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CONTENIDO

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RA

4 Cartas sobre la mesa 5 Colaboradores E D I C I Ó N E S PA Ñ A Director

Enrique Krauze Redactor jefe

Ricardo Cayuela Gally editor en España

Ramón González Férriz redacción

Daniel Gascón, Enrique G de la G, Patricia Nieto, Emmanuel Noyola Edición internet

Letras Libres agosto 2012

Pablo Duarte, Daniel Krauze, Cynthia Ramírez

Directora gerente

Leonor Ortiz Monasterio

Director de arte

Sergio A. Ruiz Carrera diseño

Fernando del Villar Arias Asistente de diseño y preprensa digital

Esteban Espinosa Publicidad

Alberto Rivas, Angélica Muñoz Editor de ilustración

Fabricio Vanden Broeck

Consejo editorial

Miguel Aguilar, J. J. Armas Marcelo, Félix de Azúa, Adolfo Castañón, Juan Gustavo Cobo Borda, Christopher Domínguez Michael, Jorge Edwards, Arcadi Espada, Pete Hamill, Hugo Hiriart, León Krauze, Miguel León Portilla, Juan Malpartida, Vicente Molina Foix, Beatriz de Moura, Malcolm Otero Barral, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Barbara Probst Solomon, Andrés Sánchez Robayna, Fernando Savater, Guillermo Sheridan, Pedro Sorela, Julio Trujillo, Mario Vargas Llosa, Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Leon Wieseltier. Letras Libres, revista men­sual, agosto de 2012 Redacción y pu­bli­ci­dad: 91 402 00 33 y 91 402 93 22 Fax: 91 401 99 97, e-mail: revista@le­tras­li­bres.infonegocio.com Edita: Letras Libres Internacional Do­mi­ci­lio de la pu­bli­ca­ción: Ayala, 83, 1˚A, 28006, Madrid Im­pren­ta: Central de Gráficas Asociadas, S.L. Dis­tri­bu­ción: Gestión de Logística Editorial, S.A. Depósito legal: M 41135/2001 Letras Libres es miembro de la Asociación de Revistas Culturales de España (ARCE)

Esta revista ha recibido una ayuda de la Direccion General del Libro, Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números editados en el año 2012.

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Juan Pablo Villalobos:

Los raros


AROS

Foto portada: Georges Dambier En la foto el poeta, novelista, pintor y cineasta Jean Cocteau, uno de los raros de la literatura francesa, en la Plage de Biarritz en 1949. Ilustraciones: Fabricio Vanden Broeck Editor invitado: Juan Pablo Villalobos

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Alan Pauls:

Jorge Baron Biza (Córdoba, Argentina, 1942-Córdoba, 2001)

Jorge Baron Biza, el hombre del subsuelo

El desierto y la semilla (fragmento)

Xavier Pericay

Irene Polo (Barcelona, 1909-Buenos Aires, 1942)

Irene Polo, periodista

Pedro Rico, alcalde de Madrid, en Barcelona

Juan Malpartida

Nicolás Gómez Dávila (Bogotá, 1913-Bogotá, 1994)

Nicolás Gómez Dávila, escolios sin texto

Escolios a un texto implícito (fragmento)

Rafael Gumucio

Juan Emar (Santiago de Chile, 1893-Santiago de Chile, 1964)

Juan Emar, el hombre del pijama azul

Miltín 1934 (fragmento)

Damián Tabarovsky

Copi (Buenos Aires, 1939-París, 1987)

Copi, ¡aceleren!

El uruguayo (fragmento)

Llucia Ramis

Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922)

Cristóbal Serra, los guiños del ermitaño

Fragmentos seleccionados

Patricio Pron

Osvaldo Lamborghini (Buenos Aires, 1940-Barcelona, 1985)

Osvaldo Lamborghini, la lengua revolucionaria

El fiord (fragmento)

Emiliano Monge

Efrén Hernández (León, Guanajuato, 1904-ciudad de México, 1958)

Efrén Hernández, obsesión por los abismos

Tachas

Leonardo Valencia

Pablo Palacio (Loja, 1906-Guayaquil, 1947)

Pablo Palacio, breve enigma

Juan Pablo Villalobos

La doble y única mujer (fragmento)

Francisco Tario (ciudad de México, 1911-Madrid, 1977)

Francisco Tario, el fantasma que ríe

Equinoccio (fragmento)

Yaiza Santos

Zenobia Camprubí (Malgrat de Mar, 1887-San Juan, Puerto Rico, 1956)

Zenobia Camprubí, mujer sin sombra

Diario (fragmento)

Letras Libres agosto 2012


los raros

Juan Pablo Villalobos

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los

RAR

1. En 1893, después de una breve estancia en París, Rubén Darío se instala en Buenos Aires y comienza a publicar en La Nación una serie de semblanzas sobre escritores a los que admira. La selección incluye por igual a Poe y a Verlaine, a Lautréamont y a Ibsen, a Villiers de L’IsleAdam y a José Martí, entre otros. Darío sigue la estela de su admiradísimo Verlaine en Les poètes maudits (1884) y de Théophile Gautier en Les grotesques (1844). Un total de diecinueve autores acabaron conformando un libro que se publicó en Buenos Aires en 1896, bajo el título de Los raros, y que sería reeditado en 1905 en Barcelona. En 1985, también en Barcelona, Pere Gimferrer emula a Darío y publica su propia concepción de lo raro en Los raros. “¿Qué es hoy lo raro, quiénes son hoy los raros?”, se pregunta Gimferrer y alude a Darío: “Para Rubén, lo raro y los raros no podían ser sino lo opuesto a la tradición o lo simplemente ajeno a ella. En tal sentido, lo raro y los raros formaban parte de una estrategia respecto a esa tradición; eran fuerzas de choque, catapultas contra las murallas desconchadas de la preceptiva.” Para Gimferrer, casi cien años después de Darío, la ausencia de una verdadera tradición literaria provocaba que ya no hubiera más “murallas que asaltar”. La comarca de los raros se había extendido casi sin límite, todo podía ser raro, y concluye con una provocación: “Raro es lo mal leído o mal comprendido o mal difundido.” 2. La mitología de los raros se ha construido no solo mediante apologías, sino, y principalmente, por la metodología del descarte. Los raros son los ignorados por la crítica, los vilipendiados por las instancias legitimadoras del mundo literario, los desconocidos de los lectores no

especializados (llámense escritores, académicos o periodistas). Prueba de ello es la frase tópica con la que los raros suelen ser despachados en las historias de la literatura española e hispanoamericana del siglo xx: “En la misma época”, comienza el historiador, después de dedicar páginas enteras a los autores del naturalismo, el realismo, el indigenismo, la novela de la Revolución mexicana o la novela gauchesca, “sitio aparte guardó fulano” –aquí el nombre del raro en cuestión–, “creador de una obra singularísima”. Y culmina con una sentencia que habrá de repetirse una y otra vez a lo largo del tiempo en notas periodísticas, prólogos o contraportadas, como un eslogan que certifica la calidad de su rareza: “un escritor que no se parece a nadie” o “el más extraño de nuestros autores del siglo xx” o “un escritor cuya extravagancia le valió la incomprensión de sus contemporáneos”. Bienaventurados los raros, parecen sugerir los historiadores, porque de ellos será el reino de la posteridad que todavía no llega. 3. Sin duda menos poética, pero quizá más útil, es la noción de excentricidad desde el punto de vista geométrico. Ex-céntrico, lo que está fuera del centro. Mejor aún: lo que tiene un centro diferente. Sustitúyase centro por canon. O por escuela o corriente dominante de la época. La utilidad del vocablo radica en que excluye la biografía del escritor y nos deja a solas con la obra. No se trata de un tema menor, sobre todo considerando que el siglo xx vio florecer la puesta en práctica del precepto del fin-de-siècle según el cual vida y obra se funden, haciendo de la vida parte de la obra artística. El problema es que si localizamos el centro y trazamos un círculo para delinear el margen


AROS resulta que, con el paso del tiempo, el círculo gira con tal intensidad –la intensidad de los cambios en la recepción crítica, en los gustos de los lectores, en las influencias reconocidas por los autores– que el centro se desplaza. ¿Cuál será la idea de tradición literaria que construirá el futuro? Nuestros raros, nuestros marginales, nuestros excéntricos, por arte de este desplazamiento, ¿llegarán a ocupar el centro?, ¿llegarán a ser canónicos?

4. ¿Por que nos gusta lo raro? Nos gusta lo raro por su carácter secreto, por una intuición que nos empuja a lo prohibido. Lo raro es lo anómalo, como lo entendía Foucault. Nos gustan los escritores-monstruo, que combinan lo imposible con lo prohibido. Los corregibles incorregibles, que se resisten a cumplir las reglas postuladas desde el poder literario. Los escritores-masturbadores, que se esconden de los vigilantes. Los inasimilables al sistema normativo. El lector se acerca a ellos seducido por la promesa de una intimidad extrema, casi exclusiva, reservada a unos cuantos iluminados. Es el mismo impulso que mueve al fanático al enrolarse a una secta. El lector también quiere ser un transgresor, el lector también se cree singular, extraordinario, original, en resumen: un lector digno de participar en la ceremonia de los raros. 5. Por definición tendría que haber muchos menos raros de los que postulamos. Lo raro tendría que ser, necesariamente, escaso. Con seguridad podríamos purgar las listas extirpando, por ejemplo, vanguardistas. Aunque el raro y el vanguardista comparten la lucha contra el canon, el vanguardista racionaliza, crea manifiestos, tiene

sentido gregario y es profundamente moralista. “Hay un abismo entre el escritor excéntrico y el vanguardista”, escribió Sergio Pitol: “Los vanguardistas pueden proclamar el desorden, pero lo convierten en programa.” O podríamos adelgazar el contingente colocando en su justo lugar a una pléyade de escritores bohemios, cuya aura de malditismo disimula la mediocridad de su obra, aquellos que no cabrían en esa bella definición del autor maldito que sugirió Leila Guerriero en Los malditos: “Los une, a veces, esa materia que se llama olvido, esa cosa esquiva que se llama genio, y una forma, muy humana, del desasosiego, de la insatisfacción y de la rabia.” O podríamos dar atención a aquellos raros que solo son raros por ser ignorados. Podríamos devolverle a lo raro su carácter de escaso. Pero es muy probable que no lo hagamos, porque nos gusta lo raro. Nuestra época siente fascinación por lo raro. Lo más probable, de hecho, es que hagamos lo contrario, que ensanchemos aún más la nomenclatura, rescatando a raros viejos olvidados o identificando a raros nuevos inadvertidos, articulando razonamientos que nos justifiquen y nos diviertan, a la manera de una broma absurda de Efrén Hernández: Lo raro es caro Lo barato es raro Luego lo barato es caro.

Que empiece la ceremonia. ~ Juan Pablo Villalobos es el editor invitado de este número.

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los raros

Alan Pauls

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Jorge baron biza el hombre del subsuelo


A los veinte años, Jorge Baron Biza vive en Buenos Aires, en un departamento con las paredes pintadas de negro. Mantiene las persianas bajas, las ventanas cerradas y las cortinas siempre corridas. Es su cueva. Lleva ya dos años emborrachándose con regularidad. Coñac, whisky, licores baratos, hasta alcohol de quemar, pero sobre todo ginebra, cuyas botellas amontona bajo la cama a medida que las liquida: beber es el sello de un programa de spleen que también incluye putas, los últimos cuartetos de Beethoven y meter de vez en cuando la cabeza en el horno. Corre 1962, plena era existencialista. Pero el decadentismo de Baron Biza es heredado, y acaso ya fuera viejo cuando el que lo sobreactuaba era su padre, Raúl Barón Biza: dandy, escritor de panfletos pornográficos, millonario, conspirador.

envuelto en una nube de alcohol, pero cuando corrige no perdona una errata. No quiere afantasmarse para burlar la ley sino para honrarla. El anonimato hace juego con el culto de una promiscuidad reservada, sin épica ni glamour. El alcohol, Baron Biza no lo busca en el mundo espectacular donde lo dilapidó su padre. Lo busca solo, en sus departamentos-cueva, o con desconocidos, en las galerías que corren bajo la avenida 9 de Julio, justo debajo del Obelisco, antros sórdidos donde siempre es de noche y que de algún modo le pertenecen. Su padre –que gana la licitación para explotarlas en 1960– le lega doscientos mil pesos en acciones diez días antes de matarse.

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Escribe un libro único. Un libro que solo él podía escribir, un libro fuera de serie, un libro que hace lo que él nunca podrá hacer: inventarse un lugar en el mundo. En 1995, cuando lo termina, Baron Biza tiene más de cincuenta años y vive en Córdoba, lejos del cuartel general de Buenos Aires, de donde se ha ido con el hígado exhausto, souvenirs de la terapia electroconvulsiva y muy pocos contactos en el mundo literario. Se pasa dos años repartiendo capítulos del manuscrito entre sus pocos amigos, algún familiar confiable, escritores locales, compañeros de La Voz del Interior, el diario para el que escribe crónicas urbanas y reseñas de muestras de artes plásticas. Con Buenos Aires tiene una actitud precavida, de una modestia sospechosa. Cada vez que da su novela a leer se anticipa a las críticas y la degrada con palabras como “convencional” o “costumbrista”.

Friburgo, Buenos Aires, Montevideo; cubiertas de barco, colegios alemanes, gobernantas políglotas. Pero el gran mundo donde nace Jorge está signado por el desastre. Sus padres (Raúl, “distinguido caballero de la sociedad cordobesa”; Clotilde Sabattini, hija de un caudillo radical y gobernador de Córdoba) ya son medio prófugos cuando se casan: él, viudo, tiene 36 años; ella 16, y un padre que desaprueba el romance. Se separan por primera vez tres meses después, y dedican los casi treinta años que dura el matrimonio a hacerse la vida imposible. No menos explosiva es la pasión de la política. Él, radical revolucionario, ya ha conocido la cárcel y el exilio. Ella es una intelectual sabattinista convencida. Y “radicales”, a fines de los años cuarenta, quiere decir antiperonistas. Jorge tiene cuatro años cuando recala en Suiza, arrastrado por un primer exilio político, ocho cuando aterriza en la cárcel de mujeres del Buen Pastor, donde el régimen de Perón confina a su madre en 1950, y nueve cuando la familia entera se asila en Montevideo. 6 Durante la década de los setenta trabaja en los bastidores de la industria editorial de Buenos Aires. Corrector, redactor, editor, traductor, ghost writer: cualquier función es buena si le permite vivir en segundo plano, ser invisible. Pero revisa veinte veces un artículo que no leerá nadie y se toma seis meses para traducir veinticuatro páginas de Proust. A menudo vuelve de almorzar tambaleándose,

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Raúl se pega un tiro en 1964; Clotilde se defenestra en 1978; la hermana menor, María Cristina, azafata, se mata con una sobredosis de barbitúricos en 1988. Esa es la tragedia familiar. El desierto y su semilla es la autobiografía de un sobreviviente.


Los raros

Alan Pauls

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Rechazado por las principales editoriales porteñas, ignorado por la lista de finalistas del premio Planeta 1997, el libro encuentra su título definitivo –El desierto y su semilla– y sale en 1998 bajo el sello Simurg, en una edición pagada de su propio bolsillo, con un falso Arcimboldo en la portada. El texto de solapa –del mismo Baron Biza– es uno de los coming outs más crudos de la literatura argentina: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como esta quedó atrapada mi soledad. Por lo demás, nací en 1942, me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos de Buenos Aires, Friburgo del Sarine, Rosario, Villa María, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Leí Mann, traduje Proust. Viví treinta años de mi trabajo como corrector, negro, periodista (desde publicaciones de sanatorios psiquiátricos hasta revistas de alta sociedad) y crítico de arte.” Raúl se pega un tiro en 1964; Clotilde se defenestra en 1978; la hermana menor, María Cristina, azafata, se mata con una sobredosis de barbitúricos en 1988. Esa es la tragedia familiar. La de Jorge aparece en ese “por lo demás” que articula el texto de solapa, bisagra irónica que pone en evidencia hasta qué punto la vida del autor no es mucho más que un despojo, el excedente del capital de experiencia de quienes lo trajeron al mundo. El desierto y su semilla es la autobiografía de un sobreviviente: alguien para quien la vida verdadera solo puede enunciarse en pasado porque ya ha sido vivida por otros. 6 La novela empieza in medias res, con un chorro de ácido estragando el rostro de una mujer de cuarenta y siete años. La escena es real y es el hit macabro alrededor del cual orbita la leyenda Baron Biza. Arón, el agresor, es Raúl Barón Biza; Eligia, la víctima, es Clotilde, rebautizada según “Ligeia”, el clásico romántico-freak de Poe; Mario Gageac, la primera persona que narra, es Jorge, el hijo. Pero la agresión contra Clotilde es solo el primer acto de la catástrofe. Esa misma noche, Raúl vuelve al departamento de Esmeralda y se pega un tiro con un 38 largo. Treinta y cinco páginas después, la crónica de sangre termina y Arón acepta su nueva misión: ser la sombra, el

testigo, el exégeta de ese work in progress que es la carne ultrajada de su madre. La acompaña a Milán (veinte meses de reconstrucciones faciales), la asiste con médicos y enfermeras, le lee en voz alta. Pero sobre todo la escruta y la describe, como si fuera menos un hijo que un retratista encarnizado, que pinta las metamorfosis del rostro materno con los idiomas de la crítica de arte o la geología. El resto es pura sordidez: el devenir lumpen de un caballero anacrónico que bebe sin parar, vaga como un mendigo, tajea prostitutas y hace de extra en un par de ceremonias sexuales tristes. 6 La recepción de El desierto y su semilla es unánime. Los escritores celebran su anomalía, su singularidad, su estilo inclasificable. “Una de las mejores novelas publicadas en los últimos años”, dice el suplemento Cultura y Nación de Clarín. De la mano de la autoficción, el libro se abre paso en el mundo académico, donde hará carrera una vez que su autor haya muerto. Nada mal para la primera novela de un escritor tardío, publicada en un sello más bien minoritario que agota dos ediciones (unos tres mil ejemplares) en pocos años. Pero la reacción de Baron Biza es ambigua: se siente halagado por el consenso crítico, aunque deplora que las lecturas se dejen seducir por el factor autobiográfico. Es evidente que esperaba algo más que prestigio. Pero El desierto y su semilla excede en mucho el proyecto original de su autor: “Espantar fantasmas girando con lupa y escalpelo en torno de viejos episodios.” La novela es en sí misma un objeto trágico: el golpe audaz de un don nadie que busca hacerse escritor exhumando un material que –precisamente porque es real– está llamado a borrar todo espesor literario. 6 Córdoba –adonde se ha ido a vivir en 1993, luego de una de sus muchas crisis nerviosas– no está a la altura de sus ambiciones literarias. Dos años y medio en la Universidad –es profesor en la cátedra “Movimientos estéticos de la Argentina”– le dejan un sabor agridulce: cierto prestigio entre los estudiantes y la frustración de no haber conseguido un puesto efectivo (no tiene título universitario). La paga en La Voz del Interior es miserable: ciento cuarenta dólares por las crónicas urbanas, setenta por las notas de arte, sumas que Baron Biza, además, reparte en partes


iguales con Fernanda Juárez y Rosa Halac, sus dos asistentes. Todo es frágil y provisorio. Cada tanto desaparece de golpe, sin aviso, durante dos o tres semanas. Los que lo conocen saben que “se tomó unas vacaciones”, como él mismo llama a las internaciones que decide cada vez que “se desordena”. Se toma las últimas en marzo de 1999, poco después de mudarse. Quería huir del ruido, pero Obispo Trejo –la calle del departamento nuevo que alquila, un piso doce externo, muy luminoso– es infernal, y de noche el estrépito le impide pegar un ojo. Semanas después, al borde de una nueva depresión, se interna en la clínica de siempre, el Instituto Bermann, desde donde hace llamar a Juárez. Le pide algo de fruta, y que no se olvide el borrador de la nota en la que estaban trabajando. “Estoy solo y mi proyecto de ‘cueva’ ha salido mal”, le escribe el 1 de abril al dorso de una reproducción de Fader. 6 Al asma y los trastornos glandulares derivados del alcohol se agregan vómitos, un sobrepeso que lo complica al caminar y una sensación general de vulnerabilidad que arrastra desde 1999, cuando poco después de mudarse a Obispo Trejo resbala en la calle y se rompe un brazo. Por lo demás, está más solo que nunca. Se ha separado de Marta Terrera, su última novia (una de las pocas estables que se le conocen), y cada vez que vuelve a su ensordecedor piso doce maldice el día en que decidió mudarse. En 2001, con la peor crisis de la historia argentina moderna en el horizonte, La Voz del Interior recorta drásticamente sus presupuestos. Los colaboradores son los primeros en sufrir: menos dinero, menos trabajo. Es un golpe duro para Baron Biza: zozobran su economía, su ya exigua vida social, su ánimo. Está cada vez más fuera de lugar, y ya no tiene mucho que hacer. Más de una vez, en medio de la tarde, suena el teléfono de la sección y atienden y reconocen su voz, que vacila del otro lado, hasta que se disculpa y dice haberse equivocado de número al marcar y se despide. Recién cuando sea demasiado tarde sabrán hasta qué punto mentía. El 2 de septiembre de 2001 aparecen sus dos últimas notas. Publica en Radar libros “La cárcel del lenguaje” y en La Voz del Interior “El canto de la lejana libertad”, una crónica donde lee los grafitis carcelarios como una “literatura del límite”. El 6 llama a Rosita Halac para avisarle que

piensa mudarse de nuevo, esta vez a un departamento de su tía María Luisa. En la madrugada del 9 se tira al vacío desde el balcón de su departamento de Obispo Trejo. Su cuerpo, interceptado por el balcón del segundo piso, no llega hasta la calle. Los dos mil pesos que ha dejado sobre su escritorio son –presumiblemente– para no incomodar a los deudos con los costos de su decisión.

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6 Solo una cosa podía salvar a Baron Biza: la indiferencia, esa facultad paradójica que envidia cuando escribe sobre el héroe masculino de El indiferente, el relato temprano de Proust –otro asmático– que Baron Biza traduce y epiloga en 1987. Hay mucho de Baron Biza en Lepré, ese Bartleby del erotismo: cierto culto de la distancia y el pudor, la asocialidad, el vicio incondicional de las putas, que le viene del padre y lo resguarda de las amenazas del orden femenino general. Pero si Lepré leído por Baron Biza no es un minusválido sino un héroe es porque ha logrado aniquilar lo que aniquila a Baron Biza: la angustia. El arma con que la ha aniquilado es la indiferencia. Lo imposible por definición: la pasión de Baron Biza es la carne, y la carne, como escribe en El desierto y su semilla, “no es indiferente”. Baron Biza no se mata por el peso de una genética suicida, ni por fidelidad a la tradición familiar, ni por las penurias económicas. Se mata porque su cuerpo no da más, y quizá, también, porque entiende hasta qué punto ese libro único que escribió y que lo hizo un escritor abolió en él la posibilidad de escribir cualquier otra cosa. Único, en ese sentido, no quiere decir sino letal. La novela lo funda como escritor al mismo tiempo que lo aniquila. Más que una operación de conjura, El desierto y su semilla es una condena. El maldito aquí no es Baron Biza sino su libro, que se cierra sobre su autor como una trampa. ~

Pinta las metamorfosis del rostro materno con los idiomas de la crítica de arte o la geología. El resto es pura sordidez: el devenir lumpen de un caballero anacrónico que bebe sin parar.


Los raros

Jorge Baron Biza

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El desierto y su semilla (fragmento) por Jorge Baron Biza

En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz. Aquel recortecito voluntario que durante tres décadas confirió a su testarudez un aire impostado de audacia se convirtió en símbolo de resistencia a las grandes transformaciones que estaba operando el ácido. Los labios, las arrugas de los ojos y el perfil de las mejillas iban transformándose en una cadencia antifuncional: una curva aparecía en un lugar que nunca había tenido curvas, y se correspondía con la desaparición de una línea que hasta entonces había existido como trazo inconfundible de su identidad. La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara. Otra génesis comenzó a operar, un sistema del cual se desconocía el funcionamiento de sus leyes. Quienes la vieron todos los días de agosto, septiembre, octubre y noviembre de 1964, se llevaron la impresión de que la materia de esa cara había quedado liberada por completo de la voluntad de su dueña y podía trans-

mutarse en cualquier nueva forma, teñirse de los matices reservados a los crepúsculos más intensos y danzar en todas las direcciones, mientras, en el centro, todavía la coqueta nariz resistía por ser el único elemento artificial de la cara anterior. Fue una época agitada y colorida de la carne, tiempo de licencias en el que los colores desligados de las formas evocaban las manchas difusas que los cineastas emplean para representar el inconsciente, en el peor y más candoroso sentido de la palabra. Esos colores iban dejando atrás toda cultura, se burlaban de toda técnica médica que los quisiese referir a algún principio ordenador. Mientras la llevábamos del departamento de Arón al hospital –en el coche de uno de los abogados que antes de la entrevista me habían jurado que nada malo habría de ocurrir–, se quitaba las ropas quemantes, empapadas. Los reflejos de las luces de neón del centro de la ciudad pasaban fugaces por su cuerpo. Al irrumpir en la calle de los cines, el semáforo nos detuvo, en tanto que una multitud zángana se paseaba indiferente a nuestros bocinazos. Algunos seres erráticos atisbaban hacia el interior del auto, sin entender si se trataba de algo erótico o funesto. Las luces titilantes y escurridizas echaban acordes fríos sobre los cromados del auto y el cuerpo de Eligia. En el cine de la esquina daban Irma la dulce, y el enorme retrato de Shirley MacLaine lucía


festoneado de guioncitos rojos y violetas que corrían uno detrás del otro: Shirley llevaba una pollerita corta –en aquellos tiempos caracterizaba solo a las putas– y una cartera muy volátil. Eligia no gritaba; se arrancaba la ropa y gemía en voz baja. Yo hubiera querido que gritase con fuerza para que algunos peatones dejaran de sonreír, estúpidos o salaces, y nos permitiesen pasar. Pero Eligia solo gemía, con la boca cerrada, y se arrancaba sus ropas mojadas con ácido quemándose también las palmas, una de las pocas partes de su cuerpo que hasta entonces no habían ardido con la humedad traicionera. Una buena cantidad del ácido que Arón había arrojado a los ojos –porque su intención había sido dejarla ciega y con la imagen de él grabada como última impresión– pudo detenerlo ella con el dorso de sus manos, en un movimiento rápido de defensa que delató la inquietud alerta con que había asistido a la entrevista, pero las palmas se salvaron al comienzo, solo para terminar quemándose así, durante el striptease ardoroso, en el coche que la llevaba a los primeros auxilios. No la conocía muy bien entonces, pero siempre sentí una curiosa ternura por ella, tan aplicada, tan trabajadora, con sus vestidos sobrios, sus pedagogías. Había llevado siempre el cabello corto, como rasgo de mujer moderna y para que quedase libre el perfil de la mandíbula fuerte y la boca de labios llenos. Se había pintado siempre con un dibujo fino de rouge que embozaba la sensualidad de su boca. Los párpados caían en su cara originaria con un peso indolente, pero, por debajo, los ojos miraban alertas, con vivacidad. Había estado siempre orgullosa de su frente lanzada hacia arriba, que ella

trataba de ensanchar aun más con el peinado. Su rostro había sido el lugar en el que con más evidencia se manifestaron su historia, la sangre de los Presotto –pobres inmigrantes italianos– y su fe empecinada en la razón y la voluntad de saber. Pero los “siempres” de su cara se estaban esfumando. Los dos éramos lacónicos. Durante mi niñez, la institutriz polaca se interponía en nuestra vida cotidiana. Eligia actuaba aparte, con sus estudios y su política. Pero en mi adolescencia comprendí que no todos los vacíos podían atribuirse a la gobernanta. Ya sin esta de por medio, cuando nos exiliamos en Montevideo y permanecí interno en un colegio alemán al que me venía a visitar algunos fines de semana, las preguntas que le dirigía quedaban suspendidas. Ella me escuchaba, por cierto, y me sonreía apenas o me miraba torciendo la cabeza, pero no contestaba o contestaba lo estrictamente necesario, o contestaba con otra pregunta: “¿Por qué no te gustan las Humanidades? ¿Te enseñan latín en este colegio?”, o “No sé.” Yo recibía esas respuestas como figuras incompletas, como si algo inacabado quedase entre los dos. Volví de Montevideo a mi país a los catorce. A los dieciocho, cuando Eligia y Arón se separaron una vez más, opté por quedarme con Arón en la capital. Por su parte, ella aceptó una cátedra de Historia de la Educación en su provincia natal, en las sierras, y a partir de entonces nos veíamos muy espaciadamente.

Estaba en el asiento delantero de un auto, gemía sin gritar, y no era por mi culpa: le había advertido que Arón se había convertido, durante los años finales, en que vivió conmigo, separado de ella más tiempo que durante los divorcios anteriores, en un ser peligroso. Me incliné por encima del hombro suyo que daba al interior del coche para enjugarle con mi pañuelo algunas gotas de sudor o ácido, y la tela amarilleó como si el algodón se transformase en seda. Las sombras de la noche ocultaban esa mitad de su cara con un velo violeta donde relucía el blanco de su ojo, que miraba fijo a través del parabrisas buscando una meta para el viaje penoso. Cuando me recliné en mi asiento trasero, solo pude ver de su cara, a través del espejito, el blanco de ese ojo, rodeado de sombras y fijo en un punto lejano, con una borla de color púrpura intenso en el párpado inferior, como en aquellos dibujos animados en los que se quiere representar grotescamente a un animalito que no ha dormido. El resto del sector en sombras de la cara de Eligia era un misterio que hervía bajo la oscuridad. Después de unos momentos nerviosos, volví a inclinarme, esta vez sobre el otro hombro, el que daba a la ventanilla del auto. Pude ver así la otra mitad de su cara –iluminada por la marquesina del cine– que contrastaba, por la movilidad de las luces, con la mitad en sombras. El ojo expuesto a los brillos de neón estaba tan fijo y obsesionado con una meta lejana como su compañero de las sombras. Le susurré “ya llegamos”,

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Los raros

Jorge Baron Biza

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aunque ni ella ni yo le habíamos preguntado al abogado que conducía a dónde íbamos. Noté un amarillo espeso en el pómulo; una segunda mancha del mismo tono, en el entrecejo, próxima al límite de las sombras, y que con toda probabilidad se propagaría al otro lado, el de la oscuridad. El resto de la media cara en luces se componía de tonalidades de púrpura muy diferenciadas entre sí. Me bajé para abrir la multitud. No lo conseguí. Cuando miré al interior del auto a través del parabrisas tuve la primera visión completa de las transformaciones en Eligia. Las dos mitades se ensamblaron: el silencioso violeta, por un lado, y los estridentes púrpuras y amarillos, por el otro. Vi también los dos ojos bien abiertos, y subrayados por las ojeras inflamadas. Pero lo que no había podido apreciar desde mis anteriores perspectivas parciales era la boca, que, tanto en el sector de sombras como en el de luz, se había teñido de un tono magenta; en los labios no regía, por un curioso efecto, el límite entre la mitad en luces y la mitad en sombras. El magenta de la boca se internaba en la zona violeta con la misma intensidad con que se destacaba en la zona policroma, y los labios aparecían dotados de un resplandor propio. Recordaba, por lo ancha y colorida, la boca de los payasos, aunque la de Eligia permanecía inmóvil. En la clínica le dieron un calmante y dejó de gemir. Se la llevaron a la sala de primeros auxilios y me invitaron un whisky en la minúscula, aséptica cafetería. Cuando pedí el tercero, me miraron de mal modo en lugar de alegrarse porque les había caído un buen parroquiano; los otros los tomé en el bar de la esquina. Siempre hay cerca de las grandes clínicas algunos

bares que sirven de límites entre el desinfectante y el hollín; fronteras en las que, a los horrores de la vida que nos han empujado hasta allí, oponemos los horrores que nosotros mismos hemos cultivado con empeño. Todo esto lo supe después. Durante cuatro meses volví todos los días a ese bar, varias veces por día, pero nunca pude entablar conversación con nadie. Allá no pude –en ciento veinte días– hacer avances sobre ninguna de las enfermeras y mucamas que se citaban con sus amigos para escapar del ámbito de la clínica. Me resulta difícil establecer si nadie quería hablar conmigo por alguna reciente cualidad que oscurecía mi persona, o si era yo quien rechazaba ese lugar en el que practicantes y enfermeras se besaban después de tapar una cara con una sábana. Regresé a la guardia a las dos horas. Eligia dormitaba con un gesto de perplejidad. De tanto en tanto emitía un estertor profundo, involuntario, cansado de sí mismo. Le pregunté qué necesitaba: “Nada. Cuidáte”, suspiró. Sobre Arón no hizo ningún comentario. Las quemaduras se fueron oscureciendo hacia un púrpura muy señorial, grandes zonas centrales en las que una materia grave se espesaba. Más allá del púrpura, circulaba por los límites de las quemaduras un amarillo tenue y escaso ante la imponencia del color central. El dolor agitaba signos para conquistar su autonomía en el cuerpo de Eligia, como el placer seguramente también se había independizado en tiempos mejores. Pero en tanto que los placeres de Eligia habían actuado en su cuerpo con desenvoltura y

claridad, el dolor llegaba con torpeza, y no sabía o no quería separar claramente las partes sanas de las partes quemadas: mezclaba lo intacto con lo herido para ostentar mejor –por confusión– los daños que producía. A la mañana siguiente, ya instalados en un cuarto del sanatorio, un familiar me dijo que la policía había forzado la puerta del departamento de Arón y lo había hallado con un balazo en la cabeza: “¡Mejor! No tenía carácter para estar preso”, comentó. –Mira que estuvo adentro muchas veces. Yo era el único que había vivido con Arón durante sus últimos años y sabía que este final era inevitable. Mientras moraba con él, sentí rechazo por sus violencias, cada día mayores, y sus novelas, que yo consideraba cursis –ni siquiera intenté leer la última, que escribió poco antes de matarse–, pero también sentía de manera inevitable cierta admiración por su coraje en la pelea, su disposición a jugarse entero, hasta la vida, en cualquier momento. Todos hablaban con respeto de su proverbial temeridad, incluso los que habían sufrido sus furias. Cuando me dijeron que se había suicidado, tuve un gesto equivalente a la reverencia por el guerrero caído en su ley, aunque estaba horrorizado por su agresión. También me invadió la pregunta que nos asalta siempre cuando se suicida alguien que conocemos bien: hasta dónde y cómo fuimos cómplices. Me obligué a abandonar esa inquietud enseguida; intuí la amenaza del ejemplo, la idea sencilla y equilibradora de una corrección con otro balazo. ~ De El desierto y su semilla (451 Editores, 2007).


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CONTENIDO

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8

Letras Libres en internet 10 Colaboradores 12 Cartas

6

entrevista por Alejandro García Abreu

CONVIVIO Director

Enrique Krauze Jefe de redacción

Ricardo Cayuela Gally Secretario de redacción México

Enrique G de la G Secretario de redacción España

Ramón González Férriz Redacción

Daniel Gascón, León Krauze, Patricia Nieto, Emmanuel Noyola, Yaiza Santos

Letras Libres agosto 2012

Consejo editorial

Aurelio Asiain, Humberto Beck, Adolfo Castañón, Christopher Domínguez Michael, Fernando García Ramírez, Hugo Hiriart, Rafael Lemus, Guillermo Sheridan, Julio Trujillo, Juan Villoro Internet Editores: Pablo Duarte, Daniel Krauze,

44

Mario Vargas Llosa:

Jorge Edwards, cronista de su tiempo

52

José Miguel Oviedo: Crónica de los años sesenta: Gabo, Mario y yo

60 Gabriel Zaid:

Bibliotecas sin libros

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Notas al pie de un Zócalo vacío

72

Adolfo Castañón: Patricio Pron: Diez mil hombres (cuento)

Cynthia Ramírez

Soporte técnico: EIC Technologies Venta de publicidad

Manuela Palomino Nuño, Angélica Muñoz Dirección administrativa

Alberto Rivas

Gerente de cobranzas

Andrés Rosales Suscripciones

María Calixto M.

Gerente de contabilidad

José Luis Espinosa Enlace con administración

Rebeca Rodríguez

Editor responsable

Ricardo Cayuela Gally Director de arte

90 El impostor,

de Pedro Ángel Palou

Geney Beltrán Félix

POEMAS

92 Bajo la sombra de la historia.

42 Levitaciones

Ensayos sobre el islam y el judaísmo, de Fernando del Paso

Homero Aridjis

51 Poema

Carmen Ruiz Fleta

59 Mondo

Antonio José Ponte

LIBROS 88 El fondo de la noche,

Sergio A. Ruiz Carrera

de Javier Sicilia

diseño

EduardoVázquez Martín

Fernando del Villar Arias

Cees Nooteboom

Luis Xavier López Farjeat

94 El hombre de los hongos,

de Sergio Galindo

Pablo Sol Mora

95 El precio de la culpa.

Cómo Alemania y Japón se han enfrentado a su pasado, de Ian Buruma

Daniel Gascón

Asistente de diseño y preprensa digital

Esteban Espinosa Editor de ilustración

Fabricio Vanden Broeck Editorial Vuelta, s.a. de c.v. edita Letras Libres, revista men­sual, agosto de 2012. Redacción: 9183 7800 (con­­­muta­dor). • Pu­bli­ci­dad y sus­crip­cio­nes: 9183 7804 y/o 9183 7822 (conmutador). Fax: 9183 7836 Co­rreo electrónico: cartas@le­tras­li­bres.com • To­dos los de­re­chos de re­pro­duc­ción de los tex­tos aquí pu­bli­ca­dos es­tán re­ser­va­dos por Le­tras Li­bres. • Nú­me­ro de re­ser­va al títu­lo en de­re­cho de au­tor: 04-1999-111913303300-102. • Nú­me­ro de cer­ti­fi­ca­do de li­ci­tud de tí­tu­lo: 10580. • Nú­me­ro de cer­ti­fi­ca­do de li­ci­tud en con­te­ni­do: 8030. • Do­mi­ci­lio de la pu­bli­ca­ción: Chilaque No. 9, San Diego Churubusco, Co­yoa­cán, c.p. 04120, Mé­xi­co, d.f. • Im­pren­ta: Servicios Profesionales de Impresión (spi) s.a. de c.v. en Mimosas no. 31, Col. Santa María Insurgentes, c.p. 06430, Mé­xi­co, d.f. (www.spi.com.mx). • Dis­tri­bu­ción: Lo­ca­les ce­rra­dos: Publicaciones citem s.a. de c.v. en Av. del Cristo No. 101, Xocoyahualco, Tlalnepantla, Edo. de México, c.p. 54080. • Vo­cea­do­res: En­ri­que Gómez Cor­cha­do. Hum­boldt 47, Col. Cen­tro, Cuauhtémoc, 06300, México, d.f.

¿#YoSoy132? reportaje por julio patán

80 Fotografía: Julie Hagenbuch/Creative Commons


d o s s i e r

96 Los enemigos íntimos de la

democracia, de Tzvetan Todorov

Inocencio Reyes Ruiz

ARTES Y MEDIOS 98 CINE: Melancolía, de Lars von Trier

Fernanda Solórzano

100 ÓPERA Y TEATRO:

Medir la escena en música (entrevista con Lourdes Ambriz)

Antonio Castro

LETRILLAS 102 FÍSICA:

El bosón de Higgs

Las vacas gordas

Pere Estupinyà

104 EUROPA EN CRISIS:

Carlos Franz

105 LITERATURA: El espectro

menor de Virgilio Piñera

Rafael Rojas 107 ARQUEOLOGÍA: Eros

y Thanatos: Tlaltecuhtli

Sara Ladrón de Guevara

La democracia resiste La disputa electoral debería acabar la misma noche de las elecciones con la aceptación de los resultados por parte de todos los contendientes, pero eso no es así. No solo por el mal perder de Andrés Manuel López Obrador, que una vez más antepone su proyecto político de largo plazo a la vida de las instituciones, sino porque aún persisten prácticas inaceptables. Aunque la mecánica de la votación está prácticamente blindada contra el fraude, siguen existiendo problemas de inequidad y gasto. Además, las elecciones significaron el temido regreso del pri a Los Pinos, con el peligro latente de un intento de restauración. Este número aborda desde muchos puntos de vista en tensión estas tres realidades contrapuestas: la calidad de nuestra democracia, el mesianismo implícito en amlo y el significado de la vuelta del pri a la presidencia.

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Enrique Krauze

18

Christopher Domínguez Michael

24

Javier Aparicio

27

Willibald Sonnleitner

29

Cynthia Ramírez

29

Pablo Duarte

31

Peter Bauer

CARICATURA 110 Lecciones simples

de temas complejos

Eduardo Salles

COLUMNAS 112 DIARIO INFINITESIMAL:

Colocolo y la gula literaria

Hugo Hiriart

114 AEROLITOS: Misantropía intelectual

Enrique Serna

116 SINAPSIS: Domesticar al dinosaurio

Roger Bartra

El Pueblo soy Yo

El horror a la restauración

Elecciones legítimas pero inequitativas

¿Inconsistencias o irregularidades?

El mercado de los votos

118 SALTAPATRÁS:

Un domingo en Londres

Guillermo Sheridan

Portada: Paco Calderón Fotografías del reportaje: Annick Donkers, John Moore (Getty), Julie Hagenbuch (Creative Commons) Ilustradores: Bela Renata, Fabricio Vanden Broeck, Eko, León Braojos, Vèlia Bach, Gabriel Gutiérrez, Josel, André da Loba

Entrevista con Bryan Caplan

La inconformidad

Amara, Braun, Castro, García González, García Ramírez, González Torres, 34 Herbert, Montiel Figueiras, Rosas, Solórzano, Trujillo, Yehya Peña Nieto, una lectura generacional

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la democracia resiste

Enrique Krauze

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Para Krauze es una lástima, pero no una sorpresa, que López Obrador sea una vez más incapaz de aceptar las reglas del juego democrático y se incline por escuchar la parte más irracional y atávica de su corazón político, aquella en la que se siente imbuido de una misión redentora innegociable.

yo El pueblo soy


Si la concatenación jurídica de los hechos conduce a la anulación e invalidez de las elecciones por parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, la celebración de nuevos comicios y el eventual triunfo de López Obrador, México tendría la experiencia de un redentor en el poder. De ocurrir por la vía institucional, ese advenimiento no sería ilegal ni antidemocrático. Pero una vez consumado, la dominación a que daría lugar podría desvirtuar y aun cancelar el orden democrático. Se trataría, en efecto, de un tipo de dominación inédita en nuestro país. Para los liberales del siglo xix, el primer dogma no era el ejercicio del poder sino la limitación del poder. Habían nacido de espaldas al pasado monárquico y habían sufrido el caudillismo santanista, por eso buscaron constituir la división de poderes y las más plenas libertades cívicas y políticas. Su única religión pública (en privado muchos eran católicos) era la Ley y el Derecho, que escribían con mayúsculas. Cuando en 1865 Juárez torció el Derecho y la Ley para reelegirse y asumir lo que Rabasa llamó su “dictadura democrática”, su amigo Guillermo Prieto –que le había salvado la vida– escribe:

Ilustración: Letras Libres / Eko

Juárez era la exaltación de la Ley, porque su fuerza era el Derecho [...] ¿Qué queda de todo eso? [...] ¿A quién acatamos? ¿Varía de esencia que ayer se llamara Santa Anna [...] y que hoy se llame Juárez el suicida? Supongamos que Juárez era necesario, excelso, heroico, inmaculado en el poder, ¿lo era por él o por sus títulos? [...] Me asusta contemplar a Juárez revolucionario [...] ¿Tú te figuras revolucionario a Juárez? ¿Te figuras lo que habré sufrido?

Como se ve, los liberales usaban la palabra “revolución” como una ruptura del delicado y frágil orden constitucional que habían dado a México. La única legitimidad posible para acceder al poder era la de la ley y los votos. De romperla, todo el entramado institucional se vendría abajo. Y se vino abajo, en efecto, con la irrupción de un popularísimo caudillo, Porfirio Díaz. En “El mesías tropical” (Letras Libres, junio de 2006) expuse en detalle las razones por las que creo que Andrés Manuel López Obrador –aunque ligado retórica o sentimentalmente a los liberales– no pertenece a esa corriente de pensamiento y de acción. No es liberal porque su tema es el poder, no la limitación del poder. La libertad como valor no aparece nunca en su horizonte político y moral. No es republicano porque ha hablado con desdén de la división de poderes y aun de las instituciones públicas autónomas, que en su conjunto limitan el poder personal, discrecional y arbitrario. Para él, la ley no es la norma suprema sino “un arma de la burguesía para

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La democracia resiste

Enrique Krauze

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dominar al proletariado” (la frase es de su compañero Arturo Núñez). Y, acaso lo más grave, López Obrador no es demócrata porque tiene un concepto revolucionario –en el sentido rousseauniano– del pueblo, como una Voluntad general que privilegia las movilizaciones masivas sobre la modesta, secreta y silenciosa acción de votar. En una democracia representativa, el “pueblo” es la suma de voluntades individuales expresadas en el voto. Para López Obrador, el “pueblo” es la plaza pública que se llena a su conjuro. “Este país –le dijo al propio Núñez, y lo ha ratificado siempre– no avanza con procesos electorales, avanza con movilizaciones sociales.” Los liberales de entonces pensaban lo contrario: este país avanza con procesos electorales y reformas. Los liberales de ahora pensamos lo mismo. El perfil de su caudillaje político parecería corresponder al de la Revolución mexicana, pero tampoco ahí encaja. Una vez cerrado el ciclo de violencia, la obsesión de los generales –de Calles y Cárdenas sobre todo– fue poner fin (una vez más, como en el siglo xix) a la era de los caudillos y dar inicio a la era de las instituciones. Para eso crearon el pri, partido-gobierno-máquina electoral de represión y cooptación que, con todos sus defectos, evitó la reaparición del caudillismo. Cuando un presidente llevaba demasiado lejos el culto a su personalidad (Alemán, Echeverría, Salinas), el sistema tenía límites institucionales y temporales para acotar sus aspiraciones. Gracias a esos límites institucionales, en México no tuvimos, propiamente, gobiernos populistas. El populismo mexicano fue, si se quiere, un “populismo institucional”, pero esa difuminación de la persona en la institución lo priva de significado, porque en la esencia misma del populismo está el vínculo directo (hipnótico, mediático) del líder que arenga al “pueblo” (contra el “no pueblo”) merced a su irrepetible y carismática persona, no a su impersonal investidura. Con todos sus defectos (que fueron y son inmensos) el pri tenía ese elemento liberal y moderno: temporal e institucionalmente, supo limitar el poder personal. Si los grandes presidentes revolucionarios percibieron el riesgo del personalismo y el populismo dentro de un orden político autoritario, mucho mayor ha sido el riesgo ahora, en un orden abierto donde el caudillo López Obrador puede aprovechar la dispersión del poder para afirmarse personalmente con “el pueblo”, por encima de las leyes y las frágiles instituciones. Pero no se trata solo de un populista sino de un populista nimbado de santa ira. Cuando desapareció su amor y reapareció su beligerancia, no pensé que su actitud fuera incoherente. Amor e iracundia son rasgos de todo redentor, hasta del redentor de los Evangelios, con quien López

Obrador, en un arrebato místico ante las cámaras, llegó a equipararse: “Fue perseguido en su tiempo, espiado por los poderosos de su época, y lo crucificaron.” Justamente ahí ha estado mi reparo irreductible hacia el personaje. Su mesianismo me parece incompatible con la democracia. Se dirá que en el hipotético caso de llegar al poder respetaría los contrapesos republicanos, las libertades, las instituciones y las leyes, pero toda su biografía apunta a lo contrario. Y todos los rasgos de su personalidad. ¿Cómo caracterizar a una persona que a cada pregunta crítica que se le hace responde con una intimidatoria serie de negaciones “No, no, no” que cancelan el diálogo? ¿Cómo se llama el síndrome de quien oye pero no escucha, y que frente a cada dato empírico que se le propone contesta con la hipotética existencia de “otros datos”? ¿Cómo interpretar a quien, sin límite o recato, practica el elogio de su inusitada pureza moral, como si todos los demás, meros mortales, fuésemos inferiores? ¿Cómo conceptuar a quien ve el vasto mundo dominado por fuerzas malignas que conspiran “en lo oscurito” contra las virtudes teologales de la fe y la esperanza que él, y solo él, representa? ¿Cómo debe catalogarse a una persona que, relevando al falible prójimo de emitir un juicio, se refiere a su propio trabajo político (por más esforzado, por más ameritado que sea) como un “apostolado”? ¿A qué político puede ocurrírsele convocar –seriamente– a “un diálogo ecuménico entre religiones cristianas [...] en el marco del Estado laico. Estoy planteando un diálogo interreligioso, cristianos y no cristianos, de otras religiones. Y estoy planteando, que eso es lo más importante, el diálogo entre creyentes y no creyentes”? ¿Quién puede creer que, con la sola impregnación de su presencia, puede desterrar la corrupción (cuando la experiencia en el Gobierno del Distrito Federal demostró que tuvo cuando menos dos corruptos muy cercanos)? ¿O que con su taumaturgia pueda multiplicar los panes y los empleos? ¿O traer la serenidad, la paz y la concordia? Algún psicólogo lo caracteriza como narcisista, megalómano y paranoico. Mi explicación pertenece a la fenomenología religiosa. amlo se ve a sí mismo –y muchos mexicanos lo ven también– como un redentor político. Como el camino, la verdad y la vida del pueblo. Bajo esa óptica todo cae en su lugar. Los redentores no pierden, no pueden perder. Si pierden, el mundo que los rodea pierde con ellos, se condena. Lucharán toda su vida por alcanzar el poder. Alcanzándolo, en nombre del pueblo, en comunión con el pueblo, lo querrán todo, sin divisiones, desviaciones ni disidencias. Y a la postre buscarán perpetuarse. Hasta el último aliento. No son ambiciosos vulgares. Encarnan la salvación. ~


artes y MEDIOS CINE cine

Fernanda Fernanda Solórzano Solórzano

98 Letras Libres agosto 2012

Melancolía,

Título color, Título negro

de Lars von Trier

La Tierra es perversa”, dice Justine con desgano. “No es necesario hacer duelo por ella. Nadie la va a extrañar.” Su hermana Claire, sumida en el pánico, la mira sin entender. Ambas esperan el fin del mundo, que ocurrirá en unas cuantas horas cuando el planeta Melancolía haga colisión con el nuestro. No queda más que esperar. Se le ve cada vez más grande (es decir, más cercano) y el espectáculo es majestuoso. Melancolía, del danés Lars von Trier, es una película como ninguna otra: extraordinaria en todos sentidos, y la mejor de su director. Por un lado, subvierte las convenciones delineadas por Hollywood del llamado cine apocalíptico: un despliegue de efectos especiales que explota las vulnerabilidades de todo espectador gringo: su paranoia constante, el sentido de culpa por desgastar el planeta, y su hambre de escenas de caos. Con una fotografía que evoca el romanticismo y un desprecio al cientificismo de las teorías del fin del mundo, sobre todo por sugerir que para al-

gunos el fin del mundo no sería una pérdida, Melancolía propone su propia versión del desastre. El retrato psicológico de las hermanas –la frágil y ultra sensible Justine (Kirsten Dunst) y la neurótica pero funcional Claire (Charlotte Gainsbourg)– y el atisbo de una familia donde la madre maldice a todos (Charlotte Rampling), el padre se alcoholiza y huye (John Hurt) y el hijo político le echa en cara a todos que “abusan” de su dinero (Kiefer Sutherland), basta para entender por qué ante los ojos de Claire la aniquilación del mundo no suena mal. Todo esto suena hostil y cínico –algo que sería natural en una película de Von Trier–. En Melancolía, sin embargo, el director deja ver compasión por sus personajes y nostalgia por el planeta que está a punto de desaparecer. Aun en los últimos días, cuando la proximidad de Melancolía enrarece la atmósfera, los paisajes terrestres son imponentes y bellos. En esta inversión de valores se asoma el espíritu provocador de Von Trier. Y a pesar de que Melancolía es su película menos buscapiés, es la que lo hizo caer en la polémica más gratuita y sonada de su carrera.

Muchos recordarán que, en mayo de 2011, varios medios dieron la noticia de que Von Trier había sido expulsado del festival de Cannes (donde presentó Melancolía) por sus “comentarios nazis”. No decían mucho más, pero lo hacían sonar como un monstruo que, en efecto, había hechos comentarios nazis: las cosas no fueron así. Sería ocioso volver al debate de no ser porque a) sería imposible reconocer en Von Trier al autor de Melancolía y porque b) todo lo que sucedió allí es sintomático de un mal mayor. Lo que estaba (y sigue) en juego no es la torpeza de un director, sino hasta qué punto los creadores merecen ser cuestionados y sus películas desmontadas como si fueran explosivos. Las serviles conferencias de prensa ponen de un lado a periodistas hambrientos de un quote que les garantice nota, y del otro a un director o a unos actores obligados a explicar la película, a juzgar a los personajes y a opinar sobre la guerra en turno. En el mejor de los casos dirán que ese no es su papel; en el peor inventarán moralejas para sus historias. Y, en casos que se cuecen aparte, se comportan como lo que a veces son: personas que se expresan en len-


guajes no verbales, sin diplomacia en el trato, y –como el caso de Lars von Trier– incapaces de entender la noción de “humor fuera de lugar”. El episodio en cuestión (que puede verse en YouTube) lo muestra empantanado en un balbuceo sobre Hitler y su arquitecto Speer. Al notar la conmoción de la prensa, Von Trier dice “Okey. Soy un nazi” en el tono de quien quiere decir: “Es obvio que no soy un nazi, pero ustedes ya lo decidieron y no van a cambiar de opinión.” Pero el quote dio la vuelta al mundo como si se tratara de una confesión. De vuelta en Copenhague, Von Trier dio entrevistas en las que hablaba compulsivamente de su descendencia judía, de cómo el Holocausto le parecía el peor crimen de la humanidad y de que nunca habría imaginado que alguien tomara sus palabras en sentido literal. “Ya me di cuenta –dijo a un reportero– de que no puedo hablar con una persona durante más de tres horas sin decir por lo menos diez cosas que la van a ofender.” No es casual que Melancolía haya desatado esta tormenta. El fragmento de video no lo muestra y nadie se molestó en aclararlo, pero el suicidio

verbal de Von Trier vino cuando un periodista le cuestionó su interés en la arquitectura del Tercer Reich (como si nadie más lo tuviera). Minutos antes se había estado hablando de cómo el nazismo había hecho un uso retorcido de filosofías y corrientes estéticas, entre ellas el romanticismo alemán. Musicalizada con fragmentos de Tristán e Isolda de Wagner, y escenas en interiores oscuros que contrastan con exteriores en los que la naturaleza adquiere proporciones sobrenaturales (empezando por un horizonte dominado por un planeta enorme), Melancolía sería la película que, de haber existido el cine, hoy se conocería como emblemática de ese movimiento. Justine es la heroína romántica que escapa de su propia boda porque no puede acatar las reglas de una vida “ordenada” y, en cambio, acepta tranquila la inminencia de la destrucción. Desnuda, a la intemperie, tendida sobre unas rocas a la luz que refleja el planeta, la joven lo contempla como si fuera un amante. Eternamente triste y melancólica, lo mira con añoranza. Ese –y no la Tierra– es su hogar. Solo un idiota o un malintencionado diría que esto la convierte en una

película que coquetea con los valores que inspiraron el Tercer Reich. Lo malo no es que, de hecho, alguien ya hiciera la asociación, sino que eso haya provocado que los organizadores del festival más prestigiado del mundo tomaran por buena la trampa de oso de un periodista. Los medios ganaron el juego; el cine, como siempre, perdió. El miedo a la reprobación fue más grande que la convicción de defender la autonomía del arte, y reveló la confusión actual respecto al papel del artista. Películas como Melancolía se niegan a simplificar el mundo, evitan la salida fácil y solo por ello están cerca de “ideales de humanidad y generosidad” que, según Cannes, violó el director. Cúlpese a la corrección política y a su misión de rescatar al arte de los riesgos de la imaginación sin reglas; es a partir de su mirada policiaca que el artista comenzó a ser visto como una especie de custodio moral. Que otra anécdota de Melancolía sirva para ilustrar el absurdo. Entre los varios rasgos de monstruo que se le atribuyen a Von Trier está el de director misógino que –dicen sus detractoras– solo representa mujeres suicidas y/o locas. Como era de esperarse, Justine fue considerada otro personaje “víctima”. Está en el espectador decidir si la protagonista de Melancolía es la caricatura que dicen, o un personaje femenino infinitamente más complejo que las mujeres “sanas” del cine convencional. Si es indicativo de algo, tanto Gainsbourg como Dunst –que aparecen en el mentado video, una petrificada y la otra sin saber qué hacer– han dicho que están dispuestas a trabajar con el director en su próxima proyecto. El título es Nymphomaniac y tratará de la sexualidad femenina. ¿Será correcta y tendrá el propósito de dignificar a las mujeres del mundo? Lo dudo. Si Von Trier es fiel a sí mismo, será una pieza brillante que desde algún hueco imprevisto echará luz sobre una que otra verdad. ~

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ópera y teatro

Antonio Castro

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medir

la escena en música D estacada soprano mexicana, Lourdes Ambriz debutó con la Compañía Nacional de Ópera del inba en 1982, interpretando el papel de Olympia en Los cuentos de Hoffman. El año previo había sido premiada en el Concurso Nacional de Canto Carlo Morelli. A lo largo de su exitosa carrera, ha cultivado un extenso repertorio que incluye ópera, música de cámara, música renacentista y contemporánea. Ha colaborado con directores como Charles Bruck, Lukas Foss y Eduardo Mata y actuado junto a figuras como Plácido Domingo, Francisco Araiza, Ramón Vargas y Rolando Villazón. Entre sus grabaciones destacan las óperas Aura de Lavista, The visitors de Chávez, Montezuma de Graun y El conejo y el coyote de Rasgado.

¿Cómo fue que comenzaste a cantar?

La mayoría de los cantantes de ópera provienen de familias de músicos o de aficionados a la música. Mi papá

era un señor de los Altos de Jalisco al que le gustaba Jorge Negrete y Pedro Infante, aunque en casa de mi mamá sí había una pianola con rollos de arias de óperas. A mí me empezó a gustar la música y, después de algunos avatares, mi mamá me llevó a una academia para estudiar canto porque no tenía instrumento y era lo más económico. Al poco tiempo, pasé a estudiar en la Nacional, entré al concurso Morelli, me dieron un premio y empezaron a darme trabajo. Empecé a cantar ópera desde muy chiquita. Lo primero que recuerdo es una pieza de Monteverdi, dirigida por José Antonio Alcaraz, que se llama El baile de las ingratas. Yo era una de las ingratas. Luego volví a entrar al concurso Morelli y recibí una beca de Fonapaz, lo que me permitió estar un año en la Hartt School of Music en Connecticut. ¿Encontraste diferencias entre la pedagogía artística de Estados Unidos y la de México?

Sí, definitivamente. Para empezar, había una clase de teatro para cantantes y un taller de movimiento corporal. El taller de teatro lo llevábamos con Brenda Lewis, una cantante muy famosa. Y lo que era increíble es que se dirigía a ti no como cantante, sino como actriz: parecía un director de teatro. Además, llevábamos talleres donde muy buenos músicos corregían nuestra técnica vocal. En tu trabajo siempre he visto una enorme vocación actoral: invariablemente veo una cantante que está representando un personaje. ¿En las escuelas en México los cantantes no llevan talleres de actuación?

En mi época, no. Ahora ha cambiado. Sin embargo, creo que estamos lejos de lograr el nivel de otros lugares. Con frecuencia, los cantantes no aprenden estilos de actuación: no entienden la diferencia entre el drama, la comedia o la farsa. Y esa es una carencia.


+Lourdes Ambriz en el papel de Eupaforice, reina de Tlaxcala y prometida de Moctezuma.

La primera vez que te vi fue en Aura, de Mario Lavista.

Ese fue un proyecto muy integral: había mucho diálogo entre todas las partes. Lavista no se había animado a abordar el género y un día, caminando por el centro de la ciudad, vio una casa que lo remitió a la novela. Habló con Carlos Fuentes y él le permitió hacer la ópera. Se incorporaron Ludwik Margules, como director de escena, Juan Tovar como adaptador, y Alejandro Luna como escenógrafo. Todos trabajamos para crear una atmósfera. El trabajo con Ludwik fue muy intenso: muy introspectivo, como le gustaba a él. Los cantantes trabajamos dos meses antes de ensayar con la orquesta. Nos obligó a movernos al ritmo de la música, lo cual creo que fue uno de los grandes aciertos del montaje. Pienso que realmente se construyó el universo misterioso y opresivo que sugería la historia. Había una candencia muy lenta, pero con una gran carga emocional. Hace un par de años colaboré con Claudio Valdés Kuri en un proceso de búsqueda aún más largo. Trabajamos seis meses para poner en escena Montezuma, de Carl Heinrich Graun, lo cual es sumamente inusual en la ópera. La vi y me encantó. Me pareció notable cómo Claudio logró darle un sentido contemporáneo a esa obra tan singular, que resonaba con tanta fuerza en el México actual.

El libreto es de Federico el Grande y no tiene ninguna base histórica o incluso geográfica. Lo último que le interesaban eran los aztecas. Él quería hacer una obra que hablara de la grandeza de los monarcas: establecer la diferencia entre el elegido de Dios para gobernar y resto de los mortales. Pero en la puesta de Claudio el tema era la desgracia nacional, el caos en que vivimos, esta tierra de

ciegos donde el tuerto es rey. Y lo que más me impresionó fue el aria donde, evocando el desmembramiento de Coyolxauhqui, descendías una pirámide para luego volver a subirla. De alguna manera se transmitía este espíritu de ave fénix mexicana: aunque somos un desastre, seguimos en movimiento. Era hermosísimo. Nunca he visto algo así en la ópera.

Trabajamos con mucha intensidad. Lo interesante de Claudio es que trabaja con el material humano y se deja afectar por él. Todo el tiempo está provocando a sus colaboradores para que le hagan propuestas. Él ya tenía en mente ese medallón de Coyolxauhqui desmembrada. La pregunta era cómo llegar ahí. Trabajamos con un maestro de danza buto. Los ensayos eran larguísimos y de un desgaste físico enorme. En esas jornadas interminables surgió la idea del renacer. Hubo mucho contraste entre los estrenos de Edimburgo y Alemania.

Los públicos de distintos lugares te devuelven distintas cosas. En Alemania yo recuerdo que era como una comunión. Fue un público muy receptivo con un entusiasmo desbordado. En Edimburgo, el público aullaba al final de las funciones, pero la crítica fue muy conservadora y se horrorizó. Creo que no entendieron nada. Sin embargo, lo más desconcertante ocurrió en España, porque todos se ofendieron: no solo la crítica sino el público también. Lo vieron como un insulto, como una expresión antiespañola actual. Nunca lo vieron como algo basado en hechos históricos. Lo cual tal vez quiere decir que nuestra puesta tocaba fibras sensibles. Y al estar tan viva, no pudieron verla con distancia. Es muy emocionante cuando la ópera está viva escénicamente.

Recuerdo la espléndida trilogía de Mozart-Da Ponte, dirigida por Benjamín Cann.

Mozart estaba buscando el pleito, poniéndole música a las obras más políticamente incorrectas de su tiempo. Me acuerdo de tu Zerlina en Don Giovanni. Era una manipuladora que tenía sexualmente sometido al pobre de Masetto.

Los personajes de Mozart tienen esos dobleces. Hay muchas aristas: no es solo que Don Giovanni es el malo y ya. Todos los personajes están dibujados con complejidad. Tal vez la que más gustó fue Così fan tutte (ahí yo hacía Despina). La idea era trabajar sobre el doble discurso de los personajes: por un lado, la picardía y, por otro, el miedo a que en mi juego la que pierda soy yo, a que si juego a que le pongo los cuernos a mi marido, no acabe yo enamorándome del otro. La idea era que al final las parejas acababan chuecas. Cuando las cosas vuelven a la normalidad, yo ya me enganché en el cruce. Y entonces, ¿qué somos: swingers? ¿Podemos aceptar esto? ¿Qué le hace falta a la ópera en México?

Dinero, pero los recursos solo tienen sentido si vienen acompañados de una buena administración, que sepa aprovechar la experiencia y el talento que tenemos. Uno de los problemas principales del país, más allá de la ópera, es que rara vez hemos tenido la inteligencia para manejar bien nuestros recursos. Generalmente, mucho se nos va en pitos y flautas. Tal vez sea cruel decirlo, pero tal vez hay demasiados empleados en las oficinas y pocos recursos aplicados a la escena. Uno ve casas de ópera de renombre mundial y en las oficinas hay cinco personas. ~

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Letras Libres agosto 2012



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