos que me facilitó sometido a hipnosis. —¿Lo de los ajos? —Los ajos, sí, y las cruces. Bent se sobresaltó y consiguió dominarse con una sonrisa. —Cuéntemelo, pues —dijo. —Por favor, siéntese un momento —rogué yo mientras bordeaba el escritorio para interponerme entre él y el gato—. ¿Cómo ha ido la jornada?
—No he podido trabajar —murmuró—. Estaba despierto pero pensaba una y otra vez en el comedor de la empresa. Todas aquellas puercas riéndose y señalando. Tiene que deshacerse de eso. —Esté seguro, lo haré. —Lo devolveré a la cadena de producción antes de que se entere, pensé—. Aunque hay logros más importantes. —¡Pero todos me vieron! —exclamó—. ¡Ahora todo el mundo mirará! —Mi querido señor Bent…, no, Clive, ¿puedo llamarle Clive?… Debe recordar, Clive, que todos los días, en los comedores, se piden platos más raros que carne cruda. Siempre puede explicar que es para curar una resaca. —¿Cuando ni siquiera yo sé el porqué? No quiero esa carne —dijo con vehemencia—. Yo no la quería. —Bien, al menos ha venido a verme. Quizá podamos encontrar una alternativa a la carne cruda. —Sí, sí —repuso esperanzado. Aguardé, contemplando mientras tanto las paredes de mi despacho, alisadas por la pintura color verde claro. Por un momento me sentí encerrado en la obsesión de Bent, y tuve que hacer una pausa para recordar el porqué. Al bajar la vista descubrí que la estilográfica que sostenía en mi mano estaba trazando apresuradas cruces en el papel secante, y rápidamente puse éste del revés. Durante un instante temí una recaída. —Tiéndase —sugerí—, si ello le hace sentirse cómodo. —Trataré de no dormirme —dijo, y en tono más esperanzado añadió—: Casi es de noche. En cuanto estuvo tumbado en el sofá bajó la vista hacia sus manos apoyadas en el pecho. Descubiertas, se separaron rápidamente. —Relájese tanto como pueda —dije—, no se preocupe de cómo lo hace. Y vi que sus manos, poco a poco, se unían cómodamente sobre su pecho. Las mangas le apretaban a la altura de los codos, y él se incorporó para sacarse la chaqueta. Se había quitado el sombrero al entrar en el despacho, aunque con la amplia ala negra del mismo, más los guantes y el alto cuello había desviado la picadura del sol de su encogida carne. Yo acababa de forzar a su cuerpo a salir de la negrura y su mente seguía el ejemplo, tanteaba tímidamente desde las defensas que la habían rodeado.
—¡Vale! —exclamó como si estuviéramos jugando al escondite. Me situé entre el sofá y la ventana para ver sus expresiones. —Muy bien, Clive —dije—. La última vez me habló de un restaurante donde sus padres habían sostenido una discusión. ¿Recuerda? Su semblante se agitó como agua agitada. Pero detrás de sus párpados había silencio. —Hábleme de sus padres —dije por fin. —Pero si ya lo sabe —dijo su comprimida cara—. Mi padre era bueno conmigo. Hasta que se hartó de las discusiones. —¿Y su madre? —¡Ella no lo dejaba en paz! —exclamó cegadoramene su cara—. Tantas biblias que ella sabía que él no quería, para decirle que debía acompañarla a la iglesia, sabiendo que a él le daba miedo… —Pero no había nada que temer, ¿no es cierto? —Nada. Usted lo sabe. —Pues ya lo ve, él era un hombre débil. Recuerde eso. Bien, ¿por qué se pelearon en el restaurante? —No lo sé, no puedo recordarlo. ¡Dígalo usted! ¿Por qué no lo dice usted? —Porque es importante que lo diga usted. Como mínimo recuerda el restaurante. Adelante, Clive. ¿Qué había encima de su cabeza? —Arañas de luces —dijo en tono de fatiga. Una franja de sol poniente se alzaba junto a sus ojos. —¿Qué otras cosas ve? —Esas cubiteras con botellas dentro. —¿No ve bien? —No, hay poca luz. Velas… Su voz permaneció paralizada. —¡Ahora ve, Clive! ¿Por qué? —¡Llamas! Ll… ¡Las llamas del infierno! —Usted no cree en el infierno, Clive. Me lo dijo cuando estaba hipnotizado. Probemos de nuevo. ¿Llamas?
—Estaban…, dentro de ellas había… ¡la cara de un hombre, fundiéndose! Yo vi que se acercaba, pero nadie estaba mirando… —¿Por qué no miraban? Su temblorosa cabeza se apretó al sofá. —¡Porque venía hacia mí! —No, Clive, en absoluto. Porque ellos sabían qué era. Pero él no quería hablar. Aguardé, mirando hacia la ventana para que él tuviera que reclamar mi atención. Las diminutas arañas se agitaban como inquieto caviar. —Bien, explíquese —dijo esquivamente, con voz triste. —Hay una docena de restaurantes donde podría ver a su hombre en llamas, en cualquiera de ellos. Ahora comienza a entender por qué ha dado la espalda a cualquier cosa que sus padres consideraban natural. ¿Cuántos años tenía entonces? —Nueve. —¿Lo ve claramente? —Ya sabe que no comprendo estas cosas. ¡Ayúdeme! ¡Para eso le pago! —Estoy ayudándole, y casi hemos llegado al final. Todavía no ha empezado a comer. —No quiero. —Claro que quiere. —¡No! No… —No… Al otro lado de la ventana, sobre el fondo de un cielo salpicado por rayas de tigre, el gato se puso tenso para saltar. —¡No cuando mi padre no puede! —musitó roncamente Bent. —¡Siga, siga, Clive! ¿Por qué no puede él? —Porque no le sirven la carne como a él le gusta. —¿Y su madre? ¿Qué hace ella? —Está riéndose. Dice que ella comerá de todas formas. Está mirando a mi padre cuando traen…, oh… Su cabeza se movió a tirones. —¿Sí?
—Carne… —¿Sí? —¡Ga! ¡Ga! —Podía ser un sollozo, o que estaba atragantándose—. ¡Ajo! —exclamó, y tembló. —¿Su padre? ¿Qué hace él? —Está levantándose. ¡Siéntate! ¡No! Ella repite todo, que es sacrílego comer carne… Él, oh, arranca el mantel de la mesa, todo cae encima de mí, todo el mundo mira, ella le pega, él la coge por el pelo, ella le muerde y luego chilla, él sonríe, ¡él está sonriendo, lo odio! Bent se estremeció y se desplomó en las tinieblas. —Abra los ojos —dije. Se abrieron mucho, confiados, protegidos por el crepúsculo. —Permítame explicarle qué veo yo —dije. —Creo que comprendo algunas cosas —musitó. —Sólo escuche. ¿Por qué tiene miedo de los ajos y las cruces? Porque su madre destrozó a su padre con esas cosas. ¿Por qué quiere y sin embargo no quiere carne cruda? Para ser como su padre, que usted sabía perfectamente era un hombre débil, para ser más fuerte que el hombre que acabó destrozado. Pero ahora sabe que él era débil, sabe que usted es más fuerte. Más fuerte que las mujeres que se burlan de usted porque saben que usted es fuerte. Y si usted conserva el gusto por la carne con mucha sangre, hay locales que se la servirán. ¿La luz del sol que usted teme? Eso es el hombre en llamas, que a usted le aterrorizaba porque creía que su padre estaba condenado a ir al infierno. —Lo sé —dijo Bent—. Sólo era un camarero que estaba asando carne. Encendí la lámpara del escritorio. —Exacto. ¿Se siente mejor? Tal vez estaba palpando su mente para comprobar si había algo roto. —Sí, creo que sí —dijo por fin. —Se sentirá mejor. ¿No es cierto? —Sí. —Sin vacilación. Correcto. Pero, Clive, no quiero que tenga dudas en cuanto salga de este despacho. Aguarde un momento. —Saqué mi billetero
—. Le doy una tarjeta de un club del centro, el Club del Sol. Diga que va de parte mía. Descubrirá que muchos miembros del club han pasado por una experiencia similar a la de usted. Eso le resultará provechoso. —De acuerdo —dijo mientras miraba la tarjeta con la frente arrugada. —Prométame que irá. —Iré —prometió—. Usted sabe más que yo. Se abotonó el abrigo. —¿Piensa quedarse con el sombrero? No, no lo conserve. Tírelo a la basura —dijo jactanciosamente. Se volvió cuando estaba en la puerta y miró algo situado detrás de mí—. Nunca me ha explicado para qué tiene esas arañas. —Ah, ¿ésas? Simplemente un poco de sangre. Observé la oscilación de su cabeza mientras bajaba los nueve tramos de escalera. Tal vez acabara durmiendo durante la noche y saliendo de día, pero los retoques importantes estaban hechos: Bent había emprendido el camino de aceptar lo que era. Una vez más agradecí la existencia de turnos de noche. Volví al escritorio y puse en orden el expediente de Clive Bent. Más tarde podía pasarme por el Club del Sol, para familiarizarme con Bent y otras caras. Luego, durante un momento, sentí un temor irritante. Bent podía toparse con Mullen en el club. Mullen era otro que había recurrido a mí para que lo curara, sin saber que la única cura era la muerte. Al recordar que Mullen había partido hacia Grecia meses antes, me tranquilicé…, ya que había aliviado los temores de Mullen con la misma historia, la carne cruda y los ajos, los padres discutiendo de la Biblia… De hecho las cosas no habían sucedido así (mi madre provocó el alboroto en la mesa del comedor y había una cruz) pero yo estaba ya más familiarizado con la versión práctica. El gato arañó la ventana. Al acercarme a él, los ojos del animal quedaron reducidos a oscuras rendijas, y su cuerpo se tensó. Aguardé y abrí bruscamente la ventana. El gato maulló y cayó. Nueve pisos: difícil sobrevivir, aun tratándose de un gato. Contemplé las luces de la ciudad, las luces que se apiñaban hacia el negro horizonte. Y las menudas arañas, rojas
e inquietas, flotaron en sus hilos lejos de la ventana, para retroceder después y posarse suavemente, igual que una lluvia de sangre, en mi cara.
Entre los muertos GARDNER DOZOIS y JACK DANN
Los horrores inherentes a este tema son muy obvios. Pensar que sería posible aumentarlos mediante una pincelada de Fantasía Siniestra y el reconocimiento de lo que un ser humano puede hacer (y hará) cuando se le ofrece la oportunidad precisa en el momento adecuado, no es simplemente añadir ácido a la quemadura. Éste es un relato de terror en todo el sentido de la palabra. Gardner Dozois vive en Filadelfia, es autor de la aclamada novela Strangers (Extraños) y ha compilado, tanto con Jack Dann como por su cuenta, la flor y nata de las antologías editadas en la última década. Jack Dann vive en Binghamton, Nueva York, y es autor de obras tan apreciadas como Junction (Empalme) y Timetripping (Viaje en el tiempo). Escribe con poca frecuencia, pero con una fuerza tan suave como la de un martillo.
Bruckman descubrió que Wernecke era un vampiro cuando ambos fueron a la cantera aquella mañana. Estaba agachado para coger una gran piedra cuando creyó oír algo en la hondonada cercana. Miró alrededor y vio a Wernecke inclinado sobre un Musselmann, un muerto viviente, otro hombre que no había podido soportar la terrible realidad del campo de concentración. —¿Necesitas ayuda? —preguntó Bruckman en voz baja. Wernecke alzó la cabeza, sorprendido, y se tapó la boca con la mano, como si indicara a Bruckman que guardase silencio. Pero Bruckman estaba convencido de haber visto manchas de sangre en la boca de Wernecke. —El Musselmann, ¿está vivo? —Wernecke había arriesgado su vida a menudo para salvar a algún prisionero. Pero ¿arriesgar la vida por un Musselmann?—. ¿Qué pasa? —Fuera. De acuerdo, pensó Bruckman. Mejor dejarlo en paz. El hombre estaba pálido, quizás tenía tifus. Los guardianes lo trataban con gran dureza, y Wernecke era el prisionero de más edad de la cuadrilla. Que se sentara un momento y descansara. Pero ¿y esa sangre?… —¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo? —gritó a Bruckman uno de los jóvenes guardianes de las SS. Bruckman cogió la piedra y, como si no hubiera oído al nazi, se alejó de la hondonada, caminando hacia el oxidado carretón situado en los carriles
que llevaban a la valla de alambre de púas del campo. Intentaría desviar la atención del guardián. Pero éste le gritó que se detuviera. —Descansando un poco, ¿eh? —preguntó, y Bruckman se puso tenso, preparado para recibir una paliza. Aquel guardián era nuevo, iba pulcramente vestido, sin una mancha…, y era una incógnita. Se acercó a la hondonada y vio a Wernecke y al Musselmann. —Ajá, así que tú amigo está cuidando enfermos. Hizo un gesto para que Bruckman lo siguiera a la hondonada. Bruckman había hecho lo imperdonable: metido en un lío a Wernecke. Maldijo en silencio. Llevaba en aquel campo de concentración el tiempo suficiente para saber tener la boca cerrada. El guardián dio una violenta patada en las costillas de Wernecke. —Quiero que pongas al Musselmann en el carretón. ¡Venga! Dio otra patada a Wernecke, como si acabara de pensar en hacerlo. El prisionero gimió, pero se puso en pie. —Ayúdalo a llevar al Musselmann al carretón —dijo el guardián a Bruckman. Después sonrió y trazó un círculo en el aire: el símbolo del humo, el humo que brotaba de las altas chimeneas situadas detrás de ellos. Aquel Musselmann estaría en el horno al cabo de una hora y sus cenizas pronto flotarían en el ardiente y viciado aire, igual que si fueran las partículas de su alma. Wernecke dio una patada al Musselmann y el guardián rió entre dientes antes de hacer un gesto a otro miembro de las SS que estaba observando y retroceder un par de metros. Se detuvo con las manos en las caderas. —Vamos, muerto, levántate o vas a morir en el horno —susurró Wernecke mientras se esforzaba en poner en pie al caído. Bruckman ayudó al tambaleante Musselmann, que gemía débilmente. Wernecke le dio un bofetón. —¿Quieres vivir, Musselmann? ¿Quieres volver a ver a tu familia, notar el tacto de una mujer, oler a hierba después de segarla? Pues muévete. El Musselmann arrastró los pies entre Wernecke y Bruckman.
—Estás muerto, ¿eh, Musselmann? —lo provocó Bruckman—. Tan muerto como tu padre y tu madre, tan muerto como tu cariñosa esposa, si es que alguna vez tuviste una, ¿no? ¡Muerto! El Musselmann gimió y sacudió la cabeza. —No está muerta, mi mujer… —Ah, habla —dijo Wernecke, en voz lo bastante alta para que la oyera el guardián que caminaba un paso detrás de ellos—. ¿Tienes nombre, cadáver? —Josef, y no soy un Musselmann. —El cadáver dice que está vivo —comentó Wernecke, de nuevo en voz alta para que el nazi lo oyera. Luego, en un susurro, añadió—: Josef, si no eres un Musselmann, debes trabajar ahora, ¿lo entiendes? Josef tropezó y Bruckman lo agarró. —No lo toques —dijo Wernecke—. Que camine él solo hasta el carretón. —Al carretón no —tartamudeó Josef—. La muerte no, no… —Entonces agáchate y coge piedras, demuestra al cerdo del guardián que puedes trabajar. —No puedo. Estoy enfermo, soy… —¡Un Musselmann! Josef se agachó, cayó de rodillas, pero cogió una piedra y se levantó con ella en la mano. —Ya lo ve —dijo Wernecke al nazi—, aún no está muerto. Todavía puede trabajar. —Te he ordenado que lo lleves al carretón, ¿no es cierto? —dijo el guardián, malhumorado. —Demuéstrale que puedes trabajar —dijo Wernecke a Josef—, o seguramente vas a ser humo. Y Josef se alejó de Wernecke y Bruckman dando tumbos, inclinado como si fuera detrás de la piedra que sostenía. —¡Cogedlo! —gritó el guardián. Pero su atención se vio desviada de Josef por otros prisioneros que, intuyendo complicaciones, estaban congregándose en las cercanías. Otro
guardián se puso a chillar y a dar patadas a los hombres más cercanos, y el nuevo lo ayudó. De momento, se había olvidado de Josef. —Pongámonos a trabajar, no sea que venga otra vez —dijo Wernecke. —Siento haber… Wernecke se rió e hizo un agitado gesto con la mano: humo ascendiendo. —Todo es azar, amigo mío. Suerte. —De nuevo la risa—. Ha sido un pecado venial —y su semblante pareció oscurecerse—. Pero no lo hagas otra vez, no sea que piense que tú eres gafe. —Carl, ¿te encuentras bien? —preguntó Bruckman—. He visto sangre cuando… —¿Te sangran las llagas de los pies por la mañana? —repuso Wernecke, enojado. Bruckman asintió, sintiéndose estúpido y turbado. —Lo mismo pasa con mis encías. Y ahora vete, desgraciado, y déjame vivir. Se separaron y Bruckman intentó hacerse invisible, intentó imaginar que estaba dentro de las rocas, la tierra y la arena, en el aire asfixiante. Solía jugar a eso cuando era niño. Cerraba los ojos y, puesto que él no veía a nadie, fingía que nadie podía verlo. Y así era nuevamente. Fingir que los guardianes no podían verlo era una forma de sobrevivir tan buena como cualquiera. Debía otras excusas a Wernecke, otras disculpas que no podía pedir. No debía haber preguntado por la enfermedad de Wernecke. Daba mala suerte hablar de esas cosas. Así se lo había dicho Wernecke cuando él, Bruckman, llegó a los barracones. De no haber sido por Carl, que había compartido su comida con él, podía haberse convertido en un Musselmann. O estar muerto, que era lo mismo. El día era supurantemente caluroso, y tanto vigilantes como prisioneros tosían. El aire estaba viciado, el sol era una mancha en el turbio y amarillento cielo. Todos los colores eran ilógicos: las cenizas de los hornos alteraban la luz, y los hombres iban asfixiándose poco a poco con los restos de amigos, esposas y padres muertos. Los guardianes estaban reunidos
tranquilamente, hablaban en voz baja, observaban a los prisioneros, y se percibía una perversa libertad…, como si vigilantes y presos no mantuvieran ya la misma relación, como si todos fueran partes de la misma carnosa máquina. Al atardecer, los vigilantes interrumpieron la hipnosis de coger, gruñir y sudar y formaron en filas a los prisioneros. Volvieron al campo a través de los campos, junto a las vías férreas, la valla electrificada y las torres cónicas y cruzaron la entrada principal. Bruckman trató de anular un peligroso recuerdo extraviado de su esposa. La recordó como en una alucinación: ella estaba en sus brazos. El vagón apestaba a sudor, heces y orina, pero Bruckman había estado tanto tiempo allí que ya se había acostumbrado al olor. Miriam estaba durmiendo. De pronto descubrió que estaba muerta. Mientras chillaba, los olores del vagón abrumaron a Bruckman, los olores de la muerte. Wernecke le tocó el brazo, como si comprendiera, como si pudiera ver a través de los ojos de Bruckman. Y éste sabía qué estaban diciendo los ojos de Wernecke: «Otro día. Estamos vivos. Contra viento y marea. Hemos vencido a la muerte». Josef caminaba junto a ellos, pero continuaba tambaleándose mientras se deslizaba de nuevo hacia la muerte, mientras se transformaba en un Musselmann. Wernecke lo ayudaba a marchar, lo empujaba. —Deberíamos dejar morir a este hombre —dijo a Bruckman. Bruckman se limitó a asentir, pero notó que un escalofrío recorría su sudorosa espalda. Estaba viendo de nuevo la cara de Wernecke como la había visto un instante por la mañana. Manchada de sangre. Sí, pensó Bruckman, deberíamos dejar morir al Musselmann. Todos deberíamos estar muertos…
Wernecke sirvió el agua tibia con trozos de nabo que flotaban encima, el líquido que pasaba por sopa para los prisioneros. Todos se hallaban sentados o arrodillados en las toscas tablas del suelo, ya que no había sillas.
Bruckman tomó su ración, contó sorbos y bocados, hizo un esfuerzo para demorarse. Más tarde daría un mordisquito al pan que guardaba en el bolsillo. Siempre guardaba un bocado de comida para más tarde. En el mundo sin fin del campo de concentración había aprendido a ofrecerse cosas deseables. Mejor soñar con pan que perderse en el presente. Ése era el sino de los Musselmänner. Pero siempre soñaba con comida. El hambre le acompañaba todos los instantes del día y de la noche. Los momentos que pasaba comiendo realmente eran en cierto sentido los más difíciles, porque nunca había suficiente para satisfacerle. Notaba el gusto de algo blando en su paladar, y al cabo de un instante la sensación desaparecía. El vacío adoptaba forma de dolor: comer dolía. Por comida, pensó, habría matado a su padre, o a su mujer. Que Dios lo perdonara, y miró a Wernecke… Wernecke, que había compartido el pan con él, que había muerto un poco para que él pudiera vivir. «Es mejor persona que yo», pensó Bruckman. Había oscuridad en los barracones. Una simple bombilla colgaba del techo y formaba nítidas sombras en los cavernosos dormitorios. Dos hileras de tablas de metro y medio de anchura ocupaban tres lados del barracón, estantes de madera donde los presos dormían sin mantas ni colchones. En lo alto de la pared norte había una ventana de rejilla que dejaba pasar la austera luz de los focos klieg. En el exterior, las luces convertían el terreno en una cadavérica imitación del día; sólo dentro de los barracones era de noche. —¿Sabéis qué noche es hoy, amigos míos? —preguntó Wernecke. Se hallaba sentado en el fondo del barracón con Josef, que hora tras hora recuperaba su condición de Musselmann. La cara de Wernecke tenía un aspecto hueco, contraído a la luz de la ventana y la bombilla. Sus ojos estaban hundidos y en su alargada cara profundas arrugas aparecían desde la nariz hasta las comisuras de los finos labios. Su cabello era negro, y mucho menos abundante que cuando Bruckman conoció al prisionero. Era un hombre muy alto, de casi metro noventa de estatura, y ello lo hacía sobresalir entre un gentío, detalle peligroso en un campo de concentración.
Pero Wernecke tenía métodos secretos para confundirse entre el gentío, para volverse invisible. —No, dinos qué noche es hoy —dijo Bohme, el viejo loco. Que hombres como Bohme sobrevivieran era un milagro o, como pensaba Bruckman, la confirmación de que existían hombres como Wernecke, que de alguna forma encontraban fuerzas para ayudar a vivir a los demás. —Es Pascua —dijo Wernecke. —¿Cómo lo sabe? —murmuró alguien, pero poco importaba cómo lo sabía Wernecke, porque él lo sabía…, aunque en realidad no fuera Pascua en el calendario. En los pobremente iluminados barracones, era Pascua, la fiesta de la libertad, el momento de dar gracias. —Pero ¿cómo podemos celebrar Pascua sin un seder? —preguntó Bohme—. Ni siquiera tenemos matzoh —se lamentó. —Tampoco tenemos velas, ni una copa de plata para Elías, ni el hueso de pierna, ni haroset…, y tampoco celebraría yo el rito con el traif que los nazis tienen la generosidad de darnos —replicó Wernecke, sonriente—. Pero podemos rezar, ¿no? Y cuando salgamos de aquí, cuando estemos en nuestros hogares el año que viene si Dios quiere, entonces comeremos doble: dos afikomens, una botella de vino para Elías y los haggadahs que nuestros padres y los padres de nuestros padres usaron. Era Pascua. —Isadore, ¿recuerdas las cuatro preguntas? —preguntó Wernecke a Bruckman. Y Bruckman oyó su propia voz. Volvía a tener doce años y se hallaba en la mesa alargada junto a su padre, que ocupaba el lugar de honor. Sentarse al lado de su padre era un honor de por sí. «¿En qué se diferencia esta noche de las demás? Las demás noches comemos pan y matzoh. ¿Por qué esta noche sólo comemos matzoh?». —M’a nisht’ana balylah hareah…
El sueño no acudió a Bruckman esa noche, aunque estaba tan cansado que se sentía como si la médula de sus huesos estuviera borrada y sustituida con plomo. Yacía en la penumbra, notando el dolor de sus músculos, notando la ácida mordedura del hambre. Normalmente estaba tan aturdido por el cansancio que podía vaciar su mente, cerrarse y caer con rapidez en el olvido, pero no esa noche. Esa noche estaba percibiendo cosas de nuevo, el ambiente calaba en él otra vez, de un modo desconocido desde su llegada al campo. El calor era sofocante y el aire estaba cargado de hedores, de muerte, sudor y fiebre, de rancia orina y seca sangre. Los que dormían se agitaban y revolvían, como si pelearan con el sueño, y mientras dormían, muchos hablaban, murmuraban o chillaban. Vivían otras vidas en sueños, condensadísimas vidas soñadas rápidamente, porque pronto amanecería y una vez sucediera eso iban a mandarlos al infierno. Apretujado entre ellos, con durmientes apelotonados por todas partes, Bruckman pensó de pronto que aquellos pálidos cadáveres estaban muertos ya, que estaba durmiendo en una tumba. De repente vio de nuevo el vagón. Y su esposa, Miriam, estaba muerta otra vez, muerta, pudriéndose y no iban a enterrarla… Resueltamente, Bruckman vació su mente. Se encontraba desasosegado y tembloroso, y pensó si volvería a presentarse el tifus, pero no podía permitirse esa preocupación. Los que no dormían no podían sobrevivir. «Regula tu respiración, esfuérzate en relajar los músculos, no pienses. No pienses». Por alguna razón inexplicable, pese a lograr anular incluso el recuerdo de su fallecida esposa, Bruckman no pudo librarse de una imagen, la sangre en los labios de Wernecke. Había otras imágenes mezcladas con ésa, los brazos alzados y la cara levantada hacia arriba de Wernecke mientras él dirigía los rezos, el pálido y tenso rostro del tambaleante Musselmann, Wernecke levantando la cabeza, sobresaltado, mientras se hallaba inclinado sobre Josef… Pero los febriles pensamientos de Bruckman volvieron a la sangre, y vio una y otra vez en la
susurrante y fétida oscuridad: el acuoso lustre de la sangre en los labios de Wernecke, el embreado goteo de la sangre en las comisuras de sus labios, igual que un gusanillo escarlata… En ese momento una sombra pasó por delante de la ventana, negramente perfilada un momento en el áspero resplandor blanco, y Bruckman dedujo por la altura y el extraño encorvamiento de la sombra que se trataba de Wernecke. ¿Adónde iba? A veces un prisionero era incapaz de aguardar la mañana, cuando los alemanes les permitían hacer una nueva visita a la trinchera utilizada como letrina, e iba avergonzado a un rincón apartado para orinar en la pared, pero Wernecke era demasiado veterano para hacer eso… Casi todos los prisioneros dormían en las tablas, en especial en las noches frías, que pasaban apiñados para darse calor. Pero algunas veces, en tiempo caluroso, algunos se apartaban de las maderas y dormían en el suelo. El mismo Bruckman había pensado hacerlo, ya que los inquietos cuerpos de los durmientes que le rodeaban aumentaban sus dificultades para dormir. Tal vez Wernecke, que siempre tenía problemas para acomodarse en los atestados huecos, estaba buscando un sitio donde tumbarse y estirar las piernas… En ese momento Bruckman recordó que Josef se había dormido en el rincón del barracón donde Wernecke había estado sentado para rezar, y que los demás lo habían dejado allí, solo. Sin saber por qué, Bruckman se encontró de pie. Tan silenciosamente como el fantasma en el que a veces creía estar transformándose, caminó por el barracón en la misma dirección seguida por Wernecke, sin comprender qué hacía ni por qué lo hacía. El rostro del Musselmann, Josef, parecía flotar ante sus ojos. Le dolían los pies y sabía, sin necesidad de mirarlos, que estaban sangrando, dejando tenues rastros detrás de él. En ese rincón había menos luz, al estar lejos de la ventana, pero Bruckman sabía que debía de encontrarse ya cerca de la pared, y se detuvo para que sus ojos se amoldaran a la casi oscuridad. En cuanto su vista se adaptó a la menor iluminación, Bruckman vio a Josef sentado en el suelo, apoyado en la pared. Wernecke estaba inclinado
sobre el Musselmann. Besándolo. Una mano de Josef estaba enredada en el cada vez más escaso cabello de Wernecke. Antes de que Bruckman pudiera reaccionar (sabía que esa clase de incidentes había ocurrido un par de veces anteriormente, pero le asombró enormemente que Wernecke estuviera implicado en tal indecencia) Josef soltó el cabello de Wernecke. El brazo levantado cayó fláccidamente a un lado, y la mano chocó con el suelo con un golpe apagado pero fuerte que necesariamente debía de ser doloroso…, pero Josef no emitió sonido alguno. Wernecke se incorporó y dio media vuelta. La luz más intensa que entraba por la elevada ventana iluminó momentáneamente su cara mientras se levantaba. La boca de Wernecke estaba manchada de sangre. —¡Dios mío! —exclamó Bruckman. Sobresaltado, Wernecke se asustó. Después dio dos rápidas zancadas y agarró por el brazo a Bruckman. —¡Silencio! —musitó. Sus dedos eran fríos y duros. En ese momento, como si el brusco movimiento de Wernecke fuera una señal, el cuerpo de Josef se deslizó hacia el suelo pegado a la pared. Mientras los otros dos observaban, fugazmente atraídos por la visión, Josef cayó al suelo y su cabeza golpeó las tablas del piso con el mismo ruido que podría haber producido un melón. No hizo gesto alguno para evitar la caída o proteger su cabeza, y en ese momento yacía inmóvil. —Dios mío —repitió Bruckman. —Silencio, ya te lo explicaré —dijo Wernecke, con los labios aún lustrosos a causa de la sangre del Musselmann—. ¿Quieres perdernos a todos? Por el amor de Dios, guarda silencio. Pero Bruckman se había soltado bruscamente de la mano de Wernecke y se hallaba arrodillado junto a Josef, inclinado sobre él igual que el otro prisionero unos momentos antes. Apoyó la palma de su mano en el pecho de Josef, sólo un instante, luego le tocó un lado del cuello. Bruckman alzó la vista lentamente hacia Wernecke.
—Está muerto —dijo, en voz más baja. Wernecke se acuclilló al otro lado del cadáver de Josef, y el resto de la conversación tuvo lugar en murmullos muy cerca del pecho del fallecido, como amigos que conversan junto al lecho de otro amigo enfermo que por fin se ha entregado a un espasmódico sueño. —Sí, está muerto —dijo Wernecke—. Estaba muerto ayer, ¿no? Hoy simplemente ha dejado de andar. Sus ojos quedaban ocultos en las más pronunciadas sombras próximas al suelo, pero aún quedaba luz suficiente para que Bruckman viera que su compañero se había limpiado los labios de sangre. O se los había relamido, pensó Bruckman, y sintió que se apoderaba de él un espasmo de asco. —Pero tú… —balbuceó Bruckman—. Tú… estabas… —¿Chupando su sangre? —repuso Wernecke—. Sí, he chupado su sangre. La mente de Bruckman estaba aturdida. No podía enfrentarse a eso, no podía comprenderlo. —Pero ¿por qué, Eduard? ¿Por qué? —Para vivir, naturalmente. ¿Cuál es el objetivo de todos los que estamos aquí? Si quiero vivir, necesito sangre. Sin sangre, me arriesgaría a una muerte aún más segura que la que nos ofrecen los nazis. Bruckman abrió y cerró la boca, pero ningún sonido brotó de ella, como si las palabras que deseaba pronunciar estuvieran tan melladas que no pudieran pasar por la garganta. —¿Un vampiro? —logró gruñir por fin—. ¿Eres un vampiro? ¿Igual que en las leyendas antiguas? —Los hombres me llamarían así —dijo tranquilamente Wernecke. Hizo una pausa y asintió—. Sí, así me llamarían los hombres… Como si pudieran comprender algo simplemente asignándole un nombre. —Pero, Eduard —contestó débilmente Bruckman, casi de mal humor—. El Musselmann… —Recuerda que Josef era un Musselmann —dijo Wernecke. Inclinó el cuerpo hacia delante y habló con más brusquedad—. Se había quedado sin fuerzas, estaba hundiéndose. De todas formas, habría estado muerto por la
mañana. Le he cogido algo que ya no necesitaba, pero que yo necesitaba para vivir. ¿Qué importancia tiene eso? Hombres muertos de hambre en botes salvavidas han comido los cuerpos de sus compañeros muertos para sobrevivir. Lo que yo he hecho ¿es peor que eso? —Pero él no estaba muerto. Lo has matado tú… Wernecke guardó silencio unos instantes. —¿Qué otra cosa mejor podía haber hecho por él? —dijo por fin, en voz muy baja—. No pienso disculparme por lo que he hecho, Isadore. Hago todo lo que puedo para vivir. Normalmente sólo quito un poco de sangre a unos cuantos hombres, la suficiente para sobrevivir. Y eso no es justo, ¿eh? ¿No he dado comida a los demás, para ayudarlos a vivir? ¿A ti, Isadore? Sólo en contadas ocasiones cojo más que un mínimo a un solo hombre, aunque siempre estoy débil y hambriento, créeme. Y jamás he arrebatado la vida a una persona que deseara vivir. Al contrario, he ayudado a muchos a luchar por la supervivencia, con todos los medios a mi disposición, y tú lo sabes. Extendió el brazo como si quisiera tocar a Bruckman, pero lo pensó mejor y volvió a poner la mano en su rodilla. Sacudió la cabeza. —Pero estos Musselmänner, los que han renunciado a la vida, los muertos vivientes… Para ellos es un favor quitársela, darles el solaz de la muerte. ¿Te atreves sinceramente a negar eso, aquí? ¿Te atreves a decir que es mejor para ellos ir por ahí muertos, sufriendo los golpes y abusos de los nazis hasta que su cuerpo no aguanta más, y entonces los echan al horno y los queman como si fueran basura? ¿Te atreves a decir eso? ¿Dirían ellos eso, si comprendieran su situación? ¿O me darían las gracias? De pronto Wernecke se incorporó, y Bruckman hizo lo propio. Cuando la cara del primero quedó de nuevo a la luz, Bruckman vio que aquellos ojos estaban llenos de lágrimas. —Tú has vivido soportando a los nazis —dijo Wernecke—. ¿Te atreves a llamarme monstruo? ¿No sigo siendo judío, a pesar de todo? ¿No estoy aquí, en un campo de concentración? ¿No soy también un perseguido, tan perseguido como cualquiera? ¿No corro tanto peligro como el que más? Si no soy judío, díselo a los nazis…, ellos parecen creer lo contrario. —Hizo
una pausa, sonrió amargamente—. Y olvida tus supersticiosas leyendas. No soy un espíritu nocturno. Si pudiera convertirme en murciélago y volar lejos de aquí, lo habría hecho hace tiempo, créeme. Bruckman sonrió mientras pensaba en ello, después hizo una mueca. Los dos hombres evitaron mirarse, Bruckman observó el suelo, y se produjo un tenso silencio, interrumpido únicamente por los suspiros y gemidos de los hombres que dormían en el lado opuesto del barracón. —¿Y él? —dijo Bruckman sin alzar la vista, aceptando tácitamente la derrota—. Los nazis encontrarán el cadáver y habrá problemas… —No te preocupes —repuso Wernecke—. No hay señales obvias. Y nadie hace autopsias en un campo de concentración. Para los nazis, Josef será un simple judío más que ha muerto a consecuencia del calor, de hambre, enfermo, por un fallo cardiaco. Bruckman levantó la cabeza en ese momento y ambos hombres se miraron a la cara un instante. Aun sabiendo lo que sabía, le resultaba difícil ver a Wernecke como una persona distinta de la que aparentaba ser: un judío envejecido y cada vez más calvo, encorvado y delgado, de ojos tristes y rostro fatigado y penoso. —Bien, Isadore —dijo por fin Wernecke, con suma naturalidad—. Mi vida está en tus manos. No cometeré la grosería de recordarte cuántas veces la tuya ha estado en las mías. Y se fue, volvió a las tablas de dormir, una sombra que no tardó en perderse entre otras sombras. Bruckman permaneció solitario en la penumbra durante largo rato, y luego imitó a su compañero. Fue precisa toda su fuerza de voluntad para no observar por encima del hombro el rincón donde yacía Josef, y aun así Bruckman imaginó que los ojos del muerto le miraban con reproche mientras se alejaba, mientras dejaba a Josef en la fría y apartada compañía de los muertos.
Bruckman no concilio el sueño esa noche, y por la mañana, cuando los nazis destrozaron la grisácea quietud que precedía al alba al irrumpir en el
barracón con gritos, agudos silbidos y ladridos de perros policía, se sintió como si tuviera mil años. Los hicieron formar en dos columnas, todos temblando con el desapacible viento matutino, y partieron hacia la cantera. La pegajosa niebla del amanecer aún no se había disipado y Bruckman, mientras la recorría, mientras atravesaba el blanco vacío sin sombras, se sintió más que nunca igual que un fantasma, suspendido incorpóreamente en una especie de limbo entre el cielo y la tierra. Sólo la picadura de piedras y escorias en sus llagados y sangrantes pies lo mantenía anclado al mundo, y él se aferró al dolor como si fuera un cabo salvavidas, y se esforzó en librarse de la sensación de aterimiento e irrealidad. Por más extraños, por más extravagantes que hubieran sido los hechos de la pasada noche, eran reales. Dudar de ellos, pensar que todo había sido un febril sueño provocado por el hambre y el agotamiento equivalía a dar el primer paso para convertirse en un Musselmann. «Wernecke es un vampiro», pensó Bruckman. Ésa era la cruel, dura realidad que, del mismo modo que la realidad del campo de concentración, había que afrontar. ¿Acaso era una realidad más surrealista, más increíble que la pesadilla que rodeaba a los prisioneros? Debía olvidar los cuentos que su vieja abuela le había contado, las «leyendas supersticiosas» a que se había referido el mismo Wernecke, relatos sólo en parte recordados que fundían sus rodillas en cuanto pensaba en la sangre untada en la boca de Wernecke, en cuanto pensaba en los ojos de su compañero observándole en la oscuridad… —¡Despierta, judío! —refunfuñó el vigilante que marchaba junto a él al mismo tiempo que le golpeaba suavemente el brazo con la culata del fusil. Bruckman se tambaleó, logró conservar el equilibrio y siguió marchando. «Sí, despierta», pensó. «Amóldate a la realidad del caso, tal como te amoldaste a la realidad del campo». Se trataba tan sólo de otro hecho desagradable al que tendría que adaptarse, debía aprender a soportarlo… Soportarlo, ¿cómo?, pensó, y se estremeció.
Cuando llegaron a la cantera, la niebla se estaba disipando, remolineaba junto a los presos fragmentada y deshilachada, y comenzaba ya a hacer calor. Allí estaba Wernecke, con su casi calva cabeza brillando débilmente con la áspera luz matutina. No desaparecía con la luz del sol, una leyenda supersticiosa refutada… Se pusieron a trabajar como golems, como una muchedumbre de mecanismos de relojería. La falta de sueño había agotado las escasas reservas de fuerza que poseía Bruckman, y el trabajo fue muy duro para él ese día. Hacía tiempo que había aprendido todos los trucos, sabía aprovechar las oportunidades, sabía «equivocarse» en el momento oportuno, conocía los métodos seguros para obtener breves momentos de reposo, los métodos para efectuar un mínimo de trabajo con la máxima ostentación de esfuerzo, los métodos para evitar atraer la atención de los guardianes, para esfumarse entre el anónimo gentío de prisioneros y no destacar…, pero ese día su cabeza estaba confusa y atontada, y ningún truco dio resultado. Su cuerpo le parecía una hoja de vidrio, frágil, a punto de convertirse en polvo, y la penosa y artrítica lentitud de sus movimientos le sirvió para ganarse gritos, primero, y golpes después. El vigilante le dio dos patadas por añadidura antes de que pudiera levantarse. De nuevo en pie tras enormes esfuerzos, Bruckman vio que Wernecke estaba mirándole, la cara vaga, los ojos inexpresivos, una mirada que podía significar cualquier cosa. Bruckman notó la sangre que goteaba en las comisuras de sus labios y pensó, la sangre…, está mirando la sangre…, y una vez más se estremeció. Bruckman hizo un esfuerzo para trabajar con más celeridad, y aunque sus músculos ardían de dolor, no volvieron a golpearle y el día pasó. Cuando formaron para regresar al campo, Bruckman, casi de modo inconsciente, se aseguró de no estar en la columna de Wernecke. Esa noche, en el barracón, Bruckman vio que Wernecke hablaba con otros hombres, se esforzaba en ayudar a un novato a adaptarse a la espantosa realidad del campo, animaba a alguien sumido en la desesperación a vivir para escupir a sus verdugos, bromeaba con otros
veteranos usando las frases insulsas, siniestras y amargas que pasaban por humor entre los prisioneros, arrancaba una tenue sonrisa e incluso de vez en cuando alguna carcajada. Y finalmente Wernecke dirigió las oraciones de todos, alzó su fuerte y calmada voz para pronunciar otra vez las antiguas palabras y darles nuevamente significado… «Nos mantiene unidos», pensó Bruckman, «nos mantiene en pie. Sin él no duraríamos una semana. Eso debe valer un poco de sangre, un poco de todos los hombres, tan poco que ni duele… Los prisioneros no le escatimarían eso, si lo sabían y si lo entendían realmente… No, él es una buena persona, mejor que todos nosotros, a pesar de su terrible mal». Bruckman había evitado la mirada de Wernecke, no había hablado con él en todo el día, y de pronto notó una oleada de vergüenza que recorría su cuerpo al pensar con qué vileza había tratado a su amigo. Sí, su amigo a pesar de todo, el hombre que le había salvado la vida… De forma deliberada, miró a Wernecke, bajó y subió la cabeza y, con cierta timidez, sonrió. Al cabo de un momento Wernecke le devolvió la sonrisa y Bruckman sintió un calorcillo cada vez mayor y el alivio desencogió sus entrañas. Todo iba a ir bien, tan bien como podía ir allí… Sin embargo, en cuanto la iluminación interior se apagó esa noche y Bruckman se encontró acostado solo en la oscuridad, empezó a hormiguearle la piel. Un instante antes había sido incapaz de mantener los ojos abiertos, pero tras la repentina oscuridad se sintió tenso y palpitantemente despierto. ¿Dónde estaba Wernecke? ¿Qué estaba haciendo, a quién estaba visitando esa noche? ¿Se hallaba en la oscuridad en ese mismo momento, arrastrándose, acercándose poco a poco…? «Basta», pensó Bruckman, inquieto, «olvida las leyendas supersticiosas. Se trata de tu amigo, un buen hombre, no un monstruo…». Pero no consiguió dominar el miedo que erizaba el vello de sus brazos, no pudo evitar que siguieran apareciendo espeluznantes imágenes… Los ojos de Wernecke, chispeando en la oscuridad… ¿Brillaba ya la sangre en los labios de Wernecke, mientras la chupaba…? El recuerdo de la sangre que manchaba los amarillentos dientes de su compañero dejó a
Bruckman frío y nauseoso. Pero la imagen que no consiguió apartar de su mente esa noche fue la de Josef en el momento de desplomarse tan débil y siniestramente, en el momento de golpearse la cabeza en el suelo… Bruckman había visto morir de formas más horrendas durante su estancia en el campo de concentración, había visto fusilamientos, palizas mortales, fiebre alta y espasmos agónicos, casos de pulmonía con los enfermos escupiendo con la tos sangrientos jirones de pulmón, había visto prisioneros colgando como carbonizados espantapájaros en las vallas electrificadas, desgarrados por los perros… Pero por alguna razón era la blanda, pasiva, casi reposada caída de Josef hacia la muerte la única que le turbaba. Eso, y la repugnante flojedad de los brazos de Josef, repantigado igual que un inservible muñeco de trapo, con el pálido y demacrado rostro brillando lleno de reproches en la oscuridad… Como no podía soportarlo más, Bruckman se levantó temblorosamente y se alejó entre las sombras, de nuevo sin saber adónde iba o qué hacía, pero arrastrado por un vago instinto que ni él mismo comprendía. En esta ocasión avanzó con gran cautela, a tientas y esforzándose en no hacer ruido, esperando ver en cualquier momento la sombra negra como el carbón de Wernecke alzada ante él. Se detuvo, ya que un tenue sonido raspaba sus orejas, continuó avanzando, con más cautela todavía, se agachó, casi se arrastró por el mugriento suelo. El instinto que lo guiaba, fuera cual fuese (¿sonidos oídos e interpretados de forma subliminal, quizá?) había elegido perfectamente el momento de su llegada. Wernecke tenía un hombre tumbado en el suelo, tal vez un prisionero que había arrastrado entre la apretujada masa de hombres que dormían en las tablas, alguien del borde exterior de cuerpos cuya presencia no iba a ser echada de menos, o quizás alguien que había decidido dormir en el suelo, en busca de soledad o más comodidad. Fuera quien fuese, el desconocido se debatía entre las manos de Wernecke, pero éste lo dominaba con facilidad, casi con indiferencia, de un modo que denotaba gran fuerza física. Bruckman oyó los esfuerzos que hacía la víctima para chillar, pero Wernecke lo aferraba por el cuello,
prácticamente estaba estrangulándolo, y el único sonido audible era un sibilante jadeo. El desconocido se agitaba entre las manos de Wernecke igual que una cometa en manos de un niño, una cometa flotando con el viento. Y con deliberados movimientos, Wernecke calmó al desgraciado como si fuera una cometa, lo apretó, lo dejó liso en el suelo. Wernecke se agachó y acercó los labios a la garganta de la víctima. Bruckman contempló la escena horrorizado, sabiendo que debía gritar, chillar, hacer algo para despertar al resto de prisioneros, pero incapaz de actuar, incapaz de abrir la boca, de forzar sus pulmones. El miedo lo paralizaba, como a un conejo en presencia de un animal de presa, un terror más agudo e intenso que todos los terrores que había experimentado. La resistencia de la víctima fue debilitándose, y seguramente Wernecke debía de haber aflojado la estranguladora presión de su mano, ya que el otro hombre estaba diciendo algo en voz apagada y confusa. —No hagas eso…, por favor…, no… El desconocido había estado golpeando la espalda y los costados de Wernecke, pero en ese momento el ritmo del tamborileo se hizo más lento…, más lento…, y cesó. Los brazos del desgraciado cayeron fláccidamente al suelo. —No lo hagas… —musitó. Gimió y murmuró palabras incomprensibles durante algunos segundos más y finalmente enmudeció. El silencio se prolongó uno, dos, tres minutos, y Wernecke continuó inclinado sobre su víctima, que ya había dejado de moverse… Wernecke se estremeció, como dominado por un escalofrío, igual que un gato desperezándose. Se levantó. Su rostro quedó iluminado por la luz que entraba por la ventana, y allí estaba la sangre, brillantemente negra a la áspera luz de los focos klieg. Bajo la atenta mirada de Bruckman, Wernecke se relamió: su lengua, también negra a causa de la especial iluminación, se deslizó como si fuera una sinuosa serpiente por los labios, con movimientos bruscos, sin desaprovechar una sola gota de sangre… «Qué aspecto tan presumido tiene», pensó Bruckman, «igual que un gato que ha descubierto la leche…». Y la cólera que llameó en su interior al
pensar en eso le permitió actuar y recuperar el habla. —Wernecke —dijo roncamente. Wernecke miró tranquilamente en dirección a él. —¿Otra vez tú, Isadore? —preguntó—. ¿No duermes nunca? — Hablaba con pereza, con ironía, sin reflejar sorpresa, y Bruckman pensó que su compañero debía de haber reparado en su presencia desde hacía rato—. ¿O simplemente disfrutas mirándome? —Mentiras —contestó Bruckman—. Todo lo que dijiste era mentira. ¿Por qué te tomaste esa molestia? —Estabas excitado —dijo Wernecke—. Me sorprendiste. Me pareció preferible explicarte lo que tú querías oír. Si quedabas satisfecho era una fácil solución al problema. —«Jamás he arrebatado la vida a una persona que deseara vivir» — repuso amargamente Bruckman, parodiando a su compañero—. «Sólo quito un poco de sangre a unos cuantos hombres». ¡Dios mió, y yo te creí! ¡Hasta sentí pena por ti! Wernecke hizo un gesto de indiferencia. —Casi todo era cierto. Normalmente sólo quito un poco a unos cuantos hombres, con suavidad, con cuidado, de forma que nunca se enteran, de forma que por la mañana sólo estén un poco más débiles que lo que de todos modos estarían… —¿Como con Josef? —contestó Bruckman, iracundo—. ¿Como el pobre diablo que mataste ayer por la noche? Wernecke continuó mostrando indiferencia. —He tenido poco cuidado las últimas noches, lo admito. Pero me hace falta reponer fuerzas. —Sus ojos chispearon en la oscuridad—. Las cosas están tocando a su fin aquí. ¿No lo notas, Isadore, no te das cuenta? La guerra acabará pronto, todo el mundo lo sabe. Antes de eso, abandonarán este campo, y los nazis nos trasladarán al interior… o nos matarán. Aquí me he debilitado, y pronto necesitaré todas mis fuerzas para sobrevivir, para aprovechar la primera posibilidad de fuga que se presente. Debo estar preparado. Y por eso he accedido a volver a beber mucho, a saciarme por primera vez en muchos meses…
Wernecke se relamió, quizá de forma inconsciente, y esbozó una suave sonrisa. —No aprecias mi comedimiento, Isadore —prosiguió—. No comprendes cuán difícil ha sido para mí contenerme, coger sólo un poco noche tras noche. No comprendes cuánto me ha costado ese comedimiento… —Eres muy generoso —se burló Bruckman. Wernecke rió. —No, pero soy un hombre racional. Me enorgullezco de serlo. Vosotros, los demás prisioneros erais mi única fuente de alimento, y he tenido que actuar con mucho tacto para asegurarme de que duraríais. No tengo acceso a los nazis, al fin y al cabo. Estoy atrapado aquí, tan preso como tú, aunque creas otra cosa…, y no sólo he tenido que buscar formas de supervivencia en el campo, ¡también he tenido que procurarme alimento! Ningún pastor ha vigilado su rebaño con tanta ternura como yo. —¿Eso éramos para ti, ovejas? ¿Animales que acabarán sacrificados? Wernecke sonrió. —Exactamente. —Eres peor que los nazis —dijo Bruckman en cuanto logró dominar en parte su voz. —Me cuesta creerlo —repuso tranquilamente Wernecke, y por un momento reflejó cansancio, como si algo inimaginablemente viejo e indeciblemente fatigado se hubiera asomado por sus ojos—. Este campo de concentración lo construyeron los nazis…, no es obra mía. Los nazis nos mandaron aquí, no yo. Los nazis han intentado mataros todos los días desde entonces, de una forma u otra…, y yo me he esforzado en manteneros con vida, incluso corriendo riesgos. Nadie está más interesado en la supervivencia de su ganado que el propio ganadero, aunque de vez en cuando sacrifique un animal inferior. Os he dado comida… —¡Comida que no te servía para nada! ¡No has sacrificado nada! —Eso es cierto, desde luego. Pero tú la necesitabas, recuérdalo. Fueran cuales fuesen los motivos, te he ayudado a sobrevivir aquí…, a ti y a otros muchos. Haciendo eso también actuaba por interés personal, desde luego,
pero después de haber sufrido la experiencia de este campo, ¿cómo se puede creer en cosas como el altruismo? ¿Qué importancia tiene la razón que me indujo a ayudar…? A pesar de todo, te ayudé, ¿no es cierto? —¡Sofisterías! —dijo Bruckman—. ¡Racionalizaciones! Juegas con las palabras para justificarte, pero no puedes ocultar lo que eres en realidad: ¡un monstruo! Wernecke sonrió levemente, como si las palabras de Bruckman lo divirtieran, e hizo ademán de alejarse, pero el otro preso alzó un brazo para impedírselo. No se tocaron, mas Wernecke se quedó inmóvil, y una nueva y estremecedora clase de tensión cobró repentinamente existencia en el aire que los separaba. —Yo te pararé los pies —dijo Bruckman—. Te pararé los pies de alguna manera, evitaré que cometas estos actos horribles… —Tú no harás nada —repuso Wernecke. Su voz era ronca, fría y categórica, como si una roca hablara—. ¿Qué puedes hacer? ¿Informar a los otros? ¿Quién te creería? Pensarían que te has vuelto loco. ¿Hablar con los nazis, pues? —Wernecke rió ásperamente—. También pensarían que te has vuelto loco, y te llevarían al hospital…, y no es preciso que te diga cuáles son las posibilidades de salir de allí con vida, ¿eh? No, no harás nada. Wernecke dio un paso al frente. Sus ojos eran brillantes, inexpresivos y duros, como hielo, como los despiadados ojos de un ave de presa, y Bruckman sintió que una morbosa oleada de miedo interrumpía su cólera. Se apartó, se echó hacia atrás de modo involuntario, y Wernecke pasó junto a él y aparentemente lo rozó sin tocarlo. Una vez superado el obstáculo, Wernecke se volvió para mirar fijamente a Bruckman, y éste tuvo que recurrir a la poca obstinación que conservaba para no apartar la mirada de los ojos de su compañero, duros como ágata. —Tú eres el animal más fuerte e inteligente, Isadore —dijo Wernecke en tono sosegado, natural, casi como si meditara—. Me has sido útil. Todos los pastores necesitan un buen perro ovejero. Yo sigo necesitándote, para que me ayudes a controlar a los demás, y para que me ayudes a mantenerlos de pie el tiempo preciso para satisfacer mis necesidades. Ése es el motivo de que haya perdido tanto tiempo contigo, en vez de matarte el primer día.
—Se alzó de hombros—. Así pues, seamos racionales. Tú no te metes conmigo, Isadore, y yo te dejaré en paz. Permaneceremos apartados y nos preocuparemos de nuestros asuntos respectivos. ¿Sí? —Los otros… —balbuceó Bruckman. —Deben cuidarse ellos mismos —dijo Wernecke. Esbozó una sonrisa con un ligero y casi invisible movimiento de sus labios—. ¿No te he enseñado eso, Isadore? Aquí todos debemos cuidar de nosotros mismos. ¿Qué importa lo que pueda pasarle a otro? Dentro de pocas semanas casi todos estarán muertos de todas maneras. —Eres un monstruo —repuso Bruckman. —No soy muy distinto a ti, Isadore. El fuerte sobrevive, sea cual sea el precio. —No me parezco en nada a ti —dijo Bruckman, con odio. —¿No? —inquirió Wernecke, con ironía, y se alejó. Dio unos pasos, cojeó, se agachó y se esfumó en las sombras, convirtiéndose de nuevo en el inofensivo y viejo judío. Bruckman permaneció inmóvil un momento. Luego, con pasos lentos y de mala gana, se acercó al rincón donde yacía la víctima de Wernecke. Era uno de los recién llegados con los que Wernecke había hablado por la tarde. Y naturalmente estaba bien muerto. Vergüenza y culpabilidad se apoderaron de Bruckman en ese momento, unas emociones que creía haber olvidado, unas emociones oscuras, intensas y amargas que lo agarraron por el cuello del mismo modo que Wernecke había agarrado al novato. Bruckman no recordaba haber vuelto a su tabla de dormir, pero de pronto se encontró allí, echado de espalda y contemplando la sofocante oscuridad, rodeado por la gimiente, inquieta y maloliente masa de durmientes. Había cruzado las manos sobre su cuello para protegerse, aunque no recordaba haberlas puesto allí, y temblaba convulsivamente. ¿Cuántas mañanas había despertado con un vago dolor en el cuello y pensado que era simplemente un dolor más, uno más de los dolores musculares que todos los prisioneros acababan considerando como algo
natural? ¿Cuántas noches se había aprovechado Wernecke de él para alimentarse? Nada más cerrar los ojos, Bruckman vio la cara de Wernecke flotando en la luminosa oscuridad que había detrás de sus párpados…, Wernecke con los ojos entrecerrados, semblante vulpino, cruel y saciado…, la cara de Wernecke acercándose y acercándose, sus ojos abriéndose como un negro pozo, sus labios esbozando una sonrisa y dejando al descubierto los dientes…, los labios de Wernecke, pegajosos y enrojecidos por la sangre…, y luego creyó notar el húmedo tacto de los labios de Wernecke en su cuello, los dientes de Wernecke mordiendo su carne, y los ojos de Bruckman se abrieron bruscamente. Estaban contemplando oscuridad. Allí no había nada. Nada, y sin embargo…, Bruckman veía las mismas escenas en cuanto cerraba los ojos. El amanecer era una oscura y grisácea inminencia en la ventana del barracón antes de que Bruckman pudiera apartarse del cuello sus protectores brazos, y de nuevo no había pegado ojo. El trabajo de ese día fue una pesadilla de dolor y agotamiento para Bruckman, la jornada más dura que había conocido desde los primeros días en el campo. Sin saber cómo logró levantarse, consiguió tambalearse hasta el patio y recorrer el camino de la cantera, y pensó flotar sobre el suelo, como si su cabeza fuera un globo hinchado y los pies estuvieran a mil kilómetros, al final de unos tallos, al final de unas piernas sin huesos que apenas podía controlar. Cayó dos veces, y le dieron varias patadas antes de que lograra ponerse en pie y lanzarse hacia delante como un borracho. El sol se hallaba ante los prisioneros, un cruel disco rojo en un enfermizo cielo amarillento, y Bruckman pensó que era un ojo vidrioso y sin párpados que contemplaba con indiferencia el mundo, para ver a los prisioneros agitándose, luchando y muriendo, igual que el ojo de un científico mientras observa un laberinto de laboratorio. Veía el disco del sol mientras se tambaleaba hacia él; parecía oscilar y rielar paso tras penoso paso, parecía crecer, hincharse, inflarse casi hasta engullir el cielo…
Luego se encontró levantando una roca, gimiendo a causa del esfuerzo, notando que la irregular piedra le desgarraba las manos… La realidad iba deslizándose, apartándose poco a poco de Bruckman. Durante largos períodos el mundo estaba vacío, y el preso regresaba lentamente a su cuerpo como si recorriera una gran distancia. Oía su voz diciendo palabras incomprensibles para él, lloraba absurdamente, gruñía de un modo ronco, animalesco, y descubría que su cuerpo estaba trabajando mecánicamente, que se agachaba, recogía y llevaba piedras sin querer hacerlo… «Un Musselmann», pensó Bruckman, «estoy convirtiéndome en un Musselmann»…, y un escalofrío de espanto recorrió su cuerpo. Pugnó por aferrarse al mundo, temeroso de que la próxima vez que se escabullera no fuera capaz de regresar, se golpeó deliberadamente las manos en las rocas, se hirió, despejó su cabeza con dolor. El mundo se estabilizó alrededor de Bruckman. Un guardián lo reprendió con rudos gritos y le dio un golpe con la culata del fusil, y Bruckman se esforzó en trabajar con más rapidez, aunque sin poder reprimir mudos sollozos por el dolor que le producían sus movimientos. Notó que Wernecke estaba mirándole, y le devolvió la mirada, desafiante, mientras las amargas lágrimas continuaban surcando sus sucias mejillas. «No me convertiré en un Musselmann para ti, no te facilitaré las cosas, no seré otra víctima indefensa para ti…». Wernecke sostuvo su mirada un momento, luego hizo un gesto de indiferencia y se alejó. Bruckman se agachó para coger otra piedra, los músculos de su espalda crujieron y el dolor le traspasó como cuchillos. ¿Qué estaba pensando Wernecke, qué ocultaba tras la vaguedad de su inexpresivo semblante? ¿Habría captado debilidad, habría señalado a Bruckman como su próxima víctima? ¿Le desilusionaba, le turbaba la fuerza de voluntad de Bruckman para sobrevivir? ¿Concentraría por ello su atención en otro prisionero? Pasó la mañana, y Bruckman se sintió nuevamente febril. Notó la fiebre en su cara, la fiebre que era como ardiente arena en sus ojos, la fiebre que le tensaba la piel en los pómulos, y se preguntó cuánto tiempo podría mantenerse en pie. Vacilar, debilitarse e insensibilizarse equivalía a una
muerte segura. Si los nazis no lo mataban, Wernecke se encargaría de hacerlo… Wernecke no estaba cerca en ese momento, se hallaba en el otro extremo de la cantera, pero Bruckman pensaba que los crueles y pedernalinos ojos de su compañero le seguían a todas partes, flotaban alrededor de él, se desviaban un instante de la nuca de un soldado nazi, le observaban desde el descolorido lado metálico de un vagón, le escudriñaban desde diez ángulos distintos. Se agachó pesadamente en busca de otra roca, y tras levantarla del suelo descubrió los ojos de Wernecke debajo, mirándole sin pestañear en la mojada y pálida tierra… Por la tarde hubo grandes fulgores en el horizonte oriental, a lo largo de la interminable extensión de la estepa, destellos en rápida secuencia que iluminaron el cielo triste y grisáceo, sin ruidos. Los nazis se reunieron en un solo grupo, miraron hacia el este y conversaron en voz baja, olvidándose momentáneamente de los prisioneros. Bruckman reparó por vez primera en el aspecto de los guardianes durante los últimos días, todos ellos desaseados y sin afeitar, como si se hubieran cansado, como si nada les importara ya. Sus semblantes estaban tensos y preocupados, y más de uno parecía fascinado por los fuegos que brillaban en el lejano borde del mundo. Melnick dijo que sólo se trataba de una tormenta, pero el viejo Bohme afirmó que era una batalla de artillería, y que ello significaba que los rusos estaban avanzando, que pronto iban a liberarlos. Bohme se excitó tanto que se puso a chillar. —¡Los rusos! ¡Son los rusos! ¡Los rusos vienen a liberarnos! Dichstein y Melnick trataron de hacerlo callar, pero Bohme siguió brincando y chillando, bailando una grotesca jiga sin dejar de gritar y agitar los brazos…, hasta que atrajo la atención de los soldados. Enfurecidos, dos de ellos se abalanzaron sobre Bohme y le dieron una brutal paliza: lo golpearon con las culatas con desacostumbrada fuerza, lo derribaron y siguieron pegándole y pateándole en el suelo. Bohme se retorció como un gusano herido bajo las brutales botas. Seguramente habrían acabado con el infeliz allí mismo, pero Wernecke organizó una maniobra de distracción con otros prisioneros y, mientras los soldados se alejaban para ocuparse del nuevo alboroto, ayudó a Bohme a ponerse en pie y renquear hacia el otro
extremo de la cantera, donde los demás presos lo taparon con sus cuerpos lo mejor que pudieron durante el resto de la tarde. Ciertos detalles, la forma como Wernecke había instado a levantarse a Bohme, cómo lo había ayudado a alejarse, cojo y dando tumbos, la protectora, posesiva curva de su brazo sobre los hombros del infeliz, indicaron a Bruckman que el vampiro había elegido su próxima víctima. Esa noche Bruckman vomitó la magra y rancia cena que les dieron; su estómago se crispó irremediablemente tras los primeros bocados. Temblando a causa del hambre, el agotamiento y la fiebre, se apoyó en la pared y observó los desvelos de Wernecke con Bohme. El vampiro lo atendió como si fuera un niño enfermo, le dijo palabras cariñosas, le limpió parte de la sangre que aún brotaba de las comisuras de sus labios, le obligó a tomar unos sorbos de sopa y finalmente dispuso que Bohme se acostara en el suelo lejos de las tablas para dormir, para que los demás no le dieran empujones… En cuanto la luz interior se apagó esa noche, Bruckman se levantó, recorrió el barracón rápidamente y sin vacilar y se tendió en las sombras cerca del lugar donde Bohme murmuraba, se retorcía y gemía. Tembloroso, Bruckman esperó en la oscuridad, percibiendo el intenso olor a tierra, aguardó la llegada de Wernecke… En su mano, mantenida cerca del pecho, había una afilada cuchara, con una punta fina e irregular, la cuchara que había robado y empezado a afilar en la prisión civil de Colonia, hacía tanto tiempo que casi no lo recordaba. La había frotado sin cesar contra la pétrea pared de su celda, todas las noches varias horas, y logró ocultarla en su cuerpo durante el viaje de pesadilla en el bochornoso furgón y los horribles primeros días en el campo de concentración. No comentó con nadie la existencia de la cuchara, ni siquiera con Wernecke durante los meses en que lo consideró casi como un santo. Mantuvo oculta su arma mucho tiempo después de que la posibilidad de fuga fuera tan remota como para no fantasear siquiera al respecto, y a partir de entonces la conservó más como vínculo tangible con la tierra de ilusión de su pasado que como herramienta que pensara realmente emplear. Había cuidado la cuchara casi como si fuera una reliquia sagrada, un resto
del esfumado mundo que de no ser por eso podía suponer que jamás había existido… Y finalmente había llegado el momento de usarla. Bruckman se mostraba poco dispuesto a utilizarla, a mancharla con sangre de otro hombre… Acarició nerviosamente la cuchara, le dio vueltas y más vueltas. Era dura y lisa y estaba fría, y Bruckman la apretó con todas sus fuerzas, esforzándose en no percibir el suave temblor de sus manos. Tenía que matar a Wernecke… Náuseas y una extraña sensación de pánico abrumaron a Bruckman tras ese pensamiento, pero no tenía alternativa, no había otra solución… No podía continuar así, sus fuerzas estaban agotándose. Wernecke estaba matándolo, tan ciertamente como había matado a los otros, al impedirle conciliar el sueño… Y mientras Wernecke viviera, él nunca estaría a salvo, siempre existiría la posibilidad de que el vampiro atacara en cuanto bajara la guardia… ¿Iba a tener escrúpulos Wernecke para matarlo, si creía poder hacerlo con impunidad?… No, naturalmente que no… Si tenía ocasión, Wernecke acabaría con él sin pensarlo un momento… No, debía atacar él primero. Bruckman se humedeció los labios, muy nervioso. Esa misma noche. Tenía que matar a Wernecke esa misma noche… Hubo un susurro, un crujido: alguien estaba levantándose, separándose de la masa de hombres que dormían en una de las plataformas. Una umbría silueta cruzó el barracón en dirección a Bruckman, y éste se puso tenso, pasó el pulgar por la mellada punta de la cuchara, se preparó para levantarse, para atacar…, pero en el último instante la silueta varió de dirección y se dirigió tambaleante hacia otro rincón. Se oyó un ruido como de lluvia repiqueteando en un trapo. El desconocido se tambaleó un momento y acto seguido, muy despacio, volvió a su tabla arrastrando los pies, como si hubiera orinado su vida en la pared. No era Wernecke. Bruckman se acurrucó de nuevo en el suelo. Le pareció que el corazón hacía estremecer todo su consumido cuerpo con la fuerza de los latidos.
Tenía la mano empapada de sudor. Se la secó en sus harapientos pantalones y aferró nuevamente la cuchara… Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Bruckman continuó esperando, se tendió en las duras tablas del piso y la tosca madera le arañó la piel y el polvo le obstruyó la garganta y la nariz. Se sintió igual que si hubiera muerto ya, un cadáver depositado en un basto ataúd de madera de pino, y la eternidad se amontonó sobre su pecho como pesados grumos de húmeda y negra tierra… Afuera resplandecían los focos, anulaban la noche, la prohibían. Pero en el interior de la barraca era de noche, ahí la noche sobrevivía, quizás fuera el único resto de noche en un planeta iluminado por luces de klieg, y los rayos de luz que se colaban por la ventana de rejilla sólo servían para realzar la oscuridad del ambiente, para aumentarla y hacerla más intensa por contraste… En la oscuridad nada cambiaba, nunca…, sólo había un calor sofocante, el peso de la eterna negrura, los inalterables segundos que no pasaban porque no había nada para diferenciar uno de otro… En numerosas ocasiones, mientras Bruckman aguardaba, sus ojos se fatigaban y cerraban poco a poco, pero se abrían de nuevo bruscamente, y miraban fijamente las sombras en busca de Wernecke. El sueño no podía dominarle ya, era un reino cerrado para él, un reino que lo expulsaba en cuanto intentaba entrar en él, del mismo modo que su estómago expulsaba el alimento introducido… Pensar en comida condujo a Bruckman a un más acusado estado de vigilancia, y continuó en la oscuridad, agazapado con su hambre, lo que le permitió olvidarse momentáneamente de cualquier otra cosa. Jamás había estado tan hambriento… Pensó en la comida que había desperdiciado horas antes, y tan sólo los últimos jirones de dominio de sus emociones le impidieron gemir audiblemente. Bohme gimió audiblemente en ese momento, como si el nerviosismo fuera contagioso. Bruckman miró a su compañero. —Anya —dijo el herido en tono claro y sosegado. Murmuró algo y luego, en voz un poco más alta, añadió—: Tseitel, ¿has puesto ya la mesa?
Y Bruckman comprendió que Bohme no estaba ya en el campo de concentración, que Bohme había vuelto a su sencillo piso de Dusseldorf con su obesa mujer y sus cuatro saludables hijos, y sintió una punzada de envidia, envidia de Bohme, que había huido. En ese preciso instante Bruckman vio que Wernecke estaba allí mismo, al otro lado de Bohme. Bruckman no había visto movimiento alguno. Wernecke, al parecer, se había materializado lentamente en la oscuridad, átomo tras átomo, fragmento tras infinitesimal fragmento, hasta que en determinado momento su presencia tuvo la solidez suficiente para quedar registrada por el cerebro de Bruckman, de tal modo que lo que había sido una sombra se transformó brusca e inconfundiblemente en Wernecke aunque todavía conservara su apariencia de sombra. La boca de Bruckman quedó reseca a causa del terror, y casi creyó oír la voz de su fallecida abuela musitándole cosas al oído. Leyendas supersticiosas… Wernecke había dicho «No soy un espíritu nocturno». Sí, lo había dicho… Wernecke se hallaba casi al alcance de la mano. Estaba contemplando a Bohme. Su cara, iluminada por un polvoriento rayo de luz que entraba por la ventana, era fría y remota; tan sólo la total falta de expresión sugería el ardor que bullía y se agitaba detrás de la máscara. Poco a poco, con enorme calma, Wernecke se inclinó sobre el herido. —Anya —repitió Bohme, con cariño, y la boca de Wernecke se lanzó hacia su cuello. Que se alimente, dijo una fría y despiadada voz en la mente de Bruckman. Será más fácil sorprenderlo cuando esté casi harto, cuando esté absorto, cuando se sienta aletargado y pesado…, cuando esté lleno… Muy despacio, con infinito cuidado, Bruckman se preparó para saltar, sin dejar de ver, fascinado, cómo se alimentaba Wernecke. Oyó el ruido que éste hacía al succionar el jugo de Bohme, como si el necio viejo no tuviera sangre suficiente para saciarlo, como si no hubiera bastante sangre en todo el campo de concentración… O quizás en el mundo entero… Y Bohme redujo su débil forcejeo, se iba quedando más y más inmóvil…
Bruckman se lanzó sobre Wernecke. Lo apuñaló dos veces en la espalda antes de que su peso hiciera caer a ambos. Hubo un momento de confusión, rodaron y lucharon, sin un solo ruido, y por fin Bruckman se encontró a horcajadas encima del vampiro, con la cara de éste vuelta hacia él. Le hundió el arma en el cuerpo otra vez, y el impacto le hizo vibrar el brazo hasta el hombro. Wernecke no chilló. Tenía los ojos vidriosos, pero miraba a Bruckman sabiendo quién era el atacante, con fría cólera, con amarga ironía y, curiosamente, con algo similar a resignación o alivio, casi con pena… Bruckman lo acuchilló una y otra vez, asestó los golpes con histérica fuerza, jadeante y bamboleándose encima de su víctima. Notó las salpicaduras de sangre en su cara, envuelta por el calor y el vapor que brotaban del desgarrado cuerpo de Wernecke igual que una asfixiante nube negra. Tosió y se atragantó al percibir el vapor que penetraba por sus poros y se introducía en la médula de sus huesos. Creyó que el mundo temblaba, bullía y cambiaba alrededor de él, como si de pronto viera gracias a otros ojos, como si hubiera nacido algo en su interior, y de repente notó el olor de la sangre de Wernecke, el cálido tufo orgánico, y se agachó para embeberse en aquel olor bruscamente irresistible, mejor que el aroma del pan recién hecho, mejor que cualquier cosa que recordaba, un olor rico, embriagador, intenso, inimaginable. Hubo un instante de asco y horror, y Bruckman tuvo tiempo para preguntarse desde cuándo la antiquísima perversión estaba pasando de hombre a hombre, hasta qué época del pasado se remontaba la cadena de vidas, cómo había sido atrapado el mismo Wernecke. Y finalmente sus resecos labios tocaron humedad, y Bruckman bebió, chupó con fuerza y voracidad, y su paladar se deleitó con el intenso y puro sabor cobrizo.
El chino loco JOHN COYNE
El arrepentimiento por cosas que hemos hecho y no debíamos hacer puede conducir, si no se afronta del modo correcto, a increíbles manifestaciones de golpes en el pecho y autocompasión. La sensación de culpabilidad, tanto si es justificada como si no, puede ser liberadora o destructiva. Ambas posibilidades pueden ser mortíferas si el objeto de nuestro arrepentimiento, racional o irracionalmente, no desea que logremos olvidar lo que hemos hecho. Se trata de un problema que no podríamos eludir aunque quisiéramos. En especial aunque quisiéramos eludirlo. John Coyne, uno de los escritores más doctos y de más talento del momento, es autor de novelas de gran éxito como The Piercing (La perforación), The Searing (El socarrado) y, más recientemente, Hobgoblin (Duende). Reside en Nueva York y su próxima novela llevará por título The Shroud (La mortaja).
Después de haberlo hecho Pete se arrepintió de haber dicho algo al hombre, pero naturalmente ya era demasiado tarde. Estaban jugando a canicas en la base del tanque de agua cuando llegó el extranjero. —¡Eh, chico! —dijo Joe, el más robusto de los dos, tras volver la cabeza—. ¿Por qué no sonríes, porcelana china? Pete, el otro chico, más delgado y menos alto que el primer caddy, se echó a reír. Esa ocurrencia era muy divertida entre ellos. —¿Por qué siempre me llamas chino? —se extrañó el hombre—. Soy filipino. Antes de la guerra mis padres eran personas importantes. Al hablar, su menudo cuerpo tembló. Superaba los veinticinco años, aunque era difícil determinar la edad exacta ya que su cara tenía un aspecto juvenil y frágil, del color del cobre. Los dos chicos miraron al filipino. —Bien —dijo el mayor, riendo—, si eres un pez gordo en Filipinas, ¿por qué no vuelves a casa? Aquí eres un don nadie. El caddy tenía razón. El filipino era un don nadie. También trabajaba en el club, durante la temporada veraniega, cuando no tenía que ir a la universidad. Estaba en la cocina por las noches, lavando platos y limpiando el local. Los chicos lo habían visto muchas veces como ese día, andando solitario al atardecer. Siempre iba vestido de blanco, siempre caminaba muy despacio con las manos metidas en los bolsillos traseros, el semblante pasivo, la mirada gacha.
Mientras los caddies seguían jugando, el filipino se acercó y estuvo contemplándolos un momento. —¿Qué es lo que te he hecho? —preguntó a Joe. El chico continuó jugando y respondió sin mirar al extranjero. —No has hecho nada. ¿Para qué haces preguntas tan tontas? —Porque tú quieres ofenderme, más que ningún otro caddy. —Estás loco —dijo Joe. Había fallado cuatro tiros sucesivos, y tras volver la cabeza hacia el filipino añadió—: Vamos, porcelana china, déjame en paz. Me das mala suerte. —No soy chino. Soy filipino. Ahora explícame por qué me odias. —De acuerdo, porcelana china, te lo explicaré. Mi viejo quería tu trabajo, pero el director dijo, no, lo reservamos para nuestro pequeño filipino. Y ahora no tiene un jodido trabajo por culpa tuya. El filipino guardó silencio un momento. Permaneció inmóvil, con el cuerpo inclinado hacia delante, mirando el suelo, con las manos metidas en los bolsillos traseros. —¿Ésa es la razón? —dijo por fin. —¿Por qué no te quedas en tu jodido país? El filipino no replicó, pero siguió mirando al chico. Su expresión continuó pasiva. Sus ojos, pequeños y oscuros, se nublaron fugazmente con lágrimas. —Di a tu padre que puede quedarse con mi empleo —le dijo al caddy, casi en tono de disculpa—. Yo no lo quiero. Se apartó de los caddies y se alejó hacia el camino principal del campo de golf. Los caddies no hicieron comentarios hasta que se alejó lo suficiente para no poderlos oír. —Eh, Joe —preguntó el más joven—, ¿qué le pasa a ése? —¿Cómo narices quieres que lo sepa? De todas maneras, ese chino está loco. ¡Venga, juega! El filipino anduvo todo el trecho hasta el camino principal. Luego dio media vuelta y regresó, y empezó a trepar por el depósito de agua. Sólo en ese momento volvieron a prestarle atención los caddies.
—¡Eh, porcelana china! ¿Qué haces? —preguntó Joe. Había dejado de jugar para mirar al filipino. El extranjero no respondió, siguió subiendo travesaño a travesaño. —¿Qué piensa hacer, Joe? —preguntó el caddy más joven. —¿Cómo narices quieres que lo sepa? —Y tras volverse hacia el filipino gritó—: ¡Eh, porcelana china, vas a matarte! —Seguro que se tira, Joe. ¡Seguro! —No digas más tonterías, ¿quieres? No se tirará. Vamos, juega. —No, quiero mirar. El chico se apartó de la base del tanque para ver mejor. El filipino había llegado al extremo superior de la pata y se introdujo por el pequeño agujero abierto en la plataforma que rodeaba el blanco depósito. Se incorporó en la plataforma y miró por la barandilla del tanque, a treinta metros de altura. Los caddies repararon en el brusco contraste entre la cara y las manos del extranjero, de color moreno, y su atuendo y el depósito, ambos blancos. El filipino paseó pausadamente alrededor del tanque y miró a lo lejos. —Ya te había dicho que sólo estaba curioseando. Vamos, volvamos a casa. —No iré a ninguna parte, Joe, hasta ver si se tira. —¿Qué importancia tiene para ti que un chino loco se tire o no se tire? No es amigo tuyo. —Va a suicidarse. —¿Qué narices te importa eso? El filipino había vuelto al lado delantero del depósito y estaba mirándolos. —¡Eh, porcelana china! —le gritó Joe—. ¿Qué piensas hacer? ¿Tirarte? El filipino no contestó. Estaba apoyado en la barandilla, con la cabeza levantada. Todo era blanco, las nubes, el tanque, su vestimenta. Su cara y sus manos, muy morenas, eran las únicas manchas oscuras del cuadro. Poco a poco pasó la pierna izquierda por encima de la barandilla, y luego, tras sentarse en ésta, hizo lo mismo con la otra pierna, de forma que los dos caddies vieron las colgantes piernas.
—Te lo había dicho, Joe. ¡Va a tirarse! —exclamó Pete sin apartar los ojos del cuerpo colgado en la elevada barandilla—. ¡La culpa es tuya, Joe! ¡La maldita culpa es tuya! —¡Eso es una cochina mentira! —Lo llamaste porcelana china. —Igual que tú, igual que todos. No me eches la culpa a mí, tío. —Sí, pero tú fuiste el primero. Vamos, tenemos que llamar a alguien. —Alto. No vamos a pedir ayuda —respondió Joe—. Eso quiere el jodido chino. En cuanto nos vayamos, bajará. Nos despedirán si alguien viene corriendo aquí por nuestra culpa y el chino está vivo. ¡Ese jodido! —¿Eso crees, Joe? Joe no contestó, pero habló con el filipino. —¡Muy bien, porcelana china, salta! ¡Yo te cogeré! ¡Vamos! ¿Qué te pasa, porcelana china, tienes miedo? Extendió los brazos. En ese instante, mientras Joe extendía los brazos, el extranjero se tiró. El color oscuro y parte del blanco desaparecieron del cuadro, y el hombre cayó grácilmente, despacio, con piernas y brazos extendidos. Durante un momento ambos caddies permanecieron pasmados. Luego Pete se apartó corriendo. Era Joe el que no podía moverse. Con las manos extendidas, esperó la llegada de la blanca figura. Pero en el último instante Joe se apartó, porque le aterrorizaba verlo, y el cuerpo topó con el suelo, se alzó de nuevo por encima de la cabeza del caddy, cayó por segunda vez, se retorció un momento y quedó inmóvil. —¡Te dije que se tiraría! ¡Te lo dije! —chilló Pete. Joe contempló el cuerpo, vio el chorro de sangre que brotaba de la abierta boca del filipino, y corrió hacia él. —¿Por qué has saltado? —le gritó—. ¿Por qué te has tirado, chino loco? El filipino no respondió. Simplemente se puso en pie y trepó de nuevo por el depósito. Pete lanzó un chillido. Joe permaneció inmóvil, con los brazos desesperadamente extendidos.
El filipino se tiró y Joe volvió a fallar. Hubo un tercer salto, y un cuarto, hasta que Pete se fue corriendo, porque no deseaba estar allí cuando por fin Joe cogiera al hombre.
Bebés grávidos MICHAEL BISHOP Novela de amenaza terrorífica muy resumida
Una de las hazañas más arduas cuando se escriben relatos horroríficos/terroríficos es obtener los resultados apetecidos y, al mismo tiempo, una sonrisa en el semblante del lector. En manos menos expertas que las de Bishop, existe la tendencia a que el lector acabe de leer sin darse cuenta de que está desangrándose. Unos momentos de reflexión, no obstante, suelen bastar para corregir la situación, en cuanto se comprende que lo juzgado curioso, o divertido, es otra cosa. Michael Bishop ha escrito, en Transfigurations (Transfiguraciones) y The White Otters of Childhood (Las blancas nutrias de la infancia), parte de la ciencia ficción más reveladora de los últimos veinte años. También ha exhibido su inclinación por lo macabro, con una destreza que humilla a gran parte de sus colegas.
Carrion City, en el estado de Colorado, antaño bulliciosa población con yacimientos auríferos aferrada a una ventosa pradera en las montañas Sangre de Cristo, es en la actualidad una ruinosa sombra de lo que fue. Dos cafeterías, un almacén de piensos, un garaje, una tienda de ultramarinos, una escuela y tres o cuatro comercios para complacer al turismo de temporada proporcionan empleo a parte de los lugareños, pero el Hospital Helen Hidalgo Hutton (especializado en casos de Hebefrenia Licantrópica avanzada) ha impedido que Carrion City se convierta en otro pueblo fantasma más. Da trabajo a veintidós residentes del pueblo (casi una quinta parte de la población) y el impresionante edificio, similar a una cárcel, atrae enfermos y curiosos del mundo entero. A finales de 1981, por ejemplo, tres emigrados ex víctimas de la HL habían sanado de forma tan espectacular que se les autorizó a pasar las revisiones mensuales como pacientes externos; uno de ellos se desplazaba regularmente desde Silistra (Bulgaria). Otros doce enfermos viven en el hospital, recorren descalzos los embaldosados pasillos, se acurrucan todos juntos para dormir y, durante las tormentas o ventiscas, alzan sus espectrales voces en vibrante armonía con el viento. A pesar de que un importante funcionario estatal designado a raíz del triunfo electoral de Ronald Reagan insiste en que el personal del centro supera en número a los pacientes, el hospital resiste estos ataques políticos tan en boga por cuanto las aportaciones de ex pacientes (muchos de ellos titulados europeos de asombrosa longevidad y no poca opulencia) le permiten autofinanciarse casi por completo. Además, nadie, ni siquiera el
muy pérfido partidario de Reagan, desea realmente acabar con la última raison d’être de Carrion City. Mary Smithson, Sylvester hasta el día de su matrimonio, trabaja en el turno de noche del hospital en calidad de directora de psiquiatras residentes, cargo al que llegó en sólo ocho años. Producto de la escuela de Carrion City, entre 1968 y 1972 Mary Sylvester estudió en una semiprestigiosa escuela de medicina y en un instituto psiquiátrico de Denver gracias a una beca concedida por la Fundación Benéfica Helen Hidalgo Hutton. Las condiciones de la beca exigían que ella compaginara sus estudios profesionales con una minuciosa inspección de las treinta y siete novelas publicadas por la señora Hutton, al ritmo aproximado de una por mes (sin contar veranos y períodos de exámenes antes de vacaciones). Posteriormente, como era de esperar, se exigió a Mary que trabajara en el hospital no menos de cuatro años y que dedicara su tiempo libre a promocionar activamente la obra de Hutton entre la ciudadanía culta del suroeste de los Estados Unidos. Esta última estipulación ni irritó ni desmoralizó a Mary, ya que con la excepción de Mi amigo Pecas (la historia de un perro sentimental) le gustaban todas las novelas de su fallecida benefactora, casi todas de estilo escalofriantemente gótico o aventuras románticas rebosantes de suspense. Sus favoritas, que leía una y otra vez, eran Rebecca Random Recuerda y Los lobos de las fuentes de West Elk. Aunque las condiciones de la beca fueron causa de que se graduara entre los diez últimos de su promoción, ningún estigma particular acompañó a este pobre resultado, como atestigua vívidamente su rápido y merecidísimo ascenso en el mismo hospital. Russell Smithson, esposo de Mary, es otro caso. Mary lo conoció en Denver, no en el instituto sino en una tétrica taberna de ambiente contracultural al abrigo de un ruidoso paso superior de ferrocarril. Aquel solitario joven se hallaba absorto en la lectura de un libro a la luz de las velas, indiferente al chabacano estruendo de un piano y los desafinados chillidos del barbudo músico que lo manoseaba. Aprovechando al máximo la nueva tolerancia entre personas, Mary tomó asiento ante la mesa del solitario. (El libro que tenía delante Russell resultó ser Love Story de Erich
Segal. Mary llevaba ejemplares de Base patológica de la enfermedad y de la edición original —1922— de La fidelidad de Fidelia Leal). Muy pronto estas dos personas, que un momento antes no se conocían, estuvieron enzarzadas en animados debates sobre la guerra del sudeste asiático, el aborto, la legalización del porro, el desarme nuclear y la poesía de Rod McKuen. Puesto que discrepaban en casi todo, los dos acabaron echando chispas. El hecho de que Russell aspiraba a ser escritor dejó aturdida a Mary. Ello disculpaba no sólo los gustos del joven en cuanto a literatura contemporánea sino además su innata sensibilidad burguesa que parecía un eco de Calvin Coolidge. A modo de prueba, Mary le prestó La fidelidad de Fidelia Leal, el más apasionado opúsculo feminista en forma de novela de la señora Hutton (en realidad, el único). Cuando la pareja volvió a encontrarse una semana más tarde, Russell expresó un limitado pero indudablemente sincero respeto por la prosa y la destreza narrativa de la vieja señora. Ni siquiera el «desvarío sufragista y las fullerías» (su crítica más severa a la novela) le habían desconcertado. Estas novedades aliviaron y complacieron a Mary. Tres meses más tarde se casaron, y las fotografías de boda tomadas en el anfiteatro de Red Rocks muestran a la feliz pareja ataviada de pies a cabeza con cuero cosido a mano y collares indios. Hoy, en Carrion City, Russell es amo de casa. Tiffany, de dieciocho meses, cuya gestación y parto no apartó mucho tiempo a Mary de sus obligaciones como psiquiatra residente del hospital, ocupa gran parte del tiempo de Russell, en particular desde que la niña duerme durante el día, igual que Mary. Russell debe adaptarse al mismo horario o confiar en siestecillas e intersticiales cabezadas para purgar su organismo de los venenos del insomnio. Por la noche, mientras Mary trabaja y Tiffany da sus primeros pasos por la estucada casita de los Smithson, Russell prepara la receta especial a base de soja para la niña y planea la principal comida del día, que harán cuando casi el resto de la población de Carrion City se siente a desayunar. Este arreglo no disgusta a Russell por la expresiva razón de que así dispone de excusa (una excusa que no estuvo a su disposición entre 1972 y 1980) para la notable falta de éxito de su carrera literaria. Además, con ese horario está en su casa durmiendo cuando muchos habitantes de
Carrion City se hallan maliciosamente en la calle, listos a saltar sobre el escritor, si topa con ellos, para hacerle infinidad de punzantes preguntas relacionadas con su perpetua falta de «trabajo lucrativo». Incluso los negligentes viejos y los pipiolos que pretenden ser buscadores de minas le han increpado en el almacén de piensos por su pereza, siendo como es un varón fuerte y sano. Tiffany, bendita sea, ha puesto fin a la insufrible furia de los lugareños. La niña ha mitigado la sensación de culpabilidad de Russell sin forzarle todavía a renunciar a sus últimas esperanzas literarias. La búsqueda de riquezas literarias no está totalmente reñida, a pesar de todo, con las mundanas responsabilidades de un amo de casa. Durante los ocho últimos meses Russell ha seguido un curso por correspondencia de la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos, una sociedad de Baltimore (Maryland). (Los anuncios de este programa de estudios, que incluyen el respaldo de solicitadísimos mercenarios que han desvelado bajo otro nombre las vidas de celebridades de Hollywood y llevado a juicio a políticos y dechados de perfección adictos a las drogas, aparecen con regularidad intercalados en revistas femeninas y semanarios dedicados a los programas de televisión). Entre sus numerosos quehaceres domésticos Russell intercala como puede momentos que dedicar al estudio. Su lista de lecturas incluye las autobiografías de Benvenutto Cellini, Benjamin Franklin, Ulysses S. Grant, Vera Brittain y Malcolm X. Según los prospectos que recibió con el primer envío de tareas, lo esencial para ser un buen escritor anónimo es saber simular de modo convincente una autobiografía genuina. De hecho, su primera tarea como estudiante por correspondencia le exigió rehacer penosamente a mano tres capítulos de las Confesiones de Rousseau. Posteriormente tendrá que simular la personalidad, ideando el estilo conveniente para ello, de personajes populares tan diversos como Mickey Mouse, Mickey Spillane, David Stockman, Yogi Berra, Paul «Oso» Bryant, Anita Bryant, Ron Ely, Ronald McDonald y un largo etcétera. No es fácil. En dos o tres ocasiones Mary ha vuelto a casa y Russell había olvidado preparar la cena o cambiar el culero a Tiffany por culpa de un maniaco esfuerzo para terminar sus irritantes tareas. Puesto que comprende los motivos y las necesidades de su esposo,
Mary no le regaña. Sin embargo, le duele descubrir que Russell es incapaz de algo más que plagiar el material de Rolling Stone o The National Enquirer cuando el plazo máximo de envío está a punto de cumplirse y uno de estos desdichados tabloides contiene información marginalmente utilizable para sus propósitos. Qué vulgar es Russell algunas veces. A decir verdad, sin embargo, la mente de Mary suele concentrarse en su trabajo. El personal del turno nocturno del Hospital Hutton tiene una responsabilidad sumamente onerosa. Como incluso los estudiosos accidentales de la enfermedad deben saber, las víctimas de la hebefrenia licantrópica, en especial en las últimas fases de la dolencia, se entregan de modo casi invariable a las más radicales transformaciones mágicas entre las doce de la noche y una hora antes del alba. Médicos, enfermeros, enfermeras y personal de custodia que trabajan en estas horas críticas deben enfrentarse con frecuencia en la realidad a ese espantoso aspecto de la HL que con tanta insistencia y falta de rigor explotan productores de cine, novelistas y publicaciones populares. Mary Smithson ha estado cara a cara con la realidad. En consecuencia, ella sabe que las víctimas del síndrome de Chaney (como a veces se denomina la enfermedad en los textos), del mismo modo que cualquier persona propensa a ataques epilépticos o urticaria, poseen capacidad para vivir, satisfacción vocacional y desarrollo espiritual, igual que cualquier ser humano no afectado por esa dolencia. Las imágenes sensacionalistas de hombres y mujeres velludos, que babean como animales mientras trotan a cuatro patas bajo la luna llena o casi llena no reflejan la realidad de la enfermedad ni mejoran las previsiones para los infortunados que la padecen. Esas imágenes refuerzan prejuicios científicamente desacreditados y destruyen la dignidad de la víctima precisamente cuando una buena dosis de pundonor puede conducir a la recuperación total. A la inversa, una pobre imagen personal puede provocar una recaída irreversible en un estado licantrópico sin dimensión psicológica alguna. Los hombres lobo auténticos se crean, no nacen así, suele explicar Mary al personal médico que visita el centro, y los crea precisamente la codicia y la insensibilidad que abundan en la sociedad. Por otro lado, las
manifestaciones hebefrénicas de la licantropía responden excepcionalmente bien al tratamiento profesional. Mary posee la prueba de esta observación en la persona de Amadeus Howell, un joven inglés internado en el hospital desde la fundación de éste. (El expediente archivado en las oficinas administrativas indica que Howell nació en Londres [Inglaterra] el 12 de agosto de 1914, pero con su disfraz humano, al que el paciente se aferra en la actualidad con animada tenacidad, sigue sin aparentar más de veinte años). Repentinas recaídas físicas, aproximadamente dos veces por mes, dan fe de la prolongada esclavitud del enfermo respecto a la enfermedad. Además, su conducta en períodos relativamente libres de lupinos cambios de forma continúa mostrando un rasgo frívolo o juvenil debido a la persistencia de la hebefrenia. No obstante, Mary confía en que sensatas dosis de azufre, asafétida (vulgarmente denominada excremento del diablo), ricino e hipericón (corazoncillo), junto con amistosos consejos nocturnos, pronto permitirán al joven Howell aprovechar el programa para pacientes externos del hospital. El hecho de que el enfermo haya dejado de formular preguntas tontas como: «¿Por qué no usa un tapón de botella a prueba de niños como anticonceptivo?», en favor de cuodlibetos tan formidables como: «¿De dónde procede el mal?», o «Si un solo niño inocente sufre, ¿no sería mejor que el mundo no existiera?», es juzgado por Mary como prueba irrefutable de una mejoría orientada hacia la liberación de Howell. Que él idee estos enigmas mientras huele el chicle pegado a la suela de su zapato o juegue una partida de Donkey Kong con el libro de matemáticas delante en el cuarto de estar del tercer piso, reflexiona Mary, resalta simplemente la urgencia de un arduo esfuerzo por parte del personal para exorcizar los últimos vestigios de su prolongada puerilidad. Pero están muy cerca del éxito. Mary casi paladea el inminente triunfo. En marzo, con la nieve posada como tarta helada en las torrecillas y almenas del hospital, Russell hace saber a Mary que la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos desea dos capítulos de «la autobiografía de un personaje inolvidable» (le enseña esta frase en la hoja de tareas) a finales de abril. Los alumnos que no presenten un mínimo de
diez mil palabras de material aceptable se arriesgan a no continuar estudios o pagar más por la enseñanza, probablemente lo segundo. Los Smithson no pueden permitirse otro aumento en los gastos de enseñanza de Russell. Su más reciente trabajo por correspondencia ha suscitado no sólo tumultuosas correcciones por parte de los tutores de Baltimore, sino además un diluvio de sarcasmo entre líneas. Russell intenta consolarse con el hecho de que los pasajes más alcanzados por estas críticas son los copiados palabra por palabra de los tabloides, pero su moral continúa hundiéndose y Mary teme por la estabilidad mental y emotiva de su marido. —¿Cómo voy a hacer esta tarea si hasta un simple ejercicio de dedos como asumir la personalidad de Alexander Haig me descompone? —quiere saber Russell. Un loup-garou, piensa Mary, incapaz de separar la molesta crisis de su esposo de sus consideraciones profesionales. Este pensamiento, a su vez, le hace recordar el caso y el semblante de Amadeus Howell. —¿Dónde voy a encontrar un personaje inolvidable cuya autobiografía pueda escribir como si fuera él? Y tras esta pregunta de Russell, Mary no puede menos que sugerir a su principal paciente como sujeto probable. Russell rezuma gratitud y entusiasmo aproximadamente a partes iguales. Igual que Studs Terkel, pretende grabar el testimonio de su elegido. Luego transcribirá a conciencia la vida de Asmadeus para enviarla inmediatamente a Baltimore. De nuevo, confiesa, su esposa le ha salvado de un fracaso casi cierto. —No es Asmadeus —replica Mary, nerviosa porque ya está arrepentida de haber hablado—. Es Amadeus. Las entrevistas en el hospital empiezan muy bien. Mientras Mary desvía abnegadamente sus energías hacia otros enfermos, Amadeus habla ante la grabadora de su esposo de forma alentadoramente detallada. Por desgracia, Mary ha olvidado explicar a Russell que Amadeus no sólo padece el síndrome de Chaney, sino además una variedad de alexitimia esporádica que a veces hace sumamente tediosa su narrativa verbal. Otras personas colorearían sus relatos de episodios formativos con la angustia o el gozo que recuerdan, pero Amadeus se limita a enumerar y hablar
monótonamente. Una noche, de hecho, evita cualquier discusión de su pasado para relatar en penoso y repetitivo detalle el argumento de una novela de Helen Hidalgo Hutton en la que la autora encontró un purgante desfogue para una parte de sus periódicas experiencias con la HL. Russell se retuerce. Mary siempre ha evitado el problema de la alexitimia del joven Howell valiéndose de técnicas de enfrentamiento al insulto, pero Russell, que las ignora, acusa a su esposa de intentar sabotear su trabajo por correspondencia al presentarle a un majadero congénito. Y lo que es peor, él debe ir con Tiffany a las entrevistas, y la niña está cada vez más inquieta por tener que sentarse en las baldosas para apilar las rosquillas en el obelisco de plástico. Mary calma a su marido con explicaciones y una sincera súplica de que vuelva a intentarlo. Dos noches más tarde, mientras pasea de un lado a otro y recita los detalles sumamente fascinantes de los años que pasó en el Soho, Amadeus sufre el asombroso cambio especialísimamente característico del síndrome de Chaney. Los efectos especiales de Hollywood no llegan a la suela del zapato de la realidad provocadora de sudor de esta transformación. Los ojos de Tiffany sobresalen como ampollas producidas por una quemadura y Russell se apresura a garabatear notas al mismo tiempo que trata de observar los evanescentes aleteos de este raro fenómeno anatómico. Esta noche ha reventado la presa física además de la psíquica, y Russell cree que La autobiografía de Amadeus Howell va a catapultarle al primer puesto de su clase por correspondencia. —Perrito guapo —dice Tiffany mientras Amadeus pasa corriendo junto al montón de rosquillas de plástico. El hombre lobo está esbozando con los labios lo que Russell supone debe de ser la continuación del relato de su vida. Gemidos y gruñidos vagamente irónicos sostienen ahora el peso principal del relato, empero, y son francamente ininteligibles. —Perrito guapo —repite Tiff mientras toca el grisáceo hombro del animal-hombre. Amadeus tiene ciertamente el aspecto de un perrito guapo. Los movimientos de su esbelto aunque robusto cuerpo tranquilizan más que
amenazan, y los retazos en forma de oruga de horrible piel blanca sobre sus opalescentes ojos le confieren una cómica apariencia de confusión, algo así como un docto caballero con las cejas alzadas. (Su ropa yace en arrugados montones por toda la habitación. ¿Cómo ha podido quitárselas sin rasgarlas, sin dejar al descubierto un delincuente retazo de carne humana? Russell no lo sabe). Mientras el juguetón Amadeus frota la nariz contra Tiffany, Russell apaga la grabadora para observar. Al parecer los aspectos hebefrénicos de la enfermedad son más pronunciados en su manifiesta fase lupina, ya que el animal-hombre está brincando como un cachorrillo. Coge una rosquilla de plástico de Tiffany y la tira por el aire. Por alguna inexplicable razón la jugarreta molesta a la niña; cuando su compañero de juegos se lanza a por otro de sus juguetes, Tiffany le agarra dos puñados de frondoso pelaje y le da un cruel mordisco en el costado. (A pesar de hallarse dos pisos más abajo, incluso Mary oye el aullido de Amadeus). El hombre lobo se revuelve, muerde el labio inferior de Tiff y se lanza hacia Russell como si quisiera derribarlo. Pero en vez de eso huye por el pasillo y se oculta en las entrañas del edificio; el enfurecido lamento de la pequeña lo persigue como una de las Furias. Mary, agobiada por contradictorias variedades de remordimiento, pone fin a los privilegios de visitante de Russell. Al menos, se consuela la madre, la mordedura de hombre lobo de su pequeña no es nada del otro mundo, una simple marca roja. Los hechos subsiguientes se apelotonan y empujan unos a otros. Russell se recluye, se aparta de esposa e hija y completa su tarea de vida o muerte en un colérico y repentino derroche de energías que dura cuarenta y ocho horas. Posteriormente, el domingo por la noche, anuncia que a partir de ahora piensa adoptar un horario más convencional. Para acomodarse a dicho horario, Tiff deberá ir a la Guardería Diurna Lucy van Pelt para Preciosos Párvulos de Willa Clanahan, institución de la vecindad que tiene un presupuesto bajo y (más o menos) ocho alumnos. Si los tutores de Baltimore le dan calabazas por los dos primeros capítulos de La autobiografía de Amadeus Howell, Russell abandonará la búsqueda de fama literaria e invertirá los escasos ahorros del matrimonio en la apertura de una armería en la moribunda cafetería Timberline de Jim Rawley. Mary,
aferrada a la esperanza de que los tutores de Baltimore mantengan sus cínicamente severas normas, asiente. El hecho de que Russell amenace con embarcarse en un negocio de nueve a cinco, aunque sea regentar una armería, alegra su alma resignada. Si bien Mary sería capaz de escribir una novela de terror en torno a la década en la que ha prestado apoyo emotivo o financiero a su esposo, Russell seguramente no podría. Las postales suelen agotar el talento de su marido tanto como su vigor, a despecho de su reciente parranda creativa. Mientras tanto, el talento y el vigor de Mary deben empeñarse en rescatar a Amadeus Howell de la desastrosa recaída provocada por la presencia conjunta de Russell y Tiffany en su habitación. Desde el incidente el enfermo se muestra arisco, distante e incluso más tonto que de costumbre. Durante el fin de semana, de hecho, ha sufrido otras dos metamorfosis lupinas, y en el turno de noche del lunes Mary lo encuentra con un collar de saldo aparte de la cadena de elegante diseño que otro miembro del personal le regaló en Navidad. Tan virulenta es la frivolidad residual que atormenta al paciente que cuando Mary le hace una pregunta, Howell responde con un fragmento lírico antigramatical de un éxito de los años 50 obra de Sam el Farsante y los Faraones. Más tarde, durante un descanso para tomar café, Mary debe hacer esfuerzos para no llorar. La primera semana de Tiffany en la guardería de Willa Clanahan tampoco va bien. Tiff carece de experiencia en juegos con otros niños y los párvulos de la Guardería Lucy van Pelt forman un conjunto agresivo e indócil. Russell, acomodado frente a los concursos y melodramas del televisor, resiste una serie de llamadas telefónicas de la señora Clanahan, que se queja del carácter mandón, el egoísmo y las altaneras negativas de Tiff a llegar a un compromiso con las otras «criaturas», cuya veteranía Tiffany no muestra intención alguna de reconocer, ni mucho menos respetar. —Átela a una silla en la cocina —aconseja Russell a la señora Clanahan. —Ni hablar —afirma la engañada mujer, y cuelga.
Pero la señora Clanahan llama de nuevo más tarde para comunicar que Tiff ha puesto en práctica la vil estrategia de ir de niño en niño y morderlos a todos en el muslo o en el codo, en el blanco anatómico más accesible. Tras causar estas heridas, la niña echa atrás la cabeza y aúlla con bastante dulzura mientras contempla la lámpara de cristal de la sala. —He pensado atarla a una silla en la cocina —admite la señora Clanahan. —No pierda un momento —replicó Russell. El viernes, una vez puesta en práctica la drástica medida de precaución acordada, a regañadientes, la tarde anterior, la señora Clanahan telefonea para exponer la anómala conducta de Tiff durante la merienda. La niña no quiere beber leche, no quiere comer su bocadillo de pollo e insiste en alimentos tan exóticos como zarzaparrilla rociada con Ovaltine y sobras de ensalada con fríjoles. —¿Hay problema en darle eso? —inquiere la señora Clanahan. —No pierda un momento —replica Russell—. Mientras no sea carne envenenada para los coyotes, no me importa un pito lo que usted pueda darle de comer. La señora Clanahan desaprueba tan insensato criterio, pero accede generosamente al capricho de Tiffany. Los niños son el principal estímulo de su vida. El sábado por la mañana la niña está sumamente enferma. Russell achaca la responsabilidad a la señora Clanahan, pero Mary, que acaba de llegar a casa tras otra mala noche en el hospital, examina atentamente a su hija e identifica la dolencia como vómitos de embarazo. Durante un momento los padres permanecen estupefactos y temblorosos pensando en la cardiaca aberración de tal posibilidad. Qué contingencia tan perversa, repugnante, diabólica e impensable. —Es el pequeño de Jim Rawley, Sean —estalla por fin Russell—. Jamás he confiado en ese solapado chaval, pero, fíjate bien en lo que digo, ¡voy a preocuparme de que obre con honor! Mary, con otra sospecha en la cabeza, impide que su marido adopte este curso con la sugerencia de llevar a Tiff al hospital para someterla a pruebas
más concluyentes. El conejo muere. De nuevo en casa, ponen a la niña tan cómoda como pueden y afrontan una curiosa serie de opciones igualmente odiosas. (El oficio de progenitores en los últimos veinte años del siglo actual plantea retos totalmente inimaginables por madres y padres de anteriores generaciones). Pero una semana más tarde los Smithson encuentran compañía en su desgracia, porque la señora Clanahan, que tiene cierta experiencia en embarazos y partos, ha decidido por su cuenta que cuatro compañeras de Tiffany comparten sin duda alguna el delicado estado de la niña. Noticias de calibre tan espectacular como la presente se difunden con rapidez en Carrion City. Y cuando Mary confiesa a su esposo que Amadeus Howell podría ser responsable, directo aunque sin saberlo, de los actuales problemas de Tiff, y por tanto responsable indirecto de la epidemia en la Guardería Diurna Lucy van Pelt, Russell difunde también esta noticia, con el resultado de que pronto la población entera arde en rumores sobre hombres lobo que atacan el Hospital Helen Hidalgo Hutton (especializado en casos de hebefrenia licantrópica avanzada). Que las hijas de los hombres no sufran más indignidades, los monstruos deben morir… En la encantadora noche de abril, mientras Russell Smithson, Jim Rawley y la numerosa cohorte de machos reúnen sus camionetas de tracción delantera en el almacén de piensos de Sam Kelsall, para cargar las escopetas, comprobar los faros y darse nerviosos ánimos, Mary lleva a Tiffany al hospital para aconsejar a Amadeus Howell y los demás pacientes que huyan. También hace una llamada telefónica al cuartelillo de la patrulla de carreteras de Pueblo (Colorado), a tres horas de distancia en el borde oriental salpicado de artemisas de la región de las grandes praderas. ¿Llegarán a tiempo los miembros de la patrulla para agarrar por la barba a los lugareños varones por su mal organizada vigilancia? No. Pero cuando se produce el ataque hasta el último de los perplejos hebefrénicos ha huido ya. Amadeus, presidente honorario de la Sociedad Fenris que forman los enfermos, los conduce hacia los nevados picos de la cordillera Sangre de Cristo. (Babean como animales mientras trotan a cuatro patas bajo la luna casi llena). Mientras tanto, Russell y sus vengativos secuaces, sin saber que Mary y Tiffany están agazapadas en el interior del edificio, destrozan los
muros con postas y meditan los diversos métodos que les permitan arrasar el hospital. Saben perfectamente que en este punto del proceso es obligatoria una conflagración, pero nadie ha resuelto todavía cómo prender fuego a la desolada e impresionante estructura. Cerillas usadas yacen esparcidas al borde del camino, y el aroma de la mezcla de gasolina y alcohol emana en oleadas de los cimientos del edificio. La institución de la señora Hutton no prende. Por fin, entre el aullido de las sirenas, cuatro vehículos de la patrulla estatal irrumpen cual coches de carreras en Carrion City. Casi en el mismo instante Mary aparece en las almenas con Tiffany en los brazos, una Ofelia moderna muy por encima de la vergonzosa anarquía de los lugareños. Avergonzado por tan brava y melancólica exhibición, Russell pide prestado un megáfono y convence a Mary de que baje recitando la primera parte entera de «Aullido» de Allen Ginsberg, extraída de sus tanto tiempo reprimidos recuerdos. Veinte minutos antes de que termine, la policía estatal y los compañeros de armas de Russell regresan a sus hogares. El cerco ha terminado. Los Smithson están unidos de nuevo. Pero ¿a costa de qué? Sin pacientes, el hospital debe cerrar sus puertas y despedir al personal temporalmente. Mary, más afortunada que casi todos los demás, obtiene un puesto interino en la junta directiva de la Fundación Benéfica Helen Hidalgo Hutton. Poco después, Russell se entera de que un agente de la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos, partiendo de los dos primeros capítulos de su trabajo, ha negociado una cantidad de seis cifras con una famosa editorial de Nueva York como anticipo por la publicación de La autobiografía de Amadeus Howell, que será comercializada en forma de novela. Russell dispone de dieciocho meses para entregar el manuscrito completo. Mary disimula su disgusto lo mejor que puede. Entusiasmado pero calculador, Russell alquila una avioneta y contrata los servicios de un piloto experto en vuelos sobre selvas para que le ayude a localizar a los fugados enfermos; entre éstos se halla el único ser humano capaz de aportar un final correcto y auténtico a la inconclusa novela. Durante la tercera semana de ausencia de Russell (su búsqueda no va nada bien), Tiffany pare tres minúsculos malamutes con encantadoras cejas color crema. En un
esfuerzo para conservar el optimismo, Mary piensa que al menos ella y Russell no tendrán que comprar un perro a la niña. Una semana más tarde las cuatro compañeras de Tiffany de la guardería de la señora Clanahan tienen alumbramientos igualmente asombrosos, y siguiendo la mejor tradición pionera, los vecinos intercambian visitas para ofrecerse sosiego y consuelo. (Hay cierta especulación, discreta pero esperanzada, en cuanto a que esos niños caninos repueblen un día el hospital). Russell regresa por fin al hogar, renqueante, sin haber localizado a nadie, ni a Amadeus ni al resto de miembros de la Sociedad Fenris. Mary sabe que su marido va a ser un malísimo abuelo. Russell se refiere a usar los cachorros como perros de trineo, en cuanto tengan peso y fuerza suficiente para ayudarle en la búsqueda de su ausente progenitor. Tras un gruñido, el más valiente de los cachorros muerde el tobillo de Russell. Mary interviene para salvar el costado de su nieto. Más tarde, por la noche, Mary se acuesta junto a su ingenuo esposo y piensa en Amadeus Howell y en el escondrijo similar a una madriguera que el ex paciente tiene entre los helados precipicios. Ciertos pasajes de Los lobos de las fuentes de West Elk parecen haber predicho este portentoso momento. Hay una vibración en su estómago. Es terriblemente difícil no dejar escapar una risita…
La silla DENNIS ETCHISON
No siempre es necesario (ni preciso) ir hasta los límites de la fantasía siniestra para sentir miedo; ciertamente ya se tiene bastante sólo con ir por el llamado mundo real, ése que está ahí, al otro lado de la puerta. Pero la forma más fácil de sentir miedo es pensar en un asesinato múltiple o en un psicópata francotirador, o imaginarse de repente a un veterano de una guerra u otra. Pero resulta mucho más difícil conseguir ese mismo efecto utilizando a una persona normal y corriente… —como tú, por ejemplo—, y estudiar la posibilidad muy real de que nadie, nadie en absoluto, es permanentemente racional. Reflexiona sobre esto: hay cantidad de personas ahí fuera, sonriendo. Dennis Etchison es el principal autor de fantasía siniestra, y acaba de publicar su primera recopilación de cuentos. Vive en California, y en 1982 fue ganador del British Fantasy Award.
—Marty —dijo ella—. Te necesito. Él observó sus labios. El aire era opalescente debido al humo de los cigarrillos, y la luz llegaba con dificultad. El aspecto de ella era suave y tenso: unas tenues gotas de sudor le brillaban en la sombra de sus pómulos. Era imposible, por supuesto, y sin embargo… —¿Christy? —preguntó él, incrédulo. Quería acercársele y tocarla para estar seguro. Pero, al mismo tiempo, una desconocida fuerza le impelía a levantarse de la silla y salir corriendo: a través de sillas y mesas, incluso de la pista de baile, donde rostros que creía conocer habían sido injertados en cuerpos que le eran desconocidos, cuerpos que ahora giraban frenéticamente al son de una música que él suponía ya perdida en las profundidades de su mente. —Te he estado buscando toda la noche —dijo ella—. Temía…, tenía miedo de que no vinieses. —Su voz le llegaba apagada por el bullicio, como a través de un túnel de viento—. ¿Podemos ir a cualquier otra parte? Aquí es imposible hablar… Martin se incorporó, dubitativo, y la siguió. La multitud oscilaba como una ola, y la figura de ella empequeñeció hasta perderse de vista. Él se abrió camino entre un grupo de sillas abandonadas y sus brazos tropezaron con un vaso que había encima de una mesa, desparramando el rojizo líquido. Enderezó el vaso ya vacío y trató de seguir avanzando. Una mano poderosa le sujetó una muñeca. —No creerás que vas a largarte tan fácilmente, ¿eh?
Martin elevó la mirada. La ajada copia de un rostro perteneciente a su adolescencia campeaba por encima del suyo. Alrededor de los ojos, unas arrugas grisáceas remarcaban asombro y daban énfasis a unas lentes de contacto de un azul fuera de lo natural. —Bill Crabbe —dijo el hombre alto. Martin pestañeó. Era verdad: Crabbe, la estrella del equipo de béisbol escolar… Se estrecharon las manos. —¿Cómo va, compañero? —Crabbe le bombeó el brazo—. ¡Por todos los demonios, Jerry Marber! ¿Qué ha sido de tu vida en todos estos años? Martin se dio cuenta de que le había confundido con otra persona. Pensó en disipar el equívoco del hombre alto, pero en aquel instante la música cesó, y las acaloradas parejas regresaron entre las columnas de madera empujándose hacia sus mesas. Una nube casi tóxica de aromas a laca y colonias flotó hacia él, que elevó su mirada por encima de la multitud, buscando el rostro de Christy. Se aclaró la garganta. —Dispensa, Jerry —dijo abruptamente Crabbe—, pero allí está Wayne Fuller. Tengo que saludarle. ¡Por todos los diablos, míralo! ¿A que no ha cambiado nada? ¡Wayne, viejo! ¡Aquí! Crabbe se adelantó, dirigiéndose al compacto grupo de gente desde el cual la enorme mano del pitcher les estaba saludando. Martin buscó la salida. Christy, o alguien que se le parecía mucho, se hallaba apoyada sobre la lacada superficie de la puerta, tratando de encender un cigarrillo. Sus ojos fueron deslumbrados por el resplandor de un globo luminoso. «Me está esperando —pensó—. A mí, después de tantos años… Debería haberlo pensado. Debería haber mantenido el encanto. Aunque quizás lo he hecho sin darme cuenta… Pronto lo averiguaremos», se dijo a sí mismo. Las parejas pasaban a su lado con inquieta premura. La sala parecía que iba a inclinarse cuando los cuerpos se acumulaban en uno de sus extremos. Ante la barra, unas seis líneas de espaldas de hombre embutidos en trajes de poliéster y talle indefinido se movían inquietas. Martin inspiró
profundamente. Se sentía borracho. Se apoyó en el respaldo de una silla y miró en otra dirección. —¡Jimmy! —tronó una voz. Intentó abrirse paso, enredando su cabeza entre las serpentinas que volaban desde el escenario. Un coro de voces parecía formar un muro ante él; rostros grisáceos y melenas con rizos que evidenciaban una permanente se interponían en su camino. Cuando los hubo superado, se dio cuenta de que Christy ya no se hallaba junto a la puerta. —¡Jimmy Madden! ¡Sabía que eras tú! El atronador vozarrón del cuello de toro del entrenador del equipo tronó de nuevo. Esta vez fue arrastrado hasta un reservado. Martin se volvió y se halló ante una camiseta adornada con publicidad: el mismo tipo de anagrama que le recordaba de la época escolar. Escudriñó el rostro que se elevaba ante él y sacudió su cabeza, sonriendo con impaciencia. ¿Cómo se llamaba el entrenador? Luego se dio cuenta de que, a pesar de todo, aquélla no era la cara del entrenador. Era Warrick. Mark Warrick, el que había sido una figura en la delantera de los Greenworth Buckskins. Había sido el mejor en las finales del campeonato del estado, si no recordaba mal. —Encantado de verte, Mark —dijo Martin, respirando profundamente —. Pero yo no, no… Una mujer de sonrisa melosa se separó del grupo y se colgó del brazo de Martin. Su pecho le presionó con firmeza el costado. —¡Gail! —exclamó Warrick y su prominente mandíbula se quedó abierta, mostrándole una dentadura irregular y húmeda de saliva—. ¿Sigues con Bob? Quiero decir… —No, desde hace año y medio —anunció Gail, y apretó el antebrazo de Martin, como si se lo estuviera midiendo—. ¿Y cómo estás tú, Joe? —¿Sabes una cosa, Gail? —dijo el hombre con la camiseta deportiva—. Ahora soy el primer entrenador del GHS. ¿Qué dices a eso? ¡Uau! ¿Estás…, quiero decir si has venido sola?
—¿Aquélla no es tu esposa, Mark? —dijo Gail—. ¿Esa cosita dulce allá en la esquina, esperando que alguien la saque a bailar? ¿Cuál era su nombre? Martin se percató de cómo le separaba las costillas el armazón metálico de sus sostenes. Gail se volvió de nuevo hacia él, a pocos centímetros, y sus ojos parpadearon sobre la espesa máscara de maquillaje de su rostro. —Joe Ivy, ¿sabes que mis mejores recuerdos amorosos te pertenecen? —Sí —dijo Martin, apresuradamente—. No, no lo sabía. No. Ése no soy yo… En realidad no estoy aquí. Se liberó del abrazo y se alejó, arrugándole el vestido de raso a alguien. La salida parecía como si se hallara al otro extremo de un campo de rugby, como si la contemplase a través de un telescopio invertido. Se abrió paso a codazos, dejó cubitos de hielo tintineando en vasos de plástico tras él, y emprendió una última carrera hacia la cubierta y la oscura noche de afuera.
Una repentina brisa portuaria acariciándole el cuello le hizo estremecer. No se detuvo hasta que llegó al otro extremo de la cubierta Promenade. Una vez allí, se apoyó sobre los codos y examinó la imagen de la Windsor Room, con sus ojos de buey enmarcados por rejas recién pintadas. La puerta de la sala de fiestas permanecía abierta, lanzando un rectángulo de luz amarillenta sobre el suelo que había bajo el mástil principal. A través de la puerta distinguía la pancarta escrita a mano que colgaba en la pared, encima del bar. BIENVENIDOS A LA REUNIÓN EX ALUMNOS DE LA ESCUELA SUPERIOR GREENWORTH CURSO DEL 62 Ella se detuvo ante él, mirándole como antes solía hacer. Detrás de su cabeza, un cálido resplandor atrapó su pelo. Él intentó leer su expresión, pero a contraluz no le fue posible. Estaba buscando la manera más adecuada
para empezar de nuevo. Se enderezó, e involuntariamente su cuerpo se aproximó al de ella. El hálito de calor cesó al cerrarse repentinamente la puerta de la sala. Una ola de aplausos creció desde el interior, cuando desde el escenario se hicieron unos brindis; sin embargo, tras la puerta al cerrarse únicamente quedó el ronroneo de un tambor que se unió al murmullo de las oscuras aguas que se agitaban casi imperceptiblemente bajo sus pies. Quería recuperar tanto tiempo perdido, forzarla a una confrontación tanto tiempo ansiada, lanzar las llamas de su tristeza sobre su cuerpo, por su garganta… y sin embargo dijo: —Christy… Ella lanzó su cigarrillo, y el viento desmenuzó la brasa en un estallido de chispas. —Necesito saber cómo te ha ido —dijo él—. Quiero saberlo todo. O lo que tú quieras contarme. Si es que puedes. Tú sabes que sí puedes, Christy. Le cogió la mano. Ella bajó los ojos y encendió otro cigarrillo. —Estoy contento de que todo os haya salido bien, a ti y a Sherman — mintió él. Casi se había confundido al ir a pronunciar el nombre. Era la primera vez que lo hacía, incluso la primera vez que se permitía pensarlo en los últimos quince años. Sherman el perdedor, el tipo que nunca tuvo amigos… hasta que apareció Martin y quiso echarle una mano. Al final, Martin había aprendido lo que significa ayudar en exceso… «Cámbiame los pensamientos, tengo miedo de ir más lejos —le bullían las ideas—. Dime que todo acabó entre vosotros, que nunca hubo nada. Dime que no has cambiado, y que tampoco he cambiado yo. Hazlo. Hazlo ahora, o desaparece por el resto de mi vida». Pero no habló. De repente, ella pareció avergonzada, incapaz de mirarle a la cara. —No sé cómo… —Empieza por donde quieras. Él esperó.
Una solitaria embarcación de recreo cruzó la bahía, sus oscilantes lucecitas momentáneamente oscurecidas por el inmenso aparejo de la cubierta donde él y Christy se hallaban. —Siempre le odiaste, ¿no es cierto? —dijo ella con voz extraña, como si quisiera reafirmarse a través de las palabras, como si la idea le causara algún tipo de satisfacción. —¿Y eso qué importa? —Yo creo que sí importa. Por eso he venido. «¿Ésa es la razón? —pensó él, notando cómo el desconcierto lo dominaba—. Bien, si quiere darme explicaciones se está tomando su tiempo… Como si me importara… Como si algo pudiera tener importancia a estas alturas». Él nunca había sentido rencor hacia ella. Herido, sí. Y confundido. «Yo me habría casado contigo, ¿lo sabías?». Pero ¿enfadado? «Yo nunca me lo hubiese permitido, y ahora forma parte de otra vida, que sucedió entonces». Algo era cierto: ella no podía hablar por él. No pudo entonces y no podía ahora. Él tuvo su oportunidad de dar la cara y no lo hizo. Ahora ya era demasiado tarde. —Olvídalo —dijo él—. Son cosas que pasan. Incluso entre amigos. Especialmente entre los mejores amigos. Ella elevó sus ojos, y éstos relucieron; fuegos artificiales en el centro. —Siempre fuiste lamentablemente olvidadizo. Hazme un favor, Marty: ¡deja ya de ser tan comprensivo! Tú sabes que le odias. ¡Admítelo! «¿Se estaba aprovechando de él? No podía creerlo. ¿Cuál podía ser la razón?». —Christy, quise decir lo que he dicho. Necesito saber que estás bien, que eres feliz. Eso es todo. Si no lo crees, es que nunca llegaste a conocerme de verdad. —Pero yo te conozco. Ahí está el motivo, Marty. Te conozco y por eso te necesito ahora. Su voz se suavizó y los años se esfumaron como flores silvestres en el campo. Él la recordó o se la imaginó… —no estaba seguro— extendida
sobre su regazo, abrazada a su pecho. Tantas noches… —Marty. Entonces, inesperadamente, el tono de su voz, otra vez endurecido, le trasladó al presente. En su modo de hablarle había algo de emoción sorprendentemente nítida. Empezó a dudar de sí mismo. ¿Había sido suya la culpa, entonces? ¿Había habido algún incidente que él se había obligado a olvidar en todo ese tiempo, y que fue la causa de que ella se lanzara a los brazos de Sherman? ¿Había olvidado en cierto modo lo ocurrido aquella noche? ¿Era eso posible? Marty. Sólo ella le había llamado así, y quizá nunca más nadie lo haría, independientemente de cuántos años tuviese él por delante. Ella movió su cuerpo hasta que ambos estuvieron lo bastante cerca como para tocarse. Pero aún no se tocaron. Él se percató de la ardiente radiación que desprendía el cuerpo de ella, haciendo vibrar la tela de su vestido. Su aroma le quemó el olfato. Se esforzó en inspirar hondo. —Marty —dijo ella, y un fino mechón de pelo, invisible como tela de araña, le acarició la mejilla—, ¿tengo que suplicártelo? ¡Te necesito!
Ella le había dicho que estaba a unos cinco minutos. Si fueron más o fueron menos es algo que él no notó. Detrás de ellos, las chimeneas del Queen Mary, pintadas de rojo y negro, se elevaban cual torres truncadas de una central nuclear, dando al reconvertido navío una sensación de movilidad, como si el barco hubiese sido amarrado allí temporalmente y ahora estuviese levando anclas para, abandonando el amarre de la vieja estación naval, introducirse suavemente en la niebla, a lo largo de la franja costera. Ella le miró una vez cuando pasaban cerca de una refinería, pero no le vio. El penacho de una llamarada interminable hendía el cielo; el gas natural brotaba a través de las tuberías desde el centro de la Tierra… Ella miraba a través de él: una pantalla de rayos X, situada donde ella había querido, mostraba la translúcida imagen de sus carnes y de sus huesos.
Un letrero con las palabras APARTAMENTOS DE LUJO apareció en su campo visual. Pasaron ante el edificio y ella enderezó el volante, dirigiendo el vehículo hacia un callejón sin salida que había en la parte trasera del bloque de apartamentos. Aparcó bajo unas tuberías de servicios, dentro de las cuales gorgoteaba el agua. Era uno de esos bloques de casas que mueren junto al océano, donde las premuras parecen perder todo su sentido, ya que no queda a dónde dirigirse una vez se ha alcanzado el fin del continente. Las luces del coche se desvanecieron y la niebla dejó de caracolear. Una corona espesa rodeaba una farola de la calle como si se tratara de un halo lunar. El jadeo del motor fue sustituido por la respiración de una marea invisible. Ella se reclinó en él. En contra de su voluntad, los dedos de Martin se curvaron para acogerla. —Espera —dijo ella—. Ya casi hemos llegado. ¡Dios mío, no sabes cuánto he estado esperando este momento! Ella cogió su bolso, que estaba en el asiento trasero, retiró las llaves y salió del coche. Sus pasos resonaron en el pavimento. El paso de un triciclo iluminó fugazmente un patio sumido en la penumbra. En algún lugar, las voces de un televisor eran suavizadas por las centelleantes sombras azules de las ventanas. Desde un oculto rincón, un gato gimió con la voz de una criatura. Subieron los escalones hasta un segundo piso. La corroída puerta del corredor crujió con un chirrido similar al de una uña sobre la pizarra. Un candado sin fin relució bajo la sacudida de las llaves de ella. —Por aquí. No hacen falta las luces. Ella le condujo en la oscuridad, y un blando cojín chocó con el dorso de sus piernas. La habitación tomaba forma en la oscuridad. Gradualmente, perfiles del mobiliario iban apareciendo ante él, pero se disolvían cuando trataba de fijar la vista en ellos. A través del vano de la puerta, en las profundidades de
otra habitación, relucía el frío resplandor de una llama de gas enmarcada por unos apliques de ignotos perfiles. Los segundos iban pasando. Haces de luz empezaban a serpentear en el exterior del patio, de modo que los confusos planos que formaban las raídas persianas sugerían la aparición de barras sobre sus manos. Le llegó el olor de un perfume antiguo, y luego ella se fue deslizando a su lado sobre el mullido asiento. Podía oír el susurro de sus medias, de su cuerpo al rozar con el vestido… —Christy… Ella le cerró los labios con dedos fríos, y entonces vio el resplandor de sus ojos mirando más allá de él. —¿Qué ocurre? —preguntó. —¡Chist! Siguió la mirada de ella a través de la habitación. Un débil hilo de luz apareció por debajo de la puerta. ¿Había alguien más en la casa? No podía ser él. Ella no habría… ¿Un niño, entonces? ¿Por qué no? Era normal que hubiesen tenido un niño. Simplemente, natural. ¿Cómo no lo había previsto? Aun así, la idea le cogió por sorpresa; incluso le enervó. ¿Cuántos años debía tener?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo después de que ella le dejase…? Pero no. Se negó a aceptar aquella posibilidad. La tocó con torpeza, momentáneamente inseguro. Ella movió su cabeza de un lado a otro, y sus labios rozaron los de él: eran tan fríos y secos como flores del desierto. —No —dijo ella, con voz ronca—. Luego. Te lo prometo… Pero antes hay algo que debes hacer. —Aguarda —dijo él, tomando conciencia de dónde estaba y de lo que estaba haciendo—. No me has entendido… Yo no vine aquí para… —¿Seguro que no? Ella le miró con los ojos entornados.
¿Se estaba burlando? Sí, decidió: se burlaba de él. Ella se incorporó, e hizo que él se levantase. A pesar suyo, su cuerpo siguió al de ella. Un recuerdo de la figura de ella cruzó la habitación. Se escuchó un ruido. Ella se hallaba de pie al final del corredor, frente a la puerta cerrada. Pudo ver cómo una sombra incidía en el hilo de luz. Algo se movió. Algo muy pesado. Siguió un sonido de llaves, y luego la puerta se abrió. Martin quedó cegado momentáneamente por un chorro de luz. Cuando sus ojos lograron ver de nuevo, ante él se hallaba la figura de un hombre. —Cariño —dijo ella—, yo… He traído a alguien a casa para ti. La figura permanecía tan quieta que por un momento Martin pensó que se trataba de un maniquí. Por fin detectó movimiento en sus ojos: dos puntos diminutos asomaron en sus profundas cuencas. Luego los hombros se hundieron cansadamente, la pesada mole se apartó a un lado y las ralas púas del pelo sin curvas brillaron bajo el resplandor de unas bombillas de alta intensidad que se hallaban en cada rincón de la pequeña pieza. Ella declamó, y su tono de voz volvió a ser como el gemido de una cuerda de violín. —¿Te acuerdas de Jack, no? Los ojos de ella se trasladaron con nerviosismo hacia los dos hombres. Los iris se habían cerrado sobre los fuegos artificiales. Sin poder evitarlo, él contempló las pequeñas arrugas que rodeaban sus párpados, impresas allí como si durante años hubiese entornado los ojos bajo un sol implacable. Las pupilas se habían desteñido como una fotografía descolorida. —¿No es así, Sherman? —dijo ella. Martin la miró fijamente. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Qué clase de locura era aquélla? El hombre se alisó los cabellos, frotó sus blandas manos sobre su cara pálida, y se enderezó. Martin no tenía escapatoria. Había empezado a moverse hacia el umbral.
Notaba el aire viciado de la habitación como si un incienso dulzón uniese su olor al de ropas viejas en una atmósfera cerrada, donde el aire circulaba una y otra vez, recalentado por el ardor de tantas bombillas. Entonces el hombre hizo un esfuerzo para desplazar su pesado cuerpo. Martin enmudeció, sacudido por la sorpresa. Recordaba a Sherman varios centímetros más alto, de su misma estatura… De hecho, exactamente la misma. Pero parecía como si su esqueleto se hubiese comprimido con el tiempo, la columna se había encogido. La postura cayendo sobre sí misma a fin de soportar aquellas combadas carnes. Martin trató de creer lo que sus ojos veían. En los últimos tiempos se había estado preguntando qué apariencia se suponía que debía tener un hombre de su edad. Como punto de referencia solía tomar algunos de los individuos que se cruzaban con él por las calles. Pero nunca estaba seguro. Ahora sí lo estaba. Un estremecimiento le corrió la columna hasta la base del cráneo. Y entonces, de repente, algo que le había parecido tan importante, le abandonó como un soplo, como un cambio de marea. Una gran molestia tomó forma y se desvaneció en un espasmo fugaz. Los ojos le escocían. Echó una ojeada a sus espaldas y vio que Christy ya no estaba allí. —Jack —dijo Sherman con suavidad. Era Sherman, en efecto. —Jack Martin… Tenemos mucho de que hablar. Debemos hacerlo. Toma asiento, ¿quieres, Jack? «¡El muy hijo de perra! —pensó Martin—. El desgraciado, maldito, malnacido, lamentable hijo de perra… Tantos años con ella, los años que se suponía debían ser míos, y mira, mira de qué le han servido…». Y, con aquellos pensamientos, todo el odio acumulado partió hacia… alguna parte. A cualquier lugar. Retrocediendo entre la blanca luminosidad, yéndose y desapareciendo. Al mismo tiempo se sintió muy viejo, como cualquiera que es víctima de circunstancias imprevistas. Como todos los que estaban en la fiesta, todo el resto de sus condiscípulos. Ya no podían
serle desconocidos por más tiempo. Ni siquiera aquel hombre. Aquel antiguo amigo. Era así. ¿O no? Lo era. Y no podía hacer nada al respecto. Tomó asiento. —Supongo que ya te enteraste… Que yo y Chris nos habíamos casado… —Sí —dijo Martin. Sherman se dejó caer cautelosamente sobre una silla de respaldo alto. Martin pudo ver que la habitación se hallaba casi desnuda, sin ninguna concesión a la comodidad. Todo lo que aparecía ante sus ojos había sido pintado en blancos y negros. Había una colección de pasquines con el «Se busca» del FBI, colgados de las paredes, sin enmarcar. Reconoció el rostro de un secuestrador y el de un famoso líder negro radical. Otro más, un hombre joven con mandíbula prominente y lentes, y expresión de desafío en su rostro, le miraba fijamente. En algún lugar, un sencillo reloj eléctrico recorría un círculo sin fin. —Y bien, ¿qué me cuentas, Jack? «Ahórramelo —pensó—. Ahórranoslo a ambos. ¿Qué conseguiremos llevando adelante esta conversación?». —No me puedo quejar. —Martin trató de eludir con premura las inevitables historias personales—. Dime, ¿a qué tantas luces? —Era una pregunta bastante razonable, aunque en realidad le tenía sin cuidado—. No me digas que a tu edad le tienes miedo a la oscuridad. Era una media broma, pero la parte graciosa no causó efecto. Sherman le observó con detenimiento, jugando con un llavero de considerable tamaño. Tras él, en un estante, dos soldaditos de infantería en miniatura, pertenecientes a algún ejército histórico, acumulaban polvo, eternamente condenados a recordar alguna batalla olvidada hacía años. —Sí, bueno… Digamos que tuve mi ración de oscuridad en el ejército, ya sabes a qué me refiero. En algún remoto momento de sus años pasados, Martin tenía el recuerdo de haber permitido que cierta información sobre Sherman se
introdujera en su conciencia: la de que él había servido en algún cuerpo del ejército. Reenganchados, creía que los llamaban. —¿Infantería de marina? —preguntó. —Cuerpo de ingenieros. Me destinaron para realizar unos trabajos de campo en Nuevo México… ¿Sabes lo que es un espeleólogo, Jack? — preguntó con un tono de orgullo en su voz. —Creo que sí. —Martin forzó su mente—. ¿Te refieres a que hacíais mapas de cuevas y cosas así? Sherman asintió con la cabeza. —El sitio era conocido como Carlsbad, donde el diablo tira todos sus desechos… —Ah. —Eso lo aclaraba, pues; en cierto modo—. Y, desde entonces, ¿qué has estado haciendo? —preguntó. —Bueno, tenía que pensar en Chris, por supuesto. —«Por supuesto»—. Necesitaba algo, ya sabes, algo que tuviese más futuro. —Claro. «¿Y qué puede hacer un ex espeleólogo?», barruntó Martin. Parecía absurdo, pero ¿por qué no? A fin de cuentas, le era imposible pensar en una ocupación para él. Ni siquiera podía imaginar a alguien que se ganara la vida arrastrándose por las cuevas con una lámpara y una libreta. «Los hay para todo», pensó. Y, por otro lado, ¿había algo más ridículo que la forma en que habían tenido que volver a coincidir? «Sí —pensó—, hay tipos para todo. Cualquier forma es válida para cumplimentar eso que la gente llama vida. ¿Quién soy yo para juzgar?». —Así que me apunté a un cursillo sobre legislación —estaba diciendo Sherman. «¿Y qué? —pensó Martin—. Aunque ¿por qué no? Para quienes les guste ese tipo de cosas, bueno, tengo que reconocer que es el tipo de cosas que les gustará hacer. ¿No?». —Después de graduarme en la A & M de Texas, un camarada me consiguió un sitio en el Departamento de Correctivos. Yo lo tenía todo planeado. Iba a tratar de abrirme camino dentro del sistema… Hay que
empezar de carcelero, no importa cuál sea tu especialidad. Y fui destinado aquí. Para empezar era un lugar tan bueno como otro cualquiera. —¿Beats Terminal Island, eh? No sabía qué más podía decir. —Sí. Es lo que yo pensé…, hasta que esos bastardos me atraparon. Martin hizo un gesto de interrogación. Sherman se acomodó en su silla. Los ojos parecían crecer. —Tomaron trece rehenes. —¿Eso hicieron? —Sí. Cuando todo hubo concluido, sólo dos seguíamos con vida. Martin meneó la cabeza. —Lo siento —fue todo cuanto se le ocurrió decir—. No tenía ni idea. Y seguía sin entenderlo. Algún tipo de motín carcelario. ¿De qué estaba hablando Sherman? Había habido uno en Attica, y otros. Algunos más. Le era imposible recordar el nombre de las instituciones. Y tampoco se atrevía a preguntar. —¿Sabes lo que hicieron esos bastardos? Martin elevó ambas manos. —No, no lo sé, pero… —Nos hicieron cosas. —Sherman temblaba de rabia—. Cosas que no deberían hacérsele a ningún hombre. No estaba hablando de aquello: lo estaba reviviendo. Martin se preguntó si alguna vez podría olvidarlo. Pero la respuesta era obvia. Estaba escrita allí, en el contraído rostro del hombre. Martin quería ayudarle, pero alguna desconocida razón se lo impedía. Y, por otro lado, se preguntaba qué podía hacer él… —Jack, ya no soy el hombre que fui. No soy el mismo que se casó con ella. Sencillamente, ya no soy el mismo. ¿Entiendes? Martin asintió, turbado. —Desearía regresar y coger a cada uno de ellos. Con mis propias manos. El gobierno juró que lo haría por mí. Pero no supieron hacer bien su trabajo.
Martin se retorció. La maciza silla donde se hallaba sentado empezaba a ceder. Se notaba que no había sido diseñada para un uso muy prolongado. —Desde entonces, las cosas han cambiado —estaba diciendo Sherman. Martin empezaba a sentir dolor de cabeza. La pequeña y austera habitación, con toda aquella iluminación, se hacía agobiante. Estaba deseando que Christy regresara pronto y le rescatase de aquella situación. Él ya había cumplido con lo que ella le pidiera. Se había enfrentado a Sherman, o había permitido que él lo hiciese, por algo que valiera la pena. —Y voy a conseguirlo ahora, Jack. Vamos a tener una nueva revolución en este país. Y empezará justo aquí. —Déjalo ya, hombre —dijo Martin con suavidad; tenía la garganta seca, y le resultaba difícil tragar saliva—. La vida es demasiado corta. —Sí. —Sherman elevó su pálida mano para señalar una estantería llena de libros, próximos a los soldaditos de plomo—. Para eso he estado preparándome. Martin modificó su postura en la silla, ansiando tener un motivo por el cual eludir la tortura de aquel asiento. Frunció el ceño. Los títulos de los volúmenes más próximos a él se hicieron legibles: Crimen y castigo en América. Nuevo manual de la horca. Historia de la guillotina. Ejecuciones en los Estados Unidos. —Dentro de unos pocos años habrán salido de la cárcel —dijo Sherman —. A no ser que ya estén a punto. Sé que me encontrarán. Siempre lo hacen. Pero esta vez, cuando vengan a por mí, estaré esperándoles. La bombilla más cercana zumbó con la corriente, electrificando la atmósfera. Martin empezaba a percatarse de un sentimiento que le había estado inquietando toda la noche. Algo parecido a esa sensación que se siente cuando uno toma conciencia de que algo está saliendo absolutamente mal y, sin embargo, no sabe de qué se trata a ciencia cierta. Estaba allí, no sólo en su interior, sino también en todo cuanto le rodeaba, cosquilleándole en las piernas, como agujas y alfileres. El hecho de que no lograra nombrarlo no le restaba autenticidad. No podía seguir ignorándolo por más tiempo. Contempló al otro hombre como si fuera la primera vez.
Martin flexionó sus piernas y empezó a levantarse de la silla. Aquel hombre pálido estaba de pie, y de una rápida zancada se había situado ante Martin. Alcanzó la silla. Martin miró hacia abajo. Un aro metálico brotaba bajo el brazo de la silla y le rodeaba la muñeca, sujetándole. Primero una muñeca y luego la otra. Se quedó mirándola. Tenía la sensación de que todo aquello le estaba ocurriendo a otra persona. Sherman osciló sobre él, con la respiración sibilante, y la luz filtrándose a través de las púas del cabello. Se curvó sobre sí mismo, tratando de inclinarse, y Martin oyó el chasquido metálico de otro aro: otro que le sujetaba los tobillos. —¿Qué…? —empezó a decir. —¿Quieres saber de qué se trata, Jack? Mira ahí. El rostro del individuo con la mandíbula prominente se destacaba entre los otros pasquines: las gruesas gafas, el aire de desafío, el corte de pelo años cincuenta… —Ése es el mismísimo Bantam el Pelirrojo. Uno de los peores cabrones que jamás hayan existido. Se cargó a once antes de que lo cazaran. Pero al final se lo cepillaron. El 25 de junio de 1959, en el sótano de la penitenciaria del estado en Nebraska. Lo pintaron de blanco, para él solo. Charlie Starkweather. ¿Habías oído ese nombre? Martin escuchaba la inexpresiva voz de Sherman, mientras el pulso le batía en los oídos. —Y ésta es la que utilizaron. Para mi suerte, me lo dijeron cuando la estaban retirando. La empacaron, pieza a pieza, para mí. Sherman palmeó con orgullo el alto respaldo. —Charlie Starkweather. Su silla. La misma, por Dios. Y ahora es mía. Martin se sentía atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar. —¿Por qué? La cara de Sherman se contrajo en una sonrisa torturada. —Dos mil doscientos voltios. Por eso. Tuve que acondicionar esta habitación especialmente. Aun así, si no apagara estas luces saltarían todos
los plomos del edificio. Sacudió la cabeza con satisfacción. —He leído todo lo que hay que saber sobre su funcionamiento. Al principio el cuerpo enrojece, luego se vuelve negro… si le dejas el tiempo suficiente. El cerebro se cuece como un huevo duro y la sangre se quema hasta quedar convertida en carbón. Nunca falla. Nunca ha fallado, y la utilizaron doce veces. Rápida y limpia. Hace bien su trabajo… Devuelve con creces lo que costó. Todo en menos de sesenta segundos… Como si de un gesto casual se tratase, Sherman apagó la primera bombilla. —Pero ¿por qué? —inquirió Martin—. ¿Por qué estás haciendo esto? Sherman apagó la siguiente. —¿Y quién sabe por qué las cosas acaban de la forma en que lo hacen, Jack? Si nunca te hubiese conocido, si nunca hubiese conocido a Chris… De no haber ido nunca a trabajar donde tuve que ir… Muchos síes. Si no la hubieses tratado como lo hiciste… Apagó una lámpara más. —Si no hubieras permitido que me casara con ella… Clic. Martin se retorció entre las ataduras. Las argollas le hirieron sus muñecas. Clic. —Podemos decir que ésos son los complementos misteriosos, supongo. Pero una cosa sí sé: voy a empezar a vivir en mi propia casa de justicia. Y eso es un hecho. Clic. Una creciente oscuridad le rodeó mientras Sherman hablaba desde el otro extremo de la habitación. Martin estaba casi ciego, las huellas de las bombillas seguían en el fondo de sus ojos… Arqueó el cuerpo y empujó con la cabeza en el respaldo. Pero los aros le mantenían sujeto. Sherman dudó ante la última bombilla. La sombra de su figura se extendía sobre el suelo. Luego se acercó a una caja de fusibles que había cerca de la puerta.
El corazón de Martin estaba a punto de salírsele del pecho. Sherman elevó su mano. Se relajó, apoyándose en la blanca pared, y sus ojos centellearon en la oscuridad. —De todos modos, te habrás hecho una idea. Así es como sucederá… cuando suceda. Y jadeó. Todo su cuerpo fue sacudido por una risa compulsiva. —¿Ves qué fácil es? No importa a qué hora del día o de la noche vengan a por mí. No tendré que preocuparme de nada. Se aproximó penosamente hacia Martin y… con un gesto de sus dedos liberó sus brazos. Luego se arrodilló ante la silla, le soltó los aros de las piernas, y elevó hacia él su pálido rostro. —Bien —preguntó—, ¿qué piensas de mi pequeña demostración? Lenta, muy lentamente, Martin se incorporó. Aunque sus piernas se negaban a sostenerle, se encaminó hacia la salida. No dijo nada. No había nada que decir. Una a una, Sherman fue encendiendo las luces. Las bombillas revivieron con un débil zumbido. Martin introdujo un pie oscilante en el umbral, en la oscuridad que aguardaba en el pasillo. Sherman se dejó caer pesadamente en la enorme silla. Era más grande de lo que Martin hubiese creído, y estaba hecha de piezas pesadas, ensambladas entre sí de una manera grotesca, con inhumano diseño. Su volumen, los filos y los ángulos sin pulir, le daban la apariencia de un trono malévolo. Sherman descansaba sosegadamente en ella, como si su cuerpo hubiese adquirido la forma de los rígidos contornos, de los ásperos ángulos mediante años de práctica. Como si formara parte de ella. —De todos modos —dijo—, encantado de haberte visto, Jack. Su voz se desvanecía, difuminándose allá en la habitación. —Pásate por aquí otro día. Cuando quieras. Trae algún amigo. Últimamente no salgo mucho. Dentro, fuera. ¿Cuál es la diferencia? Todo es igual. Suspiró. Su voz, desprovista de modulación, era casi inaudible.
—Debían haber acabado conmigo cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo —añadió. En la pared, junto al marco de la puerta, había el cuadro de mandos. La tapa estaba abierta. Dentro, un conmutador estaba dispuesto para ser manipulado. Martin calculó la distancia que lo separaba de su mano. «Quizá le haría un favor —pensó—. Quizás haría un favor a todos nosotros. Pero no puedo saberlo hasta que lo vea. Por un instante he tenido el pensamiento de que podría perdonarlo, que así todo se arreglaría. Pero eso es pedir demasiado. ¿Cómo se puede perdonar lo imperdonable? Debe ser juzgado por alguien más capacitado que yo». Hubo un movimiento a sus espaldas. —Tú puedes hacerlo. Las palabras habían sido derramadas en su oído por una voz al menos tan vacía e impersonal como la de Sherman. —¡Sabes que puedes! —siseó ella—. Siempre le has odiado. ¡Admítelo! Hazlo y te liberarás. Nos liberarás a los dos. Ya lo verás. Hazlo… El tono de su voz era seductor, excesivamente razonable. Pero su sonido era cruel. Las palabras casi eran amables. Martin la miró a los ojos. El rostro de ella se encontraba tan sólo a dos dedos del de Martin. Lo vislumbraba allí, medio en la oscuridad y medio bañado por la luz artificial. La excitación que la dominaba le confería una fragancia irreal. Su respiración era ardiente, pasional. El pulso le batía en la gruesa vena que sobresalía de su cuello. Aquella cara, decidió, ya no le era familiar. —Yo… no puedo hacerlo. No soy lo bastante fuerte. Pero tú…, ¡tú puedes hacerlo! Sabes que puedes. Entonces… Martin pasó ante ella dando tumbos y se zambulló en la oscuridad.
Cuando Martin salió del taxi, una rampa parapetada le indicaba el camino hacia la cubierta de popa del Queen Mary Hilton, e hileras de
camarotes igual que un túnel le guiaron de vuelta a las entrañas de un monstruo dormido. A pesar de la hora, el parking estaba repleto con varios cientos de coches, repartidos en hileras irregulares bajo las luces de seguridad. Seguramente algunos de los vehículos debían de pertenecer a los miembros de su curso que seguían en la fiesta. Ascendió por la rampa y se dirigió hacia la escalera mecánica. La Windsor Room estaba desierta, las serpentinas y los adornos de la fiesta oscilaban mortecinamente al impulso del invisible aire acondicionado. El salón de entrada seguía decorado con las indicaciones enmarcadas en unas herraduras de papel blanco y las flechas que indicaban la dirección a seguir. En la mesa de registro marcada con «J a N», un montoncito de insignias que no habían sido reclamadas acumulaban polvo entre lápices y alfileres. Los reflejos que lanzaban las aguas de la bahía incidían en el techo de la sala, creando la irreal sensación de que todo el buque se hallaba sumergido bajo las aguas del puerto. Al fondo de uno de los corredores laterales, un pulidor de suelos vibraba ruidosamente sobre el silencio de la noche; el sonido parecía que viniese desde varias direcciones al mismo tiempo. Martin cruzó la sala en dirección a la cubierta Promenade, pero allí tampoco había nadie a la vista. Giró sobre sus pasos y abandonó aquella zona. Buscó a través de largos pasillos de camarotes con todas sus puertas cerradas, de las cuales no salía ningún sonido. De vez en cuando una bandeja de servicio abandonada en el suelo le obstaculizaba el paso, semillena con los residuos de una cena fría o de un par de botellas de champaña. Se quedó dudando ante una puerta, de cuyo pomo exterior colgaba un NO MOLESTAR. Dentro no se denotaba ningún movimiento ni iluminación, sólo la débil vibración de unos ronquidos. Siguió caminando. A medida que se iba acercando al salón del extremo del barco, empezó a oír el cacofónico sonido de una música «disco», acompañado por un tumulto de voces roncas y de vasos chocando en brindis alocados.
Al dar la vuelta al último recodo, se detuvo a observar. En el salón, hombres con trajes antiarrugas y mujeres con rígidos vestidos y calzadas con incómodos zapatos echaban el último trago bajo la paciente mirada de media docena de camareros fatigados. Avanzó hasta la alfombrada entrada. —Lo siento, señor —dijo una mujer joven—, pero ya hemos dado el último aviso. La cafetería sigue abierta si usted desea… —¡Eh, Macklin! —Ésta sí que es buena —dijo Martin—. No se preocupe, estoy buscando a una persona. —¡Jim Macklin! Un hombre con la corbata desabrochada volcó su vaso de encima de una mesa cercana a la ventana. —Dispense —dijo Martin a la azafata—, creo que ya he visto a la persona que andaba buscando. Avanzó esquivando las sillas. Cuando se estaba aproximando a la ventana, una mano emergió de una mesa próxima y le asió de la muñeca. —¿Adónde vas, Jerry? —Era Crabbe, la estrella de béisbol—. Toma un trago y acércate una silla. —Gracias, pero… —Bill, creo que has tomado una copa de más —dijo una mujer con un peinado que parecía una colmena—. Éste es Dave McClay, le reconocería en cualquier parte… El hombre de la ventana se les acercó. —¿Tú no eres Jim Macklin? Habría jurado que… —Pero ¿de qué estás hablando? —intervino un hombre con el cabello lacio—. Puedo reconocer a mi viejo amigo Marston en cualquier lugar. Recuerdo cómo salíamos con el coche por las noches, más allá del cementerio donde… —Hola —dijo Martin—. No quisiera interrumpir vuestra fiesta. Se acercó una azafata llevando una factura en la bandeja. —¿Qué vas a tomar? —preguntó Crabbe. —Lo siento muchachos, el bar está cerrado.
—¡Buuu! —¿Qué hora es? No puede ser tan… —Vamos a mi habitación —dijo el hombre de la mesa junto a la ventana —. Tengo una suite para todo el fin de semana. Tuve que venir volando de un tirón desde Salt Lake City… —Muchacho, se te habrán cansado los brazos —dijo la mujer con el peinado de colmena. Todos rieron la ocurrencia. Cuando ya salían, Martin se dirigió al jugador de béisbol. —¿Te acuerdas de un tipo de nuestra clase que se llamaba Sherman? —Sherman —dijo Crabbe, bajando con dificultad los escalones de la salida del bar—. ¡Ah, sí! Todos en el equipo odiábamos su fanfarronería. ¿Está aquí esta noche? —No exactamente —dijo Martin. Habían llegado al ascensor. —Vamos a hacer una fiesta, pero de verdad —dijo una de las mujeres, tratando de presionar el botón de llamada sin conseguirlo. —El viejo Sherman —decía Crabbe pensativamente—. Cielos, a la única fiesta que se le invitó una vez fue a la de los Inocentes. ¡Vaya tipo! — dijo, meneando la cabeza. —¿Dónde? —dijo la mujer. —No pudo venir esta noche —aclaró Martin. Las puertas del ascensor se abrieron y los otros se comprimieron tratando de buscar un sitio. Martin sujetó el brazo de Crabbe y lo retuvo junto a él. —Quería venir —dijo Martin—, pero tiene muchos problemas. En casa, ¿sabes? Yo estaba pensando… Quizá tú pudieras hacerle un favor. Digamos que sería un bello gesto echarle una mano. —Ese reptil. —Crabbe escupió en el suelo—. Siempre quise patear el culo de ese hijo de perra. —Créeme —dijo Martin—, sé lo que quieres decir. Las puertas del ascensor se cerraron. —¿Y vosotros? —preguntó la mujer borracha—. ¿Vais a venir o no?
—Iremos luego —dijo Martin—, para celebrarlo. —No empecéis sin mí —gritó Crabbe. Ya se había dejado llevar demasiado lejos para oponerse. Martin le conducía a través del vestíbulo, midiendo sus palabras. —No está muy lejos —dijo—. Hace un rato pasé por allí. Estaban acercándose a la salida principal, la rampa hacia el parking, hacia la profunda oscuridad exterior… —Sigue siendo el mismo —iba diciendo Martin—. Sólo que peor, ya sabes a qué me refiero. Se detuvieron los dos ante el umbral, y los paneles se deslizaron ante ellos, abriéndose hacia la noche. —Escucha, Bill. De verdad creo que puedes hacerle un gran favor. Por no decir de mí… O incluso de ti. Si tienes un par de minutos… Te puedo mostrar el camino. Una hilera de taxis aguardaba en la esquina. —Me estaba preguntando… ¿Te sientes bien para conducir o sería más rápido si tomásemos un taxi? —sugirió Martin. Crabbe le miró, recuperó sus andares y se adelantó, dejando que Martin le siguiese. Instantes después se alejaban velozmente, las luces rojas de posición perdiéndose entre la niebla, mientras la humedad caía como lluvia sobre el lugar que habían abandonado, tragándose el lugar, el barco y el resto del mundo.
La máquina de escribir DAVID MORRELL
Existen muchísimos relatos sobre la máquina, y probablemente habrá muchos más, mientras los escritores intenten averiguar por qué y cómo hacen lo que hacen. Una pincelada de humor se incluye en este cuento, aunque se trata tan sólo de camuflaje para ocultar algo… muy parecido a caminar en una habitación con el suelo cubierto de globos, pero globos llenos de oxidadas cuchillas. También podría decirse que la profesión implicada aquí no ha de ser por fuerza la de escritor. David Morrell, profesor de la universidad de Iowa, es autor de The Totem (El tótem), Primera sangre y Última diana. Es famoso no sólo por su percepción del miedo, sino además por su admirable destreza para adaptar el estilo al relato.
Eric sintió la misma picazón que si hubiera tocado un interruptor defectuoso o tropezado con una serpiente. Notó frío en la columna vertebral. Se estremeció. Estaba buscando una silla para la cocina. La vieja, y el adjetivo era correcto, que de hecho era la única silla que tenía en la cocina, había quedado destrozada la noche anterior, reducida a astillas por una borracha y fornida poetisa que perdió el equilibrio y cayó sobre el mueble. Con franqueza, «poetisa» era un término demasiado amable para ella. Repugnantemente comercial, la mujer había insultado a los invitados a la fiesta organizada por Eric en Greenwich Village, los había insultado con versos sobre gatos, lluvia y luces portuarias… «Oigo tus visiones. Veo tus sonidos»… Un Rod McKuen en versión femenina. Espantoso, había sido la conclusión de Eric, encogido de vergüenza. Al fin y al cabo, sus tertulias literarias creaban una pauta; él tenía que proteger su reputación. Subway Press acababa de publicar la última antología de Eric, Placenta. La sutil resonancia del título le parecía ingenio puro. Además escribía una columna mensual para Village Mind, un análisis de metaficción y prosa surrealista posmoderna. De modo que, cuando aquella poetastra llegó a la fiesta sin invitación, Eric estuvo a punto de ordenarle que se fuera. Pero el obeso editor de Village Mind intervino en favor de la mujer y Eric sacrificó su criterio por tacto y por la continuidad de su columna. En medio de los tensos y secos carraspeos que provocó el recital de la poetisa, Eric se levantó majestuosamente del andrajoso cojín
que ocupaba en el suelo y salvó la situación recitando su cuento «Excremento de ave». Pero más tarde, cuando contempló boquiabierto y horrorizado los restos de la única silla que tenía en la cocina, Eric comprendió cuán equivocado había estado al ir contra sus principios. La trapería se hallaba a una manzana de distancia, por debajo de Washington Square y cerca de la universidad de Nueva York. El término «trapería» describía la tienda perfectamente. Los estudiantes compraban mesas y camas al acartonado propietario del local. Pero algunas veces, perdidas entre los trastos viejos había gangas. Y el punto más crucial: Eric no tenía alternativa. En realidad, sus relatos le proporcionaban una cantidad próxima a cero. Sobrevivía vendiendo camisetas a la salida de los cines y con las limosnas de su madre. Dejando atrás el centelleante y húmedo sol, Eric se introdujo en la trapería. —¿Desea algo? —preguntó el arrugado propietario. —Es posible —repuso él, sudoroso y reservado—. Sólo quiero curiosear. —Como le plazca, amigo mío. El viejo estaba fumando una colilla de apenas un centímetro. Sus amarillentas uñas precisaban arreglo. Su mirada bizca se posó en un impreso de apuestas hípicas. El local era alargado y estrecho, un atestado laberinto con los restos del fracaso de pobres gentes. Un destrozado espejo sobre un tocador por aquí, un mohoso colchón por allá. Mientras la luz del sol se esforzaba en llegar a la parte trasera de la trapería, Eric avanzó a tientas. Tocó una mugrienta mesita de café con las patas dobladas. Se hallaba sobre un sofá indecentemente partido por la mitad. La sucia espuma sobresalía, polvorienta, desintegrándose. Acres olores ensancharon las ventanas nasales de Eric. Mesas de cocina. Incluso un manchado fregadero. Pero ni una sola silla de cocina. Se aventuró hasta los rincones más alejados del laberinto. Tropezó en el cordón de una lámpara y cayó pesadamente encima de una inclinada
cómoda. Mientras se frotaba el magullado costado y notaba el hormigueo de las telarañas, que le parecieron mortajas, Eric vio una mohosa pila de publicaciones, Liberty, Coliers y Post entre ellas, y un objeto bajo y alargado, voluminoso, casi oculto en las sombras. En ese momento fue cuando se estremeció, como si hubiera tocado un nido de arañas o escuchado el matraqueo de un esqueleto. El objeto era el colmo de la fealdad. Eric sintió asco. Un montón de botones, rebordes, espirales y palancas. ¿Qué utilidad podían tener? Constituían una grotesca manifestación de mal gusto, como si el propietario del aparato hubiera decidido que el modelo básico precisaba adornos y soldado gran cantidad de metal extra a la máquina. Una loca imitación mecánica del arte kinético. El colmo, pensó Eric. El trasto debía de pesar cien kilos. ¿Quién podía desear escribir a máquina con un monstruo de esa índole? Pero su mente inició un proceso de asociación. Baudelaire. Les Fleurs du Mal. Y Oscar Wilde, y Aubrey Beardsley. ¡Sí, The Yellow Book! De pronto se sintió inspirado. Una espantosa máquina de escribir. Sonrió pese al helado escalofrío que recorría su espalda. Saboreó deleitado los comentarios que harían sus amistades cuando les enseñara la máquina. Les explicaría que había decidido continuar la tradición de Baudelaire. El decadentismo. Iba a ser extravagante. Cuentos diabólicos surgidos de una diabólica máquina de escribir. Incluso podía crear escuela. —¿Cuánto vale esta monstruosidad? —preguntó con indiferencia. —¿Eh? ¿Qué? —dijo el trapero. —Este cacharro. Esta máquina de escribir mutilada. —Ah, eso —dijo el anciano. Tenía la piel hundida. Su cabello se asemejaba a las telarañas que Eric estaba pisando—. ¿Se refiere a esa antigüedad invalorable e insustituible? —No. Me refiero a este distorsionado fragmento de basura. El viejo lo miró y asintió tétricamente. —Cuarenta pavos. —¡Pero eso es excesivo! ¡Diez como mucho!
—No, cuarenta. Y no es excesivo, amigo. Es una ganga. Ese estúpido trasto lleva en mis manos más de veinte años. Jamás debí comprarlo, pero iba incluido en un lote de magníficos objetos y los propietarios no querían separarlos. Veinte dólares. Dos dólares anuales por ocupar espacio. Soy muy generoso. Tendría que cobrar cien. Caballero, odio ese maldito trasto. —En ese caso debería pagarme por sacarlo de aquí. —Y yo tendría que vivir de la caridad. Pero no haré tal cosa. El precio es cuarenta dólares. Sólo hoy. Para usted. Una ganga. Mañana valdrá cincuenta. Tras abrir un agrietado y destrozado cajón, el anciano metió la mano y finalmente encendió otro cigarrillo de un centímetro.
Aunque era alto y apuesto, Eric era además bastante delgado. Un artista debía tener aspecto de asceta, pensaba él, aunque en realidad no tenía alternativa. Su demacrada apariencia era únicamente para causar efecto. Era además su penitencia, el resultado del hambre. El arte rendía poco, había descubierto Eric. Si se hablaba con franqueza, no había recompensa. ¿Cómo podía él esperar que el Sistema alentara opiniones contrarias a las normales? Su piso se hallaba a sólo una manzana de distancia, pero Eric pensó que era un kilómetro. Se debatió con su adquisición. Su flaco cuerpo se quejó de los zigzags. Empezó a resollar. Los salientes le acuchillaron las costillas, las palancas le pincharon las axilas. Se le doblaban las rodillas. Sus muñecas estaban a punto de quebrarse. ¡Dios todopoderoso!, pensó, ¿por qué he comprado este cacharro? No pesa cien kilos. Pesa una tonelada. ¡Y tan horrible! ¡Oh, Dios santo, aquello era horrible! Bajo el áspero y cruel resplandor del día, la máquina parecía peor que lo que él había imaginado. Si aquel trapero encendiera las luces para variar, los clientes verían qué estaban comprando. «Qué necio he sido», pensó Eric. «Tendría que regresar y forzarlo a que me devuelva mi dinero». Pero detrás del mostrador del viejo había un letrero. El anciano lo había leído enfáticamente: NO SE ADMITEN DEVOLUCIONES.
Subió sudoroso los escalones llenos de cagadas de pájaro que conducían a su edificio de pisos. «Casa de vecindad» era un término más exacto. La rota puerta de entrada tenía rota la cerradura. En el interior el yeso colgaba del techo. La pintura se desprendía de las paredes. El suelo estaba combado, la escalera hundida, la barandilla inclinada. Vaya vertedero, pensó Eric. El olor a col le abrumó. También cebollas, y un aroma más penetrante que le recordó a orina. Subió pesadamente la escalera. Las viejas tablas crujieron y se doblaron. Eric temió que se partieran con el peso que llevaba. Podía caer por el boquete. El debilitado edificio entero se derrumbaría encima de él. Tres tramos. Cuatro. El monte Everest debía de ser más fácil. Cuatro delincuentes juveniles (violadores, ladrones de coches, atracadores, sospechaba Eric) se burlaron de él al salir de un piso. Uno de los viejos borrachines de la escalera meneó la cabeza al ver a Eric, asombrado. Finalmente, llegó dando tumbos al séptimo piso, aunque estuvo a punto de caer. Hizo un esfuerzo para no perder el equilibrio mientras pugnaba por recorrer el pasillo. Sus delgadas piernas temblaban. Lanzó un gruñido, no sólo por la penosa carga que llevaba, sino también por lo que vio. Un hombre estaba dando furiosos golpes en la puerta de Eric: el casero, «Cachazas» Simmons, aunque el apodo no era muy apropiado, ya que su carácter distaba mucho de ser flemático. Por otra parte, su trasero eran dos enormes bultos de gelatina que temblaban cuando Simmons andaba. Tenía barriga de bebedor de cerveza y lucía una cerdosa barba. Sus labios parecían dos gusanos. Cuando Eric se detuvo, sorprendido, la horrible y embarazosa máquina estuvo a punto de caer al suelo. Eric se encogió de espanto y dio media vuelta para bajar la escalera. Pero Simmons golpeó la puerta de nuevo. Al hacer girar sus rollizas caderas vio a su presa en el pasillo. —Conque está usted ahí… Le apuntó con el dedo como si fuera una pistola. —Señor Simmons. Vaya, me alegra verle. —Mierda. Créame, la alegría no es mutua. Yo quiero ver su dinero.
Eric esbozó con los labios la palabra como si desconociera el significado de «dinero». —El alquiler —dijo el casero—. Lo que usted olvida pagarme todos los meses. La pasta. La guita. Los cuartos. —Ah, eso. Pero si ya le pagué… Simmons le lanzó una mirada colérica. —En la Edad de Piedra. No dirijo una casa de caridad. Me debe tres meses de alquiler. —Mi madre está muy enferma. He tenido que darle dinero para las facturas del médico. —No me venga con ésas. La única vez que usted ve a su madre es cuando se arrastra para suplicarle un préstamo. Si yo fuera usted, encontraría una forma de ganarme la vida. —Señor Simmons, por favor. Conseguiré el dinero. —¿Cuándo? —Dentro de dos semanas. Sólo necesito dos semanas. Tengo unas camisetas de La guerra de las galaxias para vender. —Será mejor que las venda, o se enterará de qué es el espacio exterior. Es la calle. Sacrificaría los tres meses de alquiler que me debe por el placer de desahuciarlo. —Se lo prometo. Espero un cheque por la columna que escribo. Simmons soltó un bufido. —Escritor. Qué risa. Si es un escritor tan bueno, explíqueme por qué no es rico. ¿Y qué es ese cacharro tan espantoso que lleva? Dios, me disgusta mirarlo. Debe de haberlo encontrado en la basura. —No, lo he comprado. —Se irguió, orgullosamente, con indignación. Luego la máquina le pareció doblemente pesada y se encorvó—. Necesitaba otra máquina de escribir. —Es más tonto de lo que me creía. ¿Pretende decirme que ha comprado esa chatarra en lugar de pagarme el alquiler? Debería echarlo a patadas ahora mismo. Dos semanas. Será mejor que tenga el dinero, o habrá de escribir a máquina en las cloacas.
Simmons pasó andando como un pato junto a Eric. Bajó pesadamente la insegura escalera. —Un escritor. Vaya chiste. Y yo soy el rey de Inglaterra. Arthur Hailey. Un escritor. Harold Robbins. Ése sí que es un escritor. Judith Krantz y Sidney Sheldon. Usted, amigo mío, es un simple vago. Mientras escuchaba las resonantes carcajadas que iban apagándose escalera abajo, Eric tuvo que decidir entre ofrecer una respuesta ingeniosa o librarse de su carga. Sus doloridos brazos fueron más persuasivos. Enojado, abrió la puerta. Avergonzado, contempló su adquisición. Bien, no puedo dejarla en el rellano, pensó. Casi se partió la espalda al levantar el trasto. Entró dando tumbos y cerró la puerta de una patada. Inspeccionó el salón. Los deslustrados muebles le recordaron el lugar donde había adquirido la máquina, la trapería. «En vaya lío me he metido», pensó. No sabía de dónde iba a sacar el dinero del alquiler. Dudaba de que su madre le prestara más. La última vez, en su elegante ático de la Quinta Avenida, la mujer se había enfadado con él. —Tu imagen romántica y nada práctica del artista luchador y muerto de hambre… Eric, ¿cuál fue mi error? —le había preguntado ella—. Te malcrié. Eso debe de ser. Te di todo. Ya no eres un jovencito. Tienes treinta y cinco años. Debes ser responsable. Tienes que encontrar empleo. —¿Y que me exploten? —había replicado él, horrorizado—. ¿Yo, envilecido? El sistema capitalista está degenerado. Su madre meneó la cabeza, desengañada. —Pero ese sistema es la fuente del dinero que te presto. Si tu padre volviera de la sala de sesiones del cielo y viera en qué te has convertido, moriría de infarto por segunda vez. No me he portado bien. Mi analista opina que estoy limitando tu desarrollo. El pichón debe aprender a volar, dice. Tengo que obligarte a salir del nido. No te daré más dinero. Eric suspiró mientras cargaba con la grotesca y enorme máquina de escribir. Cruzó el salón y la dejó en el astillado y descolorido mostrador de la cocina. La habría puesto en la mesa, pero sabía que el mueble se hundiría con tanto peso. Aun así, el mostrador gimió, y Eric contuvo el aliento. No respiró de nuevo hasta que la madera dejó de crujir.
Contempló el goteo de agua en el oxidado grifo de la cocina. Alzó la vista hacia el ruidoso reloj que siempre iba media hora adelantado a pesar de que él lo revisaba con frecuencia. Tras efectuar la consabida resta, Eric supuso que era la una y media. Un poco pronto para beber algo, pero tenía una buena excusa, pensó. Un montón de buenas excusas. Whisky, cubitos y agua. Eso engordaba, pero era mejor que la cerveza. Eric apuró el vaso en tres tragos y jadeó con el calor que se precipitaba hacia su quejumbroso y vacío estómago. «Bien, aquí no hay nada comestible», pensó, y se sirvió otro vaso. El albatros le había costado todo el dinero que reservaba para comida. Sintió deseos de darle una patada, pero como no estaba en el suelo le dio una palmada. Y casi se rompió los dedos. Se puso a brincar con la mano agarrada, encogido de dolor, y lanzó una maldición. Para calmarse se sirvió más whisky. «Cristo, mi columna debe estar allí mañana y ni siquiera he empezado. Si no cumplo el plazo, perderé el único trabajo fijo que tengo». Exasperado, Eric corrió hacia el salón, donde aguardaba la vieja y leal Olympia en el altar parecido a un escritorio situado enfrente de la puerta. Era lo primero que veía la gente al entrar. Esa misma mañana Eric había intentado empezar su colaboración, pero distraído como estaba por el pensamiento de la silla de cocina rota, fue incapaz de encontrar palabras adecuadas. De hecho, distraerse en el trabajo era un rasgo habitual en él. De nuevo se encaró con la blanca hoja que tenía delante. De nuevo su mente se bloqueó, y no brotó una sola palabra. Sudó con más profusión mientras se esforzaba en pensar. Otro trago le ayudaría. Volvió a la cocina a por el vaso. Encendió tensamente un cigarrillo. Ninguna palabra. Ése ha sido siempre mi problema. Tragó whisky desesperadamente. El arte era penoso. Si no se sufría, el trabajo carecía de valor. Joyce había sufrido. Kafka. Mann. La agonía de la grandeza. En la cocina, notó que el alcohol empezaba a afectarle. La luz perdió brillo, la habitación pareció inclinarse. Sus mejillas estaban ateridas. Se pasó sus torpes dedos por el abundante cabello rubio que le llegaba al cuello y miró con disgusto el objeto que había dejado en el mostrador de la cocina.
—Tú —dijo—. Apuesto a que tus teclas ni siquiera funcionan. —Cogió una hoja de papel—. Veamos. —Hizo girar el rodillo y, asombrosamente, el papel entró con suavidad—. Bien, al menos no eres un desastre total. Bebió más whisky, encendió otro cigarrillo. Su trabajo no le interesaba. Pese a todos sus esfuerzos, no logró idear teorías sobre la literatura moderna. Sólo podía pensar en su situación, en qué sucedería dentro de dos semanas cuando Simmons se presentara a cobrar el alquiler. —No es justo. El Sistema va contra mí. De pronto se sintió inspirado. Escribiría un relato. Explicaría al mundo cuál era exactamente su opinión sobre el Sistema. Ya tenía el título. Sólo siete letras. Y las tecleó: «Escoria». Las teclas se movieron con más facilidad de la esperada. Con suavidad. Blandamente. Pero a pesar de la gratitud que sentía, experimentó además claro asombro…, porque las teclas se movían más tiempo que el preciso. Tenía los labios secos. Su lengua parecía perezosa después de tanto whisky cuando Eric se inclinó para comprobar el tipo de impresión dejado por la vieja cinta. Parpadeó. Se acercó más. Había tecleado «Escoria», pero leyó «Cala Fletcher». Arrugó la frente, atónito ¿Tanto había bebido que era incapaz de controlar sus manos? ¿Acaso sus dedos, entorpecidos por el whisky, estaban pulsando teclas al azar? No, porque si hubiera escrito algo al azar tendría que estar leyendo un guirigay, y «Cala Fletcher», aunque no fuera la palabra deseada, no era un guirigay. «Mi cabeza», pensó, «me está haciendo una mala jugada. Creo que yo escribo una cosa, pero inconscientemente tecleo otra. El whisky está confundiéndome». Para comprobar su teoría, Eric se concentró para despejar su cabeza y dominar más sus dedos. Convencido de que escribiría lo que deseaba, tocó varias teclas. Los tipos saltaron hacia el papel, y tardaron el tiempo correcto. Eric pretendía escribir «relato», pero lo que leyó, con acelerada respiración mientras miraba ceñudo la hoja, fue una palabra distinta: «novela».
Se quedó boquiabierto. Sabía que él no había escrito eso. Además, siempre había escrito cuentos. Jamás había intentado escribir una novela (carecía de disciplina para ello). ¿Qué demonios está ocurriendo? Frustrado, se apresuró a teclear: «El rápido zorro pardo saltó sobre el perezoso perro». Pero esto es lo que leyó: «La población de Cala Fletcher había logrado sobrevivir, como había logrado sobrevivir siempre, al feroz invierno atlántico». Experimentó de nuevo el espantoso cosquilleo. Igual que hielo apretado a su espalda, la sensación le hizo estremecerse. «Esto es una locura», pensó. «Nunca he oído hablar de Cala Fletcher, y esa frase redundante es horrible. Es adorno, un detalle cursi». Pasmado, tocó las teclas repetidamente, al alocado azar, con la esperanza de leer algo absurdo, suplicando no haberse vuelto loco. En vez de un absurdo, vio estas palabras: «Los lugareños eran tan toscos como la irregular costa de Nueva Inglaterra. Poseían caracteres de granito, podían comprender los castigos de la naturaleza, como si hubieran aprendido las técnicas de supervivencia gracias a las firmes rocas que bordeaban la costa, impermeables a los asaltos de las mareas». Eric respingó. Él no había mecanografiado esas palabras. Además, nunca, ni haciendo un esfuerzo podría haberlas escrito. Eran terribles. Redundancia por todas partes y, santo cielo, esas forzadas imágenes comerciales… Las frases eran una chapucería, típica de los efusivos y espantosos éxitos editoriales. La ira se apoderó de él. Escribió frenéticamente, resuelto a descubrir qué estaba ocurriendo. El bloqueo del escritor había desaparecido. La noción «éxitos editoriales» le había inspirado para escribir una columna, para burlarse de la atroz decadencia de una literatura cínicamente ideada para complacer al gusto vulgar más rastrero. Pero leyó algo distinto. «Las intensas nevadas de diciembre amortajaban Cala Fletcher. La tierra yacía inactiva, helada. Enero. Febrero. Los lugareños se acurrucaron, encarcelados cerca de la cocina y el hogar en el interior de sus viviendas. Escrutaron los rostros demasiado conocidos de sus forzados compañeros. Mientras el salvaje viento bramaba en las
ventanas de los dormitorios, esposas y esposos no tardaron en aburrirse de su mutua compañía. Marzo llego con su temprano deshielo. Luego abril, y la tierra cobró vida de nuevo. Para cuando el cálido aire primaveral encendió otra vez la naturaleza, violentas pasiones ardieron sin llama entre los habitantes de Cala Fletcher». Eric se acercó tambaleante a la botella de whisky. En esta ocasión hizo caso omiso del vaso y usó el mismo recipiente. Se estremeció, sintió nauseas. Estaba muerto de miedo. El insípido whisky goteó en sus ateridos y abultados labios. La cabeza le dio vueltas. Se aferró al mostrador de la cocina en busca de apoyo. En su delirio, imaginó únicamente tres conclusiones. Primera, había enloquecido. Segunda, estaba tan borracho que, igual que el borrachín de la escalera, veía alucinaciones. Tercera, y la más difícil de aceptar, aquella máquina de escribir no era ordinaria. «Su aspecto ya te lo indica». Santo Dios. El brusco repique del teléfono estremeció a Eric. Estuvo a punto de soltarse del mostrador. Tras un esfuerzo para no perder el equilibrio, fue tambaleándose hacia el salón. El teléfono era otra cosa que pronto perdería, pensó. Durante dos meses no había pagado la factura. Por el rumbo que llevaba su vida, Eric sospechaba que la llamada debía de ser de la compañía, para comunicarle que anulaban el servicio. Eric levantó torpemente el auricular. —Hola —dijo, vacilante, pero las dos sílabas brotaron confusas, se fundieron en una—. La —dijo, y muy confuso añadió—: ¿La…? —¿Eres tú Eric? —preguntó la fuerte voz nasal de un hombre—. Pareces raro. ¿Estás enfermo? ¿Te has resfriado? Era el editor de Village Mind. —No, estaba trabajando en mi columna —dijo Eric, esforzándose en dominar la ebria espesura de su voz—. El teléfono me ha asustado. —¿En tu columna? Eric, podría comunicártelo con suavidad, pero sé que eres lo bastante fuerte para soportar el golpe. Olvídate de tu columna. No voy a necesitarla.
—¿Qué? ¿Vas a anular mí…? Sobresaltado, Eric notó que su corazón brincaba. De pronto estaba frío y sobrio. —Eh, no es sólo tu columna. Todo. El Village Mind dejará de publicarse. Kaput. En quiebra. Demonios, para qué andar con rodeos. Esto es la bancarrota. Las frases gastadas del editor siempre habían irritado a Eric, pero en ese momento la perplejidad le impidió ofenderse. —¿La bancarrota? El terror total le abrumaba. —Un fracaso total. Mira. Superintendencia de Contribuciones no me permite sacar la revista. Insisten en que es un truco para evadir impuestos, no un negocio. —¡Fascistas! —Para ser franco, Eric, tienen razón. Es un truco para evadir impuestos. Tendrías que ver los malabarismos que hago con las cuentas. Eric estaba ya completamente seguro de haber enloquecido. Era imposible que estuviera oyendo eso. El Village Mind un fraude, un timo… —¡No estás hablando en serio! —Eh, Eric, escucha, no te lo tomes tan en serio, ¿eh? Nada personal. Cosas de los negocios. Podrás encontrar otra revista. Yo tengo que salir corriendo, chico. Nos veremos cuando Dios quiera. Eric escuchó el repentino zumbido de la señal para marcar. La sosa monotonía amplificada en su cabeza. Se le revolvió el estómago. El Sistema. Una vez más, el Sistema le atacaba. ¿Nada era sagrado, ni siquiera el Arte? Dejó caer el aparato en el soporte. Sumido en la impotencia, se frotó la frente palpitante. Si no conseguía el cheque mañana, ni siquiera podría comprar una barra de pan. Le desconectarían el teléfono. Lo sacarían a rastras de su piso. La policía encontraría su famélico y demacrado cadáver en las cloacas. Eso o (y se estremeció al pensarlo) buscar un empleo fijo (tragó saliva con gran dificultad).
El pánico le dominó. ¿Podía pedir dinero prestado a sus amistades? Oyó sus risas de burla. ¿Podía suplicar más dinero a su madre? La imaginó repudiándole. ¡Era una injusticia! Había dedicado su vida al Arte, y estaba muriéndose de hambre mientras aquellos mercenarios vomitaban sus viles éxitos populares y se hacían millonarios. ¡Eso no era justo! Notó un destello que encendía sus ojos. Oyó un «clic». ¿Un vil éxito popular? ¿Algo que vomitaban aquellos mercenarios? Bien, en la cocina, aguardándole en el mostrador, había un espantoso artefacto que poco rato antes había vomitado como un loco. Ese horrible término otra vez. ¿Como un loco? Sí, y él estaba loco. Creer que lo ocurrido durante su ataque de borrachera era algo más que una ilusión… «Será mejor que veas a un loquero», pensó. «¿Y cómo se supone que voy a pagarle?». Totalmente desanimado, Eric avanzó dando tumbos hacia el whisky que esperaba en la cocina. Ningún inconveniente en agarrar una mona. «Ninguna otra cosa me ayudará». Sorbió el tibio líquido mientras contemplaba la grotesca máquina de escribir y las palabras escritas en la hoja. Aunque las letras quedaban nubladas por el alcohol, eran legibles de todos modos y, detalle muy importante, parecían reales. Tragó más whisky, tocó las teclas, estupefacto, al azar, y no le sorprendió que las efusivas palabras tuvieran sentido. Era una muestra de su locura, pensó Eric. Estar en el mostrador de la cocina, tocar las teclas que deseaba y no sorprenderse del resultado. Fuera cual fuese la causa o la explicación, Eric parecía estar componiendo mecánicamente la espantosa saga de las pasiones y perversiones de los habitantes de Cala Fletcher.
—Sí, Johnny —explicó Eric al conocido presentador televisivo, y sonrió con humilde candor—. Cala Fletcher brotó de mi interior en un enorme destello de inspiración. Francamente, la experiencia fue pavorosa. Había
esperado toda mi vida escribir ese relato, pero no estaba seguro de poseer el talento preciso. Un día me arriesgué. Me senté ante mi leal y destrozada máquina de escribir. La compré en una trapería, Johnny. Yo era muy pobre. Y el destino, la suerte o lo que fuera se puso de mi parte para variar. Mis dedos bailaron sobre las teclas. El relato saltó de mi interior al papel. No pasa un solo día sin que dé gracias a Dios por su bendición. Johnny tamborileó en el escritorio con un lápiz con experta naturalidad. Las luces del estudio ardían. Eric sudaba por debajo del elegante traje de lana que le había costado mil dólares. Su corte de pelo de alta peluquería (cien dólares) permanecía rígido gracias al fijador. Situado bajo los focos, Eric forzó la vista desde el plató pero no logró ver al público, aunque percibía su firme aprobación del maravilloso éxito que le había permitido pasar de los harapos a la riqueza. Los Estados Unidos obtenían nueva confirmación. Un día, habría un altar para honrar al santo más apreciado por el país: Horatio Alger. —Eric, es usted demasiado modesto. Me han dicho que no solamente es el novelista más admirado de nuestro país. También es un respetado crítico, y un cuento suyo ganó un prestigioso premio literario. «¿Prestigioso?», pensó Eric, internamente enojado. «Eh, ten cuidado, Johnny. Con una palabra tan altisonante, perderás audiencia. Tengo un libro que vender». —Sí —dijo Eric mientras admiraba el sofisticado cabello color gris claro de su anfitrión—. La mejor época del Village Mind. Los buenos tiempos en Greenwich Village. Ésa es una de las desventajas del éxito. Echo de menos la pandilla de «Washington Square». Echo de menos las cafeterías y las noches de reunión para leernos relatos, poner a prueba nuevas ideas, hablar hasta el amanecer. «Y un cuerno lo echo de menos», pensó Eric. «Aquel vertedero donde vivía. Y aquel tipo del culo gordo, Simmons. Puede quedarse con su colonia de cucarachas y con los borrachines en las escaleras. ¿Village Mind? Un título más descriptivo habría sido Village Idiot. ¿Y un premio literario? Subway Press concedía premios todos los meses. Naturalmente, con los premios y veinticinco centavos podías pagar un café».
—Pero admitirá que el éxito tiene sus ventajas, de todas formas —dijo Johnny. Eric se alzó de hombros cautivadoramente. —Un poco más de comodidad material. —Usted es un hombre rico. «Ya puedes decirlo», pensó Eric. Un millón de dólares por el libro encuadernado. Tres millones por la edición de bolsillo. Dos millones por la película y un cuarto de millón del club del libro. Después los derechos de la versión británica, y los derechos de publicación en otros veinte países. Trece millones en total. El diez por ciento para su agente. Otro diez por ciento para su director comercial. Un cinco por ciento para el responsable de publicidad. Después de eso, Hacienda extendió la mano en busca de la mitad. Pero Eric había sido más listo. Petróleo y ganado, terrenos… Eric buscó ansiosamente refugios contra los impuestos. Los tres viajes a Europa los justificó como gastos de investigación. Se había constituido legalmente como empresario. Sus posesiones, su avión y su yate los justificó como gastos. Al fin y al cabo, un hombre de su categoría necesitaba intimidad para escribir, para proporcionar más dinero al gobierno. Cuando todo estuvo dicho y hecho, Eric se embolsó cinco millones de dólares. No estaba mal para una inversión de cuarenta dólares, aunque él, para guardarse de la inflación, habría deseado encontrar un medio de retener unos cuantos millones más. Bien, no podía quejarse. —Pero, Johnny, el dinero no lo es todo. Oh, por supuesto, si alguien quiere dármelo, no voy a tirarlo al Hudson —dijo Eric, riéndose, y oyó que el público respondía del mismo modo. Eran risas sinceras. Indudablemente tampoco el público pensaba tirar el dinero por la ventana—. No, lo esencial, Johnny, es que la recompensa que más aprecio llega al leer las cartas de mis admiradores. El placer que ellos obtienen con Cala Fletcher es más importante que el éxito material. Esto es lo esencial. El público lector. Eric hizo una pausa. La entrevista avanzaba con excesiva mansedumbre. La mansedumbre no vendía libros. La gente deseaba polémica. Bajo los ardientes focos, sus axilas sudaban profusamente. Temía haber manchado y echar a perder su elegante traje de lana, pero acto seguido
comprendió que siempre podía comprarse otro. —Conozco la opinión de Truman Capote, según la cual Cala Fletcher apenas es literatura, que es un trabajo de máquina de escribir. Pero él ha usado ese comentario varias veces, y si quieren saber cuál es mi opinión, él ha hecho «otras» cosas demasiadas veces. El público se echó a reír, pero en esta ocasión con crueldad. —Johnny, continúo esperando esa novela que él ha prometido tantas veces. Me alegra no haber contenido la respiración. El público se rió con más desprecio. Si Truman hubiera estado presente, lo habrían apedreado. —Para ser franco, Johnny, creo que Truman ha perdido el contacto con la gran masa de lectores que aguarda ahí fuera. El centro del país. He probado la literatura moderna, y me produce náuseas. La gente quiere narraciones voluminosas llenas de encanto, romance, acción y suspense. La clase de obras que escribió Dickens. El público prorrumpió en aprobaciones. —Eric —dijo Johnny—, ha mencionado a Dickens. Pero me viene a la cabeza otro nombre. El de un hombre cuya obra fue popular en los años cincuenta. Winston Davis. De no haber sabido que usted es el autor de Cala Fletcher, habría jurado que se trataba de una nueva obra de Davis. Pero naturalmente, eso es imposible. El escritor murió…, en un trágico accidente en una barca, cuando sólo tenía cuarenta y ocho años. Frente a Long Island, creo. —Me halaga que haya pensado en él —dijo Eric—. En realidad, no es usted el único lector que ha hecho la comparación. Él es un ejemplo de la clase de autor que admiro. Su enorme cariño al personaje y al argumento. Esos pueblos de Nueva Inglaterra que él inmortalizó. La riqueza de su prosa. He estudiado todas las obras de Davis. Intento continuar su tradición. La gente desea relatos ciertos, honestos, humanos. Eric opinaba que la obras de Winston Davis eran espantosas. Pésimas. No supo que Winston Davis existía hasta que sus admiradores compararon Cala Fletcher con las novelas del difunto. Perplejo, Eric se dirigió a la Biblioteca Pública de Nueva York y se encogió de puro disgusto mientras se
esforzaba en acabar con media docena de obras de Davis. No logró acabar una sola. Porquería sin gusto. Basura entumecedora de la mente. La prosa atontaba, pero Eric la reconoció. La comparación era válida. Cala Fletcher era igual que una novela de Winston Davis. Eric salió con el ceño fruncido de la biblioteca. Había vuelto a experimentar aquel hormigueo de aprensión. Pese a las numerosas veces que lo había sentido al escribir Cala Fletcher, a Eric jamás le habían gustado las coincidencias. —Una última pregunta —dijo Johnny—. Sus admiradores ansían otra novela. ¿Puede hablarnos del tema de su nueva obra? —Me gustaría hacerlo, pero soy supersticioso, Johnny. Temo hablar de una obra cuando estoy escribiéndola. Pero le puedo decir algo. —Eric miró alrededor como si temiera que los espías de las editoriales rivales estuvieran al acecho en el estudio. Se alzó de hombros y sonrió—. Supongo que puedo decirlo. Al fin y al cabo, ¿quién plagiaría un título después de que varios millones de personas me oigan reclamarlo como mío? La segunda novela se titula La arboleda de Parson. —Escuchó un embelesado suspiro entre el público—. Se desarrolla en un pueblo de Vermont y… bien, será mejor que lo deje aquí. En cuanto el libro esté publicado, todos podrán leerlo.
—Totalmente fantástico —dijo su agente. Se llamaba Jason Epstein. Tenía treinta y tantos años, pero su cabello era canoso y escaso a causa de las preocupaciones. Se enfurruñaba constantemente. Su estómago le causaba problemas, y sus movimientos eran tan precipitados que siempre parecía estar corriendo—. Fantástico. Lo que has dicho de Capote… Garantizado que venderemos otros cien mil ejemplares de tu novela. —Lo suponía —dijo Eric. Tras salir del estudio, subió al elegante automóvil y aguardó a su agente—. Jason, pero tú no estás contento. El chofer los condujo por la niebla vespertina de Burbank. —Tenemos problemas —convino Jason. —No veo cuáles. Toma, echa un trago para calmar los nervios. —¿Y destrozar mi estómago? Gracias, pero no, gracias. Eric, escúchame. He hablado con tu director comercial.
—Me lo imaginaba. Vosotros dos os preocupáis demasiado. —Pero, Eric, gastas billetes como si tú mismo los imprimieras. Ese avión, ese yate, esos terrenos enormes… No puedes permitirte esas cosas. —Eh, tengo cinco millones. Déjame vivir un poco. —No, no los tienes. Eric le miró fijamente. —¿Cómo has dicho? —Que no, que no tienes cinco millones de dólares. Todos esos viajes a Europa…, y esa casita en la playa de Malibu, la casa de Bimini… —Tengo inversiones. Petróleo y ganado. —Pero los pozos se secaron. El ganado murió de glosopeda. —Estás burlándote de mí. —Mi estómago no se burla, Eric. Tienes hipotecas en esos terrenos. Ese Ferrari de cincuenta mil dólares… no está pagado. Y tampoco está pagado el avión. Estás completamente pelado. —De acuerdo, he sido extravagante, lo admito. Jason se quedó con la boca abierta. —¿Extravagante? —repuso—. ¿Extravagante? Has perdido el juicio, eso es lo que te pasa. —Eh, tú eres mi agente. Consígueme otro contrato. —Ya lo hice. ¿Qué te ocurre? ¿Has perdido la memoria al mismo tiempo que el juicio? Dentro de una semana, tu editor espera un flamante libro firmado por ti. Tiene dos millones de dólares por los derechos de la edición de lujo. Yo le entrego el libro. Él me da el dinero. Así está acordado en el contrato. ¿Lo has olvidado? —¿Cuál es el problema, pues? Dos millones de dólares pagarán mis facturas. —Pero, Eric, ¿dónde está el libro? No tendrás un centavo si no entregas la nueva novela. —La estoy escribiendo. Jason gimió. —Santo cielo, ¿pretendes decir que aún no está terminada? Te lo dije, Eric. No, te lo supliqué. Por favor, basta ya de fiestas. Ponte a trabajar.
Escribe el libro, y luego tendrás todas las fiestas que te apetezcan. ¿Qué pasa, Eric? Todas esas mujeres… ¿te han dejado sin fuerzas, sin sesos, o qué? —Tendrás el libro dentro de una semana. —Oh, Eric, ojalá yo tuviera tu confianza. ¿Crees que escribir es igual que abrir un grifo? Eh, es trabajo. Supongamos que tienes un bloqueo. Supongamos que coges la gripe o algo parecido. ¿Cómo puede una persona escribir una novela en una semana? —Tendrás el libro. Te lo prometo, Jason. En fin, si me retraso un poco, no importa. Equivalgo a dinero para el editor. Él se limitará a ampliar el plazo de entrega. —Eric, no quieres escuchar. Todo depende de entregar la novela a tiempo. La publicidad está lista. El impresor está listo, esperando. Si no haces la entrega, el editor pensará que lo has puesto en ridículo. Las relaciones con la productora cinematográfica se vendrán abajo. El Club del Libro se enfadará. Todos dependen de ti, Eric, no lo entiendes. Altas finanzas. Imposible decepcionar a esa gente. —No es para preocuparse, Jason. —Sonrió para tranquilizarle—. Todo está bajo control. Pretendo empezar esta misma noche. —Que Dios te ayude, Eric. Dale a las teclas, hombre. Dale a las teclas.
El avión modelo Lear se alejó del aeropuerto internacional de Los Ángeles. Por encima de la ciudad, Eric contempló el entramado de las luces de las calles y las relucientes carreteras sumidas en la oscuridad. Al mirar hacia el oeste, hacia el borde del océano del que se alejaba, vio un vestigio de color carmesí en el lejano horizonte. Mejor empezar, decidió de mala gana. Con el apagado rugido del motor entrando por el fuselaje, Eric metió los brazos en un armario y extrajo la enorme y grotesca máquina de escribir. La llevaba con él a todas partes, temeroso de un incendio o un robo si nadie la vigilaba.
No sin esfuerzo, Eric la colocó en la mesa. Había dado órdenes al piloto de que no volviera al compartimiento de pasajeros. Un grueso mamparo le separaba del piloto. Allí, en su mansión en lo alto del Hudson, Eric trabajaba con estricta reserva. El trabajo era aburrido, ciertamente. Hacia el final de Cala Fletcher, Eric ni siquiera había tenido que mirar el teclado. Había visto una semana de televisión mientras sus dedos tocaban las letras que seleccionaba al azar. Al fin y al cabo, lo que él escribía no tenía importancia alguna. La extraña máquina se encargaba de la composición. Después de un programa televisivo, Eric leía la última hoja mecanografiada por la máquina, con la esperanza de ver la palabra «Fin». Y un día, finalmente, aparecieron ante él las concluyentes letras. Tras el éxito de Cala Fletcher, Eric siguió practicando con la máquina de escribir. Leyó el título, La arboleda de Parson, y estuvo trabajando pacientemente hasta completar veinte hojas. Sin entusiasmo alguno. La lección que extrajo de su experiencia era que no le gustaba escribir, que le gustaba hablar de lo que escribía y saberse considerado como escritor, pero el esfuerzo del trabajo no le atraía. Y de este modo, cuando su mente dejó de concentrarse en la tarea, el trabajo fue menos atractivo todavía. «Si tengo que ser absolutamente franco», pensaba Eric, «me gustaría haber sido príncipe». Había pospuesto el mecanografiado de La arboleda de Parson tanto tiempo como le era posible. El dinero llegaba con tanta facilidad que Eric no deseaba sufrir ni siquiera la semana que calculaba seria precisa para terminar el manuscrito. Pero Jason le había alarmado. ¿No había dinero? En ese caso mejor regresar a la mina de oro a por más. La gallina de los huevos de oro. ¿O cómo se denominaba en tiempos al ayudante de un escritor? Amanuense. «Cierto, así te llamaré a ti», dijo Eric a su máquina. «A partir de ahora, serás mi amanuense». No podía creer que fuera realmente millonario (en teoría, por lo menos), que estuviera volando en su propio avión Lear, en ruta a Nueva York, el programa Today, el programa Tomorrow y luego Good Morning, America. No podía estar sucediendo realmente.
Pero estaba sucediendo. Y si él deseaba prolongar su buena vida, sería mejor que tecleara como un condenado durante una semana para dar a luz su segunda novela. El avión surcó velozmente la noche. Eric metió una hoja de papel en su amanuense. Aburrido, se tomó un vaso de whisky. Eligió un cassette de Halloween y lo colocó en su Beta. Con los ojos fijos en la pantalla, en un niño que apuñalaba a su hermana mayor, Eric empezó a teclear. «Capítulo tercero… Ramona se sintió arrebatada. Jamás había conocido tanto placer. Ni su esposo, ni su amante habían provocado tal éxtasis en su interior. Sí, el repartidor de leche…». Eric bostezó. Vio un chiflado que huía del sanatorio. Vio un médico loco que se esforzaba en localizar al chiflado. Una canguro que chillaba mucho. El chiflado acababa muerto una docena de veces pero sobrevivía porque al parecer era un fantasma. Sin mirar una sola vez el teclado, Eric siguió escribiendo a máquina. La pila de hojas fue creciendo junto a él. Apuró su quinto vaso de whisky. Terminó Halloween. Eric vio Alien y una excitante mujer en ropa interior que había quedado atrapada en una lanzadera en compañía de un monstruo. En algún punto del cielo de Colorado (posteriormente Eric calculó dónde y cuándo sucedió) miró la hoja de papel que acababa de mecanografiar y se quedó boquiabierto al descubrir que la prosa era totalmente disparatada. Hojeó el montón de papel, y se dio cuenta de que durante media hora había estado escribiendo simples galimatías. Se puso pálido. Abrió la boca. Estuvo a punto de vomitar. —Santo cielo, ¿qué ha pasado? Tecleó alocadamente: «La primavera, la sangre altera». Esas palabras fueron precisamente las que leyó. Tecleó: «El rápido zorro pardo». Y eso precisamente fue lo que leyó. Manoseó al azar el teclado, y la sopa de letras apareció ante él en el papel.
Cuando llegó al aeropuerto La Guardia de Nueva York, Eric tenía cinco centímetros de frenético guirigay junto a él, y para empeorar las cosas, la máquina de escribir quedó bruscamente bloqueada. Escuchó un nauseabundo crujido en el interior de la máquina y las teclas quedaron firmemente atascadas. Ni siquiera pudo forzarlas a imprimir un guirigay. «Está bloqueada», pensó Eric, y gimió. «Dios santo, está averiada, quebrada, arruinada». «Ella y yo». Intentó soltar las teclas de un manotazo, pero lo único que consiguió fue hacerse daño en las manos. De pronto temió haber roto más piezas. Como un borracho, Eric tapó la máquina con un trapo y salió penosamente del avión para subir al elegante automóvil que le aguardaba. Las entrevistas en los estudios de televisión eran al día siguiente. Mientras el sol ardía cegadoramente sobre Nueva York, Eric se frotó su macilenta cara salpicada con cerdoso vello. —Lléveme a Manhattan —dijo al chofer, horrorizado—. Busque una tienda que repare máquinas de escribir. La diligencia precisó dos horas a través de atascados camiones, accidentes y desvíos. Por fin el elegante automóvil aparcó en doble fila en la calle Cincuenta y Dos y Eric se apeó dando tumbos con la carga en las manos para dirigirse a una tienda que exhibía modelos Olivetti en el escaparate. —No puedo repararla —le informó el joven dependiente. Eric gimió. —Tiene que hacerlo. —Mire este eje. Está partido. No tengo piezas de recambio para un trasto tan extraño como éste. —El mecánico sentía horror por la pura fealdad de la máquina—. Tendría que soldar el eje. Pero, mire, amigo, una chatarra tan antigua es como una camisa vieja. Póngale un parche en el codo, y la camisa se romperá por el parche. Cosa el agujero nuevo, y la camisa se romperá precisamente por ahí. Cuando termine, no tendrá una
camisa. Sólo remiendos. Si sueldo este eje, el calor debilitará el metal, que es muy viejo, y la pieza se partirá por otros puntos. Tendrá que venir aquí hasta que habrá más soldaduras que metal. En fin, no me gustaría manosear un modelo tan antiguo. Créame, amigo, no sé cómo funciona esto. Es preferible que localice al tipo que se la vendió. Es posible que él pueda repararla. Es posible que él tenga piezas de repuesto. Oiga, ¿no le conozco? Eric arrugó la frente. —¿Cómo dice? —¿No es usted famoso? ¿No estuvo en el programa de Carson? —No, se confunde —repuso disimuladamente. Miró su reloj marca Rolex de dieciocho quilates y vio que faltaba poco para el mediodía. Santo cielo, casi había perdido la mañana entera—. Tengo que apresurarme. Eric agarró la máquina averiada y salió del local en dirección al automóvil. El estruendo del tráfico le acobardó. —Greenwich Village —espetó al aburrido chofer—. Con la máxima rapidez posible. —¿Con este tráfico? Señor, es mediodía. Una hora punta. Se le revolvió el estómago. Tembló, sudó. Cuando el conductor llegó a Greenwich Village, Eric le dio frenéticas instrucciones. Miró constantemente el reloj. Casi a la una y veinte, tuvo un repentino temor. Oh, Dios, ¿y si la tienda está cerrada? ¿Y si el viejo ha muerto, y si el negocio ya no existe? Se encogió de espanto. Pero luego forzó la vista para mirar por el parabrisas, tras vislumbrar la trapería al final de la calle. Se apeó torpemente antes de que el automóvil estuviera completamente parado. Cogió la enorme máquina y, aunque la adrenalina lo espoleaba, se le doblaron las rodillas al empujar la crujiente puerta de la trapería y entrar dando tumbos en el mohoso, estrecho y sombrío local. El viejo se hallaba en el mismo sitio donde Eric lo vio la primera vez: agazapado ante un destrozado escritorio, con un cigarrillo de apenas un centímetro entre sus amarillentos dedos, mirando con aire ceñudo un impreso de apuestas hípicas. Incluso vestía el mismo jersey raído sin botones. Cabello telarañoso y rostro hundido.
El anciano alzó la vista del impreso. —No se admiten devoluciones. ¿No ha leído el letrero? Desequilibrado a causa de la carga, Eric abrió la boca, incrédulo. —¿Todavía se acuerda de mí? —Naturalmente que sí. No puedo olvidar ese trasto. Ya le dije que no acepto devoluciones. —Pero no estoy aquí por eso. —Entonces ¿Por qué ha vuelto a traer ese maldito cacharro? Dios mío, es horrible. No soporto verlo. —Está averiado. —Sí, eso parece. —No he conseguido que la repararan. El mecánico no quiere tocarla. Tiene miedo de destrozarla más. —Pues échela a la basura. Véndala como chatarra. Sí, pesa bastante. Conseguirá un par de dólares. —¡Pero si a mí me gusta! —Qué quiere que le diga. —El viejo meneó la cabeza—. Cuestión de gustos. —El mecánico me ha sugerido que el tipo que la construyó podría saber cómo repararla. —Y si las vacas tuvieran alas… —¡Escuche, dígame de dónde la sacó! —¿Cuánto vale para usted la información? —¡Cien dólares! El anciano se irguió. —No acepto cheques. —¡En metálico! ¡Por el amor de Dios, apresúrese! —¿Dónde está el dinero? El viejo tardó varias horas. Eric paseó de un lado a otro, fumó y sudó. Finalmente hubo unos crujidos y el trapero subió del sótano con unos garabatos en un trozo de papel. —Una finca —dijo el anciano—. En la costa de Long Island. De un hombre ya fallecido. Se ahogó, creo. Veamos. —El viejo hizo un esfuerzo
para descifrar el texto que él mismo había garabateado en el trozo de papel —. Sí, se llamaba Winston Davis. Eric se agarró al destrozado escritorio. Se le encogió el estómago. Su corazón omitió varios latidos. —No, es imposible. —¿Pretende decir que conocía a este sujeto? —preguntó el viejo—. ¿A Winston Davis? Eric tenía polvo en el paladar. —He oído hablar de él. Era novelista. Su voz era ronca. —Espero que no intentara escribir sus novelas con este trasto. Es lo que le expliqué cuando usted la compró. Traté por todos los medios conocidos de que se la quedaran. Pero los propietarios vendían las cosas del muerto en un gran lote. No querían venderlas sueltas. O todo o nada. —¿En Long Island? —La dirección la tiene en este papel. Eric lo agarró, cogió frenéticamente la pesada y averiada máquina de escribir y se bamboleó hacia la puerta. —Oiga, ¿dónde he visto su cara? —le preguntó el anciano—. ¿No salió en el programa de Carson la noche pasada?
El sol casi se había puesto cuando Eric llegó a su destino. Durante toda la travesía de Long Island estuvo temblando de miedo. Comprendía ya por qué tantos lectores habían comparado su obra con la de Winston Davis. Éste había sido propietario de la misma máquina de escribir. Había escrito sus novelas con ella. La máquina se había encargado del redactado. Por eso la obra de Eric y la de Davis eran similares. Sus novelas tenían idéntico creador. Del mismo modo que Eric, Davis había guardado el secreto. Era evidente que ni siquiera había hablado de ello con amigos íntimos y familiares. Al morir Davis, la familia supuso que la vieja máquina de escribir era simple chatarra, y la vendieron junto con otros trastos que había
en la casa. De haber conocido el secreto, habrían conservado la gallina de los huevos de oro, la mina de oro. Pero había dejado de ser una mina de oro. Era un trozo de chatarra, un roto montón de tornillos y palancas. —Ésta es la mansión, señor —informó a Eric el confundido chofer. Aterrorizado, Eric examinó los enormes portalones abiertos, el amplio y liso césped, el gran camino negro que avanzaba sinuosamente hacia la monumental vivienda. Igual que un castillo, pensó. —Vaya hasta la puerta principal —ordenó Eric al chofer, no sin aprensión. «Supongamos que no hay nadie en la casa», pensó Eric. «Supongamos que no recuerdan nada. ¿Y si hubiera otras personas viviendo aquí?». Dejó su carga en el coche. Inmediatamente, vacilante y frenético al mismo tiempo, Eric subió los escalones de mármol de la fachada en dirección a la gran puerta de roble. Sus dedos temblaron. Apretó un botón, oyó el eco de un timbre en el interior y se sorprendió al ver que alguien abría la puerta. Una canosa mujer de más de sesenta años. Amable, bien vestida, de aspecto agradable si bien arrugado. Risueña, con voz débil, la desconocida le preguntó en qué podía ayudarle. Eric tartamudeó, pero la amable mirada de la mujer le dio ánimos, y a los pocos segundos logró hablarle con naturalidad, para explicarle que conocía y admiraba la obra de su esposo. —Cuánto me alegro de que se acuerde —dijo ella. —Me hallaba cerca de aquí. Espero que no le importe esta visita. Quiero explicarle qué opino de las novelas de su esposo. —¿Importarme? No, me encanta. Pocos lectores pierden tiempo para preocuparse de mi esposo. ¿No quiere pasar? La mansión parecía un mausoleo, fría y frágil. Los ruidos levantaban ecos. —¿Le gustaría ver el despacho de mi marido? ¿La habitación donde trabajaba?
Recorrieron un helado y marmóreo pasillo. La anciana empujó una adornada puerta y señaló con un dedo la sacristía, el cuarto sagrado. Era maravilloso. Una espaciosa habitación de alto techo con inapreciables cuadros en las paredes… y estanterías, una gruesa y blanda alfombra, grandes ventanales que daban al océano repleto de cabrillas donde tres veleros teñidos por el sol del ocaso escoraban con la brisa del atardecer. Pero la atracción de la habitación se hallaba en el centro: un amplio y reluciente escritorio de madera de teca y, cual cáliz en el punto medio, una vieja Smith-Corona de la década de los cincuenta. —Aquí escribió sus novelas mi esposo —explicó la anciana, muy orgullosa—. Todas las mañanas, de las ocho al mediodía. Luego comíamos e íbamos a comprar algo para cenar, o nadábamos y salíamos con el velero. En invierno, dábamos largos paseos junto al mar. Winston adoraba el océano en invierno. Él… Parezco una cotorra. Discúlpeme, por favor. —No, no hay nada que perdonar. Comprendo sus sentimientos. ¿Usaba él esta Smith-Corona? —Todos los días. —Se lo pregunto porque compré una destartalada máquina de escribir el otro día. Era tan rara que me atrajo. El hombre que me la vendió me explicó que su esposo había sido el anterior propietario. —No, yo no… Eric se sintió aferrado por la garganta. Su corazón se sumió en la desesperanza. —Espere, ahora lo recuerdo —dijo la canosa mujer, y Eric contuvo la respiración—. Aquella espantosa máquina —prosiguió ella. —Sí, ésa es su descripción —tartamudeó Eric. —Winston la guardaba en un armario. Yo le dije muchas veces que la tirara, pero él siempre contestaba que su amigo no se lo perdonaría. —¿Amigo? La palabra se clavó como una espina en la garganta de Eric. —Sí, Stuart Donovan. Es propietario de una tienda de máquinas de escribir en el pueblo. Winston pasaba largos ratos con Donovan. Solían dar
paseos en barca. Un día Winston trajo esa extraña máquina a casa. «Es una antigüedad», dijo. «Un obsequio. Un regalo de Stuart». Bien, a mí me pareció chatarra. Pero los amigos son los amigos, y Winston la conservó. Pero tras su muerte… —La voz de la anciana se alteró, se hizo más ronca, pareció quebrarse—. En fin, la vendí junto con otras cosas que no me hacían falta.
Eric bajó del coche. El sol se había puesto. La amenazadora oscuridad se cerraba en torno a él. Olió el salado aire marino de aquella pintoresca población de Long Island. Contempló el letrero en lo alto de la puerta de la tienda: MÁQUINAS DE ESCRIBIR DONOVAN — NUEVAS Y DE SEGUNDA MANO — REPARACIONES Y RESTAURACIONES. Su plan consistía en localizar la tienda y regresar por la mañana, cuando el comercio abriera. Pero de modo sorprendente, una luz rielaba al otro lado de la bajada persiana del escaparate. Aunque el cartel colgado en la puerta decía CERRADO, una sombra se movía detrás de la tapada vidriera. Eric llamó. Una silueta se acercó muy despacio. Un anciano alzó la persiana y miró a Eric. —Cerrado —le indicó débilmente el viejo al otro lado del escaparate. —No, necesito hablar con usted. Es importante. —Cerrado —repitió el hombre. —Winston Davis. Aunque se disponía a alejarse, la sombra se detuvo. Tras levantar de nuevo la persiana, el anciano miró a Eric. —¿Ha dicho Winston Davis? —Por favor, tengo que hablarle de él. Eric oyó que se abría la cerradura. La puerta giró lentamente hacia dentro. El viejo lo miró, ceñudo. —¿Se llama usted Stuart Donovan? El anciano asintió. —¿Conoció a Winston? Fuimos amigos muchos años. —Por eso he venido a verle.
—En ese caso, pase —le dijo el anciano, asombrado. Bajito y frágil, se apoyaba en un bastón de madera. Vestía una chaqueta cruzada y una fina corbata de seda. El cuello de su camisa era demasiado ancho para la encogida garganta de Donovan. Olía a menta. —Tengo que enseñarle algo —dijo Eric. Se apresuró a volver al automóvil y entró de nuevo en la tienda con la horrible máquina a cuestas. —Vaya, pero si es… —dijo el anciano, con los ojos muy abiertos, sorprendido. —Lo sé. Usted se la regaló a Winston. —¿Dónde…? —La compré en una trapería. Abrumado por la pena, el viejo gimió. —Está averiada —dijo Eric—. La he traído para que la arregle. —¿De modo que conoce usted…? —Su secreto. Completamente. Escuche, la necesito. Tendré problemas si no la repara. —Me recuerda a Winston. —Los ojos del anciano se nublaron con recuerdos del lejano pasado—. Algunas veces, cuando la máquina se averiaba, Winston venía a verme dominado por el pánico. «Contratos. Derechos. Estoy arruinado si no la reparas», me decía. Pero yo siempre la reparaba. El viejo se echó a reír nostálgicamente. —¿Y podrá hacer lo mismo por mí? Le pagaré lo que quiera. —Oh, no, los precios son iguales para todo el mundo. Estaba a punto de irme. Mi esposa tiene la cena preparada. Pero este modelo fue mi obra maestra. Le echaré un vistazo. Por Winston. Póngala en el mostrador. Eric obedeció y se frotó sus doloridos brazos. —Lo que no entiendo es por qué no conservó usted este artefacto. Vale una fortuna. —Tenía otras. Eric se puso rígido a causa de la sorpresa.
—Además —dijo el anciano—, siempre he tenido suficiente dinero. Los ricos tienen demasiadas preocupaciones. Winston, por ejemplo. Hacia el final era un manojo de nervios, temía que le robaran la máquina o que se le averiara y fuera imposible arreglarla. La máquina acabó con él. Ojalá no se la hubiera regalado. Pero él se portó bien conmigo. Siempre me entregaba el diez por ciento de sus ganancias. —Haré lo mismo por usted. Por favor, arréglela. Ayúdeme. —Voy a ver qué le pasa. El anciano manoseó, canturreó y carraspeó, y husmeó. Sacó tornillos y comprobó palancas. Eric se mordió los labios. Se mordisqueó las uñas. —Ya sé qué pasa —dijo el viejo. —Tiene un eje roto. —Oh, ese problema es secundario. Tengo otros ejes. Puedo cambiarlo fácilmente. Eric suspiró, totalmente aliviado. —En ese caso, si no es molestia… —Las teclas están trabadas porque el eje está roto —explicó Donovan —. Pero antes de que las teclas quedaran trabadas, este modelo no escribía ya lo que usted deseaba. No componía. Eric temió vomitar. Asintió, pálido. —Mire, el problema es que la máquina agotó las palabras —dijo el anciano—. Ha usado todas las que tenía dentro. Eric reprimió el ansia de chillar. «No puede ser verdad», pensó. —En ese caso, póngale más palabras dentro. —Ojalá pudiera. Pero en cuanto las palabras se agotan, es imposible introducir más. No sé por qué, pero lo he intentado muchas veces y siempre he fracasado. Tendría que construir un modelo completamente nuevo. —Hágalo, pues. Le pagaré lo que quiera. —Lo lamento, pero es imposible. He perdido destreza. Construí cinco modelos perfectos. El sexto y el séptimo no funcionaron. El octavo fue un desastre completo. Dejé de intentarlo. —Inténtelo otra vez.
—Imposible. No sabe cuánto me debilita eso. El esfuerzo. Después de hacer un modelo me parece tener vacío el cerebro. Necesito todas las palabras de que dispongo. —¡Maldición, inténtelo! El viejo meneó la cabeza. —Acepte mis condolencias. Detrás del viejo, al otro lado del mostrador, en el taller, Eric vio otro modelo. Teclas y palancas, tornillos. —Le pagaré un millón de dólares por esa máquina. Donovan volvió la cabeza lentamente para mirarla. —Ah, ésa. No, lo lamento. Es mía. La construí para mis hijos. Ahora están casados. También tienen hijos, y cuando me visitan, mis nietos se divierten jugando con la máquina. —Doblo la oferta. Eric pensó en su mansión en el Hudson, sus posesiones en Bimini y Malibu, su yate, su avión, sus viajes a Europa y su Ferrari. —Demonios, triplico la oferta. «Otros seis días», pensó. «Tengo que acabar la novela para entonces. Tengo el tiempo justo. Debo trabajar día y noche». —Tiene que vendérmela. —No me hace falta dinero. Soy un viejo. ¿Qué significa el dinero para mí? Lo siento. Eric perdió los nervios. Fue al otro lado del mostrador, corrió hacia el taller. Cogió el otro modelo. Al ver que el viejo intentaba arrebatarle la máquina, le dio un empujón. Donovan cayó y agarró por las piernas a Eric. —¡Es mía! —gimió—. ¡La construí para mis hijos! ¡No puede llevársela! —¡Cuatro! ¡Cuatro millones de dólares! —gritó Eric. —¡Ni por todo el dinero del mundo! El viejo se aferraba a las piernas de Eric, lo apretaba, lo asfixiaba. —¡Maldición! —exclamó Eric. Dejó la máquina en el mostrador, cogió el bastón del anciano y le dio un golpe en la cabeza.
—¡Me hace falta! ¿No lo comprende? Le golpeó de nuevo, otra vez, otra vez más. El viejo se estremeció. Goteó sangre de su destrozada frente, goteó sangre del bastón. La tienda quedó en silencio. Eric contempló su obra. Retrocedió dando tumbos, soltó el bastón y se llevó las manos a la boca. Y en ese momento lo comprendió. —Es mía. Borró sus huellas dactilares de todo lo que había tocado. Intercambió las máquinas de modo que la averiada quedó en la mesa del taller. Su chofer no se debía de haber enterado de nada. Seguramente no lo sabría nunca. El asesinato de un anciano en un pueblecito de Long Island…, poco motivo había para que gozara de publicidad. Sí, la señora Davis recordaría a la persona que la visitó por la tarde, pero ¿relacionaría el asesinato con la visita? Y de todas formas, ella no sabía quién era Eric. Se arriesgó. Asió su recompensa y, no obstante su peso, echó a correr.
La IBM Selectric yacía en el escritorio del despacho. Por pura exhibición, Eric jamás la usaba, pero la necesitaba para engañar a sus invitados, para ocultar su verdadero método de composición. Oyó vagamente el ruido del automóvil que se alejaba de la mansión en dirección a la ciudad. Encendió las luces. Corrió hacia el escritorio, apartó a un lado la IBM y dejó allí su salvación. Seis días más. Sí, podía hacer el trabajo. Mucho whisky, mucha televisión. Rígidas articulaciones en sus doloridos dedos después de tanto mecanografiado automático. Pero podía hacerlo. Se sirvió un rebosante vaso de whisky, puesto que lo necesitaba. Encendió el televisor para ver Sesión de Noche. Encendió un cigarrillo y, coincidiendo con los letreros de Los ladrones de cadáveres, empezó a teclear desesperadamente. Estaba tembloroso, asustado y turbado por lo que había ocurrido. Pero tenía otra máquina. Podía conservar su yate, su avión, sus tres casas. Las
fiestas continuarían. Bien pensado, incluso se había ahorrado los cuatro millones que de otro modo habría pagado al viejo por ese modelo. Curioso, miró impulsivamente lo que había escrito hasta entonces. Y lanzó un chillido. Porque «El rápido zorro pardo» era otra frase, tal como esperaba. Pero no la efusiva prosa de La arboleda de Parson. Era algo muy distinto. «Veo correr a Jane. Veo correr a Dick. Veo a Spot cogiendo la pelota». («La construí para mis hijos. Ahora están casados. También tienen hijos, y cuando me visitan, mis nietos se divierten jugando con la máquina»). Eric chilló con tanta fuerza que no oyó el estruendo de sus pulsaciones. «Veo correr a Spot por la montaña. Veo correr a Jane detrás de Spot. Veo correr a Dick detrás de Jane».
Vecinos que vivían a más de medio kilómetro fueron despertados por los chillidos de Eric. Temieron que alguien estuviera matando al escritor y telefonearon a la policía, y cuando irrumpieron en la vivienda los agentes encontraron a Eric escribiendo a máquina y gritando. Les quedó la duda respecto a cuál visión era peor, la del hombre o la de la máquina. Pero en cuanto lograron apartarlo del monstruoso artefacto, un agente miró la hoja de papel. «Veo a Jane trepar por el árbol. Veo a Dick trepar por el árbol. Veo a Spot ladrando al gato». Y más abajo (no tardaron en descubrir el significado) se leía: «Veo a Eric asesinando al señor Donovan. Veo a Eric golpeando al anciano con el bastón. Veo a Eric robándome. Ahora veo a Eric yendo a la cárcel». Quizá fuera un efecto de la luz, o tal vez consecuencia del peculiar tecleado del artefacto. Por el motivo que fuese, el agente de policía juró después (sólo habló de ello con su esposa) que la condenada máquina de escribir parecía sonriente.
Nunc Dimittis TANITH LEE
Tanith Lee es famosa por la dulzura de su prosa, el cuidado que pone en sus personajes y ambientes. También es admirada por su habilidad para basarse en algo no-muy-normal y transformarlo en aparentemente normal, intensificando así los escalofríos que produce cuando sus lectores comprenden qué les ha pasado sin haberse dado cuenta. Tanith Lee posee el don sobrenatural de saber que todas las emociones, desde el amor hasta el odio, tienen dos filos, y más aterradores que una certera hacha.
La Vampira era vieja, y había dejado de ser hermosa. Al igual que todos los seres vivos, había envejecido, aunque con gran lentitud, como los altos árboles del parque. Esbeltos, flacos y sin hojas, los árboles se alzaban allí fuera, más allá de las alargadas ventanas, salpicados por la lluvia en la grisácea mañana. Mientras tanto ella estaba sentada en su silla de alto respaldo, en aquel rincón de la habitación donde las cortinas de grueso encaje amarillo y las persianas de color rojo oscuro impedían el paso de hasta la última pizca de luz exterior. A la tenue lucecilla de la adornada lámpara de aceite, la Vampira había estado leyendo. La lámpara procedía de un palacio ruso. El libro había agraciado en tiempos la biblioteca de un corrupto papa llamado, en su existencia temporal, Rodrigo Borgia. Las secas manos de la Vampira habían caído sobre la página. Iba ataviada con su negro vestido de encaje, que tenía ciento ochenta años de antigüedad, mucho menos viejo que ella misma, y desde su silla miró al anciano, veteado por el brillo de lejanas ventanas. —Dices que estás cansado, Vassu. Sé cómo te sientes. Muy cansado e incapaz de reposar. Es terrible. —Pero, princesa —dijo tranquilamente el anciano—, es más que eso. Estoy agonizando. La Vampira se agitó ligeramente. Las pálidas hojas de sus manos arrancaron un susurro a la página. Miró fijamente al viejo, con una extrañeza casi infantil. —¿Agonizando? ¿Es posible? ¿Estás seguro?
El anciano, limpio y pulido con su negro ropaje, asintió humildemente. —Sí, princesa. —Oh, Vassu —dijo ella—, ¿estás contento? El hombre parecía un poco avergonzado. —Perdóname, princesa —dijo por fin—, pero estoy muy contento. Sí, muy contento. —Comprendo. —Pero, de todas formas —añadió Vassu—, estoy preocupado por ti. —No, no —dijo la Vampira, con la frágil y perfecta cortesía de su clase y de su especie—. No, no debes preocuparte por eso. Has sido un buen siervo. Mucho mejor que lo que yo podía esperar. Estoy agradecida, Vassu, por todas tus atenciones hacia mí. Te echaré de menos. Pero te has ganado… —Vaciló. Y agregó—: Has ganado con creces tu paz. —Pero tú… —Me las apañaré perfectamente. Mis necesidades son pocas, ahora. Mis días de cazadora pasaron, y también las noches. ¿Recuerdas, Vassu? —Recuerdo, princesa. —Cuando yo estaba tan hambrienta, cuando era tan insaciable. Y tan encantadora. Mi blanca cara en mil espejos de salón de baile. Mis zapatillas de seda manchadas de rocío. Y mis amantes caminando en la fría mañana, donde yo los había dejado. Pero ahora no duermo, raramente tengo hambre. Nunca deseo. Nunca amo. Son las comodidades de la vejez. Sólo hay una comodidad que se me niega. Y quién sabe. Un día, también yo… Le sonrió. Sus dientes eran hermosos, pero casi romos ya; las exquisitas puntas de los caninos estaban muy desgastadas. —Déjame cuando tengas que hacerlo —dijo ella—. Lloraré tu ausencia. Pero no pido nada más, mi buen y noble amigo. El anciano inclinó la cabeza. —Me quedan —dijo— escasos días, un puñado de noches. Hay algo que deseo hacer en estos momentos. Intentaré encontrar una persona que pueda ocupar mi lugar. La Vampira le miró fijamente de nuevo, asombrada en esta ocasión. —Pero, Vassu, mi insustituible siervo…, eso ya no es posible.
—Sí. Si actúo con rapidez. —El mundo no es como era —dijo ella, con grave y espantosa sabiduría. Vassu alzó la cabeza. El tono de su respuesta fue más grave. —El mundo es como siempre ha sido, princesa. Pero nuestras percepciones de él se han agudizado. Nuestro conocimiento es menos soportable. La Vampira asintió. —Sí, así debe ser. ¿Cómo es posible que el mundo haya cambiado tan terriblemente? Debemos ser nosotros los que hemos cambiado. Vassu despabiló la mecha de la lámpara antes de irse. En el exterior, la lluvia goteaba sin cesar en los árboles. La ciudad, bajo la lluvia, no era muy distinta a un bosque. Pero el anciano, que había estado en muchos bosques y en muchas ciudades, no sentía demasiada simpatía por el lugar. Sus simpatías, sus sentidos, estaban aleccionadas para otras cosas. No obstante, era consciente de su extravagante y anacrónico efecto, como el de una figura de un cuadro surrealista. Caminaba por las calles con prendas de una época pasada, sabiendo que ni se mezclaba con el ambiente ni debía rendirle homenaje alguno. Pero cuando una pandilla de niños o jóvenes, como ocurría algunas veces, se burlaba de él y le gritaba los insultos con los que él estaba familiarizado en veinte idiomas, Vassu ni se asustaba ni se molestaba. No le preocupaban esas cosas. Había estado en muchos sitios, había visto muchas cosas; ciudades que ardían o se arruinaban, los jóvenes que envejecían, como él, y que morían, como ahora él, por fin, moriría. El pensamiento de la muerte lo calmó, lo alivió, y vino acompañado por una gran tristeza, una extraña envidia. No deseaba abandonar a la princesa. Naturalmente que no. Pensar en su vulnerabilidad en aquel mundo cruel, no nuevo en su crueldad pero antiguo, aunque se había dado cuenta de ello hacía poco tiempo…, esa idea le horrorizaba. Por ello la tristeza. Y los celos…, porque debía encontrar otro hombre que ocupara su lugar. Y ese otro hombre sería para ella, como había sido él.
Los recuerdos brotaron y se esfumaron en su cerebro como castillos en el aire mientras recorría las calles. Al subir los escalones de museos y pasos inferiores, Vassu recordó otros escalones de otras tierras, de mármol y fina piedra. Y al mirar desde elevados balcones, la ciudad reducida a un mapa, recordó las torres de las catedrales, los picos de las montañas escudriñados por las estrellas. Y por fin, como si leyera hacia atrás las hojas de un libro, llegó al principio. Allí estaba ella, entre dos altas tumbas blancas, con los terrenos del castillo detrás, todo plateado por la penumbra anterior al alba. Lucía un vestido de baile, y una larga capa blanca. E incluso entonces, su cabello iba peinado a la moda de hacía un siglo. Oscuro cabello, igual que flores negras. Vassu sabía desde hacía un año que iba a servir a la princesa. Lo supo en el momento en que oyó hablar de ella en la ciudad. La gente no temía a aquella mujer, la respetaba. Ella no atacaba a los suyos, como habían hecho algunos miembros de su estirpe. En cuanto pudo levantarse de la cama, fue en busca de ella. Se había arrodillado, había tartamudeado algo. Sólo tenía dieciséis años, y ella no muchos más. Pero la mujer se había limitado a mirarle tranquilamente. —Lo sé —le había dicho ella—. Sé bienvenido. Había pronunciado esas palabras en un idioma que en la actualidad raramente empleaban. Pero siempre que Vassu recordaba aquel encuentro, ella las pronunciaba en idéntico lenguaje, y con idéntico tono dulce. Por todas partes, en la pequeña cafetería donde Vassu se había detenido para sentarse y tomar un café, vagas sombras iban y venían. Sin interés para él, sin utilidad para ella. Durante toda la mañana nada le había obligado a estar alerta. El elegido lo sabría. Lo sabría, del mismo modo que Vassu lo había sabido. Se levantó, salió de la cafetería, y siguió soñando despierto. Un alargado vehículo negro se deslizó junto a él, y Vassu recordó un carruaje que tallaba la blanca nieve… Una pisada rozó el pavimento tal vez a cinco metros detrás de él. El anciano no dudó. Siguió andando y entró en un callejón que se extendía
entre elevados edificios. Las pisadas le siguieron. No las escuchó todas, sólo una de cada siete, o de cada ocho. Un menudo cable de tensión se tensó en su interior, pero no dio muestra alguna de ello. El agua corría por el embaldosado suelo, y el ruido de la ciudad había desaparecido. De pronto, notó una mano en la nuca, una mano fuerte, cálida y segura, una mano que de momento no le causaba daño, prácticamente el tacto de un amante. —Así está bien, viejo. Quietecito. No quiero hacerte daño, no si estás quieto. Vassu permaneció inmóvil, con la cálida y vital mano en la nuca, y aguardó. —Muy bien —sonó la voz, masculina, joven y dotada de cierto rasgo esquivo—. Ahora dame tu cartera. El anciano respondió con voz temblorosa, muy extraña, muy asustada. —Yo no…, no tengo cartera. La mano alteró su carácter, le aferró, le mordió. —No mientas. Puedo hacerte daño. No quiero hacerlo, pero puedo. Dame todo el dinero que tengas. —Sí —tartamudeó Vassu—. Sí…, sí… Y se escabulló del firme y despiadado puño igual que agua, dando vueltas, aferrando a su vez, huyendo precipitadamente…, un torbellino en movimiento. El asaltante del anciano chocó contra la pared húmeda y rodó a lo largo de ella. Quedó tumbado en la mojada basura del suelo del callejón, y alzó la vista, demasiado sorprendido para reflejar sorpresa. Esa situación se había producido muchas veces anteriormente. Varios hombres habían juzgado al anciano como blanco fácil, pero él poseía el acerado poder de su condición. Incluso en esos días, a pesar de que estaba agonizando, era terrible por su fuerza. Y sin embargo, aunque hubiera ocurrido lo mismo muchas veces, en esta ocasión había una diferencia. La tensión no había desaparecido. Rápida, deliberadamente, el anciano examinó al joven.
Cierto detalle le impresionó al instante. Pese a estar tendido en el suelo de cualquier forma, el adversario era especialmente garboso, tenía el garbo que proporciona una enorme coordinación física. El tacto de su mano, además, impenetrable y confiado… También ahí había fuerza. Y los ojos. Sí, la mirada era firme, inteligente, y con un curioso brillo suave, con inocencia… —Levántate —dijo el viejo. Había sido criado de un aristócrata. Él mismo se había transformado en aristócrata, parecía serlo—. Arriba. No voy a pegarte más. El joven sonrió, consciente de la ironía. El buen humor revoloteó en su mirada. A la tenue luz del callejón, sus ojos eran del color del leopardo…, no de los ojos de un leopardo, sino de su piel. —Sí, y podrías pegarme, ¿eh, abuelito? —Me llamo Vasyelu Gorin —dijo el anciano—. No soy padre de nadie, y mis inexistentes hijos e hijas no tienen descendencia. ¿Y tú? —Me llamo Serpiente —repuso el joven. El viejo asintió. En realidad, tampoco se preocupaba por los nombres. —Levántate, Serpiente. Has intentado robarme, porque eres pobre, porque ni tienes trabajo ni deseos de trabajar. Voy a comprarte algo de comer, ahora. El joven siguió tendido, como si estuviera a gusto, en el suelo. —¿Por qué? —Porque deseo algo de ti. —¿Qué? Tienes razón. Haré prácticamente cualquier cosa, si me pagas bien. Así que explícate. El anciano miró al joven llamado Serpiente, y comprendió que todo lo que decía era verdad. Supo que estaba ante el hombre que había robado y que se había prostituido, robado de nuevo cuando los fláccidos cuerpos dormían, masculinos y femeninos por igual, exhaustos por el vampirismo sexual que él había practicado con ellos, extrayéndoles sus descarriadas almas por los poros del mismo modo que instantes más tarde extraería los billetes de bolsos y bolsillos. Sí, un vampiro. Quizás un asesino, también. Muy probablemente un asesino.
—Si estás dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa —dijo el anciano—, no es preciso que te lo explique por adelantado. Lo harás de todos modos. —Casi cualquier cosa, eso he dicho. —Adviérteme, pues —repuso Vasyelu Gorin, siervo de la Vampira—. ¿Qué cosa no harás? De esta forma me abstendré de pedírtelo. El joven se echó a reír. Con un movimiento fluido se puso en pie. Cuando el anciano salió del callejón, lo siguió.
Para ponerlo a prueba, el anciano llevó a Serpiente a un restaurante de lujo, en lo alto de las blancas colinas de la ciudad, donde la vítrea geografía casi arañaba el cielo. Haciendo caso omiso del barro de su dilapidada chaqueta de cuero, Serpiente se transformó en intachable imagen del decoro, en algo que siempre acaba respetándose, en una persona despreocupada. El anciano, también despreocupado, apreció este gesto, aunque sabía que era simplemente un gesto. Serpiente había aprendido a ser príncipe. Pero era un gigoló con un armario repleto de pieles para ponerse. De vez en cuando los moteados ojos de leopardo, escrutadores y recelosos, delataban al joven. Tras la excelente comida y el magnífico vino, el coñac, los cigarrillos sacados de la pitillera de plata (Serpiente había robado tres, pero, estilísticamente público, las llevaba sobresaliendo como púas de puercoespín en el bolsillo delantero), volvieron a salir bajo la lluvia. La oscuridad aumentaba, y el solícito Serpiente cogió del brazo al anciano. Vasyelu Gorin se soltó, ofendido por la vulgaridad del gesto tras el aceptable detalle de los cigarrillos. —¿He dejado de gustarte? —dijo Serpiente—. Puedo marcharme ahora mismo, si quieres. Pero podrías pagarme el tiempo perdido. —Basta ya —repuso Vasyelu Gorin—. Vamos. Risueño, Serpiente lo acompañó. Caminaron entre las relucientes pirámides de las tiendas, por sombríos túneles, sobre el mojado pavimento. En cuanto las vías públicas quedaron atrás y las praderas de los grandes
huertos empezaron, Serpiente se puso tenso. El paisaje era menos familiar para él, obviamente. Esa parte del bosque era desconocida. Los árboles caían desde el aire hasta los lados del camino. —Podría matarte aquí —dijo Serpiente—. Coger tu dinero y echar a correr. —Podrías intentarlo —repuso el anciano, pero cada vez estaba más molesto. Ya no estaba seguro, y sin embargo estaba suficientemente seguro de que su envidia había asumido un tinte de odio. Si el joven era tan estúpido como para atacarle, qué sencillo sería partir el cuello columnar, cual claro ámbar, entre sus manos sin carne. Pero, claro, la princesa se enteraría. Sabría que él había encontrado algo para ella, y que había destruido el hallazgo. Y ella se mostraría generosa, y él la abandonaría, sabedor además de que le había fallado. Cuando aparecieron los enormes portalones, Serpiente no hizo comentarios. Por entonces parecía haberlos previsto. El anciano entró en el parque, moviéndose con mayor rapidez a fin de que sus sentimientos quedaran atrás. Serpiente avanzaba a grandes zancadas junto al viejo. Tres ventanas estaban iluminadas, en lo alto de la casa. Las ventanas de ella. Y mientras los dos hombres se aproximaban a la escalera de entrada, pasaban bajo las marañas de marfil y entraban en el porche, la sombra fina como un lápiz de la princesa saltó sobre las luces superiores, igual que humo, o como un espíritu. —Creía que vivías solo —dijo Serpiente—. Creía que eras un solitario. El anciano no dio más respuestas. Subió la escalera y abrió la puerta. Serpiente entró detrás y permaneció inmóvil hasta que Vasyelu Gorin encontró la lámpara que había en el nicho, junto a la puerta, y la encendió. Vidrio de un color sobrenatural destelló en los paneles de la puerta, y en los nichos de las ventanas a ambos lados, en búhos y lotos y distantes templos, adornados con volutas y luminosos, extrañamente alejados. Vasyelu se dirigió hacia la escalera interior. —Un momento —dijo Serpiente. Vasyelu se detuvo, sin responder—. Me gustaría saber cuántos amigos tuyos hay aquí, y qué piensan hacer tus
amigos, y qué pinto yo en sus planes. El anciano suspiró. —Sólo hay una mujer, en la habitación de arriba. Voy a llevarte ante ella. Es una princesa. Se llama Darejan Draculas. Empezó a subir los escalones. —¿Qué? —dijo el visitante, abandonado en la oscuridad. —Crees haber oído ese nombre. No te equivocas. Pero es otra rama. Sólo oyó el primer paso cuando el pie tocó la alfombrada escalera. De un brinco, la criatura estuvo encima de él, y le quitó la lámpara de la mano. Serpiente danzaba detrás de la luz, rutilante e irreal. —Drácula —dijo. —Draculas. Otra rama. —Un vampiro. —¿Crees en esos seres? —dijo el anciano—. Deberías creer en ellos, por la vida que llevas, por tus depredaciones. —Si esa palabreja tiene algo que ver con oraciones —dijo Serpiente—, yo nunca rezo. —Depredaciones —repuso el anciano—. Pillajes. Ni siquiera sabes hablar tu idioma. Dame la lámpara. ¿O tendré que cogerla? La escalera es empinada. Esta vez podrías hacerte daño. Cosa que no beneficiaría a ninguno de tus oficios. Serpiente hizo una ligera reverencia y devolvió la lámpara. Siguieron subiendo la montaña alfombrada de la escalera, llegaron a un rellano, a un pasillo y a la puerta de la princesa. Los accesorios de la vivienda, pese a que sólo se vislumbraban con el errático desplazamiento de la lámpara, eran muy atractivos. El anciano estaba acostumbrado a verlos, pero Serpiente, quizás, estaría tomando nota. Claro que, como había ocurrido con el tamaño e importancia de los portalones del parque, el joven ladrón podía haber previsto tanta elegancia. Y no había abandono, ni una mota de polvo, no se olía a decadencia o, más trivialmente, no se olía a tumba. Regularmente llegaban mujeres de la ciudad para limpiar, bajo las severas órdenes de Vasyelu Gorin. Incluso había flores en el salón en las ocasiones en las que la princesa bajaba. Que
eran muy escasas, en esa época. Cuán cansada había llegado a estar. No por la edad, sino aburrida de la vida. El anciano suspiró de nuevo, y llamó a la puerta de la princesa. La respuesta sonó en voz baja. Vasyelu Gorin vio, por el rabillo del ojo, la reacción del joven: sus orejas casi se levantaron, como las de un gato. —Espera aquí —dijo Vasyelu, y entró en la habitación. Cerró la puerta y dejó al joven en la oscuridad. Las ventanas, muy brillantes desde el exterior, eran negras por dentro. Las velas ardían, rojas y blancas cual claveles reventones. La Vampira se hallaba sentada ante su pequeño clavicordio. Seguramente había estado tocándolo, su canto tan silencioso que raramente era audible al otro lado de la puerta. Hacía mucho tiempo, sin embargo, Vassu lo habría oído. Hacía mucho tiempo… —Princesa —dijo—, he venido con alguien. No estaba seguro de qué haría, o diría ella, enfrentada a la realidad. Incluso podía protestar, encolerizarse, pese a que él no la había visto enojada con frecuencia. Pero en ese momento Vassu comprendió que ella había supuesto, de forma tangible, que él no regresaría solo, y se había preparado. En cuanto la princesa se levantó, Vassu contempló el vestido de satén rojo, el enjoyado crucifijo de plata que llevaba al cuello, el plateado goteo de sus orejas. En las manos menudas, los grandes anillos agitaban sus colores oscuros. El cabello de la princesa, que jamás había perdido su negrura, se reducía a la altura de los hombros y fluctuaba a la moda de tan sólo hacía veinte años, encuadrando los famélicos huesos de su rostro en una salvaje lozanía. La Vampira estaba espléndida. Delgada, entrada en años, perdida ya la belleza, el corazón apagado, y no obstante… espléndida, prodigiosa. Vasyelu la miró fija y humildemente, a punto de llorar porque, durante la mitad de la mitad de un momento, había dudado. —Sí —dijo ella. Le ofreció una fugacísima sonrisa, como una rápida caricia—. En ese caso lo recibiré, Vassu.
Serpiente estaba sentado en el pasillo con las piernas cruzadas, a corta distancia. Había descubierto, en la oscuridad, un fino jarrón chino de la gama de colores yang ts’ai, y lo tenía entre sus manos, con el mentón apoyado en el borde. —¿Tendré que romper esto? —preguntó. Vasyelu hizo caso omiso de la observación. Señaló la puerta abierta. —Ya puedes pasar. —¿Puedo? Estás excitándome mucho. Serpiente se puso en pie ágilmente. Todavía con el jarrón en la mano, entró en los aposentos de la Vampira. El anciano lo siguió y situó su cuerpo, vestido de negro, igual que una sombra, junto a la puerta, que en esta ocasión dejó abierta de par en par. Vasyelu contempló a Serpiente. Tras dar un ligero rodeo, quizá de forma inconsciente, el ladrón había recorrido una tercera parte del largo de la sala en dirección a la mujer. Observando desde la oscuridad, Vasyelu Gorin pudo ver los movimientos de los tensos músculos a lo largo de la columna vertebral, como los de un animal que se apresta a saltar, o a huir. Sin embargo, no verle la cara, los ojos, era insatisfactorio. El anciano cambió de posición, se deslizó como una sombra por el borde de la habitación hasta obtener un punto de observación más favorable. —Buenas noches —dijo la Vampira a Serpiente—. ¿Te importaría dejar el jarrón? O, si lo prefieres, destrózalo. La indecisión puede ser embarazosa. —Es posible que prefiera quedarme con él. —Oh, pues hazlo, por supuesto. Pero te sugiero que permitas a Vasyelu envolverlo, antes de irte. O alguien podría robártelo en la calle. Serpiente se volvió, grácilmente, como un bailarín, y dejó el jarrón en una mesita. Tras mirar de nuevo a la princesa, sonrió. —Hay muchas cosas valiosas aquí. ¿Cuáles me llevaré? ¿Qué me dice la cruz de plata que lleva puesta? La Vampira sonrió también.
—Una joya heredada. Le tengo bastante cariño. No te recomiendo que intentes llevarte esto. Los ojos de Serpiente se abrieron más. Su aspecto era de ingenuidad, de sorpresa. —Pero pensaba que, si hago lo que usted me pide, si la hago feliz… podría quedarme con lo que me apeteciera. ¿No fue ése el trato? —¿Y cómo te propones hacerme feliz? Serpiente se acercó más a ella, merodeó a su alrededor, con gran lentitud. Disgustado, fascinado, el anciano observó al ladrón. Serpiente se situó detrás de la Vampira, se apretó contra ella, su aliento agitó los filamentos del cabello femenino. Pasó la mano izquierda por el hombro de la mujer, la deslizó desde el satén rojo hasta la seca y descolorida piel de su cuello. Vasyelu recordó el tacto de aquella mano, eléctrica y muy sensible, los dedos de un artista o un cirujano. La Vampira no se alteró ni por un momento. —No. No me harás feliz, hijo mío —dijo. —Oh —le dijo Serpiente al oído—. No puede estar tan segura. Si le apetece, si le apetece de verdad, dejaré que me chupe la sangre. La Vampira se echó a reír. Fue aterrador. Algo dormido pero intensamente potente pareció cobrar vida en su interior mientras se reía, igual que la llama de una brasa. El sonido, la pasmosa vida, alejó de ella al estremecido joven. Y durante un momento el anciano vio miedo en los ojos amarillos de leopardo, un miedo tan inherente al ser de Serpiente como producir miedo era inherente al ser de la Vampira. Y la mujer, todavía despidiendo la llama de su poder, miró a Serpiente. —¿Qué piensas que soy? —preguntó—. ¿Una bruja senil ansiosa de frotar su escamosa carne contra tu tersura? ¿Una bruja a la que tú, por no tener cordura ni remilgos, corromperás con los fantasmas, con las sobras del placer, y la matarás luego para arrancarle las joyas de sus dedos con tus dientes? ¿O acaso soy una bruja pervertida, deseosa de succionar tu juventud con tus jugos? ¿Soy eso? Vamos. Su fuego menguó, crepitó y apagó la diversión, apagó todo lo que ella mantenía reprimido. Su voz se convirtió en una larga, larguísima aguja que
espetó en la pared opuesta las palabras. —Vamos. ¿Cómo puedo ser tan malévola y llevar el crucifijo en mi pecho? Mi viejo, arrugado, caído y vacío pecho. Vamos. ¿Qué es un nombre, al fin y al cabo? Conforme el alfiler de su voz iba llegando al joven, éste se alejó de la pared. Por un instante hubo muestras de pánico en Serpiente. Estaba acostumbrado a las características del mundo. Los viejos que se arrastraban por lluviosos callejones eran incapaces de asestar potentes golpes con férreas manos. Las mujeres eran mariposillas que ardían, pero no quemaban, caracteres oropelados y suplicantes, no cuchillas de afeitar. Serpiente se estremeció de pies a cabeza. Y luego su pánico se esfumó. Por instinto, dedujo algo del efluvio de la misma habitación. Con la vida que él llevaba, había acabado confiando casi siempre en sus instintos. Se deslizó de nuevo hacia la mujer, no muy cerca esta vez, no más cerca de dos metros. —Su criado, ése —dijo—, me llevó a un restaurante de lujo. Me emborrachó. Cuando estoy bebido digo cosas que no debería decir. ¿Comprende? Soy un palurdo. No debería estar aquí, en esta casa tan bonita que tiene. No sé qué decir a personas como usted. A una dama. ¿Comprende? Pero no tengo dinero. Nada. Pregúntele. Se lo expliqué todo. Haré cualquier cosa por dinero. Y mi forma de hablar. A algunos tipos les gusta. ¿Comprende? Así parezco peligroso. A la gente le gusta eso. Pero sólo es una comedia. Mientras adulaba a la mujer, mientras dirigía hacia ella la infundada gloria de sus ojos, Serpiente había retrocedido, se encontraba casi en la puerta. La Vampira no hizo movimiento alguno. Cual maravillosa estatua de cera, ella dominaba la habitación, roja, blanca y negra, y el anciano era una simple sombra en un rincón. Serpiente se volvió bruscamente y salió corriendo. En la ciega oscuridad, recorrió el pasillo casi sin pisarlo, saltó hacia la escalera, tocó, saltó, tocó, llegó a la parte despejada de la casa. El centelleo de las estrellas permitía ver el vidrio de color de la puerta. Cuando ésta se abrió de par en
par, Serpiente sabía perfectamente que le habían dejado escapar. Después, la puerta se cerró bruscamente a su espalda y él pasó precipitadamente bajo el marfil y por los escalones exteriores, y cruzó la breve pradera de altos y mojados árboles. Hasta ese momento, de modo infalible, el instinto le había guiado. Curiosamente, cuando cruzó los portalones hacia el camino desierto y echó a correr en dirección al núcleo de la ciudad, el instinto no le decía que estaba libre.
—¿Recuerdas que te interesaste desde el principio por el crucifijo? — preguntó la Vampira. —Lo recuerdo, princesa. Me pareció extraño, entonces. Naturalmente, no lo comprendía. —Y tú… —dijo ella—. ¿Qué pasará después de…? —Hizo una pausa, y agregó—: Después de que me dejes. Vasyelu se alegró de que su muerte causara momentáneo dolor a la Vampira. No pudo evitarlo, en ese momento. Había visto el fuego reavivarse en ella, centellear y arder en su interior como no había hecho desde hacía medio siglo, encendido por la presencia del ladrón, el gigoló, el parásito. —Él es joven y fuerte —dijo el anciano—, y puede cavar una fosa para mí. —¿Y ninguna ceremonia? La princesa había pasado por alto el mal humor de Vassu, por supuesto, y el tacto que demostró avergonzó al anciano. —Estar inmóvil será suficiente —dijo él—. Pero gracias, princesa, por tu preocupación. Supongo que eso no tendrá importancia. O no hay nada, o hay algo tan distinto que me asombrará. —Ah, amigo mío. De modo que no te imaginas condenado. —No —dijo él—. No, no. —Y de pronto hubo pasión en su voz, un último fuego que ofrecer a la mujer—. En la vida que tú me diste, yo estuve bendito.
La Vampira cerró los ojos, y Vasyelu Gorin presintió que la había herido con su amor. Y se alegró de ello, ya no como un hombre quisquilloso, sino a la manera de un amante.
El día siguiente, poco antes de las tres de la tarde, Serpiente regresó. Se había levantado viento, y parecía haber empujado al ladrón hasta la puerta con un montón de presurosas hojas muertas. Llevaba el cabello revuelto, y brillante, y las bofetadas del viento habían dado ridícula frescura a su rostro. Pero sus ojos estaban abatidos, cercados, apagados. Los ojos demostraban, como ningún otro de sus rasgos, que había pasado la noche, la madrugada, enzarzado en un segundo método comercial. Podrían haber corrido gruesas cortinas y apagado las luces, pero eso no le habría servido de ayuda. Los sentidos de Serpiente eran doblemente agudos en la oscuridad, y él veía a oscuras, igual que un lince. —¿Sí? —dijo el anciano, mirándolo inexpresivamente, como si fuera un vendedor. —Sí —dijo Serpiente, y entró con el viejo en la casa. Vasyelu no se lo impidió. Naturalmente que no. Dejó que el joven, con todo el brillo que le había producido el viento y sus lastimosos ojos de libertino, avanzara hacia las puertas del salón y se introdujera allí. Vasyelu fue tras él. Las persianas, de un sombrío color ebúrneo, estaban bajadas y las lámparas encendidas. En una lustrosa mesa las flores brotaban como espuma de un jarrón de jade. Había una segunda puerta que daba acceso a la pequeña biblioteca, y el tenue fulgor de las lámparas tremolaba del suelo al techo, sobre lomos con doradas capas, con un torrente de estáticos e inapreciables libros. Serpiente entró, paseó por la biblioteca, y salió. —No he cogido nada. —¿Ni siquiera sabes leer? —espetó Vasyelu Gorin, mientras recordaba los tiempos en los que él, quinto hijo de un leñador, un zoquete y un borrachín, era incapaz de abrirse paso bebiendo o durmiendo en una vida
carente de ventanas o vistas, una mera negrura de error y no reconocido aburrimiento. Hacía mucho tiempo. En aquel pueblo que era un remiendo bajo los árboles. Y el castillo con sus luces rutilantes, los carruajes en el camino, brillantes, los oscuros árboles a ambos lados. Y recordó haber inclinado la cabeza como respuesta a una pregunta, y extraído una caja plateada de dulces de un bolsillo con la misma facilidad con que había sacado una moneda el día anterior… Serpiente se sentó y se recostó cómodamente en el sillón. No estaba cómodo, y el anciano lo sabía. ¿Qué estaría pensando? Que había dinero allí, excentricidad con la que cebarse. Que podía cautivar a la mujer, a la vieja, como fuera. Siempre era posible inventar excusas para uno mismo. Cuando la Vampira entró en el salón, Serpiente, experto, un gigoló, se puso en pie. Y a la Vampira le divirtió el gesto, levemente en esta ocasión. Vestía una túnica blanca como un hueso que le habían enviado de París el año anterior. Jamás se la había puesto hasta entonces. Sujeta al cuello se veía una aterciopelada rosa negra con una gota de rocío que temblaba en el solitario pétalo: una perla procedente de las joyas reales de un zar. El tacto de la Vampira, su inigualable tacto. Naturalmente, estaba diciendo la perla, éste es el motivo de que hayas vuelto. Naturalmente. No hay nada que temer. Vasyelu Gorin los dejó solos. Regresó más tarde con garrafas y vasos. La cena fría había sido preparada por personas de la ciudad que se encargaban de tales menesteres, paté, langosta y pollo, trozos de limón cortados igual que flores, trozos de naranja como soles, tomates que eran anémonas, y océanos de verde lechuga, y frío y rutilante hielo. Vasyelu decantó los vinos. Dispuso las cucharillas de plata para el café, cajas con distintos cigarrillos. La noche invernal se había cerrado ya sobre la casa y una mariposilla, excitada por las habitaciones brillantemente iluminadas, volaba entre las velas y las frutas multicolores. El anciano la capturó con una copa de vidrio, se la llevó y la soltó en la oscuridad. Durante cien años y más, jamás había matado un ser vivo.
De vez en cuando los oyó reír. La risa del joven era al principio demasiado elocuente, demasiado hermosa, demasiado irreal. Pero luego se hizo ronca, estrepitosa. Se hizo genuina. El viento soplaba sin compasión. Vasyelu Gorin imaginó la frágil mariposilla batiendo las alas contra las inmensas alas del viento, cayendo agotada al suelo. Qué agradable sería el reposo. En la última media hora antes del alba, la Vampira salió quedamente del salón y subió la escalera. El anciano sabía que ella le había visto aguardando en las sombras. Que ella ni le mirara ni le llamara era su esfuerzo por ahorrarle la visión del repentino resplandor que la cubría, su lustre directo y despiadado. Y de este modo el anciano lo vio indirectamente, nada más que eso. Vio la erguida silueta que ascendía, delgada y límpida como la de una niña. Sus ojos eran juveniles, reflejaban un reencuentro primordial, una novedad total. En el salón, Serpiente dormía bajo su chaqueta en el alargado sofá blanco, con los cojines bordados bajo su mejilla. ¿Examinaría atentamente su cuello, al despertar, en un espejo? El anciano observó el sueño del joven. La princesa le había enseñado a hablar cinco idiomas y a leer otros tres. Le había permitido descubrir la música, el arte, la historia y las estrellas. La profundidad, la compasión. Vasyelu Gorin había encontrado el cerrado sepulcro de la vida abierto en todas direcciones a increíbles, inexpresables panoramas. Y sin embargo… Y sin embargo… El trayecto debía tener un final. Consumido por el éxtasis y la experiencia, demasiado cansado ya para reír con alegría. Reposar era todo. Estar inmóvil. Sólo ella podía continuar, porque sólo ella era capaz de renacer eternamente. Para Vasyelu, una vez era suficiente. Dejó durmiendo al joven. Cinco horas más tarde, Serpiente se marchó silenciosamente. Cogió todos los cigarrillos, pero nada más.
Serpiente vendió los cigarrillos con rapidez. En una de las cafeterías que frecuentaba, se reunió con ciertas personas que, percibiendo algún cambio en la fortuna del joven, lo incitaron a vanagloriarse. Serpiente no accedió,
permaneció irritablemente reservado, vago. Era otro patrón. Un viejo encantado de hacerle regalos. ¿Dónde vivía el viejo? Oh, en un piso elegante, en la parte norte de la ciudad. Parte del día, Serpiente paseó. Cazador como era, desconfiaba de la despejada estepa que era la luz diurna. Había escasos refugios, y por lo mismo abundantes refugios para los seres que él acechaba. Por la tarde, se sentó en los jardines de un museo. Los estudiantes iban y venían, seriamente solos o en alborotadores grupos. Serpiente los observó. Apenas eran más jóvenes que él, y sin embargo formaban otra especie. De vez en cuando, una chica, tras sorprender su mirada, le sonreía o trataba de demorarse, para interesarle. Serpiente no respondió. Con el económico desprecio de lo que había llegado a ser, desechaba esa clase de encuentros sexuales. La seducción, la juventud de aquellas chicas era un bien sin valor en otros aspectos. Ellas no iban a pagarle. Pero Serpiente no despreciaba a la vieja. ¿Cuántos años debía de tener? Sesenta, quizá… No, muchos más. Noventa era más probable. Y sin embargo, su cara, su cuello y sus manos eran curiosamente tersas, sin arrugas. En ocasiones, ella aparentaba solamente cincuenta años. Y el cabello teñido, que debería darle un aspecto de mujer pintarrajeada, realzaba la ilusión de una mujer joven. Sí, ella le fascinaba. Seguramente debía de haber sido actriz. Extranjera, teatral…, rica. Si estaba dispuesta a mantenerle, juzgándole erróneamente su gatito, él se prestaría gustoso al juego, algún tiempo. Le robaría en cuanto ella empezara a hartarse y él decidiera desaparecer. No obstante, cierto rasgo en la sencillez de estos pensamientos inquietaba a Serpiente. La primera vez huyó, y ahora estaba inseguro del motivo. No por el nombre vampiresco, ciertamente, un nombre de teatro, Draculas, ¿qué otra cosa podía ser? Por otra cosa…, cierta conciencia de destino, para cuya idea su vocabulario carecía de término, y de explicación. Impulsado a huir, impulsado a regresar después, puesto que era una tontería no hacerlo. Y ella sabía tratarle bien. Con gracia, con elegancia. Ella se mostraría honorable, porque los de su clase siempre eran así.
Acostumbrados a gastar dinero por capricho, tampoco se resistían a comprar personas. Jamás habían olvidado la carne, además, tenían un precio, puesto que sus raíces se hallaban firmemente trabadas en una época en la que habían existido esclavos. Pero… Pero él no iría allí esa noche, pensó. No. Era aconsejable que ella no pudiera confiar en él. Iría mañana, o pasado mañana, pero no esa noche. El rotante mundo se alejó del sol, pasó por un crepúsculo invernal, se sumió en la oscuridad. Serpiente se alegró de ver el fin de la luz, y de ver brotar falsa luz en los bloques de edificios, en las cafeterías. Salió al amplio pavimento de una calle, y se acercó un hombre y le cogió del brazo por la derecha mientras otro individuo empezaba a caminar junto a Serpiente por la izquierda. —Sí, es éste, el que se llama Serpiente. —¿Eres tú? —preguntó el hombre que caminaba junto a él. —Claro que sí —dijo el otro, apretando con más fuerza el brazo del ladrón—. ¿No nos dieron una descripción exacta? ¿No tiene el aspecto de la descripción? —Y está en el lugar preciso, además —convino el otro tipo, el que no agarraba a Serpiente—. En la zona precisa. Los hombres vestían prendas pulcras e inclasificables. Sus rostros eran cetrinos y risueños, y miraban con fijeza. Se trataba de un acto rutinario al que ambos estaban acostumbrados. Serpiente no los conocía, pero sí conocía el tacto, el acento, la risueña fijeza de sus máscaras. Estaba tenso. Pero dejó que la tensión se fundiera, para que los desconocidos vieran y notaran que había desaparecido. —¿Qué quieren? El hombre que le agarraba por el brazo se limitó a sonreír. —Simplemente ganarnos la vida —dijo el otro. —Haciendo ¿qué? La iluminada calle desapareció a ambos lados. Por delante, en la esquina, un solar donde una destrozada pared arremetía contra las sombras.
—Al parecer has molestado a alguien —dijo el hombre que solamente caminaba—. Los has molestado mucho. —He molestado a mucha gente —dijo Serpiente. —Estoy seguro de ello. Pero hay gente que no lo tolera. —¿Quiénes? Podría ir a verlos. —No. Ellos no quieren eso. No quieren que veas a nadie. La negra esquina se hallaba a pocos metros. —Podría arreglar las cosas. —No. Para eso precisamente nos han pagado a nosotros. —Pero si no sé… Y Serpiente se volvió hacia el hombre que le sujetaba el brazo y le hundió el puño en su blanda panza. El desconocido le soltó y cayó. Serpiente echó a correr. Cruzó el solar, entró en el brillante resplandor de la siguiente calle y casi estaba riendo cuando el cuchillo arrojado le alcanzó en la espalda. Las luces dieron vueltas. Algo duro y frío le golpeó el pecho, la cara. Serpiente se dio cuenta de que era el pavimento. Había un ruido apagado y confuso, un sonido que se acercaba y se alejaba, quizás un gentío congregándose. Alguien se puso encima de sus costillas, le extrajo el cuchillo y el dolor empezó. —¿Listo? —inquirió una voz sofocada por encima de su cuerpo: el hombre al que había golpeado en el estómago. —Misión cumplida. Sonó otra voz. Un coche se desvió hacia la acera y frenó roncamente. La puerta del vehículo se abrió y unas pisadas recorrieron el cemento. Detrás de él, Serpiente oyó que los dos hombres se alejaban rápidamente. Serpiente se dispuso a levantarse, y averiguó sorprendido que era incapaz de hacer tal cosa. —¿Qué ha pasado? —preguntó alguien, arriba, muy arriba. —No lo sé. —Mira, hay sangre —dijo una mujer en voz baja. Serpiente hizo caso omiso de la observación. Al cabo de unos segundos intentó levantarse de nuevo, y logró ponerse de rodillas. Le habían herido,
eso era todo. Notaba el dolor, pero ya no agudamente, confuso, como el ruido que escuchaba, acercándose y alejándose. Abrió los ojos. La luz había menguado, volvió en una gran oleada, se apagó de nuevo. Al parecer sólo había cinco o seis personas de pie alrededor de él. Cuando se levantó, las sombras más próximas retrocedieron. —No debería moverse —dijo alguien en tono apremiante. Una mano tocó el hombro de Serpiente, y se apartó al instante, igual que un insecto. La luz se hizo negra, y el ruido arremetió contra él como la marea, inundó sus oídos, lo dejó aturdido. Algo le sostenía, y Serpiente lo apartó de él… una pared… —Vamos, hijo —dijo un hombre. Las luces se encendieron otra vez, de tal forma que evocaban un cine. No tardaría en encontrarse bien. Se alejó de la pequeña muchedumbre, sin mirar las caras. Con respeto, con reverente temor, la gente dejó marchar al herido, y todos contemplaron el reguero de sangre que iba dejando en el pavimento.
El reloj francés sonó dulcemente en el salón. Eran las siete. Al otro lado de la ventana, el parque estaba negro. Había empezado a llover otra vez. El anciano había estado observando desde la ventana de la planta baja durante más de una hora. De vez en cuando se alejó inquietamente del vidrio, dio vueltas por la habitación, enderezó un cuadro, cogió un pétalo desechado por las flores moribundas. Luego volvió a la ventana, observó los árboles, la lluvia y la noche. Menos de un minuto después de las campanadas del reloj, un fragmento de la estática oscuridad se desprendió y comenzó a moverse, muy despacio, hacia la casa. Vasyelu Gorin se dirigió hacia el recibidor. Mientras andaba, miró la escalera. La lámpara del rellano estaba encendida, y la princesa se hallaba allí iluminada por los rayos de luz, con las manos colgando, elegantes, como si no pesaran, y la cabeza erguida.
—¿Princesa? —Sí, lo sé. Por favor, apresúrate, Vassu. Creo que apenas nos queda margen. El anciano abrió la puerta rápidamente. Bajó saltando los escalones con la misma ligereza que un muchacho de dieciocho años. La negra lluvia azotó su rostro, sugestiva de mil recuerdos, y Vasyelu se encontró corriendo por un huerto de Borgoña, por la ladera de una montaña en la Toscana, por la senda de un jardín silvestre cerca de la San Petersburgo que ya no era San Petersburgo, hasta que llegó hasta el cuerpo de un joven que yacía sobre las raíces de un árbol. El anciano se agachó, y un ojo se abrió pálidamente en la oscuridad y le miró. —Me dieron una cuchillada —dijo Serpiente—. Me he arrastrado hasta aquí. Vasyelu Gorin se agachó bajo la lluvia hacia la hierba de Francia, Italia y Rusia y alzó en brazos a Serpiente. El cuerpo se bamboleó, era muy pesado, no ayudó a Vasyelu. Pero no importaba. Qué fuerte era él, podía maravillarse de eso, estaba en pie, soportando en su pecho el peso del joven, y tras dar media vuelta echó a correr hacia la casa. —No sé —murmuró Serpiente—, no sé quién los envió. Cuánto me gustaría… ¿Es grave? No pensaba que fuera tan grave. El marfil flotó sobre el rostro de Serpiente y éste cerró los ojos. Cuando Vasyelu entró en el recibidor, la Vampira se hallaba ya en el escalón más bajo. Vasyelu se acercó con el moribundo, y lo dejó a los pies de la princesa. Luego se dispuso a marcharse. —Aguarda —dijo ella. —No, princesa. Se trata de un asunto íntimo. Entre vosotros dos, como en otro tiempo lo fue entre nosotros dos. No quiero verlo, princesa. No quiero ver lo mismo con otro. Ella le miró un momento, igual que una niña, lamentando haberle molestado, reacia a ceder. Después asintió. —Vete pues, querido mío.
Vasyelu se alejó al instante. Y no vio a la princesa cuando ésta acabó de bajar el escalón y se arrodilló junto a Serpiente en la alfombra turca cubierta de sangre desde hacía poco. Sí, Vasyelu creyó oír el susurro del vestido, cual fino papel de seda, el murmullo de la minúscula daga al abrirle la carne y finalmente el prolongado y mudo suspiro. Vasyelu fue a la parte baja de la casa, llegó a la limpia y frígida cocina moderna llena de electricidad. Se sentó allí, y recordó el bosque próximo a la ciudad, las antorchas de los vociferantes aristócratas que iban en su busca por el robo de la caja de dulces, los golpes cuando lo cogieron. Recordó, como algo que vuelve a la memoria, sin dolor y sin opresión, qué se sentía al empezar a morir de esa forma, la confusa cólera, el ir y venir de objetos tangibles, largas pulsaciones de existencia que alternaban con profundos valles de inexistencia. Y luego aquel agónico e increíble arrastrarse, con los dedos en la misma tierra, impulsándose, las piernas capaces a veces de ayudarle, otras veces fallándole, cual pasajeros que hay que arrastrar con el resto. En el cementerio, al borde de la finca, Vasyelu dejó de moverse. No podía continuar. El suelo era frío, y las blancas tumbas, curiosa vegetación petrificada sobre su cabeza, parecían succionar el negro cielo, de tal modo que ellas se oscurecían y el cielo palidecía. Pero conforme el cielo iba quedándose sin sangre, el sabor anticipado del día iba poseyéndolo. En menos de una hora saldría el sol. Vasyelu había oído hablar de ella, y sabía que acabaría siendo su siervo. Lo había sabido, tanto en su caso como en el del joven llamado Serpiente, gracias a un presagio de muerte violenta. Durante todo aquel día, mientras buscaba en la ciudad, nadie había tenido ese estigma, esa marca. Hasta que, en el callejón, la cálida mano le agarró por el cuello, hasta que escrutó aquellos ojos leopardinos. En aquel momento Vasyelu vio la marca, olió su aroma como si fuera hueso socarrado. El anciano no tenía que preguntar (ni asombrarse de ello) cómo Serpiente, disminuido por una herida mortal, desangrándose y apenas consciente, había podido recorrer tanta distancia, arrastrándose por largas calles duras como uñas, por los jardines musgosos de los ricos, a través de
los colosales portalones, por la empapada pradera teñida de noche, tanta distancia y agonizante. También él había hecho lo mismo, hacía más de dos siglos. Y allí le había encontrado ella, entre las altas y blancas tumbas. En cuanto los focos de sus ojos se ajustaron de nuevo, alzó la cabeza y la vio, la criatura más hermosa sobre la que se había posado su mirada. Ella le había dado su sangre. Vasyelu había bebido la sangre de Darejan Draculas, una princesa, una vampira. Un elixir extraordinario que le había salvado. Todas las heridas sanaron. La muerte se desprendió de él cual piel desgarrada y todo lo que él había sido (carroñero, ladrón, camorrista, borracho y, por determinado número de monedas, ramera), todo ello se desmoronó. Tras levantarse, Vasyelu había pisado todo ello, lo había dejado atrás. Se había acercado y arrodillado ante ella, del mismo modo que ella, pocos minutos antes, se había arrodillado ante él para abrigarle, para darle la vida de sus plateadas venas. Y esto, todo esto, iba a ser para el otro. Ni siquiera la sangre de la princesa, al parecer, confería inmortalidad, sólo longevidad, próxima a su fin para Vasyelu Gorin. Y de este modo, muchas, muchísimas noches a partir de entonces, también el otro acabaría llegando al mismo vacío. También Serpiente recordaría el momento de su despertar, sabría que otro iba a soportar la pasmosa emoción, y todo ello se repetiría después. Por fin, con cierta sensación de culpa, el anciano salió de la higiénica cocina y volvió al resplandor del piso superior para situarse furtivamente en las sombras del borde de la luz. Sabía que ella percibiría su presencia, que no iba a molestarse por ello… ¿Acaso no había estado dispuesta a que él se quedara? Todo estaba hecho. El vestido de la Vampira yacía cual rosa abierta, el joven apoyado en ella, con los ojos muy abiertos, contemplando a la mujer. Y ella sería la criatura más hermosa que jamás había visto. Alrededor de él, invisibles, las desprendidas pieles de su vida, pellejos que él pisaría despreocupadamente. ¿Y ella? La cabeza de la Vampira se inclinó hacia Serpiente. El oscuro cabello cayó blandamente. Su cara, empolvada por el brillo de la lámpara, era
joven, rebosaba de vitalidad, serena vivacidad, encanto. Todo había vuelto a ella. Había renacido. Quizá fuera sólo una ilusión. El anciano agachó la cabeza, en las sombras. La envidia, la pesadumbre habían desaparecido. Finalmente, su vida con la princesa se había convertido en otra piel que debía desprenderse. Iba a disfrutar la paz que ella quizá no tendría nunca, y se alegraba de ello. El joven serviría a la Vampira, y ella sería cazadora una vez más, y bailarina, un brillante fantasma que se deslizaría por el salón de baile de la ciudad, de esa ciudad y de otras, y de todos los mundos intermedios de tierra y espíritu. Vasyelu Gorin se agitó en la plataforma de su existencia. Iba a marcharse ahora, o muy pronto. Ya escuchaba el murmullo del tren que se aproximaba. Sería muy sencillo, esta vez, totalmente al contrario que la otra. Partiría deseosamente, con todo hecho, en orden. Sabiendo que ella estaba segura. Incluso había tenue color en las mejillas de la princesa, lozanía. O quizá fuera tan sólo una travesura de la lámpara. El anciano aguardó a que ambos estuvieran de pie y se alejaran tranquilamente hacia el salón antes de salir de las sombras para subir la escalera. Y escuchó el silencio, el silencio de la pareja, el silencio de los nuevos amantes. Al pie de la escalera, más allá de la lámpara, la oscuridad era apacible, suave como el cabello de la Vampira. Vasyelu se adentró en la negrura sin temor, tiernamente. Cuánto la había amado.
Pordioseros STEVE RASNIC TEM
Cualquier hombre, cualquier mujer posee una ambición, por más modesta, por más enterrada que esté. Todos experimentamos una reacción instintiva al ver un mendigo en la calle, un borrachín que duerme en un portal, un menesteroso que cojea bajo la lluvia: o nos repugna tal despojo de humanidad, damos la vuelta avergonzados, nos sangra un poco el corazón, o bien no nos importa un pito. Pero lo que todos parecemos olvidar es que esos hombres y mujeres tuvieron ambiciones igual que nosotros, y ocurrió algo que las mató. Simplemente decir «Esto no puede sucederme a mí» no altera el hecho de que sí puede sucedernos. Steve Rasnic Tem es un poeta, escritor de cuentos y editor de Colorado. Infinidad de sus relatos han sido publicados en los Estados Unidos y otros países; su distintivo es la iluminación de temores que no admitimos siquiera reconocer.
Siempre parecían saber dónde estaba, los pordioseros. Siempre parecían saber dónde debían buscar. Entraba en una tienda para comprar cigarrillos o cerveza, y al salir había varios reunidos, aguardándole. Ojos descoloridos y oscura barba cerdosa, cuellos y puños raídos. Manos siempre extendidas, ese aspecto de hambre en el semblante. Al parecer estaban convencidos de que él iba a darles algo; confiaban en él. Desechaban posibilidades mucho más seguras para caer sobre él. Era como si tuvieran una red, como si difundieran la noticia de que él, el pelirrojo, era el hombre al que pedir. Y sin embargo, él jamás les daba nada. Se mostraba muy educado, nunca rudo, pero a pesar de ello nunca metía la mano en el bolsillo para satisfacerlos, jamás les daba dinero ni se ofrecía a comprarles comida. Pasaba junto a ellos, manteniendo la cabeza tímidamente erecta. No iban a intimidarle, no tenían ningún derecho a intimidarle. Y de todos modos ellos continuaban abordándole: individualmente, de dos en dos, incluso en grupitos. Vivía en una vieja zona de Denver, una extraña mezcla de urbanizaciones, casas antiguas, edificios abandonados y solares vacíos. Las galerías comerciales del vecindario se hallaban entre las más antiguas de la ciudad, con uno de cada dos comercios cerrados o alquilados como almacenes. Las tiendas parecían nacer y morir, pocas duraban más de un par de meses. Los letreros que anunciaban «Próxima apertura de este local» estaban en evidencia notable, y muchas veces los quitaban, a menudo antes
de que el vecindario estuviera informado de la naturaleza del nuevo negocio. Jirones de carteles colocados encima de otros carteles constituían irregulares murales en casi la mitad de los edificios. Arrancados con sólo un éxito parcial, las sucesivas capas se mezclaban y curtían a la intemperie hasta formar disposiciones de color similares a las láminas de test de Rorschach. Él jamás había visto tantos carteles y anuncios. ¿De dónde habían salido? Nunca había visto personas pegándolos. Propaganda de circo y de campañas, carteles de apoyo al Partido Obrero Socialista, anuncios de reuniones comunitarias, fiestas, ventas de coches con un año de rodaje. Siempre pidiéndote que participaras, que te comprometieras en algo. Sugerían excesiva actividad, pero él sabía que había escaso movimiento desde hacía tiempo. Tiendas abandonadas, casas con puertas entabladas, solares llenos de maleza (¿no existía alguna ordenanza que regulara esa clase de cosas?), estructuras que se derrumbaban peligrosamente sobre las calles, callejones repletos de basura… Cuando se pensaba en ello la sensación de abandono era casi abrumadora. Igual que una ciudad en tiempo de guerra, o una pesadilla del mundo tras un ataque nuclear. Poquísimas personas en las calles, en especial en esa época del año. Demasiado desagradable. ¿Y de dónde salía tanta basura, y los granos de arena impulsados por el viento que herían los ojos? A veces él tenía la fantasía de que todo se fabricaba fuera de la ciudad y lo traían en camiones o lo soltaban desde aviones. El número de pordioseros en la zona aumentaba, conforme descendía el nivel aparente de riqueza. Él no lo entendía. Tenía muchas teorías. Quizá la policía los había sacado de otros barrios, quizá fueran residentes de hoteles de la localidad con los gastos pagados por la Seguridad Social…, no deseosos de limosnas en forma de ropa o comida ni siquiera para establecer relaciones. Tal vez formaban un club. Él los observaba atento a ocultos estrechamientos de manos y miradas significativas. Al parecer estaban muy bien organizados. Era imposible que se tratara de una casualidad.
Había cambiado de empleo dos veces en el último año. Permanecer demasiado tiempo en una misma oficina le había incomodado siempre. Ambos empresarios reaccionaron con sorpresa; insistieron en discutir personalmente cualquier problema que pudiera tener él, dijeron que era un hombre valioso, que no podían prescindir de él. Su insistencia le puso nervioso, y en ambos casos dejó vacío su escritorio al momento, prescindiendo del aviso con dos semanas de antelación. No veía a su esposa y a sus dos hijos desde hacía más de tres años. Lo último que sabía de ellos era que se habían trasladado a Chicago. Eso le hacía sentirse triste, pero no lo bastante para escribir, no lo bastante para ponerse en contacto. Sabía que era su obligación, pero no hacía el esfuerzo. Su actitud le irritaba. Sabía cuán frío, cuán inhumano debía de parecer a otras personas. Pero su carácter le impedía estar atado a una esposa y a unos hijos. Era algo… erróneo, para él. Como si incurriera en un atentado a la moral. Ésa era su acentuada impresión. Salió de la tienda de comestibles con bolsas bajo ambas axilas. No necesitaba tanta comida, en realidad, y no sabía con exactitud por qué había sido tan extravagante, aunque a veces, desde que abandonó a su familia, experimentaba la alocada urgencia de comprar, de consumir, de ver pudrirse los comestibles hasta que tenía que tirarlos a la basura porque el mal olor era intolerable. Hacer eso liberaba algo en su interior, era un acto relajante. Estaban aguardándole, un grupo de cinco o seis pordioseros. No podía llegar al coche sin pasar entre ellos. No tenían derecho. No tenían… No se movieron. Él fue acercándose y acercándose al grupito, y sin embargo no se apartaron. El más alto volvió ligeramente la cabeza, abrió la boca y exhaló en plena cara del transeúnte su respiración prolongada, lenta y rancia. Un olor a caducos apetitos, cosas que agonizaban en la caverna de la boca. Él se desvió, y dos viejas alzaron inmundas manos, con sucias rayas de grasa… ¿O quizás era sangre, con una costra de suciedad encima para curar las heridas? Tuvo lugar una danza lenta y sórdida mientras los pordioseros se movían suavemente al compás de los movimientos de su objetivo, siguiéndolo al parecer con sus pensamientos, sus olores, su inmundicia…, hasta con las perezosas células de sus cuerpos.
Él no pudo soportar la simple idea de que aquellas prendas mugrientas y andrajosas le rozaran…, aquellos dedos torturados y tiznados… Y los ojos… Era insufrible verlos. Los párpados tan oscuros y grasientos… Los ojos parecían haberse perdido. Pasó entre ellos y, de modo increíble, los pordioseros no le tocaron. Se escabulleron igual que aceite. Oscuros y silenciosos. Jamás habría podido quitar esa mancha si le hubieran tocado. Le siguieron hasta el coche, siempre a dos pasos de distancia. Él entró, arrancó, y los habría atropellado si no se hubieran apartado repentinamente como una negra y manchada cortina. Mientras se dirigía a casa pensó de pronto que había recordado a sus padres. Las caras se habían deslizado en su ensueño, simplemente como otras caras de la muchedumbre, y luego se habían adelantado. ¿Desde cuándo no pensaba en sus padres? No logró recordarlo. Por un momento no consiguió recordar qué había pensado de sus padres, y aunque ese lapsus le ocurría siempre, le resultaba desconcertante. Sabía que era algo importante. Luego, sobresaltado, comprendió que se había esforzado en recordar el día que murieron sus padres, y el funeral subsiguiente. ¿Qué había hecho él? No lo recordaba. Ni siquiera se acordaba de los fallecimientos… Se habían producido, estaba seguro de ello… Pero de pronto era incapaz de recordar un solo detalle. ¿Dónde, cuándo?… Todo era confuso. Era francamente notable la forma de actuar de los pordioseros. Todos parecían tener asignada una esquina concreta, pero todos estaban preparados para moverse, para reagruparse cuando era preciso. Siempre había varios en cualquier rincón del barrio: delante de un cine, en la escalera de la biblioteca, sentados junto a los árboles delante de la sucursal bancaria, reunidos en el aparcamiento de la compañía de seguros donde él trabajaba. Y siempre había una mezcla de rostros conocidos y nuevos. Debían de tener jefes de cuadrilla, pensaba él. Había reparado en detalles concretos. Muchas caras que aparecían en la sucursal de su banco estaban también en la tienda de comestibles, pero ninguno de esos pordioseros acudía ante la biblioteca.
En la biblioteca le vieron cuando fue a devolver libros que tenía desde hacía muchísimo tiempo. En la tienda de comestibles le sorprendieron de nuevo gastando en exceso, comprando más comida de la que necesitaba. En el cine adquirió una entrada para ver una película pornográfica bajo la atenta mirada de los pordioseros. En la lavandería automática lavó camisas que precisaban un lavado desde hacía tiempo, y ellos estaban más allá de su hombro izquierdo, al otro lado del ventanal, haraganeando en la acera. Podía haber hecho las compras fuera del barrio, pero no quería hacer eso. No por lealtad al comercio local, sino por interés en observar cómo iban las cosas en el barrio, cómo ocurrían las cosas. Observar la vida del vecindario había llegado a ser una especie de afición para él. Contemplaba el curso cuesta abajo, estudiaba la decadencia. Podía afirmarse que llevaba la contabilidad de todos los edificios que veía, día a día. Veía si faltaban más baldosas, si había más desconchaduras en la pintura, más grietas en la madera. Sabía dónde estaban todas las ventanas rotas, y cuándo aparecía una nueva. Reparaba en la mercancía que salía de los estantes y observaba que no se reponía. Contemplaba el crecimiento de la hierba alrededor de los edificios y en los solares. Un sábado dio un paseo en coche alrededor del lago. Había más pordioseros que nunca, cientos de pordioseros, mezclados con el acostumbrado gentío que visitaba el lago los sábados. Holgazaneaban, merendaban, incluso jugaban a baloncesto. Casi una convención de pordioseros. Había más que los que él imaginaba, y se preguntó si quizá habría otros que estaban emigrando hacia allí, hacia su barrio, desde otras zonas de la ciudad. ¿O todo se debía simplemente a que estaba muriendo gran cantidad de vecinos, porque sus vidas decaían del mismo modo que el barrio? Creyó ver a sus padres entre la muchedumbre, tomando el sol con harapientos y sucios atuendos junto a los demás pordioseros, y pasó un rato dando vueltas por aquella zona, pero no estaba seguro, y no volvió a verlos. De vuelta a casa ese día pensó que en realidad no sabía si sus padres estaban vivos o muertos. No lo recordaba.
Ya en su vivienda se sentó un rato en el porche delantero. Se dio cuenta de que últimamente había prestado poca atención a las casas cercanas. La casa situada al otro lado de la calle tenía entabladas puertas y ventanas, y la cizaña cubría la acera, los cuadros de flores, un triciclo casi enteramente. La casa ubicada al norte de la suya tenía las persianas bajadas, varias ventanas rotas y el correo de algunas semanas se desparramaba junto al buzón. A ambos lados de la calle había viviendas descoloridas, caminos de acceso vacíos, algunos coches abandonados, con el metal oxidado, los faros destrozados, los parabrisas con grietas repletas de telarañas. Desechos y hojas cubrían las bajas aceras. Se preguntó si era posible. Si él era la última persona que residía en aquella manzana. No logró dormir esa noche. En cuanto oscureció entró en la casa y se sentó en el sofá, y puso muy fuerte la radio para llenar el vacío. Tenía cosas que hacer, lo sabía, pero no conseguía recordarlas. No recordaba los nombres de sus desaparecidos vecinos. No recordaba qué programa había en la televisión esa noche. No recordaba si había llegado correo. No recordaba si había comido. Repitió su nombre una y otra vez, en silencio, moviendo ligeramente los labios. Eso le hizo sentirse mejor. Al mirar por la ventana creyó ver las andrajosas sombras en el porche, visitándole de paso, con el color de los ojos sólo un poco más claro que la manchada ropa. Variados tonos de gris. Pero quizás fuera por efecto de la iluminación. Él no podía estar seguro, y no pensaba comprobarlo. El brillante sol que entraba por la ventana le despertó temprano a la mañana siguiente. Se sentó en el borde de la cama, sintiéndose ligeramente sobresaltado por la mañana. Todo parecía tener un brillo excesivo…, abundaban los resplandores. Pero ese detalle le hizo sentirse mejor esa mañana que en mucho tiempo. Como si la brillantez le ofreciera energía. Fue a trabajar y reparó en que el barrio parecía más brillante, estaba lleno de sol y promesas pese al estado de calles y edificios. No había pordioseros visibles. No le miraron desde las esquinas como solían hacer. La ausencia de pordioseros le produjo una extraña inquietud, pero se esforzó en sonreír. No iba a permitir que aquellos menesterosos estropearan
la brillante mañana. En el aparcamiento, junto al edificio de la compañía de seguros, había un comité de recepción. Rostros iluminados y radiantes, brazos extendidos para estrecharle la mano, para empujarle hacia el gentío. Cientos de brazos. Escrutó sus semblantes en busca de falsedad, pero no halló ninguna. Le saludaron con sus retorcidos dedos y andrajosas ropas, le sonrieron con sus grasientos carrillos sin afeitar. Las mujeres de oscuros ojos le hicieron señas, los estoicos hombres de grasoso cabello y hediondo olor le dirigieron invitadores gestos. Reconoció a la mujer que vivía enfrente de su casa, al hombre que vivía dos casas más abajo. Creyó ver a sus padres cerca del centro de la muchedumbre y poco a poco se abrió paso entre la masa de cuerpos para buscar a sus progenitores, para hablar con ellos. Había pasado mucho tiempo. Quería explicarles qué hacía, compartir sus pensamientos, pedir consejo. Los necesitaba. La masa de cuerpos se movió rítmicamente mientras él avanzaba hacia el centro. Vio la cara de su padre allí, la nuca de su madre allá, fuera de su alcance. Se sentía mejor, más satisfecho. Estaba seguro de que conseguiría una esquina para él solo. Le debían eso como mínimo, ¿no?
En las tinieblas, ángeles ERIC VAN LUSTBADER
El amor es una emoción que ofrece jornadas de gran actividad a los escritores debido a su complejidad, a su simplicidad y al gozo y la angustia que produce en cualquier persona, cualquier día, en cualquier momento… Y en general gozo y angustia llegan al mismo tiempo. Sin embargo, existen aspectos más oscuros de esta emoción, la causa de que cree más temores personales, más terrores nocturnos que cualquier otra emoción. Eric van Lustbader es autor de novelas de tanto éxito editorial como El Ninja y Sirens (Sirenas), y la más reciente es Black Heart (Corazón negro). Reside en Nueva York.
Si yo hubiera sabido entonces lo que sé ahora… Cómo resuenan sin cesar esas palabras en mi mente, como una pelota de goma que rebota por una escalera interminable. Como si tuvieran vida propia. Y supongo que así es ahora. No puedo dormir pero ¿es extraño? Afuera, rayos blanquiazulados se bifurcan cual melladas garras de gigante y el trueno es tan fuerte algunas veces que pienso estar atrapado en una inmensa campana. Los ecos se despliegan como el recuerdo formando una espiral precipitada, un enredo a mis pies. Si yo hubiera sabido entonces lo que sé ahora. Y, sin embargo…
Y, sin embargo, vuelvo una y otra vez a aquel atardecer ventoso, cuando el ferry me dejó en la punta este de la isla. En tiempos había sido, me informó el bastante parlanchín capitán, una península con un largo y estrecho istmo. Pero con el tiempo el agua carcomió el rocoso suelo hasta que la tierra sucumbió al frío abrazo de las mareas oceánicas, quedando separada casi dos kilómetros de tierra firme. Naturalmente, el capitán poseía una versión totalmente distinta sobre lo acontecido. —Son esos tipos de allí arriba —había dicho él, moviendo su afilado y velludo mentón hacia el castillo que coronaba la elevación cercana de la isla —. No querían más intromisiones de la gente de los alrededores.
Lanzó una breve risotada y escupió por la borda. —Nada que objetar, diría yo —observó mientras escrutaba intensamente, aprovechando la pálida luz del sol moribundo—. Esas rocas eran espantosamente agudas. —Meneó la cabeza como si le abrumara el recuerdo—. Los niños siempre se retaban a hacer allí su numerito de balancín, en aquella alargada lengua de tierra. —Giró con fuerza el timón y el agua espumosa se precipitó por la proa del ferry—. Muchas veces tuvimos que salir con focos, para rescatar a algún jovencito loco que se había perdido. Durante un momento el capitán nos alejó de la isla que asomaba a estribor, para aprovechar al máximo el viento de costado. —Pero nunca encontramos a nadie. Ni a uno solo. —Escupió de nuevo —. Si te caes por aquí, nunca volverán a verte. —La resaca —sugerí. Se limpió su rudo rostro curtido por el viento y me espetó con sus ojos color gris claro. —¿La resaca, dice usted? —Su risa fue bronca y desagradable—. Aprenderá mucho aquí en Fuego del Aire, muchacho. ¡Oh, sí! Me dejó en un lado del muelle sin nadie que reparara en mi llegada. Mientras el amplio ferry viraba para alejarse, impulsado por el fuerte viento del ocaso, creí ver al capitán con un brazo alzado en dirección a mí. Me aparté del mar. Grandes extensiones de pinos, cerdosos y oscuros con la menguante luz, ascendían en majestuosa disposición hacia el castillo situado en lo alto. Sus copas se agitaban como sierras y emitían un raro y melancólico zumbido. Me sentí total, irreparablemente solo y por primera vez desde que enviara la carta noté el inquieto fluctuar del recelo. Una extraña oscuridad interna se había posado sobre mis hombros como un cuervo que desciende hacia la carne de los muertos. Respiré profundamente y sacudí la cabeza para despejarla. Los relatos del capitán eran simples palabras enhiladas una tras otra. Las leyendas eran simples palabras y nada más. Debía preocuparme de mí mismo. Al fin y al cabo, ese precisamente era mi deseo.
El agónico sol poniente encendió cual antorchas las torrecillas más altas, que por un instante parecieron ensangrentadas lanzas. Imaginación, simplemente eso. La imaginación de un escritor. Aferré mi raído maletín y proseguí mi camino, jadeante, porque la pendiente era pronunciada. Pero había llegado en el momento preciso del día, cuando el tórrido sol desaparecía del cielo y el intenso frío nocturno no afectaba todavía al lugar. El ambiente estaba cargado de los aromas del mar, una aglomeración tan fecunda que me dejó sin aliento. Muy lejos, por encima del agua, grandes gaviotas daban vueltas y más vueltas en ociosos círculos, pasaban rozando la brillante superficie del océano y remolineaban de nuevo hacia lo alto, desapareciendo largo rato entre las lanudas nubes de tonos rosados y amarillos. Visto desde fuera, el castillo tenía un aspecto maravilloso. Era inmenso, se proyectaba hacia el cielo como si estuviera a punto de echar a volar. Estaba construido (evidentemente hacía muchos años) con enormes bloques de granito adornados con iridiscentes retazos de mica que brillaban igual que diamantes, rubíes y zafiros a la luz del atardecer. Ciertamente su apariencia era la de un castillo de cuento de hadas, con sus imponentes almenas y empinadas torrecillas, cornudo y tremebundo. Sin embargo, tras examinarlo con más detalle, comprobé que los bloques estaban unidos con un material tan fantástico como el cemento. Por debajo empezaba a condensarse la niebla, trepaba con rapidez por la ruta que yo había tomado momentos antes, como si me siguiera. La vista del muelle había desaparecido con un soplido y los gritos de las gaviotas, que se filtraban a través del vapor, eran espectrales y vagamente alarmantes. Subí los escalones de basalto que llevaban a la puerta principal del castillo. La anchura de la entrada habría permitido el paso de un semirremolque. Estaba formada por una sustancia que no parecía ser ni piedra ni metal. Precavidamente, pasé la mano por la fina superficie. Era madera petrificada. En el centro había una aldaba ornamentada con volutas y la usé para llamar. Sorprendentemente apenas hubo ruido, pero la puerta se deslizó hacia adentro casi al momento. Al principio no vi nada. La serpenteante bruma se
había enroscado en torno a la luz crepuscular, sumiéndome en una húmeda e incómoda noche. —¿Sí? Era una voz melodiosa, suave y etérea. Una voz femenina. Dije mi nombre. —Lo siento —repuso ella—. En Fuego del Aire solemos perder el sentido del tiempo. Me llamo Marissa. Le esperábamos, desde luego. Mi hermano se enfadará muchísimo cuando sepa que nadie fue a recibirlo al muelle. —No tiene importancia —dije—. El paseo me ha encantado. —¿Quiere pasar? Cogí el maletín y atravesé el umbral. Noté que la fina mano femenina se deslizaba en la mía. El vestíbulo estaba tan oscuro como la noche. No oí el ruido de la puerta al cerrarse, pero cuando volví la cabeza el cielo y los remolinos de niebla habían desaparecido. Escuché el susurro de la ropa de la mujer justo delante de mí y olí el aroma de una ladera llena de flores al atardecer. La piel de la mujer era suave como terciopelo, aunque la carne que se ocultaba bajo ella era firme y flexible, y de pronto sentí la curiosidad de averiguar qué aspecto tenía. ¿Se parecería a la imagen de mis pensamientos? ¿Una criatura delgada, pálida, abandonada, con tracerías azul claro como venas visibles en la fina y delicada piel, con un cabello largo y tan negro como las alas de un cuervo? Después de lo que me parecieron interminables horas, salimos a una sala débilmente iluminada de la que al parecer se ramificaban las demás habitaciones de aquella planta. Delante mismo de nosotros, una enorme escalera ascendía en espiral. Su amplitud era suficiente para permitir el ascenso de veinte personas en una sola línea. Varias antorchas titilaban, y el fumoso y perfumado ambiente estaba cargado de olores a sebo y aceite de ballena quemados. Muebles de apariencia incómoda bordeaban las paredes: pelados bancos de madera de respaldo rígido y sillas como las que se encuentran en una iglesia metodista. Grandes y pesados estandartes pendían fláccidamente, pero se hallaban a
tanta altura sobre mi cabeza y la luz era tan débil que me fue imposible distinguir los dibujos. Marissa se volvió para mirarme y comprobé que no era como yo la había imaginado. Sí, era muy hermosa. Pero sus mejillas eran rosadas, sus ojos azules como las flores del aciano y su cabello del color de la miel deslumbrada por el sol. El pelo le caía en gruesos y suaves mechones de una fina cinta de carey que lo mantenía apartado de su cara, descendía por sus hombros y era igual que una cascada que llegaba hasta la región lumbar. Sus labios coralinos se contrajeron como si no pudieran reprimir la sonrisa que iluminaba en ese momento su cara. —Sí —dijo en voz baja, en tono musical—, está usted muy sorprendido. —Perdone —dije—. ¿La estoy mirando con demasiada fijeza? Me eché a reír afectadamente. Por supuesto que la estaba mirando. No había podido evitarlo. —Tal vez esté fatigado después de la caminata. ¿Le gustaría comer algo ahora mismo? ¿Una bebida fría que le refresque? —Me gustaría ver a Morodor —repuse, tras apartar los ojos de su mirada con enorme esfuerzo. Marissa parecía poseer la facultad de hacer brotar mi emoción, como si fuera la dueña de la llave que abría canales de mi interior cuya existencia ni yo mismo conocía. —A su debido tiempo —dijo ella—. Debe tener paciencia. Hay muchos problemas urgentes que precisan atención. Sólo él puede resolverlos. Estoy segura de que lo entenderá. En realidad yo no entendía nada. Haber llegado desde tan lejos, haber aguardado tanto tiempo… Lo único que sentía era frustración. Igual que un niño herido, deseaba que Morodor me hubiera recibido en la entrada a modo de excusa por la descortesía de haberme dejado completamente solo en el muelle cuando llegué. Pero no. Para él había asuntos más importantes. —Cuando escribí a su hermano… Marissa había alzado su larga y blanca palma. —Por favor —dijo, risueña—. Tenga la seguridad de que mi hermano desea ayudarlo. Sospecho que ello se debe a que también él es escritor. En
Fuego del Aire queda mucho tiempo libre, y últimamente mi hermano ha descubierto este desfogue en cierto sentido más físico. Pensé en las espeluznantes historias con las que el capitán del ferry me había colmado, y en otras historias que, con el transcurso del tiempo, habían llegado hasta mí procedentes de diversas bocas locuaces…, y noté un escalofrío recorriendo mis huesos al imaginar los desfogues físicos de Morodor. —Debe de ser fascinante escribir novelas —dijo Marissa—. He de confesar que me alegré egoístamente al saber que usted iba a venir. Sus obras me han proporcionado gran deleite. —Tocó el dorso de mi mano como si hubiera sido una escultura de gran valor—. Su extraordinario talento debe hacerle muy deseable en… su mundo. —Se refiere a círculos literarios…, agasajos… —Círculos, sí. Es usted muy especial. Indudablemente mi hermano lo dedujo de su carta. —Apartó sus dedos de mí—. Pero ahora es tarde y estoy segura de que se encuentra cansado. ¿Me permite acompañarle a su habitación? Comida y bebida le aguardan allí.
Esa noche no hubo luna. O al menos no podía verse. Ni las estrellas, ni tan sólo el cielo. Al mirar por la ventana de mi habitación, en una de las torretas, no vi nada aparte de la blancura de la niebla. Fue igual que si el resto del mundo se hubiera esfumado. Aferrado al borde del antepecho con los dedos, me asomé tanto como me atreví, escruté la noche para tratar de captar un perfil, una forma. Pero ni siquiera las copas de los enormes pinos podían abrirse entre aquel manto. Agucé el oído para escuchar el siseo tranquilizador, la succión del océano que rompía en la costa rocosa, a gran distancia. Pero no oí nada de eso, sólo el extraño e intermitente silbido del viento al topar con los rígidos dedos que eran las torrecillas del castillo. Finalmente volví a la cama, pero no concilié el sueño durante larguísimo rato. Había esperado tanto la réplica de Morodor a mi carta,
había viajado tantos días para estar allí que me parecía imposible tranquilizarme lo suficiente para que el sueño se apoderara de mí. Sentí el picor de la ansiedad. Oh, más que eso. Estaba ardiendo… En los días posteriores al recibo de la carta afirmativa de Morodor, la idea de ir a la isla, de hablar con él, de conocer sus secretos había acabado siendo, cada vez más, mi única salvación. Para cualquier autor debe de ser arduo quedar bloqueado en su trabajo. Pero para mí… Yo sólo vivía para escribir. Sin esa tarea no había razón para continuar viviendo, porque había averiguado en aquellas jornadas de inactividad que los días y las noches pasan como meses, años, siglos, con la pesadez de viejos elefantes. El tiempo era una carga para mí. Yo había sido igual que una máquina, entregaba febrilmente libro tras libro, uno por año durante… ¿cuántos años? ¿Quince? ¿Veinte? Ya ven, el enfant terrible ha perdido la cuenta. Misericordiosamente. Hasta que llegó ese año y no hubo nada, un desierto de papel, y mi desesperación fue aumentando. Permanecí encerrado en mi casa igual que un ermitaño, viajaba sin cesar, traía risueñas chicas a mi hogar, me privaba de ese gusto, pasaba de un extremo al otro como un péndulo humano a fin de que las entrañas volvieran a funcionar. Nada. Y luego, una noche de borrachera, oí la primera historia sobre Fuego del Aire y, a pesar de los vapores de mi estupor, algo caló en mí. Una idea, quizás, o más exactamente, en aquel punto, el fantasma de una idea. De amor perdido, traición y extremo horror. Tan simple como eso. Y tan complejo. Pero comprendí que la imaginación no bastaba ya, que tendría que localizar el lugar personalmente. Tenía que encontrar a Morodor y convencerle como fuese que me recibiera… Sueño. Les juro que por fin llegó el sueño, aunque curiosamente jamás había dormido así, porque soñé que estaba despierto y hacía desesperados esfuerzos para dormirme. Sabía que iba a ver a Morodor por la mañana, que tendría que estar despejado y que, sin sueño, distaría mucho de estarlo. En mi sueño yo estaba despierto, aferrado a la colcha que cubría mi pecho, mirando fijamente el techo, con tanta intensidad que, sospechaba yo,
en cualquier momento podría ver a través de él. Abrí los ojos. O los cerré y los abrí para ver la luz del amanecer que penetraba como un torrente por la estrecha y alta ventana. Había olvidado correr las cortinas antes de acostarme. Durante un instante experimenté una extrañísima sensación en mi cuerpo. Como si mis piernas estuvieran paralizadas, como si toda mi fuerza fluyera por mis músculos y se deslizara hacia el piso de madera de la habitación. Pero la parálisis había dejado libre la parte superior de mi torso, de tal modo que yo sentía un enorme derrame de energía. Una fugaz punzada de miedo cruzó susurrante mi pecho, y mi corazón palpitó con fuerza. Pero en cuanto me incorporé, la sensación desapareció. Me levanté, me aseé, me vestí y bajé a desayunar. El desayuno aguardaba humeantemente dispuesto cubriendo de un extremo a otro una inmensa mesa de madera. De hecho, al poder ver bien por vez primera en Fuego del Aire a la luz del día, comprobé que todo era de madera: las empaneladas paredes, el piso en los puntos donde era visible entre las alfombras de dibujos oscuros, los techos de catedral, los pomos de las puertas, los antepechos de las ventanas, incluso los accesorios de las luces. De no haber visto el castillo desde fuera, habría jurado que todo el lugar estaba construido con madera. Había dispuestos dos servicios, uno en la cabecera de la mesa y el otro a la izquierda del anterior. Suponiendo que el primero era para Morodor, me acomodé en la silla lateral y empecé a servirme. Pero no fue Morodor el que bajó por la amplia escalera. Fue Marissa. Era, esa mañana, una vista que aceleraba el corazón. Como si el sol se hubiera desviado de la ruta prescrita por los cielos y descendido a la tierra. Vestía una túnica azul celeste, atada en cruz entre sus pechos y en torno a su estrecha cintura con una cinta de satén color verde oscuro. En sus pies calzaba sandalias de cuerda; vi que uno de los dedos estaba circundado por un minúsculo arete de oro. Cuando se acercó, su sonrisa irradiaba el calor del mismo verano. ¡Y su cabello! Imposible describir correctamente el brillo de su pelo a la luz diurna, chispeante y rutilante como si todas las hebras fueran misteriosas
fuentes de luminosidad. Aquellas olas de dorada miel se comportaban exactamente igual que si poseyeran vida propia. —Buenos días —dijo con naturalidad—. ¿Ha dormido bien? —Sí —mentí—. Perfectamente. —Alcé un plato de higos verdes—. ¿Fruta? —Sí, por favor. Sólo un poco. Pero a pesar de eso dejó en el plato más de lo que comió. —Esperaba encontrar despierto a su hermano —dije mientras terminaba mi desayuno. Marissa sonrió dulcemente. —Por desgracia mi hermano no es muy madrugador. Tenga paciencia. Todo irá bien. —Se levantó—. Si ha terminado, imagino que sentirá curiosidad por Fuego del Aire. Hay mucho que ver. Salimos del salón, recorrimos corredores y cámaras en número interminable, todo tan atestado, tan desigual que pronto me mareó el asombro. El lugar parecía prolongarse eternamente. Al fin salimos a una habitación que, a juzgar por su atavío, debió de haber sido una trascocina en otro tiempo. La atravesamos con rapidez y pasamos por una puertecilla que no vi hasta que Marissa la abrió. La niebla de la pasada noche se había disipado por completo y en lo alto sólo había un cielo enorme y cerúleo despejado de nubes y pájaros. Oí el distante mar que se lanzaba con abandono incesable sobre la irregular base de la montaña. Pero al bajar la vista sólo vi follaje. —El jardín —dijo en voz muy baja Marissa mientras deslizaba su mano en la mía—. Vamos. Me condujo junto a un cuadro de azucenas atigradas, hileras de madreselvas en flor, un rosal de humillante perfección que me dejó sin aliento. Más allá, topamos con un largo y esculpido seto vivo vez y media tan alto como yo. Había una alargada y estrecha abertura por la que Marissa me condujo y al instante nos encontramos rodeados por elevados muros de setos vivos. Estaban frondosamente verdes e inmaculadamente aseados,
hasta tal punto que resultaba imposible afirmar dónde acababa uno y empezaba el siguiente, dada su inconsútil continuidad… —¿Qué lugar es éste? —pregunté. Pero Marissa no contestó hasta que, tras numerosas vueltas y recovecos, nos hallamos en el interior. En ese momento me miró. —Es el laberinto —explicó—. Mi hermano ordenó que lo construyeran para mí cuando yo era una niña. Tal vez pensó que así no haría travesuras. —Hay una salida —dije inquieto, mientras miraba alrededor, a las pantallas de color verde oscuro que asomaban por todas partes. —Oh, sí. —Se echó a reír, con el tono argentino de una campana—. Está aquí. —Se tocó la sien con un fino dedo—. Aquí vengo a meditar, cuando estoy triste o aturdida. Es un sitio pacífico y silencioso y nadie puede encontrarme si decido ocultarme, ni siquiera Morodor. Es mi dominio. Siguió conduciéndome por zigzags, callejones sin salida, avanzando con la infalibilidad de un imán atraído por el polo Norte. Y yo la seguí en silencio. Ya estaba perdido. —Mi hermano solía decirme: «Marissa, este laberinto es único en el mundo porque lo he construido como una copia de tu mente. Todas estas intrincadas circunvoluciones…, el trazado corresponde a los remolinos y espirales de tu cerebro». Me miró con sus burlones ojazos, tan azules que el cielo del mediodía parecía reflejado allí. Un esbozo de sonrisa asomaba en las comisuras de sus labios. —Pero naturalmente yo sólo era una niña entonces y siempre me esforzaba en hacer las cosas que él hacía…, quería ser igual que él. —Hizo un gesto de indiferencia—. Seguramente él intentaba que me sintiera especial… ¿No le parece? —No necesitaba este lugar para lograr eso —dije—. ¿Cómo demonios se las arregla para salir de aquí? Nada de lo dicho por ella había calmado mi inquietud. —Los años se han ocupado de eso —repuso ella muy seria.
Tiró de mí y nos sentamos, con los torsos a la intensa sombra de los setos y nuestras estiradas piernas bajo el zalamero calorcillo del sol. En alguna parte, muy cerca, un abejorro zumbaba abundante y felizmente. Recosté la cabeza y observé los reflejos de luz y sombra en el seto situado ante nosotros. Diez mil minúsculas hojas se movían a intervalos con la brisa tenue y pensé estar contemplando un gentío distante que agitaba los pañuelos alzados con ocasión de la visita de un emperador. Una calidez somnolienta me cautivó y al momento desapareció mi nerviosismo. —Sí —dije—. Es un lugar muy pacífico. —Me alegra —replicó ella—. También usted lo percibe. Tal vez porque es escritor. Un escritor siente las cosas con más profundidad, ¿no es cierto? Sonreí. —Tal vez en parte, sí. Siempre estamos creando personajes para nuestros relatos, y precisamos experiencia para poner a un lado a las personas. Debemos ser capaces de ir más allá del mundo y, como cirujanos, dejar al descubierto sus entrañas. —¿Y nunca le ha asustado hacer eso? —¿Asustarme? ¿Por qué? —Por lo que encuentra allí. —He descubierto muchas cosas con el paso de los años. Imposible que todas sean agradables. ¿Por qué iba a querer que lo fueran? A veces pienso que muchos de mis colegas viven de los rasgos desagradables que hallan bajo la superficie. —Me encogí de hombros—. En cualquier caso, nada parece ir bien sin la oscuridad del conflicto. En la vida tanto como en la literatura. Sus ojos se abrieron y me miraron de soslayo. —¿Me equivoco al pensar que ese conocimiento es muy importante para usted? —¿Qué podría ser más importante para un escritor? Algunas veces pienso que existe una cantidad finita de conocimiento, no para asimilar, sino para utilizar. —¿Y por eso ha venido aquí? —Sí.
Marissa desvió la mirada. —Nunca ha estado casado. ¿Por qué? Me alcé de hombros mientras pensaba en ello un momento. —Supongo que porque nunca me he enamorado. Ella acogió la respuesta con una sonrisa. —Nunca. Ni una sola vez en tantos años… Me eché a reír. —¡Aguarde un momento! No soy tan viejo. Treinta y siete años no es precisamente ser un anciano. —Treinta y siete —murmuró, como si repitiera palabras extrañas para ella—. Treinta y siete. ¿De verdad? —Sí. —Estaba desconcertado—. ¿Cuántos años tiene usted? —Tantos como aparento. —Agitó su cabello—. Se lo dije ayer por la noche. El tiempo tiene escasa importancia aquí. —Oh, sí, de día en día. Pero usted debe… —No más charla ahora —dijo ella. Se levantó y tiró de mi mano—. Hay mucho que ver. Salimos del laberinto por una senda bastante sencilla, aunque yo, de haber estado solo, habría vagado por allí hasta que alguien hubiera tenido el decoro de venir a buscarme. Nos hallábamos ante un parapeto de piedra. Al otro lado el pico descendía de modo tan escarpado que pensé encontrarme al borde de una hendidura del mundo. Estábamos en el lado oeste de la isla, una zona que yo no había visto en mi viaje. Muy por debajo de nosotros, a más de trescientos metros sin duda, el mar cubría de espuma y libaba las irregulares rocas, rodeadas en su base por brillantes bálanos grisáceos. Tres o cuatro grandes gaviotas de color blanco y de lavándula descendieron bruscamente y revolotearon entre la rociada de espuma mientras buscaban comida. —Maravilloso, ¿no? —dijo Marissa. Pero yo había apartado mis ojos de la oscura faz del mar para observar los llanos y huecos de la brillante faz femenina, iluminada por la luz del suave verano, toda ella sonrosada y dorada, irradiando calor…
Tardé cierto tiempo en comprender la auténtica naturaleza de ese calor. Emanaba del mismo punto de mi interior del que había brotado mi repentina y fugaz cólera. —Marissa —dije en un susurro, pronunciando su nombre como si fuera una plegaria. Y ella me miró, dirigió hacia mí el azul de flor de aciano de sus ojos, con sus carnosos labios ligeramente abiertos, brillantes. Me incliné sobre ella, me acerqué milímetro a milímetro hasta que o cerraba mis ojos o bizqueaba. Noté el roce de sus labios contra los míos, unos labios increíblemente blandos, al principio fríos y fragantes, luego adquiriendo con rapidez el calor de la sangre. —No —dijo ella, su voz apagada por nuestra carne—. Oh, no lo haga. Pero sus labios se abrieron bajo los míos y noté que su ardiente lengua sondeaba mi boca. Mis brazos la rodearon, la atrajeron hacia mí con la misma suavidad que a un tallo de trigo. Percibí la dura presión de sus pechos, la redondeada blandura de su vientre, y el calor. El calor que aumentaba…
Y con el relámpago llega la lluvia. Esa frase procede de un viejo poema que mi madre solía cantarme en plena noche, cuando las tormentas me despertaban. No recuerdo más versos. En este momento es tan sólo un fragmento de verdad, un artefacto no desenterrado en el cenagoso lecho fluvial de mi mente. Y yo, el arqueólogo de esta región, me asombro como el que más de lo que a veces descubro. Pero eso, al fin y al cabo, es lo que me mantuvo escribiendo, año tras año. Un motor de creación. La noche es invisible a causa de las nubes y el sibilante aguacero. Pero a pesar de ello permanezco ante la ventana abierta, a gran altura sobre la ciudad, al mismo borde del cielo. No veo las calles, ni las escasas personas que se apresuran bajo sus paraguas temblorosos, ni los faros de los coches, si en realidad hay alguno circulando en hora tan nefanda. Sólo veo los espectrales dibujos geométricos, gris carbón sobre negro, de las partes superiores de los
edificios más próximos al mío. Pero no son tan altos. Ninguno de ellos es tan alto como el mío. Nada existe ahora aparte de la tempestad y su furia. La noche ha cobrado vida con la tormenta, tiembla y crepita. ¿O me equivoco? ¿Está animada la noche por algo distinto? Lo sé. Lo sé. Ahora escucho el sonido… Los días transcurrieron como el más intenso de los sueños. Esa clase de sueños de los que puedes recordar cualquier detalle cuando lo deseas, reproduciendo sus emociones una y otra vez con la facilidad de un prestidigitador. Estando con Marissa, olvidé mi obsesivo deseo de localizar a Morodor. Dejé de preguntar dónde estaba o cuándo podría hablar con él. De hecho, confiaba en no verle nunca, porque si había algo de verdad en las leyendas de Fuego del Aire, seguramente tales leyendas debían de brotar de su alma oscura, no de una criatura de aire y de luz que jamás se apartaba de mí. Por las tardes paseábamos por los interminables jardines (ella se sentía incómoda entre cuatro paredes) y cogerla de la mano parecía infinitamente más gozoso que contemplar las ilimitadas maravillas del castillo. Estoy plenamente convencido de que si por casualidad hubiéramos topado con un grifo mitológico durante uno de tales paseos yo no le habría dedicado más atención que a un gato callejero. Sin embargo, ninguna criatura de fábula como ésa hizo su aparición, y con el paso del tiempo fui convenciéndome cada vez más de que carecían de fundamento las historias narradas y vueltas a narrar a lo largo de los años. El único poder mágico que Marissa poseía era el que le permitía emocionarme profundamente con una simple palabra, con el mero roce de su carne contra la mía. —Te mentí —le dije un día. Era el atardecer. Densos y oscuros rayos de sol resbalaban en nuestros hombros, en nuestra espalda, con la misma lentitud que la miel. Las cigarras gemían cual bronce golpeado y las mariposas danzaban como joyas vivientes mientras recorrían arbustos bajos y flores, igual que un grupo de niños jugando al escondite.
—¿Cuándo? —Cuando dije que nunca había estado enamorado. —Me volví de espaldas y alcé la vista hacia una nube lanuda de gran altura, un castillo en el cielo—. Lo estuve. Una vez. La cogí de la mano, pasé mi pulgar por los delicados huesos que acanalaban el dorso. —Fue cuando estaba en la universidad. Nos conocimos en una clase de psicología y nos enamoramos sin darnos cuenta. Hubo un silencio momentáneo entre los dos y pensé que tal vez había cometido un error al sacar a colación ese tema. —Pero no te casaste con ella. —No. —¿Por qué no? —Procedíamos de distintos… ambientes sociales. —Me volví y vi la cara de Marissa ante mí, tan enorme como el sol en el cielo—. Creo que sería difícil explicártelo, Marissa. Era un problema relacionado con la religión. —Religión. —De nuevo dio vueltas a una palabra en su paladar, como si tratara de averiguar el sabor de un alimento nuevo y exótico—. No estoy segura de entenderte. —Creíamos en cosas diferentes… o para ser más exactos, ella creía y yo no. —¿Y no había posibilidad de… compromiso? —En esto, no. Pero el detalle más irónico de este asunto es que ahora he comenzado a creer, aunque sólo sea un poco. Y ella, creo, ha empezado a dudar de lo que siempre había considerado sagrado. —Qué triste —dijo Marissa—. ¿Piensas volver con ella? —Nuestra oportunidad pasó hace mucho tiempo. Un curioso rasgo había aparecido en los ojos de Marissa. —De modo que opinas que el amor tiene principio y fin, siempre. No pude soportar por más tiempo que aquellos fantásticos ojos estuvieran clavados en mí. —Eso pensaba hace tiempo.
—¿Por qué desvías la mirada? —Yo… —Contemplé el cielo. La nube-castillo había sufrido una metamorfosis, era un gran pájaro encorvado—. No lo sé. Sus ojos eran muy claros, penetrantes pese a que la luz natural era oscura. —Somos exploradores —dijo ella— en el mismo precipicio del tiempo. —Cierto rasgo de su voz me atrajo—. ¿Puede existir realmente un amor sin fin? En ese momento Marissa estaba escrutando mi rostro detalladamente, como si estuviera confiándolo a su memoria, como si no fuera a verme más. Y ese pensamiento me arrancó de mi pacífico adormecimiento. —¿Me amas? —Sí —musité con la voz de otra persona. Igual que un seco viento entre cañas marchitas. Y atraje su cuerpo hacia mí.
Por la noche parecíamos estar más unidos todavía. Era igual que si yo hubiera robado un fragmento de sol para acostarlo junto a mí: Marissa era tan radiante por la noche como durante el día, ligera y flexible y ansiosa de que la abrazaran, de que la acariciaran. De que la amaran. —Siente lo que yo siento —musitó, temblorosa— cuando estoy cerca de ti. —Se tendió encima de mi cuerpo—. La boca puede mentir con palabras, pero el cuerpo no. Este calor es real. Todo el amor fluye a través del cuerpo, ¿lo sabías? Yo distaba mucho de poder responder verbalmente. Marissa deslizó sus uñas por mi piel, luego la suavidad de pétalos de sus palmas. —Noto tu cuerpo. Noto cómo respondes al mío. Noto su profundidad. Como si yo fuera la luna y tú el mar. —Sus labios estaban en mi oreja, sus eses sonaban sibilantes—. Es importante. Más importante que lo que tú piensas. —¿Por qué? —dije en un suspiro.
—Porque sólo el amor puede curar mi corazón. Me extrañó la cicatriz que vi allí. Me apreté contra ella, le separé las piernas. —¡Amada mía!
Conocí a Morodor el primer día de mi segunda semana en Fuego del Aire. Y además pareció ser una casualidad. Fue poco después del desayuno, y Marissa había vuelto a su habitación para cambiarse. Yo estaba paseando por la balaustrada del segundo piso cuando descubrí un nicho en la pared que no había visto hasta entonces. Me introduje en él y me encontré en un parapeto que recorría la sobresaliente ala norte del castillo. Era como estar suspendido en el aire, y me habría aturdido en extremo la visión de no haber topado al instante con una forma oscura e imponente. Me apresuré a apoyarme en el pétreo muro del castillo, creyendo haber tropezado por casualidad con otro saliente de su extraña estructura. Luego, literalmente, fue como si una sombra cobrara vida. La sombra se desprendió del borde del parapeto y en ese momento vi que se trataba de la silueta de un hombre. Su estatura debía de superar los dos metros, y se cubría con una gran capa negra como el ébano, gruesa y remolineante, que caía sobre su esbelta figura y arrancó un susurró de la piedra del suelo cuando el desconocido se movió. Se volvió para verme y me quedé boquiabierto. Su cara era alargada y estrecha, tan huesuda como la de un cadáver, y su piel igualmente tan pálida. Sus ojos, bajo cejas oscuramente pobladas, eran fragmentos de materia bituminosa, como puestos allí para taponar un par de agujeros que conducían al interior de su cuerpo. Su nariz era larga y severamente delgada, pero sus labios eran carnosos y rubicundos, proporcionaban el único retazo de color a una cara por lo demás mortalmente pálida. Sus labios se abrieron infinitesimalmente y pronunciaron mi nombre. De forma involuntaria, me estremecí y de inmediato vi algo que cruzaba los
ojos del otro hombre: ni enojo ni pena, más bien fatigada resignación. —Cómo está usted. El saludo fue tan formal que me sobresaltó y me dejó la lengua paralizada. Después de tanto tiempo, Morodor se había esfumado de mi mente y yo sólo ansiaba estar con Marissa. De pronto me sentí irritado con él por haberse interpuesto entre mi amada y yo. —Morodor —dije. Me sentí impulsado a comentarle que él necesitaba sobre todo una buena dosis de sol. La idea casi me hizo reír. Casi—. Perdóneme por esta observación pero yo creía que…, me refiero a que verle por aquí tan tranquilo a plena luz del día… Me interrumpí, con las mejillas ardiendo, incapaz de proseguir. De todos modos lo había dicho. Me maldije por mi estupidez. Pero Morodor no se ofendió. Se limitó a sonreír (la visión fue sumamente desagradable) e inclinar levemente la cabeza. —Un concepto erróneo bastante extendido —dijo con su inquietante voz grave—. De hecho es la luz solar directa la que perjudica mi salud. Soy como un magnífico grabado antiguo. —Su oscuro cabello rozó su alta frente—. Por lo demás me encanta mucho el día. —Pero tendrá que dormir a alguna hora… Morodor sacudió su enorme cabeza. —Dormir es algo desconocido para mí. Si durmiera, soñaría, y eso no me está permitido. —Dio una larga y sibilante zancada junto al parapeto—. Vamos, demos un paseo. Volví la cabeza hacia la ruta que había seguido yo para llegar allí. —Marissa sabe que estamos juntos —dijo él—. No tema. Estará aguardándole cuando terminemos. Caminamos juntos a lo largo del angosto parapeto. Al parecer circundaba el castillo entero, porque no vi ni su principio ni su final. —Tal vez se pregunte —dijo Morodor con su retumbante y vibratoria voz— por qué le concedí esta entrevista. Su enorme capa le envolvía con la turbulencia de un mar nocturno, de tal modo que conservaba la noche alrededor de él estuviera donde estuviese.
—Capté en su carta cierta desesperación —prosiguió. Me miró—. Y la desesperación es una emoción con la que puedo identificarme. —Fue muy amable al acceder a recibirme. —Amable, sí. —Pero debo confesar que las cosas… han cambiado desde que le escribí aquella carta. —Ciertamente. ¿Se trataba de una advertencia vibratoria? —Sí —repuse precipitadamente—. De hecho, desde mi llegada aquí… —Hice una pausa, sin saber cómo continuar—. El cambio se produjo en cuanto llegué a Fuego del Aire. Morodor no respondió, y ambos proseguimos el paseo alrededor del castillo. Pude juzgar con precisión la altura a que nos encontrábamos. La niebla que vi la primera noche pudo ser tan sólo una nube que pasaba ante el castillo, como una de esas nubes que tapan la luna. ¿Y por qué no? Allí todo era posible. Consideré ridículo que a sólo ochenta kilómetros de la isla hubiera barcos cisternas y trenes expresos, aviones particulares y pavimentadas calles flanqueadas por tiendas que ofrecían productos envasados pulcramente de empresas internacionales. Con toda seguridad esos modernos artefactos formaban parte del sueño casi desvanecido que yo había tenido anteriormente. El mar no albergaba embarcación alguna hasta el horizonte. Era un liso y brillante estanque para el deleite de un solo hombre, Morodor. —Estoy enamorado de su hermana —acababa de balbucear yo, y me hallaba perplejo, esperando, supongo, el impacto de la cólera de mi anfitrión. Pero en lugar de eso, Morodor se detuvo y me miró fijamente. Después echó atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas, con el grave y resonante sonido del trueno. Muy lejos, una gaviota chilló, quizás alarmada. —Mi querido señor —dijo—. ¡Sois el colmo, realmente! —Y ella está enamorada de mí. —Oh, oh, oh. De eso no me cabe duda. —Yo no…
Sus cejas se juntaron oscuramente cual nubes de tormenta. —Piensa que vale la pena seguir ese curso. —Se alejó—. Pero el miedo, no el amor, señala el fin. Se introdujo en el castillo por otro nicho. Fue igual que si hubiera atravesado el muro.
—De haber sabido que hoy era el día —dijo Marissa—, te habría preparado. —¿Para qué? Nos hallábamos en un cenador, sentados en una mecedora. Sobre nuestras cabezas había arcos de brillantes jacintos y buganvillas, enrollados interminablemente en torno a un enrejado de madera blanca. Faltaba poco para la puesta de sol y el jardín estaba inundado por una intensa luz zafirina casi luminiscente. El viento del oeste nos traía el rico aroma del mar. —Para conocerle. Él y yo no somos… muy parecidos. Superficialmente, por lo menos. —Marissa —dije mientras le cogía la mano—, ¿estás segura de ser hermana de Morodor? —Naturalmente. ¿Qué quieres decir? —Bien, es obvio, ¿no? —Pero su inexpresiva mirada me obligó a proseguir—. Me refiero a que él es precisamente… lo que se supone que es. Al menos así describen las leyendas a… lo que es él. Sus ojos se oscurecieron y su mano se separó bruscamente. Me lanzó una mirada de basilisco. —Debí imaginármelo. —Su voz reflejaba amargo desprecio—. Eres igual que los demás. ¿Y por qué tenías que ser distinto? —Se levantó—. Piensas que él es un monstruo. Sí, admítelo. ¡Un monstruo! Sus ojos se llenaron de lágrimas. —Y eso me convierte en otro monstruo, ¿no es cierto? Pues bien, ¡vete al infierno! Y se fue airadamente. —¡Marissa! —exclamé, angustiado—. ¡No pretendía decir eso!
Y eché a correr tras ella sabiendo que había mentido, que mi intención había sido precisamente ésa. Morodor era tal como las leyendas lo describían. Y peor. Dios mío, era espantoso. Pálido y frío como la muerte. Un motor de energía negativa, incapaz de experimentar emociones reales, incapaz de llorar, incapaz de alegrarse sinceramente. Incapaz de amar. Sólo el amor puede curar mi corazón. Yo había dicho lo que pretendía decir. ¿Cómo era posible que una dorada mujer de aire y sol tuviera vínculos de sangre con aquel impresionante y amenazador símbolo de las tinieblas? ¿Qué lógica había en ello? ¿Qué racionalidad? Marissa tenía sentimientos. Reía y lloraba, experimentaba placer y dolor. Y amaba. Amaba. —¡Marissa! —repetí mientras corría—. ¡Marissa, vuelve! Pero ella se había esfumado en el laberinto y yo me detuve ante la entrada, percibiendo el intenso aroma de las rosas, y asomé la cabeza. La llamé a gritos una y otra vez, pero Marissa no salió y yo, sin nadie que me guiara, no podía aventurarme a entrar. Irrumpí colérico en el castillo, decidido a encontrar a Morodor. Y era de noche y las luces estaban encendidas. Como por arte de magia. Del mismo modo que la comida estaba siempre dispuesta y las botellas de vino descorchadas, del mismo modo que mi cama aparecía deshecha por la mañana y hecha por la noche y mi ropa sucia lavada, planchada y recogida con precisión profesional. Y todo ello ocurría sin que yo viera un alma. Encontré a Morodor en la biblioteca. Era una sala tan espaciosa como una galería artística: tres pisos de libros como mínimo, ascendieron hasta que las ordenadas hileras se perdían en la neblina de la distancia. Estrechas pasarelas de madera circundaban la biblioteca a diversas alturas, unidas por una compleja cadena de escalerillas igualmente de madera. Morodor se hallaba acuclillado en una de las escalerillas, a tres o cuatro peldaños del suelo. Era una extraña posición para un hombre de su tamaño. Estaba examinando un libro cuando yo entré, pero lo cerró tranquilamente al escuchar mis pasos. —Vaya —dije, en tono bastante desagradable—, ¿ninguna encuadernación de cuero?
—El cuero —repuso él en voz baja— requeriría matar animales innecesariamente. —Ah, entiendo. —Mi tono había cobrado acidez—. Sólo los seres humanos deben tener miedo de usted. Se irguió y yo retrocedí, de pronto temeroso al ver cómo su cuerpo se estiraba y estiraba hasta empequeñecerme con su monstruosa estatura. —Los seres humanos —dijo— tienen miedo de mí únicamente porque deciden temerme. —¿Pretende decir que no les ha dado motivo para que le teman? —No sea absurdo. —No le había visto tan al borde de la irritación como en ese momento—. No puedo evitar ser lo que soy. Igual que usted. Ambos somos carnívoros. Cerré los ojos y me estremecí. —¡Pero hay una diferencia! —Para ciertas personas he sido un dios. —Un dios muy siniestro. Mis ojos se abrieron bruscamente. —También es preciso que haya dioses siniestros. —Dejó el libro—. Pero a pesar de todo soy un hombre. —Un hombre que no duerme, que no sueña. —Que no puede morir. —¿Aunque le clavara una estaca en el corazón? Ni yo mismo sabía si mis palabras eran o no serias. Cruzó la sala hacia una franja de paneles de madera que separaba dos estanterías. Su mano brotó de entre los pliegues de la voluminosa capa y vi al descubierto por primera vez las largas uñas que parecían garras. Temblé al verlas hundirse en la madera con feroz fuerza. Pero no a la manera de un animal enfurecido. El movimiento fue tan preciso como el de un cirujano al seccionar un peritoneo. Morodor regresó con una astilla de madera de casi medio metro de longitud. Estaba ligeramente ahusada en un extremo, no tan afilada como una aguja pero sí lo bastante puntiaguda para cumplir su cometido. Me la echó a las manos.
—Tenga —dijo roncamente—. Hágalo ahora. Durante un instante estuve decidido a obedecer. Pero algo se enfrió en mi interior. Me desembaracé de la estaca. —No pienso hacer tal cosa. Morodor reflejaba franca desilusión. —No importa. Esa parte de la leyenda, igual que otras, es incorrecta. Ocupó de nuevo su elevada posición en la escalerilla, con sus largas piernas muy tensas bajo la capa. El perfil de sus huesudas rodillas era una violenta serie de puntos suspensivos en una página en blanco. —Las leyendas —dijo— son como los funerales. Cumplen el mismo objetivo. Ofrecen un alivio sin el cual la intrusión de la terrorífica entropía extinguiría el ansia de vida del hombre. Alzó la vista de sus largas uñas para mirarme. —Las leyendas se crean para desarrollar su variedad particular de terror. Pero se trata de un terror cuidadosamente constreñido a determinadas limitaciones: es posible matar al hombre lobo con una bala de plata, y la medusa muere al ver su reflejo en un espejo. »¿Lo entiende? Siempre hay una salida para el intrépido. Es una válvula de escape necesaria para dar salida al terror que acecha a los seres humanos… Ignorancia atávica, el inconsciente. Y la muerte. Los largos brazos de Morodor cayeron sobre su regazo. —¿Cuán segura cree que se sentiría la raza humana si todos los hombres supieran la verdad, es decir, que no hay salvación para mí, por más estacas que me claven en el corazón? —Pero me dijo que la luz solar directa… —Me perjudicaba. Igual que la gripe, simplemente eso. —Sonrió lánguidamente—. Una, dos semanas de reposo y me recobro. Su risa era irónica. —Suponiendo que yo le creyera, ¿por qué me explica todo esto? Usted mismo reconoce que la humanidad no podría aceptar la verdad. —En consecuencia, usted no dirá nada, ¿no? —Pero yo lo sé.
Respiró profundamente y por primera vez sus ojos parecieron cobrar vida, chispearon y se agitaron en las profundas y descarnadas cuencas. —¿Por qué sintió deseos de venir aquí, amigo mío? —Bien, se lo expliqué en la carta. Me encontraba bloqueado, sin ideas. —¿Y ahora? Miré extrañado a Morodor, y poco a poco comprendí su pregunta. —No puedo decir la verdad, ¿no es eso? Morodor sonrió como una esfinge. —Usted es escritor. Puede decir todo lo que desee.
—Antes, cuando le decía que yo era un hombre, hablaba en serio. Me encontraba con Morodor en uno de los puntos más elevados del castillo, en lo que él denominaba la sala de las nubes. Al igual que el resto de salas que yo había visto allí, ésta tenía empanelado de madera. —Anhelo vivir exactamente igual que las masas. —Se recostó en su sillón, se removió como si no estuviera cómodo. A derecha e izquierda, grandes ventanales se abrían al estrellado campo de la noche. No había postigos, no había cortinas, era imposible cerrar las ventanas. Entró una brusca ráfaga de frígido viento que agitó el oscuro cabello de Morodor, aunque éste no prestó atención a la caricia—. Pero no interprete mal mis palabras. No hablo como un plutócrata hinchado de riqueza. Soy simplemente… especial. —¿Qué ocurrió? Sus ojos chispearon y su cuerpo se removió de nuevo. —No hay dos casos iguales. En el mío… bien, digamos que mis ansias de vida pesaron más que mi precaución. —Sonrió tristemente—. Pero jamás he pensado que la precaución fuera una virtud deseable. —No quiere darme más detalles. Me miró del modo más avuncular imaginable. —Hice una apuesta con… cierta persona. —Y ganó.
—No. Perdí. Pero era inevitable perder. De lo contrario no estaría aquí ahora. —Sus ojos reflejaban introversión, casi nostalgia—. Eché los dados una sola vez, contra una pared en vez de un tapete verde. —Se pasó. —No. Entré en la vida. —Y se convirtió en el brujo del amor. Así le llaman a veces: el brujo del amor. —Es debido a mi… efecto hipnótico en las mujeres. —Se movió ligerísimamente y su capa susurró igual que una arboleda agitada por el viento de medianoche—. Una peculiaridad dictada por la supervivencia. Como ver en la oscuridad o tener radar en el cerebro. —De modo que no hay nada mágico… —La magia interviene —admitió—. Se aprenden… muchas artes a lo largo de los años. He tenido tiempo para todo. Me estremecí, me apreté la chaqueta. Tal vez él no se preocupara por el frío, pero yo sí. Señalé las paredes. —Dígame una cosa. La parte externa de Fuego del Aire es piedra pura. Pero aquí, en el interior, sólo hay madera. ¿Por qué? —Prefiero la madera, amigo mío. No soy una criatura de la tierra, y la piedra me ofende, su densidad me inhibe. Me siento más seguro con la madera. —Su mano se alzó, aleteó, volvió a caer en su regazo—. Árboles. Lo dijo como si fuera una palabra sagrada. En el silencio que siguió, empecé a sudar pese al frío. Yo por lo menos sabía adónde quería llegar. Me froté las palmas en el tejido de mis pantalones. Carraspeé. —Morodor… —Sí. Sus ojos estaban entrecerrados como si mi anfitrión se dispusiera a dormir. —Amo sinceramente a Marissa. —Lo sé. Pero no me pareció que hubiera amabilidad en su voz. Respiré profundamente.
—Nos hemos peleado. Según ella, yo veo un monstruo en usted. Morodor no se movió, sus ojos no se abrieron un milímetro, detalle que yo agradecí muchísimo. —En un mundo donde existen tantas posibilidades, lo que dice es cierto. Pero de todas formas también soy un hombre. Y el hermano de Marissa. Soy amigo… enemigo. Amo… criado. Todo reside en la percepción. — Continuaba sin moverse—. ¿Qué percibe usted, amigo mío? Me fastidiaba que él insistiera en llamarme su amigo. No contesté. —Si no es sincero conmigo, lo sabré. —Sus labios color de rubí parecieron curvarse por las comisuras—. Puede añadir algo a la nueva leyenda… si decide escribir sobre ella. —No tengo deseos de engañarle, Morodor. Estoy simplemente tratando de aclarar mis sentimientos. Creí que él hacía un ligero gesto de asentimiento. —Confieso que… su aspecto me resulta… inquietante. —Aprecio su candor. —Oh, demonios, pensaba que usted era espeluznante. —Comprendo. —Usted me odia ahora. —¿Por qué debo odiarle? ¿Porque adopta el punto de vista del mundo? —Pero eso fue al principio. Usted ha cambiado ya ante mis ojos. Dios sabe que lo he intentado, pero ahora su aspecto ni siquiera me parece raro. —Y eso le turba —dijo él, como si adivinara mis pensamientos. —Sí. Hizo otro gesto de asentimiento con la cabeza. —Muy comprensible. La turbación pasará. —Me miró—. Pero eso también le causa temor. —Sí —dije en voz baja. —Pronto tendrá que ver de nuevo a mi hermana. Sacudí la cabeza. —No le comprendo. —Por supuesto que no. —Su voz se había suavizado—. Tenga paciencia, amigo mío. Es muy joven para tirarse de cabeza por el
precipicio…, con el simple motivo de averiguar qué hay más allá. —Por eso vine aquí. —Lo sé. Pero ese tiempo ha pasado. Ahora la vida le tiene agarrado por el cuello y la lucha proseguirá hasta el final. —Sus ojos se abrieron bruscamente, tan ardientes como brasas—. ¿Y quién será el vencedor, amigo mío? Cuando sepa la respuesta, lo comprenderá todo.
Cené a solas esa noche. Había pasado varias horas buscando a Marissa, pero parecía haberse esfumado. Aburrido, por fin volví al comedor y me serví grandes cantidades de comida caliente. Me sentía aterrorizado y había pensado que ello actuaría como inhibidor de mi apetito. Pero, curiosamente, el efecto fue el contrario. Comí y comí como si tan sólo por ese medio pudiera mitigar mis temores. Me aterrorizaba Morodor, lo sabía. Pero ¿porque le temía o porque me gustaba? Después de la cena lo único que pude hacer fue arrastrarme escalera arriba, recorrí tambaleante el pasillo y me acosté sin desnudarme. Mi reposo fue profundo y sin sueños, pero al abrir los ojos era de noche todavía. Me volví en la cama, dispuesto a seguir durmiendo, y oí un ruido. Me incorporé bruscamente, con el vello de mi nuca erizado y tembloroso. Silencio. Y en pleno silencio, un extraño, débil grito. Salí de la cama con la intención de abrir la puerta que daba al pasillo, pero el grito sonó otra vez y volví la cabeza. El sonido procedía del exterior, de la negrura de la noche. Abrí de par en par los postigos y asomé la cabeza tal como había hecho mi primera noche en el castillo. En esta ocasión no había niebla. Las estrellas brillaban de forma intermitente al otro lado de la brumosa capa de nubes, con una luz fría y rabiosa; se encendían y apagaban como si pidieran ayuda en silencio. Al principio no vi nada, y sólo escuché el agudo suspiro del viento entre los pinos. Luego, hacia mi izquierda, a tanta altura que lo confundí con una nube, algo se movió.
Volví la cabeza hacia allí y vi una sombra mucho más oscura que una nube. Brotó con desquiciante rapidez, más negra incluso que la noche. ¿Un espectro, una ilusión, qué? El ruido de las batientes alas, correosas, córneas y, ¿qué?, costrosas, evocó en mi mente la imagen de un murciélago gigante. Asomé la cabeza todo lo que pude y vi que el monstruo se dirigía hacia las abiertas aberturas de la sala de las nubes. Crucé velozmente la habitación, salí y subí la escalera dando saltos gigantescos. En consecuencia, me hallaba falto de aliento cuando me lancé hacia el abierto umbral del nido de águilas, y sólo encontré allí a Morodor. Mi anfitrión olvidó rápidamente su fingida contemplación del cielo. —Debería estar durmiendo —dijo. Pero algo en su tono me indicó que mi presencia era esperada. —Algo me despertó. —No sería una pesadilla, espero. —Un ruido en la noche. Nada relacionado conmigo. —Normalmente hay mucho silencio. ¿Qué clase de ruido? —Parecía un chillido…, un grito terrible. Morodor se limitó a contemplarme, sin parpadear, hasta que me vi forzado a seguir hablando. —Me acerqué a la ventana y asomé la cabeza. Vi…, vi una sombra que no identifiqué con claridad. Oí el terrible ruido de unas alas. —Oh —dijo Morodor—, eso es completamente imposible. No hay ninguno aquí, me preocupé de que así fuera. Los murciélagos son fastidiosos, francamente. Como en el caso de los pulpos, me temo que es injusta la reputación que se les achaca. —¿Qué demonios he visto entonces? La mano de Morodor se alzó, cayó, describió el arco de un ala de ave. —Fuera lo que fuese, le ha forzado a subir hasta aquí. —¡De modo que había algo ahí fuera! —dije con aire de triunfo—. Lo admite. —Admito que yo deseaba verle —repuso meticulosamente Morodor—. El hecho es que usted está aquí.
—Usted y yo —dije—. Pero ¿y Marissa? He estado buscándola toda la tarde. Debo verla. —¿Considera sensato verla ahora, proseguir… lo iniciado sabiendo lo que usted sabe de mí? —Pero ella no es como usted. Son la sombra y la luz. La mirada de Morodor era fija. —Las dos caras de la moneda, amigo mío. La misma moneda. Estaba harto de sus respuestas ambiguas. —Es posible que usted no desee que yo la vea —dije bruscamente—. Al fin y al cabo, soy un forastero. No soy de Fuego del Aire. Pero si ello es así, permítame advertirle: ¡no pienso ceder! —¡Bien dicho! —Su mano se cerró—. Olvide lo que ha visto por la ventana de su cuarto. No tiene nada que ver con usted. Su tono era burlón. —Un pájaro —dije inciertamente—. Un simple pájaro. —Amigo mío —repuso él tranquilamente—, no existe ningún pájaro tan grande como el que ha visto esta noche. Y extendió la mano por primera vez. Noté su tacto frígido, sus largos dedos aferrando mi hombro con una fuerza que me dejó internamente marchito. —Venga —ordenó—. Ahí, al borde de la ventana. Me quedé inmóvil, paralizado de asombro cuando Morodor me soltó y se lanzó a la noche. Chillé, extendí los brazos para salvarlo, pensando que, a pesar de todo, su obvia melancolía indicaba un deseo de morir. Luego vi que su gran capa negra como el ébano se abría igual que una vela, impulsada hacia arriba por las contracorrientes y, por primera vez, contemplé el cuerpo que se ocultaba bajo los voluminosos pliegues. Yo pensaba que Morodor vestía esa prenda para impresionar, porque era parte de la leyenda. Pero en ese momento supe la verdad. ¿Qué importancia tenían para él las leyendas? Vestía la capa por razones prácticas. Bajo ella se extendieron las dos alas más extraordinarias que he visto nunca. Eran lustrosas y negras como la noche, tan distintas a unas alas de
murciélago como pueda imaginarse. En primer lugar, tenían plumas, o por lo menos estaban recubiertas de largas y sedosas tiras con aspecto de plumas. En segundo lugar, eran tan flexibles como un colibrí e igualmente tan hermosas. Y esa apariencia quedaba realzada por los gruesos tendones musculares que las unían a la espalda. Fue igual que contemplar el torso más bellamente desarrollado: marcado tono muscular combinado con tersas líneas. Y sin embargo… Y sin embargo había algo más, en sentido totalmente literal, porque se precisaba más musculatura a fin de que aquellas enormes alas soportaran el peso del resto del cuerpo. ¡Qué alas! De bruscos ángulos y con la fuerza y la delicadeza de una pincelada, batían el aire cual heroicos motores. Eran una creación espléndida, nada menos que un logro relevante, un pináculo evolutivo del Creador. Pero del asombro brotó el terror, y pensé: «¡Marissa! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Morodor pretende convertirla en esto. El brujo del amor». Sin decir palabra, di media vuelta y salí corriendo de la habitación. Tras bajar la escalera de tres en tres, regresé al segundo piso y encontré a Marissa dormida en mi cama. Con el corazón latiéndome como un martillo de fragua, acerqué una luz a la cara de la mujer. Pero no. La respiración salía sibilante de su boca. No había cambios. A pesar de todo mi miedo a Morodor y a lo que pudiera hacer con su hermana no aminoró. —¡Marissa! —musité apremiantemente—. ¡Marissa! ¡Despierta! Le di una sacudida pero ella no despertó. Tras desembarazarme de la vela, me agaché y cogí en brazos a Marissa. Di media vuelta, abrí la puerta de una patada y bajé apresuradamente la escalera. ¿Adónde pensaba ir en ese momento? La respuesta continúa siendo un misterio para mí. Lo único que recuerdo es que yo quería sacar a Marissa de aquel lugar. Sabía dónde estaba la abandonada trascocina, y ésa fue la ruta que seguí. En el exterior, el viento me alborotó el cabello, pero Marissa continuó dormida. Pasamos por el cuadro de azucenas atigradas y madreselvas, por el pasillo central del enorme jardín de rosas y llegamos al borde del laberinto.
Sin pensarlo, me introduje allí. El lugar estaba a oscuras. Más oscuro que la noche con sus altos muros de ébano, con la textura del estudio, amenazadores, al acecho por todas partes. Recorrí dando tumbos las estrechas sendas, giré al azar a izquierda y derecha hasta convencerme de que estaba totalmente perdido. Pero al menos Morodor no nos encontraría, y yo llevaba conmigo la única llave que permitía salir de allí. Jadeante, con los músculos doloridos, me arrodillé en la hierba y dejé a Marissa junto a mí. Miré alrededor. Lo único que oí fue el lejano silbido del viento, como si el tiempo lo apagara. Incluso el retumbo de la marea quedaba fuera del alcance del oído. Me senté y enjugué el sudor de mi frente sin dejar de mirar el dorado rostro, tan inocente en reposo, tan turbadoramente bello. No podía consentir que… Los ojos de la mujer se abrieron y la ayudé a incorporarse. —¿Qué ha pasado? —Me despertó un ruido extraño —le expliqué—. Vi a tu hermano fuera del castillo. Al principio pensé que era un pájaro, pero cuando salí para averiguarlo, le vi. Ella me miró sin decir nada. La cogí por los hombros. Yo estaba sudando otra vez. —Marissa —dije dulcemente—. Tu hermano volaba. Sus ojos se iluminaron. Se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios. —¡Eso ha pasado! Ha llegado el momento. —El momento —repetí como un estúpido—. El momento ¿de qué? —Del cambio —dijo ella como si hablara con un niño tonto. —Sí —contesté—. Lo sospechaba. Por eso te he traído al laberinto. Aquí estamos a salvo. Las cejas de Marissa se arquearon. —¿A salvo? ¿A salvo de qué? —De Morodor —dije, desesperado—. Aquí no podrá tocarte. Ahora no puede cambiarte. Seguirás siendo tal como eres. Nunca deberás tener el
aspecto de tu hermano. Por primera vez vi espanto en sus ojos. —No lo entiendo. —Marissa se estremeció—. ¿No te lo ha explicado? —¿El qué? —La abracé—. Salí corriendo en cuanto le vi… —¡Oh, no! —exclamó—. Todo echado a perder. ¡Todo! Escondió la cara en sus manos mientras lloraba amargamente. —Marissa —dije en voz baja, abrazándola con más fuerza—. Por favor, no llores. No puedo soportarlo. Te he salvado. ¿Por qué lloras? Me apartó de un empujón y me miró fijamente, con los ojos muy abiertos. Incluso bañada en llanto, Marissa tenía una exquisita belleza. Poco importaba que estuviera abrumada por la pena. Ninguna emoción parecía alterar sus facciones. Ni siquiera, así lo parecía, el mismo tiempo. Sólo Morodor, su perturbado hermano. —Él debería habértelo explicado. Debía haberte preparado —dijo entre sollozos—. Ahora todo se ha complicado. —Marissa —repuse mientras la acariciaba—, ¿no sabes que te amo? Lo he dicho y hablo en serio. Nada puede cambiar eso. En cuanto estemos lejos de aquí… —Dime, ¿cuán profundamente me amas? De pronto estaba heladamente tranquila. —¿Cuál es la profundidad de una emoción? Creo que el amor no es mensurable. —No estés tan seguro —musitó ella—, no hasta que haya terminado de hablar. —Colocó las manos ante su cuerpo, de tal forma que parecían la torre de una iglesia—. No es Morodor la persona que obrará el cambio. Eres tú. —¿Yo? —Y el cambio ya ha empezado. Mi cabeza daba vueltas y apoyé la palma de mi mano en el suelo para no perder el equilibrio. —¿Qué estás diciendo? —El cambio se produce únicamente cuando estamos enamorados y el otro nos corresponde. Cuando encontramos pareja. La emoción y su reflejo
liberan cierto catalizador químico oculto en las hélices de nuestro ADN, un catalizador latente hasta que es activado. —Sus dedos se entrelazaban y desunían ansiosamente—. No se trata de… una condición que puede crearse por sí sola. Es precisa la pareja. Así se produce. Un imperativo de la naturaleza. —¡No! —exclamé—. ¡No, no, no! Lo que estás diciéndome es imposible. ¡Es una locura! —Es vida, y simplemente vida. —¡Tu vida, no la mía! Me levanté, me tambaleé, pero no pude escapar de la mirada de sus ojos chispeantes. La contemplé con creciente horror. —¡Mentirosa! —grité—. ¿Dónde está la pareja de Morodor, si estás diciendo la verdad? —Lejos —dijo ella tranquilamente—. Alimentándose. —¡Dios mío! —Di media vuelta—. ¡Dios mío! Y golpeé la espinosa pared de un seto. —¿Es posible que el amor contenga tanto terror para ti? —preguntó Marissa—. Tienes una responsabilidad. Contigo mismo tanto como conmigo. ¿No es eso el amor? Pero yo no podía pensar con claridad. Sólo sabía que debía alejarme de los hermanos. «El cambio ya se ha iniciado», había dicho Marissa. Yo no quería ver los frutos de tan terrible metamorfosis. No después de haber conocido y amado tanto a Marissa, toda ella aire y sol. Las dos caras de la moneda. ¿No había comentado eso con Morodor? Cuánto debía de haberse reído él. Sí. Dos caras. Pero de la misma moneda. —¿No lo entiendes? —Escuché la voz, pero no miré a Marissa; me era imposible seguir mirándola—. No tienes nada que temer. Es tu destino…, nuestro destino, juntos. Sin dejar de aullar, me alejé de ella, me abrí paso dando manotazos, tambaleándome y tropezando en el interior del laberinto. Mi único pensamiento coherente era llegar al mar como fuera y lanzarme hacia su mecedor abrazo.
Nadar. Nadar. Y si tenía suerte, las olas me arrojarían a la blanda arena de alguna playa lejana, muy lejana. Pero la noche había cobrado vida, estaba llena de sombras que se alimentaban de mi terror. Y como un espejo, las sombras reflejaban las deformes y serpenteantes apariciones del fondo de mi alma, las lanzaban con rudeza hacia la luz para que yo las viera. Y alrededor el sonido de…
Alas. A pesar del horrendo tamboreo de la tormenta percibo ese sonido. El mismo sonido que se introdujo en mi profundo sueño aquella noche en Fuego del Aire y me despierto bruscamente. Entonces no lo sabía, pero ahora sí. Pero ahora sé muchas cosas que desconocía entonces. He tenido tiempo para pensar. Para pensar y para escribir. A veces ambas cosas son la misma. Como esta noche. Conciliación. Jamás he sido capaz de hacer eso. Jamás he querido hacerlo. Mi trabajo como escritor me mantenía fluido, iba de un sitio a otro a capricho de mi humor. Nueva York hoy, Capri mañana. El mundo era mi ostra. Pero ¿y yo? El ruido es más fuerte ahora: un agudo y plañidero silbido como viento entre pinos. Zumba en mi cerebro igual que si me hubiera tomado una botella de excelente champaña. Me siento mareado y algo más que eso. Mi cuerpo es ligero como una pluma. Porque yo lo sé. Lo sé. No hay nada más que excitación en mi interior en este momento. El miedo y el horror que experimenté en el laberinto se diluyeron. He dispuesto de seis meses para considerar mi destino. Morodor estaba en lo cierto: todos los casos son distintos. La entrada se transforma de acuerdo con la naturaleza de los individuos. Para mí ese umbral es el amor. Lo negué cuando Marissa me enfrentó al proceso de su mágica transformación. ¡Tanta belleza! ¿Cómo iba a
renunciar a ella? Pensé. He tardado todos estos meses en comprender que no temía perder a Marissa, sino a mí mismo. Marissa siempre será Marissa. Pero ¿y yo? Tememos los cambios más que cualquier otra cosa, y yo no soy distinto. No era distinto. He olvidado ya a la dorada criatura de Fuego del Aire: ella ronda en mis sueños aún pero yo recuerdo únicamente su temperamento. Es similar a la muerte, esta aceptación de la vida. Quizá sea aquí donde nacen las leyendas. Alrededor de mí la ciudad sigue durmiendo, a salvo y segura, arropada por los brazos de los mitos que ella misma ha creado. ¡Chitón! No te molestes en turbar su sueño. De todos modos nadie te escuchará. El batido de las alas es muy fuerte ahora, apaga incluso la intensa pulsación de la lluvia. Resuena en mi mente como latidos cardiacos, mengua mi vista, mi gusto, mi tacto, mi olfato. Pensaba que sólo mi afición a escribir podía dominarme de esa forma: estaba equivocado. Los postigos de mis ventanas están abiertos de par en par. Estoy empapado por la lluvia, el frígido viento me abofetea. Ambas cosas me mantienen a flote. Tiemblo al pensarlo. Amo. Amo. Esas palabras son un río de plata que ahueca mis huesos. Y ahora levanto la cabeza hacia el lugar donde la luna llena, la noche pasada, cabalgaba sosegada y clara, espectral ideograma escrito en el aire que me indica que es hora de renunciar a todo cuanto sé, de zambullirme hacia el centro de mi corazón. Seis meses han transcurrido y ha llegado el momento. Lo sé. Porque ahora el intenso rasgueo emana de ese punto. Pompom. Pom-pom. Pom-pom. El sonido del corazón. Por fin. Allí, en la noche, veo su cara. Ella viene a por mí.
Las flechas CHELSEA QUINN YARBRO
Es bastante normal (y bastante cierto) creer que un artista (de cualquier índole, pintor, escritor, actor, etc.) se diferencia mucho del ciudadano ordinario. Sin embargo, un artista tiene los mismos sentimientos que cualquier persona, e indudablemente los mismos temores. La diferencia básica reside en la reacción a dichos temores, la intensidad con que un artista los experimenta cuando son abrumadores. Chelsea Quinn Yarbro reside en California, es ávida aficionada a la música y autora de una pentalogía protagonizada por Le Compte St. Germain, un vampiro extraordinario y sumamente popular. También ha escrito obras de ciencia ficción, misterio y ensayos.
Apuntó muy despacio, concentrándose en el blanco. Su pulso era firme, su mente preternaturalmente despejada. Esta vez…, esta vez acertaría: contuvo la respiración. El pincel se movió, dejando una mancha de tosco color ocre oscuro bajo el bermellón. Witlin se echó hacia atrás y miró ceñudo el lienzo. —Mierda —murmuró mientras observaba enojado los resultados de su trabajo. Dios, ¿nunca estaría bien? Limpió el pincel en un viejo trapo ya rígido a causa de las costras de color y lo metió en una vetusta lata de café medio llena de aguarrás. El líquido había absorbido tanta pintura que tenía el color y la consistencia del barro. El sol de la tarde entraba sesgadamente en el desaseado cuarto que él denominaba su estudio, dándole un cegador brillo. Witlin se frotó la cara con ambas manos y ansió tener dinero para disponer de otra habitación mejor, una orientada hacia el norte y no hacia el oeste. Pero esos estudios eran caros y él casi no tenía dinero. Mejor eso que hacer dibujos al carbón para los turistas en el muelle, pensó, como pensaba todos los días desde hacía seis semanas. Mejor eso que hacer rótulos para la agencia de publicidad en la que le habían esclavizado durante tres años antes de que tuviera valor para trabajar por su cuenta. Y mucho mejor eso que los malempleados semestres en la escuela, donde solamente enseñaban refinadas formas de pintar revoltijos al óleo.
Se acercó a la ventana y contempló el parque infantil, tres pisos más abajo. Los niños jugaban allí una vez terminadas las clases del día. Corrían y gritaban, armaban tal alboroto que Witlin empezó a notar dolor de cabeza. Apoyó la frente en el vidrio y suspiró. Otro día perdido, y el cuadro peor que nunca. El día que la pidió, la excedencia de seis meses le había parecido un lujo, un voluptuoso lapso de tiempo, pero en realidad era insuficiente por completo. Una pelota de béisbol rebotó en el edificio y Witlin se sobresaltó con el ruido. El mundo estaba lleno de misiles apuntados, pensó. Pelotas de béisbol, proyectiles balísticos intercontinentales, flechas… No había ninguna diferencia. Se apartó de la ventana y maldijo el ruido que hacía la erupción debajo. Los niños no entendían lo que estaba haciendo él, no sabían cuán importante era.
Cuando terminó de limpiar los pinceles el sol estaba a punto de ponerse y los niños habían abandonado el parque. Witlin examinó el lienzo mientras se disponía a salir para hacer la cena más barata que encontrara. El cuadro no estaba bien, todavía no. Cierto inefable rasgo de realidad y sufrimiento seguía eludiendo al pintor. El lienzo en sí era grande, casi dos metros y medio de altura, y la figura de un tamaño algo superior al real. Ése no era el problema. Witlin sacó el manojo de bosquejos que habían sido la guía de su trabajo durante más de cinco meses. Chirriaron frenos en la calle, hubo un clamor de bocinas. Tras lanzar una maldición el pintor se arrodilló para recoger los papeles que habían caído al suelo. Uno de los bosquejos estaba roto: era un estudio de cabezas y cuellos y el irregular desgarro decapitaba limpiamente la mejor cabeza dibujada por Witlin. Juntó cuidadosamente los fragmentos aunque sabía cuán inútil era su gesto. No podría volver a mirar el esbozo sin ver el estropicio y pensar que había estado tan compuesto en su imaginación como arruinado en el papel. ¿Por qué era tan difícil? Esa pregunta le había atormentado durante varias semanas, le obsesionaba mientras hacía esfuerzos para llevar su
trabajo a la fructificación. ¿Por qué la atada figura de un hombre traspasado por flechas le atormentaba tanto? Había hecho ya cinco o seis dibujos iconográficos, pero durante el primer período de su excedencia, cuando su confianza era elevada y nada parecía fuera de su alcance. Esa situación había cambiado. Oh, sí, había cambiado. El olor de frituras flotaba en el aire procedente del piso de abajo y Witlin notó que su estómago se encogía. Las hamburguesas habían llegado a ser tan exquisitas y exóticas como antaño un relleno hecho con chateaubriand. Él tenía que contentarse con sopa y bollos duros en la cafetería local. Con una dieta así haría durar sus fondos otras dos semanas. En su situación actual, el pintor apenas tenía dinero para el otro tubo de verde halo que precisaba; la comida tendría que aguardar hasta que él dispusiera del material necesario. Un televisor sonaba a todo volumen, emitiendo música y la voz de un locutor que proclamaba la superioridad de un neumático sobre los demás. —Basura. Witlin estaba disgustado con todo, sobre todo consigo mismo. Había estado tan seguro de poder pintar ese san Sebastián que al principio sólo hizo bosquejos superficiales del tema. La duda le asaltó dos meses atrás, cuando hizo la primera tentativa. El lienzo yacía apoyado en la pared, vuelto del revés para que el pintor no lo viera. Aquel primer esfuerzo fue poco intenso, como casi todo su trabajo hasta entonces. Cuando aún no había concluido ni siquiera la mitad del fondo, Witlin comprendió que no había proporcionado suficiente campo de acción a sus ambiciones, y que necesitaba un lienzo más grande. Eso condujo al segundo intento, quemado haría más de tres semanas. En ese momento estaba trabajando en la quinta versión, y sabía igualmente que había fracasado. —No es posible —dijo al lienzo, desafiándolo—. Lo haré. Juro que lo conseguiré. No podía soportar la idea de que todos sus esfuerzos hubieran acabado en nada. Miró ceñudamente su paleta, como si quisiera culpar a los colores, al aroma de los óleos. Estaba empleando pintura de la mejor clase disponible, había atirantado, aprestado, frotado y aprestado de nuevo el
lienzo, preocupado porque la superficie fuera la apropiada y la pintura no se agrietara. —Pero el cuadro debe tener valor —murmuró mientras raspaba y limpiaba la paleta. Echó los restos de pintura en un envase de leche con la tapa cortada. Cuando por fin hubo limpiado la destartalada buhardilla, Witlin salió y no olvidó cerrar la puerta y echarse la llave al bolsillo.
Una semana más tarde estaba desesperado. Sacó su navaja y apuñaló el cuadro, en los puntos donde había perfilado flechas introducidas en la carne del santo. —¡Toma! ¡Toma! ¡Toma heridas, maldito seas! En su arrebato volcó la mesa de una patada, la mesa donde tenía el material. Pinceles, tubos de pintura, trementina, aceite de linaza, yeso de París… todo voló por los aires, rebotó y quedó diseminado en el suelo. Witlin se arrodilló, sollozante, sin apenas reparar en las nuevas manchas de su descolorida vestimenta. —¡Maldito, maldito, maldito! —canturreó, dominado por la sensación de fracaso. Hubo bruscos golpes en la puerta. —¿Señor Witlin? ¡Señor Witlin! —sonó la voz de su patrona, irritada y tímida a la vez. El pintor tardó un segundo en dominarse antes de contestar. Se puso en pie con torpes movimientos y avanzó dando tumbos hacia la fuente del sonido. —¿Señora Argent? —gritó tras un momento de duda. —¿Qué está pasando ahí, señor Witlin? —preguntó la mujer, en un tono que pretendía ser exigente pero que sólo reflejó mal humor. El pintor parpadeó al contemplar la confusión que había creado. —Yo…, he tropezado, señora Argent. —¿Está usted bien, señor Witlin? Era más una acusación que una muestra de inquietud.
—Creo que sí —contestó él, ansiando que la mujer se fuera y le permitiera arreglar el desorden que le rodeaba. —¿Qué es ese olor? Witlin suspiró. —Supongo que es la trementina —dijo, en tono de niño castigado—. Se ha…, caído al suelo. Supo que había cometido un error en el mismo momento que pronunciaba estas palabras. —Creo que será mejor que me deje pasar, señor Witlin —repuso su patrona con plañidera determinación. De mala gana, el pintor abrió la puerta y se hizo a un lado. La señora Argent tenía un rostro puntiagudo, de roedor, no con el atractivo de un conejo sino contraído y malvado; se parecía mucho a una rata. Además se comportaba como una rata, comprobó Witlin mientras la patrona examinaba los daños: mantenía las manos pegadas al pecho, y la cabeza, con su contraída barbilla, echada hacia adelante. El pintor casi veía crisparse la nariz de la mujer. Tardíamente encontró algo que decir. —Iba a recogerlo ahora mismo. No pensaba molestarla. —Dios bendito —fue lo único que dijo ella, pero había condena en todas sus arrugas—. ¿Qué ha estado haciendo aquí, señor Witlin? —Pintar, como ya le dije cuando alquilé… Estuvo a punto de añadir «la buhardilla», pero se contuvo porque sabía que a la patrona le disgustaba ese término, por más real que fuera. —¿Recogerlo? Pero… fíjese en el suelo. ¿Se irá esa porquería? ¿Y si lo ha estropeado? Bueno, por lo menos no hay alfombra aquí, pero esto…, señor Witlin, no sé qué decir. Sí, usted recogerá todo, y si queda alguna mancha o hay otro… problema, tendremos que revisar sus responsabilidades y hacer algún arreglo financiero. Cruzó los brazos sobre su magro pecho. Witlin rebosaba nerviosismo. No tenía dinero para mudarse, y mucho menos para alquilar otra habitación. Este conocimiento lo espoleó…, y le forzó a adoptar una postura defensiva que en otra situación habría rechazado.
—Escuche, señora Argent, si hay algún problema, el que sea, yo mismo lo resolveré. Si opina que las manchas de las tablas no van a salir, bien, yo soy pintor, capaz de pintar un suelo tanto como un cuadro. Haré un buen trabajo, señora Argent. No la desilusionaré. Y será más fácil limpiar una superficie pintada que simples maderas. Imposible saber qué pensaba ella de su oferta. El rostro de la mujer se arrugó de pronto y miró fijamente al pintor. —Señor Witlin, no quiero chapuzas en mi casa. —No —convino al momento Witlin—. Naturalmente que no. —Pensó en las destartaladas plantas del jardín, las raídas alfombras de la escalera, los sueltos pilares de la barandilla, la agrietada y desprendida pintura de los marcos de las ventanas—. Será un trabajo perfecto, señora Argent. Y — añadió, inspirado por su miedo— yo mismo pagaré la pintura. El semblante de la patrona se calmó un poco. —Tendré que aprobar la calidad y el color de la pintura —dijo sin pensarlo. —Oh, sí. Naturalmente, sí. Su alivio era tan estruendoso que hasta él mismo lo oyó, pero ya no le importaba que la señora Argent le juzgara como un loco irresponsable. Estaba más preocupado por el precio del barniz para el suelo. Podría pagarlo si prescindía de la comida en la cafetería y se conformaba con un huevo y una tostada por las mañanas. —Baje a avisarme en cuanto haya limpiado esto —dijo con decisión la señora Argent—. Quiero ver qué consigue. —Contempló desdeñosamente la habitación—. Esos dibujos de hombres desnudos… ¡Y usted se considera artista! Le lanzó una mirada de triunfo y salió airadamente de la buhardilla. Witlin empezó a recoger el cuarto. No logró apartar de su memoria la expresión de fascinado asco de la señora Argent.
Pintar el suelo costó dos días, y el secado, otro. Durante ese tiempo Witlin pasó tantas horas como pudo en el parque cercano, para huir del tufo,
que le mareaba. Tenía picor en los ojos, y si intentaba dibujar, su vista vacilaba tanto que sólo conseguía trazar líneas vagas y torpes, no los decididos gestos que imaginaba. En dos ocasiones la policía le dijo que se fuera de allí; cuando el pintor argumentó que era vecino del barrio, los agentes amenazaron con detenerle por vagancia o algo peor. Witlin no osó protestar, aunque le irritaba ser confundido con uno de aquellos pordioseros que dormitaban en los bancos de los parques e importunaban a los paseantes más opulentos pidiéndoles limosna. El pintor no había podido comprar nuevas hojas de afeitar en la última semana y su cara exhibía rasguños y una barba cerdosa como prueba de ello. «Podría dejarme crecer la barba», pensó. Como hacían muchísimos artistas. No había nada malo en ello…, de hecho, era casi lo que se esperaba de un artista. En momentos como ése, pensaba en san Sebastián, que casi nunca era mostrado con barba. San Sebastián, el joven, el arquero muerto por sus propios hombres, con el cuerpo erizado de flechas. ¡Cuánto le obsesionaba esa visión! Por eso seguía afeitándose, y día a día los resultados eran cada vez más toscos. En cuanto el suelo estuvo seco y la señora Argent dio su aprobación a regañadientes, Witlin prosiguió su trabajo. En esta ocasión eligió el mejor lienzo posible y dedicó más tiempo del acostumbrado a estirarlo en el enorme armazón que había preparado al efecto. Le dolieron los brazos a causa del esfuerzo. Dos veces dejó de desayunar y compró una barra de chocolate, con la esperanza de que el rico dulce le proporcionara más energía para su tarea. En cuanto la estanca calidad del preparado le satisfizo, cogió un carboncillo e inició, una vez más, el bosquejo. En esta ocasión el trabajo fue mejor, o eso pensaba Witlin. La enorme extensión del cuadro, su mero tamaño físico, prometía causar un impacto del que sus esfuerzos anteriores habían adolecido. No importaba haber tenido que inclinar y asegurar el lienzo para que encajara bajo el poco alto techo, no importaba tener que estar subido en un taburete para alcanzar la parte más alta. Esta vez la obra sería perfecta: sería su obra maestra.
Witlin se echó atrás para contemplar el cuadro, que casi estaba terminado. Estaba mejor, indudablemente mejor, pensó él, que cualquiera de sus anteriores tentativas. Sin embargo no alcanzaba la calidad de la imagen que el pintor había albergado en su mente durante todos aquellos meses. Trabajar con un lienzo enorme había sido útil, eso era indudable. Había sido capaz de reflejar el tormento del santo, las flechas profundamente introducidas en su cuerpo, las facciones resignadas y agónicas al mismo tiempo. De eso podía estar orgulloso. Pero el resto…, el resto era otro problema. Witlin quería mostrar la pesadez del cuerpo, que colgaba a causa de ataduras y flechas, el desfallecimiento ante la inminente muerte, la irrevocabilidad de ésta. Esos detalles aún no aparecían en el cuadro, pese a tanto trabajar y pensar, sólo estaban en la mente del pintor. La buhardilla era asfixiante esa tarde de mayo. El sol machacaba las ventanas y el ambiente rebosaba calor. Witlin se sentía ligeramente indispuesto, aunque estaba resuelto a ignorar su malestar, a perseverar. Debía terminar. A finales de ese mes se quedaría sin dinero y no podría continuar pagando el alquiler. No era tan tonto como para suponer que la señora Argent le permitiría continuar allí si no le entregaba los setenta y cinco dólares que ella exigía. Debía estar preparado para mudarse, aunque no imaginaba adónde podía ir. Pensaría en ello en otro momento, cuando hubiera terminado su san Sebastián. Miró ferozmente el lienzo, se esforzó en idear medios para corregir la falta de vida que tanto le disgustaba. Las heridas, ése era el problema, decidió. No eran reales. Cualquier observador sabría que estaba contemplando pintura, no sangre, y los orificios abiertos de las flechas pintadas tenían una apariencia igualmente falsa. No era carne sagrada desgarrada por metal y madera, era pigmento. —Un caso perdido —murmuró mientras se sentaba en el taburete y se limpiaba los ojos con la última punta relativamente limpia del trapo que sostenía.
No sabía qué hacer. No podía seguir concentrándose, por mucho que intentara despejar su cabeza de todo lo que no era el cuadro. ¿El color? ¿Cuál era el problema? La luz, tan resplandeciente, tan ardiente, podía haber alterado sus percepciones, de tal forma que le impedía ver con la claridad precisa. ¿O acaso la luz que entraba por las ventanas era tan intensa que él no podía ya valorar los matices y méritos de sus cuadros? ¿Causaría más impacto un rojo más intenso? ¿Tenía que dar un tono más pálido a la sangre, para sugerir que san Sebastián se hallaba profundamente conmocionado? ¿Qué faltaba en el lienzo? ¿Le había confundido el ángulo con que había tenido que trabajar, de modo que había distorsionado el cuadro sin saberlo? ¿O se trataba de algo más hondo, algo más profundo? Quizás el fallo no residiera en el lienzo, ni en la pintura, ni en el ambiente, sino en él mismo como artista… Quizá le asustaba la realidad del sufrimiento del santo, tal vez la aversión se había reflejado en el lienzo. Imposible forzarse a examinar con detalle sus emociones, por miedo a descubrir sus impresionantes carencias. Decidió que intentaría arreglar los colores en primer lugar. Eso podía hacerlo con relativa facilidad. El resto tendría que meditarlo más tarde, cuando estuviera más preparado para examinar su estado anímico. Verde para las sombras de la piel, un toque de mostaza en los puntos alcanzados directamente por los rayos del sol poniente. Anaranjado acidógeno para que la sangre brillara más (¿era cierto que el color de la sangre se parecía más al del óxido que al de los rubíes?) y cinco variedades de color castaño para la madera de las flechas. Y blanco, grandes cantidades de blanco, para las plumas, para los toques de luz, combinado con otros colores, para proporcionar brillantez al cuadro. Qué pena que las pinturas al óleo no fueran totalmente transparentes, como vidrio de color, y tener la fuerza de su opacidad. Otros pintores habían logrado ese efecto, esa luminosidad. ¿Por qué no podía él? ¿Qué le impedía hacer con su mano lo que su mente concebía de modo tan total? Llegó la puesta del sol, y con ella los dispersos tonos que solían irritar al pintor. Pero Witlin no le prestó atención alguna. No se dejaría distraer por el ocaso, por las alteraciones en los colores que le rodeaban, por los cambios
de luz. Eran excusas, ninguna razón válida justificativa de su fracaso. Si tenía derecho a llamarse artista, también tenía la obligación de situarse por encima de las intrusiones no relacionadas con su trabajo. Cuando cayó la noche, Witlin siguió pintando, con el atestado estudio iluminado por dos peladas bombillas. El pintor se sentía igual que un acólito que por fin comprueba su vocación.
—De verdad que lo siento, señor Witlin —dijo la señora Argent en un tono indicativo de que mentía—. Si pudiera, le dejaría quedarse unas semanas más. Pero, claro, no puede decirse que usted tenga un empleo. Si estuviera buscando trabajo, señor Witlin, sería otra cosa. Pero usted es… pintor. —Y mi trabajo es importante, señora Argent —repuso él con indiferencia. Había dejado de preocuparse respecto a cómo o dónde encontraría un sitio para vivir, ni siquiera le preocupaba no encontrar ninguno—. San Sebastián es inmortal. Más de lo que usted o yo podemos decir. Su patrona le miró sorprendida. —Bien, tendré que rogarle que se vaya el fin de semana a menos que pague el alquiler. Y no aceptaré excusas. —Naturalmente que no —contestó él, mientras pensaba que con eso dejaba resuelto el asunto—. El miércoles le comunicaré qué he decidido hacer. La expresión de ella se hizo más mordaz, y un tono plañidero apareció en su voz. —Y tendrá que dejar bien limpia la habitación. Basta de tontadas de pintar el piso. Huele tan mal que no sé si alguien querrá alquilarla. Tendrá que reservar un día por lo menos para rascar la pintura. —Si es preciso… —convino Witlin. —Lo es —insistió la patrona con un despreciativo gesto—. Ha estado aquí varios meses con sus pinturas. Usted puede estar acostumbrado, pero hay otras personas que… —Sus ojos recorrieron la buhardilla, y se
detuvieron acusadores en pinturas y pinceles como si identificaran incriminadoras pruebas—. Ya es suficiente con que quiera pintar cosas como ésa, pero el olor es más de lo que puedo soportar. Witlin tomó aliento dispuesto a protestar, pero su protesta brotó en forma de suspiro. Imposible explicar a otra persona qué opinaba él del olor de la pintura, tan exquisito como el aroma de la comida y en muchos aspectos más necesario. Se limitó a asentir. —Haré todo cuanto pueda, señora Argent. E intentaré conseguir dinero. Lo haré. —Bien… —La patrona le miró, muy dudosa—. Usted no se parece en nada a los inquilinos que suelo tener, señor Witlin. Si puede ir a otro sitio, tal vez sería más conveniente para usted… Dejó la frase a medias, como rogando al pintor que le ahorrara la necesidad de añadir algo. —Señora Argent, no quiero mudarme. No tengo dinero. No dispongo de tiempo. ¿No lo entiende? Estoy a punto de acabar la obra que quiero crear. Sé que todavía no tiene muy buen aspecto, es sólo el fondo y algunos colores, pero éste es el mejor cuadro de mi vida. Lo es. Extendió sus manos hacia la superficie del lienzo como si se las calentara en una hoguera. La patrona hizo otro gesto despreciativo. —No es la clase de cuadro que yo…, estoy acostumbrada a ver. — Dedicó una regañona mirada al lienzo—. Y además, con la cara de usted incluida… Fue el único comentario que logró pronunciar, y lo hizo en voz tan condenatoria que el pintor no se atrevió a protestar, aunque no estaba de acuerdo con la observación de la mujer. —Hablaré con usted mañana, señora Argent. Quiero…, quiero trabajar un rato más. —Se volvió hacia las ventanas—. La iluminación no es la mejor para un artista, pero tengo que aprovecharla al máximo. En especial si debo encontrar otro estudio. El cuadro no será tan bueno. No era una acusación, puesto que él estaba internamente convencido de que no habría traslado. Estaría allí mismo cuando terminara su obra.
—Muy bien, señor Witlin —dijo la señora Argent, sin esforzarse en ocultar su desaprobación—. No quiero excusas si no consigue dinero para su proyecto. Pague o váyase. —Retrocedió, dispuesta a cerrar la puerta—. Y no quiero que trabaje toda la noche. Molesta a los demás inquilinos cuando hace eso. —En esta fase del cuadro no trabajo por la noche, señora Argent — explicó el pintor con una severa mirada—. Se necesita mucha luz en esta fase. La mujer aspiró por la nariz un instante para mostrar su duda, y salió de la buhardilla. Witlin apenas reparó en su marcha. Su mente estaba concentrada de nuevo en el cuadro, y en ninguna otra cosa aparte del glorioso sufrimiento de san Sebastián.
Le dolía la cabeza, una mezcla de hambre y enojo que le carcomía interiormente. Se había levantado con el alba y reanudado el trabajo, y en ese momento la puesta del sol distorsionaba los colores de su lienzo. ¡Y qué colores! Por fin la reluciente figura atormentada por el dolor emergía de la lisa superficie, cobraba la clase de realidad que el pintor sólo había soñado hasta entonces. Witlin estaba aturdido por el triunfo, y su pulso era un torbellino. Hizo una pausa para poner un poco más de pintura en la paleta, y pensó vagamente en lo apetitoso que era el soberbio y grueso gusano de color. La idea fue suficiente para hacerle ansiar el sabor de la pintura, como si ésta tuviera un sabor especial. Witlin la rozó con el pincel, y notó un escalofrío que ascendía por su brazo, tan eléctrico como una caricia. El primer toque del pincel en el lienzo le hizo temblar. Sostuvo ansiosamente el mango de madera, con dedos trémulos, casi con miedo a moverse y poner fin a las maravillosas sensaciones. Después de otra hora de trabajo, dio unos pasos atrás al ver que el cielo estaba oscureciéndose ya. Le sorprendió descubrir cuánto había adelantado y con cuánta rapidez había transcurrido el día. Sus pensamientos quedaron confusos a causa de lo que veía, porque por fin percibía una sombra de la
visión existente en su imaginación. Nada podía ser tan vívido, tan abrumador como las impresiones que le impulsaban a pintar, pero Witlin comprendió que algo aproximado a ese intenso fulgor estaba al alcance de su mano. Contempló las crispadas y enjutas facciones del santo, y se preguntó si la señora Argent estaba en lo cierto, si él, sin saberlo, había reflejado su efigie en aquel semblante. Había sucedido anteriormente, recordó: Miguel Ángel aparecía en su «Juicio Final», Gauguin se incluyó en sus arboledas tropicales, el rostro de Rembrandt, Tintoretto, Cézanne, Van Gogh, Botticelli, Giracault y el resto de ilustres del catálogo brillaba, se arrugaba, sonreía, atisbaba y miraba en sus obras. Witlin no se atrevía a contarse entre ellos, pero ansiaba equipararse a los famosos en integridad ya que no en inmortalidad. Tendría que examinar más atentamente su cara la próxima vez que intentara afeitarse.
Sabiendo que debía ver su rostro con más claridad, esa noche Witlin rebuscó entre los botes de basura, con la esperanza de hallar fragmentos de comida desechada y hojas de afeitar de un solo uso que le permitieran asearse durante sus últimos días. Sabía que estaba adelgazando por falta de alimento, pero eso no era importante para él. Conforme los huesos iban asomando con más claridad en sus alargadas facciones, el pintor captaba una nitidez de las líneas que no había visto hasta entonces, y el detalle le complació. Si realmente estaba usando su cara como modelo, en ese momento era más merecedora de tal honor que anteriormente, cuando la complacencia había confundido y suavizado ángulos y planos de modo tan vulgar que jamás habría servido al san Sebastián de su obra. Satisfecho de su aspecto por primera vez desde hacía más de una semana, Witlin decidió llevar su espejo al estudio. Hasta entonces había desdeñado tales métodos, pero puesto que le quedaba poco tiempo y el cuadro estaba casi acabado, corrió el riesgo y esperó que la intrusión no alterara los logros anteriores. Le costó casi una hora, y el pintor lamentó hasta el último segundo perdido, situar el espejo de forma que le permitiera contemplarse sin reflejar inoportuna luz en el lienzo. Después se puso a
trabajar febrilmente, ya que no deseaba perder ni un segundo más en tales consideraciones. Los olores de la pintura y la trementina eran como drogas para él y el tufo saciaba sus sentidos con más intensidad que el vino. Estaba tan absorto en su trabajo que no oyó los golpes en la puerta hasta que se convirtieron en estruendo. Se apartó del lienzo con una mano en la frente, a fin de despejar su mente lo bastante para responder. —¡Señor Witlin! —gritó la señora Argent, que estaba usando los dos puños para llamar. El pintor se alejó del cuadro dando tumbos y buscó una inclinada viga de madera para sujetarse. —¡Sí, señora Argent! —contestó—. ¡Estaba… durmiendo un rato! —¡Abra la puerta inmediatamente! No había incertidumbre en su voz, ni rastro de la plañidera vacilación que Witlin consideraba ya normal, y el pintor se estremeció ligeramente al comprender que la patrona estaba completamente enojada con él. —En seguida —dijo mientras avanzaba a tientas hacia la puerta—. Un momento. —Ahora mismo, señor Witlin —le ordenó la mujer. La señora Argent asomó su enrojecida y afilada cara en el instante en que la puerta estuvo suficientemente abierta para permitírselo. —Tengo que hablar con usted, señor Witlin. —Pase —balbuceó el pintor—. Estaba trabajando y… —Sé que ha estado aquí —dijo ella, negándose a usar el término trabajo para las ocupaciones del inquilino—. En toda la casa estamos escuchando sus murmullos, su ir y venir. —Es necesario —repuso él mientras pensaba en un medio para librarse de la patrona. La mujer le distraía, con sus ojos voraces y sus rapaces manitas—. No pretendía molestarle… —Me parece muy bien —le interrumpió. Sus manos se dirigieron hacia sus caderas—. Pero hay quejas. ¿Lo entiende? No puedo gobernar esta casa si todo el mundo viene a verme para quejarse del inquilino de arriba. —Señora Argent… —empezó a decir, pero no imaginó palabras que ella pudiera aceptar o entender.
—¿Bien? —Tengo trabajo que hacer. Casi he terminado. Apenas oía su propia voz, y la mirada de la mujer le indicaba que ella no estaba prestando atención alguna a lo que decía. —¡Este cuarto apesta! —afirmó la señora Argent con más irritación que nunca—. ¿Qué ha estado haciendo aquí, señor Witlin? —Recorrió la buhardilla con los ojos—. No ha limpiado el suelo, ¿eh? Me prometió que limpiaría el cuarto antes de marcharse… —Señora Argent —la interrumpió el pintor, incitado a protestar por la conducta de la patrona—. Limpiaré el cuarto, todo lo que hay ahora, en cuanto termine el cuadro. Hacerlo antes sería una inútil pérdida de tiempo. ¿Lo comprende? Me queda poco trabajo que hacer, y será… —Señaló el lienzo—. Mírelo, señora Argent. Quiero que vea lo que hago. Tiene que comprender cuánto significa para mí. De nuevo la patrona miró iracunda la buhardilla —Veo el cuadro. Pintarrajos y manchas… Bueno, no sé nada de arte. Estoy muy ocupada atendiendo a los inquilinos de esta casa, señor Witlin. No dispongo de tiempo para el arte. O lo que sea esto. El pintor no escuchó casi nada de lo anterior; su mente se había concentrado en una frase concreta. —¡Pintarrajos! —exclamó—. ¿Opina que son simples pintarrajos? ¿Es que no ve…? No, naturalmente, no lo ve. Gente como usted tira huevos a la «Mona Lisa». Derriban un mural de Rivera para poner una casa de vidrio llena de oficinas. Piensa tener derecho a ignorarme porque no tengo un trabajo regular. ¡Piensa que eso me convierte en un vago y en un gorrista! Pero no es cierto. Se apartó de la mujer, convencido de que ella jamás le entendería dijera lo que dijese, por mucho que se esforzara en explicarle su opinión y su trabajo. —Está loco —musitó la señora Argent mientras se alejaba del pintor, con un brazo en alto a modo de protección—. Está loco de remate. Witlin suspiró. —Supongo que lo estoy, para usted.
—Usted es un peligro —prosiguió ella, sin escucharle. —Señora Argent, no hable… —Quiero que se vaya. No me importa el alquiler. Quiero que esté fuera de mi casa mañana por la noche. —Sus ojos estaban vidriosos, su cara paralizada en una desagradable sonrisa—. Tiene que irse. Witlin frunció el ceño. —Me quedan algunos días, y ya le prometí que pagaría el alquiler. — Notaba que el dolor de cabeza iba aumentando en su cráneo, arrebatándole la sensación de bienestar que había experimentado pocos momentos antes —. Tengo que acabar el cuadro, señora Argent. —Naturalmente. Lo acabará. Pero no en mi casa. Era su última palabra. Todos los detalles de su postura, expresión y tono lo confirmaban. Se acercó a la puerta, flaca, estirada y precavida como un insecto. Witlin pensó en una mantis, en una delicada y rapaz criatura a la espera de devorar desventuradas víctimas. —Le pagaré el alquiler —dijo el pintor con un tono que confiaba fuera razonable. —No quiero dinero. Quiero que se vaya de aquí. Quizás estaba más resuelta que nunca cuando cerró bruscamente la puerta. Witlin contempló el pomo y deseó pensar que el encuentro había sido un sueño. Contuvo el impulso de bajar tras la patrona hasta los pisos inferiores, donde seguramente ella estaría deleitando al resto de los inquilinos con extravagantes historias sobre las actividades del pintor. Su trabajo era más importante que unas insignificantes mentiras, más importante que el dinero, el tiempo o cualquier otra cosa. Aguardó en silencio varias horas, vio desaparecer la luz, las espectrales sombras de la noche que se apoderaban de la buhardilla, blanqueando primero a san Sebastián, cubriéndolo luego con una gasa color índigo. Había escasa corriente de aire, por lo que Witlin pensó que las motas estaban eternamente suspendidas como minúsculos planetas en el cargado ambiente. La noche rodeó al pintor, dejándolo con una sensación de vacío y carencia de forma. Ya no sabía quién era, porque el color le había
abandonado y su mundo estaba sumido en tinieblas. Para pasar el tiempo, se buscó el pulso en la muñeca, y sufrió una moderada sorpresa al percibir el latido. Bajo su mano, su pecho se alzaba para respirar. Todavía estaba vivo, pero ya no creía estarlo, no cuando tanta noche le rodeaba. Cerca de la medianoche salió de la buhardilla y bajó furtiva y quedamente la escalera, deteniéndose al menor ruido. Una vez en la calle arrastró los pies hacia la tienda de licores, donde ofrecían bocadillos del día anterior a mitad de precio. Al manosear la pelusa de su cara se preguntó si tendría suficiente valor para robar un paquete de cuchillas de afeitar. Deseaba estar aseado cuando terminara el cuadro.
Al final se encerró en la buhardilla, con todas sus antiguas e insatisfactorias obras formando una barricada junto a la puerta. No tenía intención alguna de marcharse, cuando san Sebastián revoloteaba de forma tan tentadora cerca ya de la culminación. Dos veces había oído voces el pintor, fuertes y tumultuosas, al otro lado de la puerta, pero finalmente le habían dejado en paz para continuar su trabajo. Apenas le quedaba pintura, y ese detalle debería haberle preocupado, pero no era así. Bastaría. San Sebastián no le decepcionaría. Sólo los rojos eran precariamente flojos, ya que los tubos sólo vertían grumos de color. Witlin tocó con el dedo el rosado pezón de pigmento que había puesto en la paleta. El acto le devoró con su sensualidad, tan pura que se quedó sin aliento. Si no le hubiera importado desperdiciar la pintura, la habría aplastado para notar como trepaba por su dedo como un calamar, más complaciente que la carne. Witlin dudó. Ése era el problema de la pintura, se dio cuenta, y la verdad le abrumó terriblemente. Era una pintura blanda y dúctil, maleable, una sustancia cuya fuerza no superaba la potencia de tonos y matices de gran intensidad. Gritó, soltó el pincel y se llevó las manos a la cara para ocultar la enormidad de su fracaso. San Sebastián no era real, jamás lo sería. No podía terminarlo. Cualquier cosa que pusiera en aquel lienzo, aunque la obra fuera de mayor tamaño y tuviera colores más brillantes y
sombras más acentuadas, no sería nunca más que un simple reflejo, pálido y tímido, del poder de su visión. Su mano cayó con fuerza sobre el lienzo, confundiendo todos los colores en una mancha al agitarla deliberadamente. El cuadro le había fallado, siempre le fallaría y traicionaría su talento de todas las formas concebibles. ¡Había aceptado un fraude! Hizo un esfuerzo para dejar de sollozar, pero era imposible contener tanta angustia y al cabo de unos instantes cesó en sus intentos. Su cuerpo se estremeció y tembló, sus manos se convirtieron en garras, armas para extirpar la parodia burlesca que el mismo, falsamente seducido, había creado. Su mano fue de la paleta al lienzo, agarró pintura, embarró la superficie con otros pigmentos que tenían ya el color y la consistencia del barro. Era una satisfacción pírrica pero no le quedaba otra. Imposible vengarse de modo apropiado. Había llevado a ambos a la ruina, a él mismo y a san Sebastián, por culpa de la brillante promesa de productos químicos diluidos en óleos. ¡Cuántos pintores se habrían arruinado de forma similar! La idea le produjo mareo y Witlin aulló a causa del dolor. ¿Y cuántos pintores supieron antes de morir el peligro que corrían? De pronto Witlin se irguió, su pena se aquietó. Había un medio, aún quedaba un medio. Él demostraría qué era el arte, no con aquella insignificante imitación que había disfrazado de arte durante tanto tiempo. Sí, existía un medio, y sólo se precisaba un poco de resolución. Sería más fácil hacer frente a eso que arrostrar su total desesperación. El pintor se limpió la cara con el borde de la manga, manchada también de pintura, y no se preocupó por los rojos y amarillos que quedaron en su piel. Eso no era nada, menos que nada. Tuvo que estar buscando casi una hora, pero por fin encontró la navaja bajo unos andrajos. La cogió con imperioso gesto y fue a buscar los pinceles con los ojos rebosantes de ansiedad. Los artistas que no se ponían a prueba jamás conocían el terrible gozo de la dedicación, y a lo largo de sus meses de soledad Witlin había notado que su devoción pasaba de una esperanza mal definida a la total certidumbre. Pero su atención había estado erróneamente concentrada, y él iba a remediarlo, iba a rehabilitarse.
Empezó a tallar las puntas de los mangos de los pinceles, cuidando de que quedaran simétricas y afiladas. Luego cogió el paquete de hojas de afeitar que había robado en la tienda de licores, y recordó que debía reservar un par de cuchillas para hacer pedazos el embustero y engañoso lienzo.
Cuando por fin la puerta se vino abajo, Witlin apenas pudo alzar la cabeza. Le fue imposible ver quién había entrado, ya que la buhardilla estaba sumida en las sombras del ocaso. Oyó una apagada exclamación de asombro y un consternado juramento que le disgustó. Él no había hecho eso para disgustar, sino por arte. —Oh, Dios mío —balbuceó la señora Argent antes de salir aturdida de la buhardilla para no vomitar por culpa de lo que había visto. —No —protestó Witlin. Pero le quedaba escasa voz para que alguien le oyera. Además, al respirar, las flechas hundidas profundamente en su carne le dolían. El dolor había sido agudísimo al principio, cuando se las clavó, como las flechas de san Sebastián, en el muslo, el hombro, el brazo, el costado y el abdomen, atado con las ligaduras apresuradamente obtenidas con los restos del lienzo. Sufrió un espasmo, y otro, tensando las ligaduras que lo ataban a la viga. Pero no importaba. Había usado solamente sus mejores y más largos pinceles para hacer las flechas, y le complacía pensar que por fin había logrado algo de mérito.
Talento THEODORE STURGEON
Se da por sentado que los niños no son seres humanos normales. No les han enseñado los refinamientos de la vida, tales como la moral, la honradez, la verdad y las sombras grisáceas que se retuercen alrededor de ellos. Ni tienen los vicios de la edad adulta; por eso nosotros los llamamos inocentes despreocupadamente y anhelamos ser jóvenes otra vez. Pero los niños no siempre son buenos, en especial en el trato entre ellos mismos, y cuando no son normales en ningún sentido respetable del término, poco podemos hacer aparte de buscar un lugar donde ocultarnos. Theodore Sturgeon escribe mucho, y muy bien, sobre el amor en todas sus formas, y aunque normalmente se limita al género de la ciencia ficción, de vez en cuando se adentra en la Fantasía Siniestra para demostrar a sus lectores que no siempre es el hombre amable y gentil que ellos piensan.
La señora Brent y Preciosa estaban sentadas en el porche de la casa de campo cuando el pequeño Jokey salió furtivamente del granero y se acercó de puntillas a ellas. Preciosa, que tenía rizos había cumplido ya siete años y era muy aseada, dejó de columpiarse y observó al niño. La señora Brent estaba leyendo una revista. Jokey se detuvo al pie de los escalones. —¡Mamá! —dijo con voz ronca. La señora Brent se sobresaltó violentamente, se echó demasiado hacia atrás en la mecedora y su abultado peinado chocó con las tablas. —¡Santo cielo, bru… pequeñín, me has asustado! Jokey sonrió. —Dientes rotos —dijo Preciosa. —Si buscas a tu madre —dijo en tono razonable la señora Brent—, ¿por qué no entras y hablas con ella? —Ah-h-h… —vetó la sugerencia Jokey, muy disgustado. Miró la casa —. ¡Mamá! —chilló, en un tono que hacía pensar en muerte y desastre. Hubo un estruendo en la cocina, y pasos ligeros. La madre de Jokey, la señora Purney, salió apartando un mechón de pelo de sus asustados ojos. —Oh, el postre —se lamentó. Bajó corriendo y cayó de rodillas junto a Jokey—. ¿Te ha pasado algo, eh? Oh, pero si yo… —¡Dame una moneda! —dijo Jokey. —Por favor —sugirió Preciosa. —Claro que sí, cariño —balbuceó la señora Purney—. Te doy mi palabra, sí. La próxima vez que vayamos a la ciudad, tendrás una moneda.
Dos, si eres bueno. —Dame una moneda —repitió siniestramente Jokey. —Pero, cariño, ¿para qué? ¿Qué harás con una moneda aquí? Jokey extendió la mano. —Aguantaré la respiración. La señora Purney se levantó, aterrorizada. —Oh, cariño, no. Oh, por favor, no hagas eso. ¿Dónde está mi bolso? —En la estantería, yo no llego —dijo Preciosa, sin rencor —Oh, sí, ahí está. Bueno Jokey, espérame aquí y yo… Y el sonido de su parloteo se apagó en el interior de la casa. La señora Brent alzó los ojos al cielo y no dijo nada. —Eres un sinvergüenza —dijo Preciosa. Jokey la miró con dignidad. —¡Mamá! —gritó imperiosamente. La señora Purney salió corriendo al instante, con una moneda en la mano. —Ella me ha llamado sinvergüenza —anunció Jokey, señalando a la niña con el mismo gesto que le permitía coger la moneda. —¡No! —dijo sin aliento la señora Purney, conteniéndose—. Creo señora Brent, que su hija debería tener mejores modales. —Los tiene, señora Purney, y los utiliza cuando es apropiado. La otra mujer la miró extrañada, decidió que la señora Brent no quería ofenderla con esa frase (se equivocaba) y volvió la cabeza hacia su hijo, que caminaba resueltamente hacia el granero. —¡No te hagas daño, Charcos! —gritó. No obtuvo respuesta alguna y, tras sonreír vagamente a la señora Brent y a la niña, regresó a la cocina. —Charcos —dijo Preciosa pensativamente—. Seguro que sé por qué llama así a Jokey. ¿Te acuerdas del perrito de Gladys que…? —Preciosa —la interrumpió la señora Brent—, no has debido emplear una palabra como ésa con Joachim. —Supongo que no —convino la pequeña con idéntico tono pensativo —. En realidad ese niño es un…
La señora Brent, que estaba observando los esculpidos y sonrosados labios, se apresuró a intervenir. —¡Preciosa! —Sacudió la cabeza—. Te he pedido que no digas esas cosas. —Papá… —Papá se pilló el dedo en la puerta de la camioneta. Eso fue distinto. —Oh, no —corrigió Preciosa—. Estás hablando de la vez que él abrió solamente a medias la puerta doble, a oscuras. Cuando se pilló el dedo dijo… —¿Te gustaría mirar mi revista? Preciosa se levantó y se desperezó con delicadeza. —No, gracias, mami. Voy al granero a ver qué piensa hacer Jokey con la moneda. —Preciosa… —Sí, mamá. —Oh… nada. No pasa nada. Pero no te pelees con Jokey. —No a menos que él se pelee conmigo —replicó la niña, sonriendo encantadoramente.
Preciosa llevaba unos zapatos nuevos de cuero garantizado, con sólidos tacones y amplias correas sobre los empeines. Se veían muy limpios y relucientes encima de los calcetines amarillos. Caminó con cuidado por la senda, evitó las húmedas hierbas que se inclinaban sobre los bordes y se desvió, muy formal ella, al topar con un riachuelo de barro. Jokey no se hallaba en el granero. Preciosa recorrió el lugar, y olió con deleite los diversos aromas de la paja desmenuzada, el seco heno y el estiércol. Al otro lado, junto a la puerta de carga, se encontraba la pocilga. Jokey estaba de pie en la valla corredera. A sus pies tenía un montoncito de manzanas verdes. Cogió una y la arrojó con toda su fuerza contra la cerda parda. La fruta hizo ¡paff! en la cruz del animal y la hembra emitió un ¡jonk!. —¡Eh! —exclamó Preciosa.
¡Paff-jonk! El niño miró a Preciosa, refunfuñó en silencio y cogió otra manzana. ¡Paff-jonk! —¿Por qué haces esto? ¡Paff-jonk! —¿Has oído? Mi mamá dijo lo mismo cuando le di en la barriga. —¿Sí? —Y ahora ésta —dijo Jokey mientras cogía una manzana— es una piedra. Escucha. La lanzó. ¡Chaff-jo-o-o-onk! Preciosa quedó impresionada. Sus ojos se abrieron mucho, y dio un paso atrás. —¡Eh, mira por dónde vas, estúpida! El niño corrió hacia Preciosa, la cogió rudamente por el bíceps izquierdo y la echó contra la valla. La pequeña gritó y se frotó el brazo…, para limpiar la mugre, y mucho más indignada que espantada. Jokey no le prestó atención. —Tú y tus pies brillantes —gruñó. Estaba sobre una rodilla, buscando a tientas dos ramitas escondidas en el suelo y separadas veinte centímetros—. ¡Podías haberlos aplastado! Preciosa, con la atención centrada en sus zapatos nuevos, estaba repasando uno de ellos. Abrillantó la punta, los pulidos lados, y poco a poco la complacencia volvió a la niña. —¿Qué? Con las ramitas, Jokey apartó la tierra y, una a una, destapó a las cinco minúsculas, desnudas y ciegas criaturas que yacían enterradas allí. Apenas medían dos centímetros, y tenían arrugadas patitas y movedizos hocicos. Se retorcían. También había hormigas. Hormigas muy atareadas. —¿Qué son? —Ratones, estúpida —dijo Jokey—. Crías de ratón. Los encontré en el granero. —¿Cómo han llegado aquí? —Yo los traje.
—¿Cuánto tiempo han estado aquí? —Cuatro días más o menos —dijo Jokey mientras los ocultaba de nuevo—. Duran mucho. —¿Sabe tu madre que estos ratones están aquí? —No, y será mejor que no digas nada, ¿oyes? —¿Te azotaría tu madre? —¿Ella? La palabra brotó en forma de incrédula burla. —¿Y tu padre? —Ah, supongo que a él le gustaría zumbarme. Pero no tiene ninguna posibilidad. Mamá tendría un ataque. —¿Quieres decir que se pondría furiosa con él? —No, estúpida. Un ataque. Ya sabes, arañazos al aire y espuma en la boca, y todo eso. Se cae al suelo y se retuerce. El niño lanzó una risita. —Pero… ¿por qué? —Bueno, es la única forma de manejar a papá, supongo. Él siempre quiere hacer algo conmigo. Pero no le deja, así que yo puedo hacer lo que me dé la gana. —¿Y qué haces? —Eres muy chafardera. —No creo que puedas hacer cualquier cosa, apestoso. —Ah, ¿no? —La cara de Jokey se enrojeció. —¡No, no puedes! Hablas mucho, pero no sabes hacer nada. El niño se acercó a ella y le echó el aliento en la cara, como hace el hombre de la barba desgreñada al vaquero de buen aspecto atado a los barriles de dinamita en las películas de los sábados. —No puedo, ¿eh? Preciosa no cedió terreno. —¡De acuerdo, ya que eres tan listo, veamos qué ibas a hacer con esa moneda! De forma asombrosa, Jokey se avergonzó. —Te reirías —dijo.
—No, no me reiría —repuso ella sinceramente. Dio un paso al frente, abrió mucho los ojos, meneó la cabeza de tal modo que sus dorados rizos se agitaron y añadió con voz dulce—: De verdad que no me reiría, Jokey… —Bueno… —dijo él, y se volvió hacia la pocilga. La cochina de color tostado estaba frotando su lomo en la valla y gruñía quedamente. Les dispensó una breve mirada de sus ojos bordeados de rojo y continuó con sus pensamientos. Jokey y Preciosa se alzaron sobre la buhardilla más baja y contemplaron el amplio lomo de la cerda. —¿No se lo dirás a nadie? —preguntó el niño. —Claro que no. —Bueno, vale. Ahora, escucha. ¿Has visto alguna vez una hucha con forma de cerdo? —Claro que sí —dijo Preciosa. —¿Muy grande? —Bueno, tengo una así de grande. —Bah, eso no es nada. —Y mi amiga Gladys tiene una así de grande. —Puaf. —Bueno —dijo Preciosa—, en la ciudad, en unos grandes almacenes, vi una así de grande. Y separó sus manos casi un metro. —Ésa es bastante grande —admitió Jokey—. Ahora te enseñaré algo grande de verdad. —Y mirando a la cerda de color tostado, dijo muy serio —. Eres una hucha. La cochina dejó de frotarse contra la valla. Quedó totalmente inmóvil. La pelusa de sus costados desapareció. Era dura y reluciente, tan reluciente como los sólidos zapatos de la niña. En medio del ancho lomo había una ranura…, o había estado allí siempre, por lo que Preciosa sabía. Jokey sacó una caliente y sudada moneda y la dejo caer por la ranura. Hubo un rebote lejano, vítreo, un «clic» en un espacio hueco, el interior de la cerda.
La señora Purney salió al porche y se dejó caer en una mecedora de mimbre con un suspiro de fatiga. —Son revoltosos, ¿verdad? —dijo la señora Brent. —No lo sabe usted bien —gimió la señora Purney. Las cejas de la señora Brent se alzaron. —Preciosa es un modelo de conducta. Eso opina su maestra. No fue fácil conseguirlo. —Sí, es una niña muy buena. Pero mi Joachim…, tiene talento, ¿sabe? Por eso es un niño tan difícil. —¿A qué se refiere? ¿Qué sabe hacer? —Cualquier cosa —dijo la señora Purney tras una ligera vacilación. La señora Brent la miró, vio que los cansados ojos estaban cerrados e hizo un gesto de indiferencia. Así se sentía mejor. ¿Por qué las madres insistían siempre en que sus hijos eran mejores que los demás? —Pues mire, mi Preciosa —explicó—, y no se lo digo porque sea mi hija, mi Preciosa toca muy bien el piano para una niña de su edad. Caramba, ya va por el tercer libro y aún no ha cumplido ocho años. —Jokey no toca el piano —dijo la señora Purney, sin abrir los ojos—. Estoy segura de que podría hacerlo si quisiera. La señora Brent comprendió que podía tratarse de un alarde muy inclusivo y, muy sensata, se abstuvo de comentar más pormenores. Adoptó otra táctica. —¿No le parece, señora Purney, que mostrando firmeza es fácil que un niño sea obediente y educado? La señora Purney abrió por fin los ojos, y miró con aire de preocupación a la señora Brent. —Un niño debe querer a sus padres. —¡Oh, naturalmente! —dijo sonriente la señora Brent—. Pero estas ideas modernas de rodear a un niño de amor y libertad hasta el punto de convertirlo en un tirano… ¡Bueno! ¡No soporto eso! Naturalmente no me
refiero a Joachim —se apresuró a añadir, dulcemente—. Es una «preciosidad» de niño, con franqueza… —Hay que darle todo lo que pide —murmuró la señora Purney, en tono muy extraño, con furia y como si recitara las palabras—. Hay que tenerlo contento. —Debe quererlo mucho —espetó cruelmente la señora Brent, resuelta de pronto a provocar alguna reacción en aquella débil e indulgente criatura. Y obtuvo lo que deseaba. —Lo odio —dijo la señora Purney. Había vuelto a cerrar los ojos, y estaba casi risueña, como si pronunciar esas palabras fuera algo largo tiempo anhelado. Después se irguió de repente, con sus claros ojos muy abiertos, se cogió el labio inferior y lo retorció hacia un lado en un gesto absurdo. —No quería decir eso —se explicó, casi jadeante. Se precipitó hacia la otra mujer y vociferó—: ¡No hablaba en serio! ¡No se lo diga al niño! Nos hará cosas. Aflojará las vigas de la casa mientras dormimos. Convertirá el desayuno en serpientes y ranas, y hará aparecer otra vez esa bocaza con dientes en la puerta del horno. ¡No se lo diga! ¡No se lo diga! La señora Brent, sobresaltadísima y sin entender una palabra de todo esto, extendió instintivamente las manos y abrazó a la otra mujer.
—Puedo hacer muchas cosas —dijo Jokey—. Puedo hacer cualquier cosa. —Caramba —exclamó la sorprendida Preciosa sin dejar de mirar la hucha de porcelana—. ¿Qué piensas hacer ahora? —No lo sé. Dejaré que vuelva a ser un cerdo, supongo. —¿Puedes convertirlo otra vez en cerdo? —No tengo que hacerlo, estúpida. Será un cerdo sin ayuda. En cuanto yo me olvide de la hucha. —¿Siempre pasa eso? —No. Si reventara esa hucha tan vieja, tardaría más, y el cerdo estaría chafado cuando volviera a ser un animal. Lleno de tripas y sangre —agregó
con una risita tonta—. Una vez hice eso con un ternero. —Caramba —dijo Preciosa, todavía con los ojos desorbitados—. Cuando seas mayor podrás hacer todo lo que quieras. —Sí. —Jokey estaba complacido—. Pero puedo hacer todo lo que quiero ahora mismo. —Su frente se arrugó—. Aunque a veces no sé qué voy a hacer después. —Lo sabrás cuando seas mayor —dijo ella, muy convencida. —Oh, claro. Tendré una casa en la ciudad, miraré por las ventanas y transformaré personas en patos, serpientes y otras cosas. Haré moscas tan grandes como halcones, o como caballos, y las soltaré en las escuelas. Derribaré los edificios viejos y despachurraré a la gente. Cogió una manzana verde y la lanzó con precisión hacia la cerda parda. —Oh, y no tendrás que hacer prácticas de piano, ni escuchar a las maestras —dijo Preciosa, entusiasmada por las posibilidades—. Caramba ni siquiera tendrás que… ¡Oh! —¿Qué pasa? —Ese escarabajo. Los odio. —Sólo es un ciervo volante —dijo Jokey con aires de superioridad—. Fíjate. Voy a enseñarte algo. Sacó una caja de cerillas y encendió una. Sostuvo al escarabajo con sus sucios dedos y acercó la llama a la cabeza del animal. Preciosa observó con gran atención hasta que la criatura dejó de retorcerse. —Esos bichos me asustan —dijo cuando el niño se levantó. —Eres una cobardica. —No es verdad. —Sí, es verdad. Todas las niñas son unas cobardicas. —Y tú eres un marrano y apestas —dijo Preciosa. Jokey se acercó rápidamente a la pocilga y cogió un buen puñado de la porquería que había junto al comedero. Por entre sus piernas, Jokey lanzó la mugre hacia la niña con un amplio gesto de su mano, de tal modo que el barro salpicó a Preciosa en los hombros y la parte delantera del vestido, y un gran y húmedo grumo cayó en la punta de su reluciente zapato izquierdo.
—¿Y ahora quién es una marrana? ¿Quién apesta ahora? —cantó el niño. Preciosa alzó su falda y la contempló con horror y asco al mismo tiempo. Sus ojos se llenaron de lágrimas de ira. Sollozante, se lanzó contra Jokey. Lo abofeteó con la torpeza de una niña, como si le diera manotazos en los hombros. Lo abofeteó de nuevo. —¡Eh! ¿A quién estás pegando? —exclamo Jokey, asombrado. Retrocedió y de pronto sonrió maliciosamente—. Ya te ajustaré las cuentas. Y desapareció sin decir nada más. Lloriqueando a causa de la furia y el asco, Preciosa cogió un puñado de hierba y empezó a limpiarse el zapato. Algo se movió en su campo visual. La niña miró, chilló y retrocedió. Era un enorme ciervo volante, de tamaño tres veces superior al normal, y se arrastraba velozmente hacia ella. Otro escarabajo, o quizás el mismo, salió al encuentro de la niña en el rincón. Con sus sólidos y relucientes zapatos negros, Preciosa pisó al del rincón, con tanta fuerza que la pantorrilla estuvo doliéndole y picándole durante la siguiente media hora.
Los hombres habían vuelto cuando la niña regresó a la casa. El señor Brent había estado inspeccionando las cercas del señor Purney. Nadie se acordó de Jokey antes de la partida. La señora Purney tenía un aspecto abatido y asustado, y pareció alegrarse de que la otra mujer se marchara antes de que Jokey se presentara para cenar. Preciosa no dijo nada cuando le preguntaron por qué iba tan sucia, y dadas las circunstancias, la señora Brent creyó preferible no hacer demasiadas preguntas. En el coche, la señora Brent comentó con su esposo que pensaba que Jokey acabaría volviendo loca a la señora Purney. Ella misma estuvo a punto de volverse loca, la mañana siguiente, cuando apareció Jokey. Casi entero.
Era sorprendente, sí, cuántos restos de escarabajo habían quedado pegados al sólido zapato negro. Y cuando llegó el momento, los restos se transformaron en lo que el matrimonio encontró debajo de la cama de su hija.
Siempre al corazón CRAIG SHAW GARDNER
La gente siempre ha creído que no hay nada que no se pueda hacer si uno se lo propone, en especial cuando se trata de buscar, y encontrar, La Verdad. La parte difícil es convencer a otros de que realmente hemos encontrado lo que ellos buscaban… o rehuían. Craig Shaw Gardner se halla entre lo mejor de la última generación de escritores de terror, y sus relatos han sido publicados en casi todos los mercados importantes de Fantasía Siniestra.
No siempre abrían los ojos. Ése era un detalle que las películas interpretaban erróneamente. Pero si abrían los ojos, había que introducir la estaca bien y deprisa, antes de que pudieran chillar y despertar a los demás. Las películas siempre simplifican los problemas. Ésa es una de las primeras cosas que aprendí, después de conocer a los vampiros. Vampiros reales, no sombras en una película, seres auténticos, parte de un mundo de polución, semáforos y tiendas abiertas toda la noche. Estaba a punto de escribir «carne y sangre» auténtica. He tenido que contenerme. Los vampiros no son nada de eso. Los ojos de Verónica, o los ojos del ser que antaño había sido Verónica, se abrieron bruscamente cuando coloqué la afilada madera en el espacio situado entre sus pechos. Ella era una vampira fuerte, yo siempre lo había sabido. Golpeé la estaca con el mazo de hierro, introduciéndola por el esternón hasta el corazón antes de que ella se resistiera. Antes de que ella pudiera recobrar su poder. No tuvo tiempo de chillar. Sus ojos reflejaron horror, su boca se abrió en un jadeo que mostró sus afiladísimos dientes. Y todo acabó. La madera atravesó el corazón. Verónica se estremeció un momento y quedó inmóvil. Saqué el machete de la caja de herramientas y separé cabeza y cuerpo, de modo que Verónica no pudiera nunca volver a ser vampira. Como última medida, llené la boca de ajos. Siempre es útil estar seguro en tales asuntos. Deposité el mazo, el machete y los ajos restantes en la caja de herramientas y cerré con fuerza la tapa. Regresé a la ventana por donde
había entrado. Por entonces había hecho lo mismo tantas veces que casi era una rutina. Pero no podía consentirme un nuevo descuido. Había sido descuidado una vez, y los vampiros estuvieron a punto de vencerme. Todavía estaba pagando ese error. Me habían enviado a Verónica. Son muy listos. Casi me convertí en uno de ellos. Se enteraron de mi existencia gracias a mi primer fallo. Yo había mostrado piedad, y vacilé cuando lo correcto es matar. La noticia de mi misión se propagó por su comunidad, difundida por la vampira a la que permití vivir una sola noche más. A partir de entonces me conocían. Sabían cuáles iban a ser mis sentimientos hacia Verónica, y que ella iba a introducirse en mi vida cuando yo más la necesitaba. Me han oído hablar de películas. Así recuerdo a Verónica, como si la hubiera conocido en una película. La vi por primera vez en un restaurante, avanzando bamboleante entre las mesas. Caminó hacia mí igual que si Ingrid Bergman hubiera salido de «Casablanca». Era después del anochecer, por supuesto. Prefiero lugares concurridos en cuanto anochece. La multitud, siempre había pensado yo, me protegía de ellos. Estaba cenando solo. Ella lucía un vestido negro, una prenda de sencillo corte que hacía fascinante su figura. Su largo cabello era castaño oscuro, y su cara estaba pálida bajo él. Me resultó imposible apartar la vista de ella. Primero me sedujo la carnosidad de sus labios, luego el ángulo de sus pómulos y finalmente el color de sus ojos. Los tenía verdes, verdes con motas azules. En cuanto la vi comprendí que tenía que hablar con ella. Verónica me miró un momento y pasó junto a mí. Experimenté el primer instante de miedo. Habría hecho cualquier cosa con tal de que ella no se alejara de mi vida. Pero ella volvió a mirarme, y no vio al camarero. La bandeja le golpeó un hombro. El camarero equilibró la bandeja con destreza, pero Verónica cayó contra una silla. Yo estaba de pie ya cuando eso sucedía. Ella había recuperado la estabilidad cuando me acerqué. Le pregunté si estaba bien. Verónica sonrió
y contestó que sí. —Si no fuera tan terca siempre. —Se echó a reír—. Tantas dificultades sólo porque me he quedado sin cigarrillos. Le ofrecí uno de los míos. Ella lo aceptó y me preguntó si me importaría que se sentara un momento. Creía haberse torcido un poco el tobillo. Si bien caminaba como Ingrid Bergman, fumaba como Bette Davis; con lentitud, aspirando profundamente mientras se contemplaba los dedos. Después alzó los ojos hacia mí y sonrió. Siempre sonreía con los labios cerrados. Verónica me explicó que esperaba a cierta persona desde hacía horas. Un ex amante, supuse. Dijo que estaba nerviosa y que por eso fumaba mucho. Pasamos la noche hablando, y más tarde la llevé a mi casa. ¡Cómo te engañan los sentidos cuando la mente no quiere ver! Verónica me pareció dulce, cordial y humana la primera vez que hicimos el amor. Tal era su poder, por supuesto. Tal era su propósito. Los vampiros auténticos alteran tu forma de pensar, y te ocultan su verdad, son personalidades frías. Si tu voluntad es bastante fuerte, a veces te das cuenta a pesar de todo. Yo lo comprendí casi demasiado tarde, y mientras tanto ella iba extrayendo mi sangre en secreto noche tras noche. Lo habían planeado bien, tentarme con la trampa de Verónica. Ella y yo éramos inseparables entonces. A diferencia de sus otras hermanas nocturnas, le habían concedido una familia, una madre y una hermana, ambas humanas. O eso pensaba yo entonces. Ella me llevó a conocerlas, a la luz del día. Otro punto que las películas falsean. Aunque en el «Drácula» de Stoker no había error. A veces los vampiros fuertes pueden pasear a la luz del día. Yo era feliz entonces, hasta el día en que ella insistió en marcharse. Ése fue su fallo. Pensó que ella dominaba la situación por completo. No bastaba que yo aceptara sin quejas sus insignificantes críticas. No, Verónica tenía que coger su poder y retorcerlo, obligarme a serpear. Me dijo que yo era demasiado posesivo. Mis atenciones eran halagadoras, pero… Me di cuenta entonces de cuán fría era su cara. Siempre había sido fría, ésa era la verdad, pero su poder me había impedido verlo. Siempre usan su
poder para aplastar a las víctimas. Otro detalle al que las películas no se han aferrado; los vampiros no sólo tratan de robarte la sangre, sino también el alma. Pero Verónica estaba muy segura de sí misma, era demasiado voraz. Por fin miré su pálida y exangüe cara tal como realmente era, y noté el filo natural de sus dientes. Tenía que cumplir mi deber otra vez. Igual que con Carolyn, Sandra, Karen y Sally, la primera que logró que yo me descuidara. Y tal vez tuviera que hacer lo mismo con la madre y la hermana de Verónica. De nuevo trepé por la ventana, salté a la habitación y vi la cara de Verónica, pacífica mientras dormía, pálida bajo su oscuro cabello. Su piel era totalmente blanca a la luz de la luna. Dormía desnuda en su cama. Sus espléndidos pechos subían y bajaban con la respiración, y tardé un instante en situar la estaca sin tocar de momento la piel. La estaca y el mazo deben colocarse precisamente así. Hay que ser cuidadoso en estos asuntos. Hay que golpear con fuerza y seguridad, antes de que tengan tiempo de chillar. Y siempre hay que apuntar al corazón.
Nona STEPHEN KING
Cuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción tiende a perder la perspectiva, el control… O, en vez de eso, entrega el control a otra persona. Pero, a pesar de la momentánea satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente: la libertad. Y la reacción es variable: disgusto con uno mismo, autocompasión, horror…, y algo peor. El éxito de Stephen King se basa menos en las historias que narra que en el cuidado hacia los personajes sobre los que escribe. Dicho cuidado hace reales a los personajes, y con ello los relatos se hacen igualmente reales. En cuanto eso sucede, no hay escape posible, tanto si uno quiere como si no.
No sé cómo explicarlo, ni siquiera ahora. No sé decir por qué hice aquellas cosas. No supe decirlo en el juicio, tampoco. Y aquí hay mucha gente que se interesa por ello. Hay un psiquiatra. Pero yo guardo silencio. Mis labios están sellados. Excepto aquí, en mi celda. Aquí no guardo silencio. Me despierto dando gritos. En el sueño la veo andando hacia mí. Viste una túnica blanca, casi transparente, y su expresión es de deseo y triunfo combinados. Llega hasta mí cruzando una oscura habitación con suelo de piedra y yo huelo a secas rosas de octubre. Sus brazos están abiertos y yo voy hacia ella con los míos extendidos para abrazarla. Siento pavor, repugnancia…, e indecible nostalgia. Pavor y repugnancia porque sé qué clase de lugar es éste, y nostalgia porque amo a esa mujer. Siempre la amaré. A veces deseo que la pena de muerte existiera todavía. Un corto paseo por un oscuro corredor, una silla de recto respaldo provista de un casco de acero, grapas…, luego una rápida sacudida y estaría con ella. Conforme nos aproximamos en el sueño, mi temor aumenta, pero me es imposible alejarme de ella. Mis manos aprietan el liso plano de su espalda, su piel cercana bajo la seda. Ella sonríe con esos hondos, negros ojos. Su cabeza se inclina hacia la mía y los labios se separan, preparados para el beso. Ahí es cuando ella cambia, se arruga. Su cabello se vuelve áspero y enmarañado, pasa de negro a un horrible tono pardo que se derrama por la
cremosa blancura de sus mejillas. Los ojos menguan y se convierten en cuentas. El blanco de los ojos desaparece y ella me mira con ojos tan minúsculos como dos pulidos fragmentos de azabache. La boca se transforma en unas fauces en las que sobresalen torcidos dientes amarillentos. Trato de chillar, intento despertarme. No puedo. Estoy atrapado de nuevo. Siempre estaré atrapado. Estoy apresado por una inmensa y fétida rata de cementerio. Las luces oscilan ante mis ojos. Rosas de octubre. En alguna parte una campana toca a muerto. —Mío —musita este ser—. Mió, mío, mío. El olor a rosas es su aliento mientras se abalanza sobre mí, flores muertas en un osario. Entonces grito, y despierto. Creen que lo que hicimos juntos me ha vuelto loco. Pero mi mente sigue funcionando de un modo u otro, y jamás he desistido de buscar las respuestas. Sigo deseando saber cómo fue todo… y qué fue… Me permiten tener papel y una pluma con punta de fieltro. Y voy a poner todo por escrito. Responderé todas las preguntas y quizás al hacer eso pueda encontrar la respuesta a otras dudas personales. Y cuando haya terminado, hay otra cosa. Algo que no me permitieron tener. Algo que cogí. Está ahí, debajo del colchón, un cuchillo del comedor de la cárcel. Debo empezar hablándoles de Augusta. Mientras escribo es de noche, una magnífica noche de agosto perforada por relumbrantes estrellas. Las veo a través de la reja de mi ventana, que da al patio de ejercicios y permite ver un trozo de cielo que puedo tapar con los dos dedos. Hace calor, y estoy desnudo si se exceptúan los calzoncillos. Oigo el suave ruido veraniego de ranas y grillos. Pero no puedo recuperar el invierno simplemente cerrando los ojos. El amargo frío de aquella noche, la desolación, las duras e insociables luces de una ciudad que no era la mía. Era el catorce de febrero. Fíjense, recuerdo todos los detalles. Miren mis brazos…, cubiertos de sudor, con carne de gallina. Augusta…
Cuando llegué a Augusta estaba más muerto que vivo, tanto frío hacía. Había elegido un buen día para decir adiós al escenario de la universidad y viajar en autostop al oeste. Pensé que iba a morir congelado antes de salir del estado. Un policía me había echado a patadas en el enlace interestatal, amenazando con detenerme si me sorprendía con el pulgar extendido otra vez. La lisa extensión de autopista con cuatro carriles había sido como la pista de aterrizaje de un aeropuerto; el viento aullaba y arrastraba membranas de nieve polvo, chirriaba en el pavimento. Y para los anónimos Ellos sentados detrás de las vidrieras de seguridad, todos los que están de pie en el enlace en una noche oscura son violadores o asesinos, y si tienen cabello largo puede añadirse además una acusación de pederastas y maricas. Lo intenté un rato en la carretera de acceso, pero en vano. Y hacia las ocho menos cuarto comprendí que, si no llegaba pronto a un sitio caliente, acabaría desmayándome. Anduve dos kilómetros y medio antes de encontrar un bar gasolinera en la 202, justo dentro de los límites de la ciudad. COMILONAS JOE, decía el anuncio luminoso. Había tres grandes camiones estacionados en el aparcamiento de grava, y un sedán nuevo. Había una marchita guirnalda navideña en la puerta que nadie se había molestado en retirar, y junto a ella un termómetro con el mercurio situado bajo la raya del cero. No tenía nada para taparme las orejas aparte del cabello, y mis guantes de cuero estaban rotos. Las puntas de mis dedos parecían objetos de adorno. Abrí la puerta y entré. El calor fue lo primero que me sorprendió, acogedor y magnífico. Después, una canción montañesa que sonaba en el tocadiscos automático, con la inconfundible voz de Merle Haggard: «No dejamos que nuestro pelo sea largo y desgreñado, como hacen los hippies en San Francisco». El tercer detalle que me sorprendió fue La Mirada. Te enteras de lo que es La Mirada cuando dejas que el pelo te caiga por debajo de los lóbulos de las orejas. En ese mismo momento la gente sabe que no eres de los Leones,
ni de los Alces, ni de la Asociación de Veteranos de Guerra. Sabes qué es La Mirada, pero nunca te acostumbras a ella. En ese instante las personas que estaban dedicándome La Mirada eran cuatro camioneros que ocupaban una sola mesa, otros dos en la barra, un par de ancianas con sencillos abrigos de piel y el cabello teñido de azul, el encargado de las comidas rápidas y un torpe muchacho con burbujas de jabón en las manos. Había una mujer sentada en el extremo más alejado de la barra, pero solamente miraba el fondo de su taza de café. Ella fue el cuarto detalle que me sorprendió. Todos tenemos edad suficiente para saber que no existe el flechazo. Es algo que inventaron los poetas para poder hablar del influjo erótico de la luna. Algo para chicos que se cogen la mano en el baile de fin de curso, ¿de acuerdo? Pero ver a esa mujer me hizo sentir algo. Pueden reírse, aunque no lo harían si la hubieran visto. Era casi insoportablemente hermosa. Comprendí que sin duda alguna todos los clientes del establecimiento pensaban lo mismo que yo. Del mismo modo que sabía que ella habría sufrido La Mirada antes de llegar yo. Tenía un cabello negro como el carbón, tan negro que parecía casi azul bajo los fluorescentes. Le caía sueltamente sobre las hombreras del caído abrigo color canela. Su piel era blanca como la leche, con una suavísima pincelada de sangre que subsistía bajo la epidermis…, el frío que había traído consigo. Oscuras, tiznadas pestañas. Ojos solemnes ligeramente rasgados en las comisuras. Una boca carnosa y móvil bajo una nariz recta, aristocrática. No pude averiguar qué aspecto tenía su cuerpo. No me preocupé por ello. Ustedes tampoco lo habrían hecho. Lo único que precisaba ella era aquella cara, aquel cabello, aquella apariencia. Era exquisita. Es la única palabra de mi idioma que conozco para definirla. Nona. Me senté a dos taburetes de distancia de ella, y el camarero se acercó y me miró. —¿Qué? —Café solo, por favor. Marchó a prepararlo.
—Es igual que Jesucristo, ¿no? —dijo alguien a mi espalda. El torpe lavaplatos se echó a reír. Un fugaz sonido, «jiu-jiu». Los camioneros de la barra lo imitaron. El camarero me trajo el café, lo dejó bruscamente en el mostrador y derramó un poco sobre la casi helada carne de mi mano, que retire al momento. —Lo siento —dijo en tono indiferente. —¡Él mismo se la curará! —gritó uno de los camioneros de la mesa. Las gemelas del pelo azul pagaron la cuenta y salieron apresuradamente. Uno de los caballeros de la carretera anduvo hasta el tocadiscos e introdujo otra moneda. Johnny Cash empezó a cantar «Un chico llamado Susi». Soplé para enfriar mi café. Alguien me dio un tirón en la manga. Volví la cabeza y allí estaba ella: se había trasladado al taburete vacío. Mirar de cerca aquella cara era casi cegador. Derramé más café. —Lo lamento. Su voz era baja, casi atonal. —Es culpa mía. Todavía no he recuperado el tacto. —Yo… Se interrumpió, al parecer falta de palabras. De pronto comprendí que estaba asustada. Noté que la primera reacción que había experimentado al verla por primera vez me abrumaba de nuevo: protegerla, cuidarla, conseguir que no tuviera miedo. —Necesito que me lleven en coche —concluyó precipitadamente—. No me atrevía a pedírselo a los otros. Hizo un gesto apenas perceptible en dirección a los camioneros de la mesa. ¿Cómo hacerles entender que yo habría dado cualquier cosa, «cualquier cosa», por poder decirle, «Naturalmente, termina tu café, tengo el coche aparcado aquí mismo»? Parece una locura afirmar que me sentía así después de oír cuatro palabras salidas de su boca, e idéntico número de la mía, pero es cierto. Es cierto. Mirarla era como ver a la «Mona Lisa» o la «Venus de Milo» cobrar palpitante vida. Y había otra emoción: como si una
luz repentina y potente se hubiera encendido en la confusa oscuridad de mi mente. Sería más fácil si pudiera decir que ella era una conquista callejera y yo un hombre rápido con las mujeres, rápido, buen actor y con muchísimo palique, pero ni ella ni yo éramos tal cosa. Lo único que comprendía yo es que no tenía lo que ella necesitaba, y eso me torturaba. —Estoy haciendo autostop —le expliqué—. Un policía me echó a patadas del enlace interestatal y he venido aquí sólo para protegerme del frío. Lo siento. —¿Eres universitario? —Ya no. Me fui antes de que me echaran. —¿Vas a casa? —No tengo casa donde ir. Estaba bajo tutela del estado. Fui a la universidad gracias a una beca. La desaproveché. Ahora no sé dónde voy a ir. Mi biografía en cinco frases. Me deprimió. Ella se echó a reír (ese sonido me provocó calor y frío) y bebió un poco de café. —Somos gatos escapados del mismo saco, me parece. Me disponía a adoptar mi mejor talante conservador, decir algo ingenioso como «¡No me digas!», cuando una mano cayó sobre mi hombro. Volví la cabeza. Era uno de los camioneros de la mesa. Tenía vello rubio en el mentón y una cerilla de cocina asomaba por su boca. Olía a gasolina. —Creo que ya has terminado tu café —dijo. Sus labios se abrieron alrededor de la cerilla para esbozar una mueca. Tenía muchísimos dientes muy blancos. —¿Qué? —Estás dejando mal olor en el local, chico. Porque eres un chico, ¿no? Es difícil asegurarlo. —Usted tampoco huele a rosas —repuse—. Huele a cárter. Me propinó una fuerte palmada en la mejilla. Vi minúsculos puntos negros. —Nada de peleas aquí —dijo el camarero—. Si quiere pelea con él, hágalo afuera.
—Vamos, maldito comunista —ordenó el camionero. Es el momento donde se supone que la chica debe decir algo como «Suéltelo» o «Es usted un bruto». Pero ella no dijo nada. Estaba observándonos con febril concentración. Alarmante. Creo que fue la primera vez que reparé en el tamaño real de sus ojazos. —¿Hace falta que te dé otro guantazo, marica? —No. Vamos, sinvergüenza de mierda. No sé cómo brotó eso de mi boca. No me gusta pelear. No soy buen luchador. Incluso soy peor insultando. Pero estaba enfadado, en ese momento. Tuve ese impulso y deseé golpear, matar al camionero. Quizás él lo presintió. Una breve sombra de duda fluctuó en su semblante, la incertidumbre inconsciente sobre si había elegido el peor hippie posible. Pero la sombra desapareció. El camionero no iba a dar marcha atrás ante un esnob de pelo largo, elitista y afeminado que usaba la bandera para limpiarse el culo… Al menos no delante de sus compañeros. No un fornido camionero hijo de perra como él. La cólera palpitó de nuevo en mi interior ¿Marica? ¿Marica? Me sentía trastornado, y me alegraba de sentirme así. Mi lengua estaba desbocada. Mi estómago era una losa. Nos acercamos a la puerta, y los amigos de mi rival casi se partieron la espalda al levantarse para ver la pelea. ¿Nona? Pensé en ella, pero de un modo vago, en las profundidades de mi mente. Sabía que Nona estaría allí, que me protegería. Lo sabía de la misma forma que sabía que haría frío afuera. Era extraño saber eso de una mujer a la que conocía desde hacía cinco minutos. Extraño, pero no pensé en ello hasta más tarde. Mi mente estaba casi dominada… no, casi anulada por la gruesa nube de rabia. Mis impulsos eran homicidas. El frío era tan notable y tan puro que parecíamos cortarlo con nuestros cuerpos a modo de cuchillos. La helada grava del aparcamiento chirriaba ásperamente bajo las pesadas botas de mi rival y bajo mis zapatos. La Luna, llena e hinchada, nos contemplaba con un insulso ojo tenuemente lloroso a causa de la humedad de la alta atmósfera, en un cielo tan negro como la noche en el infierno. Proyectábamos menudas sombras enanas detrás de
nuestros pies bajo el monocromo destello de la solitaria luz de sodio dispuesta en lo alto de un poste más allá de los camiones aparcados. Nuestro aliento humeaba en el aire en forma de breves ráfagas. El camionero se volvió hacia mí, con las enguantadas manos cerradas. —Muy bien, hijo de puta —dijo. Yo pensé estar inflándome…, todo mi cuerpo parecía inflarse. No sé cómo, vagamente, comprendí que mi intelecto iba a quedar eclipsado por algo inmenso e invisible que jamás había sospechado estuviera en mi interior. Era terrorífico…, pero al mismo tiempo lo acepté con agrado, lo deseé, lo anhelé. En ese último momento de pensamiento coherente creí que mi cuerpo era una pétrea pirámide de violencia personificada, o un turbulento y asesino ciclón capaz de barrer cualquier cosa que se pusiera por delante. El camionero parecía pequeño, débil, insignificante. Me reí de él. Reí, y el sonido fue tan tétrico y desolado como aquel cielo perforado por la Luna. Él se acercó agitando los puños. Paré el derecho, noté el izquierdo en mi mejilla y acto seguido le di una patada en el vientre. El aire brotó del hombre con blanca y humeante precipitación. Trató de retroceder, agarrándose la parte golpeada y tosiendo. Me situé a su espalda, todavía riendo igual que un perro de campo ladra a la Luna, y le golpeé tres veces antes de que él pudiera dar un cuarto de vuelta: en el cuello, en el hombro y en una enrojecida oreja. El camionero lanzó un alarido, y una de sus chapuceras manos rozó mi nariz. La furia que me dominaba se multiplicó (¡a mí!, ¡ha intentado pegarme!) y le propiné otra patada, levantando mucho el pie, como si pateara una pelota en el aire. El hombre chilló en la noche y oí el crujido de una costilla al partirse. Quedó encogido y salté sobre él. En el juicio uno de los camioneros declaró que yo actué como un animal salvaje. Y era cierto. No recuerdo muchos detalles, pero sí que yo bufaba y gruñía como un perro rabioso. Me puse a horcajadas encima de él, le agarré con ambas manos su grasiento cabello y le froté la cara en la grava. Bajo el insulso destello de la lámpara de sodio su sangre parecía negra, como sangre de escarabajo.
—¡Dios mío, basta ya! —exclamó alguien. Varias manos asieron mis hombros y me apartaron. Vi caras que remolineaban y empecé a repartir golpes. El camionero estaba intentando alejarse a rastras. Su cara era una fija máscara de sangre y asombrados ojos. Continué dándole patadas mientras esquivaba a los demás, gruñendo de satisfacción siempre que conectaba un golpe. Él no podía defenderse ya. Sólo pensaba en huir. Tras las patadas sus ojos se entrecerraban como los de una tortuga, y su cuerpo dejaba de moverse. Luego continuaba arrastrándose. Pensé que era un estúpido. Decidí matarlo. Iba a darle patadas hasta matarlo. Después acabaría con todos los demás, con todos excepto con Nona. Le di otra patada y el camionero quedó tendido de espaldas y me miró confusamente. —Me rindo —gimió—. Me rindo. Por favor. Por favor… Me arrodillé junto a él y noté que la grava me mordía las rodillas a través de mis delgados tejanos. —Aquí voy, bastardo —musité—. Toma rendición. Aferré su cuello con mis manos. Tres hombres saltaron sobre mí al momento y me separaron a golpes del camionero. Me levanté, todavía risueño, y corrí hacia ellos. Retrocedieron los tres, varones fornidos, todos blancos de miedo. Y la furia se apagó. Así mismo, se apagó y quedé sólo yo, de pie en el aparcamiento de «Comilonas Joe», jadeante, sintiéndome mareado y horrorizado. Volví la cabeza y miré el bar. La chica estaba allí, con sus hermosas facciones iluminadas por el triunfo. Alzó un puño a la altura del hombro a modo de saludo. Contemplé al hombre tendido en el suelo. Aún trataba de arrastrarse, y cuando me acerqué a él sus ojos se revolvieron de espanto. —¡No lo toque! —gritó uno de sus amigos. Los miré, confuso.
—Lo siento… No pretendía…, hacerle tanto daño. Si me dejan ayudar a… —Váyase de aquí, eso es lo que ha de hacer —dijo el camarero. Estaba junto a Nona al pie de la escalera, con una espátula llena de grasa en la mano—. Voy a llamar a la policía. —¿Olvida que fue él el que empezó? Él… —No me venga con monsergas, asqueroso maricón —repuso él. Se irguió—. Lo único que sé es que usted ha armado un lió y por poco mata a ese tipo. ¡Voy a llamar a la policía! Dio media vuelta y entró rápidamente en el local. —Vale —dije, a nadie en especial—. Vale, vale. Había dejado dentro mis guantes de cuero, pero no era buena idea ir a recogerlos. Metí las manos en los bolsillos y eché a andar hacia el enlace interestatal. Calculé que mis posibilidades de que un coche me recogiera antes de la llegada de la policía eran de una contra diez. Tenía las orejas heladas y el estómago revuelto. Vaya nochecita. —¡Espera! ¡Eh, espera! Me volví. Era ella, que corría hacia mí con el cabello al viento. —¡Has estado estupendo! —dijo—. ¡Estupendo! —Lo he dejado malherido —dije tristemente—. Nunca había hecho algo parecido. —¡Ojalá lo hubieras matado! Parpadeé ante ella bajo la frígida iluminación. —Oí las cosas que decían de mí antes de que tú llegaras. Lanzaban esas risotadas asquerosas… Ja, ja, mirad, la jovencita ha salido a dar una vuelta en plena noche. ¿Dónde vas, guapa? ¿Te llevo a algún sitio? Puedes montarte si me dejas montarte. ¡Malditos! Lanzó una furiosa mirada por encima del hombro como si pudiera matarlos con un repentino rayo surgido de sus ojos oscuros. Luego dirigió esos ojos hacia mí, y de nuevo creí que aquel reflector se encendía en mi mente. —Te acompaño.
—¿Adónde? ¿A la cárcel? —Tiré de mi pelo con ambas manos—. Con esto, el primer tipo que nos deje subir a su coche será un polizonte. Ese granuja hablaba en serio cuando ha dicho que llamaría a la policía. —Yo pararé un coche. Tú quédate detrás de mí. Siendo yo, algún coche parará. No podía discutírselo y tampoco quería hacerlo. ¿Un flechazo? Lo dudo. Pero había algo. —Toma —dijo ella—. Los habías olvidado. Me dio mis guantes. Ella no había vuelto a entrar, y eso significaba que los había tenido en la mano desde el principio. Sabía que iba a venir conmigo. Noté una misteriosa sensación. Me puse los guantes y caminamos por la carretera de acceso hasta la entrada de la autopista.
Ella no se había equivocado. Paró el primer coche que venía hacia la autopista. Antes de eso yo le había preguntado cómo se llamaba. —Nona —fue su escueta respuesta. No dijo nada más, pero eso bastaba. Me satisfacía. No hicimos más comentarios mientras aguardábamos, aunque pareció como si habláramos. No voy a amargarles con una charla sobre facultades extrasensoriales y cosas similares. No hubo nada de eso. Pero no nos hacía falta. Lo habrán notado ustedes también en compañía de una persona a la que aprecian mucho, o si han tomado alguna de esas drogas con iniciales en vez de nombre. No es preciso hablar. La comunicación parece desarrollarse en una banda emotiva de alta frecuencia. Un movimiento de la mano y basta. No hacen falta modales sociales. Pero nosotros no nos conocíamos. Yo sólo sabía el nombre de pila de ella y, ahora que lo pienso, creo que no le dije el mío. Pero nos entendíamos. Era amor. Me repugna tener que repetirlo, pero lo considero preciso. No me atrevería a ensuciar esa palabra después de todo lo que pasamos, no después de lo que hicimos, no después de Blainsville, no después de los sueños.
Un agudo y plañidero lamento interrumpió el frío silencio de la noche, un sonido creciente y decreciente. —Es la ambulancia, creo —dije. —Sí. Silencio de nuevo. La luz de la Luna estaba desapareciendo tras una gruesa membrana nubosa. Pensé que nevaría antes del amanecer. Unos faros brotaron en la colina. Permanecí detrás de Nona sin necesidad de que ella me lo dijera. La mujer se arregló el cabello y alzó su hermoso rostro. Al ver que el vehículo se dirigía hacia la entrada de la autopista, me abrumó una sensación de irrealidad. Irreal que aquella preciosa chica me hubiera elegido compañero de viaje, irreal que yo hubiera golpeado a un hombre hasta el punto de ser precisa una ambulancia, irreal pensar que podía encontrarme en la cárcel por la mañana. Irreal. Me sentía atrapado en una telaraña. Pero ¿quién era la araña? Nona alzó el pulgar. El coche, un Chevrolet, pasó junto a nosotros y pensé que iba a continuar su camino. Después las luces traseras se encendieron y Nona me cogió de la mano. —¡Vamos, ya tenemos coche! Ella me sonrió con infantil deleite y yo le devolví la sonrisa. El entusiasmado conductor había extendido el brazo para abrir la puerta a Nona. Cuando la lámpara del techo se encendió pude ver al tipo: un hombre bastante fornido con un elegante abrigo de lana de camello, con canas bajo las alas de su sombrero y prósperas facciones suavizadas por años de buenas comidas. Un hombre de negocios o un viajante. Solo. Al verme tuvo una reacción tardía, pero unos segundos demasiado tarde para arrancar y huir de allí. Y de este modo era mejor para él. Más tarde podría engañarse, creer que nos había visto a los dos, que él era un alma bondadosa dando una oportunidad a una joven pareja. —Fría noche —dijo mientras Nona se acomodaba junto a él y yo al lado de ella.
—Desde luego —repuso dulcemente Nona—. ¡Gracias! —Sí —dije yo—. Gracias. —No hay de qué. Y arrancamos, dejando atrás sirenas, camioneros frustrados y Comilonas Joe. Me habían echado del enlace interestatal a las siete y media. Sólo eran las ocho y media. Es asombroso cuántas cosas se pueden hacer en poco tiempo, o cuántas cosas pueden hacer por ti. Estábamos acercándonos a las luces amarillas intermitentes que señalaban la posición de las cabinas de peaje de Augusta. —¿Adónde van? —preguntó el conductor. Una pregunta a bocajarro. Yo esperaba llegar a Kittery y hacer una inesperada visita a un conocido que era maestro allí. Aún parecía una respuesta tan buena como cualquier otra y estaba abriendo la boca cuando Nona se adelantó. —Vamos a Blainsville. Es un pueblo situado al sur de LewistonAuburn. Blainsville. El nombre me hizo sentir raro. En tiempos yo había estado en buenas relaciones con Blainsville. Pero eso fue antes de que Ace Carmody me metiera en un lío. El conductor frenó, sacó un ticket de peaje y poco después proseguimos nuestro viaje. —Yo sólo voy a Gardner —dijo él, mintiendo tranquilamente—. La siguiente salida. Pero habrán recorrido un buen trecho. —Desde luego —repuso Nona, con la misma dulzura que antes—. Ha sido muy amable parándose en una noche tan fría. Y mientras hablaba yo captaba su enojo en aquella emotiva longitud de onda, furia pura y llena de veneno. Me asusté, tanto como podía asustarme un tic-tac en un envoltorio. —Me llamo Blanchette —dijo el conductor—. Norman Blanchette. Agitó la mano en dirección a nosotros para que la estrecháramos. —Cheryl Craig —dijo Nona mientras le daba un delicado apretón de manos.
Yo me dejé guiar por ella y dije un nombre falso. —Mucho gusto —balbuceé. Su mano era blanda y fofa. Era como una botella de agua caliente en forma de mano. El pensamiento me repugnó. Me repugnaba habernos visto forzados a implorar auxilio a un hombre tan paternalista que había aprovechado la oportunidad de recoger a una guapa autostopista solitaria, una mujer que podía acceder o no a pasar una hora en una habitación de motel a cambio de dinero para comprar un billete de autobús. Me repugnaba saber que él iba a dejarnos en la salida de Gardner para volver a la autopista por la entrada del sur, felicitándose por su tacto para resolver una enojosa situación. Todos los detalles de aquel hombre me repugnaban. Los porcinos bultos de sus carrillos, sus peinadas patillas, su olor a colonia… ¿Y que derecho tenía él? ¿Qué derecho? La aversión se espesó y las flores de la rabia florecieron de nuevo. Los faros de su magnífico sedán Impala perforaban la noche con suma facilidad, y mi furia ansiaba soltarse y estrangular todo lo que rodeaba a aquel hombre. La clase de música que yo sabía escucharía él cuando se tumbara en su elegante sillón con el periódico de la tarde en las botellas de agua caliente que eran sus manos, el tinte azul del cabello de su mujer, los niños a los que siempre mandaban al cine, a la escuela o de excursión (la cuestión era que no estuvieran en casa molestando), sus esnobistas amigos y las fiestas de borrachos a las que acudiría con ellos… Pero quizá su colonia fuera lo peor. Llenaba el coche con el dulce y enfermizo hedor de la hipocresía. Olía al desinfectante perfumado que usan en los mataderos al acabar los turnos. El coche rasgaba la noche con Norman Blanchette sosteniendo el volante en sus hinchadas manos. Sus aseadas uñas brillaban tenuemente con las luces del tablero de mandos. Sentí el deseo de bajar por completo la ventanilla y asomar la cabeza al frío y purificador aire nocturno, revolearme en su frígida frescura… Pero yo estaba paralizado, paralizado en las ateridas fauces de mi mudo e inexplicable odio. Fue entonces cuando Nona puso la lima de uñas en mi mano.
Cuando tenía tres años padecí un caso grave de gripe y fui al hospital. Estando yo allí, mi padre se durmió con el cigarro encendido en la cama y la casa ardió sin que pudieran salvarse mis padres y mi hermano mayor, Drake. Conservo sus fotos. Parecen actores en una antigua película de terror de 1958, rostros no tan conocidos como los de las grandes estrellas, más parecidos a Elisha Cook, Mara Corday y cierto actor infantil que ustedes tal vez no recuerden, Brandon DeWilde. No tenía familiares con los que ir, y estuve cinco años en un orfanato de Portland. Luego pasé a ser pupilo del estado. Eso significa que una familia te recoge y el estado paga treinta dólares mensuales por la manutención. No creo que jamás haya existido un pupilo del estado aficionado a la langosta. Normalmente un matrimonio acepta dos o tres pupilos como práctica forma de inversión. Si un niño está bien alimentado puede ganarse su manutención haciendo quehaceres en la localidad y esos escasos treinta dólares se transforman en una ganga. Mis padres adoptivos se apellidaban Hollis y vivían en Falmouth. No en la zona elegante próxima al club de campo y el muelle deportivo, sino más lejos, hacia el límite de Blainsville. Poseían una casa de campo de tres pisos y catorce habitaciones. En la cocina el carbón proporcionaba calor que ascendía escalera arriba como podía, y en enero te acostabas con tres mantas y a pesar de eso ninguna seguridad tenías de encontrar tus pies al despertar por la mañana, hasta que los apoyabas en el suelo y podías verlos. La señora Hollis era gruesa. El señor Hollis tenía un carácter hosco, raramente hablaba, y durante todo el año llevaba puesto un gorro de caza a cuadros rojos y negros. La casa era una confusión sin orden ni concierto de muebles más voluminosos que útiles, artículos comprados en ventas benéficas, colchones mohosos, perros, gatos y piezas de motor envueltas en papel de periódico. Tenía tres «hermanos», los tres pupilos como yo. Nos conocíamos de vista, como viajeros de autobús abonados. Obtuve buenas notas en la escuela y abandone los estudios para jugar a béisbol cuando era alumno de segundo año en un centro de enseñanza
secundaria. Hollis insistió machaconamente en que olvidara el deporte, pero yo continué hasta el incidente con Ace Carmody. Después perdí los deseos de seguir jugando, no con la cara hinchada y llena de heridas, no con los chismes que Betsy Puisko iba contando por allí. Abandoné el equipo, y Hollis me consiguió un empleo en los almacenes locales. En febrero de mi penúltimo curso presenté la solicitud de ingreso en la universidad, pagando por ella doce dólares que había escondido en el colchón. Me aceptaron con una pequeña beca y una buena combinación de trabajo y estudio en la biblioteca. La expresión de los Hollis cuando les enseñé los documentos de ayuda económica es el mejor recuerdo de mi vida. Uno de mis «hermanos», Curt, se fue de casa. Yo era incapaz de hacer lo mismo. Era demasiado pasivo para dar un paso de esa índole. Habría vuelto al cabo de dos horas de caminata por la carretera. La universidad era la única salida para mí, y la aproveché. Lo último que me dijo la señora Hollis cuando partí fue: «Escribe, ¿me oyes? Y envíanos algo cuando puedas». Nunca volví a ver a ninguno de ellos. Obtuve buenas calificaciones en primer curso y aquel verano conseguí un empleo fijo en la biblioteca. Les envié una felicitación de Navidad el primer año, pero fue la única. En el primer semestre de segundo curso me enamoré. Era lo más importante que me había sucedido hasta entonces. ¿Guapa? Les habría hecho retroceder dos pasos. Hasta la fecha no tengo la menor idea de qué vio ella en mí. Después fui un simple hábito difícil de abandonar, como fumar o conducir con el codo asomado por la ventanilla. Ella me retuvo algún tiempo, quizá porque no quería abandonar la costumbre. Tal vez me conservó como cosa rara, o quizá simplemente por vanidad. Buen chico, échate, levántate, coge el papel. Toma un beso de buenas noches. No importa. Durante cierto tiempo fue amor, luego algo parecido a amor y finalmente se acabó. Me había acostado con ella dos veces, en ambas ocasiones después de que otras cosas hubieran ocupado el lugar del amor. Eso fomentó la costumbre durante algún tiempo. Después ella volvió tras la festividad del
Día de Acción de Gracias y dijo que se había enamorado de un chico de Delta Tau Delta. Un tipo nacido en su mismo pueblo. Intenté recuperarla y casi lo conseguí una vez, pero ella poseía algo que no había tenido hasta entonces: perspectiva. La cosa no resultó y cuando terminaron las vacaciones de Navidad los dos estaban comprometidos. Fuera cual fuera mi progreso, todos esos años desde que el incendio borrara del mapa a los actores de películas de la serie B que antaño formaran mi familia, ese detalle lo interrumpió. Aquel alfiler que ella llevaba en la blusa, regalo de su novio. Y después, volví a las andadas…, impotente otra vez con las tres o cuatro chicas más complacientes. Podría culpar de ello a mi infancia, decir que nunca tuve modelos sexuales, pero no sería cierto. Jamás había tenido un solo problema con aquella chica. Pero ella se había ido. Empecé a tener miedo a las mujeres, un poco. Y no tanto con las que era impotente como con las que no lo era, con las que podía hacer el amor. Me ponían nervioso. Me preguntaba una y otra vez dónde ocultaban las hachas que les gustaba afilar y cuándo iban a consentirme disfrutar con ellas. No soy tan extraño en ese aspecto. Muéstrenme un hombre casado o un hombre con una mujer fija y les demostraré que están preguntándose (quizás únicamente en las primeras horas de la mañana, o los viernes por la noche, cuando ella ha salido a comprar): ¿Qué hace ella cuando no está conmigo? ¿Qué piensa realmente de mí? Y quizá, sobre todo, se pregunten, ¿cuánto ha conseguido de mí? ¿Cuánto queda? En cuanto empecé a pensar en estas cosas, no pude olvidarlas un momento. Me consolé con la bebida y mis calificaciones iniciaron una bajada en picado. Al terminar el primer semestre de aquel curso recibí una carta advirtiéndome que, si no había una mejora antes de seis semanas, retendrían el pago de la beca del segundo semestre. Yo y otros habíamos ido por ahí borrachos y continuamos así durante todas las vacaciones. El último día fuimos a un burdel y yo funcioné muy bien. Había tanta oscuridad que no se veían las caras. Mis notas siguieron prácticamente igual. Llamé por teléfono una vez a la chica y grité. También ella gritó, y de un modo que creo la complació. Ni
la odié entonces ni la odio ahora. Pero me asustó mucho. El 9 de febrero recibí una carta del decano de Artes y Ciencias diciendo que yo había suspendido dos de cada tres asignaturas. El 13 de febrero llegó una vacilante misiva de la chica. Quería que todo se arreglara entre nosotros. Pensaba casarse con el tipo de Delta Tau Delta en julio o agosto, y yo estaba invitado si quería asistir. Eso era casi divertido. ¿Qué regalo de boda podía hacerle? ¿Mi pene con una cinta roja atada al prepucio? El día 14, san Valentín, decidí que era hora de cambiar de escenario. Nona apareció después, pero ustedes ya conocen los detalles. Si quieren que todo esto sirva de algo, deben comprender cómo la juzgaba yo. Ella era más guapa que la chica, pero no se trataba de eso. Las caras guapas abundan en una nación próspera. Era su personalidad interna. Había erotismo, pero el erotismo que emanaba de ella era como el de una enredadera…, sexo ciego, algo así como un sexo que se aferra, imposible rechazarlo, que no tiene tanta importancia porque es tan instintivo como la fotosíntesis. No como un animal (eso implica lujuria) sino como una planta. Yo sabía que haríamos el amor, que lo haríamos como lo hacen los hombres y las mujeres, pero que nuestra cópula sería tan insulsa, distante y sin sentido como la hiedra que asciende poco a poco por un enrejado bajo el sol de agosto. El sexo era importante sólo porque no carecía de importancia. Creo… no, estoy seguro de que la violencia fue la verdadera fuerza motriz. La violencia fue real y no un simple sueño. La violencia de Comilonas Joe, la violencia de Norman Blanchette. Y hubo un rasgo ciego y vengativo en ello. Quizás ella fuera una trepadora enredadera al fin y al cabo, ya que la dionea de Venus es una especie de enredadera, pero esa planta es carnívora y ejecuta movimientos animales cuando una mosca o un trozo de carne cruda es puesto en sus fauces. Y todo fue real. La esporulante enredadera sólo puede soñar que fornica, pero estoy seguro que la dionea saborea esa mosca, paladea los esfuerzos cada vez más débiles conforme sus fauces se cierran. La última parte fue mi pasividad. Yo no podía rellenar el agujero que había en mi vida. No el agujero dejado por la chica cuando dijo adiós (no
deseo hacerla responsable de ello) sino el agujero que siempre había existido, el remolineo oscuro y confuso que nunca cesaba en mi interior. Nona llenó ese hueco. Hizo de mí su brazo. Me obligó a moverme y actuar. Me hizo noble. Ahora ya pueden comprenderlo un poco. Por qué sueño en ella. Por qué la fascinación perdura pese al remordimiento y la aversión. Por qué la odio. Por qué la temo. Y por qué incluso ahora sigo amándola.
Había doce kilómetros desde el peaje de Augusta hasta Gardner y los cubrimos en pocos minutos. Aferré rígidamente la lima de uñas junto a mi costado y contemplé el verde aviso luminoso que se encendía y apagaba en la noche: CONSERVE LA DERECHA PARA SALIDA 14. La Luna había desaparecido y el cielo escupía nieve. —Ojalá fuera más lejos —dijo Blanchette. —No se preocupe —repuso Nona cordialmente, y noté que su furia zumbaba y se enterraba en la carne inferior de mi cráneo igual que una taladradora—. Déjenos en lo alto de la rampa. Blanchette redujo la velocidad al observar el disco de cincuenta kilómetros por hora. Yo sabía qué iba a hacer. Pensé que mis piernas se habían convertido en ardiente plomo. La parte superior de la rampa estaba iluminada por un elevado foco. A la izquierda vi las luces de Gardner sobre un fondo nuboso cada vez más espeso. A la derecha, nada aparte de negrura. No había tráfico en ningún sentido en la carretera de acceso. Me apeé. Nona se deslizó en el asiento y ofreció una última sonrisa a Norman Blanchette. Yo no sentía inquietud. Ella estaba colaborando en la comedia. Blanchette esbozó una irritante sonrisa porcina, aliviado porque casi se había librado de nosotros. —Bien, buenas no… —¡Oh, el bolso! ¡No se vaya con mi bolso! —Yo lo cogeré —le dije.
Me agaché dentro del coche. Blanchette vio el objeto que yo llevaba en la mano y la porcina sonrisa se esfumó. En ese momento aparecieron luces en la colina, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Nada me habría detenido. Cogí el bolso de Nona con la mano izquierda. Con la derecha introduje la lima de acero en la garganta del conductor, que gimió brevemente. Salí del automóvil. Nona estaba haciendo señas al coche que se acercaba. No lo vi con claridad debido a la oscuridad y la nieve. Lo único que distinguí fueron los brillantes círculos de los faros. Me agazapé detrás del vehículo de Blanchette y atisbé por las ventanillas traseras. Las voces casi se perdían en el absorbente cuello del viento. —¿… problema, señorita? —… padre —Viento—… ¡Un ataque al corazón! ¿Podría…? Di la vuelta sigilosamente al Impala de Norman Blanchette, me agaché. Entonces los vi, la esbelta figura de Nona y una silueta más alta. Al parecer se hallaban junto a una camioneta. Se acercaron hacia la ventanilla del conductor del Chevrolet, donde Norman yacía sobre el volante con la lima de Nona en el cuello. El conductor de la camioneta era un jovencito abrigado con lo que parecía un anorak de las Fuerzas Aéreas. Metió la cabeza en el coche. Yo me levanté detrás de él. —¡Dios mío, señorita! —dijo él—. ¡Este hombre tiene sangre! ¿Qué…? Pasé el brazo derecho en torno a su cuello y agarré mi muñeca con la mano del otro brazo. Tiré hacia arriba. La cabeza chocó con el borde de la puerta y produjo un hueco ¡chok! Quedó fláccido en mis brazos. Pude conformarme con eso. Él no había visto bien a Nona, no sabía nada de mí. Pude conformarme con eso. Pero él era un entremetido, un estorbo, alguien que obstruía nuestro camino, que intentaba perjudicarnos. Ya estaba harto de que me fastidiaran. Lo estrangulé. Después alcé la mirada y vi a Nona iluminada por los opuestos faros del coche y la camioneta. Su expresión era un extravagante rictus de odio, amor, triunfo y alegría. Extendió sus brazos hacia mí y yo corrí hacia ellos. Nos besamos. Sus labios estaban fríos, pero no su lengua. Introduje ambas
manos en los secretos huecos de su cabello y el viento bramó alrededor de los dos. —Ahora arregla esto —dijo ella—. Antes de que venga alguien más. Lo arreglé. Fue una chapuza, pero no hacía falta más. Precisábamos un poco más de tiempo. Después de eso nada importaría. Estaríamos a salvo. El cuerpo del jovencito era ligero. Lo cogí con ambos brazos, lo llevé al otro lado de la carretera y lo eché al barranco por encima de las vallas. Su cadáver rebotó fláccidamente hasta llegar al fondo, daba vueltas, como el espantapájaros que el señor Hollis me ordenaba poner en el maizal todos los años en el mes de julio. Volví a por Blanchette. Éste era más pesado, y para colmo sangraba como un cerdo colgado. Intenté levantarlo, retrocedí tres pasos, me tambalee y el cuerpo se soltó de mis brazos y cayó a la carretera. Le di la vuelta. La nieve recién caída se había pegado a su cara, transformándola en un espeluznante rostro de esquiador. Me agaché, lo cogí por las axilas y lo arrastré hasta el terraplén. Sus pies dejaron surcos en la nieve. Lo lancé abajo y lo vi deslizarse sobre su espalda por el terraplén, con los brazos por encima de la cabeza. Sus ojos estaban desorbitados, contemplaban embelesados los copos que caían ante ellos. Si seguía nevando, los cadáveres serían dos vagos bultos cuando llegaran los quitanieves. Volví al otro lado de la carretera. Nona había subido ya a la camioneta sin necesidad de decírselo. Vi la pálida mancha de su cara, los oscuros agujeros de sus ojos, pero nada más. Subí al coche de Blanchette, me senté en las franjas de sangre formadas sobre el nudoso forro de vinilo del asiento y llevé el coche hacia el barranco. Apagué los faros, encendí todos los intermitentes y salí. Para cualquier persona que pasara por allí se trataría de un conductor que había tenido problemas con el motor y se había dirigido a la ciudad para buscar un garaje. Sencillo pero práctico. Me complació mucho mi improvisación. Como si hubiera pasado toda mi vida asesinando. Corrí hacia la solitaria camioneta, me situé ante el volante y lo giré hacia la entrada de la autopista.
Ella se acercó más a mí, sin tocarme pero muy cerca. A veces, cuando se movía, notaba un mechón de su pelo en mi cuello. Como si me tocara un minúsculo electrodo. En otra ocasión tuve que extender la mano y palpar su pierna, para asegurarme de que era real. Ella se rió en silencio. Todo era real. El viento bramaba en torno a las ventanillas, arrojaba nieve en grandes y aleteantes ráfagas. Nos dirigimos hacia el sur.
Al otro lado del puente de Gretna, al entrar en la 126 en dirección a Freeport, se encuentra una inmensa granja renovada que exhibe el risible nombre de la Liga Juvenil de Blainsville. Tienen doce boleras de bolos ahusados con torcidos recogedores automáticos que normalmente están averiados tres días a la semana, algunos viejos sillones, un tocadiscos con los grandes éxitos de 1957, tres mesas de billar y una barra para tomar Coca Cola y patatas fritas donde también puedes alquilar zapatos para las boleras con la apariencia de haber acabado de quitárselos de los pies algún borrachín muerto. El nombre del lugar es risible porque casi todos los jóvenes de Blainsville van por las noches al autocine de Gretna Hill o a las carreras para turismos de Oxford Plains. Las personas que pasan por aquí suelen ser rufianes de Gretna, Falmouth, Freeport y Yarmouth. Por término medio hay una pelea por noche en el aparcamiento. Yo empecé a visitar el lugar cuando era alumno de segundo curso en la escuela de enseñanza secundaria. Uno de mis amigos, Chris Kennedy, trabajaba allí tres noches por semana, y si no había nadie esperando mesa me dejaba jugar gratis al billar. No era mucho, pero mejor que volver a la casa de los Hollis. Allí conocí a Ace Carmody. Era de Gretna, y nadie dudaba que era el tipo más rudo de las tres localidades próximas. Conducía un astillado y estriado Ford y se rumoreaba que era capaz de empujarlo varios kilómetros si tenía que hacerlo. Se presentaba igual que un rey, con el cabello peinado hacia atrás con fijador, brillante y con un copete sobre la frente, jugaba alguna partida de billar (era un experto, por supuesto), compraba a Shelley
un refresco cuando ella llegaba y después se iba con la chica. Casi se escuchaba un suspiro de alivio por parte de los presentes cuando la rayada puerta de entrada gruñía antes de cerrarse. Nadie salió nunca a pelear con Ace Carmody en el aparcamiento. Nadie, es decir, excepto yo. Shelley Roberson era su chica, la más guapa de Blainsville, supongo. No creo que ella fuera terriblemente inteligente, pero eso no importaba después de mirarla. Tenía la tez más perfecta que yo conocía, y no era debido a mejunjes y cosméticos. Cabello negro como el carbón, ojos oscuros, boca generosa y un cuerpo que no desentonaba…, y que a ella no le importaba exhibir. ¿Quién se atrevía a darle conversación e intentar avivar el fuego de su locomotora mientras Ace se hallaba cerca? Nadie cuerdo, ésa es la respuesta. Yo estaba chiflado por ella. No como con la chica y no como con Nona, aunque Shelley parecía una versión más joven de la segunda, pero mi amor era, a su manera, tan desesperado y tan serio. Si alguna vez han padecido algún caso grave de amor pueril, comprenderán cuáles eran mis sentimientos. Ella tenía diecisiete años, era dos años mayor que yo. Empecé a ir allí cada vez con más frecuencia, incluso las noches que Chris no venía, sólo para verla un momento. Yo me sentía como un observador de pájaros, con la excepción de que el juego era desesperado para mí. Al regresar a casa mentía cuando los Hollis me preguntaban dónde había estado y subía a mi cuarto. Escribía largas y apasionadas cartas a mi amada, explicándole todo lo que me habría gustado hacerle, y después las rompía. En las aulas de estudio del instituto soñaba que le pedía que se casara conmigo y huyéramos a México. Ella debía de barruntar lo que pasaba, y tenía que sentirse halagada, porque era muy amable conmigo cuando Ace no estaba cerca. Se acercaba y hablaba conmigo, me permitía comprarle un refresco nos sentábamos en dos taburetes y su pierna rozaba la mía. Eso me volvía loco. Una noche, a principios de noviembre, yo me encontraba fantaseando, jugando una partidita de billar con Chris, aguardando la llegada de Shelley.
El local estaba desierto porque aún no eran las ocho y un solitario viento soplaba en el exterior, portando la amenaza del invierno. —Será mejor que te apartes —dijo Chris mientras metía la bola número nueve en el rincón. —Que me aparte ¿de qué? —Ya lo sabes. —No, no lo sé. Me rasqué la cabeza. Chris puso otra bola en la mesa. Dispuso las seis y mientras lo hacía fui al tocadiscos y eché una moneda. —Shelley Roberson. —Apuntó cuidadosamente al uno y lo envió paralelo al borde de la mesa—. Jimmy Donner ha comentado con Ace tu forma de ir como un perro detrás de ella. Jimmy piensa que es muy divertido, porque ella tiene más años que tú y todo eso, pero Ace no se ha reído. —Ella no significa nada para mí —dije con unos labios que no eran los míos. —Mejor que no lo sea —repuso Chris. Y en ese instante entraron dos tipos y mi amigo fue al mostrador y les entregó una bola pinta. Ace se presentó cerca de las nueve, solo. Nunca antes se había fijado en mí, y yo casi había olvidado las palabras de Chris. Cuando eres invisible acabas creyendo que eres invulnerable. Yo estaba jugando en una máquina, muy concentrado. Ni siquiera note que el local iba quedando en silencio conforme la gente dejaba de jugar a los bolos o al billar. Lo siguiente que supe es que alguien me había echado contra la máquina. Caí al suelo hecho un ovillo. Me levanté sintiéndome asustado y aturdido. Ace había movido la maquina, dejándome sin las tres partidas que me quedaban. Estaba de pie allí, mirándome, sin un pelo desarreglado, con la cremallera de su chaqueta militar medio bajada. —Si no dejas de molestar —dijo en voz baja— te haré una cara nueva. Se fue. Todos estaban mirándome y yo deseé que el suelo me tragara hasta que descubrí algo así como reacia admiración en los semblantes de
casi todos los presentes. Me quite el polvo de la ropa, impasible, y puse otra moneda en la máquina. La señal de FALTA se incendió. Un par de tipos se acercaron y me dieron unos golpecitos en la espalda antes de marcharse, sin decir nada. A las once, hora de cierre del local, Chris se ofreció para llevarme a casa. —Vas a caerte si no andas con cuidado. —No te preocupes por mí —dije. Chris no contestó. Dos o tres noches después Shelley entró sola hacia las siete. Había otro tipo allí, un rollizo joven llamado John Dano, pero apenas reparé en su presencia. Era más invisible incluso que yo. Shelley vino derecha hacia la máquina donde yo estaba jugando, y se puso tan cerca que olí el aroma de jabón de su piel. El olor me aturdió. —Me enteré de lo que Ace te hizo —dijo—. Se supone que no debo hablar contigo y no pienso hacerlo, pero tengo algo que hará más fáciles las cosas. Me besó. Después se fue, antes de que yo pudiera despegar mi lengua del paladar. Seguí jugando mareado. Ni siquiera vi a John Dano cuando salió a difundir la noticia. Yo no veía otra cosa aparte de aquellos ojos tan oscuros. Y esa noche acabé en el aparcamiento con Ace Carmody, y me dio una señora paliza. Hacía frío, muchísimo frío, y al final me eché a llorar, sin importarme quiénes estaban mirándome o escuchándome, que eran todos. La solitaria lámpara de sodio contempló la escena despiadadamente. Ni uno solo de mis puñetazos tocó a Ace. —Muy bien —dijo él, acuclillado junto a mí. Ni siquiera jadeaba. Sacó una navaja automática de su bolsillo y apretó el cromado botón. Quince centímetros de plata bañada por la Luna emergieron en el mundo—. Esto te espera la próxima vez. Grabaré mi nombre en tus pelotas. Se levantó, me dio una última patada y se fue. Quedé tendido allí quizá diez minutos, estremeciéndome en el duro pavimento. Nadie vino en mi
ayuda, nadie me dio unas palmaditas en la espalda, ni siquiera Chris. Shelley no se presentó para hacer más fáciles las cosas. Finalmente me puse de pie y volví a casa en autostop. Expliqué a la señora Hollis que me había cogido un coche conducido por un borracho y que el coche se había salido de la carretera. Jamás volví a la bolera. Ace murió dos años más tarde en una montaña al estrellarse con su elegante Ford contra un volquete de una brigada de reparación de carreteras. Tengo entendido que había abandonado a Shelley por entonces y que ella había ido realmente cuesta abajo a partir de entonces, incluido un caso de gonorrea durante el descenso. Chris dijo que la había visto una noche en una cafetería de las afuera de Lewiston, incitando a beber a los hombres. Había perdido casi todos los dientes y se había partido la nariz en algún punto de su carrera, me explicó Chris. Dijo que yo no la reconocería si la viera. Pero por aquel entonces Shelley ya no me interesaba, en ningún sentido.
La camioneta no llevaba neumáticos para nieve, y antes de llegar a la salida de Lewiston empezamos a resbalar en el polvo recién caído. Tardamos más de tres cuartos de hora en recorrer los treinta y cinco kilómetros. El encargado de la cabina de peaje de Lewiston cogió el ticket y los sesenta centavos. —Un viaje resbaloso, ¿eh? Ninguno de los dos le contestamos. Estábamos cerca del lugar al que deseábamos ir. De no haber tenido ese curioso contacto mudo con ella, lo habría deducido igualmente por su forma de sentarse en el asiento lleno de polvo de la camioneta, sus manos dobladas con fuerza en su regazo, los ojos fijos en la carretera con feroz intensidad. Noté un escalofrío que me recorría el cuerpo. Proseguimos por la carretera 136. No había muchos coches circulando. El viento era fresco y la nieve estaba alcanzando alturas sin precedentes. Al otro lado de Gretna Village pasamos junto a un enorme Buick Riviera que
tras patinar se había subido a la cuneta. Todos sus intermitentes estaban encendidos y yo vi una espectral imagen doble del Impala de Norman Blanchette. Aquel coche debía de estar ya cubierto de nieve, reducido a un bulto fantasmal en la oscuridad. El conductor del Buick trató de hacerme parar, pero yo pasé junto a él sin reducir velocidad y lo dejé atrás salpicado de barro. Los limpiaparabrisas estaban atascados a causa de la nieve acumulada. Extendí una mano y di un golpe al que tenía delante. Parte de la nieve se soltó y conseguí ver con algo más de claridad. Gretna era un pueblo desierto, todo estaba a oscuras y cerrado. Conecté el intermitente de la derecha para cruzar el puente que conducía a Blainsville. Las ruedas traseras intentaron eludir mi control, pero evité el patinazo. Delante, al otro lado del río, vi la oscura sombra que era el local de la Liga Juvenil de Blainsville. Tenía un aspecto abandonado y solitario. De pronto me sentí apenado, apenado por tanta violencia. Y por tanta muerte. En ese momento Nona habló por primera vez desde la salida de Gardner. —Tenemos a la policía detrás. —¿Nos…? —No. Llevan las luces apagadas. Pero el detalle me puso nervioso y quizá por eso ocurrió lo que ocurrió. La carretera 136 tiene una curva de noventa grados en la orilla del río donde está Gretna y luego sigue en línea recta por el puente y entra en Blainsville. Tomé la curva, pero había hielo en el lado de Blainsville. Maldita sea… La parte trasera de la camioneta patinó y, antes de que yo pudiera dominar la situación, chocó con uno de los gruesos puntales de acero del puente. Dimos varias vueltas como en un coche loco de parque de atracciones, y lo siguiente que vi fue el brillo de los reflectores del vehículo policial que iba detrás de nosotros. El coche frenó (vi los reflejos rojos en la nieve que caía) pero el hielo también le afectó. Se echó encima de la camioneta. Topamos de nuevo con los puntales del puente y hubo un estridente chirrido. Caí sobre el regazo de Nona e incluso en esa confusa
fracción de segundo tuve tiempo de saborear la lisa firmeza de su muslo. Después todo quedó quieto. El vehículo policial tenía encendida la luz giratoria. Proyectaba azuladas e inquietas sombras que cruzaban el techo de la camioneta y las riostras llenas de nieve del puente de Gretna-Blainsville. La luz interior del coche se encendió en el momento en que el policía se apeaba. Si él no hubiera ido detrás de nosotros no habría pasado nada. Ese pensamiento daba vueltas y más vueltas en mi cabeza, como una aguja de tocadiscos confinada a un surco defectuoso. En mi semblante había una tensa mueca fija cuando busqué a tientas en el suelo de la camioneta. Buscaba algo para golpear al policía. Había una caja de herramientas abierta. Encontré una llave de cubo y la dejé en el asiento entre Nona y yo. El policía asomó la cabeza por la ventanilla. Su rostro se alteraba como el de un diablo con la intermitente luz azul. —Circula con demasiada velocidad dadas las condiciones, ¿no le parece, amigo? —Usted iba demasiado cerca, ¿no le parece? —pregunté—. Dadas las condiciones. Quizá se sonrojara. Difícil asegurarlo con las fluctuaciones de la luz. —¿Está acusándome de algo, hijo? —Sí, si es que piensa cargarme con la culpa de las abolladuras de su coche. —Enséñeme su carnet de conducir y los documentos del vehículo. Saqué la cartera y le di el carnet. —¿Y la documentación del vehículo? —Es la camioneta de mi hermano. La documentación la tiene él. —¿Ah, sí? —Me miró fijamente, intentando hacerme bajar los ojos. Cuando comprendió que iba a tardar demasiado, miró a Nona. Le habría arrancado los ojos por la expresión que vi en ellos—. ¿Cómo se llama usted? —Cheryl Craig, señor.
—¿Y que hace usted en la camioneta del hermano de este hombre en plena tormenta de nieve, Cheryl? —Íbamos a ver a mi tío. —¿En Blainsville? —Sí. —No conozco ningún Craig en Blainsville. —Se llama Barlow. Vive en Bowen Hill. —¿Ah, sí? Se acercó a la parte trasera de la camioneta para mirar la matrícula. Abrí la puerta y asomé la cabeza. El policía estaba anotando el número. El hombre volvió y yo seguía inclinado hacia afuera, iluminado de cintura para arriba por el destello de los faros del coche policial. —Voy a… ¿Qué lleva por toda la ropa, hijo? No tuve que mirar qué llevaba yo por toda la ropa. También lo llevaba Nona en su ropa. Lo había olido en el abrigo color canela de ella cuando la besé. Hasta ahora yo creía que aquel gesto, inclinarme con la puerta abierta, había sido un acto impensado. Pero después de escribir esta crónica he cambiado de opinión. No creo que fuera un acto impensado, ni mucho menos. Creo que deseaba que el policía lo viera. Agarré la llave de tubo. —¿A qué se refiere? Él dio dos pasos hacia mí. —A usted le pasó algo… Se ha herido, eso parece. Será mejor… Blandí la llave. Había perdido la gorra en el choque y su cabeza estaba descubierta. Le golpeé en el cráneo, por encima de la frente. Jamás he olvidado el sonido del golpe, igual que medio kilo de mantequilla que cae a un suelo duro. —De prisa —dijo Nona. Apoyó su tranquilizadora mano en mi cuello. La tenía muy fría, como el ambiente de un húmedo sótano. Mi madre adoptiva, la señora Hollis…, tenía un sótano para guardar alimentos…
Es curioso que recuerde ese detalle. La señora Hollis me mandaba allí en invierno a buscar conservas que ella misma preparaba. No en latas de verdad, naturalmente, sino en gruesos potes de vidrio con gomas bajo la tapa. Bajé allí un día a fin de coger una lata de judías en conserva para la cena. Todas las conservas estaban en cajas, con letreros escritos pulcramente por la señora Hollis. Recuerdo que ella siempre deletreaba mal la palabra frambuesa, y eso me hacía sentir secretamente superior. Aquel día pasé junto a las cajas señaladas con el letrero «franvuesas» y me dirigí al rincón donde estaban las judías blancas. El lugar estaba frío y oscuro. Las paredes eran de tierra oscura y cuando el tiempo era húmedo exudaban agua que formaba goteantes y torcidos regueros. El olor era un secreto y siniestro efluvio compuesto de seres vivos, tierra y alimentos en conserva, un olor notablemente similar al de las partes íntimas de una mujer. En un rincón había una vieja y destrozada prensa que estaba allí desde mi llegada a la casa, y a veces yo jugaba con la máquina y fingía que podía hacerla funcionar de nuevo. Me encantaba aquel sótano. En aquellos tiempos (yo tenía nueve o diez años) era mi lugar favorito. La señora Hollis se negaba a poner los pies allí, y la dignidad de su marido se resentía si tenía que bajar a buscar conservas. Por eso iba yo, y olía aquel peculiar aroma secreto y gozaba de la intimidad de su uterina reclusión. Estaba iluminado por una solitaria bombilla llena de telarañas colgada por el señor Hollis, seguramente antes de la guerra con los bóers. De vez en cuando yo retorcía las manos y obtenía enormes y alargados conejos en la pared. Cogí las judías y me disponía a salir cuando oí crujidos bajo una de las viejas cajas. Me acerqué y la levanté. Había una rata parda, de costado. Movió su cabeza hacia mí y me miró. Su lomo se agitó con violencia y sus dientes asomaron. Era la rata más grande que había visto yo, y me acerqué más. Estaba alumbrando. Dos de las crías, peladas y ciegas, mamaban ya en la barriga del animal. Otra estaba saliendo al mundo.
La madre me miró, desesperada, preparada para morder. Sentí deseos de matarla, de acabar con las crías, de aplastarlas, pero no pude. Era lo más horrible que había visto. Mientras observaba, una araña de color marrón (un falangio, creo) se arrastró con rapidez por el suelo. La rata la atrapó y se la comió. Huí. Al subir la escalera caí y rompí el pote de judías. La señora Hollis me zurró, y jamás volví a bajar al sótano salvo por obligación.
Estaba mirando al policía mientras recordaba. —De prisa —repitió Nona. Aquel cuerpo era mucho más ligero que el de Norman Blanchette, o tal vez mi adrenalina estaba fluyendo con más libertad. Lo cogí con ambos brazos y lo llevé al borde del puente. Las cataratas de Gretna apenas eran visibles corriente abajo, y al otro lado el puente de caballetes del ferrocarril era una solitaria sombra, igual que un patíbulo. El viento nocturno aullaba y bramaba, y la nieve golpeaba mi cara. Por un momento sostuve al policía contra mi pecho como si fuera un dormido niño recién nacido, y luego recordé quién era realmente y lo lancé por la barandilla hacia la oscuridad. Volvimos a la camioneta y subimos, pero el vehículo no arrancaba. Lo intenté una y otra vez hasta que olí el dulzón aroma a gasolina en el desbordado carburador, y me detuve. —Vamos —dije. Fuimos al coche policial. El asiento delantero estaba repleto de impresos para multas, y había dos tablillas con sujetapapeles. La radio de onda corta situada bajo el tablero crujió y crepitó. —Unidad cuatro, adelante, cuatro. ¿Me recibe? Bajé la mano y apagué el aparato, no sin antes golpearme los nudillos con algo mientras buscaba el interruptor apropiado. Era una escopeta de caza. Seguramente propiedad personal del policía. La desenganché y la entregue a Nona, que la puso en su regazo. Di marcha atrás al coche. Estaba abollado pero no averiado. Tenía neumáticos para nieve que se aferraban perfectamente al hielo causante de los desperfectos.
Y llegamos a Blainsville. Las casas, aparte de algún remolque vivienda apartado de la carretera, habían desaparecido. La misma carretera estaba sin hollar todavía y no había marcas aparte de las que dejábamos nosotros. Monolíticos abetos sobrecargados de nieve se alzaban imponentes alrededor de nuestro coche, y me hicieron sentir minúsculo e insignificante, un pequeño bocado atrapado por la gigantesca garganta de la noche. Eran más de las diez.
No hice mucha vida social durante mi primer año en la universidad. Estudié mucho y trabajé en la biblioteca, guardando libros, reparando encuadernaciones y aprendiendo a catalogar. En la primavera jugué en el equipo suplente de béisbol. Casi al final del año académico, poco antes de los exámenes, se celebró un baile en el gimnasio. Yo no tenía nada que hacer, estaba bien preparado para los dos primeros exámenes finales, y bajé a dar una vuelta. Había pagado ya el dólar de la entrada, y fui al gimnasio. El lugar estaba a oscuras, atestado, lleno de sudor y frenesí como sólo un baile universitario antes del hacha de los exámenes finales puede estar. Había erotismo en el ambiente. No hacía falta olerlo. Casi podías extender los brazos y asirlo en ambas manos, como un grueso trapo mojado. Podías prever que se haría el amor más tarde, o algo similar a hacer el amor. La gente lo haría bajo las gradas, en el aparcamiento de la planta generadora de vapor y en los dormitorios. Harían el amor desesperados hombres-niños a punto de ir al servicio militar y bonitas universitarias que abandonarían los estudios ese año para volver a casa y fundar una familia. Lo harían con lágrimas y risas, ebrios y sobrios, tensamente y sin ninguna inhibición. Pero, sobre todo, lo harían rápidamente. Había algunos varones solos, pero no muchos. No era una noche para salir solo. Pasé junto a la tarima del conjunto. Al acercarme al sonido, el ritmo, la música se convirtió en algo palpable. El conjunto tenía detrás un semicírculo de amplificadores de metro y medio de altura, y podías notar la fluctuación de tus tímpanos siguiendo el ritmo de la signatura del bajo.
Me apoyé en la pared y miré. Los bailarines ejecutaban los movimientos prescritos (como si fueran tríos en vez de parejas, con un tercer elemento invisible pero entre los otros dos, encorvado por delante y por detrás) y agitaban los pies sobre el serrín esparcido anteriormente en el barnizado piso. No vi a nadie conocido y empecé a sentirme solitario, placenteramente solitario. Me hallaba en esa fase de la noche donde imaginas que todo el mundo está mirándote, a ti, el romántico desconocido, por el rabillo del ojo. Media hora más tarde salí y pedí un refresco en el vestíbulo. Cuando volví a entrar alguien había iniciado un baile circular y me obligaron a participar. Mis brazos se apoyaron en los hombros de dos chicas hasta entonces desconocidas. Dimos vueltas y más vueltas. Tal vez había doscientas personas en el círculo, y éste ocupaba medio gimnasio. Luego una parte del círculo se deshizo y veinte o treinta personas formaron otro en el centro del primero y se movieron en dirección contraria. Me mareé. Vi una chica parecida a Shelley Roberson, pero comprendí que se trataba de una fantasía. Cuando quise localizarla de nuevo, ni la vi a ella ni a nadie que se le pareciera. En cuanto el numerito terminó, me sentí débil y no muy bien. Pasé otra vez junto al conjunto y me senté. La música sonaba con excesiva fuerza, el ambiente era empalagoso. Oí los latidos de mi corazón en la cabeza, igual que sucede después de la peor borrachera de tu vida. Hasta ahora pensaba que lo que sucedió a continuación se debió a que yo estaba cansado y un poco mareado después de tantas vueltas, pero tal como he dicho antes, este relato ha aportado mayor claridad. No puedo seguir pensando lo mismo. Alcé los ojos otra vez hacia los bailarines, hacia las maravillosas personas que corrían en la penumbra. Pensé que todos los varones estaban aterrorizados, con la cara alargada hasta componer grotescas máscaras que se movían a cámara lenta. Era comprensible. Todas las féminas (universitarias con suéteres, faldas cortas o pantalones acampanados) estaban transformándose en ratas. Al principio ese detalle no me asustó. Incluso me reí. Sabía que estaba presenciando una alucinación, y durante un rato contemplé la escena con práctico desapasionamiento.
Luego una jovencita se puso de puntillas para besar a su compañero, y ya no aguanté más. Un rostro peludo y retorcido con negros ojos que parecían postas se alzó con la boca abierta, dejando ver los dientes… Me fui. Permanecí en el vestíbulo un momento, medio distraído. Había un cuarto de aseo al final del pasillo, pero pasé junto a él y subí la escalera. El vestuario se hallaba en la tercera planta y tuve que echar a correr en el último tramo de escalera. Abrí la puerta de un empujón y corrí hacia uno de los retretes. Vomité entre los combinados olores de linimento, sudorosos uniformes y cuero aceitado. La música de abajo quedaba muy lejos, y el silencio del vestuario era virginal. Me sentí aliviado.
Habíamos llegado a una señal de «Stop» en Southwest Bend. El recuerdo del baile me había excitado por alguna razón incomprensible para mí. Estaba temblando. Nona me miró, me ofreció la sonrisa de sus oscuros ojos —¿Ahora? No pude responderle. Temblaba demasiado para hablar. Ella hizo un lento gesto de asentimiento. Me dirigí hacia un desvío de la carretera 7 que debía de ser un camino forestal en verano. No me introduje demasiado porque tenía miedo de perderme. Apagué los faros y escamas de nieve empezaron a amontonarse en silencio en el parabrisas. Algo así como un sonido escapaba, era arrastrado fuera de mi boca. Creo que debió de ser una imitación oral de los pensamientos de un conejo atrapado en un cepo. —Aquí —dijo Nona—. Aquí mismo. Fue un éxtasis.
Casi no pudimos volver a la carretera principal. El quitanieves había pasado por allí, con sus anaranjadas luces parpadeando con brillantez en la noche, dejando un enorme muro de nieve en nuestro camino.
Había una pala en el maletero del coche. Tardé media hora en apartar la nieve, y por entonces ya era medianoche. Nona conectó la radio policial mientras yo hacía eso, y el aparato nos informó de lo que debíamos saber. Habían encontrado los cadáveres de Blanchette y el jovencito de la camioneta. Sospechaban que nosotros habíamos robado el vehículo policial. El policía se llamaba Essegian, un apellido curioso. Había un importante jugador de rugby llamado Essegian…, creo que jugaba con los Dodgers. Quizá yo había matado a un familiar suyo. No me inquietó enterarme del apellido del policía. Él había estado siguiéndonos demasiado cerca y nos había molestado. Salimos a la carretera principal. Noté la excitación de Nona, intensa, caliente, ardiendo. Me detuve el tiempo suficiente para limpiar el parabrisas con el brazo y luego proseguimos nuestro camino. Atravesamos la parte oeste de Blainsville y supe por dónde girar sin necesidad de que me lo dijeran. Un letrero cubierto de nieve informaba que ésa era la carretera de Stackpole. El quitanieves no había pasado por allí, pero un vehículo nos había precedido. Las huellas de sus neumáticos continuaban marcadas en la turbulenta nieve. Dos kilómetros; después menos de dos kilómetros. La brutal ansiedad, la urgencia de Nona llegaba hasta mí y de nuevo me sentí nervioso. Doblamos una curva y allí estaba el camión de la empresa eléctrica, carrocería de brillante tono anaranjado y luces de aviso que vibraban con el color de la sangre. Estaba bloqueando la carretera. No pueden imaginar la rabia de Nona (de los dos, en realidad, porque después de todo lo ocurrido éramos una sola persona). No pueden imaginar la abrumadora sensación de intensa paranoia, la convicción de que todo el mundo pretendía fastidiarnos. Había dos hombres. El primero era una sombra acurrucada en la oscuridad. El segundo sostenía una linterna y se acercó a nosotros haciendo oscilar la luz como un espeluznante ojo. Y había algo más aparte de odio. Había miedo…, miedo de que todo saliera mal en el último momento.
El hombre estaba gritando, y yo abrí la ventanilla. —¡No puede pasar por aquí! ¡Vaya por la carretera de Bowen! ¡Tenemos un cable cargado aquí mismo! ¡No puede…! Salí del coche, alcé la escopeta y disparé los dos cartuchos. El hombre salió forzosamente despedido hacia atrás y chocó en el anaranjado camión y yo me tambaleé y caí contra el coche. El herido fue deslizándose hacia el suelo centímetro a centímetro, sin dejar de mirarme incrédulamente, y por fin se derrumbó en la nieve. —¿Hay más cartuchos? —pregunté a Nona. —Sí. Me los dio. Abrí la escopeta, expulsé los cartuchos usados y puse los nuevos. El compañero del muerto se había incorporado y estaba observándome con enorme incredulidad. Me gritó algo que se perdió en el viento. Parecía una pregunta, pero no importaba. Yo iba a matarlo. Me acerqué a él y el hombre permaneció inmóvil, mirándome. No se movió, ni siquiera cuando alcé la escopeta. Creo que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Creo que pensó estar soñando. Disparé, demasiado bajo. Un torbellino de nieve hizo erupción y cubrió al desgraciado. Después el hombre chilló, lanzó un enorme chillido de terror y echó a correr, pasando con un gigantesco salto sobre el cable eléctrico extendido en la carretera. Disparé el segundo cartucho y fallé de nuevo. El hombre se perdió en la oscuridad y yo me olvidé de él. Ya no nos molestaba. Volví al vehículo policial. —Tendremos que ir a pie —dije. Pasamos junto al cadáver, saltamos sobre el chisporroteante cable y seguimos caminando por la carretera, siguiendo las espaciadísimas huellas del fugado. La nieve acumulada alcanzaba a veces las rodillas de Nona, pero ella se mantuvo siempre por delante de mí. Ambos jadeábamos. Llegamos a una elevación y bajamos por una estrecha pendiente. A un lado se alzaba una torcida y abandonada cabaña con ventanas sin vidrios. Nona se detuvo y asió mi brazo. —Allí —dijo, y señaló hacia el otro lado.
Me tenía agarrado el brazo con fuerza, dolorosamente a pesar de estar mi abrigo en medio. Su semblante estaba fijo en un feroz rictus de triunfo. —Allí. Allí. Era un cementerio. Resbalamos y caímos al cruzar la cuneta y trepamos por una pared de piedra cubierta de nieve. Yo también había estado allí, por supuesto. Mi madre real había nacido en Blainsville, y aunque ella no había vivido allí con mi padre, el terreno de la familia había estado ubicado allí. Mi madre lo recibió como regalo de sus padres, que habían vivido y muerto en Blainsville. Durante el incidente con Shelley Roberson yo había ido con frecuencia al cementerio para leer poemas de John Keats y Percy Shelley. Supongo que pensarán que hacer tal cosa es una condenada extravagancia, pero yo no pensaba lo mismo. Ni siquiera ahora lo juzgo así. Me sentía cerca de ellos, consolado. Después de que Ace Carmody me diera aquella paliza jamás regresé al cementerio. No hasta que Nona me condujo allí. Resbalé y caí en el suelto polvo de nieve, y me torcí el tobillo. Me levanté y continué andando con esa pierna levantada y la escopeta a modo de muleta. El silencio era infinito e increíble. La nieve caía formando suaves líneas rectas, se amontonaba sobre las inclinadas lápidas y cruces, enterraba todo excepto las puntas de los oxidados mástiles, que sólo sostenían banderas del Día de los Veteranos y la festividad dedicada a los soldados muertos en campaña. El silencio era impío por su intensidad, y por primera vez sentí terror. Nona me condujo hacia una construcción de piedra que se alzaba en la arrugada pendiente de la colina, detrás del cementerio. Una cripta. Ella tenía la llave. Yo sabía que ella tendría una llave, y así fue. Nona sopló para apartar la nieve de la cerradura y localizó el agujero. El ruido de las guardas al girar pareció extenderse por la oscuridad. Nona se apoyó en la puerta y ésta giró hacia adentro. El olor que brotó del interior fue frío como el otoño, frío como el ambiente del sótano de los Hollis. Sólo pude ver una pequeña parte de la cripta. Había hojas secas en el suelo de piedra. Nona entró, se detuvo, me miró por encima del hombro.
—No —dije. Ella se rió de mí. Permanecí en la oscuridad mientras percibía que todo iba confluyendo: el pasado, el presente y el futuro. Sentí deseos de correr, de correr y chillar, de correr con la suficiente rapidez para anular todo lo que había hecho. Nona seguía mirándome, la mujer más hermosa del mundo, la única cosa que había sido mía en toda mi vida. Me hizo un gesto con las manos sobre el cuerpo. No voy a explicarles el significado. Lo habrían sabido si lo hubieran visto. Entré. Ella cerró la puerta. La cripta estaba a oscuras pero yo veía perfectamente. El lugar estaba iluminado por un fuego verde que ardía despacio. Se extendía por las paredes y serpenteaba por el suelo cubierto de hojas como si fueran retorcidas lenguas. Había un féretro en el centro de la cripta, pero estaba vacío. Pétalos de marchitas rosas yacían diseminados alrededor. Nona me llamó por gestos y señaló la puertecilla situada en la parte trasera. Una puerta pequeña, sin letrero alguno. Me produjo pavor. Creo que en ese momento lo comprendí. Ella me había utilizado y se había reído de mí. Iba a destruirme. Pero no pude contenerme. Me acerqué a la puertecilla porque debía hacerlo. Aquel telégrafo mental seguía emitiendo algo que yo consideraba gozo, un gozo terrible, demente, y triunfal. Mi mano se extendió trémula hacia la puerta. Estaba cubierta de verde fuego. La abrí y vi lo que había dentro. Era la chica, mi chica. Muerta. Sus ojos contemplaban inexpresivos aquella cripta de octubre, miraban los míos. Olía a besos furtivos. Estaba desnuda y la habían rajado desde el cuello hasta las ingles. Su cuerpo era un estéril útero. Y sin embargo algo vivía allí. Las ratas. No pude verlas pero las escuché, oí sus murmullos allí dentro, en las entrañas de ella. Sabía que al cabo de un momento la reseca boca de la chica se abriría y me hablaría de amor. Retrocedí, con todo el cuerpo entumecido y el cerebro flotando en una oscura nube de espanto.
Miré a Nona. Ella estaba riéndose, con los brazos extendidos hacia mí. Y en una repentina llamarada de comprensión lo comprendí, lo comprendí, lo comprendí. Había pasado la última prueba. ¡Estaba libre! Volví la cabeza hacia la puertecilla y naturalmente no era más que un vacío armario de piedra con hojas muertas en el suelo. Me acerqué a Nona. Me acerqué a la vida. Sus brazos me rodearon el cuello y yo atraje su cuerpo hacia el mío. En ese momento ella empezó a cambiar, a fluctuar y derretirse como cera. Los oscuros ojazos se volvieron pequeños, como cuentas. El cabello se hizo burdo, perdió color. La nariz se acortó, las ventanas nasales se dilataron. Su cuerpo se aterronó y encogió junto al mío. Me estaba abrazando una rata. Su boca sin labios se extendió hacia la mía. No chillé. No me quedaban chillidos. Dudo que vuelva a chillar.
Qué calor hace aquí. No me importa el calor, realmente no. Me gusta sudar si después puedo ducharme, siempre he considerado el sudor como una virtud masculina, pero a veces hay bichos que pican…, arañas, por ejemplo. ¿Sabían que las hembras de las arañas pican y devoran a sus compañeros? Lo hacen, inmediatamente después del apareamiento. Y además oigo ruidos presurosos en las paredes. No me gusta eso. Tengo el calambre de los escribientes, y la punta de fieltro de la pluma está blanda y espumosa. Pero ya he terminado. Y las cosas parecen distintas. No las veo igual que antes. ¿Saben que durante algún tiempo casi me convencieron de que yo había hecho todas esas cosas horribles? Aquellos hombres del bar para camioneros, el tipo del camión de la empresa eléctrica que huyó. Dijeron que yo iba solo. Yo estaba solo cuando me encontraron, casi muerto de frío en aquel cementerio, junto a las lapidas de mi padre, mi madre y mi hermano Drake. Pero eso sólo significa que ella se fue, es evidente. Cualquier tonto lo comprendería. Pero me alegra que ella se fuera. De
verdad. Aunque deben saber que ella estuvo conmigo siempre, en todas las etapas del viaje. Voy a suicidarme. Será mucho mejor. Estoy harto de culpabilidad, agonía y pesadillas, y además no me gustan los ruidos de las paredes. Ahí dentro puede haber cualquier cosa. O nada. No estoy loco. Yo lo sé y confío en que ustedes lo sepan también. Si afirmas que no estás loco, eso se supone que significa que sí lo estás. Pero me aburren esos jueguecillos. Ella me acompañó, fue real. La amo. El amor auténtico no muere jamás. Así firmaba yo todas mis cartas a Shelley, las cartas que luego rompía. Nunca he hecho daño a ninguna mujer, ¿verdad que no? Jamás hago daño a ninguna mujer. Ella fue mi único amor auténtico. Qué calor hace aquí. Y no me gustan los ruidos de las paredes. El amor auténtico no muere nunca.
Notas
[1]
Easter Bunny: personaje muy popular entre los niños norteamericanos, que el día de Pascua Florida les trae regalos. (N. del T.) <<