Afganistán desde afganistán

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RODOLFO NADRA

AFGANISTAN DESDE AFGANISTAN

EDITORIAL FUNDAMENTOS Buenos Aires, 1980


Edici贸n al cuidado de: NORBERTO RODRIGUEZ Dise帽o gr谩fico: ANTONIO ORTEGA

Copyright by Editorial Fundamentos Hecho el dep贸sito que marca la Ley 11.723 Impreso en la Argentina Printed in Argentina Buenos Aires, 1980


El joven periodista argentino Rodolfo Nadra brinda en estas -páginas un lúcido y veraz testimonio sobre un proceso que ocupa hoy el centro de la opinión pública mundial.


EL “ENIGMATICO” AFGANISTAN El avión aterrizó en Kabul el 9 de enero de este año por la mañana. Sobre un valle, recostada en rocosas colinas, se alzaba esa ciudad de calles estrechas y sinuosas, mercados y bazares orientales, donde nos habían contado se concentraban los contrastes y las contradicciones. El 27 de abril de 1978 se había iniciado allí la revolución que derrocó la seudorrepública de Mohammed Daud y comenzó a barrer para siempre con las lacras del feudalismo, el colonialismo y el atraso social. Sabíamos que un contingente militar soviético limi tado se encontraba en Afganistán a pedido de su gobierno legítimo, pero la prensa y las radios occidentales nos hablaban de cruentos enfrentamientos y de una rebelión popular contra las tropas foráneas. Recordábamos haber oído que desde hacía tiempo el país sufría una agresión desde el exterior, protagonizada por feu dales desalojados y mercenarios de otras naciones. Pero todo era muy confuso todavía...

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Al llegar al aeropuerto nos recibe un enorme cartel en inglés y una de las lenguas locales, el pushtú: “Bienvenidos a Afganistán, el país de la revolución modelo”. Pero el primer choque, o la primera sorpresa, es Kabul misma: una ciudad tranquila, algunos militares frente a los edificios públicos, calles abigarradas y pintores cas, la vida normal y la imposibilidad de divisar sol dados o vehículos soviéticos. Desde las terrazas de las casas de té, pobladas de curtidos afganos fumando impasibles sus “narguiles”, el recuerdo de algún cuento leído en la infancia nos sacudía como un rayo, para luego desaparecer en un letrero en inglés: “Philips”. El “enigmático” Afganistán. En este concepto po nía énfasis la prensa burguesa años atrás al caracterizar a este pequeño país asiático de 650 mil kilómetros cuadrados, una tierra incógnita protegida por sus nieves eternas. Se decía incluso que como el Afganistán con temporáneo constituía una sociedad cerrada, era inútil querer comprender lo que ocurría en esa comarca montañosa, “apartada de los centros de la civilización”. Pero la historia reciente se distingue precisamente por los acontecimientos tempestuosos, protagonizados por millones de personas, que arrancaron el velo a todo lo “enigmático”. En las páginas que siguen se condensan nuestras reflexiones, apuntes de viaje, conversaciones con figuras del gobierno, religiosos y gente del pueblo, junto a la inevitable ayuda de los antecedentes históricos y datos —recogidos en el lugar de los hechos— para sistematizar un trabajo que lleva como impronta la misión conciente de reflejar la verdad. Por supuesto que no es sencillo captar, valorar y enjuiciar los aspectos esenciales de la vida de cualquier nación, máxime en mo-

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mentos de convulsiones. Lo principal es no perder de vista los procesos fundamentales, motorizados por las grandes masas, ni los problemas sociales y económicos que se trata de resolver. Con ese espíritu llegamos a Afganistán, recorrimos, hablamos, interrogamos y observamos con nuestros propios ojos. No es este un manual político, económico o geográ fico del país. Muchos datos, referencias o cifras, se escaparán seguramente. Se trata de un reportaje a una revolución que se defiende de la agresión imperialista, la “Revolución de Saur” como la llaman los afganos, porque se produjo el 7 de saur de 1357, según el calen dario solar musulmán. Es, en defintiva, un intento de reflejar la colosal conspiración que, con la ayuda fraternal de la Unión Soviética, se frustró en los últimos días de diciembre de 1979 al pie de los montes Hindu-Kuch.

Febrero de 1980

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BREVE HISTORIA DE TRES MIL AÑOS

Los días y los años parecían trascurrir tranquila mente en este reino asiático. Alborotaban los bazares, y los almuecines, desde lo alto de las mezquitas, llamaban a los fieles a la oración. Cierto que los campesinos, el 80 % de la población, vivían en la miseria y eran muy pocos los niños que por la mañana se apresuraban a la escuela. Más del 90 % de los afganos era, y es, analfabeto. Lo importante era que recordaran firmemente sus deberes, arraigados en el trascurso de siglos: trabajar para los latifundistas, cuya propiedad era una gracia de Alá, ser fieles a los jefes de las tribus y beber de la sabiduría del mullah. Sin embargo, nunca fue así del todo. ¡ .! ; ' ! *H Afganistán es un país de vieja historia que, según los más antiguos documentos, se remonta a tres milenios. El feudalismo, que sobrevino a la esclavitud después de la desintegración del famoso Estado de los Grandes Kushanes, duró muchos siglos, en los que la población permaneció avasallada. Los afganos debieron

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hacer frente a la invasión de los guerreros de Alejandr o Magno, de los conquistadores árabes y de las hordas de Gengis Khan y Tamerlán. Durante decenios, la dinastía de los Grandes Mongoles, que gobernaba India, y los Safáridas, que dominaban Irán, lucharon entre sí por tierras pobladas de afganos. Pasaron los siglos, los conquistadores se sucedieron, pero el pueblo siguió indómito. Es muy elocuente que los timoneles de la Gran Bre taña imperial, si bien trataban de mantener alejado del resto del mundo a Afganistán, no se atrevieron a llamarlo británico. Siguió siendo Afganistán, sin las habituales etiquetas colonialistas, aun en los duros tiem pos en que las tropas inglesas tomaron las principales ciudades. Las campañas militares se prolongaron cerca de 80 años. En 1838 el país sufrió por primera vez la invasión británica, pero pese a la derrota que le fue inferida, el imperio no renunció a sus intentos de colonizarlo. Le atraía su situación estratégica, de gran importancia para mantener el dominio británico sobre el enorme territorio colonial de la India. En 1878, los ingleses volvieron a invadir Afganistán, pero la resistencia enconada y masiva que encontraron los llevó a buscar otras formas de ejercer su influencia. En 1879, a cambio de un subsidio anual de 600 mil rupias, el emir Yaqub Khan firma un acuerdo que constituye una verdadera traición al país, convirtiéndolo en vasallo, privado del derecho soberano de mantener relaciones diplomáticas con otros estados. Desde entonces, los reyes afganos gobernaron una nación que durante los 40 años siguientes dependió de Inglaterra,

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Sin embargo, cuando el proletariado ruso realizó su victoriosa revolución socialista ejerciendo enorme influjo sobre todos los países asiáticos, el pueblo afgano se alzó por tercera vez contra el imperialismo británico y alcanzó la independencia en 1919. Sólo los dirigentes de la joven Rusia Soviética comprendieron lo que no podían comprender los conquis tadores: los ideales de independencia y libertad arraigados en el pueblo afgano. En 1919, el emir Ammanullah Khan dirigió a Lenin un mensaje en el que decía que era “imperiosamente necesaria” una declaración soviético -afgana de alianza y amistad. La respuesta de Lenin fue: “El gobierno soviético de Rusia y el Alto Estado Afgano tienen intereses comunes en Oriente, ambos Estados estiman su independencia y quieren ver independientes y libres el uno al otro y a todos los pueblos de Oriente. No sólo las circunstancias mencionadas aproximan a los dos Estados, sino sobre todo el hecho de que entre Afganistán y Rusia no hay cuestiones que pudieran suscitar divergencias y ensombrecer, ni si quiera ligeramente, la amistad ruso-afgana. La vieja Rusia imperial ha desaparecido para siempre, y el vecino del norte del Alto Estado Afgano es la nueva Rusia Soviética, que ha tendido una mano de amistad y fraternidad a todos los pueblos de Oriente y al pueblo afgano en primer término”. Han trascurrido más de seis decenios desde la publi cación de este documento, pero los años lo han enri quecido con un contenido concreto. Se abría ante el país la perspectiva de avanzar si guiendo la senda de la lucha por la independencia económica y el fortalecimiento de la soberanía. Pero el imperialismo británico tenía otros planes. Tal posi -

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bilidad era una amenaza para sus posiciones coloniales en la vecina India y urdió el derrocamiento del rey Ammanullah, instalando en el trono a Nadir Sha en octubre de 1929. Se inició una época de represiones feroces contra los que luchaban contra la dominación extranjera. En ese período, los círculos monárquicos cambiaron de conducta en múltiples ocasiones. Unas veces se presentaban como partidarios de la democracia, otorgando ciertas libertades políticas, y otras, cuando la situación se desbordaba, ensalzaban los méritos de la “disciplina nacional” y condenaban cualquier ma nifestación de protesta. Pero el gobierno despótico no consiguió aislar a Afga nistán de los cambios que se estaban operando en el mundo ni de las ideas y corrientes que se difundían al surgir el poderoso campo socialista y hundirse el sistema colonial, dando origen a decenas de estados soberanos e independientes. En enero de 1965 nace el Partido De mocrático Popular de Afganistán (PDPA), hoy en el po der, que bajo la dirección de Nur Mohammed Taraki, encarnaba las ideas progresistas y los anhelos antifeudales y antimperialistas que crecían entre los trabajadores, las capas medias y gran parte de los intelectuales y las Fuerzas Armadas. Del increíble atraso y estancamiento de Afganistán bajo el reinado de Mohammed Zahir Shah eran conscientes no sólo los medios de opinión progresista, sino muchos intelectuales, funcionarios no vinculados a la nobleza y sectores realistas de la burguesía nacional. Basta decir que la duración media de la vida oscilaba entre 4 0 y 45 años. La monarquía era como un fruto podrido y el ansia de cambios se apoderó también del Ejército. Un hecho objetivo venía a facilitar este pro

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ceso y era que, salvo raras excepciones, los oficiales no estaban ligados por su procedencia a la casta gobernante. Se consideraba que la carrera militar era demasiado pesada y estaba llena de deberes y prohibiciones. Los hijos de los señores feudales soñaban con un cargo público o diplomático más que con el grado de general. La situación se hacía cada vez más crítica. La renta anual per cápita era una de las más bajas del mundo, 60 dólares, y la gente abandonaba el país en busca de empleo. Tan sólo en Irán había más de un millón de trabajadores afganos. Las huelgas y manifestacion es se sucedían. El PDPA desplegaba una activa labor, pese a las condiciones de persecución, despidos, encarcela mientos y asesinatos. Sus militantes y simpatizantes conmemoraban todas las fiestas nacionales e internacionales, como el Primero de Mayo, lo q ue contribuyó a movilizar a las masas y a desarrollar una conciencia progresista.

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LA REPUBLICA FEUDAL Las fuerzas patrióticas, encabezadas por el PDPA, consiguieron crear las premisas para el derrocamiento del régimen obsoleto. Para salvar a su familia y a su clase, Mohammed Daud, primo y ex primer ministro del rey, decidió sacudir el árbol estatal mediante un incruento golpe de estado en el verano de 1973, que desembocó en la proclamación de la República. Zahir Shah estaba entonces en el extranjero y Daud, a la sazón presidente, le asignó una renta mensual que superaba los 20 mil dólares, salidos de las arcas del Estado. El nuevo presidente comprendía que debía dar es peranzas a la población. Trató al principio de utilizar un l enguaje “revolucionario” y propuso un programa relativamente avanzado, que incluía una reforma agraria, el que fue apoyado por las fuerzas progresistas, en particular en lo que se refería a la creación de un fren te único. El PDPA proclamó abiertamente que estaba dispuesto a ingresar en él. Pero Daud no aceptó. Con el tiempo su línea fue deslizándose a la derecha, endu-

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reciéndose y adoptando un signo cada vez más reac cionario. El gobierno retrasaba la realización de los grandes proyectos de alfabetización, reforma agraria e industrialización del país. Comenzaron las detenciones de miembros del PDPA. Sin embargo, la reacción feudal seguía descontenta con las reformas, aunque tímidas, y complotaba, contra el régimen. En 1976 se promulgó la Ley de Castigos, enfilada evidentemente contra la izquierda, y más tarde la Cons titución, que no admitía más que un partido: el dau- dista. El PDPA se vio obligado a apartarse del escenario legal. La presión de la derecha daba sus frutos. Parale lamente se intensificaron los atentados terroristas, no sólo contra los elementos progresistas, sino que también hacían blanco en el flanco más sensato de los adictos al presidente. La relación de los hechos y su desenlace eran nítidos. Se creaban las condiciones para la toma del poder por una dictadura terrorista de derecha. Hacía tiempo Daud había apartado ya de la gestión estatal a los elementos patriotas, inclusive del Ejército y del PDPA, que habían participado en el derrocamiento de la monarquía. De hecho, seguían ejerciendo el poder la cúspide latifundista feudal y una burocracia corrupta. El 17 de abril de 1978, la reacción dio muerte a Mir Akbar Haybar, destacado dirigente popular simpatizan te del PDPA. Fue la chispa que provocó el incendio que ya se incubaba. Su entierro se trasformò en gigantesca manifestación de masas. Más de 20 mil personas se dirigieron ordenadamente hacia el cementerio de Shahidan (“de los bienaventurados”), atravesando el centro de la capital. No se registró ningún desmán. Sólo claveles y banderas rojas, junto a consignas antifeudales y antimperialistas, acompañaban el cortejo.


Durante las jornadas siguientes, nadie hablaba más que de eso en Kabul. Y de un hecho inopinado para algunos: el PDPA había demostrado ser una fuerza real. Daud ordenó la detención de los dirigentes del partido, entre ellos Taraki y Babrak Karmal, y obligó a sus ministros a firmar solidariamente la sentencia de muerte contra ellos. La protesta por las arbitrariedades se extendió por toda la capital afgana y llegó hasta los aledaños de la sede gubernamental donde la policía reprimió las manifestaciones asesinando a unas 200 personas. El 26 de abril los diarios de Kabul insertaron un comunicado oficial donde se anunciaba que los principales dirigentes del PDPA estaban detenidos y que so había iniciado una investigación de las “antilegales y anticonstitucionales declaraciones, discursos, consig nas, llamamientos, actos y arbitrariedades que tuvieron lugar durante el entierro de Mir Akbar Haybar”. Se insinuaba también que los detenidos podían ser agentes extranjeros y se decía que continuaba la búsqueda activa de “otros varios delincuentes”. Un baño de sangre se cernía sobre los patriotas afganos y sobre todo el país. Sin embargo, el PDPA trabajaba hacía tiempo sobre la hipótesis de un ataque frontal y tenía preparada una respuesta. Los simpatizantes en el Ejército sabían que la detención de Taraki era como una señal para iniciar la acción. Para el 27 de abril Daud programó una gran fiesta en el antiguo palacio real, “Gozo del Corazón”, que hoy es la “Casa del Pueblo”. Se festejaría la derrota infligida a los “delincuentes”. Se dice que se llegaron a imprimir y cursar las invitaciones. Pero ese día Kabul iba a celebrar otra fiesta.. .


EN ABRIL, TANQUES Y FLORES Todo empezó a las 9 de la mañana del 27 de abril de 1978. Al anochecer la revolución había triunfado en un país al que los expertos de las Naciones Unidas incluían entre los más atrasados de la tierra, sin asignarle perspectiva alguna de cambio. Comenzaba a realizarse el sueño secular de los afganos: crear una sociedad sin opresores ni explotados. La prensa burguesa de los países capitalistas se apresuró a contabilizar miles de muertos de resultas del “gol pe militar”, soslayando que se trataba de una revolución democrática nacional, apoyada por la mayoría patriótica del Ejército y por la población. En realidad, hubo un centenar de bajas, entre ellas el propio Daud que pereció en los enfrentamientos. Como se ve, muchas menos que las que dejó la represión contra las pacíficas manifestaciones pocos días antes. Milicias populares colaboraban con los militares en los puntos claves de la ciudad y organizaban la solida ridad civil frente a los cuarteles y en los caminos, distri-

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huyendo agua y comida a los soldados. Al enterarse del triunfo de la revolución, miles de personas salían a las calles en todo el país para expresar su apoyo al nuevo poder popular. La herencia de los regímenes anteriores era una economía primitiva con estructura feudal en la agri cultura, pobre desarrollo industrial y analfabetismo casi absoluto entre los casi 15 millones 600 mil habitantes. Por eso la revolución declaró la guerra, en primer lugar, al atraso, y las primeras medidas fueron dirigidas a las masas trabajadoras. El vasto programa gubernamental expuesto el 9 de mayo por Nur Mohammed Taraki, secretario general del Comité Central del PDPA y presidente del Consejo Revolucionario, anunciaba trasformaciones sociales y económicas cardinales. Las fuerzas patrióticas lo apo yaron vivamente y emprendieron su cumplimiento. Las tareas estratégicas en el ámbito interno eran, entre otras: reforma agraria radical, democratización de la vida social, liquidación del analfabetismo, igualdad de la mujer, supresión de la opresión y la discriminación nacionales, industrialización del país apoyándose en el desarrollo del sector público, superación del desempleo y control de precios. En el plano internacional, el nuevo gobierno se dec l a ró partidario de la política de no alineamiento, de la lucha por el desarme general y completo y por profundizar la distensión, en apoyo de los movimientos de liberación nacional y por robustecer las relaciones de amistad y cooperación con los vecinos y, en general, c on todos los países pacíficos. Y así lo cumplió al pie de la letra.

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El enigmático Afganistán había comenzado a con moverse y los cambios radicales eran una perspectiva visible. En los medios derechistas de Occidente, la relativa “objetividad” inicial dejó paso al conocido mecanismo de los reflejos condicionados. ¿Qué era eso de “reforma agraria”, “liberación nacional” o “disten sión”? El londinense Daily Telegraph, nostálgico de las tradiciones imperiales, asustaba al nuevo gobierno con un eventual “contragolpe”. A su vez, después de reconocer que la población de Kabul se sentía feliz con el cambio de régimen y que “los tanques estaban adorna dos con flores”, el Financial Times no podía con su genio y filtraba una gota de veneno, presagiando “ríos de sangre”. Asimismo aportaba un dato sensacional: durante los sucesos —decía— “alguien” (sic) entraba y salía de la embajada soviética. Avanzando un poco más, observadores de las agen cias norteamericanas imaginaban un pormenorizado plan expansionista, atribuido a la URSS. El atraso, el sometimiento, el feudalismo de los que intentaba liberarse el pueblo afgano no importaban, ni siquiera merecían mencionarse. Todo se reducía a que Moscú pretendía conseguir “acceso al Golfo Pérsico y de allí al Océano Indico”. No mucho tiempo antes, cuando la liberación de las colonias portuguesas, se había esgrimido el mismo argumento: Moscú quería apoderarse de ellas y luego abrirse camino a las riquezas del sur de Africa e interceptar las comunicaciones marítimas que bordean el Cabo de Buena Esperanza. “Piensa el ladrón que todos son de su condición”, reza un antiguo dicho popular. Cabría preguntar ahora dónde están las bases soviéticas y los bloques militares prosoviéticos en África, dónde las concesiones y demás


atributos de la expansión, a no ser una profusa ayuda internacionalista. La URSS no busca ventajas ni privi legios en los países subdesarrollados. No están en la esencia de su régimen social y tampoco, obviamente, de su política exterior. Los temores del imperialismo residen en otra causa, aunque la cubran con slogans como “amenaza soviética” y otros de igual tenor. Le preocupan las relaciones amistosas de la Unión Sovié tica con los países en desarrollo y el apoyo que les brinda a sus pueblos para liberar a millones de seres del atraso y la miseria. A eso le llaman injerencia. Los estrategas capitalistas preferirían que en esos países nada cambiara. Que las trasnacionales siguieran enriqueciéndose con las materias primas. Los africanos, árabes y asiáticos, trabajando por un salario de hambre. Los colonos blancos en África y los feudales en Asia, viviendo tranquilos y seguros como siglos atrás. Esa es la estabilidad y el “equilibrio” por los que abo gan. Pero los intentos de conservar artificialmente el orden caduco, o restaurarlo cuando ha caído, no sirven a la paz ni a la verdadera estabilidad.

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REVOLUCION Y CONTRARREVOLUCION

Semanas después de la Revolución de Abril, en una fábrica textil cercana a Kabul nació el primer sindicato afgano. En julio ya funcionaban 30, agrupando a 30.000 trabajadores y artesanos. Por primera vez se fundaban en el país organizaciones progresistas juveniles y femeninas. A comienzos de mayo fueron rebajados entre 20 y 30 por ciento los precios de muchos artículos de primera necesidad. Al abrir las puertas de las cárceles, el poder popular se encontró con 33 mil presos, en su mayoría gente humilde, que eran sometidos a torturas y mantenidos en condiciones infrahumanas, en muchos casos con cadenas y grilletes. Más de 10 mil de ellos, campesinos sin medios, presos durante años por la simple razón de no tener dinero para pagarse la defensa, fueron liberados en las primeras semanas. Se formó una Comisión Jurídica para garantizar los derechos democráticos del pueblo y un decreto especial estableció la distribución

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equitativa de víveres entre funcionarios, obreros y militares. Se abrieron escuelas nocturnas de alfabetización y comenzaban las primeras emisiones radiales en lenguas de minorías nacionales. Prácticamente no pasaba un día sin que se celebrara un mitin de apoyo a la revolución en alguna empresa, institución o liceo. El nuevo gobierno orientó todos los esfuerzos hacia el logro de una relación armónica con el clero y, con ayuda estatal, comenzaron obras de reparación de las viejas mezquitas y construcción de nuevas. En Afganistán, el 99 % de la población es musulmana, distribuida en más de 20 etnias diferentes. Mientras se preparaban los planes sobre la reforma agraria profunda, en el verano de 1978 comienza a allanarse el camino con el decreto N 9 6 que eximió a 11,5 millones de campesinos pobres del pago de intereses por los empréstitos otorgados por usureros y mandes terratenientes, les restituyó parcelas hipotecados y creó facilidades para el ajuste de cuentas con los acreedores. En los 100 días siguientes a la revolución, emplean do el método de obra popular y donativos económicos di la población, se crearon centenares de escuelas en las que comenzaron a dar clases miles de jóvenes de ambos sexos que antes no tenían trabajo. El nuevo poder concedió a la mujer iguales derechos que al hombre para incorporarla a la edificación de la nueva vida. Se aumentó considerableme nte el número de profesoras, médicas y funcionarias. En el otoño de 1978, por primera vez en la historia de Afganistán, en las escuelas técni cas; del país ingresaron 50 muchachas. Comenzaron a tomarse medidas urgentes para ampliar la construcción de viviendas y desarrollar el sis-

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tema de salud, garantizando la ayuda médica gratuita. El cuadro era pavoroso: sólo 738 médicos y 78 instituciones de asistencia en todo el país, con una mortalidad infantil de más del 50 % en las zonas rurales. En la actualidad, más de 600 graduados en la Facultad de Medicina de la Universidad de Kabul y de otras escuelas médicas, se incorporaron al trabajo en hospitales, policlínicas y puestos médicos de urgencia en diferentes regiones. Esta tarea gigantesca, renovadora, para la liberación y felicidad de millones de personas, inquietaba, como es lógico, a los exégetas del “mundo libre”. Según la prensa estadounidense, el surgimiento de un “estado comunista” vecino al Golfo Pérsico, ponía en peligro los intereses estratégicos de Occidente. En buen roman ce, se esfumaban los intentos de incorporar a Afganis tán al bloque militar CENTO (ahora muerto), dirigido por Estados Unidos y en el que participaban Gran Bretaña, Turquía, Pakistán y el Irán monárquico. Súbitamente, los periódicos reaccionarios de Irán y Pakistán comenzaron a imaginar supuestos planes “expansionistas” de la castigada y naciente república democrática. Desde las ventanas de las redacciones divisaron seguramente en la frontera escuadrones de caballería dispuestos a invadir las tierras vecinas; o tal vez, caravanas de camellos con bolsas de pasas y rollos de alfombras aprestándose para la agresión económica. Sin embargo, no eran afirmaciones inocentes. Preparaban el terreno para el desarrollo de un gran complot imperialista contra los países asiáticos, para transformarlos en punta de lanza de la OTAN, dentro de la política de Estados Unidos de afianzar su influencia neocolonialista —política, económica y militar— en


el extenso territorio del “Arco de la Crisis”, como lo definió el asesor de Carter para seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, y que cubre desde el oriente árabe hasta las fronteras de China. Es interesante seguir la cronología de los hechos, pues precisamente luego de la caída del régimen monárquico en Irán (febrero de 1979) es cuando se intensifican las maniobras del imperialismo, con la ayuda de la camarilla pekinesa, contra el Afganistán democrá- tico. Simultáneamente se fortalece el eje Tei Aviv-El Cairo y se intenta provocar conflictos regionales, ati zando las diferencias nacionales y religiosas: mover a Pakistán contra Afganistán, contraponer la revolución afgana a la irania, enfrentar musulmanes “chiitas” (mayoría en Irán) con “sunnitas” (mayoría en Afganistán). En enero de 1979 comienza a efectivizarse el decreto do la reforma agraria. Miles de campesinos reciben sus parcelas y gran parte de los antiguos terratenientes abandonan el país para compiotar desde afuera. Otros se quedan para entorpecer el proceso desde adentro. Un maquiavélico plan, de 1a, CIA se pone en movimiento y se acentúan las incursiones desde Pakistán de bandas pertrechadas con dinero y armas estadounidenses y chinas. El 15 de febrero un grupo terrorista de derecha asesina en Kabul, luego de secuestrarlo, al embajador norteamericano Adolph Dubs. Se crea una situación tirante y la Casa Blanca anticipa; mayor “dureza” hacia el gobierno afgano. Hafizullah Amín, entonces canciller de Afganistán, acumula dos semanas después el cargo de primer ministro que ocupaba Taraki. Personaje hábil e intrigante, Amín iba consolidando una carrera meteòrica hacia la instauración de su poder

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personal. Como pudo comprobarse después, desarrolló una clara estrategia divisionista dentro del PDPA, asesinó a centenares de sus militantes y patriotas sin partido, y promovió una política aventurera en la aplicación de las reformas, favoreciendo de hecho a la contrarrevolución. El medio nutricio de la reacción eran los círculos cu yos privilegios habían cesado: terratenientes, ricos co merciantes, oficiales licenciados, parte del viejo funcionariado, el clero reaccionario, otros representantes de la élite derrocada y elementos promonárquicos. Pro curaban influir en la mentalidad y el estado de ánimo de los creyentes y especulaban con los sentimientos religiosos de millones de afganos musulmanes, algunos dispuestos, por su ignorancia y el peso de las tradiciones seculares, a obedecer ciegamente al clero reacciona rio o a los señores feudales. Como en la “civilización occidental y cristiana”, los argumentos de clase contra los cambios aparecen revestidos con la misma etiqueta. Las trasformaciones socioeconómicas y los pasos que daba el gobierno en cuanto a la cultura y la instrucción contrariaban las “tradiciones y hábitos” del Islam. Lógicamente, las clases explotadoras derrocadas defendían con tenacidad sus privilegios, pero resulta claro que si hubieran carecido de apoyo foráneo se hubieran ahogado. En los primeros días de marzo de 1979, miles de familias campesinas, en diez provincias, habían recibido su parcela. El gobierno dispone el comienzo, en otras nueve provincias, de la distribución gratuita de campos a los labradores con poca o ninguna tierra. Y a mediados de ese mes se acentúa la agresión exterior. Millares de facciosos asaltaron cuarteles, el arsenal y

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los depósitos de alimentos de Herat, tercera ciudad del país. Arrastraron a parte de los pobladores a su acción contrarrevolucionaria y provocaron desórdenes de índole religiosa y choques con las tropas gubernamentales. Ocurrió lo propio en la provincia de Kunar y Farkhar, cabeza de distrito de la provincia de Takhar. De los países vecinos, por el sur y el oeste, afluyeron a Afga nistán bandas bien armadas y provistas de gran cantidad de dinero. Ciertamente, los contrarrevolucionarios afganos no descubrieron la pólvora. En el siglo XVIII los aristócratas franceses provocaron una rebelión reaccionaria, a la que arrastraron a parte del campesinado, en la comarca de la Vendée. Con los mismos métodos, los “vandeanos” afganos presentan las cosas como si el nuevo pudor no tuviera raíces en la psicología ni en la historia nacionales. Por eso, dicen, persigue al Islam y quita las tierras “sagradas” a los señores feudales. En ellas, agredan, no se puede sembrar porque han sido “robadas” contra la suprema voluntad de Alá. Al mismo tiempo, también en marzo, se abatió sobre la república, por radio y con octavillas, un huracán de calumnias a la revolución, para desorientar a las grandes masas, desprestigiar al régimen popular, atizar el fanatismo religioso y sembrar hostilidad entre las distintas tribus y etnias. En los primeros días de marzo miles de obreros, campesinos y empleados, en distintas ciudades del país, ya comenzaron a pronunciarse en mítines y manifestaciones en defensa de las conquistas de la Revolución de Abril y condenaron las acciones de los enemigos de la república democrática, de dentro y de fuera.

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LA AGRESION EXTRANJERA “Los sucesos de Afganistán —escribió en abril de 1979 el periódico Al Shaad de Beirut— revelan la existencia de un plan estratégico yanqui que tiene por objeto derrocar al régimen progresista, apartar a Afganistán del movimiento de no alineación, atraer de nuevo a Irán al campo de influencia estadounidense y formar después un bloque regional occidentalista basado en la «solidaridad islámica»”. Para ese entonces, desde la ciudad pakistaní de Peshawar, convertida en cuartel general de los contrarrevolucionarios, se llamaba sin ambages al derrocamiento del régimen de Kabul y a conver tir el país en un campo de batalla, informaciones todas que eran recogidas con indisimulable simpatía por la prensa occidental. La contrarrevolución, y sus aliados externos, comenzó a volar puentes, destruir caminos y averiar medios de comunicación. La propia prensa burguesa europea testimoniaba ya que en su adiestramiento participaban instructores chinos y egipcios, junto con


hombres de la CIA. Roger Brook, Lynn Robinson y otros agentes del servicio de inteligencia estadounidense actuaban abiertamente en la frontera afgano-paquistaní. En reiteradas ocasiones el gobierno de Kabul reclamó de la administración paquistana que no concediera su territorio para el adiestramiento y no les prestara ayu da. Islamabad contestaba alegando dificultades de toda clase y prometía tomar medidas. Pero las armas, el dinero y los instructores seguían —y siguen— afluyendo en cantidad. Para justificar su actitud, la propaganda paquistana afirma que “los refugiados afganos” necesitan “ayuda humanitaria”. Ya a mediados de 1979 los órganos de prensa de Es - lados Unidos no ocultaban la estrategia intervencionista norteamericana contra la soberanía de Afganistán. MI semanario News Week escribió que en Washington no discutía ampliamente la eventual “injerencia secre ta” de EE.UU. del lado de los enemigos del gobierno de Taraki. Remitiéndose al Departamento de Estado, la revista revelaba que en esa injerencia insistían sobre lodo Zbigniew Brzezinski y algunos funcionarios de la CIA. En la guerra secreta contra Afganistán democrático ya estaba complicada la CIA, se comprende. Lo que no S E entiende es por qué hablaban conjugando en futuro. De consuno con la reacción actuaba el grupo extremista promaoísta “Shoaleye Djawid” (“Llama Eterna”), fundado en la segunda mitad de los años sesenta, y "Sorha” (“Rojos”), que recibían dinero y armas, lleudas desde Pakistán a través de la carretera de Karakorum, que une a este último país con China. No es casual que el de Pekín fuera uno de los últimos gobier nos que reconoció a la República Democrática de Afganistán y que todas las tierras de este país figuren en

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los mapas maoístas como “territorios chinos perdidos”. Por lo demás, Afganistán aparece en una de las direc ciones claves de los sueños expansionistas chinos: la suroccidental, por la que Pekín busca salida al Océano Indico. En esa orientación se desplegaron las acciones militares chinas a fines de los años cincuenta. Y hasta el día de hoy China retiene en sus manos 36 mil kiló metros cuadrados de territorio indio en la zona de Ladakha. Precisamente la prensa india fue una de las primeras en alertar sobre la participación pekinesa en la cons piración antiafgana. El 18 de abril de 1979, el diario Patriot denunciaba la presencia, en territorio afgano, de militares chinos que ayudaban a las fuerzas contra rrevolucionarias. Recientemente, decía, 900 agentes chi nos entraron en la zona de Wakhan, en el nudo de Pamir, donde Afganistán tiene una frontera de 85 kilómetros de longitud con China. Asimismo anunciaba la concentración de tropas en el área y la instrucción directa de contrarrevolucionarios en la provincia china de Sinjiang. En mayo de ese año, Pekín, uno de los principales proveedores bélicos del régimen paquistaní, envió una misión militar oficial a Islamabad y confirmó el propósito de seguir abasteciendo de armas a los sediciosos afganos. Pero había también otra intención encubierta: empujar a Pakistán a un conflicto abierto con Kabul. Los chovinistas chinos se afanan por crear un foco de guerra en el corazón mismo de Asia para poder, entre otras razones, ejercer mayor presión sobre la India. El 11 de junio se exhibieron a la prensa, en Kabul, las armas capturadas a las bandas derrotadas en las pro vincias de Kunar, Paktya y otras regiones. Fusiles,


metralletas, pistolas, granadas de mano, dispositivos explosivos, pertrechos de guerra, trasmisores de radio, octavillas subversivas, cheques, documentos. Las armas y los cartuchos están fabricados en EE.UU., China, Inglaterra y Pakistán. Los bandidos prisioneros reconocieron que asesinaban a campesinos que habían acep illo la tierra distribuida, a niños y mujeres, que incendiaban escuelas y volaban puentes y vías de comunicación. E1 29 de junio un cable de Kabul informaba que contrarrevolucionarios de la organización “Hermanos Musulmanes”, habían atacado el poblado de Jomoz, quemando vivos a los alumnos y a su maestro en la escuela local. Otro pequeño fue despedazado en presencia de su madre por el solo hecho de asistir a la escuela. Además, en los poblados fronterizos de Hugiyan, Nan- narhar, Pech y Asadabad, los bandidos habían dado muerte a la mayoría de los vecinos. En Musakala, les cortaron las extremidades y abrieron el vientre a 19 personas, y luego incendiaron la escuela. Un sacerdote en la mezquita los exhortó a suspender los crímenes, pero también fue asesinado. Estos son los defensores del Islam, los “honorables” no lores que viajan asiduamente a Washington para coordinar las acciones contra “la amenaza soviética” i pie conculca los derechos humanos del pueblo afgano. Tules son los “patriotas” que se rebelan contra el “régimen comunista de Kabul”, según agitaba por aquellos días la prensa imperialista, que no ocultaba ya los activos contactos de la CIA con los “Hermanos Musulmanes”. Precisamente en julio de 1979, el semanario paquistaní Millat denunció que la sede regional de la CIA había sido trasladada de Teherán a Pakistán. Desde

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este último país debía seguir también de cerca la mar cha de los sucesos en Afganistán e Irán. No es ningún secreto que el servicio de inteligencia norteamericano —decía la revista— urde planes para crear el “Gran Beluchistán”, que quedaría integrado por territorios que hoy pertenecen a Irán, Pakistán y Afganistán, para luego emplearlo en su intervención en los asuntos in ternos de los estados de la región.


FALSOS Y VERDADEROS AMIGOS El paso de Saiang, a través del Hindu-Kuch, que separa el norte del sur, se consideraba desde antaño uno de los caminos más peligrosos en Afganistán. Las caravanas de camellos y los automóviles tardaban semanas en superarlo. Hoy un vehículo lo cruza en pocas horas. Hace más de 13 años surgió allí, con ayuda de la URSS, una autopista moderna, de vital importancia para la economía afgana. A una altura de 3 mil metros, un inmenso túnel perforó los montes milenarios. Es un símbolo. Más de seis décadas atrás, después de la declaración de la independencia afgana, las autoridades soviéticas comunicaban en su primer mensaje la anulación de todos los tratados “referentes a la división de las tierras turcas, persas y afganas” vigentes durante el régimen zarista. Moscú y Kabul se ayudaron mutuamente en la lucha contra los imperialistas ingleses. Los afganos desarmaron las bandas de los “basmachis” contrarrevolucionarios y de los emigrados blancos que se refugiaban en su territorio. También el vecino sureño coope-


ró en el suministro de subsistencias a la famélica cuencá del Volga, durante la sequía. En los primeros documentos, redactados con partici pación de Lenin, quedaba expuesto el principio básico sobre el que el joven Estado Soviético comenzó a estructurar sus relaciones con los países en desarrollo: el de la coexistencia pacífica y la colaboración en beneficio mutuo, sea cual fuere el sistema social. La experiencia de más de medio siglo de colaboración soviético-afgana es una brillante confirmación de dicha verdad. La URSS fue, invariablemente, el primer Estado que reconoció la independencia de Afganistán, luego al régimen republicano y posteriormente a la Revolución de Abril. Al hablar del desarrollo de la colaboración entre los países socialistas y los liberados, Leonid Brézhnev, secretario general del CC del Partido Comunista de la Unión Soviética, subrayó desde la tribuna del XXV Congreso: “Nuestro Partido ayuda y seguirá ayudando a los pueblos que combaten por su libertad. La Unión Soviética no busca en ello ninguna ventaja para sí, ni pretende concesiones algunas ni el dominio político, ni recaba el emplazamiento de bases militares. Obramos tal y como nos lo dictan nuestra conciencia revolucionaria, nuestras convicciones comunistas” (L. I. Brézhnev. Informe del CC del PCUS y las tareas inmediatas del Partido en la política interior y exterior. Moscú, APN, 1976, pág. 22). En el vértice opuesto, los años demostraron que la distribución de la “ayuda” imperialista a regiones y países como Afganistán, estuvo y está directamente ligada a las finalidades políticas y económicas que persiguen las potencias capitalistas desarrolladas. Además, no sólo se recurre a las palancas financieras y econó-


micas, sino también al soborno, al sabotaje, a los complots y a los intentos de desencadenar la hostilidad entre diferentes grupos étnicos. La finalidad principal de dicha estrategia con res pecto a Asia consiste en impedir que el movimiento de liberación nacional se trasforme en algunos países en revolución social y en luchar contra las ideas del socialismo científico que arraigan cada vez más en las masas. Mama la atención que los créditos a Afganistán prove nientes de países no socialistas, que durante la monarquía rondaban el 37 por ciento del total, en 1976, con el régimen republicano de Daud, superaban el 50 por ciento. Es que esa “ayuda” se entregaba bajo rigurosas condiciones que exigían que los créditos concedidos se emplearan en ramas determinadas. Se fortalecían así las posiciones de los círculos reaccionarios en la lucha contra las fuerzas progresistas. El objetivo era frenar c| proceso trasformador y crear condiciones para desarrollar relaciones de producción que ret uvieran a Afganistán en la órbita capitalista. Entre los “donantes” más destacados cabe señalar a KE.UU., la RFA, Francia y Canadá, con la particularidad de que los países como el Irán monárquico, Arabia Saudita y Kuwait, concedían la mayor parta de los recursos que recibía Afganistán del mundo no socialista. En este caso, los afanes de los gobernantes reacciona rios de los países extractores de petróleo del Golfo Pérsico coinciden con la política del imperialismo: “disminuir la influencia soviética”, o sea, aislar a Afganistán de sus verdaderos amigos y aliados. Por el contrario, el rasgo característico de las rela ciones con la URSS es que las empresas industriales, levantadas en el marco de la colaboración económica,

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producen no sólo para el mercado interno, sino que tienen además garantizada la posibilidad de vender sus mercancías en la Unión Soviética. Las obras que se levantan con ayuda soviética, y de otros países socialistas, afianzan las posiciones del sector estatal cr eando las condiciones para el desarrollo industrial del país con forme a los intereses nacionales. Esto se refiere en particular a la industria extractora de gas, creada con la asistencia de la URSS. Afganistán exporta a la Unión Soviética gas natural, lo que para la república es un medio ventajoso de cancelar los créditos y fortalecer con eficacia la economía nacional. Por otra parte, como destacó el 10 de enero de este año el periódico Sotsialistícheskaia Industria, mientras la Unión Soviética le abrió a Afganistán una línea de créditos sin intereses, o a razón del 2 % anual, EE.UU. le exigía el 3,5 o el 4,5 por ciento. La República Federal de Alemania le concedió su primer crédito con un inte rés del 7,25 % anual. Además Afganistán pagaba los créditos sov iéticos exclusivamente con artículos de sus exportaciones tradicionales, mientras que los de EE.UU. y otros países capitalistas debía liquidarlos en moneda fuerte. Y esta no es una política nueva de las autoridades soviéticas, aunque la auténtica revolución popular que hizo virar bruscamente la secular historia afgana en abril de 1978, haya dado un impulso cualitativo a las relaciones tradicionalmente buenas. Han trascurrido más de 58 años desde la firma del primer tratado de amistad. A partir de la Segunda Guerra Mundial la colaboración se afianzó y después de los años 60 se desarrolla exitosamente. Miles de trabajadores y téc nicos que aportan al desarrollo nacional han sido prepa -

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rados en la URSS o en las obras levantadas en territorio afgano. En 1975, en las empresas y fábricas construidas con la ayuda de la URS S, se obtuvo más de las tres quintas partes de la producción industrial en el sector estatal. En abril de 1977, un comunicado conjunto reve laba que, con el concurso soviético, habían entrado ya en servicio 70 obras económicas importantes (en la actualidad ascienden a má s de 120), en el sector industrial, de carreteras, centrales eléctricas, sistemas de riego y otros. La Unión Soviética es el comprador fundamental de productos afganos, tales como gas natural, barita, lana, simientes de aceite, pasas, algodón y materia prima pura curtidos. A su vez, una parte considerable de sus necesidades de máquinas, equipos, derivados de petróleo, papel, laminado de metales ferrosos, azúcar y algunos otros productos, Afganistán la cubre en base a importaciones soviéticas. Por otra parte, con el concurso de la URSS se han construido más de 1.500 kilómetros de carreteras. Cabe recordar que Afganistán, aunque la existencia de cuatro quintas partes de territorio montañoso sea una dificultad de peso, no tiene en las postrimerías del siglo XX, por obra y gracia del atraso, ni un solo metro de ferrocarril. Con el advenimiento del poder popular en Afganis tán, el estrechamiento de las relaciones económicas, políticas y culturales con la Unión Soviética (que contribuye al cumplimiento del Primer Plan Quinquenal), surgía como una necesidad incuestionable. Los grandes países capitalistas y sus aliados reaccionarios del Golfo Pérsico conspiraban abiertamente contra el nuevo go bierno y lo agredían militarmente, suministrando ar mas y dinero a la contrarrevolución interna de una

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nación que tiene 2.384 kilómetros de fronteras con la URSS. De allí la identidad de intereses de ambos países en las cuestiones atinentes a la seguridad, refrendadas en el Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Colaboración, suscrito en diciembre de 1978 en Moscú, fundándose en la necesidad de preservar la paz en la región. El artículo cuarto de dicho Tratado dice: “Las Altas Partes Contratantes, obrando en el espíritu de las tradiciones de amistad y buena vecindad, así como de la Carta de la ONU, mantendrán consultas recíprocas y, por acuerdo entre ambas Partes, tomarán las medidas pertinentes con el fin de garantizar la seguridad, la independencia y la integridad territorial de ambos países. ” En aras de consolidar la capacidad defensiva de las Altas Partes Contratantes, éstas continuarán fomentando la cooperación en la esfera militar”. El principio que invoca la norma, y al que se atiene, es el contenido en el Artículo 51 de la Carta de la Orga nización de las Naciones Unidas, que estipula el derecho inalienable de los Estados a la autodefensa colectiva e individual para rechazar la agresión y restaurar la paz. De modo que las calumnias que en estos días di funden los medios de propaganda imperialista sobre una presunta “ocupación” de Afganistán por tropas soviéticas, no tienen, pues, nada que ver con la realidad. Quien respete la verdad histórica, puede revisarla con objetividad y verá que aquellos infundios no hacen más que poner al desnudo los verdaderos planes inter vencionistas del imperialismo, para ahogar la lucha que libran los pueblos asiáticos por su libertad e independencia. A partir de la firma del tratado de buena vecindad


y colaboración, la URSS aumentó, como es natural, la asistencia económica y científico-técnica a Afganistán, en consonancia con los complejos problemas que se plantean ante un pueblo que ha emprendido la construcción de la nueva vida, incluyendo asesoramiento y armamentos para hacer frente a la descarada agresión externa. Desde que se produjo la revolución, Afganistán NO había dirigido más de una vez a la Unión Soviética pidiendo ayuda de toda índole, incluido el apoyo militar efectivo. Pero la URSS confiaba en que no se llegaría n esa situación extrema. Esperaba que las potencias imperialistas se percataran de lo irreversible de los cambios emprendidos por el pueblo afgano y que, finalmente, prevalecerían la sensatez y el espíritu de distensión internacional. Empero, no ocultaba que no permitiría convertir al vecino Afganistán en plaza de armas antisoviética. El I*? de junio de 1979, el diario soviético Pravda advertía sin circunloquios: “Los atentados contra la soberanía de la República Democrática de Afganistán, las incursiones de bandas armadas desde Pakistán y los intentos de crear una situación crítica en esta región no pueden dejar indiferente a la Unión Soviética. Se quiere provocar un conflicto en la cercanía inmediata de nuestro país. Se trata de una agresión de hecho contra un Estado que tiene frontera común con la URSS”. Por lo demás, la experiencia histórica testimonia que la renuncia a prestar recíproca ayuda amistosa deja libres las manos al imperialismo, priva a las fuerzas progresistas del potente y efectivo instrumento de la solidaridad proletaria: el apoyo moral, político y material.

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AMIN Y LOS HILOS SECRETOS DE LA CONSPIRACION En la segunda mitad de 1979 el complot contra Afga nistán entra en una nueva fase. A la acentuación de la agresión externa se suma el afianzamiento del poder personal de Hafizullah Amín, consolidado definitivamente a partir de setiembre. Las conocidas características de la “desestabilización”, que tan bien saben pro vocar los expertos de la CIA, comienzan a vislumbrarse en el país. La política de Amín, calificada como “desnaturali zación de la línea del partido”, provoca la desorganiza ción y la división en el frente revolucionario. Miles de militantes del PDPA son perseguidos, encarcelados o asesinados. La represión se extiende a sectores religio sos, especialmente a ciertas minorías nacionales, y a ciudadanos sin partido que simplemente resistían la actividad de las llamadas “bandas de Amín”, que actuaban impunemente por todo el país.

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Según denunciaron las autoridades afganas, Amín actuaba directamente como un agente de la CIA. Puede preguntarse, con razón, cómo es posible semejante cosa, cómo un hombre pudo escalar tan alto y, de pronto, se lo acusa así, sin rodeos, de agente del imperialismo. Sin embargo, la historia de distintos procesos revolucionarios es rica y aleccionadora en ejemplos de esta naturaleza. Por otra parte, las denuncias contra Amín no son una cuestión reciente. Se remontan a los orígenes del PDPA y tienen mucho que ver con la historia del fraccionismo dentro del partido. A finales de los años sesenta, nos relata Asadullah Kcshtmand, director del diario Hakikate Inkilabe Saur ("La Verdad Sobre la Revolución de Abril”), “ustedes pueden encontrar en la prensa norteamericana el nomine de un afgano con ciudadanía estadounidense, Latif Utaki, quien reveló que había sido invitado por un urente de la CIA, ex embajador afgano en Washington, para trabajar con ellos. En esa misma denuncia, él decía que Amín había recibido la misma invitación”. Desde entonces, la discusión de que si era o no agente de la CIA apareció una y otra vez. Pero un dato inte resante nos fue aportado por el presidente Babrak Karmal en su conferencia de prensa del jueves 10 de enero. “Ningún líder de los estudiantes afganos en EE. UU., puede acceder a ese puesto a menos que acepte ser miembro de la CIA”, afirmó. Es como una ley no escrita. Y en efecto, Amín dirigía allí la emigración estudiantil afgana cuando hacía su doctorado en matemáticas al promediar la década del sesenta. Para dibujar mejor la actividad de Amín habría que repasar la historia de su ingreso y desarrollo dentro del PDPA. Cuando el primero de enero de 1965, en el apar-

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tamento privado de Taraki, se realizó el congreso de fundación, Amín no se encontraba entre los 25 representantes, aunque sí el actual secretario general, Babrak Karmal. Ese día Taraki fue designado secretario general y fueron elaborados allí el estatuto y el programa, publicados recién en abril de 1966 en los dos primeros números del periódico Halk (“Pueblo”). De acuerdo con la Constitución monárquica de 1964, había un derecho semilegal de publicar órganos de prensa y también para la formación de partidos. Pero existían tantas restricciones que el PDPA no se mostraba abiertamente. En esas condiciones, el programa aparecía como la pla taforma de un sector patriótico agrupado en el periódico, que se orientaba como vanguardia de los trabajadores del país y se pertrechaba —decía— con la ideología científica y revolucionaria de la clase obrera. Hasta el año 67, en que ingresó Amín, el partido se mantuvo unido, pero a partir de ese momento comenzaron a surgir ciertas diferencias. El sector encabezado por Babrak Karmal, que editaba el periódico Parcham (“Bandera”), se opuso tenazmente a la aceptación de Amín, poniendo sobre la mesa los sospechosos antece dentes recabados durante su estadía en Estados Unidos, curiosamente amalgamados con inclinaciones extremis tas. Durante los diez años siguientes, en que la actividad fue ilegal, se mantuvo esta situación en la que aparecían dos sectores, uno agrupado en el periódico Halk y el otro en el Parcham, aunque ambos actuaban con la misma plataforma y en base al mismo estatuto. En ese período, Amín fue el responsable de numerosas intrigas y de una política claramente divisionista para desplazar a los “parchemistas”. En la última época de Daud, las fuertes represiones

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contra la izquierda y las posibilidades que se abrían para la conformación de un frente único de todas las fuerzas patrióticas que provocara cambios radicales en la situación del país, favorecieron las tendencias hacia 1« cohesión dentro del PDPA. En junio de 1977 se produce la unificación definitiva, con un mismo Comité Central y un mismo Buró Político. “Halk” y “Parcham” trabajan, aunque ilegalmente, como un solo partido, organizando acciones, manifestaciones y propaganda ideológica comunes. Ambos sectores habían realizado una amplia labor política en las Fuerzas Armadas, donde existían ya numerosos simpatizantes del programa democrático. Por razones operativas, en este frente se siguió trabajando por separado. Con todo, Amín aparecía en esa época como el adalid de la división y no disimulaba su odio a los antiguos parchemistas, creando incluso problemas artificiales en el Ejército, a tal punto de que si no se hubiera producido la Revolución de Abril, el desarrollo del proceso unitario hubiese llevado inevitablemente a su separa ción del Comité Central. Distintos militantes del partido nos relataron en Kabul que todo estaba preparado entonces para discutir a fondo el caso de Amín, con previsibles resultados negativos para él. Pero todo el lluro Político fue encarcelado por Daud. Y esto se rela ciona con la peculiar participación que le cupo a Amín en los sucesos del 27 de abril, la que, pese a algunos hechos “sugestivos”, lo catapultó a altos puestos en el aparato gubernamental, aunque no pertenecía a la máxima dirección del partido. Es más, algunas personas con las que conversamos en Afganistán nos subrayaron que había serias sospechas de que estuvo complicado de alguna forma con el

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asesinato del dirigente obrero Mir Akbar Haybar, el 17 de abril de 1978, En aquel mes, nos relató Asadullah Keshtmand, se realizó en el restaurant “Salmur” una reunión secreta. Allí estaban presentes nada menos que Amín, Richard Elliots (ex embajador de EE.UU. en Afganistán y conocido agente de la CIA, que también fue posteriormente embajador en Teherán), el presidente Daud y un ex ministro de Defensa de su gobierno. Cuando se desencadenaron los sucesos de abril, lue go del asesinato de Haybar, Amín, aunque era muy conocido, curiosamente no fue detenido como los demás dirigentes, y sólo quedó en las últimas 24 horas que precedieron a la revolución bajo un tipo de “arresto domiciliario”. Esto le permitió, ya que por tareas de partido trabajaba en el Ejército, dar la orden para la insurrección, siendo, como era, el único que no estaba en la cárcel. Esa es también una de las razones por las cuales los aliados militares de “Halk” tuvieron relativamente mayor participación en el levantamiento mili tar, aunque el coronel Mohammed Rafi, uno de cuyos tanques perforó las murallas del Palacio Presidencial, trabajaba con el sector “Parcham”. Ese tanque se convirtió en símbolo de la revolución y en monumento histórico que se levanta sobre un pedestal frente al Minister io de Defensa, en Kabul, que hoy dirige el mismo Rafi. Al triunfar la revolución, Taraki es nombrado pre sidente del Consejo Revolucionario y primer ministro. Por su parte, Babrak Karmal (vicepresidente del CR), Mohammed Aslam Watanyar (titular de Comunicaciones) y Hafizullah Amín (canciller), fueron designados viceprimeros ministros. Quedó al frente del Ministerio de Defensa el entonces coronel Abdul Kader, héroe

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nacional y principal artífice de la insurrección. La uni dad consolidada entre los antiguos sectores “Halk” y “Parcham” se reflejaba también en la composición del gobierno y del Consejo Revolucionario, así como en el Comité Central del Partido. Pero Amín tenía otros planes y sobre el telón de fondo de su lucha por el poder personal, utilizó todas las posibilidades que le daba su posición privilegiada, creó conflictos artificiales y fraguó pruebas de presuntos complots que afectaron principalmente a los antiguos parchemistas, pero también a los mejores hombres que rod eaban a Taraki, como el coronel Kader. En el verano de 1978 se pudo ver el curso de la división. Valiéndose de su cargo de canciller, logró sacar del país a toda la antigua dirección de “Parcham”. Babrak Karmal fue enviado como embajador a Praga y lo propio ocurrió, hacia otros países, con Nur Ahmad Nur, la doctora Anahita Ratebzad (ambos miembros del Buró Político actual) y tres dirigentes más. Poco después, en el otoño, fabricó una acusación de j;olpe de estado contra los coroneles Kader y Rafi y el entonces ministro de Planificación, Sultán Alí Keshtmand, quienes fueron a parar a la cárcel. De las “investigaciones”, que por “razones de seguridad” asumió personal y secretamente Amín, surgía la evidencia de que los enviados al exterior estaban complicados y fueron declarados traidores. Toda esta actividad, la encubría con encendidas palabras revolucionarias, acusando a todo el que se le ponía en el camino de “reformista” y aliado de la reacción. Paralelamente, llamaba a Taraki su “gran maestro y profesor” y ejercía a través del Ministerio de Información una especie de “culto a la personalidad” del líder de la Revolución de Abril,

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que luego le sirvió también como argumento de las “desviaciones” producidas, para asesinarlo. Está claro que todas estas intrigas y eliminaciones no lograron, mientras Taraki se mantuvo al frente del gobierno, cambiar de raíz el curso del programa revolucionario, que era patrimonio de millones de afganos y para el cual el PDPA tenía cuadros en las dis tintas áreas, como para profundizarlo y desarrollarlo. Esto puede constatarse con particular claridad en la composición del nuevo CC y del gobierno luego de la defenestración de Amín, en diciembre pasado: muchos de sus miembros desempeñaban altos cargos tanto en el gobierno de Taraki como en el período en que Amín usurpó el poder.

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OPERACION DE PINZAS El proceso iniciado en abril de 1978, de todos modos, no estuvo libre de errores y contradicciones que redujeron en parte su alcance y estabilidad, en el marco del debate sobre la ampliación de las fuerzas integrantes, o un “radicalismo” a menudo condenado a chocar con la realidad histórico-social. En ese contexto, el paulatino adueñamiento de los resortes de la administración por parte de Amín fue coincidiendo con el aumento de una serie de arbitrariedades y desnaturalizaciones de las consignas revolucionarias. Para terminar con esta faena sólo necesitaba desplazar a Taraki y comenzó por intrigar contra sus amigos más fieles en el Ejército. En marzo de 1979 ya había acumulado el cargo de primer ministro (hasta entonces ejercido por Taraki) y el 28 de julio de ese año asumió también la cartera de Defensa. Para ello, presentó ante el Jefe de Estado una serie de pruebas sobre las presuntas falencias para hacer frente a la contrarrevolución de su titular, el coronel Mohammed Aslam Watanyar, quien pasó a dirigir el Ministerio de Interior.


Un mes y medio después, a los tres días del regreso de Taraki de la Conferencia de Países No Alineados realizada en La Habana, se anuncia la defenestración definitiva de los coroneles Watanyar (actual ministro de Comunicaciones y miembro del Presidium del Con sejo Revolucionario) y Sherjan Masduryar, titular de Asuntos Fronteriz os (actualmente ministro de Transportes y miembro del CR). La eliminación de los dos únicos ministros militares del gabinete, con activa participación ambos en la Revolución de Abril, fue segui da de tiroteos y explosiones en la Casa del Pueblo (nuevo no mbre del Palacio Presidencial), donde murió el jefe de la custodia personal de Taraki, Sayed Daud Tarun. En la misma operación, Amín defenestró a quienes representaban las barreras más sólidas que se le oponían en el gobierno y el partido: Asadullah Sarwari, entonces encargado de la seguridad estatal y actualmente miembro del Buró Político, vicepresidente del CR y viceprimer ministro; y Sayed Mohammed Gulabzoy (titular de Comunicaciones), ahora ministro del Interior y miembro del CR. Dos días después, el 16 de setiembre, un comunicado oficial anuncia que un pleno del Buró Político había analizado la petición de Taraki de abandonar sus funciones de partido y Estado por cuestiones de salud y que se elegía secretario general a Hafizullah Amín. En realidad, Taraki estaba detenido y en la reunión no hubo unanimidad sino agudas discrepancias. Ese mismo día, Amín pasó a ser presidente del Consejo Revolucionario. En su discurso al país del 17 de setiembre, ya introducía veladas críticas a la gestión del líder de la Revolución de Abril, entre ellas la actividad de los servicios de seguridad. Una semana después anunció

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oficialmente la designación de su sobrino, Asadullah Amín, como jefe del servicio de inteligencia “KAM” (Organización Proletaria de Inteligencia), institución que durante el gobierno de Taraki llevaba el nombre de “AGSA” (Administración para la Protección de los Intereses de Afganistán). Asimismo, se anuncia la destitución de los secreta ri os generales de las organizaciones populares juvenil v femenina y comienza a hablarse, desde los editoriales d«' los diarios oficiales, de la construcción acelerada de una “sociedad socialista”. Sugestivamente, el 23 de setiembre, tras resaltar los vínculos amistosos con la URSS, Amín dice inéditamente a la prensa, como quien no quiere la cosa, el número de “asesores militares y ci vi l es soviéticos que aún permanecen en el país”. A f i nes de ese mes, según se reveló después, un emisario Huy o viajó a la ciudad paquistaní de Peshawar para entrevistarse con Gulbekdin Hiktmart, líder del reac cionario “Partido Islámico de Afganistán”. Al mismo tiempo su hermano, Abdullah Amín, nombrado gobernador de las provincias septentrionales, comenzó a ac tua r abiertamente para liquidar la revolución desde las más altas instancias del partido y del gobierno, orde na ndo el asesinato y represión de todos los cuadros honestos. Precisamente en un informe confidencial que la em bajada norteamericana entregó a un grupo de corres ponsales extranjeros en Kabul —y que pudimos leer— no dice que la llegada de Amín al poder dio ciertas esperanzas, pero que, por des gracia, todo quedó frustrado. Tal confesión se relaciona con otros datos que recogimos, según los cuales los contactos con funciona rios estadounidenses se estrecharon particularmente en


ese período. Por su parte, el presidente Babrak Karmal nos confirmó que la dirección de la República Democrática de Afganistán dispone de documentos irrefutables, incluidas notas personales de Amín, que prueban sus vinculaciones con la CIA, con los cabecillas contra rrevolucionarios asentados en Pakistán y con los ser vicios especiales de Israel. El jueves 8 de noviembre, alrededor de las once de la noche, tres personas ingresaron en el palacio presi dencial donde se hallaba detenido el líder de la Revolución de Abril. El capitán Abdul Hadud, que acababa de ser designado jefe del servicio de seguridad “KAM” del Ejército, el teniente mayor Mohammed Ekbal, quien mandaba uno de los destacamentos de protección del palacio, y un tal Ruzi, ex militar, asesinaron a Taraki por orden de Jandad, el jefe de la “guardia” de Amín. El cadáver fue trasladado en secreto a un cementerio en las afueras y nada se supo hasta después de los sucesos del 27 de diciembre. Luego de este crimen, Amín comenzó a actuar abier tamente en coordinación con elementos contrarrevolucionarios. En una reunión celebrada en Kabul en octubre de 1979 acordó preparar un cambio de gobierno en el país, mediante un autogolpe de estado previsto para el 29 de diciembre. Según datos que recogimos en el Ministerio del Interior afgano, uno de los hombres de Amín viajó a mediados de diciembre a las ciudades de Roma, París y Karachi, para informar allí a agentes norteamericanos sobre la marcha de los prepar ativos de esta operación. Los planes de la CIA contemplaban la formación de un gobierno que respondiera a los intereses de Estados Unidos, cuya “ayuda” militar a la operación no se des-

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cartaba. Hafizullah Amín retendría el cargo de presidente y el líder reaccionario Gulbkdin Hiktmart sería el primer ministro. Informaciones complementarias ndican que alrededor de 1.000 militantes del PDPA fueron asesinados en menos de tres meses desde el derrocamiento del presidente Taraki. Bajo la apariencia de los Comités Defensa de la Revolución, bandas de delin cuentes comunes se desplazaban de una a otra zona del país dedicándose al saqueo y a toda clase de tropelías que ponían a la población en contra del poder popular. Ocultándose tras consignas ultrarrevolucionarias y ultraizquierdistas, se expropiaban tierras a campesinos medios no encuadrados dentro de la clase feudal y se amenazaba con “cortar las manos” a todo disidente religioso. Por ese entonces Abdullah, el hermano de Amín, difundí a sin tapujos que debía terminarse con “el juego ¡i la revolución” y nombrarse para los puestos más altos del partido y el gobierno a parientes y “gente fiel”. Los ideales de la Revolución de Abril se desacreditaban aceleradamente ante las masas y la contr arrevolución encontraba un eficaz caldo de cultivo para sus incursio nes. El terror que se adueñaba del país iba acompañado de una gran campaña oficial en la que las ideas de un frente amplio y la profundización de la revolución democrática y antifeudal, dejaban paso a consignas «cetarias y planteos descabellados como la construc ción inmediata de una sociedad socialista y la implantación de la “dictadura del proletariado”. Cabría anotar que las formas de desarrollo capita lista que existían en Afganistán antes de la revolución no eran, por ejemplo, de la envergadura de las de Irán. La clase obrera era todavía débil y otro tanto puede


decirse, incluso, de la burguesía. Actualmente el pro letariado, agrupado principalmente en el sector estatal, no supera las 50.000 personas, de las cuales las tres quintas partes están en Kabul y sus alrededores. Podría agregarse al sector trabajador, con sus particularidades, a una parte de los 300 mil artesanos, cierta cantidad de los cuales trabaja en pequeños talleres bajo relación de dependencia. Pero hasta después de la revolución —con la creación de los primeros sindicatos— todavía predominaban relaciones de semiesclavitud, tales como las que se establecían entre los siervos y los señores feudales en el campo. Hasta 1978, las clases sociales fundamentales seguían siendo los señores feudales y los campesinos, aunque el profundo antagonismo entre ellas no se había expresado adecuadamente en lo político, por las condiciones de atraso y represión. No es casual entonces que los principales cuadros de la revolución fueran aportados por determinados eslabones de la superestructura polí tica estatal y que el núcleo social dirigente del PDPA haya sido la intelectualidad urbana que no pertenecía a la nobleza y adhería al socialismo científico. De allí que el partido, desde su fundación, se orientó a hacer del Ejército el instrumento principal de los cambios que abriesen el camino a un proceso revolucionario, o sea, la realización (apoyándose en las masas populares, con su participación y en su beneficio) de profundas tras formaciones en la estructura económica y social. En estas condiciones, la gigantesca tarea de llegar a la conciencia de millones de personas, sumidas en el atraso cultural y bajo el peso de prejuicios seculares, ganándolas para las grandes trasformaciones revolucionarias, sólo puede lograrse con el concurso de la parte


patriótica y avanzada de todos los sectores de la socie dad afgana, a excepción de la reacción monárquica y feudal desplazada del poder. Para las fuerzas democráticas de Afganistán, y para cualquiera que haya observado siquiera parcialmente la compleja realidad de este país de tradición musulmana, esta es una verdad de Perogrullo. De modo que decir que la Revolución de Abril era una “revolución proletaria en las condiciones del feudalismo”, y que como no existía el proletariado el poder debía ser ejercido por las bayonetas, como se encargaban de argumentar los seguidores de Amín, era una consigna insensata y extremista que, en las condiciones concretas de Afganistán, iba un poco más allá para trasformarse en una verdadera provocación. “El mejor criterio para juzgar a las personas son sus hechos y no sus palabras”, nos dice Rahim Rafat, director del diario Kabul New Times, único que se edita en inglés en la capital. Nuestro interlocutor nos relata que las consignas de Amín “no se diferenciaban demasiado de las que figuran en la literatura progresista común mente conocida, pero sus hechos desnaturalizaron fatalmente el sentido de palabras sagradas tales como socialismo y democracia. Utilizaba las formas más brutales de la dictadura y luego las denominaba «dictadura del proletariado». Ejercía el peor tipo de despotismo asiá tico en nombre del socialismo”. “Hay un montón de evidencias —prosigue Rafat—, pero ustedes saben que la CIA no es una organización que vaya a revelar un listado de los agentes más importantes tales como Amín, para que fácilmente podamos «sacar del bolsillo» el documento que testifique qu e era su agente. Pero el hecho que demuestra su criminal servicio al imperialismo norteamericano, el

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primero y más conocido, es que todas sus fuerzas se concentraron en hacer desaparecer a los verdaderos comunistas de Afganistán. Secuestró, encarceló y mató a miles de ellos para desviar el camino progresista en el país. Apresó y mató a religiosos, civiles y militares, a nuestras fuerzas democráticas, a todas nuestras figu ras antimperialistas. ¿Qué otros datos o evidencias son neces arios para comprobar que era un agente del imperialismo y que hacía conscientemente este tipo de cosas?”. Como se observa, las metas de Amín y de Washington convergían objetivamente: liquidar o atemorizar a las fuerzas patrióticas y, de ese modo, ahogar el proceso en un marco de terror y confusión que facilitara el avance de 1a contrarrevolución feudal armada en el exterior. Ya en octubre de 1979, en 12 de las 28 provincias del país actuaban las bandas entrenadas en los campamentos paquistaníes. Los mejores logros de la Revolución de Abril, en cuanto al ac ercamiento al clero progresista y el respeto de las distintas minorías y etnias, sufrieron un duro golpe con la consolidación en el poder del “clan familiar” de Amín, el que ejerciendo un retrógrado nacionalismo, amenazó y planeó eliminar a toda una tribu: los hazares, que representan el 8% de la población. Numerosos sacerdotes fueron encarcelados, se le quitó rangos y confiscó bienes. Tal deterioro de la situación interna, tal desprestigio del poder popular y el país convertido en un presidio para los patriotas, conformaban los elementos esencias les de la “desestabilización” que, según los planes, ter minaría el 29 de diciembre con el avance sobre Kabul de los aliados contrarrevolucionarios de Amín y u sangriento golpe de estado, que convertiría a Afganistán en plaza de armas contra su principal vecino: la Unión Soviética. Un día antes, el 28 de diciembre por la noche, todos los opositores políticos enca rcelados serían exterminados. El cerco contra la revolución afgana se cerraba por dentro y por fuera. Una “operación de pinzas”, una jugada maestra del imperialismo parecía culminar exitosamente. Pero los acontecimientos tomaron otro curso.


LA REVOLUCION SE DEFIENDE Kabul, una ciudad de 500 a 600 mil habitantes, recos tada sobre las laderas de altas montañas y a tres mil metros sobre el nivel del mar, atravesaba uno de los inviernos más duros de este siglo. Poco después de nuestro arribo el termómetro marcó, en uno de esos días, 20 grados bajo cero. La temperatura política del | país, por supuesto, era diferente. Para mediados de enero la situación en la capital comenzó a mejorar considerablemente, aunque aún se mantiene el toque de queda a partir de las 11 de la noche. Tres semanas antes, el clima había sido bastante tenso. En el trascurso de los últimos meses, los habitan tes de la ciudad recibían una seguidilla de noticias alarmantes sobre las acciones de los bandidos en el suri y en el oeste, que causaban decenas y centenares de víctimas. En Kabul y en otras ciudades se arrestaba diariamente a numerosas personas, tanto de derecha I como de izquierda, civiles o militares, religiosos o altos funcionarios del Estado.

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Por los periódicos, la radio y la televisión, la pobla ción se enteraba de la acelerada preparación de contrarrevolucionarios en Pakistán, bajo la dirección de instructores norteamericanos, chinos y egipcios. La inseguridad por el futuro y el pánico se habían apoderado de no pocos sectores. Y el 27 de diciembre se anunciaba la destitución de Hafizullah Amín por un movimiento encabezado por Babrak Karmal, el inicio de una nueva etapa de la Revolución de Abril, la amnistía para todos los presos políticos, el estricto respeto de los sentimientos religiosos y el objetivo prioritario de conformar un amplio frente nacional, democrático, antifeudal y antimperialista. Gran alegría para algunos: habían eliminado de la escena a Amín y sus bandas represivas. Otros apoyaban activamente el movimiento, y un sector, especialmente comerciantes, esperaban para ver lo que pasaría. Por la noche se escuchaban tiroteos en diferentes barrios de la capital. Los enemigos de la república, particularmen te los contrarrevolucionarios que habían ingresado a Kabul en los últimos meses, no querían rendirse. “Nuestro pueblo —nos dice Asadullah Keshtmand— espera hechos reales y sólo con ellos juzgará al gobierno”. Rodeado por un grupo de gente que le era fiel —agrega—, Amín desacreditó todas las ideas progresistas, socavó la fe en la revolución y había llevado el país, literalmente, a la catástrofe. Remontar esta situación no es tarea fácil. Para la mayoría de los afganos, el gobierno de Amín era el de la Revolución de Abril, y pocos sabían del trabajo clandestino de los cuadros honestos del partido que habían escapado a la represión o al exilio, apoyados por la mayoría patriótica de los militares.

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Poco después del asesinato de Taraki, Babrak Karmal y otros dirigentes del PDPA ingresaron clandestinamente a Afganistán para preparar el derrocamiento de Amín. El general Kader, el coronel Rafi y Sultán Alí Keshtmand, se encontraban en la cárcel y fueron liberados el mismo 27 de diciembre. La justicia de Amín, luego del asesinato de Taraki, los había condenado a muerte, pero la presión internacional impidió la ejecución de estas tres figuras prominentes de la Revolución de Abril. El Tribunal Revolucionario juzgó a Amín y fue fusilado. Najmuddin Akhgar Kaweyani, primer secretario del partido en Kabul, nos reveló que está planificado reunir todos los datos sobre las actividades de las llamadas “bandas de Amín”, cuyas torturas y violaciones fueron salvajes. “Miles de personas fue ron lanzadas de los aviones. Hacían pozos, metían a la gente viva y con tractores tiraban tierra. Mataban impunemente”, nos dice. Najmuddin, un joven de 33 años que también salió hace poco de la cárcel, nos recibe en el local del comité y hace hincapié en la formación del frente amplio. “Como ustedes saben, nuestro partido hace mucho que planteó esta tarea esencial, porque según las peculiaridades de Afganistán, el partido solo, con sus propias fuerzas, no puede realizar exitosamente el gran progra ma de reformas planificado. Nuestro empeño está orientado ahora a atraer a todas las corrientes sin partido hacia este frente nacional, democrático, antifeudal y antimperialista. Lógicamente, cuando el partido busca la unidad, ésta debe hacerse sobre la base de la unidad i deológica, pero en el frente debe ser alrededor de los objetivos comunes. ¿Quiénes participarán? Pensamos que el núcleo deben ser los obreros y el campesinado y

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también otras capas que comparten los objetivos gene rales, como por ejemplo la burguesía nacional rural y urbana, la gente progresista culta, el clero progresista, comerciantes nacionales y todo el que esté dispuesto honestamente a colaborar”. El objetivo final, concluye Najmuddin, “es la victoria de la revolución de libera ción nacional en el país. Pero con el desarrollo de la revolución, también se irá desarrollando el frente. Porque este frente es el frente de la patria”. Precisamente durante nuestra estadía en Kabul, la prensa publicó la composición de los órganos dirigentes del PDPA, del Consejo Revolucionario y del gobierno de la República Democrática de Afganistán. En estos dos últimos organismos se observa ya el principio de representación en ellos de los eslabones del Frente Nacional. Como primer paso, se acordó introducir en el gobierno a tres ministros sin partido (Agricultura, Comercio y Salud Pública), quienes son también miembros del Consejo Revolucionario. La estrategia es incorporar ampliamente a la dirección del Estado a especialistas, científicos e intelectuales honestos, que posean la experiencia necesaria. Asimismo, la política delineada por el PDPA, luego de designar secretario general del CC al presidente del Consejo Revolucionario y primer ministro, Babrak Karmal, es iniciar conversaciones con representantes de diversos sectores de la población, de organizaciones nacionales y democráticas y personali dades religiosas patrióticas. El nuevo Buró Político, encabezado por Karmal, cuenta con otros seis miembros: Assadullah Sarwari, Sultán Alí Kesht mand, Nur Ahamad Nur, Saleh Mohammed Zeary, Anahita Ratebzad y Ghulam Dastagir Panjsheri. Es interesante destacar, por ejemplo, que

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tanto Zeary como Panjsheri, formaban parte del defenestrado gobierno de Amín, pero mantenían estrechas relaciones con las organizaciones clandestinas, en tanto que Keshtmand salió de la cárcel el 27 de diciembre y Sarwari acompañaba a Taraki hasta su derrocamiento. Analizando la composición del Consejo Revoluciona rio se llega a la conclusión de que la mayor parte de los que lo forman son personalidades destacadas, de gran experiencia y con activa participación en la Revolución de Abril, a los que se suman elementos sin partido. Desde el punto de vista del PDPA, la vieja diferen cia entre los sectores “Halk” y “Parcham”, que Amín profundizó artificialmente, queda desdibujada por completo en todos los órganos del partido y el gobierno.

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MUESTREME UN SOVIETICO, POR FAVOR...

El derrocamiento de Amín y la defensa de la revo lución y sus fronteras eran, para las fuerzas patrióticas, una necesidad actual e indivisible, porque también era único el plan del imperialismo destinado a retrotraer al país al atraso feudal y convertirlo en bastión antiso viético. De modo que la relativa simultaneidad de dos hechos: la defenestración de la camarilla de Amín por las fuerzas sanas del Ejército y el pueblo afganos, y el legítimo llamado de un reducido contingente de tropas soviéticas, debían producirse inevitablemente. “La dirección afgana, al hacer frente a la agresión exterior, ya en vida del presidente Taraki y también posteriormente se dirigió repetidas veces a la Unión Soviética pidiéndole ayuda. Por nuestra parte adverti mos a quien correspondía que si la agresión no cesaba, no dejaríamos en la desgracia al pueblo afgano. Y en nuestro caso, las palabras, como es sabido, no se divor-

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cían de los hechos”, afirmó Leonid Brézhnev en sus respuestas al diario Pravda el 13 de enero pasado. Pero la prensa occidental, en su afán de enmarañarlo todo, presenta las cosas de otra manera. Los periodistas nor teamericanos que se nos acercaban en Kabul, además de detallar imaginarios enfrentamientos entre el pueblo afgano y tropas soviéticas, estaban preocupados por un solo detalle de procedimiento: ¿En qué momento, qué día, y qué personas habían solicitado la ayuda militar soviética? Algunos hasta llegaban a asegurar que “testigos presenciales” les habían relatado que Babrak Karmal llegó al país y al palacio presidencial el mismo día 27 a bordo de… un tanque soviético, desde el cual, por supuesto, daba instrucciones en ruso. ¿Ignoraban los funcionarios de la embajada nortea mericana en Kabul, principal usina de las intrigas y calumnias desparramadas por todo el mundo, que la decisión de acudir a la asistencia soviética fue adoptada por el Consejo Revolucionario repetidas veces a partir de la Revolución de Abril? ¿No saben acaso que en ese mismo Consejo Revolucionario, en el Buró Político y el CC del PDPA, la lucha contra la política de Amín no era una cosa nueva y se había acrecentado particularmente a partir de la eliminación del líder de la revolución, Nur Mohammed Taraki? No, nada de eso desconocían, como tampoco que alrededor del 20 de diciembre Amín dejó la Casa del Pueblo y se trasladó al Palacio de las Cuarenta Columnas, antigua residencia monárquica en las afueras de Kabul, porque ya comenzaba a perder el control de la situación. ¿A qué viene entonces la discusión de si el pedido fue cursado el 25, el 26 ó el 27 de diciembre? ¿Acaso en el nuevo gobierno afgano no participan, desde el más alto hasta el último escalón

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de los órganos estatales y de partido, personalidades que actuaban en la anterior administración? Lo que en realidad sucede es que el 27 de diciembre no se produjo en Afganistán un “golpe de estado”, sino una acción de recuperación revolucionaria, como producto de la cual fueron defenestrados la camarilla de Amín y sus métodos, los que habían creado una situa ción tal de anarquía e indefensión de la independencia nacional, que ponían al mismo tiempo en primer plano la necesidad de la asistencia fraternal de la Unión Soviética. Eso no quiere decir que esa ayuda, aunque paralela, haya tenido que ver con el proceso, exclusivamente interno, de desplazamiento del aparato de Amín. Obviamente, los “analistas” de la prensa capitalista podrían detenerse a explicar por qué la URSS no satis fizo antes los legítimos pedidos del gobierno afgano, pero eso significaría reconocer los saltos cualitativos que ib an produciéndose en la conspiración urdida por la CIA, e incluso la existencia de la “quinta columna” que ésta tenía dentro de Afganistán. Si, como ha quedado demostrado, Amín planteaba un autogolpe de esta do para los últimos días de diciembre, con el visto bueno de Estados Unidos, y paralelamente, como no podía ser de otra manera de acuerdo con la correlación de fuerzas interna, cantaba loas a la amistad con la URSS, no es difícil dar crédito a una versión que corría insistentemente por aquellos días en los medios políticos y diplomáticos de Kabul: Amín no se oponía, sino por el contrario, a que se solicitara asistencia militar efectiva a la Unión Soviética. , ¿Qué significaba esto? Muy sencillo, aunque muy complejo de explicar como todos los complots que tejen los servicios de inteligencia del imperialismo: la situa -

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ción creada de amenaza real para la independencia de Afganistán, la que Amín promovió, no dejaba otra salida que recurrir al tratado de amistad, buena vecindad y colaboración con la URSS. Y el siniestro plan era que ese mecanismo entrara en funcionamiento con Amín en el poder, los contrarrevolucionarios a las puertas de Kabul y los mandos patrióticos del Ejército en la cárcel o la clandestinidad. En esta opereta, los “rebeldes musulmanes” harían el papel del “mancillado pueblo afgano”, las bases militares de EE.UU. en el Golfo Pérsico de apoyo logístico —y eventualmente efectivo—, y el contingente soviético el de “tropas de ocupación”. En definitiva, tal fue el lib reto que las agencias capitalistas lanzaron al orbe, con algunas cuidadosas omisiones, pero también con dificultades insalvables que cambia ron el desenlace y aumentaron la histeria del imperia lismo. Amín, el súbitamente encumbrado “legítimo presidente” ya no estaba en la escena, los esfuerzos por inventar “cruentos enfrentamientos” entre soviéticos y afganos resultaron vanos, y las reservas democráticas del PDPA, el Ejército y el pueblo de Afganistán, se bastaron por sí solas para derribar la quinta columna del complot sangriento contra las trasformaciones revolucionarias. En estas condiciones, para la Unión Soviética, obvia mente, “no fue fácil decisión el enviar contingentes militares a Afganistán. Pero el CC del PCUS y el gobierno soviético actuaron con plena conciencia de su responsabilidad, tomando en consideración todo el con junto de circunstancias”, señaló Leonid Brézhnev en sus respuestas a Pravda. Y aclarando un poco más subrayaba: “La persistente intervención armada y el complot, muy adelantado ya, de las fuerzas reacciona

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rías exteriores crearon una amenaza real de que Afga nistán perdiese la independencia y se convirtiera en base militar imperialista en la frontera meridional de nuestro país. Con otras palabras, llegó el momento en que ya no podíamos dejar de responder a la petición del gobierno de Afganistán, nuestro amigo. Proceder de otra manera hubiera significado entregar Afganistán a merced del imperialismo, permitir a las fuerzas agresoras repetir allí lo que lograron hacer, por ejemplo, en Chile, donde la libertad del pueblo fue ahogada en sangre. Proceder de otra manera hubiera significado contemplar pasivamente cómo en nuestra frontera meridional surge un foco de seria amenaza a la seguridad del Estado Soviético”. “Afganistán, al dirigirse a nosotros —destaca el dirigente soviético—, se apoyaba en las claras disposiciones del Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Colaboración que concertó con la URSS en diciembre de 1978, y en el derecho de todo Estad o, de conformidad con la Carta de la ONU, a la autodefensa individual o colec tiva, derecho del que en más de una ocasión hicieron uso otros Estados [...]. La única misión planteada ante los contingentes soviéticos es ayudar a repeler la agresión desde el exterior. Serán retirados por completo de Afganistán en cuanto desaparezcan las causas que movieron a la dirección afgana a pedir que entrasen”. De modo que las cosas están claras, para el que no quiera deliberadamente confundirlas. No hubo ni hay ninguna clase de “intervención” o “agresión” soviética. Y el mejor ejemplo es la reacción del propio pueblo afgano. Por más que se esforzaron, los periodistas occidentales no pudieron aportar ningún dato serio que sostuviera sus infundios de “nación ocupada”. No fue

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posible encontrar en ninguna ciudad o región del país, consignas antisoviéticas o antigubernamentales, y mucho menos expresiones de rebelión popular, activa o pasiva. Por lo demás, la discreción de los reducidos contingentes soviéticos que se encuentran en zonas como Kabul, u otras alejadas de las fronteras, junto a la osten sible confraternidad entre éstos y las fuerzas del Ejér cito afgano (que a todas luces es el único custodio de la seguridad interna), llevaron a los “sabuesos” a interpretar una comedia poco original, que podríamos llamar: “Muéstreme un soviético, por favor...”. El papel era lamentable, pero se entiende. La propa ganda estadounidense, de otras potencias capitalistas y China, atosigaban al mundo con informaciones sobre encarnizados combates producto de la “invasión” soviética. El gobierno norteamericano, con anuencia pekinesa, imponía al Consejo de Seguridad de la ONU el tratamiento del “caso afgano” e iniciaba una peligrosa campaña anti soviética, al mejor estilo de la guerra fría, impulsando el boicot cerealero y de los juegos olímpicos, al tiempo que aceleraba sus estrechos contactos y los suministros de armas a los “rebeldes” asentados en Pakistán. Pero la realidad, que es testaruda, decía que en Afganistán la vida seguía su curso, con las lógicas dificultades y ten siones de un país que atraviesa un período crítico y rechaza la verdadera agresión: la imperialista. Las supuestas “fuerzas de ocupación” no andaban por las calles ametrallando ciudadanos. En un país que por tres veces expulsó con las armas en la mano a los conquistadores coloniales ingleses, sólo se veían policías uniformados dirigiendo el tránsito, elementos del ejército nacional controlando los puntos estratégicos, y era imposible localizar las batallas o los centros de detención donde los

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poderosos “invasores rusos” arrojaban al pueblo afgano “alzado en defensa de su libertad”. Irónicamente, sí era posible ver un tanque soviético apostado frente a las puertas de la tenebrosa prisión de PuleCharhi —en las afueras de Kabul— garantizando contra provocaciones la libertad de todos los presos políticos. Tanto ruido y tan pocas nueces. Era como si en las naciones sojuzgadas por el ejército hitleriano, o en la Repúbli ca Dominicana o en el Vietnam invadido y arrasado por los norteamericanos, no pudieran verse fácilmente ni a los ocupantes ni las secuelas de la ocu pación. La descomunal mentira quedaba al descubierto. Pero acudiendo a la proverbial “objetividad” de la pr ensa occidental, podía hacerse un descubrimiento sensacional: que en Afganistán había tropas soviéticas. Y machacar diaria y dramáticamente sobre esto, como si las autoridades de Moscú y Kabul lo hubieran ocultado, u omitido explicar la absoluta legitimidad de asa presencia. Los periodistas norteamericanos, principalmente, protestaban por la “falta de libertad” para realizar esta faena. Después de todo eran unas “inocentes” fotografías de desplazamientos y posiciones militares, aunque todo el mundo supiera que en cualquier país de la tierra, en tiempos de paz o de guerra, tal cosa no se permite. Lo que no decían los periodistas de marras es que —a despecho de la “ocupación”— los funcionarios de la embajada estadounidense se acercaban abiertamente a los corresponsales extranjeros en cualquier bar de Kabul donde los sorprendieran, para invitarlos a jugosas con versaciones “informales”. Precisamente de allí salían to das las amañadas versiones sobre la situación en el país y las cifras sobre voluminosas bajas soviéticas. A la misma usina llegaban los “inocentes” datos recogidos por

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los agentes disfrazados de periodistas, y también desde allí, sugestivamente, informaban que en tal avenida, en tal sector o en la intersección de tales calles habían caído, bajo las balas de “francotiradores”, soldados u oficiales soviéticos. En las múltiples conversaciones y visitas mantenidas durante nuestro viaje, no pudimos advertir ni una sola duda sobre la necesidad, y oportunidad, de la ayuda mili tar prestada por la Unión Soviética a pedido del legítimo gobierno de Afganistán, la que por otra parte, como ya dijimos, pasa prácticamente inadvertida a los ojos del observador. Lo que no puede dejar de impresionar, en cambio, es la realidad de la colaboración generosa de la URSS para el progreso material y cultural del pueblo afgano. Si el viajero va desde Kabul al norte, ve en los montes Hindu-Kuch túneles y sinuosas carreteras. Si va al sudeste, pasa por las granjas estatales del sistema de riego de Nangarhar. Las aguas del río Kabul accionan las turbinas de las centrales eléctricas de Daruntá y Naghlú. Si se dirige al sudoeste, tropezará con el sistema de riego de Sarde y la autopista Kandahar Kuchka. Todo ello se ha construido con el concurso técnico y económico de la Unión Soviética, aun antes de la Revo lución de Abril. En Kabul mismo, pueden verse las naves de la fábrica de Reparación de Automóviles de Jungalal, el Instituto Politécnico, la Escuela de Peri taje de Mecánicos de Automóviles y... hasta una pintoresca mezquita, vecina a la Universidad, construida y diseñada por los soviéticos. También en la capital, junto a las cabañas de adobe surgen edificios de hormigón con estructuras procedentes de la factoría de casas pre fabricadas levantada por la URSS.

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Esa es la visión más impactante de la presencia sovié tica que cualquier observador honesto puede llevarse de Afganistán. Por lo demás, lejos de los puntos donde las bandas de feudales y mercenarios asolaban a la población pacífica, la vida se desarrollaba normalmente en el país. Los comercios abrían sus puertas como es habitual, los vendedores callejeros pregonaban sus productos y los desocupados, en cuclillas, contemplaban el cielo en horas interminables. Junto con los niños vendiendo cigarrillos y baratijas, las mujeres con sus velos seculares y la aguda pobreza, ofrecían el contraste entre lo viejo — que comienza a desmoronarse— y lo nuevo, que ya se vislumbra en la confianza de la población hacia el nuevo gobierno y en el desarrollo y afianzamiento de las conquistas democráticas, antifeudales y antimperialistas de la Revolución de Abril. Por eso no nos sorprendimos el 17 de enero, cuando en el aeropuerto de Kabul esperábamos nuestro vuelo de retorno, y nos llegó la noticia de que los periodistas norteamericanos habían sido expulsados de Afganistán. Presenciamos sus actitudes provocadoras en las conferencias de prensa ofrecidas democráticamente por el presidente Babrak Karmal y sus desesperadas búsquedas de cualquier indicio, cualquier rumor, cualquier hecho, que pudiera desfigurarse para ser utilizado luego en la campaña antiafgana y antisoviética. Pero nunca hubiéramos imaginado lo que ocurrió al día siguiente, lejos ya del lugar de los hechos. .. El diario norteameriacno Washington Post anunciaba, desde Kabul, intensos combates “entre unidades sovié ticas y del ejército afgano” frente al aeropuerto de esa ciudad; exactamente a la misma hora en que departíamos apaciblemente con otros colegas, mientras revi-

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sábamos nuestros apuntes y contemplábamos aquel frío pero soleado mediodía invernal. Acaso los periodistas yanquis, o los funcionarios de la embajada norteamericana, hayan confundido el trinar de los pájaros con disparos, el sonido de los aviones de pasajeros con el de obuses de gran calibre, o la niebla que cubría los picos de las montañas que rodean el aeropuerto con volutas de humo y polvo provenientes de los supuestos “combates encarnizados”. Sin embargo, la verdad es muy otra. Se confunde de modo deliberado deseos con realidad, se miente pre meditada y vergonzosamente.

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UNA CARCEL VACÍA Depende de cómo se lo mire. Si uno cree en la “sana” preocupación de estadistas supuestamente honorables que apelan a la conciencia de la humanidad y acuden a los estrados internacionales para defender al pueblo afgano de una tragedia que sus agencias y plumíferos nos pintan diariamente a través de los periódicos, no puede más que confundirse al llegar al escenario de los a contecimientos. Por el contrario, si parte sencillamente de la realidad que ve, no sólo podrá reflejarla objetivamente, sino descubrir el nudo de la cuestión y advertir los verdaderos intereses de aquellos repentinos defen sores de pueblos que siempre han oprimido, de derechos humanos o de cualquier tipo que jamás han respetado, o de religiones y costumbres nacionales que invariablemente han despreciado. Existen infinidad de ejemplos, pero algunos son muy elocuentes. Pasemos por alto el fundamental sobre la deformación de la asistencia soviética, fácilmente advertible pisando apenas Afganistán. Dejemos, para explicar


más adelante, las reales implicancias del problema reli gioso o el auge de la confianza y la seguridad que crecen en la población. Veamos un hecho, reservado en muchas crónicas a un párrafo perdido, pero a nuestro entender simbólico: hasta la revolución las cárceles estaban abarrotadas de presos y en el período de Amín más de 10 mil trabajadores, campesinos, religiosos, militares, militantes del PDPA, estudiantes e intelectuales, fueron arrojados a las mazmorras. Las prisiones están ahora virtualmente vacías. ¿No es este un hecho para meditar? ¿No expresa acaso el contenido de la nueva etapa revolucionaria iniciada el 27 de diciembre en Afganistán? ¿No es la forma más acabada de plasmar en la realidad la convocatoria a la unidad nacional, al respeto de las creencias religiosas y las libertades democráticas que han decla rado, como fundamento y garantía del programa de tras- formaciones, las autoridades del país? Por simple deducción, entonces, los que alborotan a la opinión pública contra el legítimo gobierno de Afganistán y sus decisiones soberanas, quieren cárceles llenas de patriotas, odio religioso, división, miedo, atraso y, lógicamente, fronteras desguarnecidas para una “libre” agresión de los contrarrevolucionarios armados, adiestrados y pagados por imperialistas y maoístas. Pule-Charhi se levanta a unos cuarenta kilómetros de Kabul. En automóvil no lleva mucho desde la capital divisar las torres de control de este presidio de triste fama, el más grande del país. Nosotros, sin embargo, avanzábamos lentamente. Las fuertes nevadas llegaron varios días después; lo que dificultaba la marcha aquella mañana de enero eran centenares de autos, ómnibus,

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camiones y hasta las infaltables muías. Caravanas inter minables, bocinazos; una fiesta de la que participaban miles de familias: uno de los últimos contingentes de detenidos salía ese día de la prisi ón, una suerte de fortaleza medieval (aunque fue construida en 1965) perdida en un círculo semidesértico que recuerda los paisajes lunares. En esta primera ocasión sólo pudimos trasponer la puerta principal y avanzar dificultosamente por el pri mer patio interior, limitado por otra gran muralla, que termina en dos aberturas laterales que dan a la plaza donde se levantan las barracas. Se abrían las puertas de hierro. Los gritos de “Viva la libertad”, “Viva la Revolución”, “Fuera los traidores”, atravesaban l os gruesos paredones y se perdían en el mercado que improvi sadamente se había montado aquel día frente a la tenebrosa prisión. Frituras, pasas, frutas, refrescos, tenderetes con toda clase de baratijas; los niños que se arremolinaban a nuestro alrededor para vendernos chicles, cigarrillos o fósforos, por unidad. Más allá, agrupados caprichosamente, lujosos automóviles y de los otros, carros tirados por muías, autobuses desvencijados, bicicletas, los típicos camiones multicolores, taxis y motocicletas. La multitud abigarrada, sus rostros, sus ropas, sus movimientos, ofrecían una radiografía de las etnias, ca pas sociales y sectores del pueblo afgano; los mismos cuyos destacamentos más avanzados constituyen el basamento de la revolución democrática y antifeudal y a los que la conspiración externa e interna había arrojado a la cárcel, la clandestinidad o el abismo de la división, el desconcierto y la confusión. De adentro salían ex

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ministros, obreros, profesionales, sacerdotes, campesinos, jóvenes estudiantes, comunistas, soldados, creyentes y ateos. En los que esperaban tras los barrotes se repetía el cuadro: manos callosas, rostros curtidos y apenas una manta andrajosa cubriendo, enroscada, todo el cuerpo: vestimentas persas, pero conservando la tipicidad hasta donde da el bolsillo. Algunos con el “longui” (turbante), gastados pantalones occidentales y el chaleco bordado; otros con el pantalón flotante combinado con una vieja chaqueta de corte inglés, comprada en algún revoltijo o trocada con algún turista. Un poco más allá un señor, tal vez un comerciante o un campesino medio, con im pecable traje nacional, y a un costado, un joven estu diante de boina vasca, zapatos abotinados y un polvoriento sobretodo negro. Junto a él una muchacha, de aspecto retraído, ataviada como en cualquier ciudad europea. Aquí y allá, a prudente distancia de sus hombres, incontables mujeres ocultas tras el “tchadri”: un largo pantalón, camisa larga de seda o algodón y un largo velo opaco que cubre des de la cabeza a los tobillos. Algunas llevan sandalias y otras van descalzas, como sus hijos. La temperatura es de siete grados bajo cero. Dashalili, un hombre joven de pobladas cejas, se graduó en la Academia Militar de Medicina y trabajaba en el Hospital Central. “Fui arrestado por pertenecer al ala izquierda del partido, pese a que no soy afiliado”, nos dice. Azimillah, un anciano de 73 años, festeja su libertad, (pero no sabe a ciencia cierta por qué fue dete nido. Aparentemente, la razón era que su padr e, muerto hace muchos años, había sido un sacerdote muy famoso en su región. También traspuso los barrotes Nashur Dzhamil, el cantante y músico más popular del país. Una noche lo vimos actuar por televisión y sus canciones,

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llenas de amor a su patria y su naturaleza, atrapaban al personal y a todos los afganos con quienes compar tíamos el hotel. El 13 de enero regresamos a Pule-Charhi. Afuera ya no había gente; adentro tampoco. Sólo algunas decenas de procesados por participar de las criminales “bandas de Amín”, elementos monárquicos condenados hace tiempo y delincuentes comunes. Los cuatro enormes bloques donde hasta hacía unos días se hacinaban los presos continuaban allí, silenciosos, como fantasmas de una pesadilla de la que se despierta. Ingresamos al Bloque N° 2, completamente vacío, de donde salieron 2.141 detenidos, de los casi 4.500 liberados en ese presidio (en todo el país, 10 mil). En el interior, la presumible frialdad y oscuridad. Una prisión. Pequeños habitáculos que albergaban hasta 150 personas tiradas sobre el piso; las celdas individuales, los baños inexistentes y paredes rayadas con consignas por la revolución, la libertad y contra las bandas de Amín. El mismo comandante de la prisión, capitán Abdul Zahir Ramiar, que nos acompañaba, había salido de ahí unos días atrás. En las paredes de entrada a la barraca aún pueden verse profundos orificios de bala, secuelas del 27 de diciembre. Era como un infierno, apagado ya. El gobierno anunció que la cárcel será eliminada. Dejamos atrás Pule-Charhi y retornamos a la ciudad. Miles de personas se dirigían hacia las mezquitas. Era una jornada de duelo, el Día de los Mártires, en memoria de los caídos en defensa de las conquistas revolucionarias y víctimas de la represión en el período de Amín. Los miembros del Consejo Revolucionario en pleno participaban de las ceremonias religiosas. Nos

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acercamos a una pintoresca mezquita, cercana al Ins tituto Politécnico, donde un almuecín lanzaba una plegaria pidiendo la unidad de los musulmanes afganos para defender el país y respaldar a sus Fuerzas Armadas. “El enemigo —decía— acecha, está cerca y desea lanzarse sobre nuestra patria”. Al salir del templo, un nutrido cordón de jóvenes nos despidió con sus manos sobre el pecho, en señal de agradecimiento por nuestro ingreso. Para un musulmán, la curiosidad del visitante es una anécdota, mientras que si advierten una actitud respetuosa la interpretan como un símbolo de adhesión, o por lo menos de reve rencia, ante el Islam. Pero había también otro mensaje en aquellos ojos profundos. Parecían decirnos que no ocultáramos la verdad, que no olvidáramos los miles de muertos a manos de la agresión contrarrevolucionaria, o los inmolados absurdamente durante el período que duró el despotismo de Amín. Justamente ese mismo día un decreto suprimía el temible “KAM” y lo sustituía por el servicio de seguridad estatal “HAD”. En sólo tres meses, nos relataron después alumnos y profesores del Instituto Politécnico de Kabul “fueron arrestados aquí 700 estudiantes, o sea, más de la tercera parte del total de 2.000”. Unos pocos fueron rescatados de las cárceles y antes de dejar Afganistán nos informaron que se había confirmado el asesinato de 200 de esos jóvenes. Del resto no se sabí a nada.

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RELIGION Y CAMBIOS El Día de los Mártires recorrimos decenas de mez quitas en Kabul. Claro que no todas. En Afganistán existen 16.000, más de una por cada 1.000 habitantes. Las mujeres no pueden asistir a los mismos templos que los hombres. En la capital, por ejemplo, vimos sólo una mezquita para ellas. No es difícil deducir, pues, la influencia de la reli gión sobre la vida social y la necesidad imperiosa de asimilar al grueso de lo s creyentes para las trasformaciones revolucionarias. La reacción feudal y el imperialismo están empeñados en un proceso en sentido contra rio. La herramienta principal es el analfabetismo, el retraso en el nivel de conciencia de las masas y la ignorancia, hasta de los preceptos mismos del Corán. Porque el Islam no es una teoría armónica, ni una filosofía íntegra, y sus postulados son susceptibles de interpretación. Aunque es difícil, es posible ponerlo en cierto grado del lado del desarrollo progresista. El ejemplo de las repúblicas soviéticas del Asia Central es vivo y

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concreto en tal sentido. Por lo demás, la propia realidad que hemos visto en Afganistán abunda en ejemplos reve ladores de la complejidad del problema, que no se plantea en estos momentos en términos de religiosidad o antirreligiosidad, sino del contenido ideológico con que se orienta a las masas influenciadas. En repetidas ocasiones el gobierno de Kabul ha ase gurado al clero y a los fieles musulmanes que tendrán la plena seguridad de poder vivir en paz, en una nueva democracia y que el régimen mismo ayudará hasta financieramente a las mezquitas y seminarios y otros centros de estudios del islamismo que existen en el país. Esta política se aplica en los hechos pese a que, debe reconocerse, los excesos de Amín significaron un retroceso, al que hay que sumar los errores propios de un proceso difícil, al que se enfrentan enemigos poderosos. Veamos algunos matices. La usura, por ejemplo, es condenada por los preceptos del Corán. Sin embargo, pasó desapercibida durante siglos para el clero reaccionario, que vivía al amparo de los señores feudales, y ninguno de los actuales inopinados “defensores” de la pureza del Islam advirtió la tenebrosa herencia de los intereses que ahogaban a millones de campesinos, anulada en uno de los primeros decretos del gobierno revolucionario. Por el contrario, la reforma agraria se encontró con tropiezos inesperados, por decirlo así, entre los propios campesinos, influenciados por conceptos adheridos a través de prédicas seculares y también de latigazos. Muchos no querían aceptar la tierra, ni tampoco cultivarla, pues, de acuerdo con el Corán, está prohibido orar sobre el campo “robado”, tal como pre sentaban las cosas los terratenientes.


La liberación de la mujer, esto es, su incorporación paulatina a la producción y la vida social, a la par del hombre, chocó también con resistencias. No se trataba del inocente velo, que por una ley aprobada por el régimen monárquico ya dejó de ser obligatorio para las musulmanas. El poder popular avanzaba sobre zonas “ve dadas”, como comprometer la facultad de los señores adinerados de - comprar servidumbre femenina a perpetuidad o abrir para las mujeres el “peligroso” mundo del conocimiento, a través de la alfabetización. Y los prejuicios sobre los que cabalga el enemigo tienen una fuerza difícil de doblegar, a! punto que el gobierno democrático debió convertir en voluntaria la asistencia de las mujeres a los cursos de enseñanza, que en un principio era obligatoria. El decreto N? 7 de octubre de 1978, que siguió al de anulación de deudas para los campesinos, impulsó otra reforma revolucionaria, eliminando los casamientos tempranos y el “acidaque” (dote) por el que se compraban las mujeres. En realidad, en este último caso, con buen criterio, el gobierno conservó la costumbre estableciendo una cantidad máxima permitida, de carácter simbólico, para no violar las normas y el espíritu de la “Shariat”, código de preceptos religiosos, éticos y jurídicos del Islam. Muy pronto, los sabihondos de bazar, como no podían aducir que se había violado el Corán, impulsaron la idea (que tiene su campo de aceptación en el atraso, la miseria y la ignorancia) de que el gobierno revolucionario quería aniquilar a la familia musulmana “desvalorizando a sus hijas”. A simple vista, puede parecer ridículo, pero imagínese por un momento el lector las miserables tiendas donde


viven millones de nómadas o las amuralladas casas de adobe donde se refugian los campesinos. Leer no saben, el 80 % de la población carece de radios, y televisión hay sólo en Kabul para unos 50 mil aparatos. La lucha ideológica, la propaganda y explicación del contenido real de las reformas, se trasforma en el imperativo de primer orden para el gobierno revolucionario. Pero, a la vez, es un terreno inmenso, inabarcable por momentos, donde el enemigo cuenta con el peso de seculares tradiciones que no se borran con un simple decreto, por más justiciero que sea. De otra forma no se explica que un campesino (no l a mayoría, por supuesto) no acepte la tierra, o que un padre se niegue a perder una jugosa ganancia y venda a su hija. De paso, el que se atreve a sacudir el “statu quo”, puede encontrar sus campos incendiados por los bandidos y feudales que ingresan por las noches desde Pakistán, presenciar la violación de sus mujeres o ver, bajo las ruinas de la escuela de la aldea, los cadáveres de los niños y maestros que osaron desafiar el “modelo” de Islam de los terratenientes. En las ciudades fronterizas son aún vis ibles los destrozos causados por las acciones terroristas. En una de ellas, Kholangor, en un centro de estudios preuniversitarios que fue destruido, los bandidos dejaron escrito en enero de este año sobre una de las paredes que quedó en pie: “Muerte al que sabe leer o escribir”. Olvidaron que el precepto se les podía aplicar. En Occidente se oculta cuidadosamente las verda deras banderas que agitan los “guerrilleros” musulmanes y se opta por diluir el problema en una “rebelión” religiosa, supuestamente masi va, soslayando los proble-

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mas económicos y políticos que se escudan tras ella. Ni qué hablar de una creencia que seguramente ha calado hondo en las mentes de los lectores prisioneros de la “prensa libre”: la de que la mayoría del clero musulmán está contra el gobierno popular, cuando en realidad sucede todo lo contrario. Los sacerdotes participaban activamente de las manifestaciones de apoyo al gobierno que se repetían por todo Afganistán durante nuestra visita. Por radio, y en l os diarios, nos enterábamos de las adhesiones de jefes de tribus y mullahs de distintas provincias y de diferentes etnias del país. Inclusive, muchos de los que se habían sublevado por los enfrentamientos azuzados durante el período de Amín, regresaban a sus lugares natales, se presentaban a los órganos administrativos y deponían las armas. El Consejo de los Ulemas, por ejemplo, un organismo religioso que agrupa a los sabios y científicos musul manes, se ha alineado inequívocamente del lado de la revolución. El Consejo, desde 1930, se encuentra incorporado virtualmente a la estructura de gobierno a través del Ministerio de Justicia, y tiene la facultad de analizar los documentos y medidas estatales a la luz de los principios de la ley coránica. La revolución respetó esta norma religiosa y el clero progresista no ha puesto trabas, sino por el contrario, a la labor trasformadora. Abdul Aziz Seddiq, presidente del Consejo de los Ulemas, recibió a muchos periodistas en Kabul, pero no todos reflejaron lo que dec ía este insospechado intérprete del Corán. He aquí algunos de sus conceptos: “En el preciso momento en que Afganistán vive de verdad en plena renovación, el imperialismo lanza contra nosotros una ofensiva propagandística masiva y, ade-

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más, con el pretexto farisaico de «defender la independencia de un país musulmán» ¿Y quién iza esa falsa bandera? La iza EE.UU. que a lo largo de muchos años apoyó y alentó a la sangrienta dictadura del Sha iraní, culpable de la muerte de centenares de miles de musulmanes. Lo hace EE.UU. que prepara nuevas provocaciones contra muchos estados musulmanes, al forjar ese «cuerpo de reacción rápida», enviando a costas ajenas navíos de guerra suyos e instalando allí donde le es posible b ases militares para la agresión. Lo hace EE.UU. que a lo largo del tiempo trascurrido desde la Revolución de Abril, estimuló e instigó las acciones bandidescas contra nuestro país. En estos días, el Consejo de Ulemas recibe desde las distintas provincias del país numerosas cartas y telegramas, en los que los musulmanes sencillos, honrados y destacados servidores del culto, patentizan su apoyo al rumbo del nuevo gobierno. Sus autores saludan la ayuda prestada por la Unión Soviética, en correspondencia con la Carta de la ONU y el tratado de amistad, buena vecindad y colaboración, suscrito en 1978 entre Afganistán y la URSS, así como también atendiendo a los llamamientos reiterados del gobierno de Afganistán. Esta ayuda nos garantiza las conquistas de la revolución y nos asegura también que la religión islámica no será ultrajada. Todos los afganos, todos los musulmanes, todo nuestro pueblo rechazan de plano los descarados ataques sin precedentes de los imperialistas y de sus secuaces a nuestro país, a su política, a nuestra amistad con la Unión Soviética. El poder popular no hiere nuestros sentimientos y actividad religiosa. Ni vale la pena hablar de ello. Lo sabe en nuestro país cada niño”.


No lo decimos nosotros, lo afirmó el titular del organismo eclesiástico más prestigioso del país. Por lo demás, cualquiera puede ver en Afganistán las mezquitas llenas de gente. Sus puertas no están cerradas y nadie detiene a los creyentes. Ni un solo templo ha sido destruido y ni un solo sacerdote está preso en la actualidad. También conversamos con el mullah de Kabul, es decir, el jefe islámico de la ciudad (una especie de obispo para los católicos). “La situación es difícil pero clara —nos dijo—: vivimos un momento crucial de nuestra historia y de la historia del mundo islámico. La inmensa mayoría de nuestros hermanos en la fe de Mahoma son muy pobres. Muchos viven en la miseria total. Usted lo ha visto en las calles de Kabul. Entonces, hay dos Islam, dos mundos musulmanes: uno pobre y otro rico. El problema es que el imperialismo, que se enriquece aun más con el petróleo del Islam rico, desea aplastar al Islam pobre y, dentro de él, al pueblo de Afganistán. Pero a nosotros no lograrán dividirnos y nos mantendremos unidos para defender nuestra patria”. Días después, el 28 de enero, en las ceremonias reli giosas con motivo de la natividad del profeta Mahoma, este mullah repitió conceptos similares en su prédica a la multitud desde lo alto del minarete de la pintoresca mezquita azul de Kabul. Un almuecín, por su parte, nos aseguró que “es el pueblo afgano, de fe musulmana, el que está guiando al régimen de Babrak Karmal hacia el respeto total a las enseñanzas del Corán”. Claro que el problema religioso no queda cerrado con esto. A diferencia de Irán (que sí comparte las divisiones nacionales, de etnias y tribales), el islamismo de profesión fundamentalmente sunnita de los afganos no per-

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míte la formación de una jerarquía eclesiástica propiamente dicha, y mucho menos la aparición de un “ayatollah” como Khomeini. La principal figura de los sunnitas es el “mullah”, un sacerdote que ejerce su auto ridad exclusivamente a nivel local. Su influencia como jefe se produce a través de la formación escolar y religiosa y por su condición reconocida de intérprete de la ley coránica. En este cuadro, las tradicionalmente buenas relaciones que han mantenido los mullahs rurales con los señores feudales favorecen una relativa oposición a los cambios y, en los casos en que se presentan, los planes conspirativos de los grandes terratenientes.

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DESPUES DE SIGLOS DE SEMBRAR CIZAÑA

Ganar la conciencia de los mullahs rurales, cuya actitud frente a los cambios aparece muy marcada por las relaciones económicas tradicionales, es una tarea de tanta importancia para el poder popular como la de resolver la cuestión nacional, tras la cual se percibe nítidamente la mano de los colonialistas ingleses, especialistas en dividir países y tribus y en auspiciar caprichosos esquemas geográficos que durante años sumergen a los pueblos en luchas fratricidas para beneficio de las metrópolis imperialistas. A través de la región centro-este de Afganistán, abarcando un área similar de Pakistán, en un extenso círculo partido en dos por la frontera, se extiende el llamado “Pushtunistán”, principal refugio de las bandas de mercenarios y feudales asentados en territorio paquistaní. Pero la historia comenzó en 1893, cuando una misión inglesa encabezada por sir Durand llegó a Kabul,

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obligando al entonces emir de Afganistán a firmar un tratado que establecía una nueva demarcación fronteriza con la India británica. Como resultado, múltiples territorios y tribus afganas quedaron detrás de la “línea Durand” y fueron incorporados al imperio. Este tratado se convirtió en una barrera muy seria en el camino de los afganos hacia la consolidación nacional (la etnia mayoritaria es pushtú) y frenó el desarrollo económico, político y cultural del país. Ese tratado es, asimismo, el núcleo del problema que afecta las relaciones con Islamabad. Al formarse en 1947, en el territorio de la India británica, dos estados independientes (India y Pakistán), el gobierno de Kabul declaró que la “línea Durand” ya no existía como frontera entre Afganistán y Pakistán, en cuyo territorio quedaron 7,5 millones de pushtunes. El conflicto, en algunos momentos muy agudo, llegó en 1961 al rompimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países y, a pesar de que dos años después se restablecieron, el problema sigue sin solución. Detrás de su permanencia se mueven los intereses del imperialismo y de los hegemonistas chinos, que arman y empujan a Pakistán a un conflicto abierto con su vecino. Paralelamente, se alimentan y utilizan con fines con trarrevolucionarios los sentimientos antipushtú de las minorías nacionales. El 55 por ciento de los afganos son pushtunes, un 19 por ciento tadzhikos, y en porcentajes menores les siguen uzbekos, turkmenos, hazares, baluchis, nuristanis y otras minorías. Es un problema delicado porque, a su vez, el nacionalismo pushtú ha estado invariablemente presente en todas las administraciones hasta la Revolución de Abril e, incluso, volvió a reflotar en cierta forma en el período de Amín.

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Los baluchis, por ejemplo, una etnia de origen indio y profesión musulmana sunnita, mantiene (como los kurdos iranios) una lucha secular por el reconocimiento nacional y está distribuida en un área de 200 kilómetros cuadrados en Afganistán, Pakistán e Irán. Constituyen la zona más atrasada de los tres países y un invalorable foco de tensión para la política imperialista, cuyos servicios de inteligencia impulsan la creación del llamado “Gran Beluchistán”. En tanto, lindera con la República Soviética de Tadzhikistán, cercana a la pequeña línea de 85 kilómetros que separa a Afganistán de China y en la parte norte de la frontera con Pakistán, se encuentra la región de Badakhshán, donde habita una minoría tadzhika de profesión musulmana chiita, que tiene como líder al ayatollah Khomeini, de Irán. En este sector trabajan particularmente los agentes pekineses, que realizan in cursiones por territorio afgano y han levantado campamentos de instrucción militar de los “rebeldes” en la parte china. Como se observa, los argumentos religiosos o nacionales de la llamada “rebelión musulmana” contra el régimen de Kabul son muy diversos y hasta antitéticos, aunque la propaganda imperialista se esfuerce por presentarlos como un todo armónico, y pese a que se habla confusamente de un supuesto “integrismo” que no resistiría las diferencias entre sunnitas y chiitas. Los intentos de reunir todos estos problemas seculares en una misma bolsa y orientarlos contra la revolución afgana son ilusorios. Como máximo, pueden “unificarse” los delincuentes comunes de las diversas regiones, que no otra cosa son los cabecillas d e las organizaciones asentadas en Pakistán, según testimonios de algunos periodistas

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occidentales. Es más, haciendo abstracción por un mo mento de la particular situación creada con la agresión encubierta del imperialismo al legítimo gobierno afgano, si nos detenemos a pensar en los conflictos reales que se arrastran desde hace decenios, como el de los baluchis, veremos que las balas de los separatistas no apuntaban tradicionalmente a Kabul, sino más bien a Islamabad o a Teherán. En Afganistán, los sentimientos religiosos de los musulmanes jamás han sido tan respetados y protegidos como bajo el poder popular. La cuestión nacional, por su parte, comenzó a resolverse sobre la base de una igualdad real, eliminando gradualmente las diferencias socioeconómicas, liquidando la opresión nacional en todas sus formas y garantizando a todas las nacionalidades sus derechos inalienables, incluido el de utilizar la lengua materna, editar libros y periódicos y escuchar programas radiales en ella. La cuestión no radica entonces en la oposición religiosa. El problema es económico-político, y la rebelión, en ese contexto, existe, pero no es popular ni musulmana: es la contrarrevolución feudal, la minoría que intenta restaurar el viejo orden con la ayuda del imperialismo y los hegemonistas chinos. La bandera del Islam es un instrumento más, aunque no desdeñable, en un país dividido en múltiples nacionalidades y sellado históricamente por la lucha de clanes y tribus. La extrema miseria y la ignorancia son también otro aliado de la contrarrevolución, por eso el gobierno popular ha declarado la guerra al analfabetismo. Las tribus nómadas, por ejemplo, completamente aisladas de los centros civilizados, son las más utilizadas por los enemigos de Afganistán para sus fines. Entre 2,5 y 3 millones de personas se desplazan permanentemente

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junto con su ganado. Pero hay tres tipos de nómadas: los que deambulan por una sola región, los que lo hacen por todo el país y los que atraviesan las fronteras. Esto último se aplica especialmente para las tribus de “Pushtunistán”, que permanecen en verano en Afganistán y en invierno en Pakistán. Los cabecillas “rebeldes” reclutan como simples mercenarios, por la paga, a muchos de sus integrantes, los que no saben, a ciencia cierta, por qué ni para qué luchan. A su vez, las autoridades de Islamabad utilizan a los nómadas para inflar las cifras de los supuestos “refugiados” afganos (directamente proporcional a la “ayuda” que recibe el gobierno), y con toda clase de artimañas y amenazas se les impide, en muchos casos, regresar a sus valles de verano. En realidad, este truco de inflar cifras de población no es nuevo en los países asiáticos pobres, donde el bajo nivel cultural y el aislamiento geográfico hacen difícil y hasta imposible efectuar censos exactos. Sobre Afganistán, por ejemplo, es curioso encontrar, tanto en artículos periodísticos, datos oficiales, de enciclopedias o de las Naciones Unidas, cifras tan disímiles que van de los 15 hasta los 21 millones de habitantes. ¿Cómo se explica? Muy simplemente: la ubicación del país en el ranking de países más pobres, y por lo tanto el monto proporcional de los distintos tipos de ayuda internacional que recibe, dependen de la renta per cápita. Y esto fue manipulado durante años por la burocracia estatal mo nárquica que embolsaba las regalías, disminuyendo relativamente la renta mediante el aumento artificial de la población. El gobierno revolucionario, por primera vez en la historia de Afganistán, llevó a cabo un censo que arrojó la cifra aproximada de 15.600.000 habitantes, en el verano de 1979.


Por último, digamos que en los días de nuestra estadía, en las capitales y pueblos de distintas provincias del país, se realizaban mítines con la participación de obreros, campesinos y representantes de la intelectualidad y el clero. Los diarios afganos informaban sobre demostraciones de respaldo de distintos sectores nacionales y religiosos. Jefes de tribus nómadas pushtú, por ejemplo, enviaron desde provincias fronterizas con Pakistán telegramas de apoyo. En la ciudad de Lashkargah, provincia de Helmand, los sacerdotes musulmanes censuraron la campaña antiafgana organizada por la reacción internacional. Radio Kabul, por su parte, informaba acerca del regreso al país de los primeros contingentes de ciudadanos que huyeron perseguidos por el régimen de Amín o engañados por la propaganda contrarrevolucionaria.

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DE “PARVA NIST” AL DESPERTAR DE UN PUEBLO A fuerza de impotencia y desesperación, una filosofía de indiferencia maduró durante siglos en la conciencia del pueblo afgano en las cuestiones de la vida diaria. Pero la revolución lo despierta y le da nuevos bríos. “Parva nist”: hasta no hace mucho era la palabra o el sonido más escuchado por cualquier forastero que pasara por Afganistán. Y aún hoy, lógicamente, es muy común. Significa “no es grave”, “no importa” y va acompañada habitualmente de un encogimiento de hombros. Sin embargo, todo va cambiando. Aparecieron en el país movimientos sociales antes desconocidos, como el trabajo voluntario, que abarcó a la población de casi todo el, territorio. Habitantes de ciudades y aldeas trabajaban reparando hospitales, escuelas y viviendas. Fue creada la emulación entre fábricas y hasta entre barrios de las ciudades. En todo esto, cumplen un papel muy activo el Ejército, los nacientes sindicatos y las organizaciones


populares juveniles, de las mujeres y los campesinos. En un proceso dialéctico, la revolución se nutre de su pueblo y lo educa. Un caso para contar es el de los microdistritos capitalinos, levantados por la fábrica de viviendas prefabricadas de Kabul, única en su género en Afganistán. Sher Aghá, alcalde de la ciudad, nos cuenta que, pese a la compleja situación interna y externa, continúan materializándose el plan general de desarrollo de la capital afgana y la construcción de viviendas para los trabajadores. Pero nos enteramos que detrás de estas palabras hay una larga historia, en la que los intereses de los propietarios y constructores privados de fincas individuales, quisieron destruir la factoría de casas prefabricadas levantada por la URSS, desde su mismo nacimiento anterior a la Revolución de Abril. En definitiva, no lo lograron, aunque sí postergaron y dificultaron el avance edilicio, cuando de los 70 mil edificios de vivienda de Kabul 40 mil eran inhabitables y 20 mil familias esperaban casas en los nuevos microdistritos. Sugestivamente, los argumentos de clase también se encubrían en el celoso resguardo de la tradición islámica, a tal punto que en los primeros tiempos muchos afganos se negaban a mudarse y “preferían” seguir habitando en tenduchos, garajes, cobertizos o, en el mejor de los casos, en casuchas de adobe o agujeros en las cuevas de las montañas próximas. Los hábiles intérpretes del Corán defendían sus intereses y aseguraban que las nuevas vi viendas no se adecuaban a las tradiciones: en cada planta hay dos departamentos para sendas familias, de modo tal que el hombre podía ver el rostro de la mujer ajena, vecina suya, en cualquier descuido. Por lo demás, decían, “las personas viven allí una encima de otras, mientras

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que arriba del amo sólo puede vivir Alá”. Los temores se acrecentaban con la aparición de una costumbre novedosa: trabajar colectivamente en la urbanización y plantación de árboles y flores, en barrios donde vivían también europeos y especialistas soviéticos, saltando a la vista la igualdad de mujeres y hombres. Los prejuicios pueden retrasar el progreso pero no lo detienen. En la actualidad, los microdistritos que florecen en Kabul, se hacen propaganda por sí solos. Las ventajas son evidentes y estos complejos habitacionales y de esparcimiento encarnan los cambios que se operan en el régimen social, los gérmenes de la vida nueva: los brotes de colectivismo y la superación de la indiferencia y las infinitas mallas sociales, estamentales y espirituales que envuelven a la sociedad afgana. Se comprende, pues, por qué los edificios de cinco pisos motivaron tan encarnizada lucha de clases. La rápida adaptación de las mujeres a la vida en viviendas nuevas es, a su vez, otra importante victoria de las fuerzas progresistas de Afganistán. Obviamente, la revolución choca también con dificultades objetivas, junto con la reacción externa e internacional: la complejidad de la trasformación de toda la estructura socioeconómica, limitación de recursos internos, falta de cuadros técnicos y administrativos. Pero “parva nist” va muriendo. El pueblo participa cada vez más activamente en la construcción de la nueva sociedad y en su defensa. En estos días, destacamentos de milicias populares voluntarias protegen las carreteras, puentes y desfiladeros, así como los trasportes con víveres y artículos de primera necesidad, cuyo traslado a ciudades y aldeas obstaculizan las bandas de mercenarios. Por pri-

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mera vez en la historia del país se está creando un amplio frente nacional de todo el pueblo, se ha restablecido el orden revolucionario auténtico y la legalidad, y se ha asegurado la libertad de expresión y religión. Actualmente, nos dice el presidente Babrak Karmal, el CC del PDPA y el gobierno del país, “trabajan activamente en la solución de importantes y difíciles problemas de la economía nacional. Es necesario, ante todo, eliminar las desproporciones y dificultades creadas artificiosamente en el desarrollo de la economía nacional por las acciones aventureras de la camarilla de Amín. Las orientaciones fundamentales del desarrollo son la industrialización, la extirpación de los vestigios del feudalismo y de las relaciones prefeudales en el agro, la elevación de la cultura del pueblo y la liquidación del analfabetismo”. Asimismo, se elabora la Constitución verdaderamente democrática de la república. El pueblo ejercerá el poder político a través de los consejos nacionales y locales, siendo que las elecciones de diputados a la Asamblea Nacional tendrán lugar sobre la base del sufragio universal, directo y secreto. Todas estas medidas afianzan el apoyo y la confianza de la población. De modo que son inútiles las mentiras de la propaganda occidental, que trata de presentar las cosas como si el poder popular estuviera perdiendo el control del territorio del país y las masas se estuvieran apartando de él. Es precisamente al revés. Después de los sucesos de diciembre, numerosos cuadros del PDPA y del Consejo Revolucionario se lanzaron a ciudades y aldeas para dialogar con la población y explicar los objetivos de la revolución, bajo las consignas de paz, libertad, independencia nacional, democracia, progreso y justicia social. Cierto día, caminando

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en Kabul por la Plaza de Pushtunistán, vimos cómo un contingente de obreros bajaba de un camión y comenzaba a borrar consignas de las fachadas de los edificios. Preguntamos a nuestros acompañantes: “El gobierno decidió destruir todas las consignas ultraizquierdistas que puedan desorientar al pueblo. Amín, antes de diciembre, a menudo utilizaba, una fraseología extremista que chocaba con la realidad”, nos dijeron. Después nos enteramos que un comité de expertos trabaja en la remodelación del escudo, al cual es posible que se le incorpore el color verde, representativo del mundo islámico, y que se procede —con la participación de todos los sectores sociales y religiosos— a la elaboración de otro emblema. Los cambios en las estructuras y formas de la bandera y el escudo nacionales responden a los propósitos del gobierno de no ir más allá de la realidad socio-económica y cultural del pueblo. En una ocasión — nos relató sorprendido un colega—, mientras conversaba con un funcionario del Ministerio de Información y Cultura, éste lo interrumpió para arrodillarse sobre una pequeña alfombra persa colocada en un rincón de su oficina y comenzó a orar recitando trozos de un Corán que tenía sobre su escritorio. Todos los documentos y programas del gobierno popular tienen un tono realista. Babrak Karmal subrayó, por ejemplo, que en las condiciones actuales, la construcción del socialismo no es la primera tarea del frente patriótico. La misión histórica consiste, advirtió, en el desarrollo y profundización de las bases democráticas de la república, la culminación de la reforma agraria y el desarrollo de la industria ligera y pesada. “Nos encontramos ahora en la etapa inicial de la vía de desarro-


lio no capitalista y solucionando gradualmente problemas económicos cada vez más complicados, crearemos las premisas para la construcción de las bases del socialismo” agregó Sultán Alí Keshtmand, miembro del Buró Político, ministro de Planificación y vicepresidente del Consejo Revolucionario. Un dato sintomático es que en lugar de las forzadas consignas que borraban apresuradamente aquellos obreros, pueden leerse ahora otras que responden a los intereses inmediatos de millones de afganos: “trabajo a los desocupados”, “la tierra a los campesinos”, “el analfabetismo es un enemigo de la revolución”.

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ENEMIGO SIN PALABRAS Afganistán es un país abigarrado, pintoresco y ruidoso. Sus habitantes son amantes de los festejos populares, hospitalarios, y saben apreciar el buen humor y la broma. Para el visitante, especialmente occidental, cada metro de terreno ofrece una sorpresa, alguna costumbre o rasgo singular de gran “atractivo turístico”, pero cada uno de ellos esconde, a su vez, el drama de un pueblo sumergido en la pobreza y el atraso seculares. En el bazar, ese inmenso mercado que abarca a casi todas las ciudades, puede verse como en un espejo tráfico, la suciedad junto al lujo, los manjares orientales y los niños hambrientos; una moderna computadora de bolsillo, el último perfume francés, extraños atavíos, y las romanas de madera, la tracción a sangre humana y la virtual esclavitud de los dependientes de las tiendas; el reflejo, en definitiva, de una sociedad a caballo entre el feudalismo y el capitalismo, pero desde hace dos años con un pie en el futuro.

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Caminando por Kabul, uno puede abrirse paso en un mercado y, al aire libre, sentarse ante el barbero para que le corte el pelo al ras. Si hay “suplemento”, no habrá inconveniente en que el servicio incluya agua y jabón, pero lo común es a seco. Cientos de niños y mujeres le pedirán limosna, semidesnudos y casi descalzos, aunque la calle esté cubierta de hielo y nieve. Los pregones de los vendedores (de cualquier cosa, hasta lo más inimaginable) se perderán en la música con que los salones de té atraen a la clientela. Los acordes son monótonos, de compases orientales, parecidos a la oración que a las 5 de la madrugada ya penetra por la ven tana del hotel. A esa hora, el almuecín —o más a m~ nudo su sirviente— enciende un panzudo samovar y después de tomar té, convoca a los fieles con una letanía repetida puntualmente todos los días. Los bocinazos de los coches, los repetidos timbrazo de los ciclistas advirtiendo a los asnos y camellos, los carneros desollados colgando de los tenderetes, las mujeres completamente cubiertas, la insistencia de los niños limpiabotas o del planchador a carbón, quien le alisará la camisa en un instante en plena calle, parece sumergir por momentos al visitante en un mundo de fantasía, en un pasaje de Las mil y una noches. Pero, de pronto, advierte ciertos “injertos” de este siglo o se acerca a un ministerio u oficina pública y fotografía unos señores simpáticos, muy populares, generalmente ancianos, sentados frente a un butacón donde desea san algunos papeles, sobres y lapiceras. Es el escriba o escribiente. Por unas pocas monedas le redactará una petición, llenará un formulario o, simplemente, le escribirá o leerá una carta personal. Surge entonces en toda su dimensión el drama del analfabetismo. La mayoría

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de las que se arrodillan junto a los escribanos son mujeres envueltas en sus “tchadri”. Entre ellas, 99 de cada 100 no saben leer ni escribir. Y es precisamente una mujer, la doctora Anahita Ratebzad, miembro del Buró Político del CC del PDPA, la ministro de Educación de Afganistán. Mientras nos dirigíamos a su despacho en un edificio de estilo colonial, el “estado mayor” de la educación, como lo llaman en Kabul, hacíamos las reflexiones que anotamos más arriba. Recordábamos también que muchas etnias pequeñas son analfabetas en absoluto por carecer de alfabeto propio. Los regímenes anteriores comprendían la urgencia de acabar con esta situación, por lo menos de palabra, pues dañaba su prestigio. En 1969, durante la monarquía, comenzó la “campaña de alfabetización”. También Daud, en medio de gran revuelo propagandístico, creó cursillos que, entre 1974 y 1978, frecuentaron 20 mil personas, según se dijo. Después el poder revolucionario descubrió que sólo habían asistido cuatro mil. El presupuesto público asignaba a la alfabetización 600 mil dólares, más 400 mil de ayuda externa al año, suficientes para convertir a los cursillistas en catedráticos. Pero los créditos se despilfarraban y los libros de texto no estaban adaptados a las necesidades del país. Se procuraba no distribuirlos y a menudo los olvidaban en los depósitos. Si para la revolución el analfabetismo es un enemigo poderoso, para el viejo régimen era un buen aliado. Por eso el nuevo poder emprende esta colosal tarea como objetivo prioritario. Sin la palabra impresa no hay manera de combatir los prejuicios, de enfrentar la propaganda enemiga.

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“La lucha contra el analfabetismo no es sólo una tarea del Partido, el gobierno y el Consejo Revolucionario, es la tarea de todos los hombres cultos y de toda la inteligencia del país. Hemos pedido ayuda a todas las organizaciones de masas, a la oficialidad del Ejército popular, al estudiantado y al clero para que preparen a la gente. Los sacerdotes, en las mezquitas, pueden convencer a los creyentes sobre la utilidad de la alfabetización, sin la cual no pueden cumplir bien ni siquiera la ceremonia del culto; no pueden leer el Corán ni rezar bien”, nos dice Anahita Ratebzad, una mujer de unos cincuenta años, llena de entusiasmo y con una firmeza y elocuencia que atrapan al interlocutor. Nos explica luego que la tarea por delante es difícil pero no imposible y que las escuelas no pertenecen ya a una clase social sino que están abiertas para todos los niños afganos. Actualmente se prepara un curso intensivo de dos años para jóvenes de 10 a 14 años, los cuales no tuvieron posibilidad de estudiar, para que puedan terminar el curso de primero a cuarto grado e ingresar y seguir junto a los otros desde el quinto. El Ejército, de todos modos, es el principal blanco de la campaña, en un plan elaborado conjuntamente con el Ministerio de Defensa. “Primero vamos a educar a los soldados. Ellos después regresan a sus aldeas y lugares natales y enseñan, a su vez, a sus parientes, vecinos y amigos. También hacemos hincapié en las fábricas, oficinas públicas y todos los lugares de concentración. Los trabajadores y soldados alfabetizados son luego nuestros mejores propagandistas”, afirma Anahita. “Que más de medio millón de afganos, desde la Revolución de Abril, se hayan alfabetizado con éxito — agrega— no es poca cosa. Sí, hubo dificultades y erro-

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res, pero los corregiremos. El principal fue cierta inti midación de la gente, cierta incapacidad para llegar a las masas. Fíjense que del total de alfabetizados nada más que el 3 % son mujeres, y exclusivamente de las zonas urbanas. En el campo se niegan por los prejuicios religiosos y nosotros no podemos ordenar, imponer, si no media el convencimiento. En estos momentos, el ingreso a los cursos lo hicimos voluntario para las mujeres. Pero, simultáneamente, no dejamos de hacer entre ellas propaganda y agitación, inclusive a través de las mezquitas, como les explicaba antes”. La ministro es mujer. La pregunta nos parece oportuna. Hemos visto la marginación social de la mujer y el papel dominante del hombre. ¿Cómo está planificado luchar contra esto en las escuelas? “En primer lugar —nos recuerda— si ustedes quieren ver el nivel de democratización de un país, deben observar la situación de sus mujeres. Y si nuestra revolución quiere desarrollar rápidamente el bienestar del pueblo, tiene que mejorar la situación y condiciones de vida de las mujeres. Es una condición imprescindible, pero hasta ahora no podemos ofrecer logros espectaculares. Claro que nosotros haremos lo posible en las escuelas, pero el problema es fundamentalmente económico y social. Cuando las mujeres se incorporen plenamente a la vida de la sociedad, a la producción, y aporten a la economía familiar, el problema desaparecerá por sí mismo. La causa más importante es la dependencia económica de la mujer con respecto al hombre. La religión no exige todo lo que sucede en los países atrasados. Aquí las mujeres están oprimidas, están explotadas, pero el Islam no dice exactamente eso. Nosotros pensamos que debemos comenzar por divulgar entre las mujeres numerosos

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puntos útiles que contiene el propio Corán y que nos ofrecen posibilidades para ayudar a la mujer a participar más activamente en la vida social. Por supuesto que se trata de libertades limitadas, pero es la apertura de un camino que después ensancharán las propias interesadas”. Muchos países occidentales, nos relató Anahita Ratebzad, han negado o suspendido la ayuda prometida hace mucho para el desarrollo de la educación afgana “que necesita de la solidaridad material e intelectual de todos los pueblos del mundo”. Los países socialistas, y particularmente la Unión Soviética, “son los únicos que nos prestan su gran experiencia en materia educacional. Nosotros la utilizamos para Afganistán, especialmente la de las repúblicas asiáticas soviéticas, porque la URSS i—dijo— es el primer país del mundo que en un plazo tan corto pudo dominar el analfabetismo”. Terminada la entrevista, atravesamos los pasillos re pletos de mujeres (¿mil, dos mil?) que esperaban a la “compañera ministro”, y salimos a la calle. A un costado de la puerta un hombre cualquiera cumplía, echado sobre una pequeña alfombrilla, una de las cinco oraciones diarias obligatorias. Muchas cosas, pensamos, han visto las antiguas fortalezas del monte Sherdarwaza, que domina Kabul y nos pareció aquella tarde como un mudo e imparcial testigo de los siglos. Ahora presencia la colosal hazaña de un pueblo que se atreve a desafiar la ignorancia y el atraso. Un pecado terrible, que hasta llega a comprometer los “intereses vitales” de un poderoso estado situado a miles de kilómetros de sus fronteras, pero que glorifica ante el mundo a los bandidos que queman las escuelas, cortan las manos y descuartizan a las mujeres y niños afganos.


LA TIERRA, Y EL POLVO DEL ATRASO

En el Ministerio de Agricultura y Tierras, mientras esperábamos una entrevista, observamos una escena. Un hombre de raído turbante, largos bigotazos y macizas manos callosas, trataba de convencer a otros campesinos, unos diez, que lo miraban silenciosos, con ojos incrédulos y bien abiertos. Hablaba en alguna de las lenguas nacionales, pero, resumiendo, la traducción de su discurso era la siguiente: “las ruedas del tractor no envenenan la tierra”. Una simple anécdota. Sin embargo, cuántas cosas pueden deducirse e intuirse. El problema principal del plan de reforma agraria es la herencia feudal, en la que sobresale la ignorancia de los propios beneficiados. “La mayoría de ellos jamás han visto un tractor y mucho s se niegan a utilizar maquinaria y prefieren el milenario sistema de arar con búfalos”, nos dice Ghafar Lakinoal, el viceministro de Agricultura y Tierras.

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En la primera etapa de la reforma agraria, la revolución ha convertido hasta hoy a 269.000 familias campesinas pobres en propietarias, las que han recibido 740 mil hectáreas cultivables. Se crearon 1.145 cooperativas y se nos informó que 848.600 hectáreas han sido entregadas a haciendas estatales, mientras otras 25 mil están siendo distribuidas a las municipalidades, organizaciones estatales de diversa índole y comunidades musulmanas. Antes de la Revolución de Abril, terratenientes pertenecientes a tres poderosos clanes familiares controlaban el grueso de la tierra cultivable, según nos dijo Ghafar Lakinoal. Desde tiempos muy remotos los “zamindares” (latifundistas) disponían de la mayoría de los campos y ocultaban a menudo las cifras relativas a los sembrados y cosechas, por lo que no se contaba siquiera con datos exactos sobre la superficie labrantía. En 1974, por ejemplo, se procedió a un censo parcial de tierras en las ocho provincias del norte, revelándose que las fincas del 2 % de los propietarios (grandes y medianos) superaba por su superficie todo lo que poseían el 81 % de los campesinos. Sólo algunos grandes terratenientes tenían tractores u otras máquinas. Aun hoy se cultiva con primitivos arados de madera. Los latifundios, principal freno para el desarrollo de las fuerzas productivas, condenaban a la agricultura, que proporciona más del 50 % de la renta nacional, al más absoluto estancamiento. El 5 % de los propietarios disfrutaba de casi la mitad (las mejores) tierras de cultivo, mientras 1.500.000 familias de campesinos pobres poseían pequeñas parcelas, como regla hipotecadas, careciendo de ganado, de aperos, de agua, de simientes o de fertilizantes, o de todo a la vez. No tenían tierra en

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absoluto unas 600 mil familias. Es precisamente a este sector al que benefició la primera etapa de la reforma agraria, mientras que el decreto N 9 6 de 1978, de liberación de deudas, alivió la situación tremendamente penosa de pequeños propietarios y estimuló la formación de cooperativas. De los 13 millones de hectáreas aptas para el cultivo, dice Ghafar Lakinioal, no se aprovechaban ni cuatro millones y sólo algo más de la mitad de estas últimas se regaba. Los latifundistas no estaban interesados en construir obras de riego modernas: el trabajo de los braceros, casi gratuito, era lucrativo, incluso en las tierras malas, con sistemas de riego antediluvianos y con aperos primitivos. Sólo en 1972 murieron más de 100 mil afganos de hambre debido a un largo período de sequía. El gobierno acelera ahora la construcción de represas y sistemas de riego en diversos puntos del país, que han sido estudiados y están siendo asesorados y dirigidos en su realización por técnicos soviéticos y de otros países socialistas. De acuerdo con la ley de reforma agraria, puede recibir tierra todo ciudadano de más de 18 años que se comprometa a trabajarla con su familia. Para proteger a los campesinos contra explotadores rurales, se prohíbe la. hipoteca, el arriendo, la venta o el fraccionamiento por herencia de las parcelas. Todas las organizaciones de crédito y agrícolas estatales, están obligadas a facilitar préstamos ventajosos, máquinas, semillas y fertilizantes a los campesinos que reciben tierra. También se distribuyen campos entre los ganaderos nómadas y se les permite el derecho a pastoreo en las cooperativas y granjas estatales.

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Por primera vez en la historia, en Afganistán se garantiza una solución verdaderamente radical y democrática del problema agrario, liquidando la parasitaria clase latifundista y entregando la tierra a quienes la trabajan. Pero la cuestión no termina con la entrega al campesino de un pedacito de suelo y un papel donde dice que le pertenece. Por detrás está el atraso, el analfabetismo casi absoluto, el sabotaje de los antiguos caballeros feudales; por delante, una tarea gigantesca para elevar la conciencia social, desarrollar la tecnificación (en todo el país, nos dijeron, había sólo 500 tractores), garantizar los créditos, las semillas, el acopio, los sistemas de distribución, etcétera. Los seguidores de Amín, como en otras áreas, intentaron en el campo una especie de “radicalismo” que, en los hechos, significó un retroceso. Parte de los campesinos no recibió las parcelas porque no estaban preparados. Se afirmaba que repartiendo rápidamente la tierra (si era posible en unos pocos meses) se ganaba al campesinado, sin considerar que en un proceso paralelo —y relativamente lento— debe garantizarse esa entrega con asistencia técnica, medidas educativas, sociales y económicas. Tampoco puede subestimarse el papel solapado que desempeñan muchos latifundistas, a los cuales por ley, co mo a cualquier ciudadano, se les permite la posesión de una cantidad máxima de tierra, según la calidad. Algunos de ellos están en los campamentos de mercenarios en Pakistán, pero otros ingresaron en las cooperativas, por ejemplo, para destruirlas por dentro. La mayor instrucción y las relaciones de servidumbre consolidadas durante siglos, les permiten influenciar sobre parte del

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campesinado ignorante y convencerlo, entre otras cosas, de que no puede sembrar en tierras “robadas”. De modo que la tarea por delante es muy compleja, y las autoridades afganas no lo ocultan. Debe desarrollarse y aumentarse el sector agrícola, logrando la tecnificación e impulsando así el avance industrial, como el textil o el de la alimentación, para el mercado interno y la exportación. El rendimiento es aún muy bajo. Según nos relataron funcionarios competentes, un campesino afgano recoge al año nada más que 100 dólares. El país produce trigo, algodón, remolacha azucarera, cítricos, hortalizas y frutas. Tiene además un buen plantel de ganado ovino, una de sus principales riquezas. Pero el deficiente sistema de riego, que deja indefensos los campos ante la sequía, afecta el nivel de las cosechas, y en los principales cultivos (algodón y trigo) aún no han podido superarse las dificultades crónicas. Por término medio, una hectárea de buena tierra tiene un rendimiento de 1,2 toneladas de trigo. Sin embargo, sobre el milenario Afganistán, disipando las tinieblas del Medioevo, surge, entre éxitos y dificultades, la aurora de la nueva vida. Los feudales y los monopolios han perdido lo que ha ganado el pueblo y no se resignan. Pero el proceso es irreversible y bajo un régimen democrático e independiente, el país posee potencialidades sustanciales para desarrollarse económicamente. Existen importantes reservas de cobre, carbón, bauxita, lapislázuli y otros minerales. En uno de los dossier que entregan los representantes de la embajada norteamericana a los periodistas que llegan a Kabul, se revela que Afganistán, a pesar de ser uno de los países con la población más pobre del mundo, es

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rico en minerales ferrosos, no ferrosos, preciosos, semi preciosos y en petróleo. Se cree asimismo que en las montañas, que son muchas, hay uranio en cantidades. En el mismo documento citado, los funcionarios yanquis no pueden ocultar su preocupación por un hecho que no guarda relación alguna con la “defensa del Islam”. Aquellos yacimientos minerales —dicen— están siendo ahora explotados por el mismo Estado nacional, en beneficio propio, para lo cual cuenta con asesoría y ayuda económica de la Unión Soviética y otros países socialistas. También aquí perdieron los monopolios.


EL REINO DEL REVES No es sencillo expresar las distintas sensaciones que experimentábamos al abandonar Afganistán: melancolía, seguridad, cierto orgullo. Pero lo primero que venía a la mente era un sentimiento de fastidio, como de irritación, por no poder abarcar en una sola frase toda la realidad de un pueblo sufrido, optimista y firmemente decidido a defender su revolución y su soberanía, para demostrar de esa forma a los lectores la dimensión del complot imperialista y la tremenda falsedad de los argumentos utilizados por la campaña antiafgana y antisoviética. En las páginas anteriores hemos reseñado lo sucedido en Afganistán hasta el momento en que los periódicos fueron inundados por crónicas catastróficas sobre las consecuencias, para el pueblo afgano y la paz mundial, de una supuesta “invasión” soviética. La verdad de los hechos fue minuciosamente ocultada, como también algunos otros antecedentes de importancia y el desarrollo posterior de los acontecimientos. Es más, se


deformó todo hasta ponerlo patas arriba. Como en “El Reino del Revés”, de María Elena Walsh, “un ladrón es vigilante y otro es juez, y que dos y dos son tres”. La actual conducta de Washington, que a nadie le quepan dudas, no es una reacción por la posición soviética frente a los requerimientos del legítimo gobierno de Afganistán. Ya hace muchos años que Estados Unidos viene regateando la firma del Salt II, suspendió las conversaciones con la URSS sobre reducción de la acti vidad militar en el Océano Indico, se negó a conversar la limitación de ventas de armas convencionales, para que nadie le impida entregarlas a sus testaferros en el Oriente Medio, África, Asia, América latina y probablemente China. Hace poco, impuso a sus aliados en !a OTAN la decisión de emplazar nuevos cohetes nucleares de alcance medio en varios países de Europa Occidental, apuntando a la URSS y al mundo socialista. En otras palabras, los sucesos de Afganistán “no constituyen la causa verdadera del actual agravamiento de la situación internacional. De no haberse presentado el caso de Afganistán, seguro que determinados círculos en EE.UU. y en la OTAN hubieran encontrado otro pretexto para agravar la situación en el mundo”, afirmó Leonid Brézhnev en sus respuestas a Pravda el 13 de enero pasado. De modo que las preocupaciones por la paz, la “amenaza soviética”, la “defensa del mundo islámico” y otras por el estilo, son la mentira más grosera que se haya escuchado en los últimos tiempos, más aún cuando el propio presidente norteamericano, James Cárter, no puede evitar afirmar con el mismo desenfado que casi todo el mundo es región de “intereses vitales” de Estados Unidos y que tendría el “derecho” de “defenderlos” por la fuerza.

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¿Y quiénes son los veladores del orden internacional? Nada menos que los agresores de Vietnam, los que mantienen bases militares y centenares de miles de soldados fuera de su territorio, en decenas de países. ¿Y quiénes defienden el mundo musulmán? Los que propiciaron la paz por separado entre El Cairo y Tel Aviv y suministran a Israel el respaldo necesario para que masacre al pueblo musulmán palestino; los que firman acuerdos secretos con varios países reaccionarios de Oriente Cercano y Medio, de la zona del Indico y de Asia, sobre el empleo de sus bases aéreas y navales por las tropas intervencionistas norteamericanas y no cejan en sus propósitos de reflotar los pactos militares regionales agresivos; los que concentran (amenazando y bloqueando al Irán musulmán) en la zona del Golfo Pérsico la flota naval y aérea más potente de todo el período posbélico, con armas nucleares hasta la línea de flotación, capaz de llevar a cabo una agresión directa en cualquier momento y en cualquier parte. Este era el “contorno” que rodeaba a la joven revolución afgana, junto a la intensificación de la agresión militar directa, cuando en diciembre pasado pidió ayuda a la Unión Soviética. “¿Podía acaso Afganistán no tomar medidas de precaución necesarias para asegurar la defensa de su revolución cuando él mismo no posee todavía los medios materiales y posibilidades para oponer resistencia con éxito al asalto militar de la superpotencia norteamericana?”, se preguntaba en enero la revista Africasia, editada en París. Desde luego que no. Es Estados Unidos, entonces, el que está enceguecido por el olor a petróleo, el que se ha ganado el odio de los países musulmanes. No es soviética la amenaza contra el Islam y los intentos de desviar la atención en ese

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sentido no son más que sueños. ¿Es o no estadounidense el personal diplomático de 11 (nada menos que de 11) países de la región, que debió ser evacuado en parte considerable? ¿Y quién sanciona económicamente a Irán, quién lo amenaza con las armas, quién crea las llamadas fuerzas de “reacción rápida” para defender supuestos “intereses” yanquis a miles de kilómetros de sus fronteras, aunque hace como que se “olvida” que Afganistán es vecino de la URSS, tiene fronteras con ella, su pueblo es amigo del soviético desde siempre y tiene derecho a pensar y preocuparse de sus intereses nacionales y de su seguridad? Digamos de una vez por todas las cosas como son. El imperialismo pone a los pueblos de Oriente Medio en la alternativa: o un régimen social y una política que garanticen sus intereses económicos y estratégicos o miseria y hambre, enfrentamientos religiosos y nacionales, guerras civiles y puede que intervenciones imperialistas. No de papel y tinta como la que inventaron para la URSS, sino a sangre y fuego como es costumbre. El presidente Cárter piensa ganar así las elecciones próximas, prometiendo combustible suficiente al complejo militar-industrial y a los tanques de los automóviles de la gran burguesía norteamericana. Para ello desempolvó los viejos libretos de la época de la guerra fría y se puso a jugar peligrosamente a la “maestra ciruela” en la arena internacional, suponiendo que puede aplicar sanciones, suspender eventos deportivos o dar “escarmientos” por derecho divino. Por desgracia para la administración estadounidense, los tiempos han cambiado. Y mucho. El edificio de la distensión, aunque no está aún terminado, ha echado cimientos sólidos. La humanidad no tiene otra causa mejor ni más segura.


No se trata, con esto, de minimizar los peligros que se ciernen contra la paz mundial, por responsabilidad exclusiva del imperialismo, ahora acrecentados por la “alianza entre el águila y el dragón”, como gusta denominar la prensa burguesa el coqueteo entre Washington y Pekín, que llega en algunos casos (el de Afganistán) a la acción coincidente y concertada. Tanto Estados Unidos como los maoístas estaban, y están, complicados hasta el cuello en el complot contrarrevolucionario. Por eso ahora se irritan hasta el paroxismo, como una novia a la que abandonan en el altar. Claro que se aferran a aquello de que “una batalla no es la guerra” y precisamente crear un foco de guerra, y si es posible un conflicto prolongado en las puertas de la Unión Soviética, es un sueño largamente acariciado.

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UNA CAUSA PERDIDA Los más prominentes personajes de Washington, Pekín, Londres e Islamabad intercambiaron más de una visita después de los sucesos de diciembre, que abrieron una nueva etapa en la Revolución de Abril. Tras la cortina de humo de las calumnias antisoviéticas, han ido tejiendo una sangrienta telaraña agresiva contra Afganistán, lo que representa una virtual guerra no declarada. Norteamericanos y chinos han prometido millones de dólares en armas para los sediciosos asentados en Pakistán; y hasta el mismo asesor del presidente de Estados Unidos para seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, se dedica a agitar por los campamentos donde se instruye a los asesinos. Según datos registrados en la prensa mundial, hay en Pakistán unas 20 ó 30 bases especiales y cerca de 50 puntos de apoyo, donde se organizan formaciones militares para enviarlas a territorio afgano, bajo !a instrucción de expertos de los servicios especiales yanquis, chinos y egipcios. Las bases de mercenarios y los cam-

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pamentos más grandes se encuentran en las ciudades pakistaníes de Peshawar, Chitral, Parachinar, Attock, Miram Shah, Zhob, Cherat, Kohat, Warsak, Queta, Landi Kotal y Jamrud. A modo de comparación, merece recordarse la posición de Kabul: el gobierno ha declarado ya reiteradas veces que ofrece su amistad a todos sus vecinos, incluidos Pakistán e Irán. El establecimiento de relaciones amistosas con esos pueblos responde a la voluntad del pueblo afgano y es la línea general del PDPA. y el gobierno de) país, dijo en conferencia de prensa el 23 de enero el presidente Babrak Karmal. “En lo que respecta a Pakistán —agregó—, aunque en su territorio se concede refugio a enemigos de Afganistán, el partido y el gobierno de la República Democrática se esfuerzan por eliminar la incomprensión mutua y anudar con Pakistán relaciones amistosas”. Por desgracia, Islamabad no responde con el mismo espíritu. En fuentes oficiales de Kabul nos revelaron que asesores norteamericanos, chinos y británicos organizan un contingente de más de 73 mil soldados contrarrevolucionarios para lanzarlo contra Afganistán a principios de la próxima primavera. Los bandidos capturados confirmaron un plan de agresión en tres direcciones: la primera en la provincia de Badakhshan, la segunda hacia Jalalabad, capital de la provincia de Nangrahar, y la tercera comenzaría con un ataque a Kandahar, para abrir paso a los mercenarios hasta Herat. En cualquier país del mundo esto se llama “subversión” abierta y descarada. Sin embargo, es significativo el interés con que los periodistas occidentales (tan afectos a utilizar con ligereza aquel término) escuchan a los “rebeldes” que se desplazan por Pakistán libremente, asisten invariablemente a todas sus conferencias de prensa e inme-


diatamente difunden por todo el mundo las incitaciones terroristas recibidas de dichos contrarrevolucionarios. En tanto, no pasa jornada sin que el gobierno de la India no denuncie su preocupación por el gran movimieto militar chino que tiene lugar en la vía de Karakoram, construida con asistencia de Pekín en la Cachemira ocupada por Pakistán, y que une a Islamabad con la capital provincial china de Urumchi. En los días que estuvimos en Afganistán, contingentes de las Fuerzas Armadas locales realizaron exitosas operaciones para contener agresiones desde territorio chino, donde fueron capturados varios especialistas pekineses. Actualmente la CIA, el alma del complot contra Afganistán, tomó directamente en sus manos la dirección y realización de las operaciones agresivas. De las proporciones de la amenaza que se cierne sobre la revo lución puede juzgarse por lo dicho en el Wall Street Journal, según el cual Pakistán “es un polígono de instrucción y un refugio para unos 300 mil insurrectos”. Está claro entonces que existe realmente una agresión externa contra Afganistán y que la fraternal ayuda soviética no sólo no es una “invasión”, sino que constituye una nueva hazaña del pueblo soviético, que no duda en garantizar con su valiosa sangre los principios de la solidaridad internacional y la política exterior de paz del Partido y el Gobierno de la URSS. Las puertas de la Casa Blanca, en cambio, se han abierto para recibir a cabecillas de los “Hermanos Musulmanes” y otros grupos de delincuentes. ¿Quién tiene, pues, la culpa de que en Asia se haya acentuado la tirantez? La revolución afgana, históricamente lógica, por cierto que no. Los intentos de sofocarla son, por

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el contrario, un factor sumamente peligroso para la paz y la tranquilidad del Medio Oriente y todo el planeta. El imperialismo, como se ha visto, no desea asumir la nueva realidad del mundo y no acepta otro orden que el suyo propio. Se maneja con utopías y después se enfurece. El futurólogo Hermán Khan calculaba, hace más de una década, que el producto nacional bruto de Estados Unidos por habitante superaría al final del siglo en cuarenta veces, por ejemplo, al de la India. Si fuera así, seguramente, el “equilibrio” y la “estabilidad” no serían afectados en la región. Pero es ilusorio pensar que los pueblos de Asia, África y América latina vayan a conformarse con tal perspectiva. Mucho dinero y muchas armas llegan diariamente a los campamentos de bandidos antiafganos. Los servicios especiales norteamericanos y chinos, particularmente, apuran febrilmente diagramas de agresión, y es previsible que la joven república democrática deba enfrentar todavía duras y difíciles pruebas. Pero cuenta con la solidaridad de todos los pueblos del planeta, del campo socialista, los gobiernos sensatos y su gran amiga y vecina: la Unión Soviética. La revolución es irreversible y, en esencia, la conspiración ha sido derrotada. Es una causa perdida. Febrero de 1980

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INDICE EL “ENIGMATICO” AFGANISTAN ........................................ 7 BREVE HISTORIA DE TRES MIL AÑOS .............................. 10 LA REPUBLICA FEUDAL .................................................... 15 EN ABRIL, TANQUES Y FLORES ........................................ 18 REVOLUCION Y CONTRARREVOLUCION ............................22 LA AGRESION EXTRANJERA ...............................................28 FALSOS Y VERDADEROS AMIGOS ..................................... 33 AMIN Y LOS HILOS SECRETOS DE LA CONSPIRACION ..... 40 OPERACION DE PINZAS ...................................................... 47 LA REVOLUCION SE DEFIENDE ........................................ 56 MUESTREME UN SOVIETICO, POR FAVOR ......................... 61 UNA CARCEL VACIA .......................................................... 71 RELIGION Y CAMBIOS ....................................................... 77 DESPUES DE SIGLOS DE SEMBRAR CIZAÑA .................... 85 DE “PARVA NIST” AL DESPERTAR DE UN PUEBLO 91 ENEMIGO SIN PALABRAS .................................................. 97 LA TIERRA, Y EL POLVO DEL ATRASO .............................. 103 EL REINO DEL REVES ....................................................... 109 UNA CAUSA PERDIDA ........................................................ 114


ZbĂ­gniew Brzezinski en la frontera paquistano- afgana (izquierda); mercenarios posan para corresponsales de prensa de Occidente. Fotos de UPI “Welt" (RFA)

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