Número siete de la revista Timonel

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Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 2 | NĂşmero 7 | Noviembre de 2012


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Contenido 3 Presentación 4

Tres poemas | A LF R E D O E S PI N O Z A Q U I N T E RO

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Mujeres ubicuas | A N A C L AV E L

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Certezas e incertidumbres sobre la literatura | J UA N D OM I N GO A RGÜ E L L E S

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Mis tres bibliotecas | DI N A G R I JA LVA

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De los libros personales y esas personas-libro | J UA N JO S É RODR ÍGU EZ

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Los que perdí | A L E Y DA ROJO

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De hurtos y bibliotecas personales| M A R I A JO S É A M A R A L

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Huérfanos a la caza de un resplandor que miente| M A N U E L R . MON T E S

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Daniel Sada: un escritor y una obra para siempre | LU I S J ORG E B O ON E

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De la tristeza del poeta al bajar la marea | A DR I A N A TA F OYA

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Ana Clavel. Qué decir de las sombras... | E R N E S T I N A Y É PI Z

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Apuntes sobre El viajero del siglo | C L AU DI A B A Ñ U E L O S

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Los ecos del diálogo | F R A N K M E Z A

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Plato del buen comer | M A R Í A M U Ñ I Z

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Mi libro preferido | VÍC TOR LU N A

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Diario de la embriaguez | RU BÉ N R I V E R A

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La isla en llamas | RO S A BE L S A L A Z A R

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Tal vez un himno de Rubén Rivera | G UA DA LU PE V E N E R A N DA

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La vocación cumplida | JUA N R A MO S C A LDE RÓN

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Sobre el arte contemporáneo en Sinaloa| A L E JA N DRO MOJ IC A

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Azul Cobalto| R A FA E L A . L E Y VA

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Estampas culinarias culichis|F R A N C I S C O S E G OVI A

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Ojosdetopo. Encegueciendo a Saramago | J O S É A N TON IO MON T E R RO S A S FIGU E I R A S

Las imágenes que ilustran el presente número son obra del pintor G A SPA R A DR I Á N GON Z Á L EZ VA L E N Z U E L A , Premio de Pintura Antonio López Sáenz 2011.


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PR E SE N TAC IÓN

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espués de nuestra participación en el Festival Internacional Cervantino, donde Sinaloa estuvo como invitado de honor y dio muestras del profesionalismo, la calidad y el entusiasmo de sus artistas en los diferentes espectáculos y actividades que tuvieron lugar. De igual forma, recién concluido el Festival Cultural Sinaloa 2012, que pudo llegar a diez municipios del estado y ser apreciado por miles de sinaloenses que acudieron puntuales a disfrutar de cada uno de los actos y presentaciones artísticas realizadas. Y cuando estamos a punto de iniciar la Feria del Libro de Los Mochis, en la que estarán presentes escritores como Andrés Neuman, Roberto Ampuero, Ana Clavel, Ana García Bergua, David Toscana, Mónica Lavín, Efraín Bartolomé, Enrique González Rojo, Francisco Hinojosa, entre otros, incluyendo, por supuesto, a los de casa: Élmer Mendoza, Juan José Rodríguez, Aleyda Rojo, Alma Vitalis, Dina Grijalva, Rubén Rivera, Juan Esmerio, Alfonso Orejel, Juan López Cortés, René Higuera, Hermann Gil Robles y demás poetas y narradores sinaloenses. En el marco de esta fiesta literaria nos congratula presentar este séptimo número de Timonel revista que se ha convertido en un referente fundamental del quehacer literario no sólo local sino también regional e incluso nacional, muestra de ello son la calidad de los textos y los escritores que en sus páginas publican. La presente edición abre con un poema en el que Alfredo Espinosa Quintero (poeta sinaloense, Premio Nacional de poesía Aguascalientes 2011) nos expone los secretos del mar. Ana Clavel, por su parte, con la prosa inteligente a la que nos tiene acostumbrados, nos deleita con un cuento corto, en donde una mujer es dos, tres e incluso muchas más mujeres. De nuevo publica con nosotros el poeta Juan Domingo Argüelles, un maestro en el arte del ensayo. Dina Grijalva, con ese sentido lúdico que caracteriza su escritura, nos presenta las tres bibliotecas que ha tenido y los libros más representativos que han formado parte de ellas. Juan José Rodríguez, con la generosidad que lo representa y después de la publicación de La isla en llamas, retoma el tema de la lectura y la escritura. Aleyda Rojo, con el estilo tan sutil que la identifica, nos describe las sensaciones de abandono y mutilación que le suscitan los libros que ha perdido. Mariajosé Amaral nos explica cómo se arma una biblioteca personal. Luis Jorge Boone dedica su espacio a la narrativa de un gran escritor: Daniel Sada, fallecido en noviembre de 2011. Claudia Bañuelos nos narra su experiencia de leer El viajero del siglo de Andrés Neuman. Juan Ramos nos hace una semblanza del maestro Héctor Chávez «el primer profesor, el primer coreógrafo, el primer bailarín profesional y el primer promotor de la danza contemporánea en Sinaloa». Mientras tanto, Francisco Segovia deleita nuestro paladar con sus «Estampas culinarias culichis». Y no podríamos cerrar esta presentación sin hacer un reconocimiento a la calidad artística de Gaspar Adrián González, quien ilustra con sus lúdicas, coloridas y festivas imágenes el presente número de Timonel. Un saludo a todos. M a rí a L ui s a M i r anda M onrre al Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura

M ario L ópe z Valde z

| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa

F r ancis co F rí a s C a st ro

| Secretario de Educación Pública y Cultura

M arí a L uis a M ir anda M onrre al

| Directora general del isic

É lme r M end oza

| Director de Literatura y Publicaciones

E rne st ina Yépi z

| Jefa del Departamento Editorial

Consejo Editorial

J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva J uan E sme rio Navarro, M ari tza L ópe z Wendy F éli x

|Redacción

Diseño Editorial

| Coeditores

Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del Estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente. Culiacán (Sinaloa), noviembre de 2012. Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a timonel.isic@hotmail.com


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Tres poemas

ALFREDO ESPINOZA QUINTERO Qué bellas maneras de oscurecer tiene el mar, parece un hombre poniéndose crema en los muslos, frotándose el abdomen. El mar oscurece a distintas horas y uno puede oírlo así, oscurecido, aunque esté muy lejos, por ejemplo, oscurece cuando los delfines amamantan en secreto o cuando canta una ballena que perdió el rumbo y encalla como un barco vencido por una larga epidemia de sueños rotos. El mar oscurece como oscurece una habitación donde una mujer llora, crepuscular y montañosa como un abrupto cambio de clima, de nubes bajas y suelos resbalosos, y caídas; como oscurecen los ojos de un niño que pierde un recuerdo en la ventana, como oscurece una parte del cuerpo cuando la sangre adulta sus maneras de acercarse;

pero el mar siempre despierta cuando un niño por primera vez lo mira, despierta; y no hay diferencia entre ver el mar y ver el cuerpo del padre bañándose en una desnudez tremenda y laberíntica. (Qué tentación un padre desnudo, iluminado, tan cerca.) Y el mar siempre está iluminado, siempre están encendidos sus múltiples cuerpos. Por eso llama la atención cuando oscurece, porque es un modo muy humano el suyo de no querer que lo vean.


5 Ah la depredación ese placer de estar vivo. Elegir, como en la pecera de un restaurante, una bella e ignorante langosta, tan retardada. Es de hacerse agua la boca sabiéndola viva en sus jugos que arden, viva y deliciosa en el agua que comienza a hervirla. Qué placer de labios, casi como mirar la danza de los peces al sacarlos del agua. Qué bella su sabrosa muerte, la mantequilla y el ajo dorando sus escamas. Coger una almeja y sentir su lucha cerrada, su parte de piedra cediendo. Su estupidez de almeja que se cree segura como si el asalto fuera una palabra sola, y no un hombre y un cuchillo. Es estúpida y pequeña la almeja deliciosa. Pero un ostión, qué hermoso verlo retorciéndose de limón y sales picantes como si su sabor le doliera, como si fuera una pequeña lengua que es cortada antes de decir algo, y le doliera como si algo como él pudiera sentir dolor o miedo.

Qué terrible fe la de ese gato. Qué violenta. Se ha caído varias veces a mitad del árbol. E insiste. Pareciera tan seguro de lograr poner su cuerpo en la punta. Pero cae, el gato regresa a su sombra en el suelo. No sé cuántas veces ya. Qué espera conseguir? No hay gatas sobre el árbol. Tampoco hay un perro tras de él. De saberlo el gato ya habría logrado la rama más alta, porque el temor siempre llega más lejos. Han pasado algunas horas. Salí al minisúper, compré cigarros. Caminé limpiamente. Estuve pensando en los objetos que la gente tira. Y en la gente que compra lo que otros tiran. Encendí el televisor. Lo apagué. Me masturbé de una manera sana y rápida, de esas que solo desocupan los espacios que se van llenando. Horas después. El gato logró la cima del árbol. Qué fe la de ese gato. Qué perseverante. Ahora el problema es que no sabe bajar. Alfredo Espinoza Quintero. Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa.

Mujeres ubicuas

A NA CL AV E L «Quiero hacer el amor con estas dos mujeres», dijo a mis espaldas el que sería mi nuevo hombre por el resto de la noche. Estábamos en medio de una fiesta de amigos mutuos pero yo ni siquiera había reparado en su presencia, de modo que lo enfrenté ajustándome los lentes: no, no parecía haber tomado alcohol en exceso como para desafocarme y convertirme en dos. Solo su sonrisa volátil recordaba la alegría de los aviones cuando están a punto de alzar el vuelo. —¿Y cómo sabes que somos solo dos? —le contesté porque me había puesto de buen humor su modo de abordarme. —Pues yo solo veo dos: tú y la de la orquídea… Me hizo gracia. Por la mañana, el cajero del banco había confundido mi nombre con el de Orquídea. —¿Y dónde se supone que traemos la flor esa que dices? Él murmuró en mi cuello: —No está a la vista, pero si nos alejamos un poco, puedo mostrártela… Salimos de la estancia rumbo al jardín frondoso. Tras unas palmeras de abanico, intentó besarme. Lo esquivé: —Primero la flor… —La flor o la vida, ¿no? —contestó apuntándome con el índice como si fuera un revólver del viejo oeste. Tras otra sonrisa que alzaba el vuelo, me confió: —Lo siento pero ya no puedo mostrarte la flor. Esa mujer se fue. Ahora te acompaña una chica con un gato, bastante huraño, por cierto. Hice un gesto de desencanto. Sus manos ingresaron en los bolsillos del saco, dispuesto a emprender la retirada. Los hombres que se declaran vencidos me dan rabia y ternura. Lo detuve. —Espera… ¿Cuántas mujeres más hay? Me miró a los ojos y escudriñó como en una bola mágica. —A ver… Regresó la de la orquídea… Veo a una altiva perra afgana… Hay una que trae un látigo… ¿o es más bien una tremenda cola? —dijo e intentó inspeccionarme por detrás. Lo detuve en seco: la vulgaridad puede ser deliciosa pero la reservo para los momentos más íntimos, no antes. Estaba por alejarme cuando me tomó por la nuca. «Está bien… tú ganas. Eres única», dijo y me obligó a recibirlo. Por supuesto, sonreímos todas. Ana Clavel. Narradora. Sus últimos libros son: Cuerpo náufrago, 2005; Las violetas son flores del deseo, 2007 y El dibujante de sombras, 2009.


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Certezas e incertidumbres sobre la literatura JUAN DOMINGO ARGÜELLES EL LL AMADO «MEDIO LI TER ARIO» ES PUR A HOLGAZANERÍA . QUIENES VERDADER AMENT E ESCRIBEN LIBROS NO ANDAN EN EL MEDIO LI TER ARIO UN DÍA SÍ Y OTRO TAMBIÉN. LOS AU TÉNT ICOS ESCRI TORES SON LO MÁ S PARECIDO A LOS VERDADEROS SUICIDA S; A SÍ COMO ESTOS NO ANDAN AVISANDO QUE SE VAN A MATAR (SE SUICIDAN Y PUNTO), DEL MISMO MODO, AQUÉLLOS NO ANDAN PL ATIC ANDO QUE VAN A ESCRIBIR O ESTÁN ESCRIBIENDO UN LIBRO: LO ESCRIBEN Y PUNTO. QUIENES TIENEN POR TEMA DE CONVER SACIÓN LOS LIBROS QUE ESCRIBEN O ESCRIBIR ÁN, POR LO GENER AL MUEREN INÉDI TOS. DIOS LOS PROT EJA EN SU SENO.

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No ignoro la importancia y la grandeza literaria de Homero, Cervantes, Shakespeare y Dante, y sin embargo no son, ni con mucho, mis escritores favoritos. ¿Por qué? Porque uno no lee con base en el canon cultural ni en la importancia y la trascendencia de los autores, sino movido por su soberano placer, que poco o nada tiene que ver con las jerarquías culturales y el establishment literario. Basta que alguien diga que su libro favorito es la Biblia, el Quijote, la Ilíada, Hamlet o la Divina comedia, para saber que se está dando aires de importancia repitiendo el enésimo lugar común de lo que, literariamente, es bueno, y, políticamente, correcto. A lo mejor no ha leído ninguno de esos libros o a lo mejor, si los ha leído, le importan un rábano, pero se siente obligado a decir mentiras edificantes para que nadie vaya a interpretar que es un zopenco, aunque bien pueda serlo.

Henry Hitchings, autor de Saber de libros sin leer, se quiere hacer el gracioso al final de su libro y escribe: «Por cierto, en este libro he tenido la suficiente picardía para escribir (en una ocasión) sobre un libro que no he leído, y hay otro par que no he acabado. Dejo en tus manos descubrir cuáles son». ¿Cómo carajos lo vamos a descubrir? ¿Cómo vamos a saber cuál es el libro que no ha leído si es imposible saber siquiera cuáles son los que ha leído? ¡Que no joda; que no se pase de chistoso!

* Actualización del Eclesiastés para las letras contemporáneas: Fatuidad de fatuidades, todo es fatuidad. Las mesas de novedades en las librerías están llenas de los equivalentes del cine: de libros que luego de leer olvidas al siguiente día, como esas películas que viste la semana pasada y que ya no recuerdas, no ya digamos de qué tratan sino si las has visto realmente.

* Son risibles los escritores que se reúnen con los políticos y se hablan de tú con ellos. Primero se muestran entusiasmados (y lo dicen y lo escriben) sobre la «sorprendente cultura literaria» que encontraron en sus interlocutores. Es que los políticos, viejos zorros, les hablaron de sus libros y ellos se sintieron complacidos de que dichos políticos los conocieran y casi los recitaran. Ingenuos, bobos, pendejos. ¿Qué, no saben que, antes de una reunión con artistas y escritores, los políticos instruyen a sus asesores para que les preparen tarjetas informativas sobre los bichos que estarán a su lado? Pero, luego, cuando se «desilusionan» del político le escriben artículos y «cartas abiertas» donde le reprochan sentirse engañados, traicionados. «¡Y pensar —le dicen al políti-


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co— que usted me pareció culto e informado!». Pobres escritores: viven en la luna de sus vanidades. * La idea de que los poetas deberían estar blindados contra las contrariedades cotidianas, o que deberían estar exonerados de ellas, es, absolutamente, una idiotez. Si no es por esas contrariedades, que padecen, y por la parte de la dicha que pueden disfrutar, ¿de qué diablos escribirían? Los poetas no son más, no pueden ser más que este o aquel ciudadano que trabaja y paga sus impuestos. Lo que ocurre con ciertos poetas es que se creen esa fatuidad de que son faros de luz y detectores del futuro en relación con la tribu espesa y el vulgo ingente. Craso error. El poeta no es un ser muy diferente a los demás habitantes del planeta. Los riesgos de vivir no se anulan por ser poeta; al contrario, por serlo, se potencian. Lo malo es que los poetas solo se dan cuenta de esto hasta que las contrariedades y los conflictos los obligan a poner los pies en la tierra y a mirar de frente la realidad, aunque aun así sigan sin aceptarla del todo. Tiene razón Witold Gombrowicz en su diatriba contra los poetas. El mal no está en la poesía, sino en los poetas; no en el oficio, sino en los oficiantes. Y tiene razón, también, Pablo Neruda cuando afirma que el poeta no es «un pequeño dios», ni mucho menos un dios. Es necesario que algo o alguien los haga bajar de su torre de marfil o de su nube. Es bastante benéfico para los poetas y para el mundo que los rodea. Los poetas también son gente de a pie: peatones. Si no comprenden esto, la realidad se encargará de enseñárselos. * Durante muchos años escuché y leí ditirambos miles sobre la novela El guardián entre el centeno (The Catcher in

the Rye) de J. D. Salinger; tantos que siempre sentí que me faltaba un tornillo ante semejante carencia de lectura. «¡Obra genial!», escuché decir a algunos. «¡Maravillosa novela; es mi favorita», alardearon otros. Y la mayor parte de los críticos no la bajan de obra maestra. La he leído hace poco, para cubrir un pequeñito espacio de mis amplias lagunas literarias. Y la he encontrado muy buena, pero nada del otro mundo. Es, por momentos, hasta un poco paliducha y, además, prácticamente no ocurre nada en ella. Esto no es, necesariamente, un defecto: retrata una época, brinda una imagen, recrea una atmósfera y en 226 páginas el estudiante reprobado Holden Caulfield relata un par de días de su vida, hasta que sabemos, en el último capítulo, que lo ha hecho desde una clínica psiquiátrica, adonde lo han enviado sus padres a causa de su falta de aplicación en la escuela y de su comportamiento extravagante. Buena novela. Muy buena. Pero los lectores convierten este tipo de libros en obras de culto, por puro esnobismo: en primer término porque dichos libros no son «populares». Todas las referencias más que favorables me llevaron a tener altísimas expectativas sobre Salinger y su libro. No es Tolstoi ni es La guerra y la paz; no es Balzac ni La piel de zapa; no es Choderlos de Laclos ni Las relaciones peligrosas. Es un buen libro, un muy buen libro, como tantos buenos libros que no hemos leído y que quizá no leamos jamás. Si no los leemos (y leemos otros), tampoco se cae el mundo. ¡Dios salve a Flaubert y a Emma Bovary!

Juan Domingo Argüelles. Es poeta, ensayista, divulgador literario y editor. Este año publicó tres libros: Poesía y conversación/ Poesía y silencio. El oficio de ser poeta. Ensayos y diálogos (isic), Lectoras (Ediciones B) y Antología general de la poesía mexicana (Océano/ Sanborns).


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Mis tres bibliotecas

D I N A G R I J A LVA El tema propuesto para este número de Timonel despierta mi entusiasmo y algunas reflexiones en torno a mi relación, ya no con la lectura y goce de uno o varios libros, sino con la biblioteca personal. Escribiré aquí sobre mis tres bibliotecas: la del pasado, la del presente y la de la imaginación. De la del pasado, lo primero que se me ocurre aclarar es que no era exactamente personal: los libros que la integraron habían sido seleccionados y adquiridos por tres personas (tres personas distintas pero una sola biblioteca verdadera). ¿Quiénes son estas tres personas?, se preguntará tal vez quien lee estas líneas. Y, con todo mi feminismo a cuestas, debo reconocer que en el mundo de mis primeros libros la persona que ocupa el lugar protagónico es mi padre. Eso sí, la otra figura tutelar en mis primeras lecturas es la tía Fidelina, la mayor de las hermanas de mi madre. Fue mi tía quien me permitió en la infancia descubrir el mundo de Aquiles, Penélope, Circe, Paris; el Cid, el Quijote, los versos de Zorrilla y de Gertrudis Gómez de Avellaneda, entre otros autores y personajes que se instalaron en mi niñez y me han acompañado en la travesía de la vida. Mi primera biblioteca como tal la empecé a formar cuando a los dieciocho años inicié la carrera de Letras en la ciudad de mi eterna nostalgia: Puebla de los Ángeles (y demonios). Fue allí donde empecé a comprar libros cotidianamente (mientras viví en la casa materna leí parte de los libros de la biblioteca de mi padre y de los de la pública, donde trabajé un tiempo). Fueron los años del descubrimiento de Rayuela y los cuentos de Cortázar, de Rajatabla de Luis Brito García, de la revista El cuento, de Los juegos verdaderos, de Edmundo de los Ríos, de El gato eficaz de Luisa Valenzuela y de compartir con amigos y miles de lectores el deslumbramiento del llamado boom de la literatura latinoamericana. Esos y los libros necesarios para los cursos de Psicología que estudiaba por la mañana y los de Letras, clases a las que asistía en las tardes poblanas, fueron el germen de mi primer biblioteca. Pronto esta se enriqueció notablemente con las cajas de libros (muchísimos más de los que yo tenía) que mi padre me envió por tren desde ciudad Obregón. En esas cajas iban excelentes ediciones de la Ilíada, la Divina comedia, la poesía de Fray Luis de León, Góngora, Teresa de Ávila, Quevedo, alrededor de sesenta volúmenes de los estudios de Marcelino Menéndez Pelayo (de aquellos años recuerdo mi asombro al saber que su biblioteca personal estaba formada por cuarenta mil libros). Continué comprando libros y saqueando la biblioteca de mi casa cada vez que en vacaciones visitaba la ciudad donde nací. Y por esos años compartí mi vida con quien años después terminó siendo el padre de mis tres adoradas hijas. Y es él el tercer elemento que vino a aportar libros a la biblioteca, entonces compartida a la par de otras cosas que no son el tema de este artículo. Con el paso del tiempo nos trasladamos con todo y biblioteca a esta ciudad que tanto amo. El tiempo siguió su transcurrir y llegaron más libros, siempre de las tres vertientes ya mencionadas. Llegó el momento en el que la pequeña casa que habitaba con mis tres hijas y su padre, se llenó de libros: en enormes estantes

de piso a techo que ocupaban casi todas las paredes, en los burós, en las mesas, en las sillas del comedor y en cualquier rincón. Entonces llegó el momento de empezar una nueva vida. Abandoné por unos años esa casa llena de libros y realicé mi anhelo de estudiar mi maestría en Letras en la unam. Transcurrieron tres años y al regresar a Culiacán a vivir una nueva vida en una casa ibídem me encontré con la triste sorpresa de que toda mi antigua vivienda con todo y mis amados libros estaba infestada de termitas. Esa y no otra fue la terrible causa de que ayudada por una amiga y un amigo, cuya identidad no revelaré aquí (ella realiza su postergado sueño de estudiar un doctorado y él dirige un sistema de bibliotecas, así que la labor altruista que hicieron hace unos años los puede sonrojar hoy), realizamos en el centro del patio una pira —no funeraria, aunque el psicoanálisis podría meter baza, como decían los surrealistas— y mis amigos emularon la acción del cura y el barbero de arrojar uno a uno los libros al fuego purificador, en una escena evocadora del capítulo VI del más célebre de los libros escritos en nuestra lengua. Esta es la triste historia de mi primera biblioteca. Mi segunda biblioteca es la actual: formada por unos cuantos cientos de libros que he ido adquiriendo desde el tiempo de mi maestría y doctorado, más los pocos que pasaron el escrutinio de mis amigos, no como en el Quijote por su contenido sino por estar libres de las voraces termitas. Y aquí de nuevo habría que sumar los que he seguido incorporando de la inagotable biblioteca de mi padre, incluyendo el libro escrito por él. Pero no quiero detenerme en este conjunto de volúmenes, de los que tal vez los más valiosos para mí son los que he traído de mis viajes por otras tierras. Es de mi tercera biblioteca de la que quiero escribir un poco, la que hoy considero mi biblioteca ideal. En parte por lo acontecido con la primera y su trágico fin, y en parte porque cada día es más la cantidad de lecturas (de placer y de investigación) que hago en la computadora y en mi nuevo kindle (increíble pero me he modernizado un poco), vivo ahora una etapa donde el deseo por acumular libros es mucho menos intenso; a pesar de que el placer de leer y la cantidad de lecturas se ha incrementado. Por eso trataré de pensar en una biblioteca con mis cien libros predilectos; con los libros que me gustaría releer una o varias veces. Como toda decisión, esta conlleva dejar de lado libros que me han encantado, que he gozado al leer o que por diversos motivos me parecen valiosos. Para tratar de poner cierto orden en el caos de mis recuerdos de lectora, empezaré con los griegos: me quedo con la Ilíada, la Odisea, los tres trágicos y una antología de poesía lírica. De los latinos: El arte de amar, de Ovidio y los epigramas de Marcial y Catulo. Del renacimiento italiano quisiera el Cancionero de Petrarca y la Divina comedia. Entrando en el apasionante mundo de la literatura en nuestra lengua: los sonetos de Garcilaso y las obras completas de nuestra enorme Sor Juana. El Quijote, por supuesto, uno de los libros posibles de leer una y otra vez sin jamás agotar el placer y sus infinitas enseñanzas. Y aquí un salto vertiginoso hasta las Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer (es el único libro del que


9 un tiempo coleccioné diferentes ediciones; mismas que el cura y el barbero…). De mis escasas lecturas del universo inglés: Shakespeare (sobre todo «Macbeth» y «Hamlet»), Keats, Byron y una antología de sus románticos. Y aquí entra por la puerta grande a mi biblioteca, Edgar Allan Poe, uno de mis autores predilectos de ayer y hoy. Y ya que entramos en los norteamericanos, me quedo con los cuentos de O’Henry y con El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. De mis abundantes lecturas de novela negra y policíaca elijo tres libros: Demasiados han vivido, El largo adiós y La bella durmiente; así convivirán en mi mundo Sam Spade, Philip Marlowe y Lew Archer con Auguste Dupin, Sancho Panza, la Maga, Raskolnikov, Briseida, Laura, la Sunamita y demás personajes de algunos de los cien libros que, con el dolor de dejar fuera muchos, estoy eligiendo. De la literatura rusa quisiera incluir en primer lugar: Los hermanos Karamazov, El idiota, Crimen y castigo y El jugador. De Turguéniev ansío releer y conservar: Primer amor. De mis múltiples lecturas de novelas del realismo socialista, solo incluiría en mi biblioteca ideal una nouvelle que he leído —disfrutando intensamente su lectura— varias veces, se trata de El destino de un hombre, de Sholojov. Ha llegado el momento de entrar al fascinante mundo de la poesía francesa y aquí, como en las anteriores elecciones, dejaré varios libros que forman parte de mí, para quedarme solo con tres: toda la poesía y Una temporada en el infierno, de Rimbaud, Los cantos de Maldoror y Las flores del mal. Y ya que entramos al ámbito de la poesía, elijo una antología del poeta turco Nazim Hikmet y un poemario de Attila József. Una selección de poemas de Miguel Hernández también tiene un sitio de honor. De los poetas de nuestra América, la lista la encabeza José Martí, una antología del modernismo, Los heraldos negros, Canto ceremonial contra un oso hormiguero, del recientemente fallecido poeta peruano Antonio Cisneros, El aprendiz de brujo, de Sergio Mondragón, un poemario de los contemporáneos y una antología de Juan Gelman la completarían. Exploraré ahora un ámbito en donde será más difícil elegir entre el cúmulo de libros cuya lectura he gozado: la narrativa latinoamericana. En orden cronológico, encabeza esta lista Horacio Quiroga, a sus cuentos retorno una y otra vez, sintiendo que jamás lo agoto; algo similar me sucede con Clarice Lispector, autora de la que elijo Cuentos reunidos. De Felisberto Hernández, debo agradecer que ya exista una edición de sus Obras completas. Un hombre muerto a puntapiés, de Pablo Palacio, tiene un sitio privilegiado. Rajatabla, Luis Brito; Doble fondo, del venezolano Salvador Garmendia. El llano en llamas y Pedro Páramo entran por la puerta grande. Igual: los cuentos completos de Borges y El libro de arena, Cien años de soledad. Lo mismo, por supuesto, que Rayuela y todos los libros de cuentos de su autor, a los que agrego Último round y La vuelta al día en ochenta mundos. De Inés Arredondo también todos los cuentos y algunos de Amparo Dávila. De Rosario Castellanos la antología de poesía Meditación en el umbral y Balum Canán. De Carlos Fuentes me quedo con Aura. Y vienen ahora algunos libros de los dos rubros a los que he dedicado buena parte de mi lectura estos años recientes: narrativa erótica y minificción. La primera lista la encabeza El Decameron, seguido de la Filosofía del tocador y Justine. Le siguen Teresa filósofa, atribuida durante mucho tiempo a Diderot, y ahora al marqués Boyer d’Argens; Escuela para señoritas, de Pierre Louys, también forma parte de esta biblioteca imaginaria. Toca el turno a algunos libros en donde el erotismo femenino se escribe: Delta de Venus, los Diarios y Pajaritos, de la figura tutelar de este nuevo

universo: Anäis Nin. El gato eficaz y varios de los cuentos de Luisa Valenzuela forman parte de esta selección. Lo mismo digo de Canon de alcoba, Solitario de amor, La nave de los locos, Pasión de historias y otras historias de pasión, La condesa sangrienta, Señora de la miel y aquí dejo varios más de los que tal vez sus páginas necesitan reposar en mi memoria de lectora para discernir el sitio que ocupan en mi recuerdo. Los alrededor de quince libros con los que se redondea la cifra de cien serían libros de minificción: empezaré por La oveja negra y seguiré con Brevs y Juegos de villanos, de Luisa Valenzuela. Casa de geishas, Temporada de fantasmas, Cazadores de letras y Fenómenos de circo, de Ana María Shúa. Como en solo tres autores ya son siete libros, los restantes será antologías de este género deslumbrante: Cuentos pigmeos, selección de Giovanna Minardi, publicado en Lima; Relatos vertiginosos, selección de Lauro Zavala, editado en nuestro país; Cielo de relámpagos, que incluye más de un centenar de microficciones compiladas por la escritora argentina María Cristina Ramos; los dos tomos de Por favor, sea breve; excelentes antologías realizadas por la también escritora argentina Clara Obligado y editadas en Madrid en Páginas de espuma, una editorial entusiasta del género de la brevedad. Y como mi nueva pasión por el también llamado cuento bonsai no puede ocultar mi gusto por el que ha sido por muchos años mi género favorito: el cuento clásico, incluyo aquí los cuatro excelentes volúmenes de Los cuentos de El cuento, elegidos por Edmundo Valadés tras haber leído más de diez mil cuentos, como contó; así tendrán un sitio en mis cien libros Chéjov, Maupassant y otros de mis autores y cuentos predilectos. De esta mi biblioteca ideal han quedado fuera infinidad de libros que en algún momento han tocado mi alma; algunos por no aflorar su recuerdo en estos momentos de remembranzas y nostalgias; otros por pertenecer al universo de mi infancia —como Corazón, Mujercitas, La cabaña del tío Tom. Algo similar sucede con algunos best sellers de la adolescencia, como La isla de las tres sirenas y El valle de las muñecas. Y quedaron fuera también— además de un buen número de cuentos cuya mención ampliaría la extensión de este artículo— las biografías que tanto he disfrutado, los ensayos de los que tal vez algo he aprendido y otros libros muy diversos cuya lectura ha sido significativa en algunas épocas de mi vida de lectora. Dina Grijalva. Ensayista y narradora. Doctora en Letras por la unam. Su libro más reciente es Goza la gula (Andraval Ediciones, 2012).


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De los libros personales y esas personas-libro JUAN JOSÉ RODRÍGUEZ Como de niño me gustaba leer, una vez cierta vecina se sintió con la obligación moral de invitarme a tener más cuidado con ese peligroso hábito. Era conocida mi vocación en el barrio. Mis amigos no me consideraban raro ante eso, ya que era algo útil para sus tareas y mis enciclopedias contaban con excelentes imágenes del espacio exterior, naves espaciales o volcanes en plena faena destructiva, que ellos gustaban de ir a hojear a ratos mientras veíamos la tele o, simplemente, no hacíamos nada. Sin embargo, las personas mayores siempre tienen que salir con sus cosas, echándonos a perder la irrealidad donde vivimos los niños, y esa dama me advirtió que leer mucho era malo, pernicioso, que incluso ella sabía de un muchacho que, de tanto leer, se había vuelto loco y ahora lo tenían todo el día encerrado en su casa. A esa edad, uno cree que los adultos dicen la verdad, aunque en ocasiones los niños descubramos sus mentiras... Como la advertencia se me giró en un marco solemne, provista de buena intención y emanada de una persona mayor y madre de familia, el asunto para mí fue algo creíble y digno de atención y seguimiento. Me llené de gran curiosidad de saber dónde estaría y cómo sería ese muchacho enloquecido de tanto leer y leer. ¿Lo tendrían encerrado en un cuarto lleno de libros, con una camisa de fuerza, o quizás atado a una cadena en el patio de su casa junto al lavadero, mientras la pobre madre se lamentaba al mundo de su desgracia con todas las visitas, incluyendo al repartidor de gas? Por supuesto, ante mi pregunta ansiosa de dónde y en qué casa de Mazatlán podría uno ir a presenciar dicho fenómeno viviente, la vecina se quedó un poco incómoda, pasmada y ya no pudo decirme en concreto en dónde residía esa persona en la cual yo podría convertirme… si no me alejaba pronto de los condenados libros. Simplemente, ella sabía que era cierto y punto. La necesidad de evidencias no me hizo dudar de esa leyenda urbana. Yo no deseaba regodearme con la presencia de ese pobre muchacho atormentado. Tampoco me atraía el morbo. Tenía cerca de mí tan poca gente de mi edad que leyera que me impulsaba el deseo de ser su amigo. Debo decir que en aquella época no me asustaban los enfermos mentales (a partir de aquí ya no volveré a usar la palabra «loco»), porque en el céntrico barrio donde viví mi infancia pululaban varios de ellos, deambulando como entidades libres, algunos producto quizá de enfermedades mal atendidas en la infancia, sobre todo en una época más dura para los servicios de salud. De hecho, uno de ellos era mi amigo y manteníamos largas conversaciones en la esquina de mi casa. Llegamos a hablar en francés, idioma que comencé a aprender viendo los episodios de «El Inspector» que salía en «La Pantera Rosa» y yo me creí capaz de improvisar-

lo porque, en primer año de primaria, bailé vestido de soldado en la ronda «Mambrú se fue a la guerra». Creía que el traje me convertía en la otredad, así como los niños que con capa de Supermán o máscara del Santo se sienten omnipotentes. No diré el nombre de este personaje, pero había sido un joven talentoso con ideas de izquierda que, en los tempranos años setenta, fue víctima de arresto y tortura, desequilibrándose posteriormente. Involuntariamente, esta conclusión le daría la razón a esas señoras bien intencionadas, las cuales a veces son profetas del desastre ante la invasión de los libros en la conciencia de los jóvenes. «No te dediques a la literatura, te vas a morir de hambre, mejor agarra una carrera técnica o comercial y al final haz lo que te guste.» ¡Valiente consejo! Para entonces, uno ya echó a perder su vida y los mejores años de aprendizaje se le fueron en sumar facturas o aprenderle las malas costumbres al jefe de auditores de la oficina donde fueron sus primeras prácticas. Como decía George Steiner, aquellos que queman libros tienen la razón. Uno puede despertar gracias a ellos y descubrir que es una locura vivir la vida como la viven los demás. La vida está en los libros. En esa parte, en esa realidad intangible a la que solo se llega con la imaginación y se vuelve más real que la vida física. No basta con leer Sin embargo, para volver uno con los libros o llegar a esa sana e insana locura, no es necesario estar entregado a la lectura. A cada rato se nos dice que debemos de leer y leer. Pocas veces se nos recuerda que es necesario también releer. Me atrevo a decir que es algo estratégico en la formación de todo lector. La primera lectura de un libro es a veces de presión. La segunda es ya de comprensión. Y entonces no solo nuestra imaginación, sino también el nudo de las ideas, se ponen en movimiento y marchan en combustión sostenida, aumentando-disminuyendo la velocidad al ritmo de la memoria o los nuevos descubrimientos. La perspectiva del tiempo ayuda: los jóvenes leen en la prepa El coronel no tiene quien le escriba y, les guste o no, lo entienden del todo… releerlo a los treinta y ocho, con deudas en la tarjeta de crédito y cuentas por cobrar, es otra experiencia. De muy joven leí a Onetti y me costó trabajo, llevándome incluso al bostezo y el desconcierto. Más me irritaba porque de muy joven trabajé en un astillero tan deprimente como el que aparece, fantasmal, en su obra maestra. Ahora lo leo y su prosa me seduce, su desencanto, el mundo de las empresas en ruinas —humanas y comerciales— y el ver a un perso-


11 naje haciendo un trabajo que ya no puede porque es su única manera de salvar su vida vacía y miserable. (Hablo de Juntacadáveres y el fallido burdel emprendido por el personaje.) Releo seguido a Nabokov, Truman Capote, Saint-Exupéry Alejo Carpentier, Borges, Paz, y Faulkner. Más que libros, me encantan los autores que en sí mismos son literaturas totales. Pero también leo a Gerardo Diego, John Cheever, Saki, Ibargüengoitia y hasta a Enrique Jardiel Poncela, el Óscar Wilde de los españoles. Antes yo tomaba a la lectura demasiado en serio. Hubiera acabado en un ensayista de textos medievales, porque para allá apuntaba mi vocación. Me encantaba el mundo de Martin Guerré, François Villon y hasta los trovadores catalanes como Girault de Borneill, a los que llegué por la inesperada influencia de Joan Manuel Serrat, otro ícono de mi época. Por fortuna, entré en razón y me di cuenta de que la vida necesita diversión y también la vida literaria necesita entrar a ese aro. Todas esas larguísimas novelas que se pusieron hace poco de moda con El código Da Vinci, escritas por el francés Maurice Druon (Los reyes malditos, La reina estrangulada, etc.), me las aventé yo en la prepa, además de otros autores que ya nadie leía como Mika Waltari, Lajos Silahy o A. J. Cronin. Confieso no haber releído ninguna. Retomo a Lawrence Durrel por su sentido poético. A Borges por su malicia narrativa. A don Alejo Carpentier por su visión catedralicia. Aterrizo en Saint-Exupéry porque me cae bien. Y termino en Rulfo por su hábil silencio. La poesía del Viejo Testamento tiene lo suyo, lo mismo al describir a la amada en el Cantar de los Cantares o al hablar del día de la venganza y el crujir de dientes de la justicia. Ahí están las cuitas de Job que está molesto con su Creador porque le quitó todo, pero ni se imagina la gran y luminosa eternidad que le espera después de la vida, aunque Yahvé le devuelve luego las riquezas merecidas en su estancia terrestre. Para cerrar con la Biblia, confieso que me encanta el Evangelio de San Juan, lleno de simbolismos sobre el agua y usando el recurso de repetir siete veces una misma palabra en un solo episodio para recalcar su importancia. El lenguaje es conciso, directo como acta notarial. Visito de vuelta más las novelas que los cuentos. Debería ser al revés. El cuento es una noble magia de salón y la novela un salón lleno de magos, hechiceras y muertos en vida. Volver a visitar esas galerías es adentrarse a los palacios de la memoria. (El concepto de la memoria como un espacio arquitectónico proviene de San Agustín, el africano.) Cuando se lee un libro por tercera vez, nos volvemos parte de él o el texto se vuelve parte de nosotros. Decía Heráclito que nadie se baña dos veces en el mismo río porque este cambia a cada fluir de la corriente. Pero los libros también se modifican porque los que sí cambiamos somos nosotros mismos. Y es necesario apropiarse, volverlo propio, para que podamos entender el sentido de un libro. Y el que no cambia no evoluciona: se vuelve estatua de sal que llevan la lluvia y la corriente. Apropiarse del contenido de un libro Hay otros modos menos éticos para recibir el contenido de un libro. Hace tiempo, en un encuentro de escritores al que asistí donde había presencia de autores de procedencia internacional, nos pusimos a platicar en el marco de una cena sobre nuestras respectivas odiseas en el peculiar asunto del hurto de los libros. Aquí sobraron comentarios que iban desde el caso del libro que uno «olvida» devolver; aquel que se «incauta» en acto de justicia por otro que no se retribuyó; o, de plano, la osada tarea de «escondérselo» en el ombligo en una atestada librería.

Todo comenzó cuando, al preguntarle a un destacado poeta mexicano de dónde provenía su gusto y conocimiento por la poesía inglesa, nos contó que el primer libro que se había birlado en su vida era un antología de John Donne, Keats y Coleridge, y que esa hazaña le impulsó después a conseguir la colección completa. Debo confesar que, al final de la charla, los mexicanos que habíamos iniciado y animado el debate descubrimos que los demás autores, sudamericanos y españoles, habían permanecido callados y expectantes. Al final, y en otra sesión de charla informal, un poeta chileno me confesó que al principio pensaron que era una broma ficcionada entre todos y después, al darse cuenta de que en realidad era un involuntario alarde de cinismo, ya no supieron qué opinar. Al parecer, nadie de ellos se había robado un libro en su vida o cualquier otra cosa. Casi todos eran académicos y uno de ellos tenía antecedentes en la minería peruana, como César Vallejo. Que el objeto en cuestión fuese un libro no les parecía motivo suficiente para justificar un delito; igual o más terrible si se le aplicaba a quien nos había dado la confianza de prestarlo. Pero estaban tan desconcertados que tampoco asumieron un papel moralista; simplemente expresaron su perplejidad, luego casi de exigírsela. Me quedé reflexionando largo rato sobre el significado de esto. ¿En qué momento, para muchos de nosotros, robarse un libro se convirtió en una gracia justificada por las circunstancias o el hecho mismo? Hay estudiantes que por carencia han osado a dar ese paso, impulsados por el ejemplo de sus compañeros. Una vez, Gabriel Zaid rescató un cuento breve que leyó en una revista marginal sobre un estudiante de derecho que robaba libros, pero que luego iba a devolverlos cuando los desocupaba y que, al ser sorprendido al devolver por cuarta vez un código civil, huye y muere del disparo de un policía que piensa que es otro tipo de delincuente en fuga. Gabriel Zaid proponía hacer ese cuento más trágico, evitándole la muerte en la calle, y haciéndolo llegar a la Presidencia de la República, enriqueciéndose, llorando en su último informe y al final dejando un país sin bibliotecas. Quizás fue en los años setenta que se volvió algo cotidiano ese tipo de hurtos hormiga. La depauperación de la clase media que asistía a centros comerciales de autoservicio y la situación de crisis fueron flexibilizando el punto de vista hacia ese tenor. Recuerdo haber leído en mi infancia en la revista Contenido un texto llamado «El nuevo y popular deporte de robar en las tiendas de autoservicio». También era un tiempo en que teníamos un Estado represor, sin fomento a la lectura en nada. Era un acto de justicia que todos aplicaban a un gobierno y una iniciativa privada devoradora que no daba nada a cambio, ni descuentos o apoyo a ferias del libro. No condeno ni justifico a todos, pero reflexiono que esa situación fue parte de lo que nos llevó al estado en que hoy nos encontramos, luego de largos años de gobiernos que nos mantenían al margen de la vida real y cuyos funcionarios realizaban faraónicos dispendios. La etiqueta que nos está cayendo a nivel mundial es terrible. Y como apunta el texto rescatado por Zaid, a veces el primer hurto empieza por el objeto mismo de los libros. La verdad y la sabiduría os harán libres, decía la proverbial frase, pero también puede ser el primer camino para pasar a las rejas. Los libros son como un arma: pueden salvar o perder a quien los porta sin cuidado, respeto y prudencia.

Juan José Rodríguez. Narrador. Su libro más reciente es La isla en llamas (isic, 2012).


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Los que perdí

ALEYDA ROJO Contar las circunstancias bajo las cuales perdí mis libros agregaría un matiz truculento, pero no me los devolvería. Por lo tanto me centraré en el núcleo del problema: la sensación de abandono que me dejaron; de mutilación, como si me hubiesen amputado una de las extremidades. Todavía me recuerdo leyéndolos, todavía puedo escanear el efecto de renovación realizado en mi cerebro a la hora de leerlos y los años invertidos en tratar de recuperarlos en aquellas o en otras ediciones. Mi desgracia: no pensar en un libro como en un objeto. Los libros extraviados por la vida nunca se recuperan. Y la herida dejada, bien se puede comparar con las rupturas amorosas, con el final de una amistad. El que más lloro: La plenitud de la vida (1960), de Simone de Beauvoir. Cuando recorrí sus páginas sentí una relación entrañable entre Beauvoir y yo. Como si fluyera una energía entre ambas. Ella me contaba, yo escuchaba arrobada sus largas caminatas por Francia, sus primeros intentos por publicar, las cartas de rechazo de editoriales que le agradecían la molestia tomada, pero le decían no. Qué valiente me pareció Simone al compartirlas, era como si estuviera aconsejándome: Mira, Yesenia, la vida de una escritora no es fácil, hay que perseverar. Una amiga excepcional, una confidente, una cómplice capaz de burlarse de sí misma: no olvida contarnos que alguna vez le creció un furúnculo en el rostro y, al reventarlo, salió a relucir un diente que se le había clavado en la piel. Una escritora así es muy fácil de querer, hasta daban ganas de emprender senderismo con una mochila al hombro o de tomar la bicicleta y recorrer México y el mundo entero para remedarla y, de ser posible, en la otra vida, tomar un café con ella y revelarle: Ay, Simone, leyéndote me crecieron las alas. El castillo blanco, de Orhan Pamuk. Es la historia de un estudioso veneciano apresado por manos turcas, regalado luego a un maestro a quien se le parece en extremo, al grado de confundirse con él. Fue un deleite desplazarme por sus páginas antes de que el ejemplar decidiera extraviarse entre mis anaqueles y crearme la fantasía de que alguien, idéntica a mí, pero en enemiga mía, gusta hurgar entre mis papeles y alterar el orden por el mero placer de hacerme sentir duplicada. Muchas veces he vigilado mi estudio para tratar de atraparla y se escurre con el ejemplar de Pamuk bajo el brazo y solo me queda la sensación de estar observando a lo lejos, un enorme y purísimo edificio a donde habré de llegar, algún día. Tierras de cristal, de Alessandro Baricco. A Baricco lo adoramos las mujeres, porque nos sentimos protagonistas de sus libros. En aquel que perdí, hay una hembra de cuya boca se enamoran todos, la cual recibe de regalo una joya, cada vez que su amante está por volver de viaje. Otro personaje se dedica a escribir una partitura mientras en su cabeza suena otra música. Y hay, además, una locomotora que permanece estática, amenazante, como si de un momento a otro estuviera por iniciar un recorrido. Baricco se las ingenia para hacernos sentir parte de un mundo fantástico, arrebatador. Los trabajos y los días, de Hesíodo. Después de Homero, Hesíodo es el escritor griego más antiguo. Su libro es una carta dirigida a su hermano, quien abusó de su herencia y de paso se consumió el porcentaje de Hesíodo. El escritor interpuso una demanda, pero los jueces fallaron a favor del dilapidador. Lo importante del texto es que su autor no derrama bilis, ni odio, al contrario, con una calma amorosa

le explica cómo se suceden los días, los meses, las estaciones del año y cómo se pueden aprovechar en el campo, en la pesca. Es un recuento de la rutina que un hombre honrado puede vivir cuando no pretende las grandes fortunas, sino una forma sosegada de pasar las horas en convivencia con la naturaleza. Es un libro donde se elogia el esfuerzo, las energías enfocadas a producir el pan, el vino y queso. Para muchos escritores es un ejemplo a seguir. Gustave Flaubert vivió en el campo, también Maquiavelo. Flaubert se burló de la vida campestre en Bouvard y Pécuchet, una novela donde todos terminan sin cabeza. Maquiavelo escribió en la campiña su Príncipe e intentó realizar varios negocios a partir de su hacienda, pero no se le daba el comercio. Vivir en el campo es muy duro, es agotador, como bien lo hace sentir Hesíodo. No tiene nada de romántico terminar con la espalda destrozada, tras haber sembrado el huerto con la ilusión de cosechar lechugas francesas que ya imaginabas en la ensaladera mezcladas con balsámico y tras cuarenta días transcurridos solo conseguiste tres hojitas que no alcanzan ni para una muela. Sin embargo, vale la pena renunciar a las comodidades que brinda la ciudad; en el aislamiento, lejos de los otros humanos, se logra un nivel de concentración mental muy fuerte y tras una jornada de trabajo físico cae muy bien agregarle algo a la novela en proceso. En Hesíodo se percibe eso. Sabía utilizar el azadón y la palabra. Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute. Leer a esta mujer es como tomar una lección de castellano, de sabiduría y de imaginación. En la novela de casi novecientas páginas que leí tres veces antes de que, ¡ay!, la extraviara para siempre, me sentí niña, bruja, guerrera. Matute me ofreció un personaje femenino, Ardid, que ni en mis más elevadas fantasías hubiera podido visualizar. Ardid es tan tremenda que pide a un hechicero un don que ninguna madre se atrevería a solicitar para un hijo: que le arranquen para siempre la capacidad de amar. Y Gudú, el hombre incapaz de sentir afecto u odio, vive una corta e intensa vida, enfocado a la guerra, y su progenitora, siempre suspicaz, se encarga de controlar la corte y mantener a raya a aquellos enemigos que nunca dan la cara y se hacen pasar por fieles y leales servidores. El nivel de penetración psicológica logrado por Ana María Matute en Ardid, me informa que es una narradora filosa y una mujer que resulta muy, pero muy difícil de engatusar. Los trágicos griegos: Sófocles, Eurípides y Esquilo. Y su contraparte: Aristófanes. Nunca los he perdido, pero a veces me da por alucinar que los pierdo y me intranquilizo. Tomo los ejemplares y duermo con ellos. A media noche, estiro la mano para tocarlos. En el insomnio los releo. En últimas fechas he congeniado más con Aristófanes y me intriga por qué le tomó ojeriza a Eurípides. Lo hace personaje de varias comedias y en cada una se mofa de él y sus obras: «Eurípides, Euripiditos, podrías escucharme, si es que escuchas a alguien alguna vez». Me pregunto qué maldad le haría Eurípides para que en Las ranas, Aristófanes continuara torturándolo y lo colocara por debajo de Esquilo. Los escritores nunca han sido distintos de lo que son ahora. El cómico se ensañó con el colega Eurípides hasta cuando ya no existía. Y es posible que en la cuarta o décima reencarnación todavía lo aborrezca. Aleyda Rojo. Narradora. Su último libro es Ataque a la piedad (isic, 2012).


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De hurtos y bibliotecas personales MARIAJOSÉ AMARAL Una biblioteca personal, leí en algún lado, es una especie de autobiografía. Un mapa de los sitios y emociones que hemos tocado —o que nos han tocado—; es un obituario de lo que alguna vez fuimos, de nuestras metamorfosis. Una compilación de ideas que al final terminamos apropiándonos, pues nos enraizamos un poco y de formas distintas entre las líneas de esos libros que consideramos realmente parte de nuestra biblioteca. El rastro que se deja es una cuestión bilateral, los impregnamos tanto como ellos a nosotros, les dejamos nuestras huellas, un vestigio de nuestros ojos perplejos ante ciertas frases y a veces, hasta nuestro olor. Los libros van cayendo como imantados a nuestras manos en el momento propicio, saltan en las librerías y no podemos hacer nada para desviarnos de ellos. A mí me gusta creer que son mañas del destino, aunque hace poco me dijeron que en realidad yo era simplemente muy susceptible a las trampas de la mercadotecnia. Al final terminan dejándonos sin un cinco en la bolsa, o los que tienen el suficiente aplomo —que siempre he envidiado— terminan por robarlos. Conocí a alguien que su mayor hurto —que era también su mayor orgullo— habían sido las obras completas de Borges. Las extrajo poco a poco de una biblioteca pública del D.F. hasta llevarse, finalmente, todos los tomos. Se justificaba diciendo que los libros jamás habían sido sacados para préstamo, que llevaban años empolvándose y que en sus manos tendrían mejor utilidad; lo cual fue verdad. Lo arriesgado del asunto es que pasados los meses, puedes volver a esa misma biblioteca sin fines delictivos —por llamarlos de algún modo—, traer

casualmente el libro que robaste meses atrás y pasar el doloroso proceso de devolución y vergüenza. Yo poseo varios ejemplares con el sello de alguna institución que nunca los vio volver. Todos llegaron por otros caminos, es decir, nunca fui la autora real de la hazaña. Por más que quisiera, no poseo la entereza; mis manos empezarían a temblar y giraría la cabeza hacia todos lados con la paranoia de que alguien, de seguro, ya me cachó. Aparte de eso, mi biblioteca personal es aún pequeña, y el vaivén residencial entre Culiacán y el D.F. ha hecho que esté, también, dividida. Siempre añoro inevitablemente los libros que se encuentran a kilómetros de distancia. Supongo que uno la va formando de manera un tanto inconsciente y los gustos básicos se convierten en necesidades básicas. Hay personas que nos llegan a sentir un apego profundo por los libros —por el libro objeto— y entonces es lo mismo tener en un iPad con cuatrocientos archivos virtuales; mucho más cómodo y práctico, dicen por ahí. Yo soy una acumuladora de libros. Me da un placer horrendo tocar las pilas, leer sus títulos, olerlos, acomodarlos, reacomodarlos. No podría tener una tableta, haría falta esa especie de interconexión que brinda el contacto directo con ellos, con las hojas, su crujido, su textura, con el peso de cada uno de los volúmenes. El orden que se les dará en los estantes o el escritorio es algo complicadísimo. En Culiacán decidí organizarlos por géneros, en una parte estarían las novelas, en otra la poesía, en otra los ensayos, en otra más la dramaturgia. Aquí en el Distrito he optado por hacerlo de manera distinta: están en su mayoría organizados por editoriales. Es mucho más sencillo y es estéticamente mejor. Las bibliotecas personales pueden pasar a ser algo de primera importancia para alguien y marcar de forma profunda su rumbo en la vida. Un ejemplo un tanto drástico es Montaigne, quien adecuó el segundo piso de su torre para que funcionara como biblioteca y área de trabajo. Se dice que a la muerte de uno de sus mejores amigos, sentía la necesidad de un nuevo interlocutor, de un escucha y fue entonces cuando escribió sus famosísimos Essais. Montaigne se recluyó en la torre y llenó las vigas blancas que se encontraban en el techo de frases en latín y griego. De algún modo siempre se escribe o se piensa observado e influenciado por vigas donde han quedado inscritos autores, nombres de personajes, citas, versos, etc. Tal vez no sean unas vigas blancas de madera en el techo de nuestra torre pero sí sean vigas menos tangibles, más pesadas, mejor incrustadas. Los libros en nuestra biblioteca nos pueden dar, después de un tiempo, la sintaxis diaria que nos recuerde el orden de las cosas, de nosotros mismos; que esto de aquí se llama alma o se llama libro. Mariajosé Amaral. Periodista, estudiante de letras.


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Huérfanos a la caza de un resplandor que miente [fragmento]

(De la paternidad como tragedia de la novelística contemporánea)

MANUEL R. MONTES No es una novela, hijo mío, ni acaba bien. No puede acabar lo que no empieza y no empieza porque no tengo nada qué decir. Tu padre no es escritor ni lo será nunca. Es un pobre hombre que tiene necesidad de escribir, como otro puede tenerla de beber. Solo que éste lo hace y sacia la sed. Josefina Vicens, El libro vacío

¿La escritura o la crianza?: tal es mi cuestión. O para elucidar el dilema con fidelidad hamletiana, en descarnados infinitivos: ¿escribir o criar? Parafraseando a un fallido sacerdote de Jerez que se ordenó poeta, ambas derivaciones me asustan, porque son sus responsabilidades eternas. Me vuelco diariamente a la hechura de cierta prosa narrativa considerando que falto a los deberes paternos y que abrigo esperanzas banales en la perfección de una página literaria por no abrigarlas, como debiera, en la perfección de una tarea preescolar que amerita mi vigilancia, mi autoritarismo incapaz y mi compañía fantasmal e insuficiente. Me retiro a un claustro de silencio y de tensiones autistas, abismado en un laberinto de tramas irresueltas y me ocupo de corregir malabares con palabras y juego a que invento proezas retóricas y a que, hábil y preciso, implacable, me consagro, mientras Evan y Lisboa echan de menos, temporalmente, mi ausencia y esgrimen el control de una consola que los distrae y los maravilla, cuando lo que les hace falta quizá es el sostenimiento ininterrumpido en estas manos que, mientras no reprenden o acarician con azoro, mientras no verifican la temperatura en el pecho, en la frente o mientras no improvisan su ley o propinan un castigo, están agitando su soledad en el estanque de la tiniebla creativa y en otro cuarto de otra casa, o de la misma, o en una recámara de hotel, o en una biblioteca, o en una terminal de autobuses humeantes, o en una cantina infecta o donde sea que las convoque la necesidad, escriben. Me instiga una prisa instintiva, un remordimiento agridulce cuando encaro el monitor: termina de una vez, no te demores y ve con ellos; transporta, aunque no sepas a dónde o para qué, la carga; nadie te sabrá indicar la ruta, nadie te prevendrá con acierto de los peligros, pero ve. Y si les dedico a mis hijos lo que las revistas especializadas en adultos con almas disfuncionales denominan “tiempo de calidad”, entonces aquella línea, aquel adjetivo inasible, aquel capítulo sin remedio hincan en mi conciencia su resolución tardía y me apuran a evadirme, a finiquitar el fragmento inconcluso e incrementar con mi devaluada reco-

lección de comas y paréntesis la dote que me aguarda, centuplicada, en las arcas de la grandeza. ¿La paternidad o la posteridad? ¿Y qué si al escribir en aislamiento absoluto, malográndome padre, posiblemente mis ficciones no prosperan y resulta mi obra una concepción estéril, un presuntuoso desperdicio de horas? Un hombre que acumula párrafos, un hombre con descendientes y compromisos que ha encorvado su monumental sombra de padre frente al teclado, que se ha empequeñecido, duende atroz que hila oraciones y que por voluntad propia se confabula con las ideas que lo seducen y ridiculizan, es un hombre despreciable que por amarse demasiado a sí mismo y a su verborrea, da la espalda, como el protagonista de la obra beckettiana Eleutheria, el antihéroe Víctor Krap: especie de maniático que antes de la caída del telón prevarica de ser lo que le recrimina su parentela —un hermano, un sobrino, un individuo, alguien—, y se refugia en la quimera del nihilismo, negando los impuestos de identidad que debe al mundo y a su familia y que se recuesta en una litera enmohecida, escudriñando el muro gris de la desidia sin que los atentos espectadores de su conducta le puedan ver, ya nunca más, el rostro. ¿Es que cuando escribo urdo pacientemente mi máscara, acostumbro a los que de mí dependen a cohabitar con una semipresencia paralítica, con un perfil despectivo y miope, a contraluz, que de un momento a otro ya no se volverá para mirarlos, llamado a sucumbir ante la tentación de satisfacer los delirios que le conferirán la plenitud y la gloria? En alguna instancia ensayística de La rosa, Robert Walser superpone la imagen del escritor a la del niño, le calcula una edad arbitraria de cuarenta y tantos y delinea lo que interpreto como un matiz emotivo con respecto a la tragedia del novelista que se perpetua y cuya doble sustancia (labor estética y labor genealógica) constantemente lo atormenta: «Cierto es que el niño perdía muchísimo tiempo amando y sintiéndose íntimamente dispuesto a servir». El hombre que se ha encorvado y que difumina, enrarece su grandeza tecleando abstraído, inapetente de afectos, es a fin de cuentas un infante que para dedicarse tiene que abandonar a los propios, a los de su sangre y apellido, a los que lo adoran como a un dios doméstico y a los que ama y sirve aunque consciente del riesgo que implica posponer para otra tarde, para otro viaje, para otro mes o temporada incluso, la continuación de una escena, el diálogo esclarecedor de un desenlace o las vueltas de tuerca que lo conducirían, satisfecho, al punto final. Evan es un prodigio de lucidez intuitiva. Lo escucho con asombro por parecerme un profeta insolente que pertenece a esa


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estirpe que García Márquez llamó espíritus esquivos de la poesía. Ha insistido en retroceder, si se pudiera, el tiempo. Le interesa conocernos a la misma edad, la suya, para ver cómo eras, papá. Le resultaría contraproducente concebir que aquel niño misterioso que lo intriga es este mismo que lo viste a las ocho veinte a eme con somnolencia y mal humor, que clasifica y recoge del piso sus arrugados bocetos de historietas como si fueran diamantes y que se pertrecha, taciturno, detrás de un documento digital y que representa la misma estampa de inmovilidad y ensimismamiento que debió de representar en su verdadera, en su cronológica infancia. De patentarse la máquina, el cohete, la píldora o el traje que lo trasladaran al pasado, Evan descubriría lo mismo que cuando atisba el cursor palpitante de la pantalla que me abduce: un algoritmo incomprensible, la nada, una sarta de signos en caos que no lo colman de la calidez que demanda y que, acto seguido, espolean su curiosidad. Ha escrito Elías Canetti: “Para un niño lo más inquietante es el vacío”. En El día de la independencia, el norteamericano Richard Ford no escatima en la enunciación del flagelo: «Lo peor de ser padre es mi sino, ser adulto […] mi sino es saber muchas cosas y, sin embargo, tener que estar parado, como un farol con la luz encendida, esperando que mi hijo vea el resplandor y se decida a acercarse al calor que la luz le ofrece calladamente». Abro el candado de la reja exterior y luego la cerradura de la puerta de la cocina. Penetro, invado la casa donde habré de fracasar otro avance de la novela Instrumentos de naufragio, cuarta de mi Tetralogía de la heredad. A un kilómetro y medio, calculo, Evan y Lisboa son hechizados por las dimensiones que les depara el surrealismo hipertrofiado del Nintendo Wii. Comenzarán a extrañarme, a requerirme con terquedad y Diana, su madre, a prometerles que no tardo. Afilando el par de calles que advocan una férrea resistencia de clanes prehispánicos —Río Mayo, Río Yaqui—, a este domicilio lo indican las placas azules en una esquina de Zacatecas que simboliza los influjos de dos corrientes asediadas por el enemigo colonialista, así como a Celia-Radio-De-Onda-Corta y a otro Manuel-Miércoles-De-Ceniza, quienes aquí se destruyeron jóvenes y distintos, los asedió un divorcio inminente que al consumarse quebrantó nuestra intimidad hace dieciocho años. Empleo para ingresar y aislarme los duplicados que me cediera mi padre a regañadientes. Me instalo en su sala incómoda y luminosa, de soltero frugal; específicamente me arrellano en el sofá que, por su dureza y áspera superficie, impedirá que duerma o me rinda sin haber antes cumplido con la cantidad prevista de carac-

teres. Fumo un solo Camel interminable antes de retomar el entramado, las espirales de mi borrador cansino y es en ese instante cuando acude a mi memoria el pasaje de Dr. Faustus en el que Thomas Mann alude a un verso de Dante: «Haz que tras tu espalda te pongan una luz que los alumbre y vuelva a ti de todos reflejada». El motivo de la espalda, en el curso de mis asociaciones vespertinas, recrudece la postura de negación de Víctor Krap, el engendro de Beckett. Y el motivo de la luz me remite, instantáneo, al faro que Richard Ford entrevió languidecer, estremeciendo la mediocridad sentimental de su cronista deportivo Frank Bascombe. Las dos obras a las que confluyen estas accidentadas divagaciones en torno al verso del florentino resultan, por su título, análogas a una fantasía, la primera y la más urgente, a la que un ser humano renuncia en vísperas del nacimiento de un hijo, pues no le será concedido en lo sucesivo un solo día de independencia ni gozará ya de libertad, voz castellana traducida del griego eleutheria. Consumo el Camel sin filtro y contemplo la ruina del espacio en que crecí y en el que ahora, dueño de mi desierto y de mis pesadillas, me dispongo a escribir. La imagen que me obsesiona y encarno vuelve a configurarse, asalta mi pulso predeterminado a narrar: el novelista, el padre inmerso en su vocación es el penitente que deambula un infierno de incertidumbre y lleva puesta una luz débil en la espalda, con la cual debe alumbrar a quienes lo sigan: a sus herederos inciertos y aun a la esposa que lo soporta y que lo sacia: que lo ha multiplicado. Pero esa luz, esa irradiación que un padre no ve y que se conforma como la brújula del destino para los de su casta, esa lámpara no le sirve, a él, que la porta ciego y niño todavía, no le sirve para iluminar las encrespaduras del terreno por donde pisa. ¿Cómo esquivar las amenazas venideras, los imprevisibles infortunios que adelante, allá, ensombrecen el futuro hacia el que va encaminándose, aparentemente seguro de sus itinerarios y como si lo cazaran devotamente aquellos a quienes ama y sirve? ¿A él, quién lo guía o a qué resplandor se atiene, al de la escritura que tampoco lo conduce, y cada vez que la emprende, a ninguna parte sino sólo a los más profundamente oscuros episodios de su sensibilidad y de su trauma Evan, Lisboa y Diana cuál es el territorio al que los precipita mi extravío? Manuel R. Montes. Escritor, editor y baterista. Es autor, entre otros, de Tetralogía de la heredad (Infinita sangre bajo nuestros túneles, Llanto de Lisboa, En par de los levantes de la aurora e Instrumentos de naufragio). Premio Juan Rulfo para Primera Novela, Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos.


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Daniel Sada: un escritor y una obra para siempre LUIS JORGE BOONE Quién Daniel Sada nació en Mexicali, Baja California, en 1953. Su infancia y adolescencia transcurrieron en la región centro de Coahuila, específicamente en Sacramento, aunque el paisaje que nutrió su imaginario se extiende a prácticamente todo el estado (en sus novelas y cuentos aparecen Torreón y Parras, Lamadrid y ranchos cercanos, ya sea bajo su nombre real o con ligeras variaciones que permiten reconocer la geografía que los inspiró). El trabajo de su padre llevó a su familia a mudarse a la Ciudad de México, a donde llegó como un joven entusiasta por adentrarse en una escritura que ya desde entonces imaginaba ambiciosa y distinta a lo comúnmente aceptado. Su obra se compone de más de veinte libros que comprenden los géneros de novela, cuento, poesía y varia invención. Murió el 18 de noviembre de 2011, a causa de una deficiencia renal derivada de la diabetes que lo aquejaba. En su novela El mapa y el territorio, Michel Houellebecq, hace decir a su narrador: «a los grandes pintores del pasado se les consideraba tales cuando habían desarrollado una visión del mundo a la vez coherente e innovadora, lo cual significa que pintaban siempre de la misma manera, que utilizaban siempre el mismo método, los mismos procedimientos para transformar los objetos del mundo en objetos pictóricos, y que esta manera que les era propia no había sido empleada nunca antes. Se les apreciaba aún más como pintores cuando su visión del mundo parecía exhaustiva, parecía aplicable a todos los objetos y todas las situaciones existentes o imaginables». Esta idea aparece dentro de una reflexión sobre el aprendizaje artístico del protagonista y la construcción del estilo clásico. Lo mismo el campo que la ciudad, las calles que las carreteras, los laberintos de la memoria de los viejos que las candelas que impulsan a los jóvenes, lo chusco y lo melancólico, personajes enamorados y otros cínicos, historias de bajos fondos y otras donde se escalan las dificultades de la vida con una honradez

rutilante. El espectro prácticamente entero de la experiencia humana, de las humanas comedia y tragedia entremezcladas, ese fue el amplio territorio de la obra de Daniel Sada: la vida mexicana contemporánea. El autor de los cuentos de Registro de causantes prácticamente nació con el estilo que lo llevó a ser uno de los máximos narradores, prosistas, escritores en una palabra, de la lengua contemporánea. Las raíces de dicho estilo son harto conocidas, y entrañan la lírica clásica, el maridaje de las micro estructuras rítmicas con las macro estructuras novelísticas, el habla norteña de las generaciones mayores, la cultura popular y la alta literatura. Una vez escribí que en sus libros lo que hablaba era el duende del lenguaje, el espíritu que se alimenta de y anima a las palabras, que salta de una a otra, que cambia con ellas. Ante el intento un tanto técnico de definir narrador y narratario de sus libros, diría que a las historias las cuenta ese duende del lenguaje, ser construido de palabras, antiguo y vivaz, y quienes las escuchan es cualquiera, todos, nadie, que al final vuelve a ser todos. La que resultó ser su última novela, El lenguaje del juego, constituye no solo una lección de ese mismo estilo que le permitía ser abarcador y certero, sino una lección de enfoque y perspectiva para la así llamada literatura del narco. Ese fue el territorio que quiso visitar. Luego de tantas historias, no quiso dejar fuera de su obra el peliagudo relato de las desgracias actuales. Su tiempo le interesaba. Y lo abarcó. Su último libro Zacalucas, Califina, Los afanes, Mazapán, Puerto Vallarma, Acaluco, el pobre-pobre San Gregorio. «Pobre Mágico, pobre país sumergió en un inexorable hoyo negro.» Daniel Sada cumplió con el deber, no de retratar la realidad, ni de conformarse con la imagen que el presente le ofrecía, sino de buscar el origen, de definir el caos que se vive actualmente, resumiéndolo en pocas


17 páginas, creando en ese espacio ficticio tan suyo que aparece y se enriquece de un libro a otro, una suerte de diorama vivo. En un par de pasajes, el narrador revela los cuestionamientos interiores de los personajes al ser estos agredidos por el lenguaje de los poderosos, un lenguaje de insultos construido para el maltrato. Valente, el dueño de la pizzería, al exigirle el pago de sus consumos a un grupo de empistolados, matones del nuevo dueño de la plaza, uno de ellos le reclama: «¿A poco nos vas a cobrar hijo de tu puta madre? […] ¿Qué es lo que quieres?, ¿qué te meta dos plomazos?» Un lenguaje que congela y luego activa un movimiento mórbido, inseguro, pues el aludido debe despojarse de su dignidad, bajar la cabeza para seguir vivo. Uno de los grandes aciertos de Daniel Sada en El lenguaje del juego es describir al poderoso fuera de la ley, ese que tantos novelistas han intentado retratar y se quedan en la caricatura. Cuando Candelario se ve colmado de riqueza y poder, el novelista escribe una de las páginas más reveladoras de la novela: Entonces que a mí acudan como si fuera un dios que les exige informes, pero no de continuo. Yo soy el símbolo de miles de deseos. Soy la respuesta de todas las preguntas.

Si toda novela aspira a ser un espejo, la imagen que este pasaje revela se presenta como certera e inquietante. Final Partir de la cultura popular y encontrar un cumplimiento en la alta cultura. Esa era una de las máximas que regía el trabajo escritural del autor de El amor es cobrizo, libro de poemas recientemente reeditado por la editorial regiomontana Posdata. Los primeros registros de la realidad que hoy vivimos nacieron en el seno de la música norteña. Los corridos cumplían el papel de cantar y contar en octosílabos vida y muerte de personajes trascendentes para la localidad. Vidas sencillas que se veían inmiscuidas en asuntos de ambición, sobrevivencia, poder, vicio. Por ello, más allá de las cuestiones literarias en las que escasamente encuentro un testimonio, una visión de valor, digo que en la música de, por ejemplo, Los Tigres del Norte, aprendimos a conocer estas historias. Esas vidas minúsculas que encuentran un destino de muerte, persecución y dolor. El autor fue fiel en cada libro a las vidas minúsculas, esas historias invisibles que conforman el entramado social más precario y bajo, el más variado y difícil de ver. En El lenguaje del juego se trata de un ex mojado que abre una pizzería, un par de hijos rebeldes que corren antes de aprender a caminar, unos hombres que no saben bien a bien dónde están metidos. El miedo, el deseo, el amor: ocultos motores de la vida de cualquiera, de todos. Si estábamos buscando una novela que hablara con verdad de estas cosas, la encontramos. Pero no solo eso. Encontramos, como en cada libro de Daniel, gente de a pie, historias terrenales, vidas fallidas, y grandes palabras, ficciones graves e hipnóticas, plenitud del lenguaje. Se trata de un libro coherente con la obra que lo precede, esos personajes, esas historias, ese ritmo, ese armado, esa prosa, provienen de la misma matriz escritural que dio origen a Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y Albedrío. El tema se encara, pero el método, como el de los antiguos pintores, es el mismo: y así se prueba que el estilo es duradero y más grande que sus temas. Luis Jorge Boone. Poeta, narrador y ensayista. En 2011 publicó la novela Las afueras.

De la tristeza del poeta al bajar la marea A DR I A NA TA F OYA Siempre hay malos poetas (afortunadamente nos vienen a leer en verso sus incontinencias) Algunos tienen notables premios, otros —como yo— no los tenemos, pero eso no evita que como las olas cada cierto instante regresemos a estrellarnos contra ustedes para esculpirlos en escuchas de la poesía (por accidente) al igual que los peñascos son acariciados por los rumores del mar Innegable es también que si no escribiéramos nosotros, los poetas malos (espuma de los mares), los grandes poetas no existirían, no podrían formarse porque necesitan a toda costa de nuestras olas pequeñas No tendrían mar para crear sus tempestades ni las burbujas de las perlas para explotar contra todos (ustedes) arrastrándolos agua adentro en sus turbios aguajes hasta inundarlo todo hasta desaparecerlos a ustedes y sus gritos con el alarido de sus aguas transformarlos en mar mismo, desvanecerlos en el terrible perverso silencio de la paz de la tierra y asimilarlos así, irremediablemente convertidos en poesía. Adriana Tafoya. Poeta y editora. Su libro más reciente es: Malicia para niños, 2012.


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Ana Clavel. Qué decir de las sombras… ERNESTINA YÉPIZ Qué decir de las sombras, de las luminosidades que enceguecen, cómo nombrar el deseo o los deseos (en plural) que siempre —por más empeño que se ponga en negarlos o al menos mantenerlos bajo la superficie— terminan por salir a la luz y nos despojan de las máscaras impuestas, y sin ningún maquillaje que nos cubra el rostro, hacen de nosotros (cualquiera que los padezca) verdaderas marionetas entre sus manos. Ciertamente, que nadie lo dude, «somos lo que deseamos» y al mismo tiempo «lo que nos desea», por lo que aun cuando no era mi intención escribir sobre Ana Clavel, sino sobre mis escritoras favoritas (Emily Brönte, Virginia Woolf, Isak Dinesen, Djuna Barnes, Simone de Beauvoir, Silvina Ocampo e Inés Arredondo), intento ahora acercarme a la propuesta estética-narrativa de esta escritora, que ya ocupa un lugar destacado dentro de la escena literaria nacional e incluso internacional, pues algunas de sus obras ya han sido traducidos al húngaro, inglés, portugués, italiano y seguramente, muy pronto, lo serán a algunos idiomas más. Ana Clavel es autora de Amorosos de atar, El amor y otros suicidios, Paraísos trémulos, Cuerpo náufrago, Las violetas son flores del deseo, Los deseos y su sombra, El dibujante de sombras (su novela de más reciente publicación). Entre tantas sombras, de pronto ya no sé si soy yo o alguna de ellas la que escribe estas palabras. ¿Alguien dicta a mi oído o es mi propia voz la que me habla? Y con el propósito de no perderme entre las muchas voces que comienzan a habitarme, me coloco frente al espejo, muevo los labios, digo esto o aquello, cualquier cosa, qué más da. Trato de ser condescendiente conmigo misma y no exigirme la frase precisa, de antemano sé que todo balbuceo tiende a convertirse en palabra y estas, como si no quisieran, van poblando la páginapantalla en blanco y dando cuerpo (por supuesto, siempre se corre el riesgo de quedarse en sombra) al texto. Sin embargo, me queda claro también, que toda escritura es solo una reescritura y un querer decir. Bajo estos preceptos abro las páginas de Cuerpo náufrago y leo en voz alta: «Ella —porque no cabía duda sobre su sexo, aunque las presiones de la época contribuyeran a que asumiera otros roles— estaba dormida en la cama y se resistía a abandonar el último sueño…» De pronto, líneas más adelante, me encuentro con Antonia, que una mañana, pero en sentido inverso al Orlando de Virginia Woolf, simplemente se despierta con un hermoso bultito pendiéndole en medio de las piernas, entonces se contempla al espejo y sin complicarse demasiado asume su nueva condición. Lo primero que se le ocurre es vestirse y busca en el clóset las ropas que necesita. Ya vestida, sale a la calle y empieza a jugar el rol recién asumido. Sin dejar de ser Antonia pasa a llamarse Antón. Antonia-Antón. «¿Somos lo que parecemos? ¿La identidad empieza por lo que vemos? ¿Y qué fue lo que vio Antonia al salir de la cama y descubrirse en el espejo? El cuerpo de su deseo. Entonces, habría

que admitir que tal vez nos equivocamos: la identidad empieza por lo que deseamos.» Se pregunta, responde y presupone la voz narrativa de Cuerpo náufrago, la segunda novela publicada por Ana Clavel, una escritora que en su obra reflexiona, en términos ensayísticos y literarios y desde diferentes ámbitos, casi siempre sobre los mismos temas: la fotografía, el amor, Eros, la identidad sexual, el deseo y creo que también la escritura como una forma de develarse y develar al otro. Lo otro, la otra cara; lo que se resguarda entre las sombras y de repente sale a la luz, resplandece como un relámpago en la penumbra y de tan luminoso que es puede llegar a enceguecernos, a volvernos otros. Los personajes de Ana Clavel rara vez son lo que creen ser o lo que parecen, siempre son otro o muchos otros. Basta cerrar los ojos para que el más recóndito de sus deseos se haga realidad. Antonia quiere experimentar el ser hombre y una mañana amanece convertida en tal y siente atracción por las mujeres pero, al mismo tiempo, no deja de sentirla por los hombres. Así de simple, Ana Clavel emula a Virginia Woolf y retoma el mito del andrógino y del amor, planteado por los comensales en El banquete de Platón, e incluso se podría decir que asume también el planteamiento de Freud sobre las dualidades del ser y de esta manera construye a Antonia-Antón y da sustento a un discurso literario-narrativo sobre el cuerpo y sus deseos. «¿Quién eres y por qué deseas lo que deseas?». Sin duda, la propuesta literaria de la autora de A la sombra de los deseos en flor (ensayos sobre la fuerza metamórfica del deseo), tiene como punto de partida la condición instintiva del ser (la más escondida), y al retomarla pretende poner en entredicho y subvertir los esquemas socio antropológicos y culturales, las formas establecidas de asumir y entender el deseo como parte del ser hombre o mujer. Por supuesto, todo esto sustentado en un discurso estético-literario que ella misma ha definido con el sugerente y sugestivo nombre (por demás provocativo) de «la poética de la sombras». Pero como yo no quiero ponerme seria, ni tampoco profunda y mucho menos metafísica (tal vez por temor a mi propio naufragio), dejo el Cuerpo náufrago y a Antonia-Antón zambullirse en las aguas de las islas Eólicas y naufragar sus mares. Después de todo, quien naufraga, puede siempre ser salvado y ella —porque no había duda sobre su sexo— lo será. De «cuerpo náufrago» pasa a ser sombra. «Sombra iluminada al fin». Paso a Los deseos y su sombra solo para encontrarme con Soledad, y la luna que brilla en la distancia como brillan los ojos de las luciérnagas (en realidad no sé si la luna brilla o las luciérnagas tengan ojos), pero me siento tocada por los «deseos que traen en la cola el azar» (primer apartado de esta novela de marcada influencia surrealista), en donde el personaje protagonista se sabe poseedora de deseos y al mismo tiempo se convierte en objeto del deseo de los otros y cuando de adolescente se convierte en


19 joven y conoce a Péter Nagy «fotógrafo de sombras», asume que todo ser habita al borde del abismo y solo basta dar un pequeño paso para adentrarse en las profundidades y ella, no quiere resistirse, se deja caer y se convierte en una especie de ser fantasmal (alma en pena), moderno Odiseo que recorre la ciudad de México y toma como refugio el Castillo de Chapultepec y desde ahí habla con las estatuas-dioses y las almas que se guarecen en sus cuerpos de cobre. Soledad, prisionera de sus deseos y víctima de sus pasiones, contempla el mundo sin estar por completo en él. Y pensar que todo empezó en la infancia, cuando su padre le contaba historias de princesas y de hadas. Más tarde vino el encuentro con Péter Nagy —el hechicero húngaro—, quien, «había tomado a Soledad de la mano para iniciarla en aquel ritual de sombras que había resultado para ella lo que otros conocían como amor, solo que ahora convertida en sombra de sí misma, no podía sino reconocer vagamente un hilo secreto que hilvanaba una y otra circunstancia. Suspiró profundamente: sea como fuera, aquella muchacha que había sido y esta que ahora era, había dejado de ser la misma persona». Y desde entonces vivía para satisfacer los deseos de Péter Nagy y luego los de tantos otros, como cuando niña se había dejado tocar por las manos ansiosas de un hombre que a cambio le regaló unas monedas, con las que ella tuvo el acierto de comprar unas zapatillas de baile para su amiga Rosa. Soledad, «desaparecida el 23 de noviembre de 1985», abandonada por Péter Nagy y por ella misma («¿Quién dice que una pasión amorosa no puede chuparte el alma, sorberte la voluntad y adelgazarte hasta desaparecer?»), deambula por la ciudad y dialoga con los personajes que habitan las calles (entre ellos: un vagabundo que habla con las ausencias que trae consigo), mientras la madre la ha reportado como desparecida, en realidad no sabe que no ha de encontrarla jamás, pues como bien puede leerse en uno de los carteles pegado en un poste de luz de la avenida 20 de Noviembre (de la ciudad de México, por supuesto), en donde puede verse la foto de Soledad y al margen (en manuscrito), la frase: «su cuerpo no la contiene». En el momento que leo esta línea, no puedo evitar palparme. Y como sé que no es tiempo de detenerse en palpaciones corporales, cuando el reloj marca un cuarto antes de las 6 a.m., las sombras se han ido y el sol inunda mi habitación sin cortinas, en la que ya comienza a escucharse el trajinar de los otros fantasmas que habitan la casa (a los que a veces me gustaría mandar a habitar otros mundos). Hago el intento por poner punto final a lo que escribo (aunque esto solo sea una pretensión; me que-

da claro que las conclusiones no existen, nunca se llega más allá del punto de partida) y me encuentro con que la poética de los sueños y de las sombras se me ha vuelto brumosa; me abruma y entre nebulosidades y nubosidades, es imposible develarle el rostro, pues representa lo subterráneo, lo subliminal, lo que está más allá y habita la parte más oscura de nuestro ser y al mismo tiempo la más luminosa. Oscuridad y luminosidad van de la mano, pero ambas, por igual, nos enceguecen y solo nos queda delinear las siluetas o tocar a tientas los cuerpos que dan forma a nuestros deseos. «El deseo es tiniebla», sentenció, desde su púlpito y ante cientos de feligreses, el reverendo Johann Kaspar Lavater, y Giotto de Winthertur, su protegido y pupilo, El dibujante de sombras, que en ese momento lo escuchaba, supo, tiempo después, al tocar los cuerpos de Elise y Clara, las gemelas que le descubrieron el mundo de los sentidos, que su tutor tenía razón: «el deseo era luz enceguecedora, tiniebla pura». Pero no quiso pensar en las torturas infernales que como a todo pecador, según Lavater, le estaban destinadas; se abandonó al instante y en el cuerpo de las gemelas encontró también que toda oscuridad conduce a la luz. Luz y oscuridad van de la mano, son perfiles de un mismo rostro. Con El dibujante de sombras, que tiene a Johann Kaspar Lavater (reverendo suizo que vivió en el siglo xviii y estudioso de la fisiognomía) y Giotto de Winthertur, «el más consumado artista en el dibujo de sombras, ese arte previo a la fotografía» como personajes centrales, Ana Clavel ahonda sobre los mismos temas y consolida un discurso y un estilo poético-literario planteado desde Los deseos y su sombra (su primera novela), y que mantuvo en Cuerpo náufrago (segunda) y posteriormente en Las violetas son flores del deseo (tercera). Bellas y deliciosas todas. Por supuesto, la también autora de Amor y otros suicidios (libro de cuentos), da muestras de superarse a sí misma en cada una de las novelas publicadas. La última siempre es más perfecta que la anterior y aunque, en lo personal, no podría prescindir de la lectura de ninguna de ellas, elijo como mi predilecta El dibujante de sombras, pues, como bien expresó Goethe (poeta romántico y presente en esta historia), «Nadie puede resistir la belleza… Mucho menos yo». Y le bastó ver un retrato de sombras para enamorarse de Madame de Stein. ¿Acaso aquellos que creen ver las sombras en realidad ven la luz, y los que creen ver la luz, encuentran las sombras? Ernestina Yépiz. Narradora y poeta. Su último libro es El café de la calle Mulberry.


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Apuntes sobre El viajero del siglo

CL AUDIA BAÑUELOS T R E IN TA Y C I N C O A Ñ O S Y M Á S DE V E I N T E L I B RO S P U B L IC A D O S . F I N A L I S TA DE L PR E MIO HE R R A L DE DE N OV E L A A L O S V E I N T I D Ó S . P OE TA , C U E N T I S TA , N OV E L I S TA , T R A DUCTOR , G A NA D OR DE L PR E MIO A L FAG UA R A 2009 Y DE L PR E M IO A L A C R Í T IC A DE L M I S MO A Ñ O … TOD O E S O E S A NDR É S NE U M A N. Y PE N S A R Q U E TU V E S U N OV E L A T R E S A Ñ O S E N U N E S TA N T E DE L L IBR E RO DE MI OFIC INA .

Por alguna razón, compré el libro cuando recién ganó el Premio Alfaguara de novela pero no lo leí sino hasta hoy. ¿Será que los libros tienen su momento para llegar? ¿Será que uno tiene que vivir ciertas cosas para que su lectura nos diga algo? ¿Será que tendré que apegarme a la teoría de Villoro de que los libros se ocultan a los indignos y se presentan de forma inusual ante quienes los merecen? En realidad todavía no alcanzo a digerir El viajero del siglo, es una obra tan extensa y monumental que puede ser leída desde muchas perspectivas. Además el tiempo transcurrido entre mi lectura y esta escritura no es el suficiente para ver si ocupará un lugar entre mis fantasmas literarios. Lo que sí puedo decir es que el universo convocado por Neuman en ella, me proporcionó, durante los días que duré leyéndola, una dosis de éxtasis, de enajenación, de placer intelectual que difícilmente me proporcionan las lecturas contemporáneas. Digamos que Neuman da en el clavo en una de las cosas que más me apasionan de la lectura: el placer de saber. No es necesario aclarar que es extremadamente raro encontrar interlocutores de temas literarios clásicos por estas tierras. Muchos escritores contemporáneos alardean incluso de que para escribir bien no es necesario leer a Joyce o a Faulkner y mucho menos a Cervantes. ¡Cervantes! ¿Es que se puede hacer algo por la novela después de Cervantes? Supongo que en Neuman persiste el deseo de narrar ante todo, el deseo de seducir con la ficción, el ánimo de embrujar por medio de las peligrosas palabras, de abrir caminos a las nuevas verdades, de crear artificios que suman al lector en una enajenación ilustrada. Para mí Neuman lleva al lector a este tipo de enajenación iluminada. Como diría J.M. Coetzee en su novela Desgracia: «la poesía —la novela, diría yo— te habla y te llega a primera vista o no te llegará nunca. Hay un destello de revelación y un destello reflejo de respuesta. Es como el rayo. Como enamorarse». Leer El viajero del siglo es meterse en una conversación sobre la poesía romántica europea, en una disertación sobre la problemática de la traducción de la poesía y en un diálogo sobre la novelística de Schlegel, entre muchas otras cosas. Solo que para tener acceso a esta enajenación, es necesario haber recibido el rayo, la iluminación de la poesía del Romanticismo. Resulta mucho más sofisticado e inaccesible en cuanto a que requiere del conocimiento previo: Shelley, Byron, Keats, Wordsworth, Coleridge, Schlegel, Hugo, Chateaubriand, Vigny, Lamartine, Nerval… y requiere también de saber emocionarse, de perderse en la lucha de los sentidos y las ideas; de saber sentir, como Keats, un exceso de dicha al escuchar a un ruiseñor en algún escondite melodioso de frondosos hayedos y sombras incontables:

Me duele el corazón y aqueja un soñoliento torpor a mis sentidos cual si hubiera bebido cicuta o apurado un fuerte narcótico ahora mismo, y me hundiese en el Leteo: no porque sienta envidia de tu sino feliz, sino por excesiva ventura en tu ventura, tú que, Dríada alada de los bosques, en alguna maraña melodiosa de los verdes hayales y las sombras sin cuento, a plena voz le cantas al estío. ¿Le ha dolido a usted lector el corazón al escuchar a un pájaro durante el estío? ¿Ha organizado una representación de La vida es sueño de Calderón en su tertulia privada? ¿Ha leído la poesía de Novalis o la de Heine? ¿Ha reflexionado sobre la desilusión de la patria en la poética de Leopardi? ¿Ha memorizado poemas de Garcilaso, Góngora y Sor Juana? Si los lectores contemporáneos no van a la poesía, la poesía viene a nosotros en forma de novela. Viene además en forma de crítica literaria, en forma de personajes, en forma de una relación amorosa sumamente sofisticada y elevada. Y no solo la poesía, la música, la historia, la religión. Neuman abarca tantos temas que es apenas posible nombrarlos. Esta lecturame trajo un personaje para mí memorable, David Lurie, de la impresionante novela Desgracia de J.M. Coetzee, que reflexiona sobre El preludio de Wordsworth: «Nadie puede llevar una vida cotidiana en el reino de las ideas puras, protegido de toda experiencia sensorial. La cuestión no estriba en cómo podríamos mantener la pureza de la imaginación, cómo protegerla de las agresiones de la realidad. No, la cuestión ha de ser esta: ¿podemos hallar una forma de que ambas coexistan?… Es como estar enamorado…». Al igual que con los personajes de Neuman, Lurie dialoga con la poesía romántica mientras la realidad se va imponiendo en su vida. En la novela de Neuman el más vivo ejemplo de la invasión sensorial se da en el enamoramiento de Sophie y Hans. Digamos que va en sentido contrario al arquetipo: de la fría claridad de la relación al flechazo del rayo enamorado. Sin querer, el lector pasa del artificio al hechizo. Me recuerda también el ensayo de Jorge Volpi, «Requiem por la novela», en la que el narrador primero juzga irracional el gusto por la ficción, pero luego reconoce tener una malsana adicción por ella: «¿Cómo entender que adultos racionales se consagrasen a tramar estos divertimentos, que seres inteligentes disfrutasen con sus engaños, que lectores sensatos se conmoviesen con sus mentiras?...


21 ¿En nuestros días alguien echa de menos las églogas, los versos yámbicos o los cantares de gesta?... Mi juicio no se ha modificado pero, si bien reconozco que se trata de una debilidad imperdonable, de una adicción malsana, todas las noches vuelvo a bajar al sótano». Aunque parezca increíble, sí existimos todavía personas que memorizamos las églogas, que nos conmovemos con la lectura de Werther y que agradecemos lecturas como esta que nos reviven el interés por cierta poética que de tan humana nunca pasa y siempre nos dice algo. A pesar de la frialdad asumida por los personajes, de sus razonamientos prácticos, quizá propios del mundo contemporáneo: «¡Claro que me da miedo perderla!, dijo Hans, lo que dudo es que eso pueda evitarse siendo el único hombre con el que ella se acuesta… Puede ser un riesgo, admitió Hans, pero más peligrosa es la curiosidad insatisfecha.[...] Por eso desconfío de las mujeres fieles, ¡no te rías!, son capaces de idealizar tanto a otro que no hay manera de evitar que se enamoren de él. ¿Acaso las parejas fieles no fracasan? ¡Y cuántos matrimonios se mantendrán en pie gracias a los amantes!» En la novela estos sucumben al amor, la más elevada de las ficciones. Este razonamiento me parece igual al de quien no puede entender que adultos racionales se conmuevan con las mentiras de la ficción. Hans y Sophie terminan siendo presas del amor romántico, del dolor por la separación física, de lo insoportable del «otro», así como de la propia moral. Dice Sophie: «No me refiero a las tonterías de la mujer como el más puro de los seres… la más moral y hermosa de todas las formas de la naturaleza. Más bien se trataría de todo lo contrario… de cuestionar las raíces, de oponernos a la supuesta naturaleza de las cosas, a veces por ejemplo una mujer necesita desobedecer a la naturaleza para crecer». Sophie es una joven educada, exquisita lectora, guapa, inteligente, que está comprometida en matrimonio con otro joven de la aristocracia local. Mientras llega el día de su matrimonio, se entretiene organizando una tertulia literaria con las pocas personas con gustos afines a ella. Cierto día llega un joven a Wandernburgo, la ciudad ficticia donde se desarrolla la trama, y surge entre ellos una relación amorosa. Lo más fascinante de esta relación es que se inicia con lo literario, pasa a lo sexual y concluye con lo amoroso. Al inicio de la trama dice: Algunas lectoras, ¿sabes? estamos hartas de enamoramientos trágicos y deseos imposibles… Más allá de las fantasías, un matrimonio así le asegura el futuro a cualquiera, dejará contento a mi padre y solucionará nuestros percances económicos… Yo no persigo ilusiones, quiero hechos, y las mujeres confundimos demasiadas veces el amor con las expectativas…

Sophie es perfectamente consciente del verdadero motivo de su matrimonio por conveniencia con Rudi Wilderhaus. Asume sus necesidades sexuales y decide separar el aspecto práctico de cualquier impulso romántico y sentimental. En términos de Volpi termina por bajar al sótano, flechada por los poemas de Schiller y Garcilaso, la ficción amorosa es inevitable, la fantasía y la realidad de que habla Coetzee, la razón y la malsana adicción de Volpi, por más contemporáneos y posmodernos que los personajes sean. Por otro lado, pienso en Sophie y viene a mi mente esta novela que se ha puesto de moda «dicen que sus lectores son en su mayoría mujeres», Cincuenta sombras de Grey y no puedo evitar comparar a su protagonista, Anastasia Steele, con Sophie Gottlieb. Dice Jorge Volpi, con respecto a las Cincuenta sombras de Grey: «Por desgracia, nuestra

infantilizada sociedad contemporánea continúa decantándose por inocuas historias de amor romántico... aunque sus páginas estén llenas de latigazos, fisting y bondage». Creo que el problema con Grey no son las historias de amor romántico; aquí mismo en Neuman tenemos finalmente una historia de amor romántico. El problema es la intención estética de su autor. James no tiene absolutamente ninguna intención de recrear un lenguaje, ni de crear artificios estéticos, en el sentido de dar al lenguaje una belleza sublime, arriesgada, ni de que su personaje explore dimensiones desconocidas para la mujer de su época. Anastasia Steele se somete no para descubrir algo en su propia sexualidad, sino engañándose a sí misma con el cuento de su historia de amor. Sophie, por el contrario, aunque nunca se ve preocupada por el tipo de relación clandestina que lleva con Hans, tiene que asumir en un momento dado la responsabilidad moral con su prometido. Tiene que asumir la desobediencia, el engaño. Por más que Rudi le diga que la perdona, ella sabe que el hecho de haberle confesado su relación ilícita, la imposibilita para seguir adelante con su casamiento, y por consiguiente con la vida cómoda y asegurada de ese matrimonio. Mientras que Sophie asume al inicio de la novela una posición práctica, utilitaria y podría parecer una hipócrita libertina, con doble moral, envenenada por las lecturas peligrosas de los escritores románticos del siglo xix, que ve cernirse sobre ella la fatalidad mientras se va murmurando en la ciudad de su «escandalosa» relación con el forastero desconocido que llega de paso por el pueblo, finalmente se convierte en un ser mucho más moral y elevado incapaz de vivir una farsa con su prometido. Por otro lado, millones de lectoras del siglo xxi eligen leer una historia al más puro estilo de Corín Tellado, donde una joven «enamorada» acepta toda clase de prácticas sexuales, con la ilusión de llevar a su hombre por el buen camino, enamorado que casualmente es joven, guapo y multimillonario. Digamos que Cincuenta sombras… sostiene la idea de la farsa que ha conducido a la mujer burguesa a lo largo de los últimos siglos: por «amor» habrá que soportarlo todo, hasta los regalos millonarios, las prácticas sadomasoquistas, los contratos prematrimoniales, la sumisión y el control masculino. No hay una intención evolutiva en Anastasia, solo una nueva estrategia, aquí sí infantil, de dependencia y necesidad de protección. De verdad somos lo que leemos. Nos guste o no, el símbolo al que aspira la mujer en el siglo xxi sigue siendo Anastasia Steel. Será infantilismo o no, pero nadie resiste la seducción de la ficción: el eterno cuento de la cenicienta que conquista a su príncipe azul. No me gusta hablar en términos genéricos, pero Neuman nos da un personaje que cambia el arquetipo de la mujer. Sophie verdaderamente tiene un desenlace heroico al renunciar a su matrimonio convenenciero con Rudi Wilderhaus por amor a Hans y por una cuestión moral y quizá espiritual. Pero hace bien Neuman en no darnos ilusiones. ¿Qué tanto tardará Sophie en arrepentirse o en perder su amor por Hans? ¿Será capaz de sobrevivir por su propia cuenta o tendremos que cantarle la conmovedora Like a Rolling Stone? Mientras tanto, espera la llegada del próximo carruaje, sujetándose el tocado para que no se le vuele, de pie con dos maletas llenas de ropa, papeles y dudas. Claudia Bañuelos. Coordinadora de clubes de lectura. Forma parte del Comité de la Feria del Libro de Los Mochis.


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Los ecos del diálogo

FRANK MEZA

U N A DE L A S A S IG N ATU R A S M Á S C A S T IG A DA S DE N T RO DE L A S AU L A S U N I V E R S I TA R I A S DE L A C A R R E R A E N L E T R A S H I S PÁ N IC A S , N O S OL O E N S IN A L OA S IN O E N TOD O E L PA Í S , E S L A P OE S Í A . Es complicado encontrar maestros especialistas que dediquen su cátedra al estudio de poemas; sobre todo, si se tiene en cuenta la proliferación de estudios y teorías estructuralistas y postmodernas y semióticas y hermenéuticas que están enfocadas a la interpretación, disección y clasificación de la obra narrativa, cuyos resultados dejan excelentes dividendos económicos en los escalafones académicos. Es arduo, a su vez, encontrar maestros que gusten del placer del poema y, aún más inusitado, que recuerden de memoria algunos de ellos. Una realidad en los estudios literarios de México es que los docentes de Literatura reconocen más el nombre de un poeta latinoamericano: Neruda, Paz, Borges, por mencionar la trinidad más popular del siglo xx, que alguno de sus libros de poesía. No miento cuando cuento que un maestro de Semiótica, hace algunos años, me dijo con total certeza que él amaba las novelas de Octavio Paz. Cuando este tema lo situamos en la educación media superior del país entramos, sin exageración de por medio, al universo de la ignominia y el desconocimiento absoluto. Ahora recuerdo que fue en un salón de prepa cuando otro maestro declaró frente a mí y todos mis compañeros de clase que Octavio Paz era el personaje que cantaba: «Verde será». Más que hacer leña del árbol caído, recuerdo estas leves faltas o imperdonables confusiones, a razón de la lectura del ensayo: «Luis Cernuda, poeta edificante», el cual es el texto inicial del libro Poesía y conversación/ Poesía y silencio de Juan Domingo Argüelles; este ensayo, atendiendo a la famosa definición de Alfonso Reyes: el centauro de los géneros, está hecho a través de una escritura que salta de la crónica al estudio bibliográfico; del tono impresionista a la sentencia catedrática; de la cita de otros críticos a los argumentos del propio autor; en fin, me hubiera gustado encontrarme con este diálogo en alguna de mis clases de Literatura. Es importante decir que todo el libro está construido con este tipo de discurso que extrapola los géneros y que logra vínculos de asombrosa valía entre apreciaciones de un gran número de pensadores y escritores; de pronto, en el mejor de los sentidos, estamos frente a una escritura ensayística que mezcla una gran gama de referentes; quizá por ello, el lector también pueda sentirse en medio de una clase o conferencia.

Volviendo a los tópicos del libro, dije diálogo, porque durante el recorrido de este libro estuve constantemente recordando lecturas que he tenido la suerte de hacer, esta serie de accidentes afortunados como lo mencionó Gabriel Zaid, los cuales forman parte de mi memoria poética, de la memoria con la que recuerdo el mundo y hábito en el mundo. De tal manera, Argüelles, al momento de hablar sobre Pablo Neruda subraya la concepción poética que el célebre bardo chileno tenía sobre su propia obra: «cada uno de sus poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo». Neruda, como atinadísimamente señala Juan Domingo, es un poeta que goza de gran vitalidad entre los lectores de poesía, esa inmensa minoría diría Juan Ramón Jiménez, este último, por cierto, acérrimo crítico de Neftalí Reyes Basoalto. De allí, que el autor de Poesía y conversación se identifique con la visión nerudiana de que la poesía es siempre una insurrección, es decir, levantamiento del hombre ante ciertas lógicas del mundo; quizá, un despertar ante nuevas posibilidades de habitar la existencia; en sí la palabra como lo pensaba Roland Barthes, como instrumento con el cual profanamos la realidad. Insisto, desde mi lectura, la riqueza de Poesía y conversación es, aunque suene redundante, la frescura con la que se articula una gran cantidad de información y el matiz crítico de su tratamiento; Juan Domingo Argüelles deja constancia de su capacidad de diálogo con este compendio de ensayos y entrevistas, ya que el flujo discursivo no se siente forzado, aunque sí, obviamente, ceñido a las intenciones de su autor. En el apartado de entrevistas titulado «Diálogos no socráticos», sobresale el ejercicio intertextual que Argüelles hace con la poesía de José Emilio Pacheco, ya que la conversación se basa, precisamente, en con-versar, es decir, tejer una red de correspondencias entre versos y fragmentos de poemas en prosa, unidos, debo decir, magistralmente, por las preguntas de un lector avezado en dicha obra. Finalmente, todo poema es lectura y en ese sentido, arroja versiones, respuestas tentativas a ese leyente que camina por sus vocablos. A su vez, en la entrevista que le hace a Guillermo Fernández somos testigos de un discurrir de la inteligencia que dan los años y el oficio, el oficio tanto de vivir como de pensar poéticamente; de igual forma, nos encontramos con las palabras de una ética personal que podría funcionar como ácido sobre esa actitud ponciopilatesca abundante en nuestros días, y no exenta en muchas comunidades de escritores y artistas. Por otro lado, una de las ideas que más me emocionaron y que subyace en todo el libro, es tácitamente una de la ideas o inquietudes que me han acompañado buena parte de mi vida en la literatura, es esa crítica a la concepción de la poesía como un ocio lujoso, es decir, esa concepción un tanto onanista donde el


23 poeta regodea su lenguaje en sensaciones que le son ajenas en sí, donde se ve como mérito el sinsentido del poema y como logro la incomunicación, el derrumbe de puentes, entre un autor y su posible lector. Creo que aquí es pertinente una de las citas de Carlos Monsiváis, que con mucho tino transcribe Argüelles en las páginas de su cuaderno de anotaciones, incertidumbres y asombros: «La poesía me enriquece la intensidad de lo que vivo». Me pregunto, ¿si la poesía enriquece la intensidad de lo vivido, también podrá prefigurar lo que está por vivirse? Quizá en esta pregunta, dotada de cierta ingenuidad maliciosa, se suscribe la condición de una fe a lo poético; entonces, parafraseando a Celaya, el poema es un arma cargada de futuro. En esta época en la que vivimos, el hedonismo y el culto al egocentrismo han logrado su techo histórico; el poema ante la estridencia de nuestro tiempo y las voluntades ceñidas en la inmediatez ha venido quedando como trinchera de iniciados; entonces, un libro que hable de poesía, qué peso específico puede tener en medio de una sociedad constreñida por el afán capitalista, y un voluntario sonambulismo ante el lenguaje tensionado en su máxima potencia. Creo que el peso de este tipo de libros es poder hacer proliferar a las inmensas minorías, en fin, a la manera que lo trata Peter Sloterdijk, en Reglas para el parque humano, los libros son cartas dirigidas a los amigos distantes, seducciones a lejanía. Por ejemplo, la seducción que la obra de Neruda sigue ejerciendo en los oídos dispuestos, o el genuino anhelo del reciente fallecido poeta Guillermo Fernández de que alguno de sus versos puedan sobrevivirle en los labios de algún lector, o la vehemencia con la que Carlos Monsiváis reconoció que la obra de Paz pudo darle una visión asimilada de México, o el singular poema de Borges, «Remordimiento», que nos exhorta a buscar la felicidad; ahora, si bien es lógico pensar, que el porvenir es una tierra inexistente, qué puede la poesía modificar de dicha sentencia; quizá, no tan tautológicamente hablando, la poesía ejerce su potencia psíquica y vital en el pasado que está por suceder; el pasado de las siguientes generaciones que habiten esta patria debe preocuparnos más que su futuro, ya que el vocablo pasado tiene una carga de mayor realidad en la conciencia de la tribu. Soy yo quien hace algunas horas, gracias a Poesía y conversación, leí las deslumbrantes palabras del poema: «A un poeta futuro» de Luis Cernuda, y desde la torre de Quevedo, se ha levantado en mi memoria poética un brote emocional que no tenía, un deslumbramiento del ser; aunque esto suene a devoción extrema, el mundo tiene una nueva habitación a donde retornar, un nuevo cuarto para descansar de ciertas tiranías cotidianas, galas superfluas, de los usos y costumbres del desencanto, o de las famosísimas políticas internacionales. Es así, fuera de todo optimismo, que el poeta Juan Domingo Argüelles nos recuerda, en más de una ocasión, a través de sus reflexiones e indagaciones, que la poesía es, a la vez, conjura de los caídos y exhortación prometeica. Poesía y conversación/ Poesía y silencio es un libro que rinde cuenta de los conocimientos de un autor que maneja diestramente tanto su biblioteca personal así como la contemplación de los valores de la época en que le ha tocado conversar. Frank Meza. Poeta y ensayista. Su último libro es Memoria de marzo (La Otra/ uas, 2012).

Plato del buen comer MARÍA MUÑIZ No, no estoy llorando. El aroma de cebollas se me metió en los ojos. No estoy llorando. Siempre que parto cebollas así me pongo. Hace poco supe que se podía evitar la molestia de llorar poniéndose un lienzo húmedo en la mollera, aunque no creo que eso me sirva para dejar de llorar ahora. Sí, sí me gusta la cocina. No, nunca me ha molestado que me manden a cocinar. ¿Mandarme a freír espárragos? Bueno, eso quién sabe, pero a cocinar no. No me molesta. Mi abuela me enseñó que eso era bueno. Siempre repetía lo mismo: «cama y buen guiso, nudo macizo». Así que siempre me esmeré en la cocina. Ahí está todo el secreto del bienestar, en una buena alimentación. ¿Puede apagar la lámpara? Me molesta un poco. Creo que es la irritación de los ojos. Por la cebolla, ¿sabe? Las hojas de laurel junto con el orégano le dan muy buen sazón a la carne. Yo siempre he creído que la cocina es algo así como un lugar mágico, ya ve usted que hasta las brujas tienen su caldero. Sí, sí, por supuesto, todo tiene su tiempo de cocción, aunque no debe durar mucho en la lumbre; hay que estar vigilantes siempre porque si se pasa de tiempo se recuece. Todo tiene su tiempo. Las verduras hay que dejarlas tiernas. Yo siempre he cuidado eso. Me paso más tiempo en la cocina que en otro lugar. Me gusta. Es la parte más santa de la casa. ¿Desde cuándo? ¡Uy!, pues… Me casé hace casi treinta años y desde entonces empecé a cuidar la dieta de mi marido. Uno sabe que es lo mejor que puede hacer, cuidar la salud del hombre. Sí, es este, este es el cuchillo para picar cebolla. ¿Me puedo lavar las manos? Ya le dije antes: todo tiene su tiempo, todo dura lo que debe durar. No, no lo odiaba, ¡pero ya me tenía hasta la madre! María Muñiz. Poeta, animadora de talleres literarios en Mazatlán.


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Mi libro preferido

VÍCTOR LUNA

C ON M Á S DE C IE N TO C I N C U E N TA A Ñ O S DE E X I S T E N C I A , E L DICC ION A R IO PEQ UE Ñ O L A RO U S S E SE H A

C ON V E RT I D O E N MI L I B RO PR E F E R I D O ; M I E DIC IÓN E S DE 1 9 9 4 Y L A C OMPR É E N UNA V E N TA DE L I B RO S U S A D O S C ON MI A M IG O E L L I B R E RO A R C H I , Q U I E N M U Y PRON TO SE R Á MIL L ONA R IO Y H A BR Á DE R E T I R A R S E A L E E R TOD O S L O S B U E N O S L I B RO S Q U E NO ME H A Q U E R ID O V E NDE R . El pequeño Larousse me ha acompañado por más de veinte años y es uno de los libros que más placer y conocimiento me han proporcionado. Cierta vez acaricié el proyecto de leerlo y sé de buena fuente que un tetrapoeta hiperbóreo lo leyó casi en su totalidad, debido a que ya había agotado la biblioteca de otro excéntrico poeta. Palabras como «Volapuk m. Lengua universal inventada en 1879 por Johann Martin Schleyer y hoy casi olvidada», hacían para mí del Larousse ese Aleph que Carlos Argentino Danieri encontró en un peldaño de la escalera de su casa. Todo parece estar allí; cuando menos todo lo que ha sido nombrado; recientemente, releyendo a Chejov, encontré en uno de sus magistrales cuentos dos palabras cuyo significado no sabía, recurrí, obviamente, a El pequeño Larousse y corregí mi ignorancia medianamente porque solo encontré una, algo es algo, no se puede ser perfecto y mucho menos un libro, producto del ingenio humano, puede ser creado perfecto; ni siquiera el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, redactado y compuesto por eruditos en nuestro idioma, puede aspirar a la perfección; ya lo demostró «Casares (Julio), lexicógrafo español (1877-1964), autor de un Diccionario ideológico de la lengua española y de varios ensayos: Crítica efímera, Crítica profana, etc.», quien logró poner en apuros a los editores de la Real Academia Española. Las erratas son otras de las plagas de las que El Pequeño Larousse, como todo libro digno de las manos del hombre, no se escapa; recuerdo que en una de sus definiciones aparece «ceteno» por la palabra «centeno» y ese es solo un ejemplo que puedo rescatar de mi memoria; a mí me divierten mucho las erratas, siempre se escabullen y pueden dislocar sus huesos para colarse por las rendijas del texto más minuciosamente revisado. La Biblia en sus infinitas ediciones ofrece una serie de erratas dignas de antología. El pequeño Larousse me divierte también por su forma de presentarnos las biografías de algunos grandes escritores, tomemos de ejemplo la de Gilberto Owen (poeta al que aprecio y sobre el cual escribí un ensayo, más o menos en el 2004, titulado Mito y realidad en Gilberto Owen), veamos qué dice El pequeño Larousse : «Owen (Gilberto), poeta y novelista mexicano (1905-1952), autor de El Burgo regenerado»; una síntesis de la biografía de Owen digna de haber sido inventada por el mismo Owen. No sé de dónde saca El pequeño Larousse que Gilberto Owen es autor de El Burgo regenerado, pero es un dato que agrega más confusión y hace más divertida la biografía de un poeta que se empeñó en hacer de su vida el mayor enigma de su obra; sé por otra parte que la fecha de nacimiento, 1905, incorrecta que da el Larousse sobre Owen tiene su origen en los equívocos que sobre su vida el mismo poeta propiciaba. Si seguimos buscando en las biografías

sintetizadas contenidas en El pequeño Larousse encontramos por ejemplo: «Reyes (Alfonso), poeta, historiador y ensayista mexicano, n. en Monterrey (1899-1959)», y termina diciendo la síntesis biográfica de Alfonso Reyes que publica el pequeño Larousse: uno de los valores más representativos de la moderna literatura hispanoamericana. Como si Don Alfonso estuviera concursando en un perpetuo certamen literario, o fuera un jovenzuelo paradójico que se hubiera quedado eternamente en la categoría de «valor» para la literatura en lengua española. Con razón otro gran poeta, Efraín Huerta, escribe un poemínimo en contra del Pequeño Larousse: PEQUEÑO LAROUSSE «Nació en Silao, 1914. Autor de versos de contenido social.» Embustero Larousse. Yo solo escribo versos de contenido sexual. Después de la muerte de este gran poeta mexicano El pequeño Larousse seguía informando sobre su persona lacónicamente: «Huerta (Efraín), poeta mexicano (1914-1982), autor de versos de contenido social (La raíz amarga, Estrella en lo alto, etc.)» y lo más risible era que se le colaba una errata en su referencia a la obra del poeta, rebajando uno de sus más hermosos títulos, con la inserción errónea del lo, artículo determ. del género neutro, a mera referencia astronómica; ¡cómo no voy a tener como mi libro preferido al Pequeño Larousse con todas estas virtudes involuntariamente cómicas! Si logro entrar en sus páginas, por casualidad, por generosidad, o por error (que es la causa más probable de las tres), preveo mi síntesis biográfica como sigue: Luna (Víctor). Poeta mexicano (1970-2027), autor de versos de contenido enántico y sobre todo lector del Pequeño Larousse. Víctor Luna. Crítico y poeta. Su libro más reciente es Canción de juventud. Antología poética de Gilberto Owen (ISIC/Colegio de Bachilleres del Estado de Sinaloa, 2011).


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Diario de la embriaguez

RUBÉN RIVERA Para Omar Khayyam, Li Po, Otomo Tabito, Bukowski y mis amigos

Ebrio, pienso en ella y mis lágrimas caen. Ebrio, me consuela este poema: ¡Ah, dejaría sin pesar este mundo! ¿Pero como podría abandonar mi cuerpo que tanto hiciste tuyo?

El bolero me dijo: cada instante que pasa nos acercamos a la muerte. De repente, de los labios de la espuma brotó este murmullo: beban, porque ya muertos, nunca volverán.

Culiacán, Sinaloa, 05 de agosto de 2012 | Cantina Los Fulanos

Culiacán, Sinaloa, 25 de agosto de 2012 | Cantina Los Sauces

Amigos: aunque la cerveza nos alegra, no hay que olvidar que en el polvo tendremos nuestra nueva casa. Ya ebrio me pregunto: ¿quién de nosotros será el primero en bajar para visitarla?

Algunos amigos ya se fueron y nunca regresaron. Por eso te invito a que nunca dejes de beber, ya que llegará el día en que tu alma vuele con el viento.

Culiacán, Sinaloa, 12 de agosto de 2012 | Cantina El Quijote

Culiacán, Sinaloa, 28 de agosto de 2012 | Cantina El Bonanza

La luz dispersa la fragancia de la flor, el viento libera su rocío. Cada día que pasa se nublan más tus pasos, pero la luna de tus ojos alegra mi dolor.

Mis padres no me pidieron permiso para venir al mundo. Pero, ¿para qué quejarme si ya estoy aquí? Mesera, sírveme otra cerveza, ya que después de nosotros, la luna ha de morir muchas veces.

Culiacán, Sinaloa, 18 de agosto de 2012 | Cantina El Pescador

Culiacán, Sinaloa, 3 de septiembre de 2012 | Cantina El Évora

Amiga, ya deja de llorar. Bebe y escucha el sermón de la cerveza. Ella desvanecerá el nudo de tus penas.

Amiga, bebamos. Esta noche nos gozaremos. La cerveza será la lámpara que nos ilumine.

Culiacán, Sinaloa, 22 de agosto de 2012 | Cantina La Campesina

Culiacán, Sinaloa, 10 de septiembre de 2012 | Cantina Los Amigos.

Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Su libro más reciente es Fulgor del regreso (Instituto Sinaloense de Cultura, 2012).


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La isla en llamas

ROSABEL SALAZAR La isla en llamas, Juan José Rodríguez (isic, 2012) es un libro que reúne, estructura y amplía una serie de reflexiones, disquisiciones y digresiones sobre la escritura como proceso creativo que el autor había publicado en diversos foros, entre ellos sus columnas en El Universal y en el periódico Noroeste. El libro está dividido en dos partes, una primera en la que el autor se ocupa de la palabra, el libro y los lectores; y una segunda parte, atinadamente llamada, «Cosas de escritores». Tres grandes temáticas se abordan en la primera parte: La etimología de las palabras y de su estudio, el mágico poder transformativo de las mismas y por extensión, el libro como objeto mágico, el libro encantador y creador de hombres nuevos. La escritura como instrumento perdurable de la humanidad, es el segundo tema que aquí se aborda, se trata de una disección lúdica de El libro de los muertos, que no por lúdica es menos iniciática, antes bien, solo un erudito puede conseguir que este ludismo literario se asuma con total naturalidad y conquiste tantos adeptos. Un tercer momento anticipa el rol casi sagrado de la escritura en el desarrollo de la humanidad, y sirve como preparación de una defensa del libro tradicional versus el libro electrónico. Pero no vayan a caer en el error de creer que esta primera parte del libro es tan aburrida como la he descrito. Nada más alejado de la verdad. Juan José nos cuenta todo eso valiéndose de la ayuda de Kaliman, un teléfono celular obsoleto, sus padres, el silabario que usaban las escuelas mexicanas en 1976, el alfabeto Morse, los sms, la pluma que le regaló una amiga, y hasta suenan por ahí cantos gregorianos y campanas celestiales. La segunda parte permítanme resumirla de esta manera: Cosa de escritores es un fascinante placer de cabo a rabo. Y como si eso no fuera suficiente, resulta que además es una herramienta utilísima para todo aquel que desee acometer el oficio de la escritura. Lo mismo ayuda para escribir un email, que una tarjeta de cumpleaños, un mensaje de twitter o la gran novela del siglo xxi. Además está llena de graciosas anécdotas literarias que podremos repetir en casa o a nuestros amigos y nos harán quedar como eruditos en la materia. A través de sus páginas el novel escritor aprenderá cómo elegir su nombre literario y sabrá el por qué esto es importante. Le ayudará a decidir si debe seguir usando trusas Rimbros o debe cambiar a calzoncillos Calvin Klein. Encontrará una herramienta para construir sus personajes. Concluirá que ninguno de sus hijos varones debe llamarse Patroclo. Volverá con placer renovado a la Ilíada y otros clásicos. Aprenderá por qué no debe dedicar sus libros a la esposa y mucho menos a las novias. Sabrá cómo se construye un verdadero héroe de novela.

Todos estos, y otros aprendizajes igual o más importantes se encuentran en esta segunda parte. Debo decirles que en las páginas de este libro conocí ciertas filias y no pocas fobias del escritor. Me alegra que no se le den bien los sudokus, que deteste los crucigramas, que lo desesperen los rompecabezas y que lo horrorice el Alzheimer. Me alegra, porque fue eso lo que lo llevo a devorar el breve tratado filosófico de Anselmo de Canterbury llamado Proslogium o «La fe que busca la inteligencia». Es esa lectura de Anselmo la que da título a este libro y a ese tema quiero dedicar la parte final de mi participación. La isla y la llama: La isla en llamas Lo que sigue es una paráfrasis de la paráfrasis que hace Juan José. En Proslogium el filósofo Anselmo busca un argumento razonable de la existencia de Dios. Anselmo propone que el Dios cristiano existe porque el hombre no ha sido capaz de concebir algo más grande que Dios. Lo que no podemos imaginar, no existe. Y en eso estriba la fe. Gunilo, un monje benedictino, contemporáneo de Anselmo, afirma que el argumento de Anselmo no es suficiente. Para este monje, decir que hay una isla inmensa, perfecta y oculta, no basta para darla por cierta. Más de cien años después, es decir allá por el 1200 y tantos, san Buenaventura de Fidenza, un monje franciscano seguidor de Anselmo, propone un camino similar al de su maestro para la búsqueda de la fe: Nos dice: Consulta la gracia, no la doctrina; el deseo, no el entendimiento; la esposa, no el maestro; la oscuridad, no la claridad. No consultes a la luz sino a la llama.

Y fue en esa parte donde Juan José me dio el gancho al hígado. Caí a la lona, se terminó la cuenta de protección y se decretó el nocaut. Porque nos acerca a la literatura como un acto de fe. Porque nos deja ver no su creación literaria, sino el mecanismo secreto que la puso en marcha. ¡Cuán vulnerable queda el escritor que nos deja ver su llama, y qué generoso su gesto! Cierre Mucho más que ensayo, La isla en llamas es un hermoso libro de iluminaciones, confeccionado con los suculentos ingredientes que proporciona la literatura universal y cocinado por un brillante chef con su receta secreta. Ese libro ¡es una sabrosa delicia que los convido a probar! Rosabel Salazar. Doctora en lingüística por la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona.


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Tal vez un Himno de Rubén Rivera

GUADALUPE VENER ANDA Leer es travesía de experiencias semejantes a los sueños. Debemos prepararnos para abordar el libro-barco. Convertirnos en viajeros que leen exhaustivos lo que observan detenidamente en derredor suyo. Las velas-páginas se irán abriendo cuando haga mayor viento. Vamos a recorrer con mirada de asombro, los paisajes del mar Bermejo, de los cinco largos poemas que acompañan la búsqueda de los otros, pueden ser la hija imaginaria o real, el abuelo, la mujer amante, el placer evocador con dosis sutil de erotismo, hasta el homenaje que el poeta rinde al lugar que habita actualmente; La Paz, Baja California Sur. Allí —entretejidas por el hilo de la memoria— las palabras anuncian el lenguaje que se escribe en prosa poética, cargado de imágenes, para que «le dé más colibrí al corazón estacado en la sonrisa» de Rubén Rivera. Cumpliremos otro momento vivido a través de la piel del otro, cercano, donde se instala gracias al tiempo de lectura este poeta sudcaliforniano, y elegir sus propias palabras que inician la página 18: «para abrazar una nube/ como tú/ se ocupa una mirada muy suelta/ llena de alas», por ello ¡levar anclas! Rubén Manuel Rivera Calderón nació en 1967. Estudió licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Ha publicado en periódicos, revistas y en antologías de la sep y conaculta. Tiene cuatro libros publicados previamente y numerosos premios como reconocimiento a su trabajo literario. Este es su quinto libro, cuya primera edición corresponde a octubre de 2010, gracias al fondo editorial de la Colección Bicentenario, de conaculta, que permitió la coedición a través de instancias gubernamentales, con un tiraje de 800 ejemplares y 107 páginas. Tal vez un himno le ha dado al poeta Rubén Rivera la posibilidad de expresar una doble condición: la del tiempo onírico que le da albergue a sus deseos y su propio tiempo vivido; por contraparte le posibilita unir memoria y corazón con sus afectos. Son poemas en prosa, que parten de la mutua inter-relación entre sus seres entrañables y sus deseos: «Me alumbras con los ojos de tus dedos. No tengo más playa en este verso; no tengo si no a este hombre asustadizo, que te inventa y te convoca: una mirada tuya, lo haría trizas. ¡Ilumínalo!» O también «Si te dicen que nos parecemos, sabrás que mienten, Lucía. Eres hija solo del amor y de tu madre», esta es la situación en que se gesta superior a su destino: «aprendió a cantar para ser nube, una lluvia remontando cielos». Una entonces se pregunta: ¿Hasta qué punto los poemas que abordan a personajes familiares cercanos, son termómetro confiable para sentir la evolución del poemario que está frente a nuestros ojos? En ocasiones, la autobiografía, donde elige el creador colocar a sus personajes, dialogar con ellos, se transforma en instrumento del lenguaje que nos permite a nosotros, como lectores autónomos, descifrar los signos relevantes de la época que le ha tocado vivir y transformarla en elementos de una forma de escritura. No es casual, entonces, que se conceda importancia al concebir cada poema de los publicados en este poemario, en primera persona, más allá de las claraboyas, se descifran los avisos de otro tiempo, desfilan Lucía, el abuelo en «Agua redonda», el poema

más extenso que es «Poemas con nadie», donde la mujer amante que acompaña sus estancias nos permitirá descubrir el erotismo personal de Rivera, hasta la mujer que comparte el poema recién escrito, llegan luego cuatro poemas dispersos titulados «Poemas boca arriba», donde finaliza con la estrofa la página 91, titulado «Playa boca arriba»: “Solo eres mía en esta playa que se ahuyenta, que se vuelca, que teje y desteje la mirada, aunque no vuelvas. Eres mujer sin inicio ni instrucciones; y yo, con mi torpeza, sigo buscándote, aunque ya estés entre mis brazos”. Cierra el quinto poemario «Tal vez un himno», que da título al libro, un rendido homenaje poético a la ciudad y puerto de La Paz. «Solo es posible la palabra a toda vela y el corazón bien amarrado en la proa de los labios» cuando leamos a Rubén Rivera, «mientras el vacío crezca, mi sombra se unirá a las otras, para que no haya más poesía que el aullido del tejado, y la luna negra brille adentro del pecho, indefinible, y corra preciosa tocando su pandero». Sigo leyendo, me detengo. Re-leo y sigo descubriendo paisajes interiores, puesto que lo que enmarcan las estrellas, ebrias de espacio, anillando planetas aburridos, es agua redonda y nada más, ritmo, emotividad, lenguaje personalísimo, forma de escribir recreando palabras para dar adjetivos que califiquen de manera distinta al mar Bermejo, «en la cáscara de este mar de aguacate, sucede que la roca se detiene y florece, se llena de fuegos y de aire, se insinúa en las orejas, avanza». Ha sido un acto de celebración a punto de cerrar este año 2011, leer este poemario, hacerlo mío, porque en este puerto del Pacífico también existen playas, dunas, cactáceas, gaviotas y pelícanos, aunque falta la voz poética para que le dé una luz prístina que irradie la ruta de navegación planteada en el cuaderno de viaje que escribió en prosa poética Rubén Rivera. De su poesía se desprende el rigor académico exigido, para estar a la altura estética de una literatura más allá de lo estrictamente regional, y ubicarse en los parámetros de la poesía que se escribe hoy. Su poemario ha sido inefable compañía por varios días, leído tumbada en la arena de otras playas del mar Pacífico. Vuelvo a abrir las maletas. Otro viaje al interior del lenguaje aún me espera. El transbordador está a punto de tocar puerto. Soltaron las anclas. La travesía de experiencias me fue acercando hasta este faro mazatleco que nos ilumina dando vueltas en redondo con su luz siempre encendida; la flotilla de barcazas espera que las aborden, tal vez sean novelas cortas, ensayos sobre fotografía, o más poemarios de autores contemporáneos. Ahora la orden de descenso es inminente, el capitán del barco en la página 105, ha puesto punto final a la travesía.

Guadalupe Veneranda. Promotora de lectura.


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La vocación cumplida JUAN R AMOS C ALDERÓN 1 A su llegada en los años setenta, a Héctor Chávez le tocó ser en Sinaloa el primer profesor, el primer coreógrafo, el primer bailarín profesional y el primer promotor de la danza contemporánea en Sinaloa, gracias al apoyo gubernamental, en buena medida, sobre todo, a los afanes de la directora de la recién creada Dirección de Investigación y Fomento de Cultura Regional (Difocur), Sandra Calderón, quien además era la hija del gobernador del periodo, Alfonso Genaro Calderón Velarde. Decir le tocó ser puede parecer una frase desafortunada, porque a nadie le corresponde encabezar un movimiento sin preparación, sin el esfuerzo posterior, sin la perseverancia que estos fenómenos socioartísticos implican. Es una frase que evoca sentidos cercanos a lo azaroso, a lo que ocurre cuando se conjuntan condiciones que nadie voluntariamente podría conjuntar por sí mismo, como Héctor Chávez Fierro no hubiera podido lograr. Por supuesto, en su momento, a veces, el azar favorece a quienes están preparados para aprovecharlo, y Héctor Chávez, al momento de ser convocado, había concluido sus estudios como Bailarín de Concierto en la Academia de la Danza Mexicana (1968-1972) y acumulaba ya experiencia como bailarín y coreógrafo en el Ballet Contemporáneo (dirigido por Bodyl Genkel, un grupo que se desprendió, según la investigadora Patricia Cardona, de la propia Academia de la Danza Mexicana y del Ballet de Bellas Artes), así como en el grupo Expansión 7 (dirigido por Valentina Castro y Miguel Ángel Palmeros, grupo considerado ramal del Ballet Nacional de México, cuya creadora fue Guillermina Bravo), el cual apostaba a las formas más vanguardistas y experimentales de los años setenta en México. ¿Qué significó la llegada de Chávez Fierro a Sinaloa? No llegó solo Héctor. Llegó del brazo de la danza contemporánea y todo lo que ello significaba: llegó una disciplina artística que es muchas disciplinas artísticas, que es danza, por supuesto, y es música, y es plástica, espectáculo, teatralidad, gesto, deporte. Y desde otra perspectiva es tradición, es devenir, es riesgo, es vanguardia, es obra abierta, para evocar a Umberto Eco. La danza contemporánea llegó con Chávez Fierro a convocar a casi todos los artistas de la localidad, fueran teatristas, como el mismo Óscar Liera, o músicos como Baltazar Hernández, Lalo Parra, Arón Govea, Aldo Rodríguez, Judith Zazueta; o artistas plásticos, entre ellos los siempre recordados Jerónimo Uribe y Esparza Blancas (q.e.p.d.); asimismo, Alejandro Mojica, entre muchos otros. También los escritores han sido encantados por su llamado vanguardista, entre otros, los escritores Élmer Mendoza y Salvador Sánchez. Pero la convocatoria no quedó en el nivel local: gracias a la danza contemporánea se convocó a lo que pudo considerarse al principio en Sinaloa los más novedosos movimientos musicales —por lo menos para la mayoría— encabezados por grandes músicos como Vangelis, Claude Bolling, Wollenweider, Codona, Phillip Glass. Esta mención podría parecer un recurso de perogrullo pero no lo es. Es cierto que los mencionados autores, entre otros, nunca estuvieron sentados frente a un foro sinaloense

mientras se presentaba un espectáculo de danza contemporánea en los años setenta u ochenta, lo cual no fue obstáculo para que su música entrara por los oídos, por los pensamientos, por la emoción de los sinaloenses amantes de la danza. Y sin embargo, Chávez Fierro arribó con una serie de herramientas —su entrenamiento en la danza contemporánea, en el conocimiento de la música, en la creación coreográfica, en la gestión de recursos, en el trabajo colectivo con otros artistas de diversas disciplinas— cuya síntesis pareció convertirse en una especie de flauta o varita mágica que atrajo a Sinaloa a un regimiento de coreoautores del país, entre ellas y ellos coreógrafos/ bailarines como Waldeen, Guillermina Bravo, Xavier Francis, Guillermo Arriaga, Cora Flores, Raúl Flores Canelo, Valentina


29 Castro, Rosa Romero, Jorge Domínguez, Lydia Romero, Claudia Lavista, Víctor Ruiz, que ahora destacan en la historia de la danza contemporánea en México, quienes acudían al Festival José Limón. Junto con ellos vinieron una y otra vez otros bailarines entrañables como Valentina Castro, Lourdes Luna, Juan Manuel Ramos, Maureen Fleming —que acaba de regresar a Culiacán—, Yelena Marich, César Romero, entre muchos otros, que a la postre se volvieron coreógrafos. 2 Sinalodanza, en todas sus épocas bailó más de cincuenta coreografías (Del silencio a la piel, Ramos, Juan y Chávez Fierro Héctor, Difocur, foeca, inba, Ayto. de Culiacán, 2001: 47). Los montajes más significativos en la obra de Héctor Chávez, como coreógrafo, ocurren cuando se consolida Sinalodanza —sobre todo porque se estrenaron en Culiacán espectáculos integrales de larga duración— y llega a su propia cima, que podemos ubicar en el periodo 1985-1990. Ocurre en la época en la que la danza contemporánea convoca al mayor número de artistas de la localidad; el grupo recibe un importante apoyo de las autoridades universitarias; encuentra el grupo, o encuentran los jóvenes integrantes de Sinalodanza, un vehículo propicio para canalizar sus inquietudes, con apoyo institucional; y el otro factor fue sin duda la madurez creativa del propio Héctor Chávez, como director y coreógrafo del grupo. Entre otras coreografías se pueden destacar —bajo el riesgo de parecer arbitrario, pues hay más de una perspectiva para hacer la selección, como es normal— El líder, Cotidiano, Acuario, El Baúl, que pertenecen al espectáculo integral Persona. El espectáculo Herejías es, por otra parte, un espectáculo integral compuesto por varias anécdotas que se van agregando a la idea general y que consta formalmente de tres actos y un epílogo. Asimismo, podemos mencionar especialmente las coreografías, también creadas en el seno de Sinalodanza (no todas coreografías de Chávez Fierro): Humayamazonas, Cotidiano, Oweniana, Bésame mucho, H=H, Nostalgia en los últimos momentos, Sobre la estupidez (dedicado a Norma Corona), Yorem’me, Triple dosis de nada, Breve estancia (sobre inmigrantes), La víspera, Sindbad el Varado, Ya no me beses, entre otras. 3 Aunque los movimientos artísticos no nacen gracias al trabajo de una sola persona —incluso creo que más bien los movimientos dan lugar al surgimiento de las personas—, es muy destacado el trabajo de Chávez Fierro. Héctor Chávez fundó en Sinaloa principalmente, a lo largo de décadas de trabajo, los grupos de danza contemporánea Taa Yilerum, Taller de Danza Contemporánea de la UAS y Sinalodanza, y creó decenas de coreografías. Asimismo, incursiona en la danza de proyección étnica al crear el grupo Nanalai Te, y por supuesto produce espectáculos exitosos en los que retoma elementos populares y étnicos de nuestro estado. Es necesario decir que Chávez Fierro encabezó dos momentos de la danza contemporánea en Sinaloa. La ya comentada, que comienza y termina con la administración de Alfonso Genaro Calderón en el Gobierno del Estado, y Sandra Calderón en Difocur (1974-1980). La otra etapa, quizás la definitiva, tanto para Chávez como para la disciplina (y para todos sus involucrados, incluido el público existente en esos momentos), fue su llegada en 1982 a la Universidad Autónoma de Sinaloa, institución donde permaneció hasta 2008, donde se crean los grupos Taller de Danza Contemporánea de la uas y Sinalodanza.

Otro de los logros de Héctor Chávez es la creación del Festival José Limón —que requeriría un texto destinado a esto—, el cual cierra el círculo de la enseñanza y promoción de la disciplina que nos ocupa, pues gracias a él el público sinaloense puede ver las mejores coreografías de esta disciplina creadas en el país, lo cual es formativo también para los propios bailarines y futuros coreógrafos. ¿Qué ha distinguido a Héctor Chávez como coreógrafo? 1) su interés por aludir, de manera recurrente a danzas populares y étnicas sin dejar de lado el carácter cosmopolita y vanguardista propio de la danza contemporánea; 2) su temática, además de ser vanguardista, siempre ha sido crítica y hasta podríamos decir que subversiva; 3) ha sido capaz de convertir hechos sociales —la violencia, la migración, los prejuicios— en piezas estéticas danzarias; 4) ha sabido incorporar a la corriente de la danza contemporánea no solo la poesía sino las obras más entrañables de la propia poesía sinaloense, al montar Oweniana y Sindbad el Varado. Refiere César Romero, destacado bailarín y coreógrafo, en entrevista con Anadel Lynton, una característica de la obra coreográfica de Chávez Fierro: En Oweniana usó una silla de ruedas y patines. En Triple dosis de nada dramatizó un poema de Salvador Novo, cantó un son huasteco, y el personaje apasionado, que al final mata de un balazo a su objeto de deseo, transita por el amor a una mujer y a un hombre, por esos amores que en los ochenta no se trataban en escena con seriedad. (Publicado en el libro Una vida en la danza con el título «Héctor Chávez: las múltiples maneras de ejercer una danza multifacética».) En relación con la tendencia de reunir lo culto con lo popular, es necesario decir que Héctor Chávez fue, a su llegada a Sinaloa, punta de lanza de la primera difusión de la cultura mayo-yoreme, pues a menudo ha retomado elementos de la cultura indígena, específicamente de los pueblos mayos del norte de Sinaloa. En años recientes, Chávez Fierro ha sabido encontrar el vértice entre danza y educación especial pues imparte el taller Operación Danza Ambulatoria (oda) creado para niños de capacidades especiales, estudiantes y público en general. Sobre todo, ha interpuesto a la vida una buena «coartada» para continuar con la misma pasión aprovechando las bondades estéticas de la danza y para seguir, él en lo personal, compartiendo su bagaje artístico y su pasión por esta disciplina. Dejemos que Anadel Lynton, destacada crítica e investigadora de danza y su compañera de tantos años en este ámbito, diga la última palabra de esta breve evocación respecto de la trayectoria de Chávez Fierro: Ha realizado una multifacética labor como mentor de jóvenes; a favor de la descentralización de la danza escénica, del descubrimiento y fomento de estilos y temas regionales; en pro de la universalización de lo local, la colaboración interinstitucional, la integración entre esfuerzos privados y públicos, el impulso al noroeste del país como polo de desarrollo dancístico; el uso de espacios alternativos; el acercamiento a públicos, temas y participantes también alternativos; como promotor de la reflexión y guardián de la memoria. En suma: ha dedicado su vida a promover la danza de manera integral. (Publicado en el libro Una vida en la danza con el título: «Héctor Chávez: las múltiples maneras de ejercer una danza multifacética».) Juan Ramos. Editor, periodista cultural y poeta. Autor de: Poemas inversos y Del silencio a la piel (en coautoría con Héctor Chávez).


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Sobre el arte contemporáneo en Sinaloa

ALEJANDRO MOJICA La delgada línea que dividía la alta y baja cultura, ahora se ha ido. De una manera literal, una cultura «superflat» ha emergido. Takashi Murakami Hay un tiempo donde cada generación se encuentra, se conecta creativamente y muestra sus ideas. Algunas veces, se ven las influencias de unos y otros, los intereses artísticos, las obsesiones, los lugares comunes y los aciertos. A veces, lo pretensioso y lo auténtico; unos representan las diferentes lecturas de la ciudad y sus referentes sociales, la naturaleza humana y la realidad como materia prima del arte; otros utilizan la sobreinformación disponible para terminar sin decir nada y sin voz propia, y en muchos casos el proyecto o el planteamiento de una obra rebasa la obra misma. Pero lo interesante y lo que vuelve visible a cada generación es el registro, tener un producto, un referente en el tiempo y las ideas. Creo que esta es la pertinencia del libro Arte contemporáneo sinaloense, recuento de años: 2005-2011. Hoy día, es difícil pensar en una propuesta artística seria si no está acompañada de alguien que la documente y registre, y alguien que la sustente con una curaduría, y esto es lo que se pretende en el libro: reflexionar acerca de ocho años de quehacer visual en Sinaloa para comprender a distancia lo que plantean los artistas que aparecen en el libro.

Calculo que por cada mil libros que se publican en Sinaloa —y me quedo corto—, solo uno es sobre artes visuales. Hace relativamente poco tiempo que empezaron a publicarse catálogos para las exposiciones de artistas, pero los que tienen una buena producción —es decir, un texto serio acerca de la obra y el autor, láminas a color de la obra y más de veinte páginas— son muy pocos. La relación de fondos destinados en cultura en Sinaloa, y en general en el noroeste, para artes escénicas, pero sobre todo para música, son bastante desproporcionados en relación con las artes visuales. Una apuesta en el área editorial ideada para crear una colección sobre arte sinaloense sería, acaso, un acontecimiento clave. Publicar un libro sobre un movimiento generacional, donde se analiza selectiva y subjetivamente el trabajo de algunos creadores, corre el riesgo de cometer injusticias. A veces, se omiten nombres; en otras, se sobrevalora el trabajo de alguien cuando apenas está en un proceso de búsqueda, pero vale la pena correr el riesgo porque pueden perderse momentos importantes de las propuestas artísticas de cada época, principalmente en provincia. Ante el vacío, cuenta y canta la memoria. Recuerdo algunas acciones de artistas, que sin etiquetarlos podrían ser pioneros sinaloenses del arte contemporáneo, mucho más cercanos a Joseph Beuys que a cualquier artista latinoamericano, y donde sus ideas y conceptos solo quedan en la memoria de algunos testigos. Esto me lleva en especial a Lupe Estrada, de Los Mochis, en 1973. Haciendo una «instalación» —antes se decía happening— frente a Catedral, distribuyó varias llantas grandes de tractor en el atrio, en homenaje a Cervantes. O sus obras pintadas en catres como soporte, expuestas a la intemperie en la bahía de Topolobampo, ante un grupo atónito de pescadores, o dentro del cereso de Los Mochis, ofreciendo talleres a los presos sobre cómo no tener miedo a desperdiciar pintura, vaciando todo el material conseguido a duras penas en una alcantarilla y enseñando cómo pintar el sabor de una sandía, o queriendo pintar la adrenalina, o recorriendo las calles de Los Mochis vestido de La Fanny, personaje mítico de la Universidad Autónoma de Sinaloa, con un collar de jeringas, antes de declararse invisible. O cuando una generación de artistas en 1984, integrados como Espacio Plástico ‘intervinieron’ —no se aplicaba el término— el Casino de la Cultura para concretar una acción artística con actividades como conciertos, representaciones escénicas, incluyendo body art. Para la muestra, solo se utilizaron objetos encontrados in situ, como botellas, basura, telas viejas, hilos o vidrios, cualquier objeto susceptible de convertirse en escultura en el más amplio sentido. Fue una acción a partir de una idea colectiva contestataria, que derivó en una interesantísima experiencia creativa y que no se repitió con esas características. Fue un movimiento donde los artistas se unieron para organizarse, montar,


31 promover, jugar y proponer de manera independiente. Cuando las instituciones fallan, surgen las propuestas. Estos movimientos aislados forman parte del anecdotario artístico sinaloense, porque no existió el registro, y es importante que lo que las nuevas generaciones propongan se documente, porque esto constituye nuestra cultura —digamos— regional. Es importante decir que los años que abarca el libro (2005-2011) se refieren a una respuesta ante la visibilidad tardía institucional hacia lo que planteaba y exigía el arte en términos de concursos. A partir de la octava Bienal del Noroeste —y en los demás salones locales, a sugerencia de los jurados—, se solicitó que las siguientes convocatorias se ampliaran hacia otras disciplinas y nuevos lenguajes y que se premiaran al mismo nivel; antes solamente entraban a concurso obras en dibujo y gráfica y pintura; ni siquiera participaban la fotografía, el video ni la escultura, y rara vez el arte-objeto. Tengo la seguridad de que esto potenció las posibilidades de muchos jóvenes que gracias al Internet y a la información disponible y a nuevas plataformas creativas pudieron desarrollar una obra con nuevos soportes y lenguajes, gracias también a los talleres que se han llevado a cabo a la fecha, impulsados por el Instituto Sinaloense de Cultura, antes Difocur, en el inicio de actividades del Centenario y por medio del desaparecido Nivel 5; hoy, el H. Ayuntamiento, con Cuadrante Creativo, sin olvidar los cursos y talleres esporádicos de la Escuela de Artes de la uas, conducidos por estudiantes y maestros de intercambio con algunas universidades de España. Pero, sin duda, como lo dice Ana Lourdes Barriga Montoya en su ensayo, la exposición Las implicaciones de la imagen, de la colección de Isabel y Agustín Coppel, montada en el Masin en 2006, marcó un parteaguas en cuanto al trabajo de curaduría, museografía, difusión y conferencias alrededor de una obra de gran calidad y actualidad en Sinaloa. En los diversos ensayos de este libro, podremos acercar a nuevos públicos a conocer lo que se hace en Sinaloa, sobre todo en Culiacán y Mazatlán, saber quiénes son algunos artistas emergentes y otros no tanto, quiénes los que trabajan tanto en Sinaloa como los que están en el extranjero, los colectivos, los excelentes artistas urbanos, los temas recurrentes, las ideas, los espacios de capacitación y de exhibición y también los ensayos de las artistas Fritzia Irízar y Guadalupe Aguilar, que hablan de su experiencia tanto creativamente como en la parte organizativa. Esta publicación colectiva, coordinada por Azucena Manjarrez, aporta a la escena cultural de Sinaloa un importante producto que nos ofrece coordenadas, como una brújula, y nos indica hacia dónde vamos en las artes visuales. La memoria, preferentemente la colectiva, es, después de todo, un acto de justicia: quien avanza, no desperdicia; quien recuerda, precisa y madura su camino; quien admite, supera, trasciende, discierne. El arte contemporáneo acá en Sinaloa es un proceso lleno de encuentros y desencuentros; nunca —cómo— una fecha capital, mucho menos una revisión acrítica de nosotros mismos.

La música es, para muchos, el motor de sus vidas. Imaginar un lugar sin ella, es tan imposible como respirar bajo el agua. La poesía de igual manera es la necesidad de subsistir, de expresar, es tan vital como alimentarse y, metafóricamente, música y poesía son alimento que no se consume por función del aparato digestivo, sino de manera completamente sinestésica. Azul Cobalto es un proyecto que une las características evasivas de la música y las liberadoras de la poética, a través de la musicalización de diversos poemas consagrados por la crítica literaria. Es un exitoso proyecto que llevando a la música obras de autores como Octavio Paz, Pablo Neruda, Mario Benedetti, Jaime Sabines, entre otros, logra también una importante difusión de estos autores, acercando más a su público, no sólo a la música, sino a conocer obras literarias destacadas como las mencionadas, no sólo en lengua hispana, cabe destacar la musicalización de textos de Henry Longfellow como parte de su repertorio. El proyecto incluye también temas propios. El grupo que se ubica en la ciudad de Tijuana, ha dado un excelente aporte a los eventos culturales de la localidad. Su estilo musical es único, sensual y sugerente. La fusión de sonidos crea una atmósfera melancólica y fascinante. La música que crean es una maravillosa concordancia entre sus tres talentosos integrantes Raziel Ramírez, guitarrista del grupo, José Miguel Rivera, pianista y Ana Lucía Rivera dueña de la soberbia voz que interpreta las melodías. La música en sus presentaciones, es acompañada a su vez por una proyección de imágenes, las cuáles son creadas por Ana Lucía, quien por si fuera poco, también es artista visual. Su género es variado y radica en la unión de varios estilos que van desde el blues, hasta el flamenco. Resulta extraordinariamente mágico, el escuchar poemas como Los amorosos, Me gustas cuando callas, A summer day by the sea en la voz de Lucía Rivera, pues su voz, en conjunto con la música de Raziel y José Miguel, logran crear el ambiente que los caracteriza y los distingue. El proyecto promueve el gusto por la literatura como uno de sus propósitos, al presentarse crean una atmósfera de misterio que envuelve a quien escucha, la música y la poesía confabulan en este proyecto maravilloso, que difunde a grandes autores y desborda talento, la difusión artística de Tijuana es bien beneficiada gracias a la colaboración de Azul Cobalto, un gran proyecto que no solo se vale de la música y la literatura, sino también del arte visual, unido todo en un mismo lugar.

Alejandro Mojica. Pintor y diseñador. Autor de Territorios.

Rafael Alejandro Leyva. Licenciado en Literatura Hispanomexicana. Periodista.

Azul Cobalto

R A FA E L A . L E Y VA


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Estampas culinarias culichis FRANCISCO SEGOVIA A La Chita, mi abuela, y a La Rosa, mi tía. Frijoles en agua y sal. Tengo varios recuerdos de infancia relacionados con la comida, pero son pocos los que contienen de veras un sabor de la infancia; es decir, uno de esos sabores que nos traen de súbito el ambiente entero de una vida, o de un tramo de la vida, como la famosa magdalena que hizo a Proust escribir los ocho tomos de En busca del tiempo perdido. De entre esos sabores evocadores, son muy pocos los que, en mi caso, tienen que ver con la cocina propiamente dicha. La mayoría son de frutas crudas, aderezadas —como es norma en toda infancia mexicana que se precie— con harto limón, sal y chile: arrayanes, mangos, jícamas, los extraños limones hawaianos que solo he visto en la casa de mis abuelos en Culiacán... De las cosas milagrosas que salían de la cocina de mi abuela, solo una —y muy sencilla— es para mí una magdalena: los frijoles en agua y sal, condimentados con harta cebolla morada, picada las más de las veces, pero que yo prefería añadir en jugosas rajas o rodajas enteras. Supongo que de ello me gustan dos contrastes: el de la sequedad harinosa del frijol contra el jugo fresco de la cebolla, por un lado; el de lo crudo de esta contra lo cocido de aquel, por el otro. Hay en ello además ese gusto por lo ácido que nunca me ha dejado del todo (por más que proteste mi viejo estómago estragado). Pero hay algo más: creo que la sal —la sal gorda, sobre todo, la sal de mar— nunca sabe mejor que en un buen plato de frijoles de la olla. Tanto, que creo que

los frijoles en agua y sal se llaman al revés de como debieran (sal en agua de frijoles), pues en este caso lo principal es la sal, y lo demás el condimento. Salado que es uno... Menudo. Algunos domingos mi abuela se tomaba la tarde y no disponía nada para la cena. Si nadie se acomedía a tomar la responsabilidad, no quedaba más que cargar una o dos ollas y caminar hasta una casa donde vendían menudo. Recuerdo haber hecho el viaje varias veces, pero no recuerdo con quién. Un tío o una tía, algún amigo de la familia, no sé. Lo que recuerdo es una calle larga y recta, de esas que atraviesan la Obregón. Caminábamos desde los portales, pasando la plazuela, hacia La Lomita, no sé cuántas cuadras, y luego doblábamos hacia la derecha, por una calle larga, desierta y mal iluminada. A lo lejos solo se distinguía un foco pelón. Ahí íbamos. Esa luz, que marcaba un sitio vivo en la penumbra gris de aquellas tardes remansadas e indolentes, es casi lo único que se grabó en mi memoria. Porque recuerdo la ida a ese lugar, pero no la vuelta. Y debería recordarla, pues el regreso era sin duda más penoso, cargados como debíamos ir con aquellas ollas aún calientes. Pero no recuerdo sino eso: la larga calle con su foco pelón. Mi tía Rosa (a quien acudo siempre que necesito corroborar algún recuerdo de mi infancia sinaloense) dice que, cuando ella era niña, esa calle era el Boulevard 2 de Abril, que luego cambió su nombre por el de Boulevard Francisco I. Madero, pero a mi memoria le sienta muy mal que aquella callecita en penumbras fuera todo un Boulevard y que la casa lejana fuera en realidad


33 un mercadito. En cualquier caso, a mí no me queda el regusto de aquellas cenas, del sabor de aquel menudo, aunque tuviera fama entre la familia... Quizá en el fondo no la mereciera, y solo se la hubiera ganado a fuerza de ser el último remedio ante la huelga de mi abuela —o el penúltimo, si alguien se acordaba de las enchiladas del suelo, que comprábamos en el mismo mercadito. Un día, hablando con Daniel Sada de esas tardes de la infancia en Culiacán, él —memorioso y atinado como era— me recitó unos versos que me aprendí al vuelo. Me gustan porque muestran cómo hasta los poetas —sobre todo los norteños— se olvidan del arte cuando les rugen las tripas; cómo se olvidan del metro y la rima cuando la mera promesa de un plato de menudo les devuelve la chispa y el buen humor. Dicen así: Por esta calle derecha hay un farol encendido. A mí que no chinguen: ai venden menudo. Yo soy de un talante más sosegado y nostálgico que el de quien compuso estos versos a medio cocinar —como estará notando quien lea estas líneas—, pero entiendo bien la picardía repentista que hay en ellos. Yo soy la calle larga, quieta y aburrida; él, el foco vivo... allá, al fondo de mi memoria. El pavo de Navidad. El guajolote es uno de los pocos animales que reciben una especie de investidura monárquica cuando la ocasión lo amerita. De pronto se vuelve noble: pavo, no guajolote. Decía Tablada que el pavorreal («largo fulgor») paseaba sus galas como una procesión «por el gallinero demócrata». Así también el guajolote, que en el día de su muerte pasa de proletario a aristócrata y es bendecido y adorado, como eran bendecidos y adorados los esclavos y prisioneros que iban a ser sacrificados en las pirámides aztecas. Mi abuela agasajaba a su prisionero durante un mes. El guajolote que nos comeríamos en Navidad era alimentado con cacahuates, nueces y pistaches. Luego, en su día, mi abuela lo hacía beber cognac hasta que el pobre ya no podía sostener la cabeza, que le colgaba a un costado, como si persiguiera su propio moco. Funesto augurio de que su cuello jamás volvería a sostenerla, y ni siquiera a mantenerla unida a su cuerpo. Este cognac era del más fino que la familia podía comprar, y tenía dos funciones: primero, darle sabor a la carne; y segundo, relajar tanto al animal que ni siquiera la descarga de adrenalina que suelta la muerte pudiera endurecerle la carne. Eso decían. Pero yo recuerdo especialmente una vez en que mi abuela le pidió a un amigo de la familia (Hernaldo Romano Garay) que decapitara al guajolote con un hacha. Él puso la flácida cabeza sobre un tocón y soltó el golpe contra el cuello. La cabeza saltó furiosa y se le prendió de un dedo, con tanta fuerza que fue difícil arrancarla de él, y no sin daño y dolor. El cuerpo, por su parte, salió corriendo locamente por el patio, arrojando chisguetes rítmicos de sangre, hasta caer desvanecido. Supongo que eso le endureció la carne, pero no puedo estar seguro. Esa Navidad no fui capaz de comer pavo. Me recordaba demasiado la carrera atroz del guajolote. Gallina pinta. No recuerdo haber comido gallina pinta siendo niño, aunque era un platillo predilecto de mi abuela. Pero, siendo ya adulto, a veces ella me enviaba una olla de comida. Supongo que me había ganado esa distinción por haber sido uno de los últimos comensales frecuentes a su mesa. Digo esto porque, cuando vivía con ella, yo tenía que probar todos sus platillos —para mi fortuna si era su famoso chopsuey; para mi

desgracia si eran sus igualmente famosas manitas de puerco, o sus sesos rebosados. En eso mi abuela era como las viejas abuelas de antaño; quiero decir, como las abuelas que tuvo todavía mi generación, que no eran como las de ahora, sobre todo cuando viven en las ciudades. Mi abuela estaba chapada a la antigua y creía que sus dotes culinarias podían halagar a las demás mujeres, por supuesto, pero que a los hombres francamente los conquistarían. ¿O no dice la sabiduría popular que el camino más corto al corazón de un hombre pasa por el estómago? Ese era mi caso, pero no el de mi abuelo. Aunque mi abuelo comía también en casa, padecía de diabetes, así que con él no había mucho campo para el lucimiento. El caso es que, al crecer, comencé a encontrarles el gusto a algunos guisos que de niño me repugnaban, y mi abuela del algún modo se enteró de esto. Cuando viajaba a México, solía quedarse en casa de mi tía Rosa, donde a veces se encargaba de la comida. Si quería presumir sus dotes más allá de las fronteras de la casa de la Rosa, me hacía llegar una de sus ollas. La mayoría de sus nietos había renegado ya de los platillos recios, como la gallina pinta y la cola de res, pero mi abuela suponía que yo en cambio sabría apreciarlos. Nunca, que yo sepa, envió una olla así a ninguna de mis hermanas. Quizá porque con ellos no pretendía halagar sino conquistar. Frijoles puercos. Para mi parentela materna, la de los Camelo, no hay reunión que pueda decirse familiar si en ella faltan los frijoles puercos. Lo extraño del caso, al menos para mí, es que yo no relaciono el platillo que da su carácter a las reuniones familiares con la cocina de mi abuela sino con la de mi tía Rosa. ¿Jugarretas de una memoria ociosa y sin carácter como la mía? Puede ser. Y aun puede ser que yo haya llegado demasiado tarde para recordar los frijoles puercos de mi abuela. Pero creo que, si mi memoria ha guardado los de mi tía y no los de mi abuela, por algo será. En cualquier caso, doy por seguro —¡y que Dios y mi abuela me perdonen!— que los frijoles puercos de La Rosa son insuperables. Sé que son frijoles machacados y que llevan todos los derivados del puerco (chorizo, manteca, tocino, etc.), pero lo sé solo porque es cosa declarada en el nombre y evidente al paladar y los ojos. Nunca he pedido la receta ni he preguntado qué condimentos llevan. Es un misterio que prefiero dejar en las manos expertas de mi tía. Coricos y tacuarines. Recuerdo haber visto llegar a la estación, al menos una vez, a El Tacuarinero. Y recuerdo también que no faltaba nunca quien, escuchando a lo lejos su pitido, confirmara en la casa su llegada: «Ah, El Tacuarinero». Para mí siempre estuvo claro que ese tren estaba de algún modo relacionado con los tacuarines, pero solo mucho tiempo después escuché la explicación de su nombre, de boca de mi tía Rosa. El Tacuarinero hacía el recorrido entre Altata y Culiacán una vez al día. Como los tacuarines se hacían en los pueblos intermedios entre esas dos terminales, su llegada significaba que de él descenderían muchas mujeres, cargadas de tacuarines y coricos para vender en las calles o surtir los mercados. Los tacuarines están hechos de maza de maíz y manteca, como los coricos, pero a mis hermanas y a mí nadie ha logrado convencernos de que son dos formas de lo mismo. Nos gustaban ambos, es cierto, pero preferíamos con mucho la rosca crujiente de los tacuarines a la galletita algo más blanda de los coricos. Francisco Segovia. Poeta, ensayista y lexicógrafo. Su libro más reciente es Partidas (2011).


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OJOSDETOPO

Encegueciendo a Saramago JOSÉ ANTONIO MONTERROSAS FIGUEIRAS Creo que en mis novelas se puede reconocer a una persona reflexionando. José Saramago, El nombre y la cosa

«La acción consume, ciega, ensordece y aniquila. ¡Quién diría que reina tal oscuridad en las almas de los héroes!» Ivo Andrić, Café Titanic (y otras historias) Como suele suceder con algunos buenos libros, su resultado fílmico es irregular y Ceguera (2008) de Fernando Meirelles no es la excepción. Es incluso, en el fondo, una doble contradicción, la más evidente de las cegueras. Una película hecha para oscurecer la novela Ensayo sobre la ceguera (2005) de José Saramago. Aquí está su versión ligerita, entretenida y frívola. El valor del libro de Saramago es precisamente que sus personajes no tienen un rostro particular, hay que imaginarlo. Todos son iguales bajo la ceguera blanca que van adquiriendo sin razones lógicas o científicas en aquella ciudad inventada por su autor; seres que parecen de plastilina gris deambulando sin rumbo en la hoja de papel. Aquellos hombres y mujeres que se van torneando en nuestra memoria, a través de las palabras del escritor que los piensa y los moldea en su narración de 420 páginas. No es así en el filme de 121 minutos de Meirelles. Sí, excitante visualmente pero en el fondo sensiblero y gracioso con su happy end esperanzador. A esa palabra, «esperanza», aquella que José Saramago dijo en más de un texto, se le ha parloteado mucho sus virtudes. Meirelles no podía ser la excepción. Ceguera es una película en la que los rostros como el de Gael García —ya saben: los radical chics a la pantalla en una especie de Big Brother multirracial— le ponen expresión a los que debieran ser actores insignificantes, irreconocibles, desconocidos, pero se imponen los estereotipos «alternativos». ¿Por qué no borrar las caras lindas de Julianne Moore, Mark Ruffalo, Alice Braga…? El actor mexicano personifica a un maldito ciego que trata de dominar a los demás —no lo ven pero le temen— que están hacinados en aquel hospital donde son encerrados todos lo que pierden la vista. Él los amenaza mientras les canta una melodía de Stevie Wonder (por qué mejor no, Feliz navidad de José Feliciano, digo, por aquello de los estereotipos latinoamericanos, ahí tienen uno). Saramago pidió que la película se desarrollara en una ciudad no identificada, que se rodara en diversas ciudades del continente americano, como si aquellas tuviesen un halo de pureza y verdad, volviéndose una especie de antisets hollywoodenses globalifóbicos, y se filmó en Brasil, Uruguay y Canadá. Llama la atención que está narrada en inglés y la ceguera se convierte

en una epidemia «apocalíptica», repitiendo las típicas películas estadounidenses sobre el ébola o los zombies. En El cuaderno de José Saramago, en el que el Premio Nobel reunió diversos textos escritos en su blog (blog.josesaramago. org), de septiembre de 2008 a marzo de 2009, el escritor compartió en su apartado de octubre de ese mismo año, un texto titulado Fernando Meirelles & Cía en el que explicó que desde 1997 el cineasta estuvo tras el deseo de llevar esa historia a la gran pantalla, pero Saramago a través de su editor brasileño, Luiz Schwarcz, le enviaba perentorias negativas. Él, relató el novelista, no fue el único, llegaron de Estados Unidos varias invitaciones y los no del portugués eran tajantes. Once años después, Meirelles estaba besándole la calva al maestro Saramago, cual Santo Padre de los ateos, mientras el escritor soltaba algunas lagrimitas por la emoción. Los dos estaban sentados en sus butacas, segundos después de que las luces se encendieran en la sala donde vieron Blindness en una proyección privada, previa a la presentación del filme en la apertura del 61 Festival de Cine de Cannes. El título en inglés, apuntó Saramago en El cuaderno, es «con el que se espera facilitar su relación con el libro en el circuito internacional. No vi ningún motivo para discutir la elección». Yo solo tengo una pregunta: ¿por qué a Meirelles no se le ocurrió narrar cómo la ceguera blanca cubría los ojos de los espectadores dentro de una sala de cine oscura? Paradójicamente, el libro Ensayo sobre la ceguera fue publicado en 1995, fecha en la que el cine cumplió cien años de existencia. Ni a Meirelles, ni a Saramago, se les ocurrió que la sala de cine es un espacio emblemático de las sociedades de finales del siglo pasado, espacios que se encuentran en extinción o en transformación. Esto me hace recordar el diálogo entre la mujer que ve y su marido ciego, cuando ella entró a una iglesia y observó que el hombre de la cruz y las vírgenes y los santos tenían los ojos vendados: «Las imágenes ven con los ojos que las ven, solo ahora la ceguera es para todos. Tú sigues viendo, Iré viendo menos cada vez, y aunque no pierda la vista me volveré más ciega cada día porque no tendré quien me vea». Valdría la pena advertir desde el principio de la película que para mirar Blindness habría que ponerse una venda blanca en los ojos. ¿O el espectador es un testigo más, cómplice del director, o es un ciego que cree que mira una gran cinta? Yo solo pienso que no es lo mismo Ceguera, nombre como se conoció en México a ese filme, que A ciegas, como se le nombró en España a la misma película. Hubiese preferido Encegueciendo, pero eso es cuestión de lecturas, puntos de vista y también de cegueras internas. De eso que José Saramago escribió de la siguiente forma, eslogan que se utilizó en inglés para el filme de Meirelles: «Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos». José Antonio Monterrosas Figueiras. Es periodista cultural independiente y comunicólogo. Participa en la revista Replicante y edita la revista digital Cronotopo.



A LF R E D O E SPINOZA Q UIN T E RO A NA CL AV E L JUA N D OMINGO A RGÜE L L E S DINA G R IJA LVA JUA N JO SÉ RODR ÍGUEZ A L EYDA ROJO M A R I A JO SÉ A M A R A L M A NUE L R . MON T E S LUI S JORG E B O ONE A DR I A NA TA F OYA E R NE S T INA YÉPIZ CL AUDI A B A ÑUE L O S F R A NK MEZA VÍCTOR LUNA RUBÉ N R I V E R A GUA DA LUPE V E NE R A NDA RO S ABE L S Á NC HEZ M A R Í A MUÑ IZ JUA N R A MO S C A LDE RÓN A L EJA NDRO MOJIC A R A FAE L A . L EY VA F R A NC I S C O SE GOVI A JO SÉ A N TONIO MON T E R RO S A S FIGUE IR A S


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