EL CERDO DE ORO PERSONAJES: UN HOMBRE (Treinta años) ELLA (bella mujer de unos veinticuatro años) EL CLIENTE (tímido cuarentón) ACTO UNICO Habitación modestamente amueblada, en Nueva York. Una cama, una mesa, tres sillas, un lavabo. Cortina que cubre un ángulo del recinto. UN HOMBRE está fumando y mirando la televisión. Oye pasos que se acercan. Deja rápidamente el cigarrillo en un cenicero, apaga el televisor y se oculta detrás de la corina. Queda la luz encendida. ELLA y EL CLIENTE entran. EL: (Desconfiado) ¿Vives sola? ELLA: Sola. Dejé la luz encendida porque sé que regreso en seguida. EL: ¿EN seguida? No podías tener la seguridad de que llegara yo. ELLA: Tú o cualquier otro. En diez minutos más o menos… (Se analizan mutuamente; EL se da cuenta de pronto que el cigarrillo, depositado en el cenicero, humea todavía) EL: ¡Aquí hay alguien! ¡Mira el cigarrillo! (Observando alrededor con zozobra) ELLA: ¡Es mío! ¡Siempre me fumo un cigarrillo después de… (indica la cama) mi trabajo! Pero dejo aquí la colilla. No es correcto que una señora fume por la calle. EL: ¿Señora? ELLA: (Mirándole con sorna) ¿Lo dudas? ¿O creías que soy virgen? EL: No. Sólo quería saber… ¿Eres casada? ELLA: Hasta cierto punto… Todas nos casamos… relativamente… ¿No te parece?
EL: (Ambiguo) Sí… ELLA: ¿Fuma tu mujer por la calle? ¿O en los restaurantes? ¿Dice palabrotas? ¿Te lo da todo en la cama?... ¡No sería una verdadera señora si lo hiciera! EL: Está de veraneo… Todo este mes. ELLA: (En una transición absolutamente natural) Veinticinco dólares, la primera vez. Veinte, la segunda. EL: ¿Por qué menos la segunda vez? ELLA: Después del estreno, valgo menos, ¿no? Es como si fuera tu mujer. Veinticinco por adelantado. (El cliente extrae veinticinco dólares y se los ofrece) ELLA: (Indicando una hucha de cerámica en forma de cerdito que está encima de la cómoda) Mételos en el cerdito, por favor. No me gusta tomar el dinero. No lo toco nunca. Destruye el encanto de nuestro… (Juntando los índices de ambas manos con un gesto expresivo de unión) (El cliente introduce los billetes en la ranura del cerdito. Se da cuenta de que es inamovible, formando parte integrante de la cómoda) EL: No… no se mueve. ELLA: Está encolado en el mueble. El dinero va a parar en el primer cajón. Que está cerrado. L llave la tiré al río. Sólo cuando sea viejecita tocaré ese dinero. Lo necesitaré. Mi cerdito me devolverá oro de sus entrañas… Su oro… Y yo lo adoro… (Se ríe) EL: Como el becerro de Aarón… ¡Que no te castigue! ELLA: ¿Qué? ¿Qué castigo? EL: Nada… Y… ¿tus gastos? ¿Cómo vives? ELLA: Los dos primeros clientes, por la mañana, colocan los verdes cerca del cerdito, que cubro con esto. (Mostrándole unas braguitas negras que están encima de la cómoda, cerca de la hucha) EL: (Curioso) ¿Los dos primeros? ELLA: Sólo los dos primeros. Cincuenta dólares al día son más que suficiente. ¿Quieres un café? EL: Si lo tienes hecho… (Tímidamente) ¿Dónde… lo lavo? ELLA: ¿Qué? EL: Mi… mi chiquitín… que está deseando… ELLA: (Indiferente) Allí. (Indica el lavabo) (El cliente va a lavarse mientras ELLA, sin darle importancia a nada, prepara dos tazas de café) EL: No eres nada curiosa.
ELLA: Ni pizca. (El café está preparado. ELLA se sienta a la mesa y lo sirve) EL: ¿No tienes prisa? ELLA: (Invitándole a sentarse) No. (EL se sienta. ELLA le observa. Le invita a beber) ELLA: ¿Dónde has enviado a tu mujer? EL: A California. ¿Y tú a tu marido? ELLA: Está aquí. EL: (Sobresaltado) ¿Aquí? ELLA: En la ciudad EL: (Sobresaltadísimo) ¿No crees que… podría…? (Señalando la puerta) ELLA: Nunca regresa antes de medianoche. EL: (Después de mirarla unos segundos) ¿Sabe que tú…? ELLA: No estoy muy segura. EL: ¿Lo sabe o no? ELLA: Supongo que sí… que lo sabe… Si no, volvería a casa más temprano. EL: ¿Quieres decir… que… podría venir antes…? ¿Es que trabaja en algún sitio, hasta las doce? ELLA: No trabaja. EL: ¡Ah!... ¿Y acepta el producto de tu… trabajo? ELLA: Cuando éramos novios le hice creer que era rica. Para que se casara conmigo. Así, cuando se encuentra con los cincuenta dólares, los coge para los gastos del día. EL: Pero ha de imaginarse que salen de alguna parte… Clientes… o… ELLA: O quizá de alguna renta. Es un tipo taciturno. Lo acepta todo siempre, sin preguntar nunca nada. Y ahora, hablemos un poco de ti. EL: (Constantemente tenso y preocupado) ¿Podría darse el caso de que volviera ahora? ELLA: Podría. Pero no lo ha hecho nunca. EL: ¡Pero podría!... ¿Qué hace hasta las doce? ¿Dónde se mete? ELLA: No lo sé. No me lo dice nunca… (Transición) ¿Tienes hijos? EL: Sí. ¿Y tú?
ELLA: A él no le gustan los críos. ¿Cuántos hijos tienes? EL: (Pausa. No tiene ganas de hablar de su familia) Tres. ELLA: Enséñame sus fotos. EL: (Pausa) No las llevo encima. ELLA: ¡Lástima! ¡Me gustan tanto los niños!... (Le mira) Y me encantan los hombres que llevan siempre encima las fotos de sus hijos. Con ellos… rindo más. EL: (Interesado) ¿Qué quieres decir? ELLA: Sabes muy bien lo que quiero decir: que me entrego toda entera. EL: ¿Con más pasión?... ¿Reaccionas más ardorosamente? ELLA: Eso es… Con más… amor. Déjame ver las fotos. EL: (Después de una pausa) ¿Cómo sabes que las llevo? ELLA: Por tu aspecto. Tienes tipo de ser un buen padre de familia. (El duda) ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo de que las contamine? EL: (Rápidamente) ¡Oh, no! (Otra breve pausa dubitativa. Se decide y las saca de su billetero) ELLA: Colócalas encima de la mesa. Sólo quiero verlas. EL: (Galantemente, las pone en manos de la mujer) Míralas. ELLA: Guapos. Sobre todo las dos chicas. ¿Cuántos años tienen? EL: Veinte, dieciséis y diez. ELLA: ¿Cómo se llaman? EL: George, Anne y Mary. ELLA: (Veladamente irónica) Nombres muy originales. EL: (Justificándose) Los eligió mi mujer… ELLA: ¿Tienes alguna foto de ella? EL: No estoy aquí para recordarla a ella precisamente… ¿Por qué no…? (Indicando la cama) ELLA: (Fingiendo no comprender) ¿Por qué no qué? (EL hace un gesto expresivo que ELLA finge no ver) EL: Te di el dinero… ELLA: (Poniéndose en pie como una autómata) ¡Aquí me tienes! (Ofendida) ¿Quieres hacerlo encima de la mesa? ¿De pie? A tus órdenes. ¡Estoy a punto!
(EL vuelve a encontrarse incómodo y violento. ELLA dulcifica su tono) ¿Por qué estropearlo todo con prisas? ¿Adónde tienes que correr? EL: (Disgustado) A ninguna parte… pero… ELLA: Pero… ¿qué? ¿Qué te pasa? ¿No puedes aguantarte un poco? ¿Cuánto tiempo hace que no has… hecho el amor? EL: Pocos días. No es por eso… ELLA: Entonces, ¿por qué tanta prisa? Deja que nos conozcamos un poco más. En tu provecho. EL: ¿En mi provecho? ELLA: (Haciéndole un guiño, un mohín picaresco) ¡Claro!... EL: (Después de una breve pausa, no sabiendo qué decir) ¿Tú… no… no tienes prisa? ELLA: No. EL: Las otras… ELLA: ¿Qué otras?... EL: …Tienen siempre prisa. ELLA: Porque no les gusta lo que hacen. Porque no sienten nada. EL: (Mirándola) ¿Y tú? ELLA: A mí me gusta cuando conozco al hombre y le aprecio. Me encanta pasarlo bien. (Indicando la cama con un movimiento de cabeza) ¡Gozar! EL: (Halagado) Ya… pero… Te advierto que no soy rico… Sólo llevaba encima esos veinticinco dólares… ¿No pierdes dinero quedándote aquí… charlando conmigo? ELLA: Hoy he tenido ya treinta y un clientes. No quiero más. Me bastan. Y tú… me gustas. (Mirándolo provocativa y sonriéndole) EL: (Sorprendido y turbado) ¡Treinta y uno! ¿Estás segura? ELLA: Loa apunto siempre. ¿Quieres verlo? (Le muestra una página de un cuaderno de notas) Fecha de hoy: treinta y una cruces rojas… Añado una…, la tuya…, y eres el treinta y dos. EL: ¿Y tu marido no ve nunca esas cruces rojas? ELLA: Una vez. Le dije que eran besos; besos para él. Quedó convencido. EL: (Incrédulo) ¿Te creyó? ELLA: Se lo tragó.
EL: (La observa) ¿Con los otros… (Indicando el cuaderno) hablas tanto rato antes…? ELLA: Solamente con los que me gustan. Con los que hubiera soñado casarme… eventualmente. El sexo… sin amor, es horrible. EL: (Confundido pero vagamente halagado) Gracias… ¿Te han enseñado las fotos de sus hijos, algunos otros? ELLA: Únicamente los mejores. Los buenos padres y los buenos maridos. Y yo los premio. A los otros, los castigo. EL: (Sorprendido y algo alarmado) ¿Cómo? ELLA: Hay mil maneras. EL: ¿Qué me hubieras hecho a mí, de no enseñarte las fotos? (ELLA lo observa con una irónica sonrisa) Dímelo por favor. Soy curioso. ELLA: A veces no conviene serlo. Es mejor que no lo sepas. Como no ha de ocurrirte nada…(EL CLIENTE se encuentra incómodo. Tiene miedo. Piensa con horror que, de no haberle mostrado sus fotos, quizá…) Dime: ¿cuántos años tenía tu mujer cuando te casaste con ella? ¿Era virgen? EL: (Observándola, ligeramente ofendido por tanta pregunta) ¿Qué te importan los pormenores de mi vida? ELLA: Ya te lo dije. No es curiosidad; es simpatía. Me interesa conocerte a fondo. EL: Necesitaríamos algunas horas… y yo no puedo estar aquí hasta que venga tu marido. ¿No? ELLA: Tenemos casi tres horas de tiempo. Gozaremos intensamente. Como dos auténticos amantes. Como apasionados amantes que se encuentran después de una larga separación. EL: (Vagamente temeroso) ¿Tres horas? ELLA: O un poquito menos, si te parece demasiado. Hasta que te canses… Como prefieras, desde luego. El hombre es el que manda y decide: intensidad, posturas, duración… Mandas tú. EL: Al otro, al que vino antes que yo… (Indicando la hucha), ¿cuánto tiempo le has dedicado? ELLA: ¡Ah! ¿A ése? Era un gordinflón. Un hombre de negocios. Negro. No me gustaba. Pocos minutos. EL: ¿Ne… negro? ¿Aceptas a los negros entre tus clientes? ELLA: Son hombres como los otros… ¡Mientras paguen!... EL: ¿Cómo los otros…? Se dice que son diferentes. ELLA: ¿En la cama?
El: Sí. Se dice… ELLA: Eso es inventado por algún humorista de color. Son como tú y como miles de hombres. A menudo, peor. Ignoran lo que significa la palabra ternura. No esperan a que la mujer… EL: A que la mujer… ¿qué? ELLA: …Llegue a gozar. No me digas que tú también eres uno de esos egoístas… EL: ¡Oh, no! No… (Perplejo) ¿Cuántos negros hoy? ELLA: (Abre el cuaderno y cuenta) Veintidós. Les excito por mi piel blanca… Dos pilotos vietnamitas, un turista alemán, un policía brasileño, tres marinos franceses y dos comerciantes italianos. EL: (Tratando de ocultar su desagrado) ¿Todos casados? ELLA: Sólo diecinueve. EL: ¿Todos con hijos? ELLA: Sólo catorce de ellos. EL: ¿Y cuántos… te han enseñado sus fotos? ELLA: Solamente nueve. EL: Pues habrás castigado a cinco… ¿Qué les has hecho? ELLA: ¿Vamos a estropear la velada con particularidades desagradables? Hablemos de ti. ¿Cuántos años tenías cuando utilizaste por primera vez la estilográfica? EL: ¿La estilográfica? ELLA: (Apuntándole con el índice la bragueta) ¿Cuándo descubriste que tenías un arma entre la piernas? (Pausa) A mí puedes decírmelo. Dentro de unos momentos seré tuya. Toda tuya. ¡Tu mujer! ¡Más… apasionada y más íntima que tu propia mujer! EL: (De mala gana) A… a los once años. ELLA: ¡Qué precocidad! ¡Bravo! EL: (Que no ha olvidado) Esos ne.. esos negros, esos extranjeros, que… ¿eran limpios? ELLA: (Indiferente) Creo que sí. EL: (Alarmado) ¿Crees? ¿No los has lavado? ELLA: ¡No sois bebés! Os laváis solitos, ¿no? EL: Pero… suponiendo que uno de ellos estuviera enfermo…
ELLA: Me tiene sin cuidado. EL: (Asustadísimo) ¿No te importa? ELLA: Digamos la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad: cuarenta clientes al día, durante siete años. Si las enfermedades me preocuparan me moriría de angustia cuarenta veces diarias. He superado ese temor. Ni me acuerdo. EL: Y… si el último tuviera… alguna enfermedad ELLA: ¿Qué último? EL: El que ha estado aquí antes que yo. ELLA: ¡Ah!... ¡Cosas de la vida, amigo mío! Hay que confiar en el destino. (Transición, durante la cual el hombre trata de ocultar su enorme preocupación) Con tu mujer…, ¿cuántas veces por semana? EL: A tu doctor…, ¿cuántas veces por semana? ELLA: ¡Oh! Dos veces al año. ¿Y tú? EL: Dos veces por semana. ELLA: ¿Al médico? Tú estás obsesionado por el miedo a las enfermedades. Creo que no te gustaría. EL: ¿Qué? (Silencio embarazoso; ELLA le mira) ¿Qué es lo que no me gustaría? ELLA: Si tienes tanto miedo de contagiarte, ¿cómo es que se te ocurre ir de putas? EL: Dime la verdad: ¿estas segura de… de no estar… mala? (ELLA lo mira y, después de un corto silencio, le habla maternalmente, con simpatía) ELLA: ¿Recuerdas que he hablado de castigo, para algún cliente? EL: Sí. Y no acabo de comprender a qué te refieres. ELLA: (Lentamente, explicándose con cordialidad) Verás: cuando un hombre se me acerca, trato de ser cordial… Porque quiero conocerle bien; por dentro… Si es un cabrón que rehúsa las confidencias, la comunicación, o si es tiránico, malvado, tontorrón o extranjero…, ¿entendido?..., yo los castigo. EL: ¿Cómo? ELLA: Le concedo… intimidad. EL: (Lleno de confusión; no comprende nada) ¿Le concedes…? ELLA: Meterse conmigo en la cama. Y todo lo que quiera…
EL: (Perplejo. Incrédulo) ¿Todo lo que quiere?... ¿Y eso lo consideras castigo? ELLA: (Hablando muy lentamente y mirándole) Si, en cambio, es una buena persona, un hombre que quiere de veras a su esposa y a sus hijos, entonces… le digo la verdad. EL: (Con enorme curiosidad) ¿Qué verdad? ELLA: (Después de una brevísima pausa y mirándolo fijamente) Que estoy sifilítica. (El cliente se levanta como movido por un resorte. No sabe qué decisión tomar. Se acerca al cerdito‐alcancía, en el que depositó los veinticinco dólares. Está indeciso; lo mira como si quisiera tocarlo, romperlo) Contigo he sido muy honrada… No castigues mi honestidad rompiendo m i cerdito… de oro… Es un recuerdo muy querido… Un regalo de mi madre… EL: Pero… mis veinticinco dólares… ¡Son veinticinco dólares! ELLA: Te costaría muchos más si no te hubiera advertido. Miles de dólares para curarte, para curar a tu mujer… ¡Miles! (El cliente decide, repentinamente, marcharse. Sin mirarla; se va rápidamente, dando un tremendo portazo. EL HOMBRE aparece, descorriendo la cortina; empuña una navaja. Silencio absoluto y total inmovilidad durante unos segundos. Los espectadores creerán que el marido ha sorprendido a la mujer y que está dispuesto a matarla. Coinciden las miradas de ELLA y EL HOMBRE. Estallan en una sonora carcajada) EL HOMBRE: (A ELLA, que sabía, evidentemente, que el marido se hallaba escondido detrás de la cortina) Cuando se acercó a nuestro cerdito de oro, me he dicho: ¡Si lo rompe, se la corto! ELLA: (Muy divertida) ¡Ninguno se atreve! ¡Te lo dije! Alguno levanta la mano, pero cuando les meto lo del regalo de mamá… EL HOMBRE. (Consultando el bloc de notas, con la cuenta de los clientes) ¡Treinta y dos…! ¡Ochocientos dólares sin que ni uno solo de esos cerdos de plomo te haya puesto una mano encima! ¿Tenía razón? ELLA: ¡Tú siempre tienes razón, machote mío! (Implorando, con zalamería y coqueta) Y, por hoy, basta… ¿Verdad? EL HOMBRE: (Consulta su reloj) Todavía es temprano. ¡Dos más… y luego te invito al restaurante! ELLA: ¿Cocina china? EL HOMBRE: ¡Italiana, amor mío, italiana! ¡Necesito alimentarme bien! Acumular energías… ¡Para hacerte gozar como una fiera esta noche!
(Ríen a carcajadas. Se abrazan. Se besan…)