La Orquesta de Micky Capítulo 1: Sarah Mi nombre es Sarah, y estudio en el Gran Instituto de Música. Es un gran castillo que se encuentra en la zona montañosa de mi país. Obviamente, solo los mejores logran entrar, y yo tuve que hacer el examen 4 veces para lograrlo. Además de la calidad de la enseñanza, mucha gente quiere conseguir el ingreso porque es todo una leyenda, y se sabe que uno de los secretos más grandes del país está ahí. Claro que en cuanto fichan a alguien que le interesa más el secreto que la música, no lo dejan pasar. Pero yo no era El caso. Para que se ubiquen, está en el medio de montes de pinos, lagos espejados y montañas nevadas. Como está situado en un valle bajo, no hace tanto frío como en la cumbre, pero de todas formas nieva una buena parte del año. Es un castillo antiguo, de la época de los Borbones, y los directores siempre se empeñaron en mantenerlo intacto, sin reformas. Por eso cuando uno merodea por los pasillos siente como si estuviera visitando el pasado, y ve la historia pasar ante sus ojos en los cuadros de reinas y reyes. Igual, eso no significa que falte tecnología. Hay Internet wi-fi en casi todo el castillo, menos en las aulas de las torres más altas, que están ahí a propósito porque se dan clases especiales y avanzadas. También hay varias con proyectores y computadoras, y casi todas tienen amplificadores, micrófonos y parlantes. Y aún así uno se siente en la edad media. La historia que les voy a contar empezó hace una semana, o bien empezó hace unos meses, o mejor hace un año… En realidad, empezó hace unos 50 años, pero les voy a contar mi parte no más. Así que vayamos 1 año para atrás en el tiempo. Yo estaba en el patio principal, al aire libre, charlando con los compañeros que no había visto en todas las vacaciones. Era el primer día de clases y estábamos esperando que nos dijeran en qué habitaciones nos instalaríamos ese año. El año anterior yo había tenido un desempeño destacado, según los profesores, y me dijeron que le sugerirían a la directora de pasarme a las clases avanzadas. Estas son muy especiales, reservadas para unos pocos. No porque no tengan capacidad, sino porque es un grupo que se quedará el resto de la vida dedicándose al Instituto y a entender más sobre “el secreto”, como ellos dicen. Entonces, tienen que ser solo los mejores y los más confiables, y por lo general eran los hijos de algún miembro anterior o algo así, de modo que era casi imposible entrar en el grupo. Yo no creía que fuera a entrar. Algunas clases eran compartidas con los demás alumnos, y ahí podía encontrarme con mis antiguos compañeros. Pero las clases son estrictas, siempre lo fueron, y es imposible hablarle a alguien mientras. Antes yo solía hablar con ellos en la habitación, pero ahora me habían ubicado en otra, más exclusiva, en una de las torres. Y en los recreos pronto dejé de frecuentarlos, porque cada uno ya vivía en un mundo diferente. Así estaba yo: sola, sin nadie conocido, sin guía, y todo era nuevo. Justamente estaba pensando en eso cuando en una hora que tenía libre entre clase y clase saqué mi violín de su estuche, dispuesta a afinarlo, y me encontré con esa nota. Sarah:
Esta tarde a las 6:00 hay una reunión especial en la Sala de Música. Simplemente mostrale esta carta al guardia y te va a dejar pasar. No te olvides tu violín. “A las 6:00 de la tarde”… Eso era fuera del horario normal. “La Sala de Música” debía de ser la que tenía todos los instrumentos de orquesta, que nunca supe por qué le llaman “Sala de Música”. ¿Simplemente mostrar la carta? Yo ya estaba pensando en que sería una broma por ser la chica nueva. “No te olvides de tu violín”. Me preguntaba por qué, si allá estaba lleno de violines… Lo dudé durante todo el día, pero igual fui. A las 6:00 había un guardia en la puerta (lo cual no era normal). Le mostré la nota, creyendo que en cualquier momento me preguntaría qué era y yo quedaría como una tonta. La leyó detenidamente. Muy detenidamente, como si quisiera ver algo más que la tinta sobre el papel. Después me la devolvió, me sonrió y me hizo un gesto amable para que entrara. Qué alivio que fue eso. La Sala era circular, con un techo bien alto. Al alcance del hombre o de unas escaleras había filas y filas de estantes y ganchos sobre las paredes, llenos de distintos instrumentos. Incluso había una pasarela que creaba un segundo piso y permitía llegar a más instrumentos. Donde ya no alcanzaba nadie empezaba la galería de pinturas y retratos de músicos famosos. Estaban todos: Beethoven, Mozart, Bach, etc., etc. También muchos compositores que yo ni conocía, incluyendo todos los destacados del Instituto. El techo, allá a lo lejos, era abovedado. Había sillas doradas de terciopelo rojo, todas ordenadas mirando al centro. En el centro había una plataforma de mármol circular de algunos escalones de alto con un piano blanco en el medio. Yo ya conocía la Sala, ya había ido muchas veces con distintos profesores para improvisar alguna orquestita del momento, o con compañeros para practicar. También allá ensayábamos algunas canciones para fin de año. La gente se iba sentando en las sillas o se ponían a charlar en grupo. Todos parecían tener a alguien con quien estar, o si estaban solos en ese momento el grupo de amigos aparecía después. Yo me senté en una de las filas de atrás y me quedé cuidando el violín. No tardó en llenarse, y asombrosamente las sillas alcanzaron justito para todos. Ni una más, ni una menos. Cuando se hizo la hora, entró la directora y detrás de ella se cerraron las puertas. Todos se apresuraron a sentarse en su lugar y a guardar silencio. La directora se aclaró la garganta, sin moverse del lugar, como para anunciar su llegada (aunque todos ya la habían notado). Todos se pusieron de pie en señal de respeto y giraron la cabeza para verla avanzar hasta el centro del salón. Una vez al lado del piano, encaró a los alumnos y saludó con un seco “Buenos días”. -Buenos días- respondieron a coro. -Queridos alumnos- acá empezó el discurso interminable-. Hoy los he reunido a todos para presenciar la inauguración de un nuevo año. Y todos sabemos que es otro año para investigar los límites de la música, de la creatividad y de la mente… - yo ya me estaba preguntando si se sentía bien. Para acortar la historia, voy a pasarles solo las partes importantes –… y hoy todos van a tener el privilegio de usarlo durante cinco minutos ¿Qué? ¿De qué me perdí ahora? Yo ya no venía escuchando sino partes sueltas del discurso. La directora dio media vuelta y se dirigió a una escalera para subir a la pasarela y de ahí a otra escalera, la única que permitía llegar a los cuadros. Mientras seguía
hablando sobre algo incomparable (según ella), que según los mil ochocientos adjetivos parecía ser algo mágico. Llegó hasta un cuadro gigante de un violín que estaba en la línea más baja. ¿Ya mencioné que los violines son el símbolo del instituto? Bueno, no sé qué tocó y el cuadro abrió como una puerta. No pude ver lo que había detrás porque todos se pusieron de pie y se estiraron como solo los más altos pueden para ver eso asombroso que yo me estaba perdiendo. Intenté encontrar un espacio para espiar, pero no pude, así que me senté de vuelta. Noté que había otra chica unas filas más adelante que tampoco se había parado. Me sonrió. Intenté devolverle el gesto, pero supongo que solo salió una mueca. ¿Saben qué era lo que llamaba tanto la atención? Era el gran secreto del Gran Instituto de Música. Era el Sombrero, el Sombrero Azul, todo aterciopelado, con estrellas plateadas, terminado en punta (para que se ubiquen, aunque en mi mundo no exista, es como el sobrero de Mickey Mouse en el corto El Aprendiz de Brujo, de Fantasia 2000). Ese sombrero me cambió la vida, pero claro que no sabía nada en ese momento. La clase fue divertida. Ah, sí, más que una reunión, como decía la nota, era una clase. Primero, la directora se puso el sombrero y con la batuta blanca en la mano, y algo de magia, hizo volar todos los instrumentos de orquesta hasta sus posiciones. Eso no tardó ni dos minutos. Después, la directora, también profesora de esa clase y las siguientes, empezó a llamar por lista a cada uno. En cuanto los nombraban, esa persona pasaba, se ponía el sobrero y empezaba a guiar los instrumentos mientras se tocaban alguna orquestita. Era increíble como podían volar y moverse solos, y tocar mejor que cualquier humano. Los demás alumnos empezaron a buscarse algún lugar para ver mejor, o un rincón para cerrar los ojos y escuchar la melodía sin molestias (o dormirse en algunos casos), o a charlar entre sí. Algunas melodías eran divertidas, y la gente se ponía a bailar. Cada uno tenía su turno de cinco minutos para tocar, y los siguientes ya estaban formando fila detrás. De vez en cuando se escuchaba algún instrumento sonando detrás que antes no estaba, y era algún otro alumno sumado a la orquesta. La que más intentaba sumarse y que casi siempre le mandaban una mirada asesina para que callara era la que me había sonreído antes. Ella se había traído su propio violín. ¿Sería ella la que me había mandado la nota? Estaba casi segura cuando un chico se me acercó y me dijo que cuando el tocara yo podría sumarme con el violín que tenía. Además, varios me invitaron a sus charlas, o me sonrieron en algún momento. Ya no sabía quién me había mandado la invitación, pero tampoco me importó mucho. Cuando pasó a la letra de mi apellido, fui a la fila. Tenía a uno adelante todavía, y uno con el que había cruzado un par de palabras estaba detrás. Cuando terminaron los cinco minutos, el que había estado tocando se sacó el sombrero y se lo pasó rápidamente al siguiente. Antes de irse le agradeció a la directora, que estaba supervisando. El que tenía atrás me dijo que cuando me dieran el sombrero esperara a que unos amigos de él iban a hacer una base para ayudarme, y que después imaginara que uno de los instrumentos delante suena acompañando. Me recomendó varias veces que fuera de un instrumento por vez, y solo con los que más conociera, y que pasara el sombrero rápido al terminar y que no me olvidara de agradecerle a la directora. Los siguientes cinco minutos estuve escuchando infinidad de consejos de ese tipo. Y cuando me tocó a mí… Nunca me voy a olvidar de esa primera vez. Y me gustaría contarlo, de verdad, pero no tengo tiempo ahora. Da para escribir un libro entero más, y
esta vez tengo un límite de hojas, por lo que tendré que saltearme esa parte. Lo importante fue lo que pasó cuando terminé. Al parecer, mientras estuve concentrada en mi parte, una chica había llegado a la fila y por apellido era la siguiente, en vez del chico que me había ayudado antes. Sin prestar atención le pasé el sombrero y un silencio calló casi al instante. Yo me quedé helada, no sabía que acababa de pasar. Ella pasó al lado y me dijo “gracias” medio por lo bajo. La miré y vi que ella miraba a la profesora con una sonrisa. Ahora que lo pienso, debía de ser una sonrisa malvada. Miré a la directora, que la miraba con odio, pero igual la dejó pasar. Todo eso no fue ni un segundo, que el chico de antes en seguida me agarró del hombro, dijo gracias por mí y me llevó a un rincón. Ahí me explicaron que la directora tenía algo contra esa chica y nunca le dejaba usar el sombrero. Mientras me lo decía se acercaron otros, y todos me decían que no me preocupara, que había hecho bien. Pero nadie me supo decir qué pasaba entre la profesora y la chica. Al final cortamos la conversación para escuchar la música, una melodía hermosa, compleja que nunca había escuchado antes. La chica, a diferencia de los demás, había dejado la batuta a un lado y tocaba ella misma su violín con los ojos cerrados. Además, los instrumentos volaban de acá para allá al compás, y cuando me di cuenta, mi propio violín se había sumado a la música y danzaba cerca de mí. Yo lo agarré del aire y lo frené, pero entonces la melodía que había estado tocando sonaba dentro en mi cabeza y me invitaba a tocar también. Varias personas se estaban sumando, y muchos otros bailaban entre el remolino de cuerdas y vientos. ¿Por qué tardé tanto? No sé. Pero al final yo estaba bailando y tocando al mismo tiempo como no lo había hecho en años. Recuerdo que al final todos pidieron otros cinco minutos, y la directora tuvo que cederlos. En el resto del día no pasó nada más. Con la chica pude hablar recién en el recreo del día siguiente. Estaba sentada en una rama de un árbol, con los ojos cerrados y unos auriculares blancos. Según los demás, era una de las pocas veces que no desaparecía. Me acerqué a ella sin hacer ruido para que no me notara, pero al parecer me vio de todas formas. - Hola, Sarah – me dijo con la cabeza inclinada a un lado y una sonrisa. - ¿Cómo sabes mi nombre? – fue lo único que pude decir. Ella frunció el ceño un momento y después puso cara de divertida - ¿Cómo hubiera escrito la nota si no supiera tu nombre? - No pude más que sonreír ante aquello – Y vos sos… - Micky. - Micky… - traté de pensar rápido qué responder, pero ella me ganó. - Supongo que tendrás mil preguntas sobre ayer – me dijo saltando del árbol. - Sí. ¿Cómo…? - ¿Cómo sé tu nombre? Todos los profesores hablaban de vos el año pasado. ¿Cómo hice para tocar tu violín ayer? Es simplemente recordar que hay otros instrumentos además de los que te da la directora. ¿Cómo hice para que todo volara? La danza es parte de la obra, ¿no? ¿Cómo hice para tocar mi violín con los ojos cerrados? Magia. ¿Cómo hice para controlar a todos sin mirarlos? Con oído e imaginación alcanza. ¿Cómo pude manejar todo en una melodía difícil? Práctica. ¿Cómo puede ser que no estés preguntando más? Dale que no quiero quedarme con la duda.
Debo de haber quedado con cara de tonta por tanta información, y debo de haber tardado en asimilar que se había hecho silencio y que era mi turno, y también que recién me daba cuenta que estábamos caminando ya dentro del castillo a quién sabe dónde. Micky se rió. - Ah, sí, perdón- dije para ganar un poco de tiempo hasta que se me ocurriera algo más- ¿A dónde estamos llendo? - No sé, simplemente paseamos. ¿A dónde querés ir? - No sé…- Yo quería conocerla. Era mucho misterio a su alrededor. Tenía mil preguntas para hacerle, pero no me animaba a preguntarle nada todavía. Tenía que conocerla y ser más amiga primero. Ella me miró con una sonrisa. Todavía caminábamos – Por tu cara diría que te estás guardando muchas cosas que quisieras soltar. – Por alguna razón dejé de mirarla y clavé los ojos en el piso, como avergonzada. Esto debió de confirmárselo. Me tomó del hombro y me dijo: - Vení, vamos a la Sala de Música. Aunque en ese momento no me lo dijo, esa era su manera, y desde entonces también la mía, de conocer a otro. Porque cuando uno toca, escribe y canta porque sí, porque quiere, está diciendo lo que le pasa en ese momento. Uno, sin darse cuenta, rebela los secretos más profundos, o por lo menos parte de ellos, y si el otro es medio psicólogo puede adivinar el resto. Micky era una de esos.
Capítulo 2: El Sombrero Ahora vamos a saltear otros detalles para acortar un poco más. Me estoy quedando sin tiempo para escribir, así que tendremos que apurarnos. Saltemos dos semanas y vayamos al único día que vuelvo tarde a la habitación: los miércoles. Estaba caminando por esos pasillos poco iluminados por la luz de la luna que entraba por los ventanales y algunas lamparitas ámbar colgadas de la pared. Estaban desiertos y silenciosos. Y en el medio del silencio empiezo a escuchar un sonido. Uno sonido musical. Una nota vibrante, que se amplificaba con la frecuencia de las paredes. Un sol, al parecer, bastante potente. No tardó en callarse, y no tardó en volver, tampoco. Seguí caminando, curiosa. Al rato empecé a escuchar otras notas, de otros instrumentos, que junto con ese sol formaban una melodía. Eran casi imperceptibles al principio, pero a cada paso se iban tornando un poco más fuerte. Así hasta que llegué a un punto que empezaban a disminuir. Me estaba alejando del lugar. Volví sobre mis pasos hasta que encontré una puerta en el pasillo, una puerta que no había visto antes. Miré alrededor, a ver si reconocía el lugar, pero el pasillo ancho era igual en ese lugar como en la otra punta del castillo. Abrí la puerta muy silenciosamente, muy despacio, y asomé la cabeza. Adentro estaba todo oscuro, como la boca de un lobo, salvo por una luz ámbar, una vela en el medio de un salón circular sobre un piano blanco. Recién entonces caí en la cuenta de que estaba en la Sala de Música. Una melodía suave inundaba la habitación. Un violín suave, una flauta francesa y la voz de una mujer la componían. Cada vez que la voz cantaba un sol, la nota se amplificaba con la frecuencia de los muros de la Sala. Yo entré lentamente y cerré la puerta sin hacer el menor ruido. Me quedé ahí plantada, en esa sala iluminada a medias con una luz cálida pero pobre, que dibujaba largas sombras siniestras. Parecía que no había un alma. Estaba todo quieto, tranquilo, cada objeto dormido en su lugar. Pero al
mismo tiempo había movimiento por toda la sala. Las sombras danzaban al ritmo de la melodía cuando la llama de la vela titilaba. Estaba todo quieto, como una foto, y al mismo tiempo todo se movía. No lo supe decir entonces ni lo sé decir ahora. Busqué con la mirada a las personas que estaban tocando, pero no había nadie. Me acerqué a la vela y la agarré para poder moverla y alumbrar los rincones. Recorrí toda la habitación, pero todo parecía estar en su lugar. Yo seguía sintiendo que algo no cuadraba, algo además de la música. Me iba a sentar en un sillón mientras pensaba en eso, cuando di un respingo al sentir que algo me pinchaba. A la luz de la vela encontré una flauta francesa plateada sobre el asiento. No me había dado cuenta hasta entonces que la música había acabado, ya no se escuchaba más. Me agarró miedo. Había alguien más en la habitación que yo no podía ver ni tenía idea de donde estaba, pero esa persona podría verme a mí claramente con la luz de la vela. Yo no debía estar ahí, era tarde, tenía que estar en mi habitación. Tuve la “prudencia”, como dijo Micky después, de apagar la vela, y empecé a caminar lentamente hacia donde yo creía que estaría la salida. Pero de repente algo me agarró de atrás, y yo pegué un grito que habrá despertado a medio castillo. En seguida me soltó, fuera lo que fuera, y escuché una risotada, como si me acabaran de hacer una broma. La risa se alejó un momento, se calló, y Micky volvió a prender la vela. Me miraba con una sonrisa divertida. Yo no salía de mi shock. - ¿Qué hace acá a estas horas de la noche, señorita?- Me dijo, imitando a la directora y con la misma cara divertida. Yo no pude más que reírme, y ella se me sumó en seguida. Cuando pude parar, le pregunté: - ¿Qué hacés acá? - Y… ¿Todavía no te preguntaste cómo puedo manejar el Sombrero si nunca me dejan usarlo? – me respondió señalando con la mano a la sala en general, a la situación más que nada. Acá fue cuando noté el bonete azul que tenía en la cabeza. Me quedé muda, apuntándolo con un dedo. Micky se divertía cada vez más. – Vení que te enseño a usarlo. Le clavé los ojos sin moverme mientras ella giraba y se alejaba, sin poder cerrar la boca aunque quería. Después la seguí hasta el piano. - Supongo que sabrás tocar el piano – me dijo cuando llegué. - Sí, pero perdí la práctica… - No importa – me interrumpió -. No la necesitás para lo que vamos a hacer – Yo la miré con atención. Ella prosiguió – Hay dos formas de manejarlo: teniendo absoluto control sobre todo lo que vayas a mover… O controlando todo lo que quieras… Elegí. - No entiendo la diferencia… Micky empezó a caminar en círculos alrededor mío, como una pantera acechando a su presa, con la espalda bien erguida, y empezó a hablar como una profesora, haciendo gestos con las manos mientras explicaba. - A la directora le gusta controlar todo a la perfección. Que no se cruce ningún pensamiento, ningún recuerdo; que todo suene tal como debe. Todo tiene que ser muy disciplinado. Si querés aprenderlo así, esperá a la clase con ella y con el tiempo vas a ir aprendiendo. Ahora, a mí me gusta que sea la mente la que mande, no la realidad. Yo pienso en una flauta… - la flauta francesa tocó un par de notas en ese momento – y la flauta suena. Yo pienso en un violín, en una melodía, y cualquier violín de la habitación puede tocarlo, aunque tengo más afinidad con el mío. Si fuera por la directora solo tendría que sonar el que ella dice. Si yo me imagino un sonido que no sé qué instrumento
lo puede hacer, puede que entre dos o tres se pongan a hacerlo para que suene tal como yo quiero, no como debe. A mí me gusta porque puedo hacer lo que yo quiera mucho más fácilmente y tengo más margen de creatividad. A la directora pareciera que le asusta la idea – se imaginarán que no faltó la risa detrás de la afirmación. - ¿Y cómo hacés para que todo vuele? – La perplejidad no me abandonaba - ¿Te lo imaginás también? - Sip. Bueno, ahí me enseñó a usarlo. Es muy fácil si uno lo cree. Empecé con los ojos cerrados, imaginándome muy fuerte los sonidos del piano. Sonaban reales en mi cabeza, hasta un punto que no los distinguía de los reales. Fijamos clases. Todos los lunes, miércoles y viernes nos juntábamos después de comer y practicábamos un par de horas. También empezaron las clases con la directora. En la semana la teníamos de profesora varias veces, pero una sola vez usábamos el sombrero. Los días cambiaban y uno nunca sabía, pero solían ser los días que Micky faltaba. Ella ya sabía que la directora lo hacía a propósito. Y si llegaba la última clase de la semana y Micky había ido a todas, la directora ya era una profesional en ignorarle el turno.
Capítulo 3: La directora Ok, ahora cuento yo. Buenos días, yo soy Micky. ¿Cómo les va? ¿Todo bien? Espero que sí. Tengo que contar rápido porque, como ya les dijo Sarah, hay poco tiempo para escribir y mucho que decir. Bien. Sarah. Sarah era esa chica nueva. Había escuchado sobre Sarah el año anterior por los profesores. No me llevo mal con todos, solo con la directora. Al parecer los profesores de las materias en las que me adelanto no me quieren. O me tienen envidia o será porque nunca les presto atención y después me va bien igual entonces no se pueden vengar. Después estoy aislada de los demás porque yo tengo todo un mundo en mi mente en el que vivir, donde el tiempo pasa más lento, o más rápido, no sé. Lo que sé es que la mente procesa más rápido que el tiempo puede pasar en la realidad, entonces en tu imaginación podés hacer muchas más cosas en mucho menos tiempo. Entre eso y el Sombrero tenía suficiente para sobrevivir. ¿Me hubiera gustado tener más? Sí, por eso busqué a Sarah. La única nueva en años, la única que podía agarrar antes de que se enterase de que no le convendría estar a mi lado y, más que nada, la única que tenía una personalidad que cuadrara con migo. Nadie quería ser mi amigo porque hablarme ya significaba una mirada asesina de la directora, amistad significaría alto riesgo de destierro del castillo. Pero bueno, no me tengo que ir por las ramas. Hay poco tiempo, muy poco tiempo, y mucho que decir. Entonces, yo le preparé una forma de conocerme antes pero que los demás no se enteraran. La última parte solo dio resultado al principio, pero fue suficiente para darle la oportunidad a ella de decidir volver a atrás. Obviamente no la tomó, la pude enganchar antes con el Sombrero, y a eso no se renuncia fácilmente. El Sombrero, de alguna forma, amplía los pensamientos y la imaginación hacia la realidad. Se necesita mucha práctica y talento natural, pero si yo cierro los ojos y me imagino un sonido con fuerza, de alguna manera u otra ese sonido se va a escuchar en la realidad. Si yo, creyendo, abro los ojos y me imagino una melodía, suena. Si a esa melodía, siempre creyendo, le coordino una danza de instrumentos al aire, todo vuela. Es
cuestión de pensar y creer en que va a pasar. Si yo cierro los ojos y me imagino cosas volando, pero no sé qué cosas, puedo causarte una tormenta de instrumentos descontrolados con su propio sonido de lluvia. Eso debe ser lo que le asusta a la directora, y no la culpo. Bueno, yo le enseñé a Sarah a usarlo. Tenía cierta facilidad con el piano cuando no lo veía, y al violín pudo manejarlo a cuatro arcos y crear melodías llenas de acordes. Pero al parecer cuesta mucho hacer volar algo. Ella nunca lo logró Un día la directora nos encontró. Era un viernes de noche y ella se había levantado a la cocina por un vaso de agua. La cocina está justo en cima de la Sala, y esa noche nosotras estábamos jugando con las frecuencias de las paredes para amplificar cada nota. Obviamente, nos escuchó. Bajó a ver qué era. Nos encontró. Puso una cara que la tengo gravada en mi mente y creo que nunca la voy a olvidar. Era una mezcla de sorpresa, perplejidad, dureza, enojo y, sobre, todo miedo. Sarah no lo interpretó así, pero yo sigo firme en que al menos una pizca de terror había en esa cara. Como pudo, porque se había quedado sin habla, congelada como un centinela frente a la puerta, nos dijo que fuéramos a nuestras habitaciones. Al día siguiente nos castigó de tal forma que solo se le hubiera ocurrido si se hubiera quedado todo el resto de la noche planeando la mejor manera. Y obvio que no volvimos a juntarnos nunca más a la noche, pero yo seguí escabulléndome dentro de la Sala cuando podía, como solía hacer antes de conocer a Sarah. Yo estaba triste, me sentía culpable. Si me hubiera pasado a mí sola, no hubiera sido tanto, pero esta vez había arrastrado a alguien inocente conmigo, y seguramente ella me odiaría por eso. Los compañeros la aceptaron bien, y ella se integró al grupo. A mí también me trataban bien. Siempre que le respondía a la directora o que lograba colarme y usar el Sombrero en clase, ellos se reían. Yo no estaba del todo sola, charlaba con varios de distintas cosas, comíamos con unos, jugaba al ajedrez con otros. Eso había sido así antes, había sido así siempre. La soledad venía de no tener un amigo en serio, uno como había sido Sarah… Y lo peor es que todo esto lo pensé en la tarde siguiente, después del castigo, y solo la tarde me duró. Todo una película para que esa noche viniera Sarah y me dijera que ella seguía siendo mi amiga, que no me iba a dejar por eso. Así, en un segundo, yo era feliz de vuelta. No seguimos con las clases a escondidas. Queríamos que la directora se olvidara un poco del asunto. O que por lo menos me sacara esos ojos de encima. Seguimos con la normalidad de Sarah, esa rutina que no seguía hacía mucho tiempo. Una vez de las tantas que decidí faltar a la clase de la directora para aprovechar el tiempo en algo más importante, como en escribir esto por ejemplo, Sarah después me contó que habían anunciado que un hombre vendría a escucharnos y a evaluar nuestro manejo del Sombrero. Obviamente, no tenían como negarme la audiencia. Dejé de faltar a las clases, y cuando la directora vio que no había día que pudiera ensayar sin mí, tuvo que sumarme a mí también. Primero intentó evitarme haciéndonos ensayar de a uno, porque la evaluación era individual, seguramente porque había un solo Sombrero. También intentó diciendo y repitiendo cada consejo a los demás para perder el tiempo. Pero a mí no me preocupó, yo ya sabía lo que tenía que hacer, solo tenía que saber de memoria la música e improvisar lo que me olvidara. Además, ella quería las mejores notas de todos, no podía dejarme a mi suerte, no fuera a ser que yo solita bajara el prestigio del Instituto. Yo sabía que tarde o temprano se le vendría la fecha en cima y tendría que darme el Sombrero aunque fuera solo cinco minutos por clase.
Y así fue. Cuando quedaba solo un mes, me incluyó dentro de la lista y me dio el mismo tiempo que a los demás. Se paraba al lado mío, me caminaba en semi-círculos detrás de mí, me respiraba en la nuca, me clavaba la vista y se encargaba de que lo notara. Al principio intenté ignorarla. Después agregué a mi metodología el convencerme de que sería su envidia la que le hacía actuar así. Pero ella también cambió su método. Cuando quedaban dos semanas, empezó a corregirme todos los detalles que encontraba. Primero, que tuviera la batuta en mano. Segundo, que la agarrara bien. Tercero, que no cerrara los ojos. Que me parara bien, que estuviera derecha. Aunque nunca le dije nada, muchos se los agradecí. Me ayudaron a presentarme mejor después en cada show, en cada audiencia. Me ayudaron a dejar de tocar solo para mí y a mostrar a los demás mis obras. Y, sobre todo, me ayudaron a engañarla mejor después. Yo no tenía la batuta porque yo guiaba con la mano, lo marcaba mejor, más natural. Pero empecé a marcarlo con la otra. Después tuve que agarrarla bien, no costó aprender. Yo cerraba los ojos porque yo me imaginaba sonidos armoniosos, no instrumentos. En realidad, a veces no tenía ni idea de qué instrumentos lograban ese sonido. Si yo miraba, esa magia de la imaginación terminaba, porque si yo quería un la con un violín, esperaba ver un violín, y si yo no sabía qué quería, nada sonaba. Lo solucioné mirando para otro lado, mirando a los que hacían la base, a la percusión, al piso a mis pies o al techo. Ella nunca se dio cuenta de todo eso.
Capítulo 4: Carlitos Llegó el lunes, y llegó el viajero que desde tan lejos, lejos venía. Llegó el lunes, y llegó la inspiración que hacía tanto tiempo no aparecía. Había veces que a la mañana me despertaba con un par de estrofas en la mente, dando vueltas entre los pensamientos como moscas zumbantes que buscan una salida de la habitación. Y bien se sabe que la única manera de sacar los versos de la mente es escribirlos en algún lado. Cuestión que llegó el lunes y llegó bien tempranito este hombre que nos iba a escuchar. Su nombre de pila era Carlos y su apellido era Montero. Según los discursos previos de la directora que habíamos escuchado a diario durante la semana anterior, este hombre era muy importante para el Instituto y era una de las pocas oportunidades que tendríamos de mostrar qué tan lejos podemos llegar. Yo, que estaba ahí desde hacía más de siete años, era la primera vez que yo recordara que venía alguien de afuera a escucharnos con el Sombrero. Todos lo trataron muy cortésmente y se hizo hasta lo imposible para brindarle la mejor comodidad. Incluso yo le di un respiro a la directora y dejé de causar problemas por un tiempo. El hombre se vestía siempre con un traje de seda negra. No sé si era que nunca se lo cambiaba o tenía varios iguales. Con Sarah
apostábamos por la segunda opción, y nos reíamos de solo pensar la primera. Tenía un bigote negro bien poblado y arreglado. Estaba siempre peinado con el pelo para atrás, siempre bien alineado. Era una persona de mediana estatura, ni flaco ni gordo. Por dos días ensayamos casi sin descanso bajo la supervisión de la directora y él. Me gustaban los efectos que había causado en el entorno su llegada. Ella ya no me evitaba, los demás no molestaban con comentarios, todos estaban muy concentrados en dar lo mejor de sí, demasiado concentrados como para recordar que yo estaba ahí, como para recordar que la mente no soportaría tanto trabajo y se estresaría. Parecía que yo era la única que recordaba eso y que en vez de ensayar sin descanso cerraba los ojos mientras escuchaba la música de los auriculares e imaginaba mundos que nacían del sonido. Los caballos corrían por los campos verdes, jugaban los perros y cachorros del pastor, las ovejas pastaban como nubes de algodón en un cielo verde, el pastor tocaba en la guitarra alguna chacarera o zamba argentina recostado contra un árbol y con el mate al lado, el perro más viejo descansaba a su lado y allá, donde nadie la veía, trepada al árbol, en la sombra fresca de las hojas húmedas estaba ella sentada, leyendo un libro, o mirando a los caballos correr, o mirando a los cachorros jugar, o pintando a las ovejas pastando, o dormida como el perro viejo, o escuchando el folclore del pastor, o tomando mate y soñando con otro mundo más. Posiblemente un mundo oscuro, de noche, bajo la luz de la luna, con sombras largas, oscuras y siniestras, con el silencio aterrorizador de la soledad, con unos eucaliptos perfectamente derechos y alineados, demasiada perfección para ser real. Y en ese bosque caminaría una persona vestida de negro, una chica, una joven, que pasearía meditando, revolviendo los más oscuros secretos del fondo de su alma, preparándose para hacer algo, algo que nadie debía saber, de lo que nadie debía enterarse, preparándose para encontrarse con alguien, alguien a quien no debía ver, alguien que no tendría que estar ahí, pero ella lo iba a hacer igual, y tendría cuidado, mucho cuidado, porque su suerte dependía solo de ella y de qué tan hondo se metía sin saber de si podría salir o no. Y después terminaba la música, en un buen final blanco, y el mundo que del sonido había nacido bajo el silencio moría, desaparecía, porque ya ninguna nota lo mantenía vívido en mi mente. El tercer día fue el día de escuchar las obras. Todos nos agrupamos en el teatro del castillo, al que solo se podía acceder si teníamos invitación, ya que nadie debía enterarse del Sombrero. Nos sentamos en las mullidas sillas doradas y uno por uno, de los primeros grados hasta los últimos, de los peores a los mejores fueron pasando y exhibiendo obras maestras y no tan maestras, obras de casi una hora y obras de cinco minutos. Coincidía que las no tan buenas eran las más cortas, así que al principio la lista avanzó rápido, pero cada vez eran más largas, cada vez se tomaban más tiempo y el ritmo se ralentizó notablemente. Después de la obra de Sarah nos fuimos a comer y no volvimos hasta que se acercaba mi hora. Aproveché el tiempo para relajarme, repasar mentalmente la melodía, la estructura y las reglas memo-técnicas en el silencio y la sombra de los árboles del parque. Para eso de las ocho vino algún empleado a avisar que los del último curso iban a comenzar, lo cual me incluía a mí. Ya había oscurecido y con Sarah habíamos visto el atardecer en el horizonte de las colinas verdes desde la copa de un árbol. Ahora cruzábamos la distancia entre el castillo y nosotras con pasos rápidos y silenciosos sobre el pasto ya casi negro por la falta de luz y las lágrimas del rocío plateadas por la luz de la luna. - Moonlight – susurré para mí.
Con el mismo ritmo caminamos por los pasillos. A pesar de haberlos recorrido varias veces y de conocerlos bien, esta vez yo avanzaba con otro aire. Tomaba caminos secundarios, atajos, cruzaba otras puertas y pasaba por lugares que no veía desde el año anterior. No era la primera vez que iba al teatro. Es más, todos los años se presentaban las mejores obras del ciclo en el escenario, y muchas veces me tocaba tocar el violín o ayudar detrás del telón. Pero esta vez no estaba tranquila como entonces. Esta vez yo sabía que tendría que dirigir los instrumentos y ser responsable por cada uno de ellos en vez de estar sentada con el violín y haciendo lo que ya habíamos ensayado tantas veces. Me empezaba a agarrar el nerviosismo que a muchos les agarra antes de un examen. El nerviosismo que todos habían sentido antes y yo no, y me había sentido como superior por eso, pero ahora me daba cuenta de que en realidad no me convenía. Ahora, que no quedaba tiempo para nada, me preguntaba si estaba bien preparada, si no me hubiera convenido ensayar un poco más, y quería volver a agarrar el Sombrero en la Sala de Música y practicar aunque fuera una vez más antes de presentarme ante el señor Montero. - Lo vas a hacer bien, Micky – Me dijo Sarah, que habría notado la preocupación en mi rostro. En seguida me apresuré a ocultarla y me reté a mí misma por haberla dejado mostrarse -. Vamos, que siempre te salió bien, y hoy no va a ser una excepción. Le sonreí con una sonrisa sincera, feliz de que lo hubiera dicho. Giramos por última vez en un pasillo estrecho y gris, claramente subterráneo, que terminaba en una puerta de madera pintada de negro. Entré a la parte de atrás del teatro con renovadas energías y ganas de tocar. Fuimos hasta los cambiadores dedicados a nosotras, me preparé con mi mejor vestido de gala, de seda azul y lentejuelas negras, y me dispuse a afinar mi violín. Sarah se puso a tararear Caledonia, de Celtic Woman, y cuando empezó a cantar yo le seguí el coro. El estribillo lo cantamos juntas, y estoy segura de que las dos sentimos ese deseo de salir corriendo hacia ese lugar que cada una extrañaba, aunque fuera lejano, aunque no lo visitáramos desde que éramos chicas, aunque fuera solo un recuerdo del pasado, aunque ya hubiera cambiado y no fuera el mismo, aunque era tan lejano que ya no sabíamos si era un recuerdo o un sueño, si era real o inventado. Estoy segura de que las dos le dimos la verdad a cada palabra de la letra. “Caledonia’s been everything I’ve ever had”. Puede que mi Caledonia fuera lo único que me mantenía viva, cuerda, creativa, bajo mi personalidad. Puede que mi Caledonia fuera ese mundo que venía a mi cabeza cuando, ya con el Sombrero en la cabeza, levanté la batuta y mil notas comenzaron a sonar. Empezamos con la Mariposa, la primera parte de solo violines inspirada en The Butterfly de Celtic Woman. Hasta que no se sumó nada yo veía todo moverse bajo la perfección, pero cuando las notas se apresuraron una sobre otra mis manos se movieron solas, guiaron a la velocidad que la conciencia no alcanza, los violines bailaron en sus lugares, mis pies y mis brazos estaban inquietos y de reojo lo vi a Carlitos (el apodo que le habíamos puesto con Sarah al señor Montero cuando hablábamos entre nosotras) que también se dejaba llevar por la melodía. Sin perder el ritmo y sin dejar el estilo celta pasamos al Duelo de Violines, donde dejé a solo dos tocando, como si uno provocara y retara al otro, inspirado en el Dueling Violins. Después el resto de los instrumentos se sumaron a hacer de la hinchada de los dos que se estaban peleando, a apoyar a uno y a otro. De preguntas y respuestas pasaban a duos complicados como solo los mejores amigos tocan, y de ahí dejaban a uno solo mostrando lo mejor de sí, y el otro que a la par intentaba igualarlo y superarlo. Así fueron rotando los papeles, y se pelearon dos violas, y
dos chelos, hasta que decidieron hacer las pases y terminar. Entonces sonó algo más tranquilo, una calma inmortal, antigua, algo más melancólico, como la voz de la historia clamando, o rezando, o pidiendo, o suplicando. Algo como un May It Be. Así la noche cayó sobre el campo de colinas verdes, y las ovejas se acostaron para dormir, y mientras el pastor volvía caminando a su casita de campo el viento le trajo la voz de la chica que cantaba a la luna, que le clamaba, que le rezaba, que le pedía, que le suplicaba. Una canción melancólica, inteligente, nostálgica, cantada por una voz joven sobre algo tan antiguo como la historia misma. Pero no decaigamos tanto, seguimos con una cortina mágica. Send Me a Song, she said. Y con un toque de amor le pedimos que no nos olvidara, que nos enviara una canción, que algún día yo lo encontraría, pero que hasta entonces me enviara una canción. En mi mundo una chica se sentaba en una rama de un árbol a mirar un lago calmo y espejado donde se reflejaba el sol bajo que pronto se escondería en el horizonte. Un sol hermoso que no la encandilaba, pero la iluminaba con su luz naranja. Y ella, para dentro, le prometía que le enviaría una canción. The Call, el Llamado me hizo caer en tierra de vuelta, y las cosas cambiaron. Unos tambores amenazadores retumbaron acá y allá, para después callarse y dejar que la melodía lenta tomara de a poco fuerza y llegara más lejos que los tambores mismos. Y recién Sarah me hizo acordar que deje de soñar y hablar de cosas sin sentido para esta historia y cuente lo que realmente importa. ¿Se nota que estoy apurada? Puede que no, porque hoy también estoy inspirada. Dejemos que la música siga sonando de fondo, así describimos mejor cada hecho. Entonces, después de mostrar mi orquesta, después de haber cerrado los ojos un par de veces por la necesidad de no ver, o de haber dejado que el mundo imaginario nublara mi vista o de haber mirado hacia otro lado, después de que me hubieran aplaudido y la directora lo haya notado, después de eso me fui a cambiarme y a guardar mi amado violín que directamente se movía con que yo solo lo pensara. Fue entonces cuando descubrí que podía hacerlo volar sin el Sombrero. Tenía que pensarlo mucho. Tenía que creerlo, que era lo difícil. Pero él solito fue a guardarse en el estuche después de lo exhausto que estaba de haber tocado durante toda la obra. La directora me alcanzó a los cinco minutos. Adivinen qué me dijo. - Así que ahora, en vez de cerrar los ojos miramos para otro lado… - Parece que sí – le sonreí. Yo sabía que no quería retarme. Esa vez no tenía la cara severa de otras veces, esa vez estaba contenta, orgullosa, y por dentro se estaría riendo de mi nueva manera de no mirar, se estaría riendo al admitir que yo nunca le haría caso, que esta sería una batalla sin fin y que las dos nos divertimos en esta. El tema quedó ahí, en solo dos frases. Yo me fui a cenar con Sarah y a dormir después. Al día siguiente nos dirían nuestras notas, nos darían los diplomas, harían los nombramientos especiales, darían los regalos. A la tarde siguiente sería lo más parecido a una fiesta de egresados, con la diferencia de que después seguiríamos estudiando normalmente.
Capítulo 5: Pasado A la mañana nos despertamos ansiosas por saber nuestras notas. Muy temprano yo ya estaba sentada en el árbol de siempre, abrigada con una campera gruesa, pantalón y botas
de invierno aunque fuera ya casi verano. Estaba oscuro, y los tonos rosados que precedían al alba pintaban el cielo con ese tono tan único cuando Sarah se me unió con un plato con un par de tostadas y el mate en la mano y termo en la otra. - “Hoy, por alguna razón, todos se levantaron temprano” - me dijo cuando llegó, imitando la voz de dormida que llegaba a tener la cocinera a esas horas de la madrugada cuando la molestaban por algo – Así dijo la Mary cuando me asomé a la cocina para ver si por alguna de esas casualidades de la vida ya se habían levantado – Agregó riendo. Yo me reí también. - ¿Mate? – Me ofreció. - Sí, y alguna tostada también, ¿no? - Ay, yo me las quería comer todas – me respondió con sarcasmo. Nos reímos de vuelta. Esa mañana ya estábamos bien despiertas. Después de todo era obvio, sino hubiéramos seguido durmiendo calentitas en la cama. - Vení acá arriba, vamos a ver el alba, que no lo vemos todos los días – le dije, invitándola a subir y a sentarse al lado mío. - Ok. Qué buena idea traerte la campera. Yo me estoy muriendo de frío. - Jaja – me burlé. – Siempre hace frío a esta hora. Tomá – me la saqué y se la di -, te la presto. - No, compartámosla. - Ok, pero vos cebás. - Jajaja, ok. Pasamos unos minutos en silencio, comiendo las tostadas calentitas y tomando el mate dulce. Yo rompí el silencio. - ¿Cómo creés que te fue? - No sé. Bien. Vos me escuchaste. ¿Cómo decís que me fue? - Bien. O sea, es tu primer año y ya casi alcanzás a los mejores de los más avanzados. - Jajaja. ¿Decís que ya te alcancé? - No, creo que tanto no. Nos reímos otra vez, y yo casi me atraganto con una tostada, así que nos reímos más. Y cuando hice notar que la risa iba en aumento nos reímos de tal forma que cada una se tentaba con las carcajadas de la otra, como un círculo vicioso. Al fin pudimos parar. - Bue, ¿y yo? ¿Cómo decís que me fue? – le pregunté. - ¿Vos? Vos le ganaste a todos. - No sé, seguramente además de escucharme a mí estuvo escuchando los comentarios de la directora. Y si no fueron en el momento habrán sido en el momento de poner la nota. Si eso afecta, no me pudo haber ido tan bien… - Pero Carlitos parece un hombre justo. No creo que se deje afectar por eso… ¿O sí? - No sé. Ya lo veremos esta tarde. -Sí… Nos quedamos mirando el amanecer. Un sol amarillo encandilador apareció detrás de las colinas verdes y las bañó con su luz. Ese contraste siempre me maravillaba, y nunca supe por qué. Como mi imaginación siempre vuela en el silencio y trata de mezclarse con la realidad, unos ciervos aparecieron corriendo en manada desde el norte hacia el sur. Y en el silencio que había sonaron unos violines tristes, como Sad Violin del 1 al 21. Mi
mente es mi mente. Si estoy loca o no no sé. Ustedes pueden llamarle como quieran. Yo le digo imaginación. Bueno, de ahí fue un día normal hasta la tarde. Así que saltemos todo eso que no tiene nada de importante. Pueden irse a tomar un café o lo que quieran y nos vemos a las siete de la tarde. A las siete menos cinco fuimos con Sarah, y nuestros violines que nos acompañan a todos lados, al teatro. Ya había llegado una buena parte de la gente. Los alumnos nos sentábamos en las primeras filas para poder llegar al escenario rápido, y los familiares se sentaban en los palcos y los otros pisos. A las siete en punto ya estaba todo el mundo. Con Sarah nos sorprendimos de la cantidad de gente que había venido. Siete y cinco empezó todo. Primero, el discurso de la directora, del que solo escuché el primer minuto, y Sarah escuchó hasta los otros cuatro, y los demás no deben de haber aguantado mucho más. Cuando terminó el discurso interminable (sí, ya sé, es un milagro), o mejor dicho, cuando notamos que se había terminado, todos aplaudieron. Más que aplaudir a las “hermosas e inteligentes” palabras de la directora, aplaudieron al dichoso final del monólogo. Después se presentó Carlitos, todo serio. Pero detrás de esa seriedad había cierto contraste de buen humor comparado con la monotonía de la directora. Por suerte fue breve, una oleada de aplausos y lo que queríamos escuchar empezó. Se acercó el primer año, y fueron nombrando de abajo para arriba. Parecían buenas notas, se notaba que todos habían dado lo mejor de sí. ¿Quién fue la última? Sarah, obvio, y con la mejor nota. ¡Hasta con nominaciones especiales! Yo estaba orgullosa de haberle enseñado a manejar el Sombrero durante esas pocas clases nocturnas. Cuando bajó del escenario, lo primero que hizo fue correr y abrazarme, riendo de felicidad mientras todos aplaudían a nuestro alrededor. - Felicitaciones – es lo único que le pude decir al oído. Lo demás ya estaba dicho. Los de primero iban saliendo, y yo salí a acompañarla un rato para festejar. Mientras nos íbamos, una hinchada de Sarahs iba creciendo cada vez más. La sonrisa de Sarah era imborrable a este punto. Nos recorrimos todo el castillo contándole a todo el mundo. En la cocina brindamos con un poco de champagne, en el comedor habían preparado una torta para todos los de primero, en el patio de afuera se hicieron la fiesta de fin de año con los fuegos artificiales aunque todavía no había oscurecido del todo, y al rato, cuando ya estábamos volviendo al teatro, había carteles colgados en las paredes felicitando a primero y a ella en especial. - Es el día más feliz de mi vida – Me dijo en algún momento. - ¿Qué? ¿Vas a descartar todos los otros días también nominados “Día más feliz de la vida de Sarah”? ¿Por qué será que nos reímos tanto? ¿Por qué veníamos contentas ya? Puede ser. - No, los voy a re-nominar y todos esos, incluido este, se van a llamar “Uno de los mejores días de la vida de Sarah”. - Jajajaja. Dale. Volvimos al teatro. Ya había menos gente. Ya se habrían ido a festejar. Todavía faltaban dos cursos para el mío. Se notaba felicidad en el aire, de los que habían pasado con buenas notas; tranquilidad de los confiados y creídos, los cuales eran más a medida que se hablaba de años superiores; ansiedad de los que todavía no tenían su nota o de los familiares de ellos; nerviosismo de los que no creían que les hubiera ido bien; decepción
de los que esperaban algo mejor; rencor y envidia en muchos casos también. En fin, era un ambiente muy variado. Con Sarah nos sentamos en un asiento libre en la tercera fila contra el pasillo izquierdo, de modo que estuviéramos bien alejadas de la directora. No prestamos mucha atención a los demás hasta que llamaron a mi curso, el último, a subirse al escenario. Nos formamos en filas laterales, yo estaba en una de las de atrás. Desde ahí noté que había mucha más gente de la que creía, y ni me quise imaginar lo que hubiera sido al principio ni lo que sería ese salón lleno. Las notas eran bastante buenas, aunque muchos se retiraron con la cabeza gacha, ya que en ese punto uno espera algo más que un diez. La mitad recibió nominaciones especiales. Igual destaquemos que éramos el grupo más chico. No superábamos los veinte. Tal como Sarah, yo fui la última. Y lo que me saqué no importa, a mí no me importa, no me significa nada, a ustedes tampoco debería significarles algo. Me fui solo con los aplausos generales, algunos un poco más entusiastas, pero tampoco pedí mucho. Cuando ya habíamos salido y estábamos alejándonos con paso enérgico por un pasillo secundario, en silencio, actuando de serias, el seños Montero me llamó. - Quiero hablar un momento con usted, si no le importa. - Claro – Di la media vuelta y lo seguí a la Sala de Música. La Sala estaba mal iluminada por unas pocas luces cerca del piano, y el resto estaba sumido en penumbras. Mi vista se fijó automáticamente en el cuadro detrás del cual guardábamos el Sombrero. - No, no está ahí, Micky – Me dijo. Forcé una sonrisa tímida, fugaz, como en señal de que me había engañado. - Claro que no – le dije. - Si lo encuentra, le responderé una pregunta. La que usted quiera. Así que era una prueba. - Claro que tiene una sola oportunidad. Ok, no era tan fácil entonces. Pero una idea me pasó por la cabeza. Saqué mi violín, lo agarré en posición y empecé a tocar una melodía grave, siniestra, lenta, mientras daba la vuelta entera a la Sala. El Sombrero se sentiría encerrado en algún lado, porque no estaba a simple vista, y sentiría ganas de salir y de venir hasta donde estaba yo. Pero no podía salir, estaba bien encerrado, así que quería que lo encontraran. La melodía no la controlaba yo, la controlaba los pensamientos que tendría el Sombrero si fuera un ser pensante. Se agitaba en algunos puntos y perdía la esperanza en otros. La volvía a recuperar, llamaba a gritos que lo encontraran, y después se recostaba contra la pared, desesperanzado otra vez. Asomaba la cabeza, o la punta azulada, por entre unas cuerdas gruesas y tirantes, y espiaba por un espacio abierto que había dejado la tabla de madera blanca. Todo eso apareció en mi mente, dejándome sin ver otra cosa que eso, hasta que entendí que estaría escondido en el piano. Terminé la última nota, bajé el violín, subí la tarima con paso decidido hasta el piano y desde la punta azulada que asomaba por la rendija saqué el Sombrero. Con una sonrisa triunfante y seguramente malvada miré a Carlitos. - ¿Una pregunta? – le dije. - Una pregunta – Admitió sin mirarme. Lo primero que se me ocurrió, y seguramente era lo que esperaba él, fue preguntarle por qué me había llevado hasta allí. Ya había
abierto la boca para hablar cuando una voz imaginaria me habló fugazmente planteando una incógnita mucho más grande. Atajándome a tiempo para no derrochar la que podría ser la única oportunidad de mi vida de preguntarlo, reformulé rápidamente en mi cabeza y dije: - ¿Por qué la directora me odia? ¡Ja! ¡No se la esperaba a esa! Si no fuera porque estaba ansiosa por escuchar la respuesta, me hubiera reído de cómo abrió los ojos hasta más no poder, exagerando aún más la cara de incrédulo que tuvo por un instante. Se sentó en la banqueta, yo me apoyé contra el piano a su lado, respiró hondo con la cabeza entre las manos, me miró y dijo: - Bien, te cuento, pero yo solo te puedo dar una introducción. Lo demás te lo tiene que decir la directora. Debo decir que me desilusionó mucho escuchar eso. Pero sabiendo que no todo es tan simple como a uno le gustaría, asentí con resentimiento. - La directora, Micky, tenía una hermana. Se llamaba Cecilia… - ¿Por qué en pasado? – A penas terminé de decirlo me arrepentí. Podría haber cortado todo en esa situación tan delicada. Bajé la cabeza y le estaba por decir que continuara cuando respondió. - Porque ella ya no la considera una hermana. Y con el tiempo dejamos de considerarla todos. Hubo un minuto de silencio que no me animé a interrumpir. Directamente no me atrevía a abrir la boca de vuelta. - Un día – prosiguió – vino tu directora y la denunció de haber matado a un hombre. Ese hombre era el novio mismo de Cecilia… No se pudo probar nada, todo parecía un accidente en el que ella había estado ausente. Pero para que su hermana dijera y reafirmara el crimen, tenía que ser cierto. Ella decía que había sido con el Sombrero, y nosotros que sabemos cómo se maneja pudimos ver que era una posibilidad aún sin descartar, pero no podíamos romper el secreto guardado por siglos. Tal vez hasta milenios. No, nos callamos. A Cecilia la declararon inocente, pero a los pocos días desapareció. Que yo sepa nadie le dijo nada, pero ella sabía que ya no era bienvenida ni en su propia casa. Nadie la volvió a ver. Y al parecer todos quedaron más tranquilos así, con el Sombrero bien escondido y custodiado, donde ella no lo pudiera robar. Vi que tenés más práctica que los demás, Micky. Además de un talento excepcional, práctica. Lo cual me suena aún más raro dado que la directora intenta no dártelo. Sí, ella me advirtió que tenés la costumbre de desaparecer por horas para venir acá. No lo vuelvas a hacer. Ellos cuentan con que esté guardado donde solo unos pocos saben, para poder asegurarlo. Si vos lo usás cuando nadie te ve, estás comprometiendo todo el poder del Sombrero. Ya sabrás que no es solo para tocar música. No pude más que mirarlo con cara de extrañeza en ese punto. Ante lo demás venía sonriéndome para adentro, pero esto ya no lo entendía. ¿Hacía más que tocar la música? ¿Y por qué tenía que saberlo yo? Lo habrá notado, porque agregó: - Ya viste que podés hacer volar todo, crear sonidos que ni existen, ajustar las luces, apagarlas, prenderlas… - Sí, sí, pero todo tiene que ser pensado como música para lograrlo. - No necesariamente. El único límite es la creencia. Si eso te ayuda a creer que es posible, podés usarlo, pero si ampliás las fronteras de la realidad no es necesario rebuscarse tanto.
Estaba encantada de haber descubierto eso. Ya tenía mil ideas para probar, mil pruebas para superarme, otro campo más para entrenarme. - Me imagino que tendrás mil ideas para probar, Micky, pero no tan rápido – me atajó. - Cecilia tomó exactamente el mismo camino – nos sobresaltó una voz. Nos giramos al instante para ver, en el umbral de la puerta abierta, la silueta de la directora, más amenazadora que nunca. Bajé la cabeza, con una esperanza vana de que no me hubiera notado aún. Pero claro que me había notado, cómo no iba a hacerlo. Quería desaparecer, estar en cualquier otro lado que no fuera aquel. De reojo le daba un vistazo de vez en cuando, porque ni la cabeza me animaba a girar. No me atrevía a enfrentar esa mirada de desprecio con la que no me sacaba los ojos de en cima. Sentí que se cerraba la puerta de golpe, y unos pasos que se acercaban en el silencio. En medio de ese silencio aterrorizador se acercaban esos paso amenazadores. Ya sé que no era para tanto, que no me iba a matar, pero pónganse en situación, siendo yo, y díganme si no van a recordar cada segundo de ese momento ustedes también. Y yo, como me quería escapar y no tenía a donde, ¿en qué otro lugar me iba a refugiar que en mi imaginación misma? Así, mientras los dos se fueron a discutir a un rincón sobre qué era mejor que yo supiera y qué no, yo me enteré de todo una vez que agudicé el oído y las imágenes aparecieron ante mis ojos como solo yo sé hacerlo. En un camino de baldosas sobre la tierra y las hojas amarrillas caídas por el otoño, custodiado por dos filas de árboles, fieles centinelas que custodiarán el camino la vida entera, por allá caminaban ellas. La directora, rubia y joven como habrá sido en su momento, al lado de otra joven también rubia, pero con otro aire. Mientras la de la derecha era responsable y estructurada, la otra vivía en su mundo paralelo y se dejaba llevar por la corriente. Caminaban en silencio, o venían charlando, o tal vez discutiendo. ¿Qué se puede saber de esas imágenes de la mente que solo duran un segundo? No muestran detalles del momento, muestran valores de una vida entera. El fondo se desvaneció y las dos aparecieron en la Sala de Música, pero sin ese aire de antigüedad que tenía ahora. La primera con la batuta correctamente sujeta en la mano derecha guiaba un complicado ensayo de un futuro concierto. Después el vuelo de miles de instrumentos danzando y la picardía en la sonrisa de la segunda, que ni batuta tiene ni control pretende. La discusión partida de los hechos, la discusión de siempre, que viene desde el pasado y ambas saben que seguirá en el futuro. La discusión interminable en la que ninguna cederá. Pero la normalidad de todos los días se desvaneció para dar lugar a un departamento en alguna ciudad donde algo horrible, algo muy malo había sucedido. Algo que deshonraría a la segunda joven. La habitación toda patas para arriba, literalmente. Los muebles rotos, como si hasta a los más pesados los hubieran arrojado a la otra punta como se arroja un vaso. Un piano caído en el medio, estrellado contra el suelo, ese piano que solía estar en la sala contigua. Y una luz apagada, apagada para siempre, que nunca volvería a encenderse, que todos lamentaban su pérdida. Bueno, todos menos quien la había apagado, la segunda, la culpable, la que merecía prisión, la que desapareció, la que nunca más se volvió a ver. Y la familia deshonrada por el crimen siguió adelante olvidándola, o al menos intentándolo, como si no fuera parte de la familia, como si no compartieran la sangre de la asesina, como si ni la conocieran, como si nunca hubiera existido, como si se la hubiera tragado una grieta del tiempo, borrándola del universo y de la historia, de los recuerdos de todos, como si nunca hubiera nacido.
Los dos, allá en el rincón, bien por lo bajo, decidieron que no me dirían nada, pero yo ya sabía todo. Una de las cosas que se me destacaban era el buen oído. Nadie normal lo hubiera escuchado, pero yo sí. Antes de que la directora me dijera nada, me levanté y me fui lo más silenciosamente que pude. Aunque ellos se dieron cuenta de que me iba, yo me hice la que creía que no me notaban. A Sarah le conté todo en el árbol, donde veíamos el ocaso todos los días y charlábamos juntas. Carlitos se quedó unos días más. Una tarde nos encontramos solos en uno de los pasillos, y él trató de explicarme algo por lo bajo, pero yo lo corté diciéndole que ya sabía todo y que él no tendría que faltarle la palabra a la directora por mí. Y Así quedó todo. El ciclo terminó a los pocos meses, y hasta entonces no volví a usar el Sombrero a escondidas, sino que me dediqué a salvar la materia de la directora para poder disfrutar del verano. Y bien que lo logré, no me llevé nada. Sarah me invitó a pasar unas semanas en su casa en las vacaciones, así que bajamos del árbol una vez que ya había amanecido, nos fuimos a desayunar y después partimos. Micky