Memorias de un marconista de mar y tierra
Italo Amore
Memorias de un marconista de mar y tierra
El 20 de julio del año 1.942, empecé a escribir estas memorias, para mis hijos, en la suposición de que cuando sean grandes les interese conocer la historia de su papá. En principio creí posible cuidar la redacción para que resultara en un castellano aceptable, pero a los pocos capítulos me di cuenta de que tal resultado era superior a mis posibilidades: las páginas iban sumándose lentamente, como para no acabar nunca. Dejé entonces de un lado las veleidades literarias, contentándome con dejar relatados a la carrera, como borrador, los hechos en cuestión.
Italo Amore
Tomo 1
Tomo 1
Italo Amore
Memorias de un marconista de mar y tierra
Italo Amore
Memorias de un marconista de mar y tierra
MEMORIAS DE UN MARCONISTA DE MAR Y TIERRA © Italo Amore Tripodi Primera edición, Bogotá, diciembre 2004
Andrés Fresneda / Juan Pablo Fajardo Diseño y diagramación La Silueta Ediciones Ltda Impresión digital
Impreso y hecho en Colombia
Dedico el trabajo y esfuerzo que ha representado la edición de estas memorias a mis abuelos Italo y María Luisa, a quienes adoré y cada día admiro más.
Carolina Aguirre Amore
A Carolina nuestros más grandes y merecidos agradecimientos, y que Dios te bendiga por haber hecho realidad el deseo expreso de tu abuelo de publicar sus memorias. También queremos agradecer la colaboración de Alfredo Amore Pardo, Beatriz Elena y Daniel Cuervo Amore.
Hermanos Amore Pardo
NOTA SOBRE ESTILO Y NOMBRES PROPIOS
Italo Amore escribió este libro en una secuencia de oportunidades, versiones y revisiones, la última de las cuales emprendió en 1.963, habiendo comenzado la primera en 1.944, pero sus primeros escritos en español se remotan a 1.931. Por esta razón se encuentran ligeras diferencias de estilo, léxico y terminología, por un lado porque Italo fue perfeccionando su dominio del castellano con el paso de los años, y porque el mismo idioma castellano, a lo largo de tantos años, fue asimilando nuevas palabras, particularmente en el campo técnico. En esta edición, hemos querido mantener lo más fiel posible el estilo original del autor, así en ocasiones parezca extraño al castellano y a la redacción literaria, su manera de escribir. Pero hemos preferido mantener su estilo a costa de la forma, para que el fondo de sus pensamientos y relatos, sea completamente original. Muchos nombres propios de lugares geográficos y nombres de personas, aparecen con tilde en la sílaba donde debe hacerse la acentuación, a pesar de estar escritos en idiomas como el inglés, donde no existe la tilde, o en italiano o francés, donde la tilde puede ser grave en vez de aguda. El autor lo hizo de esa forma, para que el lector haga correctamente la acentuación en la forma como se pronuncian en el idioma de origen. N. de la R.
Indice
PROLOGO
15
INTRODUCCION
17
CURRICULUM VITAE
21
1ª. PARTE Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9
2ª. PARTE Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17
INFANCIA MI TIERRA INFANCIA EL ABANDONO SEMINARIUM PINEROLENSIS VACACIONES EN SARDINIA OBRERO DE 11 AÑOS ALPES Y MÚSICA CAMBIO DE RUMBO EN LA PUERTA DEL MUNDO
1900 - Julio 1906 Julio 1906 - Septiembre 1908 Octubre 1908 - Octubre 1909 Octubre 1909 - Marzo 1912 Marzo 1912 – Enero 1914 Enero 1914 – Febrero 1916 Marzo 1916 – Noviembre 1916 Noviembre 1916 – Enero 1917
27 31 35 39 47 53 59 64 70
Febrero 1917 – Abril 1917 Mayo 1917 – Julio 1917 Julio 19717 – Septiembre 1917 Octubre 1917 – Diciembre 1917 Diciembre 1917 – Febrero 1918 Marzo 1918 – Junio 1918 Julio 1918 – Diciembre 1918
79 86 102 113 121 128 141 151
CADETE DE MARINA LA MAR VIAJE NO. 1 VIAJE NO. 2 VIAJE NO. 3 VIAJE NO. 4 VIAJE NO. 5 VIAJE NO. 6 VIAJE NO. 7
(NORTE AMÉRICA) (NORTE AMÉRICA) (NORTE AMÉRICA) (NORTE AMÉRICA) (ESPAÑA – INGLATERRA) (ESPAÑA – INGLATERRA) (ESPAÑA – INGLATERRA)
Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22
3ª. PARTE Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33
4ª. PARTE Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41 Capítulo 42 Capítulo 43 Capítulo 44 Capítulo 45 Capítulo 46 Capítulo 47 Capítulo 48
VIAJE NO. 8 (ESPAÑA – INGLATERRA) VIAJE NO. 9 (ESPAÑA – INGLATERRA) VIAJE NO. 10 (NORTE AMÉRICA) VIAJE NO. 11 (NORTE AMÉRICA) VIAJE NO. 12 (NORTE AMÉRICA)
Enero 1919 – Abril 1919 Abril 1919 – Junio 1919 Junio 1919 – Julio 1919 Agosto 1919 – Octubre 1919 Octubre 1919 – Noviembre 1919
161 171 179 189 197
Diciembre 1919 – Junio 1920 Junio 1920 – Agosto 1920 Agosto 1920 – Septiembre 1920 Septiembre 1920 – Octubre 1920 Octubre 1920 – Noviembre 1920 Noviembre 1920 – Febrero 1921 Febrero 1921 – Marzo 1921 Marzo 1921 – Abril 1921 Abril 1921 – Mayo 1921 Mayo 1921 – Octubre 1921 CIVILIZACIÓN)Octubre 1921 – Abril 1922
209 223 230 238 249 259 268 276 287 296 307
TARTARIN EN AFRICA SOLDADO HACIA EL AFRICA VIAJE NO. 13 (MAR ROJO) SOMALILANDIA BULO BURTI FIEBRES Y CARAVANAS TARTARÍN DE TOUR PELÍS MERKA MATANZA DE HIPOPÓTAMOS ELEFANTES Y AIGRETTES VIAJE NO. 14 (REGRESO A LA
LOBO DE MAR VIAJE NO. 15 VIAJE NO. 15 VIAJE NO. 15 VIAJE NO. 16 VIAJE NO. 17 VIAJE NO. 18 VIAJE NO. 19 VIAJE NO. 20 VIAJE NO. 21 VIAJE NO. 22 VIAJE NO. 23 VIAJE NO. 24 VIAJE NO. 25 VIAJE NO. 26 VIAJE NO. 27
(PARTE 1ª - BOMBAY) Abril 1922 – Julio 1922 (PARTE 2ª - JAVA) Julio 1922 – Diciembre 1922 (PARTE 3ª - LONDRES) Diciembre 1922 – Marzo 1923 (INGLATERRA) Abril 1923 – Mayo 1923 (BUENOS AIRES) Mayo 1923 – Septiembre 1923 (CANADÁ) Septiembre 1923 – Diciembre 1923 (NORTE AMÉRICA) Enero 1924 – Marzo 1924 (NORTE AMÉRICA) Abril 1924 – Mayo 1924 (NORTE AMÉRICA) Junio 1924 – Julio 1924 (NORTE AMÉRICA – ARGELIA)Agosto 1924 – Septiembre 1924 (NORTE AMÉRICA – ARGELIA)Septiembre 1924 – Diciembre 1924 (NORTE AMÉRICA – ARGELIA)Diciembre 1924 – Enero 1925 (RÍO – BUENOS AIRES) Febrero 1925 – Abril 1925 (RÍO – BUENOS AIRES) Abril 1925 – Junio 1925 (RÍO – BUENOS AIRES) Julio 1925 – Agosto 1925
5ª. PARTE
ENCUENTRO A MI PADRE
Capítulo 49
VIAJE NO. 28 (RÍO – BUENOS AIRES) VIAJE NO. 29 (RÍO – BUENOS AIRES)
Capítulo 50
Septiembre 1925 – Octubre 1925 Noviembre 1925 – Enero 1926
327 338 346 359 366 375 381 389 394 398 408 414 419 426 431
437 444
Capítulo 60
VIAJE NO. 30 VIAJE NO. 31 VIAJE NO. 32 VIAJE NO. 33 VIAJE NO. 34 VIAJE NO. 35 VIAJE NO. 36 VIAJE NO. 37 VIAJE NO. 38 VIAJE NO. 39
6ª. PARTE
MISION A COLOMBIA
Capítulo 61
Capítulo 71
VIAJE NO. 40 (HACIA COLOMBIA) LAS DELICIAS (PARTE 1ª) LAS DELICIAS (PARTE 2ª) LAS DELICIAS (PARTE 3ª) EL ROSEDAL RADIO AGENCIAS QUO VADIS? TORPEDEADO EN EL MAGDALENA RADIO AGENCIAS (PARTE 2ª) NOVIO CASADO
7ª. PARTE
LUCHA TERRESTRE
Capítulo 72
Capítulo 76
MINGUERRA Noviembre 1933 – Octubre 1934 LIGA COLOMBIANA DE RADIO Octubre 1934 – Enero 1936 LIGA COLOMBIANA DE RADIO - LEY 198 DE 1.936 Enero 1936 GUERRA MUNDIAl 1936 – 1944 EL BOCIO TORÁCICO Junio 1944 – Julio 1944
8ª. PARTE
LA BATALLA DE LA LIBERTAD
Capítulo 77
RESIGNACIÓN Y RESURGIMIENTO Julio 1944 – Diciembre 1945 LA BATALLA DE LA LIBERTAD (PARTE 1ª) Septiembre 1944 – Noviembre 1945 LA BATALLA DE LA LIBERTAD (PARTE 2ª) Diciembre 1945 – Febrero 1946 LA BATALLA DE LA LIBERTAD (PARTE 3ª) Febrero 1946 – Agosto 1946 LIGA COLOMBIANA DE RADIOAFICIONADOS (2ª EPOCA) Agosto 1945 – Sept. 1946 DE UNA A OTRA REVOLUCIÓN Septiembre 1946 – Octubre 1946 9 DE ABRIL (PARTE 1ª) Noviembre 1946 – Diciembre 1947
Capítulo 51 Capítulo 52 Capítulo 53 Capítulo 54 Capítulo 55 Capítulo 56 Capítulo 57 Capítulo 58 Capítulo 59
Capítulo 62 Capítulo 63 Capítulo 64 Capítulo 65 Capítulo 66 Capítulo 67 Capítulo 68 Capítulo 69 Capítulo 70
Capítulo 73 Capítulo 74 Capítulo 75
Capítulo 78 Capítulo 79 Capítulo 80 Capítulo 81 Capítulo 82 Capítulo 83
(DE EGIPTO A RUSIA) (RODAS Y ATENAS) (BEIRUT, CONSTANTINOPLA) (SEBASTOPOL, CONSTANZA) (NUEVA YORK) (NUEVA YORK) (NUEVA YORK) (BUENOS AIRES) (FLORIDA) (SARDINIA)
Enero 1926 – Marzo 1926 Marzo 1926 – Abril 1926 Abril 1926 – Junio 1926 Junio 1926 – Julio 1926 Julio 1926 – Agosto 1926 Septiembre 1926 – Octubre 1926 Octubre 1926 – Diciembre 1926 Diciembre 1926 – Febrero 1927 Marzo 1927 – Junio 1927 Julio 1927
453 463 469 475 483 489 494 501 507 511
Agosto 1927 – Diciembre 1927 Diciembre 1927 Enero 1928 – Agosto 1928 Septiembre 1928 – Julio 1929 Julio 1929 – Diciembre 1929 Enero 1930 – Noviembre 1930 Diciembre 1930 – Febrero 1931 Febrero 1931 – Marzo 1931 Marzo 1931 – Noviembre 1931 Noviembre 1931 – Noviembre 1932 Noviembre 1932 – Noviembre 1933
519 528 536 552 565 574 588 593 598 605 611
623 633 640 650 671
677 689 702 709 716 723 732
9ª. PARTE
EL OCASO
Capítulo 84
9 DE ABRIL (PARTE 2ª) DESPUÉS DEL DESASTRE (PARTE 1ª) DESPUÉS DEL DESASTRE (PARTE 2ª)
Capítulo 85 Capítulo 86
Enero 1948 – Abril 1948 Abril 1948 – Julio 1948 Julio 1948 – Diciembre 1948
743 753 761
Enero 1949 – Diciembre 1949 Enero 1950 – Marzo 1950 1970 – 1975
769 776 783
10ª. PARTE NUEVAS ACTIVIDADES Capítulo 87 Capítulo 88 Capítulo 89
DESPUÉS DEL DESASTRE (PARTE 3ª) EL CLANDESTINO ULTIMOS AÑOS
EPILOGO
793
TESTAMENTO
807
ANEXOS CRONOLOGÍA DE VIAJES CRONOLOGÍA DE TRABAJOS Y ACTIVIDADES REMINISCENCIAS DE VOCABLOS EXTRANJEROS CONTRATO DE LA MISIÓN A COLOMBIA CARTA DE NATURALEZA ARBOL GENEALÓGICO
813 816 819 821 823 824
Prólogo ITALO AMORE UN PIONERO DE LA RADIO, COMUNICACIONES Y ELECTRÓNICA EN COLOMBIA
N
ació con el siglo pasado en Torre Pellice, cerca de Turín, Italia. Una persona excepcional desde muchos puntos de vista. Hoy lo podríamos calificar como persona multidisciplinaria y están en mi recuerdo las narraciones de sus aventuras por el mundo, como un joven marinero que comenzando su vida, contaba innumerables anécdotas enriquecidas con toques de humor y filosofía de la vida. Todo esto en un español perfecto con marcado acento italiano. Gran difusor de la vida y obra de ese gran hombre a quien el mundo le debe mucho, Guillermo Marconi, siempre marcaba las injusticias de la historia, ya que nunca se le dio al nombre de las ondas electromagnéticas el de “ondas marconianas”. Italo Amore, marconista, título de una nueva profesión en los comienzos de 1900, que comprendía los conocimientos de varias disciplinas como física, matemáticas, ingeniería eléctrica, mecánica y obviamente el manejo con gran destreza del código Morse y la llave telegráfica, pues en ese tiempo no se podía transmitir la voz sino el célebre “di da di da”.
A su llegada a Barranquilla como miembro de una misión radiotelegráfica italiana, contratada por el Ministerio de Correos y Telégrafos a nivel diplomático, este joven marino comenzó a establecer las bases de las comunicaciones en nuestro país. En Barranquilla creó la primera revista de radio del país, El Radiomano en 1931. Terminada su misión resolvió sentar raíces en Colombia prestando sus servicios en la instalación de los primeros equipos telegráficos en un avión de transporte comercial de la empresa SCADTA en 1933, posteriormente AVIANCA, la cual había facilitado uno de sus aviones al Ministerio de Guerra con motivo del conflicto colombo-peruano. Amore instaló el primer equipo radiotelegráfico aéreo en Colombia. Posteriormente creó el Departamento de Radiocomunicaciones militares. Al mismo tiempo en Bogotá, con un grupo de amigos, entre los cuales se encontraba mi padre Norman T. Reynolds, en 1933 creó la Liga Colombiana de Radioaficionados, la cual ha proporcionado innumerables servicios al país durante desastres natura-
15
les, experimentando y divulgando de esta forma las comunicaciones. Desde allí fundó la revista Radio, Órgano Oficial de la Liga, la única revista que tuvo continuidad por varios años, manteniendo siempre al día la información de la incipiente radio y comunicaciones tanto extranjeras como las de nuestro país. Tuvo a su cargo considerables responsabilidades dentro de las comunicaciones privadas y oficiales, consultor del Ministerio de Correos y Telégrafos, Ministerio de Relaciones Exteriores y de Gobierno durante varios períodos presidenciales. Fue gran impulsor de las Relaciones Internacionales con diferentes entidades gremiales y estatales del mundo, creando vínculos que se mantienen todavía dentro de las comunicaciones y la electrónica. Primer Presidente fundador de APEC, Asociación de Profesionales Electrónicos de Colombia, donde creó la revista Electrónica que por varios años tuve el privilegio y honor de ser su subdirector. Como
recién egresado de mi profesión, Amore fue mi amigo y maestro, no solamente en el mundo de las comunicaciones y de la electrónica sino como todo un profesor de la vida. En su vida personal, formó una familia colomboitaliana y algunos de sus hijos heredaron sus intereses y se destacan en ingeniería en ramas afines a la de marconistas, lo cual tal vez sea hoy día un término anticuado, sin embargo por muchos años TELECOM fue la única entidad en el mundo que mantuvo para sus mensajes el nombre de Marconi en honor a Guillermo Marconi. Para mí, ha sido todo un privilegio escribir un resumen de la vida de una persona que aportó tanto a nuestro país. Por fortuna sus hijos han sabido guardar todos los apuntes que durante su vida Amore realizó dejando una reseña cronológica única de nuestras comunicaciones, y ahora en esta obra podrán ustedes deleitarse con su lectura. JORGE REYNOLDS POMBO Noviembre 2004
16
Memorias de un marconista de mar y tierra
t
Italo Amore
Introducción
E
l 20 de julio del año 1.942, empecé a escribir estas memorias, para mis hijos, en la suposición de que cuando sean grandes les interese conocer la historia de su papá. En principio creí posible cuidar la redacción para que resultara en un castellano aceptable, pero a los pocos capítulos me di cuenta de que tal resultado era superior a mis posibilidades: las páginas iban sumándose lentamente, como para no acabar nunca. Dejé entonces de un lado las veleidades literarias, contentándome con dejar relatados a la carrera, como borrador, los hechos en cuestión. Aun así, debido a que solo podía disponer de algunas horas nocturnas, o de los domingos; y a causa de las enfermedades–operaciones (bocio torácico y hernia) que sufrí durante esa época, solamente a fines del año de 1.946 logré terminar el capítulo 71. De manera que la primera advertencia y venia que tengo que pedir al lector, es la de que se prepare a perdonar los errores de construcción, los italianismos, las deficiencias gramaticales, especialmente en las últimas partes, cuya corrección requeriría largo tiempo, del cual no se si voy a disponer. La segunda advertencia consiste en que el lector encontrará párrafos censurables o de mal gusto, a tal punto que, al final de cuentas, este trabajo puede resultarme contraproducente en cuanto a la buena opinión que de mí tuvieren antes de leerme. Pero, como no escribo para crearme la falsa aureola de santidad,
sino para decir hechos y verdades, con sus respectivas pecas, tal como influenciaron mi espíritu y mi vida, solo me interesa que el relato resulte en fiel transcripción de mis memorias y no en cuento falseado. Aún a pesar de la imperfección literaria, creo que esta historia, en la cual aparecen casualidades de matiz cinematográfico, en manos de un escritor podría servir como materia prima para compilar un interesante romance. Mirando retrospectivamente los hechos aquí narrados, la conclusión que puedo sacar, y que espero pueda servir como moral paterna para mis hijos, es la siguiente: la vida puede ser una desgracia o un tesoro inestimable, no por efecto de suerte, sino proporcionalmente a la intensidad en que cada cual cuide, a diario, de sus actos. La clave de la felicidad es pues sencilla: saber limitarse, saber frenarse y retirarse antes de caer en el error de dejarse alucinar por la tentación, saber perder, porque las victorias inmorales duran solamente algún instante, al tiempo que las consecuencias del mal hecho son eternas. Ser honesto y moral, inflexiblemente, religiosamente según los diez mandamientos, que no son ley únicamente de los católicos, sino de todas las religiones y razas. Ser constante hasta la terquedad, cuando se tiene conciencia de que los principales motores están basados en la justicia; por lo demás estudiar sin descanso; recordar que cada hora transcurrida en un café
17
o en mala compañía, o en charlas inútiles, o en juegos de suerte, o haciendo nada, es tiempo precioso, irremediablemente perdido, en esta vida que creemos larga y que sin embargo ya a los 50 años descubrimos que es tan corta como la de la hormiga. Ante la eternidad, nuestra vida terrestre es como un átomo comparado con el volumen del mundo. La formación de mi carácter tuvo que ser naturalmente influenciada por las diferentes vicisitudes y lugares entre los cuales transcurrió mi juventud. Es difícil conocerse a sí mismo; sin embargo creo lo siguiente: de inteligencia fui ampliamente dotado, y mucho le debo a mi mamá por los cuidados que me prodigó durante los primeros años de mi infancia. A ella, y a la escuela de la experiencia para ganarme el pan desde esa tierna edad, atribuyo los pequeños éxitos de mi vida, a pesar del fuerte handicap de la falta de escuela y de un diploma de bachillerato o universitario, que a veces me hizo falta para acreditar mis capacidades de trabajo. Los antecedentes de mi niñez, o sea la falta del papá, que desde niño comprendí ser una tara tremenda; y los ambientes marineros en que me tocó vivir, me enseñaron a guardar el secreto, a ser poco comunicativo, a estar siempre en guardia, en actitud defensiva, a ser precavido. De allí originé una particularidad incomprensible de mi carácter ante quien no me conociera íntimamente. A primera vista podría yo parecer como un tipo tímido, respetuoso, casi bobo. Esto, mientras nadie me molestara; porque tan pronto yo advertía que alguien trataba de tomarme el pelo o abusar para perjudicarme, saltaba yo al ataque en forma resuelta e inesperada como lo hacen las fieras en su legítima defensa; y casi siempre ganaba porque el adversario no había adivinado las reservas de fortaleza moral y material que guardaba yo acumuladas bajo la cubierta fría e inexpresiva de mi semblante exterior. Esta filosofía creo que se me reforzó a la edad de los 20 años durante los dos años de vida en Somalilandia, haciendo cacerías y estudiando las costumbres de los animales. Una circunstancia poco conocida por la mayoría de los muchachos que durante muchos años gozan de la cercanía de sus padres y parientes, es la de las tremendas dificultades de todo género que se le presentan a un joven que tenga que entrar de por sí solo en el torbellino de la lucha por la vida, entre desconocidos, sin tener en quien confiarse o a quien pedir ayuda o consejo ya sea sobre la conveniencia del vestir
18
Memorias de un marconista de mar y tierra
t
o del comer, o de la salud; o de cómo manejarse en cada caso de la vida cotidiana en las relaciones con el prójimo, ya sea que se trate de trabajo, de fiestas, de sentimientos pasionales; sin tener otra defensa que la sola piel, la propia fortaleza y la personal paciencia… Desde los 15 años me vi en el caso no común de tener que resolverlo todo por mi cuenta, sin tener a quien pedir apoyo o consulta. Si de tales peripecias logré salir sin graves equivocaciones o abolladuras ello se debe, como ya dije, en buena parte a los principios fundamentales sobre la moral que supo infundirme mi mamá, y por otra parte al frío y certero conocimiento que yo tenía, de que si fracasaba una sola vez, ello sería suficiente para hundirme para siempre, ya que no podría contar con nadie que me auxiliara económica o socialmente para sostenerme a flote, o para elevarme del ambiente de peón y obrero en que, debido a la falta de papá, me tocó debutar a los 11 años. En cuanto a mi cultura, formada únicamente mediante la continua lectura gracias al valioso complemento de las cosas vistas o nociones adquiridas durante los diez años de marino, era vasta superficialmente; no hay como los viajes para abrir el intelecto, ampliar los horizontes del pensamiento, acabar con los fanatismos, aumentar las tolerancias de modas y costumbres, la comprensión de la relativa igualdad de los seres humanos frente de la naturaleza. Pero me hicieron falta los básicos conocimientos clásicos que se aprenden en la escuela, de manera que en literatura, caligrafía, dibujo, geometría y matemáticas fui siempre un burro, a pesar de mis esfuerzos para remediarlo. En cambio resulté fuerte en idiomas y geografía, materias aprendida espontáneamente durante los viajes. La geografía porque con la natural curiosidad de saber diariamente dónde se hallaba mi barco, iba observando rutas y conociendo nombres de cabos, islas, ríos, ciudades, aprendiendo a calcular distancias por grados, meridianos y paralelos, diferencias horarias por husos, etc.; al oírme hablar de coordenadas podía cualquiera suponer que yo había estudiado trigonometría. En idiomas tenía la ventaja inicial de haber nacido en un pueblito de los Alpes del Piamonte en donde de habla un patoís francés, además del ita1iano. El inglés lo adquirí, aunque imperfectamente, durante el trabajo de radiotelegrafista a bordo. Por estudio autodidacta y por práctica llegué a los 26 años a saber hacerme entender en varios idiomas: francés, inglés, castellano, ruso, turco, árabe, somalo, además del italiano y Italo Amore
de los diferentes dialectos del Mediterráneo: piamontés, genovés, sardo, napolitano, siciliano. Estos conocimientos fui olvidándolos pronto al abandonar la navegación, por falta de entrenamiento. Respecto a las pasiones o chifladuras no tuve propiamente ninguna fatal aunque todo lo natural me gustara, pues debido a la estrechez de los medios pecuniarios siempre me cuidaba no dejarme dominar por cualquier idea que pudiera perjudicarme. Gustaba coleccionar fotografías, estampillas, recuerdos de cada país, libros; estas colecciones las perdí en parte debido a los continuos trasteos antes de casarme, y también por la facilidad con que sacaba de entre ellas regalos para los amigos. Hasta antes de casarme, como sucede a casi todo los jóvenes, tuve idealismos que lindaban con lo revolucionario; en cuanto al servicio militar lo juzgué tan inhumano e imbécil, como necesario para abrir los ojos de los ingenuos. Me gustaron mucho los deportes, inclusive el alpinismo y la natación, el fútbol; las carreras de velocidad y de salto fueron mis preferidas porque mi cuerpo se prestaba para tales manifestaciones de fuerza y agilidad. En achaques de amor fui platónico o animal según el caso; mi físico era regularmente atractivo para el otro sexo, pero una vez enlazada la amistad era yo el que se corría cuando llegábamos al momento crítico, pues recordando la tragedia ocurrida a mi papá, le tenía miedo a las complicaciones. Me daba cuenta de que mis retiradas parecían cobardía o idiotez, pero tenía también noción de que se necesitaba más sangre fría y más fuerza para saberse dominar y retirarse a tiempo, que para caer en la trampa. Con esa íntima convicción me consolaba de los aparentes fracasos y de cuanto pensaran los demás, hombres o mujeres. Como marino, frecuentaba en los puertos los cabarets, con las profilácticas precauciones. Una de mis mayores suertes durante mis 11 años de vida marinera fue que a pesar de haberme introducido en ambientes de todas las razas y colores, desde los gitanos a los orientales y los salvajes centro africanos y sin escatimar peligros, logré salir inmune, sin caer, como ocurre a la mayoría de los jóvenes en tales aventuras, en corrupcion moral o material. De esto siempre le doy gracias infinitas al buen Dios sin cuya protección no estaría ahora aquí escribiendo este cuento. En cuanto al trabajo y a los puestos que iba ocupando, mi táctica era la de pensar mucho antes de atreverme a cualquier cambio, pero una vez resuelto
hacerlo, me dedicaba alma y cuerpo a estudiar día y noche sin descanso, pues el temor de un fracaso era para mi tan grande, sus consecuencias me parecían tan graves, que gracias a ello nunca fracasé. Admito –porque me lo dijeron diferentes personas en varios lugares del globo–, que yo poseía un orgullo infinito, siendo este el reverso de la timidez, pero gran estímulo para no fracasar. Debido a esa vida marinera y selvática hasta los 30 años, lejos de parientes y de vida hogareña, no tuve entonces noción de cómo fuere una función de bodas, bautismo, sepultura, ni de cómo tuviera que comportarse una persona en tales contingencias. Por consiguiente, añadido esto a mi soberbia y timidez, resulté de por vida incapaz (gracias a Dios) para los ambientes sociales: un verdadero lobo de mar. Tal rudeza habría sido obstáculo si yo hubiera cultivado ideas de gloria, aunque no insalvable, porque habría podido compensarlo con los demás medios que me ofrecía el intelecto. Pero, aún cuando convencido de que potencialmente, mientras tuviera salud, mis capacidades eran suficientes como para permitirme llegar a cualquier parte, subir bien alto, tuve siempre en la memoria un lema italiano que dice: ”chi troppo in alto sale, cade sovente, precipitevolisimevolmente…”; de modo que tuve la precaución de evitar meterme en honduras; preferí mantenerme, como dicen los aviadores “agarrado a la tierra”, descuidando las efímeras glorias y los honores: escogí la senda del hombre común y sencillo, o sea la del justo medio según los filósofos chinos. Sin haber todavía leído libros clásicos había sin embargo entendido que cualquier senda de la vida puede resultar buena o mala, si uno sabe contentarse, y según la mayor o menor moralidad del individuo no importa cuál sea su credo o raza, pues todos somos iguales ante Dios. Y es verdad de Perogrullo la de que desde que el mundo existe, de todos los sistemas políticos o filosóficos ensayados, ninguno ha logrado demostrar absoluta superioridad sobre los demás; la rotación es la ley del universo. Ojalá logren mis hijos de la educación que les dé mi querida esposa María Luisa, y de estos relatos que siguen, sacar ejemplo y enseñanza para ser mejor que yo amantes del estudio, fuertes contra la adversidad, unidos en y con la familia, resueltos en la lucha, incorruptibles en la moral; fieles a Dios y confiados en sí mismos, paladines de su honor personal y del nombre que sus padres les hemos legado. Bogotá, octubre 12 de 1946
19
El 4 noviembre del año 1963, después de algunos meses de hallarme pensionado y por lo tanto sin una ocupación importante, resolví dedicar mi tiempo disponible, para escribir una segunda edición de mis Memorias, sacando tres copias, además del original a fin de poderlas distribuir entre los hijos –por lo menos una copia cada dos hijos–; posiblemente mejorar algunas
20
Memorias de un marconista de mar y tierra
t
partes del texto del año 1946, y si Dios me da vida y fuerza como para dominar la máquina de escribir, agregar los capítulos que todavía no he escrito, correspondientes al período desde que me casé o sea desde el año de 1932 en adelante, supliendo para ello en cuanto posible las fallas de la memoria mediante la abundante documentación que aún guardo en el archivo. Bogotá, noviembre 4 de 1963
Italo Amore
Curriculum Vitae
Junio de 1967
Alpino piamontés, marino, explorador africano, marconista, “pioneer” en Colombia de las ondas cortas y ultracortas, fundador de varias entidades electrónicas y… de abundante familia santafereña. Nació el 26 de Noviembre de 1900 en Torre Pellice (Turín - Italia); casado con María Luisa Pardo Ospina. 7 hijos. Idiomas: español, francés, inglés, italiano y… Morse. Nacionalizado colombiano el 10 de julio de 1934. Año 1916: Inició carrera en la Compañía Internacional Marconi de Londres, sucursal de Roma, como cadete oficial en la marina mercante (19171918-1919). Radio–operador en la expedición geográfica del duque Abruzzi en Africa Oriental (Somalia Italiana, 1920-1921); luego nuevamente en la Marconi oficial de marina, totalizando 11 años de viajes en rutas entre Italia, Francia, España, Inglaterra, Canadá, Estados Unidos de América, Brasil, Argentina, India, Ceilán, Java, Somalia, Egipto, Siria, Grecia, Turquía, Bulgaria, Rumania, Rusia, Tunisia, Argelia, Malta, Marruecos, Portugal, Cabo Verde, Canarias, Madeira, Azores, Bermudas, etc. Año 1927: Candidato ayudante de Guglielmo Marconi en el yate laboratorio Elettra prefirió renunciar para viajar a Colombia miembro de una misión radiotelegráfica contratada por el
Ministerio de Correos y Telégrafos y el gobierno italiano (pasaporte diplomático, contrato 2 años). Jefe de inalámbricos en Barranquilla (Las Delicias) y luego en Cúcuta (Rosedal) recomendó y activó la introducción del sistema de ondas cortas en la radiotelegrafía y en la radiodifusión nacional. Año 1928: Por solicitud del Ministerio efectuó los primeros ensayos en Colombia de radiocomunicación aeronáutica volando en hidroavión Dornier-Wall “Colombia” de la Scadta entre Barranquilla y Sautatá – río Urabá (piloto austríaco Capitán Lerch). Año 1931: En Barranquilla publicó durante un año por su cuenta la primera revista de radio en Colombia: “El Radiomano”. Año 1932: A raíz del incidente de Leticia y guerra con el Perú, sugirió al presidente Olaya Herrera crear el departamento radio–militar; entró luego al servicio del Ministerio de Guerra en Bogotá como jefe de tráfico radio (1933-1934). Año 1934: Fundó la Liga Colombiana de Radioaficionados (1933) de la cual fue secretario durante 13 años, hasta 1946. Fundó y durante 3 años dirigió la revista mensual “Radio”, Bogotá (1933-1936). Año 1936: Gestionó ante el Congreso Nacional de Colombia hasta lograr la primera ley sobre ra-
21
dio (No. 198 del 12 diciembre 1936) que aunque imperfecta, estableció por primera vez en Colombia la libertad de estudio y experimentación para los radioaficionados nacionales; y en dura lucha contra el Ministerio de Correos, con el apoyo de importantes entidades y personalidades evitó el monopolio oficial “de facto” de la radiodifusión comercial. Año 1938: Propuso al Ministerio crear la banda de radiodifusión tropical de los 62 metros y gestionó con Londres y Washington hasta lograr que fuese aprobada y establecida por el Convenio Internacional de El Cairo la solicitud de la delegación colombiana (señores: Luis Guillermo Echeverri, Carlos E. Arboleda, Roberto Arciniegas S.). Año 1940: Instaló los primeros radioteléfonos en aviones militares Falcon en Colombia; y en el Junker W-900 que hizo el raid Bogotá - Lima (Capitán Enrique Concha Vanegas, copiloto J. J. Ramírez). Año 1944: Al servicio de General Electric fundó la División Electrónica de esa firma en Colombia. Demostró que las montañas –consideradas obstáculos para las ondas ultracortas y microondas– , pueden ser muy útiles para la radiocomunicación moderna. Introdujo al país los primeros equipos VHF - FM para la Emisora Nueva Granada en la cumbre de Monserrate (1947); para el Palacio y el carro presidencial; para la Dirección General de Policía y sus carro–patrullas; para el Comando Brigada; la Caja Agraria; el Banco de La República y numerosas otras entidades oficiales e industriales. Año 1945: Por considerarlo antidemocrático y monopolista se opuso enérgica y públicamente (no obstante ser funcionario de una firma norte-
22
Memorias de un marconista de mar y tierra
t
americana como la GE) contra el proyecto del U.S. State Department de Washington que en el congreso de radio en Río de Janeiro recomendaba establecer como norma reglamentaria la de que ninguna radiodifusora podría funcionar en bandas internacionales de onda corta sino con potencia mayor de 200 kilovatios; logrando que fuese aplazada. Año 1947: Secretario fundador Asociación Radiodifusores de Colombia, hoy Anradio, renunció como protesta por los sucesos del 9 de abril de 1948. Año 1950: Proyectó y dirigió la instalación de Radio Sutatenza onda corta 25 Kw. Año 1952: Para la Gobernación de Antioquia proyectó y dirigió la construcción de la Central Radiorepetidora en la cumbre del Cerro Boquerón, cerca de Medellín (altura 3.100 metros). Año 1955: Para la Gobernación de Cundinamarca proyectó y dirigió la construcción de la Central Radiorepetidora en la cumbre del Cerro de Viga, cerca de Bogotá (altura 3.700 metros). Año 1957: Fundó la Asociación de Profesionales Electrónicos de Colombia (APEC) y su revista “Electrónica” de la cual fue director durante 4 años. Año 1963: Por motivos de salud y edad se retiró de la General Electric quedando con pensión de jubilación de la misma. Año 1965: Profesor de “Historia de la Radio” en curso para Postgraduados en la Facultad de Periodismo, Radio y TV, de la Universidad Javeriana Bogotá. Año 1966: Miembro Comisión Radio del Comité de Comunicaciones Sociales del Episcopado Colombiano.
Italo Amore
TITULOS
·
·
·
·
·
·
Brevet Internacional de Radio, 1ª clase, expedido por la Dirección Radio Marina Militar, La Spezia, Italia (1919). Medalla de plata del Gobierno italiano, por navegación durante la guerra submarina (19171918). Mención en la revista “QST” de la American Radio Relay League, diciembre de 1936 pág. 48, sección International Amateur Radio Union, por haber logrado la libertad de los radioaficionados en Colombia y evitado el monopolio de la radiodifusión. Asesor ad-honorem Ministerio de Comunicaciones comités preparatorios agenda en los Convenios Internacionales de Radio: Habana 1936, Cairo 1938, Río de Janeiro 1945, Atlantic City 1947, México City 1949, Rapallo y Florencia 1952-1953, Ginebra 1957. Elegido por el Primer Congreso Interamericano de Radiodifusión (Ciudad de México 1946) asesor técnico ad-honorem de Colombia ante la Asociación Interamericana de Radiodifusión AIDERA Montevideo (hoy AIR) renunció en 1948 como protesta por la radio–revolución durante el 9 de abril. Nombrado por el Ministerio de Comunicaciones asesor técnico de la delegación colombiana al Convenio Internacional de Radio en Atlantic City 1947; también invitado a participar por el director radio del U.S. State Department Dr. Francis Colt de Wolf por conducto de la General Electric que asimismo lo invitó y ofreció pagarle salario y todos los gastos de viaje inclusive para la señora, no aceptó porque no estaba fuerte en salud, consideró inútil participar, a sabiendas de que no lograría modificar la fórmula propiciada por Washington acerca de la definición de “Telecomunicaciones”, que consideraba antitécnica, monopolista, antiprogresista.
· · · ·
·
·
· ·
· ·
·
Sin embargo, la tesis de los 200 Kw. potencia mínima para estaciones radiodifusoras en banda internacional fue retirada de la agenda del U.S. State Department antes de iniciarse el convenio. Presidente honorario Liga Colombiana de Radioaficionados (1949). Presidente Comité Radio Católica de Colombia (1952) Corresponsal técnico ad-honorem Radio Vaticana (1938-1967). Corresponsal técnico ad-honorem Radiodifusión Italiana RAI Onda Corta (1947-1967); ídem, revista “Echi d’Italia” (1953-1954). Presidente provisional Asociación de Profesionales Electrónicos de Colombia APEC (1957); vicepresidente (1958, 1959, 1960); presidente honorario (1961). Mención de honor, Fuerzas Militares de Colombia (1960) por Servicios Distinguidos en las transmisiones del Ejército. Senior Member, Institute of Radio Engineers IRE hoy IEEE (1937-1967). Miembro del Consejo Directivo de la Facultad de Ingeniería Electrónica de la Universidad Javeriana (1963). Colaborador por Colombia del “World Radio TV Handbook” de Hellerup Denmark. Colaborador en diferentes ocasiones, de publicaciones varias –inclusive la Revista Javeriana, sobre asuntos de “radio” y “comunicaciones sociales”–. Condecoración “Guillermo Lee Styles” del Ministerio de Comunicaciones, (clase A, medalla de oro) por Servicios Distinguidos, otorgada en ocasión de la conmemoración Primer Centenario Telégrafo (salón Actos Sena, Ministro Alfredo Riascos Lebarcés, 1º noviembre 1965.
23
Primera Parte
Infancia
F C.V
M
V.D
Torre Pellice F: FĂĄbrica Mazzonis M: Casa Municipal donde nacĂ VD: Viale Dante CV: Colegio Valdense -Gimnasio
26
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 1
Mi Tierra
E
s un hecho sabido el de que algunos animales sienten atracción especial hacia el lugar donde nacieron. Si tal cosa ocurre entre los irracionales, es lógico que los seres humanos también pueden guardar cariño o consideración especial para el lugar o pueblo donde iniciaron su niñez y su educación. Encuentro por consiguiente natural el sentimiento de respeto que en mi alma cultivo para la región de Torre Pellice, Val Pellice, Val Chisone; como para Bogotá tiene que sentirlo quien sea santafereño, o para su salvaje pueblo del Congo quien haya nacido en el Centro Africa. La tierra es hermosa donde quiera –y como si fuera radiante sus magnéticas líneas de fuerza–, suele cautivarnos, ya sea que nos hallemos en un fiordo de Noruega o entre las estepas de la Pampa Argentina; en la veraniega isla de Madeira, o bajo las faldas del Vesubio. Dicen que no hay como la propia madre; y en cuanto al lugar donde hemos nacido no hay como la propia tierra… No voy pues a tratar de hacer aquí patriotería fuera de lugar, sino únicamente corresponder al debido tributo a mi suelo natal, describiéndolo sin exageración o fantasía, tal como logro proyectarlo en el telón de mis recuerdos de infancia, por allá en los años de 1905 a 1916. Quizás desde entonces muchas cosas hayan cambiado pero no puede haber variado el clima, ni el panorama del Valdalino (del monte Valdalino). El municipio de Torre Pellice, perteneciente al circundario de Pinerolo y a la provincia de Turín, Piamonte, era un simpático pueblecito situado al pié de los Alpes, en la frontera con Francia. No conozco la etimología de su nombre, pero recuerdo que en la insignia oficial de ese municipio figuraba una torre románica provista de melones, que sobresalía entre
un río al fondo del valle y a los lados las nevadas cumbres de los montes vecinos; siendo ese escudo circundado por un óvalo en el cual se halla impreso el siguiente motto (mote): “fortitudo tirnorem pellit” –la fortaleza expulsa el temor–. Ese río, sería seguramente el Pellice, cuyas aguas dieron el nombre a varios municipios a lo largo de aquel valle: Bobbio Pellice, Villar Pellice, Torre Pellice. A pesar de ser un pueblecito de solamente cinco mil habitantes, Torre era una aldea bastante conocida, por diferentes razones. En primer lugar como sitio de veraneo y de alpinismo, dotado de hoteles modernos; importante punto fronterizo, terminal del ferrocarril que procedente de Turín pasa por el valle del Chiscone, la ciudad de Pinerolo, y el valle del Pellice. Por su guarnición militar, compuesta de un batallón de tropas alpinas. Por ser la capital, en Italia, de los habitantes de religión Valdense, que allí anualmente celebran su sínodo con participación de representantes de los principales países del mundo. Por las frecuentes visitas de la reina Elena de Italia o algún príncipe de la casa Savoia; y –last but not least–, por su manufactura Massonis, de tejidos e impresos de algodón, en la que trabajaba casi toda la población no dedicada a faenas agrícolas: unas ochocientas personas. Abundaban los productos propios de aquella zona piamontesa: trigo, maíz, verduras, hongos, frutas de todo género, entre otras las castañas de las que muchas eran exportadas a Norte América; vinos, ganado, mantequilla; truchas y otros pescados del río Pellice. Faisanes, perdices, liebres, zorros y gamuzas, hacían la felicidad de los cazadores, en los cerros vecinos. Un pueblo pues algo privilegiado y con cierto color internacional y aristocrático debido principalmente al modo de ser y actividades de los valdenses, que formaban una mitad de la población, siendo católica la INFANCIA - Capítulo 1 Mi tierra
27
restante. Una bien entendida rivalidad entre las dos religiones hacía que ambas facciones se esforzaran para primar sobre la contraria mediante la mejor dotación de sus escuelas, hospitales, obras de beneficencia, y atraer hacia su lado los habitantes del otro bando. Entiendo que los valdenses, secuaces de Pietro Valdo, se refugiaron en esa región durante la época de los hugonotes y allí se establecieron entre rústicas fortalezas de la montaña, cuevas, túneles que aún existen, desde donde sostenían feroces luchas defensivas contra las tropas católicas; hasta cuando a principios del siglo XIX, por ley del 17 febrero de 1848 el rey Carlos Alberto de Piamonte decretó la libertad de culto y pudieron entonces vivir tranquilamente como ciudadanos italianos. En los pueblos vecinos al occidente y al norte de Torre predominaba esta población valdense, con sus apellidos franceses; en toda la región el idioma popular inclusive para los católicos era el patois francés, bastante parecido al dialecto turinés. Afuera del Piamonte los valdenses eran conocidos bajo el nombre genérico de protestantes; en Torre los llamaban “barbets” –barbudos–, desde la época bélica de los siglos anteriores. No se hasta donde sea cierto pero recuerdo haber oído comentar que la simpatía especial de la reina Elena para ese pueblo fuere debida a que ella misma era de religión protestante –o más bien ortodoxa, creo yo siendo ella ex montenegrina de Cettigne (Skopje) hoy Yugoslavia, antes de casarse con el rey Víctor III de Italia–; lo cierto es que parte de su personal de servicio acostumbraba escogerlo, para su corte real de la lejana Roma, entre la población valdense de aquella región. Una de sus damas de compañía, señorita Aubry, de Torre, alcancé a conocerla porque era buena amiga de mamá. Los valdenses eran tan orgullosos de su religión e historia como los católicos de la propia; y hay que reconocer que ellos constituían allá un grupo selecto, culto, al tiempo que pacífico y progresista. No se cuáles cambios puedan haber ocurrido desde aquella época, pero diré que en aquel entonces ellos poseían sus propias escuelas y colegios reconocidos por el Estado, que sostenían mediante contribuciones y legados particulares; también proveían ministros misioneros a la iglesia protestante en Africa, Australia, etc. Como hecho curioso recuerdo haber conocido entre ellos por primera vez, allá por el año de 1909, los grupos de la Salvation Army, o sea de los secuaces del general inglés William Booth, con sus uniformes,
28
músicos y ceremonias, tal como muchos años después pude verlos en las plazas de Inglaterra y de Nueva York. Creo que sería entonces el único pueblo de Italia en donde pudieran vivir libremente y tolerados, si no respetados, tales elementos, con sus funciones públicas, muy clamorosas por cierto y algo curiosas o humorísticas para los ojos del católico. El sábado por la tarde se reunían en círculo en la plaza principal, hombres y mujeres uniformados en azul oscuro, gorra estilo militar, con la leyenda “Esercito della Salvezza”; cada cual tocando un diferente instrumento de viento, o cantando en francés salmos e himnos religiosos a base de Aleluyas; después de los cuales, con el sombrero en mano pasaban a colectar las monedas que el pueblo, valdense y católico, entregaba para la caridad. El lado cómico del asunto, para nosotros los muchachos católicos consistía en que las señoritas como mujeres soldado –como ellos las llamaban–, con seriedad inconmovible soplaban el corno o el trombón, actitud antiestética que una muchacha católica difícilmente habría aceptado practicar en público. Al lunes siguiente, los militantes del simpático “ejército” volvían a trabajar como obreros en la fábrica de tejidos; y si los compañeros católicos les tomaban ligeramente el pelo, ellos soportaban todo con calma olímpica que hacía imposible cualquier incidente. Durante el periodo invernal entre noviembre y marzo quedaban cerrados los hoteles. La nieve blanqueaba todo el paisaje, llegando alguna vez hasta la altura de un metro, en el propio pueblo; y dos o tres metros en los montes cercanos. Entonces había que calzar los “zoccoli” (chanclos), especie de zapatos con gruesas suelas de madera, interiormente forrados con piel de oveja; protegidas las piernas con hasta dos pares de gruesas medias de lana; o altas botas de cuero; se vestía el sombrero pasamontaña con sus aletas laterales para resguardar del frío a los oídos; se envolvía el cuerpo en pesadas “mantellinas” o capas; salían a relucir los patines y los skies, no propiamente como para hacer deporte sino para lograr ir a la escuela, o de uno a otro lugar; las chimeneas echaban constantemente humo de las estufas funcionando para calentar el ambiente o tal vez cocinar la famosa polenta, o los marrones, que son castañas de primera. Para los transportes, aún de carga pesada, en los campos, se usaban los trineos. Los partinieve, que tirados de fogosos caballos normandos, salían por la mañana a abrir el camino entre la nieve de la calle principal eran con
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
su ruido característico los despertadores del pueblo y alegría de los muchachos. La primera ocupación de estos, al salir de la puerta de su casa, o de la escuela, era ponerse a tirar bolas de nieve, modelar estatuas, ya sea como juego, o para calentarse las manos, pues es sabido que la nieve tiene esa propiedad reactiva. Para formar pistas de hielo, a veces más largos que una cuadra, y sobre la cual volaban de extremo a extremo con un simple empujón, los muchachos chorreaban por la noche baldes de agua sobre la nieve; por la mañana se encontraban la pista de hielo perfectamente hecha y lisa como un espejo. Allí corrían los chicos del vecindario, en largas hileras, a hacer saltos, carreras, y respectivas caídas en vuelo. La belleza de la nieve en sí, cuando cae, es cosa que no se describir: cada copo está formado de un conjunto de cristales que como caleidoscopios forman estrellitas de dibujos bellísimos y fantásticos tal cual sólo la naturaleza sabe hacerlos; dan la impresión, por esos dibujos, de ser realmente algo caído del cielo: la basura del paraíso. Si cae sobre la mano o cualquier cuerpo tibio, el copo se disuelve inmediatamente y allí donde estaban las fantásticas estrellas, no queda sino una gotica de agua… Después de alguna semana de haber caído, la nieve que no había sido molestada en los campos, se endurecía y se volvía a una masa de hielo que no se liquefaría sino hasta meses después, con el sol de la primavera, para ir a engrosar el caudal de los ríos. De ese hielo aprovechaban los habitantes del lugar, cortándolo en bloques que echaban a los sótanos de las casas, que así se transformaban prácticamente en neveras, donde se guardaban durante muchos meses los alimentos, especialmente carnes y salamis. Los habitantes del trópico no pueden tener idea de cuan sugestiva es la Navidad allá, con su manto de nieve. Sin ésta, la celebración carece del colorido folclórico, como un pomposo matrimonio sin frac y sin velo. El árbol de Navidad era cosa de cada hogar, solamente en el lado valdense; por eso creo que esa tradición, junto con el Joyeux Noel, sea más bien protestante. Para los niños católicos, los regalos no se presentaban al árbol, sino debajo del cojín, o alrededor de la cama del agraciado. Con los regalos se mezclaban pedazos de carbón, que se suponía fueren anteriormente dulces, transformados así por el Niño Jesús, como castigo por alguna hora de mala conducta del chiquillo.
Mapa de Italia
En la Noche Buena, obligadas por el frío del exterior e invitadas por las calientes estufas, las familias se reunían cerca del hogar, saboreando vinos, acompañándolos con dulces y marrón glacés, mientras los viejos narraban historias de la montaña, se dedicaban a la preparación de los agnolotti (una especie de ravioles) para el almuerzo solemne del día siguiente. En el campo, dicha reunión se realizaba en los establos, donde el cuerpo de las vacas mantenía la atmósfera tibia, y el heno que iban rumiando, daba al ambiente un calorcito agradable. El cuadro era como una imitación del pesebre y hacía recordar al Belén que se celebraba. La reunión se prolongaba hasta después de la Misa de Gallos, y luego todo el mundo iba a acostarse debajo de media docena de mantas de lana, para defenderse del frío; los ronquidos individuales se confundían con los de la estufa que seguía trabajando sin descanso. Entre febrero y marzo era la época de los deshielos, y ya en abril se revestía de verde y de flores la naturaleza, como si ella también se alistara para celebrar la Pascua de Resurrección. Los prados y caminos silvestres se tapizaban de violetas, margaritas, flores amarillas, fresas; en los campos cultivados INFANCIA - Capítulo 1 Mi tierra
29
brotaban el trigo, la papa, el maíz, mientras que los cerezos y los duraznos se cubrían de flores blancas y rosadas. Por la noche se oía el repiquetear de millares de campanillas, llevadas por las cabezas de ganado que procedentes de los llanos de Piamonte atravesaban el pueblo en su marcha hacia la alta montaña donde encontrarían tierno y exquisito pasto mediante el cual producían hasta 40 botellas de leche, de la cual se derivaba la sabrosa mantequilla que abastecía los mercados de la región. Con la entrada del verano, en junio, se iniciaba el gran movimiento de turistas; en parte, los protestantes que llegaban para la celebración del Sínodo o concilio de los Pastores; otros, ciudadanos de Turín y de los llanos, venían a veranear dos o tres meses gozando de los salubres aires y comestibles alpinos. En cuanto a los habitantes del pueblo, nadie dejaba de aprovechar las glorias de la naturaleza, e inclusive el más pobre obrero, salían en grupo los sábados por la tarde, hacia el Alpe, cargadas las mochilas con alimentos en lata, quesos, salamis, chocolate; llevando pesados zapatos herrados, bastón o alpenstok, raquetas y esquíes para los nevados, picos y sogas para ascender las vetas. El agua para beber la encontraría doquiera, sanísima de fuentes, o vertiéndose friísima de los glaciares. El domingo por la noche resonaban los empedrados sardineles de las calles de Torre con el ruido de las herradas botas de los excursionistas que regresaban sudorosos y triunfantes, trayendo flora de los Alpes: plumetas, edelweiss, guirnaldas de mirtilos (agrás) en la frente como laureles; o, si eran cazadores, cargando un magnífico chamoix (gamuza), o alguna marmota, o un par de liebres, o faisanes y codornices. Los edelweiss, o estrellas alpinas, son flores blancas, del tamaño de una margarita, cuyas hojas parecen de felpa; se hallan a los bordes de precipicios o de nevados, y son muchas las personas que han perdido la vida por arrancar de entre las rocas un hermoso ejemplar. Tienen la particularidad estas flores de que se conservan al natural durante largos años; en efecto, todavía guardo en mi biblioteca varias de ellas, recogidas en 1922. El mirtilo es una frutecita redonda, morada, sabrosa, que se encuentra en el monte entre 1500 y 2000
30
metros de altura; de ella se hacen mermeladas parecidas a las de moras. Es prácticamente igual al agraz que se conoce en la Sabana de Bogotá. Donde debido a la altura termina el mirtilo, principian los enebros y los plumetes; a los 2500 metros solamente se encuentran ya líquenes y los edelweiss. Donde hay mirtilos, usualmente se encuentran silvestres también, hongos de calidad finísima, especialmente si ha llovido en la semana anterior. Para diversión de quienes no subían a la montaña, los domingos se celebraban juegos deportivos, carreras de a pie y en bicicleta; torneos de fútbol; marchas de resistencia hasta el pico de Castelluzzo sobre el monte Vandalino y regreso, con participación de soldados alpinos; ferias que atraían los campesinos y montañeses quienes bajaban al valle vestidos con sus típicos trajes protestantes, llenos de encajes y difíciles bordados, especialmente los de las mujeres. Ya entrado el verano, tenía lugar la gran cosecha de frutas, cerezas, albaricoques, higos, peras, duraznos, manzanas, avellanas y almendras, y más tarde, la uva con las fatídicas vendimias. En flores, predominaban desde la primavera las rosas y claveles de diferentes colores, geranios, pensamientos, lilas, hortensias de jardín y de sierra. La llegada del otoño era señalada por la cosecha de los nísperos y las frutas de los castaños y nueces, que caían al suelo en cantidades; los rebaños de ganado que volvían a bajar hacia el llano, con sus campanas sonando tristemente, y las golondrinas que reuniéndose en grupos de varios centenares volaban y chillaban alrededor de la torre de la iglesia durante algunos días, hasta que de repente desaparecían, en su emigración hacia los climas templados del Mediterráneo y del Africa. Se fueron las golondrinas; va a entrar el invierno, con su olor de crisantemas, que los feligreses depositaban religiosamente en el cementerio, ante las tumbas de sus parientes, en los días primero y segundo de noviembre. Caen al suelo las amarillas y secas hojas de los árboles, quedando estos con sus brazos desnudos mirando hacia el suelo. Vuelve a caer la nieve; forma un blanco y silencioso manto, que amortiguando ruidos de vehículos y peatones impone sobre la región un majestuoso silencio, como si todo estuviera durmiendo, descansando.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 2
Infancia
1.900 Julio de 1.906
D
e mis abuelos, nada recuerdo. Mi mamá, Giovanna Tripodi, nacida en la ciudad de Reggio Calabria el 5 abril del año 1881, se casó el 14 septiembre de 1898 siendo aún muy joven –tenía 17 años–; después del matrimonio salió con su esposo para ir a establecerse en la lejana Torre. Mi papá, Bruno Amore, igualmente oriundo de la Calabria (Scido) nacido el 10 noviembre de 1870 era entonces un apuesto hombre, once años mayor que su esposa; conocido y estimado en los ambientes de Torre, con fama de valiente en sus funciones de guardia nacional (carabiniere), celoso en el cumplimiento de sus deberes, de acuerdo con la disciplinaria rigidez del cuerpo en el cual servía. Un militar bigotudo, y a carta cabal. Mi abuela, Caterina Versace de Tripodi, se estableció en Torre con mis padres, y murió durante mi infancia, cuando yo tendría unos tres años. Vivían todos normalmente felices, alojados en el edificio de la alcaldía; en esa casa nací el 26 noviembre del año 1900; primogénito. Era común en ese pueblo entregar los niños de pecho a robustas nodrizas escogidas entre la sana gente del campo; sin embargo, mi mamá no quiso saber de esa costumbre, y me crió ella misma. Sobra decir que nada recuerdo de aquello; mis recuerdos de infancia apenas principian a vislumbrar escenas alrededor de los cinco años de edad, aunque sin conexión entre ellas; el razonamiento solamente principió a
manifestarse hacia los siete años. Por consiguiente, lo que voy a mencionar de fecha anterior, es más que todo recuerdo de relatos oídos en familia. Tendría yo unos cuatro años y ya habían nacido mis dos hermanos Ettore y Mario, quienes transcurrían la mayoría del tiempo en el campo al cuidado de sus respectivas nodrizas. La de Ettore era valdense, de la región del Charmiss situada a unos siete kilómetros de Torre, cerca de Villar Pellice, en la montaña; una familia de rudos campesinos dedicados a la explotación agrícola y del ganado. La de Mario era católica y vivía en las afueras de Torre. Mamá había tomado especial interés en enseñarme las primeras letras del alfabeto, y de acuerdo con sus versiones, parece que a los cinco años ya podía yo deletrear y escribir de manera no común entre los niños de tal edad. Hasta entonces la vida en familia transcurría normalmente: mamá entregada a las faenas del hogar y cuidado de sus hijos; papá ocupado en su carrera de carabinero y pequeñas empresas en las cuales ganaba bastante dinero. Gozábamos de amistades entre los grupos más influyentes y respetados del pueblo, tanto católicos como valdenses y, de la misma manera como a los míos gustaba el modo de vivir, franqueza, libertad de expresión, espíritu de colaboración social de aquellos piamonteses, estos simpatizaban con la fuerza de carácter, vigor en el INFANCIA - Capítulo 2 Infancia
31
trabajo y viva inteligencia de los huéspedes calabreses. Mi padre trabajaba en colaboración con el alcalde, el juez y el notario, y por la noche iba a jugar naipes o tratar negocios en el círculo de los mismos. Entre sus amistades sociales contaba con una tal princesa Pignatelli, vieja dama emparentada con la familia real, quien vivía en Turín con su hijo alto oficial del ejército, cuyas influencias sirvieron a mi papá en más de una ocasión para obtener buenos contratos o vencer dificultades. Parece que la princesa Pignatelli me profesaba un cariño especial, y no he olvidado su dedicatoria: “Para Italo cuando sea grande”, en una lujosa edición del libro “La Estrella Polar”, relación del Duque de los Abruzzi acerca de su viaje al Polo Norte. Ese libro lo perdí veinte años después durante mis travesías asiáticas, pero su lectura desde niño me encendió en el alma la pasión para los viajes y aventuras. Casualmente, en Africa, tuve luego la oportunidad de servir al mismo Duque, sobrino del Rey Víctor Manuel III, cuyo libro, tanto había leído durante mi juventud. Dije que el dinero que estaba ganando papá era bastante, tanto así que había abierto a mi nombre una libreta en la caja de ahorros del gobierno, con depósito de un millar de liras (en aquel entonces doscientos pesos oro) y además había suscrito una póliza por una suma cuantiosa que tendría yo que recibir a los veinte años, de una caja de seguros y previsión social. Todo marchaba pues viento en popa y en apariencia mi familia tendría un futuro bastante feliz. El primer nubarrón se presentó con la muerte de mi tercer hermano menor: Ubaldo, a los tres meses de nacimiento, por meningitis. Fue un duro golpe para los míos, y, sin poder adivinar que relación pudiera haber entre ese incidente y lo que siguió, recuerdo que esa época marcó el principio de los disgustos en familia. De la muerte de Ubaldo, solamente tengo en mi memoria la escena del féretro en el umbral de la casa, bajo los pórticos de la alcaldía de Torre, en espera de salir para el cementerio, rodeado de cirios, mientras mamá lloraba desesperadamente para que no se llevaran su hijo. Tengo idea de que ya en esa fecha se hallaba conviviendo con nosotros en calidad de sirvienta una joven de nombre María. Esta mujer, parece que la conocieron los míos antes de casarse, o que fuera lejanamente pariente; lo cierto es que, en su deseo de tener una persona de servicio de confianza, en lugar de buscarla
32
en el mismo Torre, la contrataron en la lejana Calabria. Era una mujer alta y bien formada. Supongo que fuera también hábil trabajadora puesto que mamá se amañó con tenerla y darle habitación bajo el mismo techo; en lugar que desconfiar de la muchacha. El huracán sopló de improviso pocos meses después de la muerte de Ubaldo, cuando tendría yo alrededor de cinco años. Entre mis recuerdos tengo solamente visiones de mis padres discutiendo y llorando ambos desesperadamente. Yo era testigo de unas escenas que, debido a la edad, no entendía. La explicación vendría más tarde. Lo que estaba ocurriendo era lo siguiente: mamá había descubierto en esos días, que la María estaba embarazada, y que el causante de aquello era su marido. Como quiera que esa muchacha estaba alojada en la misma casa, puede comprenderse la situación embarazosa para todos, tanto más, como la echara a la calle, donde no tendría como vivir puesto que sus parientes residían en Calabria. En lugar de callarse; de buscar que el escándalo quedara escondido y desconocido para los demás, mamá se puso a gritarlo a los cuatro vientos, acusando a su marido entre los amigos y las autoridades del pueblo, colocándolo en situación insostenible de empleo, pues de la misma manera que todos antes le habían concedido máxima confianza y puerta abierta en sus círculos, ahora lo condenaban censurándolo por el abuso, y entre otras cosas, por la ofensa al decoro de carabinero, cuyo uniforme no podría seguir vistiendo. Debido a mi tierna edad como ya dije, no estaba yo en condición de formarme una opinión sobre los acontecimientos, puesto que en realidad no alcanzaba a comprenderlos. Por los elementos de juicio de que dispuse más tarde, pude convencerme de que el proceder de mamá en tales circunstancias estuvo fundado e inevitable. Cualesquiera que hubieren sido sus errores de procedimiento en ese momento, quedaron más que pagados con los sufrimientos que más tarde se impuso para mantener sus hijos, no abandonarlos, y por el contrario, elevarlos al honor del mundo. Mi papá, en cambio, aún reconociendo su fatal error, no perdonó nunca a su esposa el haberlo denunciado públicamente; de allí en adelante su conducta fue absurda y loca, producto natural de la desesperación. A mi manera de ver, esa desesperación fue el resultado del error cometido, y encuentro en ella un rasgo de nobleza de carácter.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
He conocido varios casos, especialmente en la Costa del Caribe, familias en que a pesar de haber incurrido el marido en deslices más o menos similares al de mi papá, todo siguió adelante en familia como si nada hubiere pasado. Las “queridas” estaban de modas, y díganlo si no, las numerosas personas conocidas como “hijos naturales”. Estos casos de tolerancia denotan relajamiento en las costumbres y la moral cristiana. Entre los míos el asunto resultó fatal e irreparable, debido a su fortaleza de carácter y severidad moral que no les permitía transigir con el pecado. Vieron que se les caía encima la ruina, pero prefirieron aceptarla, en lugar de rehuirla mediante acomodamientos ficticios. Sin conocer el latín, pusieron en práctica integralmente la norma: frangar, non flectar; me rompo, pero no me doblego. De manera que, a los pocos días de ocurrido el escándalo, papá obtuvo la baja del empleo, ausentándose de Torre durante un par de semanas, al tiempo que la María desaparecía de la circulación. Se supo luego, que los dos habían ido a Génova y de allí hacía Reggio. Regresó él donde nosotros y dispuso el traslado de la familia para Reggio. Mamá en principio se opuso, pero como en Torre no tenía parientes que pudieran ayudarla en ese terrible trance, se resignó a seguir al marido, mientras tomaba una resolución definitiva para el futuro. Quizás influyó el hecho de que ella misma tenía principios de un nuevo embarazo. Del viaje hacia Reggio –que duró unos quince días–, nada recuerdo, salvo que en lugar de ir directamente, pasamos por Pavía y por Monza, en tren. En Pavía visitamos una familia amiga, de apellido Botta, quedando grabada en mi memoria la vista del río Ticíno, con sus botecitos, y un puente que era famoso por su antigüedad y por ciertas casuchas con refugios construídos sobre el mismo. La vista del Ticíno, en ese punto tiene que ser romántica y melancólica, porque logró impresionarme desde aquella edad. Sé que llegados a Reggio Calabria nos hospedamos donde unos parientes de apellido Longo– Mantella; creo que la estadía allí duró tres o cuatro meses. Tuvo que ser durante la estación primaveral, pues recuerdo haber celebrado allí la Pascua de Resurrección, con sus costumbres religiosas muy diferentes a las de Torre, y parecidas en cambio a las españolas. La diferencia era notable hasta en los alimentos: el pan no lo cocinaban a la francesa, sino al estilo español, con una capa de harina o con almen-
Una de sus primeras fotos dras en el tope; muy sabroso por cierto. Los dulces también eran estilo español. Esto se debía seguramente al hecho de que la región estuvo largo tiempo sometida a los Borbones de Madrid. Llamaron mi atención de entonces, los lupinos y las bergamotas. Estos últimos son una especie de limón parecido a la lima, de la cual se extrae una esencia muy apreciada en perfumería para la fabricación del agua de colonia. Los cerros de los alrededores de Reggio estaban recubiertos de este árbol, que mantenía el aire suavemente perfumado. Otras cosas que no había conocido en Piamonte y que allí abundaban: los cedros, las granadillas, los hinojos, los olivos, y el pescado de mar entre el cual abundaba el atún y el pez espada. Este último es del tamaño del tiburón pero posee en la cabeza una larga y puntiaguda lanza con la cual embiste al enemigo. Hace saltos sobre el agua, es fuerte en la lucha, y su pesca resulta a veces difícil aventura. Había grandes cantidades y a diario lo pescaban en estrecho entre Reggio y Messina, siendo su carne considerada de lo más exquisito en su género (familia del blue–marlin de Miami). INFANCIA - Capítulo 2 Infancia
33
Ya en aquellos días principiaba mi carácter a transformarse, volviéndose serio, pensativo, con un tinte de tristeza en el rostro. A pesar que no comprendía los acontecimientos, sentía las consecuencias de los cambios de vida y costumbres; las continuas ausencias de papá y la de esa armonía en familia; los frecuentes llantos de mamá escondida en su cuarto, me dejaban perplejo, preocupado. Por qué llora mamá? Sentía que alguna desgracia se había derribado sobre nosotros, y estaba por destruirnos. Mientras tanto, la situación para los míos era insostenible, y el epílogo no se hizo esperar. Olvidaba decir que papá me quería muchísimo, como lo demuestra el hecho siguiente. Después de varias semanas de nuestra llegada a Reggio, un día me invitó a salir con él como para ir de paseo. Llegamos al puerto. Arrimado al muelle estaba un gran barco echando humo. Esta es una escena que tengo tan presente en la memoria, como si estuviera viéndola en este momento. Cargándome en sus brazos subió la escalera del barco, mostró unos papeles al vigilante y subió a la cubierta. Allí había multitud de gente moviéndose entre baúles y maletas: eran emigrantes. Apareció la María; se saludaron. Yo nada entendía, contentándome mirar aquel barullo, con la curiosidad de un niño. El barco se puso a pitar; era la señal de la despedida; pero nosotros seguíamos allí.
De pronto, por la escalera subió a toda carrera un tío mío, hermano de papá, quien se lanzó entre el grupo discutiendo duramente con mi padre, me quitó de sus brazos casi a la fuerza, y sin soltarme me desembarcó nuevamente en el muelle. A los pocos minutos el barco principió a subir anclas y alejarse. Mi padre, agarrado de la barandilla del barco, saludaba con el pañuelo, llorando desesperadamente. Mi tío, desde el muelle, hacía otro tanto; y creo que yo los imitaba. Papá se iba; nos abandonaba para siempre, escapando hacia la República Argentina –según entendí más tarde–. Había tratado de robarme y llevarme consigo, pero afortunadamente mamá, que desconfiaba, alcanzó a ponerse en alarma a tiempo, despachando a mi tío a buscarnos. Este, cumplió con su deber, e imponiéndose mediante la autoridad del justo derecho logró devolverme a mi madre, en el preciso momento antes de que el barco se fuera y me llevara hacia un destino desconocido, pero seguramente terrible para mí, entregado a una mala madrastra. Se había ido pues mi papá; para siempre. Con la otra; la María. (Epoca junio a julio del año 1906. Mi edad: cinco años y medio).
El valle de Pinerolo
34
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 3
El Abandono
Julio de 1.906 Septiembre de 1.908
L
a noticia de que mi padre había tratado de arrastrarme con él, yéndose para siempre, con la María, hacia el lejano continente, fue otro duro golpe para mamá, como puede suponerse; pero sirvió al mismo tiempo para que salieran a relucir su inmenso valor y energía, la grandeza de los sacrificios que una madre es capaz de hacer, para la salvación de sus hijos. Eramos tres niños: yo, de cinco y medio años, Ettore de 4, Mario de dos años y faltaban pocos meses para que naciera el cuarto. Recordando que habían quedado en Torre unos cuantos haberes que representarían para nosotros un valioso capital en ese momento, convencida ahora de que, más que de sus parientes de Reggio, habría conseguido apoyo y auxilio por sus amistades entre las buenas familias de Torre, resolvió regresar a ese pueblo. El viaje desde Reggio a Génova se hizo por mar, en el vapor “Po”, y de allí a Torre por tren, total una semana; de sus peripecias nada recuerdo. Los papeles sobre los cuales mamá fundaba sus esperanzas eran: la libreta de ahorros postales a su nombre, otra a mi nombre, mi póliza de la caja de previsión social, y un lote de joyas que a nombre estaban en custodia en un banco de Turín. Sin embargo, al hacer las diligencias para obtener tales valores, con dolorosa sorpresa descubrió que habían sido retirados por mi padre, hacía algunos meses, mediante su firma y la de mamá que había sido falsificada. En aquellos tiempos, las leyes de Italia a este respecto eran tan malas como lo fueron en Colombia hasta hace poco,
en cuanto que prácticamente permitían al marido disponer de los haberes de su consorte. Así mismo, eran muy flojas en castigar los delitos de adulterio, que en la actualidad, según entiendo, el gobierno italiano ha hecho debidamente severas, dando un ejemplo sobre este asunto de la moralidad, que el propio Vaticano no tuvo nunca el valor de poner en la práctica. (La actualidad, era, hace unos veinte años; el jefe del gobierno era Mussolini, quien había puesto en vigor estas severas leyes. Pero luego resultó que cuando lo colgaron de los pies, Benito estaba escapando hacia Suiza, en compañía de una joven Clara Petacci; a pesar de que su mujer Raquel, y sus hijos y su hija Edda casada con el conde Ciano eran ya todos grandes y de mayor edad… De manera que las leyes, solo amparan a los demás. Años después, comentando este caso con un sacerdote diplomático de altos quilates aunque simpatizante fascista, a mis críticas contra Mussolini que había legislado bien, pero practicado mal, me contestó: –cuál es el gran hombre que no cae vencido por la tentación?– . Lo cual demuestra que si cae, no es tal y gran hombre; y por lo demás, la historia demuestra, desde Napoleón a Hitler, Mussolini, etc. que cuando el jefe cae en asuntos privados, de familia, inicia su derrota moral y material en todas sus demás actuaciones públicas, y del hogar, hasta su muerte). En cuanto a mi póliza de previsión social, esta constituyó un gratuito dolor de cabeza porque para tener derecho a cobrar faltaba seguir pagando durante algún tiempo; pago que con muchos esfuerzos mamá siguió haINFANCIA - Capítulo 3 El abandono
35
ciendo por un par de años, hasta que ocurrió lo peor del cuento, es decir: la tal caja quebró y casi medio millón de idiotas suscriptores, inclusive nosotros, perdieron en ella sus economías y esperanzas. Desde entonces le cogí desconfianza a esas cajas, que como ciertas loterías, prometen fantásticas utilidades, y funcionan correctamente mientras cobran lo que los ingenuos pagan, pero desaparecen o quiebra cuando llega el momento de pagar a todos. Quiero hacer especial hincapié sobre este incidente y para recordar a mis hijos que nunca deben dejarse ilusionar por prospectos de utilidades desproporcionadas o quiméricas, pues en ellas acaban siempre más o menos como la estafa del paquete chileno. Si tales utilidades fueren realmente posibles, el que tiene el secreto con la fórmula sería el primero en explotarla por su cuenta, en lugar de vendérsela al prójimo por una bicoca…; pues nadie trabaja para los demás…, sino que para sí mismo… Se encontró pues mamá con un puñado de papeles inútiles, en lugar del capital que había esperado valorizar. Vendiendo y rifando las demás joyas que le quedaban, vestidos, mobiliario, pudo seguir adelante aunque sufriendo grandes estrecheces, hasta que durante el frío y penoso invierno de 1906–1907 nació el cuarto pimpollo: mi hermanita Anita (el quinto, si se tiene en cuenta la muerte de Ubaldo). Ya en ese entonces la fuerza de las circunstancias – como la experiencia, es la mejor escuela–, me estaba obligando a volverme hombrecito ayudando a mamá en todo cuanto fuere posible. Aprendí a hacer los mandados, arrullar a Anita, barrer los cuartos, lavar los platos, preparar las comidas y cocinarlas, al tiempo que mamá se hallaba ocupada como planchadora de cuellos y camisas o trabajando en costuras en una u otra familia. A veces, debido al gran cansancio por tales fatigas y al descorazonamiento por la desgracia, ella sufría como ataques de epilepsia, quedándose con los miembros rígidos, el cuerpo temblando, sin poder hablar, color cadavérico. Entonces, los niñitos le caíamos a sus pies llorando y llamándola hasta que algún vecino atraído por los gritos corría a ayudarnos, suministrándole sales para hacerla volver en sí. Tales ataques siguieron presentándosele una o dos veces al año hasta que entró en la edad mayor. Para ir a la escuela, durante ese invierno, tenía yo que caminar unas cinco cuadras, solo; a veces la nieve a los lados del camino era más alta que yo, es decir, casi un metro o más. La escuela era protestante, situada cerca del cuartel de las tropas alpinas. Terminé la primera clase elemental, en el segundo puesto.
36
Más tarde mamá obtuvo el empleo como administradora del club social del pueblo donde solían reunirse las autoridades: el alcalde, el médico, el juez, etc., a comer, jugar al billar o naipes, o hacer lecturas de la adjunta biblioteca. Este sitio me resultaba muy atractivo porque durante el día, no habiendo socios a la vista y estando mamá trabajando afuera, me obsesionaba de los billares y demás elementos, jugando por mi cuenta, haciendo a veces destrozos que mamá con fatiga lograba reparar o esconder. Hacía también visitas al bar, y de escondidas me tomaba de cada frasco un poquito, porque si hubiera tomado de uno solo, fácilmente se habría descubierto la baja del nivel en la botella. Eran jarabes, para licores. Y luego me dedicaba a los sifones de agua seltz o soda, apretando despacio el gatillo y chupando largos ratos el agua chispeante que brotaba. Al final de la semana al rendir cuentas al ecónomo del club, mamá acababa perdiendo plata en la administración del bar y quizás nunca supuso que fuera yo el culpable. Ya sea por eso, o por otras causas, el negocio no le resultaba y acabó dejando ese empleo, para volver a dedicarse totalmente a coser y planchar. Para darse consuelo, cantaba frecuentemente el aire de “La Gran Vía”: “…cuando quí, capitai, le faccende di casa imparai; a cucire, recamare, le vicende di casa curare…” (cuando aquí llegué, aprendí las labores del hogar, a coser, a bordar, los problemas de casa arreglar), como tomándose el pelo a sí misma… Mientras tanto ella no se había resignado a quedarse sin noticias del marido: le escribía a la dirección de Buenos Aires, al cuidado de una casilla postal (apartado), ya que él se cuidaba mucho de no dejarle conocer su dirección exacta. Mamá le escribía ofreciéndole el perdón si regresaba; él contestaba fría y cínicamente haciéndose la víctima, alegando que estaba sufriendo por falta de trabajo y por la soledad en que se hallaba. Mamá lloraba a cada carta que llegaba con la estampilla del sol naciente y el agricultor echando semillas sobre campos arados. Por asociación de ideas, aquel sello argentino de entonces significaba para mí el lugar donde estaba papá, para quien, en lugar de afecto principiaba yo a sentir repugnancia. Mamá me hacía ver sus fotografías de carabinero y de antes de la tragedia; me repetía que había sido muy bueno y que él me quería; yo pensaba en mis adentros que ese hombre era malo, puesto que por culpa suya mamá se entristecía y lloraba con tanta frecuencia. La correspondencia de Buenos Aires llegaba más o menos a cada trimestre. En las últimas cartas que se le escribieron, ya iban hojitas garrapateadas por mí bajo
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
la solicitud y guía de mi madre; aunque aparentando que las escribiera yo de moto propio; en las que le pedía que regresara porque me hacía mucha falta. Las contestaciones trajeron alguna reducida suma de dinero y el mensaje de que él no quería regresar donde mamá; que más bien me fuera yo donde él, y que para ello estaba dispuesto a enviar desde la Argentina una persona de confianza para que me recibiera y me acompañara hasta allá. Todo esto lo leía y me lo explicaba mamá, sobre las cartas del marido, imagínese el lector, con cuanta amargura. Y nótese que al escribir así mi papá no podía suponer que sus cartas las conociera yo secretamente; bien sabía el bribón que ellas serían dirigidas a la dirección y nombre de mi mamá y que sería ella quien las leyera primero, para luego explicármelas. Después de un par de años, finalmente dejó de contestar y no volvimos a saber de él. Supusimos que había salido para otra parte; no sé por qué yo creía que se hubiera ido para Australia. Para entrar al segundo año de la escuela elemental, fui trasladado de la valdense, a la católica, denominada Mauriciana. No sé cuál sería el motivo del cambio, pero la facilidad con que se pasaba de una a otra demuestra que allá no se daba importancia a la cuestión religiosa y que más bien primaban los conceptos económicos o de comodidad del lugar, reducción de distancia entre hogar y escuela, etc. Creo que la escuela valdense, de acuerdo con su fama, fuera superior a la católica del mismo lugar en cuanto a organización, categoría de profesores, dotación de medios didácticos y sistemas de disciplina. Entré pues a la escuela Mauriciana en el segundo año, siendo el maestro un sacerdote de nombre Martín, que murió luego joven y con fama de loco. Don Martín (en Italia se les decía “don” exclusivamente a los sacerdotes), me quería bastante, dizque por mi inteligencia, y yo era el primero de la clase. Parece que lo que me habían enseñado en el primer año de la escuela valdense equivalía al segundo de esta escuela católica. Era tan destacada la ventaja que yo llevaba sobre los demás alumnos, que a los cuatro meses del curso me pasaron a la tercera clase. Hice pues dos clases en un solo año, terminando el curso en el tercer puesto. Aquí el maestro era un don Heritier, con el cual no simpatizábamos, como don Martín; Heritier era un tipo frío y aristocrático, algo comparable, guardando las distancias, con el Amarís del Dumas. Siendo yo uno de los más pobres de la clase, me tomaba como blanco para sus regaños a la comunidad.
No sé cómo me las arreglaba para mantenerme entre los primeros de la clase, pues lejos estaba yo de ser un niño fervorosamente aplicado al estudio. Por el contrario, en la casa no me quedaba tiempo para estudiar pues desde el momento que regresaba a ella, las tareas que me esperaban por ser yo el hijo mayor eran infinitas, desde barrer y pelar papas, alistando frijoles y guisantes, hasta lavar los platos y la ropa sucia de los hermanos. Por consiguiente, procuraba llegar a casa más tarde, para alargar mi libertad, pues una vez entrado en el hogar me esperaban tareas más aburridas que las de la escuela. Me quedaba por lo tanto vagabundeando en los campos, cerca del río, jugando con compañeros, a batallas militares que a veces, de los sables y rifles de madera, se convertían en verdaderas peleas con gruesas piedras. En la escuela, creo que no estudiaba, pero lo que oía una vez durante las clases me quedaba bastante bien grabado en la memoria como para satisfacer las preguntas del maestro y dejar la impresión de que había estudiado mucho. Nada pues de que yo fuera un modelo de obediencia; y para demostrarlo recordaré que una vez llegué hasta el punto de escaparme de casa. Una tarde en que había estado afuera más tiempo que de costumbre, al llegar a casa encontré que mamá me estaba esperando con cara severa. Habiendo ella encontrado que todo estaba por hacer: la estufa apagada, los pisos sin barrer, la comida sin preparar, para castigarme se armó de un palo, a cuyas batutas fui a esconderme bajo la cama, llorando de dolor y de rabia. Mamá, también se enfureció de que estando yo allí escondido no alcanzara a pegarme; y tanto hizo que al fin salí, pero con rápida carrera logré la puerta antes de que ella me alcanzara. Me fui a la calle: en parte por el miedo a la paliza, y en parte debido a un raro sentimiento de rebeldía que me dominaba. –Por qué, a los demás niños se les manda a jugar; y a mí se mi castiga si me quedo con ellos jugando?– Tomé el camino del Viale Dante, subiendo al hacerlo. Pasé dos días vagando entre los campos, pidiendo a los campesinos morada por la noche en los establos, y algo de comer. El primer día me fue bastante bien, pero el segundo día ya no me dieron sino pan duro y enmohecido, debido al cual, el arrepentimiento y el amor a mamá me dieron el valor para regresar a casa y recibir una lógica, aunque fuera descomunal molida de huesos. En cambio, cuando mamá me vio regresar, no me pegó, ni me regañó, limitándose a preguntarme donde había estado, a tiemINFANCIA - Capítulo 3 El abandono
37
po que me suministraba alimentos en cantidad como para satisfacerme el hambre acumulada. Comprendí que el sufrimiento por mi ausencia había sido para ella tan grande que difícilmente volvería a pegarme; de la misma manera que yo nunca más volvería a escaparme de casa. Mamá tuvo en esa época otro dolor de cabeza debido a que mi hermanito Mario se había hecho una herida profunda en la cabeza. Para su curación que duró tres meses, había que llevarlo cada mañana a la enfermería para que le hurgaran con las pinzas en el cráneo y le sacaran el pus que insistía en renovarse. El pobre niñito, cuando llegaba la hora de ir donde el médico se volvía loco de terror y había que arrastrarlo a la fuerza un par de cuadras. Tuvimos gran preocupación porque había el peligro de que la herida alcanzara a afectarle el juicio y –efectivamente– durante los años siguientes parecía como que no gozaría de razón normal; afortunadamente, con el tiempo desaparecieron aquellos síntomas y acabó con ser muy juicioso. En todos esos trances nos ayudaron mucho las familias Avalle, Bernero, Brovelli, Costabel, Pesando, y otras cuyo nombre lamento haber olvidado. Terminado el tercer año de escuela elemental y llegado el periodo de las vacaciones de julio a octubre, por primera vez entré a trabajar con sueldo. Esto fue en una carpintería donde se armaban cajones para entregar a la fábrica de telas Mazzonis. Mi trabajo consistía en clavar tablas, y alguna vez me dejaban jugar con el torno o la fresa. Me pagaban veinte centavos diarios, un sueldazo para un niño de siete años. Los propietarios me conocían y me atendían personalmente pues sabían mi historia; todos me trataban con consideración y cariño. Por mi parte, en cada cosa que estuviere haciendo, al oír los comentarios de terceros sobre mi inteligencia y conducta de hombrecito, gozaba de orgullo descomunal y me proponía seguir cautivando la atención y los elogios de los demás. Encontraba en ello buena utilidad, pues a los elogios seguían los dulces y las propinas que, triunfalmente, corría yo a llevar a mamá, para repartir entre todos. Se acercaba el mes de octubre de 1908 y nuevamente tenía que volver a la escuela para el cuarto año de elementales. Pero, la escuela implicaba gastos, en lugar de entradas; las condiciones económicas del hogar no eran para tanto. El cura párroco, un buen viejito cuyo apellido francés no recuerdo, tenía fama de ser caritativo; a él se dirigió mamá pidiéndole consejo o apoyo. Este prometió interesarse para conseguirme una beca en el seminario de Pinerolo, de las tres becas que
38
allí tenía la parroquia, para los pobres de Torre. Las dos primeras estaban reservadas para los hijos de la familia D’Ambrogi (por cierto que nada pobre); se vería que la tercera quedara para mí. Pero como quiera que estas becas solamente solían concederlas a quienes demostraran tener vocación para el sacerdocio, era menester que yo diera alguna prueba de propósito. La única que yo pudiera facilitar en aquella edad, era la de frecuentar lo más posible la sacristía. Se hizo por lo tanto que yo fuera todas las mañanas a las seis a servir misa, y por la tarde a los rosarios. Como premio inmediato, el buen cura me concedía el privilegio de soltarme en el jardín de la parroquia, detrás de la iglesia, con plena libertad para comer frutas a mi gusto. Había allí de todo lo bueno, y mi predilección eran las fresas, manzanas y nueces. El jardín era relativamente grande, y dando vueltas entre sus árboles, entre cantos de mirlos y ruiseñores, en mi imaginación infantil creía estar en el paraíso terrenal. Las advertencias que me hacían, de cuidarme de alguna eventual víbora, reforzaban en mi mente esa creencia, y tenía temor de que de algún árbol saliera la serpiente del cuento bíblico (en esa región es frecuente toparse con víboras, en la montaña, o entre ramas y piedras). Se abrieron al fin las escuelas, y llegó la noticia de que se me había concedido la beca en el seminario de Pinerolo. Ese fue un gran día, de fiesta, y de tristeza. Fiesta, porque iba a poder continuar los estudios; tristeza, porque ello implicaba mi separación de la familia. La distancia entre Torre y Pinerolo siendo únicamente de 15 Km., representaba sin embargo en aquel entonces para nosotros algo como ir al otro mundo. Tomamos el tren, mamá y yo, y a la media hora llegamos a la ciudad de Pinerolo, que no conocíamos. El seminario del Arzobispado era visible a distancia por la mole de su alto y severo edificio estilo gótico. Algo parecido al colegio León XIII de Bogotá (época 1940). Entramos a la portería: mamá me recomendó a un sacerdote, me dio un abrazo y se fue. La puerta del colegio se cerró, privándome de su vista. Me sentí encarcelado. Me lancé para tratar de abrir el portón, grité, inútil. Entonces el instinto me hizo subir corriendo escaleras hasta el tercer piso, donde hallé una ventana por la cual se veía a distancia la calle. Me puse a llamar a mamá, y hacerle señas con el pañuelo. Allá abajo por la Vía del Arsenale, lejos, dirigiéndose a la estación del ferrocarril, iba la pobre mujer, ella también llorando, haciéndome señas de despedida…
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 4
Seminarium Pinerolensis
Octubre de 1.908 Octubre de 1.909
A
ún cuando contaba solamente 20.000 habitantes, Pinerolo –mencionada en la historia francesa bajo el nombre de Pignerol, Piñerol–, gozaba de importante fama, a pesar de la modestia de su escudo, que representaba un pino cargado de sus respectivos frutos o piñas (no se trata de las piñas tropicales o ananas, sino de las que da el pino, consistentes en nudoso esfuerzos de madera, con almendras exteriormente, y forma bastante parecida a la que aquí también denominamos piña). Pinerolo era sede de obispado; había una famosa basílica denominada San Maurizio, construida en el año de 1376, que conservaba aún un buen estado, siendo lugar de romería para los feligreses que querían cumplir votos. En los sótanos de esa basílica se hallaban las tumbas de los príncipes de Acáia, de algunos miembros de la casa Sabáuda, y de personajes que fueron de importancia en las historias de Francia y de Italia (durante el año de 1930 mi familia vivía a los pies de esa basílica y María Luisa tuvo ocasión de verla durante su visita de novia a mi casa. Posteriormente, en el año de 1954 cuando viajé a Italia, toda mi familia estuvo allí varias veces, acompañada por Mario y Palmira). Edmundo de Amicis, notable escritor romántico del siglo XIX (“Corazón”) vivió largo tiempo en Pinerolo y recordó esta ciudad en varios de sus libros. El primer documento antiguo que se conozca, en el cual se menciona este pueblo, está fechado en el
año de 981; todavía existen paredes del castillo de los príncipes d’Acaya construido en el año de 1318. En Pinerolo desembocan tres valles: el del Chisone, el del Lémina, y el del Pellice; estos nombres corresponden a tres riachuelos o torrentes que bajando de los Alpes vierten en el río Po cerca de Turín. El valle de Chisone es históricamente el más importante siendo atravesado por una magnífica carretera, construida en la época napoleónica, que subiendo desde los 500 metros llega rápidamente a los 2.000 metros del Colle o Paso Sestriére, que comunica con Francia (allí estuvimos también toda la familia, en el año de 1954). El territorio dispone de recursos mineros y forestales; la ciudad poseía establecimientos industriales de fundición, sedería, tenerías, fábricas de ladrillos, de material para ferrocarriles, siendo además importante mercado agrario y de ganado. El nombre de Pignerol aparece con frecuencia en los libros de Dumas pues en su fortaleza fueron encarcelados varios prisioneros políticos de la época de Luis XIV, entre otros Lauzun, Fouquet, y el célebre protagonista de la Máscara de Hierro. A pocos kilómetros de distancia de Pinerolo se halla el pueblo de Cavour, que bautizó al célebre estadista piamontés Camilo Benso conde de Cavour, creador del Reino de Italia en la época de Mazzini, Garibaldi y Victor Manuel II (en la Roca de Cavour estuvieron varios de mis hijos en el año de 1954). INFANCIA - Capítulo 4 Seminarium pinerolensis
39
Otro político de renombre, residente de las cercanías de Pinerolo fue Giolitti, ministro de estado cuando yo era un muchacho. De esas regiones piamontesas fue también San Juan Bosco quien fundó en Turín la Comunidad de los Salesianos. Fuera de Italia el nombre de Pinerolo era más bien conocido por la fama de su escuela de caballería. Recuerdo que a los pocos meses de hallarme en Barranquilla, en el año de 1928, mientras asistía a unas carreras caballos en el hipódromo cerca de Las Delicias, un costeño estaba a mi lado exclamó: –ese brinca como un pinerolo–. Casi brinqué yo de estupor al oír mencionar el nombre de mi pueblo, y dirigiéndome al vecino le pregunté: –qué quiere decir pinerolo?–. Me contestó: –algo que salta mucho–. Otro compañero un amigo: –así se llamaba un caballo que era famoso porque saltaba más que los otros–. Comprendí que la etimología del vocablo usado de tal manera derivaba de la renombrada escuela de equitación de Pinerolo. En mis tiempos no se conocían aún los tanques. La caballería era el arma más valiosa y más noble. Casi todos los oficiales de esta arma pertenecían a la nobleza: condes, marqueses, barones, pues la nobleza acostumbraba repartirse entre caballería y marina. En la escuela de Pinerolo, que era la más importante de Italia y una de las mejores de Europa, había permanentemente varios centenares de oficiales italianos y delegados de oficiales de otras naciones, además de una cantidad mayor de suboficiales y soldados. La cantidad de caballos en la escuela superaba el millar, y eran todos animales escogidos, de pura sangre. Durante el día las calles solían estar continuamente atravesadas por hileras de caballos que iban de uno a otro picadero. Diariamente ocurrían fugas de caballos, y los habitantes estaban acostumbrados a sortear los peligros de ser atropellados por las bestias asustadas. Por la noche, la molestia era otra, consistente en el millar de oficiales y suboficiales de caballería a caza de las “totas” o muchachas del pueblo. En tales horas, por todas partes no se oía otra cosa que el retintín de espuelas y sables. En aquella época los jinetes de la escuela de Pinerolo acostumbraban ganar los torneos hípicos en las diferentes capitales de Europa: uno de ellos, el conde Calvi di Bergólo, saltó tan largo, que se casó con la princesa Yolanda, hermana del príncipe heredero Umberto (este matrimonio morganático en ese entonces era cosa extraordinaria), después de haber ganado varios concursos internacionales.
40
Como que yo también –aunque sin ser jinete, sino solamente marino–, salté largo al venir a establecerme en Santafé de Bogotá; …pero volvamos al cuento. La vida del seminario puede ser comparada en muchos detalles a la del cuartel: por la carencia de seres queridos al alcance de la mano; por la obligación de someter toda la humanidad a la rigurosa disciplina de los horarios y campanas; por las privaciones a las que se ve enfrentado quien no sea “hijo de papá” (de hidalgo) y no disponga de los centavitos para adquirir todo lo necesario o los dulces y cosas de comer en horas extras; por la diferencia de disposición de ánimo entre quien sabe que a cada domingo recibirá visitas de los parientes que además de traerle golosinas y llenarle los bolsillos con dinero, lo llevarán también afuera a pasear algunas horas o participar en fiestas; y quien, como el suscrito, nada de todo aquello podía esperar durante los largos meses que completarían el periodo de estudios. Mamá estaba lejos; sin posibilidad de venir a verme, poder enviarme dinero. Las únicas dos personas conocidas por mí allí eran los hermanos D’Ambrogi, hijos del jefe de la oficina postal de Torre Pellice. Piero, el mayor, estaba en el cuarto año de gimnasio; Gino hacía el primer año. Ellos me concedían de vez en cuando el honor de hablarme, en virtud de que éramos paisanos; pero nos separaba la edad, así como cierto matiz de pequeña aristocracia a que ellos tenían derecho por las influencias de su familia. Piero, me tomó cariño y fue mi protector durante las peleas entre compañeros de colegio. Yo vivía con los demás muchachos del colegio en cuanto a las obligaciones de vida en común, pero debido a la pobreza y orgullo innato mantenía, o me mantenían, algo separado, reservado. Hablaba poco; lo observaba todo. Y me defendía como una fiera cuando trataban de molestarme o hacerme alguna mala jugada los compañeros; yo era de los más pequeños, pero a los pocos meses de estar allí, hasta los grandes sabían que yo no era pasta para dejarme moler, porque cuando iba perdiendo en la lucha debido a la mayor fuerza del adversario, entonces me botaba enloquecido sobre él y a fuerza de mordiscos lo obligaba a alejarse y soltarme. Un perro rabioso, pues. Esto le pareció bien a Piero, quien orgulloso de que su paisano supiera defenderse me hizo entrar en su círculo de juegos y de compañía. A Piero volví a verlo muchos años más tarde haciendo brillante carrera en el arma de carabineros, siendo ya coronel en el año de 1924; Gino fue mi colega marino durante muchos años.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
En el Seminario había tres cursos diferentes: el de los más jóvenes, como yo, que terminamos el curso elemental, éramos seminternos, pues las clases íbamos a tomarlas fuera del colegio, en la escuela del gobierno. Salíamos uniformados, en formación, acompañados por un sacerdote, a las ocho de la mañana, y volvíamos a entrar al colegio a las cuatro de la tarde. El otro curso, de los gimnasiales, que era de cinco años, se efectuaba dentro del seminario (una especie de bachillerato). Seguía luego el curso del Liceo, que duraba tres años y después del cual –en lugar de seguir en la universidad–, los jóvenes del seminario tenían que hacer el voto eclesiástico. Estos se alojaban en el ala separada del edificio y llevaban vestidos sacerdotales. En el gimnasio se estudiaba principalmente latín y materias clásicas; y en el liceo: griego y teología. Aunque teóricamente toda aquella juventud que entraba al seminario era aceptada allí porque tenía vocación sacerdotal, en la práctica no eran más de unos 10 o 15% los que finalmente escogían esa carrera; los demás eran elementos que entraban allí mediante recomendaciones, para disfrutar de la escuela y alimentación gratis, fingiendo tener simpatías para el sacerdocio. La diversión principal en el seminario consistía en jugar al balón y en la palestra de gimnasia; o en largos paseos al campo, en los días festivos, para quienes no esperaban visitas de sus parientes. En uno de esos domingos salimos temprano para una excursión a distancia, y el clérigo que nos acompañaba tuvo la buena idea de llevarnos a su casa, en la región de Fienile, antes de llegar a Bricherasie, tomamos el camino de San Secondo, y en hora y media llegamos a la granja agrícola de propiedad de sus padres. Nos hicieron toda clase de atenciones, destapando en serie botellas de vino Barbera. Toma que toma, el vino era seguramente sabroso, pues vacié todos los vasos que me presentaron. A la hora quedé borracho: para regresarme aquella misma noche al seminario tuvieron que cargarme a cuestas los compañeros. Desde entonces, nunca más me ha ocurrido caer en similar exceso pues aunque el vino me gusta mucho, se comprender cuando he llegado al límite decentemente soportable. Entre seminternos y gimnasiales éramos unos 200 muchachos en edades entre los ocho hasta los dieciséis años; los liceales, o sea los clérigos eran unos 50 y comprendían jóvenes desde los quince hasta los veinte años. Los dormitorios, el refectorio y el patio de juegos de los clérigos estaban divididos de los nuestros, y
nos separaba además la constante pugna que con cualquier pretexto se desarrollaba entre las dos categorías. Los clérigos eran mayores no solamente en edad sino también en corpulencia, pero como nosotros éramos en número 3 o 4 veces más grande, y no teníamos los escrúpulos de las clases teológicas, en la mayoría de los casos ganamos los encuentros a fuerza del número o de osadía. Por la mañana nos despertaban a las cinco y media: lavarnos, arreglar la cama, bajar a la capilla para la misa; de allí seguíamos al refectorio a tomar el desayuno, y luego 1 hora de repaso de estudios hasta el momento de salir para la escuela. Al regresar de esta a las cuatro de la tarde, teníamos 1 hora de recreo, después, una de estudios, luego el rosario, la comida, otra hora de recreo, y a las nueve de la noche tocaba el silencio. Los dormitorios eran salones con capacidad de 30 camas; en los baños no había agua caliente, ni durante los helados meses invernales cuando el agua no chorreaba de los grifos porque se helaba en la tubería. El lavarse a la temprana hora de la mañana con esa agua helada y que bajaba por gotas era casi un suplicio. En el periodo Pascual, teníamos quince días de ejercicios espirituales, de los cuales una semana de recogimiento en absoluto mutismo, siendo prohibido hablar salvo por motivos especialmente urgentes. Quién se imagina tal disciplina entre muchachitos de 8 a 15 años! Durante todo el año, en las horas de refectorio, para conservar el silencio y el orden, lectores escogidos a turno, iban leyendo en alta voz algún romance histórico. Las comidas eran bastante buenas, en cantidad suficiente y no faltaba un buen vaso de vino para cada alumno, al almuerzo y en las comidas. Cuando algo no resultaba de nuestro gusto, hacíamos una infinidad de picardías de las que pueden ser capaces los jóvenes de aquella edad y que creo inútil describir pues supongo serán iguales más o menos en todos los colegios del mundo. La mayor de ellas consistía en ponernos a golpear manos y pies y a gritar, un centenar de muchachos, hasta que llamado por el ruido bajara el rector a imponer el orden; y las monjitas cocineras, que siempre eran invisibles, asoman la cabeza fuera de las cocinas, para averiguar asustadas, qué estaba pasando. Todos los dirigentes, asistentes y profesores, eran de bondad casi ilimitada para con nosotros, aunque a veces disfrazada bajo aparente rudeza. Más que superiores, buscaban ser nuestros compañeros, como lo demuestra el incidente de Fienile que antes mencioné. INFANCIA - Capítulo 4 Seminarium pinerolensis
41
Para los servicios religiosos nos enseñaban el canto gregoriano, que tanto provecho me hizo en cuanto a educación musical. Yo tenía voz de soprano–tenor y era siempre entre los primeros del coro. En el canto ponía yo toda el alma, el interno lamento de sentirme solo, lejos de mamá. Con el transcurso del tiempo he olvidado aquellos cánticos, pero me ha ocurrido por ejemplo que treinta años después estando en una iglesia, al oír entonar el Venite Adoremus o el Tantum Ergo en música igual a la que cantábamos en el Seminario de Pinerolo, me sentía privar de la conmoción, ganas de llorar, no sé si de felicidad, o de tristeza, por las escenas de infancia que aquellas melodías despertaban en mi memoria. De salud estaba maluco, especialmente durante los meses invernales en los cuales frecuentemente tenia tos, catarro, dolores de garganta y anginas. Y además sufría de un grave inconveniente que me exponía a la burla de los compañeros, y aún de los “asistentes”, quienes atribuían a pereza mía, lo que en realidad – según se descubrió más tarde–, era un defecto físico. Durante el periodo invernal, supongo que a causa del frío en la cama, casi todas las noches, me orinaba sin darme cuenta. Por eso, me llamaban “el pisalet”. Claro que cuando al despertarme por la mañana me encontraba con la camisa y las sábanas mojadas, yo trataba de mantener oculto ese hecho; pero ellos se daban cuenta, entre otras cosas, por el mal olor, pues como no tenía manera de mudar frecuentemente la ropa, supongo que mi persona olía a demonio. Este defecto me mantenía deprimido y vergonzoso, aumentando mi interior sentimiento de rebeldía. ¿Cómo explicar tal sentimiento? Creo que se debiera a lo siguiente: me daba cuenta de que en cuanto a inteligencia o posibilidad de éxito en el estudio podía ser igual o más hábil que los muchachos que me rodeaban; pero también veía que al fin y al cabo la vida resultaba más fácil para los demás que tenían sobre mí la enorme ventaja de poder contar con su papá. Cuando los compañeros, con frecuencia me hablaban de su padre quien les regalaba tal cosa, los acompañaba a tal parte, los recomendaba a los profesores, yo me sentía como perjudicado, condenado, por la carencia del apoyo paterno o de parientes cercanos; me alejaba entristecido escondiéndome en algún rincón para reflexionar sobre la diferencia entre mi situación y la de los otros; sufriendo en silencio, porque la experiencia ya me había enseñado que el conocimiento de mis circunstancias por mis compañeros y aún algunos de los superiores, en lugar que ayu-
42
darme podría perjudicarme, colocándome en peor situación de inferioridad. Para ocultar mi situación de familia, si preguntado, contestaba de la manera más evasiva. Me daba cuenta de que estaba sufriendo mala suerte; y como quiera que al mismo tiempo me sentía inocente, consideraba injusto el destino para conmigo. De allí esa rebeldía, que a veces estallaba en el momento menos pensado. Terminó el primer año. Fui regularmente aprobado en los exámenes, y llegó el periodo de vacaciones. Cada cual se iba para su casa; la mayoría por tren, o mediante el tranvía de vapor de Perosa Argentina hasta Turín; o venían sus parientes a llevárselos, felicitándolos y trayéndoles regalos por la promoción. Nadie fue por mí. Tomé filosóficamente el camino provincial, y en 4 horas de marcha llegué a Torre. Era un caluroso día de verano y por el camino había sudado mucho; tenía sed violenta. Nadie se hallaba en ese momento en casa: mamá estaba trabajando afuera, los hermanitos no recuerdo donde estaban. Tenía sed; pero no recordaba dónde encontrar el agua en esa casa. Abrí la despensa, encontré una botella rellena de líquido color rosado. Supuse sería agua con jarabe de ríbes (currant, gooseberry); ávidamente tragué media botella aunque el líquido de parecía insípido. Tenía tanta sed! Al devolver a la botella en su sitio, vi escrita sobre el vidrio la leyenda: “Sublimato corrosivo”, al lado de una calavera. Comprendí que acababa de tomar veneno. Aún cuando no tuviera dolor alguno, me eché a la calle gritando: me he envenenado. Una vecina, señora Cesán, me llevó a su casa; me hizo tragar cantidad de agua con jabón, merced a la cual vomité también el sublimato (un desinfectante para uso externo, muy de moda en aquella época). Cuando mamá volvió del trabajo, me encontró ya fuera de peligro, pero el susto fue mucho. Ella no me esperaba todavía de regreso de Pinerolo, no había imaginado que a los ocho años me soltarían así sólo, y que yo me haría los 15 km. a pie. Claro que si yo hubiera manifestado a los superiores algún temor al salir como los demás del seminario, ellos habrían estudiado mi caso y habrían tomado alguna medida para ayudarme, o detenerme en el colegio; pero esto no cabía dentro de mis deseos inmediatos. Cuando supe que, por haberse terminado el curso, nos devolverían a nuestros hogares, mi felicidad fue tan grande como la de un pájaro a quien le abren la puerta de su jaula. No quise arriesgar perder la reconquista de mi libertad. Por eso callé, y desaperci-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
bido por ellos salí del colegio demostrando seguridad de mi camino, aunque en realidad no la tuviera completamente. Mamá estaba más triste que nunca, pues además de no haber vuelto a tener noticias de la Argentina, en aquellos meses había ocurrido un gran terremoto en Reggio y Messina, de fama mundial, en el que habían perecido casi todos nuestros parientes (diciembre 1908). Continué a servir misas por la mañana y, para ganar algún centavito me ocuparon en una zapatería. Esta vez, el trabajo consistía en estarme todo el día con un caballete de madera entre las piernas, apretando dos cueros, a los que iba dando puntadas con la lezna y una pita alquitranada, esto es lo que vulgarmente se denomina coser suelas. Un trabajo como cualquier otro; sin embargo me daba cuenta de que tal profesión no era considerada como altamente honorable; por lo tanto, cumplía resignadamente y porque así me lo aconsejaba mamá; pero pensaba que los compañeros del colegio habrían tenido motivo para burlarse de mí, si hubieran sabido que durante las vacaciones me transformaba en ayudante de zapatero. En octubre regresé al Seminario, entrando al quinto año de elementales. Esta vez ya me sentía más hombrecito; fui a Pinerolo sin necesidad de que me acompañaran. Nada de importante recuerdo de este periodo, alegrado por las continuas batallas entre jóvenes y clérigos. Durante los meses de diciembre a marzo, al caer por la noche medio metro de nieve, nuestro patio de juegos quedaba inutilizado; y para volver a jugar fútbol, o “bola envenenada”, era preciso quitar toda la nieve. Para ello esperábamos que los clérigos estuvieran en el refectorio; y con palas desocupábamos la nieve, acumulándola en el patio de los clérigos. Al salir estos del refectorio, veían el atropello se enfurecían, principiaban zambra. Si lograban quitarnos las palas, volvían a echar toda nuestra nieve, más la de su patio, al nuestro. Las palas, las sacábamos de la huerta vecina, propiedad del Seminario. El rector pensó que las palas eran el cuerpo del delito, y las hizo esconder. Pero, entre nosotros había montañeses que conocían todos los secretos de la nieve. Puesto que no era fácil transportar a pedazos esa cantidad, adoptamos el sistema de la avalancha. Las avalanchas se forman en la montaña aunque una sola piedrita principie a rodar desde lo alto. Cayendo sobre la nieve va enrollándola sobre sí como si fuera caucho, en estratos que progresivamente aumentan el diámetro y peso de aquella masa. En pocos
segundos, de la piedrita resulta un bloque de varios metros de diámetro y toneladas de peso, que en su vertiginosa caída arrolla todo cuanto tropieza en su camino: casas, ganado, árboles, puentes, etc. De manera que, cogiendo una piedrita y dándole vueltas con la mano, sobre la nieve, en poco tiempo teníamos esta recogida, transformándola en grandes bolas que entre todos empujábamos haciéndolas rodar al otro patio; llegando alguna vez hasta a metérselas de sorpresa en el propio refectorio de los clérigos mientras estaban almorzando. Sobra decir que volaban asientos y platos y nos propinábamos recíprocamente fuertes palizas. Como de costumbre me mantenía entre los primeros ya sea en esas escaramuzas, o en la palestra de gimnasia; en las carreras de velocidad o en el fútbol en el que jugaba como forward o delantero. Mi especialidad era la de colarme por entre las piernas del adversario, lo cual me resultaba fácil por la diferencia de edad y estatura. Por lo demás, mi existencia en el seminario transcurría casi inadvertida por los superiores; nunca daba motivo para que me castigaran; y tampoco me tocaban premios. Alguna vez salíamos a jugar en la inmensa plaza de armas de la caballería, o en la plaza Fontana enfrente del Municipio; manteníamos alto el honor del colegio, en oposición a los equipos competidores. Yo solía ser fogoso e incansable en el juego, siendo esto motivo para que mis compañeros me apreciaran y respetaran en la vida en común. En julio de 1909 terminé el quinto año, con la promoción al curso superior, y volví al hogar para los tres meses de vacaciones. Continuaba el inconveniente del “pisalet”, me mantenía con la cara amarilla por lo antihigiénico de dormir entre la propia orina. Mamá resolvió buscarle remedio al asunto; consultados los médicos, dijeron que había que hacerme una pequeña operación. El municipio de Torre, siempre bondadoso con nosotros, proporcionó la beca para que me recibieran en la clínica Regina Margherita de Turín. Este era un hospital para niños de familias pudientes, con lujosos pabellones y servicio; recibían niños solamente hasta los doce años. Las monjitas nos cuidaban y distribuían juguetes y golosinas a quienes comulgaran. Como quiera que estaba acostumbrado a comulgar en el Seminario todas las mañanas, encontraba fácil hacerlo allí como experto, y servir la misa, todo lo cual me cautivaba gran simpatía y premios que me concedían las monjitas. Desde luego yo no entendía la importancia del acto religioso; solamente INFANCIA - Capítulo 4 Seminarium pinerolensis
43
me daba cuenta de su utilidad material. Ahora que la edad me permite razonar me parece un error que se sometan niños y se les acostumbre en esa edad infantil, y por lo tanto inconsciente, a prácticas cuyo carácter simbólico y solemne no pueden comprender. Estoy más de acuerdo con los protestantes, que solamente a los quince años hacen su primera comunión (y luego solamente una vez cada año, en la semana Pascual) consistente en un pedazo de pan y algunas gotas de vino (o también cuando se casan). Yo tomé tantas comuniones durante mis tres años de Seminario, todos los días, en una edad tan inconsciente, como que la cosa se me volvió común y le perdí ese respeto que se merece. Los excesos siempre son contraproducentes, hasta en la religión… En el hospital, mi camita llevaba el número 8, y no exagero al decir que el número 8 fue por aquellos días el constantemente solicitado por todos: compañeros de sala y enfermeras, pues como no tenía enfermedad o defecto visible me dejaban circular por todas partes. No se cuáles artes de simpatía lograba yo desarrollar, si era bonito de cara, obediente y reflexivo, o inteligente en las charlas y los juegos; lo cierto es que me quedó el recuerdo de que allí todos me mimaban, inclusive los parientes de otros niños quienes al visitarlos no olvidaban la porción de dulces para el número 8. Los demás enfermos eran en su mayoría niñitos que tenían que guardar la cama pues eran piernas y brazos rotos en su casi totalidad. Estuve así, en ese lugar feliz para mí, algunas semanas durante las cuales supongo que los médicos iban observando mi salud; luego un día llegó lo de la operación. Una enfermera me desvistió, y levantándome en sus brazos me cargó hasta la sala; entre asistentes y médicos me tuvieron un instante paralizado mientras que un cirujano me introducía en la garganta una larga tijerita como para dar allí un corte. Fue cuestión de un instante: un poco de sangre, y nada más (creo que me cortaron o quitaron las glándulas amígdalas). Después de un par de semanas me devolvieron al hogar, perfectamente sano y asegurándome que el número 8 no volvería a ser pisalet, como efectivamente nunca más ocurrió ese inconveniente. Durante el restante periodo, hasta que volviera la época escolar, me la pasé trabajando de ayudante en el aserradero de maderas Pasquét (Paschet), situado unas cuadras arriba de la Stampería Mazzonis; consistiendo mi ocupación en recolectar el aserrín que en cantidades se acumulaba al pie de las máquinas, rellenar sacos y alistarlos para la venta.
44
Al mismo tiempo seguía con el encargo, durante las demás horas de la jornada, de atender a los hermanitos y quehaceres de la casa, inclusive el lavado de la ropa sucia, hacer el “bucato”; mientras mamá trabajaba 10 horas diarias como empleada en el departamento de contabilidad de la fábrica Mazzonis. Con el sueldo que le pagaban, a duras penas tenía para costear el arriendo de la habitación, los alimentos y vestidos para los cinco componentes de la familia. Los hermanitos no iban todavía a la escuela, por considerarlos aún niños, sería imposible atender a la carga de gastos que ello implicaría. En octubre de 1909 regresé al seminario. Se presentó un problema respecto a la carrera de estudios que iba a seguir. Habiendo terminado el curso elemental, tenía que escoger entre el gimnasial en el Seminario, o las escuelas técnicas, afuera del mismo. Debido a sus ocupaciones y escasa información mamá no se había dado cuenta del asunto. Regresando al seminario, me percaté de la situación, y creí conveniente informarla, pidiéndole consejo. El curso gimnasial, que significaba otros cinco años de estudios en materias clásicas como para preparación hacía el liceo y la carrera sacerdotal parecía inconveniente por cuanto demoraba la posibilidad de que yo principiara a trabajar para ayudar a mamá en el sostenimiento de la familia. En cambio: cursando las escuelas técnicas en las que en lugar de latín y literatura se estudiaba principalmente matemática, geometría, dibujo y contabilidad, habría podido en solamente tres años conseguir un diploma conveniente para entrar en fábricas o comercio, como empleado en vez de obrero. Pero: las escuelas técnicas no existían en Torre; y para poderlas frecuentar en Pinerolo hubiera tenido que salir del seminario, puesto que allí no constaban sino estudios que llevaran a la carrera sacerdotal, o sea, el gimnasio. Y como quiera que no teníamos recursos económicos para sostenerme en pensión en Pinerolo fuera del seminario, se resolvió que –aún cuando resultara en cierto modo inconveniente por los motivos antes explicados–, lo mejor y único posible era continuar aprovechando la beca del curso gimnasial en el Seminario, aún cuando yo no tuviere vocación para cura, y se alejara mi posibilidad de entrar a trabajar. Estas consideraciones fueron motivo de la correspondencia que nos cruzamos con mamá, hasta que recibí una carta suya en la que definitivamente me aconsejaba seguir estudiando en el seminario; así lo hice.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
A los pocos días de recibida la susodicha carta fui llamado a la oficina del rector. Tales citas a la rectoría ocurrían raramente y sólo cuando había algo insólito, bueno o malo. Yo nunca había entrado antes en esa oficina. Me supuse que le hubiera ocurrido algo grave a mamá, en Torre, y me asusté. El rector me hizo entrar, cerró las puertas, y con aire serio se preparó para hablarme. El viejo sacerdote, alto, delgado, severo, de pocas palabras; creo que se llamaba don Agustín. Desde que yo estaba en el Seminario, nunca había tenido la ocasión o el honor de que se dirigiera a mí personalmente. Principió preguntándome si yo tenía vocación sacerdotal. La pregunta me sorprendió, pero contesté que sí. Sabía perfectamente que de contestar lo contrario, me habría replicado que entonces no tenía derecho a quedarme disfrutando de beca en el Seminario. Me repitió con fuerza y tono algo brusco la misma pregunta. Nuevamente contesté afirmativamente. Yo tenía plena conciencia de estar mintiendo en ese momento, pero consideraba que tal mentira era lógica y necesaria para mí y mi familia. En cuanto a la vocación: por una parte no la tenía, y por otra, había oído decir que teniendo solamente nueve años de edad era aún demasiado temprano para juzgar; que solamente entrando a los quince años podía con conciencia resolver ese punto. El viejo padre, se quedó callado, mirándome severamente; luego se levantó, se acercó a un armario, lo abrió, y sacó un aparato que por primera vez había visto yo en mi vida. Era una especie de látigo, con una docena de largas cuerdas de cuero en cuyas puntas estaban ligadas bolitas de plomo. En mi ingenuidad, yo miraba con curiosidad, intrigado, sin entender que se proponía don Agustín. Siempre con su látigo en mano, éste fue hacia la puerta y se aseguró que estuviere cerrada con llave. Luego, acercándose a mí, y de repente levantando el brazo, principió a fustigarme con saña. Corriendo por la sala, tratando de defenderme escondiéndome detrás de la mesa, los asientos, lloraba yo y gritaba mientras que el viejo me perseguía inflexiblemente con sus descargas, haciéndome bailar la danza del oso… Aquello duró algunos minutos; y luego suspendió el castigo; dignosamente abrió la puerta, y sin agregar una palabra me indicó que podía salir. Salí lentamente, llorando, pero enfurecido, tanto más que no entendía la justicia del castigo. En el patio, los compañeros me preguntaron qué me había pasado. Fui
Mi habitación en el Seminario
describiendo la escena, y noté que simpatizaban conmigo, imprecando contra don Agustín. Al poco rato vino un asistente a decirme por orden del rector, que me callara y me fuera a estudiar. Me revelé, contestándole que por el contrario seguiría quejándome a los cuatro vientos, y para confirmarlo me puse a gritar: “El rector me ha latigado injustamente”. Los compañeros iban formando círculos y murmurando como si estuviera preparándose una rebelión. Entonces, el asistente me sacó del patio, ordenándome castigado en un rincón hasta por la noche. Obedecí, pero mi ánimo iba pensando la manera de obtener satisfacción por el atropello del rector. Me acordé que –de acuerdo con lo que me habían enseñado–, el pegarle a una persona era pecado, y que para comulgar después de haber cometido un pecado, era preciso antes confesarse. Las horas para confesarse eran por la noche entre el rosario y la comida. Desde el sitio donde yo estaba, podía ver las personas que entraran o salieran del confesional. Esperaba ver llegar el rector a confesarse, cual hubiera constituido para mí la satisfacción moral de suponer que iba a pedir perdón por haberme pegado. Pero el rector no apareció. Al día siguiente, a las seis de la mañana, fuimos todos a la capilla para la misa, como de costumbre. Llegó el momento de la comunión; y como de costumbre también, el rector se acercó con los demás al altar, para recibir la hostia. En ese instante, al verle, volvió la indignación a apoderarse de mí; perdí la cabeza, me puse a gritar dirigiéndome al sacerdote que estaba con el cáliz en la mano: “no puede darle la hostia al rector porque ayer me pegó con látigo y todavía no se ha confesado”. INFANCIA - Capítulo 4 Seminarium pinerolensis
45
Eso fue un escándalo. Los 200 muchachos se levantaron en la capilla murmurando; los sacerdotes, indignados, no sabían que hacer. No me di más cuenta de lo que estaba ocurriendo; creí volverme loco, entre otras cosas porque comprendí que de lo que acababa de hacer tenía que resultarme algo grave. Me sacaron de la capilla y quedé aislado en un patio, llorando desesperadamente. Después de algún rato se me acercó un asistente quien tratando bondadosamente de calmarme me explicó lo que había ocurrido el día anterior; sin que nadie lo supiera, el rector censuraba las cartas que despachábamos en el buzón del correo, o que recibíamos; al hacerlo, se había informado de mis consultas a mamá sobre la posibilidad de cursar las escuelas técnicas. Por consiguiente, se había enfurecido cuando a sus preguntas de si yo quería ser sacerdote, le había contestado afirmativamente. Merece tener en cuenta que yo tenía solamente nueve años de edad y que la situación de la familia me obligaba a sostener esta actitud, esa mentira, que yo no consideraba pecado, desde luego que más de la mitad de los demás seminaristas hacía exactamente lo mismo aunque sin tener como yo razones tan graves de absoluta necesidad económica y falta de padre. De no haber don Agustín censurado de escondidas la correspondencia, posiblemente nada habría ocurrido; y quizás hasta habría yo acabado como otros compañeros llevados por las circunstancias o la costumbre, a entrar definitivamente en la carrera eclesiástica. En cambio, de aquella tontería resultó para siempre truncado ese camino para mí. Por lo visto: no era mi destino. Después de muchas deliberaciones entre los dignatarios del colegio me expulsaron por quince días mientras se vería si era posible más tarde volver a aceptarme en el Seminario, siempre que yo pidiera perdón por mis faltas. Posiblemente el deseo de los superiores era únicamente el de darme una lección, pues la publicidad de los hechos no permitía que yo siguiera allí sin una demostración –pública también– , de mi castigo y arrepentimiento. Lo contrario, habría perjudicado la disciplina del colegio.
46
No sé dónde encontré la fuerza para negarme a solicitar el perdón. Evidentemente yo era un rebelde. Con testarudo orgullo contesté que prefería que de una vez me botaran del colegio. Ya por el camino, me asaltaron los fuertes temores de qué diría y qué haría mamá conmigo al saber lo ocurrido. Si me detengo a reflexionar sobre el incidente, y por cuanto quiera atribuirme la culpa, relevando de ella al sacerdote que me latigó, no logro hallar como disculparlo totalmente. Puede ser que en ese día estuviere don Agustín de mal humor por cualquier otra circunstancia y que por ello, tomándome a mí como “chivo expiatorio” no se diera cuenta de que estaba extendiéndose de los límites. Más probable aun: no conociendo mi carácter, aparentemente tímido y modesto, creyó que todo terminaría con la paliza; lejos de imaginar que me revelaría tan gallardamente como lo hice. El viejo podía tener razón porque yo había dicho una mentira. Pero al tiempo que asumía aquella actitud demasiado severa para conmigo pobre muchacho de nueve años; toleraba que los hermanos D’Ambrogi, por ejemplo, u otros cuyas familias no sufrían estrecheces como la mía, continuaran tranquilos disfrutando del privilegio que se me negaba. Don Agustín se manejó en este caso como el clásico don Abbondio de que trata el Manzoni en su romance “Los Novios”. Riguroso hasta el exceso con Lorenzo, con los pobres indefensos; tolerantísimo y de manga ancha con Rodrigo, con los influyentes y poderosos señores. Yo aprendí de aquel incidente, que así como el traje no hace al monje, no todos los sacerdotes practicaban la caridad que predican. De esa lección, que quedó grabada en mi memoria, perdí el sentimiento por el cual hasta entonces consideraba a los sacerdotes prácticamente sagrados por el mero hecho de que llevaran ese hábito. Comprendí que a pesar de la vestidura, ellos son humanos: pueden ser buenos o malos, como los demás hombres. Afortunadamente, la mayoría de los que conocí, antes y después de este incidente, fueron todo lo contrario de don Agustín en esa mala hora.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 5
Vacaciones en Sardinia
Octubre de 1.909 Marzo de 1.912
C
uando llegué a casa, de regreso del Seminario, en principio mamá se extrañó de verme, pero al terminar de relatarle el incidente, sentenció: “muy bien hiciste, no volverás al Seminario”. Estaba más indignada con don Agustín, que yo mismo. Al fin y al cabo ella era mi mamá y así son las madres, siempre acaban hallándole la razón al hijo. A los pocos días entré al primer año gimnasial del colegio valdés de Torre, pues en este pueblo –como ya dije–, no había técnicas, y en las escuelas católicas Mauricianas no había más que el curso elemental. Sería de suponer que en vista de la nueva bondad y sacrificio de mamá para sostenerme en la escuela, me pondría a estudiar con más interés que nunca. Lamento tener que confesar que ello no fue así. Mi cabeza estaba ahora como trastornada por los acontecimientos; solamente me empeñaba estudiando lo necesario como para no quedarme entre los últimos de la clase. Había perdido el entusiasmo, y al mismo tiempo me había vuelto cínico, juez despiadado de los superiores, en cuya absoluta superioridad moral ya no creía. Los profesores del gimnasio valdés eran personas de alta cultura y rango social: el director, Maggiore, una figura imponente; el profesor de francés y latín, Jahiét, una cara de viejo apóstol; el de historia, Cossón, el prototipo de la dignidad, pese a su apellido. No sé por qué me quedaron esculpidas en la mente sus proféticas palabras que con relación a la historia de
Inglaterra nos decía en el año de 1910: “el imperio británico a llegado a la veta de la curva ascendente y ya está terminando su ciclo histórico. Ahora principia a recorrer la fase descendente y no tardará en desbaratarse”. Cossón era el único cuyas clases atendía yo con pasión y simpatía personal. Los demás me eran indiferentes, y en cuanto a Jahiét (Jallás?) era tan poco el respeto o temor que le tenía, que tan pronto le tocaba el turno de la clase me disponía a dibujar en los cuadernos fantásticas batallas, colocando soldados entre cañones y bombas que estallaban, entre una bandera verde y medialuna –que era la del profeta Mahoma–, o sea la bandera de los turcos. Estábamos en la época de la guerra italo–turca en la cual Italia se apoderó de la Libia y de las islas del Dodecaneso en el mar Egeo; mis fantasías pintóricas eran simplemente el eco de cuanto leía o veía pintado en los diarios. Logré terminar el año dentro de esa indiferencia para el estudio y sin ser reprobado; en julio principiaron las vacaciones. Esta vez me tocó un trabajo divertido y sabroso, en una fábrica de bebidas gaseosas. La diversión la encontraba en el manejo de las máquinas embotelladoras, o cuando salía con el carro tirado por caballos, cual ayudante del cochero, a hacer la distribución de las botellas entre los clientes; el lado sabroso consistía en que podía tomar gaseosas a voluntad. Por añadidura, me pagaban una lira diaria (20 centavos de peso de esa época) que para mis diez años de edad eran un sueldo envidiaINFANCIA - Capítulo 5 Vacaciones en sardinia
47
ble. La preparación de las gaseosas se hacía mezclando glucosa con esencias de limón u otros sabores, todo lo cual se vertía en una especie de caldera llena de agua, de la cual salían tubos hacia las máquinas de embotellar. La glucosa era una pasta dulce, casi transparente, pegajosa y lenta en correr; para hacer que saliera del barril en cantidad suficiente para el consumo diario, por la noche colocábamos el barril en alto, destapándole un agujero por el cual lentamente iría colándose la glucosa en un balde que para recogerlo le poníamos debajo (como la cosecha del caucho). Por la mañana íbamos a sacar el balde, y con frecuencia encontrábamos en la glucosa uno o más ratones que atraídos por el dulce se habían quedado cogidos como moscas en la miel. Con plena indiferencia, mediante unas pinzas botábamos los ratones a un lado, la glucosa a la caldera, para luego embotellarla con el agua y el gas carbónico que haría el líquido espumoso bajo la presión. Las botellas eran de aquél tipo y forma que usaba una bolita de vidrio en su interior, que la fuerza del gas levantaba y colocaba, desde el cuello, a la boca de la botella, como tapa a presión. En el trabajo de embotellamiento, debido a esa presión explotaban casi un 5% de las botellas siendo mi felicidad recoger las bolitas de vidrio que caían de entre los frascos rotos y que servían para mis juegos. Para el embotellado, había que ponerse una máscara de hilos de hierro para defender la cara de los pedazos de vidrio que saltaban; y guantes de cuero en las manos; sin embargo alcancé a hacerme profundos cortes de los cuales me quedan cicatrices fácilmente visibles en varios dedos. El propietario era un viejo señor Pons, cuya señora e hijas ya grandes, me trataban con cariño y me daban frecuentes regalos como si hubiera sido de la familia. Al principiar el otoño representó una novedad agradable, especialmente para mí. Un viejo pariente, de apellido Antonio Mantella quien vivía solo en una aldea de la isla de Sardinia (Cerdeña), cerca de Cagliari, y quien poseía algún capital, había escrito a mamá ofreciéndole hacerse cargo de nosotros si íbamos a vivir con él. No recuerdo exactamente cuál fuere el grado de parentesco, creo que era hermano de mi abuela, o pariente de ella pues su segundo apellido era Versace. Lo llamábamos tío Antonio. Mamá aceptó; y él nos remesó el dinero para el viaje de toda la familia. Salimos de Torre pensando que el periodo de las grandes privaciones había terminado para nosotros. A las mujeres, generalmente les gusta viajar; y a los niños,
48
siempre. Pasando por Turín nos quedamos un par de días para ver la exposición internacional que estaba siendo inaugurada. La vista de los diferentes pabellones correspondientes a cada nación, con las muestras de sus productos y representantes vivos de las diferentes razas de hombres y animales, resultaba de enorme interés para muchachos de mi edad. Por primera vez vi allí individuos de raza negra, que hacían parte del grupo abisíno–somalo, en el pabellón de esa colonia estaba lejos de suponer que diez años más tarde me tocaría vivir largo tiempo entre aquella gente. Por ferrocarril, acercándonos a Génova, a lo largo de las avenidas de Sampierdarena se presentó ante nuestros ojos la vista fascinante del “gran charco”, el cuadro inmenso del panorama marino, con los botes de vela cruzando el horizonte. Estábamos como electrizados por el entusiasmo; no hacíamos otra cosa que exclamar: el mar! el mar! qué belleza! Ya lo habíamos visto años antes, pero entonces éramos demasiado chiquitos para entender aquella maravilla. Ahora, su vista me interesaba y la comprendía. Embarcamos en el vapor “Entella”; hicimos escala al día siguiente en Livorno; y un par de días después desembarcamos en Cagliari. Tuve inmediatamente la impresión de que el aire de esta tierra tuviere un perfume particular; más tarde comprobé que esa sensación de diferentes olores se presenta cada vez que se llega a un país distinto. Por el olfato, un marino puede decir si se halla en Europa, o en Egipto, en Asia o en América, en mar o en la tierra firme. La diferencia de olores creo que sea resultante de los diferentes productos que se cultivan y se cocina en uno u otro lugar, del tabaco que se fuma, etc. Quien habite siempre en el mismo lugar está acostumbrado al olor de su ambiente y por lo tanto no lo percibe, cree que es su atmósfera es inodora, pero la verdad es lo contrario. Tío Antonio estaba esperándonos en el muelle, nos recibió con mucho cariño; subimos en un trencito, y en media hora llegamos a su casa, en el pueblo de Monserrato. Yo gozaba al observar este ambiente, tan distinto al que conocía de Piamonte; aunque algo más parecido al de Reggio Calabria. Las casas, generalmente de un solo piso, con techo plano y terraza, estilo árabe. Los habitantes, en mayoría pastores, con pantalones blancos hasta la rodilla, sandalias, y en la cabeza una especie de media larga que les caían sobre el cuello; una indumentaria entre español y siciliano, y hasta el latino. Por ejemplo: se decía “sa magna doma” para significar –la casa grande– (magnus=grande;
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
domus=casa) dos términos bastantes comunes del idioma latino que casualmente estaba yo estudiando en aquellos días de curso gimnasial. A nosotros forasteros peninsulares nos llamaban: los continentales. La casa del tío Antonio era bastante grande: como cosa excepcional tenía dos pisos, varias piezas para huéspedes, y anchos depósitos de mercancías, con un almacén de víveres que daba a la calle principal. No había luz eléctrica, ni acueducto; para el alumbrado se usaban velas y lámparas de petróleo; el agua, de pozos, había que hervirla y filtrarla. No se conseguía leche de vaca, pero en cambio había de cabras; por lo mismo, el queso lo había solamente de leche de cabra, denominado queso pecorino, o sardo, que es bien sabroso. Para el suministro de la leche la costumbre era contratar con algún pastor que por la mañana, o por la tarde, tenía que presentarse a la puerta de la casa del cliente, con su rebaño de cabras y ordeñar allí mismo el sabroso producto. Por consiguiente, las calles presentaban aquellas bolitas negras que no son aceitunas sino el característico estiércol de las cabras, de perfume nada agradable. He mencionado las aceitunas, recordando que éstas, blancas colegas, y respectivo aceite, constituyen uno de los principales productos y alimentos de la isla, además de la uva, vino, queso, etc., todo de primera calidad. Por la noche era necesario precaverse de los mosquitos pues la malaria era allí una epidemia crónica. El anófeles procedía de los inmensos charcos y lagunas cercanas que esperaban del hombre su desecación y redención mediante el aprovechamiento para la agricultura. Nos instalamos; mamá recibió el encargo de ocuparse en el cuidado de la casa, para lo cual disponía de algunos sirvientes del mismo pueblo. Los habitantes eran más bien ignorantes en materia de educación, supersticiosos, religiosamente fanáticos, de vida y costumbres anticuadas, patriarcales, como con frecuencia ocurre en las islas. Aunque orgullosos y temibles en caso de pelea –son clásicas las “vendettas” sardas o corsas–, mientras nadie los molestara, y se les respetara sus costumbres, eran la gente más buena del mundo. Tío Antonio atendía a las ventas y negocios del almacén. A veces nos permitía estar con él al mostrador sirviendo la clientela. Aquello de merodear entre sacos de cereales, echar bultos sobre las balanzas, para pesarlos, envasar aceites y vinos sacándolos en los toneles, era para nosotros muchachos una gran diversión. Llegó la época de apertura de las escuelas; se me dio entrada en el segundo año del gimnasio Dettóri
Mapa Sardegna
de Cagliari. Para viajar a esta ciudad desde Monserrato, no había sino un tren de ida por la mañana y otro de regreso por la tarde, de manera que era preciso me quedara en la capital durante todo el día. Había en Cagliari una familia de lejanos parientes, de apellido Spano Mantella, quienes poseían una farmacia en la vía Roma o sea la avenida frente del puerto y donde pasaba el trencito para Pirri y Monserrato. Fui recomendado a los Spano para que se encargaran de controlarme y darme el almuerzo; pero a los pocos días me aburrí de aquellos: estaban siempre muy ocupados atendiendo clientes de la farmacia; me encargué de buscarme el almuerzo por mi cuenta. Por la mañana al salir de Monserrato, los míos me daban el dinero para ida y vuelta en el tren, en segunda clase, más 50 céntimos para el almuerzo en Cagliari. Pero yo, a escondidas, me situaba en 3ª clase, y con la diferencia que ahorraba, compraba dulces y otras cosas. A mediodía, saliendo de la escuela, en lugar de ir donde los Spano, o a un restaurante para almorzar con los 50 céntimos, me entraba al pabellón del mercado donde con 10 céntimos de pan y otros tantos de uvas quedaba satisfecho el apetito, el hambre que tuviera me reservaba quitármelos una vez llegado por INFANCIA - Capítulo 5 Vacaciones en sardinia
49
la noche a Monserrato. Con los restantes 30 o 50 céntimos alquilaba un bote de remos y me proporcionaba diariamente gratos paseos remando hasta fuera del puerto, entre el mediodía y las dos de la tarde cuando tenía que regresar al gimnasio. Estando en el bote, solo, mar adentro, respirando a plenos pulmones la brisa marina y mirando el espectáculo panorámico de la ciudad a distancia, tenía la impresión de que ese mundo fuera mío puesto que de mi voluntad dependía el acercarme o alejarme; me sentía más rico y feliz que un nabab. En mi familia no tenían ni idea de que yo estuviera haciendo tales experimentos marinos durante mis horas libres en la ciudad. Confiaban en mi juicio del hombrecito dejándome plena independencia. Los vecinos, en lugar que llamarme “u pichocueddu” en italiano u piccioccheddu, el picinín, me decían “u signoreddu” –el señorito–; y yo no perdía ocasión para dármela del señor, al fin, esta vez, después de tantas privaciones! El mercado de Cagliari tenía fama por la modernidad de sus edificios y la variedad de verduras, frutas, cacerías, pescados que allí llegaban de todas partes de la grande isla. La uva, que la había en gran cantidad y de la cual hacían vinos finos, la vernaccia, etc., era de lo más sabrosa y baratísima. En la época de la vendimia aparecían centenares de carros tirados por bueyes transportando la uva a los trapiches; en los interiores de las casas se colgaban los racimos de moscatel, para que las gruesas pepas se fueran secando y volviéndose uvas pasas. En piezas de cacería abundaban los jabalíes, los faisanes, perdices y otros volátiles. En pescados, los había de todo género y tamaño, siendo la pesca del atún la principal industria en la vecina isla de Carloforte. A veces me iba a la playa y pasaba largas horas observando los pescadores que arrimando a la orilla se ponían a recoger las redes cuya hilera de corchos flotantes indicaba a distancia la situación del enredado tejido de malla. Cuando emergía la parte final de la red –la cámara de los peces–, se veían centenares de estos, de color rosado, dorado, esmeraldas, plateado, que saltaban de muerte sobre la arena mientras los iban sacando de la red. O me iba a recoger conchas, estrellas de mar, dátiles marinos, a observar el movimiento y libre vida de la fauna y moluscos, que era claramente visible gracias a la pureza y diafanidad azul de esas aguas marinas; o me dirigía a estudiar el ruido y espectáculo de las olas de la resaca, quedándome largo tiempo
50
estudiando sus movimientos que varían de forma a cada instante. Las olas que llegaban a la playa representaban perfectamente la idea de lo eterno y de lo infinito; de la variedad y caprichos de la vida mundial; a veces son delicadas en sus evoluciones que parecen tiernas caricias al borde de la playa; o se transforman en estruendosas oleadas, majestuosas en tamaño y en poderío que nada respeta y arrolla todo cuanto se encuentre en su camino. Estando en la playa y mirando al horizonte puede palparse la grandiosidad del globo terráqueo y la fuerza inconmensurable de sus movimientos cuyas vibraciones generan esas olas que al verlas uno se pregunta: desde dónde vienen? De las tórridas zonas del océano Indico tapizado de perlas y corales?; de las profundas cavernas de sirenas de la Atlántida desaparecida? O del nórdico mar respirado por las ballenas? Qué mensaje me traen estas olas? O pasando debajo de las murallas y torre de San Patrizio me iba hacia lo alto de la ciudad, cruzando las antiguas puertas del tiempo de los cruzados, con sus puentes levadizos y saracinescas, recuerdos de épicas luchas de siglos anteriores. Ya en la época de los romanos, la Sardinia era región conocida y explotada. Llegando a la cumbre del monte Casteddu (castillo) donde había un cuartel militar, se veía – como desde Guadalupe mirando a la Sabana de Bogotá–, una grandioso panorama de todo el golfo, a la izquierda las salinas de Quartu Santa Elena; el mar cruzado por convoyes de botes de los galeotti –condenados a trabajos forzados de por vida– que transportaban la sal para cargarla en los buques de carga que la llevarían al continente; a la derecha el ferrocarril de Iglesias, el balneario; y a distancia las “paranzas” de los pescadores, o algún vapor cruzando el Mediterráneo. En el cuartel había encontrado un soldado de Torre (Raviól); fingiéndome su pariente me divertía ir a sacarlo en franquicia consiguiéndole permisos, yéndonos los dos a dar largos paseos como si hubiéramos sido hermanos, a pesar de que yo solamente tenía diez años, y él 20, y solamente lo conocía por ser paisano. O me iba al puerto a ver de cerca los buques en sus operaciones de cargue y descargue, los marinos de diferentes nacionalidades y banderas, en sus ruidosas faenas de movimiento de grúas y de bultos, griterías en idiomas para mí incomprensibles. Me metía en todas partes, observándolo todo con la natural curiosidad de niño, y saliéndome tranquilamente sin que me pasaran incidentes de ninguna clase.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Cuando iba a pasear en el mar con el bote de remos, éste lo alquilaba de un pescador que me había cogido confianza y me dejaba salir solo. Ya dije con qué plata atendía este gasto. Regresaba cansado de la remada, pero en lugar de acercarme a la banquina, una tarde quise ir hasta los malecones que defendían al puerto de las grandes olas marinas. Estaban formadas por inmensos bloques de piedra y cemento, emergentes del agua que allí era muy profunda pues el lugar estaba lejos de los muelles. Acerqué el bote, pero había escogido mal el punto donde desembarcar: la orilla del bloque de cemento era muy alta. Quise ensayar igualmente; creí que agarrándome de la pared y sosteniéndome sobre la punta de los pies alcanzaría a subirme, al tiempo que llevaba conmigo el cabo de la cuerda para amarrar el bote. Debido al esfuerzo que hice para subir a la orilla teniendo los pies en el bote, sin darme cuenta fui empujándolo hacia atrás; se largo; y de repente me encontré en el agua salada. Me puse a bracear, pero estando vestido, y asustado, tomé agua; perdí el conocimiento. El lugar era solitario pero afortunadamente a una cuadra de distancia un par de veleros anclados, cuyas gomenas de retén (cables de manila) estaban amarrados en unos anillos cerca del sitio donde yo me estaba ahogando. En mi inexperiencia, yo no había alcanzado a divisar esos cables, pero un marinero que desde el velero había observado mi caída y situación tuvo la inteligencia de templarlos de manera que un cable se enredó con mi cuerpo y me sostuvo a flor de agua. Luego arrió un bote y vino a recogerme para desembarcarme en el puesto de socorro del puerto. Al cuarto de hora me desperté, encontrándome entre pueblo y policías que me estaban auxiliando. Todo mojado y vomitando agua, después de dar mis filiaciones y otros datos logré que me soltaran. Allí enfrente estaba la farmacia Spano, me refugié allí y me dieron un cordial para restablecerme. Por la noche no pude evitar contarle a los míos en Monserrato lo sucedido, achicando oportunamente la gravedad del peligro, y logré que ellos no modificaran mi sistema de libertad durante las horas del día en Cagliari. Mientras tanto: cómo seguían mis estudios en el segundo año gimnasial? Como de costumbre: ni mal ni bien; me empeñaba en ellos únicamente lo suficiente para mantenerme a flote, no ser reprobado; por lo demás mi pensamiento no se dedicaba sino a preparar visitas y excursiones a los barrios, al puerto, al monte, como antes dije. Por el hecho de que yo
era “continental”, o por otros motivos que no sé adivinar, los compañeros de la escuela me respetaban y me concedían cierto derecho de superioridad entre ellos, que yo aceptaba con dignidad, buen comediante, como si tales prerrogativas me hubieren sido concedidas desde mi nacimiento. Era mi venganza de la época de sufrimientos en el Seminario cuando no tenía papá; ahora tampoco lo tenía, es cierto, pero tenía un tío, dueño del almacén de Monserrato, en cuyas bodegas se guardaban enormes pipas de vino vermouth, vernaccia u otras especies finas; y grandes vasos de tierra (terracotta) repletos de aceite, o verequina para blanquear la ropa. Representaba a cabalidad mi papel de “o signoreddu”. Entre otras cosas: el latín que tenía que estudiar me parecía cómico e innecesario siendo una lengua muerta, con sus complicadas declinaciones en ablativo, dativo, genitivo, y demás “ivo”. El rosa, rosar; templum, templis; puer, pueris los estudiaba más por lo ridículo que hablaba en sus conjugaciones, que por el deseo de aprender. Pasaron muchos años antes de que me diera cuenta de que no solamente el latín sino también el griego son elementos indispensables para quien quiera saber literatura, historia, filosofía y materias clásicas en general: humanidades. Transcurrieron así varios meses de vida señorial, y de completa libertad para mí, durante los cuales no dejé ocasión para desquitarme de los sufrimientos y de los trabajos de los años anteriores pero, esta vida era demasiado bella, para que pudiera perdurar. Mi tío era un viejo, desde muchos años acostumbrado a vivir retirado y en forma solitaria en Monserrato. Cuando había sabido lo ocurrido con mi papá y mamá, se había conmovido de la santa conducta de ésta y había creído fácil ofrecernos hospitalidad, a sabiendas de los gastos que ello implicaba. Sin embargo, una cosa son los sentimientos impulsivos y patéticos; y otra cosa son las molestias diarias a que uno no está acostumbrado. En un principio, el bullicio de los niños, en el desorden que estos ocasionaban en la casa y en el almacén pudieron parecerle gratos o soportables; pero después de algún tiempo este viejo acostumbrado a vivir solo, en un sistema metódico, principió a darse cuenta de que su hogar se había vuelto un infierno. Por cualquier cosa perdía la paciencia y resultaban disgustos con mamá acerca de la manera de arreglar la marcha de la casa y de los negocios. El único que entretanto se la pasara felizmente era yo que estaba ausente, en Cagliari con motivo de los INFANCIA - Capítulo 5 Vacaciones en sardinia
51
estudios, y que solamente llegaba por la noche a comer y acostarme. La incompatibilidad entre el sistema de mamá y el del tío fue creciendo a diario hasta que llegó el momento de que se pelearon seriamente y mamá se vio obligada a resolver regresar a Torre. Tío Antonio proporcionó el dinero para la vuelta; nos acompañó al mismo muelle del que habíamos desembarcado, nos saludó muy afectuosamente y se libró para siempre de los cuatro diablos que éramos nosotros. Al poco tiempo murió y según entiendo, sus haberes fueran heredados por la familia Longo Matella de Reggio, que había logrado salvarse del famoso terremoto de Messina. Embarcamos en el postal “Letímboro”; y como en una canción que irónicamente dice: “torna al tuo paesello, ch’é tanto bello”, nos dirigimos otra vez hacia la ruta del calvario, de la pobreza. De ñapa, esta vez el mar estuvo bravo, y durante la travesía que duró tres días todos sufrimos el mareo. Yo miraba ávidamente ese mar y sus moradores, a sabiendas de que regresábamos al monte; pensando quizás nunca más volvería a ver el gran charco. Llegamos a Génova durante la noche; nos arrimaron al lado de un gran paquebote todo pintado de blanco, que se veía lujosísimo en los puentes y camarotes. Oí decir que era nuevo y que se llamaba “Principessa Mafalda”; me grabé bien ese nombre en la memoria a fin de podérserlo describir junto con las demás maravillas que había visto, a los compañeros montañeses de Torre. (Años más tarde, tuve frecuente ocasión de ir a bordo de ese transatlántico, con colegas allí embarcados. Este barco, que por velocidad y lujo era de los mejores de la marina italiana de entonces, se perdió hacia el año de 1930 frente a las costas del Brasil (Olinda?) debido a una falla de agua entre las viejas planchas ya carcomidas por el óxido y la vejez; hubo un centenar de víctimas entre los pasajeros; y murió también el radiotelegrafista Boldracchi que era amigo mío. Ver carta Oberlin, Ohio). Llegados a Torre, mamá logró nuevamente colocarse como contador en la fábrica Mazzonis; y yo, mientras llegara la apertura de las escuelas, fui empleado como ayudante en la pastelería Giraud. Allí aprendí a batir huevos, hacer pancakes, quitar moscas y avispas de entre la pasta dulce, antes de echarla al horno. En los intermedios disponibles de mi ocupación en pastelerías, iba al cercano café Edén a ayudar a lavar tazas y platillos, donde además de ganar algún
52
centavo me la pasaba montado en patines de ruedas mientras atendía a los clientes de este deporte, en aquel local. Fue por aquellos días cuando –a pesar de que el incipiente tráfico automoviliario de Torre no fuera comparable al actual de Nueva York–, me dejé coger por un carro, que afortunadamente no me rompió las costillas, dejándome solamente con piernas y brazos dolidos por algún tiempo. Esta cogida fue para mí tan conveniente y educativa como suele serlo para los perros, pues desde entonces aprendí a quitarme de en medio, en lugar de echarme bajo las ruedas, como lo hacen los niños, y los canes inexpertos. En octubre, se abrieron las escuelas, y tenía que regresar a las mismas. Debido a que con motivo de la salida no había terminado el segundo año de gimnasio en el Instituto Dettori de Cagliari, tenía que volver a repetir este curso en el gimnasio valdés de Torre. Habría que pagar las cuotas de entrada: pero no teníamos dinero. Con mucho dolor, mamá resolvió vender su vestido de bodas, que guardaba como cara reliquia; con ese dinero pude entrar a la escuela. Pasado el primer trimestre, había que pagar otra cuota. Esta vez tampoco disponíamos del dinero. Todas las noches, cuando mamá regresaba del trabajo, yo le decía: mamá, el profesor me pide que pague la cuota. Ella contestaba: decile que mañana. Hasta que un día, con tristeza y resolución me anunció: –hijo mío, no volverás más a la escuela; necesito que me ayude en el trabajo para levantar a sus hermanitos. Desde mañana a trabajar conmigo en la fábrica de tejidos Mazzonis–. Comprendí la situación; y resignándome ante ella, al día siguiente me presenté a la fábrica, con mamá, a las seis de la mañana. Para conseguirme empleo, la mayor dificultad había consistido en que, de acuerdo con la ley, estaba prohibido aceptar como trabajadores niños de edad inferior a los doce años. Yo tenía solamente once años y tres meses. Me faltaban pues nueve meses para ser legalmente hábil. Pero mamá había logrado un permiso especial del señor alcalde Costabel. Como siempre, las autoridades valdenses, y los pudientes de Torre, estaban listos en cada ocasión para ayudarnos. Me despedí pues de la escuela. Entré orgullosamente a trabajar, lisonjeado con la idea de que ganaría dinero como un pequeño hombre, para colaborar al sostenimiento de los tres hermanitos.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 6
Obrero de 11 años
Marzo de 1.912 Enero de 1.914
L
a fábrica Mazzonis era cosa seria por el tamaño de sus edificios, maquinaria moderna y cantidad de producción. Se componía en realidad de dos fábricas distintas: la primera, llamada Pralaféra, donde se obtenían las telas de algodón, situada a varios kilómetros de distancia de la Stampería donde se imprimían los dibujos y se hacían los despachos. Nosotros trabajábamos en esta última. Estuve cuatro años en esta fábrica. Gracias a que en la edad entre los once y los quince años el poder de retentiva está en máximo desarrollo, recuerdo en sus principales detalles aquella empresa que me place describir pues creo que fue allí donde aprendí el sentido de organización para los negocios y trabajo en general. La Stampería se componía de varios tramos, de reciente construcción pues en el año de 1905 la fábrica había sido totalmente destruida por un voraz incendio, parece que ocasionado por la espontánea combustión de los depósitos de telas de algodón. Al reconstruirla, los propietarios habían tenido el cuidado de aplicar las mejores innovaciones técnicas; las edificaciones habían sido planeadas expresamente para recibir las máquinas y permitir el trabajo en cadena, o correa –como se dice hoy–, a buena velocidad y cantidad. Para proveer la marcha en general de la fábrica había dos pabellones de servicios auxiliares, o sea el taller, y la planta de energía.
Al taller, de mecánica y carpintería, correspondía el trabajo de montaje y conservación de toda la maquinaria, siendo un millar las máquinas que por estar en continuo movimiento requerían frecuentemente del cuidado de los mecánicos. La planta de energía suministra tres tipos de fuerza: mecánica, eléctrica, y de vapor. La mecánica y la eléctrica se obtenían normalmente de una caída de agua dentro de la misma fábrica, que accionaba turbinas hidráulicas con capacidad hasta de 2.000 caballos. El agua, procedía de una toma en el río Pellice, de unos 8 metros cúbicos; en esas aguas cristalinas acostumbramos ir a bañarnos en los meses de verano. Las turbinas se acoplaban mecánicamente a un eje propulsor que suministraba energía mecánica a los demás pabellones; simultáneamente, también se acoplaban con un generador de corriente eléctrica de unos 800 kilovatios. Una sección de calderas, producía el vapor necesario para el tratamiento de las telas en algunas máquinas; aumentaba sus actividades durante el periodo invernal cuando la caída de agua era insuficiente o se quedaba helada; entonces la energía mecánica y la eléctrica se obtenían acoplando estas máquinas a un poderoso motor de vapor. La energía eléctrica, además que para el alumbrado, era necesaria en algunas de las máquinas, o para accionar motores en los tramos donde resultaba demaINFANCIA - Capítulo 6 Obrero de 11 años
53
siado complicado –debido a la distancia– hacer llegar la fuerza mecánica mediante ejes, poleas y correas. El vapor era necesario además, durante el periodo invernal, para la calefacción de los ambientes. Cerca de la planta de energía, y la caída de agua, estaban los pabellones de incisión y química. El de incisión era el departamento encargado de grabar sobre cilindros, los dibujos que las máquinas impresoras aplicarían más tarde sobre la tela. Cada cilindro era de un par de metros de largo, por un pie de diámetro, de cobre. Había miles de tales cilindros, ordenadamente alineados sobre caballetes, marcados con su número de dibujo y número de color. La razón de tal cantidad se entiende fácilmente si recordamos que se usaban centenares de diferentes dibujos y que a veces cada dibujo comprende hasta ocho o diez diferentes colores: a cada color correspondía un cilindro. La incisión del dibujo sobre los cilindros se efectuaba de la manera siguiente: como primera etapa el sector correspondiente a cada determinado color era trasladado, en proyección plana, desde el papel, a una plancha de zinc trasladando al cilindro de cobre, mediante instrumentos pantógrafos, mientras que el cilindro daba vuelta muy lentamente sobre su eje. Se sumergía luego el cilindro en un baño de ácido nítrico, que haciendo corrosión sobre el cobre, en las partes dibujadas, producía bajorrelieves destinados a recibir las pastas o tintas que imprimían el dibujo sobre la tela (las partes no dibujadas del cilindro de cobre, habiendo quedado con su capa de barniz, no eran atacadas por el ácido). Los empleados incisores eran técnicos especialistas, gozaban de sueldo relativamente alto, pero su profesión era considerada antihigiénica por el trabajo diariamente sentado o agachado sobre los cilindros, por el continuo uso de la lupa de ampliación para observar las incisiones en el cobre, y por los vapores o humos del ácido nítrico. El departamento de química era un gran salón, muy ventilado, provisto de máquinas mezcladoras y empastadoras, y varios centenares de barriles sin tapa, cada cual relleno con una pasta de diferente color. Por cada color básico había diez o veinte barriles cada cual conteniendo un matiz diferente un poco más claro, o más oscuro, etc. Esa gran variedad de tintas llamó mi atención de muchacho curioso. La tela para ser teñida o para ser impresa procedía de la fábrica Pralaféra en donde era tejida por un millar de telares, de tipo automático, pudiendo cada hábil obrero atender hasta tres telares funcionando
54
simultáneamente. Esa tela, que era de puro algodón, se dividía en clasificaciones principales según la urdimbre; para contar los hilos de esta, por cada centímetro, usábamos pequeñas lentes de bolsillo; según la urdimbre, la tela era destinada a uso para hacer camisas, delantales, cortinas, pañuelos, foulards, franelas, forrar muebles, etc. Las telas más gruesas servían para muebles, y franelas. Para las franelas, la transformación desde ruda tela a franela felpada por uno o por ambos lados se hacía antes de la impresión de los dibujos, haciéndola pasar por aparatos cardadores. El departamento de cardar tenía unas 40 máquinas consistentes en una rueda de 2 metros de diámetro formada por numerosos cilindritos que en su superficie llevaban gran cantidad de uñitas metálicas. Al ponerse en marcha la máquina, sus cilindros de uñitas daban vuelta a gran velocidad rozando contra la tela que marchaba en sentido contrario; por consiguiente las uñitas raspando la tela formaban sobre su superficie una capa de borra y franela. Durante este proceso la tela perdía su robustez original, por tal razón tenía que ser originalmente más gruesa y más fuerte que las demás. Al llegar a la fábrica para ser impresa la tela entraba primeramente al pabellón de lavado pues, tal como procedía de los talleres, no era blanca, sino amarillenta y con manchas. Las máquinas de lavar eran grandes tinas, con cilindros para hacer correr la tela; las tinas contenían solución de cloro, necesaria para el rápido blanqueamiento, debido a que el cloro es materia venenosa, los obreros de este sector cargaban constantemente la máscara antigás, y a cada 2 horas tenían que tomar un vaso de leche. La tela que salía blanqueada de las tinas entraba en grandes cuartos planchadores y secadores; pasando rápidamente sobre enormes cilindros metálicos rellenos de vapor, la tela quedaba planchada, y pasaba a los cuartos secadores ventilados por seco aire caliente. Al salir de los hornos secadores la tela llegaba al departamento de impresión, en el cual había diez grandes máquinas, en algo parecidas a las rotativas usadas para la impresión de periódicos. Cada máquina tenía cuatro partes principales: el motor, para accionar todo el conjunto; los diferentes cilindros montados uno cerca del otro y con el dispositivo para que los respectivos colores quedaran en relación entre ellos sin sobreponerse o sin dejar zonas en blanco; los depósitos de materia colorante, dentro del cual flotaba dando vuelta cada cilindro, que después era
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
limpiado por una cuchilla longitudinal de manera que solamente quedara tinta en las partes incisas y antes de que esta sección del cilindro dando vueltas tocara la tela que iba subiendo, y que así impresa por cada cilindro, iba al horno secador de la impresión, consistente en un gran cuarto encima de la máquina. Los impresores eran obreros de categoría y buen salario, que solamente llegaban a ese puesto después de varios años de práctica en la fábrica. Al entrar la tela en la máquina, el impresor anotaba primeramente sobre una extremidad de la pieza el número de la orden y el del dibujo y color correspondiente; la misma operación la repetía sobre el otro extremo de la pieza al terminar la impresión. Esta marca era de suma importancia porque de allí en adelante todos los demás sectores se guiarían por aquella identificación, para saber qué tipo de confección, empaque, tendrían que dársele a la tela según los deseos del cliente, es decir, según el número del pedido. Cada sector de la fábrica tenía a la vista un libro o catálogo general en el que al lado del número del pedido anotado en orden consecutivo estaban registradas las especificaciones del cliente: longitud que debiera tener cada corte de la pieza, etiqueta, etc. Cada pieza de tela tenía un largo de 150 metros, y se despachaban en promedio 250 piezas diariamente. El ancho de la pieza tenía relación con el tipo de tela y el pedido, pero si el ancho requerido era de solamente 60 cm., se trabajaba la pieza en un ancho normal de 1,80; luego, durante los últimos procesos de la manufactura, es decir, antes del empaque, se cortaba la pieza a todo lo largo en tres piezas de 60 cm. cada una. De esta manera se lograba buen ahorro en las máquinas haciendo un solo trabajo del cual se obtendrían tres piezas distintas, aunque la operación del corte perjudicara un poco la irma. Este proceso de corte longitudinal de la pieza se hacía haciendo correr la tela a gran velocidad en una máquina en cuyo frente estaba sentado un obrero teniendo con ambas manos un cuchillo, inclinándolo o desviándolo ligeramente para mantenerlo al centro de la irma visible mediante fuerte luz situada detrás de la tela. Supongo que en la actualidad todas estas operaciones sean efectuadas mediante controles electrónicos y células fotoeléctricas. Durante el teñido o impresión de la tela se realizaban por acción química transformaciones de colores que llamaban mi atención pues veía en ellos cosas milagrosas: por ejemplo había un determinado tipo de color rojo, para el cual la materia colorante era
Giovanna Tripodi
amarilla pero al pasar la tela en el horno caliente ese amarillo se transformaba en rojo escarlata; o para las telas que debían ser teñidas de negro, se usaba una solución verde clara, que al calor del horno secador se modificaba en negro purísimo. Esta solución era a base de anilina y requería cuidadosa manipulación porque por ejemplo si una vez teñida la tela no estaba el horno listo para recibirla, la humedad de la anilina hacía fermentar el algodón y prácticamente quemaba el tejido; a veces producía combustión espontánea, provocando incendios. Después de impresa y secada, la tela seguía al departamento de lavado, para disolver y extraer el exceso de materias químicas colorantes, dañinas para la tela; estas máquinas tenían media cuadra de largo, con diferentes tinas que contenían soluciones especiales de sosa, y terminaban en enormes cilindros rellenos de vapor, alrededor de los cuales se secaba y planchaba nuevamente la tela. De allí, ésta entraba al siguiente tramo, denominado de preparación o apresto, donde recibía un baño de pasta consolidadora, a base de fécula de papas y dextrina al tiempo que en una larga máquina provista de pinzas que la agarraban y viajaban en sentido ligeramente divergente, la tela era estirada hasta sufrir un ensanche de varios centímetros. Esta operación perjudicaba parcialmente la calidad de la tela, que se adelgazaba respecto de INFANCIA - Capítulo 6 Obrero de 11 años
55
su espesor inicial, pero en cambio se obtenía un ensanche con mayor altura de la tela por todo lo largo de la pieza. La pasta consolidadora tenía por objeto rellenar los eventuales vacíos o transparencias resultantes de ese estiramiento, y al mismo tiempo dar a la tela una solidez y grosor que desde luego eran solo aparentes, como para engañar al profano, pues el conocedor se daba fácilmente cuenta de si ese espesor era real del algodón, o falso por la dextrina, con sólo frotar rápidamente sobre si dos pedazos de la tela, o golpearla fuerte con la mano. Al hacerlo, la harina se desprendía y salía como polvo; la tela se ablandaba perdiendo su engañosa consistencia. Una vez preparada la tela como arriba he explicado, la de tipo camisas o foulards, seguía al departamento de satinación. La satinación –o sea el hacer que la tela se volviera lisa y brillante en su superficie, a imitación de la seda–, se obtenía haciéndola pasar entre dos cilindros calientes y dando vueltas con gran presión entre ellos, siendo la superficie de los cilindros rayada diagonalmente por líneas finísimas que quedaban grabadas en la tela, dándole esa apariencia de satín. Seguía luego el departamento de confección, corte, empaque de las piezas envolviéndolas y aplicándole elegantes etiquetas y marcas, según el tipo de la tela y las especificaciones del cliente; las piezas ya empacadas entraban al salón de depósito y despachos al taller de embalaje donde se formaban los bultos colocando las piezas en máquinas de presión, para reducir el volumen, y en su alrededor clavar tablas de madera para formar los cajones que una vez contramarcados con el nombre del cliente y la dirección del destino salían hacia el ferrocarril rumbo a los mercados internos y del exterior. La mayoría de los pedidos procedía en aquella época desde el Levante y el Asia: Albania, Grecia, Turquía, Siria, Egipto y las Indias Orientales. En más de una ocasión durante mi vida de marino pude ver almacenes que exhibían en sus vitrinas, o personas vestidas con telas cuyos dibujos yo reconocía procedentes de la fábrica de Torre. Entré pues a trabajar en esa fábrica teniendo apenas once años y tres meses. Para iniciarme en la carrera me ocuparon en el sector de campionaria o muestras, en donde el trabajo consistía en preparar libretas cuyas páginas eran retazos de diferente tela impresa, con su número de dibujo, y precio. De esta manera iba aprendiendo a conocer los tipos de tela y los dibujos. Los muestrarios que –junto con otra
56
veintena de obreros– allí confeccionaba eran destinados a ser recibidos por los clientes para que pudieran formular sus pedidos. Con el cerebro libre y despejado que puede tener un muchacho en aquella edad, a los pocos meses me había vuelto habilísimo en reconocer los dibujos y saber de memoria su correspondiente número de matrícula sin necesidad de ir a cada instante a consultar los libros catálogos. El incidente principal que me ocurrió en ese periodo fue el de una caída que me causó cierta herida en la cabeza. Para cumplir un mandato del jefe, iba dirigiéndome hacia el sector de la imprenta cuando, pasando por el salón de lavado, resbalé, con tan mala suerte que fui a chocar la cerviz contra el volante de un motor en marcha. Debido al ruido de las máquinas nadie se dio cuenta de mi caída; me levanté, y creyendo que nada me había pasado, seguí el camino hacia el taller de impresión. Al rato sentí algo caliente que me corría por la mejilla, puse la mano como para rascarme, tuve la sensación táctil de humedad. Miré la mano, estaba llena de sangre que chorreaba por un hueco que me había abierto en la cabeza. Quise seguir adelante, pero de repente las cosas principiaron a bailar dando vueltas. Cuando desperté como de largo sueño, me encontré tendido en una cama de la enfermería, y estaba a mi lado nada menos que el barón Paolo Mazzonis, patrón de la fábrica, el director, el químico, y varios otros jefes, quien me echaba agua en la cara para hacerme volver en mis sentidos y me curaba la herida. Volví los ojos al uno y a otro lado, me di cuenta de la situación, recordé que había tenido una aparatosa caída en el salón de lavado, y comprendí que debía estar herido quizás de gravedad. Inmediatamente pensé en mamá, a la falta que le haría si no pudiera seguir trabajando; al susto que ella sentiría al saberme herido. Con seriedad y energía que aún me asombra al recordarla, frente de aquellas personas que eran hombres de verdad y además mis superiores, expectoré inconscientemente esta frase: –por caridad, eviten que mi mamá sepa que estoy herido–. Efectivamente, ella estaba trabajando en las oficinas de contabilidad, cerca de la gerencia, y era posible que algún imprudente la informara. Los que me atendían me contestaron presurosamente diciéndome que no me preocupara; que mamá no sabría nada. Noté alguna rara mirada entre ellos; el barón se acercó y me acarició. Su actitud me dejó confundido, pues por el sistema disciplinario a que había
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
estado acostumbrado desde la entrada en la fábrica, era inconcebible para mí que todo un barón y propietario millonario se bajara desde la elevada altura de su rango para hacer caricias a un pobre muchachito obrero. Yo no sabía que también los barones –como los sacerdotes–, son seres humanos… Este incidente fue benéfico para mi suerte –como pude comprenderlo más tarde–, pues ese pequeño rasgo de nobleza por mi parte, que no podía ser cosa fingida desde el momento que acababa de volver a entrar en conocimiento, llamó poderosamente la atención de mis jefes; en sus corazones se abrió un sentimiento de simpatía a mi favor. Terminado que hubieron de curarme la herida, el barón me anunció que podía quedarme en casa algunas semanas durante las cuales seguiría recibiendo mi salario, siempre que fuera todas las mañanas donde el médico para la curación, que quedaría a su cargo en cuanto a los gastos. En aquellos tiempos no existían leyes sobre protección a los trabajadores – las que hoy llamamos prestaciones sociales–; el anuncio me cayó muy grato y dejé que me transportaran en ambulancia a la casa, pensando cómo sería de contenta mamá cuando supiera que el propio señor barón me había concedido tantas atenciones. El mismo barón se encargó de ir a la oficina donde ella trabajaba, para informarle que su hijo se había hecho una pequeña herida; que ya estaba bien; que se había comportado de manera ejemplar que lo había conmovido; y que se ponía él a la orden para cualquier necesidad. Gracias a la autoridad del barón, mamá no se asustó; y cuando al mediodía regresó al hogar, por sus comentarios pude comprender que tanto ella como mis superiores estaban orgullosos de mí. La herida cicatrizó pronto, gracias a la joven edad; y solamente me quedó una cicatriz permanente, debajo del pelo. Cuando volví a trabajar, recibí la grata noticia de que el barón había ordenado se me trasladara a la sección de confecciones, como gaufreur (estampador) de pañuelos. El sueldo era casi el doble que antes: unas 60 liras mensuales; igual al que percibían varios obreros de los “grandes”. Aquí, el jefe era un señor Enrique Charbonnier, hombrecito de cuerpo flaco y pequeño, pero todo nervios, y largos bigotes. Aparentemente este jefe era una fiera brava, siempre listo a correr de un rincón al otro de su departamento, para atizar los obreros al trabajo. Cuando soltaba un grito lo hacía con tal fuerza que su voz resonaba de un extremo al otro del largo salón a pesar del
ruido de las máquinas; pero cuando no gritaba, con su sola mirada fulminaba a los dependientes y los hacía mover como automas. Intimamente, este hombre tenía un gran corazón y era muy humano, pero solamente lo comprendí con el transcurso del tiempo, pues era de aquellos tipos que esconden su gran bondad y hasta su timidez, detrás de una defensiva máscara gélida y un trato de lo más rudo posible. Carezco de un diccionario francés–español, para verter al castellano la palabra “gaufreur” que significa: impresor en relieve, de telas o cueros, mediante hierros o planchas calientes. Efectivamente, mi trabajo consistía en hacer un dibujo de un par de pulgadas de ancho, en los cuatro bordes de cada pañuelo. No se trataba de pañuelos para la nariz, sino de los de gran tamaño, que las campesinas usaban para envolver sus cabezas. El dibujo o gaufreur consistía en rayitas diagonales, en altorrelieve y bajorrelieve sucesivamente, que se obtenían al colocar los pañuelos entre dos anchas mandíbulas metálicas, reanudadas, calentadas por llama de gas. El aparato tenía en su parte superior una especie de manivela similar a las de las prensas que se usaban en oficinas y notarías para sacar copias; el obrero daba con la mano una rápida vuelta a la manivela, para levantar la mandíbula superior de la máquina, el compañero estampador colocaba sobre la mandíbula inferior el borde de algunos pañuelos: el primero, empuñando los pomos de la manivela volvía a darle vuelta hacia abajo, haciendo que la presión de las mandíbulas dentadas dejaran hecho el estampado o dibujo en el borde de los pañuelos. Con un poco de práctica, esta operación se realizaba a gran velocidad, turnándonos a cada hora los dos sirvientes de la máquina, para descansar del trabajo muscular de los brazos al que le tocaba dar vueltas a la manivela. Se trabajaba a destajo, completando entre 300 a 500 docenas de pañuelos diariamente, por cada máquina, de las que había 3. Los compañeros eran hombres de veinte o más años; no sé cómo me las arreglaba para competir con ellos en velocidad y cantidad, pues aún a los doce años tenía cuerpo de tamaño normal para esa edad. Lo cierto es que no solamente me mantenía a la altura de aquellos, sino que mediante la inteligencia los aventajaba en multitud de detalles, y aún los más expertos se ponían alegres cuando como compañero a su máquina le tocaba el turno de la pequeña mascota que era yo. Esa vida de trabajo en compañía de personas de mayor edad, oyendo sus comentarios familiares, soINFANCIA - Capítulo 6 Obrero de 11 años
57
Giovanna de Amore bre cosas de la vida o de la política, hicieron que me acostumbrara a razonar como ellos, sin hallar ya satisfacción en frecuentar la compañía de los niños de mi edad. Si tocaba estar entre estos últimos, instintivamente asumía yo el rol de capataz, valiéndome de la superioridad que podía corresponderme por el hecho de que había viajado en los buques de mar y conocía cosas que aquellos montañeses quizás nunca verían en su vida. Como quiera que en el ambiente se me toleraba o aceptaba tal actitud, yo la sostenía como cosa natural, sin darme cuenta de que se me reconociera cierta superioridad. El horario del trabajo era de las 6:30 de la mañana hasta las 12, y de las 13:30 hasta las 18:30. Todavía no se conocía la jornada de 8 horas. Además, con frecuencia hacíamos horas extras nocturnas, desde las 19:00 hasta las 22:00, o hasta la medianoche los
58
sábados, sin que nos pagaran nada extra puesto que el salario era a destajo. Ganamos más, por la mayor cantidad de pañuelos estampados. No éramos sólo hombres los que trabajábamos en ese sector, sino que también había –para otras tareas–, mujeres, mayores de edad que en gracia de mi juventud me concedían toda clase de ayudas, al tiempo que se las negaban a mis compañeros mayores. Su trabajo consistía en desenvolver las piezas de tela, cortar los pañuelos, doblarlos y alistarlos en columnas para el estampado. En cuanto a la disciplina: era severa mientras Charbonnier estuviera en los alrededores, pero tan pronto el jefe se alejaba a otros pabellones, principiaban el cuchicheo y los juegos, como los ratones cuando se ausenta el gato. En los momentos de mayor libertad nos metíamos a dar brincos y piruetas fenomenales sobre aquellas montañas de algodón, entre las cuales aún saltando desde muchos metros de altura era imposible sufrir un rasguño. A veces, el zorro jefe llegaba de improviso y nos sorprendía en los instantes más ridículos de aquellas exhibiciones de saltimbanquis, que en su mayor parte eran provocadas por el deseo masculino de hacerse admirar por las obreras. Entonces, a la primera suposición de que el enemigo Charbonnier estuviere a la vista, nos botábamos al vuelo desde lo alto de las pilas de tela, a caer sobre la máquina y volver a dar vueltas a la manivela. Pero el jefe no era bobo, e imponía multas a diestra y siniestra, regañando a voz en cuello. Recuerdo que yo solía estar entre los primeros en iniciar el baile y los saltos, pero muy de raro me tocaban los regaños, y no sé si esta suerte se debía a que yo fuera más listo que los demás en esconderme y volver al puesto de trabajo, o si era que el jefe esquivara a propósito de verme, considerando mi edad. Al poco tiempo, mamá bajó ella también a trabajar en este sector, y entonces, más que el jefe Charbonnier, le tenía yo miedo a las miradas maternas que desde pocos metros de distancia, desde su escritorio de contabilista me cuidaba continuamente.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 7
Alpes y Música
Enero de 1.914 Febrero de 1.916
E
n esa época nos trasladamos a un lugar cerca de la estación del ferrocarril, a habitar en un edificio denominado Filatúr, que era un tramo de la vieja fábrica, acondicionado para apartamento de obreros. El jefe Charbonnier vivía también allí; era casado y tenía un par de chicuelos. Le gustaba que yo los cuidara o jugara con ellos; en esa intimidad de la casa me concedía trato más cariñoso, aunque sin perder parte de la severidad con que nos manejaba en la fábrica. Durante el periodo invernal me inscribí en una escuela nocturna para obreros. Escogí el curso de geometría –profesor Falquet–, que duró varios meses y que terminé regularmente, pasando allí las horas entre ocho y diez de la noche. Más que el estudio, me interesaba la salida de casa en aquellas horas, por dos razones: en primer lugar porque con el pretexto del curso mamá toleraba que no fuera yo el sempiterno adscrito a lavar los platos y atender los demás quehaceres de la casa, traspasando tales funciones a mis hermanos menores Héctor y Mario; y en segundo lugar porque durante las idas y venidas entre casa y escuela me quedaba la posibilidad de jugar con otros muchachos, o hacer tonterías. Hay que saber qué freno constituye para un muchacho de esa edad el estar bajo la severa vigilancia de los padres desde las seis de la mañana hasta las siete de la noche, para comprender mi violento deseo de correr, gritar, obrar a mi gusto, libre de las consabidas amonestaciones.
Resulta pues que mamá me concedía aquellas 2 horas nocturnas, cándidamente imaginándose que yo tuviera gran interés para el estudio, sin suponer que éste era para mí nada más que un pretexto para lograr 2 horas de libertad fuera de casa. Al año siguiente, no sé por qué se nos ocurrió que yo podría estudiar música. Tal vez ello fue porque la clase era diurna, entre las 12:30 y las 1:30 de la tarde, mientras que por la noche quedaría exento de los trabajos del hogar con motivo de repaso de la tarea. Al salir de la fábrica a las 12:00, corría a almorzar, para llegar a la media hora a la casa del maestro Antonellini, a las clases de solfeo. Frente del maestro, cantaba yo corcheas y semicorcheas en un mismo tono, al tiempo que en mis adentros pensaba: esto se me hace un invento ridículo y aburrido, dooo, re mi sol si reee, pero nunca tanto como el de tener que lavar los platos y barrer los pisos. El curso de solfeo duró un año, al cabo del cual se me permitió escoger un instrumento con el cual podría más tarde estrenarme como músico de la banda municipal. No sé por qué escogí el clarinete; supongo que debido a que tiene alguna similitud musical con el mandolino, o porque entre los instrumentos más estéticos para mi presentación en público era también de los más livianos para sostener y cargar. Mamá tenía un mandolino, que tocaba en la tarde de los domingos, y que todavía conserva en la actualidad. INFANCIA - Capítulo 7 Alpes y música
59
Posesionado del clarinete, se me dieron más libertades pues ahora el tiempo de descanso después del almuerzo quedaba reservado para practicar en casa con las escalas cromáticas, mientras que por la noche tenía que ir a los ensayos de la banda, en la cual yo llevaba el rol de sexto clarinete, es decir, el de menor importancia. Siendo el último clarinete, me tocaba a la izquierda el “genis” primer bajo, cuyas notas eran siempre de acompañamiento, en contratiempo con las de mi partitura. Como a todo principiante, me costó trabajo aprender a soplar mis notas haciendo caso omiso de las muy diferentes que estaba emitiendo el bajo; es como si las mujeres del mercado se pusieran simultáneamente a gritar cada cual por su cuenta; pero, en música, el efecto que se obtiene es lo que llamamos armonía. Después de varios meses de practicar valses, mazurkas, polkas, gavotas, marchas y recortes de música clásica, llegó finalmente el día de mi estreno, en el que el pezzo–forte del programa era un pout– pourrí de la Cavallería Rusticana de Mascagni. A las diez de la mañana de un domingo, me encasquetaron sobre la cerviz una cachucha de uniforme, con visera, hilo dorado, y con la lira musical bordada al centro. Tendría entonces unos trece años. Por la propaganda que me había hecho el maestro Antonellini me daba cuenta de que iría a figurar en público como una especie de enfant prodige (niño prodigio), al lado de compañeros barbudos y de edad madura. Llegamos a la plaza, nos dispusimos en círculo, principiamos a levantar los atriles, colocar las partituras. Se formó gente a nuestro alrededor; muchachos y niñas que se acercaban para observar este elefante blanco. Me sentía empachado, por el orgullo, la emoción, el temor de equivocarme durante el programa. El maestro dio la battuta, y principiaron los chillidos. La overtura y el minueto pasaron sin inconvenientes; llegó el intermedio de descanso. Me sentí más tranquilo, principié a mirar al público con afectado aire de indiferencia, como si estuviera preguntándole: –que les parece, eh?–. Del café de enfrente, como de costumbre ofrecieron la bebida para los músicos destacando botellas de Barólo, rellenando grandes copas. Pasaron el servicio, recibí mi parte, como si ella significará mi bautismo de hombre. Al ratico, el maestro agarró la varilla indicando que íbamos de nuevo a tocar. Ahora venía lo difícil que era el Intermezzo de la Cavallería.
60
Cogiendo Edelweiss
Después de las primeras notas perdí el compás. Las fusas principiaron a bailar sobre la partitura, como si ellas también hubieran sentido el efecto del barólo. El maestro me echó una mirada compasiva; se la correspondí y traté de volver a soplar en el instrumento. Nada; no encontraba el tiempo, ni las notas. Me sentí perdido, pero como último recurso me quedé con el pico del clarinete entre los labios, agitando con los dedos las llaves del instrumento para dar a entender que estaba tocando, pero evitando de soplar para no emitir sonidos discordantes. Los vecinos, trataban de acercar el oído a la trompa del clarinete como para cerciorarse de que algo estaba saliendo; el maestro me miraba como preguntándome qué me estaba pasando; y yo con los ojos contestándole: aguanteme maestro, que no puedo más. Afortunadamente los demás continuaron tocando normalmente; no pasó nada, salvo que salí de la prueba muy cansado. Ese fue mi estreno. Poco a poco me fui acostumbrando hasta perderle miedo a la presentación en público; participando en los programas dominicales de la banda, sin incidentes de ninguna especie, aprendiendo numerosas piezas de música clásica. Tenía buen oído musical; el canto gregoriano que había estudiado en el Seminario me ayudaba ahora en este sentido. Además, hallaba en este ejercicio una diversión interesante, por el placer que da la música, y por las otras dos razones anteriormente mencionadas. Durante los tres años entre el 1912 a 1915 no me ocurrieron hechos especiales. Estaba totalmente ocu-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
pado con el trabajo en la fábrica, con fuerte horario diurno, y a veces nocturno; no me quedaba tiempo para pensar en otras cosas. Los instantes de libertad que me quedaban después de las clases de música, los dedicaba a leer libros que conseguía prestados o que alquilaba de una biblioteca popular; prefería los de género romancesco, o aventuras de viaje: de Sálgari, Julio Verne, Dumas, y los clásicos históricos de renacimiento italiano. Mi entusiasmo para las historias de los Tres Mosqueteros, o de Jean Valjean de Víctor Hugo (Los Miserables), era tal que a veces me quedaba leyendo hasta las dos o tres de la madrugada, a escondidas de mamá. Por la mañana, durante el trabajo en la fábrica, les relataba a los compañeros los episodios leídos; había mucho entusiasmo entre ellos para oír esos cuentos. En el trabajo fui progresando de puesto, pasando de estampador a plegador y chequeador de las piezas de tela, con respectivo aumento de sueldo. Llegué hasta ganar 200 liras mensuales, que eran un sueldazo aún para obreros expertos. Más tarde entró también Ettore a trabajar en el mismo pabellón, completando tres de la familia en ese sector. Mientras tanto, el viejo Charbonnier y el barón Mazzonis iban concediéndome detalles de simpatía, y parecía que con el transcurso del tiempo yo llegaría a ser elemento de confianza para mis superiores. Ellos tenían por costumbre los domingos ir a cacería; alguna vez mediante invitación disimulada con el pretexto de algún servicio hacían que los acompañara en función de paje. Aquello era para mí fuerte diversión, además que gran honor del que me daba cuenta por el recelo que despertaba entre los demás obreros. Salíamos el sábado por la noche, o madrugando por la mañana del domingo, yo y Charbonnier, acompañados por media docena de perros de cacería, bracos y foxterrier que me tocaba sacar de las jaulas y contener con la traílla durante la marcha. Tomábamos el camino de los montes hacia el Vandalino, llegando en un par de horas a la finca que al barón tenía allí reservada para la cacería, denominada “El Coulét”. Esto ocurría en los meses estivos, pues durante el invierno más de un metro de nieve impedía las excursiones. Casi siempre encontrábamos en la finca al barón esperándonos; íbamos a desayunar juntos, y luego salíamos a buscar liebres, zorros, faisanes, codornices. Yo tenía el talento de saber guardar el debido respeto a los superiores, evitando abusar de la confianza que me concedían; al mismo tiempo,
ponía todo mi empeño y entusiasmo en el cumplimiento de los pequeños servicios que me encomendaban; con el resultado de que en lugar de cansarse de mi compañía, ellos la deseaban como cosa útil. Por ejemplo: si yo oía al barón, o Charbonnier, comentar que tenían sed, sin esperar a que me dieran órdenes en propósito, desaparecía, y al rato regresaba trayéndoles el agua, o el tabaco, o las municiones que necesitaban, que habían olvidado en la finca. Recuerdo una vez estando de cacería cerca del río Pellice, cuyas aguas eran aquel día voluminosas y rápidas, Charbonnier tiró a un pájaro (piúmba) que fue a caer en medio del río. No teniendo ese día los perros con nosotros, el jefe lo dio por perdido; pero yo, sin decir nada, de carrera me bote entre la corriente, y nadando con dificultad puesto que iba vestido, alcancé al pajarito, arrastrándolo hasta la orilla a los pies del patrón. Estaba yo tan acostumbrado a ver esa faena cumplida por los perros, que a falta de estos creí mi deber imitarlos. Y lo hice con ingenuo entusiasmo y porque presumía que el gesto gustaría al patrón. En efecto: se quedó asombrado; y en los días siguientes iba relatando al barón y a sus amigos aquella hazaña que a todos parecía simpática. Cuando no teníamos cita para la cacería, los domingos yo aprovechaba para salir hacia el monte Boudet, a las 3 o 4 de la madrugada, con Carlo Charbonnier, hombre de unos 40 años, hermano de Enrique; para hacer provisión de leña para el invierno, o buscar frutas y hongos. Para transportar la leña llevábamos un carrito de 2 ruedas que nos hacía sudar durante la subida, aunque vacío; mientras que una vez cargado, al regreso, la dificultad estaba en frenarlo, debido al gran declive y a la velocidad a que nos lanzábamos: uno de punta, y el otro atrás haciéndose arrastrar. Aquellas salidas por la madrugada cuando todo estaba aún en la oscuridad y silencio de la noche, eran de lo más sugestivo y sabroso. Respiraba a pleno pulmón el aire perfumado de los montes; gozaba al ver los mirlos esconderse entre las matas, a nuestro paso; bebía ávidamente el agua fría y cristalina de las fuentes, recogía avellanas, fresas, hongos, nueces, castañas, que se encontraban abundantemente y que mamá recibía con placer. Conocía las diferentes clases de hongos comestibles y venenosos; estos últimos delatan fácilmente su peligrosa naturaleza puesto que al sólo tocarlos su carne de color blanca se transforma generalmente en azul verdaceo. Para más seguridad, al cocinarlos bastaba tocarlos con un tenedor plateado, INFANCIA - Capítulo 7 Alpes y música
61
si entre ellos quedaba algún verdoso, el tenedor lo revelaba presentando manchas oscuras. Alguna vez, durante los domingos estivos, iba al río a bañarme o a nadar, siendo agradable el agua por su pureza y transparencia; conseguíamos pescaditos, especialmente pequeñas truchas. En la época de agosto, creo del año 1914, durante los quince días llamados del Ferragosto –época de vacaciones–, obtuve de mamá el permiso para ir en excursión hasta Francia. El plan era ir con un tal Pasquet, compañero de trabajo en la fábrica, buen guía y amigo; pero cuando pasamos por su casa nos manifestó que debido a causas imprevistas no podía salir de viaje. Para no perder la oportunidad –contando con que en las mochilas llevábamos abundantes y buenos fiambres–, resolví seguir por mi cuenta, sin que mamá supiera que no teníamos guía; pensé que por el camino encontraríamos algún otro conocido. Ibamos yo y otro muchacho de mi edad, y mi hermano Ettore. Tomé el rol de capitán. Viajamos toda la noche, subiendo de Torre a Bobbio por la carretera; en Bobbio nos internamos por el sendero para mulas, arriba hacia Villanova, el Col Maddalena, subiendo el Alpe. Marchábamos en la oscuridad haciendo con nuestros zapatos y bastones herrados el mayor ruido posible, para no sentir miedo; o cantando según la costumbre montañesa: “mon petit coeur n’est
Alpinista en su tierra
62
pas pour vous; je l’ai promis a Pierre, laléru, lalá”; o el “vien pou–poulle”; o “Dieu tout puissant écoute ma priére” –canciones de origen valdense–; o las piamontesas “La Violeta”, “spumta el sul e la lünaa Muncalé” y otra cuyo motivo musical aparece en el tema central del Capricho Italiano de Tchaikowsky. Por la mañana alcanzamos el Prá –una pequeña sabana helada a 2.000 metros de altura, circundada por altas y nevosas vetas. En la barraca–refugio desayunamos, leche y polenta, para seguir luego hacia el paso fronterizo del cerro de La Cruz (Colle della Croce): línea divisoria entre Italia y Francia. Durante el camino recogimos edelweiss, y vimos marmotas que al ruido de nuestros pasos sobre las rocas, se despertaban de la siesta, emitían un largo silbido como para dar alerta a sus compañeras, y desaparecían a esconderse en sus madrigueras. Pasada la frontera, tomamos el descenso y ya por la noche, cansadísimos llegamos al villorio francés de Abriés. El paso de la frontera era libre, sin formalidad o papeleo alguno. En un establo de Abriés obtuvimos posada; entre mulas y paja dormimos como topos. Por la mañana quisimos seguir hasta la ciudad de Briancón, camino a Grenoble; pero llegados a Chateau Queyras, cerca de Aiguilles, ya sea porque estábamos cansados, o porque principiaban a escasearnos las vituallas y los centavos, o porque la distancia y ausencia de mamá iban aumentando, resolví emprender el regreso para alcanzar el refugio de la Cruz antes de la noche. Ahora, la subida nos dio fatiga: Ettore iba cojo y se hacía arrastrar, el otro compañero lloraba por el miedo, y yo tuve la sensación de que mi expedición estaba a punto de caer en fracaso, con perspectiva de graves consecuencias. A través de la niebla y de los glaciares logramos al fin llegar cerca del refugio donde los perros San Bernardo dieron la alarma para que se nos abriera. La noche siguiente llegamos a Torre, alegres y triunfantes, con sorpresa de los conocidos y de mamá al enterarse que habíamos estado todo ese tiempo solos, sin la proyectada guía. Está fue mi última excursión de importancia en ese sector alpino. Por aquellos días estalló el conflicto europeo (la primera guerra mundial) principiando con la declaración de guerra de Austria a Serbia por causa del asesinato de su príncipe heredero en Sarajevo, extendiéndose luego a Rusia, Francia, Alemania, Inglaterra. Italia se mantenía neutral, pero se realizaban frecuentes mítines de partidarios del uno u otro bando. Benito Mussolini, jefe socialista y director del perió-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
dico “Avanti” de Milano (el más izquierdista de Italia en aquella época), se unió con el poeta Gabriele D’Annunzio, y entre los dos iniciaron el movimiento de propaganda para que Italia entrara en la guerra como aliada de Francia e Inglaterra. El gobierno italiano, con su jefe Giolitti, quería ser neutral; además, el Vaticano era evidentemente austrófilo, contrario a Francia, debido a sus fuertes conexiones y simpatías hacia la casa de Habsburgo de Austria. Yo tenía solamente quince años; mis escasos conocimientos me impedían comprender la gravedad del asunto, o formarme un concepto razonable acerca del conflicto. Sin embargo, al poco tiempo la propaganda anglo–francesa se puso a anunciar feroces atrocidades de los alemanes quienes –según decían–, cortaban los brazos o se comían a los niños belgas. Entonces, igual que muchos otros ingenuos me sentí hervir la sangre contra el tudesco, el proverbial bárbaro huno hacia el cual tanto odio nos habían enseñado e inculcado en las escuelas durante las clases de historia; de repente me sentí con ganas de guerra y batallas, a pesar de que no tuviera la más remota idea de qué significaran tales palabras (por eso, porque la juventud no sabe, los ejércitos atacantes suelen emplear para ello las nuevas generaciones…). Como inmediato desahogo a mis impulsos beligerantes abandoné la escuela nocturna del clarinete, yendo en cambio a tomar parte en los mítines y manifestaciones públicas. El bando de los partidarios de la guerra estaba formado principalmente por la gente culta y de sociedad; mientras que el opuesto se componía de socialistas, obreros, campesinos. El golpe de Mussolini no había logrado tomar fuerza entre las masas que lo tildaban de traidor a la causa y vendido al oro francés, junto con el lírico Gabriele. Yo, como obrero que era, estaba traicionando a mis compañeros, puesto que tomaba parte de la facción opuesta a ellos. En una de esas manifestaciones en las que íbamos por las calles de Torre, vía Arnaud, gritando “viva la guerra” y enarbolando banderas de los aliados, nos tropezamos con otro grupo que llevaba bandera roja y cuyos componentes, cargados de piedras, gritaban a su vez: “abajo la guerra, que mueran los que nos quieren enviar al matadero”. Entre ellos iban obreros de mayor edad, de mi sector de la fábrica. Entre gritos y piedras, nos acercamos. Uno de esos hombres, que me conocía porque durante el día trabajábamos juntos, me propinó una bofetada tan colosal que me hizo dar varias vueltas
antes de poderme parar. Al fin me levanté, todo aturdido; y comprendiendo que estaba fuera de combate, me retiré melancólicamente hacia el hogar, para acostarme, sin importarme ya una higa la demostración y la suerte de mi belicoso grupo. Al día siguiente me encontré con el autor de la bofetada, traté de regañarlo, pero éste, con el aire de superioridad que le permitía la diferencia de edad y de peso me advirtió que si volvía a verme en demostraciones, me arrastraría hasta la casa tirándome por las propias orejas, y que más bien me convendría quedarme junto a mi madre a tomar tetero. Tales amenazas me quitaron la veleidad de ulterior argumentación; y reflexionando por la experiencia de la escaramuza, de que la guerra no me resultaba tan gloriosa y agradable como lo había supuesto, me abstuve de volver a entrar en manifestaciones populares. Pocos meses después, o sea el 24 de mayo de 1915, el gobierno de Italia declaró la guerra a Austria, previo cambio de gabinete ministerial; más tarde la guerra se extendió también a Alemania. El químico y los de la fábrica, hasta entonces jefes respetadísimos, tuvieron que salir en forma precipitada, de Torre Pellice, refugiándose en Suiza (alemanes).
En los Alpes
INFANCIA - Capítulo 7 Alpes y música
63
CAPÍTULO 8
Cambio de Rumbo
Marzo de 1.916 Noviembre de 1.916
E
n aquella época solía yo leer toda clase de libros e impresos que me cayeran entre manos. Un día de marzo de 1916 hallándome sentado en el excusado de casa durante el cumplimiento de funciones corporales, leía el periódico “La Gazzetta del Popolo” de Turín. Suplico al lector perdonarme el detalle del excusado, que no puedo omitir porque sirve para demostrar como el destino de uno está a veces ligado o dependiente de cualquier detalle que parece insignificante, y que por el contrario es básico o importantísimo para formar o transformar nuestra vida. Terminada la sección de noticias, no teniendo más que leer, me puse a ojear los avisos económicos. Despertó mi curiosidad un anuncio que decía: “Buscamos jóvenes entre los 16 y 35 años de edad, que deseen entrar en la carrera de oficial marconista en la marina mercante. El curso de radiotelegrafía durará tres meses durante los cuales pagaremos dos liras diarias a los participantes. Para mayores informes escriban a la dirección de la Compagnia Internazionale Marconi, Via Condotti, Roma”. Leí el aviso varias veces, y no me resolvía a botarlo; me interesaba. Lo estudiaba y comentaba por partes: “jóvenes de 16 años” –lástima que yo tenga solamente quince–; “oficial marconista en la marina” – que carrera atractiva ésta de servir a Marconi y ser al mismo tiempo oficial de marina–; “pagaremos dos liras diarias” –caramba! Esta oferta podría solucionarme el problema de la pensión y comida durante el
64
curso–. Pero al final, estas reflexiones me parecían fantásticas, irrealizables para un obrero ignorante, sin medios y sin parientes, como era yo. Sin embargo, recorté el aviso y lo escondí en un bolsillo como un secreto. Cuando salí del excusado, mamá me regañó por haberme demorado demasiado tiempo en ese lugar. Me disculpé mencionando que estaba leyendo periódicos, pero nada dije del aviso de la Marconi. Durante un par de días trabajé como atontado; mi pensamiento concentrado y absorbido por el recorte del periódico. De vez en cuando, furtivamente lo sacaba del bolsillo, lo releía, volvía a esconderlo, me ponía a cavilar y construir castillos de naipes. Por fin resolví arriesgarme; escribí a Roma solicitando informes. Pensaba que si la oficina de la gran capital hubiera sabido cuan pobre y modesto era el atrevido solicitante, no se habría molestado en contestar; y por lo mismo todo acabaría sin que me ocurriera nada de malo. Pero teniendo en cuenta que no podían conocerme ni adivinar mi menor edad: quizás contestarían. El mero hecho de que me contestaran, aunque desde luego negativamente constituiría para mi orgullo de muchacho un gran triunfo. Me propuse pues engañar aquella oficina de Roma, a ver si por equivocación se dignaban enviarme una contestación. Todavía no me atrevía pensar en la posibilidad de éxito en la carrera marítima; esta me parecía una aspiración loca, que de ser conocida me habría puesto en ridículo ante todo el pueblo de Torre.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Admisión al curso de Marconista
A pesar de que sentía un gran deseo y necesidad de confiarme a mamá y con los amigos para obtener consejo sobre el asunto, la convicción de que todos encontrarían absurdo mi proyecto, y se burlarían, hizo que no me atreviera a comunicárselo ni a mamá. Una semana después, al salir del trabajo de la fábrica, un cartero me buscó para entregarme una carta. A la primera mirada encima del sobre vi el membrete de la Compagnia Internazionale Marconi. Me sentí arder la cabeza, por la emoción de orgullo satisfecho, y por la ansiedad de saber qué diría esa carta. “…En contestación a la pregunta de Su Señoría nos permitimos informarle que el primer curso de radiotelegrafía está por iniciarse durante el próximo mes de julio, siendo ya completo el número de aspirantes; sin embargo, hacia principios de octubre se iniciará el segundo curso, y si Su Señoría lo desea puede prepararse para concurrir a los exámenes de admisión que se efectuarán en Génova en septiembre. Se admitirán los 25 candidatos que obtengan las mejores clasificaciones entre los participantes. Sírvase informar si Ud. está interesado, a fin de enviarle el prospecto de las materias para exámenes y demás informaciones ulteriores. La edad mínima admitida es la de 16 años, y el título mínimo de estudios es el diploma técnico o el
gimnasial. Si Ud. tiene la fineza de remitirnos la suma de 2 liras, gustosamente le enviaremos el manual de Nociones Elementales de Radiotelegrafía. Quedamos en espera de sus gratas noticias y nos suscribimos, de Su Señoría atentos servidores. Y amigos; por la Compagnia Internazionale Marconi, el Director, Marchese Luigi Solari (era estilo elegante en aquel entonces usar el Su Señoría en las epístolas dirigidas a personas de respeto; tanto más que el firmante era nada menos que un noble marqués). Eso de que se me apodara con el Su Señoría me pareció una ilusión, como tener el Eldorado a la vista, pero era un secreto que había que mantener oculto, pues por ejemplo si el jefe Charbonnier hubiera sabido que yo cultivaba relaciones en las que se me decía Su Señoría, quizás me habría ordenado lavar letrinas en presencia de obreros y obreras, para despertarme a la realidad de mi modesta persona. Reuní las dos liras, y las remití a Roma con la información de que deseaba presentarme a los exámenes de admisión de septiembre. A los pocos días recibí una encomienda que contenía el libro de radiotelegrafía y me daba cita para presentarme a las 9 de la mañana del próximo 10 de septiembre en las oficinas de la compañía en Via Balbi 18 Génova, para los exámenes. Se me recomendaba llevar conmigo los títulos de estudio y demás documentos personales para presentarlos a la comisión examinadora. Diploma de estudios? Yo no tenía sino el de segundo año gimnasial, inconcluso con motivo de la entrada a trabajar en la fábrica. Se necesitaba el de terminación del quinto año; o el de tercer año instituto técnico. Edad? Quince años y unos meses; por lo tanto, insuficiente. Otros títulos? Ninguno, salvo el obtener de Charbonnier un certificado de buena conducta, pero que no sería ninguna recomendación si mencionaba mi profesión de obrero. Considerando tales dificultades, de orden legal, que no estaba en mi poder corregir, tuve el temor de que fueran obstáculo insalvable. Y como quiera que necesitaba tomar una decisión, me vi precisado confesar todo el cuento a mamá, y pedirle consejo. En un principio ella quedó sorprendida al oír mis fantásticos castillos, así como la noticia de que yo pensaba alejarme del hogar, para entrar en la carrera de marina; pero acabó diciéndome que me dejaba en completa libertad para forjarme el porvenir a mi gusto. Que en cuanto a las dificultades, o los éxitos, todo INFANCIA - Capítulo 8 Cambio de rumbo
65
dependía de la seriedad de mis propósitos, y de la voluntad de Dios, pues según ella no había obstáculos para quien estuviere resuelto a vencerlos. No se burló de mí; me sentí autorizado para continuar soñando con el mar. Años más tarde ella me confió que en aquella ocasión había considerado seguro mi fracaso, pero que en vista de mi resolución, y de cuanto había adelantado hasta ese momento sin consultarle, ella había temido que de negarme el permiso de ir a Génova para el examen quizás yo podría cometer alguna locura, como por ejemplo irme de escondidas, en condiciones más difíciles, que me habrían expuesto a perderme entre los navegantes clandestinos en las bodegas de los barcos. Para evitar ese riesgo, creyó oportuno no contrariarme, suponiendo que así se enfriaría mi entusiasmo y yo acabaría olvidando el absurdo proyecto. Pocos días después, por el camino de la fábrica, me tropecé con Gino D’Ambrogi, el antiguo compañero de Seminario, hijo del jefe de la oficina postal– telegráfica de Torre. Me estaba esperando, y con interés me preguntó si yo había recibido un manual técnico de la Marconi. Contesté afirmativamente, A mi turno, intrigado, le pregunté cómo lo sabía. Me contestó que su papá, al distribuir la correspondencia había visto el paquete para mí, con el membrete de la Marconi, el cual le había llamado la atención porque Gino había recibido otro igual. Comprendí que en él tendría un compañero, o un competidor. Le pregunté si el mismo libro había llegado a otros muchachos de Torre; me dijo que solamente lo habíamos recibido nosotros dos. Me manifestó que le parecía raro el que yo intentara entrar en esa carrera puesto que además de carecer de títulos de estudio, y medios económicos para sostenerme decorosamente en la posición de oficial de marina, no tenía ni idea de lo que fuera el código Morse, que él sí conocía porque en su casa estaban todo el día los manipuladores y relevos telegráficos repiqueteando; su papá estaba ya enseñándole el alfabeto. A pesar de que tales afirmaciones correspondían a la verdad, la comparación que él hizo, en lugar de desalentarme me picó el orgullo y me sirvió de estímulo. Por la vida que habíamos tenido en común durante los tres años de Seminario conocía bastante íntimamente a Gino y me había formado el concepto de que era un joven perezoso, dedicado al juego y al café (bar, billar), que no tenía superioridad, como para enseñarme. Eramos dos tipos opuestos: él no
66
hacía nada, porque su papá y familia pensaban para todo; yo me preocupaba de hacerlo todo porque nadie pensaba para mí. En síntesis: no le tenía miedo al competidor, y me sentía capaz de enfrentármele. En cambio, Gino, que probablemente también conocía mi carácter, temía mi competencia, entre otras cosas, porque en caso de comparación estaban a mi favor muchas consideraciones. A los ojos del público o sea de los habitantes de Torre que nos conocían, el hecho de que el hijo del cacique D’Ambrogi pensara entrar en aquella carrera confirmaba que la misma cosa habría sido para mi un ventajoso salto de posición social en caso de éxito; al tiempo que le restaba importancia o mérito a Gino el que un pobre e ignorante obrero como yo lograra ocupar el mismo puesto. Estas consideraciones pueden parecer estúpidas, pero su importancia salta a la vista al recordar lo que es la vida en los pequeños pueblos, con sus chismes, los orgullos de las respectivas familias acerca de las acciones de sus hijos, y los comentarios de los vecinos quienes todo lo observan y lo juzgan. El mero hecho de que yo –obrero– me presentara como competidor de D’Ambrogi cuya familia hacía parte de los mejores círculos sociales del pueblo y tenía fama de rica situación económica, reducía el mérito de la fantástica carrera de que Gino ya se vanagloriaba con sus compañeros de tertulia en el café. A las observaciones que me hizo Gino, contesté pues de manera evasiva, que lo pensaría; y me despedí de él en forma humilde, pero pensando qué figura ridícula le resultaría si yo fuera admitido al curso, y él, rechazado. Con ahínco principié a estudiar el manual de radiotelegrafía; leyéndolo infinidad de veces de cabo a rabo –sin lograr entender su contenido pues había allí demasiados términos abstrusos tales como: impedancia, inductancia, reactancia; fórmulas, raíces cuadradas, diabluras eléctricas como la ley de Joule, la de Ohm, de Henry, etc.–. No teniendo a quien poderle consultar; vista la imposibilidad de entender el texto, resolví como recurso aprendérmelo de memoria de manera que si en los exámenes se me preguntaba por ej. qué significa impedancia, yo podría rezar de memoria el respectivo capítulo a pesar de que no lograba comprenderlo. En un par de semanas me aprendí de pe a pa las cien páginas del libro. Aprendí luego, también de memoria, el código Morse, estudiándolo mientras desarrollaba mi trabajo en la fábrica. Enseguida me di cuenta de que para
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
perfeccionarme necesitaba hacer prácticas de recepción y de transmisión. De no ser Gino mi competidor, habría solicitado y probablemente obtenido el permiso de frecuentar la oficina telegráfica y entrenarme allí con los aparatos que estaban funcionando. Mi orgullo me impedía ensayar pedirle el favor a los padres de Gino, aunque creo me lo habrían concedido. En aquellos tiempos no existían los radio–receptores particulares o en el comercio, que solamente se pusieron al mercado después del año 1920; la radio estaba todavía prácticamente por inventar; no había más que la telegrafía. Yo no conocía todavía el refrán, pero evidentemente la necesidad es madre de los inventos. Se me ocurrió construirme un instrumento similar a los que había visto en los telégrafos; que me permitiera transmitir registrando mis señales sobre una cinta, para luego leerla y confrontando las deficiencias de espacio entre puntos, rayas, pausas, del alfabeto, corregirme automáticamente el ritmo. Planeé el equipo; y como tuviera alguna noción de mecánica, aprendida en la fábrica observando correas y poleas, acoplé un par de rueditas a la máquina de coser de mamá. Fui donde el viejo D’Ambrogi y obtuve que me regalara algunos rollos de cinta blanca de papel, de la usada en la telegrafía. Como manipulador, me fabriqué una palanca. Monté el conjunto de manera que al pedalear en la Singer, la cinta de papel iba corriendo debajo de la palanca que en lugar de contactos eléctricos sostenía un lápiz. Al bajar con la mano la palanquita, el lápiz escribía señales sobre la cinta, que era más o menos larga según el tiempo en que la palanca quedaba apretada hacia abajo y según la velocidad de carrera del papel, verbigracia, según la velocidad de mi pedaleo de la Singer. El aparato era burdo, pero serviría para mi propósito de estudio. Tan pronto lo tuve realizado y funcionando, mi entusiasmo se triplicó; y al ver que mamá quedaba encantada por esa prueba de ingenio, permitiéndome jugar con su máquina de coser sin amonestarme por el peligro de que se dañara, mi orgullo y confianza en el porvenir aumentó proporcionalmente. De la misma manera como el estudio del canto gregoriano durante el periodo del seminario me facilitó más tarde aprender el solfeo; ahora el conocimiento de la música me sirvió para comprender sin dificultad y sin maestro la cuestión del ritmo que es de capital importancia en el alfabeto Morse. Las rayas me las figuraba como una semimínima, los puntos como una semifusa; los espacios, como un cuar-
to de pausa; de tal manera, marcando el tiempo en la Singer mientras iba pedaleándola, lograba rimar perfectamente las señales. Me di cuenta de la verdad del proverbio: “impara l’arte e mettila da parte” (aprende el arte y guárdalo, que en cualquier momento te puede servir); pues al tiempo que el alfabeto Morse era todavía cosa complicada para Gino, ya no era obstáculo para mí. Al cabo de un par de semanas me sentí apto para enfrentarme a los exámenes de práctica. En cuanto a la teoría, continuaba repitiendo de memoria los capítulos del manual, aunque, como ya dije, sin entenderlos. En cambio principiaba a comprender por la experiencia cuán ciertos eran los consejos de mamá cuando afirmaba que los obstáculos no son tan difíciles como nos los figuramos a primera vista; y que casi siempre la firme voluntad logra superarlos. Si me había sido posible aprender el Morse y el libro, sin maestro, por qué no lograría aprender de veras, durante el curso en Génova, con los profesores? Se acercaba la fecha del 10 de septiembre de 1916; día fijado para la presentación a los exámenes de admisión. Para ir a Génova, ausentarme de la fábrica durante algunos días, tenía que obtener previamente el visto bueno del jefe Charbonnier. Temía que me lo negara, pero me di valor, acercándome a su escritorio le solicité una semana de permiso. Quiso conocer el motivo; tuve que informarle que iría a Génova para dar unos exámenes para la carrera de oficial de marina. Mamá, que trabajaba en el mismo pabellón, y vio cuando yo hablaba con el jefe, no quiso intervenir, dejó que me desenredara por mi cuenta. Tal vez lo hizo con el objeto de salvar su responsabilidad y tener abierto el camino para poder conservarme el empleo, en caso de fracaso en Génova. Charbonnier se mostró sorprendido, incrédulo; me hizo notar que en la fábrica estaba haciendo buena carrera, ganando los mejores sueldos; me presagió que perdería en los exámenes, y probablemente también el puesto en la fábrica. Según entendí más tarde, este señor me quería mucho; quizás había hecho proyectos para mejorarme en el puesto; ahora le chocaba ver mi ingratitud y cómo me proponía desbaratar todo cuanto estaba haciendo para mi bien. Insistí en mi solicitud, de manera tan seria que no le quedó más remedio sino concederme el permiso; a regañadientes como a un estúpido e ingrato. Llegó el tan esperado día; mamá me entregó algún centenar de liras para los gastos del tren y de los hoteles; añadió las múltiples recomendaciones del INFANCIA - Capítulo 8 Cambio de rumbo
67
caso, y dejó que saliera para Génova. D’Ambrogi ya se había ido un par de días antes. Cuando me presenté en las oficinas de la compañía, vi llegar por grupos, jóvenes y hombres que por los dialectos que hablaban comprendí que procedían de diferentes regiones de Italia: piamonteses, milaneses, toscanos, venecianos, romanos, abruzeses, napolitanos, sicilianos. Enseguida creí encontrar entre ellos peligrosos competidores: uno decía ser hijo del general Fulano; este, del banquero Sutano; aquel, de ministro Mengano; otro, tenía laurea de universidad; y así por el estilo. Varios entre ellos eran hombres hechos, según se podía juzgar por su cuerpo y bigotes. Tal compañía me honraba, pero me preocupaba por la distancia social y de posición, que me dejaría fácilmente regado. Afortunadamente para mí, los exámenes eran individuales, por turno, frente de una comisión mientras los demás aspirantes esperaban en otra sala. De manera que, libre de la presencia de D’Ambrogi, pude descaradamente declarar que el título de la licencia gimnasial se me había perdido durante el viaje; respecto de la insuficiencia de edad demostré que solamente me faltaban tres meses para cumplir los 16 años, e hice hincapié en que al terminar el curso ya habría cumplido esa edad mínima. En cuanto a los exámenes tuve la sensación de éxito en la prueba del Morse, pero quedé dudoso acerca de las tonterías que había contestado en la parte teórica. Terminadas las pruebas –que duraron en total un par de días–, la junta examinadora de la Marconi inexplicablemente resolvió que teníamos que regresar a los respectivos hogares, y esperar a que se nos informara allá sobre los resultados de los exámenes y eventual admisión al curso, de los veinticinco mejores entre el centenar de aspirantes que se habían presentado. Quizás no se atrevían los jefes de la Marconi dar la mala noticia a un grupo tan numeroso de jóvenes extraños y locatos, por temor a que alguien se dejara llevar por la desesperación al ver desbaratados sus sueños y tener que regresar derrotado a su pueblo; quizás tenían que enviar a Roma las pruebas escritas, para el escrutinio. Lo cierto es que nos ordenaron salir de Génova, regresar a nuestro respectivo lugar de procedencia, y allá esperar. Esto nos dejó preocupados y mortificados debido a la incertidumbre en que quedábamos respecto del éxito o el fracaso. Antes de salir de Génova, por la tarde fuimos en grupo al vecino barrio occidental de Sampierdarena, para bañarnos en la playa marina. La época de los
68
baños estaba todavía en pleno auge pues los balnearios se abrían en junio, acostumbrando cerrar hacia principios de octubre al principiar el frío del otoño. La playa de S. Pier d’Arena era entre las mejores del golfo de Génova, aunque no comparable con las de Viareggio, o Bordighera, o del Adriático, famosas por la finura de su arena o porque la playa se interna varios kilómetros en el mar quedando el agua por largo trecho a la altura del pecho. Había muchos bañantes y centenares de yolas y skiffs, botes de regata, de remo o con velas, evolucionando en los alrededores (en aquellos tiempos no se conocía todavía el deporte de patinar en el agua; no había botes de motor para remolcarlos). Con el entusiasmo de los turistas procedentes del interior nos echamos al agua; y con vigor para no desfigurar entre aquella gente que siendo del lugar eran hábiles nadadores. Yo había aprendido a hacer unas cuantas brazadas y mantenerme a flote en la represa de agua de la Stampería, cuya altura no llegaba a la cabeza. En mi ignorancia creía ser experto, por el hecho de que sabía hacer saltos mortales y otras maromas. Al echarme por primera vez en esta agua salada noté que por su mayor densidad en comparación a la del río Pellice a la cual estaba acostumbrado, me mantenía más fácilmente a flote. Contando con tal ventaja –olvidando mi lejana experiencia en el puerto de Cagliari–, me alejé de la orilla de la playa, sintiéndome bien dueño de mí mismo. Alcancé a hacer unos cincuenta metros, hasta constatar que la mayoría del grupo de los nadadores estaba quedando atrás; solamente quedaban pocos a mi lado. Entonces creí llegado el momento de descansar, y cesando de nadar, me dispuse a quedarme parado sobre el fondo, como lo hacía en la represa de Torre. Pero me di cuenta de que me faltaba la tierra bajo los pies pues de repente me hundí sin tocar fondo. Caramba –me dije–, este no es el río Pellice, aquí estoy en alta mar y en trance de ahogarme! Braceando, logré volver a flote, pero había tomado agua, y volví a hundirme. Esto se repitió dos o tres veces, hasta que asustado me puse a gritar pidiendo auxilio. Pronto llegó el “bagnino”, celador de la playa, con un bote, y me sacó a la orilla. La lección me sirvió para conocer la diferencia que hay entre el baño en el río, o en el mar, que sin embargo son ambos muy traicioneros; ay, de quien se descuide! Más tarde, siempre tuve la precaución de llevar conmigo un salvavidas que me tuviera a flote una vez
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
cansado; pues por hábil nadador que uno sea –exceptuando quienes diariamente practican o son profesionales–, en el mar acaba fácilmente uno por ahogarse debido a la imposibilidad de descansar, o porque le dé un calambre en las piernas, que le impide nadar. De regreso a Torre, ni mamá, ni quienes allí estaban al corriente de mi proyecto quisieron creer en mi versión de que el resultado de los exámenes se conocería solamente más tarde y de que yo confiaba ser admitido al curso; en cuanto al jefe Charbonnier, principió a llamarme “marinero de agua sucia” y me cambió de puesto de trabajo, destinándome a otra máquina que aún siendo de la categoría de los hombres, significaba un escalón hacia atrás en mi carrera en la fábrica. Claro está, que él no dispuso aquello con malas intenciones sino para darme una lección; por el contrario, fue muy bueno al permitir mi reintegro inmediato al trabajo. Pasaron algunas semanas; un día el correo trajo un pliego recomendado; con el conocido membrete de la Marconi. Había sido admitido al curso! Pues en los exámenes había alcanzado el 2º puesto en práctica y el 15º en teoría. Me volví loco de felicidad!
Italo de 16 años
dole Quiero mucho manifestar dinero para que ayudar en mialopinión: sostén de enmis aquella hermanitos, fecha casiy nadie noticias –con de fantástica la excepción carrera de Marconi en la marina. y alguno de sus ingenieros–, sabía algo de teoría sobre radio; los conocimientos que se tenían al respecto eran muy limitados; los resultados que se lograban eran explicados como “fenómenos” por no decir “milagros”; la mayoría trabajaba únicamente por práctica. Así me explico que se me hubiera concedido el 15º puesto en teoría, a pesar de mi crasa ignorancia. Por otra parte, el propósito inmediato de la Marconi, y del gobierno, no era el de sacar técnicos sino que, debido a la escasez de personal, se contentaban con formar operadores apenas capaces de enviar la llamada de auxilio en caso de ser torpedeado el barco. Para tal trabajo se podía prescindir de mucha teoría: lo importante era que el operador tuviese sentido de responsabilidad, y no se dejara agotar por el susto al ver el buque hundiéndose, pues si le daba con temblar por el miedo le resultaba imposible la firmeza de pulso necesaria para con el manipulador transmitir el S.O.S. y la posición geográfica del lugar, en forma inteligible. Algún maligno hubiera agregado que se nos aceptaba porque íbamos a ser carne para torpedo o para tiburones. La noticia de que había sido admitido al curso, sorprendió a mis conocidos; mamá se resignó; los compañeros de la fábrica principiaron a mirarme como raro y a envidiarme; el jefe Charbonnier se quejó de que yo fuera tan testarudo como para perder la gran carrera que él me reservaba, para en cambio ir a terminar entre los descargadores del puerto de Génova, pues él suponía que yo no lograría ser aprobado al final del curso. Ahora, mi ánimo estaba resuelto y totalmente confiado en el éxito futuro; después de las pruebas anteriores no me quedaba duda de que mediante la voluntad podría vencer cualquier obstáculo. En cuanto a los medios económicos, las dos liras diarias que la Marconi me pagaría durante el curso, serían casi suficientes para costearme la pensión y la alimentación; una vez terminado el curso y nombrado para ejercer mi profesión de oficial de marina podría ganar buen sueldo y volver a ayudar a mi familia, enviándoles ahorros mensuales. Por lo menos: tales eran mis intenciones y proyectos. Dentro de ese estado de alma, lleno de entusiasmo y de orgullo, fui despidiéndome de los amigos y conocidos; el jefe Charbonnier, con un mutismo que denotaba tristeza me regaló una semana de sobresueldo. Me despedí de mamá con las inevitables lágrimas y con el firme propósito de hacerla pronto feliz enviánINFANCIA - Capítulo 8 Cambio de rumbo
69
CAPÍTULO 9
En la puerta del Mundo
Noviembre de 1.916 Enero de 1.917
E
n el tren de Turín a Génova nos encontramos con Gino quien también había sido admitido al curso. Viajamos en el expreso que saliendo de Turín a las horas 20:30 llegaba a la estación Príncipe, de Génova, hacia la medianoche; más o menos a la misma hora salía el público de los teatros (había todavía muy pocos cinemas, y desde luego mudos); hacia la una los hoteles cerraban sus puertas. Este detalle era importante porque llegando después de esa hora, los forasteros que no conocían o no tuvieran previas conexiones en la ciudad, difícilmente conseguían posada en los hoteles cerca de la estación. Al salir de la estación a la plaza principal –en cuyo frente se encuentra hoy el hotel Colombia, uno de los más lujosos–, un comisionista se apoderó de nosotros jóvenes forasteros, cantando las mil maravillas y lo barato de su hotel. Pidió que lo siguiéramos, lo cual hicimos con desconfianza por temor de que en la oscuridad de la noche nos condujera a algún “carrugio”, calle estrecha frecuentada por el hampa, en donde pudieran asaltarnos para robarnos las maletas. Nos llevó a alojarnos en el hotel Europa situado en Vico Monachette, a dos cuadras de la estación; detrás del hotel Colombia; a media cuadra de la oficina Marconi de Via Balbi. Por la mañana nos presentamos a la compañía y principiamos el curso, con otros veintitrés muchachos. Casi la mitad eran piamonteses y lombardos,
70
muy pocos lígures, los demás, del centro y meridión de Italia. Era un lunes, 21 noviembre de 1916, pues por causas que no recuerdo, el curso, que tenía que haberse iniciado en octubre, a última hora fue aplazado por la compañía, hasta esta fecha. Los profesores, que eran norteños; el de Morse, inspector Benzi, piamontés de Asti, nos prefería como paisanos, aunque trataba de no demostrarlo. Del de teoría, milanés, he olvidado el apellido pero no su apodo “Come so bene” (como bien sé) con el cual lo distinguíamos pues intercalaba esta frase por lo menos diez veces en cada hora de lección y especialmente cuando se confundía o perdía el hilo de sus abstrusas clases de física y teoría sobre radio. Hacíamos unas 5 horas diarias de clase; 2 o 3 horas más de estudio las hacíamos por nuestra cuenta en el hotel. Allí nos habíamos reunido un grupo de una docena de estudiantes de la Marconi quienes, para ahorrar en los gastos de la pensión dormíamos de a tres por cada cuarto que nos alquilaba el impenetrable señor Del Bó, dueño del hotel Europa. Este era un viejo genovés que había vivido muchos años en Alemania, de manera que refunfuñaba siempre en tudesco, con la ventaja para el prójimo de que nadie entendía sus quejas, o insultos. Nosotros, con la malicia juvenil, simplemente lo esquivábamos, para seguir viviendo alegremente en su hotel. El reverso de la medalla era la simpática y bondadosa señora Rosetta Del Bó genovesa ella también,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
quien se divertía con nosotros, como con una jaula de canarios. Ella era persona de fina educación, muy de sociedad, cuerpo alto y cara siempre sonriente; experta en el manejo del hotel y al mismo tiempo siempre tan elevada de las pequeñeces mundanas, gracias a su manera de tomar las cosas con maliciosa paciencia y con decoro. De su matrimonio con Del Bó no habían tenido hijos, y por consiguiente se habían contentado adoptando uno recibido de un hospicio, Adriano, quien poco a poco fue educado como hijo y heredero de la cuantiosa fortuna de sus padres adoptivos. Adriano era de mi edad, y se volvió nuestro compañero durante las horas de diversión y parranda, bajo la indirecta vigilancia de la señora Rosetta quien deseaba que su hijo se despertara frecuentando compañías de muchachos endiablados, como la nuestra. Este calificativo nos fue asignado a los pocos días de estar alojados en el hotel Europa –doce demonios alojados en cuatro piezas contiguas–, cuando las camas principiaron a mostrar desperfectos ocasionados por las batallas que sobre ellas armábamos los de uno y otro cuarto; las camareras dizque estaban fastidiadas de recibir pellizcos o también besos en código Morse; el “sciú” Del Bó anotaba frecuentes hurtos o desaparición de botellas de vino; las frutas colocadas sobre las mesas de los comedores, misteriosamente se eclipsaban. La señora Rosetta, que todo lo veía –o lo adivinaba–, y lo sabía causado por esa docena de hipócritas amigos de Adriano, cerraba los ojos, reemplazaba los artículos esfumados, convencía a su marido de que nada había pasado, comentándole: “estos pobres figiëü (hijitos) tienen hambre y para quitársela es que nos pagan la pensión”. El hotel tenía cupo para unos cincuenta huéspedes, con un gran salón para comedor, casi siempre ocupado por viajeros que se demoraban unos días mientras llegaba la fecha de salida de los respectivos barcos para las Américas o el Oriente. Nuestras picardías más comunes consistían en apoderarnos furtivamente de los panes, mantequilla, frutas, vinos, que los camareros iban alistando en las numerosas mesas de los huéspedes; y luego, con la barriga ya medio rellena y con la cara más ingenua ir a sentarnos a nuestras mesas para comer nuestras porciones, al tiempo que nos esforzábamos para contener la risa al observar el estupor de los camareros al darse cuenta de los renglones faltantes sobre las otras mesas. Si el patrón reclamaba y amenazaba echarnos a la calle, nosotros nos ofendíamos caballerosamente ha-
ciendo alarde de dignidad y de inocencia, protestando en coro que nos iríamos para otro hotel donde se nos tratara mejor, lo cual significaría para el Europa la pérdida de una docena de clientes cuyo pago mensual representaba una suma no insignificante; entonces Del Bó se limitaba a refunfuñar, mientras que la señora Rosetta intervenía ordenando a los camareros reemplazar los comestibles desaparecidos y nos suplicaba para que fuéramos más formales. Ella era tan buena que, en coro, la llamábamos mamá Rosetta, y le protestábamos obediencia absoluta, que a los pocos minutos volvíamos a olvidar. Por la noche, si no estábamos practicando Morse con manipuladores y chicharras, nos poníamos a tocar mandolines, y yo el clarinete, mientras los demás haciendo de batería acompañaban con los aparatos más raros fabricados ad hoc; o bailando en las mismas piezas, con las camareras, o con las pasajeras, en altas horas de la noche hasta tanto que los viajeros de los cuartos vecinos protestaban por la bulla y la imposibilidad de dormir (yo siendo el más joven e inocente del grupo, tocaba, y miraba… los otros bailaban). A veces subía “u sciú Del Bó” para regañarnos, pero cuando llegaba al tercer piso ya no encontraba a nadie porque alguien nos avisaba y lográbamos escondernos en los baños, o al vuelo bajábamos por las escaleras, de manera que cuando él salía del ascensor nosotros ya estábamos encerrados y silenciosos en nuestras piezas (cuando durante el año de 1954, 38 años después, me alojé con mi familia bogotana en el hotel Europa, el ascensor ya no existía; según me informó Adriano, había sido eliminado durante la reconstrucción después de la guerra de 1942), o abajo en la sala de recibo llevando a cabo cándidas conversaciones con quienes estuvieran allí, para despistar y hacernos los que nada sabíamos de las quejas de los demás pasajeros. La señora Rosetta, tendría entonces unos 35 años; amaba la música clásica que se la pasaba canturreando todo el día; tenía palco permanente en dos teatros: el Carlo Felice, de la ópera, y el Paganini, de la opereta. Cuando no podía ir al teatro, con frecuencia nos obsequiaba en préstamo las llaves y tiquetes de su palco, al que íbamos todos en grupo, con gran fiesta –aunque sin un centavo en el bolsillo–, armando alboroto y escándalo como malcriados. Aquellos fueron unos meses de vida de estudiante– bohemio en el clásico sentido de la palabra. Recuerdo los nombres de algunos de los compañeros: Euclide Furiani, de Montichiari Brescia, quien además de buen INFANCIA - Capítulo 9 En la puerta del mundo
71
matemático era el zorro filósofo de la compañía; Ettore Giannini, hijo de un banquero de Savona, quien se la daba de elegante y experto en la vida mundana; Filippo Pellerey, piamontés, santón y el más educado de la compañía; Giovanni Lanza de Aosta, el hijo de ministro, siempre cargado de plata y recomendaciones; Gino, mi compañero de Torre; Umberto Gandolfo, Giovanni Bertone, Gustavo Bottini, Vittorio DeLuce, Maj Enrico, Filade Ferrini, Fernando Mazzoni, los demás se me fueron de la memoria; todos entre los dieciséis y los veinticinco años de edad. No sé por cual casualidad ese hotel se estaba volviendo y continuó siendo durante muchos años el sitio de rendez–vouz de la mayoría de los marconistas que regresaban a Génova de sus viajes; cuyas familias residían en otras partes de Italia. En uno de esos días, estando sentado en el fumoir, pasó frente a mí un muchachote alto, simpático, tipo de hombre seguro de sí mismo; al mirarlo, lo reconocí, era un joven que cuando yo estaba en el Seminario de Pinerolo era en aquella ciudad apodado “el camello” y quien era famoso allá por sus fogosas jugadas como futbolista. El también me miró, pero siguió adelante; más tarde supe que me había reconocido. Pregunté a la señora Rossetta si conocía ese señor; me dijo que se llamaba Severino Copelli; que era viejo cliente del hotel y que él también era marconista. Era hijo de un coronel de caballería separado de la mujer, y luego viudo; todavía soltero, vivía usualmente separado de todos, como persona muy seria u orgullosa y sufrida. Recordé entonces que efectivamente el papá de Severino había sido el comandante de la escuela de caballería de Pinerolo y que el muchacho vivió allá hasta cuando su padre fue trasladado a otra ciudad. Días después, Severino fue a sentarse en una mesa cerca de la mía, en el hotel; su figura volvió a atraer mi atención, me atreví a dirigirle el saludo y decirle que lo recordaba de cuando era “gamél” en Pinerolo; que me encantaba saber que era marconista, carrera en la cual esperaba serle pronto colega. Se dignó contestarme como a un hermanito menor, siempre muy serio y reflexivo en todo. Nos separaban solamente dos años de edad, pero él era ya un verdadero hombre en cuerpo y experiencia, mientras que yo todavía me mantenía cual muchachito que apenas estaba abriendo los ojos en la antecámara del mundo. Más tarde nos volvimos amigos íntimos e inseparables, buscándonos al regreso de cada viaje, y siempre tratando él de protegerme como a un hermano.
72
Fue el mismo Severino quien me ayudó con consejos y financieramente en mi viaje de venida a Colombia (y quien mucho nos atendió a mí y familia en Génova, Rapallo y Portofino, durante nuestro viaje a Italia en el año de 1954). Del curso de radio que estábamos efectuando en los pisos más altos del edificio Marconi de la vía Balbi, poco recuerdo, salvo que, además del curso me interesaban desde la terraza las visitas del puerto y panorama marino, y el conocimiento de los nuevos ambientes que iba observando con la insaciable curiosidad del joven campesino traído a la ciudad marina que era en cierto modo la puerta por donde se abría el camino a todos los continentes, razas, idiomas. Si es cierto –como con frecuencia me dijeron–, que mis ojos eran muy grandes, creo que ello se deba al largo tiempo que estuve como tratando de abrirlos siempre más, para ver las infinitas y diferentes escenas y horizontes que rápidamente fueron desfilando ante mis pupilas, desde los 10 hasta los 30 años. Génova: la ciudad soberbia, como la apodaban en Italia, cuyo escudo es la cruz de San Jorge vigilada por dos leones, capital de Liguria y puerto principal de Italia, en cuyos astilleros se construían la mayoría de sus barcos de guerra y mercantes. Sus orígenes datan de la época romana; durante la Edad Media fue república gobernada por dogos; competía fuertemente con la rival república Veneta en la conquista del cercano Oriente. Fue oriundo y vivió en Liguria Cristóforo Colombo (Colón) antes de emigrar a España; Génova se honra con su tumba. La ciudad tenía entonces medio millón de habitantes; su puerto albergaba en promedio unos trescientos barcos. De su famoso muelle “dei Mille” (este nombre es para recordar que de allí levantó anclas Garibaldi con sus mil hombres para ir a conquistar para Italia el reino borbónico de las Dos Sicilias), salían diariamente numerosos transatlánticos repletos de emigrantes con destino a las tres Américas, el Levante, Africa, Asia, y llevando cargamentos de mármoles de Carrara, aceite de oliva, frutas, comestibles, conservas, vinos, pastas, tejidos y otros productos del país; mientras que en los demás muelles se descargaban los trigos argentinos o canadienses, los carbones de Inglaterra o de la Virginia, la carne de Australia, el café de Centro América, las especies de Asia, y otros productos procedentes de todas partes del globo. El panorama de la ciudad, de por sí muy bello, se enriquece con la vista del golfo de lo acogedor de los vecinos pueblos de la Riviera: Sturla, Nervi, Camogli,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Génova, Hotel Europa
Portofino, Santa Margherita, Viareggio y hasta la Spezia a oriente; Varazze, Albenga, Sanremo, Imperia, Bordighera, por el occidente. En el golfo de Génova principia la Cote d’Azur que se extiende hasta Montecarlo, Mónaco, Niza, Marsella hasta la frontera catalana; con sus olivares, cultivos en gran escala de flores, árboles de naranjas y mandarinas; todo instalado entre faldas y cerros que caen casi verticalmente en la profundidad de las azules aguas marinas. Podían verse en la ciudad numerosos palacios cuya construcción remontaba a la época de los Dogos y que eran perfectamente conservados en servicio, con sus interesantes motivos arquitectónicos, frescos y pinturas de gran valor, mármoles en gran profusión y de diferentes tintas, aún en las viejas casas de los barrios populares; monumentos, con los que se tropezaba en cada cuadra, a cada esquina, que hacían de Génova un emporio de arte, no inferior al de otras ciudades famosas bajo ese aspecto tales como Venecia, Florencia, Pisa, etc. (el centro marmolero de Carrara está situado cerca del golfo de Génova, a oriente).
La gloria monumental de “La Superba” se encontraba en su cementerio de Staglieno el que, más que ciudad fúnebre parecía una enorme exposición de esculturas, tantas eran las estatuas, de renombrados maestros, representando las más variadas escenas, desde la figura de Colón o de Mazzini en sus poses clásicas, a la del marinero milagrosamente salvado de una tempestad o de las fauces de un tiburón; o de la viejita que vendiendo maní acumuló suficiente oro para costearse el monumento que la eterniza en actitud de revendedora con su par de canastas entre los brazos. Paseando entre las calles de esa real mansión de los muertos se veían a veces siluetas de personas, por ejemplo, un niño jugando, o un franciscano de pie leyendo el breviario, que una vez miradas bien de cerca, en lugar que seres vivientes resultaban ser estatuas de tamaño, expresión y colores naturales. Ser inmortalizado en el mármol fue quizás la ambición de todo pudiente genovés; de tal costumbre resultó el camposanto de Staglieno que –como ya dije– , parecía más bien un gran museo de arte y constituía uno de los principales motivos de interés para el visitante o turista. Merece mencionar el carácter inconfundible de la raza genovesa: fuertes trabajadores y sagaces comerciantes, marinos hasta el meollo, orgullosos, generalmente ricos, avaros del dinero que en cantidad ganan y acumulan para luego gastarlo y hasta derrocharlo en caprichos humanos como el de la estatua en Staglieno, o la famosa Villa Raggio construida en estilo (barroco?) y mármoles preciosos sobre la punta de un escollo en Coringliano Quarto de Génova; dotados de un dialecto que es mezcla de italiano, francés, español, árabe, y vocablos importados de todas partes del mundo. Es difícil encontrar un genovés sirviente o mendigo; su orgullo de raza, su inteligencia para el comercio, hace que todos sepan acomodarse en trabajos remunerativos y semi–independientes. Entre los italianos de las demás regiones se destacan los genoveses más o menos como los antioqueños entre los colombianos. Debido a tales características ellos son a veces fuertemente criticados como lo hizo en el año 1300 el poeta Dante Alighieri en su Divina Commedia en la cual los apostrofó así: “ah, genovesi, uomini deversi, d’ogni costume e pien d’ogni magagna, perché non siete voi nel mondo spersi?” (¡Ay genoveses!, hombres de costumbres diferentes y achacosos de defectos, ¿por qué no fueron ustedes dispersados por el mundo?). INFANCIA - Capítulo 9 En la puerta del mundo
73
Después de algunas semanas de clases teóricas principiaron las de práctica para las que era menester ir a bordo de barcos equipados con radio, que estuvieren en el puerto disponibles para tal efecto. Estas visitas a los barcos resultaban interesantes y divertidas; principió a crecer en nosotros la vanidad de que se nos reconociera como hábiles y futuros marconistas. Durante estas visitas tomamos contacto con colegas superiores, de quienes –con profundo respeto– escuchábamos los relatos de sus hazañas de viajes, admirándolos como héroes. Para aquella época la guerra submarina principiaba a hacer estragos; casi diariamente se oían noticias de barcos hundidos, y no llegaba buque que no hubiere tenido su aventura durante la travesía en alta mar. Nos asombrábamos viendo las lanchas salvavidas del barco, que presentaban agujeros producidos por el combate a cañonazos con un submarino; o la proa esfondada y lacerada de otro buque que habiendo chocado con una mina había logrado llegar al puerto; y soñábamos con el día en que estando a bordo como oficiales pudiéramos nosotros también ser considerados valientes. Miedo, no teníamos, sencillamente porque a esa edad no existe tal sensación, que solamente suele principiar a manifestarse después de cumplir los treinta años, cuando el buen sentido de las precauciones se sobrepone a la incauta audacia. En los jóvenes la sed de aventuras y de ver cosas nuevas es tan fuerte que no deja campo para los sentimientos de prudencia. Por lo mismo, las guerras se hacen con los jóvenes, imprudentes que no comprenden lo absurdo de exponer su vida en esa forma, o lo criminal de matar otros seres humanos; los ancianos, que ya son padres de familia, no sirven para soldados, porque son menos ágiles, más cautos, reflexionan, y se corren… Por eso, se les deja en la retaguardia, en las terceras líneas. Al oír decir que este o aquel marconista se había muerto al ser el barco torpedeado, pensábamos que aquel pobre colega había tenido mala suerte; y en lugar de entender que próximamente estaría cualquiera de nosotros en las mismas circunstancias, nos ilusionábamos pensando que tendríamos mayor fortuna, y que de cada aventura saldríamos con aureola de gloria. ¿En qué basábamos tales quiméricas e infundadas esperanzas? Sencillamente en nuestra inconsciencia e inexperiencia de muchachos; la misma –como ya dije–
74
que lleva a los jóvenes ejércitos en los frentes de batalla a matarse estóica e imbécilmente el uno al otro. Recuerdo el caso de un colega de apellido de origen francés, se llamaba Masón, hijo de un rico hotelero de Sanremo, que a las tres horas de haber salido de Génova en su primer viaje fue echado a pique casi frente de su casa. Lo salvaron; a los pocos días volvió a embarcarse. No pasó 24 horas en el segundo barco, que también fue torpedeado. Lo mismo le ocurrió con el tercero, habiendo sufrido así tres naufragios en menos de un mes de tiempo y en menos de una semana de navegación. A este joven, condecorado, que quería navegar por patriotismo y deporte –ya que no por necesidad puesto que su padre era millonario–, tanto le persiguió la guigne, que más tarde sufrió otros dos hundimientos, hasta que las autoridades le prohibieron navegar, por temor a la jettatura: barco en que subía, era barco hundido. Lo conocí personalmente después de la guerra, durante el servicio militar en La Spezia, donde se distinguió, no ya por el valor en enfrentarse al enemigo, sino porque había perdido el juicio. Robaba y sacaba el cuchillo como un vulgar malhechor, y era evidente que ese mal genio se le había desarrollado como consecuencia de los sufrimientos durante la guerra; pues en cuanto a dinero y medios para vivir, su papá proporcionaba todo cuanto él pidiera. La última vez que oí hablar de él, estaba recluido en un manicomio. Pobre héroe! Otro caso, el del transporte “Palermo”, de 14.000 toneladas, que había sido construido para transportar trigo pero que en esta ocasión regresaba de Norte América llevando entre otra carga unos 400 caballos para el ejército. Este incidente me lo relató Severino Copelli quien era el marconista del Palermo durante este viaje, y me lo confirmó luego el comandante Zona quien era primer oficial en ese barco, y luego mi capitán en el “Cogne”. Al ser torpedeado y hundirse el Palermo, en el Mediterráneo, presentó una escena dantesca, debido a los centenares de potros que nadaban desesperadamente entre las olas tratando por instinto buscar la salvación acercándose a los hombres, los tripulantes del barco que también estaban nadando o remando en los botes salvavidas. No encontrando otras cosas flotantes, los caballos se acercaban a las chalupas, alargaban las cabezas y bramaban como implorando a los marinos para que los dejaran subir a ellos también; en cambio, los náufragos hacían esfuerzos con los remos para alejarlos,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
aunque les doliera, por temor de que hicieran voltear las lanchas. Los pobres animales tuvieron que morir, víctimas ellos también de la idiotez de la guerra entre los hombres. Teníamos afortunadamente el buen sentido de no mencionar nada de estas vicisitudes bélicas que oíamos como veíamos, a nuestros parientes del interior; por mi parte, me cuidaba de no dejar comprender a mamá, en las cartas que le escribía, las peripecias que podrían tocarme en la nueva vida que estaba por emprender. Por el contrario, si ella me escribía mencionando algún relato leído en los periódicos, y manifestaba temores, o pedía mi opinión al respecto, yo le contestaba que seguramente a nosotros, principiantes, no nos habrían destinado a embarcar en naves que hicieran travesías peligrosas; y ella lo creía. Llegado el mes de enero de 1917, la Marconi resolvió apresurar nuestros exámenes; en vez de tres meses, dos meses solamente de curso fueron considerados suficientes. Había urgente demanda de personal, debido a la guerra submarina; y parece que nuestro grupo era bastante adelantado en conocimientos. Hubo una selección preventiva, quedando reducidos a 17 los iniciales 25 estudiantes del curso; los demás fueron devueltos a sus casas por ineptos para esa carrera. Los restantes, fuimos enseguida entrenados más intensamente, para la gran prueba del examen ante la comisión oficial de la marina de guerra. Al efecto, una mañana nos hicieron tomar el tren para La Spezia, acompañados por el inspector Benzi. Ibamos en un vagón especial y durante el trayecto nos daba Benzi las últimas recomendaciones sobre la manera de contestar a las preguntas de los examinadores. Aún cuando teníamos el ánimo confiado en lo aprendido, nos aterraba el temor de que los capitanes de navío y los de fragata nos fregaran con su gran severidad y rigidez. El viaje entre Génova y Spezia se realizó en 4 horas de tren a través de 40 y pico de túneles bajo la montaña; entre uno y otro túnel los rieles corrían casi a ras de la playa, o sobre puentes y viaductos a pique sobre el mar, cuyas olas alcanzaban a veces con su poética espuma hasta los vagones. A lo largo, hacia el horizonte se veían botes pesqueros con sus velas latinas de colores o dibujos simbólicos, o el humo de algún vapor atravesando el Tirreno. Una vista encantadora; tal es la continuación de la Costa Azul, al oriente de Génova. Llegamos a La Spezia, que era la principal base de la marina de guerra italiana. Para el examen teníamos que
ir a la propia estación de San Vito, cuyas altas torres metálicas para sostener las antenas, se veían a distancia. Para alcanzar hasta allá era preciso atravesar toda la base naval, con sus muelles, astilleros, fábricas de elementos bélicos. Obtenidos los pases especiales, principiamos andando por los muelles, al lado de majestuosos acorazados: Cavoúr, Dória, Vinci, de los cuales brotaban como hormigas centenares de marineros en su uniforme azul haciendo contraste con el gris plomo de aquellas máquinas de guerra. Admiramos los enormes cañones de 305 mm, los telémetros y relojes de comando de la artillería, las banderas de señales en los mástiles, los semaforistas haciendo ejercicio de transmisión de mensajes de uno a otro puente. Paseamos luego los muelles de los cruceros: Falco, Nibbio, Sparviero, Regina Elena, Quarto; y el de los torpederos de los cuales había numerosas flotillas meciéndose en el agua con sus cascos ágiles y las proas afiladas como cuchillas. Todavía quedaba lejos la estación de radio. Ahora nos tocó atravesar el balipedio, donde se ensayan las artillerías y la velocidad de los proyectiles; y la fábrica de torpedos: cilindros de tres a cuatro metros de largo, por medio metro de diámetro, con su parte delantera o cabeza rellena de fulminante, y en la proa la hélice y los timones que lo orientan automáticamente mediante la brújula giroscópica, como si tuvieren adentro algún piloto humano. Siguió a continuación el muelle de los submarinos; que estaban dulcemente flotando al amarre, emergidos, dejando ver sus torres y periscopios, las bocas de los tubos lanzatorpedos, y el casco todo sembrado de agujeros por los cuales aspiraban el agua para sumergirse, o la expulsan para subir. Mirábamos los submarinos y los torpedos, interesados en conocerlos, a sabiendas de que tales artefactos, aunque con otra bandera, serían nuestros próximos y acérrimos enemigos. Finalmente, después de largo caminar entre aquel hervidero de máquinas e instrumentos de guerra, sintiéndonos honrados por el honor que se nos concedía al dejarnos circular entre ellas –al tiempo que profundamente impresionados por todo cuanto acabamos de ver–, llegamos a la estación de radio, ya enmudecidos por la seriedad del espectáculo, y también por el cansancio. Quizás no estábamos en la mejor condición de ánimo para enfrentarnos a los exámenes, pero afortunadamente ya eran las cuatro de la tarde y los coman-
INFANCIA - Capítulo 9 En la puerta del mundo
75
dantes estaban ausentes, siendo por consiguiente necesario aplazar las pruebas hasta el día siguiente. Mientras tanto, nos recibió un teniente de navío de apellido Casarotti, jefe titular de la estación, quien muy cortésmente, en unión de algunos suboficiales de marina especializados en radiotelegrafía, se dispuso a hacernos visitar la estación, explicándonos sus detalles. La amabilidad de esta gente, tan humana a pesar de los bigotes y los galones, nos sorprendió gratamente y nos infundió valor para sacar a superficie los conocimientos técnicos que habíamos adquirido durante el curso, quedando durante la conversación demostrado que siquiera conocíamos la nomenclatura, objeto y funcionamiento de cada aparato componente de la estación. Por la mañana nos presentamos al director del cuerpo de radio, capitán de fragata Montefinále, quien coadyuvado por Casarotti y otros nos fue examinando por turno. En resumen, resultaron solamente dos rechazados, contra 15 aprobados que recibimos el “Brevetto Internazionale di Radiotelegrafista di 2ª Classe” otorgado por la “Direzione di Artigliería ed Armamenti della Regia Marina Italiana, base della Spezia”. Logré sacar el segundo puesto en recepción y transmisión en Morse, y el octavo en teoría. Gino fue tam-
bién aprobado, aunque más atrasado en puntos. Lo cierto fue, esto lo comprendí más tarde, que nuestros examinadores tenían igual o mayor interés que nosotros en que saliéramos aprobados, pues la marina mercante necesitaba urgentemente de muchos marconistas con motivo de la guerra. Debido a tal necesidad, los mencionados oficiales se vieron en el caso de ser más amables y tolerantes que de costumbre. Volvimos a tomar el tren, esta vez, alegres y triunfantes como los doctorados cuando salen de la universidad. Habíamos terminado el periodo de estudiantes; en adelante seríamos marconistas, es decir, oficiales de marina, graduados y uniformados con charreteras y galones dorados… Llegados a Génova, con los centavitos que nos quedaban ofrecimos un animado banquete a nuestro inspector Benzi; recibimos las felicitaciones del director de la compañía de arte que llevó en Machese Solari, juntamente con la invitación a alistarlos para hacernos a la mar en los días siguientes; y yo, para dar la noticia a mamá y a los de la fábrica Mazzonis, el 24 de enero de 1917 le puse un telegrama: “aprobado, embarco como oficial, abrazos”. (Octubre 31 de 1942)
Visa de entrada a Inglaterra
76
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Segunda Parte
Cadete de marina
Italo en uniforme de oficial de Marina
78
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
10
La Mar
H
ablando de la mar, en el prólogo de su libro sobre la guerra europea “Los Titanes del mar”, el español capitán de fragata Mateo de Mille comenta: “La mar, en femenino, porque los marinos queremos hacernos la ilusión de que siempre hay algo femenino a bordo y, a falta de cosa mejor, hemos decidido feminizar la mar. La cual, por lo demás, merece perfectamente este género: es ondulante, es tornadiza (como “la donna é mobile”, diría yo); encumbra en una larga carrera a cualquiera de sus fieles servidores y lo hunde cualquier día en un accidente vulgar que hace exclamar a todos: “Parece mentira, quién lo diría de Fulano?…” Y Fulano se ve expulsado del cuerpo, pierde sus galones, o la compañía naviera que le diera empleo durante muchos años; y se va a vivir (si es que vida es la suya), a un pobre rincón; y en ese rincón se le alegran los ojos cuando lee una hazaña marinera cualquiera o, cuando en sus nostálgicos paseos por el puerto, ve entrar un buque o ejecutar una maniobra perfecta. Porque esa es otra; el marino tiene el espíritu crítico aguzado hasta el límite, un límite inconcebible en el “hombre de tierra”; ese ser que “desperdicia” el espacio, viviendo en habitaciones de tres metros de altura y entra en su casa por la parte más baja y no por el tejado, como en los barcos, para descender luego hasta su “piso”. Lo más femenino que tiene el líquido elemento, lo que justifica todas las locuras y todas las renunciaciones, es la serie de cosas absurdas que hace cometer todos los días a sus fieles adoradores; su feminidad, lo que autoriza que se diga “la mar” y no “el mar”, está precisamente en las pasiones ciegas que inspira a los que, en una edad temprana, conocieron la soledad constantemente variada de su superficie y se sintieron esclavos, para siempre, de su belleza infinita…
Del oficial de fragata velera, al submarinista, hay una enorme diferencia moral y material; acaso sean solamente dos los lazos comunes: la mar y… el mal olor, sea a alquitrán o a nafta; ninguno de ellos patentados por las grandes fábricas de perfumes que disfrutan justo nombre entre las damas elegantes. Pero en el fondo, el espíritu es el mismo; otra época, otro ambiente, en apariencia solamente, para el observador poco perspicaz; el mismo, si se profundiza un poco. Y este es el ambiente que verá el paciente lector que pase su vista por las páginas que siguen…”. Para mejor comprensión por parte del profano en las cosas navales y la radiotelegrafía, conviene aquí explicar cual era el objeto, y la organización de la Compañía Marconi, con relación al estado y a la marina mercante italiana. Es sabido que cuando el gran sabio boloñés Guillermo Marconi por allá en el año de 1895 anunció su invento de la “telegrafía sin hilos”, no encontrando comprensión ni apoyo por parte del gobierno italiano se dirigió a Londres donde esperaba interesar al Ministerio inglés de Correos y a otras entidades. La madre de Marconi, irlandesa, tenía relaciones de parentesco con personajes ingleses quienes facilitaron a Marconi los medios económicos para la continuación de sus experimentos. El almirantazgo inglés vio inmediatamente la inmensa importancia del invento que una vez desarrollado le permitiría la comunicación con las flotas del imperio británico, hasta entonces esparcidas en todas partes del mundo, incomunicadas. Las primeras estaciones “inalámbricas” que se establecieron fueron destinadas al servicio entre la costa y los barcos, hasta que en el año de 1900 con los experimentos entre la estación de Poldhu Inglaterra, y Cape Race–S. John de Terranova Canadá se logró la primera comunicación transatlántica. Es decir: en su fase iniCADETE DE MARINA - Capítulo 10 La mar
79
cial, la radio, la telegrafía sin hilos, fue aplicada esencialmente a las comunicaciones marítimas, siendo todos marinos los componentes del personal marconista. La radiotelefonía, y la radiodifusión, no existían; solamente fueron inventadas y desarrolladas después de la primera guerra mundial, después del año 1919, gracias al invento del tubo o válvula termoiónica. La electrónica, también era todavía desconocida. Definitivamente demostrada hacia el año de 1900 la utilidad de su invento, y después de obtenidas las respectivas patentes, Marconi patrióticamente regaló al gobierno italiano el derecho de usar su invento para comunicaciones militares; pero las comunicaciones comerciales continuaron formando parte del monopolio casi mundial de la compañía inglesa Marconi Wireless Ltd. con sede principal en Londres. Dicha compañía abrió entonces filiales en cada una de las principales naciones, siendo una de estas la Compagnia Italiana Marconi, dirigida desde Roma por el marqués Solari, bajo el control de Londres, con capital inglés y personal italiano. El objeto de estas compañías era, directamente, el de la explotación de su monopolio en virtud de la patente; sin embargo, bajo el punto de vista práctico de operación tal centralización parecía necesaria debido a las siguientes razones: El servicio de radio, en general, requiere para su buena eficiencia, por motivos de orden técnico, una integración u organización directiva que armonice y reglamente las actividades de los aparatos y del personal pues, de lo contrario, el servicio puede resultar caótico, perdiendo sus ventajosas características (tal como ocurre con el tráfico de vehículos y peatones por las calles, que no puede ser eficaz si no obedece a una sola directiva). Por ejemplo: no hubiere sido económico ni práctico para cada armador hacerse cargo de la administración de la estación de radio de su barco, suministro de equipos y repuestos, distribución a las diferentes administraciones mundiales de telégrafos y cables, de las sumas recaudadas o acreditadas por concepto de portes radiotelegráficos marítimos, costaneros, terrestres, cuya contabilidad es bastante complicada. Por consiguiente, el armador del barco o la compañía naviera encontraba más sencillo pagar mensualmente a la Marconi una suma a título de alquiler de los aparatos y prestación del personal técnico respectivo. Como contraprestación la Marconi asumía la responsabilidad de la eficiencia del servicio haciéndose cargo del inherente suministro de personal, equipos, licencias, cobro y cancela-
80
ción de portes internacionales, suministro de repuestos, perfeccionamientos, inspecciones, etc. Hasta poco antes de estallar la guerra mundial de 1914 era muy reducida la cantidad de barcos equipados con estación radiotelegráfica. Debido a su alto costo, solamente los principales transatlánticos estaban dotados con este servicio de comunicación. Entre todas las marinas del mundo quizás no alcanzaban a doscientos los barcos provistos de radio, de los cuales solo veinte o treinta italianos. El personal marconista era así mismo muy escaso, alrededor de sesenta era el total disponible para la marina mercante de Italia. La guerra submarina alemana, por primera vez amenazó acabar con las flotas mercantes. Debido a los frecuentes hundimientos de barcos, y abandono de tripulaciones en alta mar, se hizo evidente la necesidad de que todos los barcos destinados a la navegación de alta mar estuvieren equipados con la radio, ya sea para en parte reducir las pérdidas navales mediante el rápido auxilio a los barcos torpedeados, ya sea para siquiera, atendiendo a la llamada de socorro ir a salvar los tripulantes. Ya eran muchos los marinos que se resistían continuar navegando, por temor de morir en el largo suplicio del abandono en pleno océano. Solamente ofreciéndoles la seguridad de que tendrían cómo pedir auxilio y señalar su posición geográfica, era posible lograr que las tripulaciones volvieran de buena gana a desafiar el peligro de las minas y de los submarinos. Además se obtenía así una valiosa reducción en la tarifa de las compañías aseguradoras. El gobierno italiano, como la mayoría de los demás, dictó entonces una ley por la cual se hizo obligatorio que ningún barco que transportara pasajeros o cuyo tamaño fuere mayor de dos mil toneladas podía salir del puerto si no estaba provisto de estación de radio y personal marconista. Esta ley afectó inmediatamente unos quinientos buques de la marina mercante italiana, cuyos armadores pidieron a la Marconi el suministro urgente de equipo y personal. Como quiera que este personal no existía era preciso formar varios centenares de marconistas en plazo de pocos meses. La Marconi no tuvo otro recurso sino organizar cursos de radio a gran velocidad, llegando hasta pagar los estudiantes durante el periodo de las clases, tal como lo hizo con el suscrito y los demás durante la escuela en Génova que he descrito anteriormente. Se presentó entonces un problema de grado o categoría entre los nuevos marconistas y los demás oficiales marítimos pues como nosotros no poseíamos
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
títulos de estudio expedidos por academias navales, los oficiales de cubierta y de máquina, que eran diplomados capitanes o ingenieros se resistían admitir que nosotros, con solamente pocas semanas de curso, gozáramos de prerrogativas similares a las que ellos solamente adquirían derecho después de cinco años de estudios náuticos y algún año de práctica como cadetes. Pues, una vez salidos de la academia con su patente de capitán o de ingeniero tenían ellos que principiar a navegar como mozos de cubierta, o ayudantes fogoneros, para iniciarse en la carrera, y llegar gradualmente con el transcurso de los años a la categoría de oficial tercero, luego segundo, primero, y finalmente cuando ya tenían el pelo blanco y el alma oxidada por esa dura vida maldita y al mismo tiempo tan querida, lograr el grado de comandante, o de jefe de máquinas. Se resistían pues los oficiales de a bordo admitirnos en sus círculos cual colegas de grado equivalente. Bajo ese punto de vista, tenían seguramente razón. Ello, tanto es así, que en un principio el gobierno creyó solucionar el asunto dándole a los nuevos marconistas a medida de que iban embarcando el grado de suboficial, en lugar que de oficial. La Marconi, que nos había prometido la categoría de oficial, no estuvo de acuerdo con esa disposición, pero siendo orden del gobierno, todos teníamos que acatar y cumplirla. Sin embargo, al poco tiempo la experiencia demostró existir otro inconveniente inesperado, de carácter psicológico, y de gravedad aún mayor. Con la inclusión de los marconistas entre el personal de suboficiales –también denominado “de baja fuerza”–, viviendo en tal ambiente, cerca de la marinería inferior, el marconista inevitablemente entraba en contacto con ésta; y a pesar de las órdenes en contrario, se dejaba escapar los secretos de las comunicaciones, que solamente él, y el comandante, tenían que conocer. Se presentaba por ejemplo el caso de que el marconista oyera una llamada de auxilio, o el aviso de que un submarino está merodeando en aquellas aguas; noticia que a veces aún mediante la simple observación de los movimientos del marconista entre su estación y el puente de comando, o por cualquier otra circunstancia lograba la tripulación comprender. Entonces principiaban los carboneros y los fogoneros subiendo a la cubierta, unos por la curiosidad, otros para no hallarse bajo el nivel de flotación en caso de que llegara un torpedo; la confusión principiaba a cundir, las órdenes se quedaban sin atender: aumentaba el peligro.
No hubo más remedio sino aceptar que los marconistas volvieran a vivir aislados de la tripulación, cerca del puente de comando, concediéndoles la categoría de oficiales. Reconocido –como acabo de hacerlo–, el justo derecho de los capitanes e ingenieros, para de malas ganas tolerar la intrusión de los muchachitos marconistas entre los sagrados círculos de los dirigentes náuticos, me queda también el derecho de mencionar que, a pesar de los estudios inferiores y ultra rápidos de los recién llegados, muchos de estos demostraron al fin y al cabo poseer una cultura general comparable, si no superior a la de ciertos lobos de mar cuya mentalidad remontaba a la época de la vela y las galeotas, apta más bien para dirigir esclavos que no para mandar naves modernas y figurar solamente en los salones de los transatlánticos. Durante los cinco años de academia naval todos los capitanes e ingenieros debían haber estudiado como materia importante el idioma inglés; sin embargo, cuantos de ellos conocimos que de inglés apenas sabían la frase “I put protest”; o cuya habilidad para usar los instrumentos náuticos en los momentos de peligro –cuando la violencia del huracán transformaba la nave en una simple pajita a merced de las olas, y nuestra potencia de hombres parecía reducida a la de una hormiga–, limitaban su función de mando –decía–, a ponerse de rodillas ante la imagen de la Virgen, haciendo esfuerzos para lograr encenderle las velas, al tiempo que sobre la cubierta, debido a la falta de gobierno, los golpes de mar desfondaban escotillas y escaleras, la violencia del viento y del agua se llevaba los botes, y los tripulantes trataban de salvar lo que el capitán ya había abandonado… Claro está que no todos los capitanes eran así deficientes; los había también muy cultos, modernos y arrojados, sin la piel de lobo, como tendremos ocasión de verlo en el recuento de mis viajes, si es que alcanzo a escribirlos. Quedamos pues en que había razón de una y otra parte; y que la experiencia demostró la conveniencia de incluir los marconistas entre los oficiales del barco. Cuando por primera vez me tocó el turno de embarcar –según ya había oído noticias y comentarios en el ambiente de la Marconi–, estaba iniciándose el nuevo periodo de transición durante el cual los marconistas iban siendo readmitidos entre los oficiales, siendo recibidos con entusiasmo, o a regañadientes, según el ambiente de cada barco. CADETE DE MARINA - Capítulo 10 La mar
81
De aquí en adelante tendré ocasión de citar nombres y fechas con precisión y quiero advertir que ello no se debe a la capacidad de mi memoria, sino a que los datos exactos los voy extractando de un diario de navegación y otros documentos que pude conservar hasta el presente, de los cuales me serviré, consultándolos a medida de que iré describiendo mis viajes. El diploma de radiotelegrafista de 2ª clase, que me autorizaba para embarcar como profesional en ese ramo, fue expedido en La Spezia con fecha 24 de enero de 1917. Mientras tanto, había iniciado las gestiones para obtener de la Capitanía mi matriculación y libreta de navegación, documento este importantísimo para todo marinero, pues es una especie de pasaporte internacional, cuya pérdida acarrea grandes dificultades a su posesor. Esta libreta, expedida a mi nombre el 26 de enero de 1917, aún la conservo en archivo. Obtenido el diploma profesional y la libreta de navegación, estaba abierto el camino legal para mi embarque. Mis compañeros también estaban terminando sus preparativos, y cada cual iba recibiendo las credenciales con su destino. Nos despedimos el uno del otro, conscientes de que íbamos a principiar la gran aventura, prometiéndonos compañerismo fraternal para el futuro, con el empeño recíproco de lucirnos y hacer honor al curso a que pertenecíamos. El 30 de enero, es decir una semana después del examen en La Spezia, recibí la orden de embarcar en el “Pietro Maroncelli”; junto con la orden, la Marconi me entregó la credencial para presentarme a bordo, al comandante. El primer marconista, mi directo superior en esa nave, estaba ausente, en licencia; llegaría por la tarde. Si a usted lector se le facilitara la oportunidad de entrar en la jaula de los elefantes de un jardín zoológico –y en el supuesto de que usted resolviera aceptar tal invitación–; a pesar de su sangre fría quizás sentiría emoción mientras fuera acercándose a la puerta de la jaula… Pues bien, algo por el estilo fue lo que se apoderó de mí cuando llegó el momento de tomar el camino del puerto. Con lágrimas en los ojos, debido a las diferentes sensaciones: por un lado la felicidad, por otro la conmoción, el temor del futuro desconocido y por la separación de los amigos o parientes; en estas condiciones me fui despidiendo de los compañeros y de los patrones del hotel Europa. La señora Del Bó me prometió que escribiría inmediatamente a mamá para notificarla de mis éxitos, darle consuelo y asegurarla
82
de que yo salía en un magnífico barco, con las mejores perspectivas. Recogí mis maletas, y con el alma que se me salía por la conmoción, bajé al puerto. Caminé de uno a otro muelle, preguntando por el sitio donde amarraban los vapores del Ferrocarril del Estado, pues el Maroncelli pertenecía a tal compañía. Al fin lo encontré, reconociendo en su árbol mayor la banderita azul con las letras F.S.; principié a ver el nombre del barco, pintado en los salvavidas. El nombre de Pietro Maroncelli no me parecía de buen agüero pues recordaba al de un mártir de la historia italiana, víctima de la cárcel austriaca (“Mis prisiones” de Silvio Pellico). Sin embargo, la silueta del barco me gustó, pues se trataba de un buque de pasajeros, de doble hélice, como podía fácilmente comprenderse por el cartel que colgaba cerca de la escalera, que decía: “beware of propellers –cuidado con las hélices– attenzione alle due elici”. Ya había yo aprendido durante mis excursiones anteriores en el puerto, que cuando un barco ponía ese aviso era porque tenía dos hélices. Un barco de dos hélices, era siempre de categoría. Hasta allí llegaban mis conocimientos, pero no tenía la más remota idea acerca de la distribución interior de los locales, ni mucho menos de la nomenclatura de estos en un barco. Cuando llegué a la escalera, quedé un instante temeroso y perplejo; luego, haciéndome valor por las credenciales que llevaba en la mano, y recordando el “Alea jacta est” de César cuando cruzaba el Rubicón, me atreví montar sobre el planchón, subiendo a la cubierta. El marinero de cuartilla me pregunto qué buscaba; con dignidad le contesté: “soy el marconista que viene a embarcar; tenga la bondad de acompañarme donde el comandante”. Me miró de pies a cabeza, como extrañado o dudoso; ese hombre no veía en mí, muchachito de 16 años, nada que se pareciera a un navegante, y oficial por añadidura. Le mostré la orden de embarque, y entonces me hizo seña de seguirlo. Llegamos al camarote del comandante. Era un hombre de unos 45 años, de cuerpo algo gordo, cabeza medio calva, largos bigotes. Me presenté. “Muy bien” –comentó después de leer cuidadosamente las credenciales–, “vaya usted a alojarse en el camarote del segundo contramaestre a popa”. Me pareció tan amable aquella orden de tomar posesión del camarote, que no me di cuenta de la tomadura de pelo que ella significaba; además, en mi confusión, habiendo perdido durante el camino en
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
los corredores la orientación, ya no sabía por cuál lado quedaba la popa, si hacia adelante, o hacia atrás. En lugar de saludarle y quitarme de entre sus pies –como lo habría hecho en otro momento si hubiera conservado mi presencia de espíritu–, cometí la ingenuidad de preguntarle: “dispénseme capitán, por qué lado queda la popa?” No lo hubiera dicho! Se le irguieron los pelos a mi hombre, sacó los ojos como si lo hubiera picado una culebra, y haciendo una mueca de disgusto, en presencia del marinero dio rienda suelta a una serie insultos: “gundún, idiota, usted viene a embarcar como tripulante y no sabes siquiera dónde se halla la popa? Con qué, estos son los marineros que me suministran ahora para ir a la guerra!? Niñitos para tetero, e imbéciles, de ñapa. Sálgase usted de aquí, o lo hago desembarcar ya!”. Quedé aterrado. Con los ojos suplicando me dirigí al marinero; este dio un suspiro, y nuevamente hizo seña de que le siguiera a través de corredores y escaleras. Volví a orientarme, comprendí que la popa quedaba encima de las hélices, o sea, la parte trasera del barco. Llegados al castillo de popa entramos por un corredor, bajamos otra escalera, y nos encontramos frente de una puerta en cuya pared había una placa metálica: “cadete marconista”. El marinero abrió la puerta, y como lamentándolo, comentó: “este sitio no es muy cómodo”. –No importa–le contesté, –gracias–. El camarote era oscuro. Cerré la puerta, encendí el bordillo, me puse a observar las paredes. Eran de hierro, sin pintar, oxidadas, debía haber humedad pues por las paredes colaban gotas de vapor condensado, siendo que afuera hacía frío invernal. En un rincón había un lavado medio roto; en el otro una litera de marinero, la fatídica “cuccetta” con colchón de algas marinas; todo sucio, casi asqueroso. Me pareció estar en un calabozo. Me dejé caer sentado sobre mis maletas; lo único familiar y mío en este mundo extraño; y no pude resistir más la emoción; principié a sollozar desesperadamente, invocando a mamá. Ay, mamá, si tú vieras como estoy perdido; qué será de mí; que me irá a pasar entre esta gente… Estuve allí un par de horas abandonado, llorando bajo la sensación de que algo, horrible me iba a pasar; que no volvería a ver a los míos; a mamá. Yo no quería ser esclavo. Me quedaba el recurso de salirme a la carrera, escapar, volver a la ciudad, al hotel Europa, decirle a la señora Rossetta que aquello era de-
masiado duro para mí; pedirle prestado dinero para volver a Torre, donde mamá, regresar a trabajar como obrero en la Stampería Mazzonis… En tales tristes pensamientos estaba, cuando golpearon a la puerta; el marinero venía a anunciarme que había llegado el primer marconista, quien deseaba conocerme. Viéndome con la cara deshecha por el llanto, sintió pena, me dijo: “no le haga caso al bacán (en genovés: patrón, capitán), los oficiales sí son buenos”. Salí detrás de él para llegar donde mi jefe, el señor Filipponi. Este era un joven de 25 años, alto, elegante en su porte, ojos soñadores, cabellera y cara de artista. Dirigiéndome una sonrisa amable y quizás comprensiva me preguntó el nombre, la edad, el pueblo, mi experiencia en radio. Con franqueza le relató brevemente mis antecedentes, acabando con mencionarle que mi encuentro con el comandante había desbaratado mis ilusiones; que me sentía asustado… Me contestó recomendándome valor, diciendo que él también había sufrido en sus primeros viajes pero que ahora estaba feliz de su carrera. Me prometió que en adelante sería no solamente mi superior sino mi protector y que podía confiar en él como en un hermano mayor. –En cuanto al comandante– me dijo, –no se preocupe usted; escóndase de él, no se deje ver, evítelo, y quédese siempre a mi lado, así no le pasará nada. A propósito: su camarote tiene que ser muy malo, pero siendo este su primer viaje no podemos reclamar porque usted todavía está en prueba y ese cuarto es el asignado para tal caso. Si logramos que usted haga bien este viaje, en el siguiente ya será nombrado efectivo y tendrá derecho a camarote de oficial. Mientras tanto, yo le permito que usted duerma en la estación y cerca de mi camarote, cuando no quieran quedarse en el suyo–. El Maroncelli era un barco alemán que recientemente había sido confiscado por el gobierno italiano al declararle la guerra a Alemania. Pertenecía anteriormente al Hamburg African Line y hacía la línea de Hamburgo a la Ciudad del Cabo, llevando pasajeros y carga para la colonia alemana del Tanganika, con 8.000 toneladas de desplazamiento. Era relativamente lujoso, dotado de comodidades, finos muebles y tapetes, especialmente en los camarotes de los pasajeros de primera clase, y de los suboficiales. Solamente el mío, allá en la baja popa, era un tugurio, que según supe después, era el destinado para cárcel cuando el barco era todavía alemán. Con motivo de la guerra los camarotes para pasajeros habían sido desmantelados y su espacio reservado para transportar carga. CADETE DE MARINA - Capítulo 10 La mar
83
Las máquinas eran alternativas, del tipo de vapor con calderas a carbón, una máquina para cada hélice. Lo único criticable era que el casco del barco era de construcción estilo antiguo: las bodegas formaban un solo corredor desde proa hasta popa, sin divisiones. Este era un detalle peligroso en caso de torpedeamiento o falla de agua pues no habiendo mamparos estancos, el agua podía rápidamente invadir todas las bodegas y causar inmediato hundimiento. La estación radiotelegráfica era del tipo Telefunken, los aparatos totalmente diferentes de los del estilo Marconi que nos habían enseñado durante el curso. Por cierto que estos aparatos resultaron ser muy buenos y hasta superiores en calidad a los Marconi corrientes. Los alemanes pueden tener como todas las razas varios defectos, pero en lo tocante a técnica, acabado, organización y disciplina, ya sea que se trate de radio, buques, maquinaria en general, hacen las cosas con normas y resultados superiores. Los oficiales del Maroncelli eran: Aráta de Cervo Lígure, primer oficial de cubierta; Dodéro de Génova, segundo; Zanini de Trieste, primer ingeniero; Cinti de Ancona, segundo; Filipponi de Campobasso Abruses, primer marconista. Del jefe ingeniero, y de los terceros oficiales, ya he olvidado fisonomía y apellidos. En cuanto al comandante Casareto, era oriundo de Camogli, pueblo de marinos, situado cerca de Génova, famoso por la cantidad de capitanes que suministraba a la marina italiana; la mayoría de ellos pícaros y ávidos de dinero; los demás, habilísimos y gran caballeros. Sonó la campana indicando la hora de la comida. Fiel a las instrucciones de Filipponi me le había quedado a la pata; me indicó que bajara con él al comedor de oficiales. Entramos, me presentó a los demás. Dodéro, el segundo, de figura aristocrática y uniforme impecable, comentó: “mascota tenemos”. Yo vestía en civil pues no tenía derecho al uniforme mientras no fuere nombrado efectivo; ni hubiera tenido dinero para adquirir las varias prendas en paño azul, lino blanco, etc. Los demás oficiales eran ya hombres de edad entre los treinta y cuarenta años. El comandante no acostumbraba comer con los oficiales, sino que lo hacía en su camarote, solo, o con el jefe ingeniero. Pero no se había olvidado de mí, pues a los pocos minutos de hallarme sentado en la “saletta”, sintiéndome complacido al verme bien acogido por los oficiales, vino el mayordomo a anunciar que el “bacán” ordenaba al cadete Amore irse a comer entre la marinería pues no le era permitido
84
hacerlo entre los oficiales. Me sentí nuevamente perseguido; quedé mudo, sin saber que actitud tomar. Filipponi me ordenó no moverme, pidió permiso y salió. Entendí que iba donde Casareto; oí a distancia una discusión en la cual reconocí su voz y la del comandante. Luego Filipponi regresó, pero antes de sentarse a la mesa se dirigió al primer oficial diciéndole: “capitán Aráta, lo siento mucho, pero no permitiré que a mi colega lo manden a convivir con la baja fuerza. Si no dejan al señor Amore comer con nosotros, salgo yo también de este comedor y enseguida voy a la Marconi a pedir que me trasladen a otro barco. Solicito su intervención antes de verme obligado a tal extremo”. Se levantó Aráta yéndose donde Casareto. Oímos las voces de otra discusión. Entonces salió Dodéro. Al rato volvieron ambos; Dodéro, soplando como león enfurecido me dijo: “joven, usted se queda aquí con nosotros”. E inmediatamente ordenó al camarero que me pusiera los cubiertos y me sirviera. Aráta, con un signo de la cabeza, confirmó. El camarero quien ya se había puesto contento pensando que durante todo el viaje tendría que servir un comensal menos, menos trabajo, al constatar que había gran mayoría en mi favor, se resignó a obedecer. Yo continuaba sin palabras, confundido; me limitaba a decirle “gracias” a cada uno de los oficiales. Me di cuenta de que mi actitud humilde, respetuosa y callada, había provocado la compasión de aquellos señores y que cada cual espontáneamente se había creído en el caso de tomarme bajo su protección. Aráta era el más indiferente; en cambio Dodéro y los dos ingenieros, Zanini y Cinti estaban totalmente de acuerdo con Filipponi para defenderme del comandante de quien dijeron que estaba “pin de musse” (lleno de tonterías) que no eran para poner en práctica en tiempos de guerra. Al igual que antes el camarero, hice yo ahora un rápido balance de la situación, y contando con tantos aliados pensé que lograría librarme de los ataques del “bacán”. Al día siguiente llegó la orden de zarpar. Al momento de subir las escaleras que mantenían el contacto con la tierra firme; al tiempo que la sirena del barco lanzaba sus mugidos de despedida, la mayoría de la tripulación se fue hacia el castillo de popa, para con voces y pañuelos saludar a sus parientes que estaban abajo en el muelle. Había allá esposas, hijos, madres, hermanos. Yo no tenía entre aquella gente ningún conocido; por lo tanto observaba la escena sin otra conmoción que la
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
de pensar que estaba saliendo para Norte América; a los 16 años; solo. Con gran sorpresa observé que al león Dodéro, al fiero Aráta, al tigre Casareto y a varios otros lobos de mar, les salían las lágrimas, casi no podían dar las órdenes de la maniobra, pues la voz se les ahogaba al retener el llanto. Curioso esto –pensaba yo–, al ver llorar esos viejos hombres! Solamente años más tarde, comprendí que bastante razón tenían para enternecerse, pues estaban des-
pidiéndose de sus familias, por largo tiempo, y con el íntimo temor de no volver a verlas si durante el viaje topábamos con un torpedo o una mina. Como quiera que yo no tenía a quien saludar; y debido a que en aquella joven edad no tenía la más remota idea del peligro, mi actitud era de simple y fría aunque codiciosa curiosidad de verlo todo, tomar nota de todo.
Italo en la escuela de radiotelegrafía de Varignano
CADETE DE MARINA - Capítulo 10 La mar
85
CAPÍTULO
11
VIAJE NO. 1 S/ S
PIETRO MARONCELLI
Embarcado: 30 enero de 1.917 Desembarcado: 15 julio de 1.917
DE GÉNOVA A NORFOLK VIRGINIA Y REGRESO A GÉNOVA. Salida:1º febrero de 1.917 Llegada Norfolk: 2 febrero de 1.917; Salida: Abril 5 Regreso: 30 abril de 1.917 Comandante: Casareto, de Camogli 1º Oficial: Aráta, de Cervo Lígure 2º Oficial: Dodéro, de Génova 3º Oficial: ? Jefe Ingeniero:? 1º Ingeniero: Zanini, de Trieste 2º Ingeniero: Cinti, de Ancona 3º Ingeniero: ? 1º marconista: Filipponi, de Campobasso
T
res pitazos largos, estremecen el corazón de los que salen y de los que se quedan en el muelle ondeando pañuelos. Desde el puente de mando el comandante ordena atención en las máquinas; con el telégrafo de señales desde el vientre del barco los ingenieros contestan: “listos”. El comandante da un silbato indicando al segundo oficial en la popa soltar las amarras. Este, repite la orden a los sirvientes de tierra quienes desenganchan de las bitas los cables que mantienen el barco arrimado al muelle. El casco se aleja algún metro de la orilla.
86
Desde el puente va otro silbato, dirigido al primer oficial en la proa, que significa: levantar anclas. El argano principia a recoger cadena, y al hacerlo mientras el ancla sigue agarrada al fondo del mar, se mueve adelante el barco. Mientras tanto, desde los muelles han sido soltados los cables; los cabrestantes dan vueltas ruidosamente, recogiéndolos a bordo. Hay cables de acero (spring) del diámetro de una pulgada, duros de manejar y que pinchan como ramos de espinas, si no se manejan con gruesos guantes de cuero; cables de manila, del tamaño de un brazo, largos centenares de
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
metros. Tan pronto los cables suben a la cubierta y ya no hay peligro de que se enreden con las hélices, el segundo da un pitazo hacia el puente y agita los brazos en alto en forma de V indicando: libres a popa. Con esto el comandante sabe que ahora puede poner en marcha las hélices, tan pronto sea necesario. El barco sigue avanzando lentamente, tirado por las cadenas de las anclas que están siendo recogidas en la proa. El contramaestre, cuyo puesto de maniobra es al lado del primer oficial, da cuatro toques de campana, señalando así al puente de comando, que aún quedan en la mar cuatro longitudes de cadena. Cada longitud suele ser 25 brazas de largo. Tres campanazos; dos; uno. En este momento el ancla está por desprenderse del fondo como se comprende al ver la dirección de la cadena, que de diagonal que antes era, está ahora perpendicular. Suenan varios toques rápidos de la campana, para indicar que el áncora ya se ha despegado del fondo; el argano principia a rodar más aprisa, como si se le hubiere reducido la resistencia; en efecto el peso por subir es menor desde que recogida toda la cadena está el ancla llegando al escobén, donde quedarán aseguradas durante la navegación hasta llegar a otro puerto. El primer oficial da un pitazo hacia el puente, y moviendo los brazos también en V indica: libres a proa. Entonces el comandante ordena las máquinas adelante media fuerza. Vamos pasando frente de muelles y de barcos anclados; ya llegamos a la boca del dique que defiende el puerto. El remolcador de punta suelta el gancho del cable de arrastre, da un breve saludo con la sirena, y se va, pasándonos de cerca en contramarcha; salimos a la mar libre. Que bellos son el golfo y la ciudad, vistos desde afuera! La “linterna”, que así se llama el faro de Génova, sobresale en primer plano, como punta de cabeza de Sampierdarena. Todavía se ven los autos y los tranvías corriendo por las avenidas cerca del puerto, pero rápidamente se van confundiendo los detalles debido al aumento de la distancia. La sirena suena cuatro largos pitazos: es el saludo de despedida a la ciudad, a los parientes. Adiós, queridos! El telégrafo del puente señala a las máquinas: fin de la maniobra –marcha adelante a toda fuerza–. Los marineros se dedican a amarrar y apuntalar las anclas, las escaleras, las grúas, cerrar las escotillas, taparlas con encerados; ponen el barco en traje de navegación. Subo a la estación; Filipponi me imparte instrucciones. Es entendido que me queda absolutamente prohibido transmitir cualquier señal, salvo orden suya
o del oficial de guardia (pues cualquier transmisión puede ser captada por submarinos enemigos y orientarlos contra nosotros). Mi trabajo consistirá principalmente en escuchar y registrar las comunicaciones de algún interés. Cualquier aviso de ALLO, seguido por cifras de coordenadas geográficas tendrá que ser remitido al puente de comando inmediatamente, si las coordenadas se refieren a posiciones dentro de un radio de sesenta millas desde nuestro barco. Durante esa guerra ALLO significaba: submarino a la vista, o señalado en la posición de las coordenadas. Las primeras cuatro cifras indicaban la latitud en grados y minutos primos; las cuatro siguientes, la longitud; y las últimas cuatros la hora y fecha en que fue avistado. Es decir: en aquellas doce cifras podía estar descrito todo un drama. Ejemplos: 1110 N 7445 W 1726 cerca de Barranquilla horas 17 día 26. Si la señal principiaba con el prefijo S.O.S: los famosos tres puntos, tres rayas, tres puntos, del alfabeto Morse (SecOurS; Save Our Souls; Somos Ogándonos Saludos, según la versión chistosa) había que avisar al puente para que el oficial de guardia viniera rápidamente a la estación para determinar y dar instrucciones acerca de si era o no el caso de contestar a la nave que pidiera auxilio. Las estaciones costaneras aliadas, francesas, inglesas, italianas, transmitirían a cada cuatro horas una llamada general QST dando una lista de ALLOS y minas avistadas durante los días anteriores. Con entusiasmo me puse a escuchar y registrar las comunicaciones que iba captando. Por la noche, Filipponi tomó el turno de guardia y me mandó a acostarme. Llegando cerca de mi camarote principié a oír un ruido constante, fuerte, que no había escuchado mientras estábamos en el puerto. Era producido por las dos hélices, que quedaban algunos metros debajo de mi camarote. Esta música infernal continuaría hasta llegar a un puerto, cuando se pararan las máquinas. Me pregunté cómo sería posible dormir con esa fuerte matraca en los oídos. Era preciso acostumbrare. Percibí también unas vibraciones, y movimientos de columpio que no se notaban en el centro del barco donde estaba situada la estación. Las trepidaciones eran producidas por las hélices; las ondulaciones, por el mar que aún estando calmado siempre alcanzaba a advertirse por quien estuviera en las extremidades del barco y no estuviere habituado al balanceo. Entrado al camarote respiré el aire viciado de ese tufo peculiar en los barcos, que es una mezcla de olor a alquitrán, pintura, cebolla, letrinas y no sé qué más. CADETE DE MARINA - Capítulo 11 Viaje N0. 1
87
Abrí el hublot, o sea la ventanilla redonda que dando sobre el mar sirve de respiradero. Saqué la cabeza y miré hacia afueras ese espectáculo inolvidable de la fosforescencia de las olas en la oscuridad. Parecía ver centenares de seres animados, corriendo a lo largo del barco, como jugando a atraparse. De vez en cuando una pequeña ola venía a estrellarse contra el casco y elevándose, parecía intentar con su espuma lavarme la cara. Serían las nayades y sirenas del mar queriendo bautizarme para congraciarme con Neptuno? O para avisarme que pronto me ahogaría en sus reinos? En el cielo brillaban multitud de estrellas, únicas testigos de mi emoción. Al horizonte se veía una línea negra sembrada de puntitos luminosos; los pueblos y ciudades de la costa: Cabo Mele, Diario Marina, Sanremo, Ventimiglia. Allá estaba la otra vida – pensé–, el mundo terrestre, con sus teatros, bailes, pasiones, mujeres, hogares y afectos. En cambio, aquí dominaban tres cosas: el ruido de las hélices, el olor a salsedumbre, y el capitán Casareto. Tres fastidios a los cuales era imposible escapar, a los que había que aceptar y soportar día y noche, y semanas, sin descanso. Las hélices seguían en su ruidoso trabajo de atornillar el agua creando vórtices y remolinos que podían verse por la larga estela que el barco iba dejando atrás. Aspiré una bocanada del fresco aire nocturno, de esa brisa marina vivificante; luego, cansado, me resigné a reintegrarme en mi celda casi carcelaria. Puse los seguros al grueso vidrio del hublot, para evitar que durante mi sueño las olas –los tiburones?– pudieran penetrar al camarote por esa ventanilla; al acostarme volví con el pensamiento a mamá: ay, mamá! si tu vieras donde estoy y cómo me siento intranquilo! Duré algún tiempo lloriqueando y rezando; al fin, por el chapoteo de las hélices y el arrullo de Neptuno quedé dormido. Por la madrugada, al rayar del sol me despertó el bullicio de los marineros con mangueras y escobas haciendo el diario lavado de la cubierta, y de otros tripulantes que sentados en una tabla colgada fuera borda repiqueteaban el casco para quitar óxido a las planchas. Estábamos a la vista del faro de Porquerolles de las islas de Hyéres, cerca de Toulón. Llegados a esta zona, los capitanes acostumbran atisbar hacia adelante para pronosticar si es o no conveniente intentar la travesía del golfo Lyón, alejándose de la costa. Se consultaban las nubes, el barómetro, el termómetro, el color del cielo, la marcha de las nubes, y otros detalles. Si el tiempo no era pro-
88
metedor, no convenía echarse en medio del golfo pues el viento noroeste, el famoso mistral, cuando empezaba a soplar, levantaba montañas de agua, las ráfagas eran tan fuertes que anualmente hacían zozobrar varios barcos. Cuando el horizonte estaba libre de nubes y tenía color azul verdoso, era casi seguro que el mistral se presentara dentro de pocas horas. Sus efectos eran más fuertes desde Toulón hasta Barcelona, las Baleares y Sardinia. Aquel día el tiempo era bueno. Pudimos atravesar el golfo, rumbo al cabo Creux, frontera entre Francia y España; de allí, a lo largo de Barcelona para avistar la isla Mallorca y buscar el cabo de la Nao, al norte de Alicante. La tripulación estaba bastante confiada en cuanto al poco peligro de submarinos, pues estando el barco descargado, únicamente con lastre, presentaba un difícil blanco a los torpedos debido a que tenía poco casco sumergido; por la misma razón del poco calado nuestra velocidad excedía las doce millas horarias; a esa velocidad los submarinos de entonces podían solamente atacar a cañonazos, saliendo a flote, pues navegando sumergidos no lograban hacer más de ocho nudos. Además, un casco vacío, sin carga, no era un blanco apetecido como para gastarle un torpedo. En cuanto al peligro de las minas, vigías especialmente situados en las cofas y a proa se turnaban para verlas y avisar al timonel para hacerles el quite antes de pasarles encima con el casco. Pasando frente del puente, para ir a la estación, tropecé con el comandante quien me llamó: –mía, dile al camarero que me traiga una limonada–. El “mía”, en genovés, corresponde al bogotano “ala”, “oye’, o al “ché” argentino; creo que esa contracción derive del español “mira”. Cumplí e1 mandado. Llegado a la estación informé a Filipponi acerca de la modesta orden que había atendido. Me observó que era preciso evitar hacerme dar órdenes de ese estilo por el comandante pues era tipo que –de prestarme yo–, probablemente al día siguiente me pediría llevarle los zapatos, y al otro día, limpiárselos; además, debía también evitar que el comandante me tuteara pues esta era otra forma de abuso tendiente a menospreciarme, volverme poco a poco un sirviente, mientras que yo tenía derecho al trato como oficial. Por lo tanto, Filipponi volvió a recomendarme que saliendo a cubierta o al puente viera de no toparme con Casareto; escondiéndome si era el caso detrás de una lancha o una grúa; en cuanto al tuteo –agregó–, si é1 le tutea, usted quítele el saludo.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Tengo que confesar que inexperto como yo era todavía, quizás no me habría dado cuenta de que el tuteo fuera ofensivo; y que sin las sugerencias de Filipponi, tampoco habría considerado indecoroso prestarle al comandante humildes servicios tales como el brillarle los zapatos, si mediante ello lograría que me dejara en paz, en vez que hostigarme. Sin embargo, más tarde comprendí que tolerando aquellas pequeñeces, poco a poco la tripulación me hubiera perdido el respeto, a riesgo de volverme el hazmerreír del barco. Pues en ese ambiente, así como en los cuarteles, la humildad y el servilismo no son reputadas acciones meritorias sino como de necio, hacia quien el atropello es un derecho, que explican diciendo: el bobo debe quedarse en su casa. Al primer síntoma de extralimitación, hay que saber mostrar las garras, como lo hacen algunos animales. Entonces, los demás, viendo que el novato o recluta nada tiene de zoquete, prefieren dejarlo en paz, buscan otra diversión. Ay, de quién cándido como gallina en corral ajeno se deje caer en el ridículo ante la tripulación: lo vuelven loco! En el recuento de los viajes siguientes, tendré ocasión de relatar algún caso típico observado a bordo. Guiándome por el instinto me propuse pues seguir al pié de la letra las instrucciones de Filipponi, tanto más que mi superior directo en el barco era é1, y no el comandante. Desde luego, Filipponi era responsable de mi conducta, frente del comando o de la compañía. Además me estaba dando cuenta de que el comandante no lograba ser tan malo como hubiera deseado serlo, pues le tenía temor a la opinión de los oficiales quienes formaban un grupo compacto contra el cual é1, solo, no se atrevía. El por qué de ese temor, solamente lo comprendí después de algún tiempo. Lo que estaba sucediendo era que los oficiales tenían conocimiento de ciertas acciones irregulares y deshonestas realizadas por Casareto, y éste dudaba que en caso de disputa fueran los oficiales a denunciarlas a la compañía o a las autoridades. De manera que: sin conocer aún tales diabluras, puse en práctica las sugerencias de Filipponi; al salir de la estación, para no dejarme ver me dirigía de carrera hacia una manga de viento, observando desde allí el pasear del comandante sobre el puente; tan pronto que aquel viraba de espaldas, hacía yo otra carrera hasta la chimenea; y por último me echaba de un salto por las escaleras, llegando a salvo en cubiertas lejos de la vista del terrible bacán. Este principió a caer en la cuenta de que yo me había vuelto invisible a bordo; y me buscaba. Una
vez, al correr para alcanzar la escalera, resultó que al mismo tiempo el comandante dio rápidamente la vuelta; me vio, me llamó. Me hice el sordo; logré escabullirme. Para ir y volver desde mi camarote en la popa, o desde el comedor, a la estación, tenía que pasar frente de aquellas horcas Caudinas del puente de comando. En una ocasión logró mi enemigo agarrarme y me preguntó: “oye tú, campesino, no te enseñaron en tu casa la educación, y deber de saludar al comandante?”. Atontado por la pregunta, quedé un instante en posición firme, y a continuación le repliqué: “si señor; y precisamente me enseñaron que usted me falta al respeto cuando me tutea”. Echó un par de ajos, pero me dejó ir. A la hora de reunión en el comedor relaté a los oficiales aquel encuentro; ellos aprobaron mi conducta. Recibí por consiguiente un nuevo empuje para perseverar en esa tónica. Mientras tanto, el viaje continuaba sin novedades; el tiempo era bueno; no había noticias de submarinos en ese sector; la navegación a lo largo de la costa ibérica ofrecía continuo espectáculo de panoramas maravillosos, las montañas en la costa, las velas y botes pesqueros que pasábamos de cerca, los vapores que cruzaban frecuentemente sobre nuestra ruta en sentido contrario, manadas de delfines acompañándonos y saltando festivamente a lo largo del barco o adelante de la proa como para indicarnos el camino. Cruzado el cabo de la Nao, Filipponi me señaló a distancia un monte cortado perpendicularmente, y refiriéndose a las leyendas del quijote y del “Orlando Furioso” de Ariosto me hacía ver en el cerro el legendario tajo hecho por la espada de Roldán. De allí tomamos rumbo hacia el cabo Palos, península de Cartagena. Había allí una estación de radio, famosa en esa época por sus letras EAP, el tono bajo de sus señales y porque era en aquel sector la costanera de mayor importancia después de Gibraltar. De cabo Palos enrumbamos hacia el cabo Gata, situada cerca de Almería; ya iban tres días de viaje desde nuestra salida de Génova. Llegados al cabo Gata viramos de ruta hacia el occidente, pasando a lo largo de Málaga, directamente rumbo a Gibraltar, cuya radio se distinguía con las letras BYW. Antes de pasar por Gibraltar me ocurrió un incidente decisivo con el comandante. Estuve a punto de tropezarme con él; en mi afán de correr y esquivarlo, es obvio que no tenía manera de acercármele para saludarlo… CADETE DE MARINA - Capítulo 11 Viaje N0. 1
89
Envió su ordenanza a llamarme y tuve que presentármele en el puente donde estaba en ese momento rodeado por los oficiales quienes hallábanse con el sextante observando la altura del sol, para determinar la posición del barco. Tuve el presentimiento de que esta vez, en presencia del estado mayor se proponía darme una solemne lección. Con aire entre serio y sarcástico me preguntó: – quieres decirme tú, por qué nunca me saludas?–. Aquel “tú” en presencia de los oficiales y de los timoneles me hizo ruborizar; ofendido, le contesté: – porque no consta esa obligación en el contrato–. Por lo visto, yo tenía tendencia para la abogacía. El contrato a que me refería era el documento que los marineros y la compañía firmaban antes de que se iniciara el viaje, como compromiso recíproco de obligaciones, derechos y deberes; y que es una especie de reglamento sobre las normas de trabajo y de disciplina entre la tripulación y el comando. El contrato no mencionaba cosas de sentido común como especificar que los subordinados tenían que dar el buenos días, o la buena noche, al comandante; pero sí decía que los inferiores le deben obediencia a los superiores, y ambos, recíproco respeto. Pero mi tesis era la de que si el comandante me faltaba respeto al tutearme, podía yo hacer otro tanto, no saludándolo. Observé un par de sonrisas entre labios de los oficiales. Mi contestación insolente, sorprendió a Casareto quien quizás por temor a mi lengua viperina enfrente de tanto público, se limitó a replicar: –campesino ignorante, llegará el momento en que tendrás que amansarte–. Y enseguida se entró al cuarto de los mapas, como ocupado en otros menesteres, permitiendo así que yo saliera sin inconvenientes. A la hora del almuerzo, ya sentados en el comedor, el mayordomo entró anunciando que por orden del comandante no me servirían alimentos. Sin embargo, nuevamente los oficiales intervinieron ordenando al camarero servirme el almuerzo; todo paró ahí. Desde entonces no volvió a recordar que yo existía a bordo o tratar de molestarme, dejándome vivir tranquilo con mis amigos los oficiales. Sin detenernos pasamos frente de Gibraltar; para obtener el libre pase sin que la artillería de las fortalezas y de los buques de guerra nos detuviera, se izaron al trinquete las cuatro banderas indicativas del nombre de nuestro barco y luego sucesivamente las correspondientes al puerto de procedencia y puerto de destino; el semáforo de la punta de Gibraltar dio el O.K. enarbolando la bandera denominada “inteligen-
90
cia” o sea un triángulo blanco con rayas verticales rojas. Embocamos el estrecho, pasando enfrente de Tarifa y Trafalgar, luego el faro de Tanger y el del cabo Espartel en la costa africana. Al despertarme por la mañana, mirando al horizonte no vi tierra por ninguna parte; habíamos entrado en el océano Atlántico. Se presentaron algunas olas que por primera vez estaba yo conociendo. No eran de mal tiempo, pues no había viento, y todo parecía calmado, sino que eran olas del tipo que los marinos denominan “mar largo” o sea olas largas y de alguna altura, que cada tanto imprimen al barco un fuerte balanceo. Hasta ahora yo no había sufrido ningún inconveniente de salud, creía ser ya un marino, teniendo también en cuenta mis dos viajes anteriores a Reggio y a Cagliari, cuando era niño, aunque casi nada recordara de aquellos. No sabía que la gracia del asunto se debía a la “calma chicha” que había gozado con la navegación costanera en el Mediterráneo. Pero el océano, a veces se mueve… Principié a sentir cierto malestar como si fuera para caer enfermo; por la noche me boté en la cuccetta, totalmente aturdido. Pero allí, en lugar que mejorar, el tormento aumentó debido al mayor balanceo: a cada momento la popa se elevaba sobre el agua, las hélices salían a la superficie, acelerando en el vacío su velocidad y estruendo de rotación, que se amortiguaba en el instante sucesivo cuando volvían a desplomarse en la mar. Todo esto, acompañado por fuertes sacudidas de trepidación que la súbita aceleración de las máquinas imprimía al casco en los instantes en que las hélices emergían a la superficie. La mañana siguiente, cuando me desperté, me sentí débil, con nausea, y no adivinaba cuál sería el motivo, hasta que llegado cerca del puente, de pronto se me reveló la incógnita pues al crecerme el malestar, el instinto me llevó a sacar la cabeza fuera borda y vomitar cuanto podía. Supuse que estaría mal de estomago, pero alguien me advirtió que no se trataba de enfermedad, sino simplemente de mareo. Subí al camarote de Filipponi para informarle acerca de mi situación; me aconsejó quedarme acostado sobre una escotilla al aire libre, para no respirar malos olores; en el centro del barco donde siempre es menor el balanceo, ya sea el longitudinal de proa a popa (en italiano beccheggio), y el lateral de babor a estribor (rollío). Así lo hice, pensando que el mal desvanecería en un par de horas. Pero el inconveniente subsistió ese día, y también al siguiente. Al tercer día, viendo mi repetida ausen-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
cia del comedor Dodéro fue a buscarme y casi a la fuerza me llevó a almorzar a pesar de mis protestas de que era inútil comer siendo que todo tendría que arrojarlo a las olas. “De todos modos, si Ud. no come, sigue empeorando” me explicó é1. En tal estado de abatimiento entré a la saletta, avergonzado de que todos se dieran cuenta de que fuera yo tan mal marino. Sirvieron spaghetti, no obstante la náusea me parecieron sabrosos. Pero al segundo plato tuve que pedir excusas, salir de carrera a colocarme con la cara fuera borda desembuchando… Entre las muchas cosas que distinguen al novicio, del marino, está la de saber echar cualquier objeto, o encender el cigarrillo, colocándose a favor del viento (sotavento). El novicio, que todavía no ha aprendido el arte y busca el alivio de la brisa, se sitúa del lado contra el viento (barlovento) y luego se sorprende de ver que lo arrojado hacia el mar regresa al barco, unos cuantos metros más abajo, a veces ensuciando los vestidos o la cara de quienes se encuentren en ese lugar. Oí que alguien me gritaba: “no sea bruto m’hijo, por el otro lado”; era Dodéro quién riéndose a pesar de los spaghetti que le llegaban con el viento, venía para nuevamente llevarme al comedor. Yo protestaba negándome, lloriqueando y confundido por la enfermedad; pero su insistencia, unida a la de los demás oficiales, hizo que yo volviera a continuar el almuerzo. Por la tarde me sentí algo mejor. Como el lector puede verlo por esta historieta, los oficiales del Maroncelli fueron buenos y paternos, compensándome de los ensayos de dureza del comandante Casareto. Me alargaría aquí demasiado si relatara todas las peripecias del mareo que seguí sufriendo con mayor o menor intensidad durante los sucesivos años de navegación, hasta que fui acostumbrándome y aprendí como vencer el inconveniente. Mi experiencia es que no es posible volverse absolutamente insensible al mal; esto lo saben los marineros aunque hablando con los pasajeros o con personas extrañas al ambiente; por espíritu de bravuconada o qué sé yo, suelen fanfarronearse invulnerables. Los totalmente inmunes son raras excepciones. La mayoría, generalmente sufre; y es cuestión de condiciones. Por ejemplo, es suficiente estar un par de meses “a tierra”, para que quienes sufrieron y luego se acostumbraron no marearse, vuelvan a ser sensibles al balanceo. He visto viejos capitanes de sesenta años de edad y cuarenta de navegación sufrir como la mayoría de los demás. Lo que pasa es que los marinos
se sienten más obligados a fingir; y por otra parte, aplicando los remedios de la experiencia logran aminorar el mareo; reduciéndolo a un fuerte dolor de cabeza, sin l1egar al extremo de arrojar. Contra el mareo –dicen en chiste–, el remedio es una isla, un pedazo de tierra firme en el océano, donde desembarcar. Pero ni la isla está al alcance de manos, ni es aceptable parar el barco fuera del itinerario; quien sufre tiene que aguantar hasta llegar a destino: una semana, o tres semanas, según el viaje… Sin embargo, hay manera eficaz de prepararse el estómago contra la enfermedad, tomando alimentos adecuados y privándose de otros. En los años siguientes pude darme cuenta de que la mayoría de los pasajeros hace lo contrario de lo indicado para reducir los efectos del mareo, y que nadie se preocupa para sugerirles los principios elementales de la dietas que los marinos conocen, y casi secretamente aplican a sí mismos como medio preventivo. El antídoto consiste en comer alimentos secos y sin grasas: galletas con sardinas, galletas con fruta seca, galletas con atún, galletas con… galletas. No me refiero a las galletas dulces, sino preferiblemente las de tipo marino, duras y secas como el vidrio, saladas. Pero, los alimentos secos provocan la sed; ésta es la gran prueba: soportar el martirio de la sed durante días; tomar agua lo menos posible, no tomar leche, ni limonadas ni té, y mucho menos café, como equivocadamente suelen hacer la mayoría de los pasajeros. El café es lo más indicado para volver a arrojar… Tampoco tomar bebidas alcohólicas. Comer cosas secas pues, en cantidad, aunque contra voluntad, hasta rellenarse el estómago como de aserrín. Estando relleno de materias semisólidas, no sigue los movimientos de balanceo del cuerpo y entonces no se produce la nausea que ocasiona el vómito. A lo mas, el dolor de cabeza que ya he mencionado. Más vacío está el estómago, más sufre de convulsiones. Por eso Dodéro me aconsejaba volver enseguida a comer. Como preventivo, los marinos que sufren inician la curación un par de días antes de salir a la mar: comen cuidadosa dieta evitando grasas y líquidos como el caldo, toman menos, y se abstienen del café. Así preparan su estómago para los primeros días de navegación. A la semana, el cuerpo queda acostumbrado al balanceo, a no percibirlo; y entonces el individuo comprende que puede comer y tomar a voluntad sin peligro de volver a marearse. Esta precaución tuve que ponerla en práctica durante un par CADETE DE MARINA - Capítulo 11 Viaje N0. 1
91
de años; tan pronto me olvidaba de ella, al día siguiente a la salida, si había largo balanceo sentía los síntomas amenazadores del atontamiento; entonces bajaba a la “cambusa” (despensa del barco) y me ponía a comer galletas con atún hasta quedar saturado. Que el buque balancee no quiere decir que haya mal tiempo; por el contrario la mayoría de las veces el balanceo ocurre con buen tiempo, mar calmado, pero “largo”. Con huracanes puede haber fuertes movimientos repentinos, pero sin ritmo; en este caso el mareo es menor, o nulo. Hay más o menos balanceo según que el viento y las olas estén al travieso, o de popa; siendo la peor condición cuando cogen el barco en sentido diagonal desde la popa (mar de jardín). Además, según la forma de la quilla y de los puentes del buque; y muy especialmente según la cantidad y tipo de carga que lleva. Por ejemplo, un buque que transporte planchas de hierro suele sufrir gran balanceo aún estando la mar en perfecta calma, pues como quiera que esa pesada carga rellena solamente algún metro de altura en las bodegas, el centro de gravedad del casco queda muy bajo y hace que el duque se bambolee imitando aquellos juguetes–muñecos de celuloide con una bolita de plomo en los pies, gracias a la cual oscilan con cualquier soplo aunque poco a poco vuelven a la posición vertical. Si la carga es del tipo liviano, como el trigo, el corcho, etc., las bodegas quedan rellenas aunque el barco no utilice su capacidad de flotación o desplazamiento; en este caso el centro de gravedad resulta más alto y el balanceo casi nulo, aún con tiempo desfavorable. Sin embargo, en este caso el buque puede fácilmente dar la vuelta de campana cuando es golpeado por una fuerte ola o viento de lado; en cambio, si el centro de gravedad está bien bajo no existe tal peligro. Con estabilidad hay menos balanceo; pero el exceso de estabilidad resulta peligroso. En los buques de pasajeros o paquebotes, el balanceo suele ser menor que en los de carga, debido a que su centro de gravedad queda elevado por el peso de los puentes sobre cubierta, y a que la mercancía que llevan suele ser del tipo mixto, en parte pesada, en parte liviana y voluminosa, que los oficiales y los bodegueros cuidan que sea distribuida de manera de equilibrar el peso en las diferentes bodegas; y finalmente compensan el desequilibrio lateral cuando lo hay, bombeando agua, dulce, o salada según el caso, hacia uno u otro lado de los tanques, o de las sentínas. Volviendo al Maroncelli: en mi primer viaje de ida a Norte América la navegación proseguía sin nove-
92
dad, a lo largo del océano, y yo sufriendo el mareo, día más, día menos; por lo tanto no me quedaba ánimo para nada; transcurriendo la mayoría del tiempo como un cuerpo inerte, atontado, botado sobre una escotilla, al aire libre. En vista de lo inconveniente que me resultaba por la noche permanecer en mi camarote en la extrema popa, sobre las hélices, Filipponi me concedió dormir en la estación de radio. Por lo tanto, yo no iba a popa sino un par de veces diarias, para sacar mi ropa o algún objeto; y me escapaba de allí lo más pronto posible, debido a que en pocos minutos me mareaba el fuerte balanceo de ese lugar, combinado con el fuerte ruido de las hélices, y el mal olor. Sin embargo era preciso a veces que me quedara allí alguna hora para lavar mi ropa, de la cual tenía sólo lo indispensable, sin reserva; este lavado, y el secado lo hacía de escondidas porque suponía vergonzoso que un aspirante a oficial no tuviera siquiera una docena de camisas como para mudarse durante el viaje sin tener que lavarlas. –Qué tal–, pensaba yo –que no hubiera aprendido en Torre a lavar, cómo podría ahora vestir ropa limpia teniendo únicamente tres camisas, y sin tener plata para pagar un marinero para que me las lave?… En cuanto a planchar, no sé quién me enseñó colocar la ropa húmeda debajo del colchón, sistema ampliamente usado por los filipichines marineros que salen de franquicia con los pantalones planchados así perfectamente a la raya… – Un día, entrando de improviso al camarote de Filipponi, lo encontré sentado enfrente de un balde lleno de espuma de jabón, lavando pañuelos con el cepillito de los dientes! No pude contener la risa y me alegró ver que mi superior también, trataba lavar su ropa, aunque con ese instrumento que yo, experto en el arte, consideraba inútil y ridículo. Entonces ya no me humilló dejar saber que lavaba mi lencería; en lugar que secarla de escondidas en el camarote, me atreví tenderla al sol, en cubierta, colgándola de unas gruesas pitas junto a la de los marineros. Alguien me enseñó entonces que mi manera de colgar la ropa al estilo terrestre era inconveniente porque el viento podía llevársela a los peces; además de las pincitas, hay que amarrarla con nudo y contranudo! La ruta desde Gibraltar se hizo hacia el sur a lo largo de la costa de Marruecos hasta llegar a la altura de Rabat, a pesar de la mala fama en que se tenían entonces aquellas costas, consideradas tan peligrosas como los submarinos enemigos. El caer en ma-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
nos de las tribus marroquíes de esa región podía significar suplicios y esclavitud entre moros fanáticos semisalvajes. Durante los meses anteriores, varios barcos torpedeados que se habían visto en el caso de acercarse a la costa para encallar, tuvieron luego que arrepentirse pues los asaltaban tribus belicosas que tomaban prisioneros a los tripulantes, saqueaban sus camarotes y todo cuanto pudieran llevarse; los encadenaban en hileras como antiguamente a los cautivos negros y se los llevaban para el interior hacia las montañas del Riff donde los tendrían apresados hasta tanto que se murieran por los sufrimientos, o llegaran cien mil francos por cabeza, en pago de rescate para devolverlos a la civilización. Algún tiempo después de ese mi primer viaje conocí un colega a quién le había tocado esa mala suerte; de lo ocurrido durante su prisión no quería recordarse, o si decía pocas palabras el cuento resultaba repugnante; afortunadamente el gobierno italiano pudo rescatarlo por medio de un cónsul pagando en Tanger un millón y medio de liras por toda la tripulación. Hasta la costa de Rabat la corriente era favorable: en popa, pues la corriente oceánica que desde la costa del Portugal corre hacia el sur, llegando al estrecho de Gibraltar se bifurca, una parte entra al Mediterráneo y la otra sigue hacia la costa africana hasta llegar a la línea ecuatorial donde gira a occidente, rumbo al cabo San Roque del Brasil. Desde allí sube hacia el norte hasta el golfo de México donde vuelve a Europa y costas de Portugal, completando el ciclo. A la altura de Rabat pusimos proa al occidente, buscando pasar a la vista de las islas Madeira, latitud 33 Norte, hasta llegar a las islas Bermudas. Al sur del paralelo 36 Norte. (la ruta de Colón), el tiempo es casi siempre calmado, con poco viento, apenas están las brisas de los vientos alisios, que se reconocen porque su dirección da la vuelta del cuadrante cada 24 horas. Los veleros y los buques de carga preferían esta ruta durante el viaje de ida hacia Norte América, debido a que generalmente encontraban en ella la bonanza de la “calma chicha” aún cuando implicara un alargamiento de varios centenares de millas por el hecho de que en aquella latitud debido a la forma del globo terrestre cada grado tiene unas cincuenta millas de longitud (al ecuador tiene sesenta) en lugar que 45 si se viaja más al norte, por el llamado circulo máximo que a pesar de no ser una recta sino una curva constituye el camino más corto. Pero, al norte, especialmente desde la latitud de las Azores para arriba, además del frecuente mal tiempo, y la
neblina de los bancos de Terranova, hay la corriente de proa procedente del golfo de México; sólo los grandes paquebotes de construcción más robusta y provistos de buenas máquinas se atrevían durante la ida hacia Norte América escoger la ruta al norte de las Azores. En cambio, al regreso, todos arriesgaban tomando la ruta del norte debido a la ventaja que en ella la corriente del golfo (Gulf Stream) en popa, aventajaba dos o tres millas por hora. Llegando a la altura de las Bermudas, meridiano 65, una mañana me despertó un estruendo insólito. Estaba yo durmiendo en la estación de radio situada en lo más alto del puente, en el centro del barco. Observé que algunos objetos dentro del camarote estaban en movimiento: una botella corría metódicamente de un extremo al otro, acompañada de un asiento que –como si llevado por los espíritus– se deslizaba por su propia cuenta hasta chocar contra la pared y de allí regresaba golpeando contra la pared contraria. El almanaque, colgado de la pared, de pronto se ponía en posición horizontal, sosteniéndose milagrosamente contra la ley de gravedad; al siguiente rato volvía a asumir su primitiva posición vertical. Quise levantarme de la litera, pero debido a mi inexperiencia de pronto me sentí empujado como por una fuerza sobrehumana, yéndome de cabezazo contra el mamparo de hierro. Aguantándome de algo di la vuelta y entonces vi que el piso del camarote, en un instante se elevaba ante mi persona como un plano inclinado, de difícil ascensión; al instante siguiente se transformaba en pendiente precipicio y había que agarrarse fuertemente para no volver a estrellarse contra la pared. Al fin logré fijar mi situación dentro de esos cuatro metros cuadrados del camarote; apuntalándome con las piernas abrí el vidrio del hublot y saqué la cabeza para ver como sería el mundo afuera. No tenía idea de lo que me estaba pasando, me preguntaba si era que el barco estaba hundiéndose y había dado la voltereta, o si estaba soñando. El espectáculo que se me presentó fue extraordinario, majestuoso, con una dosis de terror; imposible de describir. Serían las siete de la mañana; la luz del día apenas principiaba a difundirse venciendo la cortina de niebla y de agua que dominaba el aire alrededor. Había al travieso del barco un viento de gran velocidad, de ráfagas continuas que silbando entre el cordaje de los palos producían diferentes maullidos, como si en las jarcias hubieren estado miles de gatos quejándose. El viento levantaba olas gigantescas que arrastraCADETE DE MARINA - Capítulo 11 Viaje N0. 1
93
ban todo cuanto hubiere en su camino. En los topes de los palos, y más abajo, cerca de los botes salvavidas, se veían cosas despedazadas, todavía colgando en espera de que el próximo golpe de mar se las llevara. La escalera para bajar desde la estación al piso inferior había sido extirpada, solo quedaban unos muñones todavía agarrados por las contratuercas. Mirando abajo, mi admiración subió de punto. Oficiales, contramaestres, marineros a quienes había yo tratado hasta entonces como hombres comunes, me parecieron ahora seres sobrehumanos. Metidos en altas botas de caucho, el cuerpo envuelto en encerados, en la cabeza un típico sombrero de ala ancha que cae sobre las espaldas y que en la jerga marinera denominan “sur–oeste”, se movían en la cubierta como peces en su elemento; sus impermeables vestidos de color oscuro resaltaban entre la blanca espuma de las olas que los envolvía amenazando barrer con ellos. Qué estaban haciendo? Simplemente tratando de reparar los daños producidos por la imprevista bufera: amarrar los aparejos sueltos, asegurar las tapas de las escotillas y bodegas, apretar los retenes de los botes salvavidas y todo cuanto estuviere sufriendo consecuencia de la situación. Sus cuerpos estaban amarrados a cables que con la mano iban recogiendo o aflojando según que quisieran a acercarse a determinado lugar porque estuviera embarcando un golpe de mar. Miré entonces al barco en su conjunto: entre las enormes olas, su tamaño de un centenar de metros de largo parecía reducido a un pequeño corcho; como tal flotaba y bailaba. El espectáculo era tan divinamente grandioso y al mismo tiempo aterrador, que sin cansarme quedé así con la cara en el hublot largo tiempo mirando. No se me ocurrió que pudiera yo bajar a ayudar a la tripulación; sentí que mi inexperiencia en cuestiones marinas solamente habría constituido para ellos un estorbo. Por otra parte, todo el mundo estaba ocupado y nadie tenía tiempo para ocuparse de mí, para saber dónde yo estaba, qué estaba haciendo. Quise ensayar a abrir la puerta como para salir pero además del esfuerzo y gimnasia que tuve que hacer para no estrellarme, me resultó imposible lograrlo. Por teléfono hablé con Filipponi; me dijo hallarse en igual situación, sugiriendo quedarme en la estación hasta que el viento amainara, manteniendo el escuche radio, y desde luego listo para la llamada de auxilio en caso de emergencia. Mientras tanto noté un hecho curioso: el mareo de que venía sufriendo persistentemente, había desapa-
94
recido, sintiéndome ahora bien de salud y con un hambre descomunal. Por qué se me fue el mareo? Por el susto? No; ya dije que la tempestad no ocasiona náusea porque se trata de movimientos arrítmicos. Llegó la hora de almuerzo, y a pesar de que el mal tiempo iba aflojando tuvimos dificultad para llegar al comedor. Por la misma razón, el cocinero no había podido preparar el menú acostumbrado pues aunque las cacerolas y las pailas estuvieren atornilladas sobre las estufas, su contenido líquido se había vaciado debido a las fuertes inclinaciones del barco. Por lo tanto sirvieron platos de “mare magnum”, a base de galletas y alimentos en lata. Sobre la mesa, para mantener vasos y platos en su puesto habían instalado los aparejos con tablillas; esto también atrajo mi curiosidad pues era la primera vez que los conocía. El huracán duró unas cuatro horas, después rápidamente volvió la calma; de entre las nubes reapareció el sol como pidiendo perdón; los objetos volvieran a asumir su natural posición inmóvil; y los marinos sacaron a lucir caras de alegría, como lo hacen después de haber vencido algún peligro. Oí decir que acabábamos de pasar entre la cola de un ciclón, no previamente señalado por la oficina meteorológica y la estación de radio de Washington NAA. Al día siguiente el comandante ordenó a la marinería efectuar un trabajo bastante raro; consistía en descargar al mar el lastre de piedras que llevábamos en las bodegas. Este lastre había sido embarcado en Génova debido a que no habiendo carga para llevar a los Estados Unidos era preciso poner algún peso en el fondo de las bodegas, sin lo cual, la línea de flotación del casco, y las hélices, habrían quedado demasiado fuera del agua (en los barcos modernos este lastre suele hacerse llenando tanques y algunas bodegas, con agua marina que fácilmente se bombea, pero el Maroncelli era de construcción antigua no provisto de tal posibilidad). Observé que la gente trabajaba de mala gana y que hasta los oficiales refunfuñaban. La descarga del lastre se hacía teniendo las escotillas destapadas, bajando al fondo de las bodegas grandes canastas que algunos marinos rellenaban con ese balastro de piedras. Entonces la grúa arriaba la canasta subiéndola a cubierta donde otros hombres la empujaban fuera borda para vaciarla en el mar. Casareto se dio cuenta del murmullo de la tripulación; la llamó en asamblea y les dijo: –si ustedes trabajan con buena voluntad compensaré a cada cual anotándole en horas extras (overtime). Quienes ha-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
gan lo contrario pueden contar con que una vez llegados a Génova los haré desembarcar y enviar a las trincheras de Austria–. La amenaza del frente terrestre era más aterradora para los marinos, que si les hubieren prometido el inmediato naufragio. A los soldados de infantería quienes en las trincheras llenas de fango y de piojos vivían entre balas y explosiones, la perspectiva de un viaje en alta mar, con peligro de ahogarse, les parecía tan temible, como a los marinos la trinchera. Cada cual es el héroe en su elemento, en el ambiente en que esté acostumbrado, o un ser inútil, afuera del mismo. Entre el regalo de las horas extras, o la amenaza de la trinchera, lógicamente la tripulación optó por el sobresueldo y continuó en el trabajo de echar el lastre a la mar. Esta operación era irregular y violaba las normas de prudencia en virtud de las cuales había sido en Génova embarcado el lastre (la piedra era procedente de los trabajos de apertura de una amplia avenida en el cerro de San Benigno entre Génova y Sampierdarena). La insistencia de Casareto para que el descargue del balastro se hiciera antes de llegar al puerto se fundaba en la teoría de que entrando en Norfolk con las bodegas ya vacías quedaba el barco listo para iniciar inmediatamente los trabajos de carga; se ahorraban varios días. Además, si el barco entraba al puerto con el lastre, había que emplear cuadrillas de braceros, y medios de transporte, para descargarlo en algún lugar lejos del puerto. Tratándose de un millar de toneladas, el costo de tal descargue y transporte significaba para la empresa armadora el gasto adicional de algún millar de dólares. En cambio, descargando el lastre en alta mar, la empresa ahorraba tales sumas. Pero, todo este castillo de económicas justificaciones o pretextos no era válido para cancelar la evidencia de que el balastro había sido embarcado – de acuerdo con los reglamentos sobre seguridad de la navegación y normas obligatorias de las compañías de seguros–, para que el barco navegara con adecuada estabilidad de flotación; y que al quitarle prematuramente ese lastre el barco quedaba en peligro de naufragar si hubiere vuelto el mal tiempo. Tanto más que la zona de mar entre las Bermudas y el cabo Hatteras es proverbialmente considerada como peligrosa para la navegación. Seguramente, en vista que acababa de pasar un ciclón, el comandante esperaba buen tiempo durante los días sucesivos, pero esta presunción era arriesgada, e ilícita, no solamente por cuanto que infringía los reglamen-
tos de navegación sino también porque en su meollo había un secreto afán de Casareto, de ganar abusivamente dinero, aunque levantando los preceptos de la prudencia y del deber. En qué consistía el fraude? Una vez llegados a Norfolk, Casareto formularía facturas por dos o tres mil dólares gastados para descargar el lastre en el puerto; y mediante la complicidad del agente consular quien a cambio de un porcentaje legalizaría tales facturas, el comandante se echaría al bolsillo la mayor parte de esa suma. Los años siguientes pude darme cuenta de que este caso del comandante del Maroncelli infringiendo la ética no era tan extraordinario, pues si un porcentaje de los capitanes, comisarios, mayordomos y marinería en general estaba constituida por hombres correctos, la parte restante solía estar compuesta por elementos cuyo principal anhelo era el de ganar rápidamente y de cualquier manera dinero aunque el barco se hundiera, contando desde luego ellos con salvarse. De manera que, a pesar del “mugugno” o forma característica de los tripulantes genoveses de quedarse murmurando, el descargue del lastre en alta mar quedó terminado antes de entrar al puerto. El 20 de febrero de 1917 por la mañana avistamos el cabo Hatteras, de triste fama debido a los varios barcos que anualmente se perdían en aquellos parajes a causa del mal tiempo, las fuertes corrientes, y los ciclones que barren esa zona, especialmente durante los meses de agosto y septiembre (aunque también a veces en otras épocas). El cabo Hatteras es una costa baja, color amarillo, sin vegetación, sobre la cual se destaca un elevado y poderoso faro, pintado horizontalmente con rayas negras y blancas que lo hacen visible a distancia durante el día; y por la noche su rayo luminoso de gran alcance. El Maroncelli puso la proa hacia el norte, ayudados por la corriente del golfo llegamos por la tarde en vista del cabo Henry, entrada al puerto de Norfolk, Virginia, una de las principales bases de la marina de guerra de aquel país. Fondeamos en la amplia rada; con interés yo observaba el panorama que veía por primera vez, extrañado que las aguas en lugar de ser azules y transparentes como en los puertos europeos, fueren grises, lo cual se debe a que los puertos americanos están en mayor parte situados sobre la desembocadura de grandes ríos que con la tierra y las inmundicias que arrastran desde el interior, ensucian el agua marina hasta muchas millas afuera de la costa. CADETE DE MARINA - Capítulo 11 Viaje N0. 1
95
Veía los buquecitos blancos y de líneas diferentes a los del estilo europeo, cruzando frecuentemente de un lado al otro de la rada, parecían muy elegantes; eran los ferries, y demás que hacían el tráfico fluvial a lo largo del Chesapeake Bay, vasta zona de aguas que bajando desde el río Susquehanna pasando por Baltimore, y el río Potomac pasando por Washington, se unen con el York River y el James River que pasan por Newport News, entre todos formando la gran bahía que por la apertura formada entre el cabo Charles y el cabo Henry desemboca en el Atlántico. Anclamos en la ensenada de Hampton Roads; enseguida llegó una lancha con varios oficiales, era la comisión sanitaria y aduanera que venía a cumplir la formalidad de dar la libre plática para entrar al puerto. Mientras tanto, para indicar que esa inspección estaba todavía por efectuar, nuestro barco mantenía en el árbol mayor –de acuerdo con el reglamento internacional–, la bandera amarilla correspondiente a la letra Q del alfabeto de banderas, que significa “cuarentena”: nadie puede subir o bajar del barco, exceptuando los oficiales inspectores de la plática. La tripulación formó alineada en cubierta, fuimos rápidamente examinados por el médico, y contados, mientras un empleado leía nuestros nombres de la planilla; otros inspectores visitaban las bodegas en busca de eventuales polizontes, o de contrabando. Habiendo la inspección encontrado todo en regla, autorizó amainar la bandera amarilla; pudimos seguir adelante hasta amarrar al muelle de Lambert Point. Esta era una enorme e imponente construcción en gruesas vigas de madera, que se elevaba hasta unos 30 metros de altura, por unos 15 de ancho, y algunas cuadras de largo; a cuyos costados amarraban hasta media docena de barcos. En el piso superior del enorme puente viajaban vagones con capacidad para contener 40 toneladas de carbón que llegaba de las minas Pocahontas situadas en el interior de Virginia. Estos vagones eran subidos a la cumbre del puente por un poderoso ascensor; su descenso se efectuaba automáticamente mediante declives parecidos a los de las montañas rusas. En el piso superior del puente había grandes depósitos en los que los vagones descargaban el carbón mediante la apertura de su fondo; de cada depósito salían largas canaletas que llegando hasta afuera del muelle y moviéndose como brazos se ajustaban para embocar sobre las bodegas de los barcos: el carbón se precipitaba entonces por su propio peso, desde los altos depósitos del puente, a las profundas bode-
96
gas del barco, causando fuerte ruido y levantando grandes humaredas de polvo negro, que invadían la zona alrededor. En operación nocturna, el conjunto tenía un aspecto infernal, ya sea por las luces y reflectores y sombras que se movían entre el polvo; el soplido y color de vapor de descargue de las máquinas; el sonido de campanas de los vagones y locomotoras cuyos característicos tañidos tenían por objeto avisar a los transeúntes que estuvieren atravesando la maraña de rieles. Me hizo la curiosa impresión de una escena dantesca. En Lambert Point había frecuentemente media docena de buques cargando simultáneamente, y la capacidad de la maquinaria era tal que podía entregar a cada barco hasta 10.000 toneladas de carbón en sólo 24 horas. Los buques que estando con las bodegas vacías –y por consiguiente su casco emergido–, formaban una mole de veinte o treinta metros de alto por 100 o más metros de largo, arrimaban al muelle por la tarde; al día siguiente estaban ya listos para ser redespachados al otro lado del Atlántico, sus bodegas llenas de carbón, el casco sumergido hasta ocho o diez metros de calado debido al aumento del peso a bordo. Una maravilla de la técnica; pero de consecuencias chocantes y casi inhumanas para los pobres tripulantes quienes habiendo llegado allí después de un largo viaje, sin tener ni tiempo para bajar a tierra para ir al correo o para comprar alguna chuchería, después de una noche de ruidos endiablados y polvo de carbón en todas partes, tenían que echarse de nuevo a la mar por otros quince días de viaje. Afortunadamente, nosotros no íbamos a sufrir ese procedimiento de carga a gran velocidad pues, además del carbón, teníamos que embarcar un lote de obuses para cañones, que no estaban todavía listos en la fábrica, y que tendríamos que esperar varios días en la bahía, para recibirlos. La mayoría de los tripulantes del Maroncelli conocían ya el puerto pues ya habían estado allí en ocasiones anteriores. No mostraban entusiasmo por este lugar; más bien parecían aburridos; y para evitar el polvo de carbón se encerraron en sus camarotes a dormir o leer. En cambio, yo estaba entusiasmadísimo, deseando desembarcar para pisar la tierra americana, ver sus habitantes, costumbres, edificios. Pero había llegado la noche, y solamente pude pasear al lado del muelle, observando los buques americanos, el estilo de su construcción, y marinería, tan diferente, en los detalles, del estilo europeo.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
La mañana siguiente obtuve de Filipponi el permiso para descender a tierra aunque estaba entendido que yo no iría más allá de la estación terminal del tranvía, pues no tenía dinero para poder costear el transporte de ida y regresó a la ciudad. Alejándome del puente, crucé la playa abandonada, de aspecto triste a pesar de la resaca que llegaba hasta bañar el camino, tapizada (la playa) de conchas y cangrejos. Se veían numerosos vagones corriendo automáticamente hacia el muelle o regresando del mismo a lo largo de las “montañas rusas”; controlados a veces por algún obrero negro, de cara ingenua y mejor vestido que nuestros marineros, llevando pesados guantes de trabajo, costumbre esta que entre los trabajadores europeos era todavía considerada como lujo, o desconocida. El aire que iba respirando tenía un olorcito particular y distinto a los que había olfateado hasta entonces en Piamonte, Calabria, Sardania, o en el océano; este olor era más intenso al entrar en las tiendas del lugar. Para definir tal sensación olfativa diré que era algo que recordaba el chicle, el tabaco de Virginia y los puros de Habana. En los días que siguieron continué bajando frecuentemente a tierra, desde la mañana hasta por la noche, con interés y curiosidad de ver y conocer las cosas del nuevo continente. Me llamó la atención la aparente alegría y bienestar de los habitantes, sus maneras rusas y sencillas, de personas acostumbradas a vivir con libertad de acción y facilidad de medios; estos últimos, seguramente facilitados por la riqueza natural del suelo. Observé que los trabajadores negros llegaban al muelle para trabajar, nada menos que en sus propias Ford. Eran máquinas viejas y destartaladas, pero aún así me parecían un lujo. En Europa, solamente la gente rica poseía o iba a trabajar en automóvil. Por la tarde o por la noche algún oficial se iba a la ciudad; al día siguiente me hacía relatar de él las maravillas que hubiera visto en Norfolk. Aunque como ciudad Norfolk nada tenía de extraordinario, todo me parecía fantástico, como en los cuentos de las Mil y Una Noches. Obtuve que el comando me diera un dólar, a buena cuenta de mi salario, y con esa suma que me parecía muy grande, me puse a calcular cuántas cosas podrían adquirir para llevar a Europa, a mi mamá. Por primera vez iba conociendo la moneda americana, sus divisiones y efigies en las diferentes monedas. El oro, que en Europa había sido retirado de la circula-
ción, aquí abundaba todavía, según se podía ver en manos de los particulares y en el comercio; los sábados, cuando los capataces de los muelles reunían a los trabajadores negros para pagarles sus salarios, les contaban sonoras y brillantes monedas de oro, que despertaban nuestra admiración y envidia. La ambición de nuestros oficiales era la de hacerse a unas águilas de oro (5 dólares) para llevarlas a Italia, ya sea para regalarlas a sus parientes, o para hacer negocio vendiéndolas a un precio más alto. Filipponi me había prestado una gramática de inglés; diariamente yo estudiaba en ella las palabras más comunes. Para mejor practicar, acostumbraba bajarme dentro de las profundas bodegas del barco, donde estaban los trabajadores negros en sus faenas de estibar los obuses; buscaba la manera de iniciar conversación con ellos quienes, a mis despropósitos, contestaban, resonantes carcajadas, que son características de los negros. A pesar de las risas, yo me había dado cuenta de que los blancos del lugar no se trataban cordialmente con los negros, y de que éstos, aún sin entenderme, gozaban complacidos de que yo, blanco, me mezclara con ellos; por lo tanto, en lugar de tenerles pena o temor, me entretenía con ellos, confiado en que me respetarían por la diferencia racial. Efectivamente, nunca me molestaron; tal vez también me respetaban viéndome tan joven. Una tarde en que un grupo de tripulantes bajó a tierra para ir a hacer provisiones en las tiendas vecinas, me fui con ellos, fuerte de mi billete de un dólar. Entramos en el almacén más grande, a unas diez cuadras de distancia, donde cruzaban los tranvías eléctricos que iban al centro de la ciudad. Nos sentamos para tomar algo; era una de esas tiendas donde venden refrescos y artículos de todo género. Trajeron una coca cola, bebida de sabor raro, que por primera vez conocía; en ella gasté los primeros 5 centavos. Existían las monedas de uno y dos centavos, pero éstas solamente eran usadas para adquirir periódicos o estampillas; en comercio, la unidad más pequeña para el canje menudo era la efigie del indio, moneda de 5 centavos, aunque el artículo valiera solamente medio centavo. Este sistema resultaba desastroso para nosotros los europeos, acostumbrados a disponer de pocos céntimos y tener que usarlos con mucha parsimonia. Me acerqué a los mostradores donde veía tantos artículos de forma o color que nunca había conocido en Europa. Compré un cepillo para los dientes; un tubito de pasta Colgate para los mismos; un jabón, CADETE DE MARINA - Capítulo 11 Viaje N0. 1
97
Colgate también, perfume Cashemir; un paquetico de chicles, un par de tarjetas ilustradas y sus estampillas para porte de correo hasta Italia; otro par de chécheres; y con todo ese tesoro americano de a 5 centavos la pieza regresé a bordo, satisfecho de la jornada, no sin haber invertido los últimos 20 centavos en un corte de pelo casi raso, a la yanqui, en una casa frente de la cual había un cilindro en el que daba vueltas una espiral de color blanco y azul y que según me explicaron, entre sajones significaba: aquí está el peluquero. Los días siguientes, ya desplatado, los dediqué a pasear en un parque vecino donde había muchas ardillas en estado libre, que vivían jugando a subir y bajar desde los árboles y eran tan domésticas que se acercaban al visitante, recibiendo comida en sus propias manos. ¡Cómo me parecían felices esos animalitos, y cuán admirable su educación! Estuvimos en el puerto de Norfolk hasta la última semana de marzo, se perdieron varias semanas esperando la llegada de los obuses desde la fábrica, para completar nuestra carga. Cuando salimos, me preparé para las molestias del mareo. La idea de la travesía que nuevamente íbamos a emprender, casi me asustaba, y me hubiera preocupado, a no ser que pensando que regresábamos a Italia, me reconfortaba; la vuelta al hogar es siempre cosa placentera, no solamente para los hombres, sino hasta entre los animales… El mareo no tardó en presentárseme a las pocas horas de navegación, volviendo a inutilizarme, obligándome a transcurrir largo tiempo acostado al aire libre, sobre una escotilla. La travesía del océano se efectuó sin novedades en cuanto submarinos o ataques de buques corsarios, por la ruta del paralelo 39, con bastantes corrientes en popa, cruzando entre las Azores y a la vista de ellas, desde Corvo y Fayal hasta la de San Miguel, con tiempo espléndido; alrededor de las islas, el mar estaba tan calmado como en puerto; mi sufrimiento desapareció; pude reanudar mi turno de guardia en la estación, haciendo el cambio con Filipponi quien me concedió el de la media noche a las cuatro de la mañana, y correspondiente de las doce a las cuatro de la tarde. Durante la guardia nocturna me tocaba chequear la marcha del cronómetro del puente, mediante la señal horaria que por radio recibía de la estación Arlington NAA de Washington, o de la FL Torre Eiffel de París, ambas de onda larga entre 2.000 y 3.000 metros. Con el progreso que posteriormente se ha realizado en radio, esta operación constituye actual-
98
mente una simpleza, pero no ocurría lo mismo en el año de 1917, con los receptores rudimentales de que disponíamos, siendo los más modernos los del tipo de galena, mediante los cuales, a fuerza de apretarnos los auriculares en los oídos, y detener la respiración para evitar su ruido, era como lográbamos oír las debilísimas señales de FL o de NAA en el océano hasta a 2.000 millas de distancia. Dodéro me acompañaba durante el chequeo nocturno del cronómetro yo me sentía orgulloso de cumplir para él esa función de importancia y responsabilidad, como para hacerme perdonar todo el tiempo en que había quedado inutilizado por el mareo. La importancia del chequeo consistía en que –en aquella época–, después de salidos del puerto se perdía todo contacto con el mundo, no había otra manera de saber si el cronómetro del comando funcionaría correctamente; de su precisión dependía el cálculo trigonométrico de la posición del barco en alta mar; a cada segundo de error en el cronómetro, correspondía una milla de error en el cálculo. Llegando cerca de la costa de Portugal, por primera vez pude ver el famoso cabo de San Vicente, desde el cual el barco viró de ruta para embocar el estrecho de Gibraltar adonde llegamos en menos de 24 horas de navegación pasando frente de Palo, el puerto donde se embarcó Colón, y luego Cádiz, Tarifa y Trafalgar. Entrados en la bahía de Gibraltar, el buque echó anclas en espera de órdenes. En aquel entonces, el almirantazgo acostumbraba demorar los barcos algún tiempo en los puertos y luego hacerlos salir improvisamente, para despistar las informaciones que los eventuales espías enviaran a los submarinos. Esta precaución se tomaba con mayor cuidado al tratarse de barcos ex alemanes, como el Maroncelli, respecto de los cuales se decía que a menudo llegaban al comando cartas intimidatorias, que se suponía fueren escritas por alemanes, en las que se amenazaba con el hundimiento del barco si volvía a navegar. En la terraza de Gibraltar nos dedicamos a practicar conciertos musicales con Filipponi, Cinti y Zanini; nos reuníamos sobre el puente a aspirar el tonificante céfiro a la hora del ocaso cuando el sol se ponía al occidente alumbrando de color rojo–oro el Estrecho, macullado aquí y allá por manchas de barcos con sus chimeneas humeando, y blancas espumas de delfines saltando en formación ordenada; mis compañeros tocaban flauta, guitarra, mandolina, y yo, mi consabido clarinete. Aprendí las canciones: O Marechiare,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Posíllipo, Nápule, la serenata de Arlequín, el Rimpianto de Toselli, y demás aires en boga en aquella época. Salimos de Gibraltar hacia Génova, con la orden de costear el litoral español, dentro del límite de las tres millas. De acuerdo con las leyes y convenios internacionales, las aguas comprendidas dentro de las primeras 3 millas a lo largo de la costa se consideran territoriales. Siendo España una nación neutra en esa guerra, los barcos mercantes teníamos derecho de navegar dentro de sus aguas territoriales, y los submarinos alemanes tenían la obligación –teórica–, de respetar esos límites dentro de los cuales no les estaba permitido atacarnos. Esta norma resultaba en una ventaja considerable a favor de los barcos mercantes aliados puesto que la mayoría del trayecto entre Génova y Gibraltar podíamos navegarla al abrigo de las aguas territoriales españolas, salvo aquellos puntos donde la escasez del fondo o el peligro de algún escollo obligaban los barcos alejarse de la costa, más allá de límite de las 3 millas, donde por la misma razón más frecuentemente acechaban los submarinos Hallándonos navegando cerca de Almería, entre cabo Gata y el cabo Palos, durante mi turno de las doce a las cuatro de la tarde, por primera vez en mi vida oí la señal de S.O.S., que inmediatamente, aunque con la mano temblando por la emoción, registré sobre el libro. La señal era clara y fuerte, de manera que sin dificultad pude anotar la posición, el nombre del barco que pedía auxilio, y varias otras palabras que supuse fueran en idioma español, aunque yo no entendía todavía su significado. Por las iniciales del barco que pedía auxilio, encabezadas por la E, pude confirmar que se trataba de un buque español. Enseguida, por el teléfono llamé al puente de comando donde estaba de turno Dodéro; este vino de carrera a la estación y cuando le mostré el texto que seguía al S.O.S. comentó: es un vapor que informa que habiéndosele roto el eje cigüeñal se le fue la hélice por un pedazo del mismo eje y ahora el agua está invadiendo el casco por el túnel. Por la posición que indica debe estar muy cerca de nosotros, unas 10 millas de nuestra proa. Enseguida subió al puente, desde donde tocó la sirena unos pitazos cortos, para dar la alarma y orden de alistarse para la maniobra de salvamento. Yo me sentía latir fuertemente el corazón por la emoción que íbamos a pasar, y por el orgullo de que mi persona, mi capacidad profesional de marconista fue la causa de que todo el barco se pusiera en inusitado movimiento.
Mientras tanto, Filipponi, despertado por la alarma de la sirena, había subido a la estación y se puso a acompañarme en el trabajo. El tiempo era bueno y calmado, como la mayoría de las veces en aquella zona. A la media hora, el vigía desde su cofa anunció con un toque de campana, que había algo a la vista a proa, y a continuación con el megáfono informó al puente que estaba viendo un vapor, unos cuantos grados hacia la derecha. Nos faltaría una media hora para llegar al lado del barco español cuando éste, contestando a nuestras señales de banderas, nos avisó que ya había logrado tapar la falla de agua y que aún cuando no tenía hélice, ya no necesitaba auxilio inmediato pues podía seguir flotando hasta que un remolcador de Cartagena llegara para remolcarlo al puerto. Con estupor observé que la grata noticia no les cayó bien a Casareto y demás oficiales. El Arista Mendi –así se llamaba ese barco–, se veía efectivamente por nuestra proa en buenas condiciones, pues ni su calado era excesivo, ni estaba escorado. Llegamos a su travieso, nos acercamos, y Casareto con el megáfono les preguntó si querían más auxilio. Del otro puente contestaron que no, que muchas gracias. –Buena suerte–, le replicaron del nuestro, y el Maroncelli volvió a alejarse del Mendi, mientras que nuestros oficiales y tripulantes les dirigían en sordina toda clase de maldiciones por habernos molestado inútilmente con su S.O.S. y dejarnos luego con un palmo de narices cuando ya todos se habían ilusionado con la esperanza de ganar el premio que les tocaría por el salvamento; el premio era usualmente en dinero, y proporcional al valor del barco y de la mercancía salvada: una suma considerable. A pesar del repentino mal humor por el desengaño, durante la comida los oficiales me felicitaron por haber demostrado a pesar de ser ese mi primer viaje, que conocía bien mi profesión y no me dejaba espantar por los S.O.S.; me sentía rehabilitado de lo inútil que había sido durante las semanas de mareo. El 20 de abril, entramos felizmente al puerto de Génova. Al día siguiente, casi toda la tripulación salió de vacaciones, cada cual para su casa, pues el trabajo de descargue, pintura y reparaciones del barco sería hecho por los obreros de tierra, sin necesidad de que interviniera nuestra marinería. Yo habría podido de la misma manera solicitar y obtener licencia para ir a mi casa unos diez días, a ver a mamá; tenía tantas cosas para contarle!; pero CADETE DE MARINA - Capítulo 11 Viaje N0. 1
99
mi situación económica estaba más pobre que nunca, no podía hacer el gasto de transporte de ida y vuelta a Torre. Ni podía pedir dinero a mamá, porque bien sabía yo que mi ausencia y la falta de mi aporte desde los meses en que había salido de la fábrica para hacer el curso de marconista, había ocasionado que se agotaran las reservas de dinero en su poder. Mi pobreza se debía a que el salario que la Marconi me había asignado, como cadete marconista, era solamente de treinta liras mensuales (6 dólares, al cambio de entonces), menos dos liras de no recuerdo cuál impuesto, total 28 liras mensuales. Con los tres meses de sueldo acumulado, descontado el dólar gastado en Norfolk, me quedaban unas 75 liras (25 dólares) con los cuales tenía que aprovisionarme de ropa interior, vestidos, uniforme, zapatos, etc.; de suerte que hechas tales compras no me quedaría un centavo. Además necesitaría diariamente algún dinero para pagar el bote de ida y vuelta al barco en el puerto, el tranvía, los cigarrillos, alguna ida al cinema, durante el tiempo de la estadía en Génova. Estando el barco en el puerto, no tenía ningún trabajo que hacer, salvo la obligación de presentarme diariamente a las tres de la tarde, por una media hora, en la oficina Marconi de vía Balbi, para dar el informe de sin novedad, y recibir eventuales órdenes. A esa hora se reunían allí los marconistas que estuvieren en el puerto, entre veinte a treinta en total; teníamos la oportunidad los colegas, de vernos, conocernos, comentar las respectivas peripecias de viaje, etc., mientras los inspectores iban ojeándonos y escogiéndonos –como los cerdos para el matadero–, comentaba algún maligno, para destinarlos a buques que figuraran de salida en los días siguientes y estuvieren desprovistos de marconista. El deber de los inspectores que era el de destinarnos, de acuerdo con nuestra individual capacidad, y derecho de antigüedad, haciendo caso omiso de los deseos personales de cada cual, a salir para América, o Australia o el Mediterráneo, en un paquebote de lujo deseado por todos, o en un mugroso buque de carga donde hubiera que padecer pésima comida y la indeseable compañía de rudos marinos, según que ese barco fuere propiedad de una rica sociedad de navegación, o de una avaro armador particular. Para expresarme más elegantemente como lo hacían mis colegas ancianos, nosotros íbamos siendo destinados a uno u otro continente, no como cerdos, sino como baúles…
100
El embarque de cada marconista con destino a este o aquel buque, que los inspectores iban decretando de manera rápida y que no admitía réplica ni excusas de parte nuestra se hacía, como ya dije, teniendo en cuenta la antigüedad que cada individuo presente ese día en la oficina, y la lista de los barcos por equipar. El personal más antiguo tenía derecho a los buques más grandes, de pasajeros, donde se conseguían mejores salarios, comida, y lujosos camarotes, vida social placentera y elegante entre ambiente más culto y moderno; los de menor antigüedad eran destinados a los vapores de carga, odiados por todos. En la escogencia que hacían los inspectores influían a veces las recomendaciones, las intrigas, y por parte del personal, también la malicia humana: por ejemplo, si alguien se daba cuenta de que ese día los buques por despachar eran todos cargueros, o de mala clase, y de que había el peligro de que a pesar de su antigüedad le tocaría forzosamente embarcar en alguno de éstos, si era vivo se daba por enfermo, no iba esa tarde a la oficina de la Marconi, dejando que otros, más bobos se presentaran y que fueren destinados a salir en esos barcos indeseables. Por el contrario: si en el orden del día figuraban en mayoría paquebotes, todos concurrían a la reunión, intrigando para ser destinados inmediatamente… De manera que esa reunión obligatoria en una hora de la tarde, todos los días, en la oficina Marconi, resultaba emocionante como el juego de la ruleta pues de la buena o mala suerte iba a depender el embarque en un paquebote de lujo, o en un sucio carbonero; con destino a Nueva York donde esperaban amistades, o a un puerto de la Patagonia donde todo era hostil; en una travesía con calma y buen tiempo, o niebla y tempestades, choque de una mina o torpedo en las calderas… Cuando llegué con el Maroncelli, había pocos barcos en el puerto, y poca demanda inmediata de personal; quedó confirmada mi permanencia en el mismo barco, para otro viaje. Mientras tanto, el Maroncelli fue equipado con un cañón de 76 mm que instalaron sobre el castillo de popa, como defensa contra submarinos; la tripulación fue aumentada dotándola con artilleros cuyo oficio era el de quedarse por turno día y noche pegados al cañón, listos para disparar. Mi camarote de popa fue transformado en santa bárbara o sea, depósito de las municiones; y como quiera que ya tenía yo derecho a ser nombrado efectivo, se me concedió el tratamiento como oficial, y un camarote decente, cerca de
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
la estación de radio, sobre el puente. También tuve que vestir el uniforme, cuya adquisición absorbió gran parte de mi salario de los tres meses anteriores. Sin embargo el sueldo seguiría siendo de treinta liras mensuales por que la Marconi había hecho inicialmente bien sus cuentas, es decir: las 60 liras que nos habían regalado durante el periodo del curso nos estaban siendo descontadas ahora del sueldo… Al cumplirse las dos semanas de estar en puerto con el Maroncelli, mi barco quedó nuevamente listo para zarpar; los tripulantes que habían ido en licencia regresaron a bordo; y yo fui como todos alistándome para lo que iba a ser mi segundo viaje transatlántico.
En el hotel Europa saludé a los Del Bó y a Severino Copelli quien también estaba en víspera de embarque; y de mal humor, pues acababa él de reponerse del naufragio sufrido con el torpedeamiento del transporte Palermo, del que hablé en capítulos anteriores. Escribí a mamá anunciándole la promoción a “efectivo”; describiéndole las infinitas maravillas que había visto durante mi primer viaje a América; pidiéndole me perdonara que no le enviara ni un centavo, explicándole cómo todo mi sueldo había quedado absorbido en elementos indispensables.
Carnet del Sindicato Fascista de Marinos Profesionales
CADETE DE MARINA - Capítulo 11 Viaje N0. 1
101
CAPÍTULO
12
VIAJE NO. 2 S/ S
PIETRO MARONCELLI
De Génova salida: 10 mayo de 1.917 Baltimore salida: 15 junio de 1.917 Norfolk salida: 17 junio de 1.917 Gibraltar salida: 6 julio de 1.917 Marsella salida: 10 julio de 1.917 Llegada a Génova: 12 julio de 1.917 Desembarcado: 15 julio de 1.917 Comando: Igual que el viaje anterior
E
l 10 de mayo de 1917 volvimos a salir para América, Hampton Roads cerca de Norfolk, donde recibiríamos órdenes. Teniendo ya a mi activo algunos meses de vida en común con la misma tripulación, constaté que sus componentes solían cambiar de humor y conducta, de acuerdo con las circunstancias, tal como lo comprobé también en otros ambientes, en viajes sucesivos, según paso a explicar. Un par de días antes de llegar el barco al puerto principal –en mi caso, Génova–, todo el mundo se volvía amable, sonriente; los marinos se afeitaban y vestían con insólito cuidado; el comando, de costumbre tacaño y racionador de las comidas, prodigaba ahora platos y botellas extras. La explicación era de origen sentimental y material al mismo tiempo: por parte de los tripulantes, su alegría era motivada por la próxima llegada al puerto de embarque, la esperanza de ir a vivir unos días de vacaciones entre sus familias; su obediencia a los
102
superiores era para que estos olvidaran sus fallas y les conservaran el puesto para el próximo viaje, en lugar de hacerlos desembarcar. En cuanto al comando, su mejor trato tenía la finalidad de que la tripulación borrara de la memoria los reclamos que durante el viaje habían acumulado con el propósito de ir a contárselos al armador o a la compañía una vez llegados al puerto. Las comidas opíparas y los vinos en cantidad eran propinados cual agradecimiento del comando a la tripulación por su buen trabajo durante la travesía que estaba por terminar, pero también como motivo para que no fueran a quejarse a los patrones, de las malas comidas durante el viaje… Lo interesante para mí era observar cómo con la aproximación a los hogares aquellos seres iban transformándose, despojándose del carácter de semifieras, para asumir una actitud más humana, a tono con las costumbres terrestres. Saliendo del puerto para iniciar el viaje, ocurría lo contrario. Todo el mundo estaba de mal humor, irrita-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
do, pronto a revelarse por nada si era un dependiente, o castigar con exceso si era un superior; parecía como si cada cual se ingeniera para hacerle la vida de a bordo más insoportable a los demás. Esto también, tenía su explicación: el mal humor se debía al disgusto de haber tenido que abandonar las propias familias, hijos, esposas, a veces con la duda acerca de la fidelidad de estas últimas durante la larga ausencia; la válvula de escape era la rebelión y la pelea, que estallaba a los tres o cuatro días de navegación. Así que, mientras navegábamos por el Mediterráneo, rumbo a Gibraltar, notaba yo en todos una exagerada irritación; no solamente los marineros y los fogoneros, sino también los oficiales refunfuñaban por asuntos baladíes; en lo tocante a Casareto cualquier tontería era suficiente para volverlo energúmeno. Entonces los oficiales lo soportaban murmurando entre dientes: “viejo sifilítico”; los tripulantes se sacaban el clavo maldiciendo en voz alta el día en que habían embarcado con los Ferrocarriles del “Strazio” (amargura), o de la “Fame y Sete” (hambre y sed), parodiando las iniciales F.S. de la compañía “Ferrovíe dello Stato” (Ferrocarriles del Estado). Mis relaciones con Casareto durante el final del viaje anterior, así como en el actual, procedían sin novedad por la sencilla razón de que yo le esquivaba, y él fingía haber olvidado que yo existía a bordo; ambos aprovechábamos que para los asuntos de servicio teníamos como intermediario a Filipponi, mi superior directo, o los demás oficiales que a turno estaban de guardia en el puente. El horario de trabajo, seguía la norma denominada “de cuatro y ocho”, es decir: cuatro horas de trabajo, por ocho de descanso, en tres turnos cada veinticuatro horas: el primer turno, que resultaba el menos cansado, era el del 1º oficial, y el 1º maquinista, desde las 0800 a las 1200, de la mañana y de la noche; el segundo turno, que era el más pesado, para los 2º oficiales de cubierta y de máquina, desde las doce a las cuatro, de la noche y de la tarde; y el tercero, para los 3º oficiales, desde las cuatro a las ocho, también de la mañana y de la tarde. Los timoneles, marineros, fogoneros y carboneros, se dividían igualmente en tres grupos que montaban la guardia o iban al trabajo al tiempo con el oficial a que habían sido asignados (en el sistema de la marina francesa los turnos hacían cambio a las diez, las dos, las seis). El comandante y jefe ingeniero o director de máquinas no hacían turnos; ellos inspeccionaban el puente, o las máquinas, en cualquier momento del día o
de la noche; o también algunos se tomaban la libertad de quedarse durante semanas encerrados en sus camarotes, durmiendo o leyendo, si les daba la gana, limitándose a informarse sobre la marcha del barco, desde su cabina, por el teléfono con el puente o con la máquina. A este respecto conviene saber que algún viejo dirigente, guiándose por la experiencia y por los ruidos y algún vistazo desde la ventanilla, lograba comprender y controlar muchas de las situaciones, maniobras, operaciones del personal, aún estando encerrado en su camarote. Por lo demás, mucho dependía de la confianza que pudiere tener en la capacidad, responsabilidad de sus oficiales, en el conocimiento que tuviere de las aptitudes y costumbres de los mismos. En el Maroncelli, ambos el jefe ingeniero y el comandante acostumbraban meterse en todas partes durante los primeros días del viaje, para luego desaparecer varios días durante la travesía del océano, volviendo a dejarse ver en cubierta cuando el barco se acercaba al puerto de destino. La alimentación, para los oficiales, consistía normalmente en: una taza grande de café negro, entre las 5 y 7 de la mañana; a las ocho, desayuno en la “saletta” (comedor) nuevamente con café, y leche condensada, con pan; a las 1000, almuerzo, consistente en un plato de sopa, otro de pescado y un tercer plato, denominado plato fuerte, de carne con verdura, fruta, café, pan o galletas saladas, y vino, a voluntad. A las 5 de la tarde, comida, por el mismo estilo del almuerzo. Los domingos y días festivos, los turnos de trabajo no cambiaban, pero se distinguían porque en las comidas servían un plato extra de entremés (antipasto, hors–dóeuvre) al almuerzo; postre y una botella de vino fino, o champaña, por la noche. En las horas restantes, entre cada comida no era posible obtener alimentación o golosinas de ninguna clase, salvo en casos excepcionales, o amistándose con el mayordomo para ir de escondidas a la cambúsa a rellenarse el estómago. El pan, hecho diariamente a bordo era usualmente bueno, de harina de primera; los vinos, aunque clasificados a veces por la tripulación con el despreciativo de “canquerone” era usualmente aceptable, tipo Calissano; el lado flaco del asunto consistía en las carnes, verduras y frutas, que a los pocos días de navegación dejaban de ser frescas, transformándose en enlatados. La carne en lata, “corned beef”, siempre igual mañana y noche, acababa por cansar y se volvía repugnante después de algunos días; otro tanCADETE DE MARINA - Capítulo 12 Viaje N0. 2
103
to ocurría con las verduras y las frutas enlatadas. El pescado (con el buque en marcha no es posible pescar) era alternado entre anchoas y atún, pescado seco: arenques, bacalao, stockfish. En cuanto a la leche condensada, a veces, por su vejez, ocasionaba dolores de barriga u otros trastornos. El agua potable, tampoco era una maravilla, especialmente durante los días de mal tiempo y balanceo cuando debido a que se removía mucho en los tanques, salía color chocolate, por el mucho óxido de hierro. Para la mesa, había filtros de agua; pero para lavar era preciso usarla tal como salía sucia de los tanques; o para bañarse, usar el agua salada del puro océano. Yo y Filipponi, en lugar de hacer el turno de cuatro y ocho, puesto que éramos solamente dos marconistas, nos turnábamos en la guardia de la estación por cuatro y cuatro, o seis y seis, totalizando 12 horas diarias cada uno de servicio, lo cual sin embargo no era un trabajo cansado pues consistía en quedarse uno sentado o paseando por el camarote, con los auriculares puestos, escuchando las radiocomunicaciones de la zona, anotando las de interés, pudiendo al mismo tiempo cómodamente leer o estudiar, fumar, observar los panoramas o la vida de la gente de a bordo, desde el hublot o la puerta de nuestro camarote–estación situada lo más alto en el centro del barco. En cuanto a precauciones contra el peligro de ser torpedeados, había salvavidas al alcance de manos en todas partes del barco, y en los camarotes; durante cada travesía se efectuaban falsas alarmas, para entrenar cada hombre a correr a su puesto de maniobra, o a la respectiva lancha, echarla al mar, alejarse del remolino de las hélices, etc. A los cuatro días de haber salido de Génova, sin novedad llegamos a Gibraltar donde –en lugar de seguir por el estrecho–, entramos en la rada, echando anclas, pues teníamos que hacer el búnker, o sea, aprovisionarnos de carbón para llegar hasta América. Se aprovechaba también esta circunstancia, para volver a hacer provisiones de víveres y agua fresca. En Gibraltar abundaban a precio barato toda clase de verduras, frutas y pescados; traídos, los primeros, desde los vecinos mercados ibéricos; en cuanto al pescado, la bahía suministraba de todos los tipos. Nuestro barco estaba prácticamente vacío, pues hasta América íbamos en lastre, sin carga. El carbón para el regreso, lo tomaríamos en América pues allá era más barato que el carbón inglés obtenible en Gibraltar.
104
Solamente los barcos que aún transportaban pasajeros –que siendo tiempo de guerra eran muy escasos, a no ser tropas–, llevaban alguna carga durante el viaje de ida a América; la cantidad de carga disponible en Europa era poca, productos exportables desde el Mediterráneo para las Américas, desde donde, en cambio, los buques regresaban cargados hasta el tope. Quedamos un par de días en espera de turno para carbonear; mientras tanto no había a bordo nada que hacer. Algunos oficiales bajaron a tierra en una lancha, para ir a La Línea, el pueblo español colindante con la inglesa Gibraltar; yo quedé a bordo, para no ir a gastar dinero. A bordo, también había diversión para mí; las aguas de la bahía en ese lugar son poco profundas, muy claras, con abundantes peces pequeños y grandes, inclusive el atún, el delfín, el tiburón, y a veces ballenas; la corriente que llega del océano, en su camino desde el estrechos hacia el Mediterráneo trae todas aquellas especies, y da la vuelta de la bahía. Transcurría yo la jornada hacia la popa, con los marineros pescando, y a veces, en lugar de peces cogíamos involuntariamente gavilanes, que volando en manadas y atraídos por el cebo se botaban ávidamente sobre la presa. Aunque solamente mirando a los peces, había espectáculo durante todo el día, pues eran doradas que pasaban en grupo, saltando sobre el agua; bancos de sardinas, perseguidos a veces por las cachalotes que –parecidos a las ballenas–, emergían su enorme cabeza y echaban al aire un chorro de agua y vapor; tiburones, de los cuales solamente se veían las aletas a flor de agua, que se acercaban bajo la popa atraídos por los sobrantes de la cocina y basura que caía desde el barco. Pasaban o arrimaban fuera de borda botes de vendedores ibéricos y árabes, repletos de mercancía: cigarrillos, golosinas para vender a tripulantes y pasajeros de los barcos anclados, perfumes franceses, esteras y tapetes marroquíes. Esos vendedores sabían hablar algunas palabras de varios idiomas, según la bandera del barco visitante; los artículos que vendían resultaban baratos puesto que el comercio era allí libre de toda clase de impuestos y de aduana, siendo Gibraltar un “puerto franco”, igual que Puerto Said, Curazao, Aden, Panamá, etc. En la bahía, podía observar continuo movimiento de naves que entraban y echaban anclas; otras que las recogían y se iban; a distancia, otras que cruzaban el estrecho. El fascinante panorama variaba según la dirección de la corriente marina: cuando un barco está anclado
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
lejos de los muelles, sin gúmenas o cables que lo retengan, automáticamente se colocan siempre con la proa hacia la dirección de la corriente. Por lo tanto, en esta bahía, los barcos anclados están siempre en perceptible movimiento en uno u otro sentido alrededor de su ancla que con la cadena los retiene; movimiento causado por la corriente, cuya dirección varía de acuerdo con las mareas. Se observará que los barcos suelen anclar a buena distancia el uno del otro, pues sin tal precaución, debido al movimiento a que acabo de referirme, podrían llegar a chocarse y sufrir daños, aún estando anclados. La bahía de Gibraltar tiene la figura de una enorme C, en cuya cabeza se halla un pequeño y bajo promontorio denominado Punta Europa; allí estaba ubicada la estación de radio de la marina de guerra inglesa: BYW. A pocos metros de la Punta Europa se yergue majestuosa la famosa roca o peñón, que es un monte de tres o cuatro kilómetros de largo, por uno de ancho, y 400 metros de altura; todo perforado por cavernas artificiales, de las que emergían millares de bocas de cañón. Gibraltar era una de las principales llaves del comercio mundial controlado por Inglaterra; su posición estratégica, aumentada por su naturaleza rocosa como si fuera piedra pómez, hacía posible que de una montaña de tamaño relativamente pequeño, comparable en algo al Monserrate de Bogotá, se hiciera temblar a todas las marinas del globo que allí tuvieren que cruzar, y a la misma España que no lograba desembarazarse de esa especia de parásito incrustado en la parte oriental de lo que anteriormente se llamaba bahía de Algeciras, o Calpe, una de las dos columnas de Hércules. Por el lado oriental, la montaña, totalmente desnuda de vegetación, estaba en gran parte cementada a lo largo del agudo declive, con el objeto de recoger las aguas lluvias, en la base del monte, en enormes cisternas calculadas como para abastecer la fortaleza durante largos períodos de sitio. Por ese lado se hallaba un pueblecito denominado San Pedro, formado por algún centenar de rudos pescadores de origen genovés, como se reconocía por el dialecto lígure que hablaban y seguían traspasándose de padre en hijo a pesar de su nacionalidad gibraltareña. Del otro lado de la montaña, en su parte baja, estaba la ciudad, formada por pequeños edificios para almacenes, depósitos, agencias marítimas, residencias de los funcionarios británicos. Las tropas se acuartelaban más en lo alto, entre las fortalezas, cuyo
acceso estaba prohibido aún en tiempos de paz. En los árboles de un parquecito –punto de reunión para niños, muchachas, y soldados en franquicia–, habitaban numerosos monos, cuya vista servía para recordar cuan cerca quedaba el continente africano. Los militares les llevaban comida, pues según la leyenda, mientras hubiere allí un mono vivo, Albión continuaría dominando en Gibraltar. Cerca de la ciudad estaban los muelles, y enseguida, una ancha playa formaba el cuello de unión entre el apéndice de Gibraltar y la península ibérica; caminando por esa playa se llegaba a una especie de puente levadizo vigilado por gendarmes: era la frontera entre Gibraltar y España. Un poco más adelante del puente se encontraba el villorio español de La Línea, el que prácticamente vivía de Gibraltar, y daba vida a esta última; los trabajadores que por millares entraban al puerto inglés por la mañana, eran habitantes de La Línea. En cambio, los turistas en Gibraltar que quisieran echar una cana al aire dándose el gusto de vivir alguna hora sin frenos, salían de las severas murallas de la fortaleza, para ir al otro lado del puente, donde hervía la sangre ibérica y donde con pocas pesetas todo era posible, desde las rústicas pero suculentas comidas con pescados, vinos, alimento de primera, hasta el espectáculo de la corrida, o de las bellas mujeres andaluzas. El puerto de Gibraltar, con sus millares de peones que vociferando realizaban el gravoso trabajo de carga y descarga, parecía durante el día una pequeña Babel. En cambio, a las 5 de la tarde cesaban el ruido y las actividades; todo el mundo se encaminaba para regresar a La Línea, a vivir, a gastar las liras o pesetas ganadas en el trabajo bestial del puerto. A esa hora, la calma y el silencio volvían a imperar sobre las aguas; en ocasos enfocados se escondía el sol detrás de Algeciras; el espectáculo era solemne; y como para saludar el día, se presentaban los delfines en grupo hasta casi cerca de la playa, en movimiento de salto rítmico, marcial como obedeciendo todos a un mismo comando. Y de la costa africana llegaba una dulce brisita trayendo ecos de aromas del Atlanta. Era entonces cuando los navegantes que habían leído la “Divina Commedia” volvían a recordar el canto VIII del purgatorio: “Era giá l’ora che volge il disío ai navicanti e intenerisce il core lo dí c´han detto ai dolci amici addío; e che lo novo perigrin d´amore punge, se ode squilla di lontano, che paia il giorno pianger che si more” (era la hora en que sentir consigo el navegante enterneciCADETE DE MARINA - Capítulo 12 Viaje N0. 2
105
do quiere, el día del adiós al dulce amigo; y al novel peregrino, amor le hiere, si una campana suena en el lejano, como ayudando el día que se muere –versión de Bartolomé Mitre). Los marineros sacaban entonces a relucir sus dulzainas, organillos, mandolinas, guitarras, y agrupados en la proa, tocando y cantando, dejaban salir del alma el nostálgico lamento con sus canciones que hablaban de mujeres…, mujeres, de las que –salvo en algún barco de pasajeros–, no había ni una en toda la bahía; pues para verlas, había que bajar a La Línea, o si el tiempo y la bolsa lo permitían, hasta Algeciras, elegante lugar de turismo y cómodos hoteles. Con el caer de la noche surgían las luces alrededor del golfo, marcando el sitio de ancoraje de los barcos, más allá, Gibraltar, La Línea, Algeciras, y del otro lado del estrecho, el faro de Ceuta, ciudad española en la costa africana de Marruecos. De este Peñón salían señales luminosas o semafóricas en código Morse; órdenes a los torpederos que vigilaban la bahía contra eventual irrupción de submarinos; o la consabida pregunta a los barcos que cruzaban por el estrecho: “what ship?”. Los barcos contestaban, también mediante el semáforo luminoso, identificándose con su nombre, procedencia, lugar de destino, a fin de que la fortaleza les autorizara proceder. Cuando llegó nuestro turno de carbonear, tuvimos que levantar anclas y hacer la maniobra para acercarnos a un carbonero inglés que acababa de llegar con sus bodegas repletas del negro combustible. No acabábamos de amarrarnos a su costado cuando como en una escena de abordaje de piratas, centenares de haraposos peones botándose desde aquella borda nos invadieron para iniciar su faena. La operación de carbonear resultaba en una penitencia para los de a bordo, debido al negro polvo que invadía el barco hasta en sus más remotos rincones. Desde el capitán hasta el último mozo parecíamos carboneros, con la cara, los uniformes, el cuerpo, ennegrecidos igual que los cargadores; el polvo penetraba en los camarotes, los baúles, armarios donde guardábamos nuestra ropa limpia, que al abrirlos, resultaban todos recubiertos de un negro velo… Otro tanto ocurría en los comedores, las toallas, servilletas, platos, perdían su cándida blancura, llenándose de manchas. Este aprovisionamiento de búnker era pues una fase odiosa, pero inevitable; en aquellos tiempos no existían aún las máquinas movidas por petróleo. Solamente a fuerza de lavar el barco y cada cosa varias veces después de terminado el carboneo, era posible volverlo limpio y habitable.
106
El consumo de carbón para alimentación de las calderas variaba entre las 20 a 40 toneladas diarias, para los barcos menores; hasta 500 toneladas para los grandes paquebotes. Si mal no recuerdo, el inglés Mauritania, famoso por su tamaño de casi 40.000 toneladas y velocidad de 24 nudos, consumía 1.200 toneladas diarias de carbón, llevaba 400 fogoneros, para atender las calderas cuyo vapor accionaba los 200.000 HP de fuerza de sus cuatro hélices (50.000 HP c/u). El Maroncelli gastaba unas 40 toneladas diarias; para alcanzar América, entre consumo y reservas necesitábamos embarcar un millar de toneladas (la reserva es indispensable como precaución para el caso de que durante la travesía hubiera muchos días con viento y mar de proa; quedarse en alta mar sin combustible era cosa tan peligrosa como ahora los aviones hallarse en el aire con los tanques vacíos). La movilización de ese millar de toneladas, desde las bodegas del vapor inglés, a las del nuestro, tenía que realizarse totalmente sobre los hombros de los peones, y de manera relativamente rápida puesto que sólo se concedía un par de jornadas para tal operación, o había que pagarle al barco inglés una suma mayor por el tiempo que perdía. Unos capataces, alquilaban hasta 500 peones, españoles y árabes quienes cargando a espaldas las cofas de carbón y corriendo en largas hileras de ida y vuelta a través de planchones desde uno al otro barco llevaban a cabo la casi inhumana tarea, acompañándola con gritos de “yalha, yalha”, blasfemias, regaños, quejidos, el ruido múltiple de las grúas que subían y bajaban las cofas a las bodegas, y los alaridos de los chequeadores que contaban las canastas de mercancía entregada. El conjunto, ennegrecido por las nubes de polvo de carbón flotando en el espacio, parecía una bolgia de los demonios. Lo más curioso entre aquella algazara caótica era la cuenta de las canastas. Para saber cuántas toneladas iban siendo embarcadas, cuántas había que pagarle al barco vendedor, iban siendo contadas una por una a medida que de carrera los peones las entregaban al Maroncelli; promediando el peso de cada canasta totalizaba el tonelaje embarcado. Para tal trabajo, los vendedores situaban en la baranda de su barco un grupo de contadores de su confianza, al tiempo que sobre nuestra borda se colocaba para el mismo fin un grupo de nuestros ingenieros con sus ayudantes. Las canastas, mejor dicho los hombres que las cargaban, iban pasando velozmente frente de los dos grupos contadores. Desde el grupo vendedor,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
contaban y cantaban en voz alta: la una, las dos, las tres, las cuatro, cinco y talla! Del otro lado, el grupo comprador confirmaba: cinco y talla! anotando una raya en su cuaderno. A veces, haciéndolo adrede, el vendedor se equivocaba, saltando de las tres canastas al cinco y talla; entonces se armaba la pelea de gallos entre unos y otros; el vendedor, para contar más canastas de las entregadas; el comprador, para contar menos… Si al terminar el viaje, calculado el normal consumo diario de las máquinas sobraba carbón, los ingenieros y el capitán lo vendían por cuenta propia echándose al bolsillo la utilidad. Lo mismo hacían con el aceite, los víveres; estos últimos, sabiamente racionados por el mayordomo, en combinación con el cocinero… Terminado el embarque de carbón, todavía con el yalha y el cinco y talla en los tímpanos, salimos de Gibraltar hacia el océano, enrumbando más o menos por la misma ruta del viaje anterior. Nuevamente debido al mar largo después de Casablanca, que es frecuente en aquellos parajes, tuve principios de mareo. Me dediqué a comer “caponáte” de galletas con aceitunas y anchoas, que me hicieron mejorar. Por lo demás, la navegación seguía normalmente y sin novedades. De submarinos se hablaba todavía poco en estas rutas oceánicas, la atención principal de los navegantes en tales aguas era para los corsarios, cuyas acciones ofensivas y lugares donde habían sido vistos eran señalados por radio a los buques, desde las estaciones costaneras aliadas. Los corsarios alemanes eran ex barcos mercantes, escogidos entre los de mejor velocidad, disfrazadas sus estructuras para simular la silueta de buques de carga, llevaban sobre los puentes artillería o lanzatorpedos mediante los cuales atacaban naves de las marinas aliadas, hundiéndolas o capturándolas. Mientras que los corsarios en los siglos anteriores fueron ingleses, sus actos de pillaje y barbarie eran motivos de gloria para que se les nombrara lores, duques, y la prismática reina Victoria los recibiera triunfalmente en la corte de Londres. Pero ahora que los corsarios eran alemanes, los británicos sentían para ellos un odio infinito, los detestaban describiéndolos al mundo como caníbales, salvajes asesinos, etc. Algo por el estilo está ocurriendo en esta guerra del 1940 en que la bribona propaganda inglesa se lleva el récord de la mentira: si los alemanes bombardean a Londres, son unos bárbaros indignos de este mundo; pero si los canadienses o los
australianos o los británicos bombardean a Berlín, Roma, Génova o Montecassino, ellos son unos valientes quienes como el cínico asno Churchill autodestructor del imperio inglés y de la civilización cristiana, merecen la admiración mundial. Los italianos que fundándose en el derecho de un tratado internacional firmado con Francia e Inglaterra cincuenta años antes, fueron a ocupar Abissinia para colonizarla (como los colombianos ocupan a Leticia, el Catatumbo, etc. poblado por indios y civilizarlos); a pesar de que diplomática e históricamente les incumbía y tenían muchas razones para hacerlo, sorpresivamente se vieron atacados por Albión y por Francia cuyos gobiernos masónicos tumbaron improvisamente sus respectivos ministros de relaciones exteriores: Samuel Hoare y Laval, reemplazándolos con Eden y …, gastando una millonada en propaganda mundial en la radio y por la prensa para convencer a todo el mundo de que los italianos eran crueles asesinos contra los cuales los santos divorciados Churchill, Eden y compañía, tan humanitarios, tan defensores de la moral cristiana, la hipócrita y pérfida Albión al fin, conmovida por la suerte de los pobres salvajes abisinos logró que las 52 naciones de la Sociedad de Ginebra decretaran las sanciones y el boicoteo contra Italia, quedándose los santos ingleses dominando ellos desde Egipto hasta Kenya y el sur de Africa (Mussolini se vio entonces obligado a aliarse con Hitler; una tontería, pero no le quedaba otro recurso; de allí nació la guerra mudial). Mientras que eso sucedía respecto de las colonias italianas, Inglaterra seguía manteniendo bajo su férreo dominio el Egipto (hoy redimido por Nasser), las Indias, etc., a pesar de ser esos países civilizados (la nación occidental, y sus religiones, son hijas de las civilizaciones faraónicas, asiáticas, orientales, etc.). Mientras que Inglaterra colocaba al semibárbaro Ailé Selassié cual emperador Negus Neghesti sobre el trono de Abissinia, encarcelaba al sabio y santo filósofo Gandhi porque pedía la redención de su pueblo! Esto me hace recordar la inteligente definición de Pittigrilli: “un hombre es un héroe, o un traidor, según que se halle en este o en el otro lado de la frontera…”; o la aún más acertada definición de Lin Yutang en su libro “Amor e Ironía” capítulo: –los ingleses y los chinos– “… Lord Balfour ha dicho sabiamente que: el cerebro humano es un órgano para buscar alimentos lo mismo que el hocico del cerdo… Esta es la explicación del asombroso poder y la vitalidad de Inglaterra… La consecuencia –dice Cicerón– es la CADETE DE MARINA - Capítulo 12 Viaje N0. 2
107
virtud de las mentes mediocres. La capacidad británica de inconsecuencia es un signo de la grandeza británica… El imperio inglés está todavía de pie porque el inglés cree aún que sus métodos son los únicos correctos, y porque no puede tolerar a nadie que no se conforme a sus normas… Sus cimientos datan, en realidad, de los días piráticos de la lucha suprema con el Imperio español, en tiempos de la reina Isabel. Cuando hicieron falta piratas para la expansión del Imperio británico, Inglaterra fue capaz de producir piratas suficientes en número para hacer frente a la situación, y glorificó a sus piratas…”. El peligro para nosotros de topar con un corsario alemán podría ocurrir cada vez que se viera en el horizonte la silueta o el humo de un barco; entonces se presentaba la pregunta: será corsario? El enigma podría ser solamente aclarado cambiando el rumbo y observando el del contrario: si el otro buque insistía en dirigirse hacia nosotros o trataba de conservar una ruta paralela a la nuestra como para atacarnos más tarde o por la noche, era casi seguro que se trataba de un corsario. Para demostrar que –aparte de la acción bélica–, los corsarios no eran tan malos como los pintaba la propaganda inglesa, recordaré el histórico caso descrito por el español almirante Mille en su ya mencionado libro: “…En febrero de 1916 (o sea un año antes de mi primera llegada a Norfolk), los Estados Unidos del Norte estaban todavía ajenos a la guerra que devastaba las tierras de Europa; el arsenal de la marina de guerra trabajaba en las reparaciones habituales. La lucha estaba tan lejos, que sólo el gran espacio que le dedicaban los diarios y los quebrantos comerciales originados por el bloqueo, eran la preocupación de los yanquis. Por el canal de entrada avanzó un buque de silueta mercante, pero que arbolaba el pabellón de guerra alemán: la cruz negra sobre el fondo blanco, la de hierro en el círculo central y los colores de Prusia en el cuartel alto, junto al asta. No podía caberle duda a ninguno de los múltiples observadores que miraban atentamente al buque que se deslizaba majestuoso: un barco de guerra alemán en las costas norteamericanas! El hecho era insólito. Cuando el barco quedó fondeado (en la bahía de Norfolk, precisamente) eligió para poner su proa al viento, pudo leerse su nombre en el espejo de popa, se llamaba el Appam, tenía borrada la matrícula, y en la chimenea se vislumbraban todavía, bajo la pintura fresca, los distintivos que cierta compañía frutera inglesa, cuyos barcos bananeros
108
hacían constante tráfico con las Canarias. El Appam desplazaba 8.000 toneladas, y cumplidas todas las formalidades protocolarias que la cortesía internacional disponía para la entrada de buques de guerra en puerto extranjero, el teniente de navío Berg hizo las visitas y a continuación desembarcó los prisioneros, conformándose, con quedar internado. Sólo entonces supieron las autoridades que el Appam llegaba del otro lado del Atlántico al que había cruzado, tan sólo para conducir a salvo los prisioneros de los numerosos buques capturados o hundidos por el corsario alemán Mowe. Lo curioso ocurrió después: en la guerra hay siempre, en medio de los horrores que son su natural cortejo, algún incidente sabroso. Cierta pasajera que se hallaba en el Appam cuando éste fue capturado por el Mowe, estaba en avanzado estado de maternidad y era imposible transportarla en alta mar. Por esta razón, el conde Dochna Schlodien, comandante del corsario Mowe, eligió entre los numerosos barcos capturados, al inglés Appam, para el transporte de los prisioneros hasta un puerto neutral, lo más posible alejado de su zona de operaciones, que todavía era desconocida a sus enemigos ingleses. El comandante alemán tuvo una idea ingeniosa y simpática: el barco apresado era alemán desde el momento que había sido capturado como presa de guerra, y siendo propiedad del gobierno alemán, éste podía disponer del barco a su antojo. Una vez que se le destinó a transportar los pasajeros prisioneros, hasta puerto neutral, y teniendo en cuenta que no era posible que el barco regresara a aguas alemanas, se decidió regalarlo, con todo su cargamento, al hijo que iba a nacer, de la pasajera enferma ya mencionada. Alemania estaba desacreditada por la propaganda enemiga ante el mundo entero; representaba una magnífica ocasión para dar un mentis rotundo a los que acusaban de asesinato legal a los alemanes, a aquellos que aseguraban que los niños morían a manos de los enfurecidos soldados del emperador de Alemania. Este niño que aún no conocía las tristezas humanas, se iba a encontrar rico, millonario, al ver la luz del día, por obra y gracia de un azar de guerra. La casa armadora inglesa, no se conformó con el acto de desprendimiento del comandante alemán; sobrevino el inevitable pleito, pero los tribunales norteamericanos dieron razón al conde Dochna Schlodien y, la madre, ya pasado en el intervalo el doloroso trance, entró en posesión del Appam, para revenderlo inmediatamente en varios millones de dólares. No les quedó más remedio a los ingleses, sino volver a comprar de manos de dicha señora…” (ref. “Los titanes de la mar” por capitán de corbeta Mateo Mille, ediciones populares Iberia Joaquín Gil Barcelona junio 1932, pág. 13).
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Esta historia del Appam ya la había yo oído relatar durante nuestra anterior estadía en Norfolk; el comentario de los navegantes era que resultaba preferible ser atacados por un corsario, que por un submarino; pues el primero disponía de más medios y tiempo para actuar dentro de su propia seguridad de tal manera que casi nunca se veía obligado a realizar operaciones en la forma rápida y despiadada como tenían que hacerlo los frágiles submarinos. Al toparse con un corsario había la esperanza de ser tratados con caballerosidad y humanidad aún cuando el barco sería inevitablemente tomado prisionero o echado a pique. Entre las Canarias y las Bermudas, en el paralelo 36, tuvimos un par de sustos, en diferentes ocasiones, al encontrarnos con grandes veleros que con buena velocidad cruzaron nuestra ruta desde el noreste hacia el suroeste, los que resultaron ser pacíficos transportes en viaje de Inglaterra a Sur América. Casualmente en aquellos días las estaciones de radio aliadas avisaban que los corsarios habían cambiado de disfraz camuflándose bajo la inocente apariencia de veleros; las grandes velas servían maravillosamente para mantener ocultos a la vista los cañones, la chimenea y demás artefactos del corsario armado en guerra. Cerca de las Bermudas, más allá del meridiano 65, nuevamente el comandante Casareto impartió la orden de descargar en el mar el lastre de piedra; los tripulantes obedecieron con la consabida mala gana. Llegados a la bahía de Hampton Roads, fondeados en espera de órdenes desde Norfolk; una barcaza de la agencia trajo las instrucciones para seguir para Baltimore. La noticia resultó agradable porque según los viejos marinos allí encontraríamos más diversiones y mejor ambiente que en Norfolk. Puestos en marcha, enrumbamos hacia el norte, dentro de la Chesapeake Bay que en cuanto a navegación es como un río muy ancho, cuyas opuestas orillas raramente se ven; hay mucho tráfico fluvial pues allí vierten el río Potomac que viene de Washington además que el río York, el Rappahannock, el Susquehanna y otros, se pasa enfrente de la famosa base–escuela marítima militar de Annápolis; se navega entre aguas sucias por las inmundicias que los ríos traen desde el interior; pero tranquilamente porque allí no había peligro de submarinos, ni de corsarios. Al día siguiente, llegados a Baltimore, atracamos en un muelle cerca del centro de la ciudad. Nuevamente teníamos que cargar obuses y proyectiles, pero esta vez estabamos cerca de la fábrica, la demora no sería tan larga como la del viaje anterior en Norfolk. Todos lo lamentamos por-
que en esta ciudad de Maryland nos encontrábamos como huéspedes entre amigos y muy a nuestro gusto. Para llegar al centro de la ciudad no teníamos que gastar para el transporte en bote, automóvil o tranvía, puesto que solamente teníamos desde el muelle de Richmond que caminar algunas cuadras; además el carácter de los habitantes era más jovial y acogedor que los de Norfolk, que nos había aparecido reservado, quizás obligados a ello por la lucha racial entre blancos y negros, que estaba en pleno auge. Mientras que en Norfolk, Virginia, los negros, muy numerosos, quizás una mitad de la población, no podían vivir cerca de los blancos, tenían que ir a teatro, o cafés, o en automóviles especiales para la gente de color y aún en los mismos tranvías eléctricos tenían solamente derecho a los cuatro asientos posteriores, estando los demás reservados para los blancos aunque fueren vacíos; aquí en Baltimore de Maryland (tierra de María, o tierra feliz?) el porcentaje de negros era inferior y gozaban de mejor trato por parte de los blancos. Quizás esto contribuía a que se viera más alegría y menos reserva en la expresión de los habitantes. La situación geográfica de Baltimore es de lo más afortunada pues además de que dispone de la ruta acuática hasta para naves de gran calado, se halla a penas a 40 km. al norte de Washington, 140 km. al sur de Filadelfia, siendo importante punto intermedio para el tráfico entre esas dos grandes ciudades a tan pequeña distancia. En Baltimore había una numerosa colonia italiana que –inspirada por sentimientos patrióticos–, puesto que Italia estaba en guerra, y los Estados Unidos aunque neutrales estaban más a favor nuestro que de los alemanes, se hizo cargo de proporcionarnos diversiones durante el tiempo de la estadía, sin que tuviéramos que gastar un centavo. Tal patriotismo se manifestaba de la siguiente manera: a lo largo del muelle donde estaba amarrado el Maroncelli pasaban automóviles visitando el puerto. Cada tanto, de un carro cuyos pasajeros eran italianos y que nos reconocían por la bandera en la popa de nuestra nave, los llamaban: “oigan paisanos, quieren venir a pasear con nosotros?”, claro que aceptábamos, más aún los marconistas quienes durante la estadía en el puerto no teníamos ocupación o servicio alguno que atender. Nos llevaban a conocer los puntos principales de la ciudad, al teatro, a sus casas, presentándonos a sus familias como si fuéramos heroicos animales raros; nos cargaban de regalos y nos devolvían a bordo sin permitirnos CADETE DE MARINA - Capítulo 12 Viaje N0. 2
109
desembolsar un centavo. Todo esto lo hacían para demostrarnos su amor a Italia, al mismo tiempo que para evidenciarnos su felicidad de vivir en el continente americano donde ganaban y ahorraban mucho dinero. La diversión para ellos al invitarnos consistía en oírnos hablar su madre lengua, con los acentos que habían conocido en su infancia, o preguntándonos cosas acerca de Italia o encargándonos alguna encomienda para sus parientes de allá. Lo único que todavía recuerdo de Baltimore es el Riverview Park con sus montañas rusas, ruedas y demás juegos, donde íbamos por la noche a recrearnos; y una concha acústica, en otra parte, donde yo iba a escuchar conciertos de famosa orquesta, allí aprendí la Barcarola de los Cuentos de Hoffman de Offenback, la Cascanueces de Tchaikowsky, el ballet Aurora, etc. que naturalmente, cada vez que oigo tales aires, por asociación de ideas me traslado a Baltimore… No sé si fue porque tan buena acogida nos ensoberbeció el carácter, o si porque la comida de a bordo estaba evidentemente empeorando; sucedió que en la saletta los oficiales nos quejábamos todos los días encontrando que los comestibles no los podíamos comer… Desde el comedor salió una comisión yendo donde el comandante a pasarle la queja, para que ordenara al cambusiere (mayordomo) adquirir alimentos de mejor calidad, que no estuvieren podridos. Pero, Casareto mandó al diablo los oficiales contestándoles que no fueren “moscardinos” (en genovés: pulpitos, calamares, demasiado tiernos), que si no les gustaba cuanto les servían en la mesa del barco, que se fueran con la barriga vacía, como en sus casas, pues si hubieran tenido con qué comer, no se habrían embarcado con él. Cuando el barco se halla en un puerto, arrimado a un muelle cerca de la ciudad o fácil comunicación con la misma, los tripulantes se sienten más fácilmente llevados a presentar quejas, pues los abogados están a su alcance, los jueces de tierra suelen fácilmente conmoverse y hallarles la razón a los sacrificados marinos, más aún en tiempos de guerra cuando ante los peligros no tienen importancia las pequeñas economías presupuestales. Los oficiales del Maroncelli sintiéndose ofendidos en su decoro a raíz de la contestación de Casareto, resolvieron ir en grupo a protestar donde el cónsul, representante oficial de Su Majestad Víctor Manuel III rey de Italia.
110
Si hubiéramos estado en Norfolk nos habríamos evitado esa molestia porque allá no había más que un agente consular, un tal Maresca, que de antemano sabíamos estaba enroscado con Casareto con quien repartía comisiones y utilidades de los fraudes tales como el descargue del lastre en alta mar, y cosas por el estilo. Ah, la ironía de ciertos consulados! Pero, en Baltimore no se trataba de un simple agente, sino de todo un señor cónsul de carrera, según se nos había informado. Como prueba del delito, un marinero iba con nosotros llevando un canasto de frutas y verduras dañadas que nos habían servido en la mesa el día anterior. En la guía telefónica de la ciudad obtuvimos la dirección del regio consulado, y hacia allá nos fuimos para reclamar justicia. Llegamos frente de una especie de almacén; a un lado de la puerta estaba la placa del cónsul, con el escudo. El chocante contraste nos hizo torcer las narices; sin embargo, esperando que la primera impresión fuere equivocada, seguimos adelante. Entramos: efectivamente el regio consulado era al mismo tiempo almacén de comestibles, de propiedad del cavalier Schiaffino (oriundo de Camogli tenía que ser!). Le mostramos la ensalada “pasada” que nos había servido el comando del Maroncelli, pero en eso nos dimos cuenta de que el ilustrísimo señor cónsul era el mismo proveedor que la había suministrado a nuestro barco; tanto así, que inmediatamente rechazó el reclamo, alegando que Casareto solamente compraba géneros sanos y de primera calidad. Principiamos a discutir; en esas, Cinti, que era romagnolo, de carácter fuerte y fácilmente excitable, cogió la canasta de manos del marinero, y con sus géneros podridos se la enchufó en la cabeza al cavalier Schiaffino dejándosela como guirnalda al cuello. El cónsul quiso defenderse, pero todos nos armamos agarrando frutas y hortalizas, palos, removiendo escaparates y en un santiamén desbaratando medio almacén. De la puerta trasera, atraída por los gritos, con una escoba en mano, salió una especie de ballena sucia y grasienta: era la señora consulesa que corría a tomar las defensas del marido. Regresamos a bordo, vengados, pero “desconsolados”. Hacia mediados de junio salimos de Baltimore para el Lambert Point de Norfolk a aprovisionarnos de carbón hasta el tope de la marca de verano; en pocas horas nos despacharon. Pasamos frente del cabo Charles, y como el tiempo era muy bueno se hizo rumbo
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
hacia el círculo máximo, pasando a la altura del paralelo 42º, donde los grados de longitud son más cortos, y la corriente en popa del golfo de México resultaba más fuerte, logrando el Maroncelli una velocidad promedio de 14 millas, que para un barco de nuestra categoría era cosa no común. Cruzando al norte de las Azores, rápidamente llegamos a Gibraltar, donde teníamos que esperar órdenes para formar un convoy con otros barcos que iban a Génova. Al día siguiente Filipponi salió por la mañana para ir con otros oficiales a La Línea; yo quedé a bordo, jugando en compañía de los artilleros, a pescar. Por la noche cuando ya habían regresado los de La Línea, oía hablar de un incidente ocurrido a bordo durante el día y del cual no me había dado cuenta estando todo el tiempo en el castillo de popa, cerca del cañón. El comandante Casareto, dizque había dejado un par de binóculos prismáticos encima de la bitácora en el puente, y que un cuarto de hora después habían desaparecido, hurtados, forzosamente, por algún componente de la tripulación. Casareto había resuelto, mientras no se hallara el culpable, multar a todo el mundo, con una suma equivalente al precio de los dos prismáticos, dividida por 51 que eran los tripulantes del Maroncelli, sin contar su capitán. Los oficiales que habían estado en La Línea durante el tiempo en que ocurrió el supuesto robo, inmediatamente se hicieron fuertes y Casareto aceptó excluirlos de la cuenta, inclusive a Filipponi, aumentando proporcionalmente la cuota de los restantes. De mí no se habló; creí que había asimismo quedado eliminado de la cuenta por el hecho de que todos sabían que yo había estado lejos del puente, en el castillo de popa, pescando; y porque a nadie podía ocurrírsele de reducirme sueldo, de por sí ya tan efímero. Los timoneles que habían estado cerca de la bitácora, junto con los demás tripulantes protestaron; entonces Casareto se salió con la suya: –no quiero hacer víctimas inocentes– les dijo, –ustedes me pagan quince liras cada uno como cuota de los prismáticos, y yo las reembolso a en horas extraordinarias–. La gente se resignó a callarse y aceptó el pacto, quedando así aparentemente solucionado el incidente. Salimos de Gibraltar en convoy de cinco barcos navegando en fila india, escoltados por un crucero denominado Coatít, de edad y construcción casi centenaria, que no lograba hacer más de 8 nudos horarios, pero en cambio echaban mucho humo como para despertar la atención de cualquier submarino al horizonte!
Naturalmente, nuestro interés era el de correr lo más rápido posible pues la velocidad era una defensa contra los submarinos, saliéndonos de su blanco antes de que tuvieran tiempo de calcular mediante el periscopio cuál era nuestra velocidad, ruta, ángulo de tiro, etc. Pero, el Coatít se quedaba a cada momento rezagado; con las banderas nos ordenaba zigzaguear para esperarlo, como si la escolta del convoy fuéramos nosotros, y no él. Entonces obedecíamos, pero maldiciendo a los pulpos de la marina de guerra italiana, que nos suministraba aquella caricatura de tortuga como escolta y jefe del convoy, cuyos oficiales tenían derecho de darnos órdenes porque ellos eran “de carrera”, efectivos, podía enviarnos al calabozo si no obedecíamos; y porque nosotros, según ellos, no éramos más que marinos mercantes, no sabíamos navegar… El Coatít, con su gemelo Agordát (nombres que recordaban la guerra de Eritrea–Abissinia) fueron más tarde vendidos como barcos de guerra al Brasil, y este los vendió luego al Uruguay, donde los vi en Montevideo, esperando ser carcomidos por las ostras… Durante el periodo en que estuvieron bajo la verde bandera con el globo de “ordem e progresso”, en ese idioma portugués que a veces parece burleta, habían sido rebautizados nada menos que: “O Terror do Mundo”, y “O Serpentón do Mar”… a pesar de que para moverlos en el agua había que arrastrarlos. Afortunadamente, los submarinos no estaban en esos días merodeando cerca de nosotros, o si nos vieron hacer aquellas raras maniobras tal vez creyeron que estábamos echándoles el cebo para atacarlos, y se asustaron…; en resumen, después de un improviso susto que remediamos refugiándonos en el puerto de Marsella todo el convoy dejando atrás el Coatít; llegamos a Génova, más que todo preocupados y enfurecidos contra la maldita escolta que nos había impedido desarrollar velocidad. Llegó el momento de pagarnos el sueldo, y trajo una sorpresa desagradable para mí. De las 60 liras que tenía derecho de recibir, Casareto me descontaban veinte cual mi cuota–multa por la desaparición de los prismáticos. A los demás tripulantes se les recompensada mediante horas extras, pero como quiera que a los marconistas no se les reconocían hasta entonces horas extras, no había manera de indemnizarme del perjuicio. Todo esto le pareció a Casareto, lógico, a lo cual tendría que resignarme. Pero yo no estuve de acuerdo, y puse el grito en el cielo. En presencia de oficiaCADETE DE MARINA - Capítulo 12 Viaje N0. 2
111
les y tripulantes le dije: –usted haga sus porquerías con otra gente, pero conmigo no se meta; págueme mis veinte liras, que yo soy demasiado pobre para dejarme robar–. Nos insultamos, amenazó pegarme; tuve que correr. Pedí consejo a Filipponi, pero éste me dijo que estaba nauseado del ambiente e iría a pedir a la Marconi que nos cambiará de barco. Por lo demás, me insinuaba tener paciencia porque no veía otra solución entre tanta corruptela y falta de valor civil, sino lograr cambiar de buque. Precisamente esa mención de falta de valor civil – al tiempo que desafiábamos la muerte en guerra–, me enardeció y me dio empuje para tratar de demostrar que era capaz de enfrentarme al comandante. Llorando de rabia, me dirigí a la ciudad, a la oficina de la compañía Ferrovíe dello Stato, tratando entrevistarme con su director, Dr. Gori, a quien no conocía y que sabía ser personaje difícilmente visible sin larga antecámara. A mis solicitudes de anunciarme, invariablemente el secretario me contestaba que el Dr. Gori estaba ocupado en una junta; que regresara yo al día siguiente. Pero me daba cuenta de que en realidad no quería introducirme en porque no veía en mí persona digna de ello. Cuando ya iban a cerrar las oficinas por ser las doce, tuve la suerte de ver pasar a Dodéro, le rogué que me ayudara; con orden perentoria al portero me hizo el milagro. Entrando, me encontré ante un viejo de cuerpo robusto, pelo blanco, cara pensativa, sentado frente de elegante escritorio; inclinando la cabeza me invitó a hablar. – Señor– le dije, –perdóneme usted que me atreva molestarle, pues lo hago en búsqueda de justicia que solamente usted, director general de la compañía, me puede dispensar. No tengo sino diecisiete años y soy muy pobre; por lo mismo considero injusto e intolerable el castigo monetario que quiere imponerme el comandante Casareto–. Tuve que explicarle detalladamente el asunto. Tal vez leyó la sinceridad en mis ojos, o en mi desesperada indignación, pues, en lugar de demorar su resolución hasta oír la contraparte, sin más, escribió algunas palabras sobre una hoja que me entregó diciéndome: –regrese usted a bordo
112
y presente esta nota al comandante; ya verá que le pagara sus veinte liras; si tiene alguna otra queja en futuro, cuente conmigo, y regrese confiado y tranquilo al Maroncelli–. Le dí las gracias; con el corazón jubilante y reconfortado por la victoria moral lograda. Tomé el primer tranvía que pasó por Caricamento, llegué a bordo cuando ya habían terminado de almorzar. Busqué a Casareto, y orgullosamente la presente la nota de director, que decía: –sírvase pagar al Sr. Amore las veinte liras que equivocadamente se le han retenido–. Firmado, el director. Casareto leyó, y comentó: –El director puede mandar en su oficina, pero aquí a bordo mando yo como se lo voy a enseñar poco a poco a usted campesino– . Y con una carcajada sardónica, me dejó súpito. Sin almorzar, tomé nuevamente la carrera para regresar a la oficina del director, que a las 3 de la tarde apareció. Le informé de cómo había reaccionado el comandante. Se puso serio; llamó un inspector, le dio instrucciones para que me acompañara a bordo. Cuando este, en mi presencia preguntó a Casareto si era cierto que no había querido pagarme las 20 liras que ordenara el director, la víbora de Casareto contestó que absolutamente, que ese cuento era mentira mía; que solamente me había dicho que me pagaría por la tarde porque en ese momento se le habían agotado los fondos de la caja. Le repliqué que el gran mentiroso era él. El inspector me impuso callarme pero al mismo tiempo me entregó de sus propias manos las benditas 20 liras. Al día siguiente fui a la Marconi y pedí al inspector Rollandini que me cambiaran de barco porque le tenía temor a las venganzas de Casareto durante el próximo viaje. Rollandini había sido ya informado por mi jefe Filipponi, de lo ocurrido a bordo. Me contestó que efectivamente había ya provisto nuestro desembarco del Maroncelli, enviando a Filipponi sobre el “Mateo Renato Imbriani”, gran barco militarizado; y al suscrito, sobre el “Cogne”, un barco nuevo que acababa de regresar de su viaje inaugural. Allí tendría mejor sueldo, y más responsabilidad, pues sería el único marconista a bordo.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
13
VIAJE NO. 3 S/ S
COGNE
Embarcado: 18 julio 1.917 De Génova a Filadelfia y regreso. Salida: 23 julio de 1.917 Regreso: 20 septiembre de 1.917 Comandante: Bolognini, de Malta 1º Oficial: Zona, de Palermo 2º Oficial: Maggi, de Camogli 3º Oficial: Carissimo, de Civitavecchia Jefe Ingeniero: Cassanello, de S. Pierdarena 1º Ingeniero:Pitzalis, de Cagliari 2º Ingeniero: , de Bari 3º Ingeniero: Cossu, de Alghero 4º Ingeniero: Mancini, de Acireale
L
a orden de mi desembarque desde el Maroncelli me llegó antes de que Filipponi recibiera la suya; de manera que me correspondió ser el primero en alistar maletas para despedirme, lo cual hice con la satisfacción del caso, pues además de zafarme de las garras del temido Casareto, se me había destinado a embarcar en el “Cogne”, promovido por la Marconi a categoría superior y mayor sueldo. Los oficiales del Maroncelli me felicitaron. Me di cuenta de que Casareto estaba enfurecido por haber yo logrado inflingirle una derrota de doble trascendencia puesto que de lo ocurrido había resultado una desautorización y moralmente un regaño para él, de sus superiores; para mí un premio consistente en el traslado a otro barco con mejor puesto, y moralmente una aprobación por parte del Director de la Cia. Ferrovíe dello Stato, así como por parte de mi jefe de la Marconi.
Este epílogo no pasó inadvertido entre los tripulantes del Maroncelli, admirados de que un jovencito hubiera tenido el valor de enfrentársele al ogro y vencerle la disputa. Mientras me alistaba para con mis maletas salirme del camarote, de manera furtiva se me acercó el ordenanza del comandante, para informarme que los dos prismáticos desaparecidos en Gibraltar se encontraban en el armario del camarote de Casareto donde él casualmente los había visto mientras hacía la limpieza en ese cuarto. La noticia me llenó de indignación, pero pensé que el asunto ya no interesaba pues lo único que me urgía era alejarme del “viejo sifilítico”, como lo apodaban los oficiales. Yo no sabía precisamente que significara ese sobrenombre salvo que había entendido que la caja de dientes que Caraseto por la noche frecuentemente depositaba sobre la bitácora, quedando allí riéndose por sí sola, tenía relación con CADETE DE MARINA - Capítulo 13 Viaje N0. 3
113
su sífilis, según decían. El terrible significado de esa palabra lo comprendí más tarde; en más de una ocasión me tocó tener como compañeros colegas o individuos afectados por esa enfermedad, la úlcera, que hacía estragos entre los marinos quienes se contagiaban al practicar con mujeres en los diferentes puertos y razas del mundo. Con tanta emoción como la que me conmovió el día de mi primer embarque sobre el Maroncelli, bajé del planchón al muelle. Llegado a tierra, solté las maletas; me puse a mirar el barco en donde había dejado tantas lágrimas… y tantas vomitadas… Con los brazos iba saludando los tripulantes que veía pasar en la cubierta. De pronto apareció sobre el puente nada menos que Casareto. Su vista me hizo perder la razón. Ya no era mi comandante; ahora, con relación a él, era yo hombre libre; y además, entre los dos mediaban muchas escaleras, y distancia de por medio. Llevándome las manos a la boca en forma de megáfono para dar mayor alcance a mi voz, le grité: –comandante usted es un gran bellaco y un ladrón cobarde–. Le vi hacer una mueca de disgusto y seguidamente se retiró en el cuarto del timón. Volví a agarrar mis maletas, y echando una última mirada de despedida al Maroncelli, fui directamente hacia el otro extremo del puerto, donde estaba amarrado el Cogne. Este era un típico barco de carga, de líneas modernas, construido en los astilleros del propio armador: la Sociedad Ansaldo. Desplazaba 8.200 toneladas; tenía una sola máquina y una sola hélice; calaba 25 pies a plena carga; desarrollaba en promedio diez nudos horarios de velocidad; y sus anchas bodegas estaban divididas por fuertes mamparos estancos que retardarían o impedirían el hundimiento del barco en caso de que el agua entrara en alguna bodega. Para defensa contra los submarinos, este barco – caso único en la marina mercante de entonces–, llevaba cuatro cañones: dos sobre el castillo de popa, de 102 mm., de tiro rápido, y dos en la proa, de 76 mm. Este armamento tan fuerte tratándose de un buque mercante, había sido posible por ser el propietario Ansaldo fabricante de cañones, además que de naves. Disponiendo de los elementos necesarios, había transformado su buque en una especie de fortaleza flotante. De manera que, en cuanto a combate a cañonazos el Cogne podía bien enfrentársele a un submarino y hasta darle sorpresas porque con una batería de cuatro cañones en tiro simultaneo era fácil encuadrar el
114
blanco, al tiempo que los submarinos de entonces llevaban solamente un cañón, aunque de calibre 120, que en combate a gran distancia habría tenido ventaja sobre nosotros por tener sus proyectiles mayor alcance. Desde luego la ventaja más importante para el submarino era la de poder torpedearnos por sorpresa mientras estuviera sumergido, invisible; o en un combate nocturno durante el cual aunque emergido sería el submarino casi invisible, al tiempo que la mole de muestro barco le facilitaría buen blanco, especialmente durante las noches de luna cuando su silueta se destacara fácilmente sobre el horizonte. El nombre de Cogne con que había sido bautizado este barco derivaba de una famosa mina de hierro de la región del valle de Aosta, de la que era propietaria la misma sociedad Ansaldo. En el ambiente de este barco se respiraba cierta dignidad de procedimiento, inspirado principalmente por su capitán Bolognini, verdadero caballero de Malta. Este viejo, de más de 60 años, era un tipo raro; oriundo maltés, hablaba perfectamente cuatro idiomas: inglés, francés, español e italiano. Había navegado desde niño; era viudo; tenía un hijo de 25 años con el cual –según él mismo decía–, solía ir buscando aventuras femeninas cuando ambos se encontraban en Génova. Este caso de que padre e hijo fueren juntos a visitar mujeres fue la única mancha de inmoralidad que le conocí al viejo Bolognini. Poseía una gran cultura general; era experto marino, de mucha experiencia y conocimientos; sus órdenes eran obedecidas rápidamente por la tripulación, pues, entre otras cosas, tenía la gracia de darlas sin nunca omitir el preámbulo: “tiene Ud. la bondad”, “quiere Ud. hacerme el favor”. Todo lo contrario de Casareto! Pero si algún indisciplinado no quería entener o cumplir las órdenes que con voz y gracia casi femenina le impartía el viejo Bolognini, entonces este mudaba de pronto sus buenas maneras y dulce semblante: enronquecía la voz, y vomitando groseros insultos, con el cuerpo temblando de rabia, sabía hacerse obedecer sin que nadie quedara con valor para seguir rebelándose. A mi manera de ver este hombre era el tipo casi perfecto para el puesto de comandante, teniendo además la ventaja de ser gran señor; en lugar que tratar de ganar dinero en forma ilícita a costas de la tripulación, se interesaba para que esta recibiera cuanto le correspondía, y más de una vez les hacía regalos de su propio peculio. El segundo oficial, Maggi, era de la categoría denominada “patrones”, es decir, experto en trabajos
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
de marinería, como para dirigir los contra–maestres, aun cuando sin diploma de capitán, sin conocimientos de trigonometría, y de cultura general limitada, poseía en cambio gran capacidad y experiencia para dominar el mar como navegante, adquirida en la escuela práctica de los barcos de vela. El tercero, Carissimo, era un joven recién salido de la academia naval, a quien dieron a bordo el apodo de “mascota” porque además de ser casi tan joven como yo, tenía el privilegio de ser nieto del director de la Compañía, gracias a lo cual era de suponer que teniendo un nieto a bordo, su tío, capitán Vaccarezza, concedería al Cogne algún privilegio o ventaja material, mejores víveres o en mayor cantidad, o los cuatro cañones ya mencionados. De los ingenieros: el jefe Cassanello era un viejo que se burlaba de todo el mundo, inclusive de nosotros, y vivía prácticamente apartado en su camarote. Pitzalis, el primero, tenía relativamente buena cultura, pero era de carácter nervioso, dispuesto en todo momento a pelear. Del segundo, persona respetable, he olvidado el nombre; en cuanto al tercero, Cossu su cultura era más que limitada, podía comparase a la de un obrero mecánico que apenas supiere el alfabeto. Era sardo, de Alghero; casi no conocía el italiano sino únicamente el dialecto de su pueblo: un patois catalán; de carácter era bueno, pero debido a su ignorancia metía frecuentemente la pata volviéndose el hazmerreír del barco. El comandante Bolognini, de carácter democrático, muy diferente como ya vimos al de Casareto, acostumbraba comer en saletta con nosotros los oficiales, presidiendo la mesa. Este ambiente, salvo pequeñas variantes, fue el que me tocó vivir durante los dos años de navegación de guerra, y de buena suerte que me acompañó en el Cogne. Salimos de Génova el 19 de julio (1917) con destino a Filadelfia, haciendo más o menos la misma ruta conocida en los viajes anteriores del Maroncelli. Ibamos sin carga, o sea en lastre, pero esta vez, en lugar de piedra, la zahorra era agua marina con la que se rellenaban a presión algunos tanques situados en la quilla, y especialmente la bodega central del barco con paredes herméticas; esta agua se cargaba o descargaba al mar rápidamente mediante las poderosas bombas de a bordo. Durante la travesía del Mediterráneo no tuvimos novedades, salvo lo acostumbrados avisos de ALLO en posiciones a distancia de nosotros. Yo era el único marconista a bordo; mi camarote estaba situado al
Oficial de Marina a bordo de S. S Cogne
fondo de la estación de radio, a la altura del puente de comando y cerca de éste. El transmisor era del tipo Marconi, medio Kilowatio, con chispero rotativo; el receptor era con detector de carborundum–galena. Salidos de Gibraltar, entrando en el océano, la enfermedad del mareo estuvo amenazándome durante un par de días, pero logré dominarla gracias a que el tiempo era bueno; a que me iba acostumbrando; y a que mi camarote quedaba bien situado en el centro del barco, en lugar que el horroroso sitio de popa que me había tocado durante el primer viaje de Maroncelli. Consciente de mi responsabilidad, y también porque podía distraerme en otras cosas aún estando de guardia, no me atenía al horario de las 8 horas sino que pasaba casi todo el tiempo en la estación prestando servicio, sentado, o paseando con los auriculares puestos en la cabeza. Además de las comunicaciones relacionadas con los submarinos, me preocupaba captar de las diferentes estaciones costaneras CADETE DE MARINA - Capítulo 13 Viaje N0. 3
115
los boletines meteorológicos para nuestra ruta, y hacia la medianoche recibía el boletín de prensa de la estación de Poldhu. Estos trabajitos los realizaba yo como cosa natural siendo mi deber tratar de servir al comando y a la seguridad del barco en todo cuanto me lo permitieran mis capacidades. Al fin y al cabo yo también estaba allí, y mi suerte dependía de la buena suerte de todos. A los pocos días de viaje, sin que yo viera motivo para ello, mis actividades sorprendieron a mis compañeros de viaje quienes, durante la reunión del comedor, las comentaron en mi presencia, elogiándome, y al mismo tiempo criticando a mi predecesor, debido a lo siguiente: durante el viaje anterior, el marconista, de apellido Spampinato, un tipo de cuerpo excesivamente gordo, parece que había hecho el viaje durmiendo veintidós de cada 24, siendo las únicas dos horas en que estaba despierto, las destinadas al comedor. Durante la navegación, nunca llevaba comunicaciones al comando, salvo que de vez en cuando un boletín de prensa, en italiano, cuyas noticias resultaban anticuadas, ya conocidas por los oficiales. Como quiera que la radiotelegrafía a bordo en aquel entonces era todavía una novedad, la mayoría de los comandos aún no sabían cuales otros servicios y con qué intensidad podían esperarlos de ese invento, – exceptuando la consabida llamada de auxilio, el S.O.S que desde luego era el objeto principal de la presencia del marconista a bordo. Se habían pues contentado con lo que les suministrara Spampinato, sin darse cuenta de que fuere poco. Ahora: al proveerles yo diariamente, además de las numerosas comunicaciones y boletines, el noticiario de Poldhu en idioma inglés, comentaron el asunto entre ellos, pero al fin se abrieron preguntándome si yo sabía inglés. Les confesé que todavía muy poco, solamente algunas palabras, pues estaba diariamente estudiándolo con la gramática Lisle. Entonces –me preguntaron–, cómo lograba yo escribir diariamente varias páginas de prensa inglesa sin errores de ortografía y de composición, siendo que no conocía el idioma? Les expliqué que un telegrafista puede escribir idiomas desconocidos puesto que anotando letra por letra, y respectivas pausas, lo que está recibiendo en código Morse, automáticamente compone palabras y frases aunque no entienda el respectivo significado. Entonces, me preguntaron: cómo se las arreglaría su predecesor y colega quién sin saber una coma de inglés, nos suministraba los noticieros en italiano?
116
Acaso hay alguna estación que transmita boletines de prensa en italiano? No; la única que transmite prensa, a larga distancia, hasta ahora, es la estación de Poldhu situada en la península de Cornualles donde principia el Canal de la Mancha; la misma desde la cual se realizó el experimento de Marconi, de comunicación transatlántica con Glace Bay S. John Canadá; sus noticieros los transmite en inglés. Resultó pues evidente que Spampinato no recibía boletines de prensa por radio sino que antes de que el barco saliera del puerto hacía provisión de periódicos, de los cuales durante el viaje iba extractando informaciones que con el mayor descaro llevaba al puesto de comando como las últimas noticias recibidas por radio… Por eso, los boletines de Spampinato eran en italiano, porque él no conocía el inglés como para poder redactar o traducir a ese idioma. En cambio, yo sí recibía los boletines frescos y genuinos de Poldhu, pero no podía traducirlos al italiano porque no sabía suficiente inglés. Zona y Carissimo lo entendían fácilmente; en cuanto al comandante Bolognini, ya dije que era un experto en idiomas. De manera que él gustaba leer mis boletines a los oficiales, durante las comidas, traduciendo, explicando, comentando las noticias sin dejar de recordar como se habían dejado descrestar por el obeso dormilón pero vivo señor Spampinato. Con ironía también, comentaban los oficiales, como con mi llegada a bordo se habían dado cuenta de que estabamos navegando en tiempos de guerra pues no pasaba día sin que yo llevara al comando cuatro o cinco avisos de ALLO, o de minas, o de S.O.S a distancia, mientras que durante el viaje inicial, con Spampinato, no habían tenido idea de que tales situaciones y respectivas informaciones existieran. Que Spampinato solía estar encerrado con llave dentro de su estación y que las preguntas que a veces le dirigían a través de la puerta, después de larga espera aquel contestaba desde adentro: sin novedad! Que ellos habían creído que la puerta cerrada fuere una exigencia física de la radiotelegrafía, todavía tan misteriosa; pero al ver ahora que yo trabajaba y rendía evidentemente mejores resultados aún teniendo abierta la puerta de la estación, se estaban dando cuenta de que el secreto de Spampinato era que dormía continuamente, como un topo… Así que, a los pocos días de estar en el Cogne, con mi sorpresa, yo fui casi el héroe del estado mayor; los resultados de mis actividades como marconista eran comentados favorablemente por todos, princi-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
piando por Bolognini; se me concedió plena beligerancia y derecho para pasármela entre ellos como compañero apreciado, es decir, como si yo hubiere salido diplomado de la Academia Naval de Camogli o de Livorno… El primer día sentí vergüenza, apenado de saber que un colega mío (nunca lo conocí), hubiere actuado como un parásito. Habiendo yo manifestado tales sentimientos, el viejo Bolognini filosóficamente me comentó: –joven, eso no tiene porque darle pena, puede Ud. estar contento de que haya ocurrido así pues, sin la pereza de Spampinato, nosotros no podríamos ahora apreciar las actividades de Ud.; de la misma manera que si en este mundo no hubiere gente mala, no podrían los demás ser considerados buenos o inteligentes. Y si Ud. se topa con ignorantes, no se queje, dele gracias a Dios de que los haya, merced a los cuales podrá Ud. sostener y demostrar que es un sabio–. Llegando cerca de las Bermudas noté que el barco estaba navegando en un mar de color amarillo –en lugar que el acostumbrado azul–, un mar de enormes manchas flotantes. Este fenómeno me interesó. Para los demás, viejos marinos, se trataba de un caso común, muy conocido: estabamos navegando en el mar de sargazos, el mismo que –según relatan las crónicas–, hizo entrever a Colón la existencia de tierras cercanas. Los sargazos son algas o hierbas marinas que la fuerte corriente del Golfo de México quizás desprendiéndola de los fondos, o de las costas, arrastra en su camino hacia el océano. Son visibles desde fuera de las costas americanas, donde flotan en superficie de muchas millas, hasta cerca de los Azores, donde se dividen y ya solamente se ven en pequeños lotes de tamaño de algunos metros cuadrados. Para satisfacer mi curiosidad de saber qué eran estos famosos sargazos, conseguí una larga cuerda, a uno de cuyos extremos amarré un gancho de hierro, para echarlo al agua y pescar algunas de esas hierbas. Estando el barco viajando a su regular velocidad de diez nudos o sea 18 Km. por hora, había que lanzar el gancho hacia delante, teniendo en cuenta dicha velocidad, para lograr hacer blanco entre las hierbas que pasaban, y rápidamente tirar la cuerda para sacarlas fuera del agua antes de que se fueran, llevadas por la velocidad de las olas cerca del barco. Logré pescar varias zarzas de sargazos, y estudiar esa vegetación de color amarillento como de hoja seca, cuyas ramas tienen muchas pequeñas bolas, fruta o semilla, interiormente llenas de aire, con las que se sostienen flo-
tando las matas. Entre las hojas hallé pequeños peces, de alguna pulgada de largo. Desde el puente de comando los oficiales y timoneles, viejos marinos, se reían de mi diversión infantil; pero cambiaron de expresión cuando vieron que el viejo Bolognini me hizo el honor de bajar a la cubierta para ayudarme en la tarea, como si él también por primera vez hubiere navegado entre el mar de sargazos. Ordenó a un timonel traer baldes, llenándolos con agua de mar, en la que echábamos los pececitos vivos que sacábamos de las algas, clasificándolos por especies; Bolognini me explicaba la denominación de cada cual; peces luna, golondrinas, etc. Desde el puente comentaron cual de los dos sería más niño; si el joven marconista, o el viejo comandante… Pocos días después llegamos a la boca de la bahía Delaware entre el cabo Henlopen y el cabo May. Remontando el río Delaware durante varias horas, por la tarde llegamos a un muelle de Filadelfia, frente del astillero naval, en un lugar denominado Richmond (me doy cuenta ahora de que el muelle de Baltimore, que bauticé con el mismo nombre, tuvo que llamarse de otra manera). Me dejé vencer por el anhelo de bajar pronto a conocer la gran ciudad. Terminada la comida de las 5 p.m. obtuve del comando el anticipo de un dólar, y visto que ningún oficial quiso bajar esa tarde a tierra, me fui por mi propia cuenta creyéndome bastante experto como para desenredarme sin necesidad de una guía. Ya había estado en Norfolk y en Baltimore; suponía que –como había oído decir–, las ciudades de Norte América son prácticamente iguales, no hay peligro de perderse si uno se guía por la numeración de las calles. Todavía brillaba el sol; habría luz diurna hasta casi las 10 de la noche porque en época de verano, en estas latitudes, como en Génova, el sol se acuesta tarde. Richmond era terminal de una línea tranviaria; tomando allí el transporte, este me llevaría al centro de la ciudad pasando por la calle principal, denominada: Market Street. Subí al tranvía; me senté en un cómodo asiento, quedando admirado al observar su construcción confortable y moderna, el sistema de pago del pasaje, sin el cobrador sino que mediante una especie de pila de vidrio situada en la entrada, en la que cada pasajero al entrar iba echando por su propia cuenta los cinco centavos, cosa nunca vista en Europa donde muchos ciudadanos tienen la tendencia a ratero, especialmente entre los latinos. En Norte América, todo el mundo es escrupulosamente honesto mientras se trate de centavos; al contrario de los latinos, se vuelCADETE DE MARINA - Capítulo 13 Viaje N0. 3
117
ven ladrones solamente por sumas de miles de dólares en adelante… Factor primordial de esta conducta superior parece ser el que las leyes y la policía de los E.U.A. castigan sin misericordia al que hallan delincuente; en el sistema latino, la falta de sanciones, el exceso de perdones e indulgencia fomentan la falta de moralidad y espíritu cívico. El tranvía siguió su camino; a cada parada notaba yo que seguían subiendo pasajeros, casi nadie bajaba, indicio de que estabamos todavía lejos del centro de la ciudad. Más adelante principié a ver avisos luminosos; la iluminación de las calles aumentaba a medida de que procedíamos adelante; al pararse el tranvía en un cruce de calles advertí que casi todo el mundo se bajaba, entonces creí llegado el momento de seguir esa corriente humana. Efectivamente me encontré en una amplia avenida llena de movimiento; en una esquina pude leer el nombre de Market Steet, confirmé entonces que había llegado al centro de la ciudad. Estudié la configuración de la esquina donde había bajado del tranvía, con el fin de reconocerla más tarde para allí tomar el mismo para regresar a bordo; luego, como cualquier ciudadano del lugar me puse a pasear a lo largo de la avenida mirando vitrinas y edificios. Cuando estuve cansado de pasear, en mi deseo de hacer algo nuevo, luché algún tiempo entre la tentación de entrar en un cineteatro, y el temor de meterme en lo desconocido; finalmente, haciéndome valor me coloqué entre una cola de gente que esperaba el turno para seguir; cuando vi que el espectáculo costaba 50 centavos, una suma fabulosa, tuve vergüenza de retirarme; pagué como los demás y entré. La combinación de cinema y actos de variedad me pareció muy interesante, gracias a que todo era tan diferente de los que había visto en Europa; sobre todo, muchos juegos de luces, lujosas “mise en scene”. Otra cosa grata para mi persona aspirante a ser considerada como ciudadano; no había puestos de primera, segunda, tercera, como en Italia, sino que todas las butacas eran de igual categoría y lujosas como de primera. Cerca de la medianoche terminó el espectáculo, salimos a la calle, cada cual escogió su camino; yo me fui a buscar mi esquina. Ahora con la obscuridad nocturna no me sentía tan tranquilo, sin embargo de pronto apareció el tranvía, subí. Con sorpresa me di cuenta de que había tomado el vehículo que venía con la misma dirección en que había llegado de Richmond, esta calle era “one way street”. Resulta que la línea de regreso estaba unas cuadras más abajo, pero yo no lo
118
sabía. Supuse que el tranvía que había tomado, de alguna manera pasaría por Richmond. Estuve andando más de una hora mientras que a través de la obscuridad y luces nocturnas trataba de ver mástiles de barcos, que me indicaran la cercanía del muelle donde bajar, la orilla del río Delaware, pero inútilmente. Me convencí de que había tomado el número que no era; bajé, estuve un rato estudiando mi situación. Subí a otro tranvía; al cuarto de hora creí entrever mástiles y chimeneas a distancia; bajé, pero nada. Subiendo y bajando de uno a otro carro, hacia las dos de la mañana me encontré sin un centavo, y merodeando en un barrio cuyos almacenes y vitrinas tenían avisos escritos en caracteres extraños, que no eran del alfabeto romano. Comprendí que estaba en el barrio judío; no recuerdo por cual leyenda oída me entró el temor de ser asaltado y llevado a una sinagoga. Yo no sabía que el nombre de sinagoga corresponde a iglesia, por el contrario, ese nombre oriental me sonaba a misterio y cosa peligrosa. Principié a sentir frío y que no podía seguir así sin un centavo paseando en lugares desconocidos. En un cruce, hallé un gigante policía uniformado; hacia él me dirigí. Pero entonces se presentó el problema; qué le digo, si no sé explicarme en inglés? Le hablé en italiano; contestó: “don’t understand”. Ensayé en francés: lo mismo. Finalmente me hizo señas de que lo siguiera y llegamos a una oficina de policía. Habló con un oficial, me hicieron señas de sentarme, se fue; a los pocos minutos apareció uno que debía ser interprete, me escuchó, llamóé otro policía. Este debía ser napolitano, pues me habló en tal dialecto, como un hijo del Vesubio. Le informé que yo era oficial del barco italiano Cogne que había llegado la tarde anterior, que me había perdido en la ciudad, que estaba sin un centavo, y deseaba volver a bordo cuanto antes. Me preguntó el nombre del muelle donde estaba amarrado el barco, pero debido a la confusión en que me encontraba en ese momento, no supe recordar el nombre de Richmond. Entonces él habló por teléfono un instante, supongo que averiguando por el muelle donde estaría atracado el Cogne; luego me entregó a otro policía diciéndome que me fuera tranquilo con este que me llevaría a bordo. Este me colocó en la solapa una medallita cuyo significado no entendí pero que resultó ser muy útil para mi camino. Llegados a una esquina me hizo subir a un tranvía, dijo algunas palabras al conductor, y se fue. Al cuarto de hora el conductor paró el carro; a pesar de la impaciencia de otros pasajeros lo detuvo esperando hasta que apareció cruzando otro tranvía,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
lo hizo parar, me hizo seña de subir, indicó al conductor la medallita de mi solapa, y después de hablarle se fue. Este otro conductor me dio una miradita entre maliciosa y burlona, siguió viajando el carro algún tiempo, paró, me invitó con la mano a bajar, obedecí, estabamos en frente del Cogne. Fui a acostarme; la aventura me quedó para siempre grabada en la memoria. Que organización tan perfecta y que gente simpática son los policías norteamericanos! Al día siguiente, el comandante trajo a bordo un grupo de señoritas, empleadas de la agencia de navegación de nuestro barco. Principiaron los banquetes a bordo, para la gente de tierra; las invitaciones a tierra, para nosotros de a bordo. El empeño de Bolognini parecía ser el de que cada oficial se hiciera buen amigo de las mozas que él traía a bordo, y demostrara saber flirtear victoriosamente. Pero, Zona, frenado por sus tradiciones de nobleza, se mantenía reservado a pesar de que conocía el inglés; entre los demás el único que le hacía honor al grupo y buena compañía al comandante era la mascota Carissimo que también hablaba bastante el idioma. Yo en cambio aunque tuviera mucha gana de meterme en la fiesta me sentía cohibido por el desconocimiento del inglés y por el temor de caer en ridículo. De manera que no supe corresponder a las recomendaciones del viejo Bolognini quien a fuerza de hacerles regalos se mantenía rodeado de muchachas y comentaba en genovés: ay, jóvenes pendejos que no saben hacer nada y dejan solas estas señoritas que yo no puedo atender debidamente porque no me lo permite la vejez! Además del obstáculo del idioma, mi reserva se debía también a que yo no sabía estar en sociedad, no estaba entrenado a conversar tonterías y tomar las cosas en chiste; yo solo sabía actuar exageradamente en serio; y pensaba que de poder flirtear en inglés no lo haría en presencia de todos, sino a escondidas… Sin embargo, en grupo hicimos alguna amistad, pero aún al mismo Carissimo que hablaba inglés el carácter de las sajonas pareció sibilino e incompatible para nosotros latinos; ellas querían regalos, y nosotros no estabamos para gastar plata. Nos dedicamos entonces a buscar amistades entre los paisanos que en Filadelfia abundaban más que en Baltimore, y hasta tenían –como los judíos– su propio barrio con letreros en italiano y que parecía un pueblo de Italia. Dediqué alguna tarde a visitar el Independence Hall con sus históricas Liberty Bell, y el museo de recuerdos de Penn, el cusqueño fundador de esta ciudad capital del estado de Pensilvania.
Hacia fines de agosto salimos de Filadelfia de regreso para Génova, siempre con buen tiempo y sin novedades. Antes de cruzar cerca de las Azores nos tocó un día esplendoroso, de calma absoluta, durante el cual se ofreció a mis ojos de joven marinero otro interesante espectáculo. El mar estaba calmísimo, y parecía sembrado como de flores, blancas, azules. Bolognini me explicó que no eran flores lila, sino medusas, animalitos marinos que aprovechando el buen tiempo salían a la superficie y sacaban la vela para hacerse trasladar por la dulce brisa. Tuve la curiosidad de pescar alguna, como lo había hecho con los sargazos durante el viaje de ida; me puse a tirar el gancho. Tenía el balde listo, lleno de agua marina, donde echarlas y estudiar sus movimientos. Logré pronto enganchar alguna en el garfio. Su cuerpo estaba formado por dos partes distintas: la primera, que en algo parece y cumple la función de vela está constituida por una película como de plástico, de color blanco o violáceo, sobre la que se reflejaban los colores como en un espejo, cuando esta inflada alcanza el tamaño de una papaya, es por centenares de agallas o diminutos tubitos de forma parecida a los brazos del pulpo, de un pié cada una de largo, quedan bajo el agua, y en movimiento; con ellas aprisiona los pecesitos o demás cosas que le sirven de alimento. Ver de cerca una medusa, sentirme atraído por la belleza de sus colores y fascinado y con deseo de tocarla, acariciarla. Tan pronto lo hice, las agallas se enredaron en mi mano, sentí que esta me ardía con dolor fuerte y raro. Con fuerza desprendí la medusa de entre mis dedos, echándola al mar con maldiciones; durante días la mano siguió adolorida como si la hubiere sumergido en ácido nítrico. Moraleja: las cosas que más seducen resultan a veces peligrosas; con razón, los marineros bautizaron antiguamente ese acalefo gelatinoso, con el nombre de la mitológica hechicera que cuando se irritaba transformaba sus cabellos en espantosas serpientes que petrificaban a cuantos la miraban. Malditas medusas, nunca más volví a pescarlas! Llegados a Gibraltar recibimos órdenes de anclar en espera de formar un convoy para seguir hacia Génova. Después de un par de días salimos en grupo de seis barcos marchando en línea, escoltados por un vaporcito catalogado como crucero auxiliar y bautizado con el nombre de “Porto Torres” (nombre de una pequeña ciudad al norte de la isla Sardinia). El Porto Torres tenía fama de ser “jettatore” (de mal agüero); los navegantes le temían más a esta escolta CADETE DE MARINA - Capítulo 13 Viaje N0. 3
119
que a los submarinos. Sus armas eran un cañón de 120 a popa y otro igual a proa, que según se decía, al dispararlos sufría averías el barco; su velocidad era de 14 millas, bastante buena para el caso. Sin embargo, nosotros con nuestros cuatro cañones estabamos mejor armados que esa escolta o cualquier otro barco del convoy. Por consiguiente el almirante que dirigía el convoy nos ordenó colocarnos a la cola, de retaguardia; el crucero Torres marcharía en la punta del convoy zigzagueando. Todo procedió bien hasta después de Barcelona cuando ya a la vista del golfo Rosas, con una tarde clarísima y mar calmado, quienes estábamos en el puente vimos pasar un par de delfines cuya estela se abrió el uno hacia nuestra popa y otro hacia la proa. Los delfines pasaron y la navegación siguió, cuando de pronto oímos explosiones en la costa cercana donde dos columnas de agua y tierra se elevaron a gran altura. Entonces, un barco inglés que nos precedía pitó el alarma, y segundos después nuestro vigía gritaba: –submarino a estribor–. Efectivamente, apareció a media milla de distancia la estela de un periscopio que se movía en dirección a cortarnos el paso o situarse para hacer blanco. Tronaron nuestros cuatro cañones, tuvimos la impresión de haber hecho blanco pues allá donde antes estaba el periscopio surgieron altas columnas de agua producidas por el estallido de nuestros proyectiles; los barcos aumentaron el andar al limite máximo de sus respectivas máquinas. La escolta, regresando en zigzag hacia nosotros izó la bandera de libertad de maniobra. El convoy, abandonando la fila ordenada y disparando a todo andar se internó en el golfo Lion con la obscuridad de la noche como cada cual se salvase quien puede, esperando ocultarse antes de que el submarino pudiera volver a flote para perseguirnos, en caso de que no hubiere sido hundido.
120
Los delfines que habíamos visto pasar no eran tales, sino dos torpedos que afortunadamente cruzaron entre barco y barco sin hacer blanco, y estallaron cuando tocaron la costa. La escolta quedó atrás, probablemente sobre el sitio donde había sido avistado el submarino, tirando bombas de profundidad en los alrededores. Siendo nave de pequeño calado y reducido tamaño normalmente nada tenía que temer en cuanto a ser torpedeada. Por la noche nos llamó por radio informándonos que debido a los disparos de sus propios cañones había sufrido averías en la brújula y en las máquinas, y ordenándonos que nos refugiáramos todos los barcos del convoy en la bahía de Villafranca esperándola allí. Por la madrugada nos juntamos los varios barcos en la pequeña bahía de Villafranca esperando a la escolta. Esta bahía es de lo más bello en su género: un espejo de agua casi circular, de pocos kilómetros de diámetro, entrada estrecha, circundada por altos cerros que caen casi a pique en el profundo mar, recubiertos de olivos y franjeados por una carretera– funicular. El agua del puerto es de vivo color azul y pureza encantadora. Hacia el atardecer llegó el Porto Torres, y por la mañana salimos todos hacia Génova, mejor escoltados esta vez pues de Génova había venido expresamente una escuadrilla de destroyers; el Fuciliere, Garbaldino, Carabiniere, etc., que a gran velocidad se pusieron a tejer la ruta sembrando bombas antisubmarinas afuera y entre el convoy. Ya estabamos próximos a llegar y tan cerca de la costa, nosotros nos reíamos de aquellas exhibiciones de parada, criticándolas: –afuera de Gibraltar, en el océano, quisiéramos verlos estos gallitos como se manejarían–. Así, con esa escuadrilla de cazatorpederos echando nubes de humo y haciendo piruetas a nuestro alrededor el convoy entró triunfalmente en el puerto de Génova, sanos y salvos.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
14
VIAJE NO. 4 S/ S
COGNE
DE GÉNOVA A FILADELFIA Y REGRESO. Salida: 14 octubre de 1.917 Regreso: 20 diciembre de 1.917 Comando:Igual que el viaje anterior
A
l describir escenas y cosas, procuro hacerlo tal como ellas impresionaron mi ánimo de muchacho, y no como podría juzgarlas hoy, después de tanto tiempo de haber ocurrido, cuando mi actual experiencia, si yo sondeara profundamente la raíz de cada asunto, podría hacérmelo ver con un matiz diferente. Por lo tanto sucede que a veces escribo dándole gran importancia a cosas que al final resultan insignificantes, o viceversa, menciono otras que parecen pueriles en un principio y que acaban siendo de valor capital para sacar conclusiones, moralejas, evidencias de infalible y a veces despiadada justicia Divina. Otro punto de importancia en esto de relatar hechos y mencionar nombres de personas es que si algunas de ellas leyeran estas memorias, casi seguramente se sentirían ofendidas (la verdad ofende). Quizás pocos de los protagonistas juzgarían debidamente glorificadas sus actuaciones. Pues cada individuo suele ver favorablemente lo propio, critica a los demás, de quienes solo se hacen elogios después de muertos… Yo podría relatar hechos, sin nombre propio, apuntando solamente las iniciales, por ej. C por Casareto;
pero mientras esta historia sea para lectura privada entre mis hijos no hay por que crear confusiones. Por otra parte comprendo que mis impresiones de muchacho, influenciadas por uno u otro de los compañeros oficiales del barco o personas del estrecho ambiente en que yo vivía, pudieran haber sido ingenuamente distorsionadas en uno u otro sentido. Para juzgar la verdad habría que saber qué diría Casareto de mis acusaciones. No siendo esto posible, sugiero que el lector las considere verdades solamente en parte, aceptando que la otra parte sea inexacta debido a que yo veía las cosas únicamente desde mi propio ángulo y conveniencia, enfocadas desde una cara del prisma, sin conocer el otro lado de la verdad. Pero hay un punto final que deseo hacer resaltar cual moraleja para mis hijos, y esta es que –según aprendí por la experiencia–, la ley Divina existe, aunque a veces no lo parezca. Si esto no fuere así, en el mundo no habría justicia, no habría incentivo para el bien, para el progreso de la humanidad; cada cual se sentiría autorizado para obrar egoístamente dando gusto a sus propios impulsos y caprichos; los delitos de todo género serían acción diaria y común en-
CADETE DE MARINA - Capítulo 14 Viaje N0. 4
121
tre la raza humana que acabaría siendo peor que los animales que sí cumplen y noblemente respetan cada cual su propia ley de la naturaleza (ej. de nobleza en los perros, caballos, etc.). De manera que si nos damos cuenta de que algunos “vivos” o ambiciosos de gloria y dinero obran impunemente violando la ética, suben a altas aunque inmerecidas posiciones dirigentes o acumulan riquezas a fuerza de continuo engaño, abuso, desfachatez, no perdamos la fe en la religión, en la justicia Divina, que como dice el refrán, tarda pero llega; más tarde llega, más implacable será contra quienes infringieron los mandamientos de Dios. Llegados a Génova bajé inmediatamente a tierra para ir a presentarme a la Marconi; dar curso a diligencias personales, buscar una lavandería para mi ropa sucia, el sastre Buttafava para que me hiciera un uniforme, etc. Solicité licencia para ir a ver mi familia en Torre Pellice, pero la compañía me contestó que no tenía yo derecho a los quince días de vacaciones sino después de haber cumplido un año de servicio en navegación. Respecto de mis problemas personales, manera de resolverlos: ya en esa época me sentía más hombre, bastante seguro de mis acciones; principiaba a volverme marino; los tres viajes que acababa de cumplir habían modificado mi ingenuidad montañesa dotándola con la malicia del trotamundos y la resolución de quien fríamente se enfrenta a cualquier clase de lucha o peligro que se le presente. Viviendo en ese ambiente de continuo peligro, de muerte; entre personas ajenas, desconocidas, sin familiares, sin alguien que pudiera darme consejos, no podían ser otros los resultados. Volví a encontrarme con Filipponi, mi ex jefe del Maroncelli quien al tiempo que yo embarcaba en el Cogne había sido destinado al s/s (SteamShip) Matteo Renato Imbriáni, un gran barco de 12.000 toneladas, ex alemán como el Maroncelli. La compañía destinaba preferentemente a Filipponi sobre barcos ex–alemanes, debido a que él era uno de los pocos especializados en aparatos Telefunken, diferentes de los Marconi. En cuanto a submarinos, con el transcurso del tiempo pareció evidente que entre un barco italiano, y otro ex–alemán, hundían a este último, con razón porque los barcos alemanes eran mejores que los nuestros, bajo diferentes aspectos. El Imbriáni, regresando de Canadá con doce mil toneladas de trigo había sido torpedeado en el Mediterráneo; debido al hundimiento, Filipponi había tenido que aguantar-
122
se a flote nadando durante varias horas nocturnas, hasta que llegaron, llamados por el S.O.S., buques de guerra a salvar los náufragos y traerlos a Génova. El prolongado baño le había ocasionado una neumonía de la cual estaba convaleciente (en aquel entonces no se conocía aún la penicilina; la neumonía, el tifo, etc. eran enfermedades graves). A juzgar por sus acostumbradas expresiones de jovialidad, el torpedeamiento no había dejado mellas en su ánimo. Yo me preguntaba, qué haría el día en que me tocara el turno de naufragar: tendría la sangre fría y valor necesario para salvarme? Sería capaz de sostenerme largo tiempo a flote sobre las olas sin desanimarme? La pérdida de los efectos personales, vestuario, libros, recuerdos, no sería chocante y oprimente? Estas preguntas no eran tranquilizadoras; las contestaba mentalmente confiando en que el buen Dios me ayudaría, rezando y rogándole para que me guiara y me orientara cuando llegara el caso. Al mismo tiempo (ayúdate que Dios te ayudará) cuidaba de no dejarme sorprender por las circunstancias en forma desprevenida o impreparada; por ej. durante la navegación mantenía un maletín con las cartas de mamá y los efectos más queridos, siempre al alcance de manos en el camarote, junto con el salvavidas, listo para cargarlos tan pronto tuviera que echarme al agua. Durante las estadías en el puerto, con la mayor frecuencia posible, a veces diariamente, me entrenaba a nadar y cubrir trayectos de alguna distancia. En cuanto a la manera de salir del barco en caso de hundimiento calculaba efectuarla como sigue: de acuerdo con la costumbre reglamentaria de que el marconista y el comandante fueren los últimos en abandonar la nave, teniendo el marconista que quedarse para transmitir la llamada de auxilio y hasta el último momento para las demás informaciones, al tiempo que los tripulantes procedían a salvarse; era de suponer que al momento de abandonar la estación yo no encontraría más botes salvavidas pues todos se habrían alejado ya, con la otra gente. Este caso sucedía con frecuencia entre los marconistas de aquella época; por haberlo oído describir por quienes habían ya sufrido tal percance, sabía a que atenerme. Saltar al agua. Es fácil decirlo, pero no es lo mismo hacerlo. Estando el barco cargado, y por consiguiente con su casco solamente un par de metros afuera del nivel del mar, el salto podría efectuarlo sin preocuparme de los malos golpes; pero si el barco estuviere ya hundiéndose al nivel del mar sería un error debido al efecto ya mencionado del remolino. Tendría pues que buscarme una
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
cuerda, amarrarla, y por ella colarme fuera de borda hasta el nivel del mar, con el salvavidas ya puesto, llevándome el maletín con la documentación personal y cuanto posible. Si el hundimiento ocurría durante las horas diurnas, el asunto era menos grave porque siquiera se veía; lo aterrador era la perspectiva de ser echado a pique en la oscuridad de una noche sin luna, más aún si el mar estuviere movido, con gélido tiempo invernal, en cuyo caso la salvación sería improbable. Sin embargo no había manera de prever cuales serían en cada caso las contingencias pues cada hundimiento solía presentarse en circunstancias distintas y con diferentes consecuencias; alguna vez, el único o únicos tripulantes que se quedaron a bordo asignados a hundirse con el barco y morir, fueron los únicos salvados cuando llegó el equipo de salvamento… Lo único que podía yo hacer pues, era mantener el ánimo preparado para enfrentarme aceptando fríamente y con la mayor calma posible cualquier situación; supongo que lo mismo estaban haciendo mis compañeros de viaje. A cada salida del puerto se presentaba la incógnita: –volveré?–. Tal estado de alma, forzosamente influía sobre nuestra conducta durante la estadía en el puerto; para nosotros, ni el dinero, ni ciertas convenciones de la humanidad “de tierra” tenían valor. Vivir lo más intensamente y de la manera más rápida cualquier aventura era la mayor aspiración; vivir, porque dentro de pocos días nos tocaría nuevamente alejarnos de la existencia terrestre, para ir a enfrentarnos al espectro de la parca acechando sobre las olas. Vivir, para quienes no teníamos parientes y amigos cercanos implicaba frecuentar playas, casinos, café chatants y teatros donde el género femenino estuviere al alcance y fácil de abordar puesto que – entre otras cosas–, en el breve lapso de una o dos semanas que estuviere el barco en el puerto no podíamos disponer de tiempo como para dedicarnos a buscar, escoger novia, cortejarla, conocer su familia, hacerles conocer la nuestra, obrar en fría como suelen hacerlo los hombre de tierra; todo teníamos que hacerlo obrando a la carrera, antes de que el barco volviera a salir hacia el océano. Lo único de lo cual disponíamos en mayor cantidad que el hombre de tierra era el dinero: el sueldo ahorrado durante las largas travesías, donde no había manera de gastarlo. Diluir en dos o tres noches los sueldos acumulados durante tres meses de viaje
les parecía cosa lógica a los débiles de moral quienes veían en tal proceder la única ventaja que los marinos les llevábamos a los competidores terrestres… Por mi parte, el sueldo era todavía tan reducido que apenas me alcanzaba para proporcionarme los uniformes, y una que otra noche al teatro o al café en compañía de los menos derrochadores; pensaba que no tardaría, en los viajes sucesivos, ya con mejor salario, a disponer de cuanto necesitara para satisfacer los caprichos, aunque mis propósitos eran de ahorrar siquiera una mitad para enviarla a casa, a mamá y a los hermanos. Pero, como suele suceder en la vida práctica también en tierra firme, el presupuesto siempre fallaba, siempre había gastos imprevistos… Salimos de Génova el 14 de Octubre de 1917, nuevamente con destino a Filadelfia. Hasta salir del estrecho de Gibraltar la navegación fue normal, sin novedades importantes, siendo las señales de S.O.S. y los avisos de minas o submarinos hechos comunes en el trayecto del Mediterráneo, que no alteraban nuestra norma de vida o de trabajo a bordo mientras la explosión no nos tocara directamente. Aún cuando a medida que avanzaban los meses de guerra, los peligros de hundimiento aumentaban, los alemanes sembraban siempre más minas, y había más submarinos, más barcos hundidos diariamente; sin embargo durante el viaje de ida, estando el casco vacío, era menor el porcentaje de ataques de los submarinos. Tuvimos una pequeña novedad en la vida de a bordo; parte de la tripulación había sido reemplazada, durante la estadía en Génova, por otros marineros y fogoneros, entre los cuales se había infiltrado algún individuo de malas pulgas. Durante los primeros días de navegación había notado el comando ciertos conatos de rebelión, que prontamente habían sido reprimidos mediante regaños y concesiones. Ya mencioné en la crónica del viaje anterior, que Bolognini no era de los comandantes que explotaban a las tripulaciones sino que por el contrario era a este respecto de manga ancha y bondadosa. Pero sucede a veces que el ser bueno resulta inconveniente porque el prójimo tiene entonces la tendencia a abusar. Por ej., una tripulación mala e indisciplinada no habríase atrevido a manifestarse bajo el mando de Casareto, quien era de por sí una fiera, siempre listo a molestar, irritar sus subalternos. En cambio, con el bueno de Bolognini, los malos tripulantes tenían posibilidad de dar rienda suelta a su mal genio, por lo menos, hasta que el comando perdiera la paciencia, pues como lo veremos, CADETE DE MARINA - Capítulo 14 Viaje N0. 4
123
Bolognini sabía poner remedio, aunque usando procedimientos humanos y aceptables, en lugar de despiadados. Una mañana, después del almuerzo de los oficiales y cuando estos se hallaban sobre el puente tomando con el sextante las observaciones del mediodía para determinar la posición del barco, de pronto oímos un bochinche, y de la puerta de acceso a la máquina vimos salir corriendo el primer maquinista, perseguido por una turba de fogoneros y carboneros. Llegados a cubierta, dejaron de perseguir al neurasténico Pitzalis; en formación resuelta se dirigieron hacia la puerta de mi camarote–estación. Yo me hallaba en ese momento sentado en el escalón de la puerta (en los barcos, las puertas externas tienen un alto escalón para impedir la entrada de agua), estaba
Con uniforme de verano
124
tomando el sol, con los auriculares puestos, observando. Un par de metros más arriba, sobre la pasarela del puente encontrábanse los oficiales de cubierta y el comandante. Los tripulantes, en grupo de unos veinte, con cara amenazante y llevando en sus manos platos repletos de comida, botellas, cuchillos, encabezados por un tipo de fisonomía inquietante y cuerpo de tamaño grandote. Este, viendo mi persona situada como cortándole el paso hacia la escalera del puente de comando, con un gesto del brazo me ordenó que me quitara de ahí, lo cual hice prudentemente sin dejar de observar la escena, por la curiosidad de saber qué estaba pasando. Entonces, de repente aquel levantó el brazo y con tiro rápido envió su plato lleno de macarrones a ensuciar el uniforme de Bolognini. Sus compañeros le imitaron: una lluvia de botellas y recipientes de lata cayó sobre los demás oficiales quienes tuvieron que retirarse, junto con el comandante, al cuarto del timón; pero volvieron a salir, armados cada uno de revolver, seguidos por los fieles timoneles y contramaestres ante quienes los amotinados se desbandaron, con excepción del tipo que los dirigía, que trataba de seguir rebelde, aunque solo, contra todos. Con el auxilio de algunos marineros fue amarrado, aislado, encerrado en un camarote mientras le pasara la furia. Se descubrió que se trataba de un maniático quien dentro de su locura, tomando como pretexto una queja baladí como que el guiso carecía de sabor, había logrado influenciar sus compañeros para que se sublevaran. En los días siguientes, calmado el acceso de locura, este fogonero se transformó en una ovejita que lloraba, gemía, se asustaba por nada viendo espantos y hasta ballenas que lo perseguían. Bolognini le tuvo compasión, se dedicó él mismo a atenderlo transcurriendo él largas horas en conversaciones durante las cuales trataba de inspirarle confianza, y hacerlo volver calmado al trabajo. De lo que había podido deducir por sus conversaciones, la historia de ese alienado era como sigue: habiendo sido llamado al servicio militar, en su temor de ser enviado al frente de batalla, había intentado hacerse declarar inhábil. Se había hecho enseñar las prácticas acostumbradas para tales casos: colocarse tabaco bajo las axilas para procurarse la fiebre; herirse voluntariamente una mano o un pié, y otras estratagemas cuyos detalles he olvidado. A pesar de sus tentativas, los médicos militares acababan siempre reconociéndolo hábil para el
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
servicio militar; entonces se le ocurrió fingir la locura. Fue enviado al manicomio militar donde gran parte de los pacientes eran falsos dementes. Los galenos comprendían más o menos con quién tenían que tratar, y para descubrir el engaño organizaban trampas para estudiar la reacción del individuo cogido sorpresivamente. Este, en su continuo esfuerzo para mostrarse insensible, soportaba y sufría verdaderas torturas corporales y espirituales. Al fin logró hacerse declarar inhábil por ser lunático; fue retirado del servicio militar, pero la fingida enfermedad acabó prendiéndosele de veras, volviéndolo un energúmeno a cualquier mínima contrariedad. Una mañana, cerca de las Bermudas, nuestro hombre no apareció por ninguna parte. Después de una investigación general hubo que suponer que durante la noche, furtivamente, se había echado a los tiburones, quizás perseguido por las ballenas que él viera de vez en cuando. No dejó cartas, ni algo que hiciera ver la premeditación del suicidio; no volvimos a saber nada de él; hubo que izar la bandera a media asta. El incidente entristeció a los del barco durante el resto del viaje, no tanto por el hecho en sí, cuanto por la superstición respecto de posibles consecuencias perjudiciales. Si en lugar de ser hombre el caído al agua, hubiera sido el gato negro de a bordo, la preocupación de los tripulantes había sido más o menos la misma. La tranquilidad de los viejos marinos requiere ver siquiera una vez diaria el gato negro saliendo de la cocina lamiéndose los bigotes y pasear lentamente con la cola erguida, a lo largo de los mástiles colgados horizontalmente sobre las bodegas. Afortunadamente, la jettatura falló esta vez, o la existencia del gato la contrarrestó pues como veremos, nada especialmente grave ocurrió durante el resto del viaje. En lo tocante al hombre que se suicidó arrojándose a los tiburones, el hecho no era insólito en los barcos, posteriormente, en más de una ocasión me tocó conocer casos similares. Una persona que sufra de graves preocupaciones y que se sienta sola a bordo, sin tener con quién compartir sus penas, ya sea marino o pasajero, hombre o mujer, experimenta a veces fuerte tendencia a saltar la barandilla, lanzarse entre el vórtice de las hélices, como si fuere atraído por los remolinos, o el deseo de olvidar ahogado sus penas entre ellos. El hecho no extraña si recordamos la maléfica atracción del salto del Tequendama. Sin novedad llegamos a Filadelfia, nos dedicamos a las visitas y amistades, mientras que el barco iba siendo cargado.
Conocí un italiano de apellido Roma, quien deseaba encargarme el transporte de algunos objetos a sus parientes de Italia, lo cual gustosamente acepté cumplir. Hallándome con él en Market Street manifesté el deseo de ir a una peluquería; me invitó a entrar en la suya situada dentro de la estación Pennsylvania, cuya grande y lujosa vista interior me dejó encantado. Ingresamos en un salón donde varios fígaros se abalanzaron sobre mi persona. Fui sentado, echado en posición supina mientras que uno se dedicaba a mis zapatos, otro, a mi casi inexistente barba, otro a mi largo pelo. Hubo instantes en que tuve ganas de protestar, huir de aquella sala de suplicios. Trapos hirvientes, vapores, masajes, y cien diabluras más. En mis adentros me preguntaba si esa gente estaba… tomándome el pelo. Cuando terminaron las maniobras pude ver en el espejo, que me habían transformado elegantemente la cara, comprendí que la cosa era en serio pues a los demás señores sentados en las otras sillas les estaban practicando el mismo tratamiento de toallas hirvientes y vapor. Me acerqué a la caja y pregunté “how much”: me contestaron que 5 dólares. Casi me dio vértigo por la vergüenza y porque no sabía como solventar la situación puesto que no tenía más que un dólar en el bolsillo! Estando en esas apareció el propietario, Mr. Roma, quien protestó que no me permitía pagar, que se trataba de una atención. Galantemente accedí y agradecí. Lo que más me impresionó no fue sin embargo la milagrosa cortesía del paisano, sino los complicados tratamientos y lo costoso de esa peluquería americana de lujo. Era la primera vez en mi vida en que conocía masajes, fricciones, toallas al vapor y sillas giratorias con palanca. La carga que estaba siendo embarcada en el Cogne se componía principalmente de grandes láminas de hierro, y cajas de fulminante tritolo. Las láminas iban destinadas a los astilleros Ansaldo de Génova, para la fabricación de barcos; el tritolo, como explosivo para cañones de marina. También se cargaron algunos millares de lingotes de puro cobre, que los bodegueros apuntalaron a fin de que el eventual balanceo durante el viaje no los hiciera mover de su puesto. Como quiera que la mercancía era muy pesada resultó que aún cuando el buque estuviere ya con plena carga en cuanto a cantidad de tonelaje embarcado calando 25 pies; en las bodegas había solamente un metro de carga, quedando varios metros encima, sin ocupar. Las bodegas principales, la No. 2 y la No. 4 parecían salones vacíos. A principos del viaje de regreso tuvimos buen tiempo; a pesar de que el barco CADETE DE MARINA - Capítulo 14 Viaje N0. 4
125
se balanceara más de lo normal a causa de que el centro de gravedad estaba muy bajo, en las horas libres de guardia nos íbamos yo y Carissimo a las bodegas a jugar l football. Pero, después de las Azores el balanceo aumentó tanto que –a pesar de las cuñas, puntales y amarres– los lingotes principiaron a rodar por las bodegas, ocasionando profundos ruidos, y justificados temores. Cada lingote pesaba varios centenares de kilos; estando varios de ellos corriendo en uno u otro sentido, de acuerdo con el balanceo; no había fuerza humana capaz de detenerlos, agarrarlos como para volverlos a amarrar sino que por el contrario si algún marinero intentaba bajar al piso de la bodega sería probablemente derribado y herido. El peligro era múltiple: era de temer que algún lingote golpeando de punta la pared del casco pudiera esfondarla, abriendo agujeros por los cuales el agua del mar entraría al barco con gran presión debido a que la línea de flotación estaba varios metros debajo del nivel del mar; por otra parte, si algún lingote alcanzaba a tocar las cajas repletas de explosivo tritolo, el barco volaría en astillas. Día y noche tuvo que trabajar la tripulación en las bodegas usando todos los palletes disponibles a bordo para amortiguar los golpes de los lingotes y reducir la carrera de estos, hasta cuando ya cerca del Estrecho fue calmado el balanceo. Entrados en Gibraltar, con el barco anclado, fue posible volver a amarrar y apuntalar debidamente esa carga. Salimos de Gibraltar en convoy de siete barcos, escoltados por el viejo crucero Coatit. Cerca de la costa argelina, a la altura del cabo de Gata tuvimos momentos emocionados al encontrarnos de pronto navegando entre un campo de minas flotantes, que esquivamos maniobrando; afortunadamente era de día, pues si hubiera sido durante la obscuridad nocturna, probablemente algún barco habría chocado con las minas. Estas eran del tipo libremente flotante, soltadas por los submarinos a merced de la corriente: unas bolas metálicas de un par de metros de diámetro, parecidas a boyas de amarre, interiormente rellenas de explosivo, provistas exteriormente con pequeñas protuberancias o sea las espoletas que al ser golpeadas por un cuerpo sólido como el casco del barco, hacía estallar la pólvora. Los vigías, desde sus cofas señalaron las minas; nos colocamos a alguna cuadra de distancia de las mismas, y con los cañones iniciamos el ejercicio del tiro al blanco hasta hacerlas volar; su explosión levantaba espumantes columnas de
126
agua hasta unos 50 metros de altura, al tiempo que el trueno de los cañones hacía ecos con el estallido de las minas; de haber estado algún submarino en los alrededores tuvo que haberse fugado a toda prisa. Cerca de las Baleares, nuevamente nos cogió el temor de que “la guigne” estuviera persiguiéndonos pues se nos daño la máquina, el barco quedó inmóvil, cosa peligrosísima si algún submarino hubiere estado merodeando en aquellas aguas. La escolta, el ya mencionado Coatit tuvo el problema de resolver si se quedaba para cuidarnos a nosotros, abandonando los seis barcos restantes, que no estaban armados como nosotros; hechas las cuentas, optó por irse con el convoy. Quedamos así solos e inmóviles casi un día, hasta que finalmente reparada la avería de la máquina pudimos ponernos en camino, entrando sanos y salvos en Génova el 20 de diciembre de 1917. Por la tarde fui a la acostumbrada reunión de personal en la oficina Marconi; allí recibí dos noticias que me impresionaron. La primera: que Filipponi había sido nuevamente torpedeado; esta vez, en el transporte “Regina Elena” que llevaba tropas africanas (áscaris) a Trípoli; había sufrido una larga inmersión en el mar sostenido por el salvavidas; el frío invernal le había ocasionado otra recaída de neumonía, que lo había mantenido hospitalizado varias semanas. Acababa de volver a embarcar, ahora en la nave hospital “Ferdinando Palasciano”, rumbo a un puerto de Albania; me había dejado saludos y recuerdos con los empleados de la oficina, y una carta de felicitaciones por el escampado peligro sobre el caso que a continuación relataré. El Palasciano (ex grande y lujoso paquebote austríaco Prinz Franz Joseph, radio equipado Telefunken) se llamó posteriormente “Italia”; bajo este nombre, acondicionado como barco exposición, en el año de 1929 visitó a Puerto Colombia. La otra noticia, igualmente grave, muy comentada en la carta que me había dejado Filipponi: el Pietro Maroncelli había sido hundido en el Mediterráneo, en circunstancias que resultaron sumamente desfavorables para su tripulación. Durante el viaje siguiente a aquel en que yo y Filipponi desembarcamos estaba navegando de Gibraltar a Génova; llevaba a bordo como jefe de convoy al almirante Grassi. En pleno día llegó el torpedo; el agua invadió las bodegas desde proa hasta popa, con lo cual se vio que no había remedio: el barco se hundiría rápidamente. Quizás seducido por la doble
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
hélice y las 14 millas de velocidad que podía desarrollar el Maroncelli, el almirante había escogido mal la nave sobre la cual embarcar él mismo como jefe de convoy; no había tenido en cuenta que este barco era todo un corredor, sin mamparos estancos; más aún, no sabía quién era el comandante Casareto. El pánico cundió a bordo tan pronto ocurrió la explosión. El primer bote salvavidas que lograron soltar, dio la voltereta. En la segunda lancha, contrariamente a las costumbres embarcó el propio capitán Casareto, cuyo deber habría sido el de irse con el último bote que quedara disponible, abandonar la nave después de todos los demás. Viendo que el comandante huía con tanta prisa, los tripulantes lo imitaron; las dos chalupas restantes lograron alejarse del casco antes de que este se hundiera. Cuando el buque–escolta los hubo salvado y pasaron a lista, resultó que solamente faltaba una persona, pero, nada menos que el almirante Grassi. ¿Qué se había hecho el almirante? Alguien recordó, mientras estaba echándose la lancha, haberlo visto subir la escalera hacia el cuarto del timón donde se mantenía los cifrarios (libros de claves para comunicación escrita; con cubiertas forradas de plomo; que en caso de abandonar la nave, había que tirar al fondo del mar antes de que el enemigo lograra hacerse a ellos y descubrir el secreto de las comunicaciones de los otros convoyes y buques de guerra aliados). El almirante Grassi era gordo y viejo, caminaba fatigosamente. Nadie se había recordado de él; quizás él había preferido, en lugar de humillarse pidiendo auxilio, desaparecer calladamente, junto con su barco, como según la tradición corresponde a los heroicos comandantes de los buques heridos de muerte… Cuando los náufragos del Maroncelli llegaron a Génova fueron sometidos a interrogatorio, luego, a proceso de guerra (consejo de guerra) por abandono del superior, el almirante Grassi. Por las mutuas inculpaciones que se hicieron entre tripulantes y estado mayor, quedó demostrado que todos, encabezados por el comandante, habían procedido a escapar de manera precipitada, desordenada, durante el hundimiento. La comisión fiscal, que representaba la marina de guerra a la cual pertenecía el glorioso almirante Grassi, quiso dar una lección ejemplar a la marina mercante italiana: condenó a toda la tripulación, des-
de el capitán hasta el último mozo, 52 personas en total, sin excepción, a 6 meses de cárcel militar, además de degradar y quitarle de por vida la patente de navegación como comandante, al señor Casareto. De manera que: nuestros buenos amigos Arata, Dodero, Zanini, Cinti, y marconistas que nos habían reemplazado a mí y a Filipponi en el Maroncelli (el primer marconista se llamaba Pietro Scanarotti; del segundo he olvidado el apellido) estaban actualmente en el calabozo de la fortaleza, donde me hubiera tocado permanecer, si no hubiera tenido la suerte de hacerme cambiar de barco con motivo del pleito de los prismáticos! ¡Que ventura, Dios mío! Habría yo sido capaz, al verme inocentemente condenado, castigado moral y materialmente, de soportar tal vicisitud sin volverme anárquico o dejarme vencer por la idea del suicidio que tanto asalta a la juventud por cualquier bobada? Lo dudo. La sola palabra “prisión” me hacía estremecer de horror. Pobres colegas míos, que tuvieron que soportar seis meses de reclusión en la fortaleza! Siquiera ellos sufrieron menos porque siendo ambos genoveses (los dos marconistas) eran visitados frecuentemente por sus parientes quienes pudieron darse cuenta de que eran inocentes, y les llevaban afectos y golosinas. Pero, si ese infortunio de ser encarcelado me hubiere tocado a mí: qué habría pensado mamá, allá en Torre Pellice donde de las costumbres, accidentes, y reglamentos de la guerra marítima no tenían ninguna idea; que habrían dicho los conocidos de la fábrica Mazzonis –quienes tampoco entendían de asuntos marinos– al saber que yo estaba en el panóptico? Y todo eso, por qué? Porque el bellaco, desgraciado capitán Casareto se había botado de primero en la lancha salvavidas, abandonando todo, olvidando sus deberes, y hasta su superior en ese momento: el almirante Grassi! También es cierto que a él le había tocado el mayor castigo por cuanto que además de la prisión, había sido degradado, y siquiera no podría nunca más volver a navegar como capitán! Pero: a qué debo yo la fortuna de que –en comparación con otros–, siempre logre salvarme a tiempo, con poco o ningún sufrimiento? Cuántos agradecimientos le debo a mi buena estrella, a mi ángel guardián, a Dios todopoderoso y misericordioso!
CADETE DE MARINA - Capítulo 14 Viaje N0. 4
127
CAPÍTULO
15
VIAJE NO. 5 S/ S
COGNE
DE GÉNOVA A CARTAGENA ESPAÑA, A GLASGOW ESCOCIA Y REGRESO Salida: 12 enero de 1.918 Regreso: 28 febrero de 1.918 Comando: Igual que el viaje anterior
E
n los buques que no tienen itinerario fijo de salidas y llegadas es costumbre tan pronto que la nave entra a su puerto base, tratar de saber cual será la fecha de su próxima partida, para tener una idea de cuando tiempo queda amarrada, y sobre esa información calcular como disponer esos días en los asuntos de familia y gestiones particulares. El tiempo que la nave permanecerá en el puerto depende generalmente del tipo de mercancía para descargar y cargar; la época del año; las reparaciones que el barco necesite. Al día siguiente de haber llegado del viaje que acabo de reseñar, el comando anunció que de acuerdo con la dirección de la compañía armadora, el Cogne no tendría que volver a salir antes del 8 de enero. Entonces pensé que esta vez lograría obtener las vacaciones, ir a pasar la Navidad y Año Nuevo en familia. Sabía que Bolognini había enviado a la Marconi una relación especial elogiando mi conducta y trabajo a bordo; suponía que en tal virtud mi solicitud sería fácilmente aprobada. Sin embargo, tropecé con el imprevisto absolutismo de nuevos reglamentos: estábamos militarizados. Según esta disposición el personal navegante no te-
128
nía derecho a vacaciones antes de completar un año de servicio. El motivo principal –aunque no confesado–, por el cual el gobierno había militarizado las tripulaciones de la marina mercante era el de impedirles que abandonaran la navegación y cambiaran de profesión para sustraerse a los peligros de la guerra submarina. Quien faltara a la llamada el día de la salida del barco, era declarado desertor, quedando sujeto al respectivo terrible castigo. Fue precisamente debido a la existencia de ese reciente decreto de militarización, que los tripulantes del Maroncelli habían sido procesados por abandono del superior y enviados al calabozo, según acabamos de leer. Para lograr su objetivo de conservar en pleno los cuadros del personal de la marina mercante, el gobierno no tuvo escrúpulos de averiguar si algunos de los marinos eran inhábiles por motivos de salud, o por excesiva o por insuficiente edad; en tratándose de levantar carne para torpedos, volver patriotas a quienes no lo fueran, el gobierno declaró de una vez a los 60.000 marinos mercantes, todos militarizados, sin importarle una higa las tradiciones, las injusticias, etc. Los sentimentalismos y los derechos individuales no son para tiempos de guerra.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
En cambio, como para endulzarnos la píldora, se nos concedían algunos privilegios: el período de navegación durante la guerra sería computado como doble tiempo de servicio militar; tendríamos derecho a pasajes gratis en los ferrocarriles del estado; al descuento del 50% en el precio de los tiquetes de teatros y cinemas (“militaro e ragazzi a metá prezzo”); y hacer carrera dentro de la jerarquía militar. En consecuencia: me correspondía por lo pronto el grado de subteniente de navío. Gustárame o no, no me podía eximir de cumplir con ese decreto; además, sus disposiciones me parecieron favorables por las ventajas económicas que implicaban y porque si a los 17 años ya era subteniente de marina, quién quitaría que antes de los 40 llegara a ser almirante! También: si la guerra terminaba inmediatamente, devolviéndonos a la clasificación de civiles, no tendría ya que cumplir servicio militar puesto que la navegación mercantil estaba siendo calculada como servicio de marina de guerra; cada año de navegación equivaldría a dos años de servicio militar en tiempos de paz. Estas consideraciones tenían además efecto sobre la ley de jubilaciones: se requerían 30 años de servicio para tener derecho a la pensión, pero como quiera que el tiempo de guerra contaba doble, me habrían sido suficientes 15 años se servicio para ser jubilado, en el supuesto de que la guerra durara quince años, y de que a los treinta años de edad yo estuviere todavía vivo, en lugar de tragado por los tiburones… Como más tarde se verá, esas disposiciones, tan pronto terminó la guerra, entrados en la época de paz, fueron menospreciadas, anuladas por el mismo gobierno, confirmando el refrán de que “pasado el peligro, olvídese el santo”… Pero, en el momento a que me refiero, nadie podía prever el futuro; faltaban dos meses de navegación; tendría que celebrar la Navidad lejos de mi familia, en el frío y casi despoblado puerto de Génova; despoblado en cuanto a mi ambiente pues los demás tripulantes que ya habían cumplido el primer año de navegación tenían derecho y por consiguiente se fueron a sus casas; a bordo no quedaron sino los guardianes y el suscrito. No habiendo quienes atendieran al servicio de turno en las calderas y máquinas, no había vapor para la calefacción de los camarotes, ni luz para alumbrarlos, ni cocina para los alimentos, que forzosamente hubo que tomar en tierra. Hubiera sido más práctico para mí trasladarme de una vez a vivir en el hotel Europa, a no ser que a pesar de la tarifa y descuento especial que siempre me hacían los propietarios Del Bó, el gasto de alquiler de una pieza para pernoctar equivalía a mi
salario diario. Más me convenía ahorrar ese dinero, regresar por la noche a dormir en mi camarote. Pero no se crea que tal regreso fuere cosa sencilla. En primer lugar: no era el caso pensar volver a bordo a las siete u ocho de la noche inmediatamente después de la comida, pues, en aquella solitud de abandono, silencio, obscuridad, sin tener con quien conversar, mientras llegara la hora del sueño, permanecer en el barco resultaba sumamente triste, al tiempo que se oían los ecos de la ciudad, y se veían a distancia sus luces vibrando, como diciendo: aquí está la vida. De manera que para no afligirse el ánimo, sentir menos nostalgia, convenía regresar a bordo lo más tarde posible, después de salidos de teatro. Imagínese un barco anclado o amarrado en los rincones más extremos, casi afuera del puerto, cerca de los farallones donde en invierno la resaca golpea levantado fuertes oleadas que causan daños a los muelles y a los barcos. Para llegar hasta allá, desde la orilla del embarcadero en el “molo dei Mille” se empleaba casi media hora en bote (los botes de motor eran todavía cosa rara). De costumbre, después de haber comido en el hotel Europa –cuya cuenta para este efecto tenía derecho a cobrar al Cogne puesto que no había cocina–, aprovechando la compañía de algún colega marconista iba al teatro Carlo Felice a ver la ópera, cuyo espectáculo me interesaba grandemente, ya sea por la trama como por la música. Saliendo de teatro después de la medianoche, ya no funcionaba el tranvía, me tocaba dirigirme al muelle atravesando los “carruggi” y barrios de mala fama que suele haber cerca de los puertos, donde trafican las lúbricas gigolette, y los hampones, en búsqueda de clientes. Había que pasar inadvertido entre esas dos especies; la mejor manera de hacerlo era de la de asumir un aire de indiferencia, de persona perteneciente a esos suburbios, caminando sin prisa entre aquellos, como sin verlos, pero cuidándolos con el rabo del ojo; el sobrecuello del paletot subido, el sombrero hundido en la frente para no dejarse ver la cara imberbe o de burgués, las manos en los bolsillos, simulando tener allí listo el revolver, que en caso necesario sería representado por la gruesa llave del camarote. Lo importante para no caer en la trampa de los hampones, o en los tropiezos de las aves nocturnas, consistía en observar todo impasible, sin detenerse por ningún motivo, desfilando rápidamente, aunque sin correr. En aquellas noches invernales, barridas por el viento glacial que bajaba de los Alpes, se levantaban fuertes oleadas dentro del mismo puerto, que dificultaCADETE DE MARINA - Capítulo 15 Viaje N0. 5
129
ban el andar de los pequeños botes de remos. Conseguir un botero decente, que no fuera atracador o cobrara una suma exorbitante para el transporte, o no se negara hacer el aventurado viaje hasta los lejanos farallones en aquellas altas horas de la noche, era asunto que se resolvía más fácilmente si el pasajero sabía insultar en genovés, mostrándose suficientemente macho, listo a golpearle un remo en la cabeza del botero, en caso necesario. Las circunstancias me obligaron a aprender tales procedimientos. Una vez en el bote, en la obscuridad nocturna íbamos desfilando al lado de las grandes moles silenciosas, pasando bajo cadenas de anclas, alerta para que todo fuera bien; ya cerca del propio barco, que había que saber reconocer desde lejos para no perder el rumbo y no ir a meterse en casa ajena, se pagaba al botero, luego, ojeando el momento de la oleada propicia se daba un brinco para agarrarse de la escalera vertical de cuerda, cuyo nombre “buscaggina” no sé traducir al castellano. Mientras a fuerza de brazos estaba uno colgando o izándose por los oscilantes peldaños, se llamaba al vigilante a fin de que reconociera al que iba llegando de fuera borda y no le metiera un tiro al despertarse asustado. Una vez en la cubierta, el guardián nos iluminaba la cara con su farol, y efectuado el reconocimiento, nos dábamos la buena noche. Entrado en el camarote de hierro, dentro de esa atmósfera gélida, húmeda, oscura o alumbrada por una vela, silenciosa, recibía la sensación de estar en una nevera; entonces había que acostarse envolviéndose en varias mantas para evitar los resfriados; todo esto, sintiéndose terriblemente solo, mientras el bullicio de la vida en familia, las fiestas de Navidad, los regalos, cosas desconocidas para nosotros de abordo, que solamente sabíamos de ellas por el recuerdo o por haberlo oído decir. Así, melancólicamente, transcurrió para mí esa temporada, hasta que de sus vacaciones regresaron los componentes del estado mayor y los tripulantes; volvió a renacer la vida a bordo, alistándose la nave para la próxima salida; esta vez, con destino a España e Inglaterra. El barco fue pintado en su casco y sobre estructuras con anchas fajas blancas, verdes, negras; dibujos similares al estilo futurista, que tenían por objeto camuflar, disfrazar las líneas del buque para hacerlo menos visible o irreconocible a distancia, engañar la mira de un eventual periscopio. Por ejemplo: la popa de un barco termina usualmente en una curva pro-
130
nunciada; pero estando pintada esa protuberancia de verde claro, y luego una ancha faja negra verticalmente recta desde la antepopa hasta el nivel del mar, el efecto óptico a distancia hacía creer que aquella recta negra fuere la “rueda” de la proa; así mismo, pintando en negro una curva en la proa y debajo de esta el tono verde mar, se veía a distancia una conformación que parecía la popa; se dará así la sensación de que el barco estuviere andando en dirección contraria a la real. El “camouflage” pintórico se extendía hasta la chimenea y los mástiles. El 12 de enero salimos rumbo a Cartagena, capital de las Murcias, adonde llegamos después de tres días. Esta ciudad era importante base militar, con numerosos cuarteles y astilleros. Entrados al puerto se presentó un curioso incidente debido a que llevábamos cuatro cañones, por los que el gobernador de la plaza interpretó que se trataba de un buque de guerra, en lugar de un simple barco mercante. En consecuencia, la Capitanía del puerto informó al comandante Bolognini que de acuerdo con la reglamentación internacional tendríamos que volver a salir dentro de las 24 horas si no queríamos quedar internados, siendo España nación neutral en aquella guerra. Intervino entonces nuestro embajador en Madrid, la diplomacia urdió sus intrigas; mientras tanto seguíamos anclados en el antipuerto esperando que se resolviera si podíamos ser considerados como barco mercante, entrar al muelle para hacer operaciones de cargue; o si el gobierno ibérico insistía en su interpretación de que éramos barco de guerra, en cuyo caso tendríamos que escapar, o quedarnos allí internados por tiempo indefinido. Transcurrieron varios días de incertidumbre, durante los cuales la autoridad local nos mantuvo vigilados, aislados e incomunicados con tierra; finalmente llegó la buena noticia de que se había logrado un acuerdo entre los gobiernos español e italiano, en el siguiente sentido: el Cogne podía ser transformado en barco mercante –considerado como tal–, siempre que descargara los cuatro cañones y los 800 proyectiles de dotación que llevaba en la santa bárbara, que serían depositados en los almacenes militares del lugar. Cumplida esta operación podría tranquilamente entrar y amarrarse a los muelles; una vez terminado el cargue, saldría a anclarse en el antipuerto, para allí volver a reembarcar cañones y municiones. Esta solución, que podríamos llamar salomónica –o estilo Sancho Panza puesto que en España estábamos–, no fue recibida con buen agrado por nuestro coman-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Carnet del Sindicato de Oficiales de la Marina Mercante do, debido a que además del pereque y peligro de accidente durante el descargue y cargue de tanta munición, tenía el temor de que cuando fuéramos a salir, con cualquier pretexto no se nos devolviera nuestra batería, completa de sus 800 proyectiles (cada uno tenía casi un metro de largo, diámetro según el respectivo calibre). La recíproca desconfianza es la causa de muchos males: cuando dos individuos o dos naciones sospechan cada cual ser engañado por el otro, más aún en tiempos de guerra cuando el ardid es una norma para vencer, es difícil ponerse de acuerdo. Sin embargo nos fue preciso acatar aquellas disposiciones, obedecer al gobernador, porque la circunstancia era que nos hallábamos dentro de una plaza marítima cuyos fuertes estaban provistos de varias baterías de largo alcance, además que de cruceros y destoyers en la vecina base naval. Después de haber atracado al muelle principal de Cartagena, que era además el mejor lugar de la ciudad en cuanto a paseos a la orilla del mar, con jardines amplios, ricamente adornados con palmas y flo-
res; nos dimos cuenta de algo que ignorábamos mientras estuvimos anclados lejos del muelle. La resistencia del gobernador a dejarnos entrar con los cuatro cañones no había sido totalmente espontánea, sino que también fruto de la presión ejercida por las tripulaciones de nada menos que 5 barcos mercantes y 2 submarinos, todos alemanes, allí internados desde algún tiempo. Quizás ellos, o el gobernador, creyeron que el propósito de nuestra llegada a Cartagena con esos cuatro cañones emplazados fuera el de hacerles una celada a los tudescos, con un bombardeo improvisto dentro del mismo puerto. Bajo este punto de vista tuvo toda la razón el gobernador en imponer nuestro previo desarme (tanto más que en los días sucesivos no tardaron en presentarse escaramuzas entre nuestra gente y los enemigos alemanes). Los dos submarinos tudescos, con su cruz de guerra pintada sobre la torre de los periscopios, durante algunas semanas anteriores habían sufrido averías mientras combatían con un escuadra de destroyers franceses, antes que ser hundidos o capturados se refugiaron en Cartagena desde donde –según las norCADETE DE MARINA - Capítulo 15 Viaje N0. 5
131
mas internacionales ya mencionadas–, no podrían volver a salir sino después de terminada la guerra. En cuanto a los cinco buques mercantes, no pudiendo ya navegar por el Mediterráneo ni atravesar el estrecho de Gibraltar sin ser asimismo hundidos o capturados, se habían internado allí desde el principio del conflicto en el año de 1914. En aquella época España era en su mayoría germanófila, aunque neutral. Las tripulaciones de los siete buques gozaban de plena libertad como si fueren huéspedes de la ciudad; uniformados y fieros se les encontraba por todas partes, en las iglesias, en los bares, en el teatro, en la plaza de toros, o en los prostíbulos… Al tropezarnos con ellos, especialmente los tripulantes de los submarinos, reconocibles a distancia por sus características gorras provistas de largas cintas; el nombre de su base naval “Kiel” y el de su nave impresos en caracteres dorados sobre las mismas; nos daba furia, como a los astados al ver la muleta. En la tarde de un domingo en que casi toda la tripulación había bajado a tierra por recreo, quedamos a bordo unos pocos. Por casualidad yo me hallaba en la cubierta, divertido viendo el pasear de familias españolas entre los jardines, a lo largo del muelle. Llamó mi atención un grupo de tres hombres que paseando a cierta distancia del barco parecían mirarlo con interés como estudiándolo en sus detalles. Pude darme cuenta de que hablaban entre ellos en alemán. Se me ocurrió que estarían tramando algo contra nosotros; para mejor observarlos me escondí detrás de una grúa. Serían oficiales de los barcos mercantes o de los submarinos alemanes, en traje civil para no llamar la atención; su paseo cerca del Cogne podía tener alguna finalidad. Llegó un momento en que no había otras personas a la vista en los alrededores; quienes paseaban en el muelle se habían alejado; los de a bordo, por sugerencia mía se mantenían escondidos para simular que el barco estaba desierto. Entonces, esos individuos sacaron a lucir una cámara fotográfica, disponiéndose a operarla desde ángulo adecuado. Evidentemente trataban de fotografiar nuestro camuflaje, quizás para enviar la foto a algún submarino que estuviere navegando cerca de Cartagena. Non sentimos obligados a impedírselo; para hacerlo sin violar la neutralidad del territorio español, en lugar de descender al muelle nos quedamos a bordo pero desde la cubierta iniciamos una descarga de proyectiles consistentes en pedazos de carbón y papas de la cocina. Un tiro afortunado alcanzó al tipo de la cámara tumbándolo; la sorpresa
132
del ataque con copiosa lluvia contundente obligó a los alemanes a alejarse en prudente retirada. Entonces, bajando de la escalera al muelle, rápidamente corrí a apoderarme de la destrozada cámara fotográfica que subí a bordo cual trofeo de guerra y cuerpo del delito. Todo esto no había pasado inadvertido por algunos ciudadanos que estando cerca del puerto se habían mantenido a distancia observando el incidente. Transcurridos algunos minutos volvieron a aparecer los alemanes, esta vez acompañados por varios de sus colegas en uniforme, aparentemente resueltos a subir a bordo para rescatar su máquina fotográfica. Eran unos veinte, y por momentos el grupo se iba engrosando como llamados para reforzar a sus compañeros. Acercándose a la escalera, uno de ellos sacó el revólver y disparó sobre cubierta, al aire, para despejar el camino. Nosotros éramos solamente ocho en total, no teníamos armas disponibles porque estaban encerradas en el puente del cual no teníamos la llave; los oficiales y el comandante estaban ausentes, en la ciudad. Con solamente pedazos de carbón no podíamos batirnos contra las balas; era indispensable dar la alarma a nuestra tripulación; para llamarlos, volé a agarrar la cuerda de la sirena y toqué la señal de peligro. Cuando ya los alemanes estaban subiendo la escalera, llegó una patrulla de carabineros quienes se interpusieron estableciendo la distancia entre alemanes e italianos, en nombre de la neutralidad española que ambos bandos teníamos que respetar; desde luego, devolví la máquina fotográfica… Este incidente sirve para demostrar cuales eran los sentimientos que imperaban en nuestro ánimo de beligerantes, por una parte; y por otra parte, la bondad y sencillez de los habitantes españoles que querían ser neutrales dando cómoda hospitalidad a los dos enemigos, aún cuando la mayoría de los hispanos estaba a favor de Alemania. Aparte de estos incidentes, la estadía en puerto español resultaba para nosotros un oasis de felicidad en la que nos olvidábamos, aunque solamente por alguna semana, de las calamidades de la guerra. España, siendo neutral, no sufría la consecuencia de las batallas ni las privaciones vigentes en otros países de Europa; la escasez de víveres, el racionamiento, eran allí desconocidos. Había de todo, en abundancia, de la mejor calidad y precios baratos. En cuanto a los habitantes, su sicología profundamente latina facilitaba el mutuo entendimiento; nos encontrábamos allí tan bien o mejor que en nuestra propia
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
tierra. Hicimos pronto amistades, yo principié pronto a balbucear mis primeras palabras en castellano. Nuestra vida de a bordo se desarrollaba más o menos según el siguiente horario: a las diez de la mañana almorzábamos; luego descansábamos un par de horas; hacia la una de la tarde echábamos un bote al agua y con este nos íbamos a nadar, a pescar, cerca de los malecones o afuera del puerto. A la hora del ocaso, quemados por el sol, con la lancha cargada de pescados y frutos de mar, izando la vela y con la brisita de la tarde regresábamos al barco, entregábamos el pescado a la cocina para que lo alistara, e íbamos a vestirnos. A las cinco, comíamos rápida y alegremente, para luego bajar en grupo a la ciudad. Los marineros se iban al barrio de los gitanos o fondas por el estilo; los oficiales entrábamos en los cafés más elegantes, para saborear pasteles, los famosos merengues, acompañándolos con los mejores vinos, jerez, moscatel, passito, todo lo cual costaba pocas perragordas (la perrachica era moneda de cobre de cinco céntimos, perragorda la de diez). Una vez calmadas las exigencias del paladar, nos dirigíamos al teatro, o a visitar amistades, regresando a bordo a las dos o tres de la mañana, en todo sentido satisfechos y con el alma agradecida para esa tierra española tan hospitalaria y tan barata, donde podíamos vivir como príncipes, con solo pocas pesetas. Con destino a Inglaterra, el Cogne fue cargado con varios miles de toneladas de naranjas, empacadas en cajas de cien unidades, cada naranja envuelta en papel de seda para facilitar su conservación. ¡Que fruta tan bella y sabrosa esta de España! Para evitar que los marineros saquearan la carga durante el viaje, el agente despachador regaló una caja a cada uno de la tripulación, y yo también recibí mis cien naranjas con pulpa color rosado. Cuando llegó el día de la salida tuvimos que perder una semana en el antepuerto mientras volvíamos a embarcar los cuatro cañones y las 800 cargas; salimos luego rumbo a Gibraltar, navegando a todo lo largo de la costa dentro de las 3 millas de las aguas ibéricas territoriales en las que el reglamento no permitía a los submarinos alemanes atacarnos siendo estas aguas neutrales. Salimos por el estrecho de Gibraltar, en convoy con varios otros barcos, pasando frente de Tarifa, Cádiz, Palos, el Cabo San Vicente, que es la punta meridional de Portugal; allí el convoy se dividió, una parte puso rumbo por occidente hacia las Américas, la otra, con nosotros, viró al norte, pasando frente de Lisboa la costa portuguesa hasta Oporto, la española de Vigo y
hasta el famoso cabo Finisterre. Desde aquí era preciso abandonar la costa, internarse en el golfo de Vizcaya con rumbo hacia el faro inglés de los escollos de Bishop, lo cual implicaba unas 300 horas de navegación muy peligrosa porque allí abundaban los submarinos, amén de la niebla y los escollos; diariamente se oían hasta media docena de llamadas de S.O.S. de barcos hundiéndose por dichas causas de guerra, a veces por el mal tiempo, en la zona comprendida entre Finisterre, Brest, La Mancha, el canal de San Jorge. Sin sufrir incidentes notables logramos pasar cerca del faro de Bishop, los escollos de Scilly, la punta meridional de la Cornovalla con el cabo Lands End (que es el Finisterre inglés), el faro de Pembroke en el extremo meridional de Gales, el de Holyhead de la isla de Anglesey, en la isla de Man, el de Port Patrick de Escocia, frente a la ciudad francesa de Belfast, y finalmente llegamos a la entrada de la bahía de Greencok, en la boca del Clyde, por cuyo río se subía hasta Glasglow. Entrando en dicha bahía, teníamos que recoger el piloto práctico del río; con velocidad de media fuerza seguía el barco adelantando mientras que con los binóculos buscaban los oficiales desde el puente de comando ver aproximarse la respectiva lancha; pasamos frente de varios barcos anclados; de repente nos sorprendió el hecho de que uno de ellos estaba disparando; quizás contra un submarino. De repente un proyectil pasó silbando sobre nuestra proa; nos dimos cuenta de que había sido tirado adrede contra nosotros. Extrañado, sin saber qué hacer, el comandante paró la máquina y echó ancla esperando. Llegó un bote con el piloto; excitado y regañando este informó que nos estábamos metiendo dentro del campo de minas que protegían la entrada al río contra la invasión de submarinos –que hacía pocas semanas un submarino alemán había entrado en Greencok y sorpresivamente había hundido varios barcos–; que los disparos del buque de vigilancia, primero con salvas y luego con proyectil en vista de que no habíamos detenido nuestra marcha, tenían precisamente por objeto hacernos comprender que era urgente que nos detuviéramos. Como piloto que era, él conocía la situación de las minas con las cuales afortunadamente no habíamos chocado; pasando entre ellas nos sacó del lío. El error de parte de nuestro comando fue debido a que la nueva disposición acerca de la entrada en la bahía no aparecía aún en el “portolano” (guía para entrada en los puertos), y que interesados en buscar la lancha del piloto, nuestros oficiales no se CADETE DE MARINA - Capítulo 15 Viaje N0. 5
133
fijaron en algunas banderas de ese barco, cuya señal indicaba el pare. El Clyde era un río famoso en la historia de la marina inglesa, pues la mayoría de los buques mercantes, y de guerra, salían de sus numerosos astilleros ubicados a lo largo de ambas orillas fluviales; mejor dicho: todo el río, por horas y horas de navegación subiendo hacia Glasgow, parecía un único y enorme astillero. Siendo el río bastante estrecho, no más ancho que un centenar de metros en la mayoría de su curso, los barcos no podían ser botados al agua, de punta, como se hace en los puertos marítimos, sino que eran construidos en sentido longitudinalmente paralelo a la orilla, y eran botados de lado, con cadenas para frenarlos evitando que fueran a estrellarse contra la orilla opuesta. No pasaba día sin que se viera algún lanzamiento de barcos; era cosa admirable el que entre aquellas aguas tan estrechas nacieran los mayores transatlánticos del mundo a pesar de las dificultades y limitaciones impuestas por la pequeñez relativa del río. Evidentemente, el ingenio del hombre sabe sobreponerse a los obstáculos, tanto más en tratándose de cosas de marina, en las que los ingleses han sido y continúan siendo inigualables maestros. El Cogne fue llevado a amarrar en los muelles de Clydebank, que es el barrio antecámara de Glasgow, a media hora de bus desde la gran ciudad. Como siempre, sentí inmediatamente el deseo de bajar a tierra, ir a conocer el ambiente inglés y su pueblo, todavía nuevo para mí; pero resultó que esto no era posible pues la policía no dejaba salir a nadie del puerto, sin permiso especial El inspector encargado de suministrar tales permisos, o “pases”, solamente visitaba el dock un par de veces cada semana. Protestamos contra esta restricción, alegando nuestra calidad de nación aliada, pero con su imperturbable calma los policías del “aliens office” nos contestaron sonriendo, que eran inútiles nuestros reclamos. Hubiéramos sido ciudadanos británicos, hindúes o australianos, habríamos tenido el inmediato acceso libre a la ciudad; no siéndolo, el privilegio por nosotros solicitado no podía sernos concedido. Se trataba de una medida de guerra, de defensa contra el espionaje y el saboteo; Scotland Yard era inflexible al respecto, no importándole una higa nuestra calidad de aliados y nuestro deseo de bajar a pisar tierra. Finalmente, a los tres días llegó el inspector: un tipo de cara alcohólica y bribona quien, hablando alguna palabra de italiano y de francés nos examinó uno por uno preguntando sobre nuestra filiación, an-
134
tecedentes, etc. Una vez convencido de que no éramos espías, nos entregó, a los oficiales únicamente, los pases para salir del dock y entrar a la ciudad por períodos no mayores de cuatro horas, dejándonos además entender que seríamos vigilados aunque invisiblemente, durante nuestra estadía en tierra. En un principio esta advertencia nos preocupó, pero luego nos olvidamos de ella y nos acostumbramos a obrar según nuestro gusto, aunque sin poder romper el freno del horario pues si alguien regresaba después de las cuatro horas, el portero del dock hacía el reporte, el barco tenía que pagar una multa que a su turno el capitán descontaba del salario del oficial. Las primeras impresiones que recibí al deambular por las calles de la metrópolis escocesa, y sus barrios vecinos, fueron más o menos las siguientes: contrariamente a lo que suponía por haber oído decir que los ingleses son rubios y de ojos azules, muchos escoceses tenían pelo y ojos color castaño, parecidos al tipo latino. En lugar de desconfiar de nosotros extranjeros –como lo había hecho la policía–, manifestaban vivo interés para frecuentarnos y conocernos, especialmente las mujeres. Estas demostraban sin ambages su predilección para los hombres latinos, dizque atraídas por nuestro carácter vivo y picaresco, nuestra capacidad para el sentimentalismo, el temperamento artístico, la importancia que concedíamos a la feminidad. Sus hombres ingleses –decían–, sabían mejor que nosotros ganar dinero y proporcionárselo –descontando la proverbial avaricia escocesa–, paro descontada aquella ventaja, su compañía en los flirts se reducía a la de unos seres fríos, apáticos, insensibles, quienes preferían una buena borrachera, a la mejor mujer del mundo. Exceptuando los buses de dos pisos, que por primera vez conocí en Glasgow, nada más extraordinario encontré en sus edificios, arquitectura, panoramas; por el contrario, quedé algo desilusionado por la sencillez y pobreza exterior del conjunto. Poco o nada de elementos artísticos; todo tenía el aspecto severo, triste, de la lucha por la supervivencia, sin lujos, sin elegancia, y sin la variedad, vivacidad de los ambientes latinos. El clima era constantemente húmedo y lluvioso, todo el mundo vestía permanentemente con impermeable, sombrero encerado, altas botas de caucho, como si todos, inclusive mujeres y niños, fueren marinos. Quizás esto ocurría porque estábamos en febrero, sin embargo, a pesar de la estación invernal, no había nieve. Este fenómeno se debe a que la
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
corriente marina del golfo de México –que como es sabido es de temperatura tibia– llega a influenciar hasta la península escandinava ocasionando que en aquellas altas latitudes aunque cerca del helado polo se mantenga una temperatura menos fría de la existente por ejemplo en Piamonte como en el centro de Europa donde durante la estación invernal hay muchos grados bajo cero, y en lugar de lluvia cae mucha nieve. En cuanto al sol, ocultado por constante capa de neblina, su presencia era muy rara; solamente se dejaba ver breves instantes alguna vez por semana, a tal punto que cuando este milagro ocurría, los transeúntes al cruzarse por la calle –aunque sin conocerse–, saludaban alegremente con la frase “sun shining today”, con la misma importancia con que nosotros los latinos nos deseamos el “feliz año nuevo”. Por la misma causa de la cercanía del polo, alta la latitud, que en Glasgow es 55° norte, siendo la época invernal, la luz diurna principiaba solamente hacia las diez de la mañana; hacia las tres de la tarde principiaba a anochecer. Lo más importante por conocer en la ciudad – según decían sus propios habitantes–, eran: la Art Galleries, y la universidad. En cuanto a la primera, o sea la galería de bellas artes, situada en un edificio de tamaño inmenso y estilo imponente desde el exterior aunque predominaba el ladrillo en lugar del mármol, ofrecía interiormente muy pocas cosas de interés para nosotros italianos; el pabellón de esculturas contenía solamente sendas copias en yeso, estatuas de esculturas griegas y romanas; el de pinturas exhibía cuadros cuya rudeza de composición y colores nos parecía despreciable. Había por el contrario un pabellón donde se guardaban las primeras máquinas de vapor construidas el año 1720 y posteriores, que resultaban para nosotros interesantes, algunas de ellas mantenidas funcionando; en este caso se trataba de una ciencia en la cual los ingleses han sido maestros y precursores: la mecánica, la física, luego la química, ahora la electricidad, además de la marina… Una vez más: la necesidad es la mejor maestra de la vida. Tampoco me pareció corresponder a su fama la universidad, cuyas paredes y estilo recordaban más bien una fortaleza o un antiguo claustro no un edificio adecuado para servir de escuela. Esto se debe seguramente a que esta universidad existe desde el año 1451. Glasgow era en importancia, la segunda ciudad de Inglaterra, con más de un millón de habitantes; los escoceses, además de hábiles constructores de bar-
cos, maquinaria, fabricantes de whisky, tienen fama de ser un pueblo industrioso, trabajador, testarudo, y ya dije, avaro. Los apellidos de raíz escocesa y sus famosos clanes, se reconocen porque llevan la preposición Mac o Mc., de la misma manera que los irlandeses llevan la O’de Brien, O’Connor, O’Leary. El cemento artificial o macadam fue inventado por el ingenioso escocés MacAdam. La agricultura es difícil de desarrollar en Escocia, debido a la aridez de sus tierras; en cambio tienen muchas minas de carbón y de hierro gracias a las cuales pudieron los mercaderes desarrollar grandes industrias siderúrgicas, y de tejidos, además de las destilerías de whisky, y los astilleros que hacían de este lugar el principal del mundo para construcciones navales. Aquí tienen origen los paños con dibujos de cuadros y diagonales denominados escoceses; y así como Italia era el país de los mandarines, este era el de las gaitas cuyo sonido monótono y pastoral parece a veces imitar los aires de la música árabe. Viendo la aridez y tristeza de estas tierras es fácil comprender cómo los escoceses e ingleses además de buscarse “un puesto al sol” se hayan vuelto en la actualidad los dominadores del mundo; los conquistadores suelen obrar bajo el influjo de atracción de las riquezas ajenas. Aún cuando Londres y sus lores son todavía sinónimo de riquezas, creadas mediante su habilidad en el comercio y la explotación de colonias y dominios, la monotonía y dura vida en las islas británicas resulta poco atractiva para los latinos, ablandecidos y acostumbrados a gozar de las bellezas naturales de sus tierras. Por otra parte, a pesar de las fantásticas riquezas de los lores y de la fastuosa edad de la corte inglesa, podían aún verse en las ciudades inglesas y en la misma Londres, en la época que me refiero, barrios habitados por gente pobre y sucia, como en ningún otro país civilizado. Al fin y al cabo fueron los gobernantes ingleses los inventores de la piratería, del comercio de los esclavos desde el continente africano al americano, del comercio del opio, etc. La suciedad es otra característica de muchas ciudades inglesas; creo que ésta se debe entre otras cosas a la cortina de humo y polvo de carbón que diariamente sale de las minas, de las fábricas, desparramándose entre el poblado. Poco a poco fuimos haciendo amistades entre los habitantes de Clydebank y de Glasgow, al mismo tiempo que la policía conociéndonos ya personalmente a cada uno, iba aumentando la ración de paseos y hoCADETE DE MARINA - Capítulo 15 Viaje N0. 5
135
ras diarias de permiso para bajar a tierra. Siendo nosotros muchachos, y este país de los flirts, nuestra actividad se orientaba hacia lo femenino, teniendo sin embargo que acostumbrarnos y tolerar costumbres tan diferentes de las latinas. Por ejemplo: besar un hombre no tenía allí importancia, y tampoco era cosa seria el recibirlo en su casa por la noche. Esto, en principio pudo parecernos una ventaja; pero luego aprendimos la desventaja; aun después de haber recibido tales gracias femeninas, sólo entrábamos a ser un amigo más en la aritmética cuenta de la muchacha que descaradamente se glorificaba de tener veinte admiradores, clasificándolos gradualmente como “first friend”, “second friend”, tercer amigo, cuarto amigo, etc. Otra costumbre, a la que difícilmente nos amoldábamos era la de que la señorita podía cambiar de compañero en cualquier momento, alternando entre los amigos. Por ejemplo: un caballero invitaba la muchacha a un teatro, ella aceptaba tomándolo por el brazo como si ya fueran una pareja casada. Ante tales concesiones, el latino se creía ya dueño de la situación, hacia castillos en el aire, que de pronto se derrumbaban al oír que la muchacha le decía: –allá esta mi tercer amigo, adiós hasta mañana–, viéndose improvisadamente plantado y abandonado después de haber perdido tanto tiempo y gastos para que le aceptara esa invitación. Estas costumbres son más o menos similares en todos los países nórdicos; según me decía algún compañero quien había estado en puertos holandeses, o de Bélgica, en estos últimos, la facilidad de relación con el elemento femenino era aún mayor (… “Anversa, traversata persa” para significar: Amberes, travesía perdida; toda la plata del viaje se fue…). Hacía el 18 de febrero, con carga completa de carbón y maquinaria, el barco estuvo listo para zarpar; fuimos a Greencok, donde tan pronto quedó junto un lote de veinte barcos, levamos anclas, saliendo en convoy hacia el sur. Estando navegando en el golfo de Vizcaya, una mañana, me hallaba en el baño cuando oí una fuerte detonación, como de un trueno, al tiempo que el barco sufría una brusca vibración. Hallándome enjabonado, bajo la ducha, quedé un instante pensando, preguntándome qué sería ese ruido. Escuche que las máquinas y la hélice seguían marchando normalmente, resolví continuar con la ducha, pero luego oí pitar las sirenas de otros barcos cercanos, y mientras tanto oí que otro oficial quien estaba en el baño contiguo salía de carrera hacia la cubierta. Comprendí que
136
algo anormal estaba ocurriendo, no tuve ya temor de representar un papel ridículo saliendo yo también del baño aunque todo enjabonado en pelota. Tan pronto estuve en cubierta, presencié una escena escalofriante. El buque del lado izquierdo sobre nuestra misma hilera horizontal del convoy había recibido un torpedo que explotando en su centro, en el compartimento de máquinas, había partido el casco en dos; pedazos del casco eran lanzados al aire junto con una enorme columna de agua, humo y carbón. Sus tripulantes estaban echándose de carrera al agua, mientras que las dos partes de la nave principiaban a hundirse inclinándose por la proa y por la popa respectivamente. Desvestido como estaba, pensé que siquiera estaba ya en traje adecuado para lanzarme al mar si llegaba también un torpedo para nosotros; subí rápidamente a la estación, me puse al aparato de radio, mientras observaba cuanto ocurría en todo el convoy. Un chaluptier de la escolta venía a toda velocidad hacia nuestra popa, seguramente con la intención de recoger los náufragos del vapor torpedeado; al mismo tiempo otras fragatas de escolta se dirigían a todo andar hacia el lado izquierdo del convoy como si allá estuviera el peligro, el submarino. De pronto oímos otra explosión, vimos una columna de agua levantarse bajo la popa de una escolta. En seguida, otra explosión cerca de otro destroyer. Pensé: esta vez es el fin del mundo, los submarinos están torpedeando una por una a cada escolta, para poder luego libremente dedicarse a hundir los barcos del convoy. Oí que sobre el puente un oficial hacía un comentario igual al mío. Mientras tanto, los barcos del convoy seguíamos navegando en la misma formación, los cañones disparando a ciegas hacia los espacios libres entre uno y otro barco. Poco a poco, con estupor observamos que las escoltas que habían sido torpedeadas seguían adelante como si nada les hubiere pasado, ellas también disparando y haciendo señales con las banderas, los semáforos, para hacer proceder el convoy en zigzag. Más tarde tuvimos la explicación acerca de las explosiones bajo la popa de los destroyers. No se trataba de torpedos, sino de bombas subacuáticas, antisubmarinas, que nosotros todavía no conocíamos, que habían sido lanzadas al mar por los propios destroyers. Porque habían sido mal graduadas, explotaban prematuramente, tan pronto habían tocado el agua, en lugar de estallar cuando ya estuvieren a treinta o más metros de profundidad. El mecanismo para graduar la profundidad de exclusión de estas bombas contra submarinos era primiti-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
vo; consistía en un diafragma de caucho en la superficie de la bomba, que al reventarse permitía la entrada del agua en su interior; el agua marina encendía el carburo causando la explosión. La rotura del diafragma dependía de la presión del agua, o sea de la profundidad, y de la tensión del diafragma ajustable previamente por el operador al momento de lanzar la bomba. Habiendo sido mal ajustada la tensión, las bombas estallaron en superficie, antes de alcanzar la profundidad deseada, para el caso de que allí cerca estuviere algún submarino. Los tripulantes del torpedeado fueron recogidos todos, menos los que habían muerto por hallarse cerca de las calderas o las máquinas donde explotó el torpedo; el convoy siguió sin novedad, aunque atemorizado, hasta entrar en Gibraltar. En Gibraltar fuimos destinados a formar parte de otro convoy, de solamente cinco barcos, escoltados por el famoso lagarto denominado Porto Torres, que ya mencioné en los viajes anteriores (los otros barcos con los cuales salimos de Inglaterra irían hacia otros destinos: Malta, Suez, Indias, Adriático, etc.). Nos fuimos pues formados en fila india, con la escolta a la cabeza del convoy: sistema poco eficiente contra la acechanza de los submarinos. En una noche de calma chicha y con luna llena navegábamos a lo largo de la costa ibérica, dentro del límite territorial de las 3 millas. De casualidad, a pesar de ser las dos de la madrugada, yo no tenía sueño, me hallaba sobre el puente haciéndole compañía al oficial de guardia, el segundo Maggi. De vez en cuando pasábamos cerca de botes pesqueros españoles, había que maniobrar para esquivarlos, pasar a distancia entre uno y otro para no dañarles las redes que tenían extendidas bajo el agua, que se entreveían por las hileras de blancos corchos flotantes. Cuando pasábamos al travieso de sus botes, los pescadores nos saludaban con un “gracias” siempre que nos hubiéramos alejado bastante de sus redes; o insultándonos, si estábamos demasiado cerca y la resaca de la estela de nuestra hélice los hacía bailar excesivamente. El vigía tocó la campana, señalando a otro grupo de botes pesqueros, hacia proa. En lugar de torcer un poco el rumbo, la escolta siguió derecho, continuamos dirigiéndonos hacía ese grupo de boquetes en la proa, tal vez el caso era que si torcíamos hacia la derecha nos salíamos del límite de las 3 millas; y si virábamos hacia la izquierda nos acercaríamos peligrosamente a unos escollos. Nos hallábamos precisamente enfrente del pequeño puerto de Murviédro
–la antigua Sagunto de la época romana–, entre Valencia y Castellón de la Plana. De pronto, la escolta hizo señales luminosas cuyo significado no entendimos; enseguida se puso con sus cañones a disparar. Las detonaciones fueron suficientes para alarmar al convoy; sin embargo no sabíamos cuál sería la causa. Mirábamos hacia adelante, solamente veíamos, en la oscuridad nocturna, gracias a los rayos lunares, la sombra de la escolta navegando entre las manchas negras de algunos botes pesqueros. Parecía que estuviere disparando sobre los mismos. Adelante de nosotros, siguiendo a la escolta, iba un barco inglés. Este se puso también a disparar pero nosotros no veíamos hacia dónde. De repente el inglés viró hacia su izquierda, rumbo a la costa; al hacerlo, redujo la velocidad, nuestra proa se le iba acercando demasiado, a riesgo de chocarle, mientras su casco se perfilaba atravesando delante de nosotros. Maggi tuvo que rápidamente ordenar parar nuestras máquinas y echar atrás para no embestirle, enseguida oímos la consabida explosión y trepidación; de un vistazo buscamos la columna de agua a lo largo de nuestro barco: nada. Miramos entonces hacia adelante; el inglés era la víctima; llamas y vapores salían de su costado derecho; su gente principiaba a bajar los botes salvavidas. No cabía duda, había un submarino hacia proa, escondido entre los botes pesqueros; pues allá continuaba la escolta disparando. Pusimos nuestras máquinas a todo andar, alejándonos de la costa, seguidos por los otros tres barcos; dejando que la escolta se hiciera cargo de los náufragos; mientras nos íbamos continuamos disparando a ciegas sobre ambos lados, con nuestros cuatro cañones. Más tarde supimos cómo se había desarrollado la acción. Cuando la escolta alcanzó al grupo de botes pesqueros y estaba navegando entre ellos, percibió, escondida detrás de un bote, la torre del submarino que estaba emergida, suponiendo que por hallarlos en aguas territoriales el submarino no atacaría, la escolta se limitó a dar la alarma mediante las señales luminosas y, tanto más que no podía tirar sobre el submarino sin peligro de antes hundir al bote pesquero neutral; pero, pasados algunos segundos y habiendo seguido la escolta en su marcha se encontró con la sombra del submarino ya libre del obstáculo del pesquero detrás del cual se había escondido, y tiró de sus cañones. Mientras tanto el submarino había puesto en marcha sus motores; creyendo que se disponía para atacar, uno de los camioneros de la escolta dejándose vencer por el nerviosismo disparó antes CADETE DE MARINA - Capítulo 15 Viaje N0. 5
137
de recibir la orden. De esta manera el submarino quedó con derecho para a su vez atacar, sin tener que esperar a que saliéramos de las aguas territoriales. Cuando el submarino puso en marcha sus motores y quedó al descubierto de los pesqueros, su sombra fue vista desde el barco inglés que entonces viró hacia su izquierda enrumbando hacia la costa, y momentáneamente atravesándose frente a nuestra proa. Esta maniobra fue su muerte, y nuestra salvación, pues de no haberse el inglés atravesado delante de nosotros, el torpedo habría tocado al Cogne, mientras tanto el submarino, para esquivar a la lluvia de proyectiles se inmergió desapareciendo, al tiempo que nosotros corríamos a todo full hacia el mar abierto, para tener libertad de maniobra. Los náufragos ingleses desembarcaron en Sagunto; la escolta se quedó sobre el lugar hasta por la mañana; los restantes cuatro barcos, con nosotros a la cabeza fuimos navegando mar adentro por el nordeste de acuerdo con las instrucciones que nos dio la escolta por radio en clave; llegados a la altura de Palamos, para despistar al submarino volvimos a botarnos hacia la tierra, costeando todo el golfo Rosas, el cabo Creux, y entrando en el puerto francés de Port Vendres donde quedamos anclados esperando que nos alcanzara la escolta. Sin más novedades llegamos a Génova el 28 de febrero. Hasta este momento, era evidente que la suerte me estaba favoreciendo, permitiéndome ver los demás barcos torpedeados, siempre saliéndonos nosotros con el mínimo de percance. Me preguntaba cuánto duraría esta suerte; será el próximo, nuestro turno? En Génova, estuve inmediatamente ocupado en varias diligencias. Habiendo cumplido un año de navegación, tenía derecho a las vacaciones, que me fueron concedidas sin dificultad, también gracias al comandante Bolognini que había tenido la bondad de enviar a la Marconi una nueva relación sobre mi capacidad y conducta, elogiándolas y recomendándome para la licencia. Quería ir a Torre Pellice luciendo un uniforme nuevo de oficial de marina, pero el especializado sastre Sr. Buttafava me pidió un par días para confeccionármelo y entregármelo listo con sus alarmes de seda y charreteras doradas, con la M de la Marconi bordada encima del dibujo de un ancla. El secretario de la Marconi me informó que Filipponi estaba otra vez enfermo, hospitalizado en la clínica Mackenzie. Inmediatamente fui a visitarlo. El Mackenzie era un hospital militar, situado a mitad
138
de camino del cerro de Castelletto, dotado de amplios salones y elegantes jardines. En realidad era un antiguo palacio, transformado en hospital para oficiales, debido a la guerra. Llegado frente a la cama de Filipponi quedé tristemente sorprendido al encontrar, en lugar del apuesto y gallardo joven que había conocido en el Maroncelli, un pálido esqueleto, casi sin voz, con voz traicionera. La tisis se le había desarrollado cuando navegaba sobre el barco–hospital Palasciano, como consecuencia de las bronconeumonías sufridas en los dos naufragios. Sus ojos, ahora más grandes y expresivos que nunca, buscaban en los míos la expresión reactiva, como para juzgar sobre su propio estado. Naturalmente, traté de ocultar mi sensación de angustia; le saludé muy alegremente como si no me hubiera dado cuenta de que estaba enfermo; él contestó de la misma manera, salvo que la voz no le servía, era imperceptible recíprocamente nos relatamos las últimas aventuras de viaje; él me manifestó que a mi regreso de las vacaciones ya estaría seguramente sano y de pie. Lo dijo con tanta seriedad y convicción que, ingenuamente le creí. Me le ofrecí para hacerle cualquier servicio o diligencia que necesitara, contestó agradeciéndome, y con la mano indicándome calladamente una joven mujer, vestida de negro, que estaba erguida en el vecino marco de la ventana observándonos y que ahora, sin decir palabra, se aproximó sentándose a su lado. Me presentó con el gesto y la sonrisa, sin decir una palabra respecto a quién era; en cambio, me presentó a ella especificando que yo era el Amore, una vez su segundo, de quien tanto le había hablado. Ella estaba también callada, triste, como si se esforzará para no llorar. ¿Novia? Amante? Más probablemente lo último. Sin saber ya qué decir, tímidamente me despedí, fui pasando a través de los varios corredores repletos de enfermos, todos oficiales, la mayoría de ellos pertenecientes al ejército. Cuando llegué a la calle inundada de sol, tuve la sensación de haber salido de un cementerio. Terminadas las diligencias para el viaje de vacaciones, fui a tomar el tren para Turín. Vestía el uniforme, y tenía derecho a pasaje gratis en el coche de primera clase. Me sentía feliz y emocionado pensando en la sorpresa que le daría a mi familia y a los de la fábrica de Torre cuando me vieran, transformado en “self made man”, oficial de marina, a poco más de año y medio de haberme despedido de ellos y de la fábrica.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
En el viaje, el tren sufrió algún retardo cuando llegué a Turín eran las siete de la noche; el último convoy para Torre había ya salido. Tendría pues que pernoctar en Turín para esperar el tren de la mañana. Entré en un hotel, comí, separé un cuarto, y luego salí a pasear a lo largo de los famosos pórticos de las avenidas turinenses. Caminando con la prosopopeya que imponía el uniforme y los galones dorados, me di cuenta de que los transeúntes me miraban con curiosidad, especialmente las mujeres. Un marino era cosa rara en Piamonte y llamaba mucho la atención. Por la mañana, cuando tomé el tren de Torre, mi emoción fue aumentando a medida que iba viendo cosas y personas conocidas. En el mismo compartimento de primera viajaba gente de la mejor categoría de Torre; algunos, reconociendo mi fisonomía parecía se extrañaran al verme disfrazado con ese uniforme, en primera clase con ellos, en lugar de la tercera… Sin embargo yo me sentía con aire de superioridad, y pensaba: –si ustedes supieran todo lo que he visto durante mi ausencia de Torre, la América, España, Inglaterra, el mar, los barcos, los torpedos–; tenía la certeza de que si yo principiaba a hablar narrando mis aventuras de viaje, se quedarían escuchando. Pero, por temor a que no me creyeran, a que me juzgarán fanfarrón, quedé callado y reconcentrado en mi soberbia. Gozaba deliciosamente al oírlos conversar entre ellos escuchando nombres, apellidos, palabras en el patois francés que no había vuelto a oír desde cuando había salido de Torre. A pesar de que eran gente extraña para mí, me parecía estar entre amigos y parientes; esta sensación supongo sea la que experimenta cada cual cuando después de larga ausencia regresa a su madre tierra. Para hacerle la sorpresa a mamá y hermanos, no les había anunciado mi llegada; de manera que nadie me esperaba en la estación. Bajando del tren, tropecé con algún conocido, nos saludamos; oí que la gente comentaba sottovoce: –es Amore, el que trabajaba en la Stampería–. No hay por qué decir la alegría de mamá y mis hermanos cuando al regresar de la fábrica al mediodía para almorzar, me encontraron en casa esperándolos uniformado, provisto de elegantes maletas, transformado en hombre. ¡Cuántas preguntas, y cuántos oh! de maravilla, a cada cosa que iba sacando de las maletas: bobaditas, recuerdos de los viajes, que había reunido para traerles de regalo, desde Norfolk, Baltimore, Filadelfia, Gibraltar, Glasgow, Cartagena. El viejo , mi ex jefe
de la Stampería, me trataba ahora con respecto, orgulloso él también de mi transformación. Cuando salía por las calles, los conocidos, inclusive los profesores del colegio Valdés, me saludaban y abrazaban preguntándome cómo me había ido en la mar; cada cual me invitaba a su casa, al café, yo no daba abasto para satisfacer a todos. A los dos o tres días, Charbonnier vino a buscarme para decirme que el barón Mazzonis, don Paolo, el dueño de la fábrica, deseaba verme en su oficina en las horas de la tarde. Mamá y mis hermanos se quedaron admirados al saber que el propio barón se interesaba por mi llegada; comprendí que tal invitación era considerada por los demás como un hecho envidiable. Mamá me pidió que cuando entrara a la fábrica pasara cerca de su pabellón porque deseaba verme. Pense que lo que deseaba era una orgullosa exhibición de su hijo. Entrando a la portería del establecimiento, donde tantas veces había franqueado la puerta día y noche durante los cinco años que allí trabajé como obrero, sentí toda la conmoción del cambio. Ahora no tenía que entrar en horario, con el toque de la sirena, depositar mi número en el reloj marcado; ni tenía que correr para llegar a tiempo al puesto de trabajo; el portero me recibió muy cordialmente, y cuando dije que deseaba hablar con el barón, en lugar de contestarme que ello era imposible, me contestó que por supuesto; cogió el teléfono, me anunció, me invitó a seguir el camino que yo bien conocía, para llegar donde el patrón que estaba listo para recibirme. Tuve que atravesar varios pabellones; al hacerlo, con la cara sonriente iba saludando a uno y otro de los obreros y jefes conocidos: mis ex compañeros de trabajo. Cuando pasé por el pabellón donde trabajaban mamá y Ettore, que era el mismo de Charbonnier donde yo había estado varios años, todo el mundo paró las máquinas y suspendió el trabajo para saludarme. Mamá tenía los ojos llenos de lágrimas por la felicidad. Llegué frente a la oficina del patrón, golpeé, desde el interior contestaron: –adelante–; entré. El barón estaba solo, en principio se quedó mirándome como no sabiendo qué actitud tomar, luego, quizás por el respeto que imponía el uniforme, se dignó extenderme su mano, me invitó a sentarme a su lado, siendo tal trato excepcionalmente cordial, pues ninguno de los jefes de la fábrica tenía derecho a sentarse en aquella oficina. Me pregunto dónde había estado durante el año de ausencia; brevemente le describí mis viajes cuando CADETE DE MARINA - Capítulo 15 Viaje N0. 5
139
mencioné Glasgow, la interrumpió para decir que conocía esa ciudad, que recordaba Charing Cross, Sauchiehall street, el vecino y famoso lago Loch Lomond donde según la leyenda aún viven monstruos antidiluvianos; me preguntó si había aprendido alguna palabra de inglés. De la manera más natural le contesté en ese idioma, nos pusimos a conversar en inglés más o menos comprensible, quedando el barón asombrado de mis conocimientos. Quiso saber cómo se desarrollaba la guerra en el mar, fui describiéndole el sistema de los convoyes, dándome cuenta de que muchos detalles le eran totalmente desconocidos y le resultaban de sumo interés informativo. Me preguntó por el nombre de mi comandante; cuando mencioné que el primer oficial se llamaba Zona, me replicó que lo conocía, que habían sido amigos durante un viaje en años anteriores, y me encargó llevarle una nota de saludo. Resumiendo: estuvimos casi 1 hora charlando juntos, poco a poco el barón iba eliminando las barreras de categoría que nos separaban, llegando a hablarme y tratarme con tanta cordialidad como si hubiésemos sido compañeros de viaje. Cuando me despedí, expresó muchas felicitaciones, me dio unos cuantos consejos, luego pidió que le esperara un momento, salió a otra oficina, re-
140
gresó con un sobre que me pidió no abriera sino cuando estuviera en mi casa. Así lo hice; en su interior encontré una carta de recomendación para el Sr. Zona, una de felicitaciones para mí, y un billete de 50 liras, como regalo. Mis vacaciones eran por dos semanas solamente, sin embargo tengo que confesar que a los pocos días de estar en Torre principié a sentirme como un pez fuera del agua. Ya no me encontraba yo en mi ambiente: por una parte, me aburrí pronto de las expresiones de admiración de los vecinos; y por otro lado me daba cuenta de que poco o nada podían ellos entender de mis cuentos y descripciones; mi mundo actual era totalmente diferente al de Torre Pellice. Solamente el barón, quien había viajado, era persona con quien yo pudiera entenderme… De manera que cuando llegó el término de las vacaciones, a pesar del dolor por tener nuevamente que despedirme de mamá y los hermanos, casi eché un suspiro de satisfacción. Addío Torre Pellice, adiós montañas, adieü mis queridos! Sentía que los amaba mucho; pero mi alma no sabía ya vivir aquí; estaba ya totalmente poseída por los fascinos del mar y de la vida azarosa y vagabunda, entre barcos y marinos.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
16
VIAJE NO. 6 S/ S
COGNE
DE GÉNOVA A CARTAGENA ESPAÑA, A GLASGOW Y REGRESO Jefe Ingeniero: Viale, de Génova 2º Ingeniero: Marcini, de Acireale Salida: 20 marzo de 1.918 Regreso: 15 junio de 1.918 Comando: Igual que el viaje anterior pero:
A
demás de las recomendaciones que se suelen hacer a los hijos cuando salen para largo viaje, mamá creyó llegado el momento de hacerme otra, de carácter especial, relacionada con mi papá. El día anterior a mi salida desde Torre, ella me entretuvo largamente hablándome para recordarme la manera funesta y precipitada en que su marido nos había abandonado cuando se había ido a la República Argentina. Concluyó manifestando su esperanza de que me encargaría de hacer lo posible durante mis próximos viajes, para ir a Buenos Aires y buscar allá a mi papá. En un principio, esta propuesta me resultó desagradable, y no pude evitar decírselo: –madre, tú eres la única que se ha sacrificado para levantarnos, educarnos a mí y a mis hermanos; francamente, no sólo no tengo sentimiento alguno de cariño para ese señor que no recuerdo haber conocido, que tú denominas “mi papá”, sino que si algo ciento para ese hombre, es desdén, desprecio, un fuerte deseo de no verlo, no encontrarme nunca con él–. Sin embargo, mi mamá opinaba diferente: se manifestó adolorida de saber que yo odiaba a mi padre, me
hizo caer en la cuenta de que a pesar de todo era mi deber quererlo; me declaró que ella seguía amándolo; que esperaba que ahora, después de tantos años, él estaría arrepentido de su tremendo error, y que si acaso yo lograba encontrarlo durante mis viajes, tendría que traerlo conmigo para devolverlo al hogar. Insistió en que si yo la quería, si deseaba darle una muestra de gratitud, ninguna otra sería para ella más aceptada que esta que me proponía. Me vi obligado a contestarle que haría cuanto estuviese en mi poder para darle gusto; le prometí que de viajar a Buenos Aires me interesaría para buscar al papá y reintegrarlo a la familia. Aún cuando en mi ánimo esa idea me repugnaba, me propuse cumplirla para satisfacer los deseos de mamá, que para mí eran orden sagrada; no sin pensar además, que dentro de las enormes dimensiones del globo, era absurdo creer en la posibilidad de toparse con determinada persona, o sea, con ese hombre que yo no conocía, que no sabía dónde estaba, que decían era mi papá. –Más fácil encontrar una perla en el desierto–, comentaba yo en mis adentros; y esto fue también motivo para que yo accediera rápidamente, demostrando buenas ganas, a los deseos de mamá. CADETE DE MARINA - Capítulo 16 Viaje N0. 6
141
De regreso a Génova, encontré que el s/s Cogne estaba listo para salir; volví a embarcarme para otro viaje a Inglaterra (la contracción s/s muy usada en la marina, significa steamship, o sea buque de vapor; de manera genérica: barco. Más tarde, con la introducción de los buques movidos por motor Diesel se principió también a usar el prefijo m/s por motorship). Hicimos rumbo a Cartagena–España, donde volvimos a encontrar el mismo ambiente y a gozar de la misma buena vida como el viaje anterior. A manera de práctica ya establecida, desembarcamos nuevamente los cuatro cañones y su dotación de santa bárbara; una vez más nos tropezamos por las calles con los alemanes de los submarinos y demás barcos internados en aquel puerto. Terminada la operación de cargue de varios miles de cajas de naranjas de Murcia y de Valencia, se reembarcaron los cañones, salimos para Gibraltar donde el comando recibió instrucción de esperar la formación de un convoy a cargo del almirantazgo inglés. Algunos días después, salimos para Inglaterra, haciendo parte de un convoy de 32 barcos mercantes, perfectamente organizados y escoltados según a continuación describiré. Durante los últimos meses, la campaña submarina de los alemanes había aumentado en intensidad. Para reducir los peligros y los frecuentes hundimientos, los ingleses perfeccionaron el sistema de los convoyes. Los naufragios eran tan corrientes, que de acuerdo con las instrucciones del almirantazgo, como precaución para no ser vistos por los submarinos durante las horas nocturnas los barcos teníamos que mantener las luces apagadas; y al mismo tiempo las puertas de los camarotes tenían que ser mantenidas abiertas, aún en la fría época invernal y a pesar de que las olas, el viento o la lluvia se entraran en las cabinas. También estaba prohibido desvestirse para dormir; teníamos que acostarnos totalmente vestidos, con el salvavidas como almohada, el capote como manta, para resguardarnos del frío y la humedad que penetraba por las puertas abiertas. El uniforme y la cachucha tenían que ser desprovistos de galones, charreteras, distintivos de grado o de profesión para dificultar al enemigo el reconocimiento y el interrogatorio en caso de caer prisioneros. En cuanto a la orden de mantener las puertas siempre abiertas, era lógica si recordamos que casi siempre que un barco recibe un torpedo o sufre la explosión de una mina, sus planchas de hierro se contorsionan, se estiran en un sentido o se deforman, de manera que si la puerta está cerrada, en consecuencia resulta imposible des-
142
pués de la explosión volver a abrirla pues lo impide la presión de las láminas sobre el marco de la puerta; los tripulantes quedan entonces así encerrados, sin salida, hundiéndose ahogados con el parque. En cambio, estando la puerta enganchada “abierta”, quedaba siquiera libre la salida. Como quiera que no se sabía cuál sería el día, la hora en que llegaría el torpedo o se chocara con una mina, como norma de precaución había que viajar todo el año, día y noche, con las puertas abiertas…, desde luego no de par en par, pero sí enganchada entreabierta. El convoy quedó organizado viajando por líneas horizontales de ocho barcos, seguidas por cuatro líneas similares, manteniéndose una distancia aproximada de 500 metros entre uno y otro barco, ya sea por proa y popa, como por babor y estribor. El conjunto formaba un enorme rectángulo. La mencionada distancia de unas cinco cuadras entre cada barco era necesaria para evitar el peligro de colisiones entre los mismos componentes del convoy, especialmente en durante la oscuridad nocturna o en tiempo de neblina. No era asunto fácil mantener los barcos en esa formación conservando cada uno la misma distancia, pues eran de diferente tipo, tamaño, velocidad; había que maniobrar con frecuencia las máquinas; y desde luego la marcha de todo el convoy tenía que ser a velocidad algo inferior a la que pudiera desarrollar el barco más lento del conjunto. No se viajaba en ruta directamente hacia el destino, sino en zigzag cambiando de rumbo cada tres o 4 horas cuando el buque almirante izaba las respectivas banderas–señales, cada barco tenía que izar repitiendo la orden, a fin de que la misma fuere percibida por todas las unidades. Estos cambios de rumbo tenían por finalidad despistar y hacerle perder el blanco al eventual submarino que estuviera siguiendo al convoy; desde luego el convoy perdía tiempo en tales maniobras y llegaba más tarde a su destino. A los lados del convoy estaban situados varios chaluptiers, pequeños cañoneros que en tiempos de paz serían pacíficos buques pesqueros; famosos por sus buenas capacidades flotantes como el corcho, dando enormes saltos sobre las olas cuando el mar estaba bravo; gimnasia nada recomendable para quién sufriere de débil resistencia al mareo. Estos chaluptiers llevaban un cañón, especialmente minas antisubmarinos. A proa y popa del convoy se mantenían cruzando a gran velocidad dos cruceros ingleses de alta mar: el de proa, como para abrirnos el camino; el de popa, para evitar que se nos atacará por la cola.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
En cada barco disponíamos de un par de semaforistas ingleses, quienes habían sido embarcados en Gibraltar antes de que saliéramos, su misión era efectuar las comunicaciones de barco a barco durante la navegación, sin tener que usar la radio. Durante el día, esto lo hacían mediante los dos brazos mecánicos del semáforo, o con las banderas accionadas por los brazos de los semaforistas según el código Morse; por la noche, solamente en casos urgentes, mediante el reflector o la lamparita. Desde, el crucero de proa sobre el cual viajaba un almirante inglés, jefe del convoy, salían casi continuamente órdenes a uno u otro barco: aumente distancia, reduzca velocidad; o a todos: alistense para evolucionar 15° a la derecha, o la izquierda; tan pronto nos veían izar la bandera O (un cuadrado formado por un triángulo rojo y otro amarillo) cumplan la maniobra. Era indispensable que la maniobra se hiciera por todos simultáneamente, con la misma velocidad o igual declinación, de lo contrario las líneas del convoy se desorganizaban, y algún barco podía peligrar de chocar con el vecino. Los semaforistas que llevábamos a bordo, procedentes de destroyers de la marina inglesa demostraban habilidad y velocidad asombrosas para la comunicación con sus semejantes, mediante uno u otro de los diferentes sistemas y códigos. De ellos aprendí por primera vez cómo es posible para dos personas que conozcan el Morse comunicarse entre sí sin que otras personas se den cuenta; simplemente moviendo un lápiz entre manos, como jugueteando con el mismo; o moviendo un pie, o guiñándose el ojo, o silbando un aire aparentemente inocente pero hábilmente fraccionado en puntos y rayas. Llegados a la altura del cabo Finisterre, ya para entrar en el golfo de Vizcaya encontramos una flotilla de chaluptiers y de Q boats que entraron a formar parte de la escolta del convoy, en reemplazo de los dos cruceros que nos abandonaron para devolverse a Gibraltar. Los Q boats eran barcos antisubmarinos, fragatas cuyo tipo especial de construcción y de características se mantenían en secreto pues tratándose de algo nuevo convenía que los alemanes no tuviesen conocimiento de su existencia. La idea que originó al Q boat, a veces también denominado “barco trampa”, fue la de que el barco antisubmarino tenía que reunir condiciones especiales de armamento, velocidad, flotabilidad, disfrazadas dentro de un casco aparentemente indefenso y de poco andar; su dibujo externo
imitaba la silueta de los pequeños barcos de carga o de pesca. Sin embargo, en el compartimento de máquinas llevaba motores de gran potencia, capaces de desarrollar un andar de hasta 15 nudos; pero en condiciones normales, para engañar, atraer al submarino, el Q boat caminaba muy despacio; o para ocultar totalmente sus motores y la chimenea, izaba las velas y se hacía arrastrar lentamente por el viento, manteniendo las hélices paradas, aunque listas a ponerse en marcha en cualquier momento. En la bodega no llevaba carga alguna, sino por el contrario iba rellena de corcho, de manera que aún después de haber sido torpedeado, inundado, el casco podía seguir flotando. En cuanto al armamento, compuesto de dos o tres cañones, lanzatorpedos y bombas submarinas, éste era normalmente invisibles pues estaba disfrazado, escondido detrás de las falsas lanchas salvavidas que al momento del ataque se transformaban rápidamente en batería de fuego. A veces, el Q boat llevaba doble tripulación, la primera, denominada “del pánico”, tenía por objeto tan pronto que el barco era atacado o torpedeado por el submarino, simular el abandono de la nave, echándose al agua, alejándose del barco tal como lo hubiera hecho tratándose realmente de un buque mercante inerme; la segunda tripulación quedaba a bordo escondida pero lista a poner en acción el armamento tan pronto que el submarino, engañado por la salida y abandono efectuado por el grupo del pánico, se acercara inocentemente emergido cerca de la supuesta víctima con la intención de buscar documentos cifrados, apoderarse de sus depósitos de víveres antes de echarlo al fondo del mar; entonces, el segundo grupo, que estaba mimetizado, salía de su escondite disparando sorpresivamente sobre el submarino; en la mayoría de los casos lograba hundirlo antes de que pudiera defenderse o volver a sumergirse y escapar. Por ello, porque su acción dependía más de la estrategia del engaño que de los armamentos, se les denominaba “barcos trampas”. Era quizás y lógico que quienes inventaron la guerra de piratería, los corsarios, que violaron las costumbres o leyes de la caballerosidad en la guerra, idearan asimismo la antisubmarina insidia o artimaña del buque trampa. En la época a que se refiere este viaje, ya los Q boats tenían hecha su fama entre la marinería, con el siguiente caso que paso a transcribir tomándolo del ya mencionado libro “Los titanes del mar”: “…el 11 de agosto de 1917 –o sea unos seis meses antes de este viaje–, el buque trampa Dunraven de la CADETE DE MARINA - Capítulo 16 Viaje N0. 6
143
marina inglesa, bajo el mando del comandante Gordon Campbell quien se hizo famoso en empresas de esta clase, se encontraba en el golfo de Vizcaya unas 150 millas de la isla de Ouessant, o sea, a lo largo de Brest, armado aparentemente con un solo cañón de popa, como era uso y costumbre en todos los buques de comercio a la sazón, y navegaba pacíficamente sus 8 nudos de andar; y para imitar en un todo a los barcos de carga, hacía eses en su camino, cuando, en el horizonte, por su proa y un poco a estribor, surgió el inevitable submarino. Gordon Campbell contaba ya en su haber marinero algunas victorias. El submarino vino a la superficie tras el consabido reconocimiento periscópico y abrió fuego desde 4.500 metros distancia, hallándose por la popa del Dunraven. Campbell ordenó se le respondiese con el cañón de popa, el semejante al de todos los barcos mercantes, permaneciendo ocultos los que constituían el armamento real del barco. Sobre este iban pasando los proyectiles enemigos y, para fingir mejor ante el enemigo, el buque trampa hacía emitir a su estación radiotelegráfica el dramático S.O.S., sin cifra alguna, explicando que era atacado por un submarino alemán y que éste llevaba gran ventaja en el combate. Al cabo de media hora y viendo que sus proyectiles no daban cuenta del vapor, el submarino se aproximó a este a todo andar y un cuarto de hora después reanudaba el fuego; Campbell, quien necesitaba atraerselo aún más cerca, hizo parar la máquina, dejó escapar por la chimenea grandes chorros de vapor, para inducir a su contrario a creer que una avería de caldera lo dejaba inmóvil, y comenzó la evacuación del buque; durante la faena se dejó caer un bote al agua para simular el pánico y confusión a bordo. Llegaba ahora el momento peor para el Dunraven, el de recibir proyectiles sin responder ni aún con el cañón de popa puesto que a bordo no quedaba nadie, por lo menos, teóricamente. El estoicismo de sus tripulantes sufrió una de las más duras pruebas, aún estando avezados a este género de combate. Una de las granadas del submarino hizo blanco en la popa del Dunraven haciendo explotar una de las cargas de profundidad allí depositadas y lanzando al agua al teniente de navío Bonner; no era solamente el que el enemigo se diese cuenta de que la evacuación no era verdad, sino que se declaraba un fuerte incendio justamente donde estaban depositadas las municiones del cañón de popa del barco.
144
Una tremenda explosión podía producirse de un momento a otro; Campbell pensó, no obstante, que lo importante era hundir el submarino. La pérdida de su propio buque importaba poco. A las 2 horas de haberse iniciado el combate con el submarino, tuvo lugar la temida explosión a popa, la cual proyectó en el aire el cañón de 102 mm con todos sus sirvientes y sus proyectiles que caían por todo el buque produciendo los mayores daños. El submarino pudo darse cuenta de la calidad real de su enemigo y no espero un segundo para desaparecer bajo las aguas. Al cuarto de hora, un torpedo vino a chocar contra el costado del Dunraven, a la altura de su compartimento de máquinas; su comandante, jugando la última carta que tenía alguna probabilidad hizo llevar a cabo una segunda evacuación del buque. Cuando desde el submarino advirtiesen por el periscopio que esta dotación descendía a los botes, juzgarían que ahora quedaba el buque realmente abandonado a sí mismo y probablemente se acercaría más en el intento de subir a bordo a revisar papeles y buscar vivo alguno de sus oficiales. Y entonces… Pasó una hora de ansiosa espera a bordo del Dunraven; Gordon Campbell veía el periscopio del submarino que rondaba en derredor del barco, dejando su plateada estela en la superficie; el incendio devoraba la popa, las cajas de pólvora y las municiones de la santa bárbara explotaban por todas partes; el Dunraven se hundía lentamente, sustentado por su cargamento de corcho y madera. Su comandante, siempre de bruces en el piso del puente de comando, esperaba, metódicamente, como un inglés… Después de algún tiempo el submarino volvió a la superficie en la misma popa del buque trampa y reanudó el duelo de artillería desde corta distancia, precisamente desde el sector muerto de las otras piezas, ya que la popa no existía. Durante 20 minutos se sucedieron los disparos, y luego el submarino volvió a ampararse en las profundidades. Campbell decidió hacer uso de sus propios torpedos: con 7 minutos de intervalo dos de estos pasaron tan cerca del periscopio del submarino que éste estuvo a punto de encontrar su fin. Errados los dos, el comandante inglés decidió suspender la lucha: llamó por radio y con la cifra convenida para que se le prestase auxilio y no tardaron en aparecer varios destructores que tomaron su barco a remolque”. Entre los Q boats que emprendieron la escolta de nuestro convoy, había uno que llevaba a remolque un dranken–ballon retenido por cable a un centenar de
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
El trio a bordo
metros de altura y desde el cual un vigía escrutaba en las profundidades del mar por si veía la sombra de un submarino; en tal caso su buque habría echado al agua las bombas de profundidad. Este barco, viajaba durante el día a gran velocidad alrededor del convoy arrastrando el balón, mientras que los otros lanzaban al agua de vez en cuando bombas submarinas, por si acaso (en la actualidad, y leyendo el clásico libro “Mar Cruel” (Cruel Sea) de Nicholas Monsarrat, que describe la guerra submarina de la época 1940, no encuentro que ésta se hubiere perfeccionado mucho con relación a la de treinta años antes, que me tocó vivir, y que estoy parcialmente relatando). Vigilado por las numerosas escoltas, nuestro convoy procedió sin novedades hasta que después de un par de días entramos en el canal de San Jorge que separa Inglaterra de Irlanda, Decir que entramos en el canal no significa que el peligro había desaparecido; ya hemos visto que los submarinos entraban hasta en Greencok en la desembocadura del río Clyde. Por otra parte, este canal es más ancho que el de la Mancha; normalmente se na-
vega en el mismo sin poder ver las orillas. Como casi siempre ocurre en estas aguas, cuando hay calma de vientos, la neblina se adueña del espacio. Los ingleses están tan acostumbrados a la niebla, como los latinos al sol. Sin embargo, para todos, la navegación en convoy en tiempos de niebla era asunto serio porque viajando tantos barcos así de cerca el uno del otro, podrían fácilmente chocar; era suficiente que uno de los buques torciera un poco el rumbo, o se quedara atrasado o adelantado, para que fuera a tocar con cualquiera de las demás naves que lo rodeaban. Como remedio contra tal peligro, se usaban los paravanes: un aparato metálico flotante, de forma algo parecida a un avión o sea un cuerpo central, sostenido por un par de alas con flotadores, tamaño un par de metros; que cada barco soltaba por su popa arrastrándolo mediante fuerte cable de acero a 1 milla de distancia; este aparato corriendo a flor de agua levantaba olas y blanca espuma que a pesar de la neblina quedaba visible a algunos metros de distancia. El barco siguiente, podía marchar manteniendo su proa casi encima de este aparato para no perderlo CADETE DE MARINA - Capítulo 16 Viaje N0. 6
145
de vista; de este modo las filas longitudinales del convoy lograban mantenerse en formación. En cambio, las hileras laterales, sin darse cuenta podían aumentar o reducir distancia entre ellos; esto no tenía remedio, además del peligro de los submarinos que sin ser vistos, aún cuando cegados ellos también por la neblina, podrían fácilmente acercarse al convoy, guiados por el ruido de las hélices de los barcos. Hacia la tarde, después de varias horas de navegación “blind”, a ciegas, guiados únicamente por la espuma blanca producida por el paravan del buque delantero de nuestra fila, oímos de pronto varios pitazos hacia la derecha, el ruido como de un trueno a distancia; supusimos que algún barco del convoy acababa de ser torpedeado. Luego oímos sirenas de barcos pitando en código Morse, y yo pude interpretarlas: dos buques ingleses, de nuestra fila lateral, situados hacia la extrema derecha, habían chocado en pleno y estaban hundiéndose; las señales eran para que las escoltas se les acercaran a salvar sus tripulantes. Los demás buques del convoy seguimos adelante a través de la cortina de niebla, excitados y preocupados, cada hombre esforzando sus ojos para tratar de entrever la eventual mole de una sombra gris aproximándose entre ese aire húmedo y opaco, dar a tiempo el alarma Después de un par de horas se levantó una brisita que despejó el horizonte, dejándonos ver a distancia todo el convoy, fuera de formación, pero cada barco bastante lejos de su vecino. Volvimos a formarnos y sin novedad entramos en la boca del río Clyde. En lugar de amarrar a los muelles de Clydebank, fuimos destinados a seguir hasta los propios decks del centro de la ciudad de Glasgow. Esto, con mucho complacimiento de parte nuestra, porque nos resultaba más fácil y barato visitar la ciudad, sin tener que tomar transportes. Las formalidades requeridas aquí para los pases de salida del personal eran menos engorrosas que en Clydebank. Habiendo yo perdido la llave de la puerta de mi camarote, y como quiera que era la segunda vez que esto me ocurría en el mismo viaje, me dio pena rogar a los maquinistas que me hicieran otra. Preferí ir a comprarla en una ferretería de artículos para barcos. Era una llave de bronce, de buen tamaño, como se acostumbraba entonces en la marina. Entré en la ferretería, me dirigí a la persona que atendía el mostrador, era una señorita. El inglés que yo hablaba era todavía muy imperfecto; precisamente porque lo ignoraba, creía conocerlo bien. Traduciendo mentalmente al inglés la fra-
146
se: “puede usted venderme unas llaves?” Le dije a la señorita: “will you please sell me some keys?”. Me miró extrañada. Suponiendo que no había entendido, repetí la pregunta. Volvió a mirarme con cara de estupor; pensé que era una boba. Sintiéndome irritado de que no me comprendiera me puse a repetir: “keys, keys”, al tiempo que miraban en los escaparates buscando si veía llaves para mostrarle con el dedo lo que estaba pidiendo. Con una mueca entre susto y disgusto la muchacha llamó “father”. Apareció un hombre, evidentemente el papá de la joven; me pregunto qué deseaba. Al repetirle yo la frase anterior, me contestó con un “damn fool”, y como preparándose para pegarme; viendo lo cual, salí inmediatamente a la calle, preguntándome si era que la gente de Glasgow estaba loca, o cuál sería el delito en pedír unas llaves. Después de haber caminado una cuadra vi una peluquería italiana; entré, y hallando un paisano le relaté lo que me acababa de pasar, preguntándole cómo diablos se llamaban las llaves en inglés. El fígaro me hizo repetir lo que yo había dicho en inglés a la muchacha de la ferretería. Al oírme, se puso a reír, y me explicó: –lo que usted ha pedido a la señorita que le vendiera, no son llaves sino besos– ; esto explica la actitud de ella y de su padre. En inglés, llave, en singular, se dice “key” (kii), al plural “keys”, pero pronunciando la i muy larga, de lo contrario resulta kiss, beso. Es que los ingleses no tienen imaginación; en esto también difieren de nosotros los latinos, pues por ejemplo si a un médico latino se le presenta un inglés y le dice: a mí dolerme gallo, nuestro médico entiende que se trata de un callo; pero los ingleses no entienden si no se les pronuncia exactamente. Algunos días después, nos ocurrió otro caso por el estilo. Durante la estadía en el puerto de Cartagena, el tercer maquinista Cossu había trabado amistad con algunas mujeres españolas con las que él podía entenderse a pesar de no conocer el idioma español; él hablaba el dialecto de su tierra de Alghero–Sardinia, muy parecido al catalán de Barcelona. De su amistad con dichas mujeres se le infectó una gonorrea bastante fuerte, que le apareció antes de que saliéramos de Cartagena. Fue donde un médico, y éste le recetó suspender vinos, bebidas alcohólicas, tomar diariamente algunas píldoras denominadas “pepe cubebe”. Cossu fue a la farmacia y adquirió varios frascos de esa medicina como provisión para todo el viaje. De regreso a bordo nos llamó a su camarote para informarnos del inconveniente en que había caído; nos
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
hizo reír porque en lugar de pepe cubebe, él llamaba a su medicina “pepe cum pepe”. Al vernos reír, desesperado nos confió que era casado, que le aterraba pensar en su regreso al hogar al término del viaje, si no estuviera ya curado de la blenorragia. Le recomendamos tomar regularmente la medicina tal como se lo había ordenado el médico; y lo dejamos acostado en su camarote. El barco salió de Cartagena; algún día después Cossu nos mandó llamar porque se sentía muy enfermo; tenía dolores de barriga, y cólicos. Le preguntamos si había tomado el “pepe cum pepe”; con la mano señaló los frascos sobre la cómoda. Al verlos vacíos, Carissimo le preguntó si de acuerdo con la prescripción del médico español tenía que tomar no más de seis píldoras diarias. Cossu contestó: –”Sí, pero en vista de que no mejoraba resolví aumentar la dosis a treinta pues necesito sanar pronto. De lo contrario que dirá mi mujer si regreso a Alghero enfermo…”–, comprendimos que sus dolores de barriga y cólicos y habían sido provocados por el exceso de píldoras ingeridas; afortunadamente, el error no tuvo mayores consecuencias, y hasta se le quitó casi totalmente la blenorragia… Hallándonos en Glasgow, una noche nos pidió que lo dejáramos salir con nosotros pues como no entendía una palabra de inglés no se atrevía ir sólo, por las calles. Ya en camino nos rogó tener presente, si acaso entrábamos en algún bar, que él no podía tomar nada con alcohol. –Por supuesto–, contestó Carissimo, –solamente entraremos en las cafeterías donde sirven té–; y a continuación, burlándose de él: –allí podrá usted tomar rhum, que es una gran medicina contra la blenorragia–. La palabra rhum, que quiere decir ron, y en italiano se pronuncia rum, corresponde a una bebida que es poco común en Italia, especialmente entre el pueblo, que no la conoce. Entramos en un restaurante. Una joven camarera se presentó para atender; yo y Carissimo pedimos por nuestra cuenta; para embromar a Cossu dejamos que se entendiera directamente hablando inglés. Entonces él recordando la insinuación de Carissimo, con una sonrisa pidió “rum”. Tal como pronunciada por Cossu, esta palabra sonaba en inglés lo mismo que room, cuarto, pieza. La camarera contestó un rotundo “no”, a lo cual, para mejor explicarse Cossu agregó: whisky bad. Pronunció tan mal, que la otra entendió que además del cuarto, el cliente pedía whisky para ir a tomarlo en la cama (bed). El asunto acabó en que ambos, la camarera y Cossu creyéndose recíprocamente
ofendidos se querían pegar; tuvimos que salir rápidamente del local, arrastrándonos al maquinista, para evitar que el escándalo tomara grandes proporciones. Los días domingo en Glasgow eran para nosotros muy aburridos pues debido al descanso dominical, todos los locales públicos solían estar cerrados, inclusive los bares, cinemas, teatros. La única diversión posible era el paseo, salvo quienes tuvieran amistades en la ciudad como para hacerle visitas en las casas. Nosotros no estábamos en tal circunstancia; habíamos trabado relación con algunas italianas que poseían restaurantes y heladerías pero como quiera que eran personas de bajo nivel cultural y social, solamente íbamos a visitarlas cuando ya estábamos cansados de vagabundear por las calles y parques. Sin embargo, poco a poco hallábamos diversión en atender a conferencias de estilo bélico–patriótico que se desarrollaban en la universidad de Glasgow bajo los auspicios de un comité para estrechamiento de las relaciones anglo–italianas. El comandante Zona había traído consigo desde Génova películas cinematográficas y otro material de propaganda relacionada con la fabricación de elementos de guerra y naves en los astilleros Ansaldo. Dio una conferencia en dicha universidad, a la cual concurrieron centenares de escoceses, en mayoría mujeres solteronas o jóvenes estudiantes, simpatizantes de la cultura italiana. A nosotros oficiales nos hicieron honrosa recepción; aprovechamos la ocasión para relacionarlos con alguna de estas muchachas que aparentemente ponían tan ingenuo entusiasmo en el trato, al tiempo que nosotros nos guiábamos solamente por la malicia, y la esperanza de llegar al flit o la aventura. Desde luego, estas personas eran de la mejor sociedad local; para no meter la pata teníamos que obrar con mucha cautela, estudiando sus costumbres, para saber hasta donde podíamos entrar en confianza sin peligro de ofenderla. Habiendo sido nombrados huéspedes ad honorem de la universidad, y no teniendo mejor cosa que hacer, diariamente me iba a asistir a las clases, sentándome en cualquier banco haciendo hipócritamente muestra de estar muy interesado en las lecciones, sirviéndome esto de pretexto para estar sentado al lado de estudiantas e intentar conversaciones en mi inglés de principiante. Lo que más aprendí de estas fue la estereotipada frase: –”if you think you have me in a string, you are up the pole”–. Días, después fuimos invitados a visitar al dirigible ZR–2, casi terminado de construir y listo para emprender el viaje transatlántico hacia las AméCADETE DE MARINA - Capítulo 16 Viaje N0. 6
147
ricas; el ver de cerca esa inmensa aeronave era cosa interesante. Para corresponder, el comandante Zona invitó a toda la universidad a tomar té a bordo del Cogne; hubo discursos, y mucha distribución de banderitas italianas e inglesas; algún principio de flirt pero nada más importante por el momento, salvo algunas invitaciones personales, que tuvimos que posponer para el viaje siguiente, pues había llegado el día de volver a salir para Italia. Fuimos a Clydebank para aprovisionarnos de búnker; el 22 de mayo salimos rumbo a Belfast–Irlanda donde teníamos que reunirnos con varios otros barcos para formar un convoy, con el cual nos pusimos en viaje hacia Gibraltar. Estando ya al final del golfo de Vizcaya, cerca de Finisterre, un barco cuyo destino era Bordeaux, abandonó la formación, yéndose por su cuenta hacia ese puerto. A la hora, oímos que pedía S.O.S., había sido torpedeado y estaba hundiéndose. Evidentemente, algún submarino había estado siguiendo nuestro convoy, acechando; aprovechó la circunstancia de que aquel barco su hubiera alejado sin escolta. Llegados a Gibraltar quedamos varios días anclados en la bahía, esperando reunirse un buen lote de barcos destinados a Génova, para formar un convoy. Cuando salimos, quedó integrado un gran convoy compuesto por 35 barcos. El Cogne asumió el importante rol de buque almirante habiendo sido escogido para tal efecto en virtud de ser una nave de reciente construcción, de buen andar, y de estar armado con cuatro cañones. El jefe del convoy, contralmirante Caruel, de la marina de guerra italiana, vino pues a instalarse en nuestro barco, con todo su estado mayor. El puente de comando del Cogne quedó transformado en una estación de señales, muy atareada, desde donde continuamente salían órdenes a uno u otro navío de escolta, o a todo el convoy, mediante el sistema de banderas, los semáforos, y en último caso, la radio. Al momento de salir desde Gibraltar, habiéndose dado cuenta el contralmirante Caruel que en el Cogne había solamente un radio–operador, estuvo a punto de ordenar el embarque de un marconista inglés a fin de que entre los dos pudiéramos asegurar el servicio continuo durante todas las 24 horas. Esta propuesta, de entrometer un inglés a bordo no fue del agrado de Zona y sus oficiales; mucho menos para mí pues hubiera tenido que compartir el reducido espacio de mi camarote, con otro colega. Entre todos, le aseguramos al contralmirante que yo, aún estando solo,
148
daría abasto para todo; y entonces quedó resuelto que mantendría el servicio desde las cinco de la tarde, continuamente hasta las ocho de la mañana o sea las horas en que no era posible hacer señales con banderas que no serían visibles en la oscuridad, y no siendo prudente en tales horas emplear señales luminosas; en las demás horas, siendo diurnas, yo podría dormir, el servicio de radio quedaría a cargo de una de las escoltas que mediante banderas recibiría o transmitiría las órdenes o mensajes de radio que interesaran a nuestro almirante. En un principio se creyó, y yo también lo supuse, que 15 horas diarias de servicio continuo me dejarían totalmente agotado al día siguiente. Sin embargo no ocurrió así, a pesar de que las 15 horas se volvieron 18 y hasta veinte diariamente. Además de las informaciones y órdenes relacionadas directamente con nuestro convoy, al almirante le interesaba que fueren captadas las radio–comunicaciones que circulaban en nuestra zona, mediante las cuales podía él formarse un cuadro general de la situación de los demás convoyes, movimientos de naves de guerra, focos de peligro, etc. Sobra decir que esas comunicaciones solían ser en clave, pues el idioma en claro estaba permitido solamente para los barcos que estuvieren hundiéndose. Con mucho ardor me dediqué a captar mensajes; cada 2 horas entregaba al almirante manojos de hojas rellenas de números y letras por descifrar. Pasado el primer día de navegación y de trabajo en esa forma el superior quedó admirado al ver la cantidad de servicio que yo lograba desarrollar, pero se dio cuenta de que no todo mi trabajo resultaban eficiente pues como quiera que yo no conocía los cifrarios, que eran secretos, a veces trabajaba horas captando mensajes que resultaban no tener interés alguno para él, mientras que de haber sabido, hubiera podido dedicar ese mismo tiempo a otras comunicaciones de mayor importancia. Resolvió entonces que su oficial de estado mayor, un capitán de corbeta que era el encargado de las claves, pasara la mayoría del tiempo sentado a mi lado, junto con sus libros, traduciendo los mensajes a medida que yo los captaba, y avisarme así a las primeras palabras, si era o no conveniente que yo continuará recibiendo ese determinado radiograma. Este sistema tampoco resultó perfecto porque frecuentemente el almirante necesitaba que su ayudante de campo estuviere con él sobre el puente; entonces el oficial me entregaba momentáneamente los libros secretos, a fin de que yo pudiera seguir trabajando. Finalmente se dieron cuenta de que mi actividad y
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
lógica comprensión merecían más confianza y era más práctico el que yo mismo desarrollara ambos trabajos a la vez. Me entregaron las claves a fin de que yo mismo pudiera saber cuáles eran los mensajes que convenía recibir y entregar al almirante sobre el puente, ya traducidos en idioma en claro. Estos libros de claves estaban empastados en láminas de plomo, bien pesadas, para que en caso de hundimiento del barco el funcionario que los tuviere en su poder pudiera echarlos al fondo del mar, evitando que cayeran en poder del enemigo. Aprendí que había un cifrario diferente para cada tipo de servicio, por ejemplo: la clave para comunicación entre almirantes jefes de convoyes era de cuatro letras (al cruzarnos, convoyes que marchaban en dirección y destino opuesto, los almirantes acostumbraban informarse entré ellos acerca de la situación de peligro, acechanza de submarinos en la zona etc.); los mensajes entre los grandes acorazados (dreadnoughts) eran en clave de cinco cifras, aquellos entre destroyers y cazasubmarinos eran de cuatro cifras, la clave del almirantazgo era de 6 letras, etc. Con este dato, pude aplicarme a captar preferentemente las comunicaciones entre almirantazgos y las que se desarrollaban entre cazasubmarinos; abandonando las que se efectuaban entre acorazados, que no podían interesarnos. Personalmente, me sentí orgulloso y contento de que se me entregaran ciertos secretos; además, con la natural curiosidad e interés de aprender –que un joven como yo podía tener en este caso–, me consagré con todas mis fuerzas a ese trabajo continuo día y noche, doble trabajo en tratándose de captar y descifrar, durmiendo quizás solamente unas 4 horas diarias, a sabiendas de que tal sacrificio valía bien la pena, no solamente porque me correspondía parte de responsabilidad sobre la vida de los de a bordo y las demás naves del convoy, sino también porque mi propio pellejo dependía de la eficiencia de mi trabajo. En cuanto a dormir, pensaba que me quedaría mucho tiempo para hacerlo después de que llegáramos al puerto. Transcurrieron así los días, con las peripecias diurnas y nocturnas que eran comunes en aquella época de navegación: alarmas, periscopios a la vista, cañonazos, minas, bombas antisubmarinas, pero sin que ninguno de los 35 barcos que formaban nuestro inmenso convoy fuere torpedeado o hundido. Tuve la sensación de que el contralmirante –quien en un principio cuando salimos de Gibraltar, quizás viéndome joven imberbe–, había dudado de que estando yo sólo
pudiera desarrollar todo el trabajo, estaba en la actualidad plenamente confiado en mí, había cambiado de opinión; pero no supuse que este hecho tendría mayor trascendencia. Ocho días después de haber salido de Gibraltar, llegamos a Génova, supe que el contralmirante estaba muy satisfecho porque su colosal convoy había tenido pleno éxito (35 barcos, cargados de mercancías, representaban unas 300.000 toneladas, con un valor de más de 100 millones de dólares, y unos 1.500 tripulantes). Ahora el contralmirante se estaba preparando para desembarcar, junto con su estado mayor; ir a preparar la formación de otro convoy de Génova a Gibraltar. Al momento de despedirse me mandó llamar desde el puente de comando. Algo extrañado, pero como quiera que no sentía ningún reato sobre mi conciencia, fui subiendo la escalera con cierto aire de “je m’en foute”. Llegué frente del superior, estaba sentado en la sala del timón, rodeado de oficiales de la marina de guerra, y de mis colegas del Cogne, saludé, me puse a la orden. Tenía cara sonriente; vi que el comandante Zona también me miraba complacido. El contralmirante Caruel se dirigió a mí con las siguientes palabras que siempre recuerdo textualmente: – Joven de bellas esperanzas; ¿qué posición se propone usted lograr con el andar de los años?–. Quedé un instante reflexionando; viendo que todos estaban con cara alegre, pendientes de mis palabras, contesté: – pues, excelencia, si en mi poder estuviera, yo quisiera llegar a ser contralmirante–. Soltaron la carcajada, y aquel señor, con mucho énfasis me replicó: –pues sepa, joven, que he quedado encantado con su inteligencia y su amor al trabajo. Si en algo puedo ayudarle estoy listo para hacerlo–. Luego, dirigiéndose al comandante Zona, le preguntó si de acuerdo con el reglamento de la compañía era posible hacerme dar un premio en dinero. Aquél contestó que haría cuanto estuviese en su poder, pero yo intervine diciendo que no merecía premio alguno por cuanto que lo que había hecho durante la travesía era mi deber, pero que si era digno de algún premio, ya lo tenía totalmente recibido con las palabras que su excelencia se había dignado dirigirme. Entonces, me ordenó traerle el libro de guardia de mi estación, busco la página donde terminaban mis anotaciones de viaje, y de su puño y letra escribió el siguiente autógrafo que todavía conservo en mi poder: “el cadete R.T. Amore Italo, encargado de la estación de radio del buque Cogne, nave jefe de escuadra durante la travesía del convoy CADETE DE MARINA - Capítulo 16 Viaje N0. 6
149
de Gibraltar a Génova bajo las órdenes del suscrito, ha demostrado en el desespeño de su servicio, actividad, exactitud e inteligencia no comunes, por todo lo cual se merece un premio. Firmado: contralmirante E. Caruel”. Devolviéndome el libro me autorizó para enviar esa nota a la compañía Marconi y hacer de ella el uso que creyera más conveniente; después saludó a todos y desembarcó. Inmediatamente me di cuenta de la importancia del asunto y pensé que lo menos que haría la Marconi para premiarme según lo solicitaba el almirante, sería subirme el sueldo, enviándome a un barco de mayor categoría, tal vez alguno de los grandes paquebotes cuyo puesto era tan deseado debido a la buena vida, bienestar general que se gozaba en ellos. Puse en conocimiento de la oficina Marconi de Génova, la declaración escrita del almirante; por correo despaché una copia de la misma, a la dirección de la compañía en Roma. En contestación, recibí de Roma el oficio #6857 fechado 17 de octubre de 1918, de la Compañia Internazionale Marconi, cuyo texto dice: “Elogio– De las declaraciones hechas por sres. Jefes de Convoy, y que nos fueron remitidas por la oficina de Génova, hemos tenido conocimiento del loable servicio por Ud. prestado sobre el buque Cogne. Al tomar nota de esto, tenemos el gusto de expresar a Ud. nuestro vivo complacimiento, exhortándole a perseverar. Firmado: marqués Luis Solari”. (Por la documentación que estoy adjuntando a la presente, me estoy dando cuenta de que la historia de este convoy corresponde al viaje siguiente pues el certificado del almirante, así como la carta de la Marconi, ambos llevan fecha octubre de 1918. También, olvidé mencionar que el comandante del Cogne durante este viaje fue Zona, pues debido a que estaba algo enfermo Bolognini se había retirado en largo permiso de vacaciones. De este borrador de autobiografía estoy sacando en máquina un original y 4 copias; al original van adjuntos algunos comprobantes, fotografías, que forman parte de la documentación de mi archivo; comprobantes que considero de valor, bajo el punto de vista de la certificación de la autenticidad de los hechos que estoy relatando. Dejo constancia que debido a la mala calidad del papel carbón, la cuarta copia es casi ilegible; y ya hago con frecuencia errores al escribir pues no manejo las teclas con facilidad como en años anteriores). Estando convencido de que el elogio del almirante y de la Marconi me procurarían mejoras en mi carrera y situación en la compañía, quedé desilusionado
150
al constatar que no se me daba ningún premio inmediato, ni en metálico, ni en categoría. Entonces pedí a la oficina de Génova, que me cambiaran de barco, destinándome a otro mejor; pero el inspector Rollandini me contestó que mi solicitud era absurda, pues precisamente ahora que el comandante Zona tenía cien motivos para estar satisfecho de mí, y no soltarme, no había posibilidad de que la Marconi accediera a cambiarme de barco. Durante la estadía en Génova, fui al hospital Machenzie a visitar a Filipponi quien todavía estaba allí internado, con tisis. Lo encontré muy enfermo, semblante cadavérico; sufrí fuerte pena al verlo nuevamente en tales condiciones. Le describí el viaje y lo ocurrido con el almirante Caruel; se entusiasmó. Tratando de levantarse de la cama, me dijo que se proponía volver a navegar la semana entrante, pues para entonces estaría totalmente restablecido. A pesar de mi ignorancia en materia de enfermedades, me pareció imposible que pudiera volver a sanar tan pronto, pero disimulé creerle, no le dejé comprender mi duda. Cuando ya iba a despedirme, se recordó que su uniforme estaba incompleto; me pidió que le adquiriera un sombrero nuevo, de teniente de marina, con alamares dorados, un par de charreteras de lujo, con el ancla, la M, entrelazadas, y dos estrellitas, correspondientes a su grado. Me pareció prematuro que se metiera en gastos de esa índole mientras que a simple vista se podía comprender que le faltaban todavía muchas semanas para restablecerse de su enfermedad. Recordé mentalmente el cuarto acto de la ópera “La Traviata”. Comprendí que lo mejor era contribuir a engañarlo, contestándole que efectivamente ya estaba muy bien. Al día siguiente, le llevé el sombrero, las charreteras y demás adornos dorados. Inmediatamente se los puso; mirándose en el espejo, alegre y sonriente, los encontró de su gusto, comentando que la semana entrante, al fin, volvería a navegar. Yo, en cambio, al mirarlo, tenía que esforzarme para no dejarle entender mi angustia, mortificación al ver que parecía un esqueleto vestido con uniforme. Nos saludamos; le prometí volver a visitarle tan pronto yo regresara de una excursión automoviliaria de algunos días a Milán y Pavía, a la cual acababan de invitarme Adriano del Bó, con su mamá la señora Rosseta y su papá del Bó. Cuando estuve de regreso en Génova una semana después, con mucho dolor supe que lo habían enterrado, con todos los honores, vestido con el uniforme nuevo, las charreteras doradas, y la cachucha de oficial que yo le había adquirido.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
17
VIAJE NO. 7 S/ S
COGNE
DE GÉNOVA A ESPAÑA, INGLATERRA Y REGRESO Salida: 1º julio de 1.918 Regreso: 8 octubre de 1.918 Comando: Igual que el viaje anterior
L
a muerte de Filipponi me impresionó profundamente. Había sido mi maestro en el Maroncelli. Era también uno de los pocos amigos con quienes había contado hasta entonces entre el ambiente marinero de la Marconi. Ese joven, de cuerpo y cara tan hermosa, tan bueno con la humanidad, había muerto con la sonrisa en los labios, aparentemente solo preocupado con la elegancia del uniforme; pero quién sabe con cuáles dolores íntimos. Sus familiares, que vivían en el sur de Italia, en Campobbaso, fueron informados muy tarde, de la tragedia, cuando ya lo habían enterrado. ¿Quién sería, y qué haría, aquella joven mujer, vestida de negro y siempre callada, que alguna vez encontré al lado de su cama, durante mis visitas al hospital Mackenzie? El resultado del elogio del contralmirante durante mi viaje anterior, tampoco me había dejado satisfecho. De acuerdo con la declaración del inspector Rollandini, la consecuencia inmediata y visible sería la de que yo continuaría eternamente destinado a navegar sobre el Cogne, en la ruta de la mugrosa Inglaterra, debido a que el comandante y toda la oficialidad estaba contenta conmigo. El único inconforme en este caso era yo. Cierto que a bordo del Cogne hacía yo mi real gana, viviendo muy respetado, libre de cualquier disciplina o imposición por parte del comando; pero
esta facilidad de movimiento, de la que tampoco sabía abusar puesto que por naturaleza era yo un tipo consciente de mis deberes –no solventaba mis deseos, ambición de adelantar pronto en mi carrera–. Mi aspiración inmediata habría sido la de ser traspasado a otro barco, posiblemente de pasajeros, y que hiciera otra línea, pues nada interesante encontraba en los brumosos panoramas de las islas inglesas, en el carácter frío e incomprensible –para no decir hipócrita–, de sus habitantes. Anhelaba ser destinado a alguno de los barcos que hacían los viajes de Australia, Japón, oriente, respecto de los cuales había oído de labios de algún colega relatos fantásticos. Sin embargo, por lo pronto mis deseos estaban siendo frustrados por la política de la Marconi. A veces yo me preguntaba si sería necesario pelear con el comandante Zona, para obtener el cambio a otro buque. Comprendía que este recurso podía ser peligroso y contraproducente; por lo tanto, lo único factible por el momento era, resignarse a la suerte, que al fin y al cabo no había sido mala conmigo hasta ahora. Creo que de tales reflexiones y de esta situación surgió –sin darme cuenta de ello– una pequeña modificación de carácter, que se volvió algo más insolente, menos tímido o menos precavido de lo que había sido hasta entonces. CADETE DE MARINA - Capítulo 17 Viaje N0. 7
151
Salimos de Génova el 1º de julio de 1918, con destino a Hornillo y Aguila, dos pequeños puertos marítimos situados en la costa ibérica entre Cartagena y Almería, adonde fuimos para cargar los acostumbrados frutos de la Murcia –millares de cajas de naranjas– y mineral de manganeso, destinados a Inglaterra. Como en la mayoría de los puertos españoles, había allí un barrio de gitanos, apostados en las cuevas, afuera del pueblo. Por las noches nuestra tripulación iba allí, a tomar, jugar, hacerse leer la suerte, buscar refriegas. Por mi parte, le tenía cierto temor o repugnancia a ese ambiente, y procuraba salirme de allí temprano porque me daba asco la suciedad de los gitanos; más bien, sin miedo alguno, buscaba lugares menos populares. Resultó muy fácil hacer amistades, practicar el dulce idioma español. Cuando salimos de Hornillo, rumbo a Gibraltar, a la media hora de viaje recibí una llamada de S.O.S. de un barco que estaba a pocas millas detrás de nosotros. La estación de cabo Palos contestó que de Cartagena salía un remolcador para salvar la tripulación. Nosotros seguimos nuestro camino pero aumentando la vigilancia y velocidad pues temíamos que el mismo submarino estando tan cerca pasaría a atacarnos a nosotros. Como precaución, el comandante ordenó a la guardia del puente mantener el barco navegando lo más cerca posible de la costa y dentro de las tres millas. Eran las cinco de la tarde, y siendo le época de verano, con mucho calor, en lugar de ir al comedor, acostumbrábamos hacernos servir las comidas en una mesa al aire libre, debajo del puente de comando. Mientras comíamos, observamos por un lado la costa, y por el otro hacia el horizonte marino, vigilando la eventual aparición de la estela de un periscopio, o de un torpedo. El mar estaba calmísimo. A pesar de la cercanía de la costa, las aguas se veían bien azules; indicio de que había buena profundidad. Estábamos aproximadamente al centro de la bahía denominada de Mazarrón, frente al cerro de Colnegro, navegando a todo andar, once nudos horarios en promedio, aspirando a plenos pulmones la vivificante brisa, encantados con los colores del ocaso mediterráneo, estando el sol ya bajo, sobre nuestra proa. De repente oímos un fuerte ruido subaqueo, a tiempo que el buque daba como un brinco, seguido de fuertes vibraciones. Más tarde, nadie supo decir con precisión que había ocurrido, salvo que todos comprendimos que había habido una explosión y que el Cogne se estaba hundiendo. La mesa en la que está-
152
bamos comiendo se desbarató, mientras volaban por el aire los platos, botellas y demás artículos. Por mi parte no volví a ver nada, y sin saber cómo, cual si despertándome de un sueño, a los pocos segundos me encontré en la puerta de mi camarote–estación radio, con los auriculares puestos, el transmisor prendido, la mano sobre la tecla, listo para echar la llamada de S.O.S. Evidentemente, con la velocidad de un relámpago, yo había corrido la distancia entre el puente y la estación. Otro tanto les sucedió a los ingenieros, quienes, según comentaron después, sin saber como, desde la mesa del puente se encontraron abajo en el salón de máquinas, dándole vueltas a válvulas y volantes; los oficiales de cubierta, en sus puestos del puente, al lado del timón. Mientras llegábamos cada cual al propio sitio de trabajo y tratábamos de orientarnos, adivinar que tendríamos que hacer, todos quedamos convencidos de que el buque había sido grave y fatalmente torpedeado. No nos extrañamos al ver que la tripulación estaba corriendo a las lanchas, principiando a soltar retenes, para echarlas al agua. Había llegado nuestro turno de sentir en carne y hueso los efectos de la guerra. Siquiera, todavía había luz diurna; y la costa estaba vecina a un par de millas. Mientras tanto, oíamos un fuerte ruido, como de una cascada de agua que evidentemente estaba invadiendo las bodegas. El aire estaba invadido por ese y otros estruendos, sordos rumores bajo el nivel de flotación, al tiempo que se escuchaban los gritos de la gente que se llamaba preparándose al naufragio, órdenes de los contramaestres, maldiciones de aquellos que estaban abajo en las bodegas. Dirigiéndome al comandante que de manera agitada estaba corriendo de uno al otro lado del puente, le pregunté si podía radiar el S.O.S. Zona quedó un instante pensativo antes de contestarme, cuando de pronto oímos gritos de alegría, vivas! Nos miramos, buscando saber cual sería el motivo de regocijo de nuestra gente dentro de este serio peligro que estábamos enfrentando. Entonces vimos que un grupo de marineros que estaban soltando al mar un bote, de pronto había suspendido la maniobra, y con los brazos agitados en alto en señal de felicidad, observaba el color del agua, del mar que se había vuelto amarillo y terroso, con remolinos que denotaban que evidentemente nuestra quilla había tocado tierra, estaba sentada sobre el fondo: por consiguiente, los marineros comprendieron inmediatamente que aún cuando el barco podía ser perdido, no había peligro de que se
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
hundiera inmediatamente; de allí sus exclamaciones de vivas. Los demás, dimos un suspiro de descanso; nos pusimos a estudiar la situación. No se trataba de torpedo, sino de que había chocado contra algo que no aparecía en el mapa, según el cual, había allí bastante fondo. El barco se había inclinado hacia estribor, pero a pesar de que la hélice continuaba dando vueltas, el casco estaba fijo, como clavado en algo bajo la línea de flotación, al tiempo que el agua entraba copiosamente por grandes agujeros, que se habían abierto en la proa. Vimos que la cumbre del cerro de Mazarrón se llenaba de gente, y que desde la playa salían varios botes remando hacia nosotros. Siendo que el barco estaba ahora fijo en el mismo punto, era evidente que se había estrellado; recordando que se trataba de casi diez mil toneladas de peso lanzado a la velocidad de veinte kilómetros, comprendimos la razón del violento salto, el estruendo de las vibraciones que marcaron su brusca parada. En la costa, esas mismas vibraciones habían repercutido –según supimos después–, como un terremoto. Aunque el hallarnos estrellados era más agradable que haber recibido un torpedo, esa situación precaria de incertidumbre, no podía perdurar, ya sea porque durante la noche podría cualquier submarino desbaratarnos con torpedos, ya sea porque de ponerse el mal tiempo podrían las olas destruir el casco y ponernos en grave peligro. Era preciso determinar la cuantía de los daños, tomar una resolución antes de que la obscuridad nocturna hiciera más difícil cualquier trabajo o maniobra. Por otra parte, veíamos que los botes de Mazarrón se acercaban; no nos convenía dejar que tomaran posesión del barco o lo saquearan. Los contramaestres que habían bajado a inspeccionar las bodegas subieron informando que había varios metros de aguan en las #1 y #2 de proa, pero que habiendo ya alcanzado el nivel exterior del mar, la inundación estaba cesando. Entonces, juzgando que el peligro no fuere tan inminente como habíamos supuesto en un principio, el comandante ordenó máquina atrás a toda fuerza, tratando desvarar el barco. El ensayo duró varios minutos, el casco vibraba, pero no se soltó. Los marineros recibieron orden de ponerse a sondear a lo largo del casco, para determinar la extensión de la seca. De pronto, tal vez debido a la acción de remolino, y excavación de tierra provocada por la hélice, el buque desvaró hacia atrás; en su
carrera, casi llega a chocar contra los botes de Mazarrón que ya estaban muy cerca. Con la desvarada volvimos a sentirnos dueños de la situación; el barco flotaba, la máquina y el timón funcionaban. Puesta la proa hacia estribor para no volver a chocar en el mismo punto; la máquina hacia adelante; pusimos rumbo a Gibraltar, dejando los botes hispanos con tanto de narices. Sin embargo, con la desvarada, ocurrió otro imprevisto inconveniente. No teniendo bajo la quilla el fondo del mar que la sostenía; debido al mayor peso por la cantidad de agua que por el casco roto se había precipitado en las bodegas, la proa principió a hundirse sensiblemente, y con ello, el agua volvió a entrar con mayor fuerza. Se pusieron a funcionar las bombas extractoras, para sacar el agua a medida de que entraba; pero no se sabía si lograríamos mantener ese equilibrio, o si la proa continuaría hundiéndose poco a poco hasta causar el naufragio. En última instancia, todo dependía de los mamparos estancos que separaban las dos bodegas de proa, de las restantes del barco; mientras los mamparos aguantaran, impidiendo al agua invadir las otras bodegas, había esperanza de lograr llegar cerca de Gibraltar: aunque procediendo a velocidad reducida, para no someter los mamparos de proa a excesivo esfuerzo contra la presión del mar. Se resolvió pues seguir adelante, con todas las precauciones, manteniéndose la tripulación en pié de alarma, listos para estrellar nuevamente el barco contra la costa, si era necesario, antes que dejarlo hundir. Se pensó en la posibilidad de que Gibraltar, interesada por cuanto que la carga que teníamos era para Inglaterra, nos enviara un remolcador con poderosa bomba para ayudarnos a sacar agua de las bodegas, al tiempo que los contramaestres y marineros hacían esfuerzos sobrehumanos para lograr taponar parte de la falla en la proa. Recibí orden de comunicarme con Gibraltar; llamé la estación BYW de IMF; y usando la clave convenida para los barcos mercantes en emergencia, comuniqué al almirante de esa base nuestra situación y la solicitud del remolcador. Hacia las diez de la noche me llamó la radio de BYW para contestar que no había ningún remolcador ni otra nave disponible; que teníamos que seguir con nuestros propios medios haciendo lo posible para llegar, tal como estábamos haciéndolo. Pasamos así en vela toda la noche, con el barco marchando a reducida velocidad; las bombas extractoras de agua, trabajando a toda fuerza; la triCADETE DE MARINA - Capítulo 17 Viaje N0. 7
153
pulación dedicada a taponar las fallas, que la presión del agua reabría a cada momento; a extraer agua con bombas auxiliares de mano y hasta con cántaros de tela; todos empeñados en mantener el barco a flote hasta llegar al puerto. La inclinación de la proa aumentaba a razón de algún centímetro cada hora. Fue una lucha sin descanso; finalmente, en la tarde del día siguiente logramos entrar en la bahía de Gibraltar, varando dulcemente el Cogne sobre la arena de la playa enfrente de La Línea. El comandante recibió orden de presentarse inmediatamente al almirantazgo para explicar lo ocurrido, demostrar que no había habido dolo ni culpa durante la estrellada de Mazarrón. Si se hubiera tratado de negligencia, seguramente habría sido condenado a varios meses de prisión. Aún cuando el barco era de bandera italiana, la carga estaba destinada a Inglaterra y era de propiedad británica; además en calidad de aliados en tiempo de guerra el almirantazgo inglés tenía atribuciones como si hubiésemos sido sus súbditos. Zona pudo fácilmente demostrar su inocencia pues en los propios mapas del almirantazgo inglés figuraban en aquel punto de Mazarrón 35 pies de agua, al tiempo que nosotros habíamos chocado contra algo aunque nuestro calado era solamente de 24 pies. Se pensó entonces que posiblemente nos habíamos estrellado contra el casco de algún barco hundido en ese mismo lugar, pero ulteriores reconocimientos demostraron que se trataba de un escollo submarino, no registrado antes en los mapas porque su existencia había quedado hasta entonces desconocida. Resultó que el punto donde chocamos no tenía 35, ni 24, sino solamente 18 pies. Mientras tanto, poderosas bombas montadas sobre planchones habían sido llevadas al lado del Cogne, que trabajando sin interrupción al mismo tiempo que las del barco, iban poco a poco reduciendo el nivel del agua en las bodegas. Al día siguiente, una escuadra de buzos trabajó largas horas en inspeccionar los daños existentes bajo el agua a todo lo largo de la quilla para luego dar su opinión acerca de la posibilidad de reparar las averías. Si estas resultaban muy graves, sería indispensable proceder a descargar las 8.000 toneladas de carga que llevábamos en las bodegas, a fin de aligerar el casco para ponerlo en condición de poder entrar en el dique seco. Pero esto, solamente en último caso, pues el dique estaba ocupado por varios meses con otros buques averiados con minas y similares accidentes bélicos. Los buzos informaron que la rueda de proa estaba descosida y lancerada, había un agujero de tres me-
154
tros de diámetro desde allí hasta la bodega #2; pero opinaron que era posible hacer la reparación de emergencia, sin descargar el mineral, lo cual habría sido faena costosa y demorada por encontrarnos lejos del muelle. Solamente hubo que descargar las naranjas, que de lo contrario se habrían dañado. Como quiera que el daño estaba localizado principalmente a profundidad entre seis y ocho metros por debajo del nivel de flotación, nosotros no teníamos idea de cual sería su gravedad; solamente podíamos formarnos una idea por lo que decían los buzos. Los trabajos de reparación duraron seis semanas, durante todo ese tiempo trabajando día y noche mediante turnos y alumbrados por reflectores, los buzos llevaron a cabo el descomunal remiendo, procediendo de la siguiente manera: en primer lugar, tomaron las medidas exactas y forma de los hoyos existentes entre las láminas retorcidas de la proa. En el astillero, hicieron fabricar tapones de madera, de la misma forma de los hoyos, y de un metro de espesor. La colocación de tales tapones requirió varios días; para bajarlos debajo de la quilla tenían que cargarlos con planchas de plomo, y luego forzarlos a presión para que no volvieran a salirse a flote. Siguió luego la operación de tapar herméticamente las pequeñas fallas todavía existentes, hasta que el fondo del casco quedó casi seco; gruesas masas de sebo aplicadas a presión entre los bordes de las láminas y los bordes de los tapones de madera hicieron más hermética la quilla. Las bombas pudieron secar totalmente las bodegas, quedó demostrado que ya no entraba agua. Sin embargo, esto no era suficiente para que el barco volviera a navegar hasta Inglaterra. Podía suceder que con mal tiempo, la fuerza del oleaje golpeando contra los tapones de madera hiciera saltar alguno de estos, en cuyo caso la nave volvería a encontrarse en inminente peligro. Como medida preventiva contra tal posibilidad los ingenieros navales del astillero inventaron una especie de ancha cincha–barriguera o braga hecha de cuero y gruesa tela de encerados, que pasando por debajo del casco y sostenida contra el mismo por fuertes cables tirantes desde ambos lados de la cubierta del barco, harían continua presión contra los tapones de madera, impidiéndoles salir de su lugar, al mismo tiempo que defendiéndoles del oleaje. De manera que, a los cuarenta días de haber entrado en la bahía de Gibraltar volvimos a salir, rumbo a Glasgow donde, después de haber desembarcado la carga, la mayor parte del casco saldría fuera del agua,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
sería fácil ver los daños, y en caso necesario entrar en un dique seco para la reparación total. Durante las primeras horas y primeros días de viaje, todo el mundo estuvo pendiente de ver cómo se mantenía la braga en el sector de la proa; si aguantaría los golpes del mar o si este lograría lacerarla; con frecuencia íbamos a templar los cables de sostén, como si fuere ajustando los tirantes de los pantalones…; con grata sorpresa nos dimos cuenta de que el aparejo funcionaba y servía perfectamente, manteniéndose bien adherente a las curvas de la proa y de la quilla del barco. Nada anormal ocurrió durante la travesía, salvo que una vez entrados en el canal de San Jorge, a pesar de las numerosas escoltas que circundaban el convoy, un buque inglés recibió el inevitable torpedo que lo hizo hundir a los pocos minutos. Puesto que la explosión había sido por el lado derecho de ese barco, las escoltas se dirigieron a ese sector, disparando bombas submarinas. Pero cual sería la sorpresa y el susto de todos a los pocos minutos cuando otro torpedo, procedente del lado izquierdo según pudo verse por la estela que iba dejando en su carrera casi a flor de agua, habiendo pasado entre las primeras dos filas del convoy, afortunadamente sin tocar ninguno de los barcos, de repente se puso a dar vueltas por grandes círculos entre el convoy, hasta que fue a golpear contra un carbonero griego situado en la cola y que no habiendo podido maniobrar tan rápidamente como para esquivar el mortífero cilindro, se hundió en pocos minutos dando la voltereta. Este segundo torpedo podía haber sido lanzado desde otro submarino colocado sobre el lado izquierdo del convoy; pero en realidad el primer torpedo también había sido disparado desde la izquierda; probablemente por el mismo submarino. Quizás por primera vez en la guerra submarina de entonces, los alemanes habían desarrollado el sistema del tiro indirecto del torpedo, con mecanismo de reloj para controlar el timón, en la siguiente forma: debido a la acción ofensiva de las escoltas que rodeaban los convoyes, ya no podían los submarinos acercarse a estos como para apuntar bien sobre un buque determinado; corrían el riesgo de caer dentro del radio de acción de las bombas submarinas. Tenían pues que mantenerse a distancia del convoy; ello les impedía cuadrar como blanco a un buque determinado. Entonces inventaron el sistema del tiro indirecto, a ciegas, a la suerte, midiendo con el periscopio la distancia entre el submarino y el convoy, tomando como blanco de
Foto Italo
referencia al centro del mismo convoy. Siendo la velocidad del torpedo un dato conocido, calculando el tiempo que emplearía el torpedo para llegar hasta el centro del convoy, graduaban un reloj automático conectado al timón del torpedo de manera que después de tantos segundos o minutos de viaje, el reloj actuaba haciendo echar el timón todo a una banda. Entonces el torpedo principiaba a dar vueltas: ciegamente dentro del convoy, hasta que por casualidad chocaba contra uno cualquiera de los numerosos barcos, por uno u otro lado. Este sistema era casi infalible, y tenía además la ventaja de que fácilmente despistaba a las escoltas, confundiéndolas en cuanto a la posible posición del submarino, pues, como acabamos de verlo, la mitad de las veces ocurría que el torpedo dando vueltas dentro de la enorme área del convoy se estrellara contra un barco, por el lado contrario de la dirección de la cual había llegado; siempre que su estela no fuere visible y no lo delatara; no podían las escoltas adivinar la dirección donde se hallaba el submarino e ir a lanzar allá sus bombas antisubmarinas. Las lanzaban en el sector opuesto, a varias millas de distancia; y por lo tanto inútilmente; además de que habiendo quedando desguarnecida la zona donde realmente estaba el submarino, este podía fácilmente intentar otro ataque. CADETE DE MARINA - Capítulo 17 Viaje N0. 7
155
Que la estela del torpedo fuera o no visible, dependía del estado del mar, el oleaje, y de la graduación de los timones de profundidad del torpedo al momento de lanzarlo. A los submarinos no les convenía graduar el artefacto para viajar a mayor profundidad pues en este caso era probable que el torpedo pasara por debajo de los barcos sin tocarlos. Contra este nuevo sistema de los submarinos, de lanzar los torpedos a ciegas haciéndolos dar vueltas en el área del convoy, los ingleses adoptaron luego como contrarréplica de defensa y ataque el observador visual situado a gran altura sobre el nivel del mar, viajando en draken–ballon, aeróstatos retenidos a un barco–escolta, mediante cable de acero (los aviones o hidroaviones de aquella época no estaban todavía suficientemente desarrollados como para mantenerse en vuelo durante más de un par de horas). Llegados a Glasgow, recibimos múltiples felicitaciones, de las autoridades y de parte de las amistades, por haber llevado a salvo el sabroso cargamento de naranjas contenido en las bodegas #3, #4, #5, que no habían sufrido inundación por el accidente de Mazarrón, y que estaban haciendo falta en la ciudad pues hacía semanas que no se conseguía una naranja, por ningún precio. Los periódicos relataron nuestras aventuras; recibimos numerosas invitaciones de la universidad, de las familias con las cuales nos habíamos relacionado durante los viajes anteriores. Nos propusimos sacar el mejor partido de tales relaciones. El comandante Zona estaba muy atareado en recordarnos que tuviéramos calma y educación. A los pocos días, la mayoría teníamos asegurada la “friend” para el flirt; durante las reuniones en saletta no se hablaba de otra cosa que de las Mary, las Ketty, las Peggy de uno o del otro; a fuerza de ir al cine o al teatro con estas, ya conocíamos las músicas y canciones de moda allá en ese entonces los aires populares de las gaitas escocesas, aquellos con rápido zapateado; el Tipperary, el Over There de los aliados de América, la Madelonne de los franceses, y la famosa canción del tartamudo: Ke, Ke, Ke, Ketty, beautiful Ketty, you are de only g, g, g, girl that I adore; when the mu ,mu, mu, moon shines, over de cow shed, I will be waiting at the ke, ke, ke, kitchen door. Entre las invitaciones recibidas y que fueron aceptadas de manera oficial por el estado mayor del Cogne, con su comandante a la cabeza, hubo de familias aristocráticas del lugar, entre quienes tropezamos con lores y ministros, de indudable importancia e inconmovible seriedad a pesar de las frecuentes y recíprocas metidas
156
de pata. Tal como suele suceder en las reuniones sociales, en la confusión de las múltiples y rápidas presentaciones, era casi imposible para nosotros captar el nombre o el título de los personajes a quienes íbamos siendo introducidos; cual señora correspondía a cada señor, o viceversa. De manera que, por ejemplo, me tocaba el turno de conversar con el vecino de la derecha, principiábamos a hablar de barcos, observando yo que el interlocutor entendía de la materia, creía hacerle un elogio, felicitándolo porque conocía bien la geografía marítima o las constelaciones de cielo; cuando este señor se alejaba de mí porque lo estaban llamando, o por cualquier otra causa, le comentaba yo al vecino de la derecha: “ese señor sabe mucho de cosas de la marina”, este me contestaba: “ya lo creo, es el almirante x…”. O me tocaba el turno de charlar con una damisela que demostraba entenderme mejor en francés; observando que poseía buena pronunciación de la rr de ese idioma, cuando ya no sabía que decirle le manifestaba mi admiración por el delicioso francés que ella hablaba, y aquella riéndose me contestaba que era la señora del cónsul de Francia… Lo peor del caso era que cuando ya había yo logrado descubrir grosso modo la categoría del interlocutor/a, y principiaba yo a medir mis palabras o gestos con mira a agradarle, llegaba la señora de casa, con otro huésped, metiéndomelo a la fuerza, llevándose al otro; lo cual implicaba que tenía que volver a tantear, meter la pata con otro desconocido/a, hasta el próximo turno, pues la bendita patrona, de acuerdo con la etiqueta local, cada diez minutos se presentaba para hacer que los visitantes cambiaran de pareja, como en un baile. Del otro lado, o sea del lado inglés, eran seguramente personas mucho más cultas y responsables que nosotros, sin embargo tampoco evitaban de equivocarse con relación a nuestras modestas personas. Por ejemplo: por el mero hecho que éramos italianos, no había reunión en la que no acabaran invitándonos a cantar O Sole Mio, o el Rimpianto de Toselli, como si cada italiano fuere necesariamente un colega de Caruso. Para darles gusto, gorjeábamos cualquier aire conocido de la Tosca, Butterfly o Rigoletto, más chillábamos y desafinábamos, más nos aplaudían. Si pedían el bis –y esto era casi siempre–, anunciábamos O Marechiare o cualquier canción napolitana, pero en cambio las palabras que salían de boca del improvisado tenor eran en dialecto genovés, tomándole clara y descaradamente el pelo a las viejas miladies presentes, al tiempo que quienes entendíamos los atrevidos chistes tenía-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
mos que hacer esfuerzos para mantener la cara seria, no estallar en risas que posiblemente habrían delatado el malcriado juego. En una ocasión en que debido a la importancia de la invitación, creyó nuestro comandante indispensable para aumentar la cantidad de oficiales –dar mayor trascendencia a la categoría del barco–, incluir al ingeniero Cossu en el grupo; llegamos al hall de un vistoso palacio, donde esperaban docenas de damas y gentlemen situados en amplio semicírculo para la presentación de rigor. Las ceremonias inglesas y reverencias confundieron profundamente a nuestro Cossu quien quizás también porque no conocía las maravillas de los pisos encerados y brillantes como espejos, cuando le tocó el turno de adelantarse e inclinarse, al estilo de Charlie Chaplin dio un tumbo colosal yendo a parar entre las piernas de un par de señoras que estaban a diez metros de distancia! Al comandante Zona, y a los demás compañeros del Cogne se nos congeló la sangre, pero la misma se nos descongeló pronto porque al subir la elegante escalera rotonda, el mismo Cossu con toda seriedad improvisó otros dos saltos mortales, que acabaron con hacer estallar de risas hasta a los ingleses! Llegados al piso superior, en un gran salón, principiaron a pasar números de entretención, con niños y niñas que bailaban danzas escocesas, mientras nosotros a cada momento recomendábamos a Cossu tener cuidado, no meter las patas. Terminados los bailes y el té, pasamos al fumoir donde a cada diez cronometrados minutos, la patrona de casa ordenaba a los hombres cambiar de pareja. Cossue se halló en cierto momento sentado al lado de una simpática rubia con quien, a pesar de que no se entendían una palabra, creyó simpatizar pues ella lo miraba y reía. Cuando la anfitriona ordenó el cambio de pareja, a pesar de que nosotros le habíamos traducido al italiano para que él entendiera, no hubo manera de que Cossu conviniera en soltarse de su dama, y hasta se enfureció en presencia de todos, de que le obligáramos a cumplir. Más tarde, todo el mundo se fue, quedamos solamente los del Cogne, invitados a comer allí con la dueña de casa, hermana de no recuerdo cual ministro. Era una vieja dama rica y aristocrática, que según pudimos entender había transcurrido algunos años de su juventud en Italia, entre Roma y Florencia; el recuerdo que le había quedado de aquella época era para ella tan grato que meramente al oírnos hablando en italiano se conmovía de poética nostalgia. Ella misma hablaba una que otra
palabra en dicho idioma, y para tener ese placer había arreglado el programa de manera que quedáramos todos, tantos hombres, invitados a comer, rompiendo la etiqueta de su sociedad y su familia. Poseía una colección de cincuenta enormes volúmenes lujosamente empastados, sobre la vida de Cristóforo Colombo –que nosotros nunca hubiéramos soñado existiere algo igual–, en ese tamaño que ocupaba medio salón. Una colección de estatuitas de mármol, reproducciones de la Venus de Milo, de la catedral de Milán (duomo), la torre de Pisa y demás obras de arte italianas, bastante comunes para nosotros. Después llegó el turno de pasar revista a los álbumes de fotografías de parques y jardines que ella había retratado durante su estadía en Italia. Todo nos lo mostraba con entusiasmo como si se hubiere tratado de joyas. Al ver las flores en la fotos, se emocionó hasta soltar lágrimas. Nosotros no hacíamos otra cosa sino repetir en voz alta: marvelous, beatiful, pero luego en voz baja, en dialecto genovés, nos murmurábamos el uno al otro: –con razón que llora la vieja, mira que cebollas!–. De esas fiestas y recepciones, el único que acabó quemándose fue el propio comandante Zona quien se enamoró de una señorita belga allí refugiada a raíz de la invasión de Bélgica por los alemanes, y más tarde se casó con ella. Cuando el barco quedó descargado, con buena parte del casco fuera del nivel del mar, pudimos darnos cuenta que el estrago causado por el estrellón de Mazarrón era más grande de cuanto pensábamos; que los tapones de madera habían quedado bien cementados; la grasa se había solidificado como alquitrán; la braga estaba en buen estado. Los buzos se hundieron debajo de la quilla para juzgar si era necesario proceder a la reparación total, o si esta podía ser aplazada para hasta después del regreso a Génova. Resolvieron lo último; por consiguiente, después de haber cargado carbón y maquinaria, volvimos a salir en convoy hacia una bahía de Irlanda –cuyo nombre no recuerdo–, y de allí rumbo a Gibraltar adonde llegamos sin novedad, en espera del siguiente convoy para Génova. Nada especial ocurrió durante la travesía del Mediterráneo salvo las acostumbradas alarmas por haberse visto un periscopio a distancia; cañonazos, evoluciones, zigzags y bombas antisubmarinas. Entrando en el golfo Lion, el mistal se puso a soplar furiosamente; los fuertes golpes de altas olas nos despertaron preocupación de posibles roturas en la CADETE DE MARINA - Capítulo 17 Viaje N0. 7
157
proa y pérdida de la braga; el convoy se desparramó aumentando distancias para evitar el peligro de colisiones puesto que con mar gruesa resulta difícil maniobrar; el día siguiente terminada la borrasca pudimos volver a ponernos en formación, al abrigo de las islas de Huéres afuera de Toulón. Pocas horas más tarde, nos encontramos con una escuadrilla de cazatorpederos italianos que habían venido para escoltarnos hasta Génova. El jefe de la escuadrilla se acercó al Cogne para hacer acto de saludo al almirante del convoy, y usando el megáfono, mientras se mantenía marchado a nuestro lado a poca distancia, se puso a informar a gritos acerca de las últimas novedades de la guerra. Luigi Rizzo, ex capitán de la marina mercante, usando un simple bote mosquito de 16 toneladas, se había enfrentado en el Adriático a toda una flota austríaca, hundiendo el acorazado San Esteban de 20.000 toneladas; obligando al Tegethoff y demás naves que componían la escuadra austríaca, a retirarse precipitadamente a Pola. Esta hazaña, de la que no había precedentes ni ejemplo en la historia de la guerra marítima, encendió de entusiasmo a los italianos, y vino a ser el primer eslabón de diferentes acciones que en pocas semanas llevarían a Austria hacia la derrota que marcó el fin de la guerra europea así como de la dinastía de los Habsburgo, desmembración del imperio que se dividió en Austria, Checoslovaquia, Hungría y Yugoslavia. Nosotros, de la marina mercante, al comentar la hazaña de Rizzo, nos enorgullecimos de pertenecer a su clase, emitíamos juicios condenatorios contra los oficiales de carrera de la marina de guerra quienes en tres años no habían sabido efectuar ninguna batalla importante; los criticábamos diciendo que eran elegantes parásitos que la nación mantenía pomposamente durante la época de paz a fin de que sirvieran para la guerra, pero que cuando esta llegaba, los profesionales de las armas se escondían burocráticamente en cualquier oficina de servicio territorial, dejando y procurando que los ex civiles, los despreciados de la marina mercante, salieran a exponer su pellejo o realizaran los actos de valor. El 8 de octubre entramos en Génova; principiaron las operaciones de descargue, para luego ir al dique seco en donde el barco quedaría sometido a la reparación total de los daños sufridos en la estrellada de Mazarrón. Mientras tanto, los acontecimientos bélicos estaban rápidamente modificando la situación, teniendo alegremente ocupada la atención de los italianos.
158
No había aún terminado de apagarse el clamor por la hazaña de Rizzo, cuando otra no menos épica vino a realizarse por obra de un médico y de un ingeniero, Raffaele Rossetti este último, Raffaele Paolucci el médico, quienes a caballo de un torpedo construido especialmente por ellos mismos (denominado La Mignatta –la sanguijuela–), entraron de noche furtivamente en la bahía plazafuerte de Pola, atravesaron, saltaron las diferentes líneas de minas, redes y demás obstáculos que defendían el puerto, y a pesar del frío, el cansancio por estar desde varias horas inmergidos entre las frías aguas invernales a las 5:00 de la mañana del 31 de octubre de 1918, colocaban su artefacto bajo la quilla del acorazado austríaco Viribus Unitis, haciéndolo volar al aire, siendo volados ellos mismos aunque lograron salvar sus vidas. Al mismo tiempo, sobre el frente terrestre, los hechos iban igualmente bien para Italia: con la batalla del Piave había quedado esfondado el frente austríaco, las tropas italianas estaban avanzando a toda carrera hacia Vienna, habiendo ya ocupado las dos ciudades irredentas de Trento y Trieste. El 4 de noviembre estalló la gran noticia: armisticio, paz, hemos ganado la guerra, Austria se entrega. La que vivió Italia durante el período del 4 al 11 de noviembre de 1918 fue una semana de locura indescriptible, que yo pude conocer y en ella participar en toda su intensidad puesto que afortunadamente me hallaba en “tierra”. En Génova, donde yo estaba, durante tres días seguidos silbando las sirenas de las fábricas y de los centenares de barcos surtos en el puerto, al tiempo que las campanas de las iglesias eran echadas al vuelo día y noche sin parar. Por las calles, la población no hacía más que vivar, loca de alegría por la victoria, la llegada de la paz; ciudadanos y ciudadanas de cualquier edad y condición social nos mezclábamos, nos abrazábamos como si hubiéramos sido de una misma familia. Sobra decir que los jóvenes de mi edad no perdieron la ocasión para meterle su grano de malicia en las efusiones. Fue una semana de fiestas y locura colectivas, que terminó después del 11 de noviembre cuando llegó la noticia de que Francia e Inglaterra también habían hecho armisticio con Alemania (es interesante aquí anotar que en esa guerra fue Italia quien ganó por primera; habiendo vencido a su principal enemigo terrestre, Austria, que era aliada de Alemania, los tudescos se entregaron una semana después a los franceses y británicos).
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Con la noticia de la victoria y la paz, inmediatamente principiaron a ser modificados los programas de trabajo e itinerarios de la marina. Las fábricas y casi todas las actividades de la nación que estaban dedicadas a producir elementos bélicos o sostener los ejércitos en el frente, en los hospitales, volverían a ocuparse de asuntos pacíficos. Estando ahora libre el astillero militar de La Spezia, recibimos orden de que el Cogne fuera a entrar al dique seco de ese astillero, para la reparación general. Saliendo de Génova, después de tres horas de navegación con luces encendidas, entramos en ese puerto. Complementando la rectificación sobre cuanto escribí en el viaje anterior: con la guía de los adjuntos documentos, y respectivas fechas; resulta que parte de las peripecias de que hablo en estas páginas corresponden al viaje anterior, No. 6, época Marzo– Junio; y viceversa, la estrellada en Mazarrón, descripción del convoy Gibraltar–Génova con a bordo el almirante Caruel ocurrieron durante este viaje No. 7, época Julio–Octubre. Otro hecho sucedido durante estos días de Octubre 1918 –y que de manera en cierto modo irónico afectó mi futura carrera en la Marconi–, fue que a pesar de estar militarizado por decreto, con grado de subteniente de navío; mientras yo estaba navegando con el estrellado Cogne y luego con el almirante Caruel; debido a que estaba por cumplir los 18 años de edad fui equivocadamente llamado a prestar servicio militar. Tal como se desprende de los adjuntos documen-
to, entre la Marconi y el Distrito Militar de Turín se cruzaron correspondencia por la cual, sin mi previo consentimiento, me inscribieron en el ejército de tierra. Probablemente porque yo había nacido en Torre Pellice, pueblo de montaña, el funcionario del gobierno consideró su deber registrarme cual futuro recluta en las tropas “alpinas”, ignorando que desde hacía 2 años yo estaba prestando servicio en la marina, que contaban por 4 años. Cuando estando en Génova recibí los dos documentos, no le di importancia al pastel; creí que mediante la comprobación de que había estado navegando cual oficial en todo ese tiempo de guerra, quedaría automáticamente exonerado de más servicio militar. Como veremos, posteriormente el asunto se complicó. El documento fechado octubre 1918, de la Marconi, a mí dirigido con el título de Allievo Radiotelegrafista s/s Cogne, y autenticación de la Capitanía del puerto de Génova, certifica que estoy embarcado en dicho barco y que por lo tanto no tengo por qué presentarme al Ejército; sin cuya certificación, mientras que por un lado el almirante Caruel me elogiaba por mi valioso servicio a la Nación; por el otro el gobierno se disponía a considerarme desertor, porque no me estaba presentando al ejercito de tierra… Los gobiernos son siempre irresponsables; más aún en tiempos de guerra; para no caer víctimas de la patriótica burocracia se requiere tener palancas, o suerte…
CADETE DE MARINA - Capítulo 17 Viaje N0. 7
159
En el oficio de radiotelegrafista
160
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
18
VIAJE NO. 8 S/ S
COGNE
DE SPEZIA A ESPAÑA, INGLATERRA Y REGRESO Salida: 7 febrero de 1.919 Regreso: 8 abril de 1.919 Comandante: Bolognini Los demás, igual que el viaje anterior.
Y
a hacia fines del año 1916 había yo estado una vez en La Spezie, cuando fui al examen para el título de Radiotelegrafista de 2ª clase, pero mi estadía allí había sido por solamente pocas horas, no me había quedado tiempo para conocer la ciudad. Esta era típicamente una base naval militar, cuyo ambiente tendría alguna similitud con el que podía encontrarse en Pola o en Toulón, Brest o Portsmouth, Heligoland o San Diego. Marineros uniformados, cabos, oficiales, en cada calle, café, teatro o jardín público, haciendo dominar el tono azul de sus vestidos (o el blanco durante el verano) sobre el gris perla de los muelles, barcos, cuarteles, fortalezas; esparciendo doquiera ese imponderable pero útil sentimiento de tristeza que a la juventud imponen la obligación del traje militar y el mal soportado freno de la disciplina. Esa espacie de melancolía que vibraba en el aire, apenas era mitigado por la risotada jovial de algún recluta; por el colorido y la belleza de las flores en los parques de los cuales había el Almirantazgo especialmente dotado a la ciudad quizás para quitarle su anterior apariencia de cuartel; jardines a lo largo de los muelles donde por la tarde iban a pasear y
asolearse los marineros francos, a caza de nodrizas y de sirvientas; los oficiales de la plaza, con la esposa y los niños; hasta que, a las nueve de la noche, al toque marcial de la Ritirata de la Regia Marina, arrimaban por docenas las lanchas de vapor de las diferentes unidades de guerra, gritando los nombres de cada barco, recogiendo su dotación de humanidad para llevársela hacia la obscuridad de la bahía donde, cuales monstruos adormecidos, estaban anclados los acorazados, cruceros, torpederos y submarinos componentes de la flota de guerra. Escenas patéticas, que nadie mejor que el escritor Guido Milanesi ex almirante, podría describir como en sus libros. Los numéricamente pocos habitantes civiles de la ciudad, no sometidos al horario de los reglamentos, vivían como fuera de ambiente entre aquellos millares de uniformes y continuos saludos militares. Algo parecido ocurría con nosotros, marinos mercantes del Cogne, que hallábamos la vida en esa base naval muy aburridora, a pesar de ser relativamente baratas las diversiones y espectáculos. Nuestro barco tendría que permanecer en el dique seco del astillero durante casi tres meses pues tan pronto que las bombas de agua vaciaron el dique quedando en CADETE DE MARINA - Capítulo 18 Viaje N0. 8
161
seco la quilla, resultó que los daños debajo de la línea de flotación eran mayores que cuanto habíamos supuesto; era preciso reemplazar varias decenas de enormes planchas, es decir, renovar casi todo el casco, desde la rueda de proa, hasta debajo del árbol de trinquete. En un principio pensé que había llegado el momento de tomar vacaciones para ir a visitar mi familia en Torre, pero luego los acontecimientos me hicieron cambiar de opinión y aplazar tal visita. Había varios otros barcos mercantes en reparación en el mismo astillero. Esto no hubiera tenido para mí interés alguno, a no ser que casualmente supe que el oficial marconista de otro barco, en seco en el dique colindante, estaba enfermo y no podía moverse de su cama. Creí mi deber de colega ir a visitarle, ponerme a su disposición; cual no sería mi gran sorpresa cuando al entrar en su camarote encontré que el enfermo era mi conocido: nada menos que el señor Severino Copelli, alias “el camello” de Pinerolo, de quien ya hablé en el capítulo 9 de estas Memorias. La enfermedad de Severino no era grave, aunque sí de categoría poco confesable, una orquitis, para cuya curación tendría mi amigo que quedarse un par de semanas acostado, en su estrecha e incómoda litera de marino. Más que por la enfermedad en sí, el estado de Severino era preocupante porque se había dejado dominar por fuerte tristeza, abatimiento moral que daba pena, contrastante con la bella figura de su alto cuerpo de 21 años, carácter orgullosamente reservado, nobleza general de sentimientos. Los marinos se acostumbran fácilmente a dormir maravillosamente en las estrechas literas de sus camarotes, tanto más cuando van mecidos por el continuo movimiento del barco viajando; pero otra cosa es tener que quedarse inmóvil durante semanas en ese duro colchón, estrecho espacio de la “cuccetta”, faltos de comodidad, distracción en el camarote, sin al lado una persona querida para dar consuelo y auxiliar con las funciones de enfermería, de las que solían estar desprovistos los barcos de carga. De manera que, a pesar de su fortaleza de carácter, mi amigo lloraba, mortificado, y se desesperaba como un gigante encadenado, quejándose entre otras cosas, por el frío reinante en su camarote, pues a pesar de la estación invernal, estando el buque en dique seco no podían funcionar las calderas, no había calefacción, los gélidos vientos que bajaban de los cerros vecinos lo tenían con los dientes castañeteando. Estuve con él todo el día, acompañándole, sirviéndole en todo como lo habría hecho con un hermano;
162
tapando las rendijas de la puerta a fin de lograr aumentar la temperatura interior, consiguiendo más cobijas para su litera, conversándole sin descanso, para distraerlo, para que no se sintiera solo. Llamé un médico de tierra, cuidé que se cumpliera lo prescrito en la receta. Por la noche, en lugar de irme a la ciudad en búsqueda de diversiones me quedé hasta tarde con Severino. Exageré mis atenciones, aprovechando que no podía rechazarlas; deseaba ganarme su confianza. Sin saber por qué, sentía gran atracción hacia él, fuerte deseo de poderme contar como su amigo. Hasta ahora, Severino no había perdido aquella fría capa de superioridad con la cual miraba y contestaba a sus semejantes; apenas se dignó durante todo el día desde su cuccetta dirigirme un par de sonrisas y unas cuantas “gracias”, que me compensaron plenamente, tan grande era mi admiración. El día siguiente volví a dedicárselo por entero; con placer me di cuenta de que mis servicios estaban ablandando sus expresiones; entramos en confianza, principiamos a tutearnos. En las sucesivas jornadas continué atendiéndolo continuamente; nos volvimos íntimos como dos hermanos. Severino tenía un carácter escéptico, desconfiado con casi todo el mundo; la mayoría de las veces despreciaba a su prójimo, aunque solo lo manifestaba con su silencio y su reserva; debía haber sufrido y vivido mucho –suponía yo–, porque solía hablar poco, pero lo que decía, resultaba ser un juicio acertado, que pronunciaba en voz baja, lenta y fríamente, con algo irrefutable. Yo observaba que ese modo de ser reservado, de Severino, en lugar que dificultarle las relaciones con los demás de a bordo en su buque, hacía que todos le trataran con temeroso respeto, inclusive sus superiores. En esto le ayudaban sus maneras distinguidas, la cara simpática, el cuerpo alto y robusto que lo hacían parecer algunos años más viejo. Poseía cultura general superior, había estudiado durante varios años en diferentes institutos, inclusive en Pinerolo durante la época en que su papá había sido director–coronel de la escuela de caballería en esa ciudad. Desde niño había viajado por diferentes regiones de Europa acompañando a su papá quien también por algún tiempo había sido attaché militar en embajadas; tenía un especial cariño para el Egipto, cuyas ciudades conocía, así como el idioma árabe debido a que había transcurrido su infancia en ese país; hablaba correctamente el inglés, el francés, algo de español y de griego, aprendidos mediante el estudio y con la práctica durante los viajes.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Le gustaban mucho los deportes, siendo muy hábil en la natación y en el alpinismo, así como en boxeo y lucha greco–romana, en los que, gracias a su cuerpo y vigorosa musculatura era casi invencible; por ello, y debido a su inteligencia y sabiduría, yo lo consideraba casi un superhombre. Sin embargo, me confesó: no se sentía feliz. Su triste seriedad, la causa de haberse metido en la carrera de marino, lejos de su casa, era que sus padres a quienes quería fuertemente, vivían peleados y separados, su mamá en una ciudad, el papá en otra, desde hacía varios años; no habiendo logrado reunirlos, ni pudiendo vivir con uno sin sacrificar al otro, Severino había resuelto alejarse de ambos dedicándose a la vida migratoria del navegante. Su situación financiera, para un joven de su edad, era opulenta pues además del sueldo de la Marconi recibía regularmente cheques que le enviaban su padre por un lado, y su mamá por el otro, de suerte que podía gastar mucho, y aún ahorrar. Desde hacía algunos meses era hijo único, habiendo muerto su hermano, Tulio, a quien quería mucho. Lo curioso fue –y esto me llamó la atención–, que al tiempo que yo admiraba y envidiaba sus conocimientos de la vida, sus posibilidades económicas, la seguridad de sus procedimientos y acciones, mi amigo en cambio apreciaba y se sentía atraído por la ingenuidad de mis expresiones, el entusiasmo que yo aplicaba en mi lucha por adelantar. Eramos casi dos polos opuestos; tal vez ello explique nuestra recíproca simpatía; de todos modos, yo era un ignorante en comparación de los conocimientos de Severino, no solamente en materias clásicas sino también en achaques de la existencia, amores, y hasta orquitis… Ante mis ojos Severino personificaba la filosofía griega del escepticismo junto con la soberbia nobleza del patricio romano; sin embargo, en sus amistosas relaciones conmigo, no solamente era sincero, abierto y confidente como un hermano sino que hasta se preocupaba con cariños y consejos como hubiera podido hacerlo un pariente mayor o un padre. Como quiera que hasta ese momento, en los años anteriores, yo nunca había tenido un verdadero amigo de confianza con quien intercambiar impresiones y sugerencia acerca de los diarios acontecimientos, fui poco a poco agarrándome a este, como a un ser muy querido. No se cual podía ser de parte de él el motivo de atracción hacia mí, salvo que –como ya dije antes–, cierto aprecio por mi ingenua y viva inteligencia, mi inmediato sometimiento a la mayoría
de sus puntos de vista. Tan pronto pudo levantarse de la cama, seguimos acompañándonos diariamente en los paseos a la ciudad, al teatro, en las comidas; donde quiera, Severino me hacía de Cicerón y maestro explicándome los ambientes, virtudes y defectos de las personas que nos rodeaban, costumbres de uno y otro pueblo, y sus leyes. El punto fuerte de su filosofía, que marcadamente impresionó mi juicio y tratara yo poco a poco de ponerlo en práctica fue el relacionado con el sistema de la reserva personal hacia el prójimo. Mantenerse reservado, hacer que las propias costumbres y carácter fueren inescrutables para los demás: era una de sus máximas. La otra: si quieres vivir en paz, nunca confíes asuntos de importancia, a tus amigos, a tus propios hermanos. Según él, ese era el mejor método de defensa personal para no salir derrotado en las querellas de la vida social o en común. La experiencia me demostró que Severino tenía razón. En primer lugar: el mero hecho de que uno logre mantenerse reservado hace que los demás sientan interés para escudriñarlo, lo respeten y le concedan cierta beligerancia mientras logran leer en el libro de su carácter. Quizás, una vez leído, lo encuentren despreciable; y le perderán acato en razón proporcional a la profundidad de la lectura. En cambio, el libro cuyo texto desconocemos, mantiene despierto y latente el interés para estudiarlo. En segundo lugar: el prójimo tiene la natural tendencia a temer lo desconocido, y por lo tanto a respetarlo. Y por último: la mejor arma defensiva, como en el arte del jut–sui consiste en la estrategia de sorprender al adversario, pero la sorpresa no es posible si aquél conoce íntimamente nuestro carácter, si puede prever cuáles serán nuestras reacciones a sus ataques. Por lo mismo, en la mayoría de las veces conviene dejar suponer al prójimo que uno es bobo, menos fuerte de cuanto pueda serlo realmente en los momentos de necesidad. –Todos los pensamientos íntimos o hechos personales que confidencialmente relatamos a los amigos, –me decía Severino–, pueden en cualquier momento volverse armas punsantes con las que nuestros mismos amigos o parientes nos atacan o aún nos hieren. Más vale, puesto que está en nuestra posibilidad, no entregarles tales armas. –¿Entonces –preguntaba yo–, por qué no aplicas esa misma teoría al hablar conmigo, y descubres tu carácter a mi conocimiento? CADETE DE MARINA - Capítulo 18 Viaje N0. 8
163
–Porque –me contestaba– sé que no me traicionarás, y tengo contigo la misma confianza que tendría con mi hermano Tulio si aún viviera. Además, porque a pesar de los riesgos que sabemos pueden resultarnos al confiarnos en alguien, nuestro ánimo se siente frecuentemente impulsado a comunicarse con otros, ya sea para recibir consuelo, o consejos; siendo humano el deseo que uno siente es confiarse con el mayor número de personas. Desde luego, la sabiduría consiste hacerlo con el menor número de ellas, y que sean bien escogidas, para que no nos engañen o derroten mediante el conocimiento que tengan de nuestro carácter o íntimas debilidades. En cuanto a la superioridad de los hombres – filosofaba Severino–, no creas mucho en ella. En tratándose de seres normales, todos somos igualmente hijos de Dios, y nacemos con la misma cantidad de fuerzas potenciales. El mayor desarrollo o perfeccionamiento o ventaja que un individuo logra poseer en determinado sentido, queda balanceado por la ley de compensación, con desventaja o menguas de otro lado. De manera que tú, Italo, estás en error cuando al tratar con un comandante o un oficial de grado superior te achicas, te vuelves humilde casi como un siervo, influenciado por el mero hecho de que el otro ocupa un puesto más elevado. La superioridad de ese señor, si existe, debe residir y hacerse apreciable por sus mayores conocimientos, bondades humanas, y son estas las que deben imponerte respeto; no, a priori, el grado o la cantidad de estrellas que lleve aquel en sus charreteras. –Yo observo –me decía Severino, y esto también me lo manifestó en otra ocasión el colega Euclide Furiani–, que tú, Italo, sufres como de un complejo de inferioridad, que te impide o te frena de sacar a lucir tu inteligencia mediante la cual, aprovechándola, podrías llegar a posiciones más altas de las que ambicionas, o que yo podría alcanzar. Al oír esta declaración, me quedé con la boca abierta, sin lograr convencerme. Comprendía que en cuanto al complejo de inferioridad, ello era muy cierto, se debía a que me sentía apocado frente a los demás, ya sea por la estrechez de los medios económicos, como por la situación de familia, la falta del papá y de parientes, la deficiencia de la educación escolar, la vida de obrero que había llevado desde la niñez. Reconocía todo eso, pero me sentía incapaz, impotente para quitarme de encima esa tara o dominarla. Los títulos de estudio universitario, la holgada situación económica o de familia, el mejor savoir–faire social de los
164
demás, hacían que al compararme con ellos me sintiera inferior; esto se traducía –como me lo sentenció Furiani–, en una perjudicial falta de fe en mí mismo. Con el transcurso de los años pude darme cuenta de que aquellos handicaps no me impidieron lucirme y elevarme a la altura que me había propuesto; y que si hubiera tenido la ambición de aspirar a más, probablemente también lo habría logrado, pues aquellos complejos no siempre eran desfavorables sino que a veces constituían una ventaja a mi favor puesto que como consecuencia de ellos estaba yo mejor preparado moral y espiritualmente para luchar con ahínco, soportar privaciones, vencer obstáculos y al fin salir airoso. El reconocimiento de mis limitaciones, no me deja sin embargo lamento alguno. Puedo estar equivocado, o puedo parecer en error, pero me siento satisfecho con lo poco que he sido, y de no haber aspirado a mayores glorias. La experiencia me ha enseñado que es mejor vencer pequeños encuentros, que perder grandes batallas, y que en cuanto a aspiraciones, siempre conviene andar con pies de plomo; pues, como dice un refrán italiano: –quien demasiado en alto sube, cae de frecuente, precipitadamente…–. En aquel entonces, yo envidiaba los títulos de estudio y las riquezas que poseían mis compañeros; no sabía –afortunadamente, pues de saberlo me habría quizás perjudicado volviéndome presumido–, que la mejor escuela de la vida y el mejor reconstituyente de la salud, es la pobreza, que junto con el trabajo, no solamente es el más fácil antídoto contra las tentaciones, los pecados y los vicios, sino que además fortalece el ánimo contra la adversidad. Aunque me parecían impracticables los consejos que Severino me sugería a diario, ellos sirvieron sin embargo de estímulo para de inmediato hacerme concebir la idea de que podía mejorar mi posición del momento. La manera de conseguirlo consistía en intentar los exámenes para el brevet de marconista de 1ª clase, que era el título profesional más alto, que se podía obtener en aquella época. Casualmente, me encontraba en La Spezia, residencia de la comisión examinadora del gobierno; de no haber aprovechado esta ocasión, difícilmente tendría otra similar en el futuro. Hasta ahora, no me había preocupado la idea de obtener ese título; al solo pensarlo, la descartaba mentalmente, como algo absurdo, superior a mis capacidades, pues ese examen tenía fama de ser sumamente difícil. Comuniqué la idea a Severino; él, que
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
ya poseía tal diploma, en lugar de desalentarme, me aseguró que yo tenía posibilidad de éxito. El barco quedaría todavía muchas semanas surto en el astillero (bacino); y como quiera que disponía diariamente de tiempo libre para estudiar: ¿por qué no intentar? Además, Severino conocía un inspector de radio que habría podido darme clases, quien casualmente se hallaba también en dique seco con su buque en reparación y que siendo amigo suyo, era de esperar no rechazaría nuestra solicitud, pagándole las clases, si él aceptaba. Armándome pues de valor, acompañado por Severino que me hacía de tutor, fuimos a buscar su amigo, el señor Tombesi, quien ocupaba el cargo de inspector marconista a bordo del lujoso paquebote Tommaso di Savoia, del Lloyd Sabáudo, de la línea de Sur América. Este barco había sufrido grave avería en la popa y en las hélices, por causa de un torpedo, y tendría que permanecer largo tiempo en bacino, para las reparaciones. El señor Tombesi, caballero muy amable, de edad relativamente joven y de trato cordial, me recibió sonriente, premuroso para ayudarme gratuitamente, manifestando que tendría mucho gusto en reservar para mí y para darme lecciones, todas las horas diurnas que le quedaran disponibles después de los cuidados que le imponía la salud de Tommasino. Tommasino era un monito brasileño, alojado en una jaula cerca de la estación de radio, que además de ser la mascota del barco, se había vuelto célebre entre los pasajeros de la línea de Sur América, por su inteligencia y picardías. Tombesi quería mucho a su Tomasito, cuidándolo, vistiéndolo como un niño; supongo que además le sirviera de cebo para atraer hacia el puente superior las curiosas pasajeras, durante las largas travesías oceánicas. Me dediqué pues a ir cada día a bordo del Tomasso di Savoia, recibir clases de radio del señor Tombesi; por la noche volvía a verme con Severino con quien repasaba lo estudiado durante el día y luego íbamos juntos a la ópera pues él también era aficionado a la música clásica. Debido a este programa de estudio, resolví aplazar la ida a vacaciones a ver a mamá. Después de algunas semanas Tombesi juzgó que ya estaba yo en condición de superar el examen; él mismo se hizo cargo de presentarme a la comisión examinadora entre la cual el capitán de marina Casarotti, el mismo que me había aprobado el brevet de 2ª clase hacía dos años, era su amigo personal.
Entre las materias de examen, el conocimiento de idiomas extranjeros era facultativo, pero considerado suplemento valioso para la profesión; en vista de que ambos Tombesi y Severino me aconsejaron intentarlo, me inscribí para tres idiomas. El francés lo conocía casi como el italiano pues era dialecto corriente en Torre Pellice, además de que lo había estudiado en las escuelas valdenses. El inglés, ya lo poseía en pequeñas dosis por haberlo estudiado y practicado durante los viajes anteriores; en cuanto al español, conocía algunas palabras aprendidas durante la estadía en Aguilas, Cartagena y Gibraltar. Terminado el examen de las materias técnicas de radio, en el que se me concedieron las mejores calificaciones y elogios –gracias seguramente de las recomendaciones personales de Tombesi–; llegó el turno de las pruebas en los idiomas. El examinador era el ya mencionado Casarotti. En francés, quedó inmediatamente demostrado que lo sabía todo. Pasamos al inglés, en que la buena voluntad del capitán remedió mis deficiencias, logrando que también fuera yo aprobado; enseguida pasamos al español: –Sabe usted castellano?– me preguntó el profesor. –Si, señor, yo los hablos– contesté atrevidamente. –Pues, aunque usted le ponga una “s” al final de todas las palabras italianas para volverlas castellanas, lo cierto es que yo no conozco ese idioma y por lo tanto no estoy en condición de examinarlo a usted; pero como quiera que en inglés y francés usted demostró saberlos al dedillo, quiero creer que con un poco más de estudio le ocurrirá lo mismo en castellano; por lo tanto le doy a usted promovido–. Agradecí a mi buen capitán, salí triunfante habiendo conseguido el brevet de 1ª clase, mediante el cual tendría en adelante derecho a ser destinado de preferencia a prestar servicio en paquebotes de lujo y ganar mejor sueldo (ver adjuntos: carta de la Cia. Marconi, Génova, 4 enero 1919, a la Dirección de Artillería y Armamentos Regio Arsenal Spezia, con la cual me presentan para el examen de 1ª clase, libreta con forro negro, Brevet internacional de 1ª clase, #103, de la Regia Marina Italiana, expedida el 2 de junio 1919 –fecha original 8 enero de 1919–, con fotografía, sellos en seco y en tinta, datos del examen, firmado G. Montefinalo, L. Casarotti, y otro). Comuniqué el asunto a la Marconi de Génova a fin de que se me tuviera en cuenta para el ascenso de la categoría de Allievo (cadete) a la de marconista efectivo; de allá me contestaron que cuando mi barco regresara a Génova harían lo posible para destinarme CADETE DE MARINA - Capítulo 18 Viaje N0. 8
165
a un paquebote y darme gusto; que por lo pronto me ordenaban seguir viajando en el Cogne, tanto más por cuanto que el comando de este buque continuaba informando que estaba plenamente satisfecho con mis servicios, no veían la necesidad de trasladarme a otra nave. En consecuencia, después de haber debidamente agradecido a Tombesi por sus bondades; a Severino por su compañía y consejos fraternales, el 7 de febrero de 1919 volví a salir con el Cogne, rumbo a España e Inglaterra. Viajar en esta línea, era ya asunto rutinario para mí, y por ende aburrido a no ser que esta vez tuve la gran sorpresa de navegar en tiempos de paz, lo cual me daba la sensación de estar viviendo en otro mundo, puesto que hasta ahora, durante los dos anteriores años de navegación, solamente había conocido las costumbres de tiempos de guerra. No más puertas siempre abiertas, de día o de noche, nevara o tronara; no más obscuridad nocturna navegando en convoy con luces apagadas, a riesgo de chocar con barcos o con tierra; no más la continua obsesión de la posible llegada de un torpedo. Los delfines que vengan a aproximarse al casco durante las horas nocturnas no volverán con su blanca estela a causarnos la inquietante pregunta: –torpedo?–. Ha terminado la época de los ALLOS… Con el alma exultante de felicidad veo por primera vez lo cómodo que es poder navegar con la puerta del camarote cerrada, con tranquilidad, las luces encendidas en cubierta y en los puentes, los blancos reflectores en el tope de los dos mástiles, los faroles de ruta en el centro del puente: el rojo a la izquierda, el verde a la derecha. Solamente ahora me doy cuenta de lo bárbara e inhumana que era la navegación en tiempos de guerra. En función de comandante, tenemos esta vez a bordo el viejo Bolognini, que ha regresado de vacaciones. Zona reasumió su cargo de primer oficial. Los cañones, santa bárbara, y cañoneros, han sido desembarcados. Todo ahora parece muy sencillo; mi trabajo, también se ha reducido. Tocamos en Hornillos y Aguilas como de costumbre; bien cargados con naranjas y mineral de cobre salimos rumbo de Glasgow. Pasamos frente de Gibraltar, sin detenernos; sin convoy, ni escolta, ni dragaminas; por radio recibimos la orden de torcer bastante a lo largo de la costa de Portugal, subiendo por el meridiano 11º Oeste, para evitar el peligro de eventuales campos de minas que, sembradas o soltadas a la corriente du-
166
rante la época bélica, seguirían amenazando las rutas marítimas durante un par de años, mientras que todas fueren recogidas o hechas estallar. Llegados a la altura del cabo Finisterre, encontramos que está soplando un furioso viento del sudoeste: es el mal tiempo del golfo de Vizcaya, hermano, aunque en sentido inverso, del famoso mistral del golfo Lion, o de la “bora” en el mar Adriático; que levanta enormes olas. A medida de que salimos del abrigo de la costa y nos internamos en la Gascuña arrecia el temporal. El barómetro baja a 730 mm. presagiando larga y dura tempestad; el horizonte se cubre de negros nubarrones, la visibilidad es escasa debido a los fuertes chubascos. Como quiera que las rocosas costas de la Galicia no son acogedoras, el comando prefiere intentar la travesía del golfo, a ver si en 24 horas logramos alcanzar protección detrás de las islas Scilly y la punta inglesa de la Cornovalla. Hasta ahora, estando a lo largo de la costa, sobre el meridiano 11º teníamos el mar enfilándonos casi derecho en la popa, es decir, corríamos en filo con las olas, lo cual había soportable la navegación a pesar del fuerte balanceo. Pero las cosas empeoraron tan pronto que se trató de enrumbar al nordeste con dirección al canal de San Jorge. Con esta nueva ruta el oleaje principió a cogernos por el travieso, en la banda derecha, embarcando sobre cubierta montañas de agua que destruían cuanto hallaban a su paso. Pocas horas después de estar marchando en tal situación el lado derecho del Cogne, sobrecubierta, resultó desmantelado por las olas: las lanchas salvavidas, las escaleras, las escotillas, todo arrasado por la furia del mar. Un golpe más violento dañó la máquina del timón, siendo preciso emplear el mecanismo de emergencia, operado a brazos por un grupo de marineros, mediante gómenas y aparejos. Estando ya en el centro del golfo, el temporal siempre crescendo, siendo imposible sostener aquella violencia, Bolognini resolvió apelar a la prudencia, enrumbando otra vez hacia el noroeste a fin de volver a recibir los rompientes de las olas sobre la popa, en lugar que al travieso. Lo ideal habría sido podernos colocar con la proa al viento, que es lo que en la jerga marina se denomina capear el temporal, pero habría sido para ello necesario dar una vuelta de 180º que el timón, ya en mal estado, difícilmente habría soportado cuando el mar estuviera nuevamente cogiéndonos al travieso; la nave corría el riesgo de quedar a merced de las olas hasta terminar en naufragio sin salvación para nadie.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
En cambio: con el mar en popa, era posible sostener el buque en condiciones navegables, por tiempo ilimitado, hasta cuando calmara la tempestad, siempre que no se presentaran costas en la proa. Sin embargo, para sostener el buque marchando en el mar en popa, sin perder el gobierno del timón, había que mantener la hélice trabajando a buena velocidad, muy a nuestro pesar, pues debido al empuje de la marejada, más el de la hélice, resultaba una velocidad de trece o catorce nudos por hora; es decir, nos íbamos rápidamente aproximando a la costa sur de Irlanda, adonde tal vez llegaríamos antes de que la tempestad amainara. Esta perspectiva no era halagadora por cuanto que aquellos barrancos irlandeses son tan peligrosos durante el mal tiempo como las ya mencionadas rocas de Finisterre. Por lo tanto, se trató de reducir las revoluciones de la hélice a la cantidad mínima necesaria para mantener el gobierno del timón. Al mismo tiempo el comando recomendó a los timoneles gobernar enrumbando lo más posible hacia occidente, siempre que las olas lo permitieran, buscando pasar a distancia de la costa sur de Irlanda. Navegábamos pues con la proa hacia ONO, sin tener más que una idea aproximada acerca de la posición de nuestro barco y distancia desde la costa, pues debido a las gruesas nubes que cubrían el cielo y el horizonte, no era posible observar astros, para con el sextante determinar el punto exacto de la nave. La radiogoniometría, recién inventada por los ingenieros Bellini y Tosi, italianos, en Turín; no había todavía sido aplicada en la navegación mercante. Dentro de ese mar enfurecido navegamos todo el día y la noche, siempre con el oleaje en la popa, mínima velocidad, con la preocupación de no saber si estábamos lo suficientemente al sur de la costa irlandesa como para no ir a estrellarnos. Al día siguiente cuando aclaró un poco, observamos que en lugar de amainar, la bravura del mar iba aumentando, mientras que la visibilidad a distancia seguía siendo nula. Cada ola tenía unos treinta metros de alto y unos doscientos metros de largo; en los instantes en que la nave se hallaba flotando en la depresión entre dos olas, parecía una cáscara de nuez hundiéndose en el valle de dos cerros cuyas cumbres se elevaban a gran altura por la proa y la popa respectivamente. Cuando por la popa se aproximaba otra ola, de golpe levantaba como una pajita nuestro casco hacia el cielo, le imprimía fuerte empujón hacia adelante, y luego lo soltaba para que volviera a hundirse entre dos crestas. Lo importante era lograr evitar, mediante el ti-
món, que el casco se hallara en cualquier momento sostenido entre dos diferentes olas, una a proa, y otra a popa, pues hubiera podido quebrarse por la mitad al faltarle un sostén por el centro. En el transcurso del día, principiamos a notar que el color del agua no era mas azul, sino más bien terroso, indicio de que estabamos navegando en aguas de poco fondo; esto explicaba el tamaño excepcional de las olas, cuyas rompientes las hacían parecer como una enorme resaca. Al peligro anterior, se sumó ahora el de que durante cualquier sumida entre dos olas fuéramos a reventar la quilla contra el fondo o raspar alguna roca. Por ese color del agua era evidente que estabamos cerca de la costa; pero cuál sería el punto preciso? Estaríamos sobre las islas Scilly, o sobre las puntas meridionales de Irlanda, o entre los fiords de Killarney al occidente de esta isla? Imposible determinarlo con los instrumentos, pues el cielo seguía cubierto, ni era posible pensar en sondeos, la violencia del mar no permitía tal operación; por cuanto escrutáramos el horizonte no veíamos faros ni se oían señales de sirenas o de boyas que indicaran proximidad de la tierra, cuya cercanía era sin embargo evidente. Solamente el suscrito marconista, podía suponer que nos hallábamos más cerca de la costa irlandesa, que de la inglesa, por cuanto entre las estaciones de radio costeras que oía en su aparato, la más cercana parecía ser, por la intensidad de sus señales, la del puerto irlandés de Queenstown, cuya distancia calculaba aproximadamente en 60 millas. Pero esta indicación era demasiado vaga, para poder de ella sacar cualquier deducción orientadora acerca del conveniente rumbo a seguir. Llegada la noche, ya cansado por dos días de continuo baile y desvelo, a pesar de que ese tiempo infernal no aflojaba, me sentí obligado a botarme sobre la cucceta para dormitar alguna hora. Al despertar del nuevo día, abrí los ojos, tomé conciencia de la situación. El mal tiempo continuaba. De repente, como si un ser divino me lo hubiera ordenado, me levanté para ir a trabajar al aparato de radio. Todavía soñoliento pero bajo aquella inspiración principié a ponerme los auriculares. Tan pronto los tuve acercados a los oídos, percibí que estaban reproduciendo la emocionante llamada de S.O.S., de un barco australiano que se hallaba próximo a nosotros. Que casualidad! De haberme yo quedado dormido un rato más, podía haberse perdido tan importante comunicación! ¿Quién me despertó tan a tiempo? CADETE DE MARINA - Capítulo 18 Viaje N0. 8
167
Aquel buque, cuyas letras eran ZWC, tuvo buena suerte, pues tan pronto terminó de radiar su llamada de S.O.S., oyó que le contestaba una nave cercana, la italiana IMF (letras de llamada del Cogne). Que estabamos cerca, podíamos deducirlo por el hecho de que nuestras señales eran recíprocamente fuertes, a pesar de que el ZWC estaba transmitiendo con el equipo de emergencia, o sea el carrete de Rhumkorff accionado por la batería acumuladora, de tono ronco y alcance reducido, pues el dínamo y el circuito eléctrico de esa nave habían quedado inservibles desde que el agua había invadido el compartimento de máquinas. Además de los daños en la máquina –informó el ZWC–, parte de sus sobreestructuras y puentes habían sido estripados por las olas, tenía el timón averiado, estaba en balía de las olas, aguantando una situación que podía volverse insostenible. Solicitó que lo buscáramos y nos mantuviéramos a su lado para recoger los tripulantes en caso de naufragio. Pero el intentarlo no era cosa mogolla. El australiano no conocía su posición, porque igual que nosotros hacía días que no había podido observar los astros; no sabía cuál sería el efecto de la deriva por la corriente, las olas, el viento, con relación al punto estimado. Resultaba prácticamente imposible hallar ese barco en pocas horas, puesto que no sabíamos si nuestro punto era a oriente u occidente, norte o sur, de aquel. Además, solamente podíamos navegar en una dirección: la ONO, pues la violencia del mar no nos permitía dar vueltas o colocarnos al travieso. Solamente podíamos esperar una casualidad: que el otro barco estuviere precisamente sobre nuestra ruta y lo encontráramos sobre nuestra proa, sin tener que dar vueltas para localizarlo, o alejándose. Comuniqué todo esto al ZWC, acordamos a cada cinco minutos llamarnos para anunciar el instante del disparo de unos fuegos Very, a fin de facilitar a nuestros vigías avistar el otro buque (recíprocamente). Pasamos así media hora lanzando al cielo señales luminosas, de una y otra parte, sin resultado. Luego, el australiano se calló, no volvió a contestar mis llamadas. Se habría hundido? Después de un par de horas volvió al aire: informó que una ola se había llevado la bajada de la antena, tuvo que montar otra de fortuna. Ambos coincidimos en juzgar que nuestras señales eran ahora más débiles que antes, indicación de que en lugar de acercarnos, nos habíamos alejado; probablemente nos habíamos cruzado pues él iba en dirección a oriente. Por lo visto ya no nos encontraríamos.
168
Entonces resolví llamar a la estación de Crosshaven (Cork) preguntando si allá tendrían disponibles remolcadores de salvamento, del tipo de alta mar, que pudieran hacerse cargo de salir a encontrar el buque australiano. Mediante mi transmisor principal me resultó fácil la comunicación. Contestó que aunque no oían a ZWC, por mis anteriores mensajes al australiano habían entendido que ese barco estaba en peligro y habían puesto las calderas de dos remolcadores bajo presión para salir al largo. Ambos tenían radio y confiaban en que buscando por zonas lograrían dar pronto con el ZWC. Lo más importante era que a este no se le agotara la batería con la que accionaba su transmisor de emergencia. Retransmití todo lo anterior al australiano, y se convino que no se haría búsqueda desde el Cogne, puesto que los remolcadores de salvamento estaban saliendo a su encuentro. Al día siguiente Crosshaven me comunicó que el australiano había entrado en puerto, remolcado; y nos transmitió los agradecimientos de ZWC por la cooperación prestada con nuestro servicio de radio. Mientras tanto, la violencia del mar iba poco a poco calmándose; ya estabamos en condición de maniobrar libremente. La visibilidad aumentó a unas cuatro millas, pero el horizonte y el cielo seguían totalmente tapados, impidiendo hacer observaciones astronómicas. Ningún barco a la vista. Era peligroso seguir navegando sin conocer con alguna aproximación el punto geográfico de nuestra nave. Bolognini estaba intranquilo, nervioso; cinco días sin poder observar un instante el sol, ni siquiera una estrella cualquiera! Ordenó reducir la velocidad a 5 nudos, dobló la guardia en la cofa, y a proa, para que buscaran entrever costas, y vigilaran contra el peligro de escollos, pues el mar seguía color terroso, como de bajo fondo. Dispuso que se hicieran sondeos, esperando que mediante estos y confrontando con las profundidades señaladas en los mapas sería posible sacar alguna deducción respecto de nuestra posición geográfica. El tercer oficial, de turno, señor Carissimo, fue encargado de los sondeos con el aparato Thompson. Este se hallaba instalando en el castillo de popa; era un instrumento ingenioso, para sondeos en alta mar aún estando la nave en marcha a regular velocidad. Consistía en un volante de un metro de diámetro, sobre el cual se enrollaban algunos kilómetros de cablecito de acero; el volante podía dar vuelta en uno
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
u otro sentido, accionado por un motor eléctrico. A una extremidad del cable se amarraba la sonda Thompson, consistente en un tubo de plomo, de tres pulgadas de diámetro por dos pies de largo, provisto en la cabeza superior, de tapa hermética. En la cabeza inferior, se le untaba grasa a fin de que cuando tocara fondo, esa materia adhesiva desprendiera algo del terreno, piedritas, arena, fango, mediante las que se podía juzgar la naturaleza del fondo. Interiormente al cilindro de plomo iba la sonda propiamente dicha, o sea un tubito de vidrio, montado entre cauchos, graduado como un termómetro, pintado exteriormente con una solución color café, que tenía la particular de desteñirse, desaparecer, en cuanto fuere mojada por el agua marina. El tubo exterior de plomo tenía un agujerito hecho a propósito, que permitía la entrada del agua marina en su interior; la cantidad de agua que podía entrar dependía de la presión del agua, esta presión dependía de la profundidad sobre el nivel del mar. El principio de funcionamiento del Thompson era pues el de medir en el fondo del mar la presión del agua y por ella deducir la profundidad del mar en ese punto. El cilindro interior de vidrio, que como dije estaba pintado con tinta color café, servía para indicar la presión pues a medida de que esta aumentaba, aumentaba la cantidad de agua en el interior del tubo de plomo, destiñendo proporcionalmente la superficie del tubo (en sentido vertical) graduado en forma similar a un termómetro; la graduación correspondía no a grados de temperatura, sino a brazas de profundidad. Mi amigo Carissimo recibió pues el encargo de sondear con el Thompson; yo me fui con él al castillo de popa, porque tenía curiosidad de aprender su funcionamiento. Cogió el tubo de plomo, desenroscó la cabeza superior, le introdujo el cilindro de vidrio, previamente pintándolo en su totalidad con la tintura color café; volvió a colocar la tapa hermética, averiguó que el agujerito en el forro de plomo estuviera limpio y libre; frotó un poco de grasa adhesiva sobre la cabeza inferior del plomo; soltó el freno del tambor sobre el cual estaba enrollado el cablecito de acero; y sosteniendo en alto con ambas manos el tubo de plomo, lo lanzó al mar, lo más lejos posible de los vórtices de la hélice, pues el barco seguía caminando, aunque a marcha moderada. Debido al peso del aparejo al que el cablecito estaba amarrado, este se pudo desenvolver, haciendo rodar el tambor a gran velocidad, al tiempo que la son-
da se hundía. Después de un rato, el cable que se estaba desenrrollando rápidamente, de golpe rebotó; comprendimos que la sonda había tocado fondo. Inmediatamente pusimos a funcionar el motor en contramarcha; el cablecito volvió a enrollarse sobre el tambor, hasta subir el tubo de la sonda, a nuestro alcance de manos. Carissimo lo cogió, observó que en el fondo exterior del cilindro venían adheridas algunas algas; quitó la tapa, extrajo el vidrio, midió la altura hasta donde había sido descolorido por la acción química del agua marina: ciento veinte brazas. Por el megáfono comunicó al comandante que estaba sobre el puente, ese resultado. Había pues mucha agua bajo la quilla, no había peligro de escollos, estábamos probablemente lejos de la costa. Satisfecho, aunque algo extrañado, Bolognini ordenó a Carissimo repetir la operación; deseaba confirmar aquella profundidad pues él había temido estar más cerca de la costa. Mientras tanto, el Cogne seguía andando, rumbo al norte. Carissimo volvió a teñir todo el cilindro de vidrio con la pintura color café; se repitió la maniobra de sondeo. Al tomar la segunda lectura del vidrio, el oficial quedó sorprendido al ver que esta indicaba solamente quince brazas, fondo arenoso (braza, en inglés fanthom, medida de longitud igual a 6 pies, aproximadamente 1,80 metros). Según este dato estábamos muy cerca de la costa, solamente nos quedaban veinte metros de agua bajo la quilla. Transmitió la información al comandante; este se alarmó, redujo velocidad, ordenó volver a sondear. La tercera lectura indicó ciento treinta brazas. Bolognini comenzó a malhumorarse, comentando qué diablo estaría haciendo el señor Carissimo con el Thompson. Aún cuando era de esperar que hubiere alguna diferencia entre cada sondeo pues el barco estaba caminando, sin embargo no eran normales aquellas diferencias, esos saltos de profundidad anunciados por Carissimo. El cuarto sondeo marcó trece brazas. Bolognini se puso a bailar sobre el puente como si estuviere caminado sobre brazas ardientes. Ordenó a Carissimo abandonar la popa, tildándolo de ignorante que ni sabía manejar la sonda; rogó a Zona el favor de reemplazarlo; este vino a popa donde yo continuaba observando intrigado y divertido por la escena. Zona principió: catorce brazas, dieciséis, ciento cincuenta, veintidós, ciento cuarenta, quince… Bolognini no aguantó más, se volvió energúmeno; a pesar de su vieja edad imprecó, gesticuló, maldijo CADETE DE MARINA - Capítulo 18 Viaje N0. 8
169
estos marinos imberbes e inútiles monigotes uniformados, abandonó el puente de comando y se vino él mismo a popa, como quien dice: quítense de allí pipiolos, ahora les hago ver yo como dos y dos no son cinco. No quiso que nadie le ayudara, inspeccionó el aparato, luego él mismo cogió el plomo y lo lanzó al mar con todas sus fuerzas. Ahora ya no era solamente yo el curioso: Zona, Carissimo, el contramaestre y varios marineros me acompañaban observando calladamente la escena, a ver en qué paraba el asunto. Quince brazas, ciento veinte, dieciséis… Bolognini se rascó la cabeza, se sintió caer en el ridículo; no pudiendo calentarse consigo mismo, apostrofó a Neptuno, el Thompson, Irlanda. Era evidente que el aparato funcionaba correctamente; sin embargo sus indicaciones eran desconcertantes. Ordenó reducir el andar a marcha lenta; reunió los oficiales y los contramaestres sobre el puente de comando, como para un consejo de guerra. Mientras se discutía si estábamos lejos o cerca de la costa, un vigía anunció ver tierra a la derecha. Al fin! Eran casi las cuatro de la tarde, disponíamos de una hora para acercarnos a la costa lo suficiente para reconocer algún cabo antes de que anocheciera; la visibilidad era de tres a cuatro millas, limitada por la bruma habiendo decaído el viento. La posición del Cogne resultó ser al norte de la bahía de Galway. Establecido el punto, se descubrió la causa por la cual los sondeos nos habían confundido. Sucede que en este sector de la costa irlandesa existen unos “bancos” o plataformas submarinas relativamente planas, con profundas grietas o hendeduras entre uno y otro banco. Ello explica por qué la sonda registraba a veces profundidad de quince brazas, y al rato siguiente, de cien o más brazas. Nuestra incapacidad de interpretar justamente las lecturas del Thompson se debía a que como quiera que nunca habíamos navegado en estas aguas nadie conocía el asunto de los bancos, y a que la posición del barco resultó ya más al norte de cuanto suponía el comando. Si nuestros marinos hubieran sido irlandeses o ingleses, prácticos de aquellos mares, habrían sabido inmediatamente comprender qué indicaban los sondeos.
170
El tiempo continuó mejorando; pudimos seguir durante la noche viajando a velocidad normal, orientándonos por los faros de la costa, rumbo noreste, para dar la vuelta a la cabeza que en aquella latitud tiene la isla de Irlanda. Mientras tanto, para hacerse olvidar y perdonar los incidentes de la jornada, Bolognini hizo distribuir botellas de vino extras a toda la tripulación, y champaña a los oficiales. La mañana siguiente avistamos al cabo Malin Head que es la punta más septentrional de Irlanda; de allí seguimos tranquilamente hasta Greencok para embocar el río Clyde; al otro día amarramos en Glasgow. Como se puede ver, esta travesía resultó bastante accidentada, a pesar de estar navegando en tiempos de paz. Desde entonces, por experiencia aprendí que casi todos los años, entre enero y febrero, suelen presentarse durante un par de días violentos temporales en el golfo de Gascuña, cuya oleada alcanza a afectar la navegación hasta el norte de Francia, la Mancha, el canal de San Jorge, el sur de Irlanda, causando que algunos barcos se hundan debido a los destrozos de las olas. En Glasgow, nada extraordinario ocurrió durante los días en que quedamos allí para descargar, reparar las averías sufridas durante el mal tiempo, volver a cargar, esta vez carbón, con destino a Génova. Continuaron las amistosas relaciones, bastante aburridoras, con las personas que habíamos conocido en esa ciudad durante los viajes anteriores. Por el “pase” con sello de Alians Office de Glasgow, fechado 18 de febrero 1919, cuyo original adjunto a la primera copia de estas páginas, es interesante constatar como aún tres meses después de terminada la guerra, la policía inglesa de los puertos continuaba expidiendo pases de control, aún en tratándose de oficiales, para los extranjeros que quisieran visitar la ciudad para fines de “recreation”. Por otra parte, inclusive en Italia, la “censura” a la correspondencia del exterior (todas las cartas eran abiertas y leídas por una oficina especial) solamente fue eliminada varios meses después. El viaje de regreso a Génova se cumplió libre de incidente, y allí llegamos el 8 de abril de 1919.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
19
VIAJE NO. 9 S/ S
COGNE
DE GÉNOVA A ESPAÑA, INGLATERRA Y REGRESO Salida: 28 abril de 1.919 Regreso: 15 junio de 1.919 Comandante: Zona, de Palermo 1º Oficial: Penco, de Savona Los demás, igual que el viaje anterior.
T
an pronto llegados a Génova, fui a la Marconi a pedir vacaciones para ir a Torre Pellice; al mismo tiempo solicité el desembarque, a fin de que cuando regresara de las vacaciones me destinaran a otra nave, pues deseaba ver otros horizontes que no fueren los de Inglaterra, que ya me tenían hastiado. Habiendo obtenido el diploma profesional de 1ª clase, tenía derecho reglamentario a subir en el escalafón del personal de la Marconi, y ser destinado a barcos de mejor categoría. El asunto quedó pendiente de resolver, pues la Marconi me concedió solamente la licencia, posponiendo hasta mi regreso de Torre, la posibilidad de trasladarme a otro buque. Ya antes de tomar el tren hacia Turín; mientras en desarrollo de dichas gestiones con la oficina Marconi, circulaba por las calles de Génova tan pronto llegados a este puerto, había yo notado con extrañeza que la mayoría de los habitantes transitaban llevando un pañuelo sostenido por una mano contra las narices; entendí grosso modo, que era una medida preventiva contra una rara epidemia, una peste que estaba haciendo estragos en toda Europa; de cuya existencia había
apenas tenido alguna idea por las noticias recibidas en los boletines de prensa; cuya gravedad no había entendido. Mientras estuve a bordo navegando, ni yo ni los demás colegas nos dimos cuenta de que el asunto era muy serio; allí no había llegado la infección; durante ese primer día después de llegados al puerto, estando totalmente dedicado a mis diligencias, estaba tan apurado que no me quedó tiempo para mejor enterarme del problema. Pero tan pronto que tomé asiento en el tren, rodeado de pasajeros que cada cual mantenía su pañuelo apretado contra las narices, viéndome yo única excepción en no asumir aquella postura, me puse a inquirir qué era la cosa, enterándome de la situación de la vida terrestre. Resulta que la tal epidemia, denominada influenza, o gripa o fiebre española, estaba en pleno furor en Italia durante esos días, dando lugar a elevado porcentaje de mortalidad. Aproximadamente un 30% de la población fue atacada por el morbo, y por lo menos el 10% de los infectados sucumbía sin remedio. Se suponía que el germen estuviera propagándose por el aire a través de la respiración, y que la aplicación de un desinfectante en las narices: alcanfor, salicilato, vinagre u otros por el estilo que no fueren insoportaCADETE DE MARINA - Capítulo 19 Viaje N0. 9
171
bles al olfato, alejaba el peligro de inhalar el desconocido bacilo y ser contagiado por el mismo (ahora en Bogotá, siempre que veo personas circulando por las calles con un pañuelo en las narices –dizque contra la gripa–, me recuerdo de esta temporada de “fiebre española” en Europa, y creo que también en América, durante el año de 1919). Con interés escuché la información pero en cuanto a usar yo el pañuelo contra las narices como medida profiláctica, me pareció cosa ridícula y extravagante; desdeñosamente decidí no imitar a la humanidad. No está por demás aclarar que mi punto de vista no se fundaba en conocimientos o teorías médicas, que yo no conocía. Mi razón era otra: por una parte, siendo marino, que acababa de llegar después de haber respirado durante varios meses las fuertes y sanas brisas oceánicas, creía estar inmune al peligro del contagio, ni este me asustaba; no me parecía de consideración, comparándolo con todos los peligros de la guerra, y del mar, que diariamente había yo estado desafiando hasta ahora. Cosas más graves y terribles había visto yo durante los años anteriores; cómo iba a dejarme amedrentar ahora por un invisible bacilo! Por último: mi filosofía de aquella época me había vuelto integralmente fatalista; pensaba que si uno tenía que fallecer, estiraría la pata a pesar de todas las precauciones, porque así estaba decretado por el Cielo; y que viceversa, si aún no estaba resuelta su suerte, no sería víctima de la muerte aún cuando estuviera metido entre cien mil peligros, como lo había estado yo diariamente hasta aquel día. De manera que, contrariando la costumbre y los consejos de los vecinos, continué imperturbablemente desafiando tal bacilo. Solamente sentía ansiedad de llegar a casa, para saber cómo estarían de salud mamá y los hermanos. Encontré que los míos habían ya todos sufrido el ataque, y se habían restablecido sin consecuencias, después de algún día de fiebre y de cama, así que ya estaban fuera de peligro. Pero, en cuanto a ver o visitar amigos o conocidos, este era otro asunto pues, o estaban en cama ya enfermos, o se mantenían encerrados en sus casas por el temor que tenían de adquirir el contagio. La fábrica y las escuelas habían sido clausuradas por prescripción de la higiene; era muy limitada la cantidad de ciudadanos que saliera a la calle, aún con el consabido pañuelo en las narices. Comentando con mamá la situación, oyéndola relatar como este o aquel conocido había muerto o estaba enfermo, no se por qué me llamó la atención
172
enterarme de que don Heritier, aquel austero sacerdote que fuera mi maestro de tercer año elemental y no me había concedido personales simpatías como el difunto don Martín, estaba gravemente atacado por la epidemia, viviendo solo en su casa parroquial, aislado como el don Abbondio de que habla el Manzoni en su célebre libro “Los prometidos –i promessi sposi”, en que describe la época del cólera en Milán. –¿No van a visitarlo, tenerle compañía los parroquianos?– pregunté –No –me contestó mamá–, porque los médicos ya lo desahuciaron ordenándole estar en cuarentena, en vista del fiebrón que le consume–. –Entonces –comenté–, iré a visitarlo. Como siempre, mamá no se opuso a mis ideas, solo me recomendó tener cuidado de no contagiarme, se dejó convencer por mi opinión de que si no había muerto entre tantos peligros entre los cuales había pasado, era porque estaba escrito; mucho menos entregaría el alma por el simple hecho de acercarme a un enfermo. Fui a la casa parroquial; estaba desierta; tuve que golpear repetidas veces y esperar largo rato antes de que desde adentro se resolvieran abrir. Una vieja y temblorosa perpetua se presentó preguntándome el motivo de la visita. Le dije que deseaba saludar a don Heritier; contestó que no era posible porque estaba muy enfermo, y prohibidas las visitas por la higiene. Tuve que insistir, que era asunto urgente porque estaba yo de paso y tenía que salir para el exterior; al fin, la perpetua, sin conocerme, impresionada por mi uniforme de oficial con charreteras doradas, me permitió seguir; solo, porque ella tenía miedo acompañarme hasta la pieza del cura, por aquello del contagio. Toqué en la puerta del cuarto indicado, hasta que de por dentro una voz dijo: siga. Entrando, noté que la celda estaba en desorden; tendido sobre la cama, en actitud abandonada, semblante amarillo pálido, reconocí a mi antiguo magister. Nos saludamos, pero a primeras no me reconoció, parecía algo asustado; cuando se dio cuenta de que yo era Amore, su antiguo alumno, se incorporó, asombrado por mi visita. Inmediatamente me recomendó mantenerme alejado de su cama, para evitar infección; a la cual, riéndome me le fui acercando, cogiendo y apretándole largamente la mano para demostrarle que no me importada un bledo ese peligro. Me preguntó acerca de cómo había logrado transformarme en oficial de marina; escuchó interesadísimo la historia de mis viajes y aventuras de guerra. Al final sus ojos me miraban casi con alegría, como si se hubiera olvidado de es-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
tar enfermo; las expresiones que salieron de sus labios fueron de complacimiento por el progreso de su alumno. –Eres todo un hombre, y casi no te reconozco–, comentó. –Solamente puedo hacerte una recomendación: que sigas así de fuerte y moralmente incorruptible como hasta ahora–. Permanecí un par de horas a su lado; finalmente me despidió con una bendición, y recomendación de volver a visitarlo durante mis próximas vacaciones, si Dios le daba vida. Al atravesar los corredores para llegar a la puerta de la calle observé que la sirvienta me acompañaba manteniéndose a prudente distancia, temerosa de que yo estuviera contagiado después de tan larga visita. No tuve más ocasión de volver a ver a don Heritier, quien falleció algún tiempo después. Mis vacaciones transcurrieron rápidamente entre ese ambiente de tristeza reinante entre el pueblo, dominado por recientes lutos y por el terror de la influenza, que era único tópico de que se hablara entre los habitantes. El barón Mazzonis y Enrique Charbonnier no estaban en Torre. Cuando regresé a Génova, el mal estaba principiando a ceder, y afortunadamente las oficinas estaban reanudando sus actividades normales. Fui a la Marconi para solicitar mi traslado a otro barco; me contestaron con el habitual argumento de que el comando del Cogne estaba feliz con mis servicios, que yo era muy apreciado allí y en consecuencia no se veía el motivo urgente para trasladarme. Disgustado, al salir de la oficina me topé con Severino quien acababa de llegar de un viaje en la línea de Levanto. Volví a confiarme con él, y transcurrir con él las horas disponibles. Le manfesté como estaba harto de viajar sobre el Cogne en la línea de Inglaterra y que estaba chocado de que la Marconi insistiera en mantenerme allí, a pesar de mi brevet de 1ª categoría. Me contestó comentando que, a veces, cuando los derechos son suficientes, conviene usar también la malicia. La astucia –en este caso–, consistía en ganarme la buena voluntad del secretario de la oficina Marconi quien tenía influencias con el inspector–gerente, para la designación del personal sobre uno u otro barco, y además poseía y podía dar diariamente informaciones acerca de los embarques convenientes o inconvenientes que figuraran en el cuadro pendiente para los días sucesivos. La manera más fácil o práctica para adquirir la protección de dicho secretario consistía en traerle de cada viaje algún regalito, cuando no en pasarle con cautela alguna pequeña suma de dinero cada vez que procurara
un buen embarque. Este era el sistema que usaban nuestros colegas destinados permanentemente a embarcar en los mejores transatlánticos, y que recientemente había adoptado el propio Severino, con favorable resultado como era evidente del hecho de que había obtenido embarque sobre el Sardegna: un paqueboque que hacía la línea del Egipto, Asía Menor, Turquía, donde se navegaban pocas horas diarias, en mar apacible entre uno y otro puerto, transportando turistas de primera clase, haciendo en general una vida confortable, víveres frescos, servicio de lujo, etc. Me propuse imitar a Severino tan pronto se presentara la ocasión; mi timidez así como mi carácter no eran entradores para esa clase de contactos. Por lo pronto creí que una intervención de la Garibaldi pudiera ser más eficaz para mi caso; me dirigí pues a esa Federación (con el transcurso de los años, aprendí posteriormente que nadie trabaja de balde para los demás; que el esperar que las grandes entidades anónimas se interesen personalmente de cada socio, es una tonta ilusión; más bien cabe la norma de “ayúdate que Dios te ayudará”). La Garibaldi era una especie de sindicato para los marinos italianos, inclusive los oficiales; que se hacía cargo de intervenir en las controversias entre empleados y patronos, en defensa del derecho de los primeros. Hacía poco tiempo había sido fundada por el capitán Giulietti; después de varias luchas de carácter socialista–sindicalista, había tomado fuerza, habiendo logrado incorporar cuales socios a la mayoría de los componentes de la marina italiana, o sea varias decenas de miles de socios. Había sido intervencionista durante la guerra, en contra de Alemania; gracias a esa afortunada maniobra política, su presidente Giulietti tenía ahora entre los círculos del gobierno la misma influencia que Mussolini. Ambos políticos eran ex socialistas, oriundos de la misma región de Italia: la Emilia; y seguían el mismo rumbo, aunque en diferente sector pues Mussolini obraba entre las masas de tierra, los desmovilizados del ejército, al tiempo que Giulietti estaba especializado y dominada en el campo marítimo. Este me recibió con aparente buena voluntad; después de haberse cerciorado de que yo estaba al día en el pago regular de mi cuota de asociado, me aseguró que haría lo posible para influenciar al inspector de la Marconi a fin de obtenerme el traslado a un barco de pasajeros, aunque no le gustaba disgutar al comando del Cogne, que también era socio, y quien se declaraba feliz con CADETE DE MARINA - Capítulo 19 Viaje N0. 9
173
mis servicios. Por lo pronto, me recomendó poner en regla mis documentos de desmovilización militar, para adquirir la condición de libre ciudadano, civil, puesto que la guerra había terminado; obtener de la Capitanía de Génova los papeles comprobantes de mis buenos servicios de navegación prestados durante el tiempo de militarización cual subteniente de navío durante la guerra. Estas diligencias me resultaron fáciles pues casualmente desde hacía meses estaba yo en posesión de una medalla de plata y certificado de reconocimiento que me había expedido el gobierno a raíz de la recomendación del almirante Caruel durante el viaje No. 6, y otras credenciales relacionadas con mis servicios de radio en la lucha contra la guerra submarina. Este certificado, fechado 23 de octubre de 1918, que todavía conservo enmarcado en cornisa dorada entre mis recuerdos de marino en mi cuarto–escritorio, dice que: “…se me autoriza a llevar sobre el pecho la cintica comprobante de los riesgo de guerra enfrentados durante los años 1917 y 1918, y a gozar de la pública gratitud por ese valor” (la medalla está junto al certificado, en la misma cornisa, junto al escudo de armas de mi sombrero de oficial de marina, cuyo diseño dorado comprende una corona encima de una ancla y la M de Marconi). Obtuve pues los documentos comprobantes que en adelante no pertenecería ya a la marina de guerra, y pasaba a ser inscrito en la reserva de la misma, en la categoría de oficial. Esto es: quedaba reconocida mi navegación durante el período bélico, como servicio militar prestado en condición de “efectivo”, siendo entendido que ese tiempo sería contado al doble, para los fines de futura jubilación. Volví pues a poder vestir el traje de civil durante las estadías en el puerto, usando en cambio el distintivo –del cual tenía que estar orgulloso–, consistente en una cintica blanca y azul, sobre el pecho, con dos estrellitas de plata; correspondientes a dos años de navegación en tiempos de guerra. Todo ello no sirvió para evitar que tuviera que volver a salir para Inglaterra, con el mismo Cogne, a pesar de las varias gestiones que había hecho para ser trasladado a otra línea. El comandante Bolognini desembarcó para ir en jubilación; Zona asumió nuevamente el mando, siendo reemplazado su puesto de 1º oficial, por el señor Penco de Savona. Tocamos Cartagena, Hornillo y Glasgow, sin nada importante que señalar. Al regreso, estando cerca de Almería, por primera vez en mi vida oí mensajes en
174
radiotelefonía. Llamé a los oficiales del Cogne, quienes quedaron impresionados al escuchar voces humanas, que llegaban claramente a mi aparato de radio, mientras el buque estaba navegando. El comentario fue que la radio era cosa de brujos. Los mensajes que oímos eran en castellano, aparentemente entre Almería y Ceuta. Los ingenieros militares de radio españoles estaban en aquella época bien adelantados; el experimento que escuché me pareció perfecto en cuanto a claridad de tono y modulación. No he logrado averiguar si esa radiotelefonía era por el sistema de válvulas, hasta entonces todavía casi desconocido, o si empleaba la modulación de la chispa, como lo habían anteriormente ensayado entre Roma y Trípoli, o si el sistema era modulando un arco Poulsen. En ninguna revista o libro de radio he hallado referencia a estos felices ensayos ibéricos de radiotelefonía a mediados del año de 1919, cuando tal posibilidad era todavía ignorada en el campo técnico europeo. El receptor que yo usaba era con detector de cristal (galena carborundum) y auriculares, sin amplificador de ninguna clase; la longitud de onda escuchada era la de 600 metros. Supongo que si nadie mencionó estos experimentos en radiofonía ello se debió quizás a que eran de origen hispano, en lugar que británico, o americano, y por consiguiente, en lugar del bombo y la propaganda a los cuatro vientos, solamente tuvo la presión silenciadora del trust de la Marconi inglesa. Creo mi deber dejar constancia en estas notas, de que fuí testigo del experimento, aunque no sé quién lo hizo, salvo que hablaba español, y la estación transmisora parecía ser cerca de Almería o de Cartagena. En el original de estas memorias, adjunto un “pase”, con fotografía, expedido por la policía de Clydebank; en los diferentes sellos y visas con las fechas, se desprende cuales fueron exactamente los días de mi llegada y salidas de Inglaterra; datos que solamente ahora encuentro en mi archivo y que por eso no pude consultar antes. Ellos son: Clydebank 9 febrero, 1918 18 febrero, 1918 (Viaje No. 5) Glasgow 29 abril, 1918 3 mayo, 1918 (Viaje No. 6) Clydebank 4 mayo, 1918 22 mayo, 1918 (Viaje No. 6) Clydebank 27 agosto, 1918 21 septiembre, 1918 (Viaje No. 7) Glasgow 16 febrero, 1919 7 marzo, 1919 (Viaje No. 8)
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Clydebank
12 marzo, 1919 25 marzo, 1919 (Viaje No. 8) Glasgow 5 mayo, 1919 20 mayo, 1919 (Viaje No. 9) Clydebank 22 mayo, 1919 28 mayo, 1919 (Viaje No. 9) Llegados a Génova, nuevamente como primera cosa fui a la Marconi a repetir mi solicitud de que se me trasladara a otro barco. Alguien me hizo observar que la culpa de que se me mantuviera tanto tiempo en el mismo buque, era directamente mía, por cuanto que las relaciones del comando en cada viaje no decían otra cosa sino que yo era elemento disciplinado, inteligente, activo, deseado a bordo; y por lo tanto se rogaba a la Marconi no trasladarme a otra parte. Como norma general, la permanencia de un marconista sobre un mismo barco no se prolongaba más de seis meses; en cambio, mi estadía en el Cogne tenía ya dos años; y parecía que tendría que quedarme allí mucho tiempo más. Mi descontento no se debía a que no gozara de buen trato por parte del comando del Cogne, o de buena armonía con todos los oficiales; por el contrario, gozaba yo allí de todas las consideraciones, y máximos derechos, también por cuanto que era uno de los más antiguos tripulantes en ese buque. Pero, a pesar de tan buen trato, continuando sobre el Cogne yo me perjudicaba, ya sea porque allí no percibía el sueldo elevado a que tenía derecho de acuerdo con mi puesto en el escalafón de carrera administrativa de la Marconi, ya sea porque mientras estuviere allí embarcado, haciendo siempre la misma línea de Inglaterra no realizaba mi ideal de conocer la mayor parte del mundo. Ahora bien: si la causa directa de mi invariable destino sobre el Cogne era mi conducta excesivamente buena hasta el punto de que el comando presionara a cada viaje a fin de que no se me reemplazara con otro colega, era evidente que el remedio estaba también directamente en mis manos, y consistía en volverme indisciplinado, malo. Ya en meses anteriores había yo hecho tal reflexión, pero no me había atrevido a poner en práctica el cambio de conducta; temía que ello perjudicaría mi carrera. Sin embargo; casi sin darme cuenta, principié a volverme altanero a bordo, al tiempo que mi interior descontento me estaba haciendo perder el cariño de la profesión, y a la Marconi que no me cumplía las promesas. Bajo tal estado de ánimo, como para distraerme, me dediqué de cuerpo entero a las diversiones; duran-
Licencia internacional de radiotelegrafista de primera
te la estadía del barco en los puertos, nunca me quedaba a bordo, sino que transcurría hasta el último momento en tierra, en teatro, o en las playas, buscando placeres mundanos. Los oficiales del Cogne me envidiaban, y a penas toleraban mi exceso de libertad. Decía pues, que tan pronto llegado a Génova volví a solicitar de la Marconi el desembarco y traslado; habiéndome el inspector Rollandini contestado que mi exigencia era inútil, me fui a desahogar mi descontento entre los pabellones de la playa del Lido d’Albaro. El Lido, está situado a pocos kilómetros de distancia desde Génova, lado oriental del golfo; es un lugar encantador por las bellezas naturales y panorámicas allí concentradas entre playas, escollos, jardines, palmeras, olivos, naranjos, lujosas villas en que residen los armadores de barcos y patricios de la Liguria. El punto central de reunión para los elementos sociales pudientes era el kursaal, entre cuyos pabellones podían encontrarse diferentes pasatiempos: espectáculos de vaudeville, café chantant, playa y
CADETE DE MARINA - Capítulo 19 Viaje N0. 9
175
baños de mar, excursiones sentimentales en grutas marinas durante la baja marea, regatas de veleros y en yolas, salas de baile, matches de boxeo, salas para patinar, etc. Estábamos en la época de verano, cuando mayor era la afluencia de público. Especialmente durante los primeros días de haber llegado del viaje el dinero abundaba. Entre ese ambiente iba poco a poco olvidando mis raíces y modales de campesino. Transcurridos algunos días, estando quizás ya hastiado de las diversiones, o porque principiara a escasearme el dinero, resolví ir a bordo por la tarde para tomar allí la comida. Estando en pleno mes de junio, hacía fuerte calor; la escena que encontré cuando subí al Cogne, que estaba descargando carbón, entre humo y negro polvo en todas partes, me parecieron un infierno dantesco, en comparación con las refrescantes brisas y palmeras del paradisíaco Lido de donde acababa de llegar. Con una mueca de disgusto por todo ese polvo de carbón, saludé a los oficiales; cuando, en contestación a sus preguntas dije que había estado todo ese tiempo en el Lido, vi en los ojos de aquellos un relámpago de celo. Sonó la campana anunciando la comida; con ellos fui a sentarme en el comedor. Ya dije que eran las cinco de la tarde; el sol todavía recalentaba con sus rayos la masa metálica del barco, al tiempo que el aire parecía irrespirable debido al polvo negro que flotaba en el ambiente. Era preciso mantener las puertas y los hublets (ventanillas) cerradas para evitar que entrara más polvo; esto, a pesar de la alta temperatura interior. El comedor carecía de ventiladores; tampoco era costumbre en ese barco servir hielo, a pesar de que ya en más de una ocasión nos habíamos quejado al comando. Este nos contestaba que la compañía tenía que pensar en ahorros y no en refrescarnos el alma a nosotros. Qué calor hacía en ese comedor! Sirvieron el primer plato, precisamente un hirviente consommé. Después de alguna cucharada me di cuenta de que tardaría mucho en terminarlo, pues mientras por un lado tomaba el caldo, por otro lado este volvía al mismo plato bajo forma de copioso sudor que colaba de mis mejillas. Qué hacer? Murmurando la frase: –con permiso–, me quité el saco, volví a sentarme a la mesa, estando ahora en mangas de camisa aunque con cuello y corbata. Aquella tarde, mi amigo Carissimo quien estaba de turno como director de la mesa, tenía quizás el estómago embarazado, o estaría de mal humor, pues no le gustó que me hubiera quitado el saco. Me ob-
176
servó que este gesto no era propio de un oficial; que ofendía a los demás comensales. Yo estaba probablemente de malas pulgas; en lugar de tomar la cosa en chiste, lo volví serio, contestándole que tampoco era decoroso obligar a un oficial a que sudara dentro del plato; que si la compañía del barco no instalaba un ventilador eléctrico y no suministraba hielo para la mesa, próximamente me vería obligado a ir al comedor en calzoncillos. Siendo nieto del director de la compañía Ansaldo, Carissimo quiso tomar la defensa del tío y del armador, al tiempo en que insistía en su argumento de la falta de decoro, y ofensa que yo había hecho al estado mayor, con ese acto de quitarme el saco. Trató de vestirse de autoridad, ordenándome salir de ese comedor; pero como quiera que yo me sentía viejo de a bordo, y nos tuteábamos, en lugar de hacer caso a sus amonestaciones respecto de la disciplina, me puse a tomarle el pelo, contestándole que no fuera “moscardino”, que se fuera al diablo con sus tonterías de etiqueta, pues tanto ésta como el respectivo decoro tenían que principiar con el confort y comodidades que la Ansaldo nos negaba. Terminada la comida, hallándonos todos calientes en alma y en cuerpo, y peleados, salí del barco sin saludar a nadie, con lo cual nuevamente infringí la disciplina de la buena educación, y desafié la voluntad de mis amigos del comedor. Al día siguiente recibí una llamada del comandante Zona quien, estando rodeado del estado mayor principió a regañarme, agregando que si yo insistía en mis puntos de vista, se vería él obligado a quejarse a la Marconi por mi inusitada mala conducta. Le contesté: –Señor comandante, reitero mis declaraciones y reclamos expresados anoche en cuanto que la próxima vez iré al comedor en calzoncillos si no nos ponen ventilador y hielo, pues pretendo no dejarme cocinar mientras esta avara compañía no mejore los servicios en los camarotes; en lo tocante a su amenaza de quejarse a la Marconi: usted sabe que hace dos años estoy en este barco y no veo la hora de ser trasladado a otro, de manera que si su queja a la Marconi tiene el poder de conseguirme el traslado, yo le declaró a usted aquí en presencia de su estado mayor, que de la misma manera que siempre le he respetado a usted como era mi deber y como usted se lo merece, en adelante le perderé ese respeto si usted no manda ya su queja a la Marconi!–. Era un desafío en plena regla. Cumplido ese acto… de valor civil… me retiré fieramente, aunque en mi íntimo temblequeando, pensando en cuáles serían las
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
consecuencias de mi actitud. Quién sabe qué castigo me impondría la Marconi, si de veras Zona formulara la queja, respaldada por todo su estado mayor! Sin embargo, si tratarán de quitarme el empleo, yo contaba disponer de suficientes razones para buscar el apoyo de la Garibaldi y mediante los abogados de ésta, sentar la tesis de que mi indisciplina había sido provocada por las excesivas economías y el mal trato social de la compañía armadora. En aquella época, en toda Italia principiaban a manifestarse incidentes de carácter socialista–comunista; las tendencias del gobierno estaban más bien a favor de los trabajadores, no siendo por lo tanto improbable que la federación tomara interés en mi queja y me ganara el pleito. Por la tarde recibí orden de presentarme al inspectorado de la Marconi. Una vez allí, el secretario señor Izzi –con quien estaba yo tratando de amistarme según me lo había recomendado Severino– , me informó que había llegado una grave acusación del comandante Zona, redactada en los siguientes términos (ver el adjunto oficio original de la dirección Marconi de Roma, fechado 19 de junio 1919): “Censura – Hemos recibido de nuestro inspector señor Víllari la relación que el comandante del Cogne ha compilado a cargo de usted y de la cual transcribiremos el texto: Comunico a esa Dirección que la conducta del telegrafista señor Italo Amore principia a ser imposible. El irrespeta a los oficiales, y a mí mismo me contesta mal cuando le llamo al orden. Según él es natural quitarse el saco en la mesa. Ruego proveer con cortés premura. – Al imponerle a usted la censura, le invitamos a usar en sus relaciones con los oficiales y con el comando de a bordo la conducta y la deferencia que tiene que mantener quien revista el grado de oficial, y esto también de acuerdo con lo prescrito en el Coma C del Art.9 de nuestro reglamento. Firmado: por L Solari, Coridori”. Vaya! que escándalo! En lugar de enviar su reclamación por el conducto regular, al señor Rollandini de Génova; el bribón de Zona usó la malicia siciliana para dirigirse a su paisano el palermitano inspector Víllari, quien para servirle, a su turno despacho la relación por correo expreso a la Marconi de Roma, nada menos! De este modo, el gordo Víllari desconoció al mismo tiempo la autoridad de Rollandini quien estaría por lo tanto doblemente cargado en mi contra pues el regaño de Roma repercutía sobre él, molestándole. Norte contra sur! Me pareció que el comandante Zona no se había excedido en su queja pues cuanto decía en su carta
era en parte cierto, aunque no toda la verdad; y no había sido tan malo puesto que no solicitó que me castigaran o me botaran, sino únicamente a que se proveyera… Esta queja, después de dos años de estar yo sirviendo en ese barco y haber siempre recibido notas de elogios sobre mi conducta, tuvo que haberle parecido rara hasta a los directores de Roma; pero, cómo tomaría este caso el jefe de la oficina Marconi de Génova? El inspector Rollandini tenía fama de ser una fiera despiadada, un cínico que gozaba imponiendo severos castigos, haciendo sufrir a sus pobres colegas inferiores, los marconistas. Lo llamaban “el Cancerbero”. El secretario me anunció; fue invitado a entrar en la oficina del terrible inspector. Allí estaba el pequeño y flaco Rollandini sentado en su escritorio, mirándome con ojos que fulminaban, hablando en tono seco, imperioso, que no admitía razones. Con su acostumbrado tono entre satírico y regañón, me leyó el denuncio escrito por el comandante Zona, preguntándome luego que podía yo alegar en mi defensa. Con voz humilde y confundida contesté que la relación del comandante Zona era exacta, pero que mi indisciplina en el comedor había surgido como única forma de protesta contra las ridículas economías del armador, reforzada también por el hecho de que yo estaba cansado de servir en ese barco del cual nadie quería trasladarme porque ese mismo comando siempre había solicitado se me dejara destinado allí por ser yo muy disciplinado y hábil en mi trabajo. Los ojos de Rollandini volvieron a relampaguear; sin decir una palabra, con el gesto de la mano me indicó que saliera de su oficina y quedara en la antesala esperando órdenes. Volví a temblar en mi interior, pensando que este señor había tomado el asunto por el lado trágico; quién sabe qué castigo me impondría, Dios mío, qué hago si me expulsan! Después de 2 horas de espera, un ujier me invitó nuevamente a entrar en la oficina del inspector. Traté hacerme coraje para resistir con orgullo el castigo que supuse me dictarían ahora. Entré, me observó largo rato con cara severa, luego, siempre con ojos amenazantes, sin hablar, me entregó un sobre sellado, mientras con el dedo me indicó volver a salir. Hice una reverencia disciplinaria, como quien dice: – ya sé que usted me va a fusilar: obedezco!–. Tan pronto estuve en la antesala, nerviosamente abrí la carta para conocer cuál sería mi mala suerte. Pues bien: si hubiera ganado una gran lotería no me habría puesto tan feliz, como me sucedió al leer CADETE DE MARINA - Capítulo 19 Viaje N0. 9
177
esa hoja, cuyo texto era sencillamente una orden para embarcar, con sueldo triplicado, cual segundo marconista sobre el transatlántico Giuseppe Verdi. Este buque era en aquel entonces el más afamado de la marina italiana, por lujo y categoría. Junto con su mellizo el Dante Alighieri, formaban la pareja de mayor tamaño en tonelaje, que era de 15.000; su velocidad pasaba de los 16 nudos; podían llevar un total de 2.000 pasajeros, de los cuales 800 de clase. Solamente los superaba en lujo el Esperia, de la línea de Alexandria de Egipto; y el Principessa Mafalda de la línea de Buenos Aires; pero en cambio el Verdi y el Dante, que hacían la línea de Nueva York llevaban la primacía en cuanto a tamaño, condiciones de navegabilidad, ambiente señorial a bordo. Ambos pertenecían a la Sociedad Transatlántica Italiana y eran considerados como los dos barcos almirantes de la marina de pasajeros italiana, que todavía no habían recibido los nuevos barcos de la serie Conde (Conte Rozzo, Conte Verde, Conte Biancamano) que más tarde enriquecieron su dotación.
Esforzándome para esconder mi felicidad que estallaba, pregunté al secretario quien sería el primer marconista del Giuseppe Verdi. Me contestó que: el mismo Rollandini, quien embarcaría conmigo al día siguiente. No pude menos que pensar: ah, ese señor que me comía con los ojos de severidad! bribón; aquella expresión de Cancerbero era falsa, solamente tendría por objeto no dejar trapelar su íntimo buen humor. Porque Rollandini sí tenía que saber que mi embarque sobre el Verdi no era un castigo, sino un gran premio, inesperado, y hasta inmerecido! Además, si él mismo embarcaba allí como primer marconista, siendo inspector, y me había escogido a mí como ayudante suyo, esto significaba que me estimaba mucho! Y pensar que yo casi lo odiaba, por el temor que le tenía! Como engañan a veces las apariencias…! P.S.: adjunta también al original: libreta “Garibaldi”, en forro de tela con mis datos personales de embarque hasta el 10 octubre de 1919.
Italo a bordo del Giuseppe Verdi
178
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
20
VIAJE NO. 10 S/ S
GIUSEPPE VERDI
DE GÉNOVA A ESPAÑA, AZORES, NUEVA YORK Y REGRESO Salida:21 junio de 1.919 Regreso:30 julio de 1.919 Comandante:Zannoni 1º Oficial:Canepa, de Camogli 2º Oficial:Stagnaro, de Camogli 2º Oficial:Aste, de Camogli 3º Oficial:Dodero, de Génova 3º Oficial:Schiaffino, de Camogli Jefe Ingeniero:Acquarono, de Génova 1º Ingeniero:Novaro, de Camogli 2º Ingeniero:Bertolini 3º Ingeniero:Canevaro 1º Médico:Ammirati, de Bordighera 2º Médico:? 1º Comisario:Scarpáti, de Nápoli 2º Comisario:? 1º marconista:Inspector Rollandini, de Génova 2º marconista:Amore Cadetes varios
Y
a se iba acercando la noche; tenía que apresurarme para hacer numerosas diligencias pues el Verdi saldría dentro de las próximas 36 horas; me quedaba apenas el tiempo suficiente para desembarcar del Cogne; trasladar mis enseres sobre el Verdi; verme con el sastre para negociar un juego de uniformes nuevos, indispensables en este barco de lujo; y otros quehaceres varios.
Me dirigí rápidamente al Cogne, pensando qué cara haría el comandante Zona tan pronto supiera el resultado de su reclamo. Francamente, la noticia me daba pena por él, porque significaba un jaque mate que lo dejaría confundido frente de su estado mayor. Pensé en qué forma podría amortiguar el golpe de la –para ellos– chocante novedad; pero encontré que de usar cualquier piadosa mentirilla sería interpretada como CADETE DE MARINA - Capítulo 20 Viaje N0. 10
179
una tomadura de pelo tan pronto que se conociera la verdad; lo único factible era presentar los hechos en su sencilla realidad. Subí a bordo; busqué al comandante Zona; presentándome con cara compungida, apenas disimulando mi interior felicidad; le anuncié que tenía orden de desembarcar; le pedí el favor de hacerme liquidar rápidamente mi salario y devolverme mi libreta de navegación. –Yo no he pedido a la Marconi su desembarque– me dijo como lamentándolo, –ya ve usted, quiso hacerse el gracioso y ahora el chiste le sale costando caro; usted tiene la culpa–. Silenciosamente, le entregué la carta de la Marconi en la que me ordenaba mi desembarque del Cogne, y el memorándum de presentación para mí embarque, al comandante del Verdi, con sueldo triplicado. Al leerlos, no pudo contener un gesto de amarga sorpresa; resignadamente hizo cuanto le había solicitado y se despidió de mí, contrariado, deseándome buena suerte. Tan pronto que la tripulación supo que yo iba alistando maletas, la voz corrió entre los oficiales; se me acercaron indagando para conocer el epílogo del incidente de los días anteriores. En el momento que se enteraron y vieron la carta credencial de mi embarque sobre el Verdi, quedaron estupefactos, atontados por el golpe de fortuna que acababa de caerme encima. Entonces nos despedimos buenos amigos; aquellos tristes; yo feliz aunque apenado de dejarlos morticados. De todos ellos, inclusive el comandante Zona, guardo buen recuerdo puesto que –aparte del tonto litigio por la indisciplinada quitada del saco en el comedor– , eran buenas personas, y Zona, muy culto, moderno, hacía honor a la marina, aunque a su manera, palermitana. Desafortunadamente no tuvo suerte con las compañías armadoras, supe que más tarde tuvo que retirarse del mar. Así fue como por primera vez puse mis plantas sobre un paquebote trasatlántico; por cierto que uno de los más grandes y anhelados por mis colegas. Cuando con mis valijas en un bote llegué debajo de la escalera principal del Verdi y me anuncié cuál marconista que iba a embarcar, noté complacido que varios camareros se precipitaban a servirme. Y que lujo por esos corredores, camarotes y salones! Qué limpieza, que belleza de tapetes y de mobiliario; que candor de pinturas; cómo brillaban los pasamanos y demás partes de bronce! Mi camarote, situado en el puente más alto, cerca de la bitácora, de regular tamaño, poseía varios muebles elegantes, espejos, cortinas, todo de primera clase; y al lado, un amplio baño con agua caliente, aire
180
caliente para secar, blandas toallas y esponjosas batas para un príncipe; y en cuanto a la ropa de cama, supe que era costumbre de la compañía mudarla diariamente a pesar de ser toda de finísimo lino. Me sentí de un tris comparable con el Rey Víctor Manuel II, por el cuento de las sábanas, que en ese momento volvió a mi memoria. Cuando yo era muchacho, decían en Torre Pellice –desde luego exageradamente y en son de burla–, que los habitantes de un municipio piamontés cerca de Cuneo, eran tan sencillones que rayaban con la bobería, una noche en que habiendo estado de cacería en esa zona tenía el Rey que de paso pernoctar en ese pueblo, el alcalde llamó a cabildo abierto la población, invitándola cooperar para hacer una honrosa recepción al ilustre soberano. Como primera medida, habría que proceder a limpiar las calles, barrer todo lo sucio que estuviere a la vista. Los buenos montañeses se pusieron rápidamente a la obra, amontonando en el centro de la plaza toda la basura; hecho lo cual, surgió la pregunta: ¿y ahora, donde escondemos la inmundicia? Alguien insinuó: pues, cavemos un hoyo y la sepultamos bajo tierra. Terminado este trabajo, quedó sobrando la tierra que habían excavado; otro preguntó: ¿y ahora qué hacemos con este barro? Un tercero dijo: hagamos otro hoyo. Pero del hoyo socavando resultó otro montón de tierra por sepultar; así de pozo en pozo estaban alcanzando la periferia de la aldea cuando llegó el soberano quien al darse cuenta de la faena se rió de lo lindo por la simplicidad de sus parroquianos. Sin embargo el patriotismo de estos no paró allí pues a los pocos minutos de haberse acostado en la mejor posada existente en la plaza central, el monarca oyó que golpeaban a la puerta, a lo cual, contestó que entraran, al tiempo que en su mente se preguntaba si acaso aquellos funcionarios le traerían alguna sana campesina para hacerle compañía pues era notorio que le gustaban. Entró el alcalde, seguido por un par de concejales quienes marcialmente anunciaron: majestad, venimos a mudar las sábanas. El soberano pensó que esta gente quizás en su afán de recibirlo había olvidado poner ropa limpia en la cama; resignadamente se levantó, dejando que mudara la ropa. Volvió a acostarse; transcurrieron 10 minutos, cuando otra vez golpearon desde afuera. Quizás ahora sea la campesina, pensó el Rey; y ordenó la entrada; pero cuál sería su sorpresa al ver los mismos funcionarios de antes quienes con la misma seriedad informaron: majestad, venimos a mudarle las sábanas. –Pero, cuerpo de mil bombas– dijo el batallero jefe, –¿No las cambiaron ustedes hace un momento?–. “Si –contestaron los paisanos–, pero
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
tenemos entendido que a su majestad hay que mudárselas cada 10 minutos”. Según el cuento, el rey abandonó la posada oficial y cansado fue a buscar refugio en un establo sobre la pura paja. Pues bien: yo no estaba en este momento en Cuneo; sin embargo mudarían la ropa de fresco lino, todos los días. No estaría pues mejor que el mismo rey? Bajé al comedor, con el ánimo feliz como si estuviera viviendo un cuento de Las Mil y Una Noches. Fui presentado a los numerosos oficiales mientras iban entrando; observé las artísticas decoraciones del grandioso salón, el ambiente señorial en cada detalle, los numerosos cálices y copas sobre las mesas, con botellas de champaña, hoeurs d’ouvre finísimos, bandejas con postres monumentales. No creía pudiera haber algo mejor en el paraíso. Me hallaba en tales reflexiones, cuando de repente me sentí golpeado, bombardeado en la cabeza y en el cuerpo, desde varios lados; los proyectiles resultaron ser unos panitos redondos y blandos, de semolino (molletes) que cada oficial me dirigía desde su puesto de la mesa. Al agotarse la provisión de panes, y por lo tanto el bombardeo, fui invitado a sentarme, entrando en cordial relación con los presentes. El significado simbólico de la batalla con panes era el de que quien entrara en aquel recinto como comensal tendría derecho a la fraternidad con los demás y gozar con la abundancia de las cosas suculentas que allí se servían. Yo pensé que todo eso era muy agradable, pero no pude menos de observar con mudo asombro e íntimo reproche, cómo los camareros que recogían las varias docenas de finos panes, para echarlos a la basura, sirviendo en reemplazo nuevas tandas en las mesas. Me dio lástima aquel desperdicio. Como lo censuraría mamá, si lo viera! Tanto derroche de pan, además de ser un hecho contrario a la religión, me pareció un pecado por cuanto que se realizaba como un juego; sin embargo no tuve la fuerza y no consideré prudente enfrentarme a ese numeroso círculo de jóvenes y amables oficiales, 24 en total, incluyendo los cadetes. Al día siguiente, cuando embarcó mi jefe el inspector Rollandini, volvió a repetirse con él el rito del bombardeo de bienvenida y prosperidad, al que yo asistí divertido y riéndome pero sin tocar el pan, por sentimiento de respeto que le tenía a las mollejas, y a mi superior. Alguno de los oficiales ancianos se dio cuenta de mi actitud, y creyendo que la misma fuere debida a exceso de sumisión hacia mi jefe, llamó la atención de los demás, obligándome a que me uniera a ellos dirigiendo metralla contra Rollandini pues de
no hacerlo se habrían puesto todos a tirar contra mí, lo cual cumplí gustosamente, aunque evitando, claro está, hacerle blanco en la cara. Quién me hubiera dicho que iba a presentárseme la ocasión de impunemente lanzar algo contra el omnipotente señor que hacía dos años tenía prácticamente derecho de vida o muerte sobre mi persona, y quien además, se había demostrado tan bueno conmigo durante las últimas 48 horas! El cuadro del comedor con sus veinticuatro oficiales, elegantes, joviales y jóvenes de alma cuando no de cuerpo; sentados en una gran mesa en forma de herradura, entre flores y botellas, dando la espalda a coloridas pinturas alegóricas en las paredes, mientras en el centro del óvalo corrían de uno a otro lado los presurosos camareros y mayordomos en sus inmaculados smoking, satisfizo a mis sentimientos de orgullo cuando me convencí de que no se trataba de un sueño, sino de que realmente yo hacía parte de ese ambiente, con todos los derechos reglamentarios. Mentalmente comparé tal situación con la de hacía unos seis años atrás en Torre Pellice, cuando por falta de pan, y para conseguirlo para mí y mis hermanos, aunque no tan fino, tenía yo que servir en la fábrica en los trabajos más duros y más humildes, en la zapatería, en el aserradero, etc. No cabía pues duda de que yo había mejorado y estaba transformándome. El ideal de ser elegante y mimado oficial de marina, tal como lo había soñado; por el cual había tanto sufrido durante los dos últimos años especialmente durante la época del Maroncelli; al fin se estaba realizando! Por supuesto que, aquello de transformarme en elegante en el término de 24 horas, no era cosa barata ni sencilla. La elegancia no se obtiene únicamente mediante el porte natural –en caso no tenerlo–, sino llevando vestuario adecuado, en este caso, uniformes, que naturalmente son costosos cuando están hechos de fino paño cheviot y dorados adornos, con múltiples alamares de seda. Los uniformes que yo tenía del Cogne, no me servían aquí; con ellos habría desfigurado al lado de los que usaban mis colegas del Verdi. Además, yo tenía solamente los de paño azul, como para invierno; y ahora era preciso disponer de siquiera media docena de uniformes blancos, inclusive sombreros y zapatos, para la época en que estábamos. A pesar de la limpieza de este barco, un uniforme blanco tenía que ser mudado cada tercer día pues siempre alcanzaba a ensuciarse algo. Era pues indispensable que yo obtuviera en el plazo de 24 horas, puesto que el barco estaba por salir, un par de completos uniformes de CADETE DE MARINA - Capítulo 20 Viaje N0. 10
181
paño serge diagonal, un capote azul, media docena de uniformes de lino blanco, con sus respectivos accesorios y lencería, todo lo cual constaría un dineral. Iba a ganar un salario triplicado, pero –no hay rosas sin espinas–, la mitad de este nuevo salario quedaría absorbido por los meros gastos de vestuario! Fui donde el sastre Buttafava, especializado en uniformes para marconistas; mediante la promesa de que al regreso del viaje le pagaría cuanto quedaba debiéndole, obtuve todo lo necesario. Me encontré con Severino, pude estar un par de horas con él, comentando mi nueva situación. El también, había logrado destino en un paquebote, aunque no tan grande y lujoso como el mío, me hizo notar que el haber sido destinado a servir como segundo marconista al inspector Rollandini, podía constituir para mí un verdadero golpe de fortuna por cuanto que si lograba entrar en las buenas gracias de este señor quedaría asegurado mi porvenir en la compañía Marconi. Me indicó que la manera de agradarle, además de trabajar en la forma más eficiente posible cual su ayudante, consistía en mantenerme reservado con él, a pesar de la forzosa promiscuidad del ambiente, para demostrar que yo sabía no abusar del favor que se me había concedido, y guardar el debido respeto al superior. Que si acaso veía cosas raras, mi habilidad de subalterno tenía que consistir en observar cuanto podía pero, prudentemente callarme, haciéndome el que no veía y no sabía nada, para conservarme su confianza. Los aparatos de radio del Giuseppe Verdi eran de los más grandes conocidos en aquella época; el transmisor tenía 5 kw de potencia, del tipo de chispa entre electrodos rotativos; la chispa, de unas 2 pulgadas de grueso por varias de largo producía una nota de sonido metálico–estridente, tan penetrante que alcanzaba a ser oída en casi todo el barco. Durante la noche, la llamarada azul de esta chispa era visible a distancia, si se mantenía abierta la puerta de la estación. El relámpago y el estruendo de la chispa formaban pues un espectáculo impresionante, para quienes no estuviesen familiarizados con la electricidad, resultando una aureola como de hombres sabios o semi–endemoniados, para nosotros los marconistas. Cuando prendíamos el transmisor estando abierta la puerta de la estación, la gente formaba círculo a distancia, observando asombrada a los magos que mediante esos truenos de puntos y rayas se comunicaban por el éter a través de los mares. De noche, cuando todo el mundo dormía, y para despertar lo menos posible a los pasajeros de 1ª
182
clase manteníamos la puerta cerrada, nosotros mismos necesitábamos sangre fría para transmitir manteniéndonos dentro de esa atmósfera electrizada, de olor a ozono, alumbrado por los obcecantes relámpagos azules, ensordecidos por la vibrante nota musical de la chispa, y el ruido de los grandes motores que al mismo tiempo que convertían la corriente continua de la planta del barco, en alterna para alimentar los transformadores y producir la chispa, hacían revolucionar a gran velocidad la corona de 24 puntas de cobre que al pasar frente de dos electrodos fijos producían la chispa con tono musical. El receptor, era del modelo más moderno, pues en lugar del cristal hecho de galena o carborundum polarizados con unos cuatro voltios, usaba como detector una válvula Fleming, diodos de bajo vacío y fácil saturación interna, que era únicamente rectificadora, pero más sensible del cristal, y por lo tanto superior a este último en rendimiento. Está válvula o tubo, que en el punto de máxima sensitividad se ponía interiormente violácea por ionización entre filamento y placa, tenía casi la misma forma del tubo que más tarde el americano De Forest perfeccionó agregándole un tercer electrodo, la rejilla o grilla, inventando la amplificación y demás efectos que con la oscilación constituyeron posteriormente las bases del progreso de la ciencia e industria electrónica (Fleming fue inventor inglés). La estación, ubicada en el puente más alto o sea en el puente de las lanchas salvavidas, a mitad entre la segunda chimenea y el castillo de popa, comprendía cuatro locales o camarotes: el primero, el vestíbulo– antesala servía principalmente para mantener a distancia de los aparatos los curiosos visitantes, y formar una cámara de reserva de aire para cuando se mantenía cerrada la puerta principal del transmisor. El segundo cuarto, con paredes del triple de espesor para amortiguar la difusión del ruido de los motores y de la chispa, contenía todo el conjunto transmisor: el alternador, los transformadores de 30.000 voltios, condensadores en aceite, la rueda del chispeador, las jaulas de inductancia de sincronización y salida a la antena; el tercer cuarto, con escritorio al que normalmente tenía que sentarse el marconista contenían los tableros de control y manivelas de mando del transmisor, del arranque de los motores, los receptores, los relojes, el transmisorcito de emergencia y el cargador de batería acumuladora para el mismo. En el cuarto camarote, que era continuo pero con entrada por puerta separada desde el lado izquierdo del puen-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
te estaba la librería profesional, los archivos, los estantes repletos de formularios para telegramas y para liquidación de tarifas; se comunicaba con la sala receptora mediante una ventanilla a través de la cual el marconista, como en una oficina telegráfica, atendía al público, tripulantes, y en mayor cantidad los pasajeros, para la aceptación de telegramas, liquidación y cobro de las respectivas tarifas de porte. Para la entrega de mensajes recibidos por radio, servía un camarero, o un timonel, que se llamaba mediante timbre eléctrico, según que el destinatario fuere un pasajero, o el comando. Tomé posesión de la estación, ordené los enseres, hice que un marinero limpiara y brillara por todas partes a fin de que mi superior hallara perfecto orden y principiara a sentirse satisfecho con mis servicios. Observé, algo extrañado, que en el cuarto de archivo donde se suponía que tendría que entrar el público para entregarnos sus radiogramas o hacernos las preguntas relacionadas con el servicio, había una cama, cuya finalidad no supe explicarme; evidentemente no era para nosotros los marconistas, pues no cabía pensar que el comando nos pusiera allí una cama para que durmiéramos, en lugar que trabajar en el normal servicio durante las horas de guardia. Estando pues esta oficina ocupada con cama, en lugar de funcionar como sala de recibo; era obvio que los pasajeros tendrían que entrar a la estación por la puerta del transmisor, sin dejarse impresionar o asustar por los aparatos radioeléctricos; algo así como cuando en un avión volando, los pasajeros son admitidos en la cabina del piloto; no está por demás comentar que este contacto directo entre marconistas y pasajeros era generalmente bien aceptado por ambas partes. Siendo únicamente dos marconistas u operadores, tendríamos que hacer turnos de seis por seis, es decir: seis horas de guardia y seis de descanso, totalizando doce horas diarias de servicio, lo cual efectuábamos gustosamente porque habiendo ya entrado en vigencia la legislación de postguerra de ocho horas diarias de trabajo, las cuatro horas adicionales que nosotros hacíamos nos las pagaba la compañía como otro sueldo extra; de manera que mi salario que en el Cogne era de 175 liras mensuales, alcanzaría en el Giuseppe Verde unas 1.500 liras mensuales, suficientes para poder regularmente hacer ahorros y remesas a mamá, después de cubiertos los gastos personales y las famosas divisas (uniformes). Llegó el día de la salida: el lujoso transatlántico, brillantemente pintado a nuevo (ver la adjunta foto–cartuli-
na) con sus máquinas bajo presión, fue a arrimarse al muelle principal del puerto (molo dei Mille); la tripulación vistió sus uniformes de gala; se izaron al trinquete las banderas de pequeña empavesada; se bajaron hasta el piso del muelle las grandes escaleras de planchón; las sirenas, en el tope de las dos enormes chimeneas de color rojo con una estrella blanca –distintivo de la Compañía Transatlántica Italiana–, hicieron llegar hasta la ciudad su llamada señalando la partida. A través de los planchones principió el tráfico de público subiendo y bajando: pasajeros, parientes, visitantes, despedidas. Al mediodía en punto, con 800 pasajeros a bordo, salimos hacia Nápoles donde llegamos al despuntar el día siguiente. Que rapidez de marcha, la de este barco, con sus 16 millas horarias, en comparación con las ocho o doce millas a que yo estaba acostumbrado de los buques anteriores; que organización maravillosa la de esta tripulación cuyos hombres maniobran y trabajan casi automáticamente cada cual cumpliendo su cometido sin casi dejarse ver, silenciosamente, sin necesidad de órdenes; cómo se mantenía bien en el mar, el Giuseppe Verdi, deslizándose sobre las aguas sin el más mínimo movimiento de balanceo; con razón lo apodaban: la paloma navegante (por supuesto que a decir verdad, esto que yo encontraba tan estable, a diferencia de los fuerte columpios de los vapores de carga en que había viajado antes, siempre resultaba bastante inestable para la mayoría de los pasajeros de primer viaje, como para hacerlos marear…). Que panorama encantador, la bahía de Nápoles, entrando en el sol de la madrugada, entre islas, y flotas de botes pesqueros con sus velas hinchadas! Atracamos al muelle cerca del Castillo dell’Ovo; entre gran baraunda embarcamos otras 1.200 personas, copando así el cupo de 2.000 que era el máximo permitido para este barco. Las dos terceras partes de los pasajeros eran mujeres: hermanas, novias, esposas, madres de emigrados italianos, que a raíz de la terminación de la guerra lograban ahora viajar para ir a reunirse con sus parientes en Norte América. A la hora del comedor, el napolitano comisario Scarpáti, entre serio y malicioso comentó que aún teniendo en cuenta los 450 hombres de la tripulación y descontando los niños, siempre quedaban un par de mujeres para cada hombre de a bordo; terminó deseándoles fácil cacería y buen éxito a los colegas. A lo cual, añadió el primer oficial (comandante en segunda) cual instrucción y recomendación a los oficiales presentes: “señores, ustedes sabrán que la costumbre de ésta moderna compañía –al contrario de otras que prohiben cualquier trato o relación entre CADETE DE MARINA - Capítulo 20 Viaje N0. 10
183
tripulantes y pasajeros–, es invitar sus oficiales a desarrollar el máximo de cordialidad y contacto con los pasajeros a fin de que estos le tomen cariño al “Verdi” y cuando vuelvan a viajar, lo hagan en el mismo barco, y lo recomienden a sus parientes o amistades como el transatlántico en el cual se viaja mejor. Desde luego, esta sociabilidad o intimidad con los pasajeros, o pasajeras (los presentes interrumpieron la perorata dejando escapar una especie de gruñido), tiene que mantenerse dentro de los justos límites que no den origen a quejas o escándalos. Si alguien entre ustedes logra colocar picas en Flandes y sabe hacerlo de manera que la pasajera desembarque feliz a su puerto de llegada sin que nadie se dé cuenta y no ocurran incidentes, puede contar con mi tácita aprobación y una nota meritoria para la promoción al grado superior. Pero, al que se deje descubrir y dé motivo a dudas sobre la austera moralidad de este estado mayor (aquí se puso de pies, asumiendo en la cara y con el gesto del brazo una actitud enérgicamente amenazante), lo expulso inmediatamente de esta nave y le hago perder su carrera”. Volvió a tomar asiento, retransformó la expresión del rostro desde severa a sonriente, y dirigiéndose al médico sentado al otro extremo del salón, le preguntó en voz alta: – Doctor, usted qué dice de esa rubia, será adorable?–. Esta escena, nueva para mí y para la poca ingenuidad que aún me quedaba respecto del mundo social navegante, la absorbí con ojos y oídos abiertos de par en par, al mismo tiempo que tratando simular completa indiferencia, como los demás presentes. Caray! Con qué éstas son las instrucciones? Si no picamos no hay promoción, y si nos dejamos descubrir, nos botan! Me dirigí con la mirada a mi superior Rollandini como inquiriendo si él aprobaba tal línea de conducta en cuanto se relacionaba con mi persona, pero su cara de esfinge no contestó a mi punto de interrogación. Comprendí que mi jefe comulgaba con el segundo comandante aún cuando no se atrevía a confirmárselo a un joven recluta cual era yo en este ambiente. Sin embargo, el programa no me disgustó. Siquiera, aquí hablaban claro, y uno sabía a que atenerse. Mi turno de guardia principiaba a las dos de la mañana, hasta las ocho, hora en que Rollandini venía a reemplazarme. Bajaba a desayunar, luego me quedaba paseando por los puentes de primera clase, en compañía de otros oficiales, como para desentumecerme las piernas haciendo gimnasia o entablando charlas con pasajeros, hasta las diez, hora en que iba a almorzar. Termina-
184
do el almuerzo, volvía a la estación para dar el cambio al jefe quien bajaba a almorzar y hacia las once subía a tomar nuevamente su puesto, quedando yo libre hasta las dos de la tarde. A esta hora, a veces sin haber descansado una breve siesta, volvía a tomar turno hasta las ocho, salvo la media hora de interrupción para la comida a las cinco de la tarde. Terminado el turno de las ocho, quedaba libre para ir a dormir hasta las dos de la madrugada; pero con toda la bulla que hacían los 2.000 pasajeros a bordo, y la recomendación del comando, de que hubiera oficiales a toda hora repartidos entre los puentes, en los fumoirs, en la sala de juegos, en la de baile, en el cine, en la biblioteca, y también “inspeccionando” entre lanchas salvavidas y grúas, en la obscuridad nocturna, quién era capaz de ir a dormir? En compañía de los terceros oficiales, ya más antiguos y más ambientados, me quedaba viviendo y despierto, hasta las diez u once de la noche, cuando nos despedíamos saludándonos militarmente con la cara hipócritamente severa del segundo comandante, o la del primer médico cuyos mostachos puntiagudos despertaban miradas de admiración y simpatía entre las aspirantes a pacientes. ¡Que gente tan amable y tan nobles estos marinos –comentaban las señoras matronas de primera clase–, que quizás no sabían cuanta picardía estaba escondida bajo el disfraz del uniforme y la máscara del lobo marino! A las once de la noche iba a acostarme, con la cabeza hecha un volcán por las impresiones del día, cansado de buen humor, buena comida, buen trato y simpáticas aventuras en proyecto; solo me quedaban unas tres horas para descansar, pues a las dos de la mañana volvía a principiar mi turno de guardia. A veces, para no perder tiempo en desvestirme, me botaba sobre la litera con toda la vestidura! Hacia las 2 a.m. llegaba mi ordenanza, primero golpeaba ligeramente la puerta, luego –de acuerdo con las instrucciones–, me llamaba a viva voz, y finalmente agarrándome por un zapato me sacudía respetuosamente diciéndome: señor Amore, su turno de guardia! Me levantaba, lleno de sueño, me lavaba la cara con agua fría para despertarme, y de carrera iba a la estación a darle el cambio al jefe Rollandini, recibiendo sus instrucciones acerca del servicio, si lo encontraba en la estación. Rollandini acostumbraba dejar amontonar para mí el tráfico de los comunes mensajes del día, puesto que siendo inspector podía permitirse abandonar el puesto, ir a pasear o a jugar bridge, aún durante sus horas de guardia.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Quizás él sabía que para mí, joven principiante en la carrera, era un placer encontrar muchos radiogramas para recibir o para transmitir, prender el tronante transmisor para llamar o contestar a lejanas estaciones costaneras. Además era evidente que el jefe apreciaba o contaba con mi capacidad para desarrollar por mi cuenta todo el servicio y hacer honor a la categoría de barco radio–inspector durante las comunicaciones con estaciones de otras naves, o costaneras, de diferentes nacionalidades, a lo largo de la ruta. La única dificultad para mí, consistía en mantenerme despierto, solo como quedaba, entre los cuatro camarotes de la estación, sin caer dormido sobre el escritorio. Para lograrlo, a cada hora timbraba al camarero, pidiendo té o tinto, hasta las cuatro o cinco de la mañana; con las primeras luces del amanecer bajaba al buffet del salón de 1ª clase a rellenarme el estómago con todo género de pasteles, confituras, un ponche caliente con chartreuse u otro licor; me quedaba un ratico charlando con algún pasajero madrugador o con los trasnochadores que se habían quedado jugando póker; daba una vuelta de inspección paseando por los solitarios puentes o mirando por las ventanillas de los camarotes de 1ª si las ocupantes habían olvidado tirar las cortinas; y con los pulmones rellenos de la refrescante brisa matutina volvía a la estación, a trabajar, echar chispas, hasta las 8 de la mañana. Mis relaciones personales con el jefe Rollandini se desarrollaban dentro de la más estricta disciplina; las únicas palabras que nos cambiábamos eran una media docena de saludos diarios, y las instrucciones u órdenes de trabajo que me impartía de vez en cuando. Nunca me dio un regaño, y nunca tampoco se dejó escapar una frase amistosa o una sonrisa; sin embargo yo tenía conciencia de que estaba satisfecho con mi trabajo. Desde Nápoles fuimos a Almería en cuya rada paramos algunas horas para cargar un lote de barriles para Nueva York; se trataba de uva moscatela fresca, empacada entre aserrín de corcho para su conservación. De Almería seguimos sin parar en Gibraltar, hasta entrar en la bahía de Ponta Delgada, capital de la isla de San Miguel en el archipiélago de las Azores, en la mitad del océano. Hecha una breve escala “Fallando portugués” volvimos a navegar rumbo a Nueva York, la gran metrópolis que por vez primera me sería dado conocer. Un par de días antes de llegar principió a hacerse intenso el trabajo para nosotros los marconistas, ya fuera por el aumento en la cantidad de radiogramas, como por las órdenes relacionadas con
la posición y servicios del barco. Los radiogramas eran a razón de un millar diariamente, pues cada pasajero se veía en el caso de anunciar su llegada a los respectivos parientes o relacionados en los Estados Unidos, con más o menos el siguiente texto: –llegaremos X horas a la batería–; o los de tierra telegrafiaban a los emigrantes a bordo: –te esperamos en la batería–. La batería, en jerga neoyorquina y de nuestros pasajeros significaba la Battery Place o muelle donde acostumbraba amarrar el Verdi en Nueva York. Las entradas de caja, por concepto de las tarifas de los radiogramas, que pagaban los introductores de los mismos sumaban a varios miles de dólares diarios; por cada palabra había que calcular tres tarifas: la de la estación del barco, la de la estación costanera que recibía el mensaje, y la del porte terrestre hasta destino, que era variable según la distancia, es decir, según que el destino fuere en el propio estado de Nueva York, o Chicago, o Frisco (San Francisco). Me volví pronto experto en el manejo de las tarifas y el cambio de diferentes monedas: dólares, francos, libras, escudos, liras. Para no perder dinero en esas operaciones de cambio a los pasajeros, por los boletines de la radio nos enterábamos del curso diario de la bolsa de Nueva York; Rollandini dispuso que cobrara un 20% más sobre ese cambio que la mayoría de los pasajeros no conocía, para defendernos de eventuales fluctuaciones en alzas. Más tarde me di cuenta de que este sistema, además de previsor, dejaba utilidades, pues al final del viaje, con la acostumbrada cara de severidad y sin decir palabra, mi superior puso en mis manos el 50% del excedente de caja; otro aumento de salario, que no esperaba. La entrada en la bahía de Nueva York, remontando el río Hudson hasta llegar a la cuarentena fondeando cerca de la isla Ellis donde se desarrollaba el viacrusis de las visas de los inmigrantes, cerca de la estatua de La Libertad, no tiene nada especialmente interesante, salvo que por la frecuencia con que se cruzan barcos, ferries, transportes de todo género a diestra y siniestra, cualquiera se da cuenta de que está llegando a una gran urbe. La estatua de La Libertad, inmensa pirámide de piedra, montada sobre una pequeña isla, en cuya cúspide se halla el monumento que los franceses regalaron a la metrópolis, cuya antorcha sirve de noche como poderoso faro a distancia, es tan inmensa que en su cabeza está un mirador panorámico para visitantes. Desde este lugar en adelante, todo lo que se ve, sin constituir cuadros de belleza patética como las CADETE DE MARINA - Capítulo 20 Viaje N0. 10
185
bahías de Nápoles, Río Janeiro, etc., entra en la categoría de lo fantástico, grandioso en tamaño y proporciones; da una idea de lo americano, kolosal como dirían los alemanes. Porque es realmente colosal la vista de los rascacielos alineados en cantidad sin fin desde la punta de Battery, a lo largo de los muelles de Manhattan hasta Riverside, por el lado izquierdo; por la derecha, el tan mentado y enorme puente de Brooklyn que une la península de Manhattan con los barrios de Brooklyn y la isla de Long Island (otros puentes, el palacio de las Naciones Unidas, no existían aún en el año de 1919). Pitos, sirenas por todas partes, ferries que van y vienen; media docena de remolcadores se apoderan del G. Verdi; y soplando como toros furiosos lo arrastran a pesar de la corriente hasta incrustarlo contra el muelle donde millares de parientes, en mayoría napolitanos o sicilianos, gritan y hacen señales para hacerse reconocer de los que están a bordo. En pocas horas toda esa humanidad con sus baúles y maletas desaparece, dejándonos a los de abordo aturdidos de apretones de manos, saludos, agradecimientos y abrazos. Tengo naturalmente enorme deseo de bajar a tierra, para conocer la ciudad; pero Rollandini dispone lo contrario, ordenándome quedar a bordo la mayor parte del tiempo, ya sea para que yo espere y esté listo a recibir al inspector americano de radio cuando se presente para la visita reglamentaria de la estación y los documentos, ya sea para entregar a una u otra persona varios paquetes cuyo contenido ignoro. Muy a pesar mío, obedezco, porque sé que no puedo desobedecer a este superior. Los oficiales del Verdi, más viejos de edad y de navegar esta línea de Nueva York, inclusive Rollandini, parecen hallarse en esta ciudad como en su propia casa, a juzgar por la cantidad de amistades que tienen, italianas y americanas. Hasta se conocen y cordialmente se saludan por nombre con los policías, descargadores, autoridades portuarias. Oigo frecuentemente mencionar entre ellos el nombre de Tammany Hall; solamente más tarde comprendí que se trataba de partidos y roscas políticas, masonería, negocios y contrabando. En las horas que me concede Rollandini, realizo alguna tímida excursión por los “elevated” y los subways, al jardín zoológico del Bronx, al Central Park, al Luna Park de la playa de Coney Island, pero sin lograr fijar en mi memoria otras impresiones que el aturdimiento del tráfico, de los trenes subterráneos, Charing Cross, las luces, los ruidos, en un ambiente donde muchas personas tienen cara de ale-
186
gría y se saludan cordialmente como amigas de todos los días; y otras, como yo, miran a todas partes, como desconocidos, preocupados o asustados por el temor de perderse o no poderse entender entre ese barullo de gente de todas las razas y colores que todos andan de prisa. Transcurridos algunos días, salimos de regreso para Europa, nuevamente con cupo completo aunque con menor proporción de elemento femenino. Los camarotes de los demás oficiales están repletos de mercancías: medias de seda, perfumes y otros artículos que todavía escasean en Europa a raíz de la guerra. Alguien me solicita en préstamo los armarios de mi cabina, para allí almacenar cuanto no cabe en los suyos; gustosamente concedo. Continúo en mi política de muda observación, mientras tanto voy aprendiendo cosas que me abren los ojos, y a veces la envidia. Todo el mundo está haciendo contrabando y ganando plata por pila. Hasta este viaje de Rollandini parece haya tenido por objeto, bajo la aparente fórmula de una inspección de las radiocomunicaciones en el Atlántico Norte, realizar una complicada operación financiera, de matiz ilegal al tenor de la reglamentación bursátil. Solamente yo, todavía joven inexperto, sin íntimos amigos en este ambiente nuevo, vivo dentro de la mayor inocencia, ajeno de las maquinaciones que se están llevando a cabo entre los principales componentes del estado mayor. Estos por lo mismo que me ven ingenuo, no se atreven a ponerme al corriente de sus planes, dejan que el tiempo y la observación me abran poco a poco el camino. La maniobra de los paquetes de Rollandini, en la cual parece que yo fui cómplice sin saberlo, consistía en lo siguiente: en aquella época, habiendo recientemente terminado la guerra, los Estados Unidos había abierto la cuota de inmigración, el tráfico de italianos que venían a establecerse en Norteamérica estaba en pleno auge. Eran en mayoría trabajadores manuales, de escasa cultura. Para remensar dinero a sus parientes en Italia, no sabían usar el sistema de enviar cheques bancarios; preferían remitir el dinero en billetes, dentro de cartas con valor asegurado. Aún quienes hubieran sabido ir a un banco en Nueva York y obtener el cheque en liras para Italia, se abstenían de este procedimiento, por temor de que sus parientes, ignorantes campesinos del sur de Italia no serían capaces de cobrar tales cheques sin dejarse estafar en el cambio. Por consiguiente, preferían en sus cartas remitir billetes en moneda italiana, de 10 hasta 100 liras cada uno. Estos mismos militantes que habían llegado a Nueva York en la época en que un
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
dólar era denominado todavía “escudo” (no confundir con el escudo portugués) equivalía a cinco liras italianas, no habían aún aprendido que debido a los gastos de guerra la lira se había desvalorizado en el cambio, se necesitaban casi diez liras para obtener un dólar al cambio oficial. Pero ellos continuaban candorosamente dando un dólar por cada billete de cinco liras que recibieran, y que destinaban para remesar a Italia. Es claro que quien hiciera la operación de traer desde Italia los billetes de cinco liras, cambiándolos entre los inmigrantes en América a razón de cinco liras por cada dólar haría una utilidad de casi 100%; y si lograba repetir la operación a una velocidad de varias veces por año, se volvería millonario en poco tiempo. Los bancos no tenían posibilidad de hacer ellos mismos tal operación de cambio, o de controlarla, pues la exportación de la moneda en billetes desde Italia había sido prohibida por el gobierno italiano (qué tontería!); por consiguiente, sólo quienes tuvieran la audacia y la posibilidad de exportar de contrabando tales billetes, podían efectuar el ilegal y fantástico negocio, a costas de los pobres y pendejos emigrados… Es muy raro el marino que no llegue con el tiempo a tener vocación contrabandista; en aquel tiempo, todos los que podían hacerlo, lo eran. En el caso que estoy escribiendo, la principal dificultad consistía en disponer del capital líquido necesario para adquirir grandes lotes de billetes de liras, antes de salir de Italia. Según pude entender, en la época de ese mi primer viaje en el Verdi, existía una organización entre los oficiales y capitanes de barcos, agentes particulares de bolsa y hombres de negocio, dedicados a esta actividad que lograba desarrollarse con el necesario secreto gracias a que la mayoría de quienes intervenían eran miembros logias masónicas o sectas por el estilo, en Italia, y de la Tammany Hall, en Nueva York. Parece que durante este viaje el Verdi llevó más de un millón de liras en billetes, a Nueva York (cien a doscientos mil dólares según el cambio), contenidos en pequeños paquetes escondidos en los camarotes de varios oficiales inclusive mi jefe Rollandini. Este dinero no era propiedad particular, sino que había sido obtenido en préstamo entre personas de confianza, especialmente en cajeros de las compañías de navegación, con el entendido telegráfico en dólares para un banco en Nueva York; las ganancias serían luego repartidas entre quienes participaban en la operación. Los misteriosos paquetes contenían pues los susodichos billetes, que había que sacar de a bordo en forma sigilosa, con personas de confianza para que no
hicieran robos, para remitirlos a los emisarios de agentes privados de cambio en Nueva York, todos italianos, en mayoría del sur de Italia, quienes mantenían relaciones políticas y de negocios entre los barrios poblados por inmigrantes, y efectuaban entre ellos el cambio de liras a dólares. Como ya dije, estos dólares eran remesados inmediatamente a Génova mediante giro telegráfico bancario, allí eran cobrados en liras, a razón de diez liras cada dólar; en quince o veinte días era posible casi doblar el capital. Repartiendo entre los varios interesados que intervenían, sacaban por lo menos un 10% cada uno. Los inversionistas buscaban entonces otro barco que estuviera saliendo para Nueva York, con el fin de repetir la operación. El viaje de Rollandini, bajo el rótulo de “inspección extraordinaria de la ruta del Atlántico Norte acerca del tráfico radio”, habría pues tenido como verdadera finalidad el envío de una alta suma de dinero cuyos propietarios no se atrevían a consignar a otros individuos que no fueran de su total y absoluta confianza, lo cual hizo necesaria la movilización de tan importante emisario. Sin lugar a dudas esta clase de maniobras solamente podía ser organizada entre altos elementos directivos bancarios, sociedades de navegación, y la oficina Marconi de Génova. Conocimiento de estos particulares explica también el excepcional ambiente de cordial compañerismo, maneras señoriales entre los componentes del estado mayor del G. Verdi quienes, supongo, aún siendo grandes caballeros, tenían que pertenecer en su mayor parte a alguna asociación o secta secreta. (No entro aquí a calificar hasta donde quienes realicen este género de operaciones clandestinas, de contrabando, consideradas ilegales, pueden seguir siendo denominados caballeros. Quizás haya en esto graduaciones de relatividad; quizás en la práctica ellos tengan derecho a ser considerados caballeros mientras no se demuestre lo contrario… Librarse del complejo de obedecer ciegamente a las leyes curiosas o a veces equivocadas no es cosa fácil para un campesino como yo, educado en el temor de Dios; yo nunca supe ganar un centavo que no fuere legítimo y a la luz del sol, por eso me he quedado paupérrimo! Quizás, de haber permanecido largo tiempo en el Verdi, me habría “civilizado” quitándome de encima el caparazón de legalismo, como veremos más adelante, las circunstancias me fueron adversas, pero a la larga me favorecieron, trasladándome a otros continentes; casi todos estos protagonistas murieron luego jóvenes, en las luchas entre fascismo y comunismo o CADETE DE MARINA - Capítulo 20 Viaje N0. 10
187
durante la guerra mundial de los años 40; yo estoy todavía viviendo, y contento con mi familia a pesar de la relativa pobreza económica…). Nada importante de reseñar, durante el viaje de regreso desde Nueva York a Génova. Embarcamos otro cupo completo de pasajeros, en mayoría turistas que iban a pasar en Europa las vacaciones de verano. A bordo, el mismo barullo: fiestas, baile, amistades, dentro de la aparente disciplina y rectitud de la tripulación. Solamente media y cuenta otro incidente, que disipó otra dosis de mi fuerte ingenuidad. Una tarde, estando de servicio en la estación, mientras navegábamos a la altura de las islas Azores, al norte de Corvo, sentí unos gemidos raros, procedentes del cuarto para archivo y recibo de telegramas. Desde el principio del viaje, Rollandini había manifestado oposición contra el uso de ese camarote como oficina de recibo para los pasajeros; había ordenado que estuviese siempre cerrado; los pasajeros que deseasen enviar marconigramas tenían que entrar directamente en la oficina donde trabajábamos nosotros. Yo creía, o creía saber que en el cuarto contiguo provisto de una cama, no había sino el archivo, y que su puerta de entrada desde el puente estaba cerrada. Me había parecido algo raro, pero nunca se me había ocurrido investigar. ¿A qué atribuir los chillidos que acababa de oír? A los pocos minutos, los mismos volvieron a repetirse. ¿Habrá ratones en la biblioteca? Pensé. No pude contenerme, y recordando que entre mi oficina y ese camarote había una ventanilla de madera, cerrada, rápidamente la abrí para ver qué ocurría al otro lado. ¡Tableau! El capitán Canepa estaba allí abrazando una pasajera. Los tres, nos miramos un instante sorprendidos, hasta que dándome cuenta de la complicación que podía surgir, volví a cerrar rápidamente la ventanilla y me alejé de ese rincón. Aquel camarote donde se había escondido el segundo comandante, pertenecía al lote de la estación
188
de radio; por consiguiente cuando más tarde vino Rollandini a darme el cambio para tomar su turno de guardia, creí necesario informarle de lo ocurrido. Sin aflojar un instante la expresión de su severidad facial, Rollandini me contestó: usted tiene que saber que ese camarote es el “kissing room”; yo he permitido que la llave de esa puerta quede siempre colgada cerca del espejo en el comedor de oficiales, a disposición de quien la necesite. Claro está que quien la use debe saber hacerlo dentro del máximo sigilo, y nosotros por nuestra parte tenemos que saber ser sordos. Por esta vez le ha ganado usted un round al primer oficial, pero tenga cuidado en no dársela por entendido pues, podría costarle caro. En boca cerrada, no entran moscas… Desde entonces, cuando bajaba al comedor, mis ojos curiosamente se dirigían hacia el rincón del espejo, donde estaba colgada la famosa llave. A veces no estaba… Llegados a Génova, Rollandini desembarcó, para volver a ocupar su puesto de director de la oficina de Génova. Con pocas palabras se despidió de mí, significándome que estaba satisfecho de mis servicios cual segundo marconista en tan importante barco, y que por lo tanto me dejaría continuar en el mismo puesto. En su lugar, embarcaría otro inspector, de apellido Franchi (Ferruccio). Me sentí feliz de la noticia respecto de la prosecución de mi carrera en el Verdi; cobré varios millares de liras entre sueldo y horas extras, más otra suma que me regaló Rollandini, que supuse sería una pequeña comisión o porcentaje sobre las ganancias derivantes del movimiento de los misteriosos paquetes. Pagué al sastre Buttafava lo que le debía por las divisas, y quedé con bastante dinero para enviar a mamá, además de hacer otros gastos en renovación de mi hasta entonces exiguo vestuario.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
21
VIAJE NO. 11 S/S ETNA
DE GÉNOVA A NEWPORT NEWS (NORFOLK) Y REGRESO Salida: 13 agosto de 1.919 Regreso: 7 octubre de 1.919 Comandante:Gulí 1º Oficial:Cima 2º Oficial:Gulí 3º Oficial:? Jefe Ingeniero:? 1º Ingeniero:? 2º Ingeniero:? 3º Ingeniero:?
E
l Verdi quedaría en el puerto unos diez días, volviendo a salir de Génova para Nueva York el 9 de agosto. Diariamente yo iba por la tarde a la reunión del personal en la oficina Marconi, gustoso al ver cómo me envidiaban mis colegas, de que yo fuere el afortunado mortal embarcado en el Giuseppe Verdi, y que además había servido de segundo, al dificilísimo inspector Rollandini. Me preguntaban cómo me había ido con ese jefe; yo contestaba sencillamente que bien. Entonces todos opinaban que yo había tenido una suerte loca, y que mi porvenir en la Compañía Marconi estaba asegurado. Me sentía transformado de repente en persona importante; para continuar siéndolo, callaba cuanto había visto durante el viaje, para no traicionar las intimidades del jefe. Noté que hasta los ancianos marconistas quienes por la categoría de su puesto en la compañía y los muchos años que tenían de nave-
gación, apenas se dignaban contestar al saludo de los jovencitos como yo, me dirigían ahora la palabra con amable sonrisa, concediéndome trató jovial como si yo hubiere pertenecido a su círculo. Evidentemente, ser el segundo marconista del Verdi era título que despertaba la admiración y respeto aún entre los viejos jefes de la marina. A los pocos días, embarcó mi nuevo jefe, Ferruccio Franchi, quien después de manifestar que ya conocía mis buenas calidades por otras referencias y por las recomendaciones que a mi respecto le había hecho su colega Rollandini, me prometió que me trataría tal como un padre a su hijo pero dejándome completa libertad en mis asuntos personales; que los dos estaríamos felices. Como inspector, Franchi tenía tanta fama cuanto Rollandini, aunque de índole totalmente diferente a la del primero, siendo persona de carácter raro, casi estrafalario. Se le consideraba medio sabio y medio
CADETE DE MARINA - Capítulo 21 Viaje N0. 11
189
chiflado, tímido e ingenuo como un bebé, receloso, reservado, capaz de volverse energúmeno por cualquier incidente baladí. Había sido durante varios años ayudante de Guillermo Marconi durante los primeros experimentos en Inglaterra; debido a esto, aunque oriundo del puerto líguro de Savona, se parecía más y obraba como un ciudadano inglés, salvo cuando perdía la brújula. Era alto y flaco de cuerpo, sin bigotes, de pelo largo y despeinado como un astrónomo, vestía decentemente pero raro, como una persona descuidada, y hasta en el caminado representaba al típico oficial de marina inglés, cuyo idioma hablaba a la perfección, y que se propuso enseñarme durante el viaje. Estaba yo apenas principiando a conocer este señor, y faltaban tres días para la salida del Verdi, cuando me llamaron de urgencia a la oficina de la Marconi: Rollandini necesitaba hablarme. ¿Qué será? –pensé–, ¿Alguna emisión de confianza o algún paquetico secreto para llevar a Nueva York? Nos saludamos; con su acostumbrada severidad de hombre de pocas palabras, me dijo que lamentaba mucho tener que pedirme que desembarcara ipso facto del Verdi puesto que tenía órdenes de Roma, para que mi reemplazo fuera un viejo marconista de apellido Panza quien por motivos personales necesitaba salir inmediatamente para Nueva York acompañando a su esposa. Traté de protestar, pero no había remedio. Panza era un colega quien por antigüedad tenía derecho de prelación sobre mí, y además había que cumplir las órdenes irrevocables de Roma que, quién sabe cuáles altas influencias las habían causado. Antes de resignarme, le hice presente a Rollandini como este mi desembarque repentino después de un solo viaje en el Verdi podría ser interpretado por todos los colegas como un castigo porque demostré carecer de capacidad o conocimientos para ocupar aquel puesto, cuando él, se había mostrado satisfecho con mis servicios. Me contestó: le doy mi palabra de que tanto yo, como Franchi, lo consideramos a usted el mejor de nuestros ayudantes y deseamos que usted siga en el Verdi. Pero tenemos de cumplir los mandatos superiores de Roma. Sin embargo, para darle a usted una compensación me comprometo a destinarlo a usted nuevamente sobre el Verdi tan pronto que este regrese del viaje que ahora emprende. Como quiera que yo le miraba entre incrédulo y desolado, volvió a darme su palabra de honor. Le agradecí, y resignado, procedí a las diligencias de
190
desembarque. Sabiendo que el Verdi estaría de regreso en 45 días, me destinó a un buque que estaría nuevamente en Génova para la misma época. Para tal efecto, entre las naves que estaban disponibles en el puerto escogió al “Piamonte”, que saldría dentro de las próximas 48 horas con destino a Anversa (Amberes, Antwerp), Bélgica. ¡Con cuánta tristeza fui a hacer las maletas y abandonar el lujoso Giuseppe Verdi! En la vida, nos adaptamos rápidamente a los cambios cuando son ventajosos; pero nos ocurre lo contrario cuando la variación implica retroceso o desventaja. ¡Qué mala suerte; maldito mi colega Panza! (barriga) pensaba yo. Dentro de tal estado de ánimo, como si hubiera recibido un duro castigo, procedí a embarcar sobre el Piamonte. Este era viejísimo y pequeño vapor, perteneciente a la sociedad Sicilia, destinado al transporte de carga pues debido al mal estado de sus planchas y del casco, ya el seguro no le permitía transportar pasajeros. Era el mismo barco que llamándose anteriormente Po, me había llevado, junto con mi mamá y hermanos, de regreso desde Reggio Calabria a Torre Pellice. Su comandante, de apellido Billante, así como su estado mayor eran casi todos oriundos sicilianos, buena gente que me recibió con respeto y consideraciones al saber que yo procedía nada menos que del gran trasatlántico Giuseppe Verdi. Todos pesaron que yo era un personaje caído recientemente en desgracia. A pesar de todo, me agradaba salir para el puerto de Anversa, que aún no conocía, respecto del cual circulaban entre los ambientes marinos variadas leyendas de sabor picaresco. Refiriéndose a las aventuras que habían vivido allá durante el viaje anterior, de los oficiales del Piamonte me explicaban el por qué del conocido refrán: “Anversa, traversata persa” (travesía perdida) cuyo significado era el de que en aquella ciudad las tripulaciones que gastaban todos sus haberes, en las múltiples diversiones que la ciudad y sus habitantes ofrecían a los marinos. Que las mujeres, de costumbres no consideradas inmorales, subían fácilmente a bordo en búsqueda de alegría y amistades, al estilo inglés, pero con sangre latina; y con la misma facilidad hacían entrar a los marineros en sus casas, sin que ello implicara complicación con sus familiares. Que en la ciudad había muchas diversiones, especialmente nocturnas, en café chantants, vaudevilles, parques y jardines, siendo dondequiera abundante y fácil el elemento femenino, tanto que al salir los barcos de aquel puerto, desde los mozos
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
hasta sus capitanes resultaban empobrecidos, cargados de deudas, a tal punto que algunos hasta vendían sus vestidos para poder pagar atrayentes diversiones que se encontraban allí como en ninguna otra parte del mundo (es decir, que dejaban hasta la camisa…). Yo tenía aún en mi poder bastante dinero residuo del alto salario percibido en el Verdi; para consolarme de la mala suerte me proponía darle curso en el anunciado ambiente de Las Mil y una Noche del puerto belga de Anversa. (Supongo que estas costumbres de relajación social en Amberes, en aquella época, fueren consecuencia de la guerra, durante la cual el territorio belga fue ocupado y maltratado por los alemanes en los años de 1914–1918; algo parecido a la desmoralización que sucedió en Italia, Alemania, Francia, después del año 1944 cuando a raíz de la ocupación por los ejércitos aliados y negros de los USA, los blancos europeos vendían su honor por un cigarrillo o un trozo de pan; época horrorosa descrita en el romance “La piel”). Ya estando para salir el Piamonte, llegó improvisadamente una orden de la Federación Marinera (Garibaldi) para que la tripulación participara en una huelga general de la flota mercante, que acababa de estallar en Génova; los ingenieros apagaron las calderas, quedando aplazada indefinidamente la salida. La orden de huelga fue atendida en forma disciplinada, sin incidentes. La Garibaldi, de cuya existencia he dejado ya nota en el viaje noveno; desde el día del armisticio y desmovilización militar había logrado numerosos éxitos en sus campañas de estilo socialista, tendientes a mejorar las condiciones de trabajo y de salario de la marinería italiana; como resultado de ellas, todos los marineros, inclusive los oficiales y capitanes, se habían federado, obedeciendo ciegamente las órdenes y dirección del activo capitán Giulietti. Este, mediante las cuotas que a cada fin de viaje religiosamente pagábamos los federados (de oficio, los capitanes nos las descontaban del sueldo, enviándolas a la Garibaldi) había ya logrado reunir algunos millones de liras; se proponía formar un capital de 60 millones de liras mediante el cual compraría una docena de buques de los cuales seríamos propietarios accionistas los federados tripulantes. El propósito de organizar esta nueva compañía naviera era el de hacer competencia a los barcos de los armadores y compañías particulares, ofreciendo mejores sueldos y condiciones en los de la Garibaldi, para obligar a los otros a hacer otro tanto; por último, las cuotas perso-
nales pagadas a la Garibaldi y transformadas en acciones nominativas de la nueva compañía naviera, serían retirables y amortizadas al marino propietario cuando se jubilara, lo cuál sería una valiosa fuente de ahorros para acrecentar su pensión. (Era evidente la potencia insuperable del “viribus unitis” –la unión hace la fuerza–, del cooperativismo, que puede ser, cuando era con total y recíproca buena fe, tan rápidamente constructora, como la guerra es destructora. Desafortunadamente, la humanidad olvida pronto el idealismo; el cooperativismo decae, se corrompe, volviendo al personalismo. Desde luego yo sabía ya por experiencia, que los planes de capitalización y pensiones a treinta años vistas son quimeras que se esfuman cuando llegue la época del pago en gran escala, o antes de que llegue, la desvalorización de la moneda, o cualquiera guerra, desbaratan todo. Las ilusiones de la Federación Garibaldi quedaron destruidas pocos años más tarde cuando el fascismo se apoderó de la boyante empresa).
Guitarrista
CADETE DE MARINA - Capítulo 21 Viaje N0. 11
191
Con esas perspectivas de mejoras y capitalización, los componentes de la marina mercante italiana obedecíamos y adorábamos como a un superhombre a nuestro dios el capitán Giulietti, el único que se había interesado en mejorar la suerte de la clase marinera, obligando a las compañías armadoras a transformar las condiciones de vida de los tripulantes, desde las antiguas costumbres que sabían de veleros piratas y de galeras, a las más modernas correspondientes a los buques accionados por hélices. A raíz de la ola de socialismo e incipiente comunismo que estaba invadiendo a Europa, las relaciones entre patronos y trabajadores, como consecuencia de la guerra que acababa de terminar, y ecos de la revolución rusa cuyo estallido estaba todavía en pleno furor, el momento era favorable para los movimientos sindicales dirigidos por Giulietti cuya fuerza consistía en que durante esta primera etapa de lucha había evidentemente muchos yerros por enmendar, y la demagogia política no era aún tan fuerte como el idealismo. A punta de huelgas pacíficas, que terminaban siempre victoriosamente para los trabajadores, nuestros salarios venían siendo aumentados a cada viaje, así como mejoradas las condiciones de confort y alimentación al que teníamos derecho durante la vida de a bordo, especialmente en los buques de carga. Por lo pronto, la nueva huelga que acababa de paralizar los barcos italianos que se hallaban en el puerto, tenía la finalidad de obtener que los sueldos nos fueren pagados no más en liras papel, sino en liras oro, es decir: en moneda papel pero con el aumento correspondiente al porcentaje diferencia de cambio entre papel y oro; todo esto, con efecto retrospectivo a principiar la desde el año 1917! (Siempre es difícil saberse detener en el punto justo, de equilibrio entre los dos extremos; a la larga, las exageraciones en las reinvidicaciones de una u otra parte hacen que la justicia se vuelva y justicia y entonces el conflicto – como la proverbial pita templada–, se revienta…). La tesis de Giulietti era la de que durante la guerra los armadores de barcos mercantes habían ganado sumas fabulosas con el seguro de los buques hundidos o cobrando sus fletes en oro (o libras esterlinas para el caso daba lo mismo), al tiempo que debido a la devaluación de la lira italiana, los tripulantes pagados en moneda papel habían sufrido prácticamente una reducción de sus sueldos a la mitad. Sostenía además Giulietti (y esto era evidente) que los tripulantes italianos pagados en moneda papel, soporta-
192
ban además fuertes pérdidas por cuestiones de cambio en los gastos que hiciere durante su estadía en puertos extranjeros en donde la moneda no había sido desvalorizada (dólar, libra, peso, florín, rupia, tálero, piastras egipcias, etc.) colocando a los italianos en condición de inferioridad en comparación con los tripulantes de las marinas de otras banderas, cuyos salarios eran pagados en libras o en dólares. De allí, su petición a los armadores italianos en el sentido de que se estableciera un sobre–sueldo denominado “indemnización sueldos–oro”, con efecto retroactivo sobre los salarios pagados desde 1917 en adelante. Haciendo la cuenta de cuánto sería lo que tendríamos que recibir por la retroactividad de casi tres años, resultaban sumas casi fabulosas, que superaban las decenas de miles de libras –en cuanto a mí se refería–, y que tendrían que serme pagadas dentro del plazo de un año a más tardar, si todas las empresas armadoras accedían a lo solicitado por la Garibaldi. Ese plazo tan largo, era necesario debido a la complicada operación de contabilidad resultante del efecto retroactivo, siendo varias decenas de miles los marinos interesados, cada cual habiendo durante ese lapso de tres años servido en diferentes entidades o patronos. A las 24 horas de haberse declarado la huelga, las principales compañías armadoras de barcos de pasajeros transatlánticos tales como la del Verdi, la Navigazione Generale Italiana, el Llóyd Sabáudo y otras; presionadas también por el gobierno, accedieron a la indemnización–pago de todos los sueldos oro, tal como pedido por la Garibaldi; por consiguiente sus naves pudieron salir inmediatamente, sin sufrir mayor demora en sus itinerarios. No ocurrió lo mismo con el Piamonte cuya sociedad Sicilia, en unión con alguna otra compañía de menor importancia se negaba aceptar la retroactividad. Mientras tanto, el Piamonte seguía amarrado al muelle, con los fuegos de las calderas apagados; sus tripulantes descansando, sin nada que hacer. Estábamos en el mes de agosto; mucho calor; y siendo la época de los baños, gran vida en la playa, volví a dedicarme a los placeres del balneario del Lido d’Albáro, pasando del día entre las olas, nadando, remando, haciendo regatas a vela; la noche en teatro o moulin rouges, en compañía del colega La Rocca, Daró y otros jóvenes despreocupados. Severino estaba de viaje. El dinero me sobraba; la perspectiva de las 12.000 liras que tendría que recibír durante el año por el sueldo retroactivo me
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
hacía sentir rico y capaz al mismo tiempo de abastecer profusamente a mi familia. Sin embargo, me daba cuenta de que mientras más perdurará la huelga y la demora del Piamonte en salir para Bélgica, más difícilmente lograría este barco regresa a Génova en tiempo oportuno para poder yo volver a embarcar sobre el Verdi, según la promesa del jefe Rollandini. Así pues, a los pocos días creí el caso de ira a exponer esa situación a mi superior, aún cuando yo mismo no veía un fácil remedio. El Verdi ya había salido para Nueva York; estaría de regreso a Génova mucho antes que el Piamonte volviera de Anversa, tanto más que la huelga continuaba y no había indicio de pronto arreglo. Rollandini escuchó mi explicación, y después de reflexionar, me contestó que si yo quería, estaría él dispuesto a ordenar inmediatamente mi traslado a otra nave, el Etna, que estaba saliendo para América, estaba todavía desprovista de marconista, y cuyo regreso a Génova según el itinerario, coincidiría con la llegadaVerdi a esta misma ciudad. Contesté agradeciéndole y aceptando la oferta, a pesar de que el Etna era simplemente un barco de carga; pues la perspectiva de volver al Verdi atormentaba mis sueños, como los españoles a la conquista de El dorado. Dicho y hecho, armé maletas, me despedí de los tripulantes del Piamonte encargándoles divertirse por mi cuenta con las belgas de Anversa, cuya ciudad no tuve la ocasión de conocer; me dirigí al Etna, perteneciente a la Navigazione Generale, que iba a salir para Newport News, un puerto en la bahía de Norfolk Virginia. El Etna era un carguero construido durante la época bélica del año 1917 según los dictados de la técnica marítima para la guerra submarina cuya construcción difería de la de los barcos de la época pacífica, principalmente en los siguientes detalles: en lugar de ser redonda o encorvada, la popa era recta hasta el timón, con el fin de facilitar el camuflaje que despistaría al eventual periscopio acerca de la dirección del barco en marcha. En lugar de los dos mástiles acostumbrados, llevaba uno solo, poco alto, en el centro de la nave, exclusivamente para sostener la antena de la radio; sus dimensiones reducidas tenían por objeto hacerlo menos visible a distancia. En lugar de la clásica chimenea vertical, que hacía falta, el humo de las calderas y de la cocina iban a un tubo que corría sobre la cubierta horizontalmente hasta la popa donde descargaba en el mar a la altura del timón. De este modo el humo se elevaba verticalmente; su dirección
de elevación en el aire no servía ya de indicación correcta al submarino respecto al rumbo del barco. Para no dificultar la combustión en las calderas, en reemplazo del tiraje de la chimenea vertical que como hemos visto había sido suprimida, se usaba el sistema de tiraje forzado mediante ventiladores adicionales. En cuanto a sus estructuras y obras exteriores, el cobre, el bronce, todo lo que fuere adorno no indispensable había sido completamente suprimido, por economía, o reemplazado con hierro. Las bodegas estaban divididas en múltiples compartimentos estancos para facilitar que el casco continuara flotando aún en caso de parcial invasión por las aguas, por torpedeamiento u explosión. Respecto a la forma de la popa, era sabido que siendo recta, se privaba al casco de cierta característica de navegabilidad en caso de mal tiempo, pero este inconveniente había sido considerado de menor importancia para la navegación en tiempos de guerra; se estimaba que si el barco lograba efectuar una docena de viajes en total antes de ser hundido, el alto rendimiento de los fletes permitía que el costo de la nueva nave fuere pagado en tan breve término. Es decir: estaba construido como para un año de vida; si después de ese plazo continuaba flotando, todo era pura ganancia. Por lo demás: su tamaño de 9.000 toneladas, y otras características internas de construcción hacían de este casco una nave con bastante buena dotación de comodidades para la vida de a bordo si la compañía armadora era, como en este caso, de manga ancha. El dibujo de construcción de este tipo de barco era conocido como de la serie de las naves denominadas con el prefijo “War” (War Lion, Chief, etc.). La tripulación estaba compuesta en su mayoría por elementos palermitanos o sicilianos, entre quienes pude profundizar el aprendizaje del respectivo dialecto, ya iniciado en el vapor Piamonte. Gente muy buena, de sentimientos caballerescos al estilo español (resabios de la dominación borbónica durante el Reino de las dos Sicilias), bastante modernos en sus costumbres y gracias a que eran procedentes de los buques de pasajeros de la misma compañía Navigazione Generale italiana, conservaban los modales y pretensiones de los transatlánticos, que yo había adquirido durante mi breve estancia en el Verdi. Por consiguiente, el ambiente era de mi gusto, facilitándome buena armonía y comprensión con el personal, además de que me interesaba el idioma y la psicología íntima del comandante Gulí y su estado mayor siciliano, tan diferentes en dialéctica y en puntos CADETE DE MARINA - Capítulo 21 Viaje N0. 11
193
de vista, al estilo lígure–genovés al que yo había estado acostumbrado hasta ahora. Por ejemplo, en lugar del clásico buenos días de la marina del norte, aquí imperaba como saludo al superior, la frase “baciámo o máni” (beso a usted las manos); las relaciones jerárquicas entre inferior y superior se mantenían más por el antiguo sistema de que el anciano (papá o superior) es quien dicta las normas de vida y de trabajo a los jóvenes (subalternos) según la ética china, es decir, más por el respeto que impone la ancianidad con su experiencia, que no el moderno sistema occidental según el cual el viejo a la basura, la “giovinezza” a la cabeza. Durante la travesía, que se efectuó sin incidentes merced al buen tiempo reinante, calculaba yo diariamente la distancia que nos separaba del Verdi; interesado, como un apostador de carreras, en que mi caballo, el Etna, desarrollara la mayor velocidad posible. El Verdi, mas galopador, hallándose ya a unas 600 millas adelante de nosotros, tomaba ventaja. Por la noche, durante las horas en que era más fácil la comunicación por radio a distancia escuchaba yo los mensajes de ese barco, mi barco –como pensaba yo– , puesto que mi corazón seguía allá; cuyas letras de llamadas IUV, con el tono peculiar de su transmisor de 5 kw, se irradiaban a través del océano imponiendo el respeto entre las estaciones costeras y de buques en esa zona. IUV, IUV, allá va el gran trasatlántico que adoro y del que quiero ser alma y cuerpo como si el estar aquí en el Etna fuere solamente una parte desdoblada. Y ensayaba, desde el Etna a llamar al IUV, pero inútilmente porque mi transmisor del Etna con solamente 1.5 kw de potencia, y con la antena de dimensiones reducidas y tan poco elevada no alcanzaba a cubrir la distancia que nos separaba. Sin embargo, me tenía confiado la esperanza de alcanzarle a tiempo para el regreso, pues mientras que el Verdi tendría que permanecer unos diez días en Nueva York antes de volver a zarpar, nosotros solamente quedaríamos tres días en Newport News, volviendo a salir inmediatamente para Génova; de manera que el Etna le cogería suficiente ventaja como para no volver a quedar rezagado antes de entrar en el Mediterráneo. Así fue efectivamente. En Newport News atracamos sin demora al muelle de carga de carbón, parecido al de Lambert Point de Norfolk; rápidamente el Etna fue engullendo su carga hasta sumergir el casco a la marca de flotación que prescriben las compañías de seguros, que difiere según que se trate de invierno
194
o de verano, o que el agua del lugar donde se está cargando sea dulce, o salada. Dicha marca, situada al centro del barco, pintada en blanco sobre el casco, se compone de un círculo con varias líneas horizontales y algunas letras mayúsculas que tienen un preciso significado. Si la época es de verano (S–summer) está permitido hundir el casco algunas pulgadas más respecto a la línea de flotación (W–Winter) para el invierno, pues se considera que en verano es más común el buen tiempo y por lo tanto se requieren menos condiciones de seguridad de navegabilidad y flotación. Asimismo, si el buque está cargando en agua de río, dulce, (R–river) se le permite hundirse unas cuantas pulgadas más, embarcar mayor carga, teniendo en cuenta que una vez que el casco vuelva a hallarse en agua marina (S–sea) que tiene mayor densidad que el agua dulce, emergerá sensiblemente hasta la marca de agua salada. Terminada la carga, el Etna soltó inmediatamente las amarras, iniciando el viaje de regreso, no sin que parte de la tripulación se quejara considerando inhumana tan corta estadía en el puerto después de quince días de viaje, no habiéndoles quedado tiempo – debido a los trabajos de a bordo–, para bajar a tierra a comprar el jabón y demás chucherías de costumbre para el viaje y para llevar a sus parientes de Italia. Yo, en cambio, estaba feliz de que el barco saliera así, sin demoras, pues así con toda probabilidad alcanzaríamos Génova antes de que el Verdi volviera a salir. Pronto mi felicidad comenzó a menguase pues, nos habíamos apenas alejado de la costa del Delaware cuando oí por radio las tronantes notas del IUV que acababa de salir de Nueva York. La ventaja que le llevábamos era insignificante; después de un par de días nos alcanzó, pasándonos muy de cerca aunque no a la vista. Yo le seguía constantemente por la radio, manteniéndome informado acerca de su posición del mediodía (los barcos suelen calcular su punto geográfico a las doce; hacia la 1:00 p.m. irradian su posición (TR) para información general). Cuando nos cruzó de cerca –a pesar de que estaba prohibido por el reglamento hacer conversaciones de carácter privado por la estación radio de a bordo–, quise ensayar una breve charla con el inspector Franchi, para informarle que desde el Etna estaba siguiéndole los pasos y esperaba llegar a Génova en tiempo para volver a embarcar sobre el Verdi. Esta información quería dársela a fin de que tanto él, como Rollandini, evitaran de nombrar otro 2º
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
marconista en el Verdi, segundo no fuera a suceder que a mi llegada me encontrara con el fait accompli de que algún colega me había ya cogido el puesto. Para despistar el control de otras estaciones que pudieran oírme y procurarme una censura, al llamar al IUV usaría el idioma inglés, que Franchi tanto conocía, identificando mi diciéndole: hr love (here love – aquí amore). Para evitar reprimendas, esperé el momento cuando IUV estaba más cerca de nosotros; usando el transmisor de emergencia cuyo alcance era reducido, le llamé invitándole a contestarme igualmente con su equipo de emergencia. En principio fracasé, porque el operador del Verdi, a pesar de que yo le indicara hr love, solamente se dignó contestarme con el código internacional de pragmática llamándome al orden, ordenándome abstenerme de charlas inútiles. Quedé muy chocado, pero por el ritmo de la transmisión del operador del IUV me di cuenta de que no era Franchi ni Panza. Entonces esperé las horas del turno siguiente, volví a ensayar, siempre con el transmisor de emergencia llamando pasito y brevemente al IUV diciéndole hr love. Esta vez tuve mejor suerte, Franchi contestó cordialmente, también con el de emergencia y usando inglés abreviado, asegurándome que yo le estaba haciendo falta allá y que todos los oficiales del Verdi me saludaban, esperando que volviera a embarcarme pronto con ellos tan pronto llegáramos a Génova. Le informe que el operador del turno anterior no había querido reconocer que el hr love era “aquí amore” y que me había dado una reprimenda; me contestó que no se trataba de Panza pues éste se había quedado en Nueva York con la señora; el comando se había visto obligado, para poder salir, cumpliendo con la reglamentación marítima, a embarcar en su reemplazo cual segundo marconista un americano de la RCA. Entonces comprendí por qué ese colega había insistido en desconocerme cuando le dije que: aquí amor… Poco a poco, el Verdi fue alejándose de nuestra zona, sus señales de radio debilitándose, muy a pesar mío, pues siempre me preguntaba: –lograré llegar a tiempo?–. El Etna seguía su marcha normal de 11 nudos horarios, contra los 16 del Verdi, que además haciendo la ruta del círculo marítimo, más al norte, hacía un camino más corto que el nuestro más al sur. El tiempo era muy bueno, el mar calmadísimo. Para facilitar una diversión a los tripulantes, el comandante Gulí les autorizó dedicarse a la pesca de los delfines, que solían presentarse en manadas en el mar comprendi-
do entre las islas Azores, y la costa de Portugal, el Mediterráneo, durante esta época de verano. Dicha pesca resultaba posible en el Etna, sin que tuviese que cambiar de rumbo y a pesar de su buen andar, debido a que estando con plena carga, el casco inmergido al máximo calado, su proa se elevaba solamente unos pocos pies sobre el nivel del mar, alrededor de 3 m. Las mejores horas para pescar eran por la mañana a la salida del sol, o por la tarde a la hora del ocaso, cuando las marsopas acostumbraban acercarse en manadas, corriendo y saltando delante de nuestra proa, como haciendo regatas con nuestro casco y divirtiéndose en hacer gala de su mayor velocidad. Los delfines de alta mar, en estado de pleno desarrollo alcanzan casi un par de metros de largo y entre 100 y 200 kg de peso. Son mamíferos, su carne, muy sanguínea, es poco paladable, aunque apreciada por los marinos que la preparan en forma de salamis, cortándola en tiras que exponen durante varios días al sol para secarla y para que vaya perdiendo el sabor a musgo. La carne así preparada, en dialecto genovés es denominada “musciámi”. La pesca se hacía usando el arpón, que requiere agilidad y experiencia en su manejo, del cual se hacía cargo el mejor lanzador entre los de la tripulación, generalmente un contramaestre, mientras que media docena de hombres quedaba a su disposición para colaborar en la faena. Yo consideraba un privilegio el que se me permitiera unirme a ellos, con todo mi entusiasmo juvenil y fuerza muscular. El arpón consiste en una vara de madera, de unos 5 pies de largo por 2 pulgadas de grueso; en una punta lleva una especie de tijera metálica, que una vez clavada en la carne del animal, se abre, en tal forma que no vuelve a poder salir. A este arpón va amarrada una gruesa soga que debe tener algún centenar de metros de longitud. El arponero se sitúa sobre la punta extrema de la proa, o si el mar está bien calmado, se baja hasta sentarse sobre una de las anclas que cuelgan del escobón. Debe ser buen equilibrista, o estar amarrado, para que con los movimientos de la nave, o en los momentos excitantes de la pesca no se caiga al mar. Sus ayudantes quedan encima de la proa, listos para soltar la soga, o para templarla, o tirarla hacia arriba con todas sus fuerzas y para recogerla rápidamente, según las órdenes del capataz. Mientras el barco sigue su marcha dando pequeños balanceos con los que su proa se levanta o se hunde en el mar levantanCADETE DE MARINA - Capítulo 21 Viaje N0. 11
195
do espumosos y blancos bigotes de agua, el arponero, con su vara fuertemente cogida por las dos manos, y sostenida en posición oblicuamente vertical, espera el instante apropiado para lanzarla, al propio tiempo que silba, dizque para atraer a los delfines que lo observan mientras corren y saltan cerca de la proa. (A veces, especialmente cuando hay ligera brisa y grandes manadas de delfines, estos mismos silban, cuando saltan afuera del agua. En aquella época, esto parecía misterioso, pero ahora con la electrónica se ha descubierto que hasta se hablan, v.g. se comunican entre sí mediante sonidos que emite en su garganta, de manera que esto de que silben no es ya cosa rara. Por lo demás, los delfines amaestrados desde algunos años para acá en los acuarios de Miami, Los Ángeles, etc. demuestran que estos peces son muy inteligentes). Los movimientos de natación y de salto de los delfines siendo irregularmente rítmicos, es fácil calcular el momento en que el animal que acaba de aparecer bajo la proa, se dispone a dar el salto afuera del agua y estará a la menor distancia del pescador. En ese instante, con toda su fuerza, el marinero lanza el arpón tratando de que vaya a penetrar en un costado del delfín. Si yerra el tiro, todos los delfines como por encanto desaparecen, pero a los pocos minutos vuelven a presentarse aunque más cautelosos; solamente se requiere calma y paciencia a fin de que vuelvan a tomar confianza y presentarse nuevamente en posición favorable para la pesca. Si el tiro dio en el blanco, la misma manada no se vuelve a presentar, pero entonces al cuarto de hora o media hora aparece otra manada y se reanuda el espectáculo. Cuando el tiro es acertado, el arponero ordena a los demás, que halen; de la rapidez en ejecutar esta maniobra, depende el que no se malogre la captura pues si el delfín logra hundirse y nadar, la fuerza de sus golpes de cola, junto con el peso mismo del animal, hacen que el arpón se suelte por laceración de las carnes, o que la vara se rompa donde no está detenida por la soga y el delfín se la lleve junto con el hierro enclavado en su cuerpo. Hay pues dos fases de las que depende el buen éxito de la pesca: primera, que el arponero conozca por experiencia la trayectoria según la cual los delfines suelen evolucionar, hacer sus piruetas afuera del agua, todos simultáneamente y al compás cual si
196
fueren un batallón militar pasando en revista –así como el torero conoce y prevé la manera como el astado embiste la muleta–; y sepa lanzar el arpón con fuerza y ángulo de dirección tal que el hierro penetre en la parte conveniente donde no logre salir de ella; la segunda fase: que los ayudantes halen la soga con tal vigor y velocidad que el cuerpo del delfín quede inmediatamente suspendido colgando afuera del agua donde sus golpes de cola en el aire carecen de fuerza para nadar y solamente golpeen contra de la dura lámina metálica del casco, al tiempo que el pobre animal gime con un tono que conmueve a los propios marinos porque parece exactamente un niño llorando. Entonces, los ayudantes hacen otro esfuerzo tirando la soga hasta subir el delfín al nivel de la cubierta donde con un navajazo le aplican el golpe final. En seguida lo descuartizan. Terminada esta faena, lavado el puente, de las manchas de sangre, para no resbalar en ellas; los tripulantes se preparan para otro arponazo, siendo posible a veces pescar hasta una docena de delfines en un día. Además de meterme como novicio ayudando en la pesca, con mi cámara fotográfica sacaba instantáneas, de las cuales conservó todavía alguna entre mis álbumes de recuerdos. Antes de que el Etna llegara al estrecho de Gibraltar, ya el Verdi había entrado en Génova. Cuando finalmente amarramos en este puerto, sólo faltaban tres días para que el Verdi, según su itinerario, volviera a zarpar para Nueva York. Tan pronto que el Etna atracó al muelle carbonero de Génova, me precipité de carrera a la oficina Marconi, entrando donde Rollandini para anunciarle: –Señor, aquí estoy, acabo de llegar, está todavía libre mi puesto en el Verdi?–. A lo cual, con su calma y frialdad acostumbrada, me contestó el jefe: –tal como se lo había prometido, a pesar de los asaltos de muchos de sus colegas y de los recomendados, he venido reservándole su puesto, aunque no habría logrado mantenérselo a usted si demora un día más en presentarse–. Inmediatamente me hizo entrega de las credenciales para desembarcar del Etna y embarcar en el Verdi. Salí agradecido y jubilante de esa oficina; Rollandini había cumplido su palabra de honor, mi ideal iba a realizarse nuevamente.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
22
VIAJE NO. 12 S/ S
GIUSEPPE VERDI
DE GÉNOVA A NUEVA YORK VÍA MARSELLA Y MÁLAGA. REGRESO VÍA NÁPOLES Salida:10 octubre 1.919 Regreso:26 noviembre de 1.919 Comandante:Aste Inspector Radio:Ferruccio Franchi 3º Ingeniero:Bergamini Los demás igual que el viaje anterior
E
sta vez, el Verdi estaba destinado a transportar algo diferente de lo acostumbrado. Estaba fletado por el gobierno de los EE.UU. para llevar a Nueva York, desde Francia, una parte del ejército norteamericano que regresaba a su patria después de la derrota de Alemania. La tarea no era nueva para algunos de los tripulantes del Verdi pues, ya durante los años de 1917 y 1918 este barco había efectuado varios viajes transportando tropas americanas desde Nueva York al puerto francés de Brest; salvo que en aquel entonces la faena era recia y complicada puesto que los submarinos alemanes acechaban los transportes de tropas para hundirlos. Ahora no se trataba de acciones bélicas; por el contrario: embarcar algunos millares de soldados enloquecidos por la victoria, por la felicidad del regreso a sus hogares y a la vida civil. Entramos en Marsella pasando cerca del islote donde se halla el chateau d’Ift, el famoso castillo mencionado en la historia del conde de Montecristo, de Dumás; hallamos los muelles brotando de tropas que nos es-
peraban para embarcar. Son cuatro mil pasajeros en total, entre soldados, oficiales, con su estado mayor, sección de cruz roja, una compañía de nurses y damas de la YWCA (Young Women Christian Association). Extraordinaria la bulla, el bochinche de estas 4.000 personas al subir a bordo en medio de gritos, abrazos, hurras y demás efusivas demostraciones de su alegre estado de ánimo. En pocas horas, no quedó a bordo una pulgada de espacio libre que no estuviera ocupado por militares; parecía una colmena; nuestra tripulación tuvo dificultad para moverse libremente entre los puentes para atender a las regulares maniobras de salida. Ya en alta mar, poco a poco fue imponiéndose el orden a bordo, distribuyendo las compañías por sectores entre proa y popa: los soldados en 3ª clase; los suboficiales en 2ª clase; los oficiales y damas en los camarotes de 1ª. Los tripulantes no tardaron en entablar relaciones con estos pasajeros, a pesar de la dificultad del idioma; en principio, por la curiosidad, luego por el interés que se despertó con el comercio CADETE DE MARINA - Capítulo 22 Viaje N0. 12
197
El Giuseppe Verdi
o intercambio de mercancías de propiedad personal. Observaron los nuestros, que estos soldados americanos llevaban sus mochilas bien repletas, pero no con municiones y zapatos de repuesto, como había sido de rigor entre la infantería europea, sino con latas de cigarrillos, chocolate, azúcar, mermeladas y glotonerías por el estilo. En un principio, los nuestros se pusieron entre ellos a criticar, burlándose de esta rara especie de guerreros que llevaban sus morrales repletos de dulces; se preguntaban como sería deliciosa la batalla disparando Camel; pero más tarde se avisparon; buena parte de ese cargamento de mermeladas y cigarrillos fue saliendo de las mochilas para ir a almacenarse en los camarotes de los tripulantes, deseosos de regalos a sus familias una vez de regreso al puerto de Génova. ¿Cómo fue posible la adquisición de esas mercancías? Sencillamente: de la misma manera que los italianos se comían con los ojos los sacos de los americanos, repletos de latas y paquetes de comestibles; los gringos ojeaban
198
en cambio, con evidente fruición, las botellas de vino que los marineros se engullían durante las comidas, en lugar que la simple agua que a ellos les tocaba. En realidad, fueron estos últimos quienes dieron principio al negocio de intercambio, ofreciendo billetes de a dólar por cada litro de vino, pues no se imaginaban que sus latas pudieran cotizarse a precio más alto, ni los marineros se atrevían a pedirles que se desprendieran de aquellas. Pero cuando a alguien se le ocurrió ofrecer un gran tarro de mermelada de naranja y constató que los marineros la recibieron casi rapándosela de las manos, a cambio de una botella de vino: el trueque se volvió general, y hasta los oficiales de a bordo nos pusimos a hipotecar nuestras raciones de alcohol de toda la travesía negociándolas a cambio de cajas de cigarros, cigarrillos y jams. Después de anclar un par de horas en el puerto de Málaga, para embarcar un cargamento de uvas y hacer más provisión de agua, seguimos por el estrecho de Gibraltar, rumbo de las islas Azores. Había continuamente mucha bulla, alegre alboroto entre los pasajeros; en cuanto a nosotros no hallábamos fácil mezclarnos con estos yanquis de idiomas y costumbres tan diferentes. Las misses de la YWCA en la 1ª clase, estaban copadas por los generales, coroneles y capitanes de su ejército; a pesar de su entusiasmo no lograban dar abasto atendiendo a todo el mundo, eso sí siempre cantando el “Over there” o la “Madelonne”. ¡Que machas, estas misses, y como se emborrachan ellas también, por la noche, tumbadas en el puente de 1ª clase, amontonadas entre los cuerpos de los oficiales, como los caimanes en las jaulas del jardín zoológico! Llegando a las Azores, entramos en el puerto de Ponta Delgada, para volver a hacer provisiones, pues 4.000 militares comen mucho. Con anticipación habíamos telegrafiado a la agencia para que alistara carne, agua, frutas y verduras en cantidad. Esta posesión portuguesa, que según parece constituye el eslabón septentrional del legendario continente de Atlántidas, ha quedado atrasada en progreso, comparada con los países europeos, pero en cambio se goza en ella un clima bien templado y calma casi patriarcal que quizás será explotada en el futuro cual deseable sitio de veraneo para los millonarios internacionales. Es rica en vegetación semi–tropical, tiene muchas fuentes de agua cristalina, hay magnífico pescado, las varias islas que componen su archipiélago forman una posición de gran valor estratégico, ya sea bajo el punto de vista marítimo, como el de la
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
futura navegación aérea, puesto que se hallan situadas casi en la mitad del océano Atlántico. Al día siguiente de haber salido de Ponta Delgada, los oficiales americanos organizaron entre ellos una gran fiesta, para conmemorar no recuerdo cual fecha histórica y patriótica. Entre otros oficiales, notamos un capitán de color negro, quien transcurre su tiempo a bordo casi solo, siempre separado de los demás. Frecuentemente me acerco para conversarle. Es de cuerpo atlético, bastante joven, fisionomía simpática, es cultísimo bajo todo punto de vista. Entre otras cosas, habla seis idiomas. Estaba en París prestando servicio cual oficial interprete entre los comandos franceses– anglo americanos y el comando alemán durante el armisticio. Ocupaba en el comando general de París una posición casi tan importante como la de los generales yanquis que llevamos a bordo. Esto, mientras duró la guerra. Ahora, con la firma de la paz europea está él volviendo a sufrir otra guerra, la del color. Ya sus colegas blancos del ejército yanqui han dejado de tratarlo, su situación entre ellos a bordo es crítica y desalentadora. Todos lo miran con desprecio, especialmente las vivaces misses de la YWCA; en el comedor lo dejan en una mesa separada, pues nadie quiere sentarse a la misma mesa con un oficial negro. Ya por la tarde, la fiesta del comando yanqui toma un caris patriótico con despliegue de banderas a rayas y estrellas, dedicatorias, canciones de guerra. El capitán negro cree entonces que la diferencia racial sea olvidada por el momento, puesto que él también estuvo en la guerra. Confiando en los grados de su uniforme, entra en el salón de 1ª clase, repleto de misses en sus divisas semi–masculinas y oficiales del estado mayor americano quienes se hallan brindando con champaña. Terminado el brindis, se inicia el baile, pero entonces alguna miss descubre al oficial negro, y pegando un grito al cielo por su intromisión en el ambiente hace que un coronel yanqui le ordene salir del salón. El negro se resiste, hay una discusión, los ánimos se acaloran, hasta que entre varios oficiales americanos logran a la fuerza sacarlo. Pero el negro es fuerte; enfurecido él también, herido en su orgullo de hombre, reingresa al salón armando una zambra endemoniada. Los camareros corren a avisarnos; hay peligro de que resulte una tremolina con disparos y heridos pues entre la tropa hay muchos soldados de color. Nuestro comandante interviene para establecer el orden, apoyado por un piquete de marinos. Oídas las razones de las dos partes en discordia, nuestro coman-
dante hace una breve arenga hablando en inglés, declarando que el barco es de nacionalidad italiana, bajo cuya bandera todos los parajeros de 1ª clase tienen derecho a quedarse en ese salón, cualquiera que sea su raza o color, y termina pidiendo al general jefe americano que colabore él en hacer respetar la ley italiana sobre el suelo italiano del cual ellos son ilustres pasajeros en calidad de huéspedes. El general accede, ordena que el capitán negro sea respetado, y que vuelva a reanudarse la velada. Entonces las misses de la YWCA, silenciosamente y en señal de protesta abandonan el salón, seguidas por la mayoría de los oficiales yanquis. La fiesta queda definitivamente interrumpida, pero ni el capitán negro, ni nuestro comandante ceden a las pretensiones de las hipócritas y puritanas misses. Vamos acercándonos a Nueva York; cerca de nosotros, aunque fuera de nuestro alcance visual, navega el transatlántico George Washington, que regresa de Francia llevando a bordo al presidente Woodrow Wilson y su corte de diplomáticos que fueron a París a dirigir las negociaciones de paz con Alemania. El s/s Washington tiene radiotelefonía, quizás sea la primera estación de este género instalada en aquella época; con frecuencia oímos desde el Verdi las conversaciones que Mr. Wilson y otros de sus acompañantes hacen desde alta mar con la Casa Blanca. Mi jefe, el inspector marconista Franchi, experto en idioma inglés, quien entendía hasta las íntimas alusiones de las charlas telefónicas, nos traducía los detalles de la situación y de las negociaciones diplomáticas que continuaban desarrollándose mediante los mensajes. Más tarde pude averiguar que el transmisor radiotelefónico del s/s George Washington era del moderno sistema de válvulas termoiónicas, y se comunicaba con una estación similar en la base naval de Arlington NAA. A la altura del bote faro de Nantucket nos cruzamos con el s/s Washington; por deferencia al presidente de los USA que lleva a bordo, se le cede el paso. Está todo empavesado con banderas; el Verdi también enarbola el gran pavés. Cerca de Coney Island, antes de embocar el Hudson, se nos acercan varios remolcadores y ferries con pasajeros, ellos también en traje de gala; nos rodean, nos acompañan, saludan, pitan las sirenas, ¿qué será? ¿fiesta? ¿por qué? El espectáculo atrae la atención de los 4.000 pasajeros cuya alma está que se desborda de alegría de hallarse ya a la vista de Nueva York, en cuyo puerto esperan encontrar parientes y buena recepción. CADETE DE MARINA - Capítulo 22 Viaje N0. 12
199
Cuando, más tarde pasamos al travieso de la isla Bedlos donde está montada la estatua de La Libertad, las 4.000 personas, para ver la estatua, corren todas hacia el lado izquierdo de la nave; este improviso traspaso de peso hacia un solo lado hace desbandar el Verdi, como si estuviera para dar la voltereta. Después de Ellis Island embocamos el río, vamos subiéndolo, teniendo a la izquierda la orilla y muelles de Jersey City; a la derecha los piers de Manhattan, con sus rascacielos embanderados. Atracamos al pier 56 de la calle 14 por la que se llega a la estación de Union Square. Nos invade una multitud de civiles con banderitas y flores, bandas de música, sirenas y pitos por todas partes, el dock está embanderado con arcos que llevan la palabra “Welcome”; en las calles vecinas vemos arcos similares. ¿A qué se debe todo esto? Es que acaba de regresar a la patria un regimiento de héroes americanos que estaban en el frente europeo. ¿De veras…?; nosotros no nos habíamos dado cuenta de que eran héroes, pues a juzgar por la endiabladas misses de la YWCA y por las grandes provisiones de Camel y mermeladas los hubiéramos creído más bien soldadidos de chocolate. Que suerte la de esta gente: hicieron un paseo a Europa y regresan cargados de gloria, su patria es muy rica y los colmarán de regalos y dinero; en cambio, los pobres infantes de Francia o Alemania o Italia que durante años mascaron el fango de las trincheras, al regresar a sus casas, solamente encuentran desolación, miseria, desprecio… porque ahora, a fines del año 1919, está principiando a estar de moda en Italia, debido a la propaganda comunista, burlarse de los soldados y los oficiales que regresan del frente a raíz de la desmovilización. Al fin, desembarcaron todos los soldados, con sus misses, músicos y banderas; la vida civil vuelve a preponderar a bordo del Verdi. ¿Qué hay de negocios? El cambio de los billetes de liras, por dólares, ya no está dando el resultado del viaje anterior; la plaza está inundada de billetes italianos, que por el momento no tienen más demanda. Conviene pues, como dicen los comerciantes, cambiar de renglón. Pregunto a los oficiales de a bordo y al mismo tiempo observo sus planes y maniobras. Están ahora dedicados al negocio de comprar mercancías americanas para importarlas a Italia de contrabando, especialmente medias de seda que tienen allá gran mercado y por su exiguo tamaño son fáciles de transportar a escondidas.
200
Me siento contagiado por la fiebre común, para ganar dinero extra, pero no dispongo de capital, ni de las relaciones amistosas necesarias. Además, la idea de contrabandear no me suena porque le tengo terror, pánico a las eventuales consecuencias. Para desembarcar las mercancías en Génova tendría que cargarlas escondidas sobre mi persona, pasando frente de las barreras de la aduana cuyos agentes a veces revisan a quienes salen de los muelles. Yo no soy capaz de hacerlo. Para otros, aquello es juego de niños porque tienen amistades entre los mismos agentes, o de antemano se ponen de acuerdo. Hablando en confianza de estas cosas con algún conocido llego a la conclusión de que me conviene tratar de hacer negocios lícitos, aunque ganando menos. Por ejemplo: llevar de América a Italia, únicamente muestras de mercancías, con las cuales gestionar para obtener en Génova pedidos para fabricantes americanos quienes harían luego el despacho por conducto regular, pagando la aduana. Me dedico entonces a visitar fábricas de vestidos para señora, zapatos, botas, impermeables –que se hacen a base de caucho–, de los cuales hay muy buena demanda en Italia y cuya tarifa aduanera no es elevada por cuanto que en Italia no se produce caucho; obtengo que alguna de estas fábricas me entregue, gratis, muestrarios completos. Estos son voluminosos, ocupan todo el espacio disponible en mi camarote. Hay varias docenas de zapatos de cuero, zapatones y botas altas de caucho, pero como quiera que se trata de muestras, no son pares completos, sino solamente la unidad izquierda de cada par. Por la noche, cuando me retiro en mi camarote, con orgullo admiro toda esa mercancía que se me ha entregado a base de pura confianza, sin cobrarme un centavo; estudio la calidad y precio de cada pieza; me propongo visitar los principales almacenes de Génova para conseguir pedidos y ganar comisiones sobre los mismos. Mi plan no es desembarcar aquellas muestras, sino mantenerlas a bordo, llevar hasta mi camarote los eventuales interesados, como si se tratara de una pequeña exposición comercial. Franchi está al corriente de mis proyectos y en virtud de que no infringen ninguna ley, me deja plena libertad de obrar. Salimos de Nueva York con cupo completo de pasajeros de clase, unos 2.000 en total incluyendo los de 3ª; entre quienes se destacan por su fama y su excéntrico modo de ser, el tenor napolitano Enrique Caruso. Ya en alta mar, vuelven a organizarse fiestas; Caruso es invitado por el comando a tomar de vez en
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
cuando sus comidas en el salón de los oficiales, donde sus ruidosas intervenciones mantienen el ambiente alegre y movido. Entre otras cosas, Caruso distribuye regalos a los presentes; a mí me toca como recuerdo suyo un bastón para paseo, con mango de plata. Dicen que se ha vuelto millonario y que en el teatro Metropolitan de Nueva York su presencia es suficiente para asegurar el éxito de la temporada. Que Nápoles se prepara para darle una acogida triunfal; mientras tanto recibimos a bordo para él un marconigrama del gobierno italiano que lo nombra “commendatore”. Este cargo honorífico le va a sentar muy bien, si juzgamos por la barriga que ha desarrollado… En Nápoles, desembarca en medio de entusiasmo popular, que recuerda en algo los “welcome” de los neoyorquinos a los soldados que regresaban de Marsella. Seguimos para Génova donde el Verdi llegará el día siguiente: 26 de noviembre, casualmente, el día de mi cumpleaños: 19 años. Pero ya estoy acostumbrado a no hacer caso de fiestas personales y bobadas como ésta del happy birthday, viviendo entre extraños, nadie conoce mis efemérides ni tiene interés en celebrármelas. Llegados a Génova, me propongo despachar mis asuntos personales más urgentes: correspondencia con mamá, ropa sucia a la lavandería, vestidos al sastre para reparar, visitar los amigos y la Marconi para ponerme al corriente de la situación en tierra acerca de la política, el comercio, escalafón de carrera en la compañía, la Garibaldi y el pago de los nuevos sobre–sueldos, para luego dedicarme a buscar clientes para la mercancía americana. Mi proyecto de llevar a bordo visitantes para que conozcan el muestrario, es aceptado por los oficiales de guardia del Verdi, ya sea por cortesía hacia el suscrito, ya sea porque estos visitantes van a servir, sin quererlo, para despistar a los agentes de aduana quienes acostumbran fijarse sólo en los visitantes de los barcos, y con frecuencia los requisan cuando bajan al muelle, sospechando que hayan subido a bordo para sacar mercancía de contrabando, tanto más si entre los visitantes hay elementos femeninos, como se supone que ocurrirá en mi caso. Es probable que mis clientes sean numerosos y vengan a bordo en grupo o familias de supuestos comerciantes, tanto más que una visita a bordo es generalmente acogida con agrado por los habitantes terrestres, y como quiera que estos no van a sacar nada de mi camarote, los aduaneros sufrirán un chasco, si se meten a revisarlos
Italo con el 3er Ingeniero Bergamini en el Giuseppe Verdi cuando salgan del Verdi; luego, mis colegas tendrán más facilidad para desembarcar sus medias de seda, especialmente durante las horas nocturnas. Hay noticias raras, desconcertantes, en la prensa de estos días: en varias ciudades italianas se están presentando violentos choques entre los afiliados al partido comunista y los secuaces de un nuevo partido que está organizando Mussolini, denominado fascista, cuyos miembros son en su mayoría estudiantes universitarios hijos de familias pudientes. Diariamente ocurren pequeñas guerrillas sangrientas entre los dos grupos. El comercio está asustado, teme una guerra civil. El dinero circula copiosamente en todas partes pero la lira se está desvalorizado en comparación con el dólar y la libra. Esto puede dificultar mis proyectos de vender mercancías americanas pues aumenta su costo al querer importarlas a Italia. Los navegantes continuamos cobrando sueldos elevados; la indemnización cambio–oro nos permite lleCADETE DE MARINA - Capítulo 22 Viaje N0. 12
201
var una vida diferente de la acostumbrada en el pasado. Entre otras cosas, presionadas por la Federación Garibaldi y por el gobierno, las compañías principian a pagarnos las indemnizaciones atrasadas, a medida que terminan las liquidaciones de las respectivas cuentas; la Marconi acaba de entregarme un cheque de 2.000 liras correspondiente a mi primer año de navegación sobre el Cogne. Estoy viendo el porvenir rosado, en cuanto a mí se refiere; voy a principiar a buscar clientes para llevar a bordo a ver mi muestrario. Siendo el tercer día después de haber llegado a Génova, Franchi me llama de urgencia a su camarote y me informa: la capitanía del puerto me está buscando en la Marconi para notificarme que tengo que ir a prestar servicio militar pues hace varias semanas que mi clase del año 1900 ha sido llamada bajo las armas. Existe al respecto una confusión por cuanto que en mi calidad de ex oficial militarizado durante la guerra, el tiempo de navegación en esa época bélica debiera contar como servicio militar y por consiguiente no debieran volver a llamarme bajo las armas. Este caso, que no interesa a mí solamente, sino también a muchos otros de la misma clase, que como yo fueron voluntarios navegantes durante la guerra, está siendo estudiado por la Garibaldi a fin de gestionar que el gobierno reconozca nuestro derecho y no nos moleste ahora con servicio militar. Sin embargo la capitanía esta despachando al cuartel a todos los individuos a quienes logre echarles mano. Que lo más práctico, por el momento, es esconderse, mientras salga la resolución del gobierno que reconozca mi navegación de guerra dando por cumplido mi servicio militar y pasándome cual oficial a la reserva. Que, de acuerdo con Rollandini, en forma confidencial, me invita y me autoriza salir inmediatamente para el Piamonte, en vacaciones, para regresar a Génova dentro de una semana, o sea el mismo día en que el Verdi vuelve a salir para Nueva York. Tal noticia me deja atolondrado. ¿Quién iba a pensar en el servicio militar, en esta época de desmovilización, tanto más cuanto que durante la guerra nos habían dicho que ese tiempo de navegación sería contado al doble debido al peligro de las minas y los submarinos? Imposible que el propio gobierno no mantenga su palabra. Si, imposible, pero precisamente por causa de la desmovilización se está quedando el gobierno sin refuerzos armados, para remediarlo, está interesado en utilizar la clase del 1900; mientras se aclara mi situación conviene que
202
me esconda tomando las vacaciones. Es decir: no solamente tengo que abandonar mis proyectos de negocios, el muestrario sin trabajar en el Verdi, sino que hasta hay el peligro de que si la capitanía me agarra no vuelva a dejarme salir con mi adorado Verdi, con este barco que es mi sueño vital! Qué dirán los comerciantes de Nueva York que tanto confiaron en mi palabra, si no regreso allá y no les traigo pedidos, ni les devuelvo el muestrario? Pero, Franchi me hace ver que no tengo tiempo que perder pues en cualquier momento puede subir a bordo el enviado de la capitanía a buscarme, y tendría que irme con él para el cuartel. De manera que, sin maletas, pero bien cargado de plata, con permiso de mi superior, voy a la estación de El Príncipe a tomar el tren para Torre. Llegado a casa, explicó la situación a mamá y le pido consejo. La idea de tener que ir a prestar servicio militar cual simple recluta, de infantería o de marina, me horroriza, no solamente porque me parece inconcebible aquella especie de injusta degradación, sino porque dejaría de ganar los altos sueldos que estoy principiando a percibir; además perdería mi puesto en el escalafón de la Marconi, es decir: quedaría arruinada mi carrera. Mientras estoy en Torre, nadie me busca ni molesta, porque mi nombre ha sido cancelado de las listas territoriales, pasando a figurar en las marítimas, dependientes de la capitanía de Génova. Esto significa que en caso de tener que prestar servicio militar, ello no será en la infantería de tierra sino en la marina de guerra. Esto ya es algo, pero todavía muy poco para dejarme tranquilo. Servicio militar; ¿Por cuánto tiempo? De acuerdo con la categoría asignada: los de tercera categoría, que son los hijos únicos, o los mayores que en la familia hagan las veces del padre difunto, solamente prestarán servicio durante tres meses; los de segunda categoría, que son quienes tengan otro hermano prestando simultáneamente servicio militar en la susodicha categoría, por un año solamente; todos los demás, que sean hábiles de salud, entran en primera categoría y prestarán servicio durante el periodo de 1 año y medio. Yo siempre creí tener alguna disposición como para servir de abogado en la interpretación de los textos legales; en las antedichas cláusulas supuse encontrar una tabla de salvación pues si lograba hacerme reconocer hijo mayor, huérfano de padre, tendría derecho a ser asignado a la tercera categoría. 3 meses sola-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
mente, de servicio militar, serían una calamidad soportable, aún en el caso de que el gobierno fuera tan mentiroso y miserable como para no reconocer mi navegación en tiempos de guerra, autentificada por numerosa documentación oficial, diplomas, medalla de plata, etc. Era pues el caso de que como medida de precaución yo hiciera inmediatamente las gestiones para quedar inscrito en la tercera categoría. Traté el asunto con mamá: ella estuvo de acuerdo en que sería para mí conveniente la asignación de la 3ª categoría, pero en cuanto a aceptar mi argumentación de que el papá podía ser considerado “muerto”, bajo el punto de vista legal fundado en que desde hacía doce años no teníamos noticias de él; en eso, mamá no estuvo de acuerdo. Gestioné el asunto en la alcaldía, pero tropecé inmediatamente con la dificultad de que para lograr mi intención era preciso obtener que se reconociera por un jurado, el estado de “presunta muerte” de papá, principiando por una declaración jurada de mamá en tal sentido. Volví donde mamá, rogué, supliqué que accediera a declarar que ella consideraba muerto a su marido no habiendo tenido más noticias de él durante los últimos doce años; pero, inútilmente, pues no logré convencerla a que se prestara para tal declaración ante el jurado. –Hijo mío– me dijo, –veo muy bien que si te obligan al servicio militar de primera categoría quedarás arruinado en tu carrera; y que para nosotros también será un perjuicio puesto que ya no podrás como recientemente enviarnos dinero en cantidad para el sostén de tus hermanitos en la escuela; pero mientras no tengamos la prueba, yo no puedo ir a declarar que tu papá ha muerto. Tuve que resignarme a continuar inscrito en la primera categoría; quedándome la esperanza de que la Federación Garibaldi lograría obtener de la capitanía del puerto, que se nos computarán como servicio militar el tiempo que habíamos navegado durante la guerra, yo y varios otros compañeros. Terminada la licencia, salí de Torre para llegar a Génova un día antes de que el Verdi volviera a zarpar para Nueva York. Cuidando de no dejarme ver por las autoridades, subí a bordo, busqué a Franchi para noticiarme de qué había ocurrido durante mi ausencia. Me informó que nada nuevo, no habían vuelto a buscarme, pero tampoco había sido aceptada hasta ahora por el gobierno la solicitud de la Garibaldi, de que se reconociera a los ciudadanos de la clase 1900 su na-
Enrico Caruso vegación en tiempos de guerra, como servicio militar. Que lo conveniente para mí era continuar callado, lograr salir nuevamente para Nueva York, a fin de ganar tiempo. Que tanto él, cuanto los demás de a bordo, y la Marconi, estaban haciendo cuanto era posible para ayudarme en tal sentido. Le agradecí; fui a encerrarme en mi camarote, confiado en que ya nadie vendría a buscarme; lograría salir para otro viaje, aplazando así el problema; mientras tanto presionaría a la Garibaldi para gestionar la defensa de mi derecho. Al día siguiente, la salida del barco estaba fijada para la hora del mediodía; desde las ocho de la mañana el Verdi estaba arrimado al muelle principal, cerca de la capitanía, embarcando equipajes y pasajeros. El viaje prometía ser interesante; entre los muchos pasajeros acababa de embarcarse una troupe numerosa de coristas y bailarinas francesas. Desde el puente de primera clase, un grupo de oficiales miraba esa graciosa compañía de artistas, frotándose las manos y guiñando el ojo, como indicio de que tendrían buen juego. Yo, también ya vistiendo la divisa, apoyado sobre la baranda cerca de la puerta de la estación de radio, observaba, esperando que transcurrieron las 3
CADETE DE MARINA - Capítulo 22 Viaje N0. 12
203
horas que faltaban para el zarpe del barco, y mi salida, ahora ya inevitable, para otro viaje. De pronto, vi arrimar a la escalera un par de oficiales de la capitanía; oí menciona mi nombre. Preguntaron al timonel de guardia si yo estaba a bordo; aquel les indicó la escalera que llevaba a la estación donde yo estaba. Sentí un escalofrío corriendo por mis venas; quedé allí esperando. Subieron, se me acercaron, y después de identificarse me tendieron la notificación de la capitanía, imponiéndome el desembarque inmediato, y tres días de plazo para mi presentación en el cuartel de la marina de guerra de La Spezia, so pena de ser declarado desertor. En Europa, la cuestión del servicio militar, y el peligro de ser declarado desertor, era asunto sumamente serio y grave. Nadie podía escabullirse de ese sagrado deber. La oficina de anágrafo de la alcaldía o distrito estaba perfectamente organizada, sin necesidad de computadores electrónicos, que en aquella época no habían aún sido inventados. Si el recluta llamado a presentarse no acudía dentro del plazo fijado, era condenado cual desertor, a varios años de prisión militar, lo cual era tanto o más grave que si hubiere cometido un asesinato; quedaba uno arruinado de por vida. De manera que, ante tan tremendo peligro, cualquier ciudadano que no hubiere perdido la razón, se entregaba, se sometía al servicio militar. Seguramente habría algún “hijo del papá”, que a fuerza de recomendaciones y costosos regalos lograba corromper algún funcionario, o médico, para que de alguna manera lo exentaran, o lo declararan inhábil para las armas, pero este caso era sumamente raro y difícil debido al estricto control que las autoridades civiles, de policía, y militares llevaban simultáneamente sobre cada ciudadano. El hecho de que la capitanía del puerto de Génova estuviere atropellando mis derechos de ex subteniente de navío, desconociendo mi navegación durante la guerra submarina era una enorme injusticia; pero estábamos precisamente en época de injusticias. Ya mencioné que a los pobres soldados y oficiales heroicos que regresaban del frente de batalla, la mayoría de la población, enloquecida por la propaganda comunista, los recibía con desprecio y insultos al uniforme militar, en lugar que honores y premios. A quienes habíamos prestado servicio en tiempos de guerra sin haber aún cumplido la edad requerida para ello, se nos negaba ahora nuestro derecho, alegando que ese servicio lo habíamos prestado a título de “voluntarios”; por consiguiente, no contaba. Por otra
204
parte, la saña de la marina militar, contra los ex oficiales de la marina mercante desplegaba ahora sus intrigas para someternos a la disciplina del cuartel cuales simples reclutas; nos odiaban, entre otras cosas, porque mediante la Garibaldi íbamos a recibir con efecto retroactivo salarios de la navegación bélica, sumas inucitadas de dinero, una exageración, injusticia a los ojos de ellos quienes no podían siendo militares disfrutar de tales beneficios. En compensación, o venganza, nos desconocían el tiempo de navegación bélica. Todo esto parece increíble por lo absurdo, visto a distancia, en tiempo de paz; pero estábamos apenas saliendo de la guerra, entrando en el periodo del comunismo, que es tanto más atroz que la guerra; todo era absurdo. (Inclusive en tiempos de paz; no es raro el caso de leyes injustas, que arruinan a los ciudadanos que se someten a cumplirlas. Por ejemplo: en Colombia, el dictador Rojas Pinilla decretó la congelación del canon de arrendamiento de los locales ya edificados. Ocho años después, en 1964, el gobierno había desvalorizado 300% el valor del peso; había aumentado 300% los impuestos; el precio de todas las cosas se había casi duplicado, y sin embargo el gobierno mantenía vigente esa ley absurda y perjudicial que causaba la quiebra de los propietarios que fueren incapaces de violarla. Al mismo tiempo, los edificios descongelados, aplicaban tarifas diez veces superiores a la de los locales congelados. Pero si el dueño de un local congelado, lo descongelaba por su cuenta, el gobierno podía aplicar la multas confiscatorias declarándolo especulador, al tiempo que el mismo gobierno continuaba aumentando impuestos y tarifas; al alcalde quien lo ronda? Es que hay gobernantes idiotas!). Pudo ser que mientras Rollandini y Franchi habían hecho cuanto era posible en aras de la justicia, para mantenerme a bordo del Verdi, evitarme la tiranía del servicio militar cual simple recluta; algún otro marconista interesado en ocupar mi puesto, haya denunciado a la capitanía, quizás por teléfono, que yo acababa de reaparecer sobre el Verdi. Del edificio de la capitanía, al muelle donde el Verdi estaba ahora arrimado, no había más que unas cuatro cuadras de distancia. Ante la notificación de la autoridad, no me quedó más remedio sino resignarme. Contesté que obedecía; corrí al camarote a quitarme la divisa, hacer rápidamente las maletas, mientras Franchi por teléfono pedía a la Marconi que de urgencia enviaran a otro marconista para reemplazarme. Este llegó cuando ya
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
faltaba solamente media hora para el zarpe del Verdi; era mi colega Scanarotti, el mismo que había reemplazado a Filipponi sobre el Maroncelli, y que había sufrido la pena de los seis meses de prisión de guerra por la muerte del almirante Grasso. Siendo genovés, Scanarotti formaba parte del círculo de los partidarios y privilegiados de Rollandini, quien justamente trataba de compensarle la cárcel injustamente sufrida en aquel entonces; ahora, con este reemplazo, resultaban invertidos los papeles: le tocaría a que él la buena vida; a mí, la mala suerte. Aunque me reemplazara nada menos que un “anciano, de 1ª categoría” cual era Pietro Scanarotti, tanto honor no fue suficiente para atenuar mi preocupación por el duro porvenir que me esperaba. Le entregué mi muestrario de mercancías, rogándole devolverlas a los comerciantes de Nueva York explicándoles lo ocurrido; luego, con una pena infinita en el corazón, me despedí rápidamente de cada uno de los oficiales del estado mayor, especialmente de Franchi, deseándoles feliz viaje.
Mientras el lujoso paquebote Giuseppe Verdi lanzaba al aire los tres toques de sirena anunciando su salida; y los marineros principiaban a retirar las pasarelas; yo bajaba tristemente al muelle, para dirigirme al cuartel militar, cargando de malas ganas mis maletas; vacilando en el camino, como un condenado a cadena perpetua en Siberia. Tengo la duda de que al relatar cuando el tenor Enrique Caruso, pasajero en el buque “Giuseppe Verdi IUV” me regaló un bastón; pude, por falla de la memoria, haber cometido el error de creer que eso ocurrió durante los viajes de 1924 y 1925. Siendo que –como se desprende de un artículo–, él murió en el año de 1921; entonces, ese encuentro mío con Caruso tuvo que haber ocurrido durante mis viajes en aquel buque en el segundo semestre del año 1919. No me siento con ganas de releer la historia que escribí de aquella época; averiguar; hacer las eventuales correcciones. Para tal efecto, dejo esta constancia.
CADETE DE MARINA - Capítulo 22 Viaje N0. 12
205
Tercera Parte
TartarĂn en Africa
Mapa Pinerolo
208
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
23
Soldado
LA SPEZIA
10 diciembre de 1.919 20 junio de 1.920
A
ntes de salir para La Spezia, fui a la Marconi para agradecerle a Rollandini cuanto había hecho en mi favor, y rogándole no se olvidara de mí para el caso de que yo lograra regresar pronto a la vida civil. Reaseguró de que no perdería el puesto en la Marconi: mi nombre seguiría figurando en el escalafón del personal, y yo sería reintegrado tan pronto terminara mi servicio militar, aún cuando retrocediendo a medida de que se prolongara mi ausencia. Por ejemplo: mi nombramiento entre el personal efectivo de la compañía había principiado a contar desde el día en que obtuve el brevet a 1ª clase, enero de 1919. Al salir en “aspettativa” (permiso) con once meses de antigüedad queda entendido que cuando yo reingrese en la Marconi, tendré derecho a quedar en el escalafón entre quienes tengan once meses de antigüedad, perdiendo el tiempo de la ausencia. No recuerdo con cual pretexto me birlaron los años de 1917 y 1918… También me aseguró que la Marconi continuaría enviándome a cualquier dirección donde yo estuviera, las sumas que se me acreditarán por concepto de liquidaciones de la indemnización–oro sobre mi navegación durante los dos últimos años. Recomendó paciencia y valor. No era yo el único a quien le hubiera tocado esta amarga suerte; ya durante los últi-
mos días de 1900 le había acontecido lo mismo a varios otros colegas que como yo no tenían otra culpa sino la de haber nacido en 1900. Porque a los nacidos en 1898 y 1899 (Severino era del 1899), el gobierno sí les había reconocido como servicio militar su navegación en tiempos de guerra, que venía siendo denegada a los de 1900, tal vez porque el país necesitaba mantener más militares disponibles, para reprimir el latente peligro de la guerra civil. En el tren de Génova a Spezia, encontré un grupo de colegas que iban hacia el mismo destino –mal común, consuelo de tontos–. Nos reunimos en un mismo compartimiento; nos pusimos a conversar, maldiciendo el gobierno, conjeturando acerca de nuestro futuro. ¿Qué pretendían hacer con nosotros que, a pesar de nuestra joven edad, ya éramos lobos de mar? Nos reconocerían siquiera el grado de oficial; nos ahorrarían la vida del cuartel cuyo solo pensamiento nos daba horror? Poco a poco fuimos infundiéndonos valor, principiamos a prometer dificultades para los eventuales superiores que creyeran podernos tratar como jóvenes reclutas. Ya se darían cuenta de que no éramos sardinas, sino tiburones! TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 23 Soldado
209
Íbamos sentados en el mismo banco yo, Euclides Furiani el filósofo ex compañero del hotel Europa; Giovanni Bertone del pueblo de Frossasco cerca de Pinerolo; Maj, milanés; todos ex marconistas. Sentados frente a nosotros, estaban otros viajeros, desconocidos. Seguíamos hablando de nuestros asuntos; poco a poco pasamos a recordar y relatarnos peripecias de nuestra navegación en tiempos de guerra. Decía Furiani como, hallándose marconista sobre el “Po” de la Sociedad Maríttima, viajando entre Siracusa y Trípoli de África, una noche, cerca de Malta fueron cogidos por fuerte tempestad y viento scirocco (sur–este). El barco sufría violentas y peligrosas desbandadas, el mar embarcaba en la cubierta, el timón tenía dificultad para gobernar. Entre los pasajeros, figuraban unos pescadores sicilianos quienes, se trasladaban a Trípoli donde iban a establecerse. Sus botes estaban colocados en la cubierta del barco, debidamente amarrados; sus familiares, para no pagar pasaje de camarote, vivían alojados dentro de los mismos botes, pues la travesía duraba menos de 36 horas. Una ola descomunal, al estrellarse en cubierta, embistió uno de aquellos botes, en un santiamén se lo llevó, con sus ocupantes: el patrón con 2 de sus hijos. Imagínense ustedes la desesperación de la mujer y demás parientes que quedaron a bordo con nosotros. En la noche oscura, los gritos de aquellos desgraciados se confundían con el aullido de viento y el fragor de las olas que se estrellan contra nuestro casco. El comandante del Po hizo cuanto estaba en su poder para buscar el bote perdido, pero el estado del mar y la dificultad de gobernar no nos permitían maniobrar o parar la máquina como para esperarlos en aquellas aguas. Hubo un instante en que alcanzamos a ver una lucecita temblorosa a pequeña distancia, comprendimos que allá deberían hallarse los náufragos, pero enseguida esa luz desapareció y volvió a imperar la oscuridad sobre las olas. Estuvimos tratando de localizarlos durante un par de horas dando vueltas en la zona, pero fracasamos en el intento. Entonces, a pesar de las protestas de los parientes de los desaparecidos, el comando resolvió continuar el viaje enrumbando hacia Trípoli. Estábamos en tiempos de guerra, no podíamos demorarnos más porque durante el día seríamos fácilmente blanco de algún submarino enemigo. Llegados a Trípoli se dio orden para que los barcos de guerra iniciaran búsquedas del bote perdido y sus tripulantes, pero no volvimos a tener noticias de ellos. Furiani concluyó: quién sabe, cuál ruina para esa familia, privada del padre y de los hijos mayores!
210
Uno de los pasajeros que estaban sentados frente a nosotros pidió permiso para intervenir. –Voy a continuar su cuento–, anunció a Furiani, –yo estaba dentro del bote extraviado! Soy el hijo del dueño de aquel bote pesquero de Trípoli. Cuando el estrellón de la ola nos despertó, ya estábamos en el mar. El bote no dio la voltereta, pero su rueda de proa se abrió con el golpe y hacía mucha agua por ese lado. Siendo nosotros pescadores, acostumbrados a luchar con el mar, no nos dimos por vencidos, y mientras mi hermano se hacía cargo de achicar el agua vaciándola fuera de borda, yo y papá, tratábamos el roto de la quilla, al tiempo que gritábamos pidiendo auxilio a ustedes pues alcanzamos a ver a distancia la sombra del barco que nos buscaba. Comprendiendo que ustedes no podrían vernos, papá prendió fuego a su camisa, levantándola en alto con las manos, a fin de indicarles a ustedes donde estábamos. Alcanzamos a ver las señales que desde abordo nos contestaban con el farol. Pero nuestra candela se apagó pronto y después de algún tiempo la sombra del barco donde iban ustedes desapareció, quedando nosotros en la oscuridad a merced de las olas. Así luchamos toda la noche; por la mañana, un “chaluptier” inglés que explorada la zona buscando submarinos, nos vio y nos recogió llevándonos a Malta. Después pudimos seguir viaje a Trípoli donde volvimos a reunirnos con nuestras familias–. Los presentes nos congratulamos, y quedamos perplejos, comentando el curioso caso de cómo es de pequeño el mundo, para la gente que viaja. Llegados a La Spezia, los cuatro marconistas nos presentamos en la estación a la ronda militar que esperaba la llegada de reclutas, para acompañarnos al cuartel. Esté era el casermón denominado Abruzzi, dentro del arsenal. Por la tarde nos obligan a quitarnos el traje civil, ponernos el uniforme azul de simple marinero, dentro del cual nuestros cuerpos flotan debido a la desproporción del tamaño. La ceremonia es tan triste –pienso yo–, como cuando a las señoritas les cambian el vestido civil por el de monjita. Siquiera, estamos los cuatro compañeros cargados de plata; gracias a esta, desdeñando el rancho, a la hora de salida vamos a comer a un restaurante; luego buscamos un sastre que nos acondicione decentemente el corte y las medidas del uniforme. El sobretodo encerado, siendo nuevo, es todavía tan rígido que hay que hacer esfuerzo para vestirlo. Hallándonos en la avenida principal de la ciudad, bajo los pórticos, para mofarme del impermeable lo colocó verticalmente sobre el suelo, y nos reímos al ver
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
que se sostiene parado. Incautos, no nos damos cuenta de que se acerca un par de oficiales hasta que uno de ellos nos apostrofa: –marineros, que hacen ustedes con su uniforme? Marchen, o los hago ir a la cárcel!– Caramba, nos habíamos olvidado que éramos militares! Y mientras nos alejamos de allí, oí que el otro oficial comentaba: –te has fijado como son indisciplinados este año los reclutas?–. A pesar de todo, los primeros días de cuartel resultan tolerables. Los oficiales son pacientes, se contentan con regañar mediante chistes; raramente mencionan el calabozo. Durante el día nos dejan pasar el tiempo jugando fútbol o naipes, sin darnos ningún trabajo; conceden fácilmente permisos para salidas en las horas diurnas; en las nocturnas la guardia cierra benignamente los ojos para quienes regresan a dormir con media hora de atraso. El diablo no es tan malo como lo pintan… Lo que pasa es que la experiencia ha enseñado a estos jefes que la disciplina no puede ser aplicada totalmente desde el primer día, pues el joven recluta se revelaría; ellos saben que al recluta hay que amansarlo poco a poco, tal como se hace con los potrillos. Es por ello que durante los primeros días nos tratan con consideración, nos dejan ociosos mientras nos acostumbramos al uniforme militar y le perdemos el asco. Algunos entre nosotros, no solamente se lo han perdido, sino que están tomándole cariño; después del reajuste hecho por el sastre, la divisa principia a surtir efecto atrayente al elemento femenino. Llegan nuevos contingentes de reclutas; cuando se completen 1.500 seremos clasificados y enviados a diferentes destinos. Por lo pronto, desde el humilde pescador analfabeto, hasta el doctor laureado en la universidad, todos somos simples reclutas. Yo, Furiani, Bertone y otros que van llegando, ex marconistas o ex capitanes o ingenieros de la marina mercante, tratamos de diferenciarnos formando un grupo que posee recursos monetarios, cinticas decorativas sobre el pecho, que atestiguan nuestra navegación y servicio durante la última guerra. Sobre la cintica, una estrellita de plata por cada año de navegación. Los oficiales con quienes nos tropezamos, entre extrañados e incrédulos nos preguntan: ¿Dónde navegaron ustedes?; A lo cual, orgullosamente contestamos que en los océanos, que hasta hace quince días éramos “oficiales”; queriendo así significarles que somos sus colegas, tenemos derecho a que nos traten con aprecio. Ya a la semana de estar en el cuartel todo el mundo sabe que aquel grupito de marineros elegantes,
pretenciosos, que viven en bloque apartados de los demás, que llevan cinticas y estrellitas sobre el pecho son ex oficiales de la marina mercante, caídos en esa fragua por capricho del gobierno. Hay en nosotros algo de veteranía que logra imponer respeto entre los iguales y aún a los superiores. Los iguales gozan con los regalitos que les hacemos, principiando por nuestras raciones diarias de alimentación; los superiores no desdeñan a veces a aceptar una bebida en los cafés; miran casi con recelo nuestras carteras repletas de dinero gracias al cual, no solamente no tomamos las comidas del cuartel, sino que nuestro atrevimiento llega hasta el punto de ir a sentarnos en comedores de los principales hoteles, al lado de otras mesas donde se ven oficiales de alta graduación. Terminada la primera semana, el comando ordena que se principie con asignar tareas, es decir: instrucción militar en la plaza de armas; servicio de cocina, limpieza de los locales, etc. El servicio de cocina comprende el lavado de las pailas, pelar las papas, limpiar los comestibles; el de la limpieza abarca desde barrer y lavar los pisos, las escaleras del cuartel, hasta las respectivas letrinas. Aquí principia a desarrollarse el juego de la malicia militar y humana contra la aplicación gradual del torniquete de la disciplina. Los cabos, saben perfectamente que no hay manera de imponer tales trabajos mediante órdenes claras y escuetas, a una masa de jóvenes difíciles de dominar; solamente usando sutileza y dividiéndonos lograrán hacer obedecer, meter en cintura una parte del conjunto: los reclutas ingenuos. Para los demás, veteranos o avispados, los cabos preferirán hacerse de la vista gorda, dejando que no cumplan las órdenes, siempre que no se hagan notar y no den el mal ejemplo. Después del desayuno, los cabos tienen que repartir los servicios diarios entre los reclutas; el oficial de turno ordena al corneta tocar asamblea. Todos tenemos que presentarnos y formar alineados en los patios. Los bobos corren y se colocan en primera fila. Los vivos, se esconden en los corredores, oficinas, excusados. Somos unos 1.500, no es fácil descubrir quién falte al llamado, salvo gran pérdida de tiempo. Los amigos contestan “presente”, para así salvar al ausente. Se supone que los faltantes estén en la visita médica; varios entre los antiguos tienen la maña de darse por enfermos, como estratagema para esquivar las fatigas de la jornada. El sargento alinea su pelotón y anuncia: –mis queridos jovencitos, el comando necesita seis expertos TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 23 Soldado
211
en tocar música clásica en el piano. Los pianistas, sírvanse dar dos pasos adelante–. Los reclutas se extrañan que en el cuartel estén buscando pianistas; algunos están indecisos, otros ríen; al fin media docena de bisoños dan marcial y orgullosamente dos pasos adelante. –Muy bien– comenta el sargento, –ahora necesitamos saber quiénes entre ustedes conocen idiomas extranjeros. Los que hablan francés, dos pasos adelante–. Otro grupo de muchachos se adelanta en las filas. –Ahora– continúa el superior, –quién entre ustedes sabe lavar platos, dos pasos adelante!– Nadie se mueve. Nuevamente toma la palabra el sargento: –¿Quién entre ustedes quiere limpiar retretes?–, un par de veteranos adelantan dos pasos. Entonces, el jefe da principio a la maniobra, ordenando: –atención! El primer grupo, el de los pianistas, vuelta a la derecha, dirección a las letrinas, a limpiarlas bien; quien no cumpla se baja al calabozo, marrrch!– Los pianistas, confundidos, están que rabian, mientras que los demás los miran y carcajean. –Silencio!– truena el superior, –atención! Ahora, los que hablan “françois”, vuelta a la izquierda, dirección a las cocinas, a pelar papas, limpiar las pailas hasta que queden bien brillantes; marrrch!– –Los que no saben hacer nada– este es el grupo más numeroso, –retro–front rumbo a la plaza de armas, a hacer instrucción militar y cansarse hasta por la tarde; marrrch!– –Los que querían limpiar retretes: por su buena disposición, pasan a disponibilidad– (lo cual equivale a decir que permanecen descansando). Así queda distribuida la faena diaria, variando hábilmente las preguntas y las trampas, en cada turno. El grupo de ex navegantes ha aumentado; ya somos en total unas tres decenas. Aquí están con nosotros: Carissimo, mi ex compañero del Cogne, con el cual rememoramos los incidentes de Cossu en Glasgow y mi desembarque a raíz de haberme quitado la chaqueta en el comedor. Está Lorenzo Binello, romano; Venzo, el veneciano aristocrático y más elegante que Petronio; Umberto Gandolfo de Bologna; Vittorio De Luca de Bari, todos marconistas; y varios otros cuyos nombres no recuerdo. Durante una de nuestras salidas nocturnas y reunión en un hotel, resolvemos reclamar contra el comando, que nos mantiene –a nosotros ex héroes de la guerra– , confundidos con los reclutas. Pero, Furinai y Venzo hacen primar su opinión de que una comisión escogi-
212
da entre nosotros obtenga audiencia ante el almirante en jefe de la plaza, para exponerle nuestro caso, hacerle ver la injusticia que el gobierno está cometiendo contra nosotros ex oficiales combatientes, tratar de obtener que nuestra navegación durante la guerra sea reconocida como servicio militar y se nos dé de baja; en última instancia, que se nos eleve siquiera al nivel de suboficial y se nos destine a prestar servicio en las estaciones de radio de la marina, en lugar que tenernos inutilizados en los cuarteles. Los dos proponentes quedan nombrados en comisión para tal efecto, pues evidentemente son ellos más hábiles para conferenciar con los superiores, sin dejarse intimidar por la diferencia de grado o de los galones. Sin embargo, el asunto no es fácil porque de acuerdo con los reglamentos militares, antes de llegar a la antecámara del almirante en jefe hay que confabular principiando por el último escalón de la jerarquía o sea, el cabo de 3ª, el de 2ª, el de 1ª, el sargento, el subteniente, el teniente, el capitán de corbeta, el de fragata, el de navío, el contralmirante, el almirante, y por fin, el almirante en jefe! Cuantos obstáculos, subiendo aquella escalera de grados; más aún si se tiene en cuenta que nunca se ha visto y está descartada la posibilidad de que unos simples marineros logren obtener audiencia del propio almirante jefe de la plaza. En casos extremos a lo más alto que se puede llegar, es a la oficina del teniente de guardia. Pero Furiani y Venzo son habilísimos; llevan sobre el pecho unas cinticas que indican tratarse de veteranos condecorados; a fuerza de pretextos, verdades, y mentiras, logran llegar a la sala del almirante quien pacientemente escucha la exposición de nuestras razones, quejas, alardes de patriotismo, petición de reconocimiento de los derechos de ex combatientes. Después de lo cual, el viejo almirante contesta: –muchachos, su reclamo es contrario a la rutina militar; sin embargo, lo tolero en gracia de que veo que ustedes son inteligentes e instruidos. Personalmente estoy de acuerdo con ustedes en que se ha cometido un error, una injusticia por el Ministerio de la Marina al no tomar en cuenta la navegación que ustedes hicieron en tiempos de guerra y no computarles ese tiempo de servicio. Sin embargo todos tenemos que cumplir órdenes y yo no puedo modificar la situación mientras no haya instrucciones expresas del ministerio. Ustedes no pueden aspirar a ningún grado, ni pasar a prestar servicio en las estaciones de radio en donde sus conocimientos profesionales serían de inmensa utilidad, mientras no aprendan la disciplina del cuerpo cumpliendo
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
el curso de 6 meses de instrucción militar. Lo más que puedo hacer para ustedes es disponer que al finalizar el primer mes de cuartel y sean registrados marineros efectivos de 1ª clase, en lugar de destinarlos a servir como mozos o como carboneros en la flota, y sean enviados a la escuela de Varignano a fin de mantenerlos dentro de su especialidad profesional. Mientras tanto pediré instrucciones al ministerio, pero les anticipo que difícilmente tomarán en consideración el caso especial de ustedes, o será asunto demorado. Con el tiempo reconocerán ustedes que la oferta que les hago de destinarlos a la escuela de Varignano es la mejor tabla de salvación que yo pueda proponerles. Por lo pronto, tengan ustedes bien presente que no podemos hacer excepciones al reglamento: deben aprender la disciplina militar y sujetarse a la misma–. Tal fue la contestación que nos trajeron los dos embajadores y que aunque algo reconfortados nos dejó con la cabeza cavilando sobre cuál sería nuestra próxima suerte en la escuela de Varignano. ¿Instrucciones? Lógicamente, no podría ser lo contrario, tanto más recordando que allá, al terminar el curso que dura 1 año, solamente se concede a los alumnos el brevet de marconista de 2ª clase; nosotros ya poseemos, hace tiempo, el título de 1ª clase, el más alto que expide el gobierno. El nombre de Varignano no sonaba grato a nuestros oídos, pues en el ambiente se le mencionaba como equivalente al de una fortaleza donde la disciplina militar era muy rigurosa. Faltando un par de días para las fiestas de Navidad, entró al cuartel otro lote de reclutas, centenares de jóvenes de malas pulgas quienes habían sido recogidos y llevados allí casi a la fuerza. Eran en mayoría rebeldes, parecía que hubieren salido de una escuela de anarquía; quizás la propaganda comunista había logrado echar semilla entre ellos. Aprovechándose de que en la época de Navidad y Año Nuevo suele ser menor la cantidad de vigilantes y centinelas, durante la noche resolvieron escaparse para sus tierras, desertar, lo cual fue realizado por unos doscientos, previo asalto a los vigías que dejaron amordazados. La mañana siguiente circuló la noticia en la plaza, originando preocupantes comentarios. Como si aquello no fuere suficiente, por la noche se amotinó otra parte de los que se habían quedado, intentando escalar los murallones. Hubo luchas y disparos, logrando fugarse otro centenar de muchachos. Nosotros los ex navegantes, resolvimos durante aquellos bochinches quedarnos separados,
ajenos a ese movimiento; con excepción de Carissimo quien aprovechó la confusión para fugarse a su tierra, Civitavecchia. El almirantazgo se asustó con tales incidentes, dictó enérgicas medidas; encarceló a cuantos reclutas pudo juzgar subversivos, y a cuantos superiores halló culpables de negligencia en la organización de numerosas rondas y centinelas. Por último decidió que era urgente desbandar aquella manada de rebeldes reclutas de la clase 1900, procediendo cuanto antes a asignarnos a las respectivas categorías, distribuyéndolos entre los buques de la flota de guerra. Entre estos, los más temidos como destino, eran los grandes acorazados donde, debido a que los tripulantes eran en cantidad de varios miles, cada hombre queda transformado en un simple número de matrícula, sujetado sin remedio a los caprichos y privaciones que imponía la disciplina al por mayor. Seguían luego en orden: los cruceros, los “destroyers”, etc.; los barcos más pequeños, que llevaran la menor cantidad de tripulantes, eran los más deseados pues allí podían los superiores demostrar compañerismo y humanidad, en razón proporcionalmente inversa a la cantidad de subalternos. Hacia mitad de enero, los reclutas del cuartel Abruzzi recibimos cada cual su número de matrícula, la asignación a los diferentes cuerpos; se nos entregaron dos uniformes de paño azul y dos de tela blanca, que tendrían que perdurarnos hasta terminar el servicio militar; y previa la advertencia de que hasta ahora habíamos vivido en el paraíso, fuimos despachados por pelotones, a los nuevos destinos. Tal como lo había prometido el almirante, los ex marconistas fuimos enviados a la escuela de Varignano. Varignano, era una antigua fortaleza situada en el lado occidental de la bahía de La Spezia, a caballo de una península de terreno plano cuyo lado de unión a la tierra firme colindaba con cerros abruptos en los que se veían árboles, garitas de centinelas, mangas de viento para ventilación de subterráneos donde se guardaban miles de toneladas de pólvora, y municiones, para la flota, y para las artillerías de la plaza. En todo ese sector que comprendía casi una mitad del golfo, varios kilómetros de largo, estaba prohibida la entrada y circulación de habitantes civiles; solamente se veían uniformes, edificios de estilo antiguo, donde hallábanse las escuelas, rodeadas por altos muros de piedra, y entre estos, los calabozos. Cerca del portal principal una placa de mármol recordaba a los transeúntes que el héroe Garibaldi había estado allí encarcelado largo tiempo durante una y TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 23 Soldado
213
otra de sus venturosas guerras, lo cual servía siquiera para quitarle a las prisiones el matiz de deshonrosas puesto que si en ellas había estado recluido todo un valiente general, bien podían serlo unos jóvenes imberbes como nosotros, sin sentirse menguados en su dignidad de hombres. Otro portal más adelante lucía sobre la piedra el famoso epigrama de la Divina Comedia: “lasciate ogni speranza, o voi ch’entrate” (oh, los que entráis, dejad toda esperanza) – Dante infierno canto III. Más adentro, sobre las paredes de los pabellones se leían frases como esta: “uomo, non ti arrabbiare” (hombre, no te calientes), que parecían colocadas a propósito para recordar a quienes allí entraran, que su personalidad y carácter tenían que ser archivados, para volverse un simple número de matrícula, un ser remisivo, obediente, y nada más. Las escuelas estaban divididas en cuatro distintos sectores: radiotelegrafistas, semaforistas, torpedistas– electricistas, buzos y submarinistas. Estas cuatro especialidades eran consideradas altamente técnicas; los alumnos designados para estos cursos eran escogidos previamente, teniendo en cuenta sus aptitudes físicas y culturales; una vez salieran aprobados del curso, irían a ser la flor y nata de la marina, con derecho a concesiones y privilegios sobre los componentes de la masa común de los marineros, tales como mozos, cañoneros y fogoneros. Los radiotelegrafistas y los submarinistas, ya sea dentro del cuerpo, o parte de la población civil, gozaban de simpatía especial, tal como actualmente los aviadores y paracaidistas; llevar sobre la divisa de marinere las insignias de marconista o submarinista equivalía en aquel entonces a señalar que el individuo era generalmente culto, inteligente, valiente. En cuanto a nosotros “los de la Marconi” como nos apodaban: nuestras actitudes, soberbia, indisciplina y habilidad para safarnos de los ejercicios militares, exhibición de recursos económicos y elegancia del uniforme, rayaban casi con lo excéntrico. Temiendo quizás introducirnos en aquel edificio carcelario de Varignano durante las horas diurnas, el almirantazgo dispuso que nuestro traslado desde el cuartel Abruzzi a ese lugar se efectuara a la hora de la retirada, con la obscuridad nocturna. Fuimos embarcados en un vaporcito; a la media hora desembarcamos entre altos muros, escaleras cortadas en la piedra de los escollos; centinelas, cañones, bayonetas. Instintivamente nos volteamos a mirar hacia atrás, donde estaban las luces de la ciudad de Spezia y del
214
cuartel Abruzzi, al otro lado del golfo; no pudimos menos de suspirar, adiós libertad! Un par de cabos grifagnos, duros como el alma de los buitres, se apoderó de nosotros; con mando seco, imperioso, nos hizo proceder alineados, en la obscuridad, hasta nuestros pabellones, cuyos grandes letreros decían “alumnos radiotelegrafistas”. Los dormitorios parecían como de un severo colegio: amplios, limpios, ordenados, cuya vista se volvía sin embargo odiosa porque nunca faltaban un par de cabos o de sargentos que como demonios enfurecidos regañaban, insultaban, azuzaban a los pobres reclutas cuando no entendían al vuelo los diferentes toques de corneta; no saltaban como resortes a cada orden musical (supongo en la actualidad estarán usando los altavoces, que en aquella época no habían sido todavía inventados). En estos salones dormitorios no había ningún mueble; solamente gruesas varillas metálicas colocadas en hileras a un par de metros una de otra; numeradas; cada varilla representaba el lugar personal de cada alumno y su correspondiente saco de marino, dentro del cual, imitando a los malabaristas chinos, cada cual llevaba sus efectos personales: tres uniformes, zapatos, espejo, accesorios de tocador, cepillos, libros, fotografías, sábanas, almohadas, cigarrillos, golosinas, platos, y cien diabluras más! Es admirable ver como el marinero logra encerrar ordenadamente y sin estropearlos, tantos artículos de forma diferente, entre el espacio de ese saco que solamente tiene un metro de alto por unos cuarenta centímetros de diámetro; que cada noche tiene que vaciar, para sacar su ropa, hacer su cama; y cada mañana tiene que volver a encerrar, en menos de diez minutos, porque el reglamento no admite más tiempo, y si algo no cabe, si queda afuera olvidado, desaparece por arte de magia. En un principio, cualquiera fracasa en este asunto; se requiere paciencia y arte para lograrlo; la necesidad, que es la mejor maestra, obliga al marinero a aprender en pocos días cómo realizar tal empaque y desempaque rápida y ordenadamente, sin tener, por ejemplo que desparramar todo el saco sobre el suelo, para encontrar las medias, o los fósforos. A las nueve de la noche el corneta tocó el acostarse, y luego el silencio. Cada alumno corrió al lugar donde sobre la varilla vertical metálica estaba impreso su número de matrícula: descargó allí el saco que llevaba a cuestas, lo abrió para extraer el pedazo de gruesa tela que formaría su coy (hamaca de marino),
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
colgándolo mediante amarres de un metro de altura entre dos varillas, incrustándole un listoncito de madera en cada extremidad, para mantener el coy abierto en forma cóncava; extrajo el colchoncito, la almohada, la sábana, la manta, ajustándolas debidamente; dobló el saco y el pantalón del uniforme sin dejarles una grieta, colocándolos debajo del colchón a fin de que por la mañana resultaran bien planchados por el peso y el calor de su propio cuerpo; puso el candado al saco para evitar que le robaran el contenido; y sin dejar nada afuera, en pocos minutos, de un brinco estuvo metido dentro del balanceante coy, a salvo de otra sarta de improperios de parte del cancerbero de ronda. Más de cien individuos durmiendo así en los coyes colgados de las varillas, en un mismo salón, y sin embargo, el silencio era tal que se podía oír un mosco volando. A las seis de la mañana, otro toque de corneta ordenaba el despertar; solamente teníamos diez minutos de tiempo para vestirnos, volver a desbaratar el coy, encerrando todo bajo llave en el saco. Bajando al lavadero y luego al refectorio para el desayuno “los de la Marconi” nos damos cuenta de otro inconveniente: aquí no hay vivandero particular, ni buffet o tienda donde poder adquirir alimentación más decente; si queremos satisfacernos el hambre tenemos que tragarnos el agua sucia reglamentaria que denominan café, mascar el duro pan llamado “brenósa” porque es más negro que el pan integral (en dialecto piamontés, breno es salvado). Esto nos pone de mal humor, pero más graves son las informaciones que oímos. En toda la península de Varignano los almacenes de víveres están prohibidos; en cuanto a salir de la fortaleza, para adquirir alimentos, solamente es permitido en los días domingos, siempre que uno no esté castigado… Tendremos “los de la Marconi” que sujetarnos como los demás a comer grasientos frijoles, pasta que a veces tiene bichitos, caldo y carne que saben a rancio; lavar nuestros platos de lata (gavetas) limpiándolos con la molleja de la brenósa, porque con el agua fría no hay manera de quitarle la grasa. Nuestra cartera, hinchada de billetes, aquí no vale nada porque no hay manera de gastar dinero. Nos reunimos los ex navegantes en concilio para buscar como zafarnos de esta situación. Yo y Bertone, nos sentimos tan humillados, heridos en nuestro orgullo de ex oficiales de transatlánticos, que manifestamos la idea de suicidarnos al cabo de tres días si no logramos salvar nuestro honor. Por lo pronto va-
mos a iniciar la huelga de hambre y ensayar la entrada en la enfermería. El aristocrático Venzo propone como solución estratégica, aunque a largo plazo: inquirir cuáles son los oficiales que tengan hijas solteras y edad conveniente para enamorarlas, empresa que él considera fácil. Supone que la intercesión de las novias logrará que los padres se hagan cargo de dejarnos violar los reglamentos facilitándonos pases especiales para más frecuentes franquicias o salidas de la fortaleza. Furinani, filósofo como siempre, cree que en ninguna parte del mundo resulte imposible abrirse el camino con el arma del dinero, y que aquí también, debe haber puerta abierta para quien tenga plata (tranquilidad viene de tranca, pero también de la palanca; en dialecto genovés “palanca” es el dinero…). En último caso, ensayará a corromper los guardianes y centinelas. Los superiores que gobiernan el recinto de la escuela radiotegrafista son: carcerbero No. 1 es el cabo cañonero Tuminetti, encargado de impartirnos la instrucción militar, –una verdadera fiera, pequeño y flaco de cuerpo, siempre bastante sucio y mal vestido, quien parece tener un odio especial, que le correspondemos, para los jovencitos glaxos como algunos de nosotros–. El No. 2 es el teniente Blasi, torpedista, a quien corresponde suministrarnos los castigos y disciplina en dosis excesivas, es alto, viejo, un poco barrigón, habla mal el italiano aunque sí un dialecto meridional; tiene deficiente cultura, ha llegado al grado máximo a que puede aspirar como carrera en el cuerpo de la marina, pues procede de la gaveta, es decir, desde simple marinero y cabo; no ha estudiado en la academia. Siguen luego varios “maresciallo” (sargento mayor) y tenienticos radiotelegrafistas y semaforistas instructores de la técnica de radio, bastante civilizados e inocuos, incapaces de maltratarnos aún cuando lo mereciéramos; por consiguiente, no nos preocupan. Al tope de la escalera jerárquica está el cancerbero No. 3, director de la escuela, capitán de fragata Maglioceo, oficial de cuerpo alto, ojos saltones, cabellera desordenada, porte elegante pero excitado, nervioso, que lo hace a veces parecer un loco escapado del manicomio, y con su sola mirada infunde pavor hasta a los gatos. Este oficial tiene fama de que no siempre es malo: por el contrario, cuando llega al recinto de la escuela sin sombrero (la cachucha con los galones) y deja que sus largos rizos cabellos floten al viento, ello significa que está de buen humor y TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 23 Soldado
215
entonces permite a los alumnos hablarle en confianza como si fueran sus hijos, chancea, admite cosas irreglamentarias, distribuye pases extraordinarios para salida de la península a la ciudad de La Spezia: pero, si llega con el sombrero echado un poco de lado –quizás peleó con su mujer, comentamos nosotros–, entonces son truenos y rayos, corre la voz del sálvese quien pueda, porque a todo individuo que tropiece en su camino afuera de las aulas, los dispara ipso facto al calabozo. Dicen que es un gran sabio en teoría de física y de radio, lo cual sirve para justificar y perdonarle los ataques paranoicos durante los días de mal genio que, aparentemente se presentan siguiendo las faces de la luna; por esto es también apodado: el lunático. Con Bertone he entrado a la enfermería bajo el pretexto de que sufrimos fuertes dolores de estómago; el galeno diagnostica grave indigestión a pesar que desde ayer estamos prácticamente en ayunas. En consecuencia nos receta medio litro de aceite de castor, y como complemento una inyección de tamaño como para un caballo. Tan pronto que para ir al botiquín se ausenta con el enfermero, yo y Bertone nos levantamos y simulando dirigirnos al retrete nos alejamos rápidamente de la enfermería. Al diablo con los médicos militares! Esta maniobra fracasó; con ella termina nuestra huelga de hambre pues no sabemos resistir los quejidos del estómago, vamos a devorar las brenósas. Pero, hemos logrado escabullirnos de la instrucción militar de la mañana, pues mientras estábamos en la enfermería, los demás fueron enviados a la plaza de armas para practicar el asalto a la trinchera arrastrándose sobre el fango y disparándose cartuchos de fogueo. Por la tarde, en las horas del descanso, me encuentro a mi amigo Carissimo quien también se halla en Varignano, aunque en la escuela de semaforistas (timoneles). El también estuvo pasando hambre, pero un veterano le ha confiado cómo, cruzando por un determinado camino es posible por la noche llegar al barrio situado a algún kilómetro de distancia desde Varignano, donde hay fondas y tiendas para refocilarse. Nos ponemos de acuerdo; tan pronto que oscurece nos vamos por aquel camino, saltando murallas y desafiando la vigilancia de centinelas. Hacia las diez de la noche cuando regresamos, en la obscuridad damos de bruces con una sombra que resulta ser el cabo Tuminetti. Este comprende que nuestra salida es irreglamentaria, pero todavía no nos conoce; nos pregunta cómo nos llamamos. Un poco turbado, con
216
voz baja, yo susurro: Amore; a continuación mi compañero agrega Carissimo (amor, querido). El cabo cree haber entendido mal: –¿Cómo? repitan–. Principia mi compañero: –Carissimo–; y yo haciéndole eco: –Amore…– (querido amor). El superior cree que estamos tomándole el pelo; se enfurece, amenaza: –desgraciados, si ustedes quieren burlarse de mí se equivocan!–. Y dirigiéndose a mi compañero: –dígame usted, niño de pecho, sus apellidos–. Aquel ya estallando en risas, con vocesita de falsette contesta: –Angelo Carissimo– (queridísimo ángel). El cabo sigue sulfurándose: –idiota insolente, repita–. Y mi amigo, con tono de bebé: –Carisimmo Angelo–. Yo voy a continuar, –Amore…– , pero no alcanzo a terminar la frase porque el cabo Tuminetti, convencido de que estábamos mofándonos de él, se nos echa encima para pegarnos, nos vemos los dos obligados a defendernos. Siendo ágiles y jóvenes, contra un solo adversario, fácilmente lo tumbamos en el barro, después escapamos como liebres. En los días siguientes procuramos evitar que nos vea, temerosos de que nos reconozca; afortunadamente el incidente termina sin consecuencias para nosotros y queda olvidado. Seguramente el palurdo supuso que estábamos dándole nombres apócrifos; en tal creencia se vio incapacitado para denunciarnos. Al cabo de un mes descubrió que un alumno tenía apellido Amore, me buscó preguntándome si yo era el pisco que le había atacado aquella noche; naturalmente, yo no entendí de qué estaba hablando; no pudo castigarme; todo paró allí. Después de algunos días de establecidos en Varignano, se inauguró el curso técnico de radiotelegrafía, quedando suspendidos los fatigosos ejercicios militares. Los ex marconistas fuimos invitados a participar en las lecciones, en calidad de alumnos. Como quiera que más nos convenía permanecer todo el día sentados en los bancos de las aulas, en lugar que seguir en la plaza de armas practicando maniobras con el fusil y ataques a la trinchera, en un principio convenimos respetar las clases, cooperar con los tenientes instructores quienes, como ya dije, eran tan buenos como para dar pena desobedecerles. Salvo que, habiéndosele a uno de ellos ocurrido la peregrina idea de ordenar que teníamos que escribir como los demás la tarea –que para nosotros era elemental–, de común acuerdo nos pusimos a rellenar cada página estampando en grandes letras, únicamente la frase “brevet internacional de 1ª clase”: lo cual era
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
en cierto modo una bofetada para los instructores pues ellos poseían solamente el brevet de 2ª clase. Sin embargo la mayoría de ellos no se dieron por ofendidos, permitiendo inclusive que durante las clases nos tendiéramos sobre los bancos a dormir, y hasta roncáramos; tanto era el respeto que nos tenían a “los de la Marconi”. No obstante, el otro instructor trató de molestarnos insistiendo en su orden de que escribiéramos las tareas como los otros alumnos; entonces, envalentonados por las circunstancias, con el prurito de la juventud, para vengarnos principiamos a buscarle discusiones durante las clases. Estaba él explicando sobre la pizarra algún principio teórico sobre las ondas hertzianas, y entonces nos poníamos a formularle preguntas difíciles, o pedíamos la palabra para contradecirle haciéndole quedar mal ante los alumnos. Si Furiani estaba en clase –en lugar que hallarse en el calabozo–, enrumbaba la discusión hacia las fórmulas de matemáticas en las cuales era un verdadero maestro, a tal punto que le daba clases al propio director capitán de fragata Magliocco quien muy a su pesar pero caballerosamente, resoplando de rabia se veía derrotado por el marconista. El resultado de tales escaramuzas fue que a los pocos días los instructores, cansados de nosotros por la indisciplina que durante las clases sembrábamos entre los verdaderos alumnos, principiaron a ingeniarse para librarse de nosotros, y por lo pronto, enviándonos al calabozo con alguna frecuencia. El tal calabozo, según lo había descubierto Furiani, no era tan malo como creíamos. En principio, cuando oíamos que alguien había sido condenado a diez días de encierros de rigor, temblábamos de susto. El primero de nosotros en experimentarlo fue Furiani; sus amigos contábamos los días, sufriendo por él, pensando quizás cuales privaciones estaría él sufriendo. Al décimo día estábamos todos a la puerta del calabozo esperando su salida. Cuando apareció constatamos que tenía cara de dormilón, un poco pálido, había engordado. Nos precipitamos a preguntarle qué tal, cómo son los calabozos; contestó que pasables. Que exceptuando la privación de no poderse mover más allá de su celda, por lo demás se vivía mejor en el calabozo puesto que allí se podía fumar, leer y dormir todo el tiempo. En lo tocante al problema de la comida, lo había solucionado dándole fuerte propina al cabo carcelero quien además se había hecho cargo de adquirir e introducirle en la celda grandes platos de pollo asado y frascos de Chianti, así como suministrarle naipes para que pudiera jugar al solita-
rio de Napoleón, o cuando los superiores estaban lejos, abría otras celdas para facilitarles jugar partidas de póker o de ajedrez con otros enjaulados. Desde entonces, cuando se presentaba algún programa que no fuera de nuestro agrado, procurábamos dos o tres marconistas desobedecer simultáneamente a fin de ser remesados juntos al calabozo, que nosotros bautizamos: la playa de veraneo. Esto nos costaba de cinco a diez liras diarias entre el gasto de la comida traída desde la ciudad, y la propina a los vigilantes. En cuanto a Venzo, sus dádivas eran tan morrocotudas, que durante los días de prisión de rigor en Varignano, se desdoblaba, paseando tranquilamente en los jardines de Spezia, vestido de civil, frecuentando en la noche los salones sociales en smoking o frac codeándose con altos oficiales y almirantes en aquellos círculos. Tenía alquilado permanentemente un cuarto en el mejor hotel de la ciudad donde iba a transformarse de disfraz, para luego dedicarse a cortejar las hijas de los oficiales tal como lo había manifestado cuando llegamos a Varignano. Los domingos, cuando teníamos salida franca a la ciudad podíamos verlo circulando tranquilamente en smoking, o a caballo en el parque, siendo que en el orden del día aparecía castigado en la mazmorra de Varignano. Eran tales su atrevimiento y desfachatez, que si nos encontraba, vestidos como estábamos nosotros de simples marineros, sin temer a que por el traje tan diferente lo descubrieran las rondas, se metía con nosotros y nos acompañaba hasta el muelle donde tomábamos la barcaza de Varignano; entonces se despedía de nosotros para irse a la función nocturna de la ópera, en palco de 1ª fila frente en donde estaban las señoritas hijas del director de la escuela, quienes, parece mentira, aceptaron la corte de tan noble galante, invitándolo a sus recepciones sociales en familia. El terrible papá y capitán de fragata no tardó en descubrir que el simpático pretendiente era el mismo Venzo, alumno radiotelegrafista “de los de la Marconi” que con tanta frecuencia se hacía condenar al calabozo! No tuvo más remedio Magliocco sino felicitarlo, continuando a hacerse de la vista gorda. Hacerse enviar a la cárcel era asunto fácil pues para ello bastaba desobedecer a la vista de todos; más aún, siendo cosa premeditada, se realizaba con el máximo de tomadura de pelo para el superior, siendo nuestras víctimas predilectas el cabo Tuminetti o el teniente Blasi. Nos habíamos enterado de que este último tenía dos hijas, de nombre Catalina y Filomena, respectivamente. Durante el período de descanso TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 23 Soldado
217
en la asamblea, teniendo derecho a conversar en voz alta aún estando en filas, nos pusimos –de manera indiferente pero procurando que nos oyera bien el superior– a entremezclar en nuestra charla los nombres de Filomena y Catalina. El teniente, se acercó a los muchachos para absolver la curiosidad de aclarar por qué sus subalternos mencionaban esos nombres que casualmente correspondían a los de sus hijas. Del otro extremo de las filas volvió a resonar fuerte el nombre de Catalina; hacia allá se dirigió el teniente. Entonces, del extremo opuesto, alguien se puso a llamar Filomena. No pudiendo más aguantar la tortura, el pobre papaito estalló preguntando: –¿Quién es la Catalina de quien ustedes están hablando?–. Alguien del grupo contestó: –pues, mi teniente, ehm, yo la conocí el domingo pasado en el cinema, y lo único que sé es que huele mucho a marina militar–. Toda la compañía prorrumpió en carcajadas, mientras que a ese hombre transformado en Rigoletto entre la duda de si se trataba de una chanza o de su propia hija, no le quedaba remedio sino castigarnos por irrespeto. El cabo Tuminetti, encargado de vigilar que nos despertáramos y estuviéramos vestidos a los diez minutos de haber tocado la corneta a la hora de la madrugada, tenía la costumbre de circular por los dormitorios, armado de un palo, con el cual iba pegando sobre los coyes que estuvieren ocupados, al tiempo que gritaba al dormilón: –salto!–. Entre el chiste y lo serio pegaba con tanto vigor que resolvimos darle una lección. Una mañana, alguien de nosotros se levantó antes de la hora; rellenó su coy con un monigote, para figurar que el respectivo propietario estuviere adentro durmiendo, y por lo tanto candidato a recibir palo. Tocó la corneta: desde el fondo del salón se fue acercando la voz del cabo que gritaba –salto!–, al tiempo que descargaba garrote a ciegas sobre una y otra hamaca. Llegó al sitio preparado, engañando por el bulto cuyo ocupante se hacía el sordo, principió a zurrar la badana sin misericordia. De pronto, llegando de todas partes, almohadas y colchones volaron por el aire, cayéndole encima a nuestro cabo hasta tumbarlo, dejándolo literalmente cubierto. Entonces, todo el grupo se le fue encima, y silenciosamente –para evitar ser reconocido–, cada cual fue encajándole una tunda de varetazos hasta dejarlo molido. Luego, en fila ordenada tal como si nada hubiere ocurrido bajamos al refectorio para el desayuno y demás quehaceres. Transcurrida una media hora, el piquete de inspección pasando por el
218
dormitorio encontró el cuerpo de Tuminetti amarrado como un salamis y la boca amordazada. Se trataba de una grave infracción disciplinaria, que podría llevar a la penitenciaría de trabajos forzados a quienes resultaran culpables de tal insurrección. El pobre Tuminetti pudo manifestar que los culpables eran seguramente los del grupo “de la Marconi” pero de manera concreta no supo sindicar a nadie. Ese día no hubo clases; el propio director de la escuela se hizo cargo de la investigación. Lo que más despertó la admiración de quienes habíamos organizado el complot fue que todos los demás muchachos ajenos a nuestro grupo pero que con nosotros compartían el dormitorio –que hubieran podido delatarnos con nombre propio puesto que habían sido testigos de la escena–se solidarizaron con nosotros, manteniéndose mudos, a pesar de las amenazas del director. El cual, no pudiendo enviar bajo proceso a todos los 120 alumnos del curso radiotelegrafistas lanzó al aire tremendas amonestaciones, y se fue sin tomar medida alguna. El rumor de la asonada se divulgó por toda Varignano; principiamos a notar que los superiores nos trataban con más prudencia y menos rigor. Al par de días, Tuminetti reanudó su función por la mañana, pero en lugar del bastón para despertarnos, lo hizo con buenos modales que no herían nuestra susceptibilidad de hombres y ex oficiales. Empero, la situación se iba deteriorando, para nosotros, así como para nuestros superiores; de continuar, no podía sino terminar mal. Nos dábamos cuenta de ello, pero no encontrábamos una solución. Hubiera sido fácil sujetarnos a aceptar aquellas idioteces que en el servicio militar son de importancia capital, bases de la disciplina, que pretenden quitar todo sentimiento de personalidad aunque sea a vibrantes jóvenes de veinte años, volviéndolos autómatas pasivos, obedientes para hacer cosas que un civil consideraría humillantes; soportar castigos por las bobadas más insignificantes, por ej., por llevar la corbata un poco torcida durante las horas de franquicia, o porque en el momento de presentar armas haciendo honores a la bandera, la correa del fusil se le enredó a uno con la cruz de su bayoneta. La bandera!, murmuraba entonces el sancionado, que por tan baladí incidente se veía privado de la salida dominical; ¿Qué es la bandera, sino un trapo hecho por nosotros mismos los hombres, que después de haberla pintado, lo erigimos sobre una asta y nos obligan a adorarlo, como si fuere una divinidad?
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Nos castigan, y hasta nos matamos por… un simple trapo! Y para adorar esa tela–bandera, hace horas que nos tienen aquí, bajo la lluvia, sin almuerzo, a riesgo de que nos de una neumonía, hasta que termine la ceremonia del desfile, sin piedad para nuestros brazos y nuestras piernas cansadas que ya no resisten esta actitud marcial. ¿Por qué no nos mandan a servir donde nuestros conocimientos profesionales serían muy útiles, donde nosotros trabajaríamos con toda pasión, en lugar que retenernos aquí hechos unos imbéciles muñecos? Estas, y otras reflexiones por el estilo, salían amargamente de nuestros labios, al tiempo que recordábamos como el gobierno, la Patria, olvidando sus sagradas promesas durante la guerra cuando desafiábamos minas y torpedos, cuando nos habían por decreto nombrado oficiales: subtenientes o tenientes de navío, para alagarnos a correr contra el peligro, impedir a quien lo quisiera retirarse del frente bélico…; nos habían ahora prácticamente degradado, dizque para hacernos aprender la disciplina militar! Y mirando al futuro, veíamos nuestra carrera profesional interrumpida, arruinada, simplemente porque al ministerio le dio el capricho de violar las cláusulas de los compromisos de los años anteriores, atropellar nuestras condecoraciones al valor militar; o porque no tuvimos la malicia de arreglar nuestros documentos personales en debido tiempo como para quedar incluidos en la 3ª categoría, o hacer figurar que habíamos nacido un año antes o un mes después de noviembre de 1900. Estas consideraciones pueden parecer estúpidas, pero no lo son cuando uno es la víctima y está sufriendo en su propia carne esa realidad de los perjuicios e idioteces de los inhumanos reglamentos militares. Desafortunadamente para nosotros ex veteranos de la guerra y ex marconistas: los viajes y vicisitudes de los años anteriores nos habían abierto demasiado los ojos; nos habían vuelto hombres antes de tiempo, para que pudiéramos ahora como los simples reclutas, aceptar sumisa y respetuosamente tal disciplina. El escepticismo se iba apoderando de nosotros debido al engaño del gobierno; sin darnos cuenta nos estabamos transformando en rebeldes. En un principio, los superiores se hacían cargo de nuestro caso particular, y hasta toleraban nuestras actitudes recalcitrantes, con la esperanza de que poco a poco lograrían someternos; pero viendo que éramos incorregibles, que más ellos transigían, más nosotros abusábamos; optaron por medios más enér-
gicos. Aplicaron el recurso usual dentro del sistema militar: el calabozo, pero se dieron cuenta de que este no tenía efecto sobre nosotros. Comprendieron que nuestros recursos económicos eran excepcionalmente poderosos; que este era el medio principal de que nos servíamos para infringir el sistema disciplinario de Varignano; pero los reglamentos militares no les autorizaban a despojarnos de nuestro dinero. Este se iba agotando por momentos, pero con frecuencia, o mensualmente, continuábamos recibiendo de la Marconi fuertes sumas correspondientes a las liquidaciones de la indemnización–oro lograda por la Garibaldi para los navegantes de la época bélica. Precisamente en esos días recibí un cheque de casi 3.000 liras (unos 600 dólares), sueldo atrasado por mi navegación sobre el Verdi. Para poder cobrar el cheque, tenía que ser visado por el comando de Varignano pues estando yo vestido con el uniforme de marinero, el banco no me lo pagaba sin tal visa– autorización. Otra evidencia –pensé yo–, de que el traje hace el monje; Así, malhumorado, me dirigí al oficial de servicio para que me visara el cheque. Pero, sea que fuere por el maldito gusto de los militares, de molestar, o porque se asustó al ver que yo simple marinero iba a disponer de tan elevada suma, comparada con su sueldo de un centenar de liras mensuales; ninguno de los pequeños superiores quiso hacerme el favor, o asumir la enorme responsabilidad de visar ese cheque, certificar que el portador cuya identificación se podía hacer por su matrícula número tal, era el mismo Italo Amore cuyo nombre aparecía en el cheque. Tuve que buscar al director de la escuela, esperar el tiempo reglamentario para que Magliocco me concediera audiencia. Al presentarle el cheque para la visa tuvo un movimiento de sorpresa, enseguida me preguntó cuál era la procedencia de ese dinero (en tiempos de guerra, hubiera podido suponer que yo fuere espía…). Orgullosamente, le expliqué que era parte de mi sueldo de oficial de la marina mercante de años anteriores. Murmurando y meneando la cabeza comentó: –que injusticia! Tres mil liras para un marinero raso, y yo que soy capitán de fragata, anciano, con familia que sostener, solamente percibo quinientas liras mensuales de sueldo!–. Con un suspiro adicional, me devolvió el cheque, visado. A los pocos días, durante las clases de radio, estalló en la escuela otro incidente. No recuerdo cómo fue, pero lo cierto es que nuestra presencia servía solamente para azuzar a la indisciplina, poner en riTARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 23 Soldado
219
dículo los pobres profesores frente a los demás alumnos. Por consiguiente, Magliocco ordenó que definitivamente a los del grupo ex Marconi no se nos permitiera volver a entrar en la escuela. Durante un par de días nos dejaron vagabundeando por los cuarteles, sin nada que hacer, al tiempo que los demás continuaban su horario de estudios. Pensamos que al fin habíamos ganado la pelea; que el comando nos enviaría a prestar servicio en las estaciones, o nos mantendrían en el cuartel sin hacer nada, hasta terminar los primeros seis meses prescritos de curso en Varignano. Pero nos equivocamos, porque sucesivamente, el mismo Magliocco, honrándonos con una asamblea especial para los ex marconistas, nos anunció: “muchachos alumnos de la escuela y ex oficiales de la marina mercante: después de varias cavilaciones he llegado a la conclusión de que ustedes tienen razón de rebelarse mientras estén aquí asignados como estudiantes en una escuela cuyo título al final del curso es de 2ª clase, siendo que ustedes ya poseen el de 1ª clase. Como quiera que este título lo recibieron ustedes durante su vida civil, y con el mismo prestaron servicio eficaz durante la guerra, yo no puedo anular o invalidar su brevet de 1ª clase, como quisiera hacerlo, para obligarlos a volver a estudiar o someterse a un nuevo examen que yo arreglaría que fuere lo más difícil posible (te fregaste, bellaco, pensamos nosotros). Yo me equivoqué cuando de acuerdo con el almirantazgo creí que ustedes podrían transcurrir en esta escuela, junto con los demás reclutas, los primeros seis meses de disciplina militar, en lugar que ir a pasarlos a bordo de una dreadnought (acorazado) en calidad de carboneros o de mozos de cubierta. Quise prestarles a ustedes un favor, pero ustedes no lo han entendido; ha llegado la hora en que ya es imposible para ustedes soportar una semana más esta cosa ridícula de la escuela; y para nosotros, tolerar un minuto más sus motines. Ustedes necesitan todavía aprender a sujetarse a la disciplina militar! En consecuencia he resuelto, y les anuncio, señores ex oficiales, que desde mañana pasarán ustedes a prestar el servicio de centinela en las polvoreras, hasta tanto que los demás alumnos terminen el curso!”. Esto sí que era ir de mal en peor! Las polvoreras de la plaza estaban situadas sobre los montes vecinos, expuestas al viento y lluvia, más o menos como las que había en San Cristóbal de Bogotá entre la fábrica de municiones y el hospital militar; los superiores que tendríamos que aguantarnos allí no serían ya los de
220
nuestro cuerpo de radiotelegrafistas (que ahora nos dábamos cuenta, cuanto habían sido buenos), sino que pertenecían a la malcriada y bestialmente dura arma de los cañoneros, que a nosotros del cuerpo de radio nos odiaban, como el obrero al filipichín! Desde luego, no había remedio, sino obedecer: no había vía de escape. No recuerdo cómo, logré encontrar para mí una solución felizmente ideal. El almirantazgo estaba formando un cuerpo de gimnastas, escogiéndolos entre las diferentes armas, para presentarlos próximamente en un concurso atlético de competencia entre el ejército y la marina. A estos deportistas se les concedía durante el período de entrenamiento consideraciones especiales: alimentación de primera y abundante, exclusión de cualquier otro servicio, varias horas diarias de franquicia para pasear libremente en la ciudad. Junto con Binello, pedí y obtuve ser incluido en dicho cuerpo; me libré del temido y odioso servicio de guardia en las polvoreras, adonde fueron destinados mis compañeros. Hechas las diferentes pruebas iniciales de atletismo, fui habilitado para los concursos de salto en alto, salto largo, carreras de velocidad con obstáculos, 100 metros. Desde ese día, cada pelotón gimnástico principió a entrenarse en su especialidad; otros, quedaron adscritos a las carreras de resistencia, natación, lanzamiento del disco, martillo, jabalina, salto con percha, tiro de la soga, etc. Por la mañana, a las ocho, después de un opíparo desayuno, iba con mi pelotón al estadio, al entrenamiento de carreras y saltos por un par de horas, quedando luego libre para pasear por la ciudad, hasta la hora del almuerzo. Por la tarde, otra hora de gimnasia, y luego, nuevamente libre hasta el toque de la comida. Libertad y buena vida, sin obstáculos… Sin otra novedad transcurrieron así los dos meses de entrenamiento; llegó el día de la fiesta patria en la que tenía que desarrollarse la competencia entre marina y ejército, ante el numeroso público de autoridades y civiles. Como de costumbre, la mayoría de las pruebas fue ganada por los marineros. Dentro de mi pelotón, resulté el segundo en la carrera de los 100 metros con obstáculos (vallas), con tiempo de diez a once segundos; alcancé 1.50 m. en el salto alto, y 7 m. en el salto largo con tarima. Los buzos se lucieron con el tiro de la soga y demás pruebas de fuerza, ganándole a los igualmente robustos artilleros del ejército, despertando la admiración del público. Al día siguiente, el cuerpo de los deportistas fue desbaratado; me devolvieron a la escuela de
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Varignano…; de allí, con Binello, fui enviado a reunirme con mis compañeros de la Marconi, a hacer la guardia en las polvoreras. Ya en esa época principiaban a manifestarse entre la población ciertos incidentes de carácter de guerrilla civil, que culminaron más tarde en la ocupación de las fábricas por los obreros y breve entronización del comunismo en todo el país. Por lo pronto, los grupos comunistas buscaban frecuentemente pelea con los militares y cuando contaban con mayoría o con la ventaja de la sorpresa, atacaban sin piedad a los pobres uniformados, también con el fin de apoderarse de sus rifles y cartuchos. A veces aprovechaban el apoyo de otros militares quienes estando inscritos en el partido comunista les comunicaban la información acerca del lugar y hora conveniente para el asalto. De esta manera, en días anteriores, un grupo de marineros que en formación militar atravesaba una calle del pueblo de Sarzana (cerca de La Spezia) había sido atacado a piedra y palo por los comunistas, resultando muertos la mayoría de los uniformados, que iban desarmados. Más tarde, durante una huelga ferroviaria, un grupo de marineros maquinistas e ingenieros que el gobierno había despachado para que se hicieran cargo de conducir trenes, fue asaltado en la estación de Émpoli (entre Spezia y Florencia) y resultaron todos bárbaramente masacrados por las turbas huelguistas. En cuanto a las polvoreras, ya un par de veces habían sido atacadas durante la noche por los facinerosos, pero en ambos casos los centinelas habían logrado repelerlos con las armas. Este era el ambiente en que me tocaría actuar en adelante. Por supuesto que, si bien era cierto el peligro de ataque por los comunistas, las leyendas y versiones que circulaban al respecto era exageradas; a tal punto que no pasaba día o noche sin que resultaran falsas alarmas, o sin que algún centinela viera espectros, y bajara al cuerpo de guardia, al terminar su turno, con el alma y el cuerpo aterrorizado. Había especialmente unos jóvenes sicilianos quienes para ver fantasmas y disparar sobre los mismos eran una maravilla! El cuerpo de guardia al cual resulté por sorteo destinado, se llamaba del cerro de “La Castaña”, lugar montañoso, aislado, despoblado, lleno de bosques, entre los cuales, a cada centenar de metros había una garita, de un par de metros de altura, sobre la que se instalaba el centinela. El camino para ir desde el cuerpo de guardia a las diferentes garitas era una escalera de piedra cortada en la misma montaña, defendida en ambos lados con hilo de hierro espinoso. Hacíamos
veinticuatro horas de servicio, turnándonos cuatro horas diarias de centinela por cuatro de descanso en el cuerpo de guardia. Mientras el servicio de centinela recaía en las horas diurnas, el asunto resultaba fácil, pero no era lo mismo cuando llegaba la noche. Por una parte el frío, el viento, la lluvia contra los cuales no teníamos más defensa que el capote; por otra, el sueño, contra el cual había que luchar para no dejarse sorprender por los comunistas, por las rondas militares; amén de los ruiditos nocturnos de los bosques, las sombras, que en el silencio sepulcral de la noche se agigantaban dando al centinela la impresión de que por diferentes lados estuvieren algunos seres acechando y avanzando para atacarlo. Los marconistas veteranos, teníamos bastante fuerza de ánimo y presencia de espíritu para aguantar filosóficamente las horas de centinela sin dejarnos vencer por el susto; pero veíamos algunos compañeros, jovencitos que por primera vez habían salido de su casa donde vivían pegados a su mamacita, quienes en este servicio de centinela quedaban todo el tiempo tan temblorosos que daban piedad. Además de las horas de tensión durante la estadía en la garita, enfrentados a la responsabilidad de lo que pudiera suceder; las horas de descanso en el cuerpo de guardia no eran de las más dulces: había que dormir manteniéndose completamente vestidos, armados, sin poderse quitar los zapatos ni las envolturas de las piernas (fajas) o la cartuchera; sobre un duro entablado sin cobijas; listos para rápidamente levantarse y correr con el mosquete cargado contra cualquier alarma; o cada cuatro horas para tomar el turno de centinela. Sin embargo, lo más temido en altas horas de la noche era el peligro de la ronda de inspección, compuesta por un sargento y un par de subalternos, atrevidos quienes tenían la misión de acercarse de la manera más subrepticia posible a los garitos, hasta tanto que el centinela diera el “quién va” y le pidiera la palabra de orden. Si la ronda no contestaba con la frase convenida para ese turno, había que dispararle; y viceversa, si el centinela se dejaba sorprender, no pedía la palabra antes de que la ronda alcanzara a la garita, resultaba castigado. Lo mismo, si disparaba sin motivo. La condición esencial para cumplir debidamente con tales requisitos era: no tener miedo, no quedarse dormido, no despertarse de sobresalto. Durante las primeras noches que me tocó el turno de centinela, sobre una especie de precipicio que daba de un lado a pique sobre el mar, procuré mantenerme debidamente despierto, vigilando los otros tres secTARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 23 Soldado
221
tores, puesto que por el de la espalda, del lado del mar, nadie hubiera podido atacar. No vi fantasmas, ni cosas por el estilo; pero indudablemente, entre las dos o tres de la madrugada, a veces sentía caer a mi alrededor piedritas de dos o tres pulgadas de diámetro, que aún cuando parecían llegar desde el cielo, no podían tener aquella santa procedencia. ¿Serían civiles, escondidos entre el bosque, o algún superior, o la ronda tratando de asustarme? Nunca pude averiguarlo. Cuando las piedras principiaban a caer, yo practicaba lo único que me era dable hacer: en lugar de pasear al pie del garito, entraba y me subía al mismo, quedando así bajo techo y escrutando desde lo alto la obscuridad nocturna, con el mosquete abrazado y listo a disparar por si acaso. Cuando la lluvia de piedras terminaba, volvía a pasear como si nada hubiera ocurrido. Esta historia de las piedritas era muy conocida en el cuerpo de guardia de La Castaña; nadie sabía encontrarle una explicación, aún cuando era evidente que se trataba de una malicia humana. Alguna noche principié a oír a distancia unos sonidos raros; escuchando, comprendí que se trataba de compañeros marconistas quienes estando de centinela, silbando en código Morse se comunicaban de una a otra garita, ya sea para mantenerse despiertos conversando de tal modo, ya sea para anunciarse que estaba circulando la ronda. No tardé en participar yo también en ese simpático sistema de llamada general y silbidos marcianos, que a quien no conociera la causa o no entendiera el código Morse podían hacer suponer que los bosques estuvieren invadidos por los legendarios gnomos. Entonces, los asustados durante las noches siguientes fueron los superiores, que no siendo marconistas, sino del cuerpo de cañoneros, no tenían idea del Morse, no podían imaginarse que los causantes de aquellos extraños silbidos fueren los propios centinelas! Ya habían transcurrido dos meses de esta vida inclemente y sufrida, de atalaya en las polvoreras, que solamente Dios sabe cómo habría terminado; cuando una noticia extraordinaria vino a redimirnos a mí y otros compañeros de ese infierno. El duque de los Abruses, quien a la sazón estaba organizando una expedición de carácter geográfico– comercial en la colonia africana de la Somalia Italiana estaba buscando media docena de radiotelegrafistas que fueren jóvenes, animosos, inteligentes, de robusta constitución y buena salud, dispuestos a acompañarlo por un período de uno a dos años durante sus viajes en aquel territorio, para servirle de enlace entre
222
los diferentes campamentos de la expedición, mediante estaciones de radio. ¿Por qué no tratamos de ir nosotros? La perspectiva africana, con su leyenda de peligrosas cacerías, climas mortales, salvajes caníbales, que hacía de espantajo a la mayoría de los “blancos”, se presentó ante nuestros ojos cual medio eficaz para volver a respirar el aire de aventuras a que estábamos acostumbrados durante la guerra, al mismo tiempo que nos facilitaría alejarnos de la odiada disciplina militar. Pues, era de suponer que en la selva africana no habría divisas, ni cabos, ni disciplina, sino un peligro común: los bárbaros cafres y las sanguinarias fieras. Nos pusimos de acuerdo varios marconistas; de manera respetuosa nos dirigimos al almirantazgo ofreciéndonos para servir al duque de los Abruses durante el tiempo que nos quedara por hacer de servicio militar. Esta vez tuvimos éxito completo. A los pocos días, recibimos orden de abandonar las polvoreras, presentarnos al almirantazgo para el examen personal, previa visita médica que nos calificara aptos para vivir en climas tropicales. El mismísimo comandante Magliocco se hizo cargo de elogiar a las mil maravillas ante el señor almirante nuestra inteligencia y capacidad para sortear difíciles situaciones, servir eficazmente y dejar satisfecho al duque; por resolución especial fuimos ipso facto ascendidos a la categoría de cabos; recibimos felicitaciones extra de varios de los superiores; rápidamente se nos entregaron tiquetes de viaje para dirigirnos en tren hacia Nápoles donde esperaríamos el barco que nos tendría que llevar rumbo al tenebroso continente africano. –Ojalá les vaya bien–, nos decían los jefes, quizás en su imaginación viéndonos ya entre las fauces de los leones, mirándonos como ovejas destinadas al matadero. Pero nosotros teníamos ya bastante experiencia de viajes; la probabilidad de aventuras africanas en lugar de asustarnos, nos entusiasmaba a contestarles: –por mal que nos vaya, será mejor que aquí luchando contra la inhumana aunque civilizada disciplina militar!–. Salimos felices a tomar el tren rumbo a Nápoles: yo, Mazzoni, Maj, Bertone, Binello, De Luca y Furiani; es decir: la flor de la estirpe marconista que tantos dolores de cabeza había procurado a la oficialidad de la marina de guerra en La Spezia. Faltaba el aristocrático Venzo, quien no quiso seguirnos, porque no se sentía nacido para enamorar elefantes.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 24
Hacia el Africa
20 junio de 1.920 20 agosto de 1.920
S
i alguien había que se sintiera seguro del éxito en la aventura africana, ese alguien era yo. Conociendo detalladamente, por haberlo leído en varios de sus libros, la forma perfecta y científica con que el duque organizaba sus expediciones, no tenía dudas al respecto. Luis Amadeo Fernando de Saboya –o duque de los Abruzos–, nació en Madrid en el año de 1873 era hijo del rey Amadeo de España quien, como es sabido, en ese mismo año abdicó para sí y para sus sucesores el derecho al trono de España. Aunque sobrino del rey Victor Manuel III y emparentado con los miembros de la casa de Saboya, desde la edad juvenil había demostrado especial predilección para los viajes marítimos y exploraciones alpinas, en las que más tarde resultó experto famoso. Según la leyenda popular, la causa que había empujado el duque de los Abruzos al abandono de la corte y a dedicarse más bien a fatigosas exploraciones consistía en que habiéndose enamorado, en joven edad, de una muchacha americana, y habiendo querido casarse con ella, la corte italiana, encabezada por la reina Margherita vetó aquel matrimonio morganático, obligándolo a desbaratar el respectivo proyecto. En aquella época, el matrimonio entre un príncipe y una mujer de linaje inferior era todavía
considerado como asunto censurable, tal cual le aconteció más tarde al príncipe de Gales que por haberse casado con una burguesa americana (por cierto que ya divorciada), tuvo que abdicar al trono a favor de su hermano Jorge VI, yéndose Eduardo VIII trasladado desde el solio imperial de Londres, a la isla de Bahamas donde sus súbditos eran negros… Luis Amadeo no tuvo el valor del príncipe de Gales quien se casó desafiando las iras de su familia, sin importarle un bledo el hecho de quedar desterrado. Nuestro duque obedeció; dejó que le rompieran su sueño de unión con la señorita yanqui; pero le cogió tal antipatía a las hipocresías de las cortes nobiliarias que, no pudiendo más vivir entre ese ambiente, deseando olvidar el mal que la reina, el rey y sus demás parientes duques le habían hecho, resolvió dedicar el resto de su vida a viajar, residir en lugares despoblados, lejos de las cortes, donde pudiera olvidar formulismos, etiquetas, ceremoniales, ser tratado como un ciudadano cualquiera pero dueño de su porvenir, en lugar que un príncipe a quien se la priva de la mayoría de las libertades personales. Dueño de una valiosa fortuna heredada; inteligencia no común; educación tan completa como solía suministrársele a los príncipes de aquella época, el duque de los Abruzos no tardó en inscribir su nom-
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 24 Hacia el africa
223
bre al lado de los más valerosos y admirados exploradores geográficos mundiales. En el año de 1900, cuando tenía solamente 27 años, junto con el capitán Cagni, con un grupo de marinos y alpinistas italianos llevó a cabo la expedición al Polo Norte, alcanzando el paralelo 86º 33’ o sea el punto más extremo pisado por el hombre hasta aquella fecha. Solamente años después, Peary, y Cook, pudieron sobrepasar el límite logrado por Luis de Savoya. De esa expedición regresó después de haber perdido un par de dedos de una mano, por congelación. Escribió su memorable retrato, titulado “La estrella polar”; libro que yo había poseído y repetidamente leído durante mi infancia, el que me había regalado la princesa Pignatelli en Turín, con autógrafo original. En el año de 1906 el duque de los Abruzos volvió a hacer hablar de sí cuando exploró el todavía desconocido macizo montañoso de la cadena del Ruwenzori, de 20.000 pies de altura, entre los lagos Nyanza y Victoria en el sur de África; la Sociedad Geográfica Británica se vio en el caso de bautizar en su honor con el nombre de “Luis de Saboya” el ya conocido monte Thompson de la misma cadena del Ruwenzori. En 1909, acompañado por marinos y por guías alpinas de Courmayeur, realizó otra famosa expedición, al monte Karacorum de la cadena del Himalaya en el Tibet asiático, llegando hasta los 23.000 pies de altura. Durante la guerra europea de 1914–1918, con el grado de almirante fue encargado de una parte de la flota de guerra italiana. Sus procedimientos democráticos, su desprecio para el ceremonioso formulismo y el papeleo, fueron motivo de que este animoso personaje se estrellara pronto contra los burocráticos almirantes y ministros de la marina de guerra de Italia quienes se confabulaban entre sí para maniatar, reduciendo a la inmovilidad al fogoso príncipe, que no concebía la guerra sino en continuas acciones, en lugar de prudentemente mantener los buques y tripulantes pudriéndose en los puertos de Tarento, Vallona, etc. El reino de Grecia era neutral pero prácticamente parecía inclinarse a favor de la causa de los alemanes–austrohúngaros. El duque de los Abruzos resolvió obligar a los griegos a cambiar de actitud. Sin conocimiento del estado mayor italiano, ni del Ministerio de la Marina, por su cuenta y riesgo hizo lo siguiente: Resulta que la flota que él comandaba, estaba reunida en el Mar Piccolo del golfo Tarento. Para poder
224
salir a alta mar, se necesitaba abrir un famoso puente que separaba el Mar Piccolo, del Mar Grande. Solamente el comandante en jefe de la plaza, dependiente del ministerio, podía ordenar abrir el puente. Sin embargo el duque gozaba de simpatías y predominante influencia en la marina; gracias a ello, pudo una noche obtener que el mencionado puente fuere secreta y silenciosamente levantado, y su flota pudiera furtivamente también, salir a la mar, sin previa orden o autorización del almirantazgo o del Ministro de la Marina. Al despertarse Tarento por la mañana, con gran sorpresa para sus habitantes y autoridades, se constató que la escuadra que estaba bajo el mando del almirante duque de los Abruzos había desaparecido! Pero no tardaron en llegar sus noticias. Pues, al día siguiente, las informaciones asombraron al gobierno de Italia y los estados mayores de Francia e Inglaterra, sus aliados. El duque degli Abruzzi, con su escuadra naval, se había presentado sorpresivamente ante la playa del Falero, cerca de Atenas; mediante un ultimátum de pocas horas y la amenaza de bombardear la capital helénica si no se le obedecía, había logrado que Grecia declarara inmediatamente la guerra a los imperios centrales austro–alemanes, y en lugar de continuar traicionándola, se uniera a la causa de los aliados. Tanto éxito obtenido sin disparar un golpe de cañón hubiera debido procurarle a su autor las felicitaciones y reconocimiento de los aliados. En cambio, tan pronto que la escuadra regresó a Tarento, el duque fue relevado de su cargo de almirante, pasando a la reserva. Este incidente, ocurrido a principios del año 1917, no fue dado a conocer al público, ni se le permitió a la prensa mencionarlo (durante la guerra todo queda sometido a la censura), y hubiera pasado totalmente desapercibido para la historia a no ser que varios miles de tripulantes de la escuadra del duque quienes habían participado en la expedición del Falero, cuando supieron que el duque era retirado del mando, no pudieron reprimir su pena, se hicieron cargo más tarde de divulgar el asunto. ¿A qué se debía que el gobierno mantuviera secreto tal incidente? En primer lugar: a que aún cuando agradecidos por el resultado, los estados mayores aliados no aprobaron la realización de ese plan del cual se había omitido darles previo aviso para obtener su visto bueno. Este almirante de iniciativa, que obraba por su cuenta y riesgo en lugar que recibir órdenes, no podía ser del agrado del aliado inglés.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Carnet de telegrafista
En segundo lugar: tanto los demás almirantes de la marina italiana, como el respectivo ministerio se alarmaron por el precedente, quizás pensando que en cualquier otro día sería capaz el duque de adueñarse de la flota completa y amenazar de cañonearlos a ellos si no despertaban de su letargo. Alguien fue aún más allá en sus previsiones, y teniendo en cuenta que el duque gozaba de poder de mando y confianza ilimitada que llegaba casi a la adoración entre los oficiales y marinos subalternos, temió que pudiera presentarse un movimiento a favor de Luis de Saboya, en contra del reinante Víctor Manuel III. Añádase a esto los recelos que la expedición del Falero y su evidente éxito había despertado entre los demás dirigentes de la marina, a quienes tal posibilidad no se le había ocurrido ni en sueño. De manera que: en lugar de ser premiado o condecorado por su iniciativa, a los pocos días el duque fue relevado del mando, y dentro del mayor secreto para el público fue puesto en retiro; con mucho pesar para sus fieles subalternos quienes adoraban ese príncipe tan humanamente práctico, culto, y democrático (este incidente, de importancia histórica, es casi desconocido; no he encontrado nunca mención en nin-
gún libro o publicación; solamente lo conozco porque me lo relataron algunos compañeros quienes habían sido tripulantes de la flota que zarpó de Tarento aquella noche. Así que esta es una especie de chiva– misterio que estoy divulgando para los cronistas del futuro. Casi parece mentira; pero hasta donde pude atar cabos confrontando episodios y fechas estas coinciden exactamente. El hecho de que eventos históricos de trascendental consideración, que serían la clave para dilucidar o explicar orígenes de los sucesos, queden inmediatamente ocultados por los interesados no es de extrañar ni es un caso raro; por eso, los historiadores siempre están investigando y frecuentemente descubren episodios antes desconocidos, por ejemplo: todavía no está claramente definido el lugar de nacimiento de Colón, que algunos españoles no aceptan fuere en Liguria; ni está libre de dudas la nacionalidad de Shakespeare quien por la mayoría de sus obras, conocimiento del folklore y moral latina, parecería más italiano que inglés). Terminada la guerra europea; en su continuo afán por realizar empresas útiles para su patria, al mismo tiempo que su deseo de alejarse de los ocios y mollicie de la corte –que él tanto despreciaba y hasta odiaba–
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 24 Hacia el africa
225
, el duque concibió la idea de iniciar la colonización de la posesión africana denominada Somalia Italiana; mediante exploraciones científicas, de carácter geográfico–geológico, cuyos estudios y observaciones podrían servir de base para establecer modernas y bien organizadas haciendas de carácter agropecuario para industrialización de dicha colonia y el suministro en gran escala, de materias primas, a la madre patria, en los años futuros. El gobierno italiano, y la casa reinante, quizás más deseosos que el intrépido e inquieto príncipe se alejara durante largo tiempo de la región itálica, que convencidos de la practicidad de sus proyectos, gustosamente accedieron a aprobárselos, recomendando a las autoridades de la colonia somala prestarle su máxima colaboración en la expedición que el duque estaba preparando para ir a establecerse definitivamente en Somalia. Sin embargo, ni el gobierno, ni las autoridades militares podían tomar abiertamente parte en tales trabajos, supongo que por motivos de índole política internacional (esta Somalia no era propiamente una colonia de Italia sino únicamente un protectorado); la empresa tenía que ser realizada bajo la forma de una sociedad con capitales particulares, más o menos tal como en el pasado habían sido organizadas las empresas comerciales que dieron al gobierno inglés el dominio de las Indias Orientales, o las de Stanley en el Congo Belga, Rhodes en el sur de África, etc. El duque de los Abruzos fundó pues una sociedad comercial para la explotación de Somalilandia, en la que invirtió mucho de su capital privado, completando el restante mediante aportes financieros de casas comerciales y agrícolas italianas. Tomó a su cargo la dirección de la empresa cuya fase inicial del programa consistía en realizar investigaciones científicas en aquel territorio africano cuya superficie era casi tres veces mayor a la del reino italiano. Posteriormente, se emprendería sobre bases agrícolas–industriales la explotación moderna de ese territorio. La primera expedición tendría que estar compuesta por un par de centenares de miembros, así: el duque, con su estado mayor formado por una veintena de jefes, escogidos entre sus amigos y elementos de ciega confianza: ex comandantes de marina, ingenieros topógrafos, geólogos, expertos en minas, hidráulica, agricultura tropical, edificaciones y arquitectura industrial, ingenieros mecánicos, electricistas, médicos y cirujanos; todas personas que fueren reconocidamente autoridades en sus respectivas pro-
226
fesiones o como tales recomendadas por las universidades y por su propia fama. A su turno, cada uno de dichos veinte jefes se haría cargo de escoger y contratar para la expedición el resto de personal de sabios e ingenieros, con sus respectivos ayudantes y sirvientes hasta completar la cantidad prevista de doscientos miembros. Todos los expedicionarios tenían que ser hombres relativamente jóvenes, de perfecta salud, buena educación general, de empuje e iniciativa como para saber de por sí sortear cualquier situación que se les presentara, especialmente durante el período inicial, de exploración de la selva africana; amantes de la aventura y capaces de soportar sus naturales incomodidades o privaciones; obedientes, disciplinados hacia los superiores y las órdenes del duque, y resueltos para vivir siquiera un par de años lejos de sus propias familias; de las mujeres blancas; de las diversiones y costumbres del mundo civilizado. La vida de estos expedicionarios tendría que transcurrir durante ese tiempo generalmente bajo la tienda, entre el monte, hasta tanto que se llevara a cabo la fundación de pueblos en lugares escogidos por los sabios geógrafos–geólogos–agrónomos de la comisión, pueblos que más tarde se transformarían en ciudades mediante la inmigración de italianos, en gran escala. Para la comunicación entre los diferentes campamentos a lo largo del inmenso territorio, no siendo posible establecerla mediante permanente hilo telegráfico o telefónico (como ocurre todavía en la zona amazónica), el duque pensó utilizar la radiotelegrafía; con su influencia dentro del ambiente de la marina de guerra, obtuvo que esta se hiciera cargo de suministrar aparatos y personal que, siento militarizado respondía más fácilmente a los requisitos del duque en cuanto a la organización disciplinaria y de confianza en estos elementos (en aquella época no existían, no era todavía posible conseguir en el libre comercio, aparatos de radio y respectivos técnicos u operadores). Toda esta historia, así como los antecedentes personales del duque, hacían ya parte de mis conocimientos al momento en que fui alistado en La Spezia rumbo al África; precisamente porque había sido yo un ferviente lector de los libros publicados por el duque describiendo sus anteriores empresas al Polo Norte, el Tibet, el Ruwenzori, y porque admiraba su excéntrica personalidad, me sentí llevado por el entusiasmo de participar en esta expedición que siendo
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
dirigida por un hombre de cultura, medios financieros, capacidad ya tan repetidamente comprobada, no podía sino que terminar en rotundo éxito y gloria para sus acompañantes (este duque murió, si mal no recuerdo, el 18 de marzo de 1933, al estrellarse cerca del Cairo Egipto el avión en que viajaba desde Abissinia a Italia para entrevistarse con el entonces Duce Mussolini en una misión de paz y arreglos diplomáticos entre Roma y Addis Abeba cuyo gobernante era entonces el actualmente llamado emperador Hailé Selassié. Mussolini deseaba incorporar Abissinia a la ya existente colonia de Eritrea, con el fin de enviar allá a colonizar, la gran cantidad de mano de obra, humanidad que sobraba en Italia a raíz de haber los de USA cerrado la inmigración italo–latina, al tiempo que la dejaba abierta para los nórdicos– sajones. Pero los ingleses, dueños del Egipto, Sudán, Somalia Británica, Suéz, Aden, Yemen, veían con malos ojos la eventual expansión italiana en Centro África; azuzaban a los abissinios contra los italianos y desde luego les facilitaban armas. El duque de los Abruzzi gozaba de gran aprecio ante el rey de Abissinia, y quería que la penetración italiana, igual que en Somalia, fuere pacífica, amistosa, y no bélica. Actuaba pues por su propia cuenta, con dominio de conocimientos de las dos tendencias, y la autoridad de su persona, como embajador de paz y concordia entre Mussolini y Hailé Selassié. El accidente de aviación que ocasionó su muerte inmediata tuvo algo de misterioso. Las negociaciones entre Roma y Addis Abeba quedaron interrumpidas; estalló la guerra con Abissinia. Habiendo la pérfida Albión logrado que la Sociedad de las 52 Naciones en Ginebra declarara el boicoteo contra la nación italiana, Mussolini se sintió obligado a aliarse con Hitler –la única frontera que le quedaba abierta–, de lo cual nació la guerra mundial de 1940). Por lo pronto, mi participación en la empresa africana implicaba para mi situación de simple marinero las siguientes ventajas: promoción a cabo de 2ª clase, que nos había sido concedida a todos los expedicionarios antes de salir de La Spezia; promesa de que seríamos elevados al grado de cabos de 1ª (equivale al sargento en el ejército) a los seis meses de residir en África. El sueldo militar, que hasta ahora era irrisorio, sería aumentado con la promoción a cabo, y luego triplicado durante la permanencia en África, debido a que se nos concedería una indemnización especial o sobresueldo por la diferencia entre la moneda papel y la moneda oro –mejor dicho: base oro–
vigente en Somalia (rupia), este dinero podríamos en parte fácilmente ahorrarlo puesto que en África no tendríamos cómo gastarlo puesto que los alimentos y los artículos para la vivienda, inclusive armas, vestuario, medicinas, material fotográfico, nos serían suministrados gratis por la expedición. Además el tiempo de residencia en África sería contado al doble, para los efectos del servicio militar. Por último: entre la selva africana no habría para nosotros la dura disciplina militar sino que, por el contrario, tendríamos oportunidad de vivir en camaradería con los ayudantes del duque: ingenieros, médicos, etc., todas personas de alto nivel cultural. Con tales perspectivas ante mis ojos, francamente yo habría aceptado de alistarme, no solamente para el África, o el Polo Norte, sino aún hacia la luna, si el duque lo hubiera propuesto; como condición para salirme de la fortaleza–cuartel de Varignano en La Spezia. Además, estaba yo encontes en la edad de 20 años en la que cualquier descabellada empresa puede parecer atractiva o color de rosa, a un alma sedienta de aventuras, como era la mía. De manera que, no solamente resulté de golpe entusiasmado, seducido sino que mi entusiasmo logró convencer para que aceptaran alistarse conmigo algunos de los compañeros de la infernal cárcel de Varignano. Con la cabeza llena de fantásticos proyectos y aventuras leídas durante mi juventud en Torre Pellice, soñando con rinocerontes, dingos, trampas y demás incidentes descritos en el “Capitán de quince años” y en “Los hijos del capitán Grant” del incomparable Julio Verne; escribí a mamá anunciándole mi felicidad por la suerte que acababa de favorecerme nuevamente después de las recientes duras pruebas; anunciándole que tendría próximamente el placer de ganarme y remitirle bastante dinero, aún durante la época de servicio militar. Desde La Spezia salimos en tren los siete jóvenes aventureros, hacia Nápoles, para donde llevábamos orden de presentarnos a la autoridad militar que dispondría para nuestro alojamiento hasta el momento de embarcarnos rumbo a Mogadiscio. Pasando por Roma, solamente pudimos detenernos algunas horas en casa del compañero Binello; seguimos para Nápoles, a cuya llegada nos dirigimos a la estación de radio de la marina, situada dentro de un antiguo fuerte sobre la cumbre del Vómero, bellísimo cerro que domina el panorama del golfo napolitano. A pesar de que aún vestíamos el uniforme militar, ya nos sentíamos casi civiles, los siete gandules, y más que
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 24 Hacia el africa
227
nunca dispuestos a tomar la vida alegremente ahora sí, burlándonos de los sargentos y tenienticos del cuerpo de los reales tripulantes (Reali Equipaggi). Empero, en la estación de radio ICN del Vómero, encontramos un ambiente totalmente diferente al de Varignano; nada que pudiere estimular nuestros deseos de molestar y desobedecer. Aquí todo era dignidad, cultura, bondad. En primer lugar: el comandante de la estación no había recibido instrucciones a nuestro respecto; no sabiendo qué hacer con nosotros pero considerando de alta respetabilidad nuestra condición de colegas profesionales, ex oficiales, y futuros expedicionarios del duque, dispuso que nos alojáramos en un hotel a nuestro gusto, dejándonos en completa libertad durante el día, hasta que recibiéramos instrucciones del ministerio, y llegara al puerto el buque sobre el cual tendríamos que embarcarnos. Nos dedicamos pues a vagabundear por las calles de Nápoles; principiamos a comprender y gozar de la tumultuosa vida de esta famosa ciudad que en un principio parecía asquerosa y que con el transcurso del tiempo tenía la virtud de acabar cautivando el alma de sus huéspedes, como para justificar el conocido refrán de “vedi Napoli e poi mouri” (una vez que hayas visto Nápoles puedes morir pues nada mejor podrás ver). Descontando la exageración, se trataba de una ciudad que, más que verla, merecía vivirla. El carácter típico del pueblo napolitano está compuesto por una mezcla de inteligencia, malicia, alegría, fatalismo, sentimentalismo, de todo lo cual deriva una evidente carencia de aspiraciones, y fuerte satisfacción de vivir tal como su estado se lo permite, sin mayores complicaciones. La filosofía del pueblo napolitano tiene algún punto de contacto con la de los chinos en cuanto concierne a la pereza, escepticismo, despreocupación hacia todo aquello que no afecta de manera inmediata su tenor de vida y su panorama. Tales características tienen su expresión casi epigramática en una serie de frases proverbiales como las siguientes: “acá nisciúno é fesso” (aquí nadie es bobo), para indicar la inteligente malicia aplicada en la lucha de la vida; “tira a campá” (trata de vivir), es decir, no te preocupes por asuntos que no está en tu poder remediar, que en cierto modo corresponde al “je m’en foute” de los franceses, el “Allah fí” de los árabes, para indicar su resignación al fatalismo, y “dolce far niente” (es dulce vivir sin tener que trabajar), para
228
expresar la tendencia a vegetar de modo estático, gozando de la naturaleza, perezosamente (lais sez faire). Debido a todo lo anterior, la primera impresión que recibiera el visitante o turista procedente del norte, el entrar en Nápoles, era desconcertante. Primeramente: llegando por vía marítima, la vista del asoleado golfo con sus famosas islas de Capri, Ischia; el encantador panorama en semicírculo dominado hacia el fondo por las faldas y la cumbre cónica del Vesuvio; los numerosos botes de pesca esparcidos en la bahía; la gama contrastante de colores entre el azul vivo del mar y del cielo, el verde de la vegetación en la costa, el amarillo y el rojo coral de las casas; el clima dulce y delicioso, la vista de antiguas edificaciones y restos de la época pompeyana que recuerdan los dos mil y pico de años de historia, desde el siglo de Cuma y de Parthenope, al período romano de Neapolis y Tiberio, o la vista del castillo del Ovo, o el castillo de San Elmo sobre el cerro del Vómero (donde estaba nuestra estación de radio ICN), recuerdos de la dominación hispano–borbónica que perduró una centuria desde el 1770 hasta el 1860; todo esto dejaba al espectador, mudo de placentero asombro frente de ese majestuoso cuadro en el que la naturaleza reunía todas sus mejores gracias, al lado del pacífico pero siempre amenazador pico humeante del volcán. Bajo aquella primera impresión de grandiosidad, de paraíso mitológico, de gloria vivificante, desembarcaba uno al muelle marítimo, y de repente, creía hallarse en la antecámara del infierno. Confusión de muchedumbre, muchachos descalzos con fama de rateros (denominados “scugnizzi” o sea gamines con algo de gavroche parisiense), todo el mundo hablando un dialecto desconocido o sea el napolitano, gritando, gesticulando, botándosele encima al forastero para ofrecerle sus servicios, llevarle las maletas, invitarlo a determinado hotel, pedirle la limosna con tanta dignidad como ese de “regáleme unos centavos para poderme tomar un vaso de vino”; todo esto, al tiempo de que evidentemente le está tomando el pelo, cada palabra es un chiste que el extranjero no comprende o no sabe contestar pero que hace estallar de risas a los vecinos; era como para dejarlo a uno atontado, semi– asustado, darle ganas de salirse inmediatamente de Nápoles, tanto más si recordamos la suciedad que todavía predominaba en aquel entonces el ambiente, con sus calles descuidadas, los mendigos haraposos, los coches arrastrados por caballos esqueléticos, el barrio lleno de inmundicias y de camorristas de Puerta Capuana donde el forastero tenía que proceder con suma
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
cautela si no quería salir estafado (tal como el antiguo paseo Bolívar o el barrio de Las Cruces en Bogotá). Sin embargo, para quien pudiese quedarse en Nápoles algunas semanas, esa desagradable impresión iba poco a poco cambiando, transformándose en alegría de continuar residiendo allí, a medida de que con el transcurso del tiempo iba aprendiendo las costumbres locales y el dialecto napolitano. Entonces, uno se daba cuenta de que aquella gente aparentemente peligrosa por sus vociferaciones, gestos, modo de vivir mediante el mínimo de complicaciones, poseía en cambio una sensibilidad de sentimientos humanos, una bondad natural hacia el prójimo, un amor o casi adoración hacia la naturaleza, como difícilmente podría hallarse en las regiones nórdicas u occidentales donde toda la esencia de la vida consiste en el dinero. El napolitano sabe ser feliz, vive feliz, sin importarle un comino el dinero, sin un centavo en el bolsillo, con el alma siempre alegre, cantando sus canciones sentimentales y amorosas (muchas son conocidas en todo el mundo: O Marí, Santa Lucía, Tarantella, etc.), adorando con los ojos su playa de posillipo o de Margellina, el panorama del Vesuvio, los colores de su tierra y de los peces, el azul de su cielo siempre asoleado y despejado (O sole mio). Poco a poco el visitante acababa con sentirse contagiado de esa misma alegría de vivir, de aquella despreocupación por los incidentes de la vida, tendencia a tomarlo todo en chiste, hasta sentirse él también feliz de estar y continuar viviendo en Nápoles. Estas son más o menos las impresiones que recibí durante mi primera estadía de algunas semanas en dicha ciudad. Aprendí a desdeñar la necesidad de comer en los hoteles, saciarme el estómago al mismo tiempo que el paladar con cosas de a centavo y sin embargo sabrosísimas. Recuerdo, entre tales golosinas: el pastel con crema de huevo y chocolate, denominado “cannolo”; los helados estilo “cassata”; los frutos de mar: ostras, erizos, mejillones, dátiles marinos, que los pescadores van sirviendo por las calles, todavía vivos y rebosantes de agua marina, abriendo con un golpe de cuchillo las dos conchas y echándole unas gotas de limón, que el gastrónomo
vacía de una chupada, por docenas en pocos minutos y con un gasto ínfimo; las enormes tajadas de “ricotta”, una especie de requesón de leche de cabra, de ternura y sabor incomparable; y por último, la famosa “pizza”, una especie de empanada en forma de arepa, rellena de tomates al horno, anchoas, quesillos típicos de la región denominados “mozzarella”, “caciocavallo”, etc., servida en compañía de una buena copa de vino del Vesubio; o si el hambre alcanzaba, un voluminoso y purpurino platazo de spaguetti a la napolitana o sea pura salsa de tomates, que con solo diez centavos dejaba satisfecho cualquier estómago de elefante… Nuestra estadía en Nápoles, que se suponía duraría apenas algunos días, se fue prolongando unos dos meses, hasta que saliera el barco; mientras tanto, nos destinaron a hacer confortables turnos de servicio de comunicación con los barcos, desde la estación ICN del Vómero, en la cual, por primera vez conocí el sistema de transmisión radiotelegráfica “Poulsen” o sea de chispa por arco entre una cámara de gases ionizados. Comunicar desde esta estación costanera, con los barcos mercantes o de guerra en el mar Tirreno, era para nosotros apasionante diversión puesto que volvíamos en cierto modo a conectarnos con nuestro mundo de antes, en el trabajo que habíamos aprendido en la Marconi. Pasaron así rápidamente los días y las semanas haciendo una vida para nosotros encantadora, hasta que por fin el jefe de la estación de San Elmo nos anunció que había llegado la orden para nuestro embarque hacia Mogadiscio. Al último momento, Furiani resolvió no acompañarnos en la aventura africana, habiendo conseguido embarcarse como operador de radio en el yate “Trinacria” del rey de Italia, cuyo puesto tenía fama por la buena vida que allí se hacía y porque era considerado como privilegiado desde luego que estando en contacto directo con la familia real cuando salía a veranear, era fácil conseguir buenas recomendaciones para el futuro. Quedamos pues solamente seis en total, los expedicionarios. 20 de julio de 1943
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 24 Hacia el africa
229
CAPÍTULO
25
VIAJE NO. 13 - MAR ROJO S/S ROMA
DE NÁPOLES A MOGADISCIO Salida:20 agosto de 1.920 Llegada:20 septiembre de 1.920 Comandante:Cogliolo Sitmar
E
l “Roma” es un buen barco, de moderna construcción, ocho mil toneladas, dos hélices, doce nudos de andar, para transporte del tipo mixto, es decir: cualquier clase de carga, desde pesada y voluminosa maquinaria, hasta caballos, ganado, ovejas; en cuanto a los pasajeros tenía que poder recibir dignamente en su 1ª clase hasta los príncipes o reyes a quienes se les ocurriera navegar hacia el Centro o Sur África; al tiempo que en su 3ª clase alojaba semisalvajes beduinos de Dankalia. Era pues, de construcción especialmente diseñada para servir en la línea africana, que se extendía desde Génova hasta Mombassa y Zanzibar en la colonia inglesa del Kenya, o a veces hasta el puerto de Durban, situado más al sur, en la región inglesa también, del Natal, cerca del Cabo de Buena Esperanza. Cada viaje del Roma tenía en promedio cuatro meses de duración entre ida y regreso. El colega Maj, uno de los seis componentes de nuestro grupo expedicionario, casualmente había sido marconista en este mismo barco hasta el momento de ser llamado al servicio militar; por lo tanto, conocía la oficialidad de a bordo. Este detalle nos pareció de buen agüero pues suponíamos que mediante las influencias de Maj, lograríamos situarnos de alguna manera en camaro-
230
tes, a pesar de que el pasaje que nos suministró la real marina fuere únicamente de tercera clase. Confiando pues en tal promesa nos dirigimos tranquilamente hacia el Roma los seis compañeros; a saber: Bertone Giovanni, Binello Lorenzo; Vittorio De Luca, Maj Enrique, Mazzoni, y el suscrito; cargando al hombro nuestros respectivos sacos y maletas, a pesar de que sintiéramos pena de que los oficiales del Roma nos vieran subir a bordo en tales condiciones. Pero pensábamos que tan pronto llegaremos a cubierta nos hallaríamos como en nuestra casa pues, por algo éramos ex viejos navegantes! No obstante, una vez más, tuvimos que darnos cuenta de que el traje hace al monje; vestidos como estábamos con uniforme de simples cabos de marina, ya sea los tripulantes como los oficiales del Roma no quisieron darse cuenta de que estos recién llegados pasajeros eran sus ex colegas; cuando tratamos dirigirnos a dichos oficiales, unos torcieron las narices, otros, cual si sintieran herida su dignidad de galonados, inmediatamente nos ordenaron bajar a la bodega de 3ª clase, y no molestarlos. El mismísimo Maj, quien estaba acostumbrado a tutearse con varios de dichos oficiales, se vio obligado a olvidarse de que había sido miembro de ese estado mayor, teniendo que saludarlos militarmente como cualquier soldado raso.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Ay! Grandes bellacos –pensamos nosotros–, al ser recibidos en esa forma, cuando contábamos en nuestras esperanzas de que los ex colegas nos regalarían camarotes de primera, fracasaban tan duramente; ¿con qué, no quieren admitir que anteriormente éramos sus compañeros, y nos relegan como cualquier peón a la 3ª clase? Pues bien, ya tendremos tiempo durante la travesía, para hacerle ver a estos señores, que somos tan lobos de mar como ellos, y hasta capaces de armarles la zambra a bordo si es necesario. Vamos a ser pasajeros de 3ª clase, pero al fin y al cabo con alma de 1ª; pasajeros, libres para molestar al comando hasta lo indecible, con la ventaja de que puesto que conocemos los reglamentos de a bordo, sabemos hasta qué límite podemos llegar en cuanto a fastidiar el comando. Bajamos pues a la bodega de 3ª clase, sintiéndonos avergonzados de tener que acomodarnos allí; y al mismo tiempo enfurecidos, resueltos a vengarnos con los malos colegas del Roma. La bodega estaba llena de humildes pasajeros, mujeres y niños, que afortunadamente para nosotros irían desembarcando durante los próximos dos días, en Catania, y Puerto Said. Por lo pronto, nos parecía imposible aguantar aquel tufo y barullo de familias, llantos, maletas. Con algo de prepotencia conseguimos reservar para nosotros un rincón para seis, desarmamos las literas metálicas del barco y las reemplazamos con nuestras hamacas de marineros; luego subimos a la cubierta para informarnos más acerca del ambiente. La 2ª y la 1ª clase estaban repletas de pasajeros entre los cuales figuraban varios médicos e ingenieros contratados ellos también para la expedición del duque; evidentemente el cupo estaba completo, esto explicaba que los oficiales ex amigos de Maj no pudieran ofrecernos camarotes. Sin embargo, ya por la noche, Maj fue invitado por uno de esos amigos a trasladarse al puente de comando e instalarse allí. Desde entonces no volvimos a verlo. El principio de la travesía se nos hizo aburrido; los pasajeros de tercera principiaron en su mayoría a marearse, y nosotros a echar pestes contra ellos, permaneciendo todo el tiempo posible sobre la cubierta, para no tener que soportar el mal olor de abajo. En Catania, algunos desembarcaron, pero subieron otros; lo mismo ocurrió en Puerto Said. Entramos en el canal de Suez, interesantísimo para quienes lo veíamos por primera vez; al salir del mismo después de unas seis horas, embocamos en Suez el principio del mar Rojo, rumbo al puerto de Massaus en la colonia de Eritrea.
La época era de verano, sin la más pequeña brisa, la temperatura alcanzaba entre los 40º y 50º centígrados, haciéndonos siempre más ingrato el acomodarnos en el fondo de la bodega, la famosa 3ª clase. Principiamos tratando de trasladarnos a los puentes superiores de 2ª y 1ª clase, pero el 1er. oficial, como si se hubiera propuesto perseguirnos, frecuentemente llegaba a sacarnos de allí, ordenándonos bajar a nuestro sector. Por supuesto que nosotros solamente le obedecíamos en parte; fingíamos bajar por la escalera de estribor, pero inmediatamente volvíamos a subir por la de babor, jugando al escondite. Los demás tripulantes y pasajeros de clase principiaron a notarnos y reírse con simpatía por nuestra actitud. Ya se dejaba comprender que éramos marinos, conocedores de puentes y escaleras de barcos, como en nuestra propia casa, y no simples pasajeros de 3ª. En efecto, no pudiendo más resistir el sofocante calor que había bajo cubierta, una noche resolvimos trasladar nuestras hamacas colgándolas sobre el puente de lanchas, en la 1ª clase, entre las grúas de los botes salvavidas, donde se gozaba una brisita refrescante producida por la velocidad del navío. No duró mucho ese placer, porque el maldito 1er.er. oficial habiendo descubierto nuestro improvisado campamento se creyó obligado a acercarse para ordenarnos descender nuevamente a la bodega de 3ª clase. Nuestra paciencia estalló, o podría quizás decirse que nuestra arrogancia aumentó como consecuencia de la temperatura del Mar Rojo. El hecho es que en esta ocasión nos rebelamos; aprovechando la oscuridad nocturna lo hicimos blanco de cuanto objeto liviano halláramos al alcance de manos, amén de insultos y salivazos. Se fue, pero regresó acompañado por los timoneles de guardia, dispuesto a usar la fuerza para hacerse obedecer. No tuvimos más remedio sino volver a desbaratar nuestras hamacas, bajar escaleras, mientras en voz alta le maldecíamos y le prometíamos horrores para cuando en futuro volviéramos a tener ocasión de embarcar con él en calidad de marconistas, en lugar que simples pasajeros de 3ª clase. Reintegrados bajo cubierta, durante un par de horas estuvimos resignados y calmados, hasta que la humedad reinante en aquel lugar, el calor, el sudor, el mal olor, volvieron a sacarnos de casillas. Muchachos! Es indigno de nosotros cinco quedarnos en este sitio infernal; pero, a dónde vamos? Ya está visto que el 1er. oficial nos hace bajar, cada vez que nos descubre; la humillación que sufrimos con TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 25 Viaje No. 13
231
sus regaños no es menor a la molestia del clima. Tenemos que escondernos donde el bribón no pueda alcanzarnos; pero, dónde? Alguien sugirió la idea de que en la elevada punta de los mástiles. Entre el palo del trinquete y el palo mayor, a unos treinta metros de altura desde la cubierta, hay en todo buque un grueso cable de acero de un par de pulgadas de diámetro, templado horizontalmente en el aire entre los dos árboles. Indudablemente, a esa altura, el fresco tenía que ser delicioso. Sin decir más, calladamente, volvimos a echarnos al hombro las hamacas, y aprovechando la oscuridad de la noche, gateando como monos entre el cordaje de los obenques, fuimos subiendo al palo mayor hacia más arriba de la cofa, hasta encontrar el ya mencionado cable de acero. Amarradas a este las respectivas hamacas, colgadas en el aire a esa altura cada una a lo largo del cable, no sin cierta dificultad por el acrobatismo que la operación implicaba, logramos enfilarnos dentro de las hamacas sin que nadie se precipitara al suelo. Por algo éramos jóvenes y marineros! Una vez instalados: que paraíso! No solamente la brisa allá arriba era deliciosa, sino que el balanceo del barco se transformaba por razón de la altura en un verdadero columpio oscilante de varios metros a cada movimiento; y por último, nuestro techo era el cielo brillante de estrellas, un espectáculo incomparable. ¡Qué primera clase, ni apartamentos de lujo! Satisfechos por nuestra victoria, orgullosos y arrullados, no tardamos en dormirnos tranquilamente. La mañana siguiente, a medida que iba aclarando la luz del día, la tripulación y los pasajeros descubrieron aquella especie de nidos colgantes entre las puntas de los mástiles; su atención se fue concentrando hacia lo alto, hacia nosotros. A los tripulantes les cayó en gracia nuestra familiaridad con la altura, que a leguas denotaba nuestra condición de marineros; a los pasajeros, el espectáculo les parecía tan interesante como el de ver los cinco diablos sobre la cuerda del trapecio. Y nosotros, desde allá arriba, principiábamos encumbradamente a notar que las miradas de las señoritas pasajeras de 1ª clase se mantenían dirigidas en nuestra dirección. Bueno: ¿Qué hará ahora nuestro primer oficial? Será capaz, gordo y barrigón cual es, de encaramarse hasta nosotros, sin perder el porte elegante y volverse ridículo frente de los pasajeros? No tardó en aparecer el tipo; nos preparamos para la discusión o pelea resueltos a encarárnosle para dar
232
espectáculo al público. Nuestro hombre no se había todavía dado cuenta de qué categoría de demonios era ésta con la cual tenía que entenderse. Acostumbrado a tratar con tímidos y obedientes pasajeros, no pensó que nosotros éramos de diferente especie. Se colocó casi perpendicularmente debajo de nosotros en la cubierta, en actitud estética, con un brazo sobre el flanco, y con el otro sosteniendo sobre su boca un megáfono apuntando hacia el cielo, principio a llamar: –jóvenes!–. Los pasajeros, tomando mayor interés en el espectáculo, se iban amontonando en las barandas. Desde lo alto, una voz contestó: –aquí lo que hay no son jóvenes, sino señores!–. Y otra voz, desde otra hamaca agregó: –señores, y pasajeros de la más alta… clase!–. Hasta nosotros llegaron los ecos de las risas que estallaron entre los pasajeros. El oficial estaba perdiendo el primer round. Volvió a apuntar el megáfono hacia nosotros: –señores, bájense de allí–. A lo cual se le contestó en tono burlón: –súbase usted!–. El pobre oficial comprendió que de seguir la escena en público perdería él toda su marcialidad, al tiempo que nosotros conquistábamos la simpatía de los pasajeros en favor de nuestra vivaracha juventud. Supongo que pensaría un instante: –no me queda más remedio sino ordenar al contramaestre que a la fuerza me baje de allá esos muchachos. Pero, si esos endemoniados se resisten, y alguno cae y se estrella sobre la cubierta desde aquella altura, quedo yo responsable del posible accidente. No hay peor insubordinado a bordo, que un pasajero ex marinero!–. Lo cierto es que, después de reflexionar algunos instantes, el oficial optó por alejarse de allí como si nada hubiera sucedido y olvidándose del asunto. Otro round ganado por nosotros. A la hora del almuerzo, siempre bajo la mirada de los pasajeros, resolvimos bajarnos a la cubierta, lo cual hicimos orgullosamente como micos, dando muestra de nuestra agilidad acrobática y dejando colgadas allá arriba nuestras hamacas, como para indicar que estábamos resueltos a ocuparlas indefinidamente, mientras no lloviera, lo cual sucede raramente en el mar Rojo. Nadie nos molestó, por el contrario, algunos tripulantes nos felicitaron, inclusive un par de oficiales se dignaron dirigirnos la palabra preguntándonos que tal noche habíamos pasado allá arriba. En cuanto al 1er. oficial, no volvió a presentarse por ese lado. Maj, quien vivía alojado en la estación con el colega
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
marconista, nos informó que había habido una charla entre el 1er. oficial y el comandante Cogliolo, con relación a nosotros, y que Cogliolo le había aconsejado al primero que evitara de molestarnos, siendo comprensible la insubordinación en jóvenes ex oficiales quienes se sentían injustamente degradados al tener que vivir en la tercera clase. Cuando llegó la hora de la noche, los pasajeros estuvieron esperando para presenciar el espectáculo de ver cuando volvíamos a encaramarnos hacia las hamacas, lo cual hicimos con toda la prosopopeya y exhibición del caso, como soberbios monos que miraban con desprecio a aquella pobre humanidad condenada allá abajo a respirar aire tan caliente y sin brisa, al tiempo subíamos a gozar las delicias de céfiro y del alumbrado de las estrellas. Lo curioso era que, para desvestirnos estando dentro de la hamaca, a esa altura, sin caernos de la misma y sin presentar espectáculo indecente a los pasajeros que con sus linternas de flash apuntaban para vernos, teníamos realmente que hacer maromas. Pasaron así los tres días de navegación en el mar Rojo; llegamos al puerto de Massaua. Si en el mar Rojo hacía calor, Massua era un verdadero horno. Ya sea este puerto como el de Adén que tienen fama de ser entre los más calientes del mundo, siendo común allí temperaturas de 55º centígrados a la sombra! Ahora, hasta los oficiales del barco envidiaban nuestras hamacas colgadas entre los mástiles. El Roma no pudo atracar al muelle por que el mismo estaba desbaratado por un temblor ocurrido en días anteriores; fenómeno muy frecuente en aquella región y que generalmente no ocasiona víctimas gracias a que los habitantes etíopes, casi todos, viven bajo “tuculs” o chozas de paja de techo cónico, que en nada afectan los terremotos. La mayoría de los pasajeros desembarcó para seguir su destino tomando el ferrocarril que sube hacia Asmara, capital de la región del altiplano; o desde allí a otros puertos de Abisinia. Los que quedamos a bordo nos trasladamos al hotel más cercano para transcurrir allí el tiempo hasta que el barco volviera a salir. A bordo, el calor resultaba insoportable, inclusive para los tripulantes. En el hotel, vestidos con simples calzoncillos cortos, sin camisa, sandalias en los pies, sentados en cómodos divanes de mimbre debajo de las palmeras, bebiendo continuamente naranjadas con hielo mientras un joven negro hacía ondear sobre nuestras cabezas el pancal o ventilador africano: la vida era más soportable. Dicho ventila-
dor o abanico se compone de un bastidor movible, de un par de metros de ancho por uno de alto, generalmente hecho de estera tendida sobre un marco de madera, pendiente del techo, que el sirviente, mediante una cuerda, acciona desde lejos, haciendo que sus oscilaciones sobre la cabeza del agraciado agiten el aire dando una sensación de abanico de pantalla, además de ahuyentar a las moscas. ¿Qué se hicieron nuestros uniformes militares? Obligados por el calor, poco a poco hemos ido quitándonos esa indumentaria, quedándonos en traje de playa. Merced a la temperatura de Massaua nos damos cuenta de que ya no somos militares, ni resulta fácil adivinar si pertenecemos a la tercera o a la primera clase, si somos sirvientes o jefes. Pues a nadie se le ha todavía ocurrido aplicar galones sobre los calzoncillos, o charreteras sobre la descontada camiseta de algodón; y como quiera que debido al excesivo calor y sudor, nadie viste más que ese corto pedazo de tela, resulta que todos parecemos iguales, dependientes y comandantes. La única diferencia que ahora se perfila, y de la cual tendremos en adelante que ocuparnos a diario es la que distingue entre “blancos” y “negros”. En la categoría de “blancos” se comprenden no solamente a los italianos, sino también a los franceses, ingleses, etc., pues todos parecemos hermanos de una sola raza, en comparación con el color de la piel de la raza negra. Con la llegada a Massaua, no solamente han mudado el clima y el uniforme sino que hasta el 1er. oficial quien anteriormente nos molestaba tratándonos cual inferiores, ahora se ha vuelto democrático, conversa con nosotros como si fuéramos viejos conocidos. Todo el mundo no hace otra cosa sino beber naranjadas, sudar, volver a tomar… sin distinción de clases o de categoría; con excepción de los negros, cuya constitución, afortunadamente les permite trabajar algo para servirnos. Debido al enorme calor, los blancos destinados a vivir en Massaua no aguantaban en el puerto sino unos pocos días, o mientras se despachaba el barco; tan pronto es posible suben a refugiarse en el altiplano, hacia Asmara, donde el clima es más soportable, volviendo a bajar a Massaua solamente cuando las exigencias del servicio y la llegada de otro buque así lo requiere. El puerto de Massaua está situado entre numerosas islas, de formación coralífera; por la derecha, o sea, al norte, se halla la península de Gherar en donde se explotan unas riquísimas salinas marítimas, y TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 25 Viaje No. 13
233
en donde está montada la poderosa estación radiotelegráfica que por onda muy larga, a pesar de las tormentas estáticas tropicales se comunica diariamente con Roma y con Mogadiscio; por la izquierda, el puerto se une a la isla de Taulud, mediante un puente, siendo Taulud el barrio residencial de los blancos y de los negros elegantes; más lejos, hacia el sur, la isla de Sceck Said es frecuentada por los pescadores de perlas. La fauna marina, que en el mar Rojo abunda en variedades, se enriquece aún más desde las aguas de Massaua y hacia el sur, a tal punto que las aguas de esta zona, que están casi siempre calmadas por falta de vientos, aparecen sin embargo en continuo movimiento en la superficie; están llenas de vida, debido a los moluscos, pescados, cetáceos, tortugas, que en ellas se albergan y se nutren siguiendo la ley de que el pez gordo se come al pequeño… Estas aguas marítimas, más limpias y más saladas que en otras partes debido a la fuerte evaporación y a la escasez de ríos que viertan en ellas, permiten a través de su diafanidad entrever hasta el fondo del mar, a varios metros de profundidad, el misterio de esa vida que hierve entre las olas, cuyos habitantes poseen formas y colores atractivos como el ingenio humano no sabría imaginarlos. Allá salta una gigantesca raya de dos o tres metros de diámetro, cuerpo salpicado con manchas rojas, que haciendo fuerza en su poderosa cola se levanta varios metros sobre la superficie del mar y vuela largo trecho para escapar de las fauces de un tiburón, o para ir a caer entre una bandada de peces pequeños a los que devora; más acá, se ven unos gavilanes volteando lentamente sobre el espejo acuático mientras buscan la presa, para luego precipitarse en picada sobre la misma y elevarse en el aire con su víctima entre el pico al tiempo que de su garganta sale un ronco grito de triunfo; hacia el fondo de la bahía se notan convulsiones y remolinos en el mar, prueba que el peligroso y peleado pez–martillo está allá luchando con algún otro monstruo de gran tamaño; cerca del muelle, sobre el fondo verde–azul de la costa coralífera se destacan las tubíferas, dorsal sangre, las actinias anaranjadas, los erizos de mar con sus morados aguijones, las costas perlíferas y madreperláceas, entre las cuales se mueven los caballitos marinos, los pulpos, las numerosas, langostas y una infinidad de pececitos anónimos, de diferentes colores que llegan navegando en grupo, se desparraman en un instante, asustados por no sé qué, y luego, como si hubieran recibi-
234
do una orden o tuvieren instinto social vuelven a reunirse para seguir simultáneamente y en formación nadando en zigzag, hasta que de golpe desaparecen todos entre unas rocas, quizás en vista de algún enemigo. ¡Qué vida, paradisíaca por sus bellezas y colores, e infernal por sus peligros, es la que se ve en el fondo de estas aguas! Por la noche, cuando la ocultación del quemante sol permite a la humanidad blanca salir a pasear para tomar una bocanada de aire, vamos a Taulud y al barrio abisinio, para entrar en contacto y conocer la vida indígena, caminando en callejuelas formadas entre tuculs y sanduks o ducans (tiendas), de las cuales entran y salen tipos árabes perfumados de clavel o de incienso, ricos mercaderes indianos con sus vestidos llenos de adornos y arabescos, negros abisinios envueltos en blancas futas (sábanas), jóvenes mujeres de color, de formas procaces y semi– desnudas, jóvenes dánkalos cuya indumentaria se reduce al taparrabo cuando lo llevan; entramos al mercado que sigue activo hasta altas horas de la noche y vemos frutas y hortalizas de clases que todavía no conocíamos, canastas rellenas de dátiles, pirámides de melones y sandías, recipientes de madera o de barro rellenos de leche, otros con miel, cereales y trigo, pilas de arepas cocinadas sobre piedras calientes, jaulas con monos, leopardos, antílopes, dientes de elefante, de hasta 2 metros de largo cuyo marfil sirve para hacer costosas bolas de billar, cuernos de rinoceronte que los indianos pagan a precio de oro para rayarlos y tomarse el polvo como afrodisíaco, camellos, pieles de jirafa y de león, y numerosos artículos exóticos que la escasez del tiempo no nos permite observar. Estos habitantes de Massaua, de origen eritreo o abisinio, parecen bastante civilizados, nos permiten a los blancos circular libremente entre sus barrios, mirándonos con indiferencia, o saludándonos militarmente, hablando suficientemente italiano la mayoría de ellos, como para que nosotros recién llegados podamos entenderlos. Esto no es de extrañar si recordamos que esta colonia tiene ya varios años de estar sometida a un gobernador italiano; hay escuelas, misiones religiosas, sacerdotes y monjas católicas. Los etíopes tienen fama de ser raza fuerte, de carácter independiente, religión copta, con influencias islámicas y judías, pretenden ser descendientes de un hijo de Cam. Apenas hemos tenido tiempo para enterarnos de todo lo anteriormente descrito, cuando el Roma vuel-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
ve a zarpar para continuar viaje hacia el sur. Una mitad de los pasajeros se ha quedado en Eritrea, dejando el barco medio vacío; ahora vamos a tener los cinco marconistas camarotes de primera clase donde alojarlos, hay varios desocupados. Desde ahora el ambiente de abordo que todavía tenía algo de europeo, queda transformado en africano por cuanto que ya nadie viste traje completo con uniforme, han desaparecido todas las graduaciones entre blancos, con mucha satisfacción para nosotros. Parece mentira, que para ser tratados cuales dignos ciudadanos iguales a los demás, hayamos tenido que venir al centro África, entre los denominados inciviles o salvajes. Al día siguiente de haber salido de Massaua, entramos en el puerto de Adén, el segundo horno africano. Como quiera que la estadía aquí será muy corta, no nos dejan a los pasajeros desembarcar, tenemos forzosamente que aguantarnos el calor que hace a bordo sin un soplo de brisa, con las paredes del barco que queman al tocarlas, debido a la acción del sol. Aquí también, el mar hierve de pescado de todas las especies. El anzuelo no para medio minuto en el agua sin que algo pique. En media hora la pesca es suficiente como para servir una comida a todos los del barco. Desde Adén zarpamos poniendo rumbo a Alúla. Esta es una magnífica bahía en cuanto a posición geográfica, situada en el estrecho de Bab el Mandeb, a oriente de Adén y enfrente de la costa arábica; pero se trata de un lugar todavía prácticamente salvaje. Solamente vive un hombre blanco en Alúla, entre un centenar de indígenas de la temida raza dánkala, cuyo aspecto es más bien feroz y preocupante. El Roma entra en esta bahía únicamente con el objeto de desembarcar víveres y tomar noticias de ese blanco que el gobierno italiano mantiene para vigilar el territorio y conservar su autoridad sobre las tribus que allí viven. La costa es arenosa, con dunas, no se ve un solo árbol en la playa, una casucha techada con zinc denota la vivienda del solitario blanco, que se destaca entre el centenar de tuculs cónicos donde habitan los indígenas. Desde esa playa vemos destacarse unos puntitos negros que poco a poco se dirigen hacia el Roma que está anclado en la mitad de la bahía. Se trata de piraguas, embarcaciones hechas con troncos de árboles vaciados en el interior, vienen tripuladas por unos salvajes cuyo cuerpo pintado y cuyas gesticulaciones nos hacen recordar los demonios antropófagos que en el río Congo asaltaban las expediciones de Stanley cuando iba a descubrir las fuentes del Nilo.
Vienen acercándose al Roma, cada piragua movida por una veintena de remos, cuyas palas terminan en una especie de disco chato y de 1 pie en de diámetro. Son remos africanos y de estilo salvaje. ¡Pero que brutos estos dankalos para remar! En lugar de bogar en ritmo lento y golpe largo, introduciendo el remo de corte, sobre la mera superficie del agua, y sacarlo oblicuamente, estos idiotas, lo que hacen es pegarle al agua de cualquier manera, sin coordinación, cada cual por su cuenta, levantando, esto sí, tanta espuma como si allí estuviera una ballena; sin embargo, aunque lentamente, su piragua camina y se nos acerca. ¿Pero, por qué será que gritan todos, y saltan dentro de la piragua como si estuviera llena de carbones ardientes? Un tripulante del Roma, que es ya veterano de esta ruta, nos explica: es que están bailando la “fantasía”, para festejar la llegada del buque, hecho que solamente ocurre aquí un par de veces por año. Ustedes verán ahora como asaltan el Roma, pero no se asusten porque no pasa nada; solamente vienen a bordo para comerciar y presentar “salám–alíkum” es decir, hacer acto de deferente saludo a los magos blancos que somos nosotros. Siguen acercándose las piraguas, y francamente nosotros temblamos de emoción que raya con el temor. Son más de un centenar de diablos negros, completamente desnudos, sus caras y pechos pintados con rayas de diferentes colores, gesticulan moviendo brazos, piernas, remos, en una confusión que parece infernal, al tiempo que gritan, es decir, cantan, una canción de notas y estrofas para nosotros incomprensibles pero evidentemente salvajes, al tiempo que unos guerreros situados en la popa de las piraguas y, armados de largos arcos y lanzas, desparraman flechas alrededor del casco del Roma, seguramente el signo de fiesta, pero, ojalá que no se equivoquen! Cuando llegan al lado del vapor, abandonando remos y armas, se echan de un salto entre las olas, desaparecen unos minutos, hasta que resurgen al otro lado del barco, y agarrándose de los cables que cuelgan fuera–borda, se elevan rápidamente como monos hasta saltar en cubierta. ¡Muy bien por el abordaje! Ahora, qué quieren? El mayordomo Catti, práctico en estas rutas, conoce el asunto, mediante señas y algunas palabras que yo no entiendo, se pone de acuerdo con los invasores para el pago del rescate o negocio, que consiste en entregarles algunas docenas de pequeños panes, que aquellos reciben como si fuera maná. Felices y gritones se acercan a la baranda del barco, y con un magnífico salto, sin importarles mojar TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 25 Viaje No. 13
235
los panes, regresan a sus piraguas, donde se dedican nuevamente a bailar fantasía. Mientras tanto, van llegando otras piraguas, cargadas de pescado, magníficos atunes de más de 1 metro de largo, que las grúas del barco suben a bordo rápidamente, a razón de un atún por cada panecito que se les dio a los negros, hasta llenar las cámaras frigoríferas del barco. Caramba! Qué negocio, ahora entendemos por qué el Roma vino a arrimar en Alula, este puerto salvaje donde no hay pasajeros ni carga para movilizar. ¿Cómo no venir, a llevarse algunas toneladas de pescado fresco y de primera calidad, a cambio de unos kilos de pan? Escoltado por media docena de guerreros que más bien parecen pretenciosos simios, llega a bordo el blanco gobernador del lugar, un viejo de apellido Crispi quien, de golpe, resuelve salir con nosotros para transcurrir unas vacaciones en Mogadiscio. Lo malo del caso es que como Crispi se aloja en primera clase, sus guardianes dánkalos hacen lo mismo, no lo abandonan un instante, apestando todo el ambiente con su característico olor de grasa rancia. No es posible hacerlos bajar a cubierta, porque se ofenderían, y hasta podrían creer que queremos hacerle daño a su patrón, el funcionario del gobierno italiano, Crispi, quien por lo visto los tiene muy bien amansados. El Roma vuelve a zarpar hacia el nordeste, buscando el cabo Guardafui, que los árabes denominan Ras Assir. Guardafui es un nombre tan tristemente famoso entre los navegantes de este sector afro–indiano, como el cabo de Hornos para los marinos de las rutas suramericanas justamente por su peligrosidad. Los primeros navegantes portugueses de la flota de Vasco de Gama, por allá en el siglo XIV, bautizaron esta punta de tierra con la expresiva designación de Guardafui, es decir, guarda y fuye, mira y escapa, antes de que te agarre este monstruo. Porque se trata de un lugar siniestro, inhospitalario, donde las fuertes corrientes marinas, y a veces las brumas, llevan los barcos a estrellarse contra sus rocas que tiene la forma de una inmensa cabeza de león asomando entre las aguas hacia el océano Índico. El cabo está desprovisto de faro, porque las dos o tres veces que los blancos trataron de instalárselo, los beduinos dankalos se encargaron de tumbarlo pues a ellos no les resultaba negocio el faro. Su industria, desde siglos para acá, consiste en esperar que algún buque incauto vaya a estrellarse contra las rocas, para entonces asaltarlo. Pero se asegura que actualmente
236
el gobierno italiano ha resuelto ponerle coto al asunto y pronto construirá allí otro faro, dejando un piquete de soldados blancos, con armas suficientes para vigilar y defenderse. Parece que esta será precisamente la próxima misión del señor Crispi (que según parece, es un descendiente del famoso ministro siciliano Crispi, de la época de la batalla de Adua en Eritrea). Hasta aquí, el mar ha estado calmadísimo desde que entramos en el mar Rojo. Pero, el cabo Guardafui es traicionero; tan pronto doblada su punta a prudencial distancia, las costas cambian de aspecto. Ahora, el Roma enrumba resueltamente al sur–oeste, hacia Mogadiscio, a pesar de las fuertes ráfagas de viento y golpes de mar que se estrellan contra su proa. No se trata de mal tiempo o borrasca; simplemente tenemos que vérnosla con el famoso viento monzón, que metódicamente todos los años sopla en la misma dirección, desde el sur–oeste, durante los meses de mayo a octubre. La vida de la naturaleza en estos mares puede decirse que está gobernada por el monzón, cuya precisión de calendario permite a los habitantes regular sus faenas y trabajos, de acuerdo con el viento. Así por ejemplo: en esta época, los zambucos y los sampanes –especie de goletas de estilo árabe y chinos, que llevan una sola vela cuadrada, de esteras, y que solamente navegan con el viento en popa–, viajan desde Zanzíbar hacia el norte, hasta Adén y demás puertos de Arabia, cargados de marfil, ébano, productos y especies africanas. Entre octubre y noviembre, cesa el monzón del sur–oeste; se produce en el océano Índico y en la costa occidental del centro África una gran calma de brisas, sin vientos, durante la cual llueve torrencialmente todos los días. En noviembre, termina la estación de las lluvias; vuelve a soplar el monzón, pero ahora, en sentido contrario, es decir, desde el nordeste. Centenares y millares de goletas salen de los puertos de la Arabia y de la India, viento en popa, vuelven a navegar hasta la costa Sómala, hasta Zanzíbar y Madagascar, llevando en sus bodegas las mercancías de manufactura europea, telas de algodón, artículos de vidrio, perfumes occidentales, vinos, alimentos enlatados. El monzón del nordeste es menos fuerte que el del sur–oeste, es apenas una brisita, que dura hasta marzo. Entre marzo y abril se presenta la otra estación de calma y lluvias, que los árabes denominan “tangabíl”; en mayo vuelve a soplar el sur–oeste, hasta el tangabíl de noviembre.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
En la costa, los monzones levantan arena y forman dunas, cubren o destapan caminos, según la época, puesto que cada monzón sopla en dirección contraria a su antecesor; en cuanto a los tangabiles o época de lluvias en abril y en noviembre, gracias a su matemática ocurrencia, los agricultores saben con precisión en que semana o quincena tendrán que cosechar, siendo dos las cosechas de cada año. El monzón del sur–oeste es bastante fuerte; levanta golpes de mar que ocasionan balanceó que sería de efecto desagradable para barcos que fueren más pequeños o menos estables que el Roma y que pretendieren como éste, navegar contra viento y respectivas olas. Desde Guardafui hasta Mombasa que está situada más al sur de Mogadiscio, son un millar de kilómetros de navegación invariada y monótona, llevando el mismo rumbo, a lo largo de la costa Sómala que aparece uniformemente baja y arenosa, formada por dunas, con muy rara vegetación. Otra característica especial de esta costa es que, desde Giardafui hasta Kisimayu donde desemboca el río Juba, está defendida, a un par de millas de distancia de la costa, por
una cadena longitudinal de escollos, a través de los cuales tienen que pasar las embarcaciones que quieran llegar cerca de la playa. Esta cadena de escollos, a lo largo de unos 600 kilómetros, sirve prácticamente como defensa de la costa contra el embate de las olas; y desde luego, una vez atravesada esa barrera, entre ese punto y la costa, El mar esta calmadísimo, a pesar de que fuera sopla el incansable monzón, día y noche sin descansar durante cinco meses. En la mañana del 20 de septiembre del año 1920, es decir, después de un mes completo de viaje desde que salimos de Nápoles, llegamos a la vista de Mogadiscio, donde tendremos que desembarcar, para internarnos en el territorio africano. Adiós civilización, adiós comodidades, y adiós maldita disciplina militar; en adelante, vamos a hacer simplemente: hombres, aunque “magos blancos”, como dicen los negros. Vamos a ver si el África misteriosa nos devora; o si seremos capaces de dominarla. Alegres, y confiados en nuestra juventud, nos disponemos a desembarcar.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 25 Viaje No. 13
237
CAPÍTULO
26
Somalilandia
Septiembre de 1.920 Octubre de 1.920
L
a historia de la costa de Somalilandia, cuya capital es Mogadiscio, retrocede, por cuanto se sabe, hasta el siglo VII, durante el cual, según cuentan los árabes, Said, hijo de Alí y sucesor del profeta Mahoma invadió las tierras del Benadir, fundando los puertos de Mogadiscio, Merca y Brava. No se comprende por qué los árabes denominan Benadir –que quiere decir país de los puertos–, esta zona costera que debido a los monzones y la franja de escollos de que antes hablé, de todo tiene, menos que puertos, o facilidad para construirlos. Sin embargo, dentro de la confusión histórica existente sobre el particular parece evidente que los árabes conocían la existencia de la Somalia en la época anterior a Cristóbal Colón, cuando en Europa se creía todavía que el continente líbico terminara en el desierto del Sahara. En el año de 1499, el famoso navegante portugués Vasco de Gama se presentó con su flota frente de la ciudad de Mogadiscio, encontrando allí establecida una floreciente colonia de árabes, con numerosas edificaciones de piedra, y hasta una fábrica de vidrios. Pidió la entrega y dominio de la plaza, pero como quiera que los jefes árabes se negaran a entregarse, bombardeó y luego atacó la ciudad, sin lograr ocuparla. Solamente más tarde, en el año de 1503, el lusitano Tristán da Cunha logró posesionarse de la plaza y establecer la colonización portuguesa sobre-
238
poniéndola a la ya existente de los árabes. Pero después de poco tiempo los portugueses tuvieron que abandonar la colonia, que pasó a ser gobernada por diferentes sultanes y fue decayendo hasta quedar la ciudad reducida a un montón de escombros y ruinas edilicias en las cuales todavía se notan confundidos el estilo árabe y el portugués. A fines del siglo XIX, el gobierno de Italia obtuvo del sultán de Zanzíbar la concesión del protectorado sobre la costa del Benadir; más tarde, concluido el tratado con Abisinia los italianos pudieron internarse remontando el río Juba hasta Lugh. Más al norte, el territorio atravesado por el río Uebi–Scebeli continuaba sin gobierno, aunque prácticamente dominado por las bandas de asaltadores de caravanas, del guerrero abisinio Mullah, cuyas razzias descendían a veces hasta la colonia inglesa del Kenya. Recientemente, durante el año de 1919, un destacamento de tropas italianas había logrado sentar residencia en Bulo Burti, aunque sufriendo alguna pérdida de vidas, ocasionadas por sorpresivos ataques de guerrillas abisinias. La población de la Somalia es en su mayoría de tipo nómada o beduino, prefiere vivir en el monte, sin residencia fija, trasladándose de un lugar a otro según las épocas de lluvias y de sequía, buscando el agua, o el pasto para sus ganados, viajando a veces largas distancias y durante semanas en grupo de fa-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
milias con sus cabañas y enseres a lomo de camello o de burritos. Dicha población está compuesta por tres categorías definidas, de carácter inconfundible en fisonomía y aptitudes: los libres, los libertos, y los esclavos. Todos son negros del tipo similar al abisinio–galla, y religión derivada de la musulmana; pero difieren entre sí a primera vista, por lo siguiente: la primera categoría, los libres, constituyen el grupo social y moralmente más elevado, son inteligentes, captan fácilmente el modus vivendi del hombre civilizado; comprenden los elementos de más pureza de raza, son de cuerpo alto, delgado, orgullosísimos y celosos de sus costumbres, especialmente los pertenecientes a la tribu de los Migiurtinos, y son los elementos dominantes sobre los demás, en todo el país. Por consiguiente, casi todos los sirvientes y capataces de confianza para los blancos son escogidos entre los Migiurtinos. No sobra añadir que estos “libres” forman casta aparte; solamente se casan entre ellos, pues consideran una degradación la unión con otros elementos no igualmente libres. A la segunda categoría corresponden los “libertos”, descendientes de esclavos libertados desde algunas generaciones; son menos inteligentes, más propensos que los primeros –quizás por atavismo–, a obedecer, servir en trabajos manuales. Mientras los libres se consideran descendientes de la raza camítica, los libertos se suponen originarios de la raza bantú, son de cuerpo gordo, menos estético que los primeros. Por último, los esclavos, generalmente de cuerpo gordo y nariz chata, forman una casta totalmente diferente de las dos anteriores, son unos seres torpes, semiembrutecidos. La constitución de la familia sómala difiere de las normas cristianas en cuanto que el indígena tiene legalmente derecho a casarse hasta con cuatro mujeres, comprándolas, según el antiguo estilo musulmán. La autoridad del marido y padre, sobre el resto de la familia, es del tipo patriarcal y absoluto. Dos o más familias que se reúnan por tener entre sí comunidad de intereses o de parentesco forman un “rer”; dos o más rer forman una “cabila”. El jefe de la cabila se denomina “imán”. El imán dispone del “dogoscinca”; una especie de consejo formado por los jefes que representan varios rer, que discute los intereses económicos y políticos de la cabila, somete sus resoluciones al estudio del imán quien es juez absoluto y puede aprobar, rechazar o modificar las deliberaciones del dogoscinca. A su turno el
dogoscinca dispone de un consejo de subjefes, denominado afartonléi (de áfar, cuarenta), cuya función es la de informar a los jefes sobre las cuestiones secundarias de la cabila. Los jefes son escogidos entre los hombres de edad que durante las reuniones sociales del rer o de la cabila hayan demostrado poseer la mejor capacidad de juicio y de justicia. El respeto y la devoción que los subalternos profesan hacia los jefes es también del tipo patriarcal absolutista. Por ejemplo: cuando un miembro libre de la cabila se encuentra con el imán, para saludarle no le da la mano sino que la envuelve previamente en el blanco tejido de su fúta (especie de sábana, de siete metros de largo, envuelta alrededor del cuerpo y que constituye el vestido del somalo), a fin de preservar a su jefe, del contacto y eventual contagio. Asimismo, el liberto y el esclavo de la cabila, si pasan cerca de un libre, o del patrón, se detienen un momento, y se quitan sus sandalias, en señal de respeto. La disciplina dentro de la cabila es mantenida por una especie de policía denominada “gogle”, formada por jóvenes escogidos, a quienes el consejo de los jefes encarga la conservación del orden, las condiciones higiénicas de las cabañas y poblado, la recolección de las cosechas en los campos, la vigilancia de las caravanas y ganados. El “sagal”, es el policía encargado de espiar y reportar a los jefes cuanto vea de anormal o peligroso. Si un somalo desobedece al gogle, un grupo de estos le secuestra la puerta del tucúl, o el angereb (serír, camastro) cuya devolución requiere por parte del propietario el desembolso de algunos táleros, o rupias, de multa que el cuerpo de los gogles se reparte luego en común. El principio de autoridad está representado por la voluntad colectiva de los más ancianos, es decir: de todos aquellos que contrajeron matrimonio, tuvieron hijos, y pertenecen a la misma cabila. Los hombres más viejos gozan siempre de especial predilección y profundo respeto. La justicia es administrada por el santón o scek o cadi quien es el jefe religioso de la cabila. Su sentencia es aceptada sin discusión como expresión de la divina voluntad de Mahoma; pero en el caso remoto de que el condenado se rebele, el cadi avisa al imán, y este presta sus fuerzas para imponer la pena, que puede ser una multa, unos azotes en público, o en casos graves la amputación de alguna parte o miembro del cuerpo según la Ley del Talión.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 26 Somalilandia
239
La hospitalidad entre los miembros de una misma cabila es obligatoria; quien la necesite no tiene que solicitarla como favor sino que tiene el derecho de entrar en el tucúl que más le guste y sentarse a comer en común con los demás de la familia o rer. Si el huésped es persona a la cual la cabila desea o tiene que rendir honores, el imán le ofrece pollos, cordero, mantequilla, café, leche. De la unión entre un hombre libre y una esclava de su propiedad, el que nace es considerado libre. Si la esclava no es de su propiedad porque no ha sido adquirida, el que nace queda esclavo del dueño de la mujer esclava. A los esclavos compete el trabajo de preparar las comidas, moler el maíz y la dura (especie de trigo africano), traer agua de los pozos, leña desde el monte, pastar el ganado; en fin, todos los trabajos pesados. En general, las mujeres trabajan más duramente que los hombres; por su parte, estos tienen a su cargo las luchas de la cacería o de la guerra. El idioma somalo es una mezcla entre en abisinio del norte y el suahili de los cafres del sur; es bastante primitivo, pues los verbos solamente se mencionan en infinito, no tienen conjugación. Una de sus reglas principales consiste en que todos los verbos de sentido afirmativo llevan la preposición “uá”, los negativos “ma”. Así por ejemplo: estar bien, uafáida, estar mal, mafáida; tener, uafísh, no tener, mafísh; haber, uacúgira, no haber, macúgira (años más tarde supe que en el idioma japonés existe una regla por el estilo, usando como negativo el sufijo “masen”, ejemplo: arimasen, no hay; sukimasen, no quiero; dekimasen, no puedo; irimase, no necesito; ikemase, no está permitido; me llamó la atención esta lejana analogía con base en el ma). La escritura sómala no existe; por consiguiente los actos que requieran ser registrados se redactan en árabe, cuya escritura es conocida por los santones, los escribanos y alguno de los jefes; los demás habitantes son generalmente analfabetas. En la mañana del 20 de septiembre de 1920, nos dispusimos pues a desembarcar en el puerto de Mogadiscio, ciudad capital de la Somalia, cuya población según dicen comprende unos doce mil negros y doscientos blancos. El monzón del sudoeste sopla todavía fuerte; el Roma tiene que echar anclas unas millas afuera de la costa pues la barrera de escollos, de que hablé anteriormente, no permite que los barcos de mayor calado se acerquen más. De la orilla de la playa se des-
240
prenden unos puntitos negros que poco a poco aumentan de tamaño a medida que se nos avecinan. Son unas toscas barcazas, con capacidad para unos veinte pasajeros y otros tantos remeros. Estos trabajan cantando, acompañando los golpes de los remos con el ritmo de su canción de “fantasía”, al tiempo que observan las señas que de vez en cuando desde la popa les dirige el “nacuda” (timonel) para que aceleren o reduzcan la velocidad del remo según que vayan aproximándose las olas que el monzón levanta fuertes y espumosas. A pesar de que el tamaño de los botes es respetable, siendo de unos diez metros de largo por tres de ancho y dos de alto, la violencia de las olas los hace saltar sobre el agua como si fueran cascaritas de nueces. Así, desapareciendo entre dos olas, y luego reapareciendo de un salto sobre la cumbre de la siguiente, se acercan los botes que vienen al Roma para recogernos. Desde la cubierta del buque observamos, un poco impresionados, esa escena de fuerza y valor salvaje, del mar, y de los marinos negros, de la familia o tribu “rer magno”. Los componentes de esta cabila, de padre en hijo se vuelven marinos, no ejercen trabajo diferente al de remar y pescar. Pero: ¡qué marinos son estos!; viven en el agua como si fuere su propio elemento, nadan como peces, y se enfrentan puñal en mano al mismísimo tiburón al que vencen en buena lid sin mayor dificultad. Bien justamente se llaman estos negros: hijos del mar. Nuestra capacidad y conocimiento de náutica no vale una higa en comparación con la de estos desnudos y semisalvajes negros a quienes tendremos que entregarnos, alma y cuerpo, para que cumplan el milagro de trasladarnos desde el Roma hasta la playa. Desde luego, esta operación no sería fácil sin disponer de… medios científicos. Cuando las barcazas llegan a arrimarse al costado del Roma, parece imposible desembarcarnos dentro de las mismas, debido a que el continuo y fuerte oleaje mantiene aquellos botes saltando con desniveles de hasta tres metros. En tales condiciones no hay que pensar en arrear la escalera principal del barco, pues los botes se estrellarían contra ella. Tampoco es posible que los pasajeros se cuelen por la escalera de cuerda (buscaggina) pues lo más probable del caso sería que alguien resultaría machacado entre el bote y el casco del barco. Los tripulantes del Roma, son viejos en esta línea, conocen el remedio para la circunstancia. Preguntamos: –¿cómo bajamos?–. Contestan: –esperen y verán–. Están distendiendo sobre la cubierta del barco
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
El sultan de Somalia con sus Ascaris
una de las grandes telas enceradas que se usan para tapar las bodegas. Ahora recogen las cuatro puntas del encerado, con un cable de acero las amarran a una de las grúas de cargue y descargue. Luego, nos invitan a situarnos al centro de esa tela, pasajeros y respectivos equipajes. Vamos a… volar desde el Roma a uno de esos botes, en esa especie de paracaídas improvisado. Cuando la grúa principia a templar el cable levantando las cuatro puntas del encerado, quedamos cogidos dentro del mismo como en una jaula, que se eleva en el aire, es sacada fuera borda, queda algún instante suspendida sobre el mar, esperando el momento favorable o sea que una ola imprima al bote movimiento ascensional, cuando esto ocurre, la grúa suelta el cable, haciendo que la carga llegue dentro del bote con el mínimo de golpes. Nos libramos del encerado; el nacuda, mediante señas nos distribuye, un pasajero sentado al lado de cada remero, el cual queda responsable en caso de naufragio; así, cada remero sabe a quién tiene que salvar. El bote se aleja del Roma, apuntando su proa hacia la playa. Nadie entre nosotros los blancos tiene fuerza para hablar, o saludar los del Roma. Los fenomenales brincos que está dando el bote nos tienen con
el alma mortificada y a punto de salirse. Algunos de los blancos, a pesar de tener un mes de continua navegación, a los pocos minutos queda mareado. Mientras tanto, el bote navega, impulsado por los veinte remos, brincando sobre las olas al tiempo que los remeros tranquilamente cantan: “alá, eilalá, Mohamed resur Allá”. Sí, que Dios, aunque sea el mohamed (mahoma) de ellos, nos proteja, acortando lo más pronto este suplicio. Necesitamos todos nuestros nervios, para mantenernos calmados, aparentar indiferencia, dominio de nosotros mismos, a fin de que estos monstruos negros no lean sobre nuestras caras el terror que nos invade. ¿No habrá peligro, cuando estemos ya lejos del Roma, que estos diablos desnudos nos asalten, apaleándonos y echándonos a los tiburones? Absolutamente: por el contrario, hay que tener en ellos plena confianza. Se cuenta que el año pasado, cuando llegó el nuevo gobernador, De Martino, estando la marea baja, se podía ver la punta de los diferentes escollos que forman la barrera, y entre ellos, los pasos entre los cuales parecía que le bote pudiera franquear. El nacuda, como de costumbre iba dirigiendo el bote hacia el paso por él acostumbrado, conocido como el
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 26 Somalilandia
241
más seguro y fácil de traspasar sin tener que esperar una alta ola. Pero, como quiera que para ello no estaba manteniendo la ruta más corta, el gobernador De Martino se creyó autorizado para ordenarle que avanzara por el camino más derecho; así se lo indicó con un gesto del brazo mostrándole otro paso. El nacuda obedeció; cuando el bote llegó sobre la escollera, el rompiente de una ola lo cogió de travieso, dándole la voltereta, haciéndolo naufragar con toda su carga, inclusive el gobernador y los oficiales que lo acompañaban. Un médico militar quien ya estaba tomando agua en exceso, de repente sintió que alguien lo agarraba por la cabellera levantándolo fuera del agua. –Gracias a Dios–, pensó, –un remero me está salvando–. El negro, lo miró bien en la cara, luego, con una improvisada mueca de disgusto, diciéndole: –tu no ser gobernador–, volvió con un empujón a hundirlo y soltarlo bajo el agua. Era el encargado de salvar al gobernador. A pesar de lo cual, todos los blancos fueron oportunamente salvados, por esos ingenuos y fieles hijos del mar. Ya estamos llegando a la escollera, ojalá que el nacuda tenga buen pulso. Con un gesto ordena a los remeros suspender la boga, y al hacerlo, estos interrumpen el canto, hay un silencio impresionante. Llega una ola inmensa, el nacuda da un golpe de timón para colocar el bote en posición favorable, el maretazo nos levanta un par de metros y en cosa de segundos estamos al otro lado de la barrera, salvos. Aquí el oleaje es más tranquilo; reanudando la boga y cantando victoriosamente el “abdelkader geláni”, los civilizados negros empujan el bote hacia la playa hasta vararlo donde solo hay un metro de agua. Desde tierra, salpicando en la resaca, llegan otros negros que sostienen en alto sobre sus cabezas, para evitar que se mojen, sillones de mimbre. Para qué? No se nos había ocurrido: para depositar en ellos nuestros preciosos cuerpos, transportarlos así hasta tierra evitando que nos bañemos, mediante los hombros de cuatro robustos somalos por cada blanco. Los seis compañeros ex marconistas nos miramos uno al otro sonrientes, mientras cada cual está pensando: por lo visto no nos hemos equivocado, África será para nosotros mejor que Europa, puesto que en lugar de disciplina, idioteces de cabos y sargentos ignorantes a quien tener que obedecer, nos ofrece estos transportes orientales, dignificantes para nosotros que nos sentimos de una vez elevados a la categoría de mandones, en lugar que simples sirvientes como lo seríamos de continuar nuestra vida militar en Italia.
242
Aquí cada blanco, desde el más humilde hasta el todopoderoso gobernador o el duque de los Abruzos, sin distinción, es un “sarcál” o sea, jefe, patrón, semidiós. Con razón, porque cada blanco es una especie de brujo, como los dioses del Olimpo, capaz de convertir el agua en hielo o en humo; encender pequeños soles en sus cuartos de habitación, para alumbrarlos (bombillos eléctricos); montar unos camellos de raza muy rara que tienen ruedas en lugar de piernas (automóvil); matar gente o animales, a gran distancia, mediante un palo que hace “bumm”; y los más endiablados entre dichos blancos, además de todo lo anterior, hasta se hablan entre ellos a centenares de kilómetros de lejos, en segundos, igual o mejor que los mismos demonios (radio–operadores). Por sus hechizos, esta última especie de blancos es la más respetada y temida entre los negros indígenas; acostumbran distinguirlos con el apodo de jin, diablo, porque además de comunicarse a distancia como antes he dicho, estos demonios blancos son de una cabila especial que hasta sabe fabricar y manejar rayos y truenos (las chispas eléctricas de los viejos transmisores de radio de aquella época). De que somos “jin”, diablos, los seis recién llegados, no queda duda entre los centenares de negros presentes, cuando reciben orden de transportarnos al tucul de las torres: la gran estación inalámbrica de Mogadiscio. Esta es una poderosa estación instalada por la marina de guerra italiana, de 500 kilovatios de potencia, que diariamente se comunica con Massaua y hasta con Italia, con sus obcecantes chispas de casi un metro de largo, cuyos estallidos se oyen a kilómetros de distancia cuando está enviando mensajes radiotelegráficos. Para los habitantes negros de la ciudad, este es por excelencia el lugar de las brujerías; hechiceros son todos los blancos que aquí habitan. Los negros que trabajan cuales sirvientes de estos blancos, se consideran de clase más elevada entre sus congéneres, pues no solamente son los siervos de los diablos, sino que siéndolo, aprenden o creen poseer ellos mismos también algún poder nigromántico. En cuanto a los blancos, complacidos, hacen cuanto es posible para cultivar y mantener en la cabeza de los negros la creencia de que los blancos son superhombres, pues ésta constituye su mejor defensa; y es gracias a tal creencia, que los negros nos toleran, nos respetan sirviéndonos, porque nos temen como brujos. Sin este temor, si supieran cuán débiles e impotentes somos realmente, nos destruirían, asaltándonos y matándonos con sus “biláos”
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
(yataganes, machetes), con sus flechas envenenadas y sus lanzas, para apoderarse de nuestras cosas y quitarse de encima estos mandones paganos (porque no conocen su religión y sus costumbres) que están apenas en proporción de un blanco por cada decena de miles de negros. Afortunadamente, ellos no saben, y por ello nos temen; y porque nos temen, nosotros mandamos como patrones y como dioses. Nuestra procesión de literas cargadas a lomo de esclavos, como Rhadamés cuando regresa triunfalmente a su corte en la Aida, va desembarcando en la playa, y seguimos rumbo a la estación, donde el personal de radio nos recibe simulando honores, para los ojos de los negros, dándonos la bienvenida. Son nuestros suboficiales (maresciallo) y oficiales de la marina; con placer constatamos una vez más que aquí no se hace distinción de grado y de trato; siendo blancos, somos prácticamente iguales y todos somos “sarcales”, con derecho a varios sirvientes, sin tener que cumplir ningún trabajo pesado o manual. Solamente se requiere de nosotros trabajar con el cerebro, usar nuestra inteligencia para el buen servicio de las radiocomunicaciones; y en toda ocasión, mientras haya un negro que pueda observarnos, obrar, aún en los más mínimos detalles, como seres superiores, que nunca discuten, nunca pelean, ni hacen acciones inmorales o deshonestas, ni abusan, como dioses que somos, de su poder de mando. La orden o el juicio que emite el blanco –quien quiera que éste sea–, tiene que parecer a los negros cual opinión infalible y divina; pues si el negro llega a perdernos el respeto o a tener qué criticarnos por alguna mala acción, estamos todos perdidos. Por esto cuando un blanco, por cualquier motivo, resulta malo, y los negros principian a darse cuenta de ello, el gobernador lo despacha inmediatamente a Europa, antes de que la voz cunda entre la población negra. Vamos al comedor, acompañados por los blancos residentes del lugar; con alegría observamos que la mesa abunda en elegancia de servicio: toallas y platos de porcelana inmaculada, vinos finos a voluntad, agua de Vichy para todo el mundo; servicio a cargo de numerosos criados y camareros negros, ágiles, limpios, bien presentados, muy atentos. Nuestros colegas de la estación nos hacen conocer frutos tropicales hasta ahora desconocidos para mí; entre estos, una especie de melón o calabaza, de sabor delicioso y raro, que denominan “papáia”. –Pero, esto no sabe a nada–, comenta alguien entre nosotros. –Es porque la estás ensayando por primera vez– nos con-
testan los expertos, –este fruto va gustando más a medida que se le conoce, con el tiempo en llegar a ser deseado y delicioso, especialmente porque es sumamente digestivo y hasta medicinal para el estómago–. En principio, no sabemos cómo comer la papaya, nos da risa ver que hay que hacerlo con cucharita. Esto es muy diferente de las frutas europeas. Pero más risas nos da ver cómo los entendidos saborean otro fruto, también raro, esto es, el anón (chirimoya) que siendo de pulpa filamentosa y muy jugosa no se presta para ser cortado con cuchillo o cuchara, sino que para paladearlo debidamente hay que chuparlo, descuidando la estética. El ananás (piña) no nos asombra, porque ya lo conocimos en Gibraltar, aunque no tan dulce y exquisito como estos del centro África. Por lo demás, la comida es parecida a la que podría conseguirse en un buen restaurante italiano, salvo que la carne es menos tierna, debido a que aquí el ganado se nutre en el monte, como los camellos, sin pastos finos. Esto promete bien. Cuando lo manifestamos a los que nos hospedan, nos contestan que no tenemos por qué extrañarnos pues en esta tierra lejana de la civilización, donde no hay cinemas, ni teatros, ni mujeres blancas, ni confort, la única diversión posible consiste en una buena comida, la cacería, y la compañía de los animales. Efecto: cada blanco posee para su pasatiempo, ya sea un par de monos, o de leopardos, o de leones domesticados, que viven en los patios, amarrados a postes, y con los cuales los respectivos dueños juegan como si se tratara de mansos perritos. Por la tarde, acostumbran estos blancos hacer largos paseos, llevando como escolta alguno de estos animales, ya sea un león, o un macaco de cuerpo hercúleo. Estas fieras domesticadas, acostumbradas a recibir su comida de manos de los blancos, en general los respetan aunque por primera vez los conozcan –desde luego no se dejan manosear sino por el dueño que las crió desde pequeñas–. En cambio, parece que odien a los negros, quizás porque en la mayoría de los casos fueron negros quienes las cautivaron cuando pequeñas, o porque los negros, en lugar de darles comida, si pueden les roban la que les suministran los blancos. Lo cierto es que tan pronto se les acerca un negro, las fieras se enfurecen o se preparan para atacar; por otra parte, los mismos negros esquivan aproximarse, temerosos. Por la noche, paseamos entre el poblado y los barrios de los negros, visitando algún tucul, al claro de luna guiados por nuestro fanús (farol) o linternas eléc-
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 26 Somalilandia
243
tricas. Los veteranos tienen amigas entre la población femenina, nos las presentan, relatándonos los episodios de inteligencia de una o de otra, se apellidan: Fatíma, Mariám, Halíma, Sultana, etc. A nosotros recién llegados, estas venus africanas nos parecen monstruos, tan feos como los propios monos; nos repugna tocarlas; pero los veteranos nos explican que es cuestión de costumbre, que con el tiempo las apreciaremos y encontraremos bellezas donde hoy solamente vemos figuras grotescas; tanto es así que algunos blancos de sangre azul quienes aquí residen desde hace varios años, acabaron con olvidar su nobleza de origen, sus familias de Europa, para quedarse viviendo para siempre en esta tierra, embrujados (o embrutecidos) en compañía de una de estas negras! Las mujeres negras se distinguen a primera vista si están o no casadas: las solteras, denominadas “gheber” (virgen) llevan siempre la cabeza descubierta, mientras que las casadas se adornan escondiendo el pelo en una especie de pañuelo. Algunas entre ellas, cargan en los brazos numerosos anillos de plata, es decir, su propia caja de ahorros; no teniendo mejor manera para guardar su dinero, lo transforman en brazaletes; una vez que estén viejas, cuando ya no pueden ganar para el propio sustento, se alimentarán descontando de su caja de ahorros, es decir, vendiendo cada tanto un brazalete. A los treinta años, estas mujeres son viejas arrugadas, tal como una blanca de 70 años; otro tanto sucede a los hombres quienes raramente alcanzan los 50. Aun cuando en Mogadiscio la mayoría de los habitantes ha sentido ya el influjo de la civilización, y algunos visten hasta pantalones, o zapatos que los hacen caminar en forma ridícula; más de la mitad de ellos siguen circulando prácticamente desnudos por las calles, ofreciendo cuadros que hacen torcer la vista al recién llegado. En este caso también, es cuestión de costumbre; con el tiempo, ya sea a los hombres, o las mujeres blancas, pierden el inicial sentimiento de pudor ofendido y no hacen más caso a los cuadros naturales (en Bogotá una mujer en traje de baño por las calles sería indecente; en las playas de tierra caliente están todas con ese traje y naturalmente nadie lo considera censurable). Son muy pocas las mujeres blancas en toda la colonia, menos de una docena en total, esposas de altos funcionarios; a pesar de los comunes esfuerzos para hacerles la vida agradable aquí, se hallan prácticamente como los perros en misa, y casi siempre regresan a Europa al terminar un año de residencia en la colonia.
244
El clima es relativamente soportable a pesar de hallarnos en el Ecuador; la temperatura se mantiene en promedio entre los 30° y 40° centígrados. Los blancos calzan sandalias, visten pantaloncillos cortos, de tela caqui, camisa de cuello abierto, sin corbata, y un casco de corcho forrado en tela, considerado indispensable para resguardar la cabeza, de los fuertes rayos solares y evitar las insolaciones. Casi todos los blancos, al salir de su casa para pasear, llevan en la mano derecha, como símbolo de autoridad, o como defensa un “curbash”, especie de látigo hecho de piel de hipopótamo. Durante las primeras noches de residencia en Mogadiscio, los recién llegados sufrimos dificultad en dormir tranquilamente, pues a través del silencio nocturno oímos quejidos y bramidos que llegan de las dunas y cerros vecinos; los veteranos nos explican son producidos por los leones, hienas y chacales que rondan el poblado en búsqueda de comida. La vecindad de tales animales salvajes no nos parece agradable; a veces con terror imaginamos que pueden atacarnos mientras estamos durmiendo, siendo las habitaciones fácilmente franqueables puesto que para tener buena ventilación no tienen puertas ni ventanas por cerrar. Poco a poco, nos acostumbramos también a no hacer caso de los bramidos de las fieras y tolerarlos como un arrurrú. Después de un par de semanas de hallarnos en Mogadiscio, sin tener más ocupación que la de observar, estudiando las peculiaridades de la vida africana, preguntar continuamente a los veteranos la explicación acerca de una u otra cosa, recibimos instrucción de alistarlos para proseguir hacia el interior, a tomar posesión de nuestros destinos. De Luca tendrá que salir para Brava, una simpática ciudad de la costa, al sur de Mogadiscio, a dos días de navegación desde este puerto. En Brava, que es considerada como la residencia más apetecida para una vida calmada y relativamente confortable, hay una docena de blancos; la población indígena es ya tan civilizada como la de Mogadiscio; hay mucho tráfico de zambucos (goletas) con Kisimayu, Zanzíbar, Adén; el comercio principal consiste en los dientes de marfil de elefantes, que las caravanas de interior, algunas procedentes desde Lugh, transportan hasta allí para venderlos a cambio de telas de algodón, artículos de vidrio y otros géneros de fabricación europea. Bertone y Binello están destinados a la reciente fundación de Bardera adonde llegarán al cumplir un mes de viaje en caravana cabalgando en mula, con
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
numerosa escolta de áscaris (soldados abisinios y somalos o árabes al servicio de Italia) pues tendrán que atravesar regiones infestadas por fieras y donde la población negra, de carácter semisalvaje y guerrero no ha perdido aún totalmente la costumbre de atacar a los blancos si los encuentran indefensos. Su itinerario será por el camino de Baidón hacia el occidente, y desde allí hacia el sur hasta Bardera, cuyo pueblo está situado a la orilla del río Guiba, en el camino que lleva a Lugh. Entre Baidón y Bardera se encuentra en abundancia la selva y fauna africana, desde elefantes y demás paquidermos hasta el león y el leopardo, los caimanes, las jirafas, antílopes y gacelas, avestruces marabúes y aigrettes, monos de todas las razas; es decir: estos dos compañeros tendrán oportunidad de satisfacer plenamente la sed de aventuras. Por lo pronto, además de escoltados por los áscaris, tendrán que viajar armados hasta los dientes. Bardera es considerado un destino de lujo bajo el punto de vista de que es una región rica en productos agrícolas y ganado; de intercambios comerciales y sociales con Serénle la limítrofe colonia inglesa al otro lado del río Guiba; con posibles hazañas de cacería y encuentros con beduinos para quien se atreva a salir en expediciones en la selva, y fáciles ganancias de dinero para quien sepa comerciar. Igual que en Brava, la colonia blanca alcanza a una docena en total, incluyendo los dos marconistas. Por último, yo y Mazzoni, resultamos destinados a Bulo Burti, el punto más extremo y más arisco del interior a donde hayan llegado a establecerse los blancos, a orillas del río Uebi Scebeli (río de los leopardos), todavía frecuentemente infestado por los ataques y razzias de las hordas depredadoras abisinias dirigidas por el famoso Mullah. En lo tocante al viaje, tendremos mejor suerte que los Bardera, pues iremos en camioneta, en compañía del duque de los Abruzos, y llegaremos en un par de jornadas, si el camino lo permite. Los informes dicen que siendo esta la época de sequía que durará todavía alguna semana, los senderos recorridos por las caravanas de camellos están libres de charcos y obstáculos, con buena probabilidad de que una camioneta logre adelantar sin tropiezos hasta el destino, dentro de un mes principiará la estación de las lluvias y entonces habría que hacer el viaje a lomo de mula o de camello como los de Bardera, o esperar hasta el próximo mes de marzo. Maj queda destinado como reserva, en la estación de Mogadiscio.
Algún día antes de la salida recibimos orden de pasar por la enfermería a fin de ser vacunados con una inyección de triple efecto: es antitífica, antipestosa y antiberiberi. Hacia allá vamos los seis muchachos recién llegados, y juntos nos hacemos vacunar. Salimos luego de la enfermería, nos dirigimos a la radio, donde habitamos, a unos 10 minutos de camino. Mientras sobre el sendero de arena voy caminando al lado de Bertone y De Luca, charlando con los mismos, de repente me doy cuenta de que tengo vértigo y de que voy a caer, alcanzo apenas a decirle a Bertone: “aguántame”, y me agarró de sus brazos; luego, nada más recuerdo, porque en ese instante caí, privado. Cuando volví a despertar, estaba acostado sobre una cama de la enfermería adonde, evidentemente, acababan de cargarme mis compañeros. Miro alrededor, veo los compañeros a mi lado, un médico blanco y un enfermero negro; me doy cuenta de que estoy en la enfermería de Mogadiscio, oigo alguien explicando que mi improviso malestar se debe a la reacción que me está haciendo la inyección. Tan pronto logro sentarme, el médico me pregunta: –quieres quedarte hoy aquí en el hospital, o deseas regresar a la estación de radio?–. Enseguida, a mi turno, todavía semiinconsciente, pregunto yo: –qué día es hoy?–. Al quien me contesta: domingo. –Pues entonces, prefiero irme a la estación, pues siendo domingo nos toca spaghetti con salsa de pomidoro (tomate). Todo el mundo se ríe de esa mi salida original; el médico deja que me levante y me vaya. A pesar de ser muy bobo este incidente, nunca lo he olvidado. Vamos despidiéndonos, yo y Mazzoni, de los colegas de la Marconi, de las nuevas amistades de Mogadiscio. En una mañana de radiante sol, armados hasta el tope, nos reunimos con la comitiva oficial, compuesta por el duque, a quien por primera vez tenemos el honor de ser presentados; tres oficiales de su séquito, un chauffeur (chofer) y dos áscaros de escolta. Esta escolta, que sería insuficiente si viajáramos en caravana, es considerada bastante por el duque y los veteranos que nos acompañan, por cuanto que viajando en camioneta no hay peligro de ser atacados, ni por los negros, ni por las fieras, mientras el vehículo no se vare. Además, se trata de gente acostumbrada a sortear fácilmente peligros en la selva, y ellos consideran que un grupo de ocho personas armadas de rifles, mausers y una ametralladora, nada tienen que temer. En la camioneta llevamos víveres para varios días, y carpas para dormir en el
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 26 Somalilandia
245
monte; en caso necesario poniendo de centinela a los dos áscaros y a los dos jóvenes (yo y Mazzoni). Los dos nos asombramos de constatar que se nos crea útiles y capaces para advertir y resistir ataques de fieras o de beduinos en la selva africana; pero el orgullo compensa, y hace desaparecer nuestras dudas. Eso sí, no soltaremos un solo instante de nuestras manos la Winchester ni la Mauser, y puesto que llevamos el cinturón bien cargado de cartuchos, ay de quien se nos enfrente! La camioneta es una Fiat, modelo 15 Ter, que mientras el camino lo permita puede correr unos 40 km. por hora. En cuanto al camino, que no existe, el conductor tendrá que seguir la ruta de las caravanas, en terreno bastante despejado, pues como desde mayo no ha vuelto a llover, y las lluvias solamente principiarán en el próximo mes de octubre, está previsto que hallaremos terreno muy seco. Salimos pues hacia Balaad, que es la primera etapa del viaje, donde esperamos llegar hacia el mediodía; el duque y sus acompañantes acomodados en la parte delantera del carro, cerca del chauffeur; yo y Mazzoni, con los dos áscaros, sentados en la retaguardia, empuñando nuestras armas. Atravesadas rápidamente las dunas costaneras, entramos en la plana del valle del Uebi Scebeli, con sus inmensas florestas que presentan a nuestra vista cuadros fantásticos: baobas, sicomoros, tamarindos, kapoks, alternándose con las euforbias, las acacias y las palmeras. El paisaje desfila rápidamente y casi monótono por su uniformidad, sin ningún incidente para activar nuestros nervios. De vez en cuando cruzamos una caravana; a nuestro paso, los camellos salen del camino y se desbandan en el monte, asustados por el polvo y el ruido del automóvil, mientras los beduinos que los acompañan, desconcertados, levantan la mano derecha en señal de saludo mientras gritan: salaam, o uafáida. Las mujeres, que no tiene obligación de saludar, aprovechan la libertad, para taparse las narices. Este acto no nos parece elegante; preguntamos cuál es su significado. Los veteranos explican: se tapan las narices porque los negros alegan que nosotros los blancos olemos a muerto hasta varios metros de distancia. De la misma manera que nosotros decimos que los negros huelen a manteca rancia, ellos tienen dificultad en soportar nuestro tufo que ellos olfatean como a muerto al que, si bien ya están acostumbrados los de la ciudad, no ocurre lo mismo con estos beduinos del monte quienes muy raramente se topan con algún blanco, o es la primera
246
vez que los conocen. Anteriormente, cuando por primera vez se estableció la colonia, el gobernador quiso prohibir a los negros –so pena de ser castigados con algún golpe de curbasch–, el que se taparan las narices cuando se acercaban a un blanco, pero luego, este gesto para nosotros inofensivo, resultó tan natural e inevitable, especialmente entre las poblaciones del interior, que fue preciso resignarse a tolerarlo, no siendo posible azotar a toda la población. Sin embargo, Mazzoni, quien se siente ultrajado al ver que a nuestro paso las beduinas se tapan las narices, se desquita a su manera, con lo cual hace reír hasta al duque. Entre las diferentes supersticiones musulmanas, que practican estos negros, hay una por la cual tienen que echarse con la cara al suelo y hacer exorcismos, si se les hace con los dedos de la mano cierta seña de U, o también si artificiosamente con la boca se imita el ruido de las ventosidades… Tan pronto que una beduina levanta a nuestro paso la mano para taparse la nariz, el vengativo Mazzoni, gritando “hummok” saca del carro su brazo, mostrando el índice y el meñique del puño extendidos en forma de u. Inmediatamente, la sorprendida negra desabriga el hocico, y con un grito de Alá, se prosterna en el polvo… A pesar de que el ruido del automóvil debiera asustar y alejar también a los animales salvajes, de vez en cuando se presentan frente del carro, o a tiro de pistola, buenas piezas de cacería: antílopes, facoceros (jabalíes), chacales en manada, o algún leopardo solitario. Quisiéramos disparar, pero el duque sabe por experiencia que si paramos el carro para hacer y recoger cacería, acabamos con perder tiempo precioso y caer en imprudencias. Por lo tanto ordena no hacer tiros inútiles ni detener la marcha; tenemos que contentarnos con observar aquellos animales, de la misma manera que estos observan como asombrados el paso del soplante monstruo mecánico. Cumpliendo el itinerario, hacia las diez de la mañana pasamos por Afgói, importante pueblo de varios miles de habitantes, gobernado por el sultán de Ghelédi y un par de oficiales italianos. Aquí el panorama es típicamente centroafricano, tal como figura en los romances de Julio Verne. El poblado está formado por un millar de tuculs o chozas cilíndricas con el techo cónico, sobre cuyo vértice se destaca una botella de vidrio puesta boca abajo, u otro objeto por el estilo, para conjurar los maleficios. En las callejuelas, los niños barrigones se levantan a nuestro paso de entre la arena y se desparraman, junto con los pollos, perros, burritos y camellos asustados. El
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
río Uebi Scebeli corre amplio y majestuoso por un lado del pueblo, para seguir en la ruta tendremos que atravesarlo, mediante un planchón primitivo, pero útil. El río tiene más de una cuadra de ancho, corre bastante rápido hacia el sur, entre orillas cubiertas de árboles: sicomoros, parkinsonias, kapoks, papayos, plátanos gigantescos, sobre los cuales cantan centenares de monos de diferentes especies. Mientras se alista el planchón, llega el Sultán, para hacer salaam– alíkum, acompañado por sus notables y los dos oficiales blancos. Nos ofrecen un chivo, leche y miel; en cambio, el duque le corresponde con el regalo de un reloj y algunas cajas de bizcochos. Todos los habitantes del villorrio se han amontonado alrededor del carro y quieren principiar a hacer “fantasía”, pero el duque prefiere evitar ceremonias que nos obligarían a atrasar el itinerario. Ordena pues que el planchón sea vadeado, cargado con la camioneta, y transbordado a la otra orilla tirándolo mediante cuerdas; pero centenares de muchachos, haciendo caso omiso del peligro de los caimanes, se botan al río y nadando empujan la balsa hacia la otra orilla. Es evidente que no hacen esto por el deseo de trabajar, sino como acto de homenaje y llevados por la curiosidad de seguir acompañando el misterioso vehículo que por primera vez conocen. Hacia el mediodía pasamos por Balaad; el duque ordena alistar el almuerzo mientras el conductor estaciona el carro para cambiar agua al radiador que está recalentado. Los negros de la aldea se acercan temerosos y mientras observan se dicen uno al otro: –fíjate como le dan de beber a las mulas que llevan adentro–… En Balaad hay un solo blanco, que viene a saludarnos, a pesar de estar enfermo de fuerte paludismo. El duque le regala un paquete de medicinas; seguimos el viaje, al tiempo que yo y Mazzoni, encargados del comedor, abrimos milagrosas cajas del duque, de las que salen sabrosos alimentos enlatados: caviar, paté de foie, galletas y frutas secas, mortadela, vino rojo fino y champaña…; cómo se ve que el duque ha sido explorador y sabe viajar! Comemos y tomamos en partes iguales, desde el duque hasta los áscaros, salvo que estos dos últimos no pueden ni pensar en tocar la mortadela, pues la carne de cerdo les está estrictamente prohibida por su religión de Mahoma; en caso de tocarla, tendrían que bañarse siete veces en el río, para volver a purificarse! Por la tarde, frecuentemente se dejan ver bandadas de gallinas faraonas, y también una curiosa antílope
pequeña, denominada “dig-dig”; este animal, dicen, es exclusivo de la Somalia, no ha sido posible llevarlo a los jardines zoológicos de Europa pues invariablemente se muere a los pocos días de haber sido alejados de esta tierra. Quizás en futuro, con los aviones, sea posible movilizarlos y lograr aclimatarlos lejos de la Somalia. La región que atravesamos sigue uniformemente plana, sin un cerro a la vista. Vamos pasando grandes chambas cultivadas, que a primera vista denotan la fertilidad de esta tierra; son campos de tabaco, maíz, dura, papayos, limones, chirimoyos, tamarindos, cargados de frutas; sicomoros, baobas, matas de algodón y de ricino, que dan una idea de cuanto se podría obtener cultivándolas en gran escala. Antes de que nos coja la oscuridad de la noche, llegamos a Mahaddei–Uen; los blancos aquí residentes nos acogen con la acostumbrada hospitalidad y cordialidad colonial; hacemos rápidamente gran amistad. Son unos diez en total, entre los cuales dos radiooperadores de la marina, Metafuni y Politi, ambos ya veteranos y por consiguiente muy conocedores del país. Los demás blancos: un médico, un ingeniero, varios oficiales que al mando de alguna centuria de áscaris y gogles mantienen el orden en la región, defendiéndola contra las eventuales razzías de los indígenas rebeldes de la tribu de los “Auádles”. El río Scebeli ya alcanza tamaño respetable en Mahaddei, cuyo sufijo de Uen significa grande; en este caso no se refiere al río sino al tamaño del pueblo, que posee varios miles de habitantes, agricultores o ganaderos. El duque y sus ayudantes se hospedan en el edificio de la residencia del gobierno; yo y Mazzoni lo hacemos en la estación de radio, con Politi y Metafuni. Este último mantiene fuera de la puerta de su pieza un enorme y magnífico león que responde al nombre de Barabba; su propietario, después de soltarlo de la cadena que lo mantiene junto a un sicomoro, hace exhibiciones de lucha cuerpo a cuerpo. Cuando el animal, después de tirar al suelo a Metafuni, le coloca una pata delantera sobre el pecho y con la otra manaza le tapa completamente la cara al tiempo que emite un sonoro rugido, yo y Mazzoni casi nos privamos del susto. Pero no pasa nada; Barabba está solamente jugando con su patrón y amigo. Siquiera que no se le ocurrió sacar las uñas… La estación de radio que Matafuni y Politi mantienen en servicio, tiene por objeto comunicar diariamente a Mogadiscio la situación política y militar de la zona, así como el boletín meteorológico y el dato
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 26 Somalilandia
247
de la altura del río (pues de esta altura en Mahaddei– Uen, se deduce y se prevé cual será en los días sucesivos la altura en los siguientes pueblos de Afgoi, etc.). También se comunica diariamente con Bulo Burti, nuestro lugar de destino; nos ponemos de acuerdo acerca de las modalidades del tráfico y otros asuntos. Metafuni posee una importante colección de fotografías africanas; después de admirarlas quedo convencido de que tengo que volverme yo también aficionado a la fotografía. Dicho y hecho: adquiero de él una pequeña Kodak de bolsillo, de fácil manejo; y esa misma noche logro que me enseñe los principios de la operación de desarrollar y revelar películas, e imprimir copias sobre papel. Por su intermedio encargo a Mogadiscio que me despachen hiposulfito de sodio, para fijar las fotografías, metol y demás ingredientes para revelar, papel a la celoidina para imprimir al sol, y al bromuro para la cámara oscura. La mañana siguiente, al rayar del sol, volvemos a montar en la camioneta para continuar el viaje rumbo a Bulo Burti, después de habernos despedido con abrazos casi fraternales, de los blancos de Mahaddei. Los dos áscaros que traíamos desde Mogadiscio, se quedaron en Mahaddei; en su reemplazo nos acompañan ahora dos puros ejemplares de la región, de la policía de los gogles, negros brillantes como el ébano, delgados, de porte elegante y rápidos movimien-
248
tos, sus cabezas recubiertas con enormes cabelleras enrizadas y peinadas en forma de corazón, en la que está montado una especie de tenedor con tres dientes, de hueso, con adornos de plata, y una delgada cinta colorada que les rodea la frente y la nuca. Cualquier mujer europea podría envidiar este peinado. A diferencia de los áscaris que eran abisinios y hablaban suficiente italiano como para podernos entender, estos gogles no saben ni una jota, tenemos que expresarnos con ellos a señas; solamente el duque y otro oficial que saben el somalo, pueden darles órdenes en su idioma. El panorama que había sido hasta ahora suntuoso de vegetación tropical, va poco a poco perdiendo parte de su belleza, transformándose en selva uniforme y baja, de euforbias, de aspecto triste y monótono. Con razón, Bulo Burti tiene fama de ser uno de los peores lugares, hasta hoy, donde se haya establecido una guarnición de hombres blancos. Simplemente mirando el terreno, se tiene la impresión de que la zona sea inhóspita, peligrosa, enemiga. Los pocos beduinos que raramente vemos en el camino, no saludan, se llevan la mano a las narices para tapárselas. Sin parar, atravesamos algún pueblito; antes del ocaso, vemos perfilarse al horizonte un pequeño cerro arenoso, una especie de fortaleza cuadrada, cuyas murallas terminan en lo alto con garitas y almenas. Es Bulo Burti.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
27
Bulo Burti
Octubre de 1.920 Noviembre de 1.920
B
ulo Burti significa, en somalo, pueblo de la madera (bulo–pueblo, burti–árboles); no precisamente porque la vegetación del lugar sea más abundante que en otras zonas, sino porque está compuesta casi esencialmente de euforbias y acacias, los clásicos burtis con que los negros mantienen encendidas las llamas del hogar. La fundación de esta residencia es de fecha reciente; su historia es de las menos simpáticas para los blancos. Después de haberse establecido pacíficamente y sin conflictos en el territorio de Mahaddei, una expedición pensó hacer lo mismo extendiéndose hacia el noroeste en el de Bulo Burti, más que todo en consideración de su importancia estratégica como vanguardia contra invasiones de las hordas de depredadores abisinios del Mullah, que de vez en cuando bajando desde Bugda, Belét o otros lugares del interior llegaban a razziar (pillar) hasta la comarca de Mahaddei, incendiando aldeas, robando rebaños de ganado y de camellos, llevándose los habitantes como prisioneros, para transformarlos en esclavos y venderlos a los “ras” de Abissinia. Anteriormente, en Bulo Burti no había fortaleza; la media docena de blancos que allí residían con algunas centurias de áscaris, se alojaban en casuchas de madera, o de paja, parecidas a las que vimos en Mahaddei. La población, compuesta de cabilas de Auádles, había
recibido con frialdad la llegada e instalación de los blancos, aunque sin hacer manifestación de hostilidad. Probablemente, una parte de esa población resentía todavía la influencia del Mullah abisinio; y por temor a posible venganza de parte del mismo, mantenía tal actitud recelosa, esquiva hacia los blancos. Estos se dieron cuenta de que no estaban pisando terreno firme; y conociendo por práctica la acostumbre abisinia de atacar por sorpresa al momento conveniente, dispusieron las medidas del caso para evitar tal ocurrencia. Disponiendo de tres centurias de áscaris, 300 hombres, fieles y bien armados; estableciendo el campamento en forma circular, como un gran anillo defensivo provisto de ametralladoras y cañoncitos de corto alcance, los blancos podían tranquilamente descansar en sus casuchas situadas al centro del círculo, sin peligro de ser atacados por las temidas flechas envenenadas, o por tiros de lanza. Para hacer exploraciones sin ser molestados, dejaban una mitad de las centurias vigilando el campamento, llevándose la otra mitad consigo para escolta. Transcurrieron así varios meses; los blancos de la expedición se esforzaban para trabar amistosas relaciones con los jefes de las cabilas de los alrededores, con éxito poco satisfactorio, pero sin que ocurrieran incidentes. Llegó así un día en que la media docena de blancos, confiados de la calma reinante, cometieron el TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 27 Bulo burti
249
fatal error de descuidarse en las acostumbradas precauciones; un simple momento, que los moradores del lugar supieron inmediatamente aprovechar con su usual habilidad, dando el zarpazo traicionero, al estilo de las fieras enjauladas. En una mañana del año 1918, el comandante blanco resolvió enviar su gente al monte en búsqueda de forraje para las mulas de transporte de su cuerpo de áscaris; y como quiera que necesitaba una gran cantidad de ese forraje despachó al monte todas las tres centurias, reservando únicamente una docena de hombres para el servicio de vigilancia durante las pocas horas en que el grueso de las fuerzas estaría ausente. Quedaron en el campamento todos los blancos, o sea, un capitán, dos tenientes, un médico y el operador de radio, puesto que para dirigir las centurias en el trabajo de cortar monte era suficiente la autoridad del “jusbasci”, suboficial, árabe de Adén de reconocida capacidad y confianza. Hacía un par de horas que las centurias habían salido para el monte, cuando en el poblado de Bulo Burti, distante algunas cuadras del campamento de los blancos, estalló una trifulca entre indígenas, aparentemente por cuestiones de mercado. El capitán de los blancos cayó en la trampa; ingenuamente creyendo su deber intervenir para restablecer el orden, dispuso que los hombres de escolta fueran al pueblo para imponer la calma, y al mismo tiempo despachó un mensajero hacia el monte pidiendo al jusbasci que le devolviera inmediatamente una centuria. El mensajero salió del poblado sin dificultad, pero el piquete de áscaris que fue a imponer el orden en la trifulca fue improvisamente circundado por centenares de guerreros enfurecidos, que los desarmaron. A continuación, la turba fue aumentando, sumándose en varios millares de salvajes, armados de lanzas, flechas y billáos (especie de machete), y se precipitó hacia el campamento de los blancos. Cuatro de éstos, encerrándose dentro de su casucha de madera creyeron poderse defender mediante sus armas de fuego, con las cuales, parapetados detrás de las paredes que absorbían la lluvia de flechas, podían mantener a raya a los atacantes. El operador de radio corrió donde estaba el transmisor, una especie de tucul con paredes de paja y barro, a pedir S.O.S. a Mahaddei informando que había estallado una revuelta y pidiendo el envío de refuerzos. En vista de que no podían acercarse a las habitaciones de los blancos quienes con sus armas tumbaban los negros a medida que trataban de penetrar en
250
el recinto, los atacantes cambiaron de táctica, recurriendo al expediente del incendio: a fuerza de lanzar antorchas encendidas lograron que la casa de los cuatro blancos quedara presa de las llamas. Asfixiados por el incendio y el humo, estos tuvieron que salir de su escondite, bajo una lluvia de flechas, y quedando separados uno del otro, cada cual fue asesinado, degollado, sus cuerpos despedazados, echados al río y devorados por los caimanes. Quedaba vivo un blanco: el operador de radio quien, desde otra casucha, angustiosamente pedía auxilio con su transmisor de chispa. Aullando y gritando los negros rodearon ese débil edificio; no hallando resistencia, de un par de lanzazos tumbaron la puerta. El pobre blanco, desarmado e impotente, ya le encomendaba el alma a Dios, preparándose para exhalar el último suspiro, cuando, milagro!, oyó que los agresores, dejando de gritar, y murmurándose el uno al otro: djin, djin (diablo, diablo), se fueron apartando varios metros, quedando en actitud observadora pero sin intentar golpearlo con sus armas. ¿Qué hacer? Salir, imposible; lo único factible, continuar transmitiendo, llamando S.O.S., produciendo las chispas eléctricas que estaban asombrando a los salvajes atacantes! Mientras tanto, las centurias que estaban en el monte, viendo a distancia las columnas de humo causadas por el incendio de la residencia de los blancos y llamadas por el mensajero regresaron de carrera al pueblo; contraatacaron, dominaron a los insurrectos, quedando a salvo el único blanco superviviente: el operador de radio (lamento haber olvidado los nombres de estos blancos). En los días siguientes, llegaron refuerzos de Mahaddei; principió el proceso y castigo acostumbrado por parte de los blancos en estos casos. Cada una de las cabilas cuya gente había participado en el motín y asesinato de blancos, tenía que entregar su propio imán o jefe, para ser sometido a un juicio sumario bajo la acusación de traición y matanza, que con probabilidad terminaría con el castigo de fusilamiento. Los imanes, los sceks y los cadis no se presentaron ni se quedaron esperando sino que sabiéndose culpables huyeron con sus secuaces del consejo, hacia Bugda, para unirse con el Mullah. Entonces, vencidos los términos del ultimátum, las centurias de áscaris procedieron al castigo según la ley local del Talión: ojo por ojo…; echando al río el ganado y los camellos de las varias cabilas consideradas rebeldes, incendiándoles metódicamente cada
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
tucul, obligando así a los respectivos habitantes a retirarse arruinados hacia el monte, aprendiendo la lección de que por cada blanco atacado y asesinado quedaría luego pagando la expiación cada componente de la tribu. Posteriormente, llegaron de Mogadiscio y de Mahaddei obreros albañiles y un ingeniero quienes emprendieron la obra de construir la fortaleza de piedra, cal y ladrillo, que en menos de un año dejaron terminada aprovechando como materia prima la piedra y la arcilla disponibles en el lugar, así como los burtis para cocer la cal y los ladrillos. Con una batería de cañones de campaña montada sobre la terraza del fuerte, y una ametralladora en cada esquina, sería posible en adelante resistir muchas semanas el eventual ataque de los negros aún cuando estos fueren decenas de millares puesto que no podrían incendiar las gruesas paredes de piedra y calicanto; sus lanzas y flechas serían impotentes contra las mismas. Naturalmente, a pesar de haber ya transcurrido un par de años desde la fecha de ese triste episodio, el ambiente seguía siendo de recelosa desconfianza en-
tre blancos y negros. Esta fue la situación que encontramos cuando nuestra camioneta llegó de carrera frente del puente levadizo que daba entrada a la fortaleza de Bulo Burti, a unos 300 kilómetros de distancia de la costa de Mogadiscio. Habiendo sido oportunamente avisados por las radios de Mogadiscio y de Mahaddei, encontramos la guarnición de Bulo Burti esperándonos y formada para hacer honores al duque; una compañía montada en pie de combate había salido para avistarnos y acompañarnos hasta la entrada. Nos presentamos: el comandante de la plaza, ante cuyo poder cada cual tiene que sujetarse pues como él mismo suele decir, solamente Dios puede considerarse libre de su dominio: es el residente, capitán Panelli, joven, de cuerpo gigantesco pues casi alcanza los dos metros de alto, oriundo de Modena –si mal no recuerdo–; posee carácter autoritario, algo terco, de normal inteligencia. Le acompañan cual subalternos los tenientes Monti, Rossato, y el sargento Scioli. Los dos tenientes, ambos jóvenes, flacos, de buena y moderna cultura, son originarios del norte de Italia; Scioli, flaco y pequeño pero todo vivacidad, es napolitano. Los tres, tienen
Bulo Burti
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 27 Bulo burti
251
Refrescándose con agua de coco
bajo su mando tres centurias de áscaris, y mediante la colaboración de un grupo de suboficiales de color, denominados jusbáscis, bulukbasci, sciulumbasci, muntáz (caporal), etc., quienes entienden bastante el idioma italiano, sostienen con tales tropas el orden en la región. A mí y Mazzoni, nos reciben el flaquísimo sargento de marina Marino, de Forlí, y el robusto colega Doglioli, piamontés, ambos encargados de la radio. Doglioli estaba esperando nuestra llegada y que lo reemplazáramos, para regresarse a Italia; saldrá mañana con el duque, hacia Mogadiscio. Después de haber desfilado marcialmente, los áscari dan principio a una “fantasía” que durará veinticuatro horas; mientras tanto, nosotros pasamos a reconocer los cuartos correspondientes a nuestras futuras habitaciones; las oficinas de la radio y de la residencia; el depósito de armas y la polvorera del fuerte; los pasadizos y callejuelas que comunican exteriormente con el pueblo habitado por algunos millares de indígenas de la cabila de los Auádles, y por una docena de árabes poseedores de “ducans”, sanduks, tiendas comerciales.
252
Nuestros inmediatos sirvientes son: Mahmud el cocinero, Ahmed el lavandero, Alí para mandados, Gidó camarero y mucamo; todos son muchachos entre los doce y quince años, libertos. Gidó es cojo, y se distingue además por su gran picardía. Los siete blancos que componen la guarnición de Bulo Burti forman dos grupos que suelen vivir y comer separadamente; los cuatro oficiales del ejército habitan en la residencia; los tres originarios de la marina o sea yo, Mazzoni y Marino, al lado de la estación de radio. Los domingos, es costumbre que el residente nos invite a almorzar y transcurrir todos los siete algunas horas en común en los locales de la residencia; por lo demás, cada cual invierte la mayoría del tiempo dedicándose a su trabajo, como si no supiéramos que estábamos solos, a tantos miles de kilómetros de distancia de la civilización, rodeados por traicioneros y peligrosos indígenas. Desde los primeros días de nuestro desembarque en la Somalia, estamos estudiando el idioma y las costumbres locales, para facilitarnos la comprensión y mando del personal. Yo tuve siempre facilidad para los idiomas, gracias a la misma, rápidamente memorizo los términos y frases de uso común, de las cuales, en este momento de escribir, solamente recuerdo una centésima parte (hubo una época, quizás entre los años de 1924 a 1930, en que yo lograba entender y expresarme en casi una docena entre dialectos e idiomas diferentes: italiano, genovés, piamontés, sardo, siciliano, francés, español, inglés, ruso, árabe, portugués, somalo; con el transcurso de los años y la falta de práctica en Colombia he olvidado la mayoría de estos). Volviendo al cuento: en la costa de la Somalia, especialmente al sur de Merca y Brava, y hasta el sur de África, el idioma común para los indígenas es el “suahili” de Mombassa y de la isla de Zanzíbar, este es el que estudian los funcionarios ingleses en la colonia del Kenya o al sur de esta. Del suahili son muy conocidas las palabras yambo, que significa salud!; buenos días: yambo sana; yumbo o marodi, que significa elefante; tangabíl, de tanga: vela, y bil: dos, época de las lluvias y de las dos velas puesto que habiendo calma de vientos monzones es posible navegar hacia el norte o hacia el sur del océano Indico. Otro idioma común en la costa oriental africana o también en el interior, especialmente entre los mercaderes o los funcionarios que saben leer y escribir, tales como los sacerdotes, los cadis o alcaldes y los
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
jueces, es el árabe, que ellos aprenden durante su clase de religión estudiando el Corán, cuya escritura como es sabido es en sentido desde la derecha hacia la izquierda. El idioma árabe de la Somalia tiene similitud con el hablado en Adén o en la península arábiga; difiere del árabe tripolino, argelino o tunecino, o del hablado en la región de Siria y Líbano. Por último, en el interior de la Somalia y entre el pueblo se habla el somalo, que como ya dije es un idioma primitivo pues no posee alfabeto para ser escrito, y mucho menos, literatura. Todo cuanto tenga que ser escrito se pone en árabe; ni permite la conjugación de los verbos, que se expresan únicamente en tiempo indefinido: yo comer, tu andar, él venir, nosotros ver, etc. Los primeros vocablos que aprendí después de desembarcado en Mogadiscio fueron: bakscis (árabe) que significa propina, que nos pedían los niñitos negros que topábamos por las calles; bilasch (somalo) mucho; uén, grande, iér, pequeño (somalo); mafísh (árabe) que significa “se acabó”, no hay más; scarmúta (árabe) mujer vagabunda; aláh fi (árabe) que se traduce en Dios ve, y es usado con los múltiples significados de Dios te lo pague, o Dios te castigue, o como exclamación frente de algo asombroso; akim (árabe) médico; náalah buk, insulto que significa hijo de perro, siendo este animal considerado inmundo e intocable por los secuaces de Mahoma; cámbro (árabe) que quiere decir vino, otra cosa prohibida por el Corán quizás porque los musulmanes acostumbran emborracharse; cámzir (árabe) para decir cerdo, puerco, saíno, facocero o jabalí cuyo contacto y cuya carne como alimentación son igualmente prohibidos por el Corán a los musulmanes, así como por el Talmud de los judíos, seguramente como medida profiláctica contra la tenia; bío (somalo) para decir agua, llamada moya en árabe; tarbúsch, sombrero, correspondiente en árabe al clásico fez semicónico y de color rojo, que el dictador turco Mustafá Kemal Pashá desde el año de 1920 prohibió a los turcos que lo usaran, so pena de prisión, con el fin de europeizarlos; los números, de uno a trece, en somalo, en su órden así: uno “ncó”; dos “lemán”; tres “sédda”; cuatro “áfar”; cinco “scián”; seis “léh”; siete “sodóba”; ocho “siéd”; nueve “sagál”; diez “tomán”; once “tomanicó”; doce “tomanilemán”; trece “tomanisédda”; etc. Aunque los graduados y suboficiales de los soldados áscari hablan suficientemente italiano como para entendernos, y lo mismo ocurre con los muchachos que nos hacen de sirvientes; siempre es mejor que
aprendamos algo del idioma local, para lograr comunicarnos con los beduinos del monte, o con nuestros mismos sirvientes cuando para evitarse regaños contestan: yo no saber, yo no entender, disculpándose así de su incumplimiento en el trabajo… Desde el primer momento de haber entrado en la sombría fortaleza de Bulo Burti, que en nada se parece a la sonriente residencia de Mahaddei, o al ambiente marítimo de Mogadiscio, tengo la impresión de hallarme en una cárcel. Ya se fueron el duque y sus acompañantes después de haber inspeccionado esta plaza, de regreso hacia la costa, llevándose a Doglioli, el colega a quien hemos venido a reemplazar; como recuerdo de su venida siguen retumbando a distancia los ruidos y tambores de la fantasía. Qué son las tales fantasías? Scioli y Marino nos explican: hay diferentes tipos de fantasías; cada cabila acostumbra un tipo característico, así como los áscaris tienen el suyo propio. Por el tipo de fantasía, usted puede adivinar cuál es la cabila o tribu que la está celebrando. Tenemos, en primer lugar, la clásica fantasía de los árabes tripolinos o marroquíes quienes montados en ágiles caballos desfilan al galope frente de la autoridad a que rinden honores, haciendo acrobacias al mismo tiempo que disparan salvas, dando muestras de habilidad guerrera y de práctica como jinetes, a manera de los famosos cosacos del Don. Otra cosa es, la fantasía de nuestros áscaris, que imitan costumbres de Adén y de Yemen de donde proceden casi todos estos milicianos; durante día y noche sin descanso, una flauta toca cualquier breve aire musical, quizás veinte o treinta notas, cuya tonalidad para nosotros monótona, para ellos embriagante, repiten miles de veces sin variar, mientras que la compañía reunida en círculo desarrolla una danza a base de saltícos y zancadillas, acompañándose a veces con rítmicos golpes de las manos, o cantando el alá, eilalá, mohamed resur aláh. Durante los intermedios para descansar, unos enmascarados en figuras grotescas representan escenas de combate, lucha cuerpo a cuerpo, raptos de una mujer, tratando de ser cómicos, provocar hilaridad entre los asistentes. Hasta aquí, estas fantasías constituyen un tipo de fiesta de carácter relativamente civilizado, a las que puede tranquilamente asistir cualquier europeo o blanco. Siguen luego las fantasías puramente indígenas de los somalos, que se dividen en dos categorías: las de las cabilas libres, que tienen un carácter fanático– religioso–guerrero, durante las cuales, por un fenóTARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 27 Bulo burti
253
meno de autosugestión, ciertos individuos cumplen, a imitación de los faquires, actos o movimientos del cuerpo que son anormales o peligrosos para sus propias vidas; y las fantasías de los esclavos, que tienen un fondo de excitación sexual, obscenas para los blancos que no estén acostumbrados a verlas. En ambos casos, ya sea que se trate de fantasía guerrera de los libres, o fantasía sexual de los esclavos, el blanco que quiera observarlas tiene que prepararse de antemano para mantener una actitud impávida, de frialdad, que no permita a los demás negros que lo observen, percibir en la expresión de su cara las sensaciones de terror o de excitación que el espectáculo le vaya procurando. Entre las fantasías guerreras, que difieren entre sí, según la cabila, se distinguen unas que se basan en la ceremonia de comer brazas ardientes; otras, en que los participantes se acuchillan y se hieren a golpes de lanza o de biláo (especie de yatgán–machete); otras, en que los individuos se atacan fustigándose recíprocamente con látigos de piel de hipopótamo denominados curbasch, hasta que con el cuerpo sangrante por los fuetazos caen unos sobre otros, privados, mientras a su alrededor los asistentes cantan y golpean rítmicamente las manos acompañando los tambores. Paso a describir una fantasía de la cabila bimál, cuyos detalles recuerdo todavía claramente. Si no hay motivo especial de fiesta, el jefe de la cabila puede resolver hacerla, cada par de meses, para facilitar la curación, o la muerte, de los súbditos que desde hace algunos días se hallen enfermos o tengan –como ellos dicen–, el diablo en el cuerpo. Por la tarde, después del ocaso, los primeros oficiantes y los sirvientes, como entre los blancos la banda de los músicos, se reúnen en la plaza del pueblo, y principian con sus tambores a levantar ruido para atraer los correligionarios. A medida de que aumenta la oscuridad y con ella el silencio nocturno, el tam-tam de los tambores alcanza mayor distancia, llegando con su lúgubre ritmo a los moradores del monte, informándoles que va a haber fantasía. Arrinconados en su cabaña como si fueren leprosos hay individuos enfermos, con fiebres los unos, fuertes dolores los otros, no obstante los brebajes o exorcismos curativos del brujo de la tribu. Los salvajes no admiten o no comprenden que su enfermedad o dolor interiormente al cuerpo sea debido a inconvenientes dentro de su mecanismo corporal sino que, en su ignorancia, todo lo atribuyen al diablo. Dolor de barriga, significa que Belcebú se ha
254
establecido en las tripas; dolor de cabeza, que el djin se ha localizado en los sesos; fiebres, que el djin está encendiendo llamas dentro del cuerpo, y así por el estilo. Fallidas las intervenciones del hechicero, el individuo se siente destinado a morir, o empeñar una lucha casi feroz, de voluntad contra el demonio, para obligarlo a salir de su cuerpo. Le auxilian en tal empeño el abandono total a que se ve sometido por parte de sus amigos y parientes, el ayuno y… el hambre. Hasta que en una noche serena –si no se ha muerto previamente–, el enfermo principia a sentir el sonido característico de cierto tam-tam que lo llama, que ha llegado la hora de la lucha, que poco a poco como despertándolo, por atávico efecto de autosugestión, pone en movimiento sus miembros enfermos, excitando su pensamiento hasta la locura. El repiqueteo de los tambores lo anima para desafiar al diablo, expulsarlo de su cuerpo, o caer para siempre vencido por el mismo, es decir, muerto. Al cuarto de hora, el paciente se ha transformado: su cuerpo es una máquina que vibra, sopla como si estuviere sometido a alta presión; sus facultades de razonamiento o memoria han desaparecido; solamente le guía el instinto animal de la vida. No reconoce ya a sus amigos o familia, ni habla ni entiende cuanto se le diga. Tiene los ojos saltados fuera de la órbita, se ha enloquecido. De repente, emite un largo aullido, moviendo piernas y manos con movimientos convulsivos, o dando brincos fenomenales, que parecen sobrehumanos porque en condiciones normales no podría hacerlos; luego parte disparado hacia el lugar donde están reunidos los oficiantes de la fantasía. Hipnotizado, en la oscuridad nocturna, no hay obstáculo que lo retenga; por instinto, guiado por los tambores, corre como si no estuviere enfermo. En la plaza, los oficiantes y el público abren el círculo para hacer ala al paciente que llega a toda carrera, y rodeado por los tambores principia un furioso baile de contorsiones, saltos verticales de varios metros, siempre emitiendo extraños gritos. –Está buscando un azote– me advierte el guía, – esconda su curbasch o tendrá que entregárselo–. Finalmente, la víctima vio algún espectador provisto de látigo; se lo quita; y resoplando como una locomotora vuelve al centro del círculo, desenvuelve el curbasch para soltarlo en toda su longitud de dos o tres metros. Se oye un silbido lacerante en el aire, el poseso, con fuerza loca está fustigando su cuerpo desnudo.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
–Ahora está expulsando al diablo de su cuerpo–, me explica el cicerón. La sangre principia a brotar sobre la piel del desgraciado, en líneas paralelas sobre las espaldas, el pecho, el vientre. Finalmente cae al suelo, silenciosamente, privado. Los asistentes lo recogen, lo apartan, van llegando otras víctimas. Si hay más de una en el círculo, en lugar de autofustigarse se pegan a turno uno al otro, como si cada golpe fuere un favor que le hace al contrincante, hasta que ambos o todos van cayendo sobre el polvo. Hacia la media noche o más tarde, ya no quedan enfermos por curar, ya no se oyen aullidos de otros individuos que estén llegando. Entonces el jefe de la cabila ordena terminar la fantasía, llevar cada paciente a su cabaña. Para hacerlos volver en sí, les meten tabaco en la boca, les rocían agua entre los labios; luego los abandonan hasta que se mueran por las heridas, o después de algún tiempo puedan levantarse y al fin sanar, convencidos de que han logrado expulsar al demonio de entre su cuerpo. Los libertos de origen suahili, que viven en los puertos de la costa, celebran en cambio una fantasía de carácter alegre y aceptable aún para nosotros los blancos europeos: mientras que un individuo toca una especie de clarinete, con acompañamiento de los tambores, los demás bailan entremezclándose hombres y mujeres, una danza un poco erótica a nuestros ojos, cantando al mismo tiempo, por ejemplo: “addó, makará, sciarmúte a bilásch aucúgira… (corran acá jóvenes, que aquí hay mujeres a voluntad…). He dicho que tales danzas de los negros suahili nos parecían en aquel entonces, es decir en el año de 1920, de tipo erótico, a nosotros los blancos. Ahora que escribo, en 1943, en América, tengo que clasificarlas como danzas para puritanos, de lo contrario se ofendería la gente, pues ahora están aquí de moda las cumbias, zambas, congas que se bailan en los círculos sociales, entre católicos fervientes quienes por lo visto no saben que tales bailes y respectivos aires musicales no son otra cosa que las indecentes fantasías de los negros semisalvajes del centro de África, copiadas o grabadas e importadas desde allá para uso de los negros cubanos, y adoptadas para perversión del gusto de los blancos civilizados quienes antes se dignificaban con el minueto, la gavota, la polka, el paso doble, el vals; tiempos benditos aquellos! (ahora, en 1964, la cosa se ha puesto aún peor que la conga (del Congo), con el “twist”, la danza del vientre en público; signo evi-
dente de la degradación en que está cayendo la raza blanca!). Olvidaba decir, que exceptuando las fantasías de los suahilis y de los esclavos, en las demás no participan las mujeres, pues estas, según el rito musulmán, tienen que quedarse en sus cabañas, escondidas, no pueden participar en reuniones masculinas, dizque porque son infectas; pero se subentiende que tal medida es un pretexto de carácter previsor para la conservación del orden público, pues, los musulmanes, o los árabes, son sumamente recelosos de sus mujeres; la mejor manera de evitar peleas por celos entre hombres, de acuerdo con la sabiduría de Mahoma, consiste en mantenerlas ocultas, como precaución, además de obligarlas a llevar el antifaz. Esta costumbre se cumple hasta en el caso de la religión, pues los musulmanes no permiten a las mujeres entrar en la mezquita de los hombres; tienen mezquitas especiales para las mujeres. En lo tocante a las fantasías guerreras del fuego o del biláo (machete) aunque entre sí difieren en detalle, de las fustigaciones con el curbash, el principio que las anima es el mismo: el fanatismo; no hace falta describir aquí como los sugestionados salvajes se destripan recíprocamente, o el estoicismo con que se queman con carbones ardientes. Si alguien desea no dar crédito a estas historias que estoy relatando con la seguridad de quien las ha visto y vivido, bien puede no creer; yo recuerdo que en diferentes ocasiones durante mi vida de marino oí relatar hechos que me parecían fantásticos, y que más tarde con el transcurso de los años pude comprobar eran totalmente verídicos. Los milagros y los fenómenos no son otra cosa que hechos inexplicados, que una vez dilucidados nos parecen tan sencillos o lógicos como el huevo de Colón. ¿Acaso estos negros no creen que nosotros los blancos somos diablos y brujos, porque con las máquinas y la electricidad o la radio hacemos cosas para ellos inexplicables: colosales milagros? Sin embargo, para comprender y aceptar como verdad este cuento de las “fantasías”, será suficiente tener presentes algunas consideraciones. ¿Cómo se curan estos negros, en la época que estoy describiendo, de sus dolencias menores? Sencillamente: como lo hacían durante los siglos pasados nuestros abuelos blancos o europeos: practicándose sangrías; o quemándose con un hierro ardiente la piel, superficialmente al lugar donde tienen el dolor. El dolor externo de la quemadura hecha ex profeso, es seguraTARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 27 Bulo burti
255
mente más intenso que el dolor que el paciente tenía interiormente, por lo tanto, el enfermo se siente curado del dolor interior. En más de una ocasión, charlando con mis siervos negros, al tratar de explicarles la conveniencia de que se hicieran curar por nuestro akim (el médico, blanco) me sentí contestar que si bien el akim era evidentemente un sabio para enfermedades como la catarata en los ojos, los partos difíciles, la curación de las llagas y la amputación de los miembros; en cambio para dolorcitos que supongo tengan alguna relación con aquellos que nosotros denominamos reumatismo, artritismo, ciática, etc., los blancos somos unos bobos. Ellos, los negros, con una sangría o una quemadura, se quitan el pereque. Si tales remedios no son suficientes, entonces recurren a la fantasía, para desterrar al diablo que esté abusivamente alojado en su cuerpo. En este asunto del diablo, ya es fácil ver la idea religiosa entremezclarse con los motivos dominantes de la “fantasía”, y también es fácil comprender cómo el ignorante y fanático negro pueda, por autosugestión, llegar al punto en que estoicamente masca brasas o acuchilla su cuerpo voluntariamente martirizándose bajo la esperanza de lograr un beneficio para su salud. Cosas más extraordinarias realizan con su cuerpo los fakires de la India mediante la fuerza de voluntad, que es una forma de autosugestión. En los siglos pasados, fanáticos religiosos cristianos se sometían voluntariamente al martirio corporal de cinturas de espinas, flagelación, clausura vitalicia, etc.; en algunos casos ellos también –no recuerdo cuáles santos–, para ahuyentar las tentaciones y el diablo. La diferencia con estos negros consiste en que los cristianos eran civilizados y se martirizaban por un ideal espiritual; los negros son salvajes y se martirizan por un ideal material, de quitarse de encima los dolores o enfermedad corporal. Salvajes los unos; santos los otros; sin embargo: casi no hay diferencia… He dicho que mi primera impresión una vez llegado y establecido en la residencia de Bulo Burti fue la de hallarme en una prisión; paso a explicar el por qué. La mayor parte del tiempo libre durante el día tenemos forzosamente que transcurrirlo dentro del fuerte, cuya plazuela interior recuerda a primera vista los patios de una gran cárcel o cuartel militar. Al lado derecho, tenemos el rincón de los blancos, con sus oficinas, cuartos de dormir, cocina, estación inalámbrica con su planta electrógena y batería acumuladora de 300 amperios a 110 voltios que, además de suministrar la energía para la chispa de la
256
radio, también alimenta el circuito del alumbrado en nuestras piezas. No hay neveras, ni fabricadores de hielo, ni ninguna otra máquina eléctrica de confort, pues estos aparatos no eran todavía conocidos en aquella época. Además del motor generador de electricidad para cargar la batería, que era un motor Otto de kerosene, cuyos estampidos por el exhosto o las explosiones cuando era puesto en marcha constituían de por sí motivo de mucho comentario entre los negros, sobre la brujería de los blancos; y aparte del equipo transmisor de radio, consistente en un primitivo carrete de Rhumkorff con chispero, cuyas bobinas se excitaban transformando la corriente continua en alterna mediante el sistema del martillito, o del interruptor electrolítico de Whenhelt, no había en Bulo Burti más aparatos de brujería sino los rifles, las ametralladoras, y el destilador para fabricar el agua potable con destino a nosotros los blancos. Este destilador, del tipo de vapor, con serpentina, trabaja constantemente, para purificar siquiera en parte el agua sucia extraída del río Uebi Scebeli. Sin embargo, los blancos le teníamos asco a beber agua del destilador, la reservamos para el servicio de cocina y lavado de la ropa; casi todos preferimos, gastando parte de nuestros ahorros, tomar agua mineral, que desde la costa nos llega mediante las caravanas de camellos, cuyo transporte desde Europa hace que resulten costando aquí unas veinte besas por botella, es decir, veinte céntimos de rupia, una barbaridad! Después de unos tres meses de viaje, un mes en el barco y otro en la caravana de este Mogadiscio. La salud, bien merece este sacrificio monetario. He dicho que no tenemos nevera, ni fabricador de hielo; sin embargo, el agua que nos sirven para beber es tan fría como saliendo del congelador. ¿Acaso no son brujos los blancos? Vamos a mencionar aquí un ejemplo de magia, no solamente para los negros salvajes, sino aún para los blancos civilizados que hayan olvidado un curioso experimento de física. En Somalia, el agua para los blancos se enfría, exponiéndola a los calientes rayos del sol. Claro está, con un poco de maña. El agua es colocada en botellas que exteriormente están forradas con trapos o yute o cualquier otro material absorbente; con su tapón para impedir la entrada de agentes contaminantes. Se mojan las botellas profusamente en su exterior, con agua del río, hasta que los trapos en que están envueltas quedan bien empapados. Luego con cualquier pita amarrada al cuello de la botella o el forro de trapos, se la cuelga expuesta al sol, y se espera más o menos
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
un cuarto de hora. Es importante colgar la pita a otro cable, para que no haya contacto con ningún otro material absorbente de calor. En la práctica, sobre un mismo cable, se cuelgan a la vez numerosas botellas. Después de algunos minutos, los rayos solares habrán secado el trapo o yute que envuelve exteriormente la botella; habrá que volver a mojarlo. Se repite en esta operación 3 o 4 veces; al final, el agua contenida interiormente en la botella estará bien fría como si hubiera salido de entre hielo. Por qué? El sol es quien hizo el milagro: con su calor, evaporando el agua contenida en los trapos extrae el calor contenido interiormente en el agua de la botella. Lo importante consiste en disponer de un Mahmud o un Alí, especialmente dedicado a mojar exteriormente las botellas tan pronto que el trapo se esté secando; de lo contrario el agua interior en lugar de enfriarse, se calienta. El horario de oficina en nuestra estación inalámbrica es de unas 4 horas diarias, por turnos; es mucho el tiempo que nos queda sobrando para emplearlo en algo, después de habernos comunicado con los colegas de “A” Bardera, “B” Brava, “MA” Mahaddei, “L” Lugh, “M” Merka, “U” Baidoa, “TI” Tigiegló, etc., a quienes nosotros (BU) tenemos que dar dos veces diarias las observaciones meteorológicas, la altura del río, además de los mensajes oficiales y particulares entre uno y otro pueblo. Marino y Mazzoni, se resignan filosóficamente a quedarse la mayoría del tiempo tendidos en sus camas, durmiendo o leyendo, en traje de Adán o con una simple sábana alrededor del cuerpo, para no sentir el calor. Yo, lo mismo que Scioli sufro de continua impaciencia, no puedo estarme un cuarto de hora quieto; todo quiero verlo, observarlo, conocerlo y estudiarlo. En el costado del fondo del fuerte, están los salones–corredores donde se alojan las centurias de áscaris, con sus esposas, niños, ovejas y hasta burritos; sector este, cuya vista es lo menos agradable, por una parte; y por otra, conviene que el blanco se entrometa lo menos posible donde hay mujeres indígenas pues los celos de sus maridos alcanzan a la exageración. Estas mujeres son árabes, de la provincia de Adén, igual que sus maridos los áscari; además de taparse totalmente el cuerpo, con largas futas o vestidos, también llevan el antifaz que solamente deja ver un par de ojos vivaces pero no permite adivinar si la mujer es jovencita de primer pelo, o vieja apergaminada… El perfume que llega de sus
cocinas situadas en aquel lado, de cebollas fritas en rancia grasa de oveja es suficiente para mantenernos a la mayor distancia posible. Otro tipo de perfume es el procedente de lado izquierdo del gran edificio, donde se hallan los establos para los centenares de mulas de las tropas áscari; para el ganado que se sacrifica diariamente para alimento de la guarnición; y para los camellos de las caravanas que llegan o salen de Bulo Burti. El ganado, y las ovejas, son típicos de esta tierra tropical: las vacas y los bueyes llevan en la grupa una especie de joroba (cebú) similar a la de los camellos, que constituye un depósito de grasa mediante el cual el animal se mantiene en vida durante las épocas de sequía o de escasez de alimentos. En las ovejas, el depósito no está situado en el dorso, sino en una bolsa adiposa, del tamaño de un tomate, debajo de la cola. Los mulos, de raza abisinia, gozan fama de ser inteligentes, fuertes, resistentes, aunque a veces tercos como todas las mulas del universo. Los camellos o dromedarios –según que tengan giba doble a sencilla–, que por primera vez puedo observar y tocar a mi gusto, no dejan de tener costumbres interesantes. Son rumiantes, lo mismo que el ganado, comen cualquier cosa, hierba, ramitas de árboles, papel… Caminan moviendo a un tiempo las dos piernas de un lado, y luego las del otro (igual que las jirafas, y los famosos asnos de la isla de Pantellería), este movimiento resulta incómodo y marea al viajero que no está acostumbrado a viajar sobre el lomo de camello. Estos animales son para el indígena más útiles que el ganado, pues además de que también suministran leche, son incansables, pudiendo viajar semanas enteras, con plena carga, casi sin alimentarse y sin tomar. Para cargarlos, los somalos les gritan “jook”: dócilmente se sientan doblando sus patas, primero las dos delanteras y luego las traseras; una vez cargados, les gritan “túu”, y entonces se levantan, siempre que la carga no exceda en tres o cuatro kilos al máximo que están acostumbrados a llevar, pues de lo contrario, rebuznan, y ni pegándoles, hay manera de que se levanten. Pesan mejor que una balanza de Toledo! La forzada cercanía de tantos animales dentro del recinto del fuerte, además de los nada agradables perfumes que difunden en el ambiente, trae consigo el antihigiénico inconveniente de los múltiples insectos o parásitos que pegados a los animales, o a su carga, penetran en nuestro recinto, y luego se esparTARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 27 Bulo burti
257
cen hasta llegar a nuestros dormitorios. Además de los comunes moscos y mosquitos maláricos, existe la “ghindi” (tsé-tsé) que inyecta la enfermedad del sueño, que afortunadamente aquí ataca solamente a los animales de pelo corto, sin afectar a la raza humana; hormigas grandes, o pequeñas, de todas las especies, que entran con las caravanas, metidas en los bultos en los cuales se instalaron mientras las caravanas descansaban en sus etapas en el monte, especialmente si el aprovisionamiento de azúcar, harina u otros géneros comestibles que traen para la guarnición no están empacados en latas; y por último, las garrapatas, diferentes especies, que nos obligan a diariamente inspeccionar nuestros cuerpos para quitárnoslas de encima antes de que se instalen y engorden. Víctimas de las garrapatas, son los perros importados desde Europa, que difícilmente logran sobrevivir largo tiempo en este clima infernal. Tenemos aquí varios finos foxterrier, importados no se por quién, que dan pena por la feura, consumidos por los parásitos. Yo y Scioli tenemos frecuente trabajo en lavarlos, librarlos de las garrapatas que se les entran por las orejas, se pegan allí aumentando rápidamente de tamaño y cría, mientras la pobre víctima trata inútilmente con las piernas alcanzar el interior de los lóbulos, llora, gime, se enloquece por el dolor y el sufrimiento. En el centro del patio está el habitual mono de todas las residencias: un inteligente macaco, mejor dicho, macaca, pues responde al nombre de Mariám, tiene especiales aptitudes de cariño para arrullar entre sus brazos las crías de otros mamíferos, mecerlos, cuidarlos, y despulgarlos como toda una mamá. Mariám distingue los toques de corneta del cuerpo de guardia, sabe ponerse en posición firme y hacer el saludo militar cuando los áscari suben o bajan la bandera; canta de manera particular cuando oye sonar la hora del rancho, pidiendo ella también que le traigan su ración; o chilla asustada, y se trepa hasta el tope del poste al que está amarrada, si oye tocar el zafarrancho. Durante los primeros días de estar en Bulo Burti, la facilidad de observar y jugar con un verdadero mono, grande e inteligente como los que hay entre la raza de los macacos, me sirve de mucha distracción; nos hemos vuelto amigos, tan pronto me ve, Mariám me llama palpando los labios en signo de fiesta; si me le acerco, se encarama sobre mis espaldas y se
258
dedica a espulgarme en la cabeza, investigando cuidadosamente con los dedos de sus manos; cuando cree haber hallado algo, lo coge con sus dientes, sin importarle tirarme los pelos. Lo interesante es que ni tengo yo pulgas u otros bichos en la cabeza, ni Mariám los encuentra, pero hace todos aquellos gestos como si de veras los matara, para dar muestra de su cariño. La salida desde el fuerte, para ir al poblado, o hacia el monte, solamente está permitida para nosotros los blancos durante las horas diurnas; tal restricción tiene por objeto evitar incidentes o peligros para nosotros durante la noche. Aún durante las horas del día, si un blanco se encamina para salir del fuerte, tan pronto pasa enfrente del cuerpo de guardia y emboca el puente levadizo, automáticamente desde allí se destacan dos áscaris quienes silenciosamente lo siguen a unos 20 metros de distancia, con sus rifles y cartucheras, vigilando contra eventuales ataques por algún indígena. En cuanto a salir del pueblo para expediciones o cacería, esto solamente está permitido previo convenio con el residente, en cuyo caso el blanco va escoltado por una compañía de áscaris organizada en pie de guerra. Tales restricciones hacen en parte decaer el entusiasmo que hasta ahora mantenía con relación a la esperada vida de aventuras en el África. Mis sueños de excursiones y cacerías al estilo de Salgari o de Verne parece que no serán realizables. Venir hasta el centro de África para encerrarse en una fortaleza desde donde muy poco se ve o se conoce del ambiente, es el colmo de la contrariedad o de la estupidez. Esta y otras similares consideraciones son las que voy haciendo durante las charlas con el amigo Scioli, el único con quien logro entenderme a plena confianza. Igual que yo, Scioli está dominado por el espíritu de movimiento, sed de conocer, ensayar, experimentar cada día nuevas emociones. Los demás blancos de Bulo Burti, es decir el residente Panelli, sus dos ayudantes tenientes Monti y Rossato, el cabo Marino y mi colega Mazzoni prefieren pasar las horas de descanso, durmiendo, o perezosamente recostados fumando y leyendo. África no les interesa; para alguno de ellos, especialmente el apático Mazzoni, ésta no es más que una cárcel transitoria mientras dure el tiempo del servicio militar. En cambio, para Scioli y para mí, éste es el continente de la libertad sin límites, si logramos traspasar el puente levadizo sin que los áscaris de escolta nos sigan de cerca.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
28
Fiebres y Caravanas
Noviembre de 1.920 Febrero de 1.921
C
omo pretexto para salir del fuerte, hemos resuelto dedicarnos a la agricultura. Para ello, hacia las 7 de la mañana, después del desayuno, vamos hacia un recodo del río, cerca del pueblo, donde no hay casas. Allí escogemos un lote de terreno, en declive sobre la orilla, donde es fácil sacar agua para la irrigación. Desmontada la maleza, sembramos frutas y hortalizas, cuyas semillas conseguimos en el depósito de la residencia: tomates, remolachas, berenjenas, zanahorias, lechugas, pimientos, papayas; una especie de jardín-hortaliza, que en somalí se denomina «chamba». Para impedir que animales y extraños penetren en el jardín, levantamos alrededor de la chamba una cerca de hilo espinoso, denominada «zeríba». Sin embargo, casi todas las mañanas cuando entramos al lote encontramos uno o más caimanes escondidos entre las hierbas, tomando el sol, acechando por si se le acerca algún ganado. Tan pronto que nuestros pasos despiertan la atención de los cocodrilos, se precipitan al río, logrando salvarse de nuestros tiros de mauser. No obstante, cada tanto algún cocodrilo resulta fulminado por una bala en la cerviz, en los ojos o en la garganta, que son los puntos vulnerables; entonces, si el animal es joven, es decir, no más de 1 metro de largo, siendo su cuero todavía relativamente tierno, de escamas delgadas, lo despellejamos en el mismo sitio.
Tengo que confesar que las primeras veces me daba asco tocar estas pieles de cocodrilos y me costó esfuerzo de voluntad manejar aquellos cuerpos de sangre fría, especialmente por el lado de la barriga donde la piel tiene un color amarillento-verdoso; pero a los veinte años de edad es fácil acostumbrarse a cualquier cosa de manera que a los pocos días de ese tirocinio ya me he vuelto un descuartizador hábil y rápido como un profesional: clavo el cuchillo en la garganta del animal, o en el cuello, y llevando la hoja recostada entre piel y grasa, con buen cuidado para no dañar la piel perforándola, con pocos tirones la separo en pocos segundos del esqueleto, mientras el cadáver estaba todavía fresco. Se desgrasa la piel, por el lado interior, raspándola, y se la pone en un balde relleno de agua con alumbre, o sal si no hay alumbre, por un par de días; y luego, extendiéndola y fijándola así templada con palillos para evitar que se arrugue, se la pone al sol a secar durante un par de semanas. Una vez bien seca, se empaca para despacharla a Europa donde le harán el curtido y aderezo final según el gusto de uno o para venderla al público. Con un procedimiento similar, se descuartizan los reptiles, los chacales o las hienas que de vez en cuando caen en las trampas que colocamos cerca de la chamba. Los chacales tienen piel de tamaño y color parecido al lobo; la hiena no es considerada de valor alguno ni es costumbre curtir su piel sino que se
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 28 Fiebres y caravanas
259
utiliza su despreciado cuerpo como cebo para las trampas, o para los caimanes. El río Uebi Scebeli tiene en este punto solamente media cuadra de ancho, corre rápido y con un par de metros de profundidad durante este periodo que corresponde a sequía. Tan pronto que llueva, me informan, el río subirá a unos 10 metros de altura, desbordándose, formando lagunas que serán verdaderos criaderos de cocodrilos, a poca distancia de nuestra chamba. Al acercarnos a la orilla del río a rellenar latas de gasolina con agua para irrigar nuestra plantación, siempre hay que tener cuidado de no exponer los brazos pues a más de un indígena le ha ocurrido de perderlo al ser atacado de improviso por un cocodrilo que estaba escondido a flor de agua entre el color sucio terroso del líquido elemento. Cuando el saurio está de cacería en el río, se mantiene con el cuerpo sumergido, solamente sobresale afuera del agua la punta de la nariz, y los ojos. Cualquier inexperto, al ver esa manchita color de barro, de un pie de largo, flotando inmóvil al filo de la corriente, supone que sea un pedazo de madera o rama de algún arbusto. Pero, ay, del incauto que se acerque desprevenido al inocente trozo de árbol, pues súbitamente, con un violento golpe de cola sale todo el cuerpo a la superficie, resuelto a la lucha: aparece un par de enormes mandíbulas abiertas en forma de V, entre cuyos dientes y fauces queda destrozado y desaparece cualquier cuerpo atrapado. La voracidad de los cocodrilos es tal que a veces, al destriparlos se les encuentra en el estómago latas de rancho, objetos metálicos u otras materias de difícil digestión. Los indígenas que nos observan, en principio se ríen de vernos trabajar la chamba, manejar palas y azadones o transportando el agua a espaldas en las canecas, pues consideran tales trabajos manuales como propios únicamente de sus esclavos. Casi nos pierden el respeto. Empero a los pocos días su desprecio se transforma en admiración, pues los resultados que obtenemos de los cultivos son mejores de los que ellos suelen conseguir. El secreto está en desyerbar diariamente e irrigar el suelo dos veces diarias: por la mañana antes de que salgan los rayos del sol, y por la tarde después del ocaso; trabajo que los negros no hacen pues su acostumbrada pereza lo confía todo a la buena voluntad de la naturaleza. Con nuestros cuidados, con el rocío y con la ayuda del sol tropical las semillas que hemos sembrado van creciendo a vista de ojo, gracias a la fertilidad de esta tierra virgen tropical.
260
Por la tarde, cuando con Scioli regresamos de terminar la irrigación de la chamba, pasamos por el pueblo, divirtiéndonos en visitar los ducans o sanduk, pequeñas tiendas de mercaderes árabes, donde venden telas de algodón, pieles, azúcar, especies, maíz. La pareja de áscaris nos sigue y vigila a distancia. Nuestras visitas son consideradas como alto honor para el propietario del almacén quien nos invita a sentarnos sobre el angareb (catre de piel) y tomar el tcháil, o sea el té preparado a la costumbre oriental, con canela y otros aromas. Hay que reconocer que el tcháil es más sabroso que el insípido té servido con solamente limón o leche según la costumbre inglesa. Esto me hace recordar que los orientales, a su propia manera, saben gozar la vida más que nosotros los blancos, como lo demuestra este té tomado en un desconocido rincón en el centro del continente africano, al ser huéspedes bajo el techo de paja de una tienda árabe. Desde luego no hay que entender que los orientales tengan mayor inteligencia que nosotros los blancos. Lo que tienen es mayor capacidad de filosofía, pues la civilización oriental se funda en algunos centenares de siglos de experiencia, más que la occidental; ellos ya han pasado y experimentado antes que nosotros las diferentes etapas y maneras de vivir, llegando a la actual fase en la que dejan a la naturaleza seguir su curso en lugar de quererla dominar, mientras ellos observan cómo corre inútilmente el afanado mundo occidental, que quizás solamente en los años 2.000 llegará a la elevación espiritual de un Gandhi. La llegada de una caravana procedente de la costa, es siempre motivo de alegre animación en el recinto del fuerte, como si trajera un nuevo soplo de vida. Todos nos precipitamos ávidamente a abrir bultos, desempacar cajones para extraer, catalogar, almacenar las provisiones que llegan: harina, para hacer el pan y la pasta; frijoles, lentejas, arvejas, arroz y otros cereales secos; azúcar, sal, latas de rancho, damajuanas de vino Chianti, botellas de agua de Vichy; kerosene para el motor Deutz que carga la batería, ácido sulfúrico y placas de plomo para la misma; proyectiles para rifles y ametralladoras, dinamita, cemento, material fotográfico, papel y artículos de oficina; instrumentos de meteorología, farmacia, y todo cuanto pueda necesitar una guarnición militar relegada en una región semisalvaje de Somalia. Con la caravana vienen además las noticias del mundo civilizado, los periódicos de hace dos o tres meses, el correo, los paquetes regalos de nuestros parientes, que traen
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
golosinas, caramelos, dulces, a veces derretidos por el calor, o endurecidos como el mármol, según la materia; o carcomidos por las hormigas o los comejenes que logran traspasar cualquier tipo de empaque que no sea la lata metálica o forro de hoja estañada, y que se infiltran dentro de los bultos durante las siestas de las caravanas en el monte, en el período de dos a tres semanas que dura el viaje desde la costa hasta Bulo Burti. Tampoco respetan dichos insectos los bultos de víveres, especialmente el azúcar y los cereales, que a veces tienen que ser pasados al cedazo, cuando llegan, para librarlos y purificarlos de los ejércitos invasores… Estas caravanas salen de Mogadiscio una vez mensual; regresan a la costa llevando pieles, marfil, tamarindo, casia, kapok, y otros productos vegetales del trópico que gozan de fuerte demanda en los mercados europeos. A pesar de lo monótona que podía ser la vida pasándola encerrados en el fuerte de BU, o de lo aburrida que es según los demás compañeros blancos, sin embargo, yo y Scioli hallamos bastantes motivos para entretenernos y deshojar alegremente el almanaque a medida de que transcurren los días. El cultivo de la chamba, el juego con la mona Mariám, el movimiento de las caravanas, la cogida de alguna hiena o cocodrilo, la toma e impresión de fotografías en cuyo arte estoy principiando a perfeccionarme, las horas de servicio en la estación de radio, la observación de este ambiente extraño y tan nuevo para mis costumbres de exmarino, son todas cosas que contribuyen para que los días se sucedan rápidamente y divertidos. Tengo ahora un nuevo elemento de distracción: un «dig-dig» pequeño, que acabo de comprar a un indígena, por un par de «besas» (veinte centavos), que solamente ayer fue hecho prisionero en el monte. Es tan pequeño que todavía requiere ser alimentado con leche. El dig-dig es una especie de la familia de los antílopes o venado que en su pleno desarrollo alcanza apenas al tamaño de una ovejita y cuya piel es algo parecida a la del petit-gris, y fina como la de un lebrel; dicen que no ha sido posible transportarlo hasta ahora a Europa u otros continentes, o llevarlo a los jardines zoológicos porque inevitablemente se muere a los pocos días de estar lejos de su suelo de Somalia. Su carne es tierna y sabrosísima; puede afirmarse que con la papaya constituyen dos elementos de interés gastronómico para el europeo recién llegado a esta zona. Los compañeros de BU me aseguran que el dig-dig que acabo de adquirir está destinado a morir pronto,
El oficial Scioli con el mico al hombro
pues es todavía demasiado pequeño; efectivamente, el pobrecito no hace más que chillar o llorar corriendo de un extremo al otro del patio interior del fuerte, buscando una salida, llamando a su madre; mis esfuerzos para alimentarlo parecen inútiles y fracasan debido a que no logro que se tome la leche servida en un plato; lo veo enflaquecer día por día; finalmente, logro inventar una especie de tetero que tan pronto se lo emboco se pone codiciosamente a chupar leche que da gusto al verlo. Este acontecimiento me entusiasma, estoy feliz porque el dig-dig se salvará. Mientras tanto, el animalito me coge cariño, poco a poco se acostumbra a seguirme como si fuera mi sombra, como lo haría un perro fiel. Por la mañana cuando despierto, de un salto se sube a la cama y se pone a hacerme fiestas dando brincos, lamiéndome la cara, hasta que me levanto para preparar y darle el tetero…; es mi reloj despertador. Hoy, ha sido un día de extraordinario movimiento. Nada menos que un rinoceronte que bajaba por el río, resolvió salirse del Uebi Scebeli lanzándose cabizbajo contra los tucules de paja del pueblo. Los negros, generalmente hábiles cazadores, no le temen a estas fieras, pero ante la invasión sorpresiva no pudieron hacer otra cosa sino escapar dando la alarma mientras que el bicho seguía entretenido destrozando cabañas y clavando su cuerno en cuanto animal doméstico encontrara en su alocada carrera. Le tocó al teniente Monti el honor de meterle una bala explosiva tirada con carabina Express en uno de los ojos dejándolo fulminado y con la cabeza semidespegada. Estos animales, igual que el elefante y el hipopótamo son del género paquidermo (piel gruesa como de una pulgada de espesor), son mamíferos, tienen fama de ser siempre ofensivos y violen-
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 28 Fiebres y caravanas
261
tos lo mismo que el búfalo, y a veces el elefante; es decir, siempre atacan. El doble cuerno que llevan en el centro de la cerviz, con el cual enganchan y lanzan al aire sus víctimas, es de mucho valor para los orientales, que acostumbran rayarlo en polvo y venderlo como afrodisíaco, a peso oro. A pesar de su brutalidad, estos animales, igual que los otros paquidermos, no comen a sus víctimas, pues son únicamente herbívoros. Estamos a mediados del mes de noviembre; ya está principiando el tangabil o época de las lluvias. El clima se hace más pesado, desaparece la brisa, se siente un calor sofocante. Con frecuencia, el cielo que antes estaba siempre azul y despejado, se cubre ahora de negros nubarrones que descargan los clásicos y violentos aguaceros tropicales, varias veces cada día. Con las lluvias llega la invasión de infinidad de diferentes especies de moscas, mariposas, libélulas, matamoscas, mosquitos, que por la tarde infestan el ambiente, obligándonos a refugiarnos detrás de los toldillos. A la hora de la cena, resulta un problema mantener el comedor alumbrado pues cada vez que el sirviente abre la puerta para traer comida, una nube de insectos se precipita sobre nuestros platos, cae en la sopa. Nos acostumbramos a perderle el asco, sacarlos por docenas de entre el caldo y seguir comiendo como si nada… Entre los insectos de la época de las lluvias me llama la atención una especie de hormiga alada, que se distingue por lo siguiente: durante la mañana, del terreno parece como brotar, se ven granitos de tierra levantarse y desplazarse hasta que queda hecho un agujerito, del que sale el insecto volando. En un par de horas, todo el terreno aparece perforado como por microscópicos volcanes; millares de hormiguitas con alas se persiguen en el aire, hasta que se aparejan un instante y durante esta función de procreación pierden sus alas. Por la tarde, el terreno queda tapizado de diminutas y transparentes alas. El fenómeno se repite durante dos o tres días cada estación. Tal como estaba previsto, el río se desborda, formando grandes charcos, dificultando el pastaje del ganado, no solamente por el agua, sino también por los numerosos cocodrilos que abandonando el río se establecen entre las lagunas. De vez en cuando, conseguimos permiso para darles una batida a los saurios, que los somalos denominan «yáas». La táctica para cazarlos es interesante por la sangre fría de que dan prueba los batidores negros. Armados de palos, se lanzan corriendo entre las lagunas, donde el agua no
262
les alcanza a la altura del cuello; gritando y golpeando el agua con el palo, hacen el mayor ruido posible. Los cocodrilos, en lugar que atacarlos, se asustan con el bullicio; de invisibles que eran mientras estaban sumergidos, emergen a la superficie dejando ver todo su largo cuerpo y nadando como locos para alejarse de los batidores, quienes se adelantan en forma de semicírculo a fin de dirigir los saurios asustados hacia terrenos secos en dirección a donde estamos nosotros los blancos con los fusiles apuntados siguiendo la marcha de los animales hasta que a unos 30 metros de distancia se hace el tiro, teniendo el cuidado de que las balas no vayan donde están los batidores. La faena es tan fácil, que lo que resulta no es una cacería, sino una carnicería, por la cantidad de bichos que quedan muertos, y por la total o casi total exclusión de peligro para los cazadores. Así son como pude aprenderlo más tarde-, casi todas las cacerías africanas de fieras, cuando son llevadas a cabo por expertos, y siguiendo las indicaciones de los batidores negros. ¡Qué peligro, ni qué fieras! No hay más fieras que los hombres! Los cuentos del Salgari y del Verne no corresponden a la realidad, o solamente corresponden en parte si los cazadores son inexpertos aprendices. Más valor se necesita para domar un potro, que en cazar elefantes; sin embargo, para un buen jinete, el montar potros es juego de niños, así como para un cazador experto, el matar fieras. Todo resulta fácil y posible para el hombre, cuando aplica su inteligencia, malicia, y maña. Otra invasión, que ha llegado con las lluvias, esta sí de carácter agradable, es la de los pájaros, venidos quién sabe desde donde, a establecerse en los mismos pantanos donde cazamos cocodrilos. Son aves del género acuático, en tal cantidad que forman verdaderas nubes cuando se levantan en vuelo: patos, gallinetas faraonas, ánades y otras, todas famosas por la sabrosa calidad de sus carnes. Con un solo tiro de escopeta que se haga con plomos finos, caen por docenas, causando asombro entre los observadores indígenas quienes gritando Aláh y llamándolo por testigo, no logran explicarse cómo de un solo tiro sea posible tumbar a más de un animal; se imaginan que una misma bala salga de una víctima y cambie de dirección para ir a matar la otra (como en el cuento alemán del barón cazador de patos…). Hay fenicópteros, ibis de las plumas rosadas, grullas y otras aves del género de las zancudas, más altas de un metro, provistas de picos enormes, que con aire aparentemente serio y lleno de
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
prosopopeya pescan lentamente, o descansan largas horas sobre una sola pata. También principian a dejarse ver otro tipo de pájaro que mucho nos interesa, se trata del airón o «aigrette», de la familia de las garzas, cuyas plumas de hilos blancos siguen siendo de gran moda para formar penachos de chacó de gala de oficiales del ejército, o para adornar sombreros de las damas. La cacería de estas aves resulta provechosa, por el dinero que los cazadores obtienen vendiendo sus blanquísimas plumas. Estas garzas vuelan en bandada, lo cual indica que todavía son jóvenes, apenas están principiando a desarrollar el plumaje de blancos hilos que saliendo del dorso terminará en larga cola; sería error cazarlas ahora, conviene esperar unos tres meses más, cuando ya grandes no vuelan más en grupo sino separadamente cada una; entonces sus plumas estarán bien desarrolladas. Naturalmente, aquí nadie sabe, y como de costumbre yo no me acuerdo que el 26 de noviembre cumplo años: exactamente 20. Durante la primera década de diciembre terminan las lluvias, principian las brisas del monzón noreste. Poco a poco los pantanos se irán secando; el Uebi Scebeli que viene desde Abisinia bajará poco a poco de nivel hasta limitarse a su cauce; las aves acuáticas desaparecerán emigrando a otros países; en su reemplazo regresarán las tórtolas, los francolinos, las otárdas, los halcones y los marabúes. Estos últimos, conocidos también con el nombre de cigüeña africana, son del género zancudo, de gran tamaño, suelen como las hienas y los buitres- alimentarse de carroñas o cadáveres. Vuelan muy alto, tienen la vista tan buena como la del águila; cuando se posan sobre el suelo caminan con dificultad debido a sus dos altas patas, con aspecto solemne y ridículo al mismo tiempo debido al enorme pico que las distingue; con trabajo se levantan en vuelo; es relativamente fácil hacerles blanco cuando están dedicadas a comer alguna carroña. Los europeos les hacemos cacería con mucho empeño debido a las finísimas plumas que llevan en la cola, de color blanco como el aigrette, pero en lugar de hilos el plumaje es vaporoso, parecido al de avestruz aunque más fino, siendo de moda para las damas llevar collares de tales plumas, especialmente para soirées (noches) y a teatro. También se dejan ver en esta época los avestruces, que son famosos además que por sus grandes plumas, por el hecho de que tiene la curiosa y cretina
costumbre de esconder su cabeza en un hoyo cuando tienen miedo, y porque corren a velocidad asombrosa que hace difícil colocarles un tiro si no se las toma de sorpresa, o con ametralladora… Los huevos que ponen, son del tamaño de una papaya! El residente capitán Panelli ha logrado mejorar las relaciones políticas con los varios jefes de tribus de la región, estableciendo pacíficas alianzas. Una de las centurias ha sido enviada a establecerse como cuerpo de vanguardia en Bugda, unos 50 km. más al interior -occidente de BU-; se nos permite a los blancos salir con más frecuencia al poblado. Hace días, curioseando entre los depósitos del fuerte, he descubierto media docena de bicicletas, del tipo militar con manguera rellena, sin neumático. Son un poco más duras, pero andan. Preguntando cuál es el objeto de tales máquinas en BU, he sido informado que su dotación representa un vehículo para que los blancos podamos escapar hacia Mahaddei en caso de emergencia, siempre que el camino de las caravanas no esté fangoso como ocurre durante la época de lluvias. Si el sendero está seco, por rápidos que sean los negros en correr, nunca podrían alcanzar a un blanco montado en bicicleta. Está bien -pienso yo-, pero siempre que los blancos sepan montar en biciclo, pues por ejemplo, yo que soy ex marino, nunca he tenido ocasión de subir en tal artefacto, y no sabría manejarlo. Se me ocurre entonces la idea de que la ocasión es buena para aprender, ahora que el terreno está secando; Mazzoni es un hábil ciclista y resulta que a él también le gustaría desentumecer las piernas pedaleando. Nos gusta además pensar que saliendo en bicicleta dejaremos bien atrás la acostumbrada escolta de áscaris, pues estando a pie no lograrán ellos mantenerse en contacto con nosotros. Pero, para poder sacar las bicicletas, necesitamos la autorización del residente. Este, en principio se niega, pero entonces inventamos el pretexto de que hemos descubierto que las máquinas se están oxidando y dañando; que es conveniente engrasarlas y ensayarlas… El capitán Panelli, sin molestarse en comprobar si es cierto cuanto informamos, termina por creernos y nos concede el permiso de hacer cuanto creamos necesario para la buena conservación de las bicicletas. Salimos pues del fuerte, y nos vamos a alguna distancia del pueblo llevando las máquinas arrastradas, hasta donde el residente no pueda darse cuenta de que no sé montar y de lo que vamos a hacer con las máquinas.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 28 Fiebres y caravanas
263
Mazzoni me da clases; prontamente aprendo no solo a correr a gran velocidad, sin peligro de que las espinas de las acacias y otras malezas perforen las ruedas que son de caucho relleno; sino que también me vuelvo experto en hacer acrobacias, andar hacia atrás, hacer eses soltando el volante y los pedales, etc. -Curioso esto- pienso yo, -de venir al centro de África a aprender cómo montar en bicicleta!-. Después de algunos días de este aprendizaje, acabamos yo y Mazzoni jugando a estrellarnos uno contra el otro con las máquinas, quién tumba a quién, con el resultado de que los rayos de las ruedas se despedazan, los arcos se tuercen. Dañadas las dos primeras bicicletas, nos quedan otras cuatro unidades en perfecto estado para continuar con tales batallas, mientras el residente no se dé cuenta de nuestro servicio de mantenimiento. En cuanto a los negros, hacemos lo posible para asustarlos; efectivamente, cuando pasamos a toda carrera cerca de alguno de ellos se apartan amedrentados, llamando Aláh, comentando esta nueva brujería de los diablos que corren rápido como los avestruces, sobre patas con ruedas. Finalmente, todas las seis máquinas quedan dañadas, volvemos silenciosamente a esconderlas en el depósito (que falta juvenil, que irresponsabilidad!). En vísperas de Navidad, considero que es ritual celebrar solemnemente la fiesta que se avecina. Para ello, con Mazzoni, nos hacemos cargo de la cocina, para alistar platos especiales, siendo nuestra intención invitar a nuestro comedor a toda la colonia blanca, o sea la media docena de oficiales ya mencionados, inclusive al capitán Panelli. Mis ocultas e insospechadas habilidades culinarias resultan extraordinarias desde la preparación del menú, que he copiado de las maravillosas listas y estrambóticos nombres gastronómicos usados por los “maitres” de primera clase del Giuseppe Verdi, mi amado transatlántico; inclusive la preparación de gateaux (tortas) con respectivas sus decoraciones a base de cremas y mermeladas que preparo recordando lo aprendido en una patisserie (pastelería) de Torre Pellice, cuando era muchacho. No faltarán para la ocasión numerosas botellas de vinos finos y licores, así como fiambres con hongos, mortadelas, salamis, recientemente llegados en lata con la última caravana; queso gorgonzola y parmesano, conservados en una jaula de anjeo metálico, colgada de un alambre del techo para que no se lo coman las hormigas y los insectos. Los salamis, siendo carne de cerdo, traen como consecuencia una inevitable pelea y larga discusión
264
con los sirvientes quienes habiendo olido que se trata de «gamzir», se niegan a tocar estas viandas o lavar los respectivos platos y tenedores. Por religión, si tocan cualquier cosa que haya estado en contacto con el gamzir, tendrán que bañarse siete veces en el río, para purificarse. Otra complicación se presenta con la preparación epulónica de un facócero (sanglier-jabalí-»donfar» en somalí) que el cabo Marino mató cerca del fuerte y gustosamente entre risas me cargué a espaldas hasta la cocina, puesto que también los áscaris se negaron a tocar la puerca víctima. Al descuartizarla para preparar los jamones, entre las setas de jabalí tropezamos con garrapatas de todos los tipos y tamaños. Respetamos las creencias de los áscaris, pero los sirvientes están pasando un mal cuarto de hora con toda esta carne de cerdo, especialmente el cojo Gidó a quien Mazzoni le refriega a la fuerza una hoja de mortadela sobre la cara. Protestando, y seguramente maldiciéndonos en su idioma, resignadamente se dirige hacia el río, a bañarse siete veces. Al día siguiente, o sea en la mañana de Navidad, orgullosos de nuestro trabajo de cocina, alistamos la mesa, con los varios platos de antipastos y postres; se me ocurre sacar una fotografía, para enviarla a mi casa en Europa para que vean que estamos pasando bien la Navidad; fotografía que todavía conservo en el álbum de colección africana (a propósito de fotografías, de las cuales adjunto también copias al original de estas memorias: quien las vea se dará cuenta que son muy malas, ya sea por lo viejas, gastadas o dañadas, ya sea porque yo era principiante en ese arte. Hay que tener en cuenta que en aquella época la calidad y los medios eran primitivos en comparación con la perfección actual de las máquinas, lentes, papel. En aquel entonces, la fotografía en color aun no existía. La dificultad de revelar los negativos e imprimirlos, en Bulo Burti, con el agua poco pura, el calor, escasez de medios, son otra causa de que estas fotos sean actualmente casi no identificables). Hacia las diez de la mañana, siento un ligero malestar del estómago, y la necesidad de ir al retrete. Este cuarto, con piso de cemento, no tiene más que un hoyo, al estilo antiguo, del cual salen enormes cucarachas, que hasta se le encaraman a uno por las piernas, se requiere fuerza de ánimo para no dejarse vencer por el asco. Estoy observando las cucarachas, cuando de repente me pasa algo insólito. Siento un trastorno; luego, sin darme cuenta, he caído, privado de los sentidos.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Cuando me despierto, quizás media hora después, me encuentro en mi cama, rodeado de los blancos de la guarnición. No logro explicarme la situación: pregunto qué ha sucedido; Mazzoni me informa que, preocupado por mi ausencia, salió a buscarme, hasta que finalmente me halló en el W.C. tirado en el suelo… Dio la alarma, con la ayuda de otros me transportó a la pieza en donde mediante bofetadas en la cara y pinchándome la punta de los dedos con un alfiler acaban de hacerme recobrar los sentidos. Me preguntan qué tengo; cómo me siento; cuál fue la causa de mi desmayo; no sé qué decir. Me siento aturdido; con náusea. Me recomiendan quedarme acostado; yo mismo comprendo que tiene que ser así. Lástima; después de tanto entusiasmo y preparativos para festejar la Navidad con un suculento banquete! Mis compañeros se van al comedor, dejándome solo en mi cuarto. Por la tarde principio a tener escalofríos, vómitos, fiebre; por la noche la temperatura me sube a 41° centígrados. Se reúnen los blancos alrededor de mi cama en consulta; resuelven enviar un mensajero a Bugda donde está el capitán médico, pidiéndole regresar de urgencia a Bulo Burti para examinarme. Al día siguiente, sigue la misma fiebre. Por la tarde llega el médico y después de estudiar mis síntomas diagnostica sencillamente: tifo. Me doy cuenta de que soy un caso perdido pues es proverbial que aquí nadie se salva del tifo. No hay hielo, ni medicinas para tal enfermedad (las sulfas y penicilinas solamente las inventaron treinta años después). En el botiquín de la enfermería, lo que más hay son unos desinfectantes y una gran cantidad de quinina, en píldoras, en inyecciones. De manera, que estoy condenado a morir; así pienso; y además lo leo en las caras de mis compañeros. ¿Qué hacer? Resignarme. Lástima; a los veinte años. ¿Qué dirá mamá? Tengo que hacer testamento. Hacia la medianoche, cuando todos duermen, a pesar del friebrón me levanto, me pongo a arreglar mis bártulos, los empaco en los baúles, coloco en ellos la dirección de Pinerolo a donde mi familia acaba de trasladarse desde Torre Pellice; escribo una carta de instrucciones para el residente, rogándole disponer que todo sea devuelto y entregado en Italia a mi familia. Otra carta, para mamá y mis hermanos, despidiéndome, enviándoles mis bendiciones. Y luego con la serenidad de quien cree haber cumplido con su deber y tiene la conciencia tranquila vuelvo a acostarme, esperando la muerte.
Italo enfermo de regeso de Bulo Burti Al día siguiente viene el médico para visitarme, acompañado por todos los blancos de la guarnición. Sigue la misma fiebre altísima, a ratos estoy delirando; tanto es así, que cuando el médico se va, como un energúmeno me levanto de la cama y lo persigo por la espalda tirándole un zapato. ¿Por qué? No sé. No me ha hecho nada; sin embargo estoy insultándolo, lo encuentro odioso (locura de la fiebre). Por la tarde vuelven a entrar en mi cuarto los oficiales, para calmarme, acompañando al médico. La fiebre persiste muy alta. Resuelven hacerme baños de agua fría. Yo comprendo que estos baños fríos son indicados contra el tifo, para bajar la temperatura, evitar meningitis, pero también sé que no hay hielo, preguntó: -¿Cómo van a enfriar el agua?- Contesta el médico: -con el hiposulfito de sodio que usamos para fijar las fotografías, del cual tenemos buena cantidad-. La idea me parece genial; les digo que también pueden usar el hiposulfito de mi propiedad que he recibido recientemente de Mogadiscio para mis fotos. Traen una bañera; principian los baños. Al día siguiente se agota la provisión de hiposulfito. La fiebre sigue a 41º. Pregunto: -¿Y ahora, como harán ustedes más agua fría?- Contestan: -con las botellas al sol; y aunque esto requiere más tiempo; el agua resulta menos fría; y solamente conseguimos hacerla mientras haya sol-. Pasan los días; ya van cuatro; todavía no he muerto, ni ha bajado la temperatura. Mi capitán médico se extraña de verme todavía vivo; resuelve modificar el diagnóstico; ya no se trata de tifo, sino de tifo malárico que -dice-, se puede curar con la quinina, mediante inyecciones. Sin más dudas, inicia el tratamiento. A la semana, la fiebre principia a bajar y subir por períodos intermitentes. Los vómitos no han ce-
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 28 Fiebres y caravanas
265
sado; estoy débil; todo cuanto tomo, lo rechaza el estómago. Ensayo a levantarme, pero difícilmente logro sostenerme en pie. Paso los días sentado o acostado en mi pieza, jugando con el dig-dig que me acompaña todo el tiempo, u observando el trabajo de las hormigas, termitas o comején, dentro del mismo cuarto. Estos comejenes son del tamaño de un pequeño granito de arroz, color marfil, su principal afán consiste en vivir siempre al cubierto, dentro de las galerías que rápidamente construyen; pues si quedan breves instantes al descubierto, enseguida, las hormigas las descubren y las atacan para devorarlas. De una esquina de la pieza, sale una de tales galerías, y bifurcándose se extiende en varias direcciones -como las ramas de un árbol-, a lo largo de las paredes. Yo observo cómo lo haría un naturalista, con el lente, estudiando el modus vivendi de tales insectos; el vaivén por una u otra ruta que yo he bautizado la vía caravana de Baidos, la de Oddur, la de Lugh; cuando una rama de sus galerías amenaza acercarse demasiado a mi cama, con un golpe de bastón hago caer al suelo esa argamasa formada por granitos de arena y goma pegante que los comejenes secretan de su cuerpo; la galería se desbarata, sus blancos moradores huyen despavoridos a esconderse donde el túnel está todavía sano, ipso facto inician la reconstrucción del mismo, transportando granitos de arena y segregando baba pegante. Mientras tanto, si por casualidad ha pasado por allí una hormiga negra, al medio minuto -como si ellas también usaran la radiofonía para llamarse-, llegan de carrera, desde diferentes direcciones, otras compañeras negras, que con codicia atacan y se llevan a los comejenes que no logran introducirse en los túneles. El entomólogo francés Fabre tendría aquí buen material para describir el mundo de los insectos; yo dispongo de tiempo, pero carezco de escuela. De vez en cuando, desde el techo resuena el canto alegre del «geck» o lagartijo africano, cuyo cuerpo, que no es más de tres o 4 pulgadas de largo, se nutre de moscos, hormigas, o cualquier otro insecto que se le presente al alcance de su lengua, al que atrapa después de haberlo hipnotizado. Precisamente porque el geck destruye los insectos dentro de las casas, se le considera animal grato y se toleran sus chillidos aún durante la noche. Aquí, lo mismo que en el mar, el pez grande se come al pequeño; el uno se devora al otro; quién me comerá a mí? Estoy enfermo: todo el mundo come algo o a alguien; yo tengo
266
un hambre horrible pero no puedo comer nada porque enseguida todo lo devuelvo. Una semana tras otra, continúa aumentando mi debilidad y flacura; me miro en el espejo y casi me asusto, no me reconozco; estoy amarillento, descarnado y esquelético como un Pinocho; esto me hace recordar a mi jefe Filipponi en el hospital Mackenzie de Génova cuando a raíz de los torpedeamientos estaba muriéndose de tisis. Mis compañeros blancos de Bulo Burti me visitan una o dos veces diarias, dejándome abandonado durante el tiempo restante, quizás considerando que nada pueden hacer en mi favor. El capitán médico se ha ido de regreso a Bugda. ¿Por qué no hacen una fantasía para mí? Con la caravana de Mogadiscio, ha llegado mi reemplazo, el colega Maj. Mientras tanto, sigo diariamente sufriendo ataques de fiebre, como si fuera malaria; a pesar de que el enfermero me clava diariamente un par de inyecciones de quinina. Cuando la temperatura desciende, me da hambre, pero no logro digerir. Hoy por primera vez he visto de cerca un marabú y han tocado sus plumas, Maj y Mazzoni que fueron de cacería y trajeron una magnífica pareja, muerta, claro está; cuanto los envidio, oh, pudiera yo también caminar, correr como antes! Por la noche he tenido un ataque de hambre, más violento que de costumbre, me levanto, arrastrándome sin hacer ruido, entré a la cocina buscando pan o alguna otra cosa comestible. Pero todo está bajo llave, y nada a mi alcance. Voy al comedor: la misma suerte. Lo único que encuentro abierto, con tapa sin llave, es un gran bote de terracota donde se guardan pimientos entre vinagre. Supongo que estos deben ser un veneno para mis intestinos débiles e irritados; rechazo la idea de comerlos; sigo buscando, hasta que no encontrando nada, vencido por la tentación del hambre, levanto la tapa del pote y devoro varios pimientos. Luego voy a acostarme, calladito, a ver qué pasa. Por la mañana: otro ataque, vómito violento, fiebrón, etc.; son los pimientos que regresan a la luz. Ya van casi dos meses desde que caí enfermo; sin variación continuó dominado por las fiebres, hambre, vómito. Lo único que ahora puedo digerir, es la pulpa de papaya; esto ya es un adelanto respecto del mes pasado; pero no hay señal de mejora en mi salud; de continuar así es lo más probable que no moriré de tifo, ni de tifo malárico, pero sí de agotamiento. ¿Qué piensan hacer de mí, mis compañeros? Nada. Esperar a ver si mejoro. Aquí no hay médico, ni hospital, ni farmacia. Un pequeño botiquín con pastillas
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
e inyecciones de quinina. A causa de las dos inyecciones diarias, ya tengo los brazos y las nalgas perforados, casi no queda lugar dónde meter la aguja. La fiebre sigue presentándose todos los días. Pongo un radiograma a Mogadiscio, pidiendo al comando que me envíen una camioneta para transportarme al hospital de la costa; el comando me contesta que las camionetas están algunas dañadas y otras ocupadas por varias semanas. Envío otro telegrama solicitando que entonces me envían una motocicleta con sidecar; el comando replica que no lo hace porque mi cuerpo no soportaría las sacudidas del viaje. Principio a perder la calma; me he vuelto nervioso; quiero escaparme de Bulo Burti, pues aquí no hago más que acercarme cada día más a la muerte. ¿Qué opinan mis compañeros de Bulo Burti? No lo sé; confabulan entre sí, como si me dieran por despachado. En un momento en que nadie está de turno en la estación, voy yo mismo al aparato de radio, transmito al comando de Mogadiscio un mensaje indisciplinado, de rebeldía, en que les digo que si no me procuran los medios de transporte, saldré por mi propia cuenta hacia la costa, dejando a ellos la responsabilidad de cuanto pueda suceder. Mogadiscio contesta ordenando al residente de Bulo Burti mantenerme bajo vigilancia para impedirme cometer locuras. En secreto para mí, el residente Panelli consulta con los demás blancos y luego dispone el envío de un telegrama a Mogadiscio, pero da la casualidad de que yo estoy despierto, con el oído sensible y alerta, por el ruido de la chispa del transmisor puedo leer en puntos y rayas el mensaje: «… situación Amore desesperante, sigue diariamente debilitándose, ya van dos meses fiebres a pesar inyecciones quinina, urge traslado hospital Mogadiscio…».
Pero al burocrático comando de Mogadiscio, quizás poco le importe mi situación, o no hay quién se sienta responsable de ella. Los días pasan, no llega la esperada camioneta, ni contestación. A escondidas vuelvo a la estación de radio y transmito otro telegrama de amenazas: -si Mogadiscio no envía un medio de locomoción en el término de una semana, saldré por mi propia cuenta, en caravana, suceda lo que suceda-. Llega la contestación; es de lo más interesante: bajo mi propia responsabilidad y propia firma de una declaración escrita en que conste que ello es así, se me autoriza a salir rumbo a la costa, en caravana vía Mahaddéi, con escolta de un muntáz y doce áscaris que la residencia pondrá a mi disposición. El residente capitán Panelli viene a mi cuarto a entrevistarme: -piensa usted de veras intentar la salida? Tiene fuerza suficiente para ello, siendo que no logra mantenerse en pie? Está usted dispuesto a firmar el documento en que conste que usted sale por su propia voluntad y en contra de la opinión del comando que juzga arriesgado el viaje en su estado actual de salud?-. -Claro que sí, capitán; quiero irme, con el permiso de usted, porque aquí me muero; y aún a riesgo de que me entierren en el monte durante el viaje, más vale siquiera intentar si hay alguna posibilidad de que yo pueda alcanzar la costa. Usted sabe que esta es la pura verdad, y por lo tanto le agradeceré que ordene alistar las bestias y la escolta para la caravana. Aquí va mi firma, y aquí están los dos testigos, Maj y Mazzoni, de que yo asumo la plena responsabilidad de cuanto me suceda. Si logro llegar a la costa, volveré a vivir; bien merece hacer la intentona; y le agradezco, mi capitán-.
Navidad de 1920 en Bulo Burti
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 28 Fiebres y caravanas
267
CAPÍTULO
29
Tartarín de Tour Pelis
14 febrero de 1.921 Marzo de 1.921
S
on las cinco de la tarde del 14 de febrero de 1921. Ha llegado el gran momento; de mí depende el salir a la ventura, o desistir. He tenido fiebre durante todo el día, pero juzgo prudente ocultarla, no fuere que el residente ordenara suspender el viaje (la autoridad del residente en Somalia, era algo comparable con la del intendente de las intendencias y comisarías- en Colombia). Me esfuerzo de mantener la cara alegre, sonriendo; declaro que me siento tan fuerte y bien como nunca. En mi íntimo, casi tiemblo pensando en lo desconocido en que estoy por aventurarme, pero el orgullo de ver que todos los blancos de Bulo Burti están trabajando en organizarme la caravana; el pensamiento de que si yo la hiciera aplazar confesando que tengo fiebre, quizás podría alguien interpretarlo como miedo de mi parte: miedo de alejarme de esta civilización representada por un fuerte y cinco hombres blancos; miedo de viajar de noche por la selva, a lomo de mula; miedo de perecer en cualquier punto de los 300 kilómetros que me separan de la costa; sólo, sin una mano blanca y amiga que me acompañe y me consuele…; todo esto me da la fuerza para no retroceder. No; un joven de 20 años, y marino por añadidura, no puede tener miedo. Vamos; hay que seguir sonriendo.
268
Está bajando el sol; ya los camellos y la mula están siendo alistados en el patio, cargando mis baúles, la tienda de campaña, la cocina, los víveres y equipajes del séquito que me acompaña: el muntáz Alí, con doce áscaris y media docena de sirvientes camelleros. La mula ensillada, este bucéfalo que ninguna simpatía sabe inspirar a los hijos de Neptuno acostumbrados a cabalgar sobre las olas, dicen que es para mí… Allah fí… Que Dios me ayude… El capitán Panelli molesta su gigantesca persona para venir a sacarme de mi pieza para presentarme al muntáz y demás personal de escolta, recordándoles que a su cuidado confía mi persona; que la vida de un blanco es de valor inestimable y que si yo llegara a perderla por culpa de ellos, el gobierno les pediría cuentas. Los áscaris y el muntáz presentan armas jurando arrastrarme hasta la costa vivo o muerto. Panelli hace ver al muntáz el cuaderno diario sobre el cual escribiré las peripecias del viaje y la información acerca del trato que me de la escolta; por último para engañarlo, puesto que no llevo conmigo ningún transmisor de radio; en aquella época no existían aún los radios portátiles-, me ordena comunicarle diariamente por el radio cómo progresa mi viaje y pedirle auxilio en caso de necesitarlo. Sigo manteniéndome sonriente, afectando tranquilidad de ánimo, con un abrazo voy despidiéndome de la media docena de blancos que quedan en Bulo Burti, especialmente los
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
colegas Marino, Maj y Mazzoni; de Scioli, a quien regalo el dig-dig como recuerdo. Estoy vestido a la africana: traje de tela liviana, color caqui; en la cabeza un casco de corcho; cartuchera y pistola Mauser al cinto; en la mano el consabido curbasch o fusta de piel de hipopótamo; mi rifle lo entrego a un sirviente, pues tanto el muntáz como los demás áscaris van armados de mosquete y yataganes (biláos). Me siento personaje importante; esto contribuye a infundirme valor para seguir resuelto, dar la orden de salida de la caravana. Adiós, amigos que quedáis; gracias por todas vuestras bondades; que Dios se las pague; adiós! Con un salto esforzado, me encaramo sobre el lomo de la mula; rodeado de la escolta paso desfilando ante la guarnición que muda observa mientras voy saliendo del fuerte, rumbo al oriente, volviendo cada tanto la cara para saludar al grupo de blancos de los cuales me estoy alejando, que se confunden entre los rayos del sol que en su ocaso ya está bajando al horizonte. Anda, Tartarín, de Torre Pellice… Aligerando el paso, nos acercamos a la selva, al tiempo que rápidamente cae la noche. En esta zona del centro África, debido a los fuertes rayos solares, es costumbre viajar de noche; descansar durante el día. Tengo el pulso acelerado; en lugar de bajar, la fiebre me está subiendo. Principio a sentirme débil; con dificultad me mantengo sentado sobre la mula trotona. Me asalta la duda de si he hecho mal en salir; pero, «alea jacta est»; ya mi suerte está echada. ¿Resistiré hasta llegar? -Alí- pregunto, -¿a qué hora llegaremos a Sivái? -Entre tres y cuatro de la mañana, señor- contesta el muntáz, quien está caminando al lado izquierdo de mi mula. Esta gente, cuando camina, corre más que el jamelgo, y es incansable; como será, que la mula trata de quedarse rezagada, con su preciosa carga… No diviso sino parte de la caravana, mejor dicho su perfil contra la débil luz de la luna. Veamos en que forma Alí ha dispuesto estratégicamente sus fuerzas, para defenderme, en caso de ataque de los beduinos, o de una fiera. Tres áscaris, con sus rifles a espaldas, marchan a la cabeza del convoy, unos diez metros adelante, en fila indiana, seguidos por el sirviente de mi mula y el muntáz; dos áscaris al lado izquierdo y otros dos por el derecho, a la altura de la mula pero a unos cuatro metros vigilan los flancos; por la cola, otros tres áscaris en fila india, seguidos de los camellos y sus
sirvientes, y por último otros dos áscaris cierran la retaguardia de la expedición. ¿Por qué se mantienen tan lejos los camellos? Preferiría verlos pegados a la cola de la mula; no sea que se pierdan por el camino, o una razzía de los guerreros Auádle se los lleve con los víveres y mi equipaje. Después de mucho buscarlos mirando de vez en cuando hacia atrás, no veo más que un par de áscaris; pongo oídos para distinguir el ruido de la marcha de los camellos: nada. Observo el muntáz que anda serio e imperturbable a mi lado. Este hombre es el jefe militar de la expedición, pero al fin y al cabo yo soy el jefe supremo, tengo derecho de tomar mis precauciones. Lo importante consiste en no dejarle comprender que soy un recluta en asuntos de caravanas, que no adivine mis dudas, pero también no permitir que haga sus reales ganas pues si se da cuenta de que me faltan energía y experiencia, quizás trate de abusar. -Alí:- le digo, -¿qué se hicieron los camellos que no los veo, ni los oigo?.-Se quedaron rezagados, señor, pues como siempre, con su paso largo pero lento, acostumbran perder contacto con el convoy; no aguantan la velocidad trotona de la mula. Llegarán a Sivái una hora después que nosotros-. La contestación del muntáz tiene un tono de voz seguro, confiado. Pienso que después de todo no es el caso de sospechar. Si este árabe, con su gente, quisiera atacarme y matarme, enfermo e inerme como soy, bien podría hacerlo sin necesidad de precaverse. La marcha nocturna a través de la selva y a lomo de mula, tiene sus pequeños inconvenientes, que me hace envidiar a los de a pie. Estando a caballo, es frecuente el caso de que mi cabeza tropiece con alguna rama de los árboles pues debido a la oscuridad, o debido a la debilidad causada por mi estado febril, no las veo, no me doblo a tiempo para esquivarlas. Después de varios tropezones en que la mula se asusta y yo estoy a punto de perder el equilibrio, el muntáz se hace cargo de evitarme tales golpes, ahora a cada rama que se avecina, además de anunciármela oportunamente, me coge por el brazo y me sostiene para ayudarme a agacharme y esquivarla pues el estrecho sendero de la caravana no permite desviar. Estoy sudando; me duelen intensamente las nalgas; supongo esto sea por mi falta de costumbre en montar. Ojalá lleguemos pronto; me siento agotado. -Alí, kat íri saa? (qué hora es?)- En el mismo idioma somalí me contesta el interpelado: -tomanicó (las
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 29 Tartarín de tour pelís
269
once)-. Las once de la noche? Solamente estamos a mitad del camino? Quisiera controlar la hora en mi reloj, pero estoy tan enredado en la mula que ello no me queda fácil. Bueno: pero, ¿cómo sabe este salvaje que son las once, si no tiene reloj? Le pregunto si no está equivocado. Vuelve a levantar la cabeza, mira largo rato las estrellas, y enseguida me repite con tono firme, que esa es la hora. Ah, ya entiendo: este señor sabe de efemérides, mejor que un astrónomo o un capitán de marina! Para guiarse en la marcha, así como para conocer la hora, se vale de la altura de las estrellas sobre el horizonte, aún cuando no entiende nuestras denominaciones clásicas que son precisamente de origen árabe: Aldebaran, Betelgeuse, etc. Pero le han enseñado que aquel grupo que se ve a la derecha, brillante, que los indígenas llaman: «la espada», es conocido entre los blancos con el nombre de la Cruz del Sur. Cuando esta constelación llegue casi al cenit, será medianoche. Sigue hablándome el buen muntáz, relatándome sus peripecias, las enseñanzas que ha recibido de los oficiales blancos, sin darse cuenta quizás, de que estoy prácticamente dormido sobre la mula. De vez en cuando, vencido por el cansancio, inconscientemente me dejo caer, de la posición de sentado, a la de boca abajo sobre el cuello de la mula, pero esta, que no deja de ser inteligente, en vez de asustarse, se para. Entonces, Alí, ayudado por el sirviente, vuelve a levantarme, hace seguir la marcha disponiendo que dos hombres, uno a cada lado del rocín, me sostengan sentado en el caballo. Tengo fiebre alta, todo el cuerpo me duele, me parece estar cumpliendo una etapa del Viacrucis. Ya no me preocupan los camellos atrasados, ni el aullido de los chacales o de las hienas que siguen nuestra caravana esperando algún hueso que roer. Estoy entre el estado de inconsciencia y el delirio; la oscuridad nocturna, las sombras de la selva, aumentan mi confusión. Cuando llegamos al grupo de tucules que forman la aldea de Sivái, la escolta me rodea para acompañarme hasta la cabaña del jefe local; a pesar de mis esfuerzos, no logro levantar la pierna para desmontarme de la mula; parece clavada en los estribos. El muntáz comprende: con toda delicadeza, mientras los demás me sostienen, me libra de la montura y cogiéndome en sus brazos, con todo cuidado me carga hasta depositarme en un angareb (camastro). Cuando me despierto, ya es alto el día. Allí están los camellos pastando, todo el mundo atareado en el
270
campamento: quién cocina, quién lava; mi cuerpo se halla debidamente recostado bajo la tienda semiabierta, vigilado por un par de áscaris en función de espantamoscas. Tengo fuerte sed, y cuarenta de fiebre. Descubro que el dolor de las nalgas no está injustificado. Se trata de que donde me hicieron las inyecciones de quinina más recientes, debido al roce del trote en la silla, están formándose grandes y dolorosas hinchazones. Juzgo que me será imposible volver a montar, continuar el viaje por la noche. Trato de tomar un poco de leche, pero enseguida la vomito. Entre sueño, delirios y fiebres, han pasado dos días, bajo la tienda, en el salvaje pueblo de Sivái, merced al presuroso cuidado del muntáz quien a falta de ákim (médico) insiste en hacerme tomar tcháil (té) y papaya, esto es, lo único que el estómago me soporta. Ya por la mañana del tercer día, me siento un poco más fuerte; informo a Alí que me propongo reanudar el viaje por la tarde cuando el sol esté bajando. Me contesta con una sonrisa de satisfacción y me anuncia que para mejorar mi salud ha enviado unos indígenas al monte a buscar «mermelada que hacer moscos». Para no confesarle que no le entiendo, me quedo callado esperando para ver de qué se trata. Al ratico aparece con un panal cargado de miel, que hace colar en un plato. La vista del dulce néctar despierta en mi paladar el deseo de la golosina, pero me pregunto: pasará? No la rechazará el estómago? Ensayo con un poco de papaya. El resultado es completamente satisfactorio; por la tarde me resulta evidente que he digerido la mermelada de los moscos, como la llama mi salvaje cuidandero. Esto me pone alegre, confirmo mi disposición de salir inmediatamente hacia la próxima etapa de Burdere, y si es posible, seguir hasta Gialalassi. Sin embargo, cuando trato de subir a la mula, me resulta imposible hacerlo. En consideración de mis nalgas hinchadas, Alí coloca mantas y cojines sobre la silla, y levantándome de peso me encarama en ella, me amarra a un par de bastones verticales, para sostenerme sentado sobre la bestia, luego, con un hombre a cada lado encargado de mantenerme en esa posición, se reanuda el difícil viaje. Hacia las diez de la noche pasamos por Burdere; haciendo un considerable esfuerzo de voluntad para dominar mis sensaciones de dolor y agotamiento, ordeno seguir rumbo a Gialalassi, adonde llegaremos alrededor de las cinco de la mañana. A ratos duermo, sin darme cuenta de los obstáculos del camino, mientras la mula sigue caminado arrastrada por el sirviente, y los áscaris sosteniéndome.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Me despierta la detonación de un disparo cercano, abro los ojos, debido a la oscuridad no veo nada; estamos debajo de un gran árbol, oigo gritos humanos a distancia; ahora Alí se acerca. Le pregunto qué sucede. Nada, me informa el muntáz: una pareja de leopardos que venía siguiendo nuestras huellas con intención de atacar, siendo necesario disparar para alejarlos y al mismo tiempo dar la alarma a los camelleros que vienen atrás. ¿A quién particularmente venían acosando los leopardos? Pues, lo más probablemente a la mula, cuya carne constituye para ellos un manjar predilecto. -¿Cómo los vieron ustedes? -Voy a decirle- contesta Alí, -si usted no hubiera estado durmiendo, habría advertido como nosotros, crujidos raros como de ramas rotas, producidos por cuerpos que saltaban en el monte, a la derecha; luego, la mula, levantando las orejas y parando en seco, asustada y soplando, llamó nuestra atención, por último, dos pares de lucecitas fosforescentes, los ojos de las fieras, que se acercaban, y que me obligaron a ordenar el tiro para alejarlas, aún antes de poder despertarle a usted para avisarle acerca de los Scebelis-. -Deo gratias- pensé yo, otra aventura tartarinesca para contarle a los de Tour Pelís, o de Pinerolo, si es que la caravana llega a destino… A pesar del sueño, la fiebre y el cansancio, la perspectiva de los leopardos logra mantenerme despierto durante el resto del camino que, entre otras cosas, es interesante por lo variado pues, más de una vez tenemos que vadear pequeños ríos, cerca de cuyas orillas abundan los animales salvajes que vienen allí para abrevar. Sin saber cómo ni cuándo, llevado por la buena voluntad de la escolta, llego a Gialalassi, tan cansado y adolorido como en Sivái. Cuando me despierto, a las dos de la tarde, no me siento con fuerza para reanudar el viaje esa misma tarde, ordeno posponer hasta el otro día. La fiebre ha bajado un poco, se mantiene entre 38º y 39º; en cuanto al estómago, la miel que desde Sivái llevo en un frasco, me está resultando un bálsamo, pues la digiero, tomándola con agua destilada de la damajuana, y ahora, con leche y papaya. Todo lo cual, no es suficiente para modificar mi estado de persona inútil, incapaz de hacer cualquier cosa; con dificultad logro mantenerme consciente, razonando; por lo demás, mis fuerzas no me obedecen, no son bastante para ponerme de pie; todo movimiento tengo que hacerlo mediante el auxilio del fiel Alí.
Este, aprovechando un momento en que estoy despierto y menos de mal humor, se me presenta más ceremonioso que de costumbre, para anunciarme: señor, estar beduín con ovejita-. Pienso que es absurdo, una idiotez, que vengan a ofrecerme carne de oveja, cuando ya hasta los camelleros saben que no puedo digerir otra cosa que miel y papaya; fastidiado, le contesto: -¿a mí, que me importa?, déle una «besa» de regalo al beduín y despáchelo-. -No señor-, replica insinuante el muntáz -tú comprar ovejita y nosotros comer-. Aláh, no se me había ocurrido, pero Alí y su gente tienen razón, bien se lo merecen; les doy pues permiso para comprar a mis costas y hacerse un festín con el animalito. Sale Alí de mi tienda; al instante reaparece arrastrando un enorme cabrón. Estallo en risas y comento, caray con la ovejita!; mientras tanto, mi hombre ha dispuesto la víctima con la cabeza en dirección de La Meca, como lo ordena el Corán; con un seguro golpe de biláo en la garganta, para que desangre, lo prepara sobre las brazas (barbecue). Al día siguiente, sintiéndome nuevamente algo descansado, dispongo salir rumbo a Afgoi Addo. Esta etapa será bastante corta pues llegaremos a destino cerca de la medianoche; en efecto, a las once y media llegamos, sin novedades de importancia que relatar. Me quedo todo el día durmiendo, descansando bajo el toldo, a sabiendas de que la próxima jornada va a ser dura y más larga que las anteriores, pues se trata de alcanzar de una vez al importante centro de Mahaddei, donde hay residencia de blancos, donde espero encontrar a mis colegas y amigos Metafúni y Politi. La idea de lograr llegar a Mahaddei me sirve de gran estímulo pues ello significará que habré cumplido la mitad del camino que me separa de la costa; además, podré descansar en Mahaddei algunos días, gozando de todas las comodidades, pues allí hay hasta médico y enfermería. A la hora del crepúsculo me pongo en marcha, después de haberme refocilado con abundante ración de miel, leche y papaya. A pesar de los dolores de las inyecciones en las nalgas, me sostengo algo más seguro en la silla. La selva es muy espesa en este sector; con frecuencia Alí necesita buscar un claro para estudiar las estrellas, orientarse para no desviarse del camino pues hay varios senderos. A veces distantes, a veces cercanos, nos acompañan los rugidos del «libá» (león), de los scebeli (leopardo); y los aullidos de los chacales.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 29 Tartarín de tour pelís
271
Hacia la madrugada estoy vencido por el cansancio, pero me mantiene despierto el afán de llegar a Mahaddei. Cruzamos un grupo de beduinos que a nuestro paso se alejan respetuosamente, los hombres levantando la mano en señal de saludo y murmurando el salaam-alikum; las mujeres, tapándose las narices. Pregunto al jefe: -katíri saa natáka ya Mahaddei?contesta: -sédda sea-, tres horas. Hay que apurar para llegar antes de que el sol alto nos achicharre o nos obligue a acampar bajo el toldo. Va entrando el día, con la llegada de la luz principio a ver a distancia la línea de altos árboles que señala el curso del río Uebi Scebeli; luego, Alí me señala un punto hacia el horizonte, de frente, diciendo: djin. Busco en aquella dirección, al fin descubro la punta del mástil de la radio de Mahaddei. Pienso en la felicidad de cuando, una vez allí llegado, poder llamar a los de Bulo Burti para decirles a los de allá que acabo de llegar en buen estado. El terreno despe-
Criando cocodrilos
272
jado nos permite acelerar la marcha, entre chambas de hortalizas, campos de maíz, y finalmente, a las nueve de la mañana, entre avenidas sombreadas por magníficos sicomoros, acacias, kapoks, y parkinsonias, pisamos terreno de la residencia. Desmontamos frente a la estación de radio; caigo en los brazos de Metafúni quien amablemente me lleva a acostarme en una fresca y limpia cama, como desde hace tiempo no veía. Al despertarme por la tarde, después de una ducha refociladora, hago un examen de mi situación. Los ataques de fiebre han disminuido gradualmente en intensidad, desde la salida de Bulo Burti; ya el termómetro se mantiene más sobre los 38°. Sin embargo tengo la misma debilidad de siempre; mirándome en el espejo veo en mí un esqueleto que asusta. En cambio, ha mejorado mi estado moral ahora que habiendo logrado llegar a Mahaddei me siento casi a salvo de la muerte. Me cuesta dificultad el caminar, y sentarme, debido a varias llagas que se me han formado en las nalgas a raíz de las extenuantes horas de baile sobre la mula y por las inyecciones que tenía frescas en aquella parte del cuerpo. El clima y el ambiente de Mahaddei me saben a paraíso terrenal; los grandes árboles que adornan las avenidas alrededor de las residencias de los blancos, dan al lugar un aspecto de lujoso parque y mantienen un fresco delicioso; a pocas cuadras esta el majestuoso Uebi en cuyas aguas se bañan alegremente muchos vecinos. No falta el perfume intenso de las acacias y demás vegetación; numerosos animales ex selváticos, ahora domésticos, sueltos algunos, amarrados a los árboles otros, tales como gacelas, antílopes, monos, leopardos y entre otros un magnífico león denominado Barabba, completan el interesante cuadro. Pregunto a mis anfitriones si no sería demasiada molestia que yo me hospedara aquí dos o tres días para descansar antes de reanudar el viaje; ellos protestan insistiendo en que ojalá me quede un par de semanas. Resuelvo pues abusar de tanta bondad y acepto quedarme una semana; llamo a Alí, le comunico lo anterior, al mismo tiempo que le anticipo el sueldo para todo el personal de la caravana a fin de que ellos también se instalen en el pueblo y puedan gozar una semana de vacaciones. En cuanto a mi alimentación, calculo poder continuar con el régimen de la papaya, miel y leche. Con frecuencia siento un hambre descomunal, pero el recuerdo de los ataques de vómito sufridos en Bulo
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Burti cada vez que me dejé vencer por el deseo de comer algo apetitoso, me quita el valor de ensayar nuevamente tal cosa. Salimos con Metafúni a dar dos pasos bajo los árboles del parque, saco alguna fotografía al mismo jugando en lucha cuerpo a cuerpo con Barabba; ya por la noche, con el maresciallo jefe de la estación y con Politi me siento al comedor para acompañarlos y charlar, aunque preanunciando que nada puedo comer con ellos. Sirven un caldo de pollo, de olor delicioso, miro con envidia a los comensales; éstos insisten en que me tome una tasa del mismo; yo me niego unas cuantas veces y acabo luego con acceder para darles gusto, aunque con temor, que lucha con mi apetito. Principio con unas cucharadas; poco a poco, todo pasa, que es una maravilla. Siguen luego otros platos de verduras, y carnes tiernísimas, repitiéndose la misma escena del caldo, hasta tanto que endosándole a Metafúni la responsabilidad de cuanto me pueda suceder, agarro con avidez un par de gordos pichones, devorándolos, como puede hacerlo quien no come desde varias semanas. Me quedó luego esperando que se presenten los síntomas del vómito, pero, nada; por el contrario, me siento bien. Al día siguiente, ya sin miedo, principio a alimentarme como persona en convalecencia, tomando además un poco de vino; siento que me voy fortaleciendo y que puedo ya considerarme fuera de peligro. El mero cambio de clima está obrando el milagro. Transcurrida así una semana de completo descanso, gozando de buena alimentación, perfecta tranquilidad, ambiente paradisíaco, no sin mucha pena por tener que alejarme de un lugar tan grato y amigos tan hospitalarios; en una hermosa tarde de fin de febrero, me despido con muchos abrazos de los blancos de Mahaddei; reanudo el viaje en caravana, bajo la escolta de Alí y demás gente. Mi estado ahora es bastante diferente de cuando salí de Bulo Burti; ya no me parece estar cumpliendo un Viacrucis; ni voy entregado materialmente a los cuidados y sostenes de los acompañantes; mis fuerzas son suficientes para mantenerme casi dignamente a caballo y hacerme cargo del mando de la expedición. Me siento de buen humor y voy adelante con plena confianza, sin temor de cansarme. Los ataques de fiebre siguen debilitándose paulatinamente. Al amanecer, acampamos en Regáile; Alí quiere volver a traerme «mermelada para hacer moscos», pero se lo agradezco; le pido en cambio que me haga cocinar un buen pollo y me los sirva con el vino y
demás provisiones que nos dieron en Mahaddei; sin embargo continúo aprovechando como fruta las magníficas papayas de la región, alternando con las no menos jugosas chirimoyas. En los días sucesivos hacemos etapa en Balaad, luego Afgoi, y por último al cuarto día de caravana, hacia las siete de la mañana, alcanzamos la cumbre de las dunas, desde las cuales, mirando hacia abajo, hacia el sol naciente, me siento saltar el pecho de felicidad, al ver las blancas moradas estilo árabe, de Mogadiscio, y la faja azul del horizonte, corresponde al inmenso mar del océano Indico. Finalmente, allí está de nuevo, al alcance de mi persona, el amigo de mi vida, el grande y puro mar. No vale la pena registrar aquí los pequeños incidentes del viaje entre Mahaddei y Mogadiscio, tales como el proyectado ataque de alguna fiera durante las marchas nocturnas; los conocimientos de Alí en el manejo de la caravana, y su alegría al ver que su misión de entregarme sano y salvo al comando de la costa, estaba felizmente a punto de realizarse, pudiendo de antemano contar con un valioso backscish que seguramente este «sercál» no omitiría de regalarle. Desmonto frente de la estación de radio ISE, distribuyo sueldos y backscish a todo el mundo de la caravana; extiendo una carta de certificación y agradecimiento a Alí por sus buenos servicios, encimándole un puñado de rupias; me presento, inesperado huésped, al comando de Mogadiscio el que, después de pasado el instante de sorpresa al verme llegar en buenas condiciones, me ordena alojarme en el hospital, bajo observación de los médicos quienes resolverán acerca de mi suerte futura. Aunque en principio esta orden no es de mi agrado, comprendo que ella es lógica; me resigno a cumplirla. Encuentro que el hospital es más moderno y alegre que cuanto me imaginara; además, comparo mi caso, con el de otros jóvenes que veo allí enfermos de gravedad: quien paralizado en todo su cuerpo, o en las piernas, por el beri-beri; quien sufriendo violentos ataques de malaria; otros, dominados por la sífilis o la peste bubónica; al tiempo que yo me siento casi perfectamente sanado. Relato al médico mi historia clínica: cómo me enfermé, cómo volví a mejorar desde que abandoné a Bulo Burti a pesar de las fatigas del viaje nocturno en caravana; este resuelve hacerme el examen de la sangre para deducir el diagnóstico de la enfermedad que evidentemente no fue tifo, ni tifo malárico.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 29 Tartarín de tour pelís
273
Al día siguiente me comunica que mi enfermedad es una fiebre recurrente producida por infección ocasionada por la picadura de la «garrapata cruzada» conocida científicamente como fiebre de Oberbayern (nombre del médico quien por primera vez descubrió el bacilo de esta enfermedad). Por mi parte deduzco que ésta es consecuencia de haber cargado a espaldas un jabalí lleno de garrapatas, el día anterior a la Navidad, en Bulo Burti. La garrapata cruzada se denomina así porque es una especie que tiene sobre el dorso una mancha como una cruz. Que en consecuencia, el tratamiento indicado para restablecerme consiste en el cambio de clima, destinándome a permanecer en algún lugar de la costa, y al mismo tiempo aplicándome inyecciones reconstituyentes a base de glicerofosfatos (en aquella época no se mencionaban aún las vitaminas). En tal sentido, el médico expidió su recomendación al comando de Mogadiscio. Mientras tanto, en el hospital he trabado amistad con un convaleciente de malaria, un simpático maresciallo de marina, radiotelegrafista él también, de nombre Giuseppe Dadéa, oriundo de la ciudad de la Maddalena, isla de Sardinia, quien es un experto de esta tierra africana en donde reside desde hace 4 años; gran cazador, medio viveur (vividor), siempre alegre, goza de influencias y consideraciones en el comando. Está preparándose a salir para Merka, pequeña ciudad de la costa, al sur de Mogadiscio, de la cual se dice que es uno de los mejores lugares de vida y veraneo en toda la colonia. A Dadéa le caen en gracia mis experiencias de ex marino, de cultura general y carácter inteligente; acaba con proponerme si quiero ir a trabajar bajo sus órdenes en la estación de Merka. Le contesto que me consideraría feliz de poder servir bajo un jefe tan simpático y hermanable como él tiene fama de serlo. Dicho y hecho, Dadéa se encarga de perorar a mi favor en el comando y obtiene que se me destine con él para la radio de Merka. Nos proponemos hacer el viaje en caravana, costeando en todo el trayecto la orilla del mar, desde Mogadiscio a Gesira, Danane, Gilib, llegando a Merka en un par de días; pero al último momento llega la noticia de que está para entrar en puerto el «Porto di Savona», barco de pasajeros que como el Roma hace el tráfico entre Italia y Zanzíbar y que procediendo rumbo al sur tocará también en la rada de Merka donde podríamos desembarcar. A Dadéa le entusiasma hacer la breve travesía en ese buque donde tiene amigos; yo en cambio prefiero, como ex oficial, no meterme en barcos viajando
274
con grado inferior; escojo la ruta terrestre, de la caravana, aunque nuevamente solo. Después de la expedición que acabo de hacer, estando enfermo, desde BU a MA a ISE; desde allí a Merka en cosa de niños; y son apenas dos jornadas. Además, en lugar de viajar de noche, puedo hacerlo durante la primera parte del día, siendo la ruta ventilada por la brisa marina del monzón que todavía sopla. Al comando interesa que con la mayor frecuencia posible haya algún blanco inspeccionando estos caminos, y para tal efecto me ofrecen cuanto yo pida. Se me ha sugerido que me conviene buscar y contratar aquí el que tenga que ser mi personal sirviente en Merka pues allá solamente se consiguen de la cabila Bimal que son apenas libertos. En Mogadiscio puedo conseguir un «libre» Migiurtino, es decir el tipo de habitante más inteligente entre los negros, capaz de dirigir a los indígenas de cabilas inferiores. Encargo al jefe de los camareros del comando de la estación radio para que gestione por mi cuenta la consecución de un candidato adecuado, mediante la promesa de que yo acostumbro pagar bien y dar buen trato a mis servidores. Me presentan un muchacho de diecisiete años, alto, flaco, migiurtino de pura raza de la región de Obbia, que entiende y habla algún centenar de palabras en italiano pues ha sido durante un par de años «boy» o sea ayudante de los camareros del comedor, y desea trasladarse a Merka donde residen sus tíos. Se llama Mahmud; al entrevistarlo me contesta con frases breves y bien definidas demostrando que posee una personalidad formada, sin vacilaciones, al mismo tiempo que una educación de primera en cuanto al estilo para servir un blanco tan exigente cuanto soy yo. El contrato que hacemos estipula que son sus obligaciones lavar, planchar y remendar mi ropa, servirme los alimentos en el comedor, cumplir todos los mandatos que yo le encargue, inclusive ir al mercado, ser el mayordomo de mi habitación y por lo mismo dirigir al demás personal de sirvientes; acompañarme y ser mi guardaespaldas durante cualquier viaje o excursión que yo emprenda fuera de la ciudad; y por lo pronto, organizar la caravana hacia Merka consiguiendo entre los mulitos de los establos de la marina uno adecuado para mi persona, así como un par de camellos y respectivos camelleros, para mi equipaje y la tienda de campaña. Por mi parte, tendré que pagarle mensualmente un salario de 15 rupias (unos veinte pesos), alimentación -sin gamsir-, y suministrarle de vez en cuando alguna prenda de vestuario. Para principiar me pide
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
comprarle: un tarbush o sea el clásico sombrero fez de color rojo y forma de cono trunco, con el que se distinguen los ciudadanos «libres», de religión musulmana, que gozan de relativa independencia y autoridad entre los negros; una «galabiya» o camisón blanco estilo egipcio, de algodón, que desde el cuello llega hasta el tobillo y es considerado traje elegante para las grandes fiestas; dos «futas», también de algodón, para vestido diario; y un uniforme tipo áscari, color caqui, con fajas para las piernas, sin zapatos, para las expediciones en el monte, y la marcha en la proyectada caravana. Accedo a darle gusto en todo, y él por su parte se compromete a tenerme todo listo para que salgamos dos días después a las cuatro de la mañana rumbo a Merka. Aprovecho este tiempo para recibir del comando las últimas instrucciones acerca de mi destino, así como las credenciales de jefe «sercál» de la caravana, y para presentación al residente y al médico de Merka; me despido de los conocidos, y dedicó las últimas horas disponibles, en estudiar la ruta caravanera que desde Mogadiscio lleva a Merka. El asunto es fácil, pues se trata de andar rumbo al sur, con el mar a la vista, por las dunas, hasta Merka que es una ciudad casi tan grande como Mogadiscio,
a la orilla del mar y puerto frecuentado por muchos zambucos (goletas). De vez en cuando atravesaré por el camino algún oasis de palmeras, con pozo de agua para abrevadero de las bestias, y un par de aldeas. Hacia las siete de la mañana, sin pararnos a saludar al jefe local quien se halla afuera con el ganado, cruzamos la aldea Gesira; el sol principia a calentar, y los camellos que no han resultado tan buenos, se quedan atrás pues en cambio la mula anda que da gusto, y Mahmud corre a su lado sin cansarse. Hacia el mediodía entramos en Danane donde hago etapa para esperar los camellos. Me recibe el único blanco residente en esta pequeña aldea, el maresciallo de carabinieri Quintilli, simpatiquísimo romano, de unos 35 años de edad, quien próximamente vendrá también a establecerse en Merka. Hacemos buena amistad, resuelvo pernoctar aquí. Por la tarde, los dos paseamos por la playa, relatándonos nuestras aventuras y luego cantando trozos de la ópera, pues resulta que es gran músico, fue miembro de la famosa banda-orquestra del Conservatorio de Santa Cecilia de Roma. Los camellos llegaron sin novedad; al día siguiente me despido de Quintilli, y sin novedad, por el camino de Gelib, en las horas de la tarde llego a presentarme en la residencia, y luego en la estación radio de Merka.
Buque Porto di Savona
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 29 Tartarín de tour pelís
275
CAPÍTULO 30
Merka
Marzo de 1.921 Abril de 1.921
L
a sonriente Merka, que así la apodaban los viejos coloniales, aun viéndola desde la playa, presenta un aspecto acogedor y simpático, formado por varias docenas de casas con terraza estilo árabe, el edificio de tres pisos para la residencia, un moderno mercado cubierto, palmeras y vegetación tropical floreciente, todo lo cual se destaca por su diferente color sobre el fondo rojizo de los barracones y dunas detrás de las cuales, hacia occidente, se extiende la amplia y fértil zona llanera del río Uebi Scebeli, que corre hacia el sur, pasando en este punto a solamente 15 kilómetros de la costa. Allí están las nombradas plantaciones de Kaitoi y Genále, las mejores haciendas agrícolas de la colonia, donde el Duque degli Abruzzi proyecta establecer su principal residencia. Los habitantes blancos de Merka llegan en total a la respetable cantidad de veinte, entre los cuales, caso excepcional, tres damas blancas, esposas de funcionarios, precisamente la primera, señora del capitán residente, la segunda, esposa del capitán médico Decína, y la tercera, esposa del jefe de la oficina de correos, Checoucci. En cuanto a los negros, son unos 20.000 en total, casi todos de la cabila de los Bimál quienes tienen fama de ser entre los más bravos guerreros de la Somalia. La última escaramuza entre blancos y negros ocurrió hace unos veinte años; desde entonces,
276
los indígenas viven pacíficamente sometidos al gobierno italiano. El ambiente es de paz; de lo contrario, a ningún funcionario se le habría ocurrido, ni el gobierno habría permitido que trajeran aquí sus esposas. La ciudad, si así puede llamarse, deriva sus mayores rentas del comercio que transita hacia el interior en tratándose de mercancías traídas por los vapores y los millares de zampanes o zambucos que anualmente entran al puerto; o hacia el sur de África y Europa, si se trata de los productos que desde el hinterland del Uebi Scebeli llegan diariamente en largas caravanas: pieles, colmillos de paquidermos, maderas finas tales como el ébano y el palisandro, el tamarindo, el kapok, la casia en caña, o productos agrícolas cuales el maíz, la dura, la caña de azúcar, los paganos, las piñas, cocos, papayas, etc. Existe además una pequeña industria local de pescado, que despacha hacia las refinerías de Zanzíbar y Dúrban, centenares de toneladas de carne de tiburón, que aquí abunda, de la que se extraen grasas y aceites preciosos para la lubricación y otros fines específicos. Esta agradable ciudad debe pues su existencia principalmente a la cercanía de la zona agrícola del Uebi Scebeli, río que tiene una curiosa historia: hace unos 50 años, desembocaba en el mar, cerca de Merka. Durante la época de las lluvias, a lo largo de su curso desde la lejana Abisinia en donde nace, este río tiene
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
periodos de gran aluvión; pero en cambio, en la época de los monzones, se va achicando hasta quedar casi en seco. El proyecto del Duque degli Abruzzi consiste principalmente en construir grandes represas con lagos artificiales, cerca de Afgoi, y canalizaciones con las que se podría regular la distribución del agua a todos los terrenos durante cualquier época del año, obteniéndose así normalmente dos o hasta tres cosechas anuales de azúcar, algodón, maíz, etc. Pues decía, hace unos 50 años, durante el período de sequía, dos tribus Bimál estaban peleando entre sí; la primera, era una tribu del interior; la segunda, se hallaba establecida en la zona costanera, cerca del lugar donde el río desembocaba, en el mar. El jefe de la tribu del interior, aunque nunca estudió táctica ni ingeniería militar en escuelas occidentales, tuvo la sutil idea de arruinar a sus enemigos, obligándolos a alejarse de ese territorio, mediante una hábil desviación del curso del río, con el fin de quitarles el agua, y por ende los pastos, el ganado y los camellos de la tribu contraria. Para ello, esperó que llegara la época de la sequía y entonces -no obstante tratarse de un río que en temporada de lluvias alcanza el tamaño del Magdalena-, empleando durante varias semanas millares de peones, logró levantar una valla en el antiguo cauce del Uebi Scebeli, al mismo tiempo que le habría un nuevo cauce, rumbo al sur, en lugar de su anterior dirección hacia oriente. Pocos meses después, al llegar con las lluvias el río alto y hallando tapado el curso secular, se desvió por el camino preparado hacia el sur, continuando en tal dirección paralelamente a la costa, hasta llegar a la región cerca del río Giuba donde, en lugar de desembocar en el mar, se explayó dilatándose y perdiéndose formando ciénagas y lagunas en un área de 3.000 hectáreas denominada la región de los «Balli»: famosa por sus aires malsanos y las dificultades que al intentar atravesarla han encontrado hasta ahora las expediciones blancas, que en cada ocasión fracasaron en el intento debido a las enfermedades que inmediatamente atacan a hombres y animales de transporte, al terreno cenagoso, las arenas movedizas, las manadas de búfalos, elefantes, hipopótamos, rinocerontes y otras fieras que allí existen y se reproducen mejor que en otras zonas. Este es pues uno de los pocos casos en el mundo, de ríos que no tienen boca al mar sino que se pierden en terreno cenagoso, por filtraciones en el subsuelo y por evaporación. De las dos haciendas ya nombradas, sobre el Uebi, la de Genále, dedicada especialmente a la producción
del kapok, está gerenciada por el señor Gandolfo, un joven gigante, oriundo de la Emilia, quien vive allí con su esposa, una señora también joven delicada de cuerpo y de salud, entre millares de negros; la otra hacienda, Kaitoi, cultivada en su mayor parte con árboles frutales, está a cargo del señor Siróni, un original tipo de bohemio milanés, muy emprendedor, y valiente cazador. Dadéa es viejo amigo de ambos, me cuenta interesantes historias y me promete llevarme pronto a conocerlos. La estación de radio, en la cual vamos los dos a trabajar, constituye el pequeño comando local de la marina; además de la estación de radio, tenemos a nuestro cuidado el faro, ubicado en una torre cilíndrica de piedra y cal, cerca de la cocina, que funciona
Ali el ayudante de Italo
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 30 Merka
277
con petróleo, para encenderlo en las noches en que se supone haya barcos en la cercanía; la estación semafórica y de señales para los mismos buques; la estación meteorológica con numerosos aparatos para hacer diariamente observaciones y registro estadístico de temperaturas, fuerza y dirección de los vientos; trabajos estos que para un ex oficial de la marina transatlántica cual es el suscrito, son interesantes y de fácil cumplimiento puesto que todavía recuerdo, conozco plenamente el modo de usarlos y su utilísima, científica utilidad. En cuanto a los equipos de la estación radio, su planta de energía eléctrica, y su elevado mástil-antena para funcionar en onda larga de 600 metros que es la misma onda usada por los barcos, es parecida a la de Bulo Burti, consistiendo el transmisor de chispa en un viejo carrete de Rhumkorff con vibrador de martillo e interruptor electrolítico de Whenhelt, el receptor con detector de carborundum (marmaja-galena) que es lo más moderno, y un motor Otto de petróleo acoplado a un dínamo para la carga de la batería acumuladora de 110 voltios a 300 amperios. El maresciallo de marina Giansetto, curioso tipo piamontés, y el suboficial Spadavécchia, del sur de Italia, son los dos funcionarios a cargo de la estación quienes están esperando la llegada de sus reemplazos, Dadéa y el suscrito, para regresar a Europa. Son dos buenas personas a cuyo respecto nada tengo que señalar. Dadéa ha llegado con el barco «Porto di Savona»; hacemos el inventario de la estación, trabajo en el cual tengo especial experiencia desde la época en que estaba en los barcos; firmamos acta de recibo; y los dos se van en caravana para Mogadiscio. Tenemos en la estación unos característicos personajes: el cocinero Aden, un liberto de la tribu de los Gosha, cuya malicia consiste en no entender nada, contestar como una mujer a todo cuanto se le ordene, y mantener sobre los labios una ancha sonrisa que da ganas de pegarle, ni que hubiere estudiado el americano «keep smiling». El sirviente-ordenanza reservado especialmente a mi persona de nombre Mahmud, descendiente de la cabila de los Migiurtinos, inteligente, fiel, soberbio y a veces hasta pretencioso, de cuerpo alto y delgado, que deja de servir cuando tenga que tocar algo supuestamente contaminado por el famoso gamzir, o cuando se le pide hacer algún trabajo que el supone pueda menoscabar su dignidad de ciudadano libre. A Aden se le puede hasta pegar con el curbasch, sin peligro de que se vaya; a Mahmud sería suficien-
278
te una mala palabra o un trato brusco para hacerlo rebelar, renunciar al puesto o fugarse. Mahmud acostumbra cuidar de mantenerse muy «merdádi», que en somalí significa elegante: viste pantalón europeo de «breeches» o sea cortos y cerrados en la rodilla desde donde, hasta el tobillo, forra las piernas con las clásicas fajas militares, de lana color verde-gris; blanca y limpia camisa afuera de los pantalones, como los hindúes; en la cabeza el rojo tarbusch. En las grandes ocasiones, calza zapatos, aunque no estando acostumbrado a ellos camina golfamente, como si tuviera piedras en los mismos. Me parece que vamos simpatizando rápida y recíprocamente yo y Mahmud porque a diferencia de los sirvientes que hasta ahora he tenido, este demuestra entender las cosas al vuelo y hasta se anticipa en cumplir sus deberes, sin esperar a que se le mande. Por mi parte, no se cual será la razón de haberle caído en gracia, según entiendo por los comentarios que me hace durante nuestras conversaciones. Parece que mis predecesores, no convencidos de su derecho de dominio sobre esta gente, usaban en la mayoría de los casos la voz imperiosa o el movimiento del curbasch para impartir sus órdenes, como manejando una mula, o cuando no era el caso; mientras que yo, por la costumbre adquirida en los barcos, de tratar en primera instancia a los tripulantes en forma paternal, estoy concediéndole un tratamiento más humano. Los cierto es que Mahmud está tomándome confianza, como lo demuestra el siguiente incidente: Anoche, después de la comida, me suplicó que saliera con él para ir hasta su tucul (cabaña). De por sí esta invitación implicaba atrevimiento de parte del muchacho pues no es normal que los blancos aceptemos invitaciones de los negros, ni mucho menos que vayamos a visitar sus hogares. Sin embargo en la solicitud de Mahmud había tal insistencia que no pude negarme; y precisamente porque su súplica me pareció rara, inexplicable, acepté, por la curiosidad de averiguar qué se proponía. Le pregunté de qué se trataba; con una sonrisa misteriosa contestó: -señor, tu ir, ver y hacerme gran favor-. Salimos en la oscuridad nocturna, a través de las callejuelas del barrio indígena, envuelto su cuerpo en la blanca futa, caminando rápida y silenciosamente; yo siguiéndolo, pensando que la cosa parecía muy celada. Qué diablo querrá de mí? Llegamos frente de una cabaña de paja y de forma cónica como todas las demás casas de los indígenas, y después de indicarme con el fanús (farolito) que
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
llevaba en la mano, dónde estaba la puerta, me invitó a entrar. Me hallé circundado por una docena de negros entre hombres, mujeres y niños, evidentemente sus familiares; después de intercambiar saludos de «salaam alíkum», «alíkum salaam», «uafáida», «uafáia», etc., Me senté en un angaréb, aceptando una tasa de tcháil, pensando en mis adentros que era el colmo del atrevimiento de mi sirviente, creer que yo aceptaba hacerle visita privada a su familia. Terminado de tomar el té, sin dejar entrever mi indignación, me levanté indicando mi intención de despedirme; pero Mahmud se me paró de frente diciéndome: -señor, máta uén (cabeza grande), ahora yo y mis parientes esperar de ti un milagro-. ¿Qué milagro? -Puescontestó, -tu tocar bombillo y encender luz-. ¿Qué luz? Con la mano indicando hacia el centro del tucul me hizo ver una bombilla de alumbrado, colgado de una pita, mientras me suplicaba: -favor, tu tocar-. ¿Tocarlo yo, y para qué? -Para encenderlo, darme luz en el tucul, lo mismo que tú lo haces en tu casa-. Traté de explicarle que con solamente tocarlo no me era posible alumbrar un bombillo amarrado de una pita; pero Mahmud sacó la cara más mortificada del mundo y otro tanto hicieron sus compañeros. Salí del tucul chocado y al mismo tiempo riéndome en mis adentros por la ingenuidad del sirviente, quien acompañándome de regreso, murmuraban tristemente: -señor, yo creer que tu ser más bueno y no negarme el favor de ponerme luz en mi casa-. Todavía hoy, sigue Mahmud con cara afligida y quién sabe cuántos días pasarán antes de que se resigne a continuar usando en su casa el fanús de petróleo, en lugar que el de los djin blancos: el eléctrico. Cómo se le había ocurrido esa idea? Casualmente, el día anterior, habiéndosele quemado el filamento al bombillo de mi pieza, al cambiarlo por otro nuevo, había botado el viejo a la basura. Mahmud lo encontró y viéndolo sano puesto que el vidrio no se había roto, concibió instalarlo en su cabaña. En la estación, y en nuestro cuarto de dormir, los blancos no disponíamos de interruptor para el alumbrado; encendíamos o apagábamos la luz simplemente enroscando o desenroscando el bombillo. La corriente llegaba desde la batería acumuladora del transmisor de la estación radio, mediante un cordón eléctrico cuyo forro exterior, color paja, bastante deshilachado por lo viejo podía -grosso modo- ser confundido con una pita. Mahmud habiendo aprendido a encender y apagar los bombillos de nuestros cuartos mediante el simple
movimiento de la mano, creyó que por ser nuestro sirviente había adquirido el poder mágico de los blancos. Instalado el bombillo en el centro de su tucul amarrándolo de una cabuya, en presencia de sus compinches principió a darle vueltas con la mano, pero nada de que encendiera. No conociendo los misterios de la corriente eléctrica, pensó que por tratarse de su habitación en lugar de la nuestra no tenía bastante poder mágico; y que si yo iba a su tucul, y si lo quería, mi voluntad de brujo alumbraría eléctricamente su cabaña. Esto da una idea de cómo los negros africanos nos suponen a nosotros los blancos dotados de poderes sobrenaturales; única razón por la que nos temen, nos sirven, no se atreven fácilmente a rebelarse o atacarnos aún estando solo un blanco entre centenares o millares de somalíes semisalvajes. Le relato el incidente a Dadéa; este, para sacarme del embrollo convence a Mahmud que no se trata de mala voluntad mía sino que el milagro de encender el bombillo eléctrico solamente le es concedido a las casas de habitación de quien haya visitado el Papa de Roma; que quien no haya estado en el tucul del gran Santón, no posee el privilegio. Mahmud se resigna; manifiesta que se propone trabajar mucho, ahorrar bastante dinero para poder ir a la casa del Santón blanco y regresar a Somalia con el mágico poder. Mi salud está mejorando a simple vista desde mi llegada a Merka; seguramente gracias al clima marino y salubre del lugar, y tal vez coadyuvado por las inyecciones de glicerofosfatos que cada tercer día me aplica en las nalgas el capitán Decína, médico de la guarnición. Este doctor es muy apreciado, amable; para corresponder a su bondad instaló en su casa una extensión de nuestro alumbrado de la estación; además, aceptó servirle de mecánico para frecuentes reparaciones a la máquina de coser de su señora, una joven napolitana e ingenua como él. Aquello de entrar en una casa donde hay una mujer blanca, después de tantos meses de no ver sino negras horrorosas y malolientes, constituye para mí -y supongo que para cualquier otro blanco que estuviera en mis condiciones-, un pequeño suplicio, pues se requiere fuerza de voluntad para reprimir los malos instintos. Cada vez que el médico me pide el favor de ir a su casa a revisarle algo mecánico a la máquina de coser de su señora, contesto que con mucho gusto, pues le debo mucha gratitud a él, pero siempre voy rogándole a Dios que me ayude a no perder la cabeza. Otro señor, quien también vive aquí con su esposa, es el encargado de la oficina de correos, señor TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 30 Merka
279
Checoucci, simpatiquísimo toscano quien más veterano de esta colonia la mantiene semirecluída, lejos del alcance y ojos de los compañeros blancos, haciéndose compañía con la esposa del capitán residente. Entre los demás blancos, solterones, están: el oficial de aduana, un viejo militar calabrés, de cuerpo alto y fornido, quien tiene fama de ser un fregado incomparable; otro oficial, ayudante del residente, napolitano gordo y bueno como el pan, de apellido Petruzzelli o Petruccelli, no recuerdo exactamente; un joven civil, medio locato, milanés de apellido Manetti, ayudante del instituto zoológico; el agente comercial Spreafico, joven, de luengas filosóficas barbas, y el nuevo encargado de la policía y del orden público: el ahora teniente de carabineros Quintilli, romano de Roma, simpático no obstante su aire marcial, con quien renuevo la amistad iniciada durante mi paso por Danane. Cuando estaba en Italia, era miembro de la famosa banda musical de los carabinieri de Roma, tocaba el bombardino, con cariño recuerda los conciertos en que participó en el Augusteo bajo la dirección del maestro Vessélla. Sabiendo que yo también he sido músico y tocaba clarinete en la banda de mi pueblo, siempre me habla de conciertos y partituras. A veces, por la tarde hace-
mos largos paseos en la playa, aprovechando la soledad, inspirado por el espectáculo y el coro de las olas se pone a cantar «Cielo e mar» de la ópera Gioconda u otros aires clásicos, imitando el son del bombardino, pidiéndome acompañarlo imitando la partitura del clarinete. Sus aires favoritos son la 5ª sinfonía de Beethoven o la sinfonía Inconclusa de Chopín, ambas desconocidas por mí hasta ahora pero que voy aprendiendo de mi compañero a lo largo de la playa despoblada y africana de Merka: mii, sol, fasolfaresi, laa, sollasolmido sool, acompáñeme usted Amore: doo, sii, lla, sool, faa, ree, doo… Por la noche, con frecuencia nos reunimos en el casino, los solterones, Dadéa, Quintilli, Manetti, Spreafico, Pretruccelli y los otros dos oficiales, para jugar a bridge o a póker, a veces apostando dinero y moviendo fuertes sumas; entonces, prudentemente me aparto del juego y quedo únicamente como espectador, al tiempo que Manetti y el aduanero experto como un tahúr, entregan cuerpo y alma a la suerte de los naipes prolongando las sesiones hasta el amanecer. Para satisfacer mi capricho de conocer y amansar animales he adquirido otro Mariám, parecido al macaco que había en Bulo Burti; me he dedicado a instruirlo. Está resultando tan inteligente, como lo de-
Merca
280
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
muestra el siguiente hecho: a pesar de que cuando lo amarro cerca de su casita, hago un nudo «cuadro», el marinero, considerado difícil de desatar, el mono sabe soltarlo, luego se sube al techo del edificio y se pone a gritar como cantando victoria. Al oírlo, salgo a buscarlo, veo que se ha soltado, temiendo que dañe las flores del jardín o haga otras monadas por el estilo, lo llamo, para cogerlo y volver a amarrarlo. Pero el bribón se me escapa y desaparece. Al fin, cuando ya no lo encuentro y supongo que ha huido, de pronto le oigo nuevamente cantando, como en tono de burla diciendo «aquí estoy»; lo busco, lo descubro hipócritamente sentado en pose angelical en su puesto frente de la casilla. Voy para amarrarlo, y hacerle mejor el nudo a fin de que no vuelva a escaparse; con asombro constato que no solamente él mismo se ha amarrado sino que haciéndose el difícil nudo cuadro, como lo hacemos los marinos! Macaco inteligente, así no le pego… Si le acerco otro monito pequeño, enseguida da muestras de instintos maternales: lo coge en sus brazos, lo mece, lo acaricia, lo espulga y se vuelve feroz al tratar de quitárselo. La vida y costumbres de los monos es digna de estudio; estos animales desarrollan inteligencia y cariño al ser domesticados, a veces hasta nos asombran a los hombres, y desde luego nos hacen recordar la teoría de Darwin… De un indígena que acaso pasó por el terreno de la estación ofreciéndolos en venta, he adquirido dos monos, de raza capuchina, pecho azul, ojos y cara redonda, con larga barba alrededor de las mejillas. Son de tamaño pequeño, rápidos en sus movimientos, difíciles de amansar. Se trata de una madre, con su pequeñuelo, que el indígena tomó prisioneros en una trampa. La madre está furiosa; continuamente brinca como alocada, tratando de morder; se comprende que está irritada además debido a que tiene el pequeñuelo al que amamanta agarrado a su pecho al tiempo que no obstante esa carga da elevados saltos. En vista de que no logro acercármele para acariciarla -pues no se deja y trata de morder-, la encierro con su monito en un cuarto-depósito que está vacío, construido de tablas de madera, allí la suelto de la cuerda que la mantenía amarrada. Cada tanto me le acerco llevándole comida, pero la mona siempre salta, ya sea para morder, ya sea para mantenerse a distancia de mi persona. Insistiendo en mis tentativas de amarrarla, después de algunos días me le ofrezco con una mano abierta, rellena de blanca azúcar, pero el animal si-
gue saltando y escapando. Entonces coloco el azúcar en el suelo y salgo de la pieza, pensando que cuando regresaré, ya lo habrá comido. Pero lo encuentro intacto. Sabiendo que los monos son glotones del azúcar, comprendo que si no lo ha comido es porque no lo conoce. Es preciso metérselo en la boca para que lo ensaye. Después de varias tentativas, al fin logro agarrarla por la nuca con una mano sosteniéndola, mientras que con la otra mano le refriego el azúcar sobre los dientes, precisamente mientras enfurecida trata de morder (el palmo de la mano tiene que ser totalmente abierto). Enseguida la suelto: ella escupe, hace gestos raros, se arrincona a distancia, pero principia a lamerse los labios. Regreso y dejo otro puñado de azúcar en el suelo. Cuando vuelvo a ver, el blanco dulce ha desaparecido. Me le acerco mostrándole más azúcar en mi mano; lo mira un instante ávidamente, a continuación sigue brincando de una a otra esquina, asustada. Tiro el azúcar al suelo, me alejo un par de metros, quedándome inmóvil; después de largo titubeo y siempre mirando como para estar lista a alejarse si me muevo, la mona se acerca poco a poco al azúcar, luego rápidamente llenándose las manos salta lejos, para comerlo. Ya ha mordido perfectamente el anzuelo. Al día siguiente, entro en la pieza mostrando la mano llena de azúcar, me siento en un taburete y me quedo inmóvil, esperando. Después de algún minuto la mona se aproxima cautelosamente a mi brazo extendido, de repente me roba el azúcar de la mano, y se va. Al otro día repito la maniobra; se acerca con menos indecisión, y una vez recogido el azúcar de mi mano, se va tranquilamente. Otro día, en lugar de extender mi brazo con el azúcar en la palma de mi mano, lo coloco en un plato, y este sobre mi rodilla; la mona se acerca, poco a poco se trepa subiendo por mis piernas hasta llegar a sentarse sobre mis rodillas, come el azúcar, y se va. Durante el ensayo sucesivo, sin más temores se sienta sobre mis rodillas, y permite que la acaricie mientras come el azúcar. La primera parte de la amansada esta lograda. Empero, a pesar del azúcar, no logro mejores resultados pues, la presencia del monito, según me doy cuenta, es obstáculo para vencer sus instintos maternos y salvajes. Resuelvo entonces separarla del monito a fin de domesticar a este último. Me he equivocado; no tenía idea de que los sentimientos maternos de este animal fueran tan arraigados. Se ha vuelto nuevamente furioTARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 30 Merka
281
sa. En cambio, el pequeñito vive feliz entre mis brazos, comiendo azúcar y plátanos; no le importa un pito su madre. Ejemplo de hijo ingrato! Mientras el monito juega alegremente saltando sobre mis hombros, desde su cuarto de prisionera la mona mira a través de las tablas, gimiendo furiosa, si no celosa. Hoy al llevarle la comida a su cárcel, no la encuentro. Ha hecho un hueco en una tabla de la pared y se ha escapado. Buscándola, Mahmud la descubre en la cumbre de uno de los árboles cerca de la estación. Durante todo el día le hacemos la cacería, inútilmente. Salta de uno a otro árbol; así no podemos seguirla; pero se mantiene siempre acechando, evidentemente desea robarme su monito. Resuelvo entonces armarle una trampa utilizando como cebo al mismo monito. Salgo llevándolo en brazo a fin de que la madre desde su escondite entre los árboles lo vea, y luego entro en el cuarto donde la tenía anteriormente presa, dejando allí el monito, pero, amarrado. Dejo la puerta abierta, y voy a esconderme. El monito chilla, pero no sabe soltarse, no puede salir. Mi propósito es: cuando la mona baje del árbol y entre en la pieza para raptar al monito, encontrándolo amarrado perderá largo tiempo; mientras tanto yo correré a cerrar la puerta, haciéndola nuevamente presa. Me coloco pues en acecho y observo; a la media hora, la mona con cautela desciende del árbol y se dirige hacia la pieza donde está el monito. Espero unos segundos para darle tiempo de entrar hasta el fondo; y luego me precipito a cerrar la puerta. Luego entro en la pieza para ver qué están haciendo los dos; oh sorpresa! Con gran estupor y rabia me doy cuenta de que, más viva que yo, la mona en cosa de breves instantes logró romper la cuerda que tenía amarrado al chiquito, y fugarse con él a los árboles, antes de que yo saliera de mi escondite a cerrar la puerta! Animalito insolente y atrevido, burlarse de un hombre sabio como yo… Cuánta admiración me causan su malicia y sentimiento materno! La veo, saltando de uno a otro árbol, llevándose el monito entre sus brazos, besándolo, acariciándolo, ofreciéndole fruta de los árboles, la sigo con el binóculo, y no puedo hacer nada para restablecer mi dominio. Sin embargo, tengo la impresión de que el ingrato monito no se halla contento, quizás porque la madre no puede como yo ofrecerle azúcar y golosinas. Al tercer día, veo entrar por la ventana de mi cuarto, el monito, arañado, sangrando; se me acerca como pidiendo socorro. Qué le pasaría? Qué se hizo la mona Misterio. Parece que se pelearon madre e hijo; la pri-
282
mera, desesperada por la ingratitud del hijo, huyó, pues nunca más apareció por allí. Si bajó de los árboles y se fue hacia las dunas, lo más probable es que haya caído en boca de alguna fiera. He bautizado al monito: Totó; ahora, todo el día está conmigo, en el bolsillo del saco, o sentado sobre mis espaldas; por la noche duerme a mi lado, agarrándose de mis cabellos; por la mañana me despierta saltando festivo sobre la almohada. Si lo suelto o me alejo un instante, Totó chilla, llora, tengo que echármelo al bolsillo para callarlo. Durante la noche, son de otro género los animales con los cuales nos toca entendérnoslas: chacales y hienas, a veces algún león. Generalmente, hacia las nueve de la noche, inician el concierto al claro de luna, se les oye a distancia, en las dunas, desde donde bajan al poblado; el aullido de la hiena se repite a cada minuto: aahú, parece el lamento de una persona ahogándose; los chacales ladran en coro riendo como brujas, en tono agudo; el león, ni se queja, ni se ríe, con su voz majestuosa se sobrepone a todos los demás. Hacia las dos o tres de la mañana me despierta de sobresalto una barahúnda inusitada a pocos metros de distancia. Sucede que las fieras han olido algún hueso que el perezoso cocinero Aden olvidó en la cocina; en pos del mismo han saltado la zeríba (la cerca) y han entrado en el local. Enseguida llegó otra tanda que, hallando ocupada la pieza, se queda afuera esperando. Mientras tanto, quizás en son de mutua amenaza, los de adentro, y los de afuera, se han puesto a aullar, despertándonos. Desde la ventana, que siempre está abierta, observo el cuadro pues la cocina está al puro frente, a unos tres metros de distancia. A veces es la hiena la que está sitiada por varios chacales que la rodean; a pesar de ser una sola, la hiena posee mandíbulas tremendamente fuertes, que le permiten defenderse de tantos agresores. Cuando el concierto se vuelve insoportable, Dadéa, que duerme en el cuarto contiguo al mío, pierde la paciencia, y a pesar de estar prácticamente desnudo, únicamente envuelto en una sábana, se arma de un fuerte palo de ébano y dándole vuelta haciendo molinetes en el aire se lanza de carrera sobre las fieras regañándolas como si fueren perritos domésticos. Lo curioso del caso es que en lugar de atacarlo, se desbandan y huyen como cualquier ladrón cogido in fraganti… Me quedo asombrado: esto que acabo de ver, si lo cuento en Europa, nadie me va a creer. Con el tiempo, aprendo yo también a asustar las fieras nocturnas cerca de la cocina, fingiendo valor,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
pero en lugar del mero bastón de ébano utilizo la punta de una larga lanza, que es arma de verdad. En vista de que la audición se repite casi todas las noches, resolvemos aprovechar para cazar estas fieras mediante trampas. Cerca de la zeríba, durante el día hacemos abrir unos fosos, de un metro de hondo, y otro tanto de diámetro, en los que al anochecer echamos carne de algún burrito o camello muerto, envenenada con arsénico o estricnina. La mañana siguiente vamos a recoger las víctimas, casi siempre chacales, que enseguida desollamos para curtir las pieles que se venden a buen precio pues imitan en forma y color a las de lobos y zorros. A veces, en lugar de chacales, encontramos alguna hiena que habiendo comido el chacal que la precedió en la trampa sufrió las consecuencias del veneno quedando paralizada en las piernas, aunque todavía con suficiente fuerza en las mandíbulas, como para destrozar cuanto se le acerque. Alrededor de la trampa vemos buitres y chulos, ellos también bajo el efecto del tóxico aunque sea de tercera mano; hacen pequeños saltos, ya no pueden volar. Tan pronto nos acercamos, la hiena enfurecida trata de botársenos encima pero le fallan las piernas. Al acercarle un palo, hinca en él los dientes, sin volver a soltar. De este modo logramos sacarla del foso; a golpes de culata del rifle o de lanzazos sobre su cabeza reducimos el tiempo de su agonía. Nada lucramos de su cuerpo, pues la piel de hiena es fea e inútil. Siróni, el milanés colono y patrón de Kaitoi, ha venido a Merka por asuntos de negocio, organizar el embarque para Italia, de un gran lote de cascos de banano y otras frutas producidas en su finca; al momento de regresar a Katoi me invita a acompañarlo para veranear algunos días en su hacienda que tiene fama de ser un paraíso terrenal ya sea en cuanto a la vegetación tropical, ya sea por la fauna mayor que allí abunda entre las curvas del río. Salgo pues entusiasmado y orgulloso de seguir al célebre cazador africano. En unas tres horas de marcha llegamos a destino, después de haber atravesado las dunas de arena que forman la primera parte del trayecto, después del cual principia el verde llano frecuentado por los esbeltos dig-digs que pastan bajo la sombra de las acacias o euforbias, vegetación que se vuelve espesa y alta selva a medida de que nos acercamos a Kaitoi, y al río Uebi que atraviesa la hacienda. Nos reciben varias docenas de negros libertos, empleados en los trabajos de agricultura de la finca.
Mientras estoy admirando las elevadas cúpulas de los árboles de kapok, y sus frutos que caen al suelo, dentro de cuyas cáscaras (vaina) se encuentra una especie de seda vegetal (las celulosas, nylon y plásticos no habían aún sido inventados); un criado me trae un enorme coco fresco que contiene casi un litro de sabroso liquido para quitarme la sed pues caminando bajo el sol de la tarde hemos sudado copiosamente. Por la noche, después de la comida, Siróni me acompaña a pasear de un extremo al otro de la hacienda, a través de imponentes avenidas formadas por kapoks, tamarindos y otros árboles, entre los cuales se respira un aire deliciosamente perfumado. Para alumbrarnos el camino llevamos cada cual su fanús (farol de petróleo); nos acompañan varios sirvientes, algunos, armados. Me hacen ver trampas para animales, tendidas especialmente para coger gatopardos y leopardos que abundan en la región; estas trampas consisten en dos grandes aros de hierro provistos de largos dientes; el aparato se esconde en el terreno cubriéndolo con malezas; colgado sobre el mismo a la altura de un metro, amarrados de alguna rama, se instalan pedazos de carne. Cuando la fiera atraída por el olor del cebo se levanta sobre sus patas para agarrarlo, hace funcionar los resortes, que cierran instantáneamente los aros entre los cuales queda aprisionado el animal. También hay trampas para capturar fieras sin dañarles su piel, es decir, apresarlas vivas; son parecidas a las que en Europa se usan para cazar ratones, pero son de gran tamaño, construidas con gruesas tablas de madera entrelazadas con varillas de hierro, en los extremos; el cebo se monta en el centro; al tocarlo, caen las dos puertas y quedan cerradas mediante gancho exterior. Estas trampas se destinan preferentemente para leopardos y leones, colocándolas cerca de los lugares en donde por sus huellas en el terreno se conoce que acostumbran pasar para ir en altas horas de la noche a abrevar a la orilla del río. Mientras paseamos de regreso hacia la hacienda para ir a acostarnos, un negro de la escolta da la alarma: «libáh» (león); efectivamente, a unos veinte metros adelante en el caminos vemos un par de lucecitas fosforescentes que se mueven y cambian de sitio, desapareciendo entre la maleza; no son luciérnagas que también abundan aquí-, sino los ojos del felino. Siróni me explica que probablemente este acaba de salir de su cueva donde ha estado escondido durmiendo durante el día; por la noche sale para buscar comida, algún dig-dig, o gacela o antílope será su plato preferido. Que el peligro de ser atacado es remoto, TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 30 Merka
283
pues estos animales, mientras no se les moleste, prefieren alejarse del hombre, en lugar de agredirlo; cuando embisten, por haberse asustado, o por legítima defensa, son peligrosísimos. Pero no hay riesgo generalmente mientras vayamos como en este caso por nuestro camino alumbrándonos con los fanuses y la escolta armada con carabina express de bala explosiva. Qué decir, del concierto nocturno de esta Kaitoi, el de Merka se queda chiquito. Además de los consabidos aullidos de las hienas y ladridos de chacales, hay constantemente en el aire diferentes ruidos: son manadas de leones, leopardos, gatopardos, antílopes que invaden la floresta, con sus llamados de terror, o de angustia; rebaños de hipopótamos y cocodrilos que salen del Uebi en búsqueda de pasto y de víctimas; aves nocturnas peleando con los monos refugiados en los árboles. La algarabía se extiende, parece acercarse; al fin, uno se acostumbra, y como si fuere con acompañamiento musical, se queda dormido. Por su parte, al amanecer, la mayoría de las fieras vuelven a sus madrigueras, a dormir; el silencio se restablece en la floresta, con excepción de las aves y los micos. Permanezco varios días huésped del gran señor que es Siróni; me familiarizo con el tren de vida que me proporciona dejándome en todo momento en completa libertad de hacer cuando me viene en gana, disponer del personal y cosas de la hacienda a mi completo capricho. Procuro desde luego de no abusar de esta preciosa hospitalidad; por otra parte, tengo la impresión de que sin aparentarlo, Siróni observa y estudia mis movimientos, conversación y conducta, seguramente con el fin de formarse una opinión completa a mi respecto. Parece que resulto de su gusto y voy cayéndole siempre más en gracia, pues de hombre austero y reservado que era en un principio, se ha vuelto íntimamente locuaz; durante las horas de las comidas cuando estamos reunidos me confía los detalles de su vida y de sus pensamientos, aunque sin mencionar la negra concubina que tiene reservada en una casucha separada del edificio principal de la hacienda y vigilada por sus sirvientes; yo mantengo ojos y oídos abiertos pero me cuido de dejarlo comprender; yo no sé nada. Hace cinco años que vive en Kaitoi, solo, único blanco entre millares de libertos y esclavos africanos; a pesar de tener familia en Milán, no siente deseo de regresar a la civilización. Aquí se siente rey y señor todopoderoso de la región: es el médico, el abogado, el ingeniero, el juez, y patrón exclusivo de los demás y de sí mismo, de cuanto cabe dentro de
284
los límites del horizonte; de nadie teme y a nadie tiene que pensar (en apariencia…). Me doy cuenta de que ya está dominado por la naturaleza subyugante del trópico africano; este colono blanco, al igual que otros de los cuales se ha oído hablar, vino para civilizar, y a la postre resulta transformado en misántropo, a juzgar por el desprecio con que se refiere a ciertos matices y conforts de la civilización. Pero no desprecia el buen vino, que absorbe diariamente en cantidades, igual que otros viejos coloniales africanizados; su mayor pasión, después del esmerado cuidado a la agricultura de la hacienda, se concentra en mejorar su colección de armas y de trofeos y cinegéticos. En el pabellón de depósitos, adjunto al de habitaciones, algunos cuartos se parecen a un museo zoológico: cabezas y patas de elefante, de hipopótamo, colmillos de marfil amontonados por centenares, pieles de jirafa, boas, pitones, huevos y plumas de avestruz, aigrettes y marabúes; todo en cantidades y ordenado desorden, entre rifles, carabinas, mausers, flechas y lanzas indígenas, espadas y biláos con mango de plata y marfil. Entre las frutas que nos sirven a la mesa se destacan por su buen sabor y frescura las papayas, piñas, anones (chirimoyas), bananas, tamarindo; en cuanto a la carne: comemos asados de dig-dig, antílope orix, kudo, balanca, costillas de facócero (jabalí-sanglier), pavos, patos, gallinas faraonas, y otros volátiles que abundan cerca del río. En lo tocante a aventuras de cacería: el viejo sabe que soy todavía neófito, me las proporciona poco a poco después de haberme instruido acerca de la manera de cazar y comportarme en cada caso. En primera instancia, quiso enseñarme a fabricar los cartuchos y rellenarlos con diferentes municiones y carga de pólvora según el rifle y tipo de cacería, dándome lecciones de balística, haciéndome constatar la importancia de usar determinado calibre de plomos conforme a la especie de animal a que está destinado. Cuando salimos de cacería es normal llevar tres diferentes tipos de armas de fuego, cartuchera con más de 100 tiros distribuidos en orden principiando por los cartuchos de plomos finos como para pichones y escopeta calibre 12, colocadas al lado izquierdo de la cintura; seguidos de plomos más gruesos, para digdigs, hasta los mayores para facoceros; al centro, las balas calibre 91 para carabina Winchester o para mosquete, adecuadas para antílopes, leopardos, gatopardos; a la derecha las cargas explosivas para rifle express, especial para leones y paquidermos.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
De él aprendo que generalmente las cacerías son difíciles para el inexperto, se vuelven juego de niños para el viejo cazador, conocedor de las mañas de cada especie de animal, capaz de adivinar por las huellas en el terreno, si la fiera acaba de pasar, o pasó hace 2 horas, o hace un par de días. Normalmente, ninguna fiera ataca al hombre, a no ser por legítima defensa. Es sabido que indígenas duermen tranquilamente en la selva, envolviendo su cuerpo en la futa o sábana; el animal se le acerca, husmea, el individuo duerme, o si está despierto se mantiene inmóvil, para no asustar a la bestia que enseguida se va, salvo alguna rara excepción. Los únicos animales que tienen fama de siempre atacar son: el búfalo, el rinoceronte, y a veces el elefante. El león, el terrible león, aparte de su fuerza y tamaño imponente, no es otra cosa que un gran perro que a veces se pone bravo. Lo importante al tropezarse con fieras es: no perder el control, no asustarse, no asustar al animal con movimientos repentinos, gritos, carreras, sino por el contrario mantener la calma, o el cuerpo inmóvil, o continuar caminando tranquilamente según el caso, dando oportunidad a la bestia de alejarse sin que tenga la sensación de ser perseguida o cazada. Pero en caso de querer cazarla lo importante es no hacer el disparo sino que a golpe seguro y cuando la distancia sea tan corta como para tener la certeza de colocarle el balazo donde el animal quede fulminado; pues si uno disparada apresuradamente y yerra el tiro, lo más probable es que el animal asustado o herido, dé un salto y derribe al cazador y lo destroce antes de que este logre hacerle buen blanco. Respecto de los reptiles: si se trata de cocodrilos, debe tenerse en cuenta que la táctica de hacerse el muerto o el dormido la tiene este bicho, y es, igual que otros anfibios muy peligroso en su elemento: el agua del río, siendo menos arriesgado cazarlo en tierra firme; para las serpientes, la mejor arma puede ser un bastón, siempre que se posea la calma necesaria como para dejar que se acerque lo suficiente como para pegarle en la cabeza con la punta del palo; son muy frágiles de mollera, con un simple golpe quedan fulminadas; en cambio, son casi invulnerables en las demás partes del cuerpo. Aprendí también que para el neófito, las fieras suelen ser invisibles aunque estén a pocos metros de distancia, debido a que los colores de su cuerpo se mimetizan, se confunden con las manchas del terreno o de las hojas y ramas de los árboles; por el contrario, el cazador experto logra verlas y distinguirlas aún a gran distancia y antes de
que el animal haya advertido la aproximación del ser humano. Ya tengo para contar la primera aventura de importancia, pues las demás, de cacería de dig-dig, o facoceros, chacales o cocodrilos son hechos diarios que no merecen mención. Ayer, los obreros carpinteros de la hacienda terminaron de calafetear un bote, de unos 10 metros de largo, construido bajo diseño y dirección de Siróni quien se siente muy orgulloso de su obra. Le saco una fotografía que ilustrará y comprobará esta historia. Considerando que soy ex marino, capaz de manejar el aparato en el río y luego opinar sobre sus cualidades náuticas, resuelve que vayamos a una excursión. Llevamos vela, y media docena de negros remeros; y por si acaso, el acostumbrado surtido de armas de fuego. Después de algunas pruebas de vela y de timón, satisfechos con el bote, nos dedicamos a ensayar un nuevo rifle Winchester que Siróni acaba de recibir; al efecto, buscamos cocodrilos tomando el sol o durmiendo sobre las playas del río. Son las tres de la tarde, hora en que éstos anfibios suelen hacer la siesta, algunos con sus fauces abiertas de par en par como quien sufre por el calor. Ya varios de estos saurios, al recibir en el ojo o en la garganta el certero balazo de Siróni han dado la voltereta mortal sobre la arena. Ahora queremos ensayar con hipopótamos; nos dirigimos más al sur, donde suelen estar en abundancia. Para evitar que el ruido de los remos despierte estos animales antes de tiempo, resolvemos dejarnos llevar por la corriente, sigilosamente. Vamos admirando el paisaje, y mientras tanto calmamos el apetito con una merienda de sandwiches y botellas traídas en el bote para festejar el bautizo. Terminado el picnic, Siróni enciende su pipa; fumando deliciosamente, sentado en la proa. Los remeros descansan acostados en el piso; yo estoy en la proa con un remo y el timón. El bote anda perezosamente llevado por la corriente; llegando donde el río hace una curva, estamos a pocos metros de la orilla izquierda. Pasada la punta de la curva, de pronto aparece a unos 5 metros de distancia el enorme cuerpo de un hipopótamo durmiendo en la playa. Sorprendido, instintivamente pienso que estamos demasiado cerca del animal; que conviene desviar el bote hacia el centro del río, para alejarnos, mientras Siróni tenga tiempo para empuñar la carabina y alistar el tiro, antes de que el bicho se despierte. Cuando un hipopótamo se enfurece no es raro que se coloque debajo del bote perturbador y le de la voltereta echanTARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 30 Merka
285
do al agua sus ocupantes; en tal caso no existe defensa contra el ataque del paquidermo y de los cocodrilos que corren para hacer presa. Estos pensamientos acuden a mi cabeza mientras observo que Siróni, al fin! ya tiene agarrada la Winchester y está apuntándola buscando la cerviz del animal. Veo que a pesar de su acostumbrada sangre fría, la pipa le vibra entre los dientes. Ya he logrado dar media vuelta al bote, alejándonos algún metro de la orilla, cuando, despertando por algún ruido o por el olfato, el hipo acaba de abrir los ojos, y viéndonos, se levanta para dar el brinco hacia nosotros. Siróni dispara, pero ya el animal tomó impulso y alcanza a caer al agua tocando el bote con sus patas delanteras. Milagrosamente logro mantener el bote en equilibrio mientras Siróni corriendo hacia mí ensarta la carabina entre las fauces del hipo y nuevamente dispara mientras que con el mismo cañón empuja para alejarnos. La fiera se inmoviliza; con su muerte fulminea termina para nosotros el mal rato. Nos damos cuenta de que hemos estado a punto de caer al río y ser nosotros las víctimas; este paseo en bote a la fosa de los hipopótamos fue una imprudencia. Dejamos el cadáver del animal, medio sumergido cerca de la orilla, y dándole las gracias a Dios por la buena suerte, nos dirigimos a todo remo rumbo al hogar. Mañana volveremos con hachas, para recuperar los colmillos de marfil del animal. Llegados a Kaitoi, encuentro un mensajero de Dadéa quien me pide regresar cuanto antes a Merka, pues mis vacaciones se han extendido demasiado y ya está él aburrido de trabajar doble turno en la estación de radio. Con el mismo mensajero le contesto que regresaré en un par de días. Así lo hago, saliendo de Kaitoi a las dos de la tarde. Ya me he vuelto más macho; tranquilamente salgo solo, no quiero escolta, para cubrir las tres horas de marcha que me separan de Merka. Además de dos rifles, cartuchera completa y un biláo-machete, llevo una pesada carga de colmillos de hipo que Siróni me regaló para mí y para Dadéa en partes iguales. Todo este peso no es lo más indicado para caminar bajo los ardientes rayos solares del ecuador pero tengo 21 años, y a esa edad son más frecuentes las acciones incautas de los jóvenes. Hasta las cuatro de la tarde, todo anda bien, camino rápidamente y con ánimo imperturbable, sin dejar
286
de hacer algún tiro a dig-dig para llevar carne fresca a la cocina, y a los chacales que casualmente cruzan ante mi ruta. Pero al terminar el terreno de la selva, cuando entro en la pesada zona de las dunas, la situación cambia. El pie se hunde en la arena, como si fuere movediza, me cuesta fatiga seguir andando aprisa. El calor que por reverberación se eleva desde el suelo me tiene hecho un trapo mojado de sudor; tengo sed; la vista principia a ofuscárseme, comprendo que estos síntomas son el principio de la insolación. Miro alrededor, por todas partes, hasta el horizonte, por si acaso hubiere alguna caravana; solamente veo arena y dunas, igual que en el desierto; ningún ser humano. Que sed, Dios mío! Solo me falta una hora para llegar, pero tengo que llegar sin demora, porque si me coge la noche en las dunas, fácilmente perderé la orientación, caeré presa de los chacales y las hienas que en la oscuridad salen por centenares. Tengo que hacer un esfuerzo supremo para evitar que las piernas traten de doblarse; los cerritos arenosos de las dunas bailan ante mis ojos; el sudor me agota; el calor me asfixia; adelante, un paso más, otro más, media hora más y estarás a salvo. Finalmente, arrastrándome, he logrado subir hasta la cumbre de la duna más alta, desde la cual diviso en el horizonte el mar, y mirando abajo, las palmeras, las blancas terrazas de las casas de Merka. Ya podría descansar aquí un rato; sin embargo, sediento, me precipito como loco bajando entre los rojos barrancos, hasta llegar, casi sin aliento, a la puerta de la estación, cuando el sol apenas principia a esconderse en el ocaso. Viéndome en tal estado de fatiga y de sudor, el fiel Saíd Mahmud se enfurece; mientras me ayuda a mudarme los vestidos y refrescarme, me jura que en adelante nunca me dejará salir de casa sin acompañarme. Que hay de nuevo en Merka? Que el monito Totó he hecho perder la paciencia a Dadéa y a todos los sirvientes, llorando día y noche durante mi ausencia; ahora al verme está dando muestras de felicidad, me asalta y me besa, lo mismo que un perro. Que dentro de un par de días llegará un barco en el que viene un nuevo operador de radio, un joven recluta de la marina, de apellido Albanese, quien vendrá a entrenarse en el trabajo con nosotros. Dadéa propone que en adelante vayamos a cacería los dos, dejando a Albanese encargado de la oficina.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
31
Matanza de Hipopótamos
Abril de 1.921 Mayo de 1.921
D
adéa tiene prisa de salir a las cacerías, pues en el entrante mes de mayo será la época de las lluvias, durante las cuales el terreno se inunda, no será posible hacer excursiones; tanto más por cuanto que como quiera que él sufre de malaria, adquirida durante anteriores excursiones en Lugh y sobre el río Giuba, de la que apenas acaba de salir convaleciente del hospital de Mogadiscio, justamente le teme a transitar en terrenos inundados porque podría darle una recaída de fiebres, a pesar de toda la quinina y píldoras de «Esanofele». Llegó Albanese, un buen muchacho abruzés, rubio y simpático. Es la primera vez que sale de su tierra; todo le llama la atención; hay que educarlo a no meter la pata con los negros, a no exteriorizar sus continuos sentimientos de sorpresa. Por la noche, le cuesta fatiga acostumbrarse a dormir oyendo los aullidos de las hienas y chacales merodeando en la cocina a pocos metros de distancia; me pide, y yo le concedo, instalar su cama en mi pieza. Con el tiempo, se irá acostumbrando, igual que yo, y se volverá un veterano de África. A la semana de haber llegado, resolvemos ensayar a dejarlo sólo durante un par de días, yéndonos yo y Dadéa, con Saíd y el monito que llevo en el bolsillo, a visitar la hacienda de Genále, situada a media hora de camino desde Kaitoi. El dueño de Genále es el señor Gandolfo, un joven gigante modenés, quien vive aquí desde hace un par
de años, con su joven señora. Acaban de tener un hijo: que problema tan grande este, en tal lugar, donde no hay médico, ni clínica, ni partera ni nada por el estilo! La pobre señora, parece un blanco esqueleto, en contraste con las negras y bien formadas sirvientas que la rodean. ¿Logrará tener leche para amamantar al nené? Quién sabe. La hacienda de Genále es casi una copia de la de Kaitoi, aún mejor, en cuanto a calidad de terreno y abundancia de aguas; el río Scebeli la circunda por tres lados, el duque degli Abruzzi ha resuelto próximamente instalarse aquí con su estado mayor; en adelante este lugar se llamará Aldea del Duque de los Abruzos, aquí se iniciarán los trabajos de represa y canalización del río, así como la experimentación en gran escala de siembras de algodón, azúcar y demás productos tropicales. Debido a que la situación de emergencia en que se halla la familia Gandolfo, no está para recibir visitas, mucho menos de jóvenes solteros, regresamos a Merka, llevando al doctor Decína la noticia de nacimiento de un Gandolfito. Encontramos que Albanese, solo, ha desarrollado regularmente el servicio, sin dificultad. A los pocos días llega un mensajero de Kaitoi, con carta de Siróni quien nos invita a dar una gran batida a los hipopótamos. Dadéa, siendo viejo y experto cazador resuelve aceptar, permite que yo le acompañe.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 31 Matanza de hipopótamos
287
Desollando hipopótamos
Mi entusiasmo es enorme porque si Dadéa y Siróni hablan de «una gran batida», tiene que ser algo serio, que interesará a toda la colonia, y a mí me conviene participar con tales maestros. Pero, si pregunto a Dadéa cómo se hará la proyectada batida, contesta con un movimiento de espaldas, diciendo que ya lo veré; que no me preocupe, que me dedique a limpiar, aceitar los rifles, preparar centenares de cartuchos y conseguir cantidad de proyectiles calibre 91, de mi amigo el comandante Quintilli, todo lo cual hago con mucho orgullo y prosopopeya ante los ojos de Albanese quien tiembla al pensar que vamos a enfrentarnos a los paquidermos, y comenta que él nunca se meterá en empresas locas como ésta que proyectamos realizar. Yo no sé cómo, ni dónde se hará la tan mentada cacería, pero por lo que he oído mencionar a Dadéa, entiendo que vamos a pasear donde los hipos abundan como los moscos; tal perspectiva, en lugar de asustarme, me parece interesante y lógica pues mal podría yo haber estado en el África ecuatorial, sin haber conocido y vivido aventuras de gran categoría, como para contárselas a Julio Verne si estuviere vivo… Salimos pues, en una tarde de abril, yo y Dadéa, armados con media docena de carabinas y mosquetes, revólveres Mausers, cartucheras repletas hasta el tope, cuchillos para desollar fieras; mi pequeña Kodak de bolsillo adquirida a Políti en Mahaddei; varios bultos de víveres que llevan a espaldas los cargadores negros contratados al efecto. Nos acompaña Saíd, y el inseparable monito, para evitar que le llore y desespere a Albanese durante mi ausencia. Hacia las ocho de la noche llegamos a Kaitoi. Encontramos que Siróni está atareado en los preparativos pues quiere que la expedición salga esta misma no-
288
che porque el tiempo apremia; próximamente principiarán las lluvias; además, el jefe de la tribu de Gerro le ha informado que si no apuramos, la manada de hipos se irá del lugar una vez que haya terminado de destruir los campos de maíz de la región y los tucules del poblado. Que ya en las correrías de los días anteriores, dichos animales han hecho víctimas entre el ganado; la tribu piensa trasladarse a otro lugar, si no llega pronto nuestro auxilio para salvarlos de la calamidad que les ha caído encima. Según entiendo por las charlas entre Siróni y Dadéa, se trata de lo siguiente: la aldea de Gerro, situada al sur de Kaitoi, a mitad camino entre este lugar y el pueblo de Goluín, es un sitio donde el río ha formado una gran represa, de tres a cuatro kilómetros de largo, en que el nivel del agua se mantiene con más de diez metros de altura. A los dos extremos de la represa el río está casi seco, como en lo demás de su trayecto, mientras no lleguen las lluvias y la subienda de mayo. Debido precisamente a la sequedad del río en las demás regiones, la mayoría de los anfibios de la zona han venido a reunirse en este lugar donde abunda el agua, siendo motivo de grave trastorno para los habitantes de Gerro, pues en sus correrías nocturnas las fieras destruyen cuanto hallan en su camino. Esto ocurre casi todos los años, pero en la presente ocasión el problema es de proporciones más graves que nunca. Por algo será que la aldea se llama Gerro, pues «ger» en somalí significa hipopótamo. Hacia las once de la noche se pone en marcha nuestra expedición, acompañada por una veintena de negros entre guías, batidores, portadores de víveres, armas, herramientas, cocina. Tuve que dejar el monito en Kaitoi pues Siróni se opuso a que lo llevara conmigo, protestando que vamos a meternos en asunto serio, donde no queda cupo para bobadas de esta clase. Con pena encomiendo Totó a Saíd, que por orden de Siróni también tiene que quedarse en Kaitoi, esperándonos. En lugar de Totó, Siróni me recomienda llevar la Kodak portátil, nombrándome fotógrafo oficial de la excursión. Caminamos por un sendero a través de la selva. Adelante van los exploradores, con sus faroles; luego, una docena de portadores cargados de bultos; por último, nosotros los tres blancos, con un par de sirvientes; todo el mundo lleva fanús para alumbrarse el camino. Aún cuando las órdenes son de hacer el menor ruido posible y no hablar, poner oído a cualquier animal que aprovechando la oscuridad se nos acerque, de vez en cuando trato de entablar charla
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
con Siróni y Dadéa para preguntarles cómo se hará la cacería, pedirles instrucciones. Pero, estos señores son raros, no quieren adelantar ninguna información, contentándose con decirme que todo lo veré y lo aprenderé a su debido tiempo sobre el terreno. Que lo importante es que yo no me canse, porque la fiesta, o sea, la batida, principiará tan pronto que se levante el sol. Por lo pronto tenemos que marchar unas 6 horas, sin parar un momento. Cada tanto, los guías que nos preceden dan la alarma oscilando los faroles en el aire, con lo cual señalan algún peligro; empuñamos los rifles, listos para disparar; oímos el ruido de ramas que se rompen, algún animal que escapa; luego, vuelve la calma, se reanuda la marcha. En un principio, mis facultades cerebrales están sobreexcitadas, a cada momento me imagino ver la sombra de un hipopótamo; al par de horas, ya estoy familiarizado con la situación, caminando tranquilamente entre el monte, con el fanús colgado de la punta del rifle. Mis compañeros blancos han aflojado la velocidad de sus pasos, quedando algo rezagados; yo, seguramente gracias a mi juventud no tengo sensación de cansancio, paso a la cabeza, junto a los batidores y los guías. Quisiera preguntarles cómo será la cacería, pero me abstengo, porque el jefe blanco nunca debe dejar comprender a los negros que hay cosas que él no sabe. Hacia las cuatro de la mañana, siendo todavía noche oscura, observo que el terreno ha cambiado: estamos atravesando chambas o campos sembrados de maíz, perfectamente llanos, pero hay veces en que súbitamente me falta el terreno bajo los pies, como si hubiere hoyos. A medida que adelantamos, la presencia de tales inexplicables hoyos se hace más evidente, al tiempo que los guías cambian frecuentemente dirección, como si quisieran rodear o esquivar un enemigo invisible. Me tienen intrigado estos hoyos en los cuales caigo o se me hunde la pierna hasta la rodilla. Hacia las cinco de la mañana, cuando principia a esclarecer, al fin comprendo de qué se trata. Los endiablados agujeros no son otra cosa que las huellas que dejaron los hipopótamos a su paso por el terreno. Cada hoyo tiene unos 30 centímetros de diámetro, por otro tanto de alto; como quiera que cada hipo tiene cuatro patas, y los animales deben haber pasado por aquí en manada, el piso está todo agujereado. Ahora que tengo la explicación, abro más que nunca los ojos, escrutando los alrededores, por temor de que un regimiento de hipos se me eche encima; luego resuelvo quedarme atrás esperando a Siróni
y Dadéa para comunicarles mi descubrimiento. Ellos también estaban pasando por las mismas y esto estaba previsto: la normal es que durante la noche los hipos salgan a pastar y al crepúsculo regresan al río; es de suponer que ya se han ido. Resuelvo entonces volver a adelantarme en el camino, situarme nuevamente al lado de los guías. Mientras tanto principia a surgir rápidamente el día, el sol está por salir al horizonte. Veo a distancia en la llanura varios animales que corriendo se desparraman en diferentes direcciones, entiendo que con la aparición del día van a esconderse en sus cuevas; levantan polvo en su carrera, son antílopes, chacales, gatopardos. Los exploradores aceleran el paso, al rato, con entusiasmo me señalan: el Uebi. Entre las brumas de la mañana logro divisar a distancia una línea plateada, es el río Scebeli. Sin saber por qué, aumenta en mi ánimo la excitación, principio a correr hacia el río, seguido por los guías. Tan pronto alcanzó la orilla, me paro un instante para estudiar el paisaje. Pienso: -ahora qué se hace? Cómo atravesar el río? En qué dirección habrá que seguir para encontrar a los hipos?Siróni y Dadéa están rezagados en el camino. Conviene esperarlos. Me he apenas sentado sobre el borde de la orilla, cuando oigo cerca de mí un fuerte ruido de enjuague de aguas y a continuación un fuerte soplo de aire. Volteó la mirada, sorprendido veo a 4 metros de distancia el enorme cabezón de un hipopótamo que acaba de emerger de entre el río. Está aspirando aire, mientras sacude las orejitas y con ojos del tamaño de una naranja parece observarme lanzando amenazantes llamaradas de furor. Instintivamente, sin darme cuenta de lo que hago, apuntó en un ojo y disparo. El hipopótamo desaparece. Sin poder reprimir la excitación que se está apoderando de mí, miro de un lado al otro estudiando el terreno. La orilla es un par de metros más alta que el nivel del agua y cae a pique en el río, es imposible que el hipopótamo logre subir para atacarme. Habrá otros animales escondidos entre las cañas del terreno, a la derecha? Qué hacen los guías? Se han quedado prudentemente a una cuadra de distancia, observo. Quisiera retirarme hacia ellos, pero se darían cuenta de que no soy valiente. Ha transcurrido algún minuto desde mi primer disparo; nuevamente oigo el característico ruido que señala la salida de un hipo a flor de agua. Allí está nuevamente el animal, ¿será el mismo?, pero ahora
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 31 Matanza de hipopótamos
289
quiere atacarme, está tratando con las patas de abrirse paso en el terreno para subirse a la orilla. Afortunadamente esta es a pique, bien alta; viendo que por su peso y la dificultad de abrirse paso no logrará el bicho subir antes de varios minutos de pedaleo, me envalentono, me agacho sobre el borde del terreno hasta alcanzar con la punta del mosquete a tocar la propia cabeza del monstruo; disparo a quemarropa sobre la cerviz del animal, que se hunde y desaparece en las embarradas aguas del río. Satisfecho, convencido de haber disipado el peligro, vuelvo a cargar el arma, al tiempo que observo a mis espaldas, a ver si llegan mis compañeros blancos, pues me siento atortolado, me he metido en un berenjenal del cual no se cómo salir ni cuáles serán las consecuencias. A los pocos segundos, otro ruido, otra cabeza de monstruo que se asoma, y nuevamente, como por impulso automático coloco otro tiro. Schpuff; otra cabeza al lado izquierdo; va el cuarto disparo. Caray! Continuando así, mi cartuchera se vaciará pronto; no son las siete de la mañana, y ya he matado media docena de hipopótamos. Me nace la duda de si realmente los habré matado, pero es evidente que no se trata de un mismo animal. Ahora, las cosas se complican, el río está ebullendo hipos, aparecen de a tres, a cuatro simultáneamente, aquí, allá, a lo largo del río. Quizás mis disparos han asustado a toda la manada que estaba debajo del agua. Oigo que Dadéa y Siróni vienen corriendo al tiempo que me gritan: -no dispare!-¿Cómo?- contesto yo, -no disparo a los bichos que se me presentan a tres metros de distancia?-. -No- me replican ellos, -pues se asustan, y si se alejan antes de que nos hayamos apostado a los dos extremos de la represa, donde les queda fácil la salida, habremos perdido el viaje pues se nos escapará toda la manada-. Al fin, me están dando instrucciones. -Quédese usted aquí-, me dicen -pero no dispare aunque se le monten los hipos bajo las narices. No hay peligro alguno para usted, pues no pueden salir aquí donde la orilla es alta. Espere un cuarto de hora hasta que cada uno de nosotros haya llegado a colocarse respectivamente a un extremo de la represa, pues los animales van a tratar de escaparse por allá, y nosotros tenemos que matarlos impidiéndoles que abandonen el río. Cuando usted oiga nuestros rifles en acción, puede volver a disparar sobre los hipos que emerjan dentro de su área de tiro. Desde luego, no
290
pierda usted de vista sus flancos y sus espaldas, porque el único peligro se le puede presentar por estos lados. Por su frente, el río, no hay riesgo-. -Si algún hipo atrevido le aparece por los cañaverales, no pierda usted balas en tiros a distancia, sino que déjelo acercar hasta unos diez metros; si falla la mira y el hipo se le bota encima, no se asuste, sino hágale el quite como si fuera un toro, pues el hipo es mucho más pesado y seguirá corriendo cabizbajo más de una cuadra antes de lograr pararse en su carrera y dar la vuelta para reiniciar el ataque. Déjelo que se acerque nuevamente y métale otro tiro, mientras se prepara usted para esquivarlo toreándolo. En último caso, si no logra derribarlo, súbase a ese árbol, y espere a que lleguemos nosotros. Además, los negros le acompañarán, y con sus lanzas le ayudarán a resolver cualquier difícil situación que se le presente. Téngase usted siempre al lado un sirviente con un par de rifles cargados; en ellos tendrá usted la salvación. Adiós pues, hasta la hora del almuerzo cuando volveremos a vernos-. Al cuarto de hora de haberse ido los dos, oigo el eco de disparos por el norte, comprendo que Dadéa ya ha entrado en acción. Al rato, oigo tiros por el sur, es Siróni. Está principiando la tan deseada «fiesta» o batida. Regreso al lugar de antes, colocándome en la orilla del río, en pose de veterano cazador, acechando que se presenten más hipos. Estos no tardan en emerger, coloco un disparo cada dos o tres minutos. A veces quedan las aguas cinco o diez minutos en silencio, luego se ponen en múltiple ebullición que delata la presencia de varios bichos a la vez, en sus idas y vueltas desde el norte hacia el sur de la represa en búsqueda de un paso libre para escapar. Se calcula que en promedio cada hipo tiene que salir a la superficie a cada diez minutos, para renovar el aire, expeler el ácido carbónico de los pulmones, volver a absorber oxígeno. En el instante en que abren las mandíbulas, presentan un blanco de medio metro de ancho, siendo fácil colocarles el tiro en la traquea, cuya ruptura los ahoga en sangre. Los otros blancos posibles son: los ojos, y la cerviz; las demás partes del cuerpo son prácticamente invulnerables pues debido al espesor de la piel que es más de una pulgada, las balas se quedan en esa coraza de cuero, sin lograr penetrar al cuerpo. A pesar de la inmensa boca y los no despreciables colmillos de marfil, los hipos se nutren únicamente de pastos, al contrario de los caimanes que sí son terribles carnívoros. Pero el hecho de ser únicamente
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
herbívoros no les impide a los hipopótamos, o a los rinocerontes, elefantes, búfalos, atacar al hombre destrozándolo con sus colmillos, o pisándolo con sus enormes patas. Cada hipo pesa en promedio media tonelada. Hacia las nueve de la mañana, principio a sentir cansancio. Los brazos se resisten a estar continuamente sosteniendo el rifle apuntando. Hago que mi sirviente consiga una percha, la clavo en el terreno, apoyo sobre ella el cañón del mosquete. Este que estoy usando es de tipo militar, calibre 91, capaz de enviar una bala de casi un centímetro de diámetro a 1.500 metros de distancia. Siendo los tiros que hago, para blancos situados a pocos metros, es natural que los proyectiles tengan gran fuerza de penetración. Para mejor aguantar la faena, además de la percha para sostener el fusil, me he conseguido un tronco de madera para sobre él sentarme como una especie de taburete; al mismo tiempo fumo continuamente cigarrillos, y cada tanto engullo agua de cocos que me trae el sirviente cogiéndolos de las palmeras cercanas a la aldea de Gerro. -Quien lo dijera- pienso yo, estoy en este momento matando hipopótamos por docenas, como si se tratara de palomas en la feria, en lugar que peligrosos monstruos del tipo antediluviano; y esto, hallándome cómodamente sentado en la orilla de un majestuoso río, tranquilamente fumando, y sin riesgo alguno. Pensar que esta cacería así podría hacerla hasta un niño de doce años! Qué Julio Verne ni qué Salgari! ¿Adónde está el heroísmo de esta cacería africana? No se le ve por ninguna parte! Más que cacería, esto me parece una carnicería-. A veces sale a flote bajo mis pies un hipo hembra, con sus respectivos cachorros; a veces el que viene a flote es un bicho ya herido, pues la sangre le chorrea por las narices o por los oídos, pero todavía tiene vitalidad, allá le va otro tiro. Por el sol que ya está al cenit me doy cuenta de que es mediodía; hago un rápido balance mental de la situación. He disparado hasta ahora un centenar de tiros, y aunque tengo la certeza de haber fulminado media docena de bichos, no veo ninguno. ¿Será que todos van a morir donde están Siróni y Dadéa? Principio a sentir vergüenza ante los negros que observan, acerca de mis habilidades en puntería. Tantos disparos, para qué? Dónde están las víctimas? Misterio! Oigo a distancia los tiros de mis dos compañeros quienes por lo visto siguen batallando; desde luego ellos no disparan con la misma frecuencia con que estuve haciéndolo yo.
Matanza de hipopótamos
Hacia la una de la tarde, percibo el eco de algunos gritos, me parece la voz de Siróni, luego unos disparos más cercanos. Veo a distancia algunos negros corriendo entre las cañas. ¿Qué pasa? El sirviente me advierte: ahí viene un ger. Es un hipo que viene corriendo sobre la orilla a lo largo del río, como buscando un paso para bajarse al mismo. Se acerca en mi dirección. Lo persigue Siróni quien deseando tener el campo libre para poder disparar hace señas y grita que nos apartemos. Pensamos hacerlo, pero ya el bicho se nos acerca demasiado, nos ha visto, ha bajado la cabeza y viene a toda carrera. Le grito yo a Siróni que se aparte él del área de tiro pues voy a tener que echarle bala al hipo antes de que se nos bote encima. Las altas hierbas que hay en este terreno dificultan nuestros movimientos rápidos y la intención de torear al bicho; tenemos que abrirnos paso
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 31 Matanza de hipopótamos
291
con los brazos apartando las cañas, al tiempo que el hipo, gracias a su peso, se abre fácilmente el camino. Pensar en subirme al árbol, donde ya se ha colocado mi sirviente, me parece vergonzoso, además, ya no me queda tiempo. Cuando lo tengo a veinte metros, le meto un tiro entre el ojo y la oreja; el animal se desvía, en lugar de seguir hacia mí, se devuelve en dirección de Siróni. -Menos mal- pienso yo con egoísmo; -a ver ahora cómo se salva el viejo-. Este se queda inmóvil, con el rifle apuntando; cuando le llega la mole a pocos metros le coloca un tiro en la cerviz; el bicho se desploma fulminado a sus pies. Nos abrazamos, le pido a Siróni que le saquemos una foto al animal con nosotros sentados sobre su barriga. Este es uno de los principales recuerdos que conservo en mi colección de cacería africana. Después de la foto, Siróni resuelve cortar un ancho pedazo de piel al animal, para con ella hacer fuetes o curbaschs. Mientras tanto, manda avisar a Dadéa que la jornada ha terminado. Cortar esa gruesa piel, no es cosa fácil. Para hacer penetrar la punta de un afilado cuchillo, hay que darle con una maza. Hacia las tres de la tarde, hemos cortado una plancha de un metro cuadrado, pero es tan pesada que se requiere media docena de hombres para transportarla. Nos dirigimos al pueblo para comer y descansar. Estamos agotados de fuerzas. Yo, que como actor joven de la compañía no hago más que hablar, comentar, preguntar, quiero saber cuál es el balance de la jornada. Pregunto a Siróni: -cuántos hipos ha matado usted, y dónde se hallan?-. Me contesta con un enigmático: -quién sabe-. Me dirijo a Dadéa, y obtengo la misma respuesta. -Señores- les digo, seguramente entre los tiros que yo hice, y los que ustedes hicieron, en conjunto, no hemos gastado menos de dos centenares de cartuchos. Será el único muerto, este hipopótamo que salió afuera del río y que acabamos de desollar?-. Mis compañeros se quedan callados. Me siento mortificado. Les pregunto si es que tienen algo que reprocharme, si es que inconscientemente he cometido algún error durante la jornada. Me contestan que no; que me he manejado tan bien como ellos esperaban. Pero yo no comprendo cuáles son sus planes; no me cabe en la mente cómo de tantos disparos no tengamos más que una víctima palpable. Les propongo mi intención de volver al río, a pesar del cansancio, a
292
ver si logro poniéndole más cuidado matar algún hipopótamo, para no resignarnos a tan penosa derrota; contestan que no; que sería inútil; por lo contrario disponen que nos acostemos tan pronto posible a descansar y nuevamente madrugar mañana pues nos tocará otra dura jornada. Esto me deja triste y desilusionado. El jefe de la tribu nos obsequia el tucul más grande del pueblo; volvemos a tomar algo caliente; luego cada uno se acomoda lo mejor posible sobre el duro terreno, los rifles al lado, mientras los negros se encargan de hacer la guardia afuera durante la noche. Pronto caemos los tres en los brazos de Morfeo y roncamos, como hipopótamos… Con el canto del gallo y de los pájaros nos despertamos a las cinco de la mañana. Siróni se pone de pie y ordena: -muchachos, al río-. -¿Para qué- pienso yo, -para hacer la misma despreciable e inútil comedia de ayer?- Pero le tengo respeto al viejo; me callo y obedezco. Como de costumbre, me les adelanto, voy llegando de primero al Uebi. El sol está aún debajo del horizonte, apenas principian a difundirse los rayos colorados de la aurora. Tan pronto llego a la orilla del río, un grito de asombro, de felicidad, escapa de mi pecho. Allí están, muchos hipos, todo inmóviles, flotando sobre las aguas, evidentemente muertos. Hasta donde llega mi vista, cuento más de dos docenas de cadáveres. Corro hacia mis compañeros que vienen rezagados, para darles la gran noticia. Me contestan: -de qué se asombra usted? Acaso no sabía que los hipos, cuando mueren, se hunden al fondo del río, y que solamente muchas horas después, cuando se les rompe la hiel, vuelven sus cadáveres a emerger sobre la superficie del agua?-. -No, no lo sabía, y al diablo ustedes con sus secretos; por qué no me lo dijeron antes?-. -Pues, para chasquearlo, y ver cómo se manejaba usted entre la duda de un colosal fiasco. Pero ya no es tiempo para charlas. Nos toca una jornada más dura que la de ayer. Nosotros dos, vamos a dar una vuelta hasta el mediodía, en búsqueda de los demás bichos que hayan quedado vivos de la manada, y que durante la noche se hayan fugado del río. A usted le encomendamos el trabajo de organizar cuadrillas de negros para construir una balsa, bajarla al río, ir con ella agarrando cada hipo, remolcarlo a la orilla, amarrarlos allí y principiar el trabajo de cortar las cabezas para recuperar los colmillos de marfil de sus mandíbulas. Pero, ojo con los cocodrilos, que los encontrará usted pululando como moscas, alre-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
dedor de los cadáveres. Cuidado con dejarse coger una mano o un pié fuera de la balsa!-. Dicho y hecho, se fueron los dos, por su propia cuenta. En un principio, la tarea me pareció fácil. De entre los bultos de las provisiones saqué hachas, martillos, clavos, dispuse los negros a que cortaran ramas de los árboles para fabricar una balsa de cuatro metros de largo, por uno y medio de ancho. A las siete de la mañana, la balsa estaba amarrada, clavada y lista para ser echada al agua. Al efecto, hubo que arrastrarla hasta el extremo sur de la represa, donde el río estaba casi seco y donde el paso en pendiente estaba hecho por los hipopótamos. Allí, la orilla era baja, solamente tenía medio metro de agua. Con tres hombres más, provistos de perchas con las cuales empujar la balsa hacia el centro de la represa, nos pusimos a la obra. Llevábamos buena cantidad de lazos, para con ellos amarrar los cuerpos, armado yo con dos rifles, Mauser (pistola), cartuchera y puñal. Listos pues; ordeno a los sirvientes empujar la balsa, con las perchas, hacia la mitad de la represa, donde el agua es bien alta y donde está flotando la mayoría de los cadáveres. No hay corriente que los arrastre. A medida de que adelantamos entre las orillas del río que aquí se separa en forma de V, vemos numerosos cocodrilos que a nuestro paso se asustan, se botan desde las playas, a hundirse bajo el agua. Desaparecen bajo nuestra balsa, quizás a pocos centímetros de distancia bajo nuestros pies. Afortunadamente, son ellos quienes se asustan! Entonces, nosotros seguimos adelante, imperturbables. Para dar el buen ejemplo, me mantengo de pies en la proa de la balsa, con el mosquete horizontalmente entre las manos, listo a disparar. Frente a nosotros, en el horizonte del río, está emergiendo el globo del sol, con sus tintas entre el color amarillo y el rojo sangre, saludado por el canto de las aves y el chillido de los monos en los árboles de las orillas. Adelante, flotan los cuerpos de los hipopótamos muertos, mientras que numerosos cocodrilos, vivísimos, andan de uno al otro lado de la represa, o desde las orillas se botan al agua a medida de que avanzamos. Qué cuadro más glorioso de la naturaleza! El más impresionante que yo haya visto en mi vida! Me siento casi un Tarzán, en una escena prehistórica, antidiluviana. Como para confirmarme tal impresión, uno de los sirvientes deja de empujar con la percha, y señalándome una mancha negra sobre la orilla derecha, me dice: -señor, yáas uén ger (cocodrilo grande como
Sobre tamaño hipopótamo
hipopótamo)-. Analizo la advertencia, y pienso que la comparación no cabe, no entiendo. El cocodrilo es largo y flaco, el hipopótamo es corto y gordo: cómo puede el uno ser grande como el otro? Busco con la mirada entre la maleza, no veo más que esa mancha negra, que presumo sea una roca cubierta de musgo. Empero el sirviente sigue indicándome con la mano en esa misma dirección, y me pide disparar. Caray! Cuando los negros piden al blanco disparar -ellos que tanta práctica tienen con los peligros de la selva-, algo serio debe haber. Sin embargo, yo no veo nada. Al fin, para darle gusto, apunto sobre la roca y hago un tiro. La visión que enseguida se desarrolla ante nuestros ojos es como para ponerle los pelos de punta aún a un viejo cazador. A medida que el bum del disparo retumba por el eco entre una y otra orilla y se repite a distancia, hasta donde nuestra mirada alcanza centenares de saurios asustados por la explosión, desde las playas saltan al agua, al tiempo que la negra roca principia a moverse ella también, da vuelta sobre sí, se contuerce, se desenvuelve, y poco a
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 31 Matanza de hipopótamos
293
poco asume la asquerosa forma de un monstruoso cocodrilo, de diez a doce metros de largo, que arrastrándose lentamente se bota asimismo al río, pocos metros adelante de nuestra balsa. Queda algunos segundos flotando en la superficie, su inmenso cuerpo extendido a lo ancho del río, formando barrera frente de la balsa. Noto que mis sirvientes principian a asustarse; yo mismo necesito evitar que el miedo me domine. Es obvio que si esa inmensa fiera, cuya imagen me recuerda el ictiosauro del Verne en uno de sus romances -tal vez el Viaje al Centro de la Tierra-, se dispone a hacer de nosotros tierno pasto matutino, no tiene más que situarse debajo de la balsa, y emerger para volcarnos al agua, su reino. El peligro es evidente y enorme, pero no puedo ya ordenar marcha atrás. Hay que seguir adelante. Confío mi masculinidad, mi vida, y la de los negros que me acompañan, al plomo de la Winchester, cuyo tamaño me parece ahora liliputiense, ridículamente pequeño, debo vencer al monstruo que nos acecha, cuyas anchas y gruesas escamas son impenetrables… Miro al ojo, hago uno, dos disparos; la fiera se sumerge lentamente bajo el agua, sin golpear la cola, sin hacer remolinos, simplemente, desaparece. ¿Muerta? Nos atacará a traición por debajo de la balsa? Quedamos unos instantes observando con los cinco sentidos el movimiento de las aguas; nada, todo sigue calmo en la superficie. Ordeno, adelante; pasamos sobre el punto donde estaba el inmenso animal: nada nos molesta. A fuerza de empujar la balsa con las perchas, llegamos al cadáver del hipo más cercano. Tiene el cuerpo acribillado de proyectiles; desde algunos agujeros salen burbujas de sangre. Por efecto del calor, y de los gases internos, este organismo al sol se está hinchando como una bola, produce ruido como una máquina bajo presión: es el efecto de la incipiente fermentación. Echo el lazo a una de las dos piernas que está en el aire, y principio el remolque hasta la playa conveniente. Llegados allí, clavamos una estaca en el terreno, dejamos al bicho flotante, amarrado a la estaca; salimos hacia el próximo hipo para repetir la operación del rescate. A veces, vemos cosas raras: un cuerpo que estaba inmóvil en la mitad de la represa, al acercarse nuestra balsa se mueve, de manera inexplicable se aleja hacia una u otra dirección o zigzagueando. Pardieu! estarán resucitando los hipos? No hay tal. Son los cocodrilos que agarrados de alguna herida del muerto lo están arrastrando por su propia cuenta.
294
A veces, al acercarnos a otro cadáver, lo hayamos rodeado de afiladas mandíbulas que emergiendo de entre el agua sucia tratan de chupar la sangre vertiente del bicho, y dado que no se alejan por la llegada de la balsa; tengo que hacerles tiros, para asustarlos, disparando a medio metro de distancia y hacia abajo, con el cañón del rifle apuntando al agua! La misma escena se repite cuando con la balsa remontando a otro cadáver nos acercamos a la orilla para amarrarlo a las estacas; la playa rebosa de saurios; para poner pie en tierra tengo que gastar media docena de tiros para ahuyentarlos algunos metros durante pocos minutos, pues si dejo de disparar cada tanto, enseguida se envalentonan y reaparecen con sus blancas hileras de colmillos riendo en la superficie… Por la tarde, cuando Siróni y Dadéa por fin regresan de su correría, ya tengo veintiséis grandes hipopótamos alineados, flotando, amarrados de las estacas en la orilla. El viejo se declara satisfecho; ordena suspender el trabajo, para ir a descansar pues, la jornada de mañana, anuncia, será tan agotadora como la de hoy. Ellos mataron otros tres bichos, que vagaban entre el monte, de los cuales nada trajeron porque estaban demasiado lejos. En el aire principia a flotar un olor pestilente; de putrefacción, que nos acompaña hasta dentro del propio tucul de Gerro. Comemos; enseguida me voto a dormir, muerto de cansancio. En mi imaginación repaso en revista las incidencias de la jornada: el matutino espectáculo del río rebosante de hipopótamos muertos y flotantes; el cocodrilo grande como un antediluviano ictiosauro; por todas partes veo mandíbulas y afilados dientes de caimán que acechan, husmean, listos para agarrar. Nos levantamos al alba del tercer día; Siróni me dice que mi actuación de ayer, sólo, en el río, estuvo «feríd uái» (en somalí, muy bien); asigna las tareas de hoy. No más recoger cadáveres. Abandonamos todos los restantes. Con los que tenemos amarrados en las estacas, ya hay de sobra para satisfacer la gana de colmillos a cualquiera. Para trasladar hasta Kaitoi las 52 mandíbulas de hipopótamo necesitaremos una docena de camellos. Por lo pronto, tenemos demasiado trabajo en cortar todas estas cabezas, separándolas del cuerpo, sin dejarnos coger las manos por los voraces cocodrilos. Con todas las hachas disponibles nos dedicamos a la tarea, blancos y negros dando hachazos los unos, disparando sobre el río los otros para alejar los saurios atraídos por la sangre y los pedazos de carne que
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
caen al agua. En término medio, la separación de las dos mandíbulas, de cada cabeza de hipo, requiere media hora de trabajo. Tan pronto es cortada una cabeza, damos con las perchas un empujón al cuerpo descabezado, hacia el centro de la represa, donde los caimanes se le agarran al cuello y hacen su fiesta. Cuando llega la noche, solamente tenemos descabezados 19 hipos en total. Estamos exhaustos por la fatiga, nos vemos obligados a prescindir de aprovechar los demás cadáveres. Arrastramos las 38 mandíbulas hasta nuestro tucul, y por falta de espacio, casi tenemos que acostarnos sobre las mismas. Huelen a demonio; el aire es casi irrespirable debido a la putrefacción de esa carne; hay que tomar precauciones porque muchas fieras esta noche atraídas por el olor, quizás vengan en búsqueda de las carroñas. Para mantenerlas lejos de la aldea, dejamos como cebo amarrados a la orilla algunos cuerpos descabezados, así que las hienas, leones y chacales tendrán para comer y pelear entre ellos y con los cocodrilos. Al cuarto día llegan los camellos pedidos a Kaitoi; se dispone la carga para el regreso. Cuando nos ponemos en marcha, el jefe de la tribu nos saluda tristemente; notamos que parte de su gente está disgustada. ¿Por qué? -Pues- contesta Siróni a mi pregunta, -porque los hipos muertos les están resultando tan calamidad como cuando estaban vivos. Para matarlos hubiéramos debido hacerlos salir del río. Antes, les destruían las chambas y el ganado, y para eliminarlos nos llamaron a cazarlos; ahora, tendrán que aguantar varios días de agua y aire pestilente, mientras los demás animales terminan de devorar las carroñas. Todo el pueblo vive del agua de la represa y esta agua será peligrosa de tomar, mientras no llegue con la estación de las lluvias la gran subida de la corriente a ponerla en movimiento y arrastrar los residuos. Alcanzamos por la tarde a Kaitoi; descargamos los camellos, procedemos a sacar fotografías, con mi Kodak de bolsillo, agrupando las 38 mandíbulas en tres hileras (13 unidades de frente), entre ellas los protagonistas de esta historia, y otros dos blancos venidos de Genale para conocer los hechos. Por cuanto sepamos, nunca antes se ha realizado una cacería
en tan grande escala, de hipos, en esta colonia (y es probable que nunca más sea posible repetirla). Nos sentimos orgullosos de la faena realizada por cuanto que toda la colonia hablará de esta aventura. Encuentro a mi monito enfermo, parece que picado por la ghindi (tzé-tzé), sufre la enfermedad del sueño. Espero que el veterinario de Merka sepa curármelo. Antes de despedirnos de Kaitoi quisiéramos proceder a la repartición de los colmillos de hipo, pero ello es imposible. Para quitar los dientes, de las mandíbulas, sin dañarlos, es preciso sepultar bajo tierra las mandíbulas dejándolas macerar algunas semanas; solamente después de tal tratamiento se podrán extraer los colmillos, intactos. Con una enorme cabeza, que pesa más de un quintal (100 Kg.), Siróni piensa hacerse una especie de mesa. Por consiguiente, deja ese esqueleto afuera de la puerta, sin sepultar, para acondicionarlo. La mañana siguiente, ha desaparecido. Pero, una ancha huella sobre el terreno indica por donde fue arrastrada hacia el monte. Siguiendo el rastro, a cuadras de distancia encontramos la cabeza en posesión de una hiena hambrienta que está comiéndose el cuero. Parece casi imposible, que únicamente mediante sus mandíbulas haya podido movilizar este gran peso hasta tal distancia, pero es un hecho evidente. De regreso a Merka, me dedico a revelar e imprimir las fotos de la cacería, teniendo que sacar muchas copias porque de todas partes por radio me piden, hasta de la lejana Bulo Burti. El relato de la expedición y sus extraordinarios resultados corre de boca en boca; y no tardamos en recibir congratulaciones; y por otra parte, una reprimenda escrita, del señor gobernador de la Somalia, quien desde Mogadiscio nos llama la atención sobre determinado reglamento internacional para la conservación de la fauna paquidermo, según el cual, a ningún cazador le está permitido matar más de dos hipos por año, y nunca más de una hembra, so pena de pagar fuertes multas. -Bonito-, comenta Dadéa, -que vaya el señor gobernador a meterse debajo de las piernas de cada hipo vivo, para cerciorarse, antes de matarlo, de si es macho o hembra…-.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 31 Matanza de hipopótamos
295
CAPÍTULO
32
Elefantes y Aigrettes
Mayo de 1.921 Octubre de 1.921
T
otó ha sido picado por la «ghindi» en Kaitoi; su enfermedad amenaza acabarlo en breve plazo; está siempre como durmiendo, al tiempo que de la boca le brota una baba blanca y espumosa, dicen que el período de vida después de haber sido picado por la tzé-tzé es de un par de semanas. Voy al instituto de veterinaria pidiéndole a Manetti que le aplique alguna medicina o inyección al monito, para curarlo; me informa que el específico contra la ghindi está aún por inventar; que inefablemente Totó morirá dentro de pocos días. Efectivamente, está enflaqueciendo, porque nada come, todo el tiempo está durmiendo. Consigo unos higos secos, que se que le gustan muchísimo, con ellos trato estimularle el apetito, colocándoselos a la fuerza entre los labios. Totó me deja hacer, mirándome con ojos tristes, pero tan pronto me alejo, vomita. En la madrugada del día siguiente me despierta, me sorprende, pues arrastrándose y subiendo sobre mi cama, ha venido a saludarme. Me coge la mano derecha, la acerca a su boca, como para lamerla o besarla en demostración de cariño. Tal actitud me complace porque supongo significa mejoría en su salud. Pero en apenas el tiempo para pensarlo, el monito cae muerto. Había venido a despedirse. A consecuencia de haber estado varios días en la zona del Uebi, Dadéa ha tenido fuertes ataques de malaria. Por la tarde, se pone a temblar como una
296
hoja. En los instantes en que no tiene fiebre, comete una tontería imperdonable. Por medio de un sirviente, envía a la esposa del oficial postal un billetico, declarándole su amor y pidiéndole una cita. La señora, sin perder tiempo, le entrega el billete a su marido, haciéndole observar que tan mal amigo es Dadéa. El marido, hace citar a Dadéa donde el capitán residente y en su presencia le plantea el dilema: -usted se va de la colonia en el plazo de quince días, o me veré obligado a denunciarlo a Roma y pedir que se le castigue con la cárcel. Dadéa, que es hombre consciente, reconoce que ha caído en error, que la mejor solución es, salirse de la Somalia cuanto antes. Aprovechando como pretexto las fiebres maláricas, pide ser urgentemente trasladado a otra parte; el almirantazgo le contesta nombrándole para la estación de radio de la legación italiana en Pekín, capital de la China. Y con el primer barco se va mi buen amigo. ¡Cómo cambian las situaciones de la vida, por simples tonterías; un momento de locura, de perder el control de sí mismo, nada más; el más simpático o mejor caballero se transforma en un ser odioso, rechazado y castigado por la sociedad! Dadéa debe haber sufrido mucho, sentirse humillado por la situación en que ha caído, pero, quizás, debido al orgullo personal, hasta el último momento se esforzó para mantenerse alegre en mi presencia, alegando que en
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Pekín tendría oportunidad de hacer vida fantásticamente venturosa y brillante, ya sea con la colonia europea, ya sea con las chinas… Por mi parte, me siento triste con su ida, porque un compañero tan simpático y sociable como él, difícilmente volveré a encontrarlo. Pues, Dadéa era mi superior directo, pero nunca se le ocurrió intentar tratarme cual su dependiente; por el contrario, estimaba mis conocimientos generales y vivíamos los dos casi como hermanos. Ha entrado la época del tangabíl; la estación de las lluvias. Durante este periodo es imposible moverse de Merka hacia el interior; el terreno entre las dunas y Kaitoi, a lo largo del río, está inundado. Para diversión de los blancos en esta época, hay la costumbre de que bajen a la playa, a ver la llegada de los zambucos y de las mercancías que traen. Diariamente entran al puerto docenas de estos sampanes, procedentes del sur, de Mombasa, Zanzíbar, Madagascar o Durban, con destino a Adén, Arabia y puertos del mar Rojo. Están repletos de valiosos productos africanos elaborados por los hábiles trabajadores suahili del sur: esteras de vivaces colores, maderas preciosas, juguetes, estatuas, artículos de tocador en ébano, plata, marfil, dibujados o cincelados en fantásticas formas de monos, elefantes, cocodrilos, e ídolos afro-indios. ¡Qué tan buenos navegantes son los tripulantes de estos zambucos; de raza negra, algún árabe, provistos de una simple vela cuadra hecha de esteras, sin brújula y sin instrumentos, van de un extremo al otro del continente africano, simplemente guiándose por el sol, haciéndose arrastrar viento en popa por los monzones! Termina el tangabíl, principia a soplar el monzón de sudoeste, los zambucos se van; cesan las lluvias. Pronto me será posible volver a salir para cacerías. Con el vapor de bajada, ha llegado el reemplazo de Dadéa, un suboficial de marina, el cabo Coccorese, bastante viejo de edad, napolitano; es la primera vez que sale de Italia; a pesar de ser persona de carácter apacible carga consigo los prejuicios de la disciplina militar, del grado, y otras bobadas que mal pueden tener vigencia en la colonia africana. Tan pronto entra en la estación, se cree obligado a implantar conmigo y con Albanese los reglamentos de los cuarteles de Italia. Albanese se calla y obedece, pero yo que soy ya veterano de África, me rebelo, le declaro que aquí vamos a ser hombres libres e iguales, nada de superioridad y de disciplina militar! El pobre viejo se extraña de que yo esté vistiendo traje civil, en caqui, en vez del uniforme blanco de la
marina; me regaña, me amenaza con el calabozo, pero queda enterado de que aquí no existe tal medio de castigo; tiene que resignarse. Yo me siento indignado por sus pretensiones de disciplina, a pesar de que me da pena por su edad -ya tiene el pelo blanco-, le advierto que si no me deja vivir en paz como un civil y tal como estoy acostumbrado desde Bulo Burti y más tarde con Dadéa, en lugar de prestarle como siempre eficiente servicio en la radio, me volveré una burra, dejando que los aparatos se dañen y quede suspendido el servicio de la estación. Esto le causaría a él regaños desde el almirantazgo por incompetencia y probable traslado a posición inferior. Existe la circunstancia de que Albanese siendo joven recluta no conoce todavía técnicamente los aparatos, sabe usarlos, pero no tiene idea de cómo repararlos; en cuanto al viejo jefe, tampoco los conoce; esto lo descubrí casualmente a raíz de un daño accidental en el vibrador del carrete de Rhumkhorff cuando conversando con él acerca del inconveniente, sus causas, y elementos necesarios para corregirlo, me contestó como si le hubiera hablado en griego, pues desconocía hasta las denominaciones técnicas; además, en lugar de hacerse cargo cual jefe que era, entrar a la estación para dirigir la obra de reparación, se encerró durante dos días en su cuarto, con el pretexto de que sufría un ataque gástrico. Esta escapatoria tenía por objeto esperar a que yo compusiera el daño, sin darme él pruebas adicionales de su ignorancia sobre la materia. Por algo es que los de la «Marconi» hemos sido enviados a Somalia: para ayudar a los ingenieros de la marina que proyectaron e instalaron las eficientes estaciones, en sostener el servicio radiotelegráfico para el gobierno y para el duque, aunque por motivos de escalafón militar tuviere que ser bajo jefes técnicamente incompetentes en comparación con nosotros. Tal impericia no es para extrañar pues en el cuerpo militar suele ocurrir que los jefes que más se agarran a los reglamentos y a la disciplina son precisamente aquellos que poseen menos conocimientos generales o técnicos, menos cultura, no disponen de otros medios para hacerse respetar y servir como jefes… Hecha tal constatación, me volví aún más rebelde; habiéndome además dado cuenta de que mi hombre no entendía una palabra en idioma inglés, ni lograba leer el alfabeto Morse si yo transmitía a fuerte velocidad, me puse a usar el inglés abreviado, y rápido llaveo (transmisión-manipulador) durante las comunicaciones con mis colegas de las estaciones de Mogadiscio, Brava, Mahaddei, Bardera y Bulo Burti,
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 32 Elefantes y aigrettes
297
diciéndoles pestes de este nuevo jefe quien desde su cuarto cerca de la estación podía oír los sonidos en Morse del transmisor que yo estaba operando, pero no lograba descifrar lo que yo decía… Durante las primeras semanas siguientes a su llegada, los dos vivimos esforzándonos para soportarnos recíprocamente; él, aguantando mi altanería, por temor de que yo suspendiera el servicio de la estación, que ni él ni Albanese podían normalizar mientras yo no les enseñara cómo hacerlo; por mi parte, yo le toleraba algunas estupideces, para no complicar más nuestra situación, puesto que al fin y al cabo teníamos que amoldarnos a vivir en común. A continuación, descubrí que el viejo era avaro: mientras que yo gastaba libremente de mi sueldo para satisfacerme los caprichos de golosinas en la comida, artículos para fotografía, buenos cigarrillos, y demás mercancías que era posible hacer llegar desde Mogadiscio o desde Mombasa, según era costumbre entre los coloniales blancos; este recién llegado hacía toda clase de privaciones para ahorrar dinero. Pensé entonces que entrándole por el lado financiero, mediante regalos, me sería fácil comprar de él mi acostumbrada libertad en cuanto a vivir como los
Saliendo de Caza
298
coloniales civiles, sin tener que vestir uniforme militar y saliendo de la estación cuando me diera la gana una vez cumplido el horario de servicio, sin tener que pedir permiso al superior. Al efecto, dispuse que en la cocina se le hicieran diariamente para él platos especiales, sin salsas picantes, que dizque le ocasionaban dolores gástricos, y también le hice servir agua mineral europea, de mi depósito, que me costaba un ojo de la cara; todo esto, sin aumentar el presupuesto mensual establecido para nuestra comida, cargando a mi cuenta la diferencia. El viejo principió a mostrarse complacido, aflojó en sus pretensiones de disciplina militar, toleró que yo vistiera según me diera la gana y me manejara como un empleado civil. Luego principié a hablarle de cacerías, de las fuertes ganancias comerciales que se podía realizar reuniendo grandes cantidades de plumas de «aigrettes» (según había yo aprendido por las conversaciones con Dadéa, Siróni, Manetti y otros) que en Europa se vendían a razón de cinco liras (un dólar) cada hilo; el viejo abría los ojos, al oír que era posible en pocas semanas coleccionar miles de aigrettes y despacharlas por bultos a Europa; pero en cuanto a ofrecerse para acompañarme en cacerías, ni pensarlo; le daba miedo salir del poblado de Merka, no era hombre para enfrentarse a las fieras. Albanese, siendo aún demasiado joven, sufría del mismo complejo. Entonces, jugué otra tentadora carta, ofreciéndole que si me dejaba salir a cacerías, me comprometía a entregarle la mitad del botín. El jefe mordió el anzuelo, me dio permiso para salir en expediciones que no duraran más de una semana; y se quedó esperando ver los resultados, quizás ilusionándose de que podría enriquecerse. No habría soñado así, si hubiera podido leer mis íntimos razonamientos, pues en mis adentros yo pensaba: -que te crees tú, que yo sea tan tonto como para pagar todos los gastos de la expedición y de las municiones, entregarte a ti, sin costo alguno, los frutos de mi audacia en exponer mi vida en la selva, y todo esto, simplemente porque tú, aprovechando tu posición jerárquica de superior consideras lícito, negociar mi libertad, como si yo fuere un esclavo?-. Me propuse pues, que en lugar de entregarle la mitad del producto de la cacería, le entregaría únicamente una pequeña parte, puesto que él no podía saber, controlar, cuántas garzas lograría yo matar entre los pantanos, y cuantos hilos recoger de cada garza.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
La época del año era la más conveniente para este tipo de cacería: la estación de las lluvias había terminado; las aguas principiaban a retirarse de los pantanos, mis informantes indígenas me comunicaban que en el interior había lugares en donde el terreno parecía blanco, tantas eran las gordas y bien desarrolladas garzas que lo cubría (no está por demás advertir que, de garzas blancas, hay varias especies, pero una determinada por el color de su pico y patas, es la que produce los hilos o plumas denominados aigrettes). Como veterano de África, organicé mi primera expedición llevándome a Saíd de recipiente y guíaintérprete para obtener informaciones hablando con los beduinos que tropezamos en el monte; y un par de portadores a espaldas, en lugar que mula o camello, para la relativamente liviana carga de la tienda, vituallas y municiones. El transporte animal es más engorroso y exigente, menos flexible que el humano. Adquirí de otro blanco de Merka -el viejo funcionario Gandolfi venido a reemplazar el jefe de la oficina de correos quien con su señora regresó a Italia-, un buen rifle belga marca Hammerless, de dos cañones, calibre 12, especialmente adecuado para el tiro a las garzas usando plomitos de unos 3 milímetros de diámetro. Preparé centenares de cartuchos, inclusive las armas de mayor calibre que forzosamente hay que llevar en estas circunstancias como precaución en caso de involuntariamente encontrarse con algún libah, elefante u otras fieras por el estilo. Mi propósito era el de hacer la cacería científicamente limitada a los aigrettes, evitando gastar tiempo y tiros en otra fauna de menor rendimiento pecuniario. Los peligros más comunes que tendría que enfrentar serían las fiebres maláricas, de las cuales mi salud estaba todavía inmune hasta el momento, y los eventuales cocodrilos que se me presentaran entre los pies durante el recorrido en el agua, a través de los charcos y lagunas. Salí en dirección de Goluín, cerca de Gerro. Durante el primer día me mantengo en la zona medio seca, donde algún beduino está pastando ganado entre el cual medio escondidas se apacentan algunas garzas. Sobre el ganado, picotean unos pajaritos que les comen las garrapatas, pero que cual si fueren centinelas son los primeros en asustarse cuando me acerco; con su vuelo provocan la salida de las garzas; hay que disparar con tino, para no hacer blanco en el ganado, y mucho menos en el beduino. Hasta por la tarde, logro solamente tumbar media docena de garzas.
En los días siguientes aumento el rendimiento, tumbando treinta o más aves diariamente, de las cuales, obtengo de cada una en promedio una docena de largos hilos. Los aigrettes más preciados son aquellos cuya longitud alcanza los 40 centímetros. Las modalidades de esta cacería son: las garzasaigrettes africanas, que los estudios denominan de la familia del airón blanco, durante la época en que tienen bien desarrollados los hilos, acostumbran vivir apartadas alguna cuadra una de otra; esto es tan sabido, que los cazadores experimentados, si ven algunas garzas reunidas, evitan tumbarlas pues, de hacerlo, inevitablemente hallarían que todavía «no están maduras», no tienen aún, o ya no tienen por haberlos perdido, los codiciados hilos blancos, pegados sobre la espalda entre las dos alas, que despuntan afuera de la cola como un penacho. Estas garzas solitarias, se posan durante el día al sol entre los charcos, sobre cañas afuera del agua desde donde, simplemente bajando el largo cuello logran agarrar algún pescadito o insecto acuático. Cuando se hace un tiro sobre una garza, las demás que se hallen en la cercanía levantan vuelo, se alejan varias cuadras antes de volver a posarse sobre el terreno, siempre manteniéndose separadas entre sí. Su vuelo es relativamente lento y bajo, algo parecido al de los gavilanes; es posible tumbarlas al vuelo. Sin embargo el cazador veterano prefiere disparar sobre la garza cuando está inmóvil sobre el terreno pues así cada tiro es más fácil que corresponda a una víctima, y que ésta no logre alejarse, solamente herida. Para ello, el cazador tiene que haber previamente aprendido el arte de acercársele al ave hasta unos 30 metros, sin que aquella tome el vuelo. Desde luego, el animal ve al cazador cuando éste se halla todavía a mayor distancia, y lo observa, mientras se le va acercando. La malicia del cazador consiste en engañar al ave, a fin de que esta no se asuste y no se vaya prematuramente. El primer ardid consiste en esconder el rifle detrás de las espaldas. No sé si es porque los rayos del sol brillando sobre los cañones del arma producen reflejos, o si es porque las aves, por instinto le temen al rifle; lo cierto es que cada vez que ensayo a avanzar llevando el rifle al hombro, o adelante entre las manos, el volátil se echa al vuelo cuando todavía está lejos de mi alcance de tiro. La otra malicia para podérsele acercar lo suficiente, consiste en no caminar directamente en su dirección, pues también en este caso, el airón se va cuando me encuentro todavía a cien metros de distancia.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 32 Elefantes y aigrettes
299
En cambio, tal como lo he aprendido por los indígenas, aplico la estratagema de acercármele caminando de lado, sobre una recta imaginaria que en lugar de ir exactamente en dirección al animal, termine paralelamente o tangente al mismo a unos treinta metros de distancia en el punto más vecino al mismo. Para tal efecto, tengo que caminar llevando una pierna hacia delante, y la otra hacia el lado, con el cuerpo y la cara orientados hacia el frente, pero con la cola del ojo observando el ave a la que me voy acercando. Y mientras tanto, no dejo de observar también, que no haya cocodrilos en mi camino, entre las cañas. A veces me toca andar con el agua hasta el pecho, llevando las municiones dentro del casco, para no mojarlas, y el rifle paralelo apoyado sobre el cuello. Saíd me sigue a distancia, con la Winchester y la Mauser. Otras veces, de entre las cañas, salen miríadas de mosquitos, que en forma de nube se lanzan sobre mi cara, atacándola por todos lados; pero es forzoso seguir adelante sin hacer movimientos rápidos o anormales pues si la garza me está observando podría asustarse y tomar la de Villadiego antes de tiempo. Ya la tengo a distancia de tiro, me agacho detrás de unas cañas, lentamente voy colocando el rifle en posición, apunto, al mismo tiempo que me levanto. Puum! Mi garza ha caído en el agua, está tratando de volar pero sus alas ya no le sirven. Mientras acá y allá otras aves se levantan y toman vuelo alejándose, corro hacia la víctima, porque si se queda mucho tiempo debatiéndose sobre el agua alcanzan a mojarse o ensuciarse los preciosos hilos; mientras tanto, observo en cuáles direcciones van a bajar las otras aves, para de antemano saber a dónde tengo que dirigirme para el próximo tiro. Allí está el pobre airón, con su largo pico amarillo y piernas palmípedas, tratando de defenderse. Lo agarro por las alas, lo aprisiono bajo el brazo, tirándolas una por una lo voy despojado de sus plumas, que coloco en una bolsa en forma de tubo, que llevo suspendida al cuello. Cuando el tubo está lleno se lo paso a Saíd, y este a otro siervo que tiene orden de mantenerse a distancia fuera de las aguas. Doy un tiro al cuello del pobre animal, para abreviar su agonía, y reanudó la marcha hacia el próximo, siempre entre cañas y pantanos. Siendo de color inmaculadamente blancos, se ven a distancia, sobre el fondo verde o amarillo de las hierbas o los pantanos. Y alcanzo a distinguir otra garza. Se halla tranquilamente de pie sobre una gruesa caña que emerge del
300
agua. Por efecto de la brisita, alcanzo a ver sus largos hilos que salen de la cola, flotando en el aire. De repente, cuando todavía estoy a 50 metros de distancia, a pesar de los acostumbrados artificios para acercármele, el animal levanta vuelo asustado, gragea, me deja con un tanto de narices. ¿Qué pasa? Al mismo tiempo oigo otro ruido, como enjuague de aguas, y el fiel Saíd que me seguía a 20 metros de distancia me grita: -cuidado, yaass-! Era un cocodrilo que estaba apostándose para agarrar al ave por las piernas y que al acercármele se asustó, precipitándose al charco, a su vez que asustando al distraído airón que se ha ido. Para precaución, golpeo violentamente el agua con las piernas haciendo ruido, mientras que Saíd se me acerca y mantiene la Winchester de gruesa bala apuntada hacia abajo. El agua es sucia, terrosa, sin transparencia, a través de ella no se ve a medio metro de distancia. El cocodrilo, si quisiera, bien podría acercárseme sin ser visto, morderme en las piernas. Afortunadamente, no lo hace. Cumpliendo el itinerario previsto, por la noche llego a un pueblecito de pastores indígenas; allí, entre sus tucules, hago levantar nuestra tienda; después de haber comido con hambre y sed leonina, me acuesto tranquilamente sobre la piel de antílope tendida en el suelo. No les tengo ya miedo a los beduinos; por el contrario, ellos son quienes están impresionados por la llegada del «sarcal», jefe blanco en su territorio. Para sellar mi amistad, el jefe de la cabila me trae leche cuajada, y una especie de arepa hecha con harina de dura; yo le correspondo regalándole un par de collares de vidrio que traigo expresamente desde Merka para estos casos. Regalo la leche y la arepa, cuyo mero olor a humo me da asco, a los sirvientes; en cambio hago que me consigan huevos de gallina pues, estos, por salvaje que sea el animal, salen del orificio ya desinfectados merced a la concha protectora, como los huevos de cualquier gallina civilizada… A la semana de vagabundear así por los llanos de la región, estando por agotárseme las provisiones, emprendo el regreso a Merka, llevando como botín unos 2.000 hilos de aigrettes; antes de llegar, escondo la mayoría de éstos en el bulto de mi ropa sucia, dejando por fuera unos 400, para repartírnoslos mitad cada uno con el jefe de la estación. Para mayor contento de Coccorese, durante el camino tumbo un par de gacelitas y una docena de gallinas faraonas, con cuyo agasajo podrá comer cuanto caldo necesite por unos días, de la mejor calidad de carne conseguible
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
en Somalia. Para el transporte de estas piezas tengo que contratar otros dos indígenas. Tan pronto llego, el viejo sale presuroso a encontrarme y oír el relato del resultado de mi expedición. Me agradece las faraonas y los dig-digs, pero más interesado está en ver los aigrettes, que por primera vez en su vida va a poseer. Saco la bolsa preparada con los 400 hilos; como si con ella estuviera pagando el precio de mi rescate, abro el paquete y extiendo el botín sobre la mesa. Coccorese coge los hilos codiciosamente, los cuenta, divide el manojo por mitad, reservándose para sí los hilos más largos porque él es el jefe, y me entrega el resto, con los hilos más cortos y de menor valor. Yo observo callado; en mi ánimo pienso: viejo pillo, me crees idiota hasta el punto de tener tú el derecho de escoger y reservar para ti lo mejor, del fruto de esta mi arriesgada cacería desafiando selvas, caimanes, insolación, mosquitos, malaria y toda clase de privaciones… Pero, el idiota eres tú, porque el grueso de la cosecha, los mejores hilos, ya los tengo escogidos y separados en otra maleta… Uno tiene que ser generoso, pero no imbécil… El mes siguiente, organizo otra expedición; esta vez con el propósito de quedarme unos quince días en el monte. Ya no tengo ahora que implorarle el permiso al jefe, sino que él mismo es quien con frecuencia me pregunta: -Amore, cuándo vuelve a cazar aigrettes?-, instándome a salir antes de que termine la época adecuada. Con los 200 hilos que le di, ha sacado casi un millar de liras de provecho, pues él no contribuye para nada en mis gastos, todo lo toma gratis; de manera que ganar 1.000 liras, dos veces su sueldo, sin exponer un céntimo de capital y sin arriesgar el pellejo, constituye para él una lotería… Me propongo pasar por Bulomererta y, si el tiempo me alcanza, acercarme a Brava, en búsqueda de elefantes, que por el sur abundan. Quisiera lograr adueñarme de un par de colmillos que me producirían de cinco a diez mil liras cada uno según el tamaño; pero de esto, nada dijo el jefe, ni le dejo comprender que entre mis preparativos y municiones está prevista la cacería al elefante. Solamente Saíd conoce mi secreto. Antes de salir, recibo una curiosa carta de mamá, en contestación a mi correspondencia anterior con la cual le envío fotos de la cacería de hipopótamos y otras aventuras africanas. Mamá me dice que está admirada de ver cómo estoy metiéndome a luchar, con bestias tan grandes y feroces; me recomienda tener el máximo cuidado; pero termina di-
ciendo que después de todo tiene confianza de que me será fácil pelear con las fieras africanas, con menos peligro que si lo hiciera con las que se han presentado en Italia, más salvajes y más numerosas que aquí los cocodrilos. Se refiere a los revoltosos comunistas, que en esta época, hacen de las suyas en ese país, provocando revolución y guerra civil. Contrariamente a lo que suponía, por el camino a Bulomererta encuentro más cantidad de garzas de cuánto esperaba; teniendo tanto botín a la vista me veo forzado a demorar mi marcha hacia el sur. Nada extraordinario que relatar durante el transcurso de los primeros cuatro días. Las mismas interesantes emociones, los mismos peligros y privaciones, a los que me enfrento con entusiasmo en vista de la gran cantidad de hilos que logro acumular. Pienso que si logro llevar a cabo otra media docena de expediciones, de veras me volveré casi rico. Lo importante es seguir teniendo buena suerte y que la malaria no haga presa de mi organismo. Hasta ahora, a pesar de las jornadas transcurridas entre charcos y mosquitos, no obstante las fuertes sudadas por las largas exposiciones al sol ecuatorial con el cuerpo y los vestidos mojados hasta el pecho, mi salud sigue siendo de hierro y nunca asoma el cansancio. La edad de 21 años y la constitución alpino-marina me defiendan, me siento fuerte como un roble. Al terminar la semana, llegó a Bulomererta, pueblo indígena de 10.000 almas, libertos de la raza Goluin, que viven bajo las órdenes del sultán Ahmed Abubaker Jusuf, un negro de 50 años de edad, de carácter bueno e inteligente, a quien nuestro gobierno de Mogadiscio concede las prerrogativas que merecen los jefes indígenas sumisos y respetuosos de las leyes coloniales italianas. Ya sabía de antemano que el encuentro con este señor debía verificarse con un protocolario ceremonial que al mismo tiempo que serviría para hacer evidente a sus súbditos el gran cariño y apoyo que le presta el gobierno, me facilitaría la momentánea elevación a personaje de gran importancia, conveniente para mis planes, para asegurarme el respeto y obediencia de los indígenas de su territorio. Al efecto, había previsto llevar conmigo una cantidad de regalos de cuantía mayor que de costumbre, inclusive un reloj, un par de juegos de naipes, y paquetes de caramelos, además de los acostumbrados collares de vidrio y futas de algodón. Un par de horas antes de llegar a Bulomererta, despaché adelante a Saíd, con el encargo de avisarle que un «sarcal blanco» y de «cabeza grande» iba a
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 32 Elefantes y aigrettes
301
llegar de paso por su territorio, llevándole buena cantidad de regalos y pidiéndole hospitalidad. Dentro de mis proyectos esta el obtener que el sultán organice para mí una cacería al elefante y me preste gente suya de confianza, especializada en la batida: descubrir al «marodi». Saíd me alcanza de regreso cuando todavía estoy a media hora para llegar a Bulomererta, me trae el mensaje de bienvenida del sultán y me asegura que ya se ha dispuesto para reservarme un espacioso y limpio tucul donde podré alojarme cómodamente y con toda confianza puesto que queda dentro del recinto de habitaciones del propio sultán. Cuando llego frente a la zeríba que rodea el pueblo, Abubaker Jusuf en persona me hace el honor de recibirme con un interminable rosario de salaam alíkum y uafáidas, presentándome a los jefes y notables, sus dependientes. A mi turno, con toda la prosopopeya que pueda darse un gran sarcal blanco, correspondo dignamente a sus saludos y venias, preguntándole con todo el interés que es de rigor: -cómo están sus vacas, cómo están sus camellos, cómo están sus muros, cómo están sus gallinas, cómo están los campos de dura, y por último: cómo están sus mujeres-; todo lo cual él responde a cada pregunta con el respectivo «feríd uái» (muy bien). Me inquiere qué mensaje le traigo del gobernador de Mogadiscio su querido amigo; yo que en realidad no traigo ninguno, le contesto que el sarcal de la capital le envía por mi conducto mil bendiciones, y una carabina que le entrego. Todo lo recibe con aparente júbilo y me acompaña hasta mi real tucul donde encuentro el donativo de pragmática, consistente en una cabrita, vasos de leche y de miel, huevos, frutas y otros comestibles, además de un par de jóvenes «gheber» o muchachas que tendrán el delicado encargo de atender a la limpieza del local y de mi vestuario. Me instalo; hago salir a las gheber; me visto elegantemente de blanco, quitándome la ropa caqui; proveo que mis hombres queden decentemente instalados en otros tucul cercanos; luego salgo para ir a rendir la visita al sultán en su propio palacio, llevando conmigo los demás regalos que le tengo destinados. El susodicho palacio no es otra cosa que un rancho de paja, de tamaño mayor que los demás, amoblado con un par de asientos y una mesa de factura europea; las paredes de barro y estiércol de camello, forradas con hojas de periódicos ilustrados en colores, también europeos, y en el suelo, unas cuantas pieles de ganado, sirviendo de tapetes.
302
Le presento mis dones; uno por uno son recibidos con repetidas y largas exclamaciones de Aláh, especialmente cuando le entrego el reloj y el juego de naipes, ambas cosas desconocidas por él. Me invita, y yo me comprometo, a que después del almuerzo volveré a visitarlo, para explicarle el manejo de esos artículos. Así lo hago por la tarde, sentándome democráticamente con él a los rayos del sol, en el suelo del patio, y principio a hablar sin descanso, usando todo el idioma somalí aprendido hasta hoy, para explicarle la lectura del reloj, y el sencillo juego de la «escoba», con los naipes. Dentro de su natural ignorancia, demuestra interés e inteligencia que me animan para no desmayar en tan difícil empeño. Además, tengo que obtener su visto bueno para la cacería del marodi, y para ello me conviene abundar en buena voluntad con él. Tengo seca la garganta de tanto hablar, me hago servir cocos frescos, que el propio sultán se molesta prepararme abriéndole el agujero con su machete y pasándomelo luego para tragarme yo el agua fresca y sabrosa que contienen. Antes de despedirme por la noche, inicio mi perorata pidiendo su colaboración para la cacería del marodi, a lo cual me contesta que hará lo posible para contentarme y me dirá mañana, después de consultar con su gente, si ello es posible en la actualidad. Le dejo entender que si accede a mi deseo y me presta buena gente con la cual me sea fácil conseguir resultados, estoy dispuesto a darle un backschisch de un centenar de rupias; este dato parece de su agrado. Me acuesto tranquilamente en mi tucul, confiando en que quizás mañana mismo, o a más tardar pasado mañana me será posible gozar la nueva emoción de enfrentarme con el elefante. En altas horas de la noche, precisamente a las dos de la mañana, me despierta algo insólito, un bullicio raro, de gentío, de voces que murmuran, que gritan, de personas que pasan corriendo cerca de mi tucul. Los perros aúllan, la gritería aumenta, como si todo el pueblo se estuviera levantando en rebelión. No me queda duda: el sultán, o su gente, me han traicionado ofreciéndome una falsa hospitalidad; van a aprovechar la circunstancia de hallarse éste blanco sólo, inerme, para atacarme, asesinarme bárbaramente a golpes de lanza y de biláo. Entre la oscuridad tremenda de la noche, oigo gritos incomprensibles para mí; me imagino que están rodeándome, esperando a ver si abro la puerta, para atacarme con sus armas. Efectivamente, quisiera salir, para reunirme con Saíd y mis portado-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
res para con ellos organizar nuestra defensa, pero me abstengo de hacerlo pensando que ya ellos deben haber sido circundados y desarmados. Agarro mis dos inseparables Mausers y me arrincono detrás los bultos de mi caravana, esperando el ataque, resuelto a vender cara mi vida. Y pensar que he cometido la fatal estupidez de yo mismo regalarle una carabina con sus respectivos proyectiles! Me atacarán con esas balas, y con las flechas y lanzas; o para obligarme a salir me incendiarán el tucul? Paso los primeros minutos arrodillado detrás de la trinchera de bultos, sin que nada nuevo ocurra; afuera continúa el bochinche. En la oscuridad vuelvo la mirada a todas partes en mi alrededor, no veo nada. Solamente la fosforescencia de mi reloj, que marca las dos y cuarto. Me refriego a los ojos para convencerme de que no estoy soñando una pesadilla; no, estoy realmente despierto, y fuera del tucul hay clamores y gritos. Transcurre así otro cuarto de hora, sin que cambie mi situación; luego, poco a poco, el vocerío se va alejando, se calma. De vez en cuando algunos gritos más fuertes, seguidos de quietud; entre las tres y tres y media de la noche escucho el silencio normal; a lo lejos, los acostumbrados rugidos de la selva. Vuelvo a acostarme, tratando de prestar oído a cuanto ocurre; tengo las dos Mausers empuñadas en las manos. Me despierto cuando el sol está ya alto, es Saíd fuera de la puerta quien me da el acostumbrado «buon giorno» y me pregunta que tal noche. Convencido de que estando Saíd tranquilamente llamándome a la puerta, ya no puede haber peligro, le abro, y le pregunto qué diablos fue lo que pasó anoche. Me informa que ha sucedido una cosa muy rara: que estando el cielo sereno y libre de nubes, la luna se ocultó improvisamente; que habiendo los centinelas dado la alarma, el pueblo se alborotó y atribuyó eso a mis influencias maléficas de djin; que querían despertarme para obligarme a que hiciera volver la luna, pero que la autoridad del sultán se había impuesto sobre su gente, logrando que no me molestaran. Que él también, en un principio había pasado su susto y no había salido de su tucul, por temor de que lo agredieran. Caramba! pienso yo, recordando que hacía algunas semanas había leído en las efemérides la información de que habría un eclipse total de luna; que bruto en no haberme recordado a tiempo de este fenómeno; habría podido explotarlo anunciándoselo al sultán y a su gente, como un profeta, para que vieran la fuerza de brujería de este sarcal!
De corbata para la cacería
Voy a visitar al sultán, le agradezco que con su intervención me haya evitado molestias; él ya sabe que el eclipse es un prodigio de la naturaleza, aunque no conoce la denominación técnica ni su explicación. Se me ocurre explicarle cómo ocurre el fenómeno: de repente me hallo enfrascado en la más difícil de las clases entre la inmensa astronomía y la pequeña cantidad de vocablos somalíes de que dispongo para hacerme entender. Pido que haga traer varios cocos de diferente tamaño, y escojo: el más grande, para representar el sol; otro, la tierra; otro, más pequeño, la luna! Y me pongo ardorosamente a colocar los cocos en las respectivas posiciones para demostrar como se produce el eclipse. Después de un par de horas de repetir la misma posición y viajes de los cocos, Abubaker Jusui se declara satisfecho, llama sus notables y se pone a repetirles a su manera mi lección de cosmografía con los cocos. Cuando todos manifiestan haber entendido, lo cual en mis adentro me permito dudar, el sultán despacha su séquito, y olvidándose de
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 32 Elefantes y aigrettes
303
mi proyectada cacería al marodi me invita a permanecer unos cuantos días más en su mansión, para darle nuevas clases sobre los naipes, el sol y la luna! Por cuanto conmovido que pueda dejarme tal invitación, no me es posible acceder; tengo fuerte deseo de volver a reconquistar mi libertad en el monte, lejos de la muchedumbre negra, y además deseo realizar mi sueño de cazar al marodi. Con mucha pena, el sultán conviene en dejarme salir mañana, prestándome los guías y portadores para el encuentro con el elefante. Salimos temprano en la madrugada; he dejado en Bulomererta el Hammerless para los aigrettes, llevando conmigo el indispensable Express de dos golpes, calibre 450. Para disparar este rifle sin dislocarme la espalda por su fuerte golpe de coz en retroceso, llevo un adecuado cojinete sobre el cual apoyar el arma en la espalda al momento del tiro. Caminamos toda la mañana, entrando en alta selva boscosa; por la tarde principiamos a ver en el terreno las enormes huellas que señalan el paso del paquidermo. Atravesamos una especie de verde túnel en la espesa vegetación; este camino -me explica el guía-, ha sido hecho por el marodi. Llegamos frente de una laguna. Tenemos que apostarnos; posiblemente el elefante venga a beber allí a la hora del ocaso. Nos escondemos detrás de un grupo de perfumadas acacias llenas de espinas. Los mosquitos, hechos valientes por nuestra inmovilidad, nos asaltan vorazmente. Pasada la media hora, el guía, quien se había alejado, vuelve arrastrándose cuidadosamente hacia mí e indicando con la mano me susurra al oído: marodi! Miro en la dirección señalada, a dos cuadras de distancia, del otro lado de la laguna, veo una masa oscura que se perfila entre las acacias, avanzando despacio mientras con su trompa levantada recoge tiernas ramas de los árboles, pastando. Está todavía demasiado lejos para un golpe certero. Moviéndose con un balanceo lento y majestuoso, como si fuere un barco anclado en alta mar, agita sus enormes orejas, abanicándose. De repente, vuelve la cabeza en nuestra dirección, levanta la trompa aspirando el aire como husmeando algo insólito, lanza un fuerte berrido, y devolviéndose hacia el monte, se aleja al trote, desapareciendo en la floresta. -Viento malo-, comenta el guía; comprendo que el animal, favorecido por la brisa que viene de nuestra espalda, ha olido nuestra presencia y se ha alejado. Por hoy, nada más que hacer, sino retirarnos prudentemente en búsqueda de un lugar donde pernoctar. Lle-
304
gados al sitio escogido por el guía, encendemos una hoguera, disponemos la vigilancia, y después de una frugal comida me acuesto al lado de Saíd, bajo mi tienda de campaña. Al día siguiente hacemos la segunda tentativa; cruzamos frecuentes huellas del bicho; alcanzamos una vez hasta oír el ruido del animal que se aleja en la floresta a distancia, sin haberlo visto; todas nuestras tentativas para acercarnos al proboscidio fracasan. Por la tarde, preocupado y de mal humor, resuelvo suspender la búsqueda, regresando a Bulomererta, adonde llegamos a la medianoche. Por la mañana me levanto, voy donde el sultán a despedirme, sin dejarle las prometidas rupias puesto que la cacería ha fracasado, pero dándole el acostumbrado backschisch a los guías; tomo el camino de regreso a Merka, dedicándome de nuevo totalmente a las garzas. Al cuarto día, llego a destino, con casi diez mil hilos de aigrettes; un bulto enorme. Esta vez se me hace más difícil hacerle el juego de esconder el botín al viejo jefe; para lograrlo, tomo mis precauciones, dejando afuera un millar de hilos para presentárselos como producto de mis andanzas y repartirlo con él. Esta vez también, queda engañado; se declara satisfecho, y me devuelve la mitad de los hilos menos valiosos. Infortunadamente, un par de días después sucede la tragedia. Para secar bien mis hilos, aquellos millares cuya existencia él no conoce, los extendí ventilándolos en mi cuarto que por consiguiente aparece revestido de blancas y largas plumas. Casualmente, el jefe ha venido hacia mi cuarto, sin que yo me diera cuenta, y acaba de entrar. Al ver esa exposición, al constatar que poseo una gran cantidad de aigrettes, me pregunta de dónde he sacado esas maravillas. Sorprendido, no hallando otra excusa, influenciado por el orgullo del cazador, me hago fuerte de mi derecho y le contesto claramente que son el producto de mis cacerías. ¿Entonces -me pregunta-, las que usted me dio para que nos repartiéramos no eran todas? -Claro que no- le replico, -pues mal podía yo ir a arriesgar mi pellejo y gastar plata, para darle a usted la mitad del producido-. Peleamos seriamente, me anuncia que no me dejará más ir a cacerías y que en cuanto a salir del terreno de la estación, me prohíbe hacerlo, si no me pongo el uniforme militar. En un principio quisiera no darle gusto, pero habiendo consultado con algunos de los civiles y militares blancos de Merka, estos, aunque censurando
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
los caprichos del jefe, me aconsejan no extremar las cosas, pues el viejo podría acusarme de rebelión, que bajo el punto de vista de la disciplina militar podría acarrearme complicaciones. Que mientras no vuelva a hacer las paces, o nuevamente conquistarme al superior, no me quedan sino dos alternativas: vestir la divisa de militar, para poder salir del territorio de la estación durante las horas libres del servicio; o seguir vistiendo de civil, pero sin salir de la estación. Opto por lo último, por dos razones: primera, que mi estadía en Merka no será ya por más de tres o cuatro meses, pues el período de mi servicio militar está próximo a terminar, espero regresar pronto a Italia. Segunda: yo también tengo mis caprichos, deseo, dentro de los límites de la disciplina, no darle gusto al jefe; no saliendo del recinto de la estación, los compañeros blancos de Merka se darán cuenta de mi reclusión, y como quiera que me estiman bastante, criticarán al viejo, lo presionarán para que desista de aquella orden tan fuera de lugar en este rincón africano. Además, hace ya tiempo que los uniformes de marinero los regalé a mis sirvientes negros; no me queda fácil aquí conseguir la misma tela blanca, cuello azul, corbata negra, cachucha, sastre para que me los haga; ni tengo ganas de gastar dinero en eso, puesto que pronto regresaré a mi profesión de oficial de la Marconi. Efectivamente, los amigos de Merka, vienen frecuentemente en grupo a visitarme en la estación, pero el viejo no cede una coma en su orden disciplinaria, ni yo en mi resolución de no obedecerle en lo que considero una vil tontería, un abuso de autoridad. Mientras tanto, para vengarme, le presento a fines del mes la cuenta del agua de Vichy y de los platos cocinados expresamente para él. Estos gastos, hasta ahora los había yo cargado a la cuenta común de los tres, aunque son realmente personales del viejo. Este chilla, pero no le queda más remedio sino pagar y quedarse castigado en su avara bolsa. En cuanto al joven Albanese, se halla metido entre dos fuegos: por una parte quisiera ser mi compañero e imitarme quedándose él también en la estación sin vestir la divisa militar, por otro lado, siendo que él se ha inscrito en el servicio militar para hacer carrera, le teme a una mala nota del jefe; por consiguiente le obedece, dejándome solo. Tomo nota de esto también y le retiro mis afectos a Albanese, diciéndole orgullosamente que más vale ser macho y solo, que acompañado por una pila de cretinos (en la marina militar se les apoda despreciativamente CREtinos a los marineros y
suboficiales de carrera del Cuerpo de Reali Equipaggi o C.R.E.; -equipaggi, significa tripulantes-). Transcurren así las semanas, y los meses, manteniéndome yo voluntariamente recluido dentro del terreno de la estación, pero vistiendo traje civil tipo caqui colonial. Una especie de resistencia pasiva… Mientras tanto voy preparando mis cosas para cuando llegue la orden de mi regreso a Italia, cuyas gestiones estoy adelantando. En diferentes partidas, he vendido más de la mitad de los aigrettes de las cacerías, recibiendo en pago varios miles de liras; de estas, remeso buena cantidad a mi mamá; el saldo me lo guardo para pagar mis gastos extras y como reserva. La otra mitad de los aigrettes, junto con varias pieles de leopardo y de león, de pitones, un quintal de colmillos de hipopótamo, algunas pieles de digdig, un billáo con mango de marfil y plata, un juego de armas somalíes: escudo, lanza, flechas, y varios otros artículos de factura africana, pienso llevarlos a mi casa, donde mamá, en parte para venderlos allá, y el resto para guardar como recuerdos. Algunos de estos artículos aparecen en las fotos que tengo con Albanese, y Coccorese, que hice con ellos antes de la pelea, pero lo cierto es que esas pieles y escudos, etc. son los míos, que para la ocasión presté para adornar las fotos que les iba sacando, para ellos enviarlas a sus casas… De un carpintero negro del lugar, me hago construir un baúl-cajón rudimentario, pero adecuado para el transporte de aquellos artículos hasta Italia (este baúl, así como una cesta de mimbre tipo marino, forrado con lona pintada color gris, con cierre mediante gruesa varilla de cobre y dos candados, todavía lo conservo en esta fecha en que escribo, año 1944, en la casa de la carrera 16A # 46-18 de Bogotá, junto con otros recuerdos de África). Entre estos preparativos, la toma de fotografías (masáuras) y arreglo de álbumes, invierto el tiempo; me acompaña fiel y respetuoso el sirviente Saíd, y juguetones, un joven leopardo y otro mono de raza capuchina, los cuales pienso también llevar a Italia. A fines de diciembre, la radio de Mogadiscio nos dirige al viejo y a mí un mensaje ordenando tenerme listo para embarcar sobre el vapor Porto de Savona, para regresar a Italia. En Mogadiscio embarcan también mis otros compañeros de la expedición quienes así mismo están por terminar su tiempo de servicio militar. A principios de Enero, cuando llega el barco que va a llevarme hacia la libertad: a Italia, donde volveré a
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 32 Elefantes y aigrettes
305
vivir como oficial de la marina mercante; el viejo jefe de la radio de Merka se halla encerrado en su cuarto, quizás esperando que yo vaya a despedirme de él. Sin embargo, por conducto de Albanese me ha hecho saber previamente que para ir a bordo, siempre tendré que vestir el uniforme militar. Pero yo no acepto la oferta de endosar prestado un uniforme de Albanese; insisto en que saldré en traje civil, que esto nadie me lo podrá impedir. Cuando el barco, en una mañana radiante de sol se acerca y fondea en la playa, ordeno a los sirvientes llevarse mi equipaje, y me voy detrás de ellos, solo, feliz, orgulloso, sin despedirme de ningún blanco de Merka; mucho menos del viejo, y de Albanese quienes -supongo- observando desde detrás de las ventanas de sus piezas, deben estar sufriendo de celo y de rabia al ver que este testarudo de Amore, al fin y al cabo ha ganado la apuesta y se va, afortunado él, para siempre de África, aunque sin despedirse de nadie, en acto de desprecio, teniendo ya su libertad al alcance de manos. Doy un abrazo al fiel Saíd deseándole buena suerte, varias rupias de backschisch a los demás sirvientes, y agarrándome con agilidad de marino de la escalera de cuerda colgada fuera de borda (la buscaggina)
306
subo en la cubierta del Puerto di Savona, que enseguida, terminadas las operaciones de cargue levanta anclas y se va. Al día siguiente, en Mogadiscio, nos abrazamos con De Luca, Bertone, Binello, Maj y Mazzoni quienes también regresan a Italia. Adiós África; me voy feliz de volver a vivir como civil en Europa, dejando sin embargo un poco de corazón en este continente donde las fieras -tal como lo sentenció mamá en su famosa carta-, no son tan animales como los hombres blancos. Llevaré conmigo estos recuerdos de cacerías, y mucha nostalgia de esta vida venturosa transcurrida entre tus salvajes pero acogedoras selvas, a sabiendas de que nunca más volveré a ser tan libre, tan dueño de mi mismo, tan poderoso señor, como cuando estuve solo y único blanco, entre miles de ignorantes pero buenos, negros africanos. Me considero afortunado de no llevar sobre mis carnes ninguna enfermedad incurable, como le ha ocurrido a varios otros blancos; y solamente puedo tener para ti, oh África, bendiciones y agradecimientos, por las peripecias que he vivido y las lecciones que en tu tierra he aprendido; experiencias que nunca olvidaré.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 33
VIAJE NO. 14 - REGRESO A LA CIVILIZACION S/ S
PORTO DI SAVONA
DE MOGADISCIO A NÁPOLES Salida: Febrero de 1.922 Llegada:Abril de 1.922
L
as experiencias que adquirí durante los dos años transcurridos en el Centro de África las considero importantes, especialmente bajo el punto de vista filosófico. Además de algunos conocimientos sobre la naturaleza, he aprendido que la diferencia entre blancos y negros, entre hombres civilizados o aún salvajes, es relativa; menor de cuanto pueda suponerlo un blanco europeo que nunca haya salido de su tierra, cuya información en la materia sea únicamente la que haya adquirido sobre los libros. Desde luego, lo que a continuación expresaré, sonará algo estridente o muy avanzado, más aún si el lector fuere una de aquellas almas que hacen consistir la esencia del catolicismo en el cumplimiento de la misa, la confesión, la comunión y el rosario, descuidando en cambio los otros deberes morales. Yo por ejemplo, durante los dos años de África, o los anteriores y los posteriores vividos en los barcos donde por causa de fuerza mayor no había iglesias, ni sacerdotes, me considero igualmente tan buen católico como quienes durante ese tiempo iban escrupulosamente a misa; más aún, de quienes a pesar de sus múltiples confesiones y comuniones flaqueaban y fallaban ante los vicios de la carne, o en lugar de ser fuertes luchadores, constructores, abandonaban
sus vidas a la molicie, a que se las llevara el viento a capricho, imaginándose que la inercia sea placentera a Dios, con tal que uno vaya a misa… Sobre estos temas, podrían escribirse volúmenes, para añadirlos a los muchos miles que ya han escrito los pensadores y filósofos; yo no dispongo de tiempo, ni mis conocimientos me permiten extenderme más allá de cuanto pueda hacerlo un pobrísimo ignorante; por consiguiente tengo que limitarme a expresar en forma escueta el resultado de mis observaciones. En asuntos de religión: he visto que en África también -aún entre los beduinos que por primera vez veían un blanco “civilizado”, cuya vida se desarrollaba solo por instintos, similar a los animales-; existía no obstante un intuitivo sentimiento, conocimiento, de que hay un Dios. Viviendo en estrecho contacto con la naturaleza, ellos sentían la presencia de Dios, quizás con mayor facilidad de cuanto pueda ocurrírsele a un católico que acostumbrado a vivir entre paredes de cemento se imagina que Dios se encuentra únicamente en lo alto del cielo, en el trono del Paraíso. Que el Dios de los negros sea el mismo de nosotros los católicos, o de los hindúes, o japoneses, o musulmanes, es para mí un hecho obvio. Que ellos lo adoren en forma y con nombres distintos de los nuestros,
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
307
no implica diferencia, como no la hay entre nuestra aritmética y la de los bárbaros; nosotros llamamos los números de uno a diez, ellos los cuentan con otras denominaciones y otros medios, ya sea con los nudos que hacían los Incas, o con el ábaco de los Chinos, pero los resultados son los mismos. Lo que sí es evidente es que los salvajes no conciben al hombre que no crea en un Dios supremo, y matan con mayor empeño al blanco que manifieste no creer en Dios. Que los salvajes cometen la tontería de adorar al sol o la luna, ídolos o fetiches. En cuanto a esos dos astros, su sentido común es más lógico que el nuestro. Uno de los errores del cristianismo consistió en que para vencer al paganismo se fue al otro extremo: hasta el punto de considerar el sol y los astros como un par de bombillos instalados en el cielo para alumbrarnos el día y la noche; olvidándonos que de las irradiaciones luminosas y magnéticas del sol y los astros; de sus atracciones y repulsiones depende nuestra salud así como la vida terrestre: animal, vegetal, mineral. Hemos relegado al olvido el sol y la luna, por temor al paganismo, en lugar de estudiarlos en forma popular, enseñar a los niños a observarlos no ya como bombillos de alumbrado, sino como fuerzas sobrenaturales cuya metódica observación y estudio para el aprovechamiento de sus influencias podría servir a la humanidad. Con lógica, los campesinos creen que el sol o la luna influyen sobre los nacimientos, las siembras, las enfermedades, los caracteres; de la misma manera que la luna crea las mareas, es decir, mueve diariamente sobre la cresta terrestre miles de toneladas de agua. Si puede atraer, movilizar a distancia de 380.000 kilómetros de la tierra, ese peso tan enorme e inconmensurable que son las mareas, cuál atracción, que influencias tendrá sobre nuestros cuerpos? Lo que hace falta a nuestra religión cristiana, para purificarnos, elevarnos, beneficiarnos más espiritual y materialmente, es un poco más de astronomía y astrología, sin miedo al paganismo. Mejor adorar el sol, que al vil becerro de oro… En cuanto a los fetiches, no veo diferencia esencial entre los africanos, hindúes, japoneses, o los cristianos. El arte escultural o el pictórico es diferente pero la idea y el error son similares: confunden el símbolo, con la materia, y acaban con adorar a esta última. Entre los cristianos hay quien supone que los pecados veniales pueden ser borrados adquiriendo indulgencias; los africanos secuaces de Mahoma consideran infección material y espiritual el tocar la carne de cerdo, o el perro, y creen purificarse espiritualmente
308
con el hecho de lavarse siete veces. Con la bondad; no con las indulgencias o los baños se puede purificar el alma! Bondad hacia sí mismo, primeramente; hacia la familia, en segundo lugar; y hacia el prójimo, por último. Bondad hacia sí mismo, significa respetarse, no dejarse vencer por malas tentaciones, pues quien no sabe mantenerse bueno con sí mismo, menos puede serlo con la familia y con los demás. En el campo de las relaciones morales, tampoco hay diferencia básica, entre los dos extremos que constituyen la moral de los negros salvajes y la de los blancos civilizados. Entre las sectas africanas y orientales, aparentemente algunas difieren del cristianismo en cuanto permiten la poligamia, al estilo de Mahoma. Los somalos tienen derecho a casarse con cuatro mujeres. Pero, cuantos civilizados, a pesar de ser cristianos e ir a misa, aún después de casados siguen teniendo relaciones con más de una mujer! En dónde está la diferencia? Que aquellos, lo hacen legalmente; los cristianos, ilegalmente y violando juramentos, religión. Lo curioso que se ve entre los polígamos orientales es que: más mujeres tienen, más se vuelven recelosos, las encierran para impedirles ser vistas por otros hombres, ya sea mediante el harem, o la obligación del vestido con tapacara, etc. El sentimiento de amor maternal y filial es prácticamente igual, entre todos los pueblos; y esto no puede extrañar si recordamos que hasta entre los animales se ven ejemplos maravillosos del sentimiento de maternidad; valga como ejemplo el caso que relaté de la monita de Merka que supo raptarme su hijo. Tampoco se notan diferencias esenciales en cuanto concierne a la vida de hogar entre los somalos, salvo que siguiendo más de cerca las costumbres procedentes del Oriente, las familias somalíes se rigen por el sistema del patriarcado, en el que los padres y los viejos tienen autoridad absoluta y gozan mucho más respeto, de cuanto sea costumbre entre los civilizados occidentales. Y está demostrado que la tesis de la”Giovinezza” -juventud al poder-, del fascismo, ha fracasado. Más valen la sabiduría y la prudencia, que se adquieren con la experiencia, para dar la vuelta al obstáculo y así sobrepasarlo, que el inexperto juvenil vigor, que en lugar de evitar el impedimento con la maña de que “más sabe el viejo por viejo que por diablo”, se estrella fogosamente contra él mismo, con el resultado, la mayoría de las veces, de que se rompe la crisma. Las guerras, esa calamidad humana, las hacen
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
los jóvenes; sin la juventud irreflexiva, quizás habría menos guerras. Qué diferencia hay en cuanto a honradez, entre blancos civilizados, y negros salvajes? Los blancos que vivíamos en Somalia, estábamos acostumbrados a dejar nuestros enseres, inclusive los objetos valiosos, al alcance de las manos, en las piezas, con las puertas y ventanas abiertas; no había peligro de robo. No habríamos podido hacer lo mismo si en lugar de ser entre negros semisalvajes hubiéramos estado viviendo entre pueblos latinos en Europa o de América donde el raterismo y el robo son frecuentes si no se toman precauciones. Acaso la honradez de esos negros puede ser atribuida únicamente al temor del castigo? Tal vez. ¿Por qué los blancos no sienten el mismo temor? Cierto es que las costumbres que entre los africanos rigen al respecto son duras, recuerdan la ley del Talión: al que sea hallado culpable de un robo, se le corta la mano que pecó. Quizás sea por ello, y por la pena de los latigazos, que son raros los ladrones entre los indígenas de Somalia. No he estado en el Japón, ni en los países del norte de Europa: Dinamarca, Suecia, donde, según he leído, u oído comentar, el robo es caso desconocido. Parece que allí, más que el temor de los castigos opera el efecto de una buena educación, superior a la que recibimos los latinos en general. A propósito de bondad de carácter, entre blancos o negros no encuentro diferencias esenciales. Tampoco comparando individuos de todas las razas. Hay un mayor porcentaje de gente buena, y un menor porcentaje de malos, en todos los rincones del globo. Exceptuando casos accidentales: el que sepa viajar, encuentra donde quiera gente dispuesta a servirle, ayudarle y auxiliarle. Saber viajar significa: respetar las costumbres de la gente de cada determinado país, y amoldarse aunque sea provisionalmente a ellas; así puede uno dar a pie la vuelta al mundo, atravesando las regiones y razas más diferentes, sin ser molestado, a pesar de ir totalmente desarmado. Más aún: yo siempre recomendaría viajar sin armas, siendo ésta la mejor manera de evitar incidentes. Nunca debiera uno reírse o extrañarse de las costumbres raras que encuentra en otro país; en cada región existen costumbres raras, inclusive entre las naciones altamente civilizadas. La limpieza corporal, es otro punto que merece ser estudiado con el lente de la relatividad. No se puede comparar la moderna higiene de los occidentales, con el concepto que los somalíes tienen de la limpieza. Bajo nuestro punto de vista, aquellos ne-
gros son sucios, en el cuerpo, en su ropa, en la forma como se alimentan. No lavan los trastos de cocina, sino que creen limpiarlos pasándoles interiormente una mano de carbones con brasas ardientes. Es por eso que sus alimentos, inclusive la leche, saben a humo. Y no se puede negar que el fuego es un gran desinfectante. ¿Cómo lo saben ellos?. A los hombres, igual que los judíos, les hacen cuando niños la circuncisión, que es evidentemente una medida higiénica además de que reduce la sensibilidad; a las mujeres, una dolorosa operación cosiéndoles cuando niñas los grandes labios, con espinas, reduciéndoles el orificio, hasta el día del matrimonio. Pero es curioso observar qué concepto tienen los beduinos acerca de la higiene del blanco, y cómo se burlan de nosotros. Ya hemos visto cómo los salvajes perciben el olor del blanco a distancia, se tapan las narices dizque porque olemos ha muerto… y no se imaginan que nosotros los despreciamos porque huelen a grasa rancia. En cuanto a la higiene corporal parecería que ellos siguieran las normas educativas que antiguamente observaban ciertas monjas y algunos frailes, de encierre perpetuo, para quienes constituía un pecado lavarse ciertas partes desde la cara para abajo… Pues bien: los beduinos somalos consideran criticable el que los blancos se toquen con las manos ciertas partes genitales, creen que ello constituye una porquería. Ellos nunca se tocan con las manos tales miembros porque juzgan infectas esas partes; para lavarse, se echan encima agua teniendo las manos a alguna distancia para evitar el contacto. Y porque, no disponiendo de bidet, no les resulta lo mismo de fácil tal operación a las mujeres, consideran que éstas tienen siempre una parte infecta, por tal motivo no les permiten entrar en las mezquitas con los hombres. Tampoco emplean papel “toilette” o cosa por el estilo; más aún, los eventuales ruidos intestinales son para estos musulmanes algo intolerable, y para no oírlos cuando evacuan mantienen en sus manos dos piedras que golpean como si fueren castañuelas. Todo esto es ridículo, pero en cambio hay otros puntos en que los ridículos somos nosotros. Por ejemplo: los musulmanes, tal como casi todos los orientales, nunca entran en la mezquita sin previamente haberse lavado el cuerpo y mudada la ropa interior, vistiendo ropa limpia para presentarse ante Dios; y nunca entran en la mezquita, o en sus casas, con los zapatos puestos, sino que los dejan fuera de
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
309
la puerta; al entrar caminan descalzos sobre los tapetes, o calzan expresamente limpias chinelas con las que nunca salen a la calle. No se puede desconocer que en este caso observan una norma altamente higiénica, que los blancos necesitamos aún aprender; pues nosotros entramos en los hogares con los zapatos que en la calle pisaron toda clase de inmundicias portadoras de gérmenes y bacilos infecciosos, que depositamos cretinamente cerca de nuestras camas, cerca de los niños, introduciendo los peores contagios. Otro tanto ocurre en las iglesias en las que, especialmente los domingos, durante las misas se acumulan millares de cristianos en un espacio insuficiente bajo el punto de vista de la higiene, no solamente por el aire común que allí se respira, sino porque entre aquella multitud se entrometen enfermos que van a pedir a Dios la gracia de su curación, y que mientras tanto, por contacto directo o indirecto regalan el bacilo de su enfermedad a los vecinos. ¿Para qué sirven tantas normas higiénicas, la pasteurización de la leche, los cuidados especiales en la conservación de los alimentos, si luego introducimos los bacilos de la basura en casa, mediante los zapatos, o vamos a pescarlos entre los cultivos de las aglomeraciones populares en locales encerrados tales como las iglesias, teatros, cines, etc.? Si yo fuera médico, o sacerdote, haría campaña para que los lugares donde la multitud tiene que amontonarse, tuvieran únicamente tinglado, estuvieren al aire libre, sin paredes laterales de encierre total, o haría obligatoria la circulación del aire acondicionado, desinfectado. No cito otros ejemplos, para no extenderme; lo dicho es suficiente para demostrar que nuestra superioridad de civilizados es apenas relativa, en cuanto a higiene, y tiene fallas que los orientales desde hace tiempo han corregido mediante prescripción de estilo religioso. Aptitud de los negros para el trabajo: sobre este particular, la crítica es fuerte y pesimista. Los somalos y los abisinios pueden ser catalogados entre la gente perezosa, dedicada a la actitud contemplativa. Trabajan los esclavos; medio trabajan los libertos; pero hacer trabajar a los indígenas de las tribus libres es un problema; tienen un sentimiento de falsa dignidad que les hace revelarse frente del trabajo. Será necesaria mucha paciencia y se requerirán muchos años de educación, para acostumbrar al indígena a considerar el trabajo como una actividad tan decorosa cual puede serlo la profesión guerrera.
310
Cuando este cambio de mentalidad haya sido logrado, todavía habrá que tener en cuenta que el rendimiento de cualquiera de estos negros, en trabajos manuales, apenas puede alcanzar a la mitad o menos de lo que puede realizar un trabajador de raza blanca. El negro posee mayor resistencia que el blanco para determinadas fatigas, como por ejemplo para caminar largas jornadas bajo el sol; tomar en sus manos brazas ardientes y no sentir la quemazón con la misma prontitud como nosotros; alimentarse con un puñado de dura y un vaso de agua sucia; pero en cambio, son débiles en cuanto a fuerza de brazos; su salud está en la mayoría de los casos minada por enfermedades endémicas, y por último, su limitada educación no les permite raciocinar, obtener durante el trabajo el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo. Basta verlos, cuando en grupos de diez o veinte hombres se disponen a movilizar un objeto pesado: gritan, sudan como bestias, y realizan el trabajo en tiempo larguísimo, porque no aplican sus fuerzas al mismo tiempo y en un mismo sentido, sino que los unos empujan en una dirección, los otros en sentido contrario, neutralizándose mutuamente, cuando unos tiran, otros descansan, en fin, doce hombres negros hacen en 1 hora lo que 4 blancos en media hora. Al contrario de las hormigas y las abejas, no saben todavía trabajar coordinadamente. Por otra parte: como no les importa!, todo lo hacen a la “je m’en foute”. Entre los esclavos, la estupidez durante el trabajo casi excede a lo bestial: es proverbial el caso relatado por Stanley, de que habiéndole ordenado a un sirviente negro subirse a un árbol para cortar leña, éste se sentó sobre una rama a gran altura y se puso a cortarla separándola del tronco, sin prever que así caería al mismo tiempo, rompiéndose los huesos. ¿Cómo están estos negros en cuanto a inteligencia?: Aunque parezca contradictorio con lo expresado en el punto anterior: no existe apreciable diferencia potencial de inteligencia, entre negros y blancos. La diversidad depende de la educación, aunque también parte de la tradición, el ambiente. Conocí en Italia algunos negros abisinios que desde su tierna infancia fueron colocados a vivir y estudiar en colegios junto con los blancos: al salir graduados de la universidad, demostraban los mismos conocimientos, la misma comprensión, y vivacidad de inteligencia, que sus compañeros blancos. Desde luego, entre los negros hay diversas razas y diferente grado de capacidad de civilización. Si no temieran la inteligencia de los negros, en los Estados Unidos del Norte no les habrían prohibido el acceso
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
a las escuelas superiores. Los sajones, con su guerra de secesión, el apartheid, etc. son los mejores hipócritas del mundo: se declaran salvadores de la raza negra y proclaman la abolición de la esclavitud pero no les permiten estudiar, a fin de mantenerlos esclavos; en Oriente, Inglaterra declara la guerra al opio, pero monopoliza este comercio vendiendo opio a los orientales, de contrabando, porque así el público lo paga más caro, lo adquiere con mayor avidez que cuando el comercio era libre… Los de raza blanca creemos a veces ser los más inteligentes, los hijos predilectos de Dios, los únicos poseedores de la verdad y no nos damos cuenta de que nuestra momentánea supremacía se debe simplemente a que sabemos ser más malos. No se puede negar que los habitantes de la China, Indias Orientales, Japón, son tan inteligentes como nosotros: la historia indica que muchos de nuestros inventos occidentales están basados sobre los descubrimientos de los sabios orientales, hechos hace miles de años. Cuando el veneciano Marco Polo abrió el camino terrestre hacia el reino de Genghis Khan, en el siglo XII, fueron mucho más valiosas las mercancías y las noticias que trajo de Oriente, que las exportables desde el Occidente. El papel, la seda, la porcelana, la brújula, el sextante y otros instrumentos náuticos, la medicina, la astronomía y muchas otras artes y ciencias eran reconocidas en China, cuando Europa todavía estaba en su mayor parte habitada por bárbaros. En filosofía, todavía estamos recibiendo clases desde el Oriente y está demostrado que nuestra religión no es sino una modernización en algunos casos, de los postulados que rigen las viejas religiones orientales tales como el budismo, el confusionismo, el brahmanismo, etc. Hablando de los negros, me he descarrilado hacia la raza amarilla, llegando a la conclusión de que ésta es más inteligente que la negra, más a nivel con la raza blanca. No hay diferencia potencial de inteligencia entre blancos y otras razas; lo que ha habido es una diferencia de orientación filosófica y en la aplicación de la inteligencia potencial; nosotros los blancos cristianos nos hemos dedicado al perfeccionamiento y especulación de la máquina; gozamos y sufrimos con la máquina. Las otras razas, más contemplativas, prefieren quedarse más cerca de la naturaleza; aplicando mayormente su espíritu hacia el perfeccionamiento del ego individual, aunque no de la organización de la masa. No del Occidente sino del Oriente vienen los principales estudios sobre ciencias ocultas, hipnosis, autosugestión, etc.
Existe pues una gran diferencia entre la raza amarilla y la raza negra; la primera ha sido y será fuerte competidora de la blanca; la negra, parece destinada a desaparecer, o subsistirá únicamente como producto mestizo, entremezclado con las demás razas. No existe en la historia ningún ejemplo de antigua civilización negra, comparable a la china, la hindú, la egipcia, la griega, etc., y no parece probable que haya en el futuro, con caracteres de superioridad sobre la asiática, la europea o la americana. ¿Cómo se alimentan y cómo visten los negros de Somalia? La dura, es el trigo nacional de los indígenas; lo muelen y lo cocinan en forma de arepa, sobre piedra candente. Lo mismo hacen con el maíz. Las carnes las comen, como diríamos nosotros, a la llanera, o en barbecue; con la excepción de que no tocan la de cerdo o camzir, considerada inmunda, y no comen ningún animal que antes de expirar no haya sido puesto con la cabeza orientada hacía la Meca (norte-este), y la garganta cortada para dar salida a la sangre. Para encender el fuego, todavía usan el sistema de los dos palillos frotados rápidamente el uno contra el otro hasta que salte la chispa sobre las hierbas secas; en los pueblos, hay una mezquita, o la casa del jefe, encargada de mantener siempre brazas ardientes (el antiguo fuego sagrado de las vestales de Roma), cualquier habitante tiene derecho de ir allí con un brasero portátil y carbones de leña, a sacar fuego para llevarlo a su casa. Consumen mucha leche que les provee su ganado, pero la toman ácida; no conocen el agua potable; toman la de pozos o la de los ríos tal como la encuentran, después de dejarla depositada algunas horas en los tunjis (vasos o ánforas de arcilla) para que sea menos turbia. Los alimentos europeos, en general, que no contengan camzir, constituyen para ellos artículo de lujo. El café, que se produce localmente silvestre, lo toman en infusión, al estilo del té; hirviéndolo crudo, el café desprende un aceite (que ellos llaman el “buum”) con el cual, como si fuera de lujo se untan el cuerpo para defender la piel, de la acción de los rayos solares y volverla tierna. El vestido nacional, para los que visten más que el taparrabos, está constituido por la “futa” o larga sábana de algodón, envuelta sobre el cuerpo, a veces como la antigua toga romana. Viajan siempre armados con una lanza, a veces arco y flechas, y llevan una pequeña medialuna de madera, con pedestal, que de noche les sirve para apoyarlo sobre el terreno y la cabeza sobre la medialuna como cojín para mantenerla levantada del suelo.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
311
Las condiciones de salud de los indígenas son generalmente críticas, siendo la raza minada por las enfermedades contagiosas y venéreas, además de la malaria, la disentería, el beri-beri, la falta de higiene. Muchos habitantes tienen sífilis hereditaria, pero se ha observado que no tiene esta enfermedad en el trópico la virulencia ni efectos tan desastrosos como para quien vive en climas fríos. Al contrario, la blenorragia, que en climas fríos no tiene consecuencias tan graves, resulta para esta gente del trópico más perjudicial. Hablando de los climas africanos: no hay que creer que sean todos tropicales; el continente es tan grande, que solamente una mitad queda incluido en la zona tórrida; lo demás, se halla en latitud de zona templada, y es el continente mejor situado bajo el punto de vista de que sus extremos norte y sur no alcanzan a las zonas de los hielos. Así por ejemplo: la parte norte que comprende Marruecos, Argelia, Tunisia, Libia, Egipto posee clima prácticamente igual al existente en Gibraltar, Sicilia, Turquía; algunas ciudades como Argel, Túnez, Bizerta, Cairo, Alejandría son tan antiguas y están tan civilizadas como otras capitales mediterráneas. Asimismo, en el sur de África, la colonia del Cabo goza de clima templado, con estaciones como en la Argentina; esta colonia también tiene ya un estado de alta civilización. El clima, en cualquier lugar depende principalmente de su latitud con respecto al Ecuador, y en su altura con relación al nivel del mar; sobre un determinado paralelo se encuentra prácticamente la misma temperatura y la misma flora o vegetación, en cualquiera de los continentes; por ejemplo: la papaya, el mango, la piña, la chirimoya y los anones, que por primera vez conocí en Somalia, con mi gran placer las encontré más tarde en las Indias Orientales y luego en Brasil y en Colombia. Se deduce por lo tanto que si una planta se reproduce con facilidad en la zona tropical americana, generalmente se obtendrá similares resultados al trasplantarla en otros continentes, siempre y cuando dentro de la misma zona tropical, tal como ha ocurrido por ejemplo con el caucho y la quina, que los ingleses sacaron del Amazonas y trasplantaron en Malaca, Java, Sumatra, etc. Es curioso observar que en cada continente hay alguna fauna de raza especial o diferente, aún entre la misma latitud, tal como sucede con la raza humana que, según el continente, es blanca, o amarilla, o negra, etc., y que al ser trasplantada a otros continentes sigue conservando sus mismas características parti-
312
culares. El ser blanco, o amarillo, o negro, no depende del hecho de haber nacido en Europa o en África, sino exclusivamente de la raza de los padres, o mezcla de los mismos. También en la fauna se observa algo por el estilo: el verdadero tigre o tigre real, de Bengala, cuyo cuerpo alcanza al tamaño de un grueso ternero y cuya piel esta estriada con rayas oscuras paralelas desde espinazo bajando a la barriga, no existe en África, donde en cambio abundan el león, el leopardo, los paquidermos, que son comunes también en la región asiática. Al contrario: en el continente americano la fauna es diferente y escasa en comparación con África: no hay hipopótamos, rinocerontes, elefantes; en lugar del león, se conoce el puma; en lugar de leopardo, el jaguar y el tigrillo que creo son afines al gatopardo africano cuya piel tiene máculas redondas, color casi negro o café oscuro, mientras que la piel del leopardo tiene manchas formadas por anillos concéntricos alternados de color blanco, amarillo y marrón. Tampoco existen en el continente americano la jirafa, la cebra, y la gran variedad de antílopes y gacelas que se encuentran en África en grandes manadas; el venado de Sur América tiene algún parecido con el africano pero no es comparable en tamaño, cantidad, variedad. Quizás, si se trasplantaran animales de uno a otro continente, dentro de la misma latitud sería posible obtener resultados positivos; Colón trajo a América el caballo que antes era desconocido, y trasplantó a Europa la papa; en cambio, el café fue importado a América desde el África, y por eso todavía es costumbre denominarlo Moka nombre de una ciudad en Arabia. Otro caso curioso que se observa en relación con el continente africano es el que se relaciona con su descubrimiento y civilización. La parte norte desde Egipto hasta Argelia y las columnas de Hércules de Gibraltar eran conocidas geográficamente desde la época de los fenicios, mucho antes de Cristo, así como por los árabes y los romanos; al contrario, la parte que está al sur del Mar Rojo y de Marruecos, o sea la verdadera África Negra siguió desconocida, y solamente fue descubierta cuatro siglos después de que Colón viniera a América. Pues si bien Vasco de Gama y otros navegantes lograron circunnavegar el continente africano en el siglo XV e inclusive establecer colonias en Angola y Mogadiscio, es decir, en algún puerto en la costa; solamente después del año 1870 y por la obra principal del explorador anglo- america-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
no Stanley cuando fue a buscar al desaparecido pastor protestante Livingstone, tuvo el mundo civilizado conocimiento de cómo era en su interior el continente africano tropical, desde Kenya hasta el Congo. Resulta pues que a pesar de ser África un continente considerado más viejo que América, fue poblado y civilizado por los blancos, en el sector central, casi 400 años después. Mi opinión sobre el futuro de África es que este continente será en futuro tan de moda para los europeos, como lo fue América hasta hoy; será la válvula de escape para ellos y su excesivo desarrollo demográfico una vez que en América se les cierre la puerta a la inmigración; África guarda en su territorio tesoros tan grandes o mayores de los existentes en América; en cuanto concierne a riquezas forestales, agrícolas, pecuarias, mineras. Aunque en la actualidad (1964) África está siendo “libertada”, sigo creyendo que el sector central, Congo, etc. tendrá que ser reconquistado por los blancos y nuevamente colonizado por éstos. ¿Cuál es la actitud de los negros con relación al progreso occidental de los blancos? Aparte de su natural actitud contemplativa, casi inerte por falta de espíritu emprendedor, iniciativa, educación en tal sentido; los somalos, lo mismo que otros pueblos salvajes de otros continentes, cuando ven y conocen las comodidades, los alimentos, instrumentos y máquinas inventadas por la civilización, anhelan y les gusta poder usarlas, igual que los blancos. Este es otro ejemplo de que la civilización es un bien, a pesar de los ataques de Gandhi y de otros sabios hindúes, contra la máquina. Yo estimo mucho a Gandhi por su teoría sobre la resistencia pasiva como medio para evitar las guerras, y además se que este hombre santón tiene tanta cultura aprendida en las universidades inglesas, por todo lo cual no creo que su campaña contra la máquina y el progreso occidental esté fundada sobre la idea de que éste es perjudicial a la humanidad en un sentido global. Quizás, en consideración a la ignorancia de la masa de los coolies y parias hindúes, Gandhi se haya visto precisado en este caso a adoptar el método de Moisés y de Mahoma quienes en vez de explicar al pueblo que el exceso en las comidas de carne de cerdo, o en la bebida de vinos embriagantes, son perjudiciales a la salud; y en vez de indicarles que el ayuno es un curativo conveniente, ordenaron en forma perentoria “tout court” abstenerse de los primeros por ser alimentos malditos por Dios, y adoptar el segundo como medio de penitencia.
Haciendo un paralelo con esas prescripciones y sus verdaderas causas o sea la inconveniencia de los excesos, se puede comprender que si los inventos, las máquinas y el progreso resultan a veces momentáneamente nocivos a la humanidad -ya sea porque la deficiente distribución de los productos ocasione crisis por la falta por ejemplo de trigo, o de café, en un lugar, y sobreproducción en otro lugar hasta el punto de tener que quemarlos, lo cual de por sí es un delito o error colosal contra la humanidad; o ya sea porque algún malintencionado haga uso indebido de las armas del progreso; todo esto no puede significar que el progreso con la máquina tenga que ser condenado. Quizás convendría, según la filosofía china del taoísmo o sea del mitad y mitad, refrenar un poco la marcha del progreso cuando anda demasiado aprisa, porque es evidente, y en esto tiene razón Gandhi, que cuando la ciencia se adelanta tan rápidamente que la educación de las masas queda retrasada, surgen inconvenientes, como suele ocurrir con cualquier clase de excesos o descompensaciones. Sería imprudente poner armas y dinamita en manos de niños todavía incultos; sin embargo, este producto de la civilización es sumamente útil en legítima defensa o para hacer túneles, represas, canales y otras obras útiles para la humanidad. Lo importante consiste pues en la dosificación, que tiene que ser proporcional a la educación de las masas. ¿Cuál es la relación de los animales salvajes, frente a la civilización? Hasta la época en que estuve en Somalia, el continente africano podía ser considerado un emporio de animales, un inmenso jardín zoológico, el paraíso (infortunadamente) de los cazadores. Es de temer que muchos de los animales feroces que conocimos y que abundaban allí, desaparezcan pronto y su raza quede extinguida si no se toman medidas especiales y no se corrige el errado concepto que los libros de aventuras han inculcado en la mente del hombre civilizado. Matar fieras, tal como lo hice yo, era de moda porque parecía valentía, gloria del cazador, y ello pudo ser así en un principio cuando la abundancia de animales era tan grande como para hacerle al hombre, invivible esta tierra. Pero desde entonces las cosas han cambiado tanto que no sería de extrañar que dentro de 100 años se les hablé a los niños de elefantes, rinocerontes, avestruces, como de animales prehistóricos. Quizás será el continente asiático el que se encargue de mantener vivas esas razas, mediante la superstición religiosa que hace respetar los animales por la creencia de la transmuta-
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
313
ción de las almas, desde los humanos que mueren, a los animales y plantas que nacen. En esto de considerar “salvajes” a ciertos animales ha habido un error de apreciación; no veo que el elefante, o generalmente cualquier otro, sea más salvaje que la gallina o el toro, el león o el perro lobo. La diferencia consiste únicamente en que el hombre domesticó determinadas especies, quizás por ser más útiles; sin interesarse de las demás. La historia menciona que los ejércitos persas usaban en sus guerras contra los griegos, leones y elefantes, que además de servir para arrastrar vehículos -como ahora los bueyes-, durante la lucha eran lanzados contra el enemigo. Aún hoy, en las Indias Orientales se pueden ver elefantes domesticados para servir al hombre en la cacería contra el tigre, y para transportar árboles desde la floresta al aserradero, o efectuar trabajos pesados. Es quizás el mismo caso de ciertas plantas venenosas: en un principio se las destruía; más tarde el hombre descubrió que eran utilísimas e irreemplazables en determinados usos, y por lo tanto volvió a cultivarlas. Por lo anterior, se puede ver que mi nostalgia y cariñoso recuerdo para el continente africano, no solamente comprende a sus habitantes y su vegetación, sino también a los animales salvajes, con cierto remordimiento por la matanza que allí hice bajo el traje de cazador, especialmente de los hipopótamos y las aigrettes, a que hice mención en los capítulos anteriores. Durante la breve parada del barco en Mogadiscio he tenido tiempo para completar mi colección etnográfica de recuerdos africanos que llevo a Italia, adquiriendo un pequeño leopardo y un monito zanzibareño, de la familia de los capuchinos, pecho azul, carita negra, rodeada de simpática barba, bautizándolo con el nombre de Tití, y respectivamente Cocco el leopardo, en honor del viejo jefe de Merka, Coccorese, a quien tanto desprecié por su abuso de la disciplina militar. Esto de llevar fieras africanas hacia Europa es una costumbre común de quienes regresan a la civilización, a pesar de que según informan los expertos, la mayoría de estos animales sufrirá el cambio de clima y morirá antes de llegar a destino. Mis compañeros también traen su parte de animales; el barco parece un jardín zoológico: los avestruces, dig-digs, monos de varias especies, gacelas y antílopes, leopardos, gatopardos, y un par de leones. Algunos de estos animales van enjaulados, otros, todavía sueltos, pues
314
hasta ahora todos los pasajeros, así como los tripulantes, son veteranos, gente acostumbrada a manejar de cerca estos bichos, sin tenerles miedo. Por la noche es diversión general la de ver cómo los monos se trepan hasta el tope de los dos mástiles del barco, para pasar allí la noche; es costumbre de los simios cuando principia a entrar la oscuridad asustarse y buscar para defenderse, esconderse, el sitio más elevado que esté a su alcance. Por la mañana, con la salida del sol, se bajan tranquilamente a buscar comida acercándose a sus propietarios. Desde luego, hay que estar cuidando continuamente que unos animales no se peleen o devoren a los otros; y esto, junto con el cuidado de dar el respectivo pasto a cada cual, mantenerlos limpios, nos sirve de ocupación para transcurrir el tiempo. Mi equipaje, además de los efectos personales comprende: un baúl africano (que todavía conservo) relleno de dientes de hipopótamos o sea varias parejas de colmillos frontales rectos, y otras de colmillos laterales encorvados en forma de medialuna. Cada hipo bien desarrollado está provisto de dos colmillos cilíndricos rectos, de dos a tres pulgadas de diámetro por uno a dos pies de largo siendo este el tipo preferido para hacer objetos de marfil; y cuatro laterales encorvados, dos en cada mandíbula que no sirven para trabajos de marfil y se utilizan más bien para decoración, siendo su grueso y largo más o menos como los colmillos rectos. Además, cada mandíbula está provista de varios otros dientes de menor tamaño. Van pues dentro del baúl varias docenas de tales colmillos de tipo surtido, además de un par de pieles de cocodrilo, otras de pitón, chacal, leopardo, gatopardo y león. El baúl así repleto pesa casi quinientos kilos… En otro baúl-canasta, de tipo marino, hecho de bejucos y forrado en lona, llevo algunos millares de hilos de aigrettes, escogidos, finísimos y bien largos, pieles de dig-dig, una colección de armas indígenas de Somalia o sea: un escudo de piel de hipopótamo, un porta flechas (carcaj) relleno de flechas, un arco para disparar las flechas, una lanza, un billaomachete (yatagan) con mango de marfil y plata; varios brazaletes de pelo de cola de jirafa y de elefante; uñas de león y de leopardo, agujones de erizos, plumas de marabú, bibelots de marfil de manufactura de Mombasa y Zanzíbar, otros en ébano; bastones de ébano y de palisandro. Cada cual de mis compañeros trae asimismo colecciones por el estilo aunque no tan importantes como la mía en cuanto a colmillos
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
de marfil y plumas de aigrettes. Diariamente abrimos nuestros baúles, revisamos el estado de nuestros bienes, negociamos y hacemos cambalaches entre nosotros, los tripulantes, los pasajeros. Mi colección de aigrettes despierta la admiración general, y principio a vender hilos; también para reducir el peso del baúl, vendo parte de los colmillos de marfil, pero reteniendo para mí los más grandes y valiosos. Después de haber hecho una breve visita al puerto de Obbia, residencia principal del sultán de la tribu de los Migiurtinos, el barco sigue hacia el norte, hasta el cabo Guardafui; el viento monzón sopla de proa, liviano, no molesta la navegación; mantiene fresca la temperatura. Entramos en Adén, y volvemos a salir la misma tarde, rumbo a Massaua; de allí, subiendo por el Mar Rojo, hasta Suez, embocando el estrecho homónimo. Al salir del estrecho en Puerto Saíd, entrando al mar Mediterráneo, encontramos una temperatura invernal, que a nosotros veteranos del África, desprovistos de indumentarias de lana, nos hace tiritar de frío cual si estuviéramos en el polo Norte; a pesar de que nos echamos encima la mayor cantidad posible de vestidos. Estamos en febrero. Ya varios animales de nuestro jardín zoológico han resentido las consecuencias del clima; los dig-digs primero, luego algunos antílopes y avestruces hubo que botarlos al mar, en pasto a los tiburones, lo mismo que varios monos. El mío, junto con Cocco, promete todavía resistir, los tengo a ambos envueltos en trapos; debido al frío han perdido su vivacidad, se quedan arrinconados en su casucha de madera, temblorosos. Hacemos escala en Catania, volvemos, al fin, a ver mujeres blancas, en cantidad. Bajan varios pasajeros, y con ellos, algunos camellos y dromedarios destinados a Libia. En el muelle hay muchos curiosos que se interesan del espectáculo del ambiente africano que llevamos a bordo, y se asustan cuando dejamos que los leones y leopardos asomen afuera de sus jaulas. Esto es divertido para nosotros. Nos sentimos alegres, cargados de gloria, trofeos, y plata. Mis fotografías de las cacerías africanas, especialmente las de hipopótamos llaman la atención, reparto copia a periodistas, para que las publiquen en las revistas. Tengo muchas copias disponibles, y ampliaciones, que hice en el cuarto oscuro y con material que a cambio de algunas copias me dio durante el viaje el mayordomo señor Gatti. Llegamos a Nápoles. Aquí tenemos que desembarcar, presentarnos al comando militar de la mari-
na. Las cosas se complican. No tenemos uniforme militar; todos estamos vestidos estilo civil colonial; además, las fieras que traemos con nosotros principian a sernos estorbo. Nos corresponde presentarnos al cuartel de Santa Lucía; comprendemos que el comando no verá con mucho agrado nuestra llegada en tales condiciones indisciplinadas de vestuario y de acompañamiento con fieras. Nos reunimos en consejo de guerra los seis veteranos. Resolvemos presentarnos así, a ver qué pasa. Al fin y al cabo estamos apunto de ser licenciados del servicio militar; venimos del África misteriosa, y no tenemos ya miedo a que nos coma el diablo. Alquilamos algunos carritos, sobre los cuales a medida que desembarcamos del “Porto di Savona” cargamos nuestros efectos, mercancías, las jaulas con 3 leopardos, un león,6 simios, 2 antílopes. Un avestruz que Binello arrastra por el bozal nos sigue a pie. Organizada así la caravana, riéndonos en nuestro íntimo, pensando en el escándalo que ocasionaremos presentándonos así ante el portón del cuartel, partimos del muelle, entre grupos de curiosos napolitanos que hacen chistes y nos siguen como a un circo ecuestre. Llegados frente al portal del cuartel tratamos de entrar; el centinela, nos lo impide; le informamos que somos militares que regresamos del centro África y exhibimos nuestros papeles que ordenan presentarnos allí. El centinela llama al oficial de servicio, éste, oídas nuestras razones, cual buen napolitano toma las cosas por el lado cómico y dispone que entremos, con todas nuestras propiedades. Afectando la mayor seriedad, hacemos una entrada casi triunfal dentro del gran patio del cuartel, entre centenares de reclutas rigurosamente uniformados, suboficiales y oficiales que se acercan preguntando qué diablo de espectáculo vamos a dar. El comando se ve obligado, a pesar de todo, a buscarnos alojamiento dentro del cuartel. Nos asignan a un salón separado, para los seis y sus respectivos animales, mientras lleguen instrucciones superiores. Por la tarde viene el comandante; nos interroga: por qué no están ustedes uniformados? De la manera más hipócritamente seria le manifestamos que las uniformes de cabos de marina se nos pudrieron en la selva africana, donde no encontramos sastre, ni almacenes para poder adquirir otras similares. -Está bien- contesta, -dispondré que el departamento de vestuario les entregue inmediatamente un uniforme nuevo a cada uno de ustedes. Pero, estos animales no pueden seguir aquí acuartelados, les doy plazo
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
315
hasta mañana para que ustedes los saquen de aquí, evitando incidentes o bochinches. ¿Qué piensan hacer con ellos?- Contestamos que, llevarlos a nuestras casas, y que si nos da permiso para salir, vamos a alojarnos en hoteles, pues tenemos dinero de sobra para ello, el permiso es concedido. Preguntamos cuándo nos permitirán despedirnos del servicio militar, pues nuestro tiempo ha terminado; nos informa que dentro de algunas semanas, pues tal es la orden del almirantazgo. Esta noticia nos desagrada, pues creíamos que seríamos licenciados inmediatamente, en un par de días. Hay que tener paciencia. Aprovechando la oscuridad nocturna que nos permite fácilmente circular por las calles con los animales, sin despertar mayor atención de los transeúntes, volvemos a cargar las jaulas sobre carros y nos dirigimos a buscar hotel donde hospedarnos. El asunto presenta dificultades: todos se niegan a darnos entrada con los animales. Después de mucha brega y gastos logramos que una pensión acceda a alojarlos. Sin embargo, al día siguiente nos damos cuenta de que no podemos resistir largo tiempo el estorbo y la complicación de mantener fieras en un lugar civilizado. Binello logra zafarse de las suyas entregándoselas a un hermano suyo que las lleva a su casa en Roma; yo regalo mi leopardo al jardín zoológico de Nápoles. Me quedo con el monito que dejo encerrado en un cuarto de la pensión. Al día siguiente, el comando me destina a embarcar sobre un dragaminas donde tendré que permanecer hasta el día en que termine mi período de servicio militar que según las cuentas del almirantazgo no puede ser antes de un mes, en marzo. Me despido de mis compañeros de África; y con el monito me voy hacia ese barco. El Regio Dragamine No. 49 es un buque un poco más grande que un remolcador, de forma parecida a la de los “chaluptiers” o barcos de pesca que usan los marinos franceses y británicos para sus correrías a los bancos de Terranova. Su hélice es movida por máquina de vapor, lleva un cañón 75 mm. en la popa; tiene un aparejo para lanzar bombas submarinas, y dos grúas para arrastrar los mecanismos dragaminas. Tiene estación de radio transmisora de chispa rotativa, y receptor de carborundum. Su tripulación es de veinte personas, al mando del cabo timonel de 1ª clase Vicente Stasi. Me presento a este comandante, encuentro que es más culto e inteligente de cuanto podía esperar. Después de pocas palabras se da cuenta de que no soy un marinero cualquiera; sin perder tiempo me nombra
316
su segundo comandante a bordo, a pesar de que el jefe de máquinas se siente ofendido por tal preferencia. Después de presentarme a la tripulación, me imparte sus instrucciones, recomendaciones, y se va de vacaciones por quince días. Todo esto me agrada; resuelvo hacer el experimento de ganarme la simpatía de la tripulación. De acuerdo con mis conocimientos de marino, los pleitos suelen nacer a bordo en el comedor. Voy a inspeccionar la cocina. Me doy cuenta de que el administrador de los víveres se roba una mitad, y el cocinero hace cuanto puede en el mismo sentido. Habiéndolos sorprendido cargando víveres en un bote, seguramente para llevárselos a sus casas, le quito a uno las llaves de la repostería y al otro la caja del dinero para el mercado; me hago cargo de tal administración. En un principio, el jefe de máquinas y el contramaestre me dejan hacer, observando calladamente, pero yo alcanzo a leer su pensamiento: “…todo esto es comedia, ahora este nuevo jefe quiere robar él solamente; falta saber si se contenta con menos que los anteriores o si roba más…”. Me río de sus pensamientos; solamente deseo que me dejen un par de días sin rebelarse, para darme tiempo de organizar las cosas y demostrarles que están equivocados. Si logro esto, en adelante conseguiré que toda la tripulación se me vuelva obediente y respetuosa. Por la mañana voy yo mismo al mercado, con el despensero y ayudantes; preparo menús nunca vistos: tres platos, con cantidad a satisfacción de cada cual, vino, pan y fruta en abundancia; hasta dulce y café. Si la plata no me alcanza, silenciosamente agrego algunas liras de mi bolsillo. El resultado es que al tercer día todo el mundo a bordo está conquistado y cumple sus deberes a las mil maravillas. Nada de disciplina: vivimos como en una familia. El jefe de máquinas y el contramaestre suponen ahora que soy algún hijo del príncipe, disfrazado por deporte bajo el vestido de marinero; se sienten honradísimos de sentarse a mi lado y están pendientes de cuanto digo para servirme. El monito se ha vuelto la mascota juguetona con todos. Al enterarse la tripulación, de que esta fiesta será relativamente breve porque pronto espero licenciarme del servicio militar, lo lamentan, manifiestan que nunca más volverán a tener un superior tan señor y tan manual. Creo yo también que dicen en parte la verdad. Anoche, he tenido una inolvidable aventura. Regresaba del paseo por las calles de Nápoles; cami-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
nando a lo largo del muelle donde se hallaba amarrado mi dragaminas, me invitaron subir a bordo de un torpedero en el cual la tripulación estaba celebrando una fiesta. Acompañado por unos cabos con quienes tenía relación amistosa, fui hacia la proa, donde varios marineros estaban cantando, acompañados por mandolines y guitarras. A los pocos minutos de estar en ese círculo, me sentí volver el ánimo triste, sin saber por qué. Esa música me conmovía. Dirigí la mirada hacia el marinero jefe de la murga, quien tocaba maravillosamente el mandolín. -Yo conozco esta música- pensé en mis adentros. De pronto, como obligado por una inspiración, me acerqué al del mandolín y exabrupto le pregunté: -es usted oriundo de la provincia de Campobasso?- El interpelado, dejó de tocar, me miró extrañado y contestó: -Si-. -¿Del pueblo de Casacalendo?- Acompañándose con movimiento afirmativo de la cabeza, murmuró -si-. -Y se llama usted Filipponi?- poniéndose de pie, sorprendido, a su vez me replicó: -¿Cómo sabe usted mi nombre, y a qué vienen sus preguntas?Quedé un instante pensativo, conmovido, luego le dije: -Me da mucha pena, pero creo que conocí a su hermano. Tocaba la flauta, usando las mismas notas y variaciones que usted hace con el mandolín. Estaba embarcado en el Pietro Maroncelli y fue mi maestro en radio. Por esa música, que aprendí de su hermano, creo haberle reconocido a usted. Estoy equivocado?Volviéndose él también triste, confirmó: -Sí, era mi hermano, murió en un hospital de Génova, pero cuando mi familia y yo lo supimos, ya lo habían enterrado. Cómo lo conoció y cuándo lo vio usted por última vez?Le relato de mis viajes con Filipponi sobre el Maroncelli; cómo se había enfermado a raíz de los sucesivos torpedeamientos; cómo había muerto en el hospital Mackenzie de Génova. Acabamos los dos llorando y abrazándonos, rodeados por los de la murga y demás amigos presentes que calladamente escuchaban y observaban la escena. Caso curioso éste, de reconocer una persona por la música que tres años antes había oído tocar por un amigo. El cariño que en mi corazón guardaba por quien fue mi afectuoso maestro y casi hermano, causó este pequeño milagro, de descubrir de repente, de la manera más imprevista, otro hermano. Ha vuelto de sus vacaciones el comandante Stasi; a bordo es poco el trabajo que me queda por hacer, principio a sentir fuerte deseo de terminar esta comedia del servicio militar y volver a mi casa, para luego
reanudar mi carrera con la Marconi. Hago las diligencias para obtener del Ministerio de la Marina, que se declare ya terminado el período de mi servicio, pero las cosas van empeorando; de Roma me contesta el ministerio que no antes del 11 de abril se me reconocerá mi derecho a regresar a la vida civil. Stasi se conmueve con mi disgusto y aburrimiento; habiéndole yo solicitado que me deje ir secretamente con algunos días de anticipación, accede, recomendándome que por el amor de Dios me vista yo de civil y me vaya a esconder en Pinerolo evitando cualquier incidente pues si las autoridades me descubren lejos de mi puesto de servicio antes de la fecha de licenciamiento podrían acusarme de deserción, y ocasionarle problemas a él por no haber denunciado mi ausencia. Contesto a Stasi asegurándole que no me dejaré pillar, que soy “viajado” y sé zafarme de embrollos, y logró que me suelte con quince días de anticipación, entregándome la hoja de despedida oficial, fechada y firmada 11 de abril, siendo hoy todavía el 27 de marzo. Esta especie de falsificación de documentos me obliga una vez más con Stasi, le prometo que hasta el 11 de abril nadie descubrirá que en lugar de encontrarme a bordo del dragaminas me hallo de civil en Pinerolo. Me despido de mi querido comandante, dejando mi sueldo de los días que faltan, para beneficio de la caja de la despensa de la tripulación; adquiero un traje civil a la italiana pues el caqui africano sería demasiado llamativo; despacho mis baúles por equipaje a Pinerolo, me echo el monito en el bolsillo, y tomo pasaje de 1ª clase en el expreso (tren) que en 24 horas me dejará en Turín. Viajando en primera clase hay menos riesgo de que los carabineros o las rondas militares le pidan a uno mostrar sus documentos de identificación. Yo los tengo, pero dicen que hasta el 11 de abril estoy de cabo en el dragaminas en Nápoles; si me interrogan por qué estoy viajando en tren, de civil, sin hoja de vacaciones, no tengo disculpa. Sin incidentes, llego inesperadamente a mi casa de Pinerolo, el 30 de marzo. Qué fiestas; qué abrazos de mi mamá y hermanos, que desde casi 3 años no nos veíamos! Con cuanto placer admiran los recuerdos de África que traje en mis baúles, los colmillos de hipopótamos, las pieles de leopardo y de dig-digs, las plumas de marabú y los aigrettes… Por las calles y bajo los pórticos de Pinerolo, los pocos conocidos me saludan como si yo fuere un
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
317
explorador que regresa del polo Norte; me piden que les relate historias de mis viajes y cacerías africanas las que -me doy cuenta-, acaban con no creer, a pesar de que no exagero una coma, y aunque puedo documentarlas con las fotografías. No obstante la precaución de vestir en civil, el comandante del despacho de carabineros de Pinerolo a quien, no sé por cuál conducto ha llegado algo de la historia, me hace citar a su oficina. Esta llamada me hace sudar frío, pero resuelvo presentarme y desafiar la suerte. Mis amigos me informan que se trata de una buena persona. Vamos a ver. Me manifiesta que ha oído decir que yo he terminado mi tiempo de servicio militar y que siendo ello así se extraña que no le haya llegado de Roma copia del respectivo documento, y que yo no me haya presentado a su oficina para firmar el acta respectiva, teniendo en cuenta que yo regreso de una expedición del duque de los Abruzos al centro África, gustosamente me perdona la falta. Desea que le relate cómo es la vida en Somalia, si son peligrosos los leones y los elefantes, y, mientras tanto, me pide el documento militar de la licencia para visarlo. Yo pienso que el documento oficial que me dio Stasi está fechado 11 de abril en Nápoles; y estamos solamente a 2 de abril, en Pinerolo. Sin embargo, hago el ensayo. No se si fue que no se dio cuenta, o no quiso molestarme, lo cierto es que visó y estampilló todo sin objetar la no coincidencia de las fechas. Quedamos unos minutos más hablando de África, y luego me saludó amablemente dejándome en libertad. Desde ayer, he enviado una carta a la oficina Marconi de Génova, informando que habiendo terminado el servicio militar, estoy listo para embarcar reanudando mi carrera de oficial en la marina mercante. Por las informaciones que he leído en la prensa, una mitad de los buques de todas las marinas están amarrados debido a huelgas, y a la crisis por falta de fletes, etc. Temo que tendré que permanecer largos meses o quizás un año esperando turno, antes de que haya un puesto vacante para mí, y que la Marconi se digne volver a llamarme. Con gran sorpresa apenas tengo una semana de estar en Pinerolo, después de dos años de África, recibo un telegrama de la Marconi: “Sirva presentarse inmediatamente Génova para embarcar”. Por una parte, la noticia me alegra mucho; me enorgullece; me place volver inmediatamente a ganar salario, sin tener que consumir mis ahorros de África, que así puedo entregar totalmente a mamá; pero, francamente,
318
no esperaba que me dieran trabajo tan pronto; con gusto me habría quedado descansando algunos días más. Pero dicen que la ocasión es ciega: Hay que aprovecharla antes de que se esfume; si no respondo de inmediato al llamado de la Marconi, quién sabe después, cuanto tiempo tendré que esperar para volver a tomar un puesto en el escalafón de mi carrera, y ganar sueldo. Le pido pues a mamá tener paciencia; le comento que seguramente lograré destino sobre algún barco que haga travesías breves, y que al regreso del viaje obtendré nuevamente vacaciones. Es muy duro, después de casi tres años de ausencia, permanecer tan corto plazo en familia; pero hay que ser fuertes! Al día siguiente, salgo en tren, y me presento al despacho de la Marconi en Génova, que ya no está en la vía Balbi, sino en la vía Cairoli. Me dicen que el inspector jefe en la oficina es Rollandini, mi antiguo compañero y jefe en el trasatlántico Giuseppe Verdi. Calculo que esto promete bien, pues Rollandini me conoce, y debe recordar cómo tuve que dejar al Verdi a pesar de su buena disposición en mi favor.
Mapa Somalia
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Impresiones sobre Somalilandia Resumen histórico - Situación en el año 1920 - Veinte años de colonización - El desmoronamiento causado por la guerra mundial - Reconstrucción y futuro Aporte colombiano a la civilización africana.
Por: Italo Amore - 1950 Como es sabido, las Naciones Unidas han resuelto colocar el territorio de la Somalia bajo el mandato de Italia y de una comisión formada por un miembro colombiano, un filipino y un egipcio. Esta decisión constituye un claro cambio de rumbo, si recordamos las campañas políticas internacionales que precedieron el estallido de la guerra mundial y siguieron durante el curso de la misma presentando ante el mundo -por arte de inocua propaganda-, nada menos que bajo el calificativo de agresión asesina, la benéfica acción colonizadora italiana en aquellas regiones africanas. Propaganda egoísticamente interesada y maliciosamente falsa; porque ¿acaso habían existido alguna vez en la historia, una nación, una arte, una cultura somalí? O ¿podía por ejemplo, compararse la desconocida Somalia, con la India, el Egipto, la China, otros países que seguían siendo “colonias” a pesar de poseer evidente cultura propia y haber contribuido en no pequeña escala con el aporte de sus conocimientos, a la formación básica de la actual civilización occidental? Acaso ¿no habría sido absurdo, en vía de comparación, proclamar la independencia y gobierno autónomo, de los territorios poblados por los indios incivilizados del Catatumbo o del Amazonas? ¡Agresión asesina! la del colonizador italiano en África, que introduciendo la moral cristiana entre aquellos seres embrutecidos, iba a redimirlos de la esclavitud, del hambre, de las fieras, de la peste bubónica, la malaria, la sífilis, el beri-beri, la lepra, el exterminio progresivo…! Ahora, las mismas Naciones Unidas, se han encargado desvanecer la tamaña mentira, al ordenar que Somalia sea nuevamente colocada bajo la civilizadora tutela de Italia. Ojalá, esta decisión, que es una victoria moral para la nación italiana, logre compensar siquiera en parte a sus ciudadanos, de las tremendas injusticias, sacrificios y pérdidas sufridas por ellos durante los años de 1939 a 1946. ¿Qué es la Somalia? Un territorio en la región ecuatorial del África oriental; de tamaño aproximadamen-
te una cuarta parte de la superficie de Colombia; habitado por un millón de negros de diferentes razas, analfabetas y sin organización. Un pueblo de primitivos pastores, de costumbres nómadas, envilecido por las guerrillas y pillaje (razzía) entre cabílas hermanas; por la esclavitud bajo las tribus dominantes. ¿Por qué escogieron los italianos esa región? No la escogieron. Era el único “hueso” que había quedado sin ocupar por los grandes imperios coloniales, consideraban aquel territorio como desprovisto de cualquier factor utilizable. Italia tenía gran exceso de población. Para no crear problemas en Europa, resolvió sacrificarse enviándolo a colonizar los inmensos arenales africanos, con la seguridad de que en el transcurso de pocos lustros, la laboriosidad e ingenio del trabajador italiano lograría hacer brotar de la insalubre tierra y de la abrazante estepa, los dones divinos de la naturaleza cultivada; para beneficio de todos, colonizados y colonizadores. Resumen Histórico: Retrocediendo en la historia hasta el siglo VII, parece que en aquella época, el árabe Said, hijo de Alí y sucesor del profeta Mahoma, invadió las costas de la Somalia, fundando los puertos de Mogadiscio, Merka y Brava. Siendo que procedían probablemente de la región de La Meca (Arabia); y del vecino estrecho de Adén, no se comprende por qué los árabes denominaran Benadir, que quiere decir tierra de los puertos, aquella zona costanera que -debido a los vientos monzones, su configuración rectilínea, la ancha franja de escollos que a un par de millas de distancia y a todo lo largo de ese litoral de 600 Km. forman una barrera infranqueable para los barcos de calado-, de todo tiene, menos de puertos o facilidad para construirlos. Parece evidente que los árabes conocían la existencia de la Somalia, desde la época anterior a Cristóbal Colón, cuando en Europa se creía todavía que el continente líbico terminaba en el desierto del Sahara. En el año de 1499, el famoso navegante portugués Vasco de Gama, presentose con su flota frente a la ciudad de Mogadiscio, encontrando aquí establecida una floreciente colonia árabe, con numerosas edificaciones de piedra y hasta fábricas de vidrio. Pidió la entrega y dominio de la plaza; habiéndose los jefes árabes negados a entregarse, atacó y bombardeó la ciudad, sin poder ocuparla. Solamente más tarde, en el año 1503, el lusitano Tristán Da Cunha logró posesionarse de la plaza y establecer la colonización por-
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
319
tuguesa, en sobreposición a la ya existente de los árabes. Bien pronto, tuvieron los portugueses que abandonar la colonia, que pasó a ser gobernada por diferentes sultanes y fue decayendo paulatinamente, hasta quedar reducida la ciudad a un montón de escombros y ruinas edilicias, en las cuales se confunden todavía el estilo árabe y el portugués. Nótese que Mogadiscio, capital de la Somalia, no es el mejor territorio. Es ciudad costanera, entre áridas dunas, de panorama similar al de la costa Guajira; es sede del gobernador porque allí confluyen varias rutas caravaneras; es zona divisoria entre dos de las principales razas componentes de su población; la dankalamigiurtina del norte, y la bantú-esclava del sur; allí están las huellas históricas; y ahora, el centro radio comunica con el mundo civilizado. Sobre las ruinas edilicias árabe-portuguesas se levantan las modernas calles asfaltadas, hospitales, hoteles, habitaciones higiénicas, construidas por el esfuerzo progresista del italiano. Pero, para quien quiera vivir bajo el cautivante ritmo de África misteriosa, de las selvas vírgenes y la fauna multiforme, lo interesante se halla en el interior de la colonia, donde se encuentran también, en estado potencial, los inmensos recursos agrícolas y naturales, por desarrollar y explotar. A fines del siglo XIX, el gobierno de Italia obtuvo del sultán de Zanzíbar la concesión del protectorado sobre la costa del Benadir, iniciando la obra civilizadora mediante la abolición de la esclavitud, cosa no fácil de realizar, pues chocaba con las costumbres sociales vigentes desde hacía siglos. Más tarde, remontando el río Juba por el sur, y el Uebi Scebeli (Río de los Leopardos) por el norte, pudieron los italianos, no sin grandes sacrificios y pérdidas de vidas, llegar hasta Lugh y Bulo Burti respectivamente, estableciendo haciendas; pero, más al norte y occidente, hacia los confines con Abisinia, seguían grandes extensiones de territorio de nadie, sin gobierno, aunque prácticamente dominadas por las bandas salteadoras de caravanas del Mullah, cuyas incursiones alcanzaban a veces hasta la colonia inglesa de Kenya. En el año de 1920, el príncipe Luis Amadeo Fernando de Saboya y duque de los Abruzos, mundialmente famoso entre los círculos científicos por sus exploraciones en el polo Norte, al Himalaya, al Ruwenzori, organizó una expedición geográfica -compuesta por topógrafos, geólogos, ingenieros en hidráulica, agricultura, minería, arquitectura, médicos y veterinariosencargada de estudiar el territorio somalo, estableciendo
320
bases para el futuro desarrollo agrícola utilizando métodos y maquinaria moderna. Para la comunicación entre Mogadiscio y las fundaciones del interior, se estableció una red de estaciones radiotelegráficas, servidas por personal de la marina. Entre ese personal hallábase quien esto escribe. Situación en el año 1920: En términos generales, la situación era la siguiente: población negra o negroide, compuesta por tres categorías inconfundibles en cuanto a somáticas, fisonomía, aptitudes: los libres, pertenecientes en mayor parte a la tribu Migiurtina, de cuerpo alto, delgado, formando casta aparte, consideraban degradación la unión con elementos no igualmente libres, o también degradación el trabajo manual; orgullosos, dominantes sobre las tribus inferiores; pero útiles para los blancos, como capataces o sirvientes de confianza. Los libertos, o sea ex esclavos recientemente libertados por el gobierno italiano; de origen bantú; cuerpo más gordo y menos estético que los primeros, relativamente aptos para trabajar como agricultores, pescadores, albañiles, carpinteros. Por último, especialmente en el interior inexplorado, los esclavos, seres embrutecidos y torpes en todo sentido, encargados de trabajos pesados, al servicio de los libres y libertos. Algunos comerciantes, árabes o hindúes. Religión dominante: una variedad musulmana. La constitución de la familia somalí, de tipo patriarcal, difería de las normas cristianas por cuanto el indígena tenía derecho a casarse hasta con cuatro mujeres, adquiriéndolas, lo mismo que los esclavos, por pocas monedas, o a cambio de alguna oveja… Dos o más familias reunidas por tener entre sí comunidad de intereses formaban un “rer”, dos o más rer formaban una “cabila”, cuyo jefe, el “imán”, disponía de una especie de consejo, el “dogoscinca”, formado por los jefes representantes de los rer, quienes discutían los intereses de la cabila y sometían sus resoluciones al estudio del imán, juez absoluto. La disciplina dentro de la cabila era mantenida por una especie de policía, denominada “gogle”; encargada de conservar el orden, vigilar las caravanas, la colección de cosechas, el pastoreo de los ganados. Si un somalo desobedecía al gogle, un grupo de estos le secuestraba la puerta del “tucul” o cabaña, o el “angareb” (camastro), cuya devolución requería por parte del propietario el desembolso de algunas rupias; multa que el cuerpo de los gogles se repartía luego en común. En casos más graves, aplicaban la pena de los azotes; o también
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
la mutilación de algún miembro: la mano, al que hubiere robado; la lengua, al que hubiere mentido. La justicia era administrada por el santón, scéck o cádi, jefe religioso de la cabila. De la unión entre un hombre libre y una esclava de su propiedad, el que nacía era considerado libre; pero de la unión entre esclavos, el que nacía quedaba esclavo del dueño de la mujer esclava. A los esclavos competía el trabajo de preparar las comidas, moler la “dura” (especie de trigo africano), traer agua de los pozos, leña del monte, pastar el ganado, en fin, todos los trabajos pesados. No existiendo escritura somalí, los actos que requerían ser registrados se redactaban en árabe, idioma conocido solamente por los santones, escribanos y algunos jefes que habían aprendido el Corán. El idioma somalo es una mezcla entre el amárico-abisinio del norte y suahili de los cafres del sur; bastante primitivo, sin conjugaciones, los verbos se mencionan solamente en tiempo indefinido; una de sus reglas principales consiste en que cualquier verbo en sentido afirmativo lleva la preposición “ua”; o “ma” en sentido negativo; así por ejemplo: estar bien, aufáida; estar mal, mafáida; haber, uacújira; no haber, macújira. Tenían los somalos, conceptos muy diferentes de los nuestros, en cuanto a religión, moral, higiene, por ejemplo, si aunque involuntariamente tocaban con la mano un cerdo, un jabalí, un jamón, o sus propias partes genitales, tenían que echarse siete veces al río para purificarse; en cambio no lavaban nunca los cacharros de cocina, cuya limpieza consideraban perfecta después de frotarles superficialmente algunos carbones o ceniza ardiente. No tomaban la leche sino después de cuajada; todos sus alimentos cocinados sabían irremediablemente a humo. Se untaban el cuerpo con manteca, para defender la piel de los rayos del sol; sus personas olían a grasa rancia, pero se quejaban ellos, de que los blancos olemos a muerto… Eran lentos, primitivos y sin coordinación de movimiento o esfuerzo en los trabajos manuales; un hombre blanco solía dar rendimiento igual al de cuatro somalos. Consideraban a los blancos como “djin” o brujos, y los respetaban o temían más que todo en razón de tales brujerías: el camello con ruedas (el automóvil) que se alimenta con simple agua y aceite; la fotografía, que al reproducir la persona extrae parte de su vitalidad; el sol portátil, con el cual los blancos alumbran sus hogares; y, sobre todo, la chispa eléctrica, quintaesencia de la brujería, mediante la cual, unos diablos blancos se hablaban entre ellos a enormes distancias (la radio)…
En el interior, la fauna era infinita en variedad y abundante en cantidad: hipopótamos, rinocerontes, elefantes, jirafas, cocodrilos, leopardos, gatopardos, leones, linces, hienas, chacales, jabalíes, monos, antílopes, gacelas, venados; faraonas, otardas, patos, ibis, garzas, marabúes, avestruces. La principal diversión para los hombres blancos consistía en la cacería y en domesticar fieras; nada de vida social; las mujeres blancas, difícilmente se aclimataban; se aconsejaba no llevar niños blancos. El agua potable era escasa, siendo esa la causa de que casi un cincuenta por ciento de los blancos fuera presa de alguna epidemia dentro de los dos años de residir allí: especialmente beri-beri y enfermedades digestivo-intestinales, además de la malaria, la anemia, etc. La mayoría de los negros sufría sífilis hereditaria, tracoma, elefantiasis, llagas virulentas. Para los animales de piel delgada y pelo corto eran fatales las garrapatas y la mosca tsé-tsé. Se cultivaban fácilmente el algodón, la dura, el maíz, la caña de azúcar, el coco, el mango, la chirimoya, la papaya, el plátano, el kapok, el tamarindo y demás especies tropicales. En la costa abundaba el pescado, atunes, tiburones. El comercio de exportación estaba reducido a alguna cantidad de pieles, marfil, ébano y otras maderas preciosas; el de importación, telas de algodón, esteras, cacharrería; este comercio se efectuaba utilizando los zambucos (goletas de una sola vela cuadrada) que aprovechando los vientos monzones, traficaban desde Mogadiscio, Merka, Brava, con los puertos de Adén, Mombasa, Zanzíbar. La primera dificultad con que tropezó la expedición del duque de los Abruzos al intentar iniciar el incremento de la producción y comercio en Somalia, consistió en la falta de vías de comunicación. Las rutas caravaneras desaparecían, y hasta mudaban cada seis meses el panorama costanero, a causa de que el cambio de dirección de los vientos monzones desplazaba las dunas de arena. En el interior, las inundaciones durante las dos estaciones anuales de lluvia cubrían largo tiempo los eventuales caminos. Los ríos no eran navegables, debido a los rápidos y las sequías. En cuanto a los puertos marinos para movimiento de mercancía pesada, ni existían, ni parecía humanamente posible construirlos, debido a la falta de ensenadas, la violencia de los monzones y oleadas que todo lo destruían, la barra de escollos a lo largo del litoral. Los barcos de calado tenían que fondear a gran distancia de la costa, cargar y descargar
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
321
sobre frágiles y pequeñas piraguas o planchones, de los cuales, casi un diez por ciento solía perderse, con su mercancía, en las arriesgadas travesías desde el barco a la playa abierta e indefensa. Los caballos importados perecían a las pocas semanas, víctimas de la enfermedad de suelo, picados por la “ghindi” o tsé-tsé; solamente haciéndolos viajar de noche y untándoles el cuerpo con mirra, era posible preservarlos en vida algún tiempo. La mano de obra local, prácticamente no servía, los indígenas no estaban acostumbrados al trabajo, necesitaban años de tirocinio para adaptarlos a utilizar el arado, el cemento, el vehículo, la máquina. Eran, en cambio, magníficos corredores natos. En el año de 1921, la estadística de los blancos residentes en Somalia sumaban unos trescientos en total; la mayoría en Mogadiscio; unos veinte en cada una de las alegres poblaciones costaneras de Merka y Brava; los restantes, en grupos no mayor de una docena, en cada una de las principales fundaciones del interior: Mahaddei, Bulo-Burti, Oddur, Lugh, Baidoa, Bardera, Giumbo, etc. Un blanco, cada cinco mil somalos, aproximadamente. Veinte años de Colonización: La misión de los padres trinitarios estableció las primeras escuelas públicas y gratuitas para los somalos, logrando reunir varios millares de alumnos, cuya enseñanza inmediata tuvo que limitarse a la alfabetización y algo de catecismo, obrando con prudencia para no herir la susceptibilidad de las costumbres musulmanas. Se fundaron hospitales e institutos de veterinaria para la vacunación del ganado. Tampoco fue empresa fácil y rápida, convencer los supersticiosos somalos, para que aceptaran las normas profilácticas y médicas de los blancos. Estaban acostumbrados a sus curanderos: los dolores, las enfermedades, eran debidas, según ellos, a que se les había entrado el diablo en el cuerpo. Para sacar de allí el diablo, aplicaban primero, los exorcismos, luego, los hierros ardientes sobre la parte afectada, y por último las “fantasías” o mítines públicos, en donde, al ritmo de los tambores y en una atmósfera de autosugestión, los pacientes en estado súbito de paroxismo, se acuchillaban entre ellos, siempre para extraerse el diablo del cuerpo, hasta caer privados, o muertos. Alguno, lograba volver a sanear… Sin embargo, la cirugía italiana hizo milagros; curó cataratas, llagas y úlceras, por millones, atendió partos (por costumbre religiosa las mujeres somalíes generaba estando de pie, los neonatos, al caer de cabeza
322
sobre el suelo, quedaban a veces eliminados, o deformados de por vida); así, poco a poco, el “akim” o médico blanco, fue sustituyendo al brujo-curandero… La primera fundación importante, establecida por la empresa del duque de los Abruzos, con 35 millones de liras de capital, abarcó 30.000 hectáreas, parte destinada a cultivos de irrigación, parte para ganados. Se iniciaron trabajos de represas sobre el UebiScebeli, regularizando el curso del río y consolidando sus orillas a lo largo de centenares de kilómetros. Se construyeron grandes talleres, fábricas para desgranar y prensar el algodón, extraer aceites vegetales, deshebrar agave; plantas hidroeléctricas. Redes “decauville” de pequeños ferrocarriles iniciaron la conexión y transporte de materiales entre unas cincuenta haciendas, en la zona de Genale y Afgoi. Al segundo año de haberse iniciado la empresa, produjo 20.000 quintales de fibras; 549 de aceite de ajonjolí; 290.000 de azúcar. La salina de Dante entregó 160.000 toneladas de sal marina cristalizada y refinada, la sociedad de pesca produjo 2.000 quintales de atunes; la producción de copra alcanzó 1.500 toneladas. Aumentó la explotación de la madreperla, del ámbar gris, el incienso, gomas y resinas; la exportación de pieles y bananos. El movimiento general de mercancías alcanzó las 300.000 toneladas entre entradas y salidas. La red de carreteras para automotores se extendió hasta sumar 10.000 kilómetros, de los cuales, 2.000 servidos por itinerario fijo. En el año 1939, las salinas de Dante produjeron 276.000 quintales; la pesquería de Alúla entregó 1.000 toneladas de atún, del cual, 500 toneladas enlatadas; la Olibanum explotó 10.000 quintales de incienso; la organización industrial representaba un capital de 75 millones de liras; se habían construido centenares de puentes; ampliada y afirmada la red de carreteras; la instalación de grandes alambiques que esterilizaban el agua extraída de pozos artesianos aseguraban la provisión de agua potable; se construyeron muelles de cemento armado en los puertos marítimos y grandes almacenes-depósitos para las mercancías; varios hospitales principales con capacidad total de 10.000 camas, y 30 enfermerías ambulantes; iglesias, mezquitas, escuelas, aumentaron de número y de tamaño en cada pueblo. La exportación del banano alcanzó a 70 millones de liras. Las superficies de cultivo alcanzaron 33.000 hectáreas, de las cuales 4.600 para banano; 1.200 para árboles; 15.000 para cosechas de estación; la producción de azúcar dio 600.000 quintales; el maíz
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
68.000; el algodón 5.000; cacahuetes 2.500; aceites 800. La campaña de higienización estaba dando magníficos resultados. La población blanca, solamente en Mogadiscio, alcanzaba veinte mil almas. La guerra destruyó la obra: Vino la guerra. Los somalos, armados y organizados por blancos enemigos, excitados por la falsa propaganda, el halago del pillaje, destruyeron la obra de veinte años de sudores y trabajo de los colonizadores italianos, quienes todo perdieron: capitales, vidas; los sobrevivientes, quedaron prisioneros… Advertía el New York Times en su edición del 3 de enero de 1945: “…las haciendas de la verde región africana se están retransformando en desierto…”.
Reconstrucción: Y ahora: la reconstrucción. Nuevamente, ejércitos de trabajadores italianos, esta vez bajo los auspicios e invitación de las propias Naciones Unidas, zarpan de Nápoles hacia el Benadir, para ir a someterse a la dura faena de la colonización y civilización africana, que ha de proporcionar en el futuro pan y bienestar para todos, blancos y somalos. La cooperación del delegado colombiano en el gobierno de ese pueblo del África, ha de resultar altamente benéfica para la cristiandad y para marginar los peligrosos avances de la propaganda comunista en ese continente.
TARTARÍN EN AFRICA - Capítulo 33 Viaje No. 14 El regreso a la civilización
323
Cuarta Parte
Lobo de Mar
CAPÍTULO 34
VIAJE NO. 15 (1A PARTE) S/ S
MONTE NERO
DE GÉNOVA A INGLATERRA, INDIAS, JAVA, LONDRES, GÉNOVA Salida de Génova: 21 abril de 1.922 Salida de Surabaya: 30 julio de 1.922 Comandante: Verde, de Sorrento Armadores: Bozzo & Maresca 1º. Oficial: Cilento, de Sorrento 2º. Oficial: Passalacqua, de Camogli 3º. Oficial: Copelli, de Chiavari Jefe Ingeniero: Maggioni, de Camogli 1º. Ingeniero: De Negri, de Camogli 2º. Ingeniero: Auteri, de Génova
M
uy confiado de mi casi amigo Rollandini, me le presento sonriente, esperando que me destine a embarcar sobre alguno de los buques de pasajeros que hacen las cortas travesías en líneas del Mediterráneo. Nos saludamos cordialmente; le agradezco que me haya llamado tan pronto al servicio, le expongo mis esperanzas de volver en breve a Génova, haciendo además hincapié en que debido a que hace pocas semanas he regresado de la Somalia, carezco de uniformes de oficial pues los que tenía en 1919 del Giuseppe Verdi se malograron o se volvieron pequeños para mi cuerpo y no he tenido tiempo de ordenar otros al sastre. Necesitaría pues que me destinara a un barco que no saliera del puerto antes de una semana, para tener tiempo de conseguirme los uniformes.
Me contesta con una ducha fría: “…en cuanto ha embarcar sobre un “pacchetto” (paquebote) de pasajeros, está usted equivocado, pues tiene que recordar que durante el tiempo en que estuvo ausente, si bien es cierto que la compañía lo mantuvo a usted en el rol orgánico con derecho a volver a ser empleado, también lo es que usted ha perdido dos años y medio de antigüedad pues mientras tanto han entrado varios centenares de nuevos empleados. Del puesto No. 50 o 60 que usted tenía en el escalafón de la compañía antes de irse en 1919 al servicio militar, ahora se ha quedado entre los últimos, No. 300 y pico; de acuerdo con el rol orgánico tendrá solamente derecho a embarcar sobre “carrette” (cargo–boats)…” Esta sentencia me hace el efecto de estar cayendo en un precipicio; consid
LOBO DE MAR - Capítulo 34 Viaje No. 15 (parte 1a)
327
ero arruinada para siempre mi carrera. Tener que chuparme toda la vida buques de carga, donde el sueldo es menor, el ambiente pésimo, el confort nulo, mayores los riesgos y las privaciones, significa para mí una perspectiva que a la larga se me volverá insoportable. ¡Cruel destino! ¡Qué patria, y qué gobiernos! ¡Primero, injustamente, se olvidan de mis servicios durante tres años de navegación de guerra, y me obligan a dos años y medio de servicio militar; luego, porque he estado ausente durante dicho tiempo, me retroceden en categoría y en escalafón, pasándome a la cola del rol orgánico del personal! Y pensar que todo esto se hubiera podido evitar si mamá hubiera accedido a mi deseo de que declarara ante las autoridades que mi padre estaba muerto; con lo cual hubiera tenido derecho a ser colocado en la tercera categoría del servicio militar. Desde luego, todo esto me sucede porque soy pobre, no dispongo de recomendaciones, ni parientes"que me ayuden o me den consejos; soy una hoja abandonada a la suerte del viento; no tengo experiencia para prever y burlar las inconvenientes normas legales y sociales que hacen víctimas de casta a quienes no dispongan de apoyos para sostenerse a flote… Me sentí estallar el pecho de rabia, desilusión, casi desesperación, porque aquello significaba una cadena para toda mi vida. Ya era tarde para volver a cambiar de profesión; forzosamente tendría que seguir navegando, pero la perspectiva de vivir siempre en cargo–boats se me presentaba horrible para el futuro, pues acabaría con cansarme, o volverme uno de tantos marinos estrafalarios, embrutecidos. Por lo pronto, no había remedio; resignarme. Intenté conmover a Rollandini, pero este me contestó con la frialdad del mármol: –es inútil. Además, ¿de qué se queja usted? Voy a destinarlo al vapor Montenegro, un barco nuevo, de turbinas, que irá a cargar carbón a Inglaterra y estará de regreso en Génova dentro de tres semanas de acuerdo con sus deseos. ¡Considérese usted bien afortunado…!– Con un gracias expresado entre dientes, salí de la oficina con la cabeza agachada cual si me hubieran condenado a galeras. Adiós Giuseppe Verdi, esperanza de sabrosos viajes en lujosos trasatlánticos. Voy a volverme un carbonero, por todos despreciado. Me presento a bordo del Monte Nero. Efectivamente se trata de un buque de construcción moderna, que va a tener su segundo viaje. Puede cargar unas 8.000 toneladas; marcha unas 10 millas horarias en prome-
328
dio; tiene modernas calderas de tubos, combustión a carbón, máquinas de turbina en lugar de las acostumbradas con bielas alternativas; las turbinas son una novedad de la época, con ellas hay menos vibraciones al casco (turbinas Tosi). Mi camarote es bastante cómodo, sin tener nada de lujo; está pegado al cuarto de la estación y como continuación de este último, parecido al del Cogne. El transmisor es un común Marconi de ½ kilovatio de potencia, con motor y chispero rotativo horizontal; el receptor, de galena. El comandante Verde es un viejo napolitano, bigotudo, tipo de tripulante de veleros en donde ha estado hasta hace poco tiempo. Sin ser grosero, es escaso de cultura general; su gloria consiste en hablar siempre del Cabo de Hornos, del estrecho de Magallanes, el salitre de Chile, el cabo de Buena Esperanza y demás lugares infernales en que estuvo durante las largas travesías de sus veleros. Napolitano también es el 1º oficial, Cilento, muy culto y elegante; ha viajado mucho en buques de pasajeros y conserva las buenas maneras allí adquiridas. Passalacqua, el 2º oficial es un joven moderno, de buena cultura, fregado como suelen serlos los ligures de Camogli. Copelli, el tercero, de cuerpo flaco y largo como un mástil, parece un joven recluta, en efecto es recién salido de la academia naval; muy culto, mete la pata a cada momento. El jefe de máquinas, Maggioni, relativamente joven, de cultura limitada, hace lo posible para figurar como modernista, a pesar de lo cual no luce siempre bien; De Negri, el 1er. ingeniero, es el opuesto del anterior: descuida su persona, las formas del trato, y sin embargo brilla como un gran señor; esto se debe a que además de ser inteligente y muy instruido, es hijo del armador De Negri, en su juventud gozó de la vida en ambiente lujoso, si no aristocrático. El segundo ingeniero, Autéri, es un buen muchacho, sin rasgos especiales en su personalidad. En resumen: el ambiente no es tan malo. Así que, no obstante que hace solamente algunas semanas desde que he regresado de dos años de vida africana; apenas diez días después del 11 de abril, fecha oficial de mi licenciamiento del servicio militar en Nápoles; hoy 21 de abril heme nuevamente en viaje, esta vez, desde Génova con rumbo a Cardiff adonde llegamos el 28 del mismo mes. Tan pronto amarramos al muelle, un barco de bandera británica que está maniobrando en el mismo dock, se nos vie-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
ne encima como para despachurrarnos el lado de estribor. El contramaestre da la alarma, todo el mundo corre a poner fuera de borda los almohadones y las grandes bolsas de pita (pallenttoni) para amortiguar los efectos del choque. El comandante Verde quien estaba en ese momento lavándose la cara, al oír la alarma sale de su camarote con el rostro todavía enjabonado, y viendo que el otro barco se nos avecina rápidamente, se voltea hacia el puente de mando del barco inglés apostrofando a su capitán con estas dos palabras: “¡vostra madre!”. A pesar del momentáneo afán, los oficiales del Monte Nero no podemos refrenar las risas. Vostra madre, en italiano, significa tu madre; y se usa lo mismo que en castellano, como cuando se le menciona a uno la abuela… Lo curioso del caso es que el capitán inglés, en lugar de sentirse ofendido, entendió que nuestro comandante le preguntaba “what is your matter” que significa: –¿qué quiere usted; qué le pasa?–; y por lo tanto contestó con el megáfono, disculpándose, de que su timón funcionaba mal. Se produjo el choque; las dos lanchas salvavidas de estribor, con sus respectivas grúas se hicieron añicos; salvo algunas peladuras menores al casco, todo paró allí, al tiempo que nuestro capitán seguía enfurecido gritándole al otro: ¡vostra madre, vostra madre! Desde aquel día, capitán Verde quedó bautizado por la tripulación del Monte Nero, capitán Vostra Madre. El seguro del barco inglés compuso regularmente los daños y pagó el lucro cesante. Escribo a mamá informándole que espero estar de regreso en un par de semanas y que me propongo ir nuevamente de vacaciones. Quedamos atracados al muelle en espera del turno de carga. Pero, mientras tanto, los mineros ingleses y los cargadores del muelle se han declarado en huelga, quedando el puerto paralizado. Transcurren los días, en la incertidumbre, sin nada que hacer. Una tarde, al ir de paseo hacia los parques de Cardiff pienso hacer algunas fotografías y al efecto, el ingeniero De Negri me presta su cámara, una grande y magnífica Zeiss. Cuando regreso a bordo hacia la medianoche el muelle está a oscuras, la escalera principal del barco ha sido retirada, quedando únicamente la buscaggina o escalera vertical de cuerda por la cual hay que treparse con ambas manos hasta llegar al nivel de la cubierta. Para que la cámara no me estorbe en la ascensión –que debido a la oscuridad es de cuidado–, la coloco en el amplio bolsillo del impermeable, y principio a subir. A mitad de camino, pongo un pie
en falso, doy un rodillazo contra el bolsillo donde está la Zeiss. Oigo un chasquido en el agua, la cámara se fue a pique. A la mañana siguiente comunico a De Negri la mala noticia. Con unos ganchos amarrados a una cuerda nos ponemos a sondear el dique, buscando pescar la Zeiss, pero el fondo tiene más de 30 pies y está lleno de barro, nuestras tentativas no dan resultado. No hay remedio, sino pagarle la cámara a De Negri. Un dineral, porque esa máquina era muy valiosa. Pero yo no tengo ahora dinero disponible pues todo lo dejé en Pinerolo a mamá, contando con que para el futuro iría nuevamente acumulando durante el viaje el respectivo salario mensual. Ofrezco a De Negri pagarle al final del viaje pero este es un gentilhombre, comprende mi esfuerzo, muy bondadosamente me contesta que a pesar de que quería mucho esa preciosa cámara no quiere un centavo, porque se trata de un accidente que había podido igualmente ocurrirle a él. Entonces, recordando que le habían gustado mucho los objetos africanos que le había mostrado colgados en la pared de mi camarote –donde los había llevado desde Pinerolo pues eran para mí también muy queridos–, descolgué el bilao de mango de marfil y plata, los dos colmillos de hipo en forma de media luna, los más grandes de mi colección, y se los regalé ambos, en compensación. De Negri se declaró satisfecho; y yo perdí aquellos recuerdos para los cuales tenía un inestimable cariño. Sigue la huelga carbonera. El agente del barco nos informa que el flete que estaba contratado para nuestro regreso a Génova ha quedado anulado. No se sabe para dónde vamos a ser fletados una vez que se reanuden las operaciones de cargue en el puerto. Cuando termina la huelga, nos llega la despampanante noticia: hemos sido fletados para desde Cardiff llevar carbón a Bombay, India. Caray –¡con mi esperanza de regresar a casa la semana entrante!– ¡Esto significa por lo menos tres meses más de viaje! No obstante, me gusta ir a conocer Bombay, las Indias Orientales, a pesar de que no tengo vestuario ni uniformes tropicales. El 19 de mayo, cargados de carbón, salimos hacia el Oriente, vía Gibraltar y el canal de Suez. Este es el mes de la neblina en el mar del norte; de hecho, en el canal de San Jorge la encontramos espesa, opaca. El barco adelanta tocando a cada minuto la sirena. Al día siguiente, siempre con la niebla, estamos a la altura de Ouessant, la punta norte occidental de Francia, cerca de Brest. Oigo un S.O.S. a pocas millas de distancia, repetido por la costanera FFU. Es el
LOBO DE MAR - Capítulo 34 Viaje No. 15 (parte 1a)
329
trasatlántico inglés “Egypt” de la Peninsular Orient Line que debido a la persistente neblina ha sido espoloneado por un pequeño vapor francés. A pesar de la gran diferencia en tamaño, el enorme paquebote inglés se hunde rápidamente, causando centenares de víctimas entre pasajeros y tripulantes. Salen de Brest varias naves de auxilio; nosotros seguimos marchando a ciegas, a pesar de que esa noticia que acabo de recibir por radio nos proporciona escalofrío. Maldita neblina, día y noche continúa invadiendo el espacio. En tales condiciones pasamos cerca del cabo Finisterre y llegamos a la punta sur del cabo de San Vicente de Portugal, siempre andando entre la oscuridad de la niebla. Hay que reconocer que “nuestra madre” y su segundo, Cilento, son muy buenos navegantes pues el haber venido de Inglaterra hasta aquí sin estrellarnos y sin perder el rumbo constituye un buen trabajo. Por el color del agua y otros detalles, nos damos cuenta de estar ya dentro del estrecho de Gibraltar; hace cuatro días que a cada minuto nuestra sirena pita sin descanso las veinticuatro horas; no podemos dormir; la gente de guardia sobre el puente y en la cofa se siente agotada por la tensión nerviosa. Con frecuencia oímos pitos o sirenas de otros barcos que cruzan cerca de nosotros, sin alcanzar a verlos debido al permanente velo de la niebla. Ojalá que no nos toque la suerte del Egypt. Desde luego, por esos pitos cercanos que a cada tanto escuchamos, comprendemos que vamos en la ruta. Sin ver nada de la costa, pasamos entre Gibraltar y Ceuta, desembocamos en el Mediterráneo, y una tarde, cerca del Alger, de repente se nos viene encima una enorme mole gris que aparece como un fantasma entre la niebla. Es un petrolero americano, sin carga. Gracias a la pronta maniobra de los timoneles de ambas partes volteando a su derecha de acuerdo con el reglamento internacional, el gringo pasa a pocos metros de nuestra popa, sin tocarnos. ¡Al diablo con el susto! Cerca de Túnez, al fin, termina la neblina, y con ella concluidos 6 días de impresionante navegación a ciegas y el toque de la sirena. Nunca más he vuelto a experimentar una época tan larga de neblina. A los once días de haber salido de Cardiff, el 30 de mayo entramos en Puerto Said; es esta la tercera vez que cruzo el mar Rojo, ahora ya no como simple marinero abordo del Roma, sino que nuevamente en función de oficial. La temperatura está subiendo calurosamente; este barco no es del tipo de construcción especialmente adecuada para navegar en climas ecuatoriales; sus alojamientos carecen de ventilación;
330
otro tanto sucede en el compartimiento de calderas y máquina turbina. Se hace lo posible para remediarlo, instalando mangas de viento en todas partes, con el fin de aumentar la circulación del aire y refrescar la temperatura. ¡Quién me hubiera dicho hace un par de meses, que volvería en el siguiente viaje a pasar por estos mismos lugares! En aquel entonces, tiritábamos de frío; ¡ahora sudamos! Antes de salir de Port Said el capitán hace provisión de centenares de botellas de “lime squash”, especie de jugo de limón, que distribuye entre la tripulación, con la recomendación de usar este líquido echándole unas gotas al agua que vayamos a beber. En parte quita la sed, y es más que todo desinfectante; su uso es obligatorio según las prescripciones médicas. Tal atención del capitán, en hacer espontáneamente el gasto para suministrarnos lime squash es sospechosa, nos suena como aviso para que nos preparemos a enfrentarnos a enfermedades; si no fuera por el temor de quedarse sin tripulación, no habría peligro de que los avaros armadores, y con ellos el capitán, gastaran plata en suministrarnos limonadas. Con el sol abrasador pasamos el canal de Suez y atravesamos el Mar Rojo; casi no hay día sin que uno u otro de los fogoneros de turno en las calderas quede privado por el excesivo calor o falta de aire, teniendo sus compañeros que subirlo a cubierta y hacerle curaciones. Llegados a estrecho de Bab–el–Mandeb, cruzamos frente de Adén, entramos en el océano Indico. Durante mis turnos de escucha en la estación de radio observo un fenómeno que se acentúa a medida que nos internamos en el océano Indico: el alcance de mi transmisor de ½ kilovatio, de chispa, onda larga, que era usualmente de unas 200 millas durante el día y unas 1.000 millas de noche, se ha más que triplicado. Otro tanto ocurre a los demás transmisores en oriente: todavía nos separan 3.000 millas de distancia desde Australia, y sin embargo aún durante las horas diurnas puedo oír las estaciones costaneras de Sidney, Melbourne, Perth, Adelaida, Darwin, en la banda marítima de 500 kilociclos (600 metros). Este fenómeno es conocido por quienes viajan en esta zona y se explica con la teoría de que aquí la atmósfera es más conductora, ofrece menos resistencia, o absorbe menos el campo electromagnético, o existe reflejo de la ionosfera tal como ocurre con la onda corta, haciendo así llegar las señales a mayor distancia. Estamos en la época del monzón; apenas ha terminado el período de calma del tangabil; principiará a
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
soplar ligeramente el monzón del sudoeste que nos coge al travieso, un poco al jardín de popa. Debido a mi anterior aprendizaje en la costa de Somalia, mis conocimientos acerca del régimen de los vientos monzones me permite hablar de ellos entre los oficiales, como si yo fuera un profesor de meteorología; y no pierdo ocasión para contar a mis compañeros las aventuras y cacerías africanas cuyo recuerdo me persigue nostálgicamente. Es raro que todavía no me hayan apodado “el hipopótamo” siendo que a diario menciono tales bichos. La psicosis de explorador es de mi gusto y trato de conservarla aún cuando fuere solamente en recuerdos. Mientras tanto, abro cuanto más posible los ojos, para captar este interesante ambiente del océano Indico, nuevo para mí. La navegación en este mar es algo tediosa, no hay tierras ni islas a la vista, hace mucho calor, la humedad del aire es intensa y molesta, son pocos los barcos que cruzamos, solamente algún sambuco o algún junco con sus grandes velas chinas rompe de vez en cuando la monotonía del horizonte. En cuanto a peces, estas aguas son riquísimas de todos los tipos de voraces escualos, entre los que predomina el tiburón. A medida que nos acercamos a la costa de la India, el color del agua marina pierde su puro tinte azul y su brillante fosforescencia nocturna, adquiriendo el tono sucio entre amarillo y verdoso, característico de las zonas de poco fondo o donde desemboca algún río. El 15 de junio al mediodía entramos en el puerto de Bombay. Lo primero que despierta mi atención son los numerosos árboles de papayo, que se ven a lo largo de los muelles. Son iguales a los que conocí y cultivé en Africa; al verlos, se me alegra el pensamiento de que voy a comer mucha de esta fruta, cuyas maravillas dietéticas describo a mis compañeros que por primera vez la van a conocer. Observo luego, cantidad de buitres y chulos que revoloteaban en el aire junto con marabúes y otros pájaros carnívoros; tal cantidad se debe a que en esta tierra los animales son respetados como sagrados. Por la tarde, bajo a pasear por la Explanade Road, cuidando de no extraviar el camino para regresar a bordo, pues francamente, este mundo es tan diferente de todo lo que he conocido hasta ahora, tan variado y heterogéneo y por lo mismo tan atractivo, que fácilmente puede uno perder la brújula y desorientarse. Las calles están densamente ocupadas por habitantes que parecen vestidos como para carnaval: de todas las razas y colores. Hasta los animales están pintados: las ovejas,
las gallinas, palomas, pastan tranquilamente entre esa multitud, con sus cuerpos dibujados en líneas rosadas, amarillas, azules, etc. Se comprende que tales colores no son naturales de los animales sino que se los aplican sus propietarios y adoradores al hacerles la toilette por la mañana. Allá va una vaca, ella también pintada; con toda calma se sienta sobre los rieles del tranvía y descansa rumiando. Los transeúntes no omiten acariciarla con devoción, cual en otros países lo harían con la prominencia de un jorobado… Llega un tranvía cargado hasta el tope con pasajeros hindúes, a un par de metros de la vaca frena, todo el mundo observa plácidamente la vaca sin que nadie se atreva obligarla a dejar libre la circulación. Para los hindúes es uno de los animales sagrados. En mi cabeza occidental no cabe que sea posible demorar las actividades de la ciudadanía, simplemente por una vaca cebú, pero comprendo que, en mala hora quien se atreviera a molestar el animal; ¡podría ser lapidado por los presentes! ¡Qué contraste, entre este espectáculo y el de una corrida de toros, con fogueo y sangre! ¡Cuando creemos ser los más civilizados, podemos resultar los más salvajes! Generalmente, los hindúes no tienen prisa en sus costumbres, ellos cuya historia es miles de años más antigua que la de los europeos, opinan que la rápida carrera de la civilización occidental es loca e inútil puesto que no se puede forzar o vencer la lenta y frenada marcha de la invencible naturaleza. El carnaval de colores y formas de los vestidos de los hindúes es debido a la variedad de razas y castas que componen este pueblo; y es admirable que puedan vivir conjunta y pacíficamente gentes de costumbres y creencias tan diferentes. Allí va un parsee (parsí), de la tribu de los comerciantes semi-europeizados, que tienen fama de ser ricos, conocen la cultura europea, especialmente la inglesa. Su cuerpo y su cara recuerdan la raza caucásica: piel blanca, largas barbas y bigotes. De origen persa, siguen la religión de Zoroastro y son adoradores del sol. Visten saco, pantalones, camisa a la europea salvo que en lugar de llevarla metida dentro de la cintura, la dejan suelta afuera, lo cual a nosotros nos parece ridículo. Su sombrero es de forma particular: una especie de cilindro negro de cartón, pintado con estrellitas doradas, cuya base superior tiene un fuelle de tela, quizás para servir como manga de viento para el cuero cabelludo. Lo que más nos impresiona a los europeos es el hecho de que en vez de enterrar a sus cadáveres, los parsís los ofrezcan al apetito de los marabúes,
LOBO DE MAR - Capítulo 34 Viaje No. 15 (parte 1a)
331
buitres y cuervos. Para ello, en Bombay y otras ciudades del interior, hay cuatro altas torres de material: la primera es el cementerio de los parsís hombres; la segunda, está reservada para las mujeres de la misma casta; la tercera, para los niños; y la cuarta para los malhechores de ambos sexo. Cuando muere un parsí, sus parientes organizan el funeral con mucha pompa acompañándolo hasta la respectiva torre donde lo entregan al sepulturero. Este, con sus ayudantes, suben el cadáver hasta la cumbre de la torre, como de unos 40 metros de altura, donde hay una amplia terraza en la que se coloca al difunto. Los hombres se retiran; inmediatamente, bajando del cielo se precipitan sobre ese cuerpo centenares de aves rapaces que estaban revoloteando en el aire en espera de la comida. En pocos minutos solamente quedan sobre la terraza los huesos limpios del esqueleto que fue antes cuerpo humano. Las aves se van; los sepultureros suben a la terraza, con una manguera de agua barren los últimos restos de sangre; echan los huesos en un horno para incinerarlos y se alistan para el próximo funeral. Siendo los parsís preferidos por los ingleses para asignarles funciones administrativas, y porque les gusta en algo imitar a los europeos, ellos son las víctimas escogidas por los insurgentes hindúes de otras castas. Hace solamente pocos días que un príncipe de Gales (año 1922) salió de Bombay después de su visita oficial a su imperio de las Indias, durante la cual hubo serios disturbios ocasionados por la rebelión de los gandhistas que acaban de declarar el boicoteo comercial de la sal, las telas y otros productos de manufactura inglesa. Nadie se atreve a circular por las calles llevando sombrero europeo, pues los hindúes, no obstante su relativo pacifismo, han resuelto darle palo a las cabezas que lleven ese tipo de sombrero. Por equivocación, o por extensión, a veces palean también el sombrero de cono de los parsís, quienes sin embargo circulan atrevidamente por las calles principales, aunque evitando meterse entre las de los barrios populares, desde donde no saldrían incólumes. Hay muchos musulmanes, veo numerosas mezquitas; las costumbres de esta gente son más o menos similares a las de los mahometanos de Egipto, Siria, Argelia, etc. Entre las castas de hindúes propiamente dichas, que son numerosísimas, se distinguen los rajiputanis, siks, indostanes, madrestanes, ceylaneses, singaleses, punjabs, tibetanos, etc., entre los cuales hay
332
brahamanes, budistas, chatrias, vaisyas, musulmanes, parsís, judíos, sudras o parias, banianos que se nutren solamente con vegetales, y una infinidad de otras castas y subcastas, basadas sobre el dogma indio de la metempsicosis o trasmigración de las almas, según la cual los cuerpos humanos que mueren van a cuerpos animales o aún vegetales. Por eso es que los hindúes respetan tan religiosamente a la naturaleza, los árboles, los animales y aún las serpientes tan venenosas como la cobra, pues de acuerdo con sus creencias, a lo mejor, en una vaca o un buitre o la paloma con que tropiezan puede hallarse escondida el alma del abuelo, padre, hermano, etc. Cada hindú lleva visible un distintivo de la religión que profesa: en los vestidos, por la forma; en la cara, por diferentes signos pintados sobre la frente o en las mejillas, parecidos a los que los católicos se marcan sobre la faz los miércoles de cenizas. El paria es el ser intocable, considerado infecto, tratado peor que los perros, condenados de padre e hijo a servir y ser despreciados por todos los demás habitantes de la región. Gandhi es el primer hindú que ha tenido el valor de rebelarse contra esta costumbre inhumana, clamando por la igualdad de los hombres, sin privilegios de casta. Costará mucho tiempo y trabajo, transformar en la India tal costumbre que existe desde hace miles de años. El hindú es conservador, fatalista, muy arraigado a sus antiguas tradiciones. Otro tipo de funeral impresionante, es el que practican la mayoría de los hindúes secuaces de Brama, Visnú y Siva, quienes pasan por las calles llevando en hombros la litera sobre la cual se haya extendido el cadáver, cubierto de rosas y flores, al que llevan hasta algún lugar afuera de la ciudad, donde está preparada la pira de sándalo u otras maderas preciosas y perfumadas, sobre la cual se coloca al muerto, siendo los propios parientes quienes encienden la candela y asisten llorando a la quema y transformación de su ser querido, en humo y cenizas. Está prohibido a los europeos entrar en los templos hindúes quienes ya sean parsí, hindú o mahometanos considerarían tal hecho una profanación; tenemos que contentarnos con ver desde afuera las figuras grotescas de sus ídolos: Brama, representado por un solo cuerpo con tres cabezas y seis manos, símbolo de la Trinidad; Siva, la diosa que destruye para crear; Visnú, dios de la fuerza conservadora del universo. En los días sucesivos a la llegada a Bombay, sigo observando y continuamente estudiando el ambien-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
te. Pienso que los turistas y otras personas que viajan para conocer el mundo oriental, tienen para ello que gastar mucho dinero; yo en cambio he sido traído aquí gratis, y aún con sueldo; mal haría en no aprovechar la ocasión. Para algunos de los tripulantes, lo más interesante de haber venido a Bombay consiste en la curación de los callos. Circulan por las calles, y suben a la cubierta del Monte Nero, vendedores de las cosas más absurdas: desde los mercantes de joyas, brillantes, perlas, topacios, amatistas, estatuas y objetos de ébano, marfil, plata, porcelanas chinas y japonesas, hasta los pregoneros que impúdicamente ofrecen “cantáride para familia”; y los médicos de… los callos. Al tiempo que yo estoy contento con hallarme en Bombay y nuevamente comer papaya, Cilento y otros hacen consistir su felicidad en la esperanza de quitarse aquí sus excrecencias pedestres, cuyos dolorosos efectos yo desconozco todavía gracias a mi joven edad. Si Amberes tiene entre los marinos la fama de “traversata persa” (travesía perdida económicamente, por lo atractivas y dispendiosas que resultan las mujeres de Amberes); Bombay la tiene entre otras cosas, como puerto callicida. El que tenga callos hace un contrato: pagará cinco rupias al especialista que se los va a quitar, siempre que este logre entregarle la respectiva raíz, un hilito delgado como un cabello, blanco, de uno a dos centímetros de largo. Ya le he visto sacar un par a las extremidades de Maggioni quien sonríe feliz como si estuviera en el paraíso. El callista hindú estudia la conformación exterior del callo; después de un cuidadoso examen, mediante un bisturí desinfectado hace un menudo pero profundo corte en el punto donde supone hallarse la raíz. Aplica luego en tal punto una especie de conito, a veces es un cuernito de venado, el que funciona como ventosa al encenderle una vela en la punta. Si la incisión fue bien hecha, en el lugar exacto, la ventosa chupa la raíz y esta sale afuera del callo. Aseguran que una vez extraída la raíz, el callo no se vuelve a reproducir. Si esto es cierto –como afirman Cilento, Maggioni y otros que ya hicieron el experimento–, ¿a qué se debe que los médicos occidentales no hayan aprendido este arte? He tenido la ocasión de asistir al espectáculo dado por un fakir en la calle, pero a la mitad de la función preferí alejarme porque la vista de los clavos y vidrios con que se alimentaba me dio repugnancia. Otros fakires hacen las cosas más raras: hay quien camina sobre brazas ardientes, quien sobre afiladas
espadas, quien se mantiene durante meses inmóvil en un mismo sitio parado sobre una sola pierna; quien vive largo tiempo con el cuerpo semi-enterrado, el pecho y la cabeza expuestos día y noche al sol, aire y lluvia. Los hindúes son maestros en ciencias ocultas y en el arte del dominio por fuerza de voluntad sobre las manifestaciones de su propio cuerpo. Un espectáculo común en los muelles de Bombay es el de la lucha entre el mango (mangosta) y la cobra. Pagando el valor de la cobra –un par de rupias–, se obtiene que el dueño–empresario deje luchar los dos animales hasta que uno de ellos muere. Si se paga menos, cuando uno de ellos está próximo a sucumbir, el dueño lanza un silbido; inmediatamente la serpiente abandona la lucha y vuelve a encerrarse en su canasta. El mango es una especie de curí o conejo de India, del tamaño de un cuy, casi siempre acaba venciendo a la cobra, mordiéndole el cuello y degollándola. El lugar de diversiones populares es el barrio denominado Grant Road, que se ve a distancia precisamente porque hay una elevada rueda vertical, con carritos, que dan vueltas para quienes gusten la sensación de vértigo. Es interesante por lo grandioso, lo monstruoso, y lo variado del conjunto. Una especie de Luna Park, de amplia extensión, entre el cual, parte del millón y medio de habitantes de Bombay (año 1922) circula como apretadas hormigas. En las afueras del barrio, están los chalets de las cocottes europeas, rusas, francesas, italianas, noruegas, turcas, españolas, devoradoras de libras esterlinas, cuyas mansiones parecen principescas por la cantidad de siervos y el lujo de los muebles, tapetes de Bukara o persianos, porcelanas y artículos de plata. Desde luego, los sirvientes aquí cuestan muy poco; cada residente europeo tiene varios, porque también es poco lo que hace cada cual… Ya más adentro, el barrio se subdivide en sectores, de acuerdo con la raza que lo habita; cada sector comprende varias calles. Entre sus habitantes: gran cantidad de mujeres en espera de visitante o huésped. Se acostumbra clasificar como sectores limpios los habitados por mujeres chinas o japonesas, las famosas geishas siempre sonrientes, todo reverencias y atenciones metódicas, artísticamente peinadas, lindamente vestidas en sus kimonos y zapatos de alto tacón, bajo cuya hospitalidad no se le tuerce un cabello ni se le roba un céntimo al cliente. Casi al mismo nivel, están considerados los sectores de las persas, turcas, circasianas, kamhemirianas,
LOBO DE MAR - Capítulo 34 Viaje No. 15 (parte 1a)
333
cuyo cuerpo y color de raza caucásica las hace bastante parecidas a las europeas. En escala inferior, sigue el infierno: los monstruos horrorosos producidos por los parias asiáticos; mujeres expuestas en jaulas, tal como si fueren simios, agarrándose de las varillas del cajón–casa y gritando, contorsionando el cuerpo desnudo y asqueroso, para llamar la atención del transeúnte. En el centro del barrio, sucios restaurantes indígenas, casas de juego, carruseles, fumaderos de opio. La vida de los europeos en Bombay, de acuerdo con el estilo ingles de mantenerse lo más posible distanciados de la población indígena, es artificiosamente aristocrática y resulta altamente costosa. Existiendo hindúes y parsís ricos como nababos y de refinada cultura, los ingleses, con el fin de imponer su dominio y poderse destacar figurando exteriormente superiores, se vieron obligados a un tren de vida y de gastos que nunca tuvieron en Europa, y que aquí los mantiene cerca de la quiebra. Puesto que los demás europeos no quieren tampoco mostrarse inferiores a los ingleses, resulta que todos sufrimos las consecuencias. Se considera aquí indigno para un blanco europeo caminar a pie por las calles, o tomar el tranvía, o el rickshaw (palanquín chino), o la carroza tirada por caballos, o el bote empujado por remos. Para distinguirse, el blanco tiene que viajar en lujosos automóviles, o en botes de motor, sembrar rupias de backshish (propina) entre los sirvientes. Algunos funcionarios ingleses tienen altos sueldos que bien les permite cubrir tales gastos; la mayoría de los demás blancos necesita rebuscarse toda clase de recursos para pagar las cuentas, aunque estén siempre sin un centavo… Está de moda entre los europeos, reunirse bajo los toldos al aire libre del restaurante Green, para el five– o–clock tea, a tomar refrescos; y por la noche, en el grill del hotel Taj–Mahall o en el bar tomando whisky and soda, afectando poses de “viveur” millonario mientras que hacen mentalmente la cuenta de cuántas rupias quedan en el bolsillo para pagar el auto de regreso a la cama… A medianoche, reunión en el club Gymkana, bajo los sicomoros alumbrados por linternas chinas, para jugar póquer, y otros vicios de la “sociedad”. El smoking es obligatorio para la entrada, como es normal en un ambiente de “gentlemen”, damas y caballeros, no obstante que parte de los concurrentes sean tahúres y aves nocturnas. Los títulos de sir y lady sirven para cubrir muchas porquerías. Los sirvientes hindúes, todo lo observan y lo com-
334
prenden, sin perder su impasibilidad. Si ellos no fueren fatalistas, quizás no tendrían tanta paciencia. Por mi parte, aunque llevado únicamente por el propósito de ver y conocer, tengo en la práctica que seguir en parte la rutina inglesa, lo cual me obliga a consumir parte de mi salario. Mientras tanto, viviendo en la ciudad, en vez de quedarme a bordo, evito tener que soportar el calor desagradable y el polvo de carbón que emana el Monte Nero en el muelle de descargue. Tampoco me choca al fin y al cabo dármela de ricacho aunque sea solamente por pocos días. Terminada la descarga del carbón, el barco es trasladado para quedar anclado lejos del muelle, en la rada, esperando órdenes desde Génova. Voy al consulado en búsqueda de correo de Pinerolo. Este consulado debiera ser algo importante puesto que el tráfico de naves italianas, especialmente de la línea de Trieste, es bastante intenso y apreciado en esta zona. Sin embargo, el edificio da pena verlo; el único empleado que nos atiende es un secretario hindú de nacionalidad portuguesa, oriundo de la colonia homónima de Coa, quien ni entiende el italiano, ni el inglés, teniendo que hablarle en español mezclado con portugués. El señor cónsul, dizque ha salido para veranear a Poona a ver las famosas carreras de caballos. Han llegado las órdenes de Génova: nada menos que seguir viaje hasta la isla de Java, a cargar azúcar. A este paso, el pronto regreso a casa se está volviendo un mito. ¿Qué hacer? Resignación; aprovechar para conocer más el Oriente. Salimos el 30 de junio, rumbo a Batavia (ahora Yakarta). La navegación principia a hacerse interesante. Con la proa al sur, pues tenemos que bajar hasta la isla de Ceilán (hoy Sri Lanka) para luego doblar al este hacia el archipiélago de las Indias Holandesas, el barco se mantiene a la vista de la península hindú, por la izquierda; al tiempo que por la derecha avistamos frecuentemente escollos despoblados, y luego las islas Laccadivas; estamos en el mar de las perlas. El viento monzón, casi de proa, está bastante fresco, pero el tiempo es bueno. Cruzamos cerca de Colombo, el puerto principal de la isla Ceilán y ponemos rumbo hacia el estrecho de la Sonda, entre las islas de Sumatra y la de Java, siendo este el camino más corto entre Colombo y Batavia, unas 1.800 millas. El barco está vacío, casi totalmente emergido; con poco calado; no hay peligro de topar escollos invisibles; procede con buena velocidad. A medida que entramos en el mar de Bengala, se apacigua el monzón, el mar asume una calma solemne,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
que es predominante en esta zona durante la mayoría del año, exceptuando cuando es interrumpida por los tifones, los violentos huracanes orientales. El mar se ve riquísimo de peces; la fosforescencia nocturna asume proporciones fantásticas, lo mismo que el panorama. A mitad de camino, atravesamos la hipotética línea del Ecuador; es la primera vez que lo hago, y de acuerdo con el mito marino, varios entre la tripulación nos bautizamos con vino para rendir homenaje al viejo Neptuno, dios del mar. Que la atmósfera de esta zona oriental sea diferente de la atlántica o la mediterránea, además del ya mencionado fenómeno del mayor alcance de las estaciones de radio, es evidente también por las diferentes formas y colores que aquí asumen las nubes. Estas adquieren tonos nunca vistos en otras partes, entre los que predomina el rosado; sus formas estrambóticas recuerdan los raros paisajes que se ven pintados en los cuadros japoneses y que hasta ahora yo creía reflejaran únicamente la fantasía del artista. Nada de fantasía: esos cuadros en que se ve surgir una montaña en forma de cono, sobre un fondo azul, y al lado un garabato rosado para representar una nube, son una fiel copia de estos panoramas orientales. Ya acercándonos al estrecho de la Sonda, vemos muchas de estas islas, de naturaleza volcánica, como el Fujiyama japonés, cargadas de vegetación desde el nivel del mar hasta el alto círculo de las nieves que terminan con el clásico cono blanco y un penacho de humo hacia el cielo. Supongo que dentro de aquellas selvas deben hallarse, como en Africa, muchas fieras; siento brotar nuevamente en mí el espíritu del cazador. En la literatura, son famosos los tigres, jaguares, de Sumatra y de Java, tanto como los de Bengala; además, en estas islas, inclusive Borneo y Celebes, abundan los gorilas, los orangutanes (urang– utang) y otras especies exclusivamente asiáticas. En esta región de la Sonda se halla uno de los puntos de mayor profundidad en los mares del globo: alrededor de 6.000 metros. Con un mar tan calmado, que parece aceite, pasamos el ya nombrado estrecho, y el 9 de julio entramos en el puerto de Tandjung Prick, en cuyos muelles principiamos a cargar azúcar. La ciudad de Batavia se halla en el interior, a una hora de automóvil. Tenemos varios enfermos a bordo, casi todos de disentería; yo también estoy malísimo del estómago, y fiebres intestinales, lo mismo que Maggioni y Copelli. Viene a bordo un médico, resuelve que todos seamos internados en una clínica, en donde se supone que
las comodidades nos permitirán mejorar a pesar de este pésimo clima: tórrido, húmedo, frecuentes lluvias, y mosquitos en cantidad. A este insalubre clima se debe la gloria de Java, mundialmente conocida como la perla de las Indias, pues produce gran cantidad de azúcar, arroz, caucho, petróleo, tabaco, té, drogas, índigo, madera rosa, etc. Los holandeses, son hasta hoy los mejores colonizadores del mundo; de estas islas salvajes han hecho, no obstante el clima, uno de los lugares más productivos y más ricos del orbe, logrando en un par de siglos civilizar sus habitantes, de raza malaya, de tal manera que producen mucho con su trabajo, son bien cultos, muy limpios, quieren a su reina Gillermina, y no hay peligro de que piensen en rebelarse (30 años después, se rebelaron, hoy Indonesia). En un par de automóviles vamos hacia la clínica de Batavia. Los choferes son javaneses pero nos acompaña un holandés de la agencia. ¡Qué gente culta son estos holandeses! Casi todos hablan francés, inglés, y algo de italiano, además del alemán, el flamenco y el javanés; conocen arte, historia y profesionalmente hay que oírlos. Son simpáticos, calmados, nada de bombo, por el contrario, son modestos; lo único en que se exceden es en tragar colosales chops de cerveza que es aún superior a la mejor alemana. Vamos corriendo por una magnífica carretera asfaltada, sombreada por enormes árboles de kopoks, palmeras de cocos y otros frutos tropicales. A lo largo de la carretera vemos un magnífico canal navegable que es una grandiosa obra de ingeniería, en el que navegan barcones y chatas cargadas de productos del interior; al otro lado del canal, los rieles de un ferrocarril de estilo colonial pero bien organizado. Es cosa que asombra el ver los tres medios de comunicación juntos, paralelos, y todos eficientes: el ferrocarril, el canal, la carretera. ¡Cómo no va a haber progreso donde se dispone de tales medios! Entrando en Batavia, esperábamos ver una gran ciudad; en cambio, la ciudad casi no se ve; el guía nos explica: debido al clima, las aglomeraciones serían antihigiénicas. Por consiguiente, la ciudad se compone de pabellones y de bungalows o chalets, muy elegantes, colocados a distancia uno de otro, cada edificación está rodeada por elevadas mallas contra los zancudos y aislada entre jardines tan bien cultivados y mantenidos que parecen artificiales; donde quiera brilla la limpieza, el orden, educación exquisita, atenciones. Grandes árboles en las avenidas y alrededor de las edificaciones dan a la ciudad el
LOBO DE MAR - Capítulo 34 Viaje No. 15 (parte 1a)
335
aspecto de un inmenso parque entre el cual los lindos chalets aparecen como juguetes de pesebre. Llegando al pabellón de la clínica me parece entrar en un paraíso tropical, tal es la belleza de los amplios jardines cubiertos de flores, árboles entre los cuales viven libremente monos y papagayos multicolores. En las calles de la enfermería todo es luz y suavidad, los pisos son grueso tapetes, un silencio acogedor que, da pena decirlo, queda perturbado con la entrada de este grupo de marinos embrutecidos, parlanchines, ruidosos y malcriados. Salen de entre las cortinas parejas de jóvenes monjitas, bajo cuya sonrisa imagino que se esconde la sorpresa de tener que tratar a diablos como nosotros, traídos quién sabe de dónde. La superiora ensaya no sé qué idiomas, acabando con mostrarse feliz cuando oye que le contesto en francés y asumo la función de interprete. Al alojarnos, quedamos todos separados, cada marino ocupa un cuarto con baño propio, ventiladores, biblioteca, toda clase de conforts. Y con su graciosa sonrisa principian a visitarnos las amables monjitas, trayéndonos bebidas heladas, tomándonos la temperatura, cortándonos el pelo, preocupándose a cada momento para saber si nos hace falta algo. ¡Qué nos va a faltar! ¡Con una de esas miradas tenemos para quedar satisfechos todo el día! Por lo visto, ¡no saben que somos marineros, brutos, seres acostumbrados únicamente a la continua lucha, a las durezas, a las privaciones, a los engaños; y nunca a las ingenuas bondades! El valor de ánimo y espíritu de sacrificio de estas hermanas se pone de manifiesto al segundo día cuando al ordenarnos de hacernos un baño, se ponen ellas mismas a desvestirnos y luego a frotarnos el cuerpo desnudo con agua y jabón; obligándonos por parte nuestra a hacer un enorme esfuerzo mental para no darnos cuenta de la situación y no volvernos locos; solamente la vista del hábito que ellas llevan, logra refrenar nuestro instinto bestial. ¿Cómo se atreven? Cierto es que estamos enfermos, pero ¿no saben que somos… de sangre italiana? Seguramente, están acostumbradas a tratar con marinos nórdicos, ingleses, más educados… Pero llega el momento en que a pesar de mi malestar y debilidad no puedo más, y con el gesto de la mano, como si le indicara “vade retro Satanás” tengo que ordenarle a la enfermera que se vaya de mi baño; no sé de que nacionalidad sería, pero entendió, y plácidamente se fue. Más o menos, según me informaron después, lo mismo les ocurrió a mis demás compañeros del Monte Nero.
336
–¡Cuántos marinos– comentábamos, –buscarían de venir a Java y se enfermarían, si supieran que podrían tener tan buena suerte como la nuestra!– Pero, esta fiesta no podía durar mucho; del barco llegan noticias de que ya está listo para zarpar y es necesaria nuestra presencia a bordo lo más pronto posible. A la semana de esta vida para nosotros dulcemente fantástica, la visita del médico conceptúa que estamos en condición de volver a embarcar, con excepción de Maggioni quien todavía sufre violentas fiebres, por consiguiente, el jefe ingeniero nos alcanzará por tren dentro de algunos días en el próximo puerto de Surabaya. Saliendo nuestro barco de Batavia, no se trata todavía de alejarnos de la isla, sino por el contrario, iremos casi circunnavegándola en toda su extensión, haciendo escala en varios puertos, para recoger azúcar, con el fin de completar las 8.000 toneladas de capacidad de carga de nuestro barco. Al día siguiente de haber salido de Batavia fondeamos en Tegal y en la playa de Semarang. En Batavia, el cargamento se efectuaba con medios modernos, mediante las grúas mecánicas de los muelles; aquí, se nos presenta un cuadro folklórico sugestivo, pues, los sacos de azúcar pasan desde los depósitos de la playa, a unos planchones de tipo malayo, por sobre los hombros de centenares de cargadores nativos; luego, los planchones vienen con sus propias velas y remos hasta colocarse bajo un lado del vapor anclado, y allí vuelven centenares de coolies a subir los sacos hasta colocarlos en nuestras bodegas. Todo lo hacen con orden, bondad y eficiencia, con el mínimo de gritería o de bochinche, a pesar de estar en cantidad tan numerosa que parecen hormigas. A la hora del almuerzo, llega un bote vivandero, con un capataz quien hablando malayo hace suspender el trabajo, divide la gente en escuadras, y principia a destapar canastos de los cuales extrae con mucha seriedad centenares de hojas de banano, cada cual provista de un puñado de arroz y una salaca o arenque, lo que, según vemos, es todo el almuerzo para estos parcos consumidores. A las cuatro de la tarde está terminada la carga de este puerto. Volvemos a zarpar hacia el próximo puerto de Tuban donde, al día siguiente, se repite igual función. Vamos luego a Pasoerang y por último a Tandjung Péra, el puerto de Surabaya, donde terminamos de completar hasta el tope nuestra carga. Al salir de Pasoerang, nuestra máquina de turbina parece refunfuñar, no responde debidamente, los ingenieros están preocupados.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Durante la maniobra para entrar en Surabaya, la máquina vuelve a fallar, como si ella también estuviere enferma. Sube a bordo Maggioni, venido desde Batavia en ferrocarril, y desembarcan definitivamente media docena de enfermos entre marinos y fogoneros. En su reemplazo embarcamos marinos chinos y malayos. Maggioni quisiera que el barco aplazara algunos días la salida hacia Londres, con el fin de destapar la turbina, conocer la causa de los ruidos y extrañas vibraciones que se notan durante las maniobras. Pero, el comandante Verde se opone, en consideración de que como quiera que el destino no es Italia, de acuerdo con los reglamentos y contrato de trabajo la travesía no puede ser considerada como viaje de regreso a la patria; nuestro contrato como tripulantes, que era para tres meses, está por vencer, y si expira antes de que hayamos iniciado viaje de regreso es decir mientras el barco se encuentre en un puerto de Java, será automáticamente renovado pero de acuerdo con el reglamento, tendremos derecho a un 20% de aumento sobre nuestros salarios. “Nuestra madre” quiere ahorrar a su armador este aumento de gastos y por ello dispone que la salida tiene que llevarse a cabo antes del 31 de julio cualesquiera que sean los temores de los ingenieros con relación a su máquina. De manera que, el 30 de julio salimos de Surabaya. El buque parece una nave–hospital. Enfermos la mitad de los tripulantes; enferma la máquina. Los marinos malayos embarcados de emergencia saben algo de maniobras pero es un problema lograr que nos entiendan, por las dificultades del idioma. Hay un fenómeno de mala voluntad y rebelión entre la tripulación. A las quejas por los malestares y la decaída salud, se ha añadido el malcontento por la apresurada salida del puerto, que todos a bordo saben, tuvo por objeto privarnos del derecho del 20% de aumento sobre nuestro salario.
Surge además otro pequeño incidente que se suma a los anteriores, como para aumentar más la presión del ambiente, que está por estallar. Fracasada la esperanza del aumento del 20%, alguien recordó que según las normas del contrato tendríamos derecho a otro sobresueldo, este de un 15% adicional desde el día en que hemos entrado en el primer puerto de zona infectada –en este caso Bombay–, hasta el día en que salimos del último puerto infectado o sea Surabaya. Total, un mes de sobresueldo. Preguntando al comandante sobre este particular, Verde contesta que no hay tal, pues las agencias consulares de cada puerto, desde Bombay hasta Surabaya, expidieron al barco “patentes limpias”, que en la jerga marina es una especie de pasaporte para la nave y sus tripulantes. ¿Conque, a pesar de tantos enfermos, patentes limpias? –Si, señor–, contesta el capitán. No les queda más remedio a los tripulantes, sino resignarse; pero en su corazón maldicen a los funcionarios consulares, a los armadores, a su capitán, quienes mediante estratagemas y malicias logran burlar cualquier cláusula del contrato. Lo malo es que, los síntomas de rebelión no se notan solamente entre el personal de categoría inferior; entre los oficiales también hay quejas y comentarios de carácter irónico contra el comando. Cilento, el segundo de a bordo, no se atreve a ponerse de parte de uno u otro bando, se hace el que se lava las manos, lo mismo que Maggioni; en cambio De Negri, no obstante ser hijo de armadores, le suelta en la propia cara del capitán varias frases mordaces y acusaciones de ladronería, que entusiasman a los demás, inclusive al suscrito. Y pensar que, en estas condiciones, antes de regresar a Génova, ¡tenemos todavía que ir hasta Londres, nada menos! ¿Llegaremos? Fin de la 1ª parte del viaje No. 15
LOBO DE MAR - Capítulo 34 Viaje No. 15 (parte 1a)
337
CAPÍTULO
35
VIAJE NO. 15 (2A PARTE) S/ S
MONTE NERO
DE SURABAYA A PORT SAID. Salida: 30 julio de 1.922 Regreso: 3 diciembre de 1.922
S
alimos pues apresuradamente, el 30 de julio, de Surabaya; De Negri comenta que a despecho de nuestras 8.000 toneladas de azúcar, es de prever que este viaje no será de los más “dulces”. Otra vez, durante el zarpe, la máquina turbina se puso a trepidar de manera insólita. Una vez en marcha a toda fuerza, desaparecieron los ruidos raros; poco a poco el barco está readquiriendo la rutina normal. Vamos con la proa hacia el puerto de Colombo pues tendremos que entrar allí para aprovisionarnos de carbón. Los ingenieros han observado que el consumo de combustible está aumentando, sin saber cuál es la causa de tal anormalidad. Parece como si la máquina fuere más “dura”. Además, en Ceilán necesitaremos también aprovisionarnos de agua y víveres frescos pues en Surabaya, con el afán que sobrecogió al capitán de que saliéramos antes del 31 de julio, no alcanzó el tiempo para que llegaran las provisiones que habían sido ordenadas para entrega a bordo el 1º de agosto. De tal suerte, que a los demás motivos de descontento, se ha añadido este otro, de que tenemos que comer víveres en lata y ahorrar agua dulce. Que este régimen de alimentación sea el menos indicado para tripulantes convalecientes o enfermos de disentería,
338
salta a la vista. Pero no hay que extrañarse de que en barcos de carga, comandados por hombres acostumbrados a la vida de galera de los buques de vela, ocurran tales contrasentidos. ¿Acaso no son los marinos gente semi-embrutecida? ¿Qué les importa a los armadores, que las vísceras de los tripulantes sufran o se pudran? Dinero, ganancias, es lo único que les interesa. El 8 de agosto entramos en Colombo. Antes de pasar la visita aduanera, el capitán informa que aquí está prohibida la importación de armas; que los agentes ingleses de la policía secuestran y se llevan todos los revólveres que encuentren, aunque sean de uso personal de los tripulantes y no para comerciarlos. Tal rigor es debido a que los ingleses temen el contrabando de armas a los hindúes, que las pagan a peso oro. Conviene pues que quien tenga armas a bordo las esconda, para evitar que los aduaneros se apropien de ellas. Cilento me entrega para que yo lo oculte entre los aparatos de radio, su pistola y respectivos proyectiles. Los coloco en el compartimiento del motor, en la caja del chisperómetro, luego encierro herméticamente el obturador; los aduaneros no se atreverán a meter sus narices dentro del aparato de producir chispas, en cuya tapa exterior hay una placa de advertencia
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
con el simbólico dibujo de una calavera entre dos tibias y las palabras “peligro de muerte”. Mientras el barco está amarrado al muelle para aprovisionarnos de carbón, agua, víveres, los tripulantes más enfermos son llevados al hospital para recibir un rápido tratamiento. Yo quedo a bordo con varios oficiales. Suben en cubierta numerosos vendedores de productos ceilaneses y orientales. Adquiero un magnífico juego de té en porcelana japonesa de Satsúma, de 84 piezas. Lo llevaré a mamá, que se pondrá feliz pues en toda Pinerolo será imposible ver otro igual, decorado con ricas incrustaciones doradas, además de suaves colores, y figuras de antiguos personajes japoneses. Un vendedor me hace señas de seguirlo, se esconde en un rincón bajo cubierta donde nadie nos vea. Con mucho aire de secreto saca del bolsillo un cofrecillo de madera de sándalo, embutido y perfumado. Lo abre, está repleto de joyas: brillantes, perlas, topacios, quiere venderlas. Yo, que me considero viejo navegante, esbozo una sonrisa despreciativa para significarle: –a otro con estos cuentos; ya sé que son joyas falsas–. Pero me agarra por una manga, insistiendo, poniéndose la mano sobre el corazón, perjurando no sé en cual idioma del que solamente logro entender repetida la palabra Allah. Por lo visto, es musulmán; los musulmanes nunca juran en falso. Sin embargo, todavía desconfío. Entre tanto, se ha acercado De Negri, a quien hago ver las joyas comentando que son bellísimas, a pesar de lo cual supongo no sean legítimas porque si lo fueren no se explicaría que un haraposo lleve en su bolsillo cosas tan valiosas en tal cantidad y tenga que esperar la llegada de un barco italiano, para lograr venderlas. De Negri, quien es más viejo marino que yo, hijo de armadores, y posee una vasta cultura general, me contesta que quién sabe, que todo es posible en este país de las mil y una noches; por algo Ceilán es la isla donde más se encuentran y se exportan las perlas y los brillantes. Que él conoce un medio para averiguar si una piedra es legítima o sintética: someterla a los ácidos nítrico y muriático. A punta de señas logramos que el hindú nos preste un par de brillantes del tamaño de un grano de uva, para someterlos a la prueba; que si resultan “good” haremos negocio. El vendedor vuelve a ponerse la mano sobre el corazón y protesta: Allah fí, gut, gut (Dios es testigo, bueno, bueno). Bajamos con De Negri al salón de máquinas; llamamos a Maggioni para que nos ayude y aconseje.
Del banco para soldar sacamos los ácidos en unas copas de plomo y echamos los dos diamantes a ver si hierven. Ninguna reacción. Alguien insinúa otro ensayo: probar la dureza. Colocamos una de las piedras entre dos monedas de cobre, y con una pesada maza pegamos sobre la moneda de arriba. ¡Cómo no se va a reventar o desportillar con tal martillazo! Pues bien: nada; las puntas del brillante han quedado intactas, al tiempo que las dos monedas de cobre han sido perforadas por la dureza del diamante. Ultima prueba: ver si en la obscuridad estas piedras mantienen su brillo y reflejo de colores. Para ello, y para seguir aconsejándonos, llamamos a los demás oficiales: Cilento, Passalacqua. Cilento dizque es muy entendido en joyas. Vamos a su cuarto oscuro y hacemos allí varios ensayos: los reflejos son maravillosos. Ya convencidos del tesoro, resolvemos comprar; ahora falta saber qué precio nos pide el misterioso hindú. Compraremos únicamente brillantes, descartando las perlas y demás piedras, porque Passalacqua advierte que en Londres, adonde vamos dirigidos, los brillantes tienen mejor mercado. Me acerco al mercante y chistosamente le pregunto: –Alí, how much your diamonds per kilo? (¿A cómo el kilo de tus diamantes?)– Imperturbable contesta: – one guinea per dozen (una libra esterlina por docena)–. Es decir, poco más de un chelín y medio cada brillante. Si son buenos, son baratos. Resuelvo comprar tres docenas escogiéndolos bien grandes. Mis colegas hacen otro tanto. Para satisfacer la demanda, nuestro hindú saca más piedras de sus bolsillos; cuando se le acaba la provisión nos pide esperarlo diez minutos, baja al muelle de carrera hacia la ciudad; a la media hora regresa anhelante con otro bultico. Nadie se queda sin comprarle; el vendedor se va con más de cincuenta libras esterlinas. Nos ponemos a estudiar las joyas: ésta es para mi mamá, ésta para mis hermanas; ésta, para mi esposa, dicen los casados; las demás, para venderlas en Londres. Y cada cual va a guardar su lotecito precioso, en el escondite de su camarote, para no volver a sacarlo hasta llegados a Londres. ¡De un viaje tan aventurado, siquiera tendremos en compensación una ganancia extra con estos diamantes! Terminada la carga del búnker y vituallas, esperamos el regreso de los enfermos; aprovecho para dar un breve paseo por los parques cercanos al puente y subo a bordo del barco cuando está pitando la salida. Adiós Ceilán, ojalá que el negocio de los brillantes resulte favorable.
LOBO DE MAR - Capítulo 35 Viaje No. 15 (parte 2a)
339
Durante la maniobra para salir del puerto la máquina turbina vuelve a producir un sordo ruido interno. ¿Qué será? Con que logremos llegar al Mediterráneo, lo demás no importa. Terminada la maniobra, el Monte Nero enrumba hacia el estrecho de Perim, siendo nuestra intención seguir directamente hasta Suez donde tendremos que volver a carbonear. Sopla monzón fresco del sudoeste, al travieso, pero el tiempo es bastante bueno, aunque el viento levanta gruesas olas. A los dos días de haber salido de Ceilán, habiendo dejado atrás el archipiélago de las Laccadivas pero faltándonos todavía más de una semana para llegar a Perim (Adén) de repente se para la turbina. Los ingenieros están desesperados, no saben cuál pueda ser la causa y la entidad del daño. Hacen aumentar la presión de la caldera a más de 40 atmósferas; vuelven a ensayar poner la máquina en marcha; nada; las turbinas parecen clavadas. Con la hélice inmovilizada, el barco pierde el gobierno; el timón no sirve; el casco flota bamboleándose como un pedazo de corcho. Debido a las 8.000 toneladas de carga, tenemos 26 pies de calado en el agua, la cubierta sobresale apenas un par de metros desde el nivel de mar; las olas suben y se estrellan libremente sobre los puentes. Después de 24 horas de cansonas e inútiles tentativas, los ingenieros resuelven iniciar el duro trabajo de destapar las turbinas, en cuya obra se irán no menos de un par de días. Es decir: el barco tendrá que aguantar todo ese tiempo a merced de las olas y sin gobierno. El comandante me ordena despachar un telegrama a Génova, para informar del incidente y consecuente demora. Con el ánimo preocupado, doy la corriente al aparato de radio y pongo en marcha el motor. ¡Demonio! ¡Qué sucede! Una disparatoria dentro del chisperómetro como si allí estuviera una ametralladora. A través de la tapa salen proyectiles que afortunadamente no me tocan. Paro el motor, abro el compartimiento para ver cuál es el fenómeno. ¡Caramba! me olvidé que en Ceilán había escondido allí la pistola de Cilento con sus proyectiles. Al poner en marcha el motor, a sus 2.500 revoluciones por minuto, debido a la fuerza centrífuga los proyectiles desde el centro del plato se desplazaron hacia los bordes yendo a colocarse entre las puntas del chispero, que los disparó en todos sentidos. Gracias a Dios, que no ha pasado nada. No estoy herido, ni se ha averiado el aparato. Bendito sea el cielo, que puedo transmitir el radiograma; de lo con-
340
trario, con la turbina paralizada, si necesitáramos ayuda, ¿qué haría yo, con la estación dañada? Después de 12 horas de trabajos forzados, improvisando grúas y palancas, los ingenieros han logrado levantar las enormes y pesadas cubiertas de las dos turbinas: la de alta, y la de baja presión. Al inspeccionarlas, encuentran que el rotor de la alta presión se ha vuelto excéntrico; es cosa de milímetros únicamente, pero lo suficiente para que las paletas del rotor se hayan incrustado entre las del stator. Es evidente que en un principio, cuando el desequilibrio del rotor era todavía pequeño, las paletas, al tocarse, se limaron entre sí; pero, poco a poco fue aumentando el efecto excéntrico hasta que muchas paletas se incrustaron entre sí, parando el rotor. Los ingenieros explican que un desequilibrio de aunque solamente pocos gramos en un punto del eje, se multiplica, debido a sus 5.000 revoluciones por minuto, en un peso de toneladas, que forzosamente debía aumentar el desequilibrio del eje no obstante que su diámetro es grueso medio metro, siendo su longitud unos cuatro metros. El cilindro de la baja presión tiene sus paletas intactas. Como quiera que ambas turbinas, la de alta y la de baja están acopladas al eje de la hélice mediante enormes engranajes de reducción, los ingenieros logran desconectar y aislar la rueda de la alta presión –puesto que no hay que pensar cómo repararla en alta mar–, vuelven a cerrar la tapa de la turbina de baja presión, a ver si aunque solamente con esta se consigue accionar la hélice, poner el barco en marcha. Terminado este trabajo vuelven a activar los fuegos de las calderas; al día siguiente abren las válvulas de vapor a baja presión. La hélice da vueltas pero con poca velocidad; el log marca menos de 4 millas horarias de camino; el timón no logra gobernar. La situación es casi desesperada; habrá que pedir auxilio para que desde Ceilán o desde Bombay salga alguien a nuestro encuentro y por medio de cables nos remolque hasta el puerto. Cualquier marino sabe que, arrastrar un barco cargado con 8.000 toneladas (8.000.000 de kilos) y con esta mar gruesa que levanta el monzón no es tarea fácil, ni breve; se necesitará viajar remolcados durante una semana, para alcanzar cualquiera de los dos puertos mencionados, de los cuales nos hallamos prácticamente a igual distancia: unas 700 millas. Aún en el caso de que todo resulte bien, la suma que por ello cobrará el remolcador, de acuerdo con las leyes marítimas será enorme: la mitad del valor del barco
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
y de su carga. Nuestro capitán tiene los ojos fuera de órbita; se tira los pelos por la furia no obstante que lleva varios días sin dormir. Pero lleva sangre de buen marino, procedente de los veleros, e inventa un hábil recurso. Qué monzón tan molesto; sin embargo tan a propósito como para navegar a vela. No tenemos velas; pero allí están los grandes encerados que cubren las escotillas de las bodegas. ¡Contramaestre! A destapar las escotillas, armar aparejos, izar los encerados en forma de velas a fin de que la fuerza del viento, junto con la poca velocidad de la turbina de baja presión, nos permita aumentar el andar a siete u ocho nudos y con ello también gobernar el timón. De esta manera, sin remolque, con viento en popa, improvisando velas de cangrejo y mesanas de capa, al octavo día entramos aunque no triunfalmente ni mucho menos, pero sí todos salvos, en la amplia bahía de Bombay. Radiogramas a Génova, consultas, órdenes y contraórdenes: “Entrar al astillero para hacer reparar la turbina; una vez reparada seguir viaje a Londres. Apurar reparaciones buscando cooperación compañía seguros la cual tendrá que pagar todos los daños causados por esta avería general. Evitar descargue azúcar pues podría sufrir deterioro además de que despachadores ya reclaman por demora y perjuicios bajas cotizaciones futuras. Avisen fecha salida”. Avisar fecha salida, esto es lo único que interesa a los armadores pues cualquier cosa que ocurra en alta mar lo indemniza la compañía de seguros. ¡Qué les importa que nosotros nos vayamos a podrir nuevamente durante semanas o meses en este terrible clima de la rada de Bombay! Nosotros quisiéramos desembarcar, regresar a nuestras casas como pasajeros en cualquiera de los buques ingleses o italianos surtos en el puerto que salgan para Europa. Pero el comandante se opone; hasta Londres tenemos que ir con él… El Monte Nero queda flotando a la entrada de la ancha bahía, a una hora de distancia del muelle, y esto, ¡después de haber perdido dos anclas y las respectivas cadenas! Cuando las cosas principian a andar mal, los percances siguen a granel. Resulta que en este lugar la mar tiene mucho fondo, casi un centenar de metros, lo cual no era un secreto para nuestro capitán, ni desconocía que en la bahía hay fuerte corriente; sin embargo, ya sea porque mar afuera se respira algún hilito más de brisa, ya sea porque estando anclado bien afuera se paga solamente una suma ínfima por concepto de tarifa portuaria, Vostra Madre quiso correr el albur. Pero es
difícil que las anclas agarren sobre el fondo de barro, más aún mientras están todavía en posición casi vertical; y como quiera que para lograrlo hubo que soltar casi ochenta brazas de cadena, el enorme peso venció la resistencia normal del cabrestante. El contramaestre corrió a templar los frenos del tambor, pero la cadena siguió rodando, y los frenos a echar llamas. Para evitar males mayores, el capitán Verde tuvo que ordenar soltar, dejando que ambas cadenas se escurrieran precipitada y ruidosamente hasta reventar el último anillo de retén, perdiéndose anclas y cadenas. Fue preciso buscar un ancoraje de menor fondo y echar las anclas de emergencia. La operación de desmontar el rotor y la tapa de stator de la turbina de alta, para llevarlos a tierra al astillero, tampoco resultó trabajo fácil; para sacar aquellas enormes moles de hierro fue necesario desmontar medio puente de la cubierta del Monte Nero y traer una grúa de cien toneladas afuera de borda. Los ingenieros de tierra y de la compañía de seguros, después de mucho estudio, anunciaron que la máquina estará lista para funcionar dentro de un par de meses. ¡Dos meses! Nuestro capitán, que poco entiende de inglés y de todos desconfía, aplica sus métodos de que la contraofensiva es la mejor defensiva. Llama a los ingenieros del astillero, y acompañando el decir con grandes movimientos de brazos y ojos desorbitados, les anuncia: –per la madonna, ustedes están locos en pedirme dos meses para hacer ese trabajito. I put protest! (yo protesto). No cure, no pay, understand? (si el trabajo no está totalmente bien hecho no se le paga; fórmula clásica del derecho marítimo)–. Los técnicos del astillero, oyen; haciéndose los ingleses se encogen de hombros, chupan sus pipas y se van tranquilamente. El cliente puede protestar cuanto quiera; lo tienen agarrado en su poder y tendrá que aceptar cualquier cosa. Sin embargo, Vostra Madre no se da por vencido; telegrafía a Génova manifestando que siendo excesivamente larga la demora de dos meses, solicita el despacho inmediato con el próximo barco, de un rotor y un stator completo, de repuesto, que podrían llegar a Bombay en un mes. Pero la fábrica Tosi de Milán contesta que no tiene en depósito tales repuestos y que si inicia la fabricación, ¡no podrá colocarlos en Bombay antes de cinco meses¡ Vostra Madre se resigna a ir al astillero para rogar que inicien los trabajos cuanto antes aceptando pagar una mitad por adelantado (la gruesa suma será luego facturada a la compañía de seguros).
LOBO DE MAR - Capítulo 35 Viaje No. 15 (parte 2a)
341
Mientras tanto, los tripulantes tenemos que prepararnos para vivir dos meses o más en este infierno de barco anclado fuera de la bahía, en un ambiente terriblemente incómodo; hace fuerte calor; no tenemos ventiladores ni alumbrado porque las calderas están apagadas, los mosquitos invaden el barco, hay una docena de enfermos. Sin nada que hacer, nos aburrimos tremendamente. La lancha hindú de motor para transportarnos hasta tierra cobra una libra cada viaje. Quisiéramos poder utilizar los botes del barco, pero ello está prohibido por las autoridades locales dizque porque temen contrabando de opio o de armas; o porque quieren favorecer a los botes transportadores de la localidad. Después de algunos días, considerando insoportable permanecer sin hacer nada a bordo, e inconveniente gastar cada día un par de libras para la lancha de transporte a la ciudad y regreso al buque por la noche, resuelvo más bien hacer ese gasto instalándome en un hotel donde siquiera aprovecho mejores condiciones y confort para mi salud. El capitán trata de negarme el permiso de establecerme en tierra, pero me le rebelo contestándole que no soy esclavo; lo obligo a que me pague mi sueldo hasta hoy, y le doy la dirección del hotel en donde estoy hospedado, para que allí me haga avisar cuando llegue la fecha de la salida dentro de un par de meses. Los demás oficiales envidian mi libertad de acción y posibilidad que como marconista tengo de hacer mi real gana; por razones de carrera profesional ellos no podrán imitarme, tendrán que obedecer y permanecer sufriendo a bordo. Acordamos que irán a hacerme visita en mi residencia cuando vayan a tierra (cuando desciendan del barco, yendo a Bombay). Me establezco en una pensión donde se hospeda un italiano que casualmente había conocido durante la estadía del mes de junio en esta ciudad. Es piamontés, pianista, contratado por la principal orquesta del conservatorio de Bombay. Con él ensayo revivir mis antiguos conocimientos de clarinete, pero ya sea que la madera del instrumento se ha secado, las llaves no cierran bien, tendría que renovar los cojinetes–tapones; o ya sea que estoy demasiado desentrenado, no logro sacar nada bueno, tengo que renunciar. Además de los conciertos de música clásica semanalmente en el conservatorio, mi amigo trabaja en las orquestas del Taj Majal y del Gymkana, practicando la vida nocturna. Es ingenuamente bueno, honesto, pero sin una pizca de preocupación moral en cuan-
342
to a sus relaciones femeninas. La casualidad que nos había relacionado en junio, vuelve a reunirnos. Necesito de su consejo para aprender a vivir en Bombay con el mínimo de gastos. Se pone feliz de tener un compañero con quien poder conversar en piamontés; me ofrece entradas de favor en los locales donde va a tocar, y acabamos con repartirnos los gastos de las piezas y del hotel. No disponiendo yo de smoking, me presta de los suyos para facilitarme la entrada en los teatros nocturnos de la sociedad inglesa. Por su intermedio, trabo también amistad con un violinista nacido en Egipto, de padres italianos, un joven muy viajado, culto, que trabaja en las mismas orquestas y es el primer violín del conservatorio. En tal compañía, conozco por primera vez y aprendo de memoria varios trozos de música clásica: el Traummerei, varias sonatas y conciertos de Grieg, Mozart, Beethoven, Celeste Aida, Three O’clock in the Morning, etc. Ambos artistas tienen amigas…, con las que conviven; una sueca estilo Greta Garbo, que naturalmente toca Peer Gynt, y una francesa que prefiere l’Arlesienne. Sus amigas tienen otras amigas; cuando nos reunimos por la noche a tocar música como aficionados, o jugar al póker, o pasear en auto en la lujosa carretera de la playa, ellos andan por parejas, yo formo número impar. Por consiguiente, todos se preocupan para levantarme compañera. En principio, resisto; luego termino por caer en los lazos de una half–caste que habla solo inglés y se llama Ruby. Por mi parte, no siento ningún atractivo especial hacia ella pero encuentro aceptable su compañía provisional, mientras llegue la fecha del regreso a bordo. En cambio ella aumenta a diario su interés por mí, y acabará con preocuparme. A veces, como si fuéramos parejas de jóvenes estudiantes, al terminar la función teatral nocturna, después de medianoche organizamos paseos en lancha hasta allá lejos en la bahía, bajo las bordas de mi barco, tocando artísticas serenatas de música clásica bien afinada, despertando a mis colegas oficiales quienes se bajan en pijama cargados de botellas y celebrando que al claro de luna se les aporte algún rato de alegría. Esta vida bohemia es muy bella, pero al terminar el primer mes se agotan mis recursos financieros. Ruby se interesa por conocer la vida y peripecias que nos tocan a los marinos; casualmente le relato lo ocurrido en Java con relación a las “patentes limpias” y la manera como el comandante nos defraudó con el 15% de sobresueldo. Casualmente también, Ruby resulta ser amiga del director de la oficina de
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
sanidad de Bombay. La noche siguiente, en el Club Cymkana me lo presenta; me recomienda; le informo acerca de cuanto ha ocurrido a bordo del Monte Nero. Este médico, Mr. Sandilands me cita a su oficina y allí me entrega varios ejemplares de boletines oficiales que su despacho remite semanalmente a los consulados a fin de que estos dispongan de la información adecuada para ceñirse a la misma en la expedición de patentes de sanidad a los barcos que hacen escala en el puerto de Bombay. Estos boletines, en forma estadística registran barrio por barrio los casos de cólera, peste, viruela, difteria, kala– azar, disentería, lepra, y otras enfermedades infecciosas ocurridas en la ciudad. Para que una patente tenga que ser considerada “sucia” es suficiente un caso; y de acuerdo con los boletines, desde antes de que llegáramos a Bombay la primera vez y durante todo este año siempre hay docenas de muertos semanalmente por enfermedades infecciosas. ¿Cómo pudo entonces el comandante obtener que el cónsul le entregara patentes limpias? Mr. Sandilands se hace cargo de seguir suministrándome estos boletines cada semana hasta que el Monte Nero salga de Bombay (en la copia original de estas memorias van adjuntos estos documentos del año 1922). Envío un mensaje a bordo rogándole a Passalacqua y Copelli visitarme en la pensión pues tengo un asunto interesante que hablarles. Ellos vienen; después de haberles pedido guardar el secreto, les comunico lo obtenido de Mr. Sandilands y les hago ver los certificados de la oficina de sanidad. Passalacqua quien siendo segundo oficial hace la función de contador del barco, confidencialmente nos comunica que el capitán le ordenó incluir el sobresueldo del 15% en las cuentas que el armador está cobrando a la compañía de seguros. Es decir: el comando se niega a reconocernos esa indemnización, no obstante que la está cobrando a la firma aseguradora, como si hubiera estado pagándonosla todo el tiempo a toda la tripulación. ¡Ladrones! Quedamos convenidos en que como quiera que yo tengo poco que temer del comandante o de los armadores que pueda arruinar mi carrera –que sí podría perjudicar a los oficiales de cubierta y de máquina–, me haré cargo de conservar los documentos de Bombay hasta la llegada a Génova para allá presentarlos a la oficina Contencioso de la Capitanía e iniciar el respectivo reclamo de pago del 15%, en contra del comandante, a favor de la tripulación y de mí
mismo. También me informan mis colegas, que hay nuevamente diez tripulantes internados en el hospital por fiebres maláricas e intestinales. Todo esto no mejora mi situación financiera, cuyo agotamiento está por obligarme a salir de la pensión y regresar a bordo. Ruby se da cuenta de ello, quiere ayudarme con regalos que me veo obligado a devolver. ¡Entonces me propone casarme, ayudarme a conseguir empleo y quedarme para siempre en la India! ¡Faltaría más! Mientras tanto, mis amigos músicos han sido contratados por una breve gira a Poona y a Lahore a dar conciertos; logran obtenerme el pasaje con ellos en función de secretario–contador de la orquesta. Salimos de noche en el lujoso expreso. La obligación de atender al empaque y desempaque de los instrumentos, atriles, partituras, y demás quehaceres de la expedición embargaron el tiempo que yo había esperado poder dedicar a la observación y estudio del folklore interior hindú. Apenas pude grabar en mi memoria la escena de algunos elefantes trabajando a la orilla de un río; de la jungla o selva, con sus variados contrastes de colores, vegetación, fauna similar a la africana en algunos casos, y totalmente diferente en otros; la placidez de los campesinos hindúes que tejen sus propios vestidos en telares tan rudimentarios como podían serlo hace dos mil años; el lujo del Maharajá en cuyo honor se efectuó el concierto en Lahore. Lo demás, pasó como una visión fugaz, cuyos detalles ya no recuerdo. De regreso a Bombay, voy a bordo para cobrar los días de salario acumulados durante mi ausencia; con estos, más algunas rupias que me proporciona el empleo de secretario de la orquesta, y con la venta de un par de cuadros napolitanos que llevaba conmigo desde cuando los adquirí en un mercado de Posillipo durante mi breve estadía en el dragaminas, logro pagar mis gastos de vivienda en la pensión hasta el día en que Copello viene a avisarme que el barco se apresta a salir y que mi presencia a bordo es ya indispensable. Dejo algún regalito de recuerdo a mis amigos artistas; me despido de todos agradeciéndoles la hospitalidad y compañerismo que me concedieron durante mi estadía en tierra; y contento de que al fin se aproxime el momento de regresar a Italia, vuelvo a instalarme a bordo en mi empleo de marconista, echando al olvido los cuatros meses transcurridos en la India, de vida algo fantástica, típicamente oriental. Cuatro meses, porque tanto así se alargaron los sesenta días inicialmente presupuestados por los peritos del astillero, para la reparación de la turbina.
LOBO DE MAR - Capítulo 35 Viaje No. 15 (parte 2a)
343
Cuando salimos de Bombay, en ruta hacia Adén, estamos a mitad de noviembre. La turbina ha quedado reparada de manera primitiva, limando la punta de las paletas por el lado donde el eje está excéntrico, y aplicando planchas sobre el lado opuesto del eje, a fin de equilibrar el peso en toda su circunferencia (tal como se hace actualmente en las ruedas de los automóviles). Trabajo muy delicado, y relativamente difícil debido a la escasez de mecanismos de precisión en el astillero de Bombay. El resultado es que aún cuando ahora la turbina de alta presión trabaja, sin embargo, donde las paletas han sido limadas, el vapor fluye sin hallar resistencia y sin rendir trabajo; por consiguiente la velocidad obtenible en la hélice no excede de las 8 millas horarias. Esta es la situación que observamos después de un par de horas de marcha y que, aunque no sea satisfactoria, juzgamos suficiente para seguir adelante y regresar a Europa. Durante un momento de descanso, De Negri me hace ver una especie de bola, del tamaño y color de un coco, invitándome a que adivine qué es. Como quiera que no logro acertar, me informa: es opio, en bruto. ¿Con qué fin lo adquirió? No fue adquirido, sino encontrado. Me relata como, algunas noches antes de la salida, habiendo sido el barco atracado al muelle para facilitar el embarque de la turbina reparada, hacia la medianoche el marinero de guardia oyó raros silbidos. Temió que fueran ladrones; aumentó su vigilancia. Entonces vio que algunas sombras pasaban cerca del Monte Nero, cargando grandes bultos a cuestas. Estas sombras salían de un almacén de la aduana e iban hacia un barco inglés de la línea Mombasa–Durban, amarrado delante de la proa del Monte Nero. Suponiendo que se trataba de mercancía robada, nuestro vigilante dio la alarma a otros marineros y en grupo se lanzaron sobre una sombra que estaba pasando cerca de nuestra escalera. El fantasma soltó el bulto y escapó en la oscuridad nocturna. Subido a bordo el bulto y acercada una linterna para ver qué era, lo hallaron repleto de esas curiosas bolas. Al rato se presentó a la escalera un blanco reclamando la devolución del saco. Mientras los marineros discutían entre ellos si entregárselo o no, aquel sacó del bolsillo un puñado de billetes de libras esterlinas ofreciéndolo al contramaestre. Este pensó: si tanto dinero nos ofrece, algo misterioso debe haber en estas bolas. Sacó del bulto unas bolas de muestra, y entregó lo demás al reclamante. Al día siguiente las mostró al agente del barco, entonces se supo que era opio y que el barco inglés hacía el contrabando a
344
Mombasa. El comercio del opio, entre los indígenas está prohibido por el gobierno inglés, pero esto no le impide a los ingleses hacer ellos el contrabando y negocio en gran escala, de este producto. A las doce horas de haber salido de Bombay, la máquina volvió a reducir su velocidad. ¿Qué pasa? Los ingenieros acaban de descubrir otro inconveniente. Como quiera que el vapor vivo pasa a través de las paletas de la alta presión sin trabajar, el condensador, cuya función es transformar el vapor de salida en agua dulce para alimentar las calderas, recibe mayor cantidad de vapor del que normalmente puede condensar, y por lo tanto, poco a poco, se satura, formándose dentro de la turbina una contrapresión que reduce la velocidad de la máquina. Hay que parar; esperar a que el condensador se desahogue, y luego volver a prender la máquina. Desde luego esto complica la regulación de la presión y de la combustión en las calderas, además de que se pierde cada vez entre media a una hora durante cuyo tiempo el barco queda sin gobierno. Pero no hay remedio. Lo importante es que cuando llega ese momento de la contrapresión y se para la máquina, no se halle el barco cerca de escollos, y pueda ser arrastrado por la corriente sin que la falta de gobierno ocasione males mayores. La tarea, para los ingenieros es múltiple y fatigosa pues tienen que estar en pie de maniobras día y noche: prender la máquina, pararla cuando el condensador se satura, estar continuamente abriendo y cerrando válvulas, de los caballitos, de las bombas, y demás accesorios que tal maniobra implica, así como el frecuente cambio de presión en las calderas. Se camina muy poco; en cambio, se consume el doble de carbón. Al entrar en el estrecho de Bab–el–Mandeb el comando calcula que la reserva de combustible no es suficiente para permitirnos alcanzar hasta Suez, y por consiguiente dispone entrar a Perim para carbonear (hacer el búnker). Al poco tiempo de haber reanudado el viaje, la máquina se para inesperadamente, y por la falta de gobierno queda el barco en poder de la corriente. Cerca están escollos e islotes. ¿Alcanzaremos a volver a tener presión, y la turbina lista antes de que la corriente nos lleve a estrellarnos? Con la tripulación alerta sobre los cabrestantes para echar anclas en caso de emergencia, desde el puente medimos la distancia que nos separa de las rocas. No hay viento. Podemos aguantar un par de horas más, antes de que la corriente nos haya llevado sobre
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
los escollos. Los ingenieros calculan que en una hora estará lista la máquina. Efectivamente, dentro del tiempo previsto la turbina principia a funcionar. Por experiencia ya sabemos que no volverá a pararse antes de seis a siete horas. En condiciones normales de máquina, este trayecto del mar Rojo entre Adén y Suez podría hacerse en cuatro días de navegación; pero vamos muy mal; la situación general del barco sigue empeorando, volviéndose más preocupante de un día para otro. La mayoría de los tripulantes sigue haciendo esfuerzos para trabajar a pesar de sus ya crónicas enfermedades intestinales y fiebres, a fin de llegar lo más pronto posible al puerto de Suez. La temperatura
en el Mar Rojo es casi insoportable; la turbina continúa parándose a cada siete u ocho horas dejándonos frecuentemente en peligrosas posiciones cerca de la costa. Así es como avistamos, sin quererlo, los puertos de Hodeida, y Yedda, sobre la costa asiática del Mar Rojo. Por Yedda se va a La Meca, la famosa ciudad santa de los mahometanos, pero nosotros casi vamos al infierno sobre sus escollos. Finalmente, después de doce días de trabajo y lucha extenuante, entramos en Suez. Tomamos remolque, y gracias a este, atravesamos sin inconvenientes el canal, echando anclas el Monte Nero, en Puerto Said, el 3 de diciembre de 1922. Fin de la 2ª parte del viaje No. 15
LOBO DE MAR - Capítulo 35 Viaje No. 15 (parte 2a)
345
CAPÍTULO 36
VIAJE NO. 15 (3A PARTE) S/ S
MONTE NERO
DE PORT SAID A LONDRES Y GÉNOVA. Salida: 3 diciembre de 1.922 Regreso: 3 marzo de 1.923
L
os tripulantes, inclusive los oficiales, estamos pendientes de saber que resolverá hacer el comandante, pues, teniendo en cuenta las peripecias que hemos sufrido hasta hoy y especialmente durante la última parte de la travesía del Mar Rojo nadie piensa que sea posible continuar el viaje en tales condiciones hasta Londres, puerto de destino de nuestro cargamento de azúcar. Todos opinan que de intentarlo, equivaldría a arriesgar un naufragio; la navegación por los mares del norte y en el canal de la Mancha durante la época invernal suele ser peligrosa, debido a los vendavales y mal tiempo, aún para barcos cuya máquina está en condiciones normales. De exponernos a ser cogidos por un temporal, con nuestra turbina que se para dos o tres veces diarias, los vientos y las corrientes podrían fácilmente lanzar nuestro casco contra las rocas. Nuestra esperanza es que el capitán Verde se proponga transbordar a alguna otra nave que vaya a Londres, las 8.000 toneladas de azúcar, y hacer luego la intentona de llevar el Monte Nero, aunque sea mediante otra semana de luchas, a través del Mediterráneo, hasta lograr entrar en el puerto de Génova, para allí remitir los enfermos al hospital, los demás a vacaciones, y el buque al astillero para una larga reparación.
346
Esto es lo que nosotros pensamos; pero “Vostra Madre”, quien debe atender las órdenes e intereses de sus patrones los armadores, tiene otro programa. El quiere seguir hasta Londres. Nosotros maliciosamente pensamos que si el barco se hunde, quizás nos ahogamos, pero el armador haría un magnífico negocio al tener las compañías de seguros que pagarle un armatoste que a pesar de ser nuevo está ya en mal estado. Nos damos cuenta de los proyectos del comandante, cuando en lugar de hacer remolcar el Monte Nero hasta amarrarlo al muelle de descargue según nosotros creíamos que iba a suceder, lo hace atracar al muelle del carbón, para cargar nueva provisión de combustible. Esto significa inmediata continuación del viaje. Entre enfermos y deprimidos, la tripulación está que revienta. Además, todos están disgustados con el comandante pues no han olvidado que so pretexto de que las patentes del barco están limpias, se ha negado a pagarles el 15% de indemnización por el tiempo de permanencia en zona tropical infecta. Los marineros y fogoneros se envalentonan: nombran una comisión que se presenta al comandante pidiéndole el regreso a Génova. Los oficiales nos mantenemos separados observando; desde luego la tripulación comprende que com-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
partimos sus puntos de vista y simpatizamos con su movimiento. El capitán Verde les responde secamente, que de ninguna manera accederá a su petición; que el barco tendrá antes que ir a Londres. Los tripulantes contestan amenazando que harán huelga, el buque no podrá salir; el comandante les replica que en tal caso los hará encarcelar por amotinamiento. Los oficiales estamos en situación ambigua: por una parte queremos seguir apoyando al comandante pues es nuestro deber acompañarlo siempre; por otro lado los tripulantes tienen razón, el comandante se está excediendo en su deseo de servir a los armadores. En cuanto a mí, considerando que por la independencia de mi profesión frente al capitán no tengo mucho que temerle a sus castigos, resuelvo que ha llegado el momento de entrar en acción para el bien común. Me uno en consulta con los ingenieros y oficiales de cubierta exponiéndoles mi plan, preguntándoles si están dispuestos a ayudarme secretamente en desarrollarlo. Ellos, inclusive Cilento que es el segundo comandante de a bordo, y especialmente De Negri el hijo de armadores, me prometen el apoyo y secreto del caso. Por la noche, aprovechando la oscuridad, a escondidas me bajo entre los tripulantes en su compartimiento de proa, y les informo: nosotros los oficiales entendemos que ustedes tienen razón, pero, como ustedes saben, no podemos desautorizar a nuestro jefe el capitán pues nos acusaría de insubordinación y ello significaría el fin de nuestra carrera. Sin embargo, creemos que hay una solución, que vengo a sugerirles. En vez de rebelarse al comandante, lo cual traería sobre ustedes y sobre nosotros también, graves consecuencias; tienen ustedes que proceder dentro de la ley, según disponen los reglamentos. El asunto es fácil: hagan ustedes un memorial relatando las peripecias del viaje, el mal estado de la máquina, los peligros que nos esperan (y si quieren yo se los redacto), fírmenlo todos ustedes, permitiendo que nosotros los oficiales no figuremos en el mismo; y mañana temprano vayamos en comisión donde el señor cónsul de Italia a entregárselo, solicitándole respetuosamente su intervención. Sin lugar a dudas, tratándose de una divergencia entre los tripulantes y el capitán del barco, el cónsul se verá en el caso de llamarnos a los oficiales para conocer nuestro punto de vista; provocada así la oportunidad de que seamos interrogados, ustedes pueden contar con que nosotros diremos la verdad, que resultará de acuerdo con lo expuesto por ustedes en su memorial. De esta
manera obtendremos lo que todos buscamos, sin que el comandante pueda acusar a nadie de bolchevismo o de agitador (en este momento yo me sentía en pleno carácter de conspirador, pero contaba con el apoyo de los compañeros, y la gravedad de la situación). Mi propuesta recibió inmediata acogida tanto más que por insinuación de Cilento quien dijo conocerlo, pude asegurarles que el cónsul de Puerto Said es persona de gran fama en cuanto a su honorabilidad y decoro señorial, de manera que no tenemos que temer que el comando pueda corromperlo, como frecuentemente sucede entre tales funcionarios. Les recomendé que se fueran a dormir tranquilos y que antes de la madrugada les tendría listo el memorial. Volví a encerrarme en mi camarote sobre el puente, y junto con De Negri redactamos el panfleto, cuidando que la ortografía y redacción imite el estilo de los tripulantes poco versados en escribir, a fin de no dejar traslucir que algún oficial había interviniendo en prepararlo. Aprovechando el cambio de guardia de las 4 de la mañana entrego a un timonel el memorial para que este lo haga firmar a los demás; el contramaestre queda encargado de dirigir la comisión que irá a presentarlo al consulado. Por la mañana, quedamos los oficiales haciéndonos los inocentes paseando por la cubierta aunque en realidad vigilamos, facilitando el cuchicheo de los tripulantes y sus maniobras para subrepticiamente salir en comisión hacia la ciudad. Es importante que el comandante no descubra la maniobra, y que a nadie de a bordo se le ocurra volverse espía yendo a relatarle cuanto se prepara; nuestra presencia cerca de su camarote contribuye a evitar tal ocurrencia. Uno por uno desembarcan nuestros hombres fingiendo ir cada cual por su propia cuenta a adquirir provisiones o efectos personales en los almacenes del centro; una vez en tierra, lejos del buque, se reúnen, y juntos se dirigen al consulado. Después de una hora regresan con cara de triunfo. Pregunto al capataz cómo les fue. Dice que el cónsul, palermitano y muy buena persona, después de leer el memorial e interrogarlos, dio señas de indignación y prometió hacerles justicia. Quedamos esperando a ver qué pasa. Hacia el mediodía, sube a bordo un ujier del consulado, buscando al comandante, con la razón de que el señor cónsul lo cita de urgencia a su oficina. El capitán Verde no tiene la menor idea del complot; tranquilamente se va con el ujier hacia la ciudad. Nosotros comprendemos de qué se trata.
LOBO DE MAR - Capítulo 36 Viaje No. 15 (parte 3a)
347
Cuando regresa por la tarde, notamos en su cara los signos de la tempestad. Rojo como un tomate, gesticula, amenaza enviar a la cárcel todos los comunistas que haya a bordo. Llama a los oficiales a reunión en el salón y enseguida, dando muestras de indignación, nos informa que la tripulación se está rebelando, que un grupo fue donde el cónsul a pedir que el barco sea descargado y remitido a Génova en reparación en vez de seguir hasta Londres. Nos quedamos oyéndole como si no supiéramos nada; y cuando terminada su exposición concluye preguntándonos que opinamos de la bestialidad de los tripulantes, De Negri, fríamente le contesta que en cuanto al mal estado del buque y su incapacidad para llegar sin inconvenientes hasta Londres, le parece un hecho evidente e innegable. Capitán Verde no se atreve mucho con De Negri por aquello de que es hijo de armadores; simplemente le dirige una mirada despectiva. Luego: como si hubiere adivinado que yo he intervenido en el movimiento de la tripulación, se dirige a mí: –marconista, ¿qué opina usted de todo esto?– Contesto: –Capitán, con tantos enfermos a bordo, y la máquina desbaratada, es de sentido común que lo que la tripulación solicita, es decir, que el buque sea descargado aquí y enviado a Génova en reparación; es la lógica solución para todos–. “Vostra Madre” descarga sobre mí el desdén que me corresponde, más la porción de De Negri; por fin, visto que nadie interviene en su apoyo, hecho una furia nos despacha a todos. Al día siguiente, vuelve a bordo el ujier del consulado, informando que el comandante y los oficiales tienen que presentarse para un interrogatorio en la oficina del cónsul. En el momento en que el grupo del estado mayor desciende la escalera hacia el muelle, el capitán Verde se da cuenta de que voy con ellos; en previsión de que mi intervención no le sea favorable, me ordena: –usted, marconista, puede quedarse a bordo–. Pero yo me opongo, contestándole que el señor cónsul ha citado a los oficiales, sin especificar si de cubierta, o de máquina; por lo cual, siendo yo también oficial, iré al consulado con los demás, aunque él no lo quiera. Verde me mira con rabia, pero no se atreve a más. El sabe que mientras estemos en contacto con el mundo terrestre, su fuerza de mando sufre menoscabo. Solamente en alta mar, el comandante es rey y señor. Me doy cuenta además de que mi presencia es deseada por los demás oficiales, pues a
348
ellos se les hace difícil y peligroso volverse acusadores, y por ello les conviene que yo, que no tengo pelos en la lengua ni temores de perder mi carrera de marconista, esté listo para eventualmente tomar la palabra por cuenta de todos. Al momento de entrar en la oficina del cónsul, Verde me cierra la puerta en la cara para dejarme afuera; pero De Negri vuelve a abrirla para facilitarme la entrada. El cónsul no se ha dado cuenta de esta maniobra. Nos presentamos, tomamos asiento, luego el representante del gobierno manifiesta: –Está pasando algo raro en el Monte Nero, que me obliga a molestarlos a ustedes señores, con el fin de mejor apreciar el conjunto del problema. Tenemos por un lado, un memorial que me ha sido presentado por la tripulación, con la firma de todos, menos los oficiales, en el que se denuncia que el barco no está en condición de continuar navegando hasta Londres y se acusa al comandante de exponer la vida de los marineros, simplemente para hacer el interés de los armadores quienes harían buen negocio si el buque se hundiera por cuanto que el seguro reembolsaría las pérdidas. Por otra parte, el comandante Verde, de cuya honrada palabra no puedo dudar, afirma que las acusaciones de los tripulantes son infundadas; que el Monte Nero está en magníficas condiciones de navegabilidad; que simplemente se trata de que puede haberse infiltrado a bordo algún anárquico o comunista, interesado en provocar rebeliones y desórdenes en nuestra marina. El mismo capitán me pide investigar quienes son los cabecillas de la rebelión y enviarlos a la cárcel, lo cual estoy listo a hacer. ¿Hay alguien entre ustedes, señores oficiales, que sepa que haya a bordo elementos perturbadores? ¿Quiénes son?–. Algunos oficiales contestan tímidamente, que no tienen tal conocimiento. El cónsul ordena entonces al secretario leer todo el memorial de la tripulación. Terminada la lectura, pregunta en tono de juez, a nuestro capitán: –Perdone usted, comandante Verde, ¿tiene usted algo que decir con relación a este denuncio de los tripulantes?–. Verde, responde: –como capitán del barco, declaro que el mismo está en buenas condiciones de navegabilidad, y no admito que los tripulantes quienes no saben de tales cosas puedan decir lo contrario–. Me pongo de pies, pido respetuosamente la palabra: –señor cónsul, entiendo que la suposición de los tripulantes acerca del mal estado de la nave se funda en que los repetidos incidentes ocurridos en la má-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
quina durante el viaje. Me permito insinuar que Su Señoría inquiera de los oficiales ingenieros aquí presentes, cuanto hay de cierto al respecto–. El amigo De Negri, sin esperar ser interrogado, se levanta y solemnemente dice: –declaro que la turbina ha estado y sigue estando en muy mal estado, siendo urgente llevar el barco al astillero para componerla–. El cónsul no sabe de buques o de turbinas pero principia a darse cuenta de que algo hierve en el caldero. Dirigiéndose al capitán, le pregunta: –¿admite usted que durante la travesía desde Bombay a Suez el Monte Nero estuvo en más de una ocasión en peligro de estrellarse sobre las costas?–. Verde, se confunde un instante, luego dominándose contesta: –absolutamente, señor cónsul, no ha ocurrido incidente alguno de importancia–. Frente de esta tamaña mentira, yo siento que me sube la sangre a la cabeza; sin poder refrenar mi excitación me pongo nuevamente de pies interviniendo: –perdone usted señor cónsul que yo le aconseje; sería fácil saber si es cierto lo que afirman los tripulantes, o lo que declara el comandante, si Su Señoría diera un vistazo al diario de navegación de a bordo que es compilado por el oficial de turno a cada cuatro horas. Yo declaro que ha habido numerosos incidentes durante esa navegación, debido a las averías de la máquina, y puedo citar los días y las horas. Sin embargo falta ver en el libro de guardia de los oficiales qué anotaron ellos sobre este particular–. Capitán Verde me fulmina con los ojos. El cónsul envía a bordo un emisario, con el oficial Copello, para que traigan el libro de bitácora. Mientras esperamos, reina un profundo silencio entre los presentes. El cónsul mira hacia mi lado con curiosidad, como si quisiera preguntarme más acerca de mis sugerencias; luego observa al pobre Verde, extrañado de ver que el viejo se siente engatusado y confundido. Mientras tanto, con lápiz y papel estoy anotando el récord de las fechas y horas en que el barco estuvo en peligro, cuyos incidentes tienen que figurar en el libro de guardia de los oficiales. Llegan de regreso los empleados trayendo el libraco; el cónsul se pone a revisarlo. Yo le despepito fechas y horas; el cónsul encuentra más que material suficiente para convencerse de que la queja de los tripulantes no es obra de subversivos, sino simple verdad de los hechos. Entonces se levanta, y le suelta una fuerte reprimenda a nuestro capitán, manifestando que no logra entender cómo es posible que haya hecho declaraciones tan contrarias a cuanto aparece escrito en el libro de guar-
dia, firmado por los oficiales, cuyas anotaciones están refrendadas en cada página con la firma del mismo comandante. Al final, Verde toma la palabra diciendo: –sin embargo, señor cónsul, insisto en declarar que el Monte Nero puede navegar hasta Londres, de la misma manera como ha llegado hasta aquí. Ninguno entre los presentes tiene autoridad y competencia profesional como para poderme contradecir; yo soy el comandante de la nave–. El cónsul se queda un poco pensativo; luego nos invita a regresar a bordo; que mañana nos hará conocer su veredicto. Al día siguiente, acompañado de varios funcionarios subalternos sube a bordo el señor cónsul, recibido con muchas atenciones por parte del comando y tripulantes. Ordena que la tripulación se reúna en cubierta para oír un comunicado del gobierno; una vez que todos los 45 hombres del buque están presentes, principia un patético discurso así: «Señores tripulantes del Monte Nero: en mi calidad de representante del gobierno es mi deber, en esta divergencia entre personal subalterno y comandante del barco administrar justicia de tal manera que los intereses de la patria, de la cual ustedes hacen parte, sufran lo menos posible, tanto más en esta época en que cierta ola de propaganda bolchevique está tratando invertir el orden de las cosas de nuestro amado país. Tenemos por una parte, el memorial firmado por varios entre ustedes, en el cual se acusa al comandante de imprevisión respecto a determinados peligros que algunos tripulantes temen que puedan ocurrir si el barco continúa su viaje a Londres. Este punto de vista de ustedes lo considero plenamente humano y respetable, a la luz de los pequeños incidentes ocurridos durante la travesía desde Bombay por causa de la turbina. Por lo tanto me anticipo en declarar que nadie de ustedes será castigado por las acusaciones. Del otro lado, el comandante Verde, competente y viejo navegante cuya opinión tengo también que respetar, afirma rotundamente que las averías de la turbina no son de tal gravedad como para impedir que el buque termine su misión de navegar llevando su grande y valiosa carga hasta el puerto de Londres. Conciudadanos: seguramente la mayoría o todos entre ustedes han sido soldados, en el frente terrestre, o en el mar, durante la guerra europea que acaba de terminar, y yo se que estoy hablando con gente valiente, siempre dispuesta a aceptar sacrificios cuando la patria lo exige. No necesito poner a prueba el patrio-
LOBO DE MAR - Capítulo 36 Viaje No. 15 (parte 3a)
349
tismo de ustedes que seguramente está por encima de todo juicio. Yo tengo la seguridad de que el optimismo del comandante en cuanto a que el Monte Nero puede llegar a Londres sin sufrir accidentes tiene fundamentos en los grandes conocimientos de este viejo navegante y superior de ustedes. ¡Recuerden que dudando de la capacidad de Cristóforo Colombo estuvieron a punto de impedir el descubrimiento de las Américas! Compatriotas navegantes del Monte Nero: miren ustedes, ese cielo azul, ese mar tan hermoso y tan tranquilo…» (efectivamente, hoy es un lindo día de sol; y el mar, en el puerto, está calmado…). No pudo el señor cónsul continuar su poética oración, pues una colosal risotada sarcástica de la tripulación lo interrumpió, seguida por silbidos y protestas: –¡señor cónsul, usted que vive en la cómoda oficina de tierra, no nos venga a nosotros con cuentos de que el mar es encantador y de calma chicha!…– Se confundió el cónsul, se paró, empalideció, y quizás se dio cuenta de que había metido la pata. – Con esta gente no se puede– murmuró; y abotonándose el chaleco, escoltado por nosotros los oficiales, batió en retirada hacia la escalera, para regresar al consulado. Pero de repente, quizás chocado de tener que irse derrotado, regresó sobre sus pasos; y dirigiéndose nuevamente a la tripulación cambió de lo razonable a lo amenazante: –si ustedes no acceden a partir mañana mismo, los haré desembarcar enviándolos a Italia a la cárcel por rebelión–. Y se detuvo desafiante, esperando la contestación. Los tripulantes se quedaron algunos instantes en silencio, desconcertados. Alguno de nosotros los oficiales se escurrió entre ellos, fingiendo recomendarles calma y obediencia, al tiempo que les soplaba la contestación. Entonces, el contramaestre pidió permiso para hablar y dijo: –señor cónsul, si usted lo ordena, desde luego que partiremos hacia Londres, siempre que el consulado nos dé dicha orden por escrito y certificando que el barco está en buenas condiciones para navegar; de tal suerte que si alguna desgracia sucede, habrá una autoridad responsable a quien cargar la culpa de haberla provocado–. Esta contestación volvió a dejar aturulado al cónsul quien no sabiendo ya que replicar, resolvió irse, limitándose con decir que mañana volverá a bordo para definir el caso. Efectivamente, al otro día regresa; nuevamente trata de convencer la tripulación a fin de que convenga en salir para Londres sin más demora, pero recibe contestación negativa.
350
El cónsul, así nos lo manifiesta en privado, principia sintiéndose fastidiado con la presencia de este barco en el puerto. El, quisiera verlo salir, no importa para donde, o para el infierno, pues después de haberse enfrascado en este enredo creyendo fácil administrar justicia entre comandante y tripulantes, no encuentra ya cómo salirse del atolladero sin perder más tiempo y paciencia, y más aún sin equivocarse. Es decir: él quisiera ahora poder “lavarse las manos” como Pilatos, pero no ve la manera cómo zafarse del enredo en que está metido. Al fin, se le ocurre una idea genial: nombrar un perito ingeniero naval, encargándolo hacer un estudio rápido o ensayar la máquina del Monte Nero y presentar su relación diciendo si el barco puede o no salir hacia Londres. Al otro día, sube a bordo este perito: italiano, simpático caballero y buen ingeniero naval quien desde hace años trabaja aquí en Port Said con la Compañía del Canal de Suez. Entre los oficiales, nos formamos de él un buen concepto, pero la tripulación que no sabe ciertas cosas desconfía, teme que se trate de algún embustero comprado de antemano por el comandante. Desafortunadamente, las turbinas en los barcos son todavía una novedad, poco conocida por la ingeniería naval acostumbrada a las máquinas «alternativas» cuya construcción y modo de trabajo son totalmente diferentes. Y sucede algo que nosotros no pudimos prever. Una vez descendido en el salón de las máquinas, el perito pregunta si hay buena presión; recibida contestación afirmativa, da orden poner en marcha la máquina de la izquierda. Los mecánicos y engrasadores, sorprendidos por la barbaridad que acaban de oír, lo miran con desprecio, y no pudiendo cumplir la orden, se confabulan entre sí, al tiempo que De Negri y demás ingenieros se acercan al perito para aclarar el embrollo. ¿Qué había ocurrido? Al bajar el perito al salón de máquinas, vio que eran de forma distinta a las alternativas por él conocidas; viendo dos grandes tambores, uno a la derecha y otro a la izquierda, en un momento de confusión creyó que se tratara de dos turbinas independientes y que el barco tuviera dos hélices, una para cada tambor. Ignoraba él, que los dos tambores no eran independientes, sino que la alta presión, tambor de la izquierda, y la baja presión, tambor de la derecha, son dos turbinas pero ambas acopladas mediante la enorme caja de engranajes, al único eje-hélice. Para poner en marcha un solo tambor, tal como habíamos tenido que hacerlo después
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
de Ceilán cuando se paró la alta presión, hubiéramos tenido que perder 24 horas en el mero trabajo de desacoplar los dos cilindros. Aclarada por nuestros ingenieros la equivocación, quiso el perito repetir la orden de poner en marcha las turbinas: ya no solamente el tambor de la izquierda; pero los mecánicos y engrasadores se rebelaron diciendo: –si este perito no conoce las máquinas turbinas no está capacitado para juzgar su estado de funcionamiento; estando nuestras vidas de por medio, no lo aceptamos–. Lo mismo que al cónsul anteriormente, le tocó ahora a este perito pasar un mal rato a pesar de que De Negri y los demás ingenieros de a bordo considerándole colega buscaban ayudarle en su misión. De acuerdo con estos últimos, para evitar tener que declarar al consulado que él no era competente en este nuevo tipo de máquinas, se llegó a un entendimiento en el sentido de que, sin poner ya las máquinas en funcionamiento, acogiendo las insinuaciones de nuestros ingenieros, declararía el perito que las turbinas están en malas condiciones y que por ello no podría el barco sostener en navegación una velocidad superior a las siete millas horarias, amén de las frecuentes paradas ocasionadas por la saturación del vapor en el condensador; en cuanto a la navegabilidad del buque –añadió el perito en su reporte–, este asunto no era de su pertinencia pues tal juicio debiera darlo un capitán, y no un ingeniero. De esta manera logró librarse del rompecabezas, continuando el consulado encargado para resolverlo. Oído el peritazgo, no pudo menos el cónsul que nuevamente suspirar de impaciencia. Después de consultar opiniones y consultar códigos, optó por nombrar una comisión de cinco capitanes de buques, a fin de que en representación del armador, del consulado, de la agencia de seguros, asumieran de una vez por todas la responsabilidad de definir si el Monte Nero podía o no salir de Port Said y continuar viaje hasta Londres. Para ello, se escogieron los capitanes de cinco barcos que se hallaban momentáneamente en el puerto, los cuales, después de minuciosa investigación y un almuerzo regado con whisky, salomónicamente dictaron la siguiente pericia: –el barco está en difíciles condiciones de navegabilidad; por consiguiente, autorizamos el viaje desde Port Said, hasta Argel; en Argel, otra comisión informará si será posible continuar el viaje hasta Londres. Tanto el cónsul, como la tripulación del Monte Nero, exceptuando nuestro comandante, quedaron
satisfechos de tal solución por cuanto que de Argel a Génova la distancia es mínima; por consiguiente el barco se aparejó para salir a la mar el 15 de diciembre, habiendo permanecido 12 días en Port Said para resolver el litigio. ¡A las pocas horas de haber dejado atrás las bocas del Nilo y entrados en el Mediterráneo, improvisadamente, sin que nadie hubiera sabido preverlo, aumentó el rendimiento de las máquinas y la velocidad del barco! Los ingenieros estudiaron el fenómeno e hicieron el siguiente descubrimiento: siendo la época invernal, las aguas del Mediterráneo están muy frías, hay fuerte diferencia de temperatura entre estas y las que tuvimos entre el caluroso Mar Rojo o del océano Indico. Siendo más fría el agua que circula en el condensador, éste logra condensar y despachar como agua dulce a las calderas todo el vapor que le llega, sin saturarse; por lo tanto, eliminada la contrapresión entre el condensador y las turbinas, ¡estas marchan regularmente a mayor velocidad! Una explicación elemental, que a ningún técnico se le había ocurrido pronosticar… El barco hace más de 8 millas horarias; la máquina no vuelve a pararse; desaparece el peligro de que el buque pierda el gobierno del timón. Como quiera que en el mar del Norte el agua marina en esta época será también fría, todo el mundo comprende que será posible llegar a Londres. El único inconveniente que aún persiste y que no tiene remedio es el del consumo de combustible: por aquello de que estando las paletas del rotor limadas en varios puntos el vapor pasa entre ellas sin hallar resistencia, la máquina devora ahora el doble del carbón de cuanto consumiría normalmente. Esto implica que tendremos que entrar frecuentemente en los puertos a lo largo de la ruta, para aprovisionarnos de carbón. El 17 de diciembre, navegando frente a la costa Cirenáica, recordando que mi hermano Ettore se halla prestando servicio militar en el cuerpo de radio– ingenieros de la guarnición de Bengasi, se me ocurre ensayar comunicarme con el mismo. Oigo la estación militar de Bengasi, muy cercana, trabajando con otras guarniciones terrestres del interior líbio. Como quiera que se que dicha estación no escucha en la onda de los barcos, sintonizo mi transmisor en la onda de otra estación terrestre y luego llamo a Bengasi que pronto me contesta. Le digo: –colega, este es el vapor Monte Nero, cruzando a lo largo de la costa, en viaje desde Java hacia Londres. Tengo un hermano en el cuartel de Bengasi, se llama Ettore Amore, qui-
LOBO DE MAR - Capítulo 36 Viaje No. 15 (parte 3a)
351
siera saludarlo y cambiar noticias de casa. Si lo conoce, ¿tendría usted la bondad de permitirnos esta comunicación irreglamentaria?– Amablemente me contestó el de Bengasi quien quizás por primera vez se comunicaba telegráficamente con un buque: –por supuesto, que lo conozco; Ettore debe hallarse aquí en el cuartel; espere usted a que lo llame–. Al momento, estuvo mi hermano al lado del operador de Bengasi, extrañadísimo de saber que yo me hallaba tan cerca de él, aunque invisible; nos cambiamos noticias de casa que él me dio pues yo hacía meses que no las recibía debido a la imposibilidad de avisar con debido tiempo a mamá acerca de mis futuras direcciones. Nos abrazamos por radio, y nos despedimos conmovidos. Mi barco sigue su marcha: el 24 de diciembre entramos en el puerto de Argel. Tomado el búnker, o sea la provisión de carbón, el 25 zarpamos nuevamente a pesar de ser día de Navidad; bastante tristes por cierto, para nosotros, y para el 2º ingeniero Auteri a quien tuvimos que dejar en el hospital de Argel debido a fiebres intestinales que le persiguen desde Java. También por la misma causa desembarcaron en Argel media docena de marineros y fogoneros que fueron reemplazados por unos franceses. Una vez curados, serán repatriados a Italia directamente, por el consulado. Sin novedades, cruzamos el estrecho de Gibraltar, y el 28 de diciembre nos hallamos frente de la costa portuguesa. Se hace necesario reaprovisionarnos de carbón; entramos en Lisboa, después de remontar un par de horas por el río Tajo. La ciudad es bellísima, pero tenemos apenas el tiempo para dar un rápido paseo por sus barrios principales y museos; por la noche abandonamos la capital portuguesa, bajamos por el Tajo, y doblando el cabo Roca volvemos proa hacia el norte. Sopla fuerte viento de proa que, unido a la corriente que también viene en sentido contrario, reduce el progreso de nuestra marcha. El 30 de diciembre o sea dos días después, todavía estamos cerca de Oporto; el 31 por la noche nos acercamos al famoso cabo Finisterre que es la punta norte–occidental de España. En vista del mal tiempo y de la gran cantidad de carbón consumido, el capitán Verde resuelve entrar en Corcubión, pequeño puerto vasco del cabo Finisterre, buscando allí refugio, y más carbón, en cantidad suficiente para cruzar el golfo de Vizcaya, el canal de La Mancha, embocar el Támesis, sin más paradas de reaprovisionamiento; ya hemos
352
hecho dos de emergencia, la de Lisboa y esta de Corcubión, cuyo gasto no debe ser muy del agrado del armador. Esta gente vasca de Corcubión de tipo marino y campesino al mismo tiempo –pues la Galicia es montañosa–, parece atrasada cien años en sus costumbres; desde luego, de carácter bueno, apacible, servicial; las mujeres trabajan cargando bultos de carbón hasta nuestro barco, como los hombres. El 1º de enero, con tiempo mejorado zarpamos de Corcubión; entramos en el golfo de Vizcaya; dos días después avistamos la punta de Ouessant cerca de Brest, y doblando hacia oriente embocamos el famoso canal de La Mancha, que mucho me interesa conocer por ser esta la primera vez que lo cruzo. Pasamos cerca de la isla de Guernesey y la de Aurigny que marca la entrada a Cherbourg; estas son las islas que Víctor Hugo inmortalizó en su romance «Los trabajadores del mar». A medida que adelantamos y se estrecha el canal, aumenta la cantidad de barcos con los cuales nos cruzamos a cada momento; el tráfico es intenso: dos largas hileras de barcos, una que va, otra que viene; buques de todas las banderas, pequeños los unos, enormes trasatlánticos los otros. Nos preguntamos cómo será difícil la navegación aquí en días de neblina; pregunta que tiene pronto contestación pues el horizonte que estaba claro, oscurece y se vuelve brumoso. Entran en acción las sirenas; es casi un concierto, que confunde, obliga a desviar ruta a cada momento para evitar otras naves. Después de 36 horas de navegar entre este mar de buques, avistamos la costa inglesa de Dover siendo este uno de los puntos más estrechos del canal; del otro lado, al sur, se alcanza a entrever la costa francesa de Calais. El tiempo ha despejado un poco, nos permite observar los barcos–ferries que hacen la travesía entre las dos costas llevando trenes completos, con pasajeros, de Francia a Inglaterra y viceversa. Pero al poco rato vuelve a caer la neblina, ahora más densa; así, guiados por las sirenas de las boyas y faros indicadores, fondeamos en la bahía de Dungeness para tomar el piloto inglés. El 7 de enero subimos por el río Támesis; a pesar de la constante neblina, seguimos llevados por el práctico cuya flema característica hace resaltar su gran experiencia para pilotear no obstante la ceguera de la niebla, a lo largo del estrecho río cruzado a cada instante por enormes trasatlánticos que a toda velocidad pasan a pocos metros de distancia de nosotros como si fueren espectros, asombrándonos por la habilidad
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
con que estos marinos ingleses, acostumbrados a viajar entre la neblina, sortean continuamente peligros y saben evitar estrellarse a cada momento. Tenemos que reconocer que nuestra aptitud marinera vale poco, comparada con la de los marinos ingleses. Pasamos bajo el puente de Westminster: ¡al fin Londres! Aunque no se ve nieve, hace frío; y nuestros vestidos son todavía tropicales; yo, que por la premura de partir, desde Pinerolo no pude traer conmigo nada invernal, tengo que bajar inmediatamente para adquirir ropa pesada. Después de lo cual, mi vestuario internacional resulta casi cómico: zapatos de Egipto, sombrero de Bombay, corbata de Java, camisas de Ceilán, trajes de Argel, sobretodo e impermeable de Londres… ¡que modas! Parece que permaneceremos aquí varias semanas; me propongo aprovecharlas para conocer lo más posible de esta famosa e inmensa capital. Visito primeramente al tan nombrado observatorio meteorológico de Greenwich, que representa el famoso meridiano 0º de longitud y la hora de Londres, París, Madrid, sin encontrar nada más importante de cuanto suponía. En el British Museum transcurro tres días antes de darme por satisfecho, de salón en salón, viendo las colecciones de artículos de historia natural, interesándome fuertemente las momias egipcias y los enormes fragmentos de monumentos faraónicos. Otro par de días los dedico a la National Art Gallery estudiando las pinturas de las diferentes escuelas: italiana, francesa, ibérica, flamenca, inglesa, entre cuyos cuadros hay valiosos originales de grandes autores, inclusive la Leda Col Cizne, de Leonardo, que juzgo asquerosamente pornográfico. Entre tantos cuadros de afamados pintores, de pronto llama mi atención de neófito, una imagen que no se por qué se destaca entre las otras; quizás por la armónica combinación de sus colores entre los cuales domina el azul, o por la forma de sus figuras; me quedo una hora mirando y gozando, sin poder levantar la vista de esa pintura, me siento fascinado, encantado. Al fin, como despertando de un sueño, me pregunto que hay en ese cuadro que me hipnotiza; me acerco, busco el título y la firma del autor: es la Virgen de la Gruta, de Raffaello. ¡Con razón, me digo! Ahora he aprendido qué es el arte, puedo definirlo así: el arte es el poder de atraer el interés de personas totalmente ignorantes en el asunto. ¡Cómo será de grande este pintor, si un profano como yo logra inmediatamente darse cuenta de estar frente de una obra maestra!
Llegó el día en que De Negri y Copello están disponibles para que en comisión vayamos juntos a vender los diamantes que traemos desde Ceilán; estamos ansiosos de saber a cómo nos los pagan los joyeros de Londres y cuanta utilidad nos dejan. Nos dirigimos a una joyería del Strand, la elegante avenida londinense. Entramos y ofrecemos nuestros tesoros. El comerciante observa las piedras, se va con ellas a un gabinete interior, para estudiarlas en su laboratorio. Al rato regresa y despectivamente nos devuelve los brillantes mirándonos como a estafadores, sentenciando: ¡falsos! Quedamos atónitos, incrédulos. ¿Será que viéndonos mal vestidos, nada a la moda, como suele suceder a marinos de largo viaje, creyó que fuéremos una partida de estafadores? Salimos y volvemos a ensayar en otro almacén. El mismo peligroso resultado. ¿Cómo? Los brillantes que adquirimos y traemos nada menos que desde Colombo, la tierra de las piedras preciosas, ¿son mero vidrio? Si, señor, son brillantes químicos alemanes, Thael; ¡no valen una higa! Al diablo, con el hindú que tan hábilmente supo engañarnos, y la ciencia tudesca que vende los brillantes falsos, en Ceilán. Londres está de plácemes con la inauguración de la primera radiodifusora, la estación 2L0 de la British Broadcasting Company (BBC), cuyos estudios y transmisor se hallan en el edificio de la Marconi en el Strand. No se habla de otra cosa: los almacenes hacen grandes ventas de audífonos, receptores de cristal (galena) y alambre para antena. Los programas de estreno están basados en la transmisión de óperas completas desde el teatro Covent Garden; para ello ha sido contratada como figura de primer cartel la famosa contralto australiana Melba. El repertorio comprende óperas italianas y alemanas, una cada noche. Tenemos pues teatro gratis: esta posibilidad que por primera vez se ofrece a la humanidad, despierta la admiración general hacia los milagros de la radio. A bordo, en mi receptor, puedo perfectamente oír las transmisiones; los oficiales, asombrados, vienen por turno a ponerse los audífonos para escuchar (los amplificadores de audio, y los altavoces eran todavía desconocidos; solamente salieron al mercado un año después). Viendo que su interés es tan grande, les propongo que compremos una docena de auriculares; para ellos instalo derivaciones desde el receptor de la estación, a cada asiento del comedor y en cada camarote. Así, durante las noches, que son frías, lluviosas y tristes además debido a la neblina invernal,
LOBO DE MAR - Capítulo 36 Viaje No. 15 (parte 3a)
353
en vez de bajar a tierra para ir a distraernos en “vaudevilles” o lugares de recreo público que nos resultan costosos, nos quedamos a bordo, reunidos en el comedor, jugando naipes o cosas por el estilo, al calor del termosifón, gozando el programa musical de la ópera, cada oficial con sus audífonos puestos en la cabeza. Por casualidad descubro que hablando fuerte cerca del auricular del receptor de mi estación, mis palabras se oyen en los demás auriculares instalados a treinta metros de distancia en el comedor, que están conectados en paralelo sobre la línea; es decir, el auricular de la estación está funcionando como micrófono. En aquel entonces, este fenómeno, mejor dicho esta posibilidad, era todavía desconocida por la técnica de radio. Se explica así: las fuertes ondas de sonido de mi voz actúan sobre la membrana del auricular haciéndola vibrar; corrientes que influyen y se reproducen en los demás auriculares. Hago así varios experimentos de comunicación telefónica desde mi estación situada sobre el puente de comando, al comedor y camarotes ubicados en el centro de la nave. Mis colegas están una vez más admirados. Entonces, recordando el tópico de las charlas de a bordo durante los últimos días, con De Negri combino una broma para nuestro comandante Verde. Durante recientes conversaciones en el comedor entre oficiales y el comandante se había tratado de convencerlo acerca de la conveniencia de que accediera pagar a la tripulación el sobresueldo del 15% sobre los meses transcurridos en la zona asiática, por indemnización de “puertos infectos” según la reglamentación marítima. Sin decirle que yo poseía una documentación completa conseguida en Bombay en la oficina de sanidad de aquel puerto; por el contrario, evitando que pudiera suponerlo; únicamente apoyándonos en argumentaciones morales, en hechos tan evidentes como la cantidad de personas de nuestra tripulación que había sufrido enfermedades o tuvieron que ser hospitalizados durante el viaje en diferentes puertos, o desembarcados definitivamente como ocurrió con el 2º ingeniero, Auteri, y otros en Argel; buscábamos convencerlo por las buenas, para que nos pagara ese 15%; pero el viejo, obstinadamente duro, contesta que las patentes están limpias; que por lo tanto el armador no tiene por qué pagarnos como si estuvieren sucias. Y hasta goza, el pobre marino –después de tanta rabia que tuvo que digerirse por los hechos de Puerto Said–, en podernos negar una cosa, a sabiendas en su
354
interior, de que nos está defraudando; se le puede leer en los ojos el placer de la venganza. No sabe él, que nosotros llevamos documentos capaces de derrotarlo y procurarle un vergonzoso papel ante la autoridad italiana; ni podemos decírselo o dejárselo adivinar porque además de que acabaríamos peleando seriamente a bordo antes de terminar este difícil viaje, podría él preparar su defensa inventando otros documentos o trucos. Sin embargo, no está mal darle un preaviso en forma sibilina, si por este medio logramos convencerlo para que desista de su descarada negativa. Así pues, por la noche, cuando todo el estado mayor estamos sentados en el comedor (la saletta) con los auriculares puestos escuchando deliciosamente la ópera transmitida desde 2L0; en el entreacto en que la estación acostumbra dar noticias, desconecto la antena al receptor, y usando mis audífonos como micrófono, me pongo a leer en alta voz un noticiero apócrifo preparado de antemano, imitando lo más posible el tono y las modalidades del locutor inglés. Después de haber leído varios supuestos telegramas de noticias procedentes de diferentes capitales europeas, intercalo el siguiente: “Roma – el gobierno italiano ha descubierto que algunos comandantes de barcos suelen hacerse despachar por funcionarios consulares poco escrupulosos, patentes falsamente limpias, para no pagar a las tripulaciones los sobresueldos que les corresponden por permanencia en puertos infectos. El gobierno ha establecido la pena de la cárcel para quienes resulten culpables de tal adulteración, y se dispone llevar a cabo las investigaciones del caso entre los buques que regresen a la patria desde zonas tropicales reconocidamente infectas”. Terminada esta perorata, reconecto la antena con el programa de Londres, y haciéndome como que estuve un momento en el baño, con cara ingenua entro al comedor para ver el efecto del noticiero, sobre la cerviz del capitán Verde. Encuentro el ambiente alborotado, comentando la noticia, mientras que el comandante, con la cara de color verde por la sorpresa o el susto, escucha, mirando de uno a otro los presentes, sin decir palabra, dando largas chupadas a su pipa. Como quiera que el noticiero fuera en inglés, idioma que nuestro capitán masca muy poco, De Negri (quien era el único que sabía de la treta) se había puesto como de costumbre a traducir del italiano para los demás presentes, las noticias a medida de que el
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
locutor (el suscrito) las anunciaba. Cuando llegó al punto del telegrama desde Roma, lo tradujo con la mayor naturalidad; y puesto que ni los demás oficiales ni el capitán tenían conocimiento de mi descubrimiento acerca de la posibilidad de hablar en el auricular de mi estación y ser oído en los audífonos de la saletta, todos creyeron que el noticiero procedía realmente de la estación difusora 2L0. Sin embargo, Verde y algún otro, habiendo notado la coincidencia de mi ausencia del comedor durante los instantes de esa transmisión, maliciaron que debía haber gato encerrado aunque nadie adivinó cómo se había hecho el falso anuncio. Según supe más tarde, el capitán Verde supuso que siendo yo marconista, funcionario de la Compañía Marconi, en cuyo edificio estaba instalada la estación 2L0, mediante influencias amistosas o por dinero había yo logrado que el locutor del 2L0 leyera ese telegrama. ¡Desde aquella noche, el capitán Verde no ha vuelto a escuchar la ópera por los audífonos del comedor; en la expresión de su cara pueden verse las señas de su preocupación o quizás duda entre el temor de haber caído en una celada, o de ser próximo candidato a la cárcel! Casi me da pena su situación, pero no hay otro camino; con la gente inhumana, para defenderse, hay que tener la fuerza de ser así mismo inhumano. Terminadas la visitas de estudio al British Museum y la Art Gallery, el Palacio de Cristal, la Torre de Westminster, el palacio real de St. James (visto por fuera), la tristemente célebre Torre de Londres, la catedral de San Pablo, la universidad, la estación de trenes de Charing Cross, dedico los demás días de estancia en esta ciudad, a pasear observando los sitios populares: el Savoy hotel, famoso por su lujo y excentricidad de su clientela; Trafalgar Square, ante cuyo obelisco e imponentes leones de piedra medito largamente acerca del heroísmo de Nelson, las consecuencias de su victoria naval en cuanto a la organización del imperio inglés y del resto del mundo; Piccadilly Circus, con sus bares y sitios de recreo para la juventud; Hyde Park, con su jardín zoológico, y sus parques entre los cuales suele haber grupos de conferencistas, de carácter político o religioso, con su respectivo pacífico auditorio a pesar de la calentura del orador; las patrullas de adeptos del Salvation Army (viejos recuerdos de Torre Pellice); y lo peor que pueda verse: los barrios populares y sucios sobre el bajo Támesis. Parece imposible, sin embargo, en la capital del más grande y rico imperio del mun-
do, en la mismísima tierra de las grandes familias patricias y lores, es donde cohabitan, en los peores tugurios, llevando vestidos haraposos, en grandes cantidades, los pobres más hambrientos del globo; el hampa más asquerosa. ¿No son los ingleses, seres superiores? Precisamente: uno de los puntos de su supremacía es este, de flemáticamente importarles una higa los pobres del bajo Londres. En cambio: nada más impresionante –aunque exagerado para nuestros ojos latinos–, que ver un cambio de guardia en la puerta de la Torre de Londres, o cerca de los jardines de St. James, cuando los gigantes soldados (de más de 2 metros de alto) metidos en vistosos uniformes de calzones rojos y casco dorado de coracero, precedidos por el maestro de maza quien hace con ella juegos y malabares extravagantes lanzándola al aire; y un cuerpo de banda musical compuesto por enormes bronces y sugestivas gaitas, caminan por las calles con imponente aire marcial que por su seriedad y frialdad de expresión parecen autómatas, capaces de barrerlo todo; ahí pasa el símbolo del imperio inglés. Terminada con demora la descarga del azúcar, que debido a los días lluviosos no pudo hacerse a todas horas; el 31 de enero salimos de Londres, volviendo a bajar por el Támesis hasta desembocar en el mar y poniendo la proa hacia el norte, costeando, rumbo al puerto de Sunderland, en el golfo de Newcastle. El 3 de febrero entramos en Sunderland: un pequeño y feo puerto carbonero; aquí, nada que merezca la pena ser visto o relatado. Neblina, polvo de carbón, panorama triste y sucio, tanto que ni tenemos ganas de bajar a tierra. El tiempo se nos haría aburrido si no tuviéramos para distraernos, la novedad de los programas de ópera por la estación difusora de Londres. El 15 de febrero, con plena carga, zarpamos finalmente rumbo a Génova. Como quiera que llevamos 8.000 toneladas de carbón en las bodegas, no necesitaremos entrar en otros puertos de la ruta para aprovisionarnos de combustible. En cuanto a la turbina, continúa funcionando defectuosamente, pero gracias al agua fría marina que refrigera el condensador, se logra mantener el andar de 8 nudos. El día 3 de marzo, bendito sea Dios, después de 11 meses de ausencia y de odisea, volvemos a entrar en el puerto de Génova. Al día siguiente, recibimos una noticia curiosa; que sería desagradable para la mayoría de los tripulantes si no fuere que todos están cansados y hartos del Monte Nero: …el señor armador Bozzo, resentido con la
LOBO DE MAR - Capítulo 36 Viaje No. 15 (parte 3a)
355
tripulación por su mala conducta durante el viaje (en lugar de agradecerle haber resistido) ha resuelto botar toda la tripulación, inclusive los oficiales. Para mí, el caso es indiferente; soy empleado de la Marconi, seguiré ganando sueldo, y la misma compañía se hará cargo de embarcarme a otro destino. Para los otros tripulantes, eso significa que desde hoy cesan de ganar salario, hasta que logren obtener embarque con naves de otras compañías, con la perspectiva de que el armador del Monte Nero le de malas referencias al futuro patrón, dificultándoles ser recibidos en el nuevo empleo. Sin embargo, nadie se queja; la indignación hace recibir la noticia con calma y sangre fría; esta eventualidad estaba prevista por cuanto que se sabía que el barco tendría que entrar al astillero por largo tiempo. Además, nos hemos dada cuenta de que bajo el pretexto del castigo, el desembarque inmediato cuyo objeto principal es el de ahorrar salarios, tiene también como finalidad la de alejar lo más pronto posible del puerto de Génova (puesto que cada cual tendrá que ir a su casa a ver su familia, los unos hacia diferentes regiones del norte o del centro, los otros hacia el sur de Italia), separando así uno del otro a los tripulantes, antes de que en conjunto logren intentar la amenazada reclamación a las autoridades por el pago del famoso 15%. Es necesario que nos mantengamos unidos; como quiera que al desembarcar cada cual se alojará en diferente lugar de la ciudad, nos citamos para encontrarnos diariamente a las 9 a.m. en la plaza Banchi, conocido punto de reunión de la clase marinera de Génova. También, antes de separarnos, dejamos una comisión encargada de gestionar la susodicha reclamación, compuesta por el suscrito, De Negri, Passalacqua, para los oficiales; y cuatro representantes de los marineros y maquinistas de la tripulación. Así, recibido el salario pendiente, menos el 15%, al mediodía desembarcamos en masa con nuestras maletas, yéndose cada cual por su propia cuenta. Los de la comisión, nos reunimos por la tarde. De Negri siendo hijo de armadores, conoce personalmente a los armadores Bozzo y Maresca del Monte Nero; propone que antes de intentar una reclamación oficial, vayamos a visitarlos para tratar de que por las buenas nos paguen el 15% de sobresueldo. Así lo hacemos, pero los armadores contestan que no pueden acceder a nuestra absurda petición. Les advertimos que los demandaremos ante el juzgado contencioso de la Capitanía del puerto.
356
No solamente contamos con que los documentos de la sanidad de Bombay serán suficientes para demostrar que las patentes limpias son falsas, sino que el oficial Passalacqua asegura poder demostrar como oficial contador que fue durante el viaje, que el capitán y los armadores pusieron en la cuenta por cobrar a las compañías del seguro el sobresueldo que nos niegan. Lo que pasa es que los armadores no saben que Passalacqua está enterado de aquella dolosa operación de contabilidad; ni ellos, ni el capitán se imaginan que estamos unidos, organizados, que tenemos certificados de Bombay. Si les avisáramos previamente…; pero no; sería imprudencia hacerles ver, como en el juego del póquer, los ases que tenemos en la mano; lo mejor es poner las cosas en claro ante la autoridad. Vamos a la oficina del contencioso, damos el denuncio de robo sobre el sueldo de la tripulación; quedan citados los armadores y su capitán para enfrentarse a nosotros a las 3 p.m. del día siguiente. Por la mañana, en la plaza Banchi, informamos a la tripulación para que asista a la audiencia del proceso que será breve y verbal con presentación de pruebas. Reunidos frente del árbitro de la Capitanía nos encontramos, de un lado los tripulantes y oficiales encabezados por el grupo de la comisión; por el otro, los armadores y capitán Verde, que nos mira lanzando rayos y centellas. El juez le informa que la tripulación que está presente, por medio de una comisión que está compuesta por oficiales y subalternos, le acusa de haberle indebidamente retenido el 15% de sobresueldo–indemnización por haber permanecido en puertos infectados desde el día en que el barco entró por primera vez en Bombay, hasta el día en que por última vez volvió a salir de ese puerto. Con aire desdeñoso y seguro, el capitán Verde saca tranquilamente de su cartera las famosas patentes y las exhibe al funcionario comentando: –como usted ve, señor juez, no hubo tal zona infecta, las patentes están limpias y así lo certifica el Regio Cónsul de Bombay; por lo tanto es errada la pretensión de los tripulantes. El juez observa las patentes, luego dirigiéndose a nosotros informa: –evidentemente, estas patentes están limpias y el señor capitán tiene razón. ¿Tiene la tripulación algo más que agregar? – Pido la palabra y, tal como habíamos convenido con los de la comisión, en vez de exhibir inmediatamente los documentos que poseo, los reservo para el final, entrando en cambio en una disertación sen-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
timental: –señor juez, dejando al margen el caso de las patentes limpias o sucias que en su cartera trajo el comandante; hay otras patentes, estas sí sucias, que el capitán conoce, que están representadas en las caras, en las vísceras, en los intestinos de aquellos que, quién más, quién menos, han sufrido enfermedades tropicales desde que el barco entró en los mares índicos. Vea usted, señor juez, estas figuras flacas, amarillentas y sufridas entre varios de los tripulantes presentes, ¿no son patentes sucias? ¿Cuántos hombres tuvieron que ser hospitalizados en Bombay, señor capitán Verde? ¿Cuántos otros, yo inclusive, en el hospital de Batavia en la isla de Java? Acaso no es cierto que el jefe ingeniero Maggioni tuvo que ser desembarcado y dejado en el hospital de Batavia y que solamente gracias a que el barco demoró mucho cargando en aquella isla pudo alcanzarnos y volver a reembarcar en Surabaya? ¿Cuántos tripulantes tuvieron que ser medicados en Colombo? ¿Cuántos otros nuevamente estuvieron en el hospital durante la larga estadía en Bombay por la turbina dañada? ¿Cuántos otros, inclusive el 2º ingeniero Auteri tuvieron que ser desembarcados en Argel, siempre por causa de fiebres y enfermedades tropicales, y de allá devueltos directamente a Italia para su convalecencia? ¿No suman a 18, sobre 45, el total de hombres desembarcados durante el viaje por enfermedad, y reemplazados con marinos de otras nacionalidades? ¿Es cierto todo esto, señor capitán, o puede usted negarlo? – –Sí es cierto–, contestó el comandante –pero aquellas casualidades a que usted alude, nada tienen que ver con el hecho real de que las patentes están limpias. Este es el hecho concreto a que yo, usted y todos, tenemos que atenernos–. El juez nos ve derrotados por la ley; pero la evidencia de las enfermedades que acabo de mencionar en mi alegato, si no lo ha conmovido, pudo siquiera convencerlo de que bajo el punto de vista de la ética hay un fondo de razón en nuestro reclamo; y dirigiéndose al armador le sugiere que a pesar de estar las patentes limpias y no tener por lo tanto ninguna obligación de pagarnos el 15%; la demostración, confirmada por el comandante, de que hubo numerosos enfermos, le hace desear que el armador, para dar prueba de su buena voluntad y sentimientos de humanidad hacia la tripulación acceda a regalarles un mes de sobresueldo; que desde luego esta no es una orden, sino únicamente una insinuación, para cerrar felizmente el incidente.
El armador contesta, negándose rotundamente a una erogación que de acuerdo con la ley no tiene por qué hacer. El juez lo lamenta, y se dirige a nosotros anunciando que de acuerdo con la ley hemos perdido el pleito. –Un momento señor juez–, le interrumpo yo –todavía tenemos algo más grave que informar, que guardábamos en reserva esperando que no sería el caso de acusar a nuestro capitán y al señor armador, de flagrante dolo. Creíamos que apelando a los sentimientos humanitarios de estos señores sería posible hacerlos entrar en razón. Pero está visto, como usted señor juez pudo comprobarlo, que no existe humanidad por parte del armador hacia nosotros. Vamos pues a cambiar de táctica; nada de sentimentalismos; solamente documentos legales y nada más–. Saco de mis bolsillos los pergaminos de la oficina de sanidad de Bombay, desplegándolos sobre la mesa del funcionario, y agrego: –aquí están, señor juez, las pruebas de que las patentes limpias han sido falsa e indebidamente expedidas por un agente consular corrompido por nuestro capitán; y si esto no fuere bastante, acuso al señor armador y al capitán, de haber cobrado en las cuentas a la compañía del seguro, ¡los seis meses de sobresueldo que se niegan a pagarnos! –. ¡Tableau! Los dos acusados empalidecen, quedan sin palabras, incapaces de reaccionar. ¡No esperaban esta contraofensiva y mucho menos con tales pruebas! El juez se demora algunos minutos estudiando los documentos que acabo de presentarle; compara las fechas de estos, con las fechas de las apócrifas patentes; luego, dirigiéndose a los acusados pregunta: –¿qué contestan ustedes? –. El armador es el primero en rehacerse del golpe, y toma la palabra: –señor juez, como usted comprende, yo no estaba a bordo del Monte Nero y no podía conocer ciertos detalles. Desde luego, si el 15% ha sido cargado en las cuentas cobradas a la compañía del seguro, con mucho gusto se lo pagamos a los tripulantes–. Entonces, el juez sentencia: –condénase a los armadores Bozzo & Maresca a pagar inmediatamente 15% de sobresueldo durante seis meses, a toda la tripulación, suma que fue indebidamente retenida por el comandante Verde. Condénase además al comandante, o en su defecto al armador, a pagar una multa de cinco mil liras, por tentativa de dolo en el pago a dicha tripulación. Esa misma tarde, volvió toda la gente al Monte Nero para recibir el sobresueldo, de manos del pro-
LOBO DE MAR - Capítulo 36 Viaje No. 15 (parte 3a)
357
pio capitán y bajo los ojos del armador; ambos derrotados, y desde luego, furiosos. Al día siguiente, cada cual se despidió de sus colegas de a bordo, tomando el tren hacia su casa. Terminó así mi viaje No. 15.
Como se verá en el texto al final del viaje siguiente, lo más curioso del caso fue que después de todo, en las semanas sucesivas acabó el comandante Verde cayendo enfermo de fiebres tropicales…
Con la mascota en el barco
358
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 37
VIAJE NO. 16 S/S SESTRI
DE GÉNOVA A INGLATERRA Y REGRESO A NÁPOLES. Salida: 2 abril de 1.923 Regreso: 9 mayo de 1.923 9.000 toneladas, 10 millas Máquina alternativa a carbón Comandante: Lanzetti, de Turín 1º. Oficial: Saporiti, de Monterosso Lig. 2º. Oficial: Tamburini, de Empoli 3º. Oficial: Pugnaletto, de Venecia Jefe Ingeniero: ? 1º. Ingeniero: D’Agostino, de Savona 2º. Ingeniero: Torre, de Palermo 3º. Ingeniero: Parodi, de Viareggio
T
erminadas las diligencias relacionadas con el cobro del sobresueldo del Monte Nero, voy a la Marconi a pedir que teniendo en cuenta que durante los últimos tres años pude estar solamente una semana con mi familia, me concedan un largo período de vacaciones. El jefe de esa oficina sigue siendo el enigmático Rollandini. Me autoriza irme para mi casa, prometiéndome llamarme telegráficamente cuando me necesite, siendo entendido que tendré entonces que presentarme sin demora. En esta oficina en donde antes de ser llamado al servicio militar e irme para el Africa me hallaba bastante a mis anchas porque conocía y era ya conocido de muchos colegas que me tenían consideración; me siento ahora como un pez fuera del agua; todo ha
cambiado; mucha gente nueva, colegas que entraron al mar después de la guerra tienen derecho de prelación sobre mí de escoger el destino sobre barcos de pasajeros; me miran como a un subalterno, no sabiendo que soy más veterano que ellos en la compañía a pesar de que debido al tiempo que me ha sido descontado por el servicio militar, aparezco ahora en el cuadro orgánico como entre los recién entrados… Solamente unos pocos de los llamados «ancianos» o antiguos colegas me reconocen y al saludarnos me tratan efusivamente como compañero; otros, sabiendo que he pasado a la cola del rol orgánico, prefieren no reconocerme y también me aplican el trato como a un subalterno, lo cual me indigna y entristece, sin poderlo remediar. Efectivamente, el servicio militar perjudicó para siempre mi carrera.
LOBO DE MAR - Capítulo 37 Viaje No. 16
359
Me encuentro con Furiani, cuya situación es similar a la mía; nos reunimos en un café a conversar, quejándonos recíprocamente de la injusticia del gobierno para con nosotros veteranos de la guerra; después de haber rememorado episodios de los años anteriores cuando estábamos en pensión en el hotel Europa durante el curso de aprendizaje en la Marconi; los incidentes en los cuarteles de Varignano en La Spezia; y cosas por el estilo, nos despedimos hasta el próximo encuentro. Me informa que Severino Copelli está embarcado sobre el «Esperia», nuevo trasatlántico de gran lujo que hace la línea entre Génova y Alejandría de Egipto y que se halla actualmente en alta mar. Que Bertone, mi compañero en Africa (Bardera) cuando regresó a Trieste para volver a embarcar con la Marconi después de los tres años de ausencia, halló que su novia Gianna a la cual había conocido en el lujoso vapor Helouan del Lloyd Triestino y a quien tanto quería, se había casado con otro; por la desesperación, estando en el Adriático a bordo de un buque de carga, se había suicidado con un tiro de revolver en la cabeza. Pobre joven, quien lo hubiere imaginado al ver su magnífica estampa: macho, alto, buen porte y hermosa cara, anularse así a los 23 años, por sentirse perseguido por la «guigne»… Imagino el dolor de sus padres, buenos campesinos de Frossasco (pueblito cerca de Pinerolo). Así que de los seis expedicionarios africanos, en el término de un año, ¡uno ya ha desaparecido! Malhumorado con tal informe, me dirijo a la estación de Príncipe para tomar el tren hacia Turín y Pinerolo donde ahora reside mi familia; mamá trabaja como contabilista en el Laboratorio Farmacéutico Rocchietta; mis hermanos van a la escuela; prefieren esta ciudad, a Torre Pellice, según me escriben. Pasando por la plaza De Ferrari de Génova, tropiezo con una especie de cortejo de muchachos vestidos de negro, parece que estén de luto; llevan una bandera que no conozco. Al pasarles cerca, de pronto un par de esos jóvenes me interpelan ordenando que me quite el sombrero. Sorprendido, porque no sé quienes son, ni que representan, pregunto: –¿descubrirme? ¿Por qué?–. –Porque es nuestro gagliardetto (estandarte) fascista–, contestan. Me quedo un instante pensando qué diablo significa aquello, y por qué quieren molestarme; luego, les replico: –jóvenes, tengo sobre mis espaldas tres años de guerra en el mar, más dos de Centro Africa y uno
360
de Asia desde donde acabo de regresar. No entiendo qué representan ustedes, ni quiero ser un Guillermo Tell; estoy acostumbrado a viajar por el mundo sin ser molestado y pretendo lograr otro tanto ahora que he llegado a mi patria. Adiós–. Sin hacerles más caso sigo mi camino hacia el ferrocarril. Minutos más tarde, comentando este incidente con algún pasajero del tren, habiéndoles preguntado qué significaban esos muchachos, supe que me había ido bien, pues se trataba de una “pandilla de fascistas” en demostración del nuevo partido político, quienes acostumbraban atacar con bolillo (manganello) a los ciudadanos que no saludaran su negra bandera. Quizás, al oír mi rara contestación, creyeron que yo fuere un loco. En Pinerolo, encuentro que mamá y hermanos están bien; felices al verme regresar de otro viaje no común. El juego de té de porcelana Satsúma, y demás recuerdos y regalos que les traigo, llaman su atención así como la de amistades y vecinos. Atiendo visitas de amigos y conocidos interesados en escuchar narraciones de mis andanzas. Me consideran un personaje raro. Efectivamente, yo mismo me siento entre ellos como fuera de mi ambiente. No recuerdo las costumbres sociales; ni ellos entienden fácilmente mis relatos. Mientras observo el panorama de los lugares donde he transcurrido mi infancia, y trato de hablar el patois piamontés, mi pensamiento vuela hacia los barcos, las tempestades, las luchas de a bordo; aunque sin quererlo, durante la conversación salen de mis labios palabras genovesas, árabes, hindúes, inglesas… Necesito tener en cuenta que me hallo de vacaciones entre mi familia después de tanto tiempo, para no sentirme aburrido, extrañado y hasta ridículo entre esta gente del Piamonte que no conoce el mar y desarrolla una vida tan diferente a la que estoy habituado. Tampoco me hallo a mis anchas si tengo que conversar con alguna muchacha; no se y no quiero aprender a bailar, pues eso de dar vueltas con una niña entre los brazos y la obligación de no perder la cabeza me parece una pantomima fingida o ridícula; no se cortejarlas al estilo semi indiferente de los jóvenes «de tierra»; estoy avezado a resolver las situaciones sin perder tiempo, antes de que el barco pite la salida y las ocasiones se esfuman en el azul vacío infinito del océano; en fin, un marino; casi un lobo de mar. Hasta he olvidado cómo se distinguen los grados de parentesco, exceptuando los correspondientes a mamá y hermanos; no se cómo se hace un bautismo, unas bodas, cómo estar sentado cinco minu-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
tos sobre un sofá sin sufrir el violento deseo de ponerme de pies, caminar, irme. Me siento ridículo; las costumbres terrestres me fastidian; ¡un suplicio! Así que, cuando transcurridas un par de semanas recibo un telegrama de la Marconi que me ordena regresar a Génova para embarcar, siento volver en mí la fiebre de la lucha, la satisfacción de saber que voy nuevamente hacia el ambiente marino, hacia el futuro desconocido que me atrae, me fascina, porque se más fácilmente desenredarme en una pelea con los capitanes, en medio de los peligros de la selva africana o de los hechiceros asiáticos, que entre los divanes de una sala o las sonrisas de unas muchachas. Me despido de mamá y mis hermanos, tomo el tren para Turín, y allí el expreso París–Roma que me dejará en Génova. A las ocho de la noche llega el rápido, copado de pasajeros, los asientos están repletos de maletas. Yo, que no estoy viajando por primera vez, no me resigno a quedarme de pies en el corredor del vagón; malicio que esas maletas han sido colocadas así por algún vivo que pretende reservarse doble puesto. Viendo que todos los asientos están copados por bultos, en lugar de irme a buscar suerte en otro vagón levanto un par de esas valijas colocándolas en el portamaletas alto, cerca del techo; las mías, debajo del asiento; luego, tranquilamente me acomodo en el diván. El único pasajero del mismo compartimiento, en forma seca e imperiosa me llama la atención manifestando que no tengo derecho tocar cosas que no me pertenecen; que el puesto donde acabo de sentarme está ocupado; que tengo que salir a buscar cupo en otro vagón. Lo observo: es un señor de porte arrogante, joven. En tono de contraofensiva le contesto: –señor, los asientos son para los caballeros, no para los equipajes. Si aparece el pasajero que ocupaba este puesto tendré mucho gusto en devolvérselo; mientras tanto, aquí sentado me quedo–. Ambos estamos como con ganas de darnos unos puñetazos, con la mirada desafiante; pero mi contrincante tampoco se atreve a tomar la iniciativa. Sale el tren; el presunto pasajero no aparece. El opositor está callado. Comprendo: este fregado quería mantener mi puesto ocupado para luego acostarse a todo lo largo. Pero se la gané. A la media hora, se duerme; poco a poco se cae recostándose sobre mis espaldas. Yo, que todavía estoy amoscado por el incidente anterior y porque tengo ya la evidencia de que este individuo es un abusivo, impacientado le doy un empujón en sentido
contrario. Se despierta, se pone de pie en actitud de boxeador resuelto a atacar (tiene un cuerpo de tamaño respetable y mayor que el mío), y principia diciéndome: –malcriado–. A lo cual le respondo: –malcriado usted que no parece caballero pues ni sabe cuál es el lugar de las maletas ni sabe ocupar su puesto sin molestar a los demás pasajeros–. Siempre en actitud desafiante continúa el otro: –se ve que es la primera vez que usted sale de su casa y viaja en tren expreso–. Le replico: –lo que se ve es que usted es un prepotente por costumbre, pero esta vez se ha equivocado; yo sé cuáles son mis derechos y sé hacerme respetar. Por última vez le advierto que si vuelve a molestarme le reviento las narices–. Dicho lo cual, vuelvo a sentarme, resoplando, con el pecho erguido y los brazos listos para disparar, ocupando con el cuerpo hasta el último centímetro de mi puesto para no dejarle al vecino más de lo que le corresponde. El villano gruñe, pero es perro que ladra y no muerde, pues acaba sentándose con la cara hacia el otro lado como significando que desprecia verme; se arrincona en su sitio y no vuelve a molestarme. De este momento en adelante ambos fingimos estar durmiendo, aunque en realidad con los ojos semiabiertos estamos espiándonos recíprocamente. Ocupados en esa tensión de nervios llega pronto la medianoche cuando el expreso entra en la estación de Génova. Rápidamente recojo mi equipaje y bajo del tren. Aquel señor grosero hace lo mismo. Curioso: pienso yo, al ver que también desembarca en Génova; tiene que ser un agente viajero. Igual que yo, este señor no tiene amigos o parientes que esperen su llegada en la estación; con el mismo andar apresurado subimos las escaleras del túnel y desembocamos en la plaza de Príncipe. Me dirijo al hotel Europa, perdiéndolo de vista. Al día siguiente, con el corazón en suspenso para saber qué destino me reserva el inspector Rollandini, voy a la Marconi a pedir órdenes. Ojalá fuere mi destino en un buque de pasajeros… ¡Inútil esperanza! Estoy registrado para embarcar sobre el «Sestri», un carbonero que viaja a Inglaterra. Tengo, una vez más, que hacer de tripas corazón; resignarme. Recogida la credencial de embarque, voy hacia los muelles a buscar ese «Sestri». Subo a bordo, tropiezo con el 1º oficial (lo distingo por las charreteras), nos presentamos: Saporiti– Amore. Después de una breve charla le pregunto si LOBO DE MAR - Capítulo 37 Viaje No. 16
361
está a bordo el comandante. Contesta: –véalo allá sobre el castillo de popa conversando con aquellos oficiales–. Hacia allá vamos; cuando estamos cerca del grupo, Saporiti se dispone a presentarme. De pronto, aquel cuya cachucha lleva el dorado cordón de comandante se vuelve hacia mí, me mira, se sorprende; luego, con la expresión del que dueño en su casa se dispone a atacar al forastero me interpela: –usted, usted, ¿qué hace aquí?–. Algo extrañado por tal recepción, le contesto: – soy el oficial marconista que viene a embarcar–; mientras tanto lo observo, y pienso en mis adentros: caray, yo conozco a este pisco; ¿quién es? Con aire de superioridad, frente de los demás oficiales, vuelve a preguntarme: –¿usted… es el pasajero del tren de anoche que subió en la estación de Turín?– De repente, reconozco bajo el uniforme al atrevido contrincante de anoche. Frenando en mis adentros una maldición, con tono desafiante le contesto: –¡Precisamente!– Según la etiqueta de abordo nos saludamos, aunque fríamente; Saporiti me presenta a los demás. Todos se han dado cuenta de que entre el recién llegado y el comandante Lanzetti existe una barrera de hielo. –¡Malaya!– pienso yo, –en qué manos he caído; el grosero del tren de anoche, ¡nada menos que mi actual comandante!– Pues bien, siquiera lo conozco de antemano y se con quién tendré que entenderme. Por otra parte, él también debe haber comprendido que no soy pasta para moler. Pero: ¡qué bien se inicia este viaje!– Pienso un instante si sería mejor regresar inmediatamente a la Marconi a pedir que me cambien de barco, o me desembarquen, puesto que prácticamente he caído en la boca del lobo. Pero temo que mi situación sería difícilmente comprendida. Antes que recibir un rechazo a mi solicitud, prefiero resignarme a que suceda lo que suceda. Y como si el comandante no me importara un comino, regularmente me instalo entre aquello que preveo será un infierno. Mantengo, esto sí, mis nervios listos para luchar, defenderme de cualquier atropello. Sale el barco, principia la rutina de a bordo. En el comedor, Lanzetti preside la mesa; no me dirige la palabra. Por mi parte, me quedo callado, en actitud prudentemente reservada. Mientras tanto, trabo amistad con los oficiales. Saporiti, el primero de a bordo, es un hombre agradable, culto y moderno; Tamburini
362
y Pugnaletto, segundo y tercer oficial, son recién salidos de la academia naval; rápidamente simpatizamos volviéndonos amigos. Entre el personal de ingenieros, el primero, D’Agostino, es un viejo de corazón sentimental, muy viajado; se casó residiendo varios años en México; no sé por qué ha vuelto a navegar; es un apasionado guitarrista; se alegra al saber que tendré mucho gusto acompañarlo con el mandolín. El segundo y el tercer ingeniero, Torre y Parodi, son dos buenos jóvenes, todavía tímidos y callados. Noto que el estado mayor teme o desconfía del comandante al que clasifican como impetuoso, intratable. Siquiera, tendré aliados. Así, mi posición se fortalece, me siento más seguro puesto que no seré yo solo contra Lanzetti. Después del segundo día de viaje, viene a la estación el camarero, informándome que el comandante desea hablarme, me invita subir a su apartamento. – Aquí va a ser Troya–, pienso yo; me encamino hacia el camarote del comandante cautelosamente, como quien va a entrar en la jaula de los leones. –A pesar de que ya nos conocimos en el tren, señor Amore, deseo saber algo más de usted. Dígame, ¿por qué viajaba usted en la línea de Turín a Génova?– . –Sencillamente, comandante, porque regresaba de vacaciones. Mi familia vive en Pinerolo, cerca de Turín–. –¿De veras? yo también soy piamontés, de Turín. Me encanta saber que somos paisanos; le ruego en adelante considerarme y tratarme ya no como el comandante, sino como amigo. Quiero que seamos compañeros. Usted es el joven más inteligente entre los oficiales de a bordo; Saporiti es un tonto despreciable, Tamburini es un novato testarudo, Pugnaletto es un bebé. Usted si es un macho, culto y viajado como a mí me gusta la gente. Me di cuenta de ello desde que estando en el tren, cuando quise burlarme de usted, usted me reviró más de la cuenta. Lo repito pues, que en adelante deseo que usted se olvide de mi graduación y me trate cual buen amigo; siempre que tenga usted tiempo, véngase a mi camarote a tomar whisky y charlar; deseo su compañía–. –Por supuesto, comandante; y mucho se lo agradezco–. Sin embargo, esta amistad tan repentina, no me suena; desconfío. En este capitán joven y fuerte, me parece ver el lobo de mar descrito por Jack London. Tiene movimientos de gato, felino; temo que no sea sincero. Además, me dio a entender que desprecia
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
los otros oficiales, quiere que yo sea a bordo la única persona en intimidad con él, su compinche. De hacerlo así, no pasará mucho tiempo sin que los demás oficiales desconfíen de mí y me dejen de un lado. No, no quiero que ellos supongan que voy a ser el espía del capitán. Si él desea que seamos amigos, magnífico; pero a condición de que yo pueda continuar siendo amigo con los oficiales. O, si tendré que escoger entre los dos partidos, me quedaré más bien con los oficiales. Más tarde, en el comedor, Lanzetti principia a dirigirme la palabra. Lo que le contesto o digo durante la conversación, lo encuentra perfecto, sabio, maravilloso, y así lo comenta en mi presencia, dirigiéndose a los demás oficiales. En cambio, contradice todo cuanto ellos digan: –no señor, usted está equivocado, oiga lo que opina el señor Amore–. Me siento apenado, avergonzado frente de mis colegas; noto que estos principian a recelar de mí; saben que yo y Lanzetti somos ambos piamonteses; deben estar pensando que hemos trabado rosca para dominar sobre todo el barco… Que situación tan curiosa, nunca antes experimentada; Lanzetti mimándome en cada ocasión, al tiempo que la tripulación me teme como si yo fuere el árbitro; y esto, a pesar de que me esfuerzo para hacerles comprender a ambas partes que no quiero serlo, y mucho menos quiero ser el bribón de a bordo. A la semana de estar en el Sestri, mientras el barco atraviesa el golfo de Vizcaya rumbo a la bahía de Cardiff, ocurre un pequeño incidente que aclara algo el ambiente. He principiado a observar que la comida, administrada directamente por el comandante por conducto del mayordomo y el cocinero, es bastante mala. Alguien quiere protestar, pero nadie se atreve por temor de enfrentársele al comandante. Hoy, la carne es claramente mala, huele a podrido. Cada comensal lo nota, husmea, se calla. El comandante, para dar el buen ejemplo, come. Me hago el que no sabe que Lanzetti está presente; ordeno al camarero llamar al mayordomo. Todo el mundo observa en silencio, inclusive mi capitán. Llega el mayordomo, con aire desenvuelto le digo: –mire, esta carne está dañada; en cambio, tenga usted la bondad de traerme un par de huevos fritos con jamón y espárragos de tarro–. El mayordomo mira al superior, este se calla; entonces el dependiente se va y regresa pronto sirviéndole a todo el mundo el plato solicitado. Cuando salimos de la “saltea” y Lanzetti se ausenta, el corpulento Saporiti me toca la espalda
diciéndome: –caramba usted, su atrevimiento con el comandante es conveniente para nosotros, pero le pronostico que a este paso no durará mucho tiempo su amistad con el jefe.– –Pues sepa–, le repliqué –que si el comandante piensa darnos mala comida a cambio de su amistad para mí, se equivoca–. Los demás oficiales me cargan un apretón de manos. Por la tarde, como si nada hubiere sucedido, Lanzetti me llama a su camarote invitándome a tomar un trago; no me dice nada del caso de la carne durante el almuerzo, y yo me guardo bien de recordárselo. Cuando, después de una larga charla agradable salgo de allí, se me acerca Tamburini y me pregunta si peleé con el capitán. –Absolutamente–. –¿Entonces?– vuelve a preguntar, –cómo arregló usted el asunto del “ham and eggs”?– Le digo que no hemos hablado de eso. –Tiene usted mucha suerte–, contesta él. Sin novedad transcurren otro par de días. Por la noche, durante la comida, noto que el vino es malo. Lo mismo constatan los demás, pero nadie abre la boca. Me dirijo a Lanzetti: –comandante, seguramente el mayordomo se equivocó y nos sirvió vinagre, ¿no le parece?–. Contesta que le parece vino bueno, pero a continuación llama el mayordomo y hace que nos traiga otras botellas. Los comensales me lanzan miradas de agradecimiento. Al salir del comedor, Lanzetti me llama por separado y me dice: –Amore, yo le ofrecí amistad, pero no puedo tolerar que sea usted el que me pone la castaña en el fuego. Si cualquier cosa resulta mala o a usted no le gusta de la comida, usted sabe que tiene mi autorización para irse solo, a la “cambúsa” (despensa) y pedir a cualquier hora lo que a usted le guste, inclusive caviar y champaña; pero, le suplico, no me imponga conceder a los otros el trato preferencial que solamente quiero otorgar a usted. Ya lo sabe usted que odio a los demás–. Me siento obligado a contestarle: –capitán Lanzetti, le agradezco, pero lamento mucho no poder aceptar que su buena voluntad para conmigo sea con compromisos. No deseo tratamiento preferencial, si este tiene que ser a cambio de maltrato para los otros–. Se calla y no vuelve a mencionar el asunto, durante un par de días se manifiesta frío, y yo le correspondo. Los demás observan, expresan su agradecimiento por mi lealtad hacia ellos. Llegamos a la embocadura del canal de Bristol, tenemos que tomar piloto para entrar en la bahía de LOBO DE MAR - Capítulo 37 Viaje No. 16
363
Swansea, cerca de Cardiff. El bote que viene, trae una docena de pilotos, uno para cada diferente destino dentro del canal, pues desde aquí puede el barco seguir hacia Swansea, o Cardiff, o Bristol, Newport, Barrydock, Barrymore, etc. Para enterarse de cuál es nuestro puerto de destino y cuál piloto tiene que enviarnos, desde la lancha preguntan: –where are you going?–. Lanzetti, ayudándose con el megáfono les contesta: –Swansea–. Aquellos hacen muestra de que no han entendido; vuelven a preguntar; de nuevo contesta nuestro capitán: –Swansea!– Nada; no entienden. Creo haberme dado cuenta de por qué los pilotos ingleses no entienden, pero como quiera que estoy disgustado con Lanzetti desde el incidente del vino, en vez de hablarme con él, me acerco a Saporiti para decirle lo que pienso. Este me contesta que efectivamente se trata de eso; de la errada pronunciación del nombre Swansea; que siendo el comandante tan pretencioso, conviene dejar que se desenrede de por sí solo. Continuamos los dos observando la escena y riéndonos. Ya nuestro joven capitán ha perdido la paciencia de repetir inútilmente la palabra Swansea; por otra parte, los pilotos ingleses en la lancha están dando muestra de nerviosidad. Su bote tiene que mantenerse a una cuadra de distancia de nuestro barco pues está dando brincos por causa de que el mar está picado; para enviarnos el piloto tendrán que bajar al agua uno de esos bateles de emergencia, para dos personas, que los marinos ingleses manejan tan magistralmente. No hay forma de entendernos con ellos sino que gritando por el megáfono. Cansado Lanzetti, el cocinero que ha estado él también observando la escena se cree en el caso de intervenir: –capitán, ¿puedo hablarles yo que tengo más práctica de inglés?– –Pues hábleles usted–, contesta desolado el capitán. El cocinero, que solía estar más de la cuenta borracho, se arma del megáfono y grita hacia el barco de los pilotos: –no sean tan idiotas, misteres pilotos, si les decimos que queremos ir a Swansea, es porque a Swansea queremos ir, y si ustedes no entienden que queremos ir a Swansea, qué diablo de pilotos son ustedes, understand? Swansea, Swansea!– Yo y Saporiti estamos que morimos de las carcajadas, pero los pilotos siguen desde su barco haciendo señales de que no entienden. Al fin, levantan un gran cartel con impreso el nombre de Bristol. –Nooh, gundúnes–, gritan desde nuestro puente. Cambian de
364
cartel: Cardiff. –¡Nooh, malditos ustedes!– protesta el cocinero. Vuelven a cambiar de cartel y finalmente levantan el letrero de Swansea. –Yes, cerebros entumecidos, yees, ¡si hace media hora estamos diciéndoselo!– La causa de la babilonia era que el nombre de Swansea no se pronuncia en inglés tamo como aquí escrito, sino Suónsii… Sube a bordo el piloto, principia a dar órdenes, pero Saporiti se ha ido a su puesto en la proa, y Lanzetti no entiende prácticamente nada de inglés. Desesperado no encuentra otro recurso sino llamarme para que le sirva de interprete, me parece sensato obedecerle, para la buena maniobra del barco, a pesar de que me da pena verme prácticamente en funciones de comandante, tener que dar yo órdenes desde el puente, a Saporiti y a los demás. Porque sucede que el piloto imparte sus disposiciones en inglés, y no permitiendo la rapidez de las maniobras el envío de mensajero u otros medios, tengo que repetir inmediatamente sus órdenes en nuestro idioma, con el megáfono, a Saporiti que se halla en la proa, y Tamburini en la popa. Lanzetti se ha retirado a su camarote. No imagino lo que deben estar pensando los demás oficiales: a que punto hemos llegado, el marconista haciendo las veces del comandante… Terminada la maniobra, amarrado el Sestri al muelle de Swansea, Lanzetti me agradece públicamente la cooperación, como siempre, exagerando; acaba invitándome acompañarlo a teatro por la noche. Le digo que ya estaba comprometido con Pugnaletto y le ruego que permita a este ir con nosotros; accede. Así, poco a poco, busco aumentar el contacto de familiarización entre el comandante y sus oficiales, demostrando a estos que no pienso aprovechar egoístamente la inexplicable simpatía que me profesa Lanzetti. Pugnaletto es el tipo perfecto de joven oficial. De origen véneta y familia acomodada, acostumbrado a la vida de sociedad y de salón, hizo sus estudios en la marina militar pero una vez terminado el curso de la academia, viendo que los barcos de guerra nunca salen del puerto, resolvió pasarse a la marina mercante donde cada viaje es un nuevo horizonte. Me cuenta su desilusión cuando fue por primera vez a solicitar embarque como oficial sobre un vapor del armador Raggio, de Génova. Llevaba una valiosa carta de recomendación; sin embargo, Raggio le negó el empleo. ¿Por qué? ¡Por haber cometido la estupidez de presentarse al escaño del armador, elegantemente vestido, con guantes y bastón! Dizque quienes quieran conseguir empleo con Raggio y demás armadores
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
de la misma estirpe, se les presentan después de haberse expresamente mudado de vestido, sin corbata, con un traje sin planchar o roto, la cara y manos sucias de grasa y carbón. Que el armador piensa entonces: –este es el hombre trabajador para mi barco– , y lo contrata, prefiriéndolo al oficial que se le presente bien vestido, pues considera que éste último es un tipo “pín de musse; un morcardíno” como dicen en genovés; un filipichín lleno de pretensiones, un cocacolo, como dirían en Bogotá. Sin embargo, ¡cuánto se equivocan los señores armadores! El tipo de poca educación, que suele vestir mal y sucio, no reclamará por la falta de higiene, del ventilador, del trato humano y decente, o por la mala comida de a bordo; pero en cambio tampoco será capaz de resolver inteligentemente situaciones comerciales que se presentan al barco; tomar la iniciativa en determinados negocios; defender los intereses de su armador con la cultura y con la pluma, en vez de mediante su fuerza bruta y el andar sucio. Pobre Pugnaletto, ¡que desencanto! Para embarcar sobre el Sestri tuvo menos dificultades de traje; a esto se debe que esté con nosotros, pero en lugar del puesto de 1º oficial a que aspiraba en los buques de Raggio, tuvo que resignarse aceptando aquí el de tercer oficial. Porque el Sestri pertenece a una compañía, y las compañías, más señoras y menos modernas que los armadores particulares, tienen rol orgánico para su personal, lo mismo que yo en la Marconi. Completada la carga, salimos de Swansea rumbo a Génova, sin novedades importantes que relatar. El ambiente de a bordo ha mejorado; he logrado servir como trait–d’union entre Lanzetti y el estado mayor, consiguiendo que el capitán conceda a todos un igual trato de cordialidad ya sea en la mesa, que sobre el puente. No solamente el comandante continúa en sus pruebas de especial admiración para conmigo, sino que los propios oficiales me quieren y me estiman ahora que saben que pueden confiar en mí y que de
todas maneras estaré siempre más cargado a favor de ellos, que del lado del excéntrico capitán Lanzetti. Llegados a Génova, recibimos orden de seguir para Nápoles pues improvisamente se ha resuelto que la carga sea desembarcada allá; luego regresaremos a Génova para alistarnos a emprender otro viaje. Alcanzo a ver a distancia, en el astillero, la silueta del Monte Nero, que seguramente se halla todavía en reparación. Recordando que debido a la urgencia con que fuimos despachados de aquel barco por el armador Bozzo se me quedó allá olvidado un paraguas en el armario de mi camarote, resuelvo dar un rápido paseo en bote, para subir al Monte Nero y ver si acaso mi paraguas se hallare todavía encerrado donde lo dejé. No hay tripulación a bordo del Monte Nero; solamente un vigilante en la escalera. Me hago reconocer y consigo la entrada a mi ex camarote. Encuentro intacto el paraguas que buscaba. Contento, me dispongo a bajar nuevamente a tomar el bote hacia el Sestri. En esas estoy, cuando veo una figura humana sentada en una butaca sobre el puente del Monte Nero, es un hombre, un viejo, metido en un “paletot”, a pesar de la temperatura primaveral, todo encartuchado, tembloroso. Pregunto al vigía: –¿quién es? Me dice: –el comandante Verde–. Me da curiosidad verlo de cerca y saludarlo: –comandante, buenos días, ¿qué le pasa?– –Buenos días Amore; estoy enfermo–. –Que se mejore pronto, comandante–. Ya cerca de la escalera, me informa el vigía: –ya ve usted, después de haber luchado tanto para no pagarle a sus tripulantes el 15% de sobresueldo por enfermedades, él mismo ha sido atacado ahora por las fiebres tropicales, hace un mes está enfermo…– Regreso al Sestri pensando si será un caso de justicia divina, mejor dicho, ¡castigo divino! Salimos de Génova; el 9 de mayo de 1923 entramos en el puerto de Nápoles dando por terminado aquí este viaje.
LOBO DE MAR - Capítulo 37 Viaje No. 16
365
CAPÍTULO 38
VIAJE NO. 17 S/S SESTRI
DE NÁPOLES A INGLATERRA, BUENOS AIRES Y REGRESO A GÉNOVA. Salida: 21 mayo de 1.923 Regreso: 18 septiembre de 1.923 Comando: Igual que el viaje anterior
D
urante la estadía de casi dos semanas en Nápoles, tengo ocasión de encontrarme con mi viejo amigo Severino Copelli. Conociendo el itinerario del «Esperia», voy al muelle cuando ese barco hace escala en su viaje de Génova a Alejandría de Egipto. Tan pronto el Esperia arrima al atracadero quedo deslumbrado al ver este paquebote de lujo, ya que olvidado el Giuseppe Verdi, ya no se sino de buques de carga, o carboneros. Reconozco a Severino en elegante uniforme, sobre el puente de primera clase, conversando con un grupo de damas típicamente inglesas o alemanas. Desde el muelle le hago señas, pero no me reconoce. Entonces, usando el código semafórico, mediante el movimiento de mis dos brazos le señalo: Amore. Enseguida se precipita por las escaleras, nos abrazamos, me hace subir a bordo. Tenemos ocho horas de tiempo para conversar, antes de que el Esperia vuelva a zarpar hacia Alejandría. Deseo relatarle muchas cosas: mis peripecias africanas, las asiáticas del Monte Nero, exponerle mi temor de no poder continuar indefinidamente en la Marconi como consecuencia de haber pasado
366
a la cola del rol orgánico a raíz del servicio militar y haber quedado asignado a barcos carboneros; quiero pedirle consejos. Con gran consuelo para mí, Severino sigue siendo mi viejo amigo; en vez de mantener la distancia de posición que hoy nos separa en la carrera, me demuestra aún más fraternidad que anteriormente cuando hace cuatro años, en 1919, estábamos casi al mismo nivel de categoría. Es ahora un personaje influyente en la Marconi, tiene derecho a ocupar los mejores destinos en la marina, es admitido como colega entre los inspectores. Oído mi relato, me dice: –evidentemente, tu situación se ha vuelto difícil en cuanto a posibilidad de obtener embarque sobre paquebotes de pasajeros, debido al retroceso en el rol orgánico. Sin embargo, no debes desesperar, sino luchar. Tú eres inteligente, profesionalmente capaz, y no dudo que al presentarse la ocasión lograrás lucirte en la compañía, lo necesario a fin de que los inspectores te echen el ojo y te escojan para servirles de ayudante. Tú sabes que los inspectores logran pasar por encima del rol orgá-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Con Roselli en Buenos Aires
nico y llevarse como segundo a bordo a quien le guste. Además de Rollandini quien ya te conoció y tuvo ocasión de apreciarte cuando estuviste en el Verdi, recuerdo haber escuchado a Franchi comentando, mientras tú estabas en el servicio militar, que en tu persona había encontrado el auxiliar más eficiente, y que cuando reingresaras en la Marconi trataría de llevarte con él. De Rollandini no podemos esperar mucho pues ya sabemos que es un tipo sibilino; pero, ¿no te has visto con Franchi desde que volviste a la Marconi? –. Le informo que no tuve la suerte de encontrarlo; quizás durante los pocos días que estuve en Génova, estaría él viajando en alta mar. –Pues bien–, continúa Severino –trataré de influenciar entre los inspectores para interesarlos en tu favor y recordarles que es un error dejarte inutilizado en un cargo–boat, simplemente por aquello del rol orgánico. Necesitamos del personal más competente sobre los mejores barcos donde hay mayor trabajo, no importa cuál sea su tiempo de servicio en la compañía. El Esperia regresa a Génova cada tres semanas y allá me la paso con los inspectores; de manera que confío en pocos meses lograr cuanto te prometo. Sin embargo, conviene que tú te vuelvas más malicioso, no dejar que la compañía te asigne en cada ocasión el peor
barco a sabiendas de que eres elemento disciplinado, pues tienes que recordar que allí ocurre algo parecido a los cuarteles: al más obediente le reservan siempre lo más malo, simplemente porque los jefes saben que ese dócil individuo no reclamará; lo que buscan los jefes es salirse del paso de la manera más fácil. Quien no chilla, no mama…; es decir, hay que saber obedecer y ser fiel cumplidor del deber cuando el puesto es bueno, a fin de conservarlo; volverse incumplidor y recalcitrante cuando no es perjudicial. Es un juego algo difícil, a veces peligroso para la carrera, pero es la única solución si no quieres quedarte rezagado en la cola por toda la vida. ¿Has ensayado acercarte a Izzi, el secretario de la oficina de Génova, hacerle algún regalo, pedirle que te ayude a conseguir buenos embarques? ¿No? El sabe cuando hay en el puerto algún pacchetto (paquebote) con puesto vacante, o si las perspectivas son malas; cuando conviene presentarse diariamente a la compañía como disponible para embarcar, o si es mejor darse por enfermo o pedir vacaciones porque los barcos surtos en el puerto o los puestos vacantes corresponden solamente a buques de carga. Búscalo pues, y no te de vergüenza pedirle ayuda; todos los vivos lo hacen; tu no tienes por qué ser bobo y perjudicar tu futuro. Salió el Esperia llevándose a mi amigo; yo quedé reflexionando acerca de sus consejos. Por lo pronto, nada puedo hacer. El campo de batalla está en la oficina de Génova, allá es donde podría ensayar la nueva estrategia, pero debido a una contraorden de la agencia, no iremos ahora a Génova, sino que directamente a Inglaterra, otra vez a cargar carbón. Invierto los demás días que me quedan en Nápoles visitando lugares ya conocidos: Santa Lucía, el Vomero, rememorando la época en que aquí estuve durante el servicio militar en Santelmo y en el dragaminas. Encuentro algún otro colega de antaño, entre otros, a De Luca Vittorio, con quien transcurro la mayor parte del tiempo en los cafés de la Galería, hablando de nuestros recuerdos de Africa y de los problemas que se nos han presentado al regreso a la Marconi. Él también, está desilusionado; piensa cambiar de carrera. El 21 de mayo, sale el Sestri. El ambiente de a bordo es el mismo, relativamente agradable mientras logre mantener mi equilibrio entre Lanzetti y sus oficiales. Con buen tiempo llegamos a Cardiff el 4 de junio donde tendremos que permanecer alguna semana en espera de turno para cargar, pues hay escasez de fletes, exceso de barcos. LOBO DE MAR - Capítulo 38 Viaje No. 17
367
Cardiff es una ciudad bastante grande, de unos 300.000 habitantes; principalmente mineros, o marinos; el conjunto es odioso para mi gusto. Bute street es la calle principal, repleta de tiendas y bares para marinos, donde forzosamente nos encontramos los tripulantes de todas las banderas. Debe su nombre al marqués de Bute, un lord millonario, dizque dueño de la mayor parte de la ciudad. Visito la universidad y el museo que me parecen apenas pasables; en los alrededores de la ciudad lo más importante son las minas de carbón. Nada que valga la pena. Llega la orden de cargar, con otra sorpresa: en lugar de regresar a Italia, hemos sido fletados para Buenos Aires, es decir: ¡del polo norte al polo sur!; de allá volveremos a Italia transportando trigo. Ya me estoy acostumbrando a estas novedades; además, me agrada ir a conocer la Argentina. El 2 de julio salimos de Cardiff rumbo al sur. Con buen tiempo y agradable navegación nos acercamos al continente Atlántida, es decir, al grupo de islas hispano–portuguesas que por su naturaleza volcánica se supone que en la antigüedad fueron parte del continente hoy sumergido en el Atlántico. Cruzando lejos a oriente de las Azores, vamos directamente a avistar el pico de la isla Madeira; de allí seguimos con la proa hacia las islas de Cabo Verde cuyo grupo avistamos el 13 de julio. Sigue ahora la navegación ecuatorial, atravesando la ancha faja desde esa zona africana hasta acercarnos al continente americano en aguas del Brasil. Reina el buen humor y continuamos gozando de armonía a bordo. El mar está con calma «chicha», apenas soplan las brisitas de los vientos Alisios cuya característica consiste en que dan la vuelta del cuadrante cada 24 horas. El cielo está esplendoroso, sin una nube; la temperatura sube gradualmente hasta volverse tropical. Las horas de descanso durante el día las pasamos sentados en el castillo de popa, al aire libre, tocando mandolines y guitarras bajo la dirección del ingeniero D’Agostino; por la noche, transcurro largas horas sobre el puente de comando acompañando al oficial de guardia, ejercitándome en reconocer constelaciones. A medida que nos acercamos al sur, dejamos atrás en el firmamento las Osas y demás conocidas estrellas de la zona norte, apareciendo en cambio las correspondientes a la esfera austral: la Cruz del Sur, los Centauros, los Canes, los Peces, el Aguila, etc. Cruzando la línea del ecuador, bautizamos aquellos que por primera vez penetran en este reino de
368
Neptuno, inclusive el comandante Lanzetti; el 20 de julio avistamos la costa brasileña de Olinda y el puerto de Recife en el estado de Pernambuco. Con buen tiempo y sin novedades continúa la navegación hasta el cabo de San Tomé, y el cabo Frío, que marca la entrada a Río de Janeiro. Durante este último trayecto, en contraste con la soledad oceánica existente entre las islas del cabo Verde de Pernambuco, avistamos numerosos barcos; saludamos varias naves brasileñas cuyos nombres me parecen curiosos porque principian con la radical de Italia: Itamirín, Itabiri, Itapore, etc. Lo que sí no me gusta, y me extraña, es el pésimo servicio de radio costanero de esta zona suramericana; casi no hay estaciones que nos atiendan los mensajes: no contestan, o es un problema hacerse entender pues los operadores son claramente inexpertos. Pasado el golfo de Santos, el 27 de julio avanzamos en el de Santa Catalina; el tiempo principia a cambiar; ello se debe a que vamos entrando en el invierno; mientras que en el hemisferio norte el mes de julio es estío y caliente, en el sur reina el invierno, siendo común la nieve desde la Bahía Blanca al sur de Buenos Aires, hasta el polo austral. Después de avistar el puerto de Laguna y el cabo Santa Marta nos acercamos a la zona de Porto Alegre y Río Grande do Sul; aquí el tiempo empeora, principia a hacer más frío. En mi radioreceptor noto un fenómeno preocupante: las estáticas (onda larga) normalmente ya fuertes desde que entramos en el trópico, han alcanzado ahora tal intensidad que es imposible oír cualquier señal de radio; todas están cubiertas por un continuo y violento bombardeo de ruidos eléctricos. En un principio, supongo que se me haya dañado el receptor, pero luego compruebo que se trata totalmente de estáticas, que hace 24 horas soplan sin descanso. Informo de esto al comando y hacemos conjeturas de si será que está preparándose alguna borrasca fenomenal, pues el barómetro está variando rápidamente, y el cielo cubriéndose de nubarrones que nada bueno prometen. Al día siguiente, se aclara el enigma: es el pampero, el famoso y terrible mal tiempo de esta zona; así lo entendemos por el olor del aire y las pajitas que trae el viento desde el dentro tierra. Las aves marinas que solían acompañarnos se retiran dando muestras de pánico y afanosa búsqueda de abrigo; el horizonte se vuelve gris plomo, obscurece el panorama señalando que se aproxima la hora de la lucha con la naturaleza. ¡Y pensar que solamente nos faltaban dos días para entrar al regazo del río
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
de la Plata! Estamos en la zona donde el pampero suele soplar con mayor violencia y donde resulta más peligroso este tipo de tempestad. El pampero, así llamado porque se supone que se origina y procede de la región de las Pampas, suele estallar durante la época invernal de este hemisferio, soplando desde el sudoeste hacia el noreste, siendo en cierto modo gemelo aunque en sentido contrario, del conocido «mistral», «maelstrolm» o maestrale de la zona noreuropea. Su intensidad y violencia es comparable con el huracán, con la desventaja de que en lugar de pasar en pocas horas, dura dos o tres días antes de aminorar su fuerza. Como consecuencia de tan tamaño viento, se levantan en el mar olas gigantescas; además, toda la zona desde la desembocadura del río de la Plata y a lo largo de la costa uruguaya hasta Río Grande do Sul deja de ser navegable, ya sea porque el empuje del viento aleja sus aguas reduciendo el calado, ya sea porque con las corrientes y torbellinos que se forman cerca de la costa, los barcos pierden fácilmente el gobierno, sufren averías del timón, o resultan estrellados, amén de otros daños y el peligro de hundirse. Son cosas del destino: después de casi un mes de alegre y pacífica navegación, hemos llegado precisamente a la hora y en el lugar donde más fuerte tendremos que aguantar la bufera. Desde luego, esto me interesa, porque será una experiencia más para agregar a las numerosas que ya tengo de malos tiempos en varios años de navegación. Pasamos todo el día a lo largo de la costa de La Paloma, gobernando a la capa con la máquina a media fuerza, sin casi adelantar un metro; el fuerte viento y las inmensas olas que embarcamos de proa no lo permiten. Hay que anotar que el Sestri se mantiene bastante bien en medio de tanto infierno, mientras el timón logre aguantar, tenemos la convicción de vencer esta prueba sin mucho sufrir. No obstante la poca visibilidad, me dedico a tomar fotografías, desde la cubierta, amarrándome previamente al árbol de trinquete para evitar que cualquier ola barriendo el puente me arrastre consigo. Así amarrado, con ambas manos libres puedo sostener y operar la cámara. Hago un par de buenas fotos en los instantes en que montañas de agua se levantan y caen sobre nuestra proa; casualmente, una de estas fotos la saco en el preciso instante en que una ola descomunal se precipita sobre el castillo de proa destruyendo mangas de viento, chalupas, balaustras y demás aparejos. Cuando el golpe de mar se retira, nada queda de todo aquello, la proa aparece desnuda
y desguarnecida; solamente algún tubo torcido y las grúas retorcidas de las lanchas atestiguan la violencia del azote y los rastros de aquello que debiendo estar allí, ha desaparecido. Por la tarde, recibo la primera llamada de S.O.S. de un vapor inglés a pocas millas de distancia entre nosotros y Montevideo, que está por perderse sobre la costa a raíz de haber sufrido graves averías causadas por los golpes de mar. Sucesivamente, piden auxilio un buque griego, otro inglés, un argentino, y en altas horas de la noche, nada menos que el paquebote alemán Rúgia, cargado de pasajeros, embarrancado por las olas sobre la punta Maldonado. Total: cinco S.O.S. en nuestra vecindad; sin poder hacer nada en su favor porque apenas logramos sostenernos a la capa, siendo imposible aumentar el andar o variar de rumbo. La radio CWA de Montevideo informa que por el momento no es tampoco posible despachar remolcadores o naves de salvamento, debido a que la furia del mar no les permite salir del puerto; pide a los barcos del S.O.S. hacer lo posible para aguantar unas horas más a ver si el tiempo mejora en algo como para permitir a los buques de salvamento zarpar en su auxilio. Durante toda la noche continuamos los del Sestri en pie, trabajando en tapar fallas, remediar los daños a medida que son producidos por los golpes de mar; por la mañana mejora algo la situación. Dos de los buques que pidieron el S.O.S. están recibiendo auxilio desde el puerto de Montevideo; dos se han hundido con su tripulación; el Rúgia ha sido arrastrado por la marejada (a pesar de sus quince mil toneladas) unos quinientos metros adentro tierra de Maldonado, resultando milagrosamente sentado en la playa, sobre su quilla, al retirarse las aguas invasoras. Para sacarlo de allí y volver a echarlo al mar será menester construir un grande y costoso canal cuya obra durará varios meses. Continuamos navegando a la capa; al día siguiente logramos fondear en la rada de Montevideo. Debido a la fuerza de empuje del pampero, el río de la Plata tiene ahora menos de 24 pies de calado; es preciso para el Sestri, que cala 25 pies, esperar hasta que el río vuelva a tener su volumen normal de aguas. Algún paquebote de menor calado logra seguir adelante sin dificultades; otros se quedan varados en el barro del fondo. Cuando sube la marea, zarpamos, y finalmente, el 3 de agosto, después de 30 días de continua navegación, entramos en la dársena norte del puerto de Buenos Aires. LOBO DE MAR - Capítulo 38 Viaje No. 17
369
Suponía encontrar una ciudad estilo americano; al decir americano me refiero al tipo arquitectónico de Nueva York, Filadelfia, etc., tan diferente del europeo; o algún otro estilo diferente del europeo y norteamericano; en cambio, tengo inmediatamente la impresión de hallarme en una ciudad latina como podrían serlo Barcelona, Marsella, Nápoles, etc., exceptuando que no se ven colinas ni montañas. Las costumbres de las gentes son también en buena parte latinas; en cuanto al idioma, gran cantidad de los habitantes entienden el italiano, y hasta el dialecto genovés… Con su millón y medio de habitantes, Buenos Aires es una capital que merece ser conocida; cierto es que todavía en este año de 1923 hace falta eliminar ranchos de paja que desentonan al lado de grandes y lujosos edificios de moderno estilo francés e italiano; pero se está haciendo mucho para urbanizar aquellos sectores que aún recuerdan la época de la conquista. La inmensa plaza del congreso, con sus lindos jardines, sus estaciones del «metro», cerca del edificio del congreso es una obra artística; y por el otro extremo la Casa Rosada, residencia del Presidente de la República, presentan a la vista un cuadro hermoso y no común. Cerca de esta plaza, la famosa Avenida de Mayo, forma un conjunto que por la elegancia de los múltiples palacios y el trazado de la ancha calle bien podría caber en cualquier lugar principal de París, Viena, o capitales de famosa belleza. El área de la ciudad es inmensa, dispone de eficientes servicios de transportes, alumbrado, teléfono, policía famosa por su seriedad y organización. Toda esta gracia se debe al espíritu de empuje en el trabajo, ahorro, competencia de los inmigrantes europeos que durante los últimos cuarenta años han venido a poblar y dar vida a esta tierra antes desolada; italianos y españoles en su mayoría, alemanes, ingleses y franceses los restantes. Recibo carta de Italia, con la dirección de un amigo de Pinerolo quien hace poco vino a establecerse en Buenos Aires donde ya residen su papá y familia; y otra carta de mi mamá en la cual, feliz de saber que he venido a esta ciudad me pide encarecidamente aprovechar esta oportunidad para buscar a mi padre que según las últimas noticias que tuvimos por allá en el año de 1907, estaba residiendo aquí. Localizo fácilmente al amigo, Mario Rossetti, joven de 20 años recién diplomado en Italia, quien apenas principia aclimatándose a esta capital; pasamos días y noches juntos hablando en piamontés, visitando lugares de la urbe; o en su casa, entre sus herma-
370
nos y hermanas quienes hace mucho tiempo residen aquí y por lo tanto se sienten ya tan argentinamente criollos como para decirle «gringo» al hermano recién llegado de Italia. Por primera vez experimento tomar «mate» en la bombilla con chupo de plata, el que es transportado de boca en boca entre el círculo de familiares y visitantes; sería ofensa negarse a participar en tal regocijo. Como muchas de las cosas que por primera vez se saborean, no le encuentro más gusto que si estuviera chupando una infusión de camomila u otra hierba medicinal; sin embargo comprendo que con la costumbre se llega a apreciar la hierba mate, tanto como si fuere té o café. La orden materna de localizar u obtener noticias de mi papá, me desagrada, me repugna, casi me asusta el cumplirla. ¿Para qué papá, que ni yo ni mis hermanos le hemos conocido; ahora que ya tengo 23 años? ¿Para qué buscar ese hombre que nos abandonó cuando yo el mayor de los cuatro hermanos tenía solamente seis años de edad; este padre que desprecio y casi odio; ahora, después de tanto tiempo de haber él desaparecido, cuando el encontrarlo sería de ningún provecho para la familia, o seguramente un estorbo? Sin embargo, por la carta de mamá es evidente que ella todavía lo quiere; ella sería feliz de poderle dar acogida en casa aún estando ya él muy viejo. Esto no tiene remedio; mi deber de hijo es obedecer la voluntad materna, y más que obedecerla, darle gusto. Ella que tanto hizo para mí y para mis hermanos durante nuestra niñez, para mantenernos y levantarnos al honor del mundo; bien se merece de mi parte un sacrificio. Lo que sucederá si encuentro a mi papá, no lo sé; pero seguramente mamá, como de costumbre, ya lo tenga todo previsto. Por consiguiente, no tengo por qué preocuparme de responsabilidades que solamente a ella competen, que ella quiere echarse la responsabilidad a cuestas, mientras en forma suplicante me ruega buscar a su marido. Cumplir su deseo, esto es lo que tengo que hacer, sin asustarme por el futuro. Tomada esta resolución, como un homenaje de amor filial, aún cuando íntimamente esperando no hallar nunca la persona buscada, me dedico con toda conciencia a la obra: voy al club italiano, a la asociación de inmigrados, de los profesionales, de la misma nacionalidad; a la oficina de anágrafe del municipio, a la lista de electores; en todas partes pregunto y hago averiguar sobre el posible paradero del señor Amore Bruno, por si alguien lo conoce o lo ha oído nombrar. Nada. En una ciudad
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
que apenas hace veinte años principiaba a desarrollarse y no tenía aún organizaciones de censo etc., es difícil hora que cuenta millón y medio de habitantes dar con el paradero de un inmigrante del año 1905. Prácticamente imposible. Tal es la conclusión de las personas que interpelo. De manera que después de una semana de continuas búsquedas, y estando ya el barco para zarpar, escribo a mamá, que mucho lamento, pero que por lo visto su marido debe haberse establecido en otro lugar, lejos de Buenos Aires, pues aquí es desconocido. Quién sabe si en el interior de Argentina, o si en otro país de Sur América, o en otro continente. En mi corazón, este resultado me parece el más conveniente y mejor para todos: hemos cumplido, mamá y yo con un deber; una vez más, y con la conciencia más tranquila que nunca, podemos echarle una piedra encima al asunto del papá, que por lo visto ya no existe. De Buenos Aires, sale mi buque hacia Villa Constitución, un lugar tierra adentro, subiendo el río de la Plata, cerca de Rosario, es decir, unas 24 horas de navegación fluvial; cargamos trigo, con destino a Italia. En la susodicha Villa no encontramos ninguna edificación como de pueblo, lo único que hay es un gran silo triguero, servido por el ferrocarril; por lo demás, el panorama es una llanura inmensa hasta donde alcanza la vista, sin un árbol, solo pastales y trigales; supongo que la Villa esté detrás del horizonte. Esta es la pampa. Junto al silo hay un muelle para facilitar el amarre y carga de los barcos, con sus respectivas grúas y canales por los cuales corre el trigo, desde las elevadas bodegas del lugar, hasta las de los buques. Tan pronto que el Sestri ha quedado amarrado al muelle con fuertes cables para evitar que la corriente del río lo arrastre; desde lo alto del silo, como si fueren brazos de un gigante bajan numerosas canales a las bodegas de nuestro barco; abiertas las compuertas o válvulas de los canales, principia el trigo a bajar corriendo. De esta manera, un buque de 9.000 toneladas como es este, puede quedar cargado hasta el tope en cosa de 24 horas. Por supuesto, hay que tomar alguna precaución. El trigo, cargándolo así a granel, sin empaque, es una mercancía peligrosa por cuanto que se desliza como si fuere agua y puede hacer variar el centro de gravedad del recipiente. Esto es lo que sucede con los barcos que, cuando navegan, se balancean debido a las olas, y el balanceo puede hacer correr el trigo en uno u otro sentido, a menos que esté comprimido.
Por consiguiente, de acuerdo con los reglamentos marítimos y la imposición de las compañías de seguro, hay dos posibles maneras de carga un buque con trigo: la una es, llenando las dos terceras partes del volumen cúbico del recipiente (en este caso la bodega) con trigo a granel; y la última parte, encima, con sacos rellenos de trigo, que por su propio peso mantienen prensado al que está debajo, impidiéndole correrse; el segundo sistema, denominado de «cajones», consiste en subdividir cada bodega en numerosos compartimentos que se construyen mediante gruesas tablas de madera, clavadas o encadenadas entre sí, rellenando luego cada uno de estos cajones con el trigo a granel. Siendo más rápida y más barata la carga y descargue mediante los silos, la tendencia sería hacer toda la operación por el sistema del granel, si no fuere por el peligro que ello implica para la nave; en consecuencia las compañías aseguradoras limitan la carga tipo granel, según los dos antedichos sistemas, para evitar que los buques se vuelquen (en la jerga marina “engavonar”). En nuestro caso, el cargamento tendrá que ser hecho completando la parte superior de las bodegas, con trigo en sacos; es decir: las dos primeras partes se harán a granel. Para ello, para evitar que el barco pierda su centro de gravedad durante la operación de la carga, los estibadores tiene que variar frecuentemente de posición las canales por las que baja el trigo, a fin de rellenar uniformemente las bodegas, impedir que se formen montículos en los lados, que por su peso harían desplazar el centro de gravedad hacia los lados perdiéndose el equilibrio del casco. En la práctica, este asunto de mover de vez en cuando las canales del silo a fin de cambiar continuamente el lugar donde carga el trigo, puede ser dejado al criterio de los estibadores, o se puede disponer que sea encomendado al personal de a bordo. En nuestro caso, Lanzetti dispone que los cargadores de tierra fijen las canales echando trigo en determinados puntos de las bodegas, hasta cuando él ordene cambiarlas de posición. Esta orden hizo surgir una desagradable discusión entre comandante y bodegueros de tierra por cuanto que estos se sintieron considerados como carentes de buen criterio profesional; discusión que disgustó a Lanzetti quien acabó con ir nerviosamente a encerrarse en su camarote, después de haber ordenado que se cumplieran sus instrucciones. El asunto podía ser baladí, pero los trabajadores de tierra, tal vez chocados, a propósito orientaron las canales en el punto indicado por el comandante y soltaron trigo a LOBO DE MAR - Capítulo 38 Viaje No. 17
371
ciegas, de suerte que cayendo todo sobre un mismo lado, a la hora principió el Sestri a ladearse hacia el muelle. Los cables empezaron a templarse del lado opuesto más de lo conveniente, y como quiera que el trigo se corría siempre más hacia la pared de la bodega, en lugar que hacia el centro, poco a poco aumentaba la inclinación del barco hacia el lado izquierdo. Entonces, el oficial de guardia, Pugnaletto, creyó oportuno subir al camarote del comandante para informarle acerque de lo que estaba ocurriendo. Pero, Lanzetti estaba irritado; en vez de prestarle oído, lo mandó al diablo sin hacerle caso, tanto más que desde su camarote situado en el centro de la nave no se notaba aún el desequilibrio lateral que nosotros veíamos estando sobre el puente. Pugnaletto volvió pues a bajar en cubierta y nos informó respecto del recibimiento que había sufrido por parte del comandante. Principiamos otros oficiales a interesarnos, considerando imprudente dejar que el asunto continuara, convinimos que fuere otra persona donde el capitán para pedirle que interviniera dando la contraorden, para cambiar de dirección las canales a fin de restablecer el equilibrio de la nave. Se hizo cargo el segundo oficial, Tamburini, de ir a hablar con el comandante. Lanzetti lo recibió en la misma forma que lo había hecho con el predecesor, y Tamburini tuvo que devolverse él también fracasado. Mientras tanto veíamos que la cosa se estaba poniendo más seria; resolvimos pedirle al primer oficial que interviniera. Le tocó pues el turno a Saporiti; subió donde Lanzetti, este lo recibió mal y lo despachó igual que a los anteriores, a pesar de ser Saporiti el segundo comandante de a bordo. Hasta este momento, yo estuve observando todo aquello, más por curiosidad, que por la suposición de que el problema se fuera a complicar; pero cuando Saporiti también regresó derrotado desde el camarote de Lanzetti, dándome cuenta que la inclinación del barco sigue aumentando –alcanza ya a unos 20 grados–, pienso que es preciso actuar tomando remedio antes de que la tendencia a dar el vuelco resulte imposible de dominar. Sugiero a Saporiti asumir la responsabilidad de dar las órdenes convenientes y urgentes, al personal de tierra y de a bordo; pero, chocado, me contesta que ya no le importa nada de lo que pueda suceder; que todos somos testigos de que el comandante es el responsable y culpable del eventual desastre. Entonces, guiado no sé si por la razón o por el demonio, me envalentono; dirigiéndome a los varios
372
oficiales y tripulantes presentes les anuncio: ahora verán como saco a Lanzetti de su camarote. Dicho y hecho, subo al cuarto del capitán, golpeo fuertemente la puerta y entrando sin esperar a ser invitado, le echo en cara que es una vergüenza lo que está pasando, que ya tres oficiales han sido insultados o considerados como idiotas, es decir, como si no fuere cierto que el Sestri está ladeado y que de seguir así podría dar la voltereta. Tres oficiales no pueden todos equivocarse, de manera que quien está en el error es él, el comandante, no solamente por haberle faltado al respeto a sus oficiales, sino porque su actitud negativa no debe continuar un minuto más. Y concluyo así: capitán Lanzetti, o usted interviene ya, o yo tomo el mando de este barco y lo hago destituir a usted por la tripulación, ¡por inepto…! Estas últimas palabras, dichas con todo el tono enérgico y la fuerza de que soy capaz, obtuvieron el efecto deseado: Lanzetti, despertándose del sopor mental en que se hallaba, saltó de su cama persiguiéndome como para pegarme, pero en el preciso instante en que él salía de la puerta de su camarote, y ambos corriendo bajábamos las escaleras, se oyó un fuerte ruido; todos comprendimos que debido al peso del buque ladeado, acaban de reventarse las gruesas espías y cables de manila que mantenían al buque apoyado contra el muelle. Enseguida, libre ya de los cables que lo sostenían, nuestro casco se ha inclinado otro medio metro por ese lado. Ahora es evidente que si no enderezamos al barco, en una media hora dará el vuelco. Así lo entendió también Lanzetti quien frente del espectáculo, olvidándose de mí, se precipita a dar órdenes: contramaestre: eche otros cables al muelle para amarrarnos; ¡ingenieros! bombear agua inundando las sentinas del lado derecho; bodegueros: suspendan la carga, cambien dirección a las canales haciéndolas botar trigo por el lado derecho; ¡tripulantes! ¡Todo el mundo a las bodegas y con palas a impedir que el trigo siga corriendo hacia el lado izquierdo! Dentro de una gran tensión general de nervios, al cuarto de hora principiamos a notar que el barco se endereza, gracias especialmente al contrapeso por la inundación de las sentinas derechas. Mientras el peligro está perdiendo, dominado por el deseo de darle una lección a Lanzetti vuelvo a dirigirle públicamente el sermón: esto no hubiere sucedido, capitán, si en lugar de creerse usted un super hombre y considerar a sus oficiales como unos idiotas –que de ninguna
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
manera lo son–, les concediera usted la atención y respeto que se merecen. Si los demás no son capaces de decírselo, yo me hago vocero de ellos: ¡usted ha faltado a todo el mundo, y a sus deberes! No necesito confesar que reconozco haberme excedido de los límites con mi capitán así como él se había excedido con sus dependientes; sin embargo, el peligro en que estuvimos no era para menos. Lanzetti, humillado, me replica: –a usted, tan pronto llegamos a Italia lo desembarco por insubordinación– ; a lo cual, con mi condenable soberbia le contesto – usted se equivoca: yo desembarcaré por mi propia voluntad porque no quiero continuar navegando con un comandante loco; ¡y si usted lleva este asunto a conocimiento de las autoridades será usted quien pierde porque el estado mayor y los tripulantes son testigos de su insensatez!– Y mirándonos rabiosamente, nos separamos, resueltos a no volver a tratarnos el uno al otro. Se perfectamente que habiendo sido en público nuestra pelea, no hay más componenda posible entre yo y Lanzetti; ahora lo importante es lograr terminar el viaje sin otras complicaciones, desembarcar en Italia con el mínimo de molestias. El 16 de agosto salimos de Villa Constitución bajando por el río hasta Buenos Aires donde entramos en la dársena norte para aprovisionarnos de carbón y de víveres; el 19 del mismo mes zarpamos rumbo a Italia. El ambiente de a bordo está ahora parcialmente agrietado, especialmente como consecuencia de mi disgusto con Lanzetti; en cambio, yo aprovecho la compañía de los oficiales con quienes me entiendo fácilmente. Nada importante que relatar durante los primeros días de navegación; al cuarto día, hallándonos en el golfo de Santa Catalina, al sur de Santos, por la mañana me despiertan unos ruidos raros; salgo a ver de qué se trata. ¡Qué espectáculo más interesante y nunca visto! Media docena de ballenas enormes, caso insólito, están acompañando al barco, flotando a nuestro alrededor como si estuvieren escoltándonos; el ruido lo producen en el instante en que se sumergen, o cuando emergen de súbito lanzando al aire su característico chorro de agua con vapor, y por las olas que desplazan con su cuerpo producen el ruido de cataratas. Mis ojos son insuficientes para abarcar por ambas partes el movido espectáculo: ¡una ballena está del lado de estribor, a solamente unos diez metros de nuestro casco, corriendo paralelo al mismo; su longitud alcanza desde nuestra popa hasta el centro del
barco, es decir, casi media cuadra! Otra ballena similar viene con nosotros del lado de babor, al tiempo que varias otras navegan a mayor distancia; se acercan en dirección diagonal hacia nosotros, se sumergen, reaparecen de súbito y con gran estruendo cerca de la proa, brincan sacando medio cuerpo fuera del agua; vuelven a alejarse… ¿Qué será? ¿Quieren atacarnos? ¿O solamente quieren estudiar nuestro casco, este otro pez que navegando como ellas no tiene aletas ni cola para empujarse, sino una curiosa rueda llamada hélice? ¿Cómo interpretar la demostración que nos dan, de su presencia organizada en grupo, y de su poderío: será amenaza, o señal de fiesta? ¡Quién sabe! Pero, de fiesta tiene que ser su exhibición, pues allá va otra ballena, jugando con un par de pequeñuelos, recién nacidos según parece puesto que tienen solamente unos cinco metros de largo, manteniéndose con su prole a mayor distancia, unos cien metros desde el Sestri, distancia que la ballena madre quizás considere prudencial en vista de que no hemos cambiado de rumbo ni las atacamos, pero de todas maneras es evidente que en lugar de recelar o esconder sus ballenitas, las hace salir a la superficie como para mostrarlas, cual si estuviere pensando: – ¡miren ustedes que bellezas de párvulos…!– Toda la tripulación ha salido a cubierta para ver la escena tan grandiosa e impresionante; evidentemente no se trata de que hayamos tropezado una manada de ballenas porque atravesamos su ruta, sino de que ellas vinieron a encontrarnos y nos siguen, o nos persiguen pues hace una hora que se mantienen navegando al lado de nuestro barco. Este caso es bastante raro; nadie a bordo recuerda haber visto algo semejante; es común que así hagan los delfines (marsopas) que suelen presentarse varias veces durante el viaje y acompañar el barco durante largos intervalos, pero nunca habíamos visto hacer otro tanto a las ballenas, que más bien solo se ven solitarias y siempre se mantienen a gran distancia de las naves. Después de un par de horas, hacia las diez de la mañana se alejan definitivamente, lamentando yo de todo corazón no haber podido sacarles fotografías pues en Buenos Aires agoté mi existencia de placas y películas, y por olvido no adquirí repuestos antes de salir de aquel puerto. La navegación se ha vuelto monótona. El 2 de septiembre, cruzado ya el Ecuador, enrumbamos hacia el puerto de San Vicente en una de las islas del Cabo Verde, allí entramos para reaprovisionarnos de búnker y alimentos. Estas islas son de origen volcánico, LOBO DE MAR - Capítulo 38 Viaje No. 17
373
emergen casi a pique y a gran altura, pero sin la cumbre cónica como por ejemplo el pico del Teide en Tenerife en las Canarias. Están recubiertas de vegetación tropical y parecen despobladas. El puerto de San Vicente tiene así mismo pocas casas y almacenes; flota la bandera portuguesa. Para carbonar arrimamos a un buque inglés que se halla anclado haciendo el oficio de depósito; pero no conseguimos agua dulce, ni carne; el comando se ve obligado a dirigirse hacia Las Palmas para obtener en Canarias lo que no hay en San Vicente de Cabo Verde (nótese que en la costa vecina de Africa, hay otro San Vicente). Me agrada la ocasión de conocer el puerto de Las Palmas, que es el principal de las islas españolas de las Canarias, siendo Tenerife el segundo puerto del grupo. Las Palmas se presenta poblada y tan civilizada como cualquier puerto mediterráneo; posee un clima delicioso, como las famosas islas Madeira; es lugar de veraneo; desde alta mar, la ciudad se parece en algo a Málaga, o Alicante, con sus blancas casas provistas de terrazas al estilo español–morisco. Muchos barcos, y movimiento en el puerto; a distancia en la bahía se ven los restos de un corsario trasatlántico alemán hundido en combate por la flota inglesa durante la guerra de 1917. Tomadas las provisiones de agua dulce y víveres frescos zarpamos de Las Palmas rumbo a Gibraltar y sucesivamente Génova adonde llegamos el 5 de septiembre. De acuerdo con mi intención de no volver a viajar con el comandante Lanzetti me propongo desembarcar inmediatamente del Sestri; al efecto me presento a la Marconi solicitando licencia para ir a mi casa. Esta licencia no es más que un pretexto pues implícitamente ella obligaría a desembarcarme y cambiarme de nave siendo que el Sestri volverá a salir pron-
374
to. Pero en la oficina de la Marconi está mandando un nuevo inspector quien poco me conoce y no simpatiza conmigo porque él es siciliano de Palermo, y yo piamontés. Es el señor Villari. Es un hecho sabido o maliciosamente subentendido entre el personal y la compañía que cuando un marconista embarcado sobre un vapor de carga pide licencia, es porque espera o intenta a su regreso de las vacaciones tener la suerte de embarcar sobre un barco de pasajeros. Villari ha entendido precisamente cuál es mi deseo, al mismo tiempo que yo me doy cuenta de que este señor de ninguna manera me dará gusto. Entonces, recordando los consejos de Severino, me acerco al secretario Izzi, lo invito por la noche a la ópera en un palco del teatro Carlo Felice, le hago alguna pequeña atención y acabo pidiéndole que me ayude para obtener destino sobre algún paquebote. Me contesta que comprende mi situación y hará lo posible, pero que en el momento las perspectivas son malas pues solamente hay en el puerto gran cantidad de vapores de carga programados para pronto salir y que necesitan personal; la mayoría de los paquebotes se halla en alta mar. Que si deseo abandonar el Sestri, él puede meterme en la lista de los que desembarcan, sin que Villari se de cuenta; pero que en cuanto al nuevo embarque será cuestión de suerte, con el riesgo de que me toque algún barco peor del que voy a dejar. Le digo que prefiero correr el albur; al día siguiente recibo orden de desembarcar, pero Villari no accede a dejarme ir en licencia, alegando que hay escasez de personal; por lo tanto dispone que yo quede en Génova «listo para órdenes», teniendo que presentarme diariamente a las 2 p.m. a la oficina para eventual embarque. Así se hace. Me despido del estado mayor del Sestri y me instalo en el hotel Europa.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 39
VIAJE NO. 18 S/ S
LABOR
DE LIVORNO A MONTREAL Y REGRESO A GÉNOVA. Salida: 29 septiembre de 1.923 Regreso: 23 diciembre de 1.923 Comandante: Sante, de Cornigliano L. 1º. Oficial: Rolla, de Lerici 2º. Oficial: Catanzaro, de Palermo Jefe Ingeniero: Maggioni, de Camogli 1º. Ingeniero: Salvador Rossi, de Acireale 2º. Ingeniero: ? Armadores Lagorara 7.000 toneladas; 8 nudos
A
driano Del Bó, hijo único de la señora Rosetta (adoptivo), se ha transformado en un simpático joven gentleman, lleno de plata y ansioso de aventuras. Tan pronto me ve entrar en su hotel Europa me hace instalar en un cuarto al lado del suyo lo cual significa que me concede un trato de plena confianza como si yo fuere su hermano o miembro de su familia; me invita a transcurrir con él cuanto tiempo me quede libre durante la estadía en el puerto. Desde luego, pago mis cuentas del hotel, pero como un cliente preferido, tarifas rebajadas. Le interesa que le relate las peripecias de mis viajes; socialmente es amigo y frecuenta las casas de los armadores de quienes le digo pestes; cambiamos opiniones acerca de lo mismo. Durante las comidas me hace el honor de invitarme a la mesa de su familia; la señora del Bó que siempre tuvo para mí cariño y bondad, se alegra de que Adriano estando en mi
compañía se sienta inclinado a alejarse del ambiente filipichín en el cual vive, para conocer la vida de macho que como marino me toca sobrellevar. Tiene Adriano un nuevo automóvil Ansaldo tipo de carreras; diariamente vamos a excursiones ya sea a la playa del Lido, o a lo largo de la costa visitando lujosos balnearios y sitios de veraneo: Rapallo, Viareggio, S. Margherita, Alassio, Bordighera. Es un perfecto sportman, maneja su auto con conocimientos profesionales, y siendo yo neófito en materia, le gusta darme muestra de sus habilidades. ¡Ambos somos jóvenes, amantes de la velocidad y de las emociones, y él no tiene –rico patricio– que preocuparse de los perros o gallinas que vaya dejando tendidos en el camino! En ocasión de la celebración del 20 de septiembre, fiesta nacional, habrá tres días consecutivos de vacaciones; Adriano organiza una gira en auto por
LOBO DE MAR - Capítulo 39 Viaje No. 18
375
Lombardía, pasando por Milán, llevando como pasajeros a su papá, mamá, y al suscrito invitado que acepta. He visto ya medio mundo pero casi no conozco a Italia. Adriano prepara su auto como si tuviera que ir hasta Leningrado, repuestos, vituallas, tienda de campaña. Salimos por la mañana temprano por la carretera que sube a la montaña hasta Novi Lígure, de allí hasta Voghera y entra en la llanura Padana pasando por Pavía; aquí admiro el encantador puente que vi cuando era niño; atravesamos el Ticíno; al mediodía entramos en Milán por la famosa plaza del Duomo; almorzamos, damos un breve vistazo a la ciudad, una vuelta a Monza, seguimos hasta Como adonde llegamos por la noche. Aquí reciben los Del Bó invitación de una familia pariente, para ir a pasar algunos días de veraneo sobre el lago Maggiore. Yo no tengo tiempo para tanto, ni quiero ser inoportuno entre otra familia que no me conoce aunque sean parientes de los Del Bó. Por consiguiente logro que Adriano al día siguiente me lleve gentilmente hasta Novara en donde subo al expreso que en un par de horas me dejará en Turín. De esta manera, llego inesperado a mi casa en Pinerolo; a las 24 horas vuelvo a despedirme de los míos, tomando el tren para regresar a Génova después de haber largamente conversado con mamá respecto de la inútil búsqueda de papá en Buenos Aires, convenciéndola de que a pesar de haber hecho todo lo posible no pude saber nada de él, y de que conviene resignarse y aceptar que ya no existe. En Génova, el 27 de septiembre el inspector Villari me ordena salir en tren para Livorno en donde tendré que embarcar sobre el buque de carga «Labor». No tengo otra alternativa sino aceptar el nuevo incógnito destino. En las horas de la noche llego a Liorna; el barco está a la vista en el dique seco; procedo a instalarme a bordo, ¿qué ambiente será este? La nave es un viejo cascarón; de ello me doy cuenta tan pronto subo por la escalera. En lo tocante al ambiente, tiene fama de ser bueno por cuanto que su capitán Sante, es un pobre diablo, medio chiflado, incapaz de imponer disciplina; cada cual hace lo que le de la gana. Rolla, el 1º oficial, es también buena persona, aunque nervioso e igualmente a veces raro; Maggioni, el jefe ingeniero, es hermano del jefe ingeniero que conocí en el Monte Nero y es como aquel, sencillote; el oficial más culto y moderno resulta ser el siciliano 2º ingeniero Rossi, con quien trabo enseguida buena amistad. Este me informa que el barco en el que acabo de tomar oficio es de los peores entre los cargueros de la marina. Que el Labor pertenece al armador Lagorara quien tiene fama
376
de ser hambriento y pícaro; que el buque es un caparazón de óxido que no se sabe hasta cuándo resista flotando; y que en cuanto al estado mayor, se compone de viejos marinos, poco ilustrados, gente acostumbrada a toda clase de privaciones e incomodidades, buenos de ánimo pero torpes. El primer día en que me siento con ellos en el comedor observo que el capitán y otros desdeñan los tenedores, usando preferentemente los dedos más o menos limpios; Sante, al verlo comer, parece un perro rabioso… Yo y Rossi, los dos más civilizados caídos aquí por desgracia, nos guiñamos el ojo. Por lo visto, inclusive la reunión en la saletta será poco agradable. Donde quiera observo carencia de decoro, falta de aseo, desorden. Y como quiera que este ambiente está así formado por gran mayoría, no hay esperanza de lograr mejorarlo; tengo que resignarme, aguantar, hasta regresar a Génova, para intentar nuevamente otro cambio de barco. Me doy cuenta sin embargo, que tanto el comandante como los demás oficiales me tratan con deferencia y que mi modesta personalidad se está imponiendo, han comprendido que llevo los rasgos del oficial tipo paquebote y que será mi aspiración quedar muy poco tiempo con ellos. Bajo el punto de vista de las relaciones individuales no tengo pues nada que temer; por el contrario, junto con Rossi, es probable que los dos mandaremos la parada en las pequeñeces personales de este barco. El 29 de septiembre salimos de Liorna a Marsella; el tiempo es favorable, pasamos cerca del cabo Corso que es la punta norte de la isla de Córcega; de allí tirando a avistar las islas Hyéres y luego el faro de Marsella. Desde el 1º al 4 de octubre quedamos en este puerto cargando mercancía para Estados Unidos; mientras tanto, me dedico a visitar y conocer mejor esta ciudad mediterránea cuya población se divide entre franceses, italianos y negros o árabes africanos. Observo que es frecuente el caso de lindas mujeres blancas casadas con hombres de color, lo cual da una idea de la degeneración de la raza francesa. ¡Lástima! Pues, en cambio, respecto a buen gusto y amabilidad social, ¡que tan adelantados están los franceses, y simpáticas sus mujeres! El 4 de octubre salimos de Marsella; el mismo día entramos en Tolón, para cargar corcho en planchas destinado a las fábricas de linóleum y plásticos de los Estados Unidos. Siendo el corcho una mercancía liviana, tenía que ser cargada por último, encima de todo; fue por este motivo que vinimos aquí como
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
última etapa. El corcho es una carga que la tripulación ve con buenos ojos porque flota; hay menos peligro de hundirse… Si Marsella era puerto agradable, Tolón es la fantasía, cautivador por la facilidad con que se traba amistad con los habitantes y las mademoiselles… Es un puerto militar al estilo de La Spezia pero más modernizado; posee hermosos parques, jardines, boulevares y almacenes; en estos últimos, los renglones de bijouteríe, vestuario, perfumería, son baratísimos. A lo mejor, entra uno al almacén para adquirir con un par de francos un juego de toilette de Houbigant, Carón o Coty, y sale acompañado por una doncella dispuesta a flirtear o divertirse con una sencilla comida, un paseo a la marina, a los muelles a visitar el Labor, ese viejo cascarón. De Tolón vamos a Gibraltar entrando al puerto para carbonear; el 14 zarpamos rumbo a Norte América. Durante la travesía del Atlántico encontramos buen tiempo; sin novedad entramos en Filadelfia el 1º de noviembre. Está nevando; el río Delaware se ha helado, lo cual no nos impide navegar remontándolo desde el cabo May, gracias a que los remolcadores rompehielos han dejado un ancho canal abierto entre los planchones de hielo que tienen más de un pie de espesor. El invierno ha llegado prematuramente. Hasta ahora, la vida de abordo a transcurrido tranquilamente a pesar de la carencia de comodidades; el ambiente se ha mantenido alegre merced a la total libertad que cada cual goza de hacer lo que le de la gana. Sin embargo, principiamos a sentirnos preocupados cuando llega la noticia de que hemos sido fletados para seguir al Canadá y allá cargar trigo para Italia. Todos convienen en que esto de contratar un casco viejo y débil como el del Labor para que en la época invernal suba al Canadá es correr un riesgo, que solamente los hambrientos armadores se atreven a aventurar, pues el eventual hundimiento del barco resultaría para ellos en una buena lotería cobrando a las compañías de seguros el valor de una cosa nueva, en cambio de una vieja; pero si el barco no se hunde, entonces producirá las ganancias de un elevado flete puesto que hay pocos competidores. Más, ¿no está cerrada aquella zona durante el invierno, y la navegación imposible? Por supuesto; sin embargo, en previsión del cierre, las órdenes de Génova disponen que el Labor debe estar listo para zarpar desde Montreal de regreso para Europa antes del 10 de diciembre, fecha en la cual la navegación en el canal del San Lorenzo está normalmente cerrada
hasta el próximo abril. Se nos hace difícil lograr cumplir el itinerario en tan breve tiempo. El 12 de noviembre salimos de Filadelfia hacia Montreal. Bajamos por el río Delaware; al desembocar por el cabo May buscamos el buque faro (lightship) de Five Fathom; de allí ponemos proa en dirección del buque faro de Nantucket, frente de Nueva York, cuya zona es un hormiguero de naves que cruzan en todas direcciones. El 13 de noviembre avistado Nantucket, enrumbamos hacia la isla Sable (Sable Island) situada al sur de Halifax de Nova Scotia. El tiempo está empeorando; la temperatura se hace más fría a medida que subimos hacia el norte; el horizonte se obscurece, se vuelve brumoso; estamos entrando en la zona de las neblinas; desde Sable hasta cabo Race al sur de Terranova y 40º de longitud, la mitad de los 365 días del año suelen ser de fuerte neblina. Frío, que nos mantiene temblorosos, nos obliga quedarnos encerrados en los camarotes; viento fuerte, de ráfagas; horizonte de plomo, con neblina; cielo totalmente cubierto; este es el ambiente desde la latitud de Boston en adelante. ¿Qué encontraremos más al norte? Confieso que para mí esta incógnita de aventura en mares glaciales es atractiva y me tiene interesado a pesar de que yo también siento preocupación por el próximo futuro. Pasado Sable Island cambiamos de rumbo hacia el norte, para embocar el estrecho de Caboto entre la punta de North Sydney y Nova Scotia y la isla de San Pierre Miquelón de Terranova. Fue Caboto, otro navegante genovés, que al servicio de la bandera inglesa descubrió esta región, hoy parte integrante del Canadá. Cuando ya estamos bien adentro del estrecho, a la altura de cabo Ray de Terranova, estalla un furioso temporal del noroeste, estilo mistral, con fuertes chubascos de nieve y granizo. La bufera sopla tan fuerte que a pesar de funcionar bien la máquina a toda fuerza, apenas logramos no retroceder, esto se debe también a que estando el barco sin carga, con todo el casco alto afuera del agua y muy poco calado, presenta por su altura gran resistencia al viento, como sucede con las velas. Para ir en dirección al estuario del río San Lorenzo debiéramos voltear sobre nuestra izquierda a fin de pasar cerca de la isla Magdalena y luego embocar el San Lorenzo por la punta del cabo Gaspe y Fame Point; pero la dirección del viento huracanado no nos permite torcer el rumbo, es forzoso continuar con la proa dirigida hacia la extremidad meridional de la isla Heath o Anticosti. Si el nombre de Fame (en inglés: reputación; en italiano: hambre) LOBO DE MAR - Capítulo 39 Viaje No. 18
377
suena poco agradable al oído; el de Anticosti, no sé por qué, provoca opresión y susto a nuestro capitán Sante; entiendo que se trata de una isla helada y rocosa entre cuyos arrecifes, según es fama, se han estrellado muchos barcos perdiéndose sus tripulaciones… Hace dos días hemos entrado en el estrecho de Caboto, y todavía seguimos en el golfo de San Lorenzo, arrastrados a la loca por el vendaval polar. Sante, ha desaparecido del puente; al buscarlo, lo encontramos borracho, inutilizado, sobre el piso de su camarote. Poco a poco, otros lo imitan: Catanzaro, Maggioni, están así mismo fuera de combate. Dicen que esto de embriagarse cuando domina la tempestad y el individuo se siente aterrado, incapaz ya de vencer a los elementos, es un recurso de los capitanes ingleses… No se si este cuento tenga algo de cierto, por lo pronto los borrachos son italianos. Quedamos Rolla y yo, sobre el puente, y Rossi atendiendo la máquina. Rolla es buen capitán, perfectamente capaz de suplir a Sante en el mando. Debido al fuerte balanceo causado por las olas y estando el casco con poco calado, la hélice da vueltas fuera del agua y acelera peligrosamente; luego, el timón, que ya gobernaba mal, queda inutilizado por haber una fuerte ola reventado las cadenas que lo controlan. Trabajamos casi seis horas para la reparación en que logramos hacerlo funcionar mediante la rueda de emergencia; para servir como frenos tuvimos que poner media docena de hombres a cada lado del arco del timón, y aún así con dificultad logra esta cantidad de gente impedir que las bofetadas de las olas sobre el timón le hagan dar locos bandazos de uno al otro lado. Todo el mundo, menos los borrachos, estamos en pie de maniobra, sin descansar, sobre cubierta, corriendo a todas partes para evitar mayores daños; el viento y la nieve nos azotan duramente. Al tercer día, nos hallamos cerca de la famosa isla Anticosti, y como quiera que resulta imposible timonear rumbo a occidente para acercarnos a Fame Point, Rolla nos reúne a los «sobrevivientes» sobre el puente, en consejo de guerra. El único camino libre y en el cual podemos gobernar con el timón es el de oriente, en el cual tendremos viento en popa, que nos llevará más al norte hacia el extremos de Belle Isle, entre la punta norte de Terranova y la costa del Labrador. Falta saber si el paso de Belle Isle no está completamente congelado, como es probable. En este caso el barco se perdería fácilmente entre los hielos y los arrecifes de aquel estrecho. Sin embargo, en este momento no nos queda otro camino sino dirigirnos
378
hacia allá, confiando en que mientras tanto se calme la bufera pues no llegaremos antes de dos días; o que una vez que nos hallemos con la isla de Anticosti detrás por la popa, al abrigo de ella, sea menos fuerte el viento, permitiéndonos maniobrar para ponernos a la capa en espera de que mejore el tiempo. Efectivamente, ya por la noche, dejada Anticosti hacia occidente, el abrigo de la isla nos permite maniobrar; volvemos la proa hacia occidente, quedándonos a la capa con la máquina a media fuerza. El barómetro da señales de tendencia a mejorar el tiempo, está subiendo. Al día siguiente, reaparece el sol. Ponemos la proa hacia Fame Point, y sin dificultad embocamos el San Lorenzo. La costa está blanca de nieve; el gran río tiene apenas una costra de dos pulgadas de hielo, que no nos impide adelantar. Si Dios quiere, en un par de días lograremos entrar en Montreal. Con el buen tiempo, reaparece sobre cubierta el comandante Sante y los demás borrachos, como si nada hubiera pasado. En Father Point tomamos el piloto; este nos informa que este año el invierno se ha anticipado, que según las previsiones meteorológicas la semana entrante el río estará totalmente congelado y quedará cerrada la navegación hasta la primavera. Que el estrecho de Belle Isle ya está bloqueado por los hielos; que el hecho de no haber logrado entrar en contacto con la estación de radio de ese lugar se debió a que el personal de operadores y guardacostas ya abandonó esa región, retirándose hacia el sur. El 22 de noviembre cruzamos frente de la ciudad de Quebec; quedamos un par de horas anclados en el puerto mientras conseguimos licencia para proseguir; estamos fondeados delante del famoso castillo francés de Frontenac; saco una fotografía, poco clara, que todavía conservo. Salidos de Quebec hacia Montreal, a mitad de camino, pasamos debajo de un enorme puente metálico, imponente obra de ingeniería, pues el San Lorenzo en esta zona es todavía muy ancho; tomo fotografías que son todavía visibles en mi colección. El 23 de noviembre entramos –todos muy constipados–, en el congelado puerto de Montreal. Hay casi dos metros de nieve en las calles. A bordo, en una sola noche de nevar, se nos subieron los blancos copos hasta un metro sobre cubierta. Este espectáculo constituye una fiesta para mí, pues vuelvo a sentirme en mi elemento de la niñez, cuando vivía en Torre Pellice; me hundo entre la nieve, juego con ella, hago estatuas… En cambio, para los tripulantes sicilianos que nunca habían visto hasta ahora nieve en tal cantidad, la sorpresa es de susto. Les hago ver que no hay peligro de congela-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
ción al manejar la nieve; que por el contrario, el frotarse con ella produce calor. En Quebec todo el mundo habla francés; aquí en Montreal, la población está repartida entre descendientes franceses e ingleses. Sin embargo, domina la facción francesa; los principales periódicos son editados en francés, las radiodifusoras hablan francés, las calles llevan nombres de santos: Saint Therese, Saint Jacque, Saint Marie, Saint Jean, etc. En cuanto a religión, esta gente es fanáticamente católica, a tal punto que al oír que soy italiano, alguien me reprocha que en Italia mantenemos al papa encarcelado en Roma! La circulación por las calles se desarrolla con dificultad; las líneas del tranvía están bloqueadas por la alta nieve, la gente circula en carrozas tiradas por humeantes caballos y provistas de patines en lugar de ruedas; los peatones, esquiando o patinando, metidos en enormes botas de tipo esquimal, lanudas pieles de oso sobre el cuerpo; mejor dicho: van tan envueltos en pieles, ¡que a distancia parecen osos! No logramos aguantar un par de horas por las calles; el frío y la dificultad que impone la nieve a quienes no estamos equipados para este clima, nos obliga pronto a buscar amparo cerca de estufas. Los museos y edificios de artes están cerrados; mis actividades tienen que limitarse a recorrer las calles de Saint Catherine y los pocos almacenes abiertos. Mientras tanto, de los enormes depósitos de trigo y silos montados al lado del muelle es alistada la carga. Esta será a «granel» pero previamente armando numerosos “cassios”, compartimentos de madera en cada bodega. Nos damos cuenta de que la madera está medio podrida y por lo tanto débil; el agente del seguro no se fija, da por buena la obra. Parece que con esto Sante ha logrado echarse al bolsillo algún centenar de dólares. Pero yo me río, porque confío en que no lograremos salir en itinerario, que nos tocará aquí «desinvernar» hasta marzo o abril. El espesor del hielo sobre la superficie del río alcanza ya a medio metro, y mientras termine la carga del barco, seguramente aumentará la congelación. El 29 de noviembre, concluida la carga, el espesor del hielo nos impide salir. Sin embargo, Sante no se da por vencido; mantiene las calderas bajo presión, la máquina lista para cualquier repentino cambio de temperatura. La suerte le favorece contra mi deseo, pues el 1º de diciembre el termómetro sube, el río se descongela en parte. Hay que aprovechar esta oportunidad que quizás solamente dure algún día o pocas horas; el Labor zarpa apresuradamente buscando sa-
lir de Fame Point –es decir– la boca del San Lorenzo, antes de que vuelva a congelarse en profundidad. El 4 de diciembre, sin mucha dificultad, estamos afuera de la isla de San Pierre Miquelón. El mar está calmado, pero por lo mismo, no habiendo viento, encontramos la densa neblina, común en esta zona de los bancos de Terranova. Cruzamos cerca de icebergs y bancos de hielo que navegan arrastrados por la corriente que desde el Labrador desciende en dirección sur, opuesta a la corriente tibia que sube del golfo de México. Cada tanto, cae nieve. A distancia, como traídos por la bruma, se oyen señales de botes pesqueros y otros buques que dan aviso de su presencia. Los pesqueros son numerosos, hasta aquí llegan desde la costa francesa los bretones pescadores de bacalao, y los famosos portugueses. Avistamos el fatídico cabo Race, punta meridional de Saint John de Terranova; con tiempo calmado, fuerte neblina, nos dirigimos hacia el sur de las Rocas Vírgenes, adentramos en pleno Atlántico. Ojalá que Dios siga favoreciéndonos; necesitamos una semana más de buen tiempo, para lograr acercarnos a las islas Azores, dejar esta zona peligrosa pues las buferas invernales en esa alta latitud cerca de Terranova suelen ser violentas, y ahora vamos cargados, muy bajos en el agua, con 24 pies de calado, apenas un metro de altura desde el nivel del mar al primer puente. El mayor peligro en caso de mal tiempo consiste en el balanceo y la consecuente presión del trigo sobre las paredes de los cajones, si el peso revienta las podridas tablas de madera, principiaría el grano a “correr”, variando el centro de gravedad, que podría “engavonar” o sea hacerle dar la voltereta al Labor. Cada año hay barcos que se vuelcan y ocurren naufragios por ese motivo, en el Atlántico. Además, no hay que olvidar que el casco de este barco está ya debilitado por el óxido y por la edad… Un par de días después de habernos despedido de Cape Race, por la noche, suena la alarma a bordo. A pesar del mar calmado, acaba de abrirse una vía de agua en la proa. De una plancha oxidada, se despegó un pedazo de orín, quedando un agujero de un pie de diámetro. Es pequeño, pero cuando el contramaestre se da cuenta de la avería, ya los depósitos de proa están inundados, y además, las alarmas nocturnas son siempre asustadoras… La tripulación trata de tapar el hoyo colocando una lámina de hierro, pero al abrir los huecos para fijar los remaches, el óxido sigue despegándose, ¡aumenta el tamaño de la avería! Al fin se logra la reparación mediante la técnica que LOBO DE MAR - Capítulo 39 Viaje No. 18
379
aprendí en el Cogne, de colocar un grueso tapón de madera, fijándolo con cemento y un encerado, y apuntalándolo por dentro para que resista la presión del agua sobre la proa. De buena o mala fe, con la urgencia de salir desde Montreal, el capitán Sante olvidó hacer la acostumbrada provisión de víveres. Se acabaron la harina, la carne, la verdura, solamente nos quedan unas latas de “corned–beef” (carne de buey salada), galletas y… buena cantidad de cebollas. ¡Desde hoy, comemos sopa de cebollas con sal! Así es la vida, en algunos buques de carga… Pero nadie se impresiona; ¡lo importante es… lograr llegar pronto al puerto! Dios benigno nos ha acompañado; ya estamos atravesando el archipiélago de la Azores, y continúa el buen tiempo; ha desaparecido la neblina, tenemos sol y temperatura favorable. Con la corriente del Gulf Stream en popa y buen andar, llegamos felizmente a avistar la costa portuguesa; el 19 de diciembre fondeamos en Gibraltar, para carbonear. El 23 de diciembre, habiendo gozado de buen tiempo durante toda la travesía, avistamos la anhelada “Lanterna” del faro de Génova. Pero, caso curioso, cuando estamos frente de la playa de Sampierdarena y solamente falta media hora para arrimar al muelle, oímos un sordo ruido como de un trueno a distancia, a los pocos segundo, el barco principia a inclinarse hacia un lado. Acaba de desfondarse la pared divisoria entre la bodega No. 2 y el compartimiento de calderas; el trigo se precipita como una montaña entre el carbón… Con la sirena pedimos auxilio a los remolcadores; ¡en poco tiempo logramos atracarnos al silo de Génova, sin sufrir mayores consecuencias! Sube a bordo el armador, principia una fuerte discusión con Sante, y éste, en un momento de valor,
renuncia irrevocablemente al puesto. Por mi parte, me dispongo ir a la Marconi para pedir el inmediato desembarque, licencia para ir a vacaciones, ¡y próximo destino en un barco mejor! Cuando llego a la oficina de la compañía, me doy cuenta que el asunto es complicado. ¡Maldición! ¡A quien se le ocurre llegar al puerto de Génova en la tarde del 23 de diciembre…! Todo el comercio está cerrado, la población, alistándose para la gran fiesta de Navidad. La oficina de la Marconi está ya también cerrada; no hay nadie. Y yo no puedo abandonar el barco, sin previa autorización, so pena de deserción que me expondría a graves sanciones disciplinarias, por parte de la compañía. Me informo: mañana 24 de diciembre, la Marconi abrirá su oficina durante una hora, para atender asuntos urgentes. El inspector de turno es ahora Rollandini, mi antiguo jefe. Compro un regalo, voy a casa del secretario Izzi, le entrego mi presente de Navidad para su hijo y le pregunto si hay esperanza de que logre obtener el traspaso a otro buque. Me contesta que lo cree imposible debido a que el personal disponible se ha ido ya de vacaciones. Muy mala suerte la mía, llegar a Génova en esta fecha; además el Labor que mediante las bombas aspirantes de los silos será descargado rápidamente, está presupuestado para volver a salir el 1º de enero, aunque yo lo creo difícil pues tendrá que hacer reparaciones. Cuando me presento a Rollandini pidiéndole el desembarque, me pregunta si estoy loco. –¿Con quién voy a reemplazarlo a usted, en la semana de Navidad? ¿No ve usted que aquí no hay nadie? Hágase otro viaje en el Labor, y a su regreso haré lo posible para darle gusto. ¡He dicho! ¡Buen viaje!–
Italo con Adriano del Bo
380
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 40
VIAJE NO. 19 S/ S
LABOR
DE GÉNOVA A FILADELFIA Y REGRESO A GÉNOVA. Salida: 3 enero de 1.924 Regreso: 21 marzo de 1.924 Comando: Igual que el viaje anterior, salvo que capitán Sante ha sido reemplazado por capitán Longobardo.
C
on cuanta tristeza, y rabia, me dispongo a pasar la semana de Navidad y Año Nuevo, encerrado en la fría soledad de este casco podrido, en espera de volver a salir a la mar con el mismo; ¡no hay por qué escribirlo! Me parece que la guigne siempre me está persiguiendo, que no lograré evitar la mala suerte de quedar para siempre relegado a la carrera de marconista sobre miserables vapores de carga, entre gente que si no es inhumana está muy cerca del embrutecimiento; me volveré bruto yo también –dime con quién andas…– hasta terminar algún día en pasto de los tiburones o en el fondo del mar… Mi deseo sería el de rebelarme, negarme a aceptar para siempre la continuación de esta bárbara vida, pero no dispongo de medios para alejarme de este ambiente que se me está volviendo odioso. Si rechazo el pan que aquí me ofrece la Marconi, ¿dónde iré a emplearme, siendo que no sé hacer otra cosa sino que este trabajo de radiotelegrafista, una profesión que hasta el presente solamente en los barcos encuentra fácil utilidad? Tengo que resignarme. Los silos, con sus bombas chupadoras, vacían rápidamente las bodegas del Labor, del trigo a granel;
el 27 de diciembre vamos al astillero para una rápida reparación de los desperfectos ocurridos durante el viaje recién terminado. En reemplazo de Sante ha venido a bordo otro comandante: el capitán Longobardo, de Meta (Nápoles), un viejo conductor de veleros quien por primera vez recibe el encargo de gobernar un barco de vapor. A pesar de su edad, se ve a leguas que se halla en esta nave como un pez en tierra firme; no tiene idea de cómo se utiliza la máquina de propulsión de hélice, y mucho menos de qué servicio se pueda obtener de la radiotelegrafía. Afortunadamente, el segundo, Rolla, sigue con nosotros, con él será posible entendernos. Salimos de Génova el 3 de enero; el 6 llegamos a Catania donde cargamos uvas y naranjas para Norte América. Envío un telegrama a la Marconi pidiendo que se disponga para concederme una licencia cuando el barco regrese a Génova. Debido a que no es posible predecir la fecha de la llegada, el objeto de mi solicitud tan anormal y anticipada, es el de preparar razones para poderme rebelar si al regreso no se me concede cambiar a mejor barco. El 12 de enero zarpamos de Catania para ir a cargar corcho en Algeciras, el pequeño puerto siLOBO DE MAR - Capítulo 40 Viaje No. 19
381
tuado en la bahía de Gibraltar. Después de algunos días de agradable estadía en la dulce villa veraniega de Algeciras, el 25 de enero salimos rumbo a Filadelfia. Pasando el estrecho de Gibraltar, entrados en el Atlántico, encontramos fuerte viento constante de occidente, que se opone a nuestro andar. Buscando mejor clima, tomamos la ruta del sur aunque implique alargar el camino. Pero topamos con el mismo viento constante de proa, que reduce a 6 nudos nuestra marcha. En consecuencia, después de quince días de viaje nos hallamos todavía lejos de la costa americana, cuando nuestra provisión de carbón principia a agotarse. No hay remedio sino enrumbar hacia las islas Bermudas para allí aprovisionarnos, a pesar de que los marinos saben que entrar en las Bermudas es como caer en una cueva de piratas; los precios del carbón y de las provisiones que en ese refugio cobran a los barcos son diez veces más altos que en otras partes. Principiamos a alimentar las calderas con la madera que encontramos en las bodegas; aún así tendremos apenas lo suficiente para alcanzar las Bermudas. ¡Si se nos agota el combustible antes de entrar en el puerto, tendremos que pedir auxilio y remolque! La situación se complica. La radio NAA de Washington avisa que un huracán en formación en el área de Cuba pasará por las Bermudas antes de un par de días. No podemos evitarlo. La bomba de alimentación del agua a las calderas se ha dañado. La de repuesto (caballito) tampoco funciona. La máquina se para, quedamos a merced de las olas. Por la noche queda arreglada la bomba de alimentación, vuelve a funcionar la máquina, pero mientras tanto el mar se ha embravecido; las olas que llegan son montañas; se daña el timón, y quedamos nuevamente sin gobierno. Son las dos de la mañana: el barco está balanceándose violentamente, con oscilaciones de casi 40º, a veces parece que la punta de los mástiles alcance a tocar las olas, y el casco está para volcarse. La casilla del timón se ha despegado de su base; las paredes, de madera, se han desclavado y se fueron con las olas. El timonel, pegado a su rueda, ha quedado al descubierto. A cada bandazo, el puente superior cruje, amenazando seguir el camino de la timonera. Para evitarlo, amarramos toda la estructura a la cubierta de hierro con cables de acero, templándolos. Ahora, el capitán Longobardo demuestra no ser tan bardo; por el contrario, encarna otro tipo de comandante, que aún no conocía. ¡Es que, en el mar, hay tantos tipos dignos de enmarcar!
382
Sante se emborrachaba; en cambio este concentra su fe en San Gennaro y en la Virgen, hasta el punto de que olvidando la recomendación que reza: –ayúdate que Dios te ayudará–, abandona el puente; mientras que el peligro más arrecia, cuanto más importante es dar órdenes convenientes a la tripulación, él se retira a su camarote; de rodillas ante una imagen invoca a San Gennaro… rogándole hacer subir el barómetro… Pero el barómetro, que había bajado hasta 725 milímetros, no hizo más que predecir lo que está llegando: un endemoniado huracán con viento y elevadas olas, acompañadas por fuertes chubascos y descargas eléctricas que estallan a cada momento sobre nuestras cabezas. Parece como si Júpiter estuviere divirtiéndose en hacernos blanco de sus rayos; en la oscuridad nocturna, en medio del bullicio del viento, las olas, el aguacero, se destacan los golpes secos de las saetas que caen alrededor del barco alumbrando la escena. A la luz de los rayos, los que quedamos sobre el puente nos venos el uno al otro como si fuéremos diablos, envueltos en los encerados, chorreando agua, temblando de frío y de miedo, el pelo erizado por la galerna. Desde su camarote, Longobardo ha ordenado a su camarero subirse a la cofa del árbol de trinquete, para amarrar en lo alto la estatua de la Virgen, colgándola del cuello, dejándola columpiar con el balanceo. Dizque hasta tanto que la estatua continúe siendo visible, ella nos protegerá. Y se ha subido ahora al puente, el comandante Longobardo, aunque no para dar órdenes acerca de la maniobra, sino para quedarse agarrado de una columna, con los ojos fijos hacia la estatuita de la Virgen… Hay un instante en que quedamos todos como privados por una explosión: acaba de caer un rayo sobre la punta del trinquete. El palo se viene abajo, afortunadamente sin accidentar a nadie. Acaba de irse el alumbrado eléctrico, se dañó también el dínamo; hay que encender las lámparas de petróleo. Principio a creer que esta vez el juego terminará mal para todos no obstante que tengamos mucho corcho para flotar, en las bodegas. Las olas se han llevado otro pedazo del puente; si las cosas siguen así, pronto no tendremos techo ni camarotes… Longobardo continúa mirando hacia la Virgen y clamando a San Gennaro. El rayo no llegó hasta la cofa; pero con la punta del trinquete se vino abajo la antena de la radio. Es urgente poder izar otra para emitir la señal de auxilio en caso de necesi-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
dad. Pero con este baile violento y en esta oscuridad es imposible hacerlo. En la madrugada, cuando surge la luz del día, damos una mirada a lo largo del barco: su estado inspira piedad, por todas partes maderas y cables rotos, desmantelado desde la cubierta hacia arriba. Ni las escaleras hacia los puentes, ni los botes salvavidas han resistido. Aprovechamos la madera de estos para activar fuegos en las calderas. La bufera está pasando, principia el mar a calmarse. Necesitamos entrar al puerto de Bermudas antes de quedarnos sin una pala de combustible. Ya estamos quemando el forramen de madera de los camarotes. Armo una antena de emergencia, la amarro a la altura de la cofa, para pedir entrada al puerto de San Jorge. De allí nos contestan por la radio BYB que la barra sigue siendo peligrosa debido al fuerte oleaje pero que esperan será posible por la mañana pasar sin tocar los escollos del embarcadero. Esto coincide con nuestros cálculos pues tampoco alcanzaremos a llegar antes. En la mañana del 12 de febrero divisamos la blanca espumosa franja de escollos coralíferos que rodean la isla, entre los cuales hay que buscar el difícil paso para entrar en Saint George de Bermudas. Embarrancado sobre los bancos de coral hay un barco de tamaño mayor que el nuestro, es italiano, por la marca y color de la chimenea vemos que pertenece al mismo armador del Labor, es el Monte Zovetto, que antenoche fue arrastrado allí por la bufera. La nave está totalmente perdida; la tripulación se salvó con solamente un par de víctimas. El piloto se subió ahora a bordo del Labor, nos informa que los náufragos del Zovetto fueron llevados ayer al puerto de Hamilton (Bermudas) para desde allí ser transportados por barco a Nueva York y ser devueltos a Italia. De haber sabido nuestra llegada, habrían podido esperarnos y seguir con nosotros hasta Filadelfia. Las Bermudas fueron famosas en los siglos pasados, como islas de corsarios y cuevas de piratas; todavía hoy en día los hechos confirman la leyenda. Aquí no vienen sino los barcos en emergencia. El vivir aquí, tampoco es saludable. Casi no hay vegetación; escasea el agua dulce, casi no se ve tierra, no hay más que piedras madreporicas y coralíferas; la mayoría de los huracanes que nacen en el Caribe o en el golfo de México, siguiendo la ruta del Gulf Stream pasan sobre las Bermudas barriendo todo cuanto se eleva sobre los escollos… Pagando a peso oro el combustible y demás elementos que necesitamos para las reparaciones urgen-
tes, logramos zafarnos al día siguiente, para continuar el viaje hasta Filadelfia. Según los cálculos de Longobardo, tres días después tendríamos que pasar cerca de Five Fathom, a la entrada del río Delaware y oír la sirena del buque faro, pero pasaron las horas y no escuchamos ninguna señal. Navegábamos entre una neblina baja y espesa; el capitán paseando de un extremo a otro del puente daba signos inequívocos de nerviosidad. Probablemente las corrientes del Gulf nos habían arrastrado fuera de ruta: ¿dónde estaríamos? Oigo que ordena al timonel: –cambio de ruta, tres cuartas al sur–. A la media hora, Rolla entra furtivamente en mi estación, y con voz excitada me dice: – trata de determinar nuestra posición con la radio. Mucho me temo que tengamos la proa orientada hacia los escollos–. Enseguida llamo a la estación costanera del cabo May pidiéndole que con sus dos auxiliares nos triangularan (radiogoniometraran) mientras yo transmitía para tal efecto las señales reglamentarias del código Morse – – – – – (M O ). Después de un par de minutos, el cabo May me dio las cifras correspondientes. Evidentemente, la ruta que seguimos nos lleva a estrellarnos. Corro sobre el puente y hablando en voz alta le advierto a Longobardo: –capitán, si seguimos esta ruta, dentro de diez minutos nos reventamos contra la costa. El cabo May y Henlopen acaban de tomar nuestra posición por radio; es preciso volver la proa hacia el Norte–. El viejo me mira con expresión de rabia; arrancándose su gorra encerada de marino, el fatídico sur– oeste, la tira al suelo exclamando: –bueno, vamos a guiarnos por tu radio, pero si estás equivocado y nos hundimos, te echo al agua como un perro…–. Me retiro a la estación preocupado. –Errare humanum est–; ¿me habré equivocado? Ahora comprendo la enorme responsabilidad del capitán, y la mía, en este difícil momento. ¡Un simple mal entendido de un par de números es suficiente para causar el desastre! Miles de pensamientos se cruzan en mi mente y un sudor helado baja por las mejillas… cuando el sonido de una sirena me despierta. Es la señal de Five Fathom, el buque faro. Estamos en la ruta correcta, y a salvo. Rolla viene a abrazarme, mientras el capitán, apoyado en la baranda y con evidente sonrisa de satisfacción me hace un gesto de agradecimiento (este episodio, lo he descrito más ampliamente aunque en forma más novelesca en diferentes publicaciones: «El Radiomano» de Barranquilla, revista, junio 1931 pág. 15; revista «Radio» de Bogotá, LOBO DE MAR - Capítulo 40 Viaje No. 19
383
agosto 1935 pág. 41; revista «Cromos» de Bogotá, año 1937; y otras que no recuerdo; en cada caso perfeccionando la redacción en idioma español…, ilustrando con la foto de un oficial sobre el puente, con el sextante, tomando la altura del sol (Cilento del Monte Nero) una foto del Labor visto desde la cofa, y una del mismísimo capitán Longobardo, el lobo de mar, con el fatídico sur–oeste, mirando al horizonte con el anteojo de larga vista). El 18 de febrero entramos en Filadelfia; ciudad que ya conozco pues estuve aquí, hace siete años, con el «Cogne». En Market Street observo la novedad de que ahora todo los almacenes exhiben en vitrina aparatos de radio de muchas válvulas (tubos) para radiodifusión, cuyos programas por numerosas estaciones locales están haciendo furor; muchos de estos receptores, del tipo heterodino (Hazeltine) están provistos de amplificador y altoparlante; pero la última novedad son unas cajas de piezas para ensamblar (kits) de un nuevo modelo de receptor sistema superheterodino, denominado ultradino, cuyo precio es mucho más barato que los aparatos ya construidos. Adquiero dos kits, con la intención de armar uno durante el viaje, para vendérselo a Adriano del Bó, y el otro para llevarle a Pinerolo, a mi familia. Descargado el corcho y la fruta, el 24 del mismo mes seguimos a Norfolk para cargar carbón en el ya conocido Lambert Point. Aquí encontramos de nuevo mal tiempo, tempestad de nieve. El 28 de febrero, con carga normal, y reparados los daños de las Bermudas, zarpamos rumbo a Génova. Durante la travesía, nada especial que comentar, exceptuando que el barco se halla en malas condiciones, sufre frecuentes averías en la máquina lo cual vuelve a preocuparnos; afortunadamente encontramos buen tiempo y mar calmado. No obstante, estoy resuelto a que este sea mi último viaje sobre este cascarón; Labor, en latín significa trabajo, pero aquí lo laborioso es salvar el pellejo… El 21 de marzo llegamos a Génova; inmediatamente despacho un telegrama a la dirección Marconi de Roma pidiendo que me sea concedida la licencia ya solicitada el 7 de enero desde Catania. Luego me presento a Rollandini y le informo que estoy esperando que Roma le autorice darme la licencia. Tal vez chocado porque me dirigí a Roma directamente, sin pasar por su conducto, me contesta que mientras no llegue orden de Roma tendré que continuar embarcado sobre el Labor, que volverá a salir el 3 de abril.
384
Diariamente voy a la inspección Marconi a ver si llegaron órdenes a Rollandini; siempre me contesta negativamente. 29 de marzo. Faltan cinco días para que el Labor vuelva a zarpar; sigo esperando desde Roma las órdenes de licencia, que no llegan. Pienso que Rollandini supone que me voy a quedar otra vez en el Labor; dentro de dos o tres días no tendré ya derecho a desembarcar pues será tarde para conseguirme reemplazo. Ya es hora de que me juegue el todo por el todo. Envío a la compañía de Roma otro telegrama manifestando que no habiéndome sido concedida la licencia tantas veces solicitada, y no pudiendo por motivos importantes de familia volver a salir el 3 de abril con el Labor, pido ser dado de baja durante tres meses; y si ello no es posible, que acepten mi renuncia para siempre. Este mensaje ha tenido el efecto de una bomba. Parece que Rollandini tenía la autorización para darme la licencia, pero por su cuenta me la estaba negando quizás para castigarme por haberme dirigido a Roma, pasando por encima de él. Me manda a llamar; me informa que me tiene listo un reemplazo sobre el Labor; que en lugar de los tres meses de permiso por mí solicitados, me concede los 20 días reglamentarios de vacaciones. Hago maletas, y salgo para Pinerolo. Desde luego, no voy con el ánimo tranquilo. Temo haber desafiado las iras de Rollandini, y que en adelante este señor me perseguirá destinándome siempre a los peores barcos de carga, lo cual no me siento capaz de seguir soportando. Pero no tengo otro camino, sino seguir navegando en despreciables cargo–boats mientras no consiga una ocupación en tierra firme. Esta es mi situación. Considero que mi inteligencia y conocimientos me hacen acreedor a un mejor porvenir que este de volverme lobo de mar entre gente bruta, en ambiente tan lleno de riesgos, privaciones, y salarios reducidos. Por lo tanto, tendré que abandonar la carrera de marina, buscarme un trabajo en «tierra». Viajando en tren hacia Pinerolo, en la estación de Asti sube un joven conocido, que reside también en Pinerolo y allá se dirige. Es Luis Biancardi, quien tiene fama de ser un filipichín locato, que vive botando la plata que le suministra su patrono y benefactor el honorable Alessandro Buggino, representante al Congreso Nacional y atrevido comerciante–financista. Este Biancardi, secretario particular del honorable Buggino, a los veinte años está ya gastado por aventuras y enredos galantes; todo lo soluciona con el
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
oro del patrón quien no se sabe por qué tolera a su protegido tantos gastos y dolores de cabeza. Por supuesto que Buggino tampoco es un santo para enmarcar. Es un misterio en Pinerolo, cómo este ciudadano haya logrado en el plazo de pocos años saltar desde obrero a comerciante, financista, banquero, y ahora político ocupando un cargo honorífico en el congreso, al tiempo que es propietario de un banco local y de varios almacenes de telas y de seda. Tiene unos 45 años de edad. Al reconocernos en el tren, con Biancardi, nos saludamos, se sienta a mi lado, es simpático y eufórico, me pregunta acerca de mis viajes, dice que está loco por viajar a América. Luego, al saber que voy de vacaciones por algunas semanas, se le ocurre y me confía una interesante información: Buggino ha tomado la representación y distribución exclusiva de los receptores Marconi de radiodifusión; una industria y un negocio nuevo, pues nadie sabe qué es eso. Buggino es hombre de vanguardia, le gustan los negocios de especulación; cree en el futuro de la radio y en obtener buenas utilidades dentro de algún año. Por lo pronto, tuvo que hacer una fuerte inversión en la compañía Marconi, para conseguir el derecho de distribuidor exclusivo para el Piamonte; además de adquirir unos aparatos de radio, costosísimos, que tiene instalados en el edificio de la exposición en Turín. –Quizás Buggino te necesite– me dice –pues entiendo que tú eres funcionario y técnico de la mismísima Marconi, y como quiera que resides en Pinerolo, y Buggino ya te conoce, será para él una buena oportunidad aprovechar tus servicios, tener un técnico al alcance de la mano–. Le contesto que el asunto me interesa, y le pregunto detallarme más cuales son los designios de su patrón. Dice que el plan es abrir un gran almacén–depósito en Turín, con varias sucursales de venta en Piamonte, y que de materializarse, yo podría caer como el queso sobre los macarrones, consiguiéndome oportunamente el empleo de jefe técnico de toda la organización, ganando mucho dinero. Que desde luego, por lo pronto solamente se trata de un proyecto en estudio. Que para investigar la comerciabilidad y la demanda que tales aparatos tengan por parte del público adquirió de la Marconi unas muestras con el fin de exhibirlas, conocer la reacción de la gente frente de tales máquinas milagrosas que le permiten a uno oír conferencias y conciertos procedentes de grandes distancias. Sin embargo, parece que estos mecanismos son más complicados de cuanto se suponía pues
desde que los instalaron en la exposición no han funcionado, la exhibición al público ha tenido que ser aplazada mientras llegan unos técnicos de la Marconi para montarlos debidamente. Que el comandante Sgarbi y el teniente Montemauri de la Regia Marina vinieron comisionados para tal efecto pero que no pudieron terminar su misión porque tuvieron que ausentarse por causas de servicio a La Spezia. Al oír esos dos nombres, el asunto me interesa siempre más: Montemauri fue uno de mis examinadores en La Spezia cuando tomé el brevet de 1ª clase en el año de 1919, y Sgarbi tiene fama de ser un sabio de la Regia Marina. Qué diablo tengan que ver ellos con la Marconi, no lo comprendo; deben ser intrigas e influencias; ¿pero no será que estos señores militares después de haber viajado en comisión con altos salarios, al darse cuenta de que no conocen los nuevos aparatos, para salvar su honor, inventaron el pretexto de la llamada de servicio a La Spezia, abandonando la comisión, para no confesar su incompetencia? No expreso este pensamiento a Biancardi, pero tomo nota de que según dice, dichos señores le costaron a Buggino un ojo, en viáticos y honorarios. En fin, Luigi me pregunta si conozco esos aparatos y si sería yo capaz de hacerlos funcionar. No obstante que no tengo idea de cómo son, considerando que han sido fabricados por la Marconi de la cual soy empleado, contesto que desde luego los conozco y sabría instalarlos correctamente. En mis adentros pienso que la intentona me puede resultar un fracaso, pero en tal caso me será fácil como a los de la Regia Marina inventar otro pretexto, por ejemplo, que está quemada la válvula o algo por el estilo, y no hay repuestos… Ya he aprendido estos fáciles recursos para cuando uno no sabe… Llegados a la estación de Porta Nuova de Turín, Gigi me ruega para que en vez de seguir a Pinerolo vayamos juntos donde Buggino quien se encuentra en el Gran Hotel, para tratar sobre el asunto. Vislumbro una posible manera de zafarme de la marina, ocupándome decentemente en tierra firme en mi especialidad que es lo único que conozco, la «radio»; por lo tanto, sin dejarlo ver abiertamente, me propongo agarrarme de esta posibilidad como de un ancla de salvación. Buggino me recibe dando muestras de gran deferencia; al oír que me siento capacitado para instalar debidamente los aparatos, me confía sin más el encargo, al tiempo que telegrafía a la Marconi de Roma en el sentido de que suspendan el viaje del técnico antes solicitado. Vamos al edificio de la exposición, LOBO DE MAR - Capítulo 40 Viaje No. 19
385
me entrega los famosos aparatos, son de nuevo modelo, de fabricación inglesa, algo parecido a los que vi en Londres en 1922 cuando inauguraron en el Strand la estación 2L0, pero estos equipos son más perfeccionados, y francamente es la primera vez que los veo, no los conozco. Para no confesar mi ignorancia, después de un breve examen manifiesto que la reparación requerirá unas 24 horas de trabajo, siempre que no haya partes fundamentales que estén dañadas en su totalidad. Entonces, Buggino me entrega las llaves, pidiéndome avisarle cuando todo esté listo. Al día siguiente me las arreglo para hallarme solo en ese local, abro los aparatos para estudiarlos interiormente. Por la noche tengo el conjunto funcionando. Se compone de un receptor regenerativo con un total de 6 válvulas, accionado por baterías acumuladoras de bajo amperaje, con dos amplificadores adicionales de audio, y un altavoz Magnavox americano. Los amplificadores y el altoparlante constituyen la última novedad pues hasta ahora la recepción era solamente posible realizarla en auriculares. Cuando Buggino, avisado telefónicamente viene a escuchar el aparato, se entusiasma tanto con la audición que, en vez de dejarlo allí como había proyectado antes para demostrarlo al público, resuelve trasladarlo a Pinerolo para instalarlo en su propia residencia, como si fuere un tesoro del cual no puede ya desprenderse. Este traslado me conviene porque así tendré la oportunidad de servir a Buggino mientras resido en mi propia casa. En su automóvil salimos pues para Pinerolo, llevando todo con nosotros. Cuando llego a mi familia con esta novedad, mamá se alegra bastante, pero me advierte de tener cuidado con Buggino pues dicen que es un pícaro estilo judío, que la mayoría de quienes han trabajado con él salieron peleados por falta de pago. Sin embargo, yo me siento bastante seguro de que a mí no podrá engañarme puesto que en todo Pinerolo no encontraría quien sepa reemplazarme, en tratándose de una profesión nueva y aún desconocida en tierra firme; además tengo la secreta esperanza de que este trabajo pueda servir para lucirme en la Marconi y obtener un cambio de tratamiento en la compañía. Para completar la instalación del equipo en la residencia del honorable Buggino he creído conveniente construir sobre los techos una antena estilo barco, es decir, bien alta y extensa, sobre postes de tubería metálica. La aparición de esta antena –la primera en Pinerolo–, cuya utilidad y función es todavía desconocida para el vulgo, ha llamado la atención de mu-
386
chos ciudadanos quienes –como si estuviéramos entre los sómalos del Centro Africa–, están atribuyendo a esa construcción y a los aparatos de radio el poder de algo entre mágico y brujería, de lo cual, consecuentemente soy el exponente actor a quien la gente mira y habla con respetuoso interés. Por mi parte, haciendo acopio de las nociones instructivas adquiridas en mis viajes en América, Africa, Asia y respectivos idiomas, no dejo de “epater” (sorprender) a los interlocutores, con mis conocimientos internacionales que raramente llegan a los círculos sociales de la alpina Pignerol… Terminados los trabajos de instalación y comprobado el extraordinario funcionamiento, Buggino organiza veladas de audiciones gratis a las que invita por turno a los altos elementos oficiales y sociales de la región: el señor obispo, el alcalde, los jefes militares de la plaza, los banqueros, los jefes políticos, etc. Durante cada audición tengo que explicar a los presentes cómo es que se efectúa el milagro de estar oyendo programas que en ese mismo instante se desarrollan en Roma, París, Londres, y demás estaciones que simultáneamente entran separadas en el aparato, en ondas largas entre 300 a 2.000 metros. En este trabajo quedo ocupado todas las noches. Durante el día me dedico a otra ocupación: he traído con mi equipaje uno de los kits adquiridos en Filadelfia, que contiene las partes esenciales y los tubos, para construir un receptor de radiodifusión de 8 válvulas, circuito superheterodino Lacault; me he puesto a ensamblarlo ante los ojos curiosos de mamá que no entiende cómo de ese enredo de alambres que estoy soldando –que denominan inalámbrico–, será posible hacer salir música extrafina llegada del cielo. Mientras hago el montaje, pienso en quién podría ser el cliente al cual vender el aparato, aunque haciéndole competencia al negocio de Buggino, mamá me sugiere que Sergio Rocchietta, el hijo del propietario de la fábrica del Proton donde ella trabaja como directora y donde también trabajan Anita y Ettore como empleados. Invito a Sergio a conocer el superheterodino, y de una vez queda negociado en 800 liras, gano ocho veces lo que me costó el kit, desde luego sin incluir mi trabajo. Lástima no habérseme ocurrido en Filadelfia comprar más de estos kits y hacer negocios. Pero, las importaciones al por mayor presentan problemas de aduana…, y de financiación… Los días pasan rápidamente; se acerca la fecha en que expiran mis vacaciones. Tengo que resolver qué
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
hago: si regreso a la Marconi para navegar, o si me quedo con Buggino, o de cualquier manera en tierra firme esperando conseguir un empleo. Buggino me informa que el proyecto de abrir el gran almacén de radios será aplazado durante un año, entre otras cosas, porque la misma Marconi no está lista para fabricar y suministrar inmediatamente los aparatos en cantidades al por mayor. Que en Pinerolo hemos tenido éxito, pero en la mayoría de otros territorios donde no hubo técnico competente, todas las demostraciones han fracasado. Quedamos por consiguiente en que dentro de un año o cuando establezca ese negocio Buggino me llamará. Mientras tanto, me paga sin tacañería todos los servicios que le he prestado y me asegura que escribirá a la Marconi una carta de elogios acerca de mi persona y capacidad técnica demostrada en el experimento y reparación de los aparatos de radiodifusión. En resumen, resuelvo que lo que más me conviene es regresar a Génova a órdenes de la Marconi, tratando mediante alguna patraña conseguir mejor embarque. Mientras tanto, he trabado amistad con el doctor Camillo Rocchietta, padre de Sergio a quien vendí el superheterodino, acordando con él una buena combinación comercial así: hasta ahora, Rocchietta gasta un dineral cada vez que despacha al exterior un viajero para que haga conocer el producto medicinal de su empresa, el “Proton”, sabroso reconstituyente a base de hierro, fósforo, azúcar y alcohol. Viajando como lo hago yo, transportado gratuitamente y además pagado por la Marconi, me sería posible aprovechar el tiempo libre en los puertos del exterior, para hacer más o menos el mismo trabajo que el agente viajero de Rocchietta, de hacer propaganda y venderle algunos lotes al por mayor. Rocchietta me reconocerá un porcentaje o comisión sobre cada pedido que le traiga del exterior, y así lograré tal vez duplicar mis entradas mensuales, sin hacer ningún contrabando ni operaciones comerciales o financieras arriesgadas, no necesito invertir ningún capital. Esta será una nueva fuente de entradas con la cual compensarme el sacrificio de seguir navegando sobre cargo–boats. Con tan buena perspectiva, me lleno de valor para tomar de nuevo el tren hacia Génova, ir a enfrentarme con el enigmático inspector Rollandini. Para amansarlo, he pensado lo siguiente: escribiré a la Marconi una carta–relación de mi trabajo para Buggino, pero en vez de enviarla a Roma directamente, se la entrego a Rollandini para que siga a destino desde su oficina. De esta manera, por una parte le
doy gusto cumpliendo con el conducto regular, y por otra, creo que cuando lea esta carta se dará cuenta de que soy individuo de iniciativas, que merece un destino diferente al de podrirse sobre los buques de carga; le hará surgir respeto y temor de maltratarme, al enterarse de que estoy relacionado con un honorable representante al Congreso Nacional. La susodicha carta, dirigida a Roma dice a la Marconi: “Es mi deber poner en conocimiento de esa dirección que durante mi estadía en Pinerolo fui llamado por el honorable Buggino, distribuidor de ustedes para el Piamonte, a fin de que me hiciera cargo de poner en funcionamiento el receptor Marconi V3 Scientific y demás accesorios que hallábanse en exposición en el Palazzo del Giornale (Palacio de la Prensa) en Turín. Tratándose de aparatos Marconi y de un distribuidor de ustedes creí mi deber asumir ese trabajo, en defensa del buen nombre de la compañía. Según me informó el honorable Buggino, mientras el aparato estuvo manejado por el comandante Sgarbi y el teniente Montemauri los resultados no fueron satisfactorios pues la audición era solamente posible en audífonos, sin altoparlante, y solamente se oyeron las estaciones de París y Roma; luego el equipo resultó dañado y no volvió a servir. Terminada por mí la nueva instalación fue inmediatamente posible escuchar en una sala con auditorio de unas veinte personas, con señales claras y fortísimas, las estaciones de Cardiff, Bornemouth, Londres, París FL, París Radiola, Leipzig, Stuttgart, Brno, Praga, Francfort, Berlín, Hamburgo, Bruselas, Roma Radioaraldo, Roma Centocelle, etc. Generalmente la recepción fue mejor, con menos interferencias sobre las ondas más cortas (banda de 300 metros, en lugar de la banda de 2.000 metros). Al inventariar los aparatos cuando me los entregaron en Turín constaté que había algunas válvulas quemadas, a saber: dos del tipo V–24, 3 del tipo LS–3, y 4 del tipo R; además, el receptor V3 Scientific no funcionaba debido a los siguientes daños: el reóstato de calefacción del filamento de los tubos tenía una sección en corto lo cual era la causa de que, por exceso de voltaje, se quemaran tan rápidamente los tubos; en el condensador de antena, las placas del rotor se tocaban con las del stator (curiosa esa analogía con la turbina del Monte Nero) de tal suerte que las señales procedentes de la antena iban directamente a tierra y el receptor no podía funcionar. Tengo la impresión de que estos daños hayan sido hechos ex–profeso por algún mal intencionado, con LOBO DE MAR - Capítulo 40 Viaje No. 19
387
fines de sabotaje, o por algún incompetente. No tengo la menor idea de quién sería el causante. En cuanto a los amplificadores, encontré más eficaz el uso del tipo NB2 en lugar que el de tipo Magnavox. Fue después de tales excelentes audiciones que el honorable Buggino telegrafió a ustedes informando haber conseguido maravillosos resultados. Quedo a disposición de esa dirección para cualquier otra información sobre el particular y sin más por hoy me suscribo, etc…”. Pienso que Rollandini no conoce ni ha oído antes mencionar estos tipos de aparatos Marconi descritos en mi carta, ni tampoco ha escuchado nunca las estaciones radiodifusoras allí nombradas; además, la citación que hago del honorable Buggino, quien además que distribuidor de la misma Marconi es honorable representante al Congreso Nacional, me conoce, y puede estar listo para ayudarme con sus influencias; todo esto, supongo, debiera hacer temblar a Rollandini, antes de darme nuevamente un destino, para mí inaceptable. And –last but not least–, todo
388
este cuento de que la Marconi está estableciendo en tierra firme, distribuidores para la nueva industria de radiodifusión, utilizando cual ingenieros, oficiales de la marina de guerra, es un supersecreto que en el país o entre el personal en escalafón de la compañía nadie conoce, y seguramente la Marconi no desea que resulte divulgado; secreto del cual por mero accidente me he enterado gracias a un fortuito encuentro en el tren entre Génova y Turín mientras iba de vacaciones, al tropezarme con el simpático y eufóricamente alocado amigo Gigi Biancardi (hermano de Giovanni Biancardi que años después conocí en Bogotá); confirmando una vez más la teoría de que este mundo es muy pequeño, todo sale a la luz, ocurren las casualidades más imprevistas, que los cinematógrafos no sabrían inventar; y que la ocasión es calva pero hay que saber agarrarla… Llegado pues a Génova, voy a la oficina Marconi, me presento a Rollandini informándole que acabo de regresar de vacaciones, y le entrego –abierta– la carta dirigida a Roma. Vamos a ver qué pasa.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO
41
VIAJE NO. 20 S/ S
GIUSEPPE VERDI IUV
DE GÉNOVA A AZORES, NUEVA YORK Y REGRESO. Salida: 24 abril de 1.924 Regreso: 29 mayo de 1.924 Compañía Transatlántica Italiana 16.000 toneladas, 16–17 nudos Comandante: Manganaro, de Isla Elba 1º. Oficial: Silvio Canepa, de Camogli 2º. Oficial: Chiesa 2º. Oficial: Landi 3º. Oficial: Scardaci, de Catania Cadete: Gentile Jefe Ingeniero: Acquarone, de Génova 1º. Ingeniero: Scotto, de Procida 2º. Ingeniero: Leonardini, de Rimini 3º. Ingeniero: Viale, de G 1º. Comisario: Savi, de Nápoles 2º. Comisario: Manfredi, de Piacenza 1º. Médico: Spada, de Bologna Inspector Radio:Ferruccio Franchi, de Savona
R
ollandini me recibe la carta sin leerla; me fulmina con los ojos, quizás suponiendo que mi epístola sea una queja a Roma contra él por haberme anteriormente negado la licencia; me despide con un lacónico: vuelva mañana. Al salir de la oficina, doy de boca con el inspector Franchi. Nos saludamos, me pregunta donde estoy embarcado, le cuento que estoy esperando destino, con mucho temor porque debido al escala-
fón y al tiempo que perdí durante el servicio militar, Rollandini me tiene ahora reservado para los barcos de carga de la peor especie. Franchi se ríe, me informa que acaba de embarcar sobre el IUV (Giuseppe Verdi) y que todavía no se le ha asignado el segundo marconista; que si me gustaría volver a trabajar con él… –Claro que sí–, le contesto, –pero este sueño no cabe en mi cabeza, no quiero hacerme ilusiones…–.
LOBO DE MAR - Capítulo 41 Viaje No. 20
389
–Deje que yo hable con Rollandini, déjese ver mañana–, me dice. ¡Qué encuentro tan de buen agüero! Con el ánimo alegre por la esperanza que Franchi acaba de infundirme, voy donde el sastre Buttafava a quien ordeno un par de uniformes nuevos. Al salir, tomo el Corso 20 Settembre, hacia Piazza de Ferrari. Bajo los lujosos pórticos veo pasar el amigo Severino. Me le hecho encima, nos abrazamos; vamos a comer juntos al hotel y luego a la ópera, mientras tanto nos relatamos recíprocamente lo que nos ha ocurrido desde que nos saludamos en Nápoles la última vez, hace cosa de un año. Acaba de desembarcar del Giuseppe Verdi donde estaba con el inspector Rapa; vuelve ahora a embarcarse en el Esperia porque prefiere la ruta del Egipto desde que tiene novia en Alejandría. Durante el viaje anterior le tocó la suerte, desde su puesto de marconista del Verdi, de participar en el salvamento de la tripulación del “Montello”, un vapor de carga que zozobró en pleno océano durante una tempestad a consecuencia de haberse corrido el cargamento de trigo que transportaba; cuando el IUV llegó a Nueva York con los náufragos del Montello, entre los cuales el marconista Montanari, las autoridades y la colonia italiana les hicieron grandes recepciones y banquetes, entrevistas, fotografías, medallas. Que en realidad el héroe de aquel acontecimiento había sido el 1º oficial Canepa, hermano de Silvio, quien en premio por su hazaña fue nombrado comandante del Mazzini, otro trasatlántico de la misma compañía. Cuando le pongo al corriente de mis peripecias en el Labor, el suceso con Buggino, el encuentro de hoy con Franchi, me pronostica que es casi seguro que éste me lleve consigo sobre el Verdi; se propone por la mañana ir a visitar al secretario Izzi y hacerle recomendación a mi favor en tal sentido. En la tarde del día siguiente, a la hora acostumbrada de reunión del personal en la Marconi me presento a Rollandini preguntando si tiene órdenes para mí. Con una pizca de gentileza me manifiesta que ha leído mi carta destinada a Roma; me felicita por haberle ganado la parada a la Regia Marina. ¡Que en cuanto a embarque, a fin de premiar mis actividades, y para dar gusto a Franchi quien así lo ha solicitado, me tiene destinado al Giuseppe Verdi! ¡Este inesperado y colosal golpe de fortuna no me habría causado mayor felicidad si hubiere ganado el gordo de la lotería! ¡Al fin! se me hace justicia; mis pasados sacrificios quedan ahora recompensados con
390
creces al darme por destino el barco que más yo pudiera ambicionar: mi predilecto trasatlántico, mi adoración, al que quiero más que cualquier otra cosa después de mi hogar, porque allí se vive entre verdaderos señores y cultos caballeros, es un ambiente de bienestar, cordialidad, elevación de ánimo. Qué más decir: yo idolatro al IUV, este lujoso barco de líneas elegantes, que flota como un cisne, con sus dos chimeneas color rojo y una estrella blanca, cuya tripulación forma el mejor ambiente de fraternidad y compañerismo entre toda la marina mercante italiana. Son más de 400 personas, los componentes de la tripulación: un centenar entre camareros y cocineros, otro centenar entre marineros y timoneles, doscientos entre carboneros y fogoneros, ¡y hay que ver cómo todos trabajan y se entienden a la maravilla! Con mis credenciales para embarcar, subiendo a bordo, me pregunto si todavía alguno de los oficiales y tripulantes con los cuales viajé en el 1919 me reconocerá cual antiguo compañero; supongo que no, que tendré que volver a entrar entre ellos como un recluta. Pero estoy equivocado. ¡Los de aquella época me reconocen, me abrazan, celebran mi llegada, me tratan enseguida como un viejo amigo de confianza! Quedo sorprendido; hasta me parece absurdo, imposible que esta gente me conceda tanta importancia y conserve tan buen recuerdo de mí. ¿Acaso no saben que durante cinco largos años he estado en desgracia hasta hoy; que soy un prófugo de dura vida africana, asiática, y provengo del sucio ambiente carbonero…? Casi me siento indigno de volver a estar en tan digna compañía. Desde luego, estos pensamientos no los manifiesto, sino que por el contrario hago lo posible para recibir con la mayor naturaleza tales demostraciones de simpatía. Mi jefe, Franchi, me entrega la estación dándome plenos poderes para organizar y administrar el servicio a mi leal saber y entender. Me dice que se siente ya viejo y aburrido de tanto navegar; que aspira hacer un horario de servicio lo más reducido posible, confiando en que yo quiera atender parte de su horario además del mío; al efecto me autoriza a usar sus iniciales y el título de inspector durante las comunicaciones con buques y estaciones costaneras a lo largo de la ruta. Acepto, con el mayor orgullo y placer tal oferta, valiosa para cualquiera, pues dentro de nuestra profesión de marconistas es generalmente fuerte el recelo que cada operador tiene de su turno de guardia como para no cedérselo a nadie; y esto de que un inspector me endose el suyo, en tratándose de
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
un personaje como Franchi que es reconocidamente considerado severo e inflexible con sus deberes, dice mucho en mi favor, pues prácticamente Franchi demuestra así admitir que mi capacidad de trabajo es casi igual a la suya. Se comprenderá más fácilmente el significado de lo antedicho si recordamos que Franchi es el único entre los funcionarios de la Marconi a quien sin discusión se le reconoce la categoría de sabio en radio; frente de sus conocimientos los demás inspectores tales como Villari, Grosso, Devoto, Rapa, Rollandini se quedan en segundo nivel. Esto se debe a que Franchi fue ayudante de Marconi, trabajó con él durante varios años, desde la época de 1900 en adelante cuando Marconi experimentaba en Inglaterra; luego, fue uno de los primeros operadores de radio en los trasatlánticos ingleses de la Cunard; solamente se trasladó a Italia cuando se fundó aquí, más tarde, la Compañía Marconi Italiana, subsidiaria de Londres. Habiendo vivido tantos años entre la flor de los oficiales de los más grandes paquebotes de la marina inglesa, habla perfectamente ese idioma, además del alemán, el danés, el sueco, el ruso, el francés, el español que también conoce profundamente; en cuanto a sus hábitos personales, tales costumbres excéntricas que lo hacen aparecer a primera vista como chiflado; cualquiera que no lo conozca se siente en un principio empujado a tomarle el pelo; pero ay, al que se le ocurra hacerlo, porque, o no le hace caso, o si contesta lo hace con un sarcasmo y tal sabiduría de lenguaje que lo deja clavado en la pared… Lleva el pelo largo, sin peinar, como los astrónomos, sabe de náutica, trigonometría, teoría y práctica de las rutas y su meteorología, tanto como los viejos y mejores capitanes modernos; los comandantes lo consideran colega. Para tratar con las personas con las cuales no tenga confianza, es de una timidez inverosímil; parece misántropo pues acostumbra pasársela solitario; por ejemplo es capaz de pasear horas y horas a gran velocidad, de un extremo al otro del puente de primera clase, sin fijarse en nadie, sin variar un instante el ritmo de los pasos, impertérrito; si está en compañía, como por ejemplo las reuniones en el comedor, ríe con la sencillez de un niño meneando su cuerpo flaco y regularmente alto; sus charlas son vivaces e interesantes a pesar de que ingenuas, nunca condimentadas con malicia como lo hacen la mayoría de los demás. Cualquiera supone que un carácter así no puede ser afortunado en sus relaciones con el sexo femenino de sangre latina; en efecto, se dice que Franchi ha
sufrido serios fracasos en el arte de Cupido; está casado con una australiana, residente en Génova; dicen que durante el viaje siempre pensaba con alegría en el momento del regreso al puerto para reabrazar a su amada que, tan pronto llegado, enseguida se peleaba con ella, no veía el momento de volver a salir a la mar, para alejarse, no sufrir discordias… Pero ahora, según en confianza comentan entre sí los colegas de a bordo, Franchi se ha vuelto más excéntrico que de costumbre, tiene el semblante preocupado, desde que su consorte, que es de otro tipo tan serio, vieja y extravagante como él, le anunció esperar un hijo para los próximos meses. Frente de tal noticia, el sabio, el hombre más respetable y que gracias a sus treinta años de navegación conoce como nadie todos los rincones y los salones de mundo, se ha vuelto un trapo inútil; en lugar de alegrarse, está asustado: tener un hijo, a su edad, él que es incapaz de gobernar una mosca… y de quedarse dos días continuos en su casa de tierra firme sin sentir el violento deseo de volver a partir hacia el ignoto infinito, a pasear a sus anchas sobre el puente de un trasatlántico… Encuentro que la estación de radio del Giuseppe Verdi está modernizada, con relación a cuando la dejé en el año de 1919; ahora tiene, además del viejo transmisor de sonora chispa rotativa, un nuevo transmisor de válvulas, que tiene la particularidad de ser silencioso cuando transmito. También hay varios receptores modernos, de válvulas, y sobre el puente, un valioso radiogoniómetro, que Franchi me enseña a manejar pues aquí diariamente requiere el comandante controlar la posición de la nave con este instrumento en el que tiene fe ciega y a cuyo servicio se le concede aquí mucha importancia cuando se está navegando cerca de la costa americana, cerca de las altas latitudes de círculo máximo y región de las neblinas, como corresponde a un paquebote de gran velocidad y categoría cual es el IUV. Bastaría con que yo no supiera manejar el radiogoniómetro, para perder toda la consideración por parte de los colegas del estado mayor. Afortunadamente, desde los primeros ensayos, logré comprenderlo y dominarlo. El 24 de abril de 1924, salimos de Génova hacia Nápoles donde embarcamos gran cantidad de pasajeros; el 26, en Palermo, completamos el cupo de 1.800 personas y zarpamos directamente hacia Ponta Delgada en las islas Azores, cruzando el estrecho de Gibraltar sin hacer escala. El servicio de radio tal como está asignado nos corresponde doce horas diariamente a cada uno, de las cuales la compañía nos paga cuaLOBO DE MAR - Capítulo 41 Viaje No. 20
391
tro de sobresueldo; además, me tocan otras dos o tres horas diarias del turno de Franchi que este me encima; lo cual no me choca ni me cansa porque este trabajo es tan interesante como si fuera una diversión; encuentro novedades técnicas, por ejemplo ahora el tráfico (mensajes) no se hace con NAH de Nueva York, sino con la musical estación de WIM, quizás la mejor del mundo, mejor que la GLD inglesa del Canal de la Mancha, trabajando con la onda de 600 metros; o desde larga distancia, desde el Mediterráneo, con la WCC de 2.400 metros y ondas continuas (transmisor de válvulas) de Chatam Massachusetts, o con la cornetica VCE de Cape Race Canadá; siempre hay gran cantidad de radiogramas por recibir y transmitir, en comunicación simultanea con estaciones europeas y americanas, boletines meteorológicos, de prensa, señales horarias, radiogoniometría, etc. Debido a todo ello, y a que las atracciones entre los salones y los puentes de 1ª clase son siempre llamativas, duermo muy poco; un promedio de cuatro horas diarias solamente; imposible tener sueño dentro de una vida tan cautivadora; ¡dormiremos como topos cuando lleguemos al puerto! ¡Y qué decir de los gaudeantes banquetes que nos sirven en el amplio y alegre comedor para oficiales, donde diariamente cada plato es una sorpresa de buen gusto, donde aún el simple pan resulta en finísima golosina, amén de los postres y obras de arte culinaria dignas de la corte de los Medicis! ¡Qué fiambres, qué helados, qué pavos, faisanes, salsas, y qué vinos! No es difícil para mí –entre tanta abundancia– mantenerme despierto durante el turno de guardia desde las dos de la mañana hasta las ocho; lo hago mordisqueando bizcochos y tomando frecuentemente chocolate, además que licores, como un niño viciado. Desde mi cómoda butaca del escritorio de la estación no tengo sino que tocar el timbre y ordenar por teléfono: por algo este barco es de lujo, lleva mucha primera clase; y los oficiales tienen derecho a mejor trato que los propios pasajeros de primera; el camarero trae todo cuanto se pida… –¡Así sí es dulce navegar– pienso yo, rememorando el hambre y las cebollas del Labor, y recordando con pena a los pobres tripulantes de los buques carboneros! Aquí, con la entrada de la primavera: uniforme blanco, zapato blanco, galones dorados, la mayor preocupación consiste en mantener los uniformes impecablemente cándidos, y presentación dispuesta a pecar… Con buen tiempo, el 1º de mayo fondeamos en Ponta Delgada y el mismo día levamos anclas rum-
392
bo a Nueva York adonde entramos el 8 de mayo. Se despiden las amistades del viaje; volvemos a pensar en nuestras personas, asuntos banales y económicos, perspectivas de negocios, como gente de tierra; por la noche, voy al teatro Metropolitan con los colegas del Verdi. Para colocar pedidos de Proton, la experiencia me ha enseñado adoptar argumentos de venta (sales talk) así: éste producto, desde hace años goza de profusa campaña de publicidad en todas las revistas y semanarios de Italia, además de las similares en otros países europeos. Normalmente, la última página de cada revista lleva una página de aviso en colores, en toda la plana, de Proton: la cara sonriente y rosada de un niño, o de una linda muchacha que declara que está tomando este reconstituyente y se siente feliz. Llevo conmigo docenas de esas carátulas de revistas; llego donde el presunto comprador–importador, y casi sin hablar pero con la más llamativa mímica despliego sobre su escritorio esa colección de anuncios comerciales a base de cuadros de muchachos y muchachas risueñas, sobre los cuales se destaca la palabra Proton. Al punto el cliente comprende: si el producto tiene tanta y costosa propaganda, debe tener buena demanda. Cierto es que esta publicidad se desarrolla en Europa y no incluye directamente el mercado americano; pero es sabido que los europeos inmigrados o aquí residentes acostumbran todavía estar suscritos y recibir las principales revistas europeas; por ejemplo, pregúnteselo a cualquier familia italiana que viva aquí, qué significa la palabra Proton, y sin duda obtendrá la contestación de que ese es el nombre de un reconstituyente, según los anuncios que regularmente aparecen en cada edición de las revistas Lettura, Illustrazione, Secolo Illustrato, Domenica del Corriere, etc. Como se ve, el producto que estoy ofreciendo no es cualquier cosa, sino un renglón de primera categoría. Con relación a calidad de gusto y facilidad de ventas, el sabor es agradable; aunque no se pueda garantizar que todo el mundo obtendrá inmediatamente resultados asombrosos, es sin embargo seguro que el producto no resultará nocivo a nadie… al tiempo que quizás un 30% de los consumidores mejoren evidentemente de salud. Además el Proton tiene un 10% de alcohol, y yo entiendo que en la actualidad, debido a la ley prohibicionista de bebidas embriagantes, los amantes del trago adquieren y toman Proton, si no solamente por sus efectos reconstituyentes, también para darse el gusto de beber. Siendo el Proton un producto medicinal, reconocido por
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
la farmacopea de los Estados Unidos, tiene libre entrada, no se trata de contrabando… Queda así explicado mi fácil éxito en la obtención de pedidos hasta un total de 25 mil frascos, entre los diferentes droguistas importadores de Nueva York, especialmente en los sectores de Manhattan y Brooklyn. Este trabajo me procurará un millar de liras de entradas extra, que el Dr. Rocchietta me pagará por el concepto de comisión.
Después de ocho días de permanencia en Nueva York o sea el 16 de mayo, nos hacemos a la mar rumbo a Europa. Siempre con buen tiempo, el 23 tocamos en San Miguel de las Azores; el 27 en Palermo, el 28 en Nápoles; y sin nada especial que mencionar, el 29 de mayo por la noche entramos al muelle dei Mille de Génova.
LOBO DE MAR - Capítulo 41 Viaje No. 20
393
CAPÍTULO 42
VIAJE NO. 21 S/ S
GIUSEPPE VERDI IUV
DE GÉNOVA A AZORES, NUEVA YORK Y REGRESO. Salida: 5 junio de 1.924 Regreso: 12 julio de 1.924 Comando: igual que el viaje anterior
L
a estadía en Génova, antes de que el Verdi vuelva a zarpar, será de solamente una semana; por lo tanto no es el caso de pensar irme a Pinerolo en vacaciones. Pero, durante estos breves días sufriré continuamente el nerviosismo causado por el temor de que cualquiera más afortunado logre arrebatarme el puesto de este barco. Todo el mundo –es decir, los colegas que se hallan en el puerto–, codician ser destinados sobre el IUV, y teniendo en cuenta que no tengo derecho legal –por aquello del escalafón–, a este puesto privilegiado, vivo con el permanente temor de que algún recomendado pueda, como vulgarmente se dice, hacerme el cajón. Por consiguiente anhelo la fecha de la salida, en consideración de que mientras la nave se halle en alta mar no hay peligro de que me desembarquen. Rollandini parece ahora bien dispuesto hacia mi persona; de nuevo me está tratando con deferencia; por otra parte, no descuido las convenientes atenciones al secretario Izzi para que me tenga informado respecto de la situación de embarques y marconistas disponibles, advirtiéndome en caso de eventuales tentativas por colegas competidores. La experiencia me ha enseñado que la felicidad dura muy poco, hay que estar siempre alerta para preservarla…
394
Franchi me asegura que no permitirá que me reemplacen por otro, que puedo estar tranquilo. En efecto, un par de colegas más ancianos piden el embarque sobre el Verdi, pero su solicitud es rechazada por Rollandini quien les informa que mi embarque especial sobre el Verdi es debido a orden expresa de Roma. Nadie se atreve a discutir los mandatos de la dirección de Roma. Evidentemente, noto que mis acciones han subido recientemente de valor en la compañía; se cotizan muy altas; sin saber yo precisamente el por qué pero así es el mundo; el individuo es estimado por el prójimo no por cuanto intrínsecamente valga, sino por la posición que ocupe, de la misma manera que el hábito hace el monje… Parece que mi actual elevación de categoría se deba al trabajo que le hice a Buggino, y a la otra carta que en tal ocasión envié a la dirección. Seguramente también, a los magníficos informes que Franchi ha rendido a la compañía, acerca de mis capacidades profesionales. Una indicación clara para mí, de todo esto, se desprende del hecho de que hoy se discutió en la oficina, si era el caso de trasladarme al «Elettra» para servir de ayudante al propio Marconi; me llamaron Rollandini y Franchi para preguntarme si me gustaría ese destino, hacién-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
dome ver que al lado del gran inventor yo tendría una extraordinaria carrera futura. Me expusieron confidencialmente el asunto diciéndome: –Guillermo Marconi pidió a la compañía suministrarle un ayudante para viajar con él durante los experimentos que haga sobre el yate Elettra, que se supone duran varios años, con base en puertos italianos pero de vez en cuando viajando al exterior. Tenemos tres candidatos entre quienes escoger el que sea destinado a ese puesto de gran importancia: Copelli, Boldracchi y usted. Copelli es el que cuenta con mayores derechos pero está embarcado sobre el Esperia que no volverá a puerto antes de quince días, siendo entonces tarde para llenar esa vacante siendo que el Elettra tiene que zarpar de Nápoles a fines de la presente semana; además él ha manifestado que por ahora no puede y ha sugerido el nombre de usted. Quedan pues usted y Boldracchi. Aunque reconociéndole mayores méritos a Bodracchi, Rollandini está dispuesto a ofrecerle a usted Amore esta oportunidad. En cambio, Franchi no quiere perderlo a usted como ayudante, y ha insinuado que sea Boldracchi quien vaya al Elettra. Si usted prefiere el Elettra, puede tomar ese honorífico cargo para sí. Tenga en cuenta que, como quiera que en el Elettra no hay horas extraordinarias de trabajo ni otras subvenciones, su salario será únicamente el correspondiente a su puesto en el rol orgánico, sin sobresueldos de ninguna clase. Pero en cambio, ganará usted mucho más en cuanto a escuela y a carrera profesional. ¿Qué resuelve?–. Mentalmente paso revista y calculo los diferentes pro y contra del asunto. Desde luego, si voy a servirle de ayudante a Marconi, sabré manejarme de manera de caerle en gracia, como en Torre Pellice al barón Mazzonis. Pero, en cuanto a la posibilidad de que estando a su lado me vuelva yo una especie de genio, no me hago ilusiones; recuerdo que como consecuencia de haber dejado la escuela a la edad de once años, mis conocimientos en ingeniería o en matemáticas son totalmente negativos, ya ensayé por mi cuenta, en forma autodidacta durante los viajes a bordo estudiar el álgebra, y esta materia no quiso entrarme en la dura cerviz. Sin matemáticas no puedo perfeccionarme en la teoría de la radio. Este enorme vacío en mi cultura, he logrado evitar que lo conozcan mis superiores, pero yo sí tengo conciencia de que adolezco de tal posibilidad y que no conociendo las matemáticas superiores, no podré perfeccionarme al lado de Guillermo Marconi. Por otra parte, estoy actualmente ganando mucho dinero con los sobresueldos
que percibo en el Verdi, y con el producto de las ventas en el exterior que en calidad de agente viajero del Proton desarrollo para Roccietta; si voy al Elettra, se reducen a la mitad mis finanzas. Por consiguiente, contesto a Rollandini: –mucho agradezco el inmerecido ofrecimiento de destinarme al Elettra. Sin embargo, la consideración de carácter económico es para mí y para mi familia de necesidad apremiante; por lo tanto, si se me permite escoger, muy a pesar mío me quedaría todavía en el IUV, dejando que sea Boldracchi el agraciado que vaya al Elettra. Desde luego, si la compañía me ordena ir al Elettra, yo obedeceré–. Franchi, remata mi contestación diciendo que prefiere que me quede con él; y así queda resuelto (posteriormente, ese puesto de ayudante del sabio Marconi en el Elettra fue ocupado por Landini, luego por mi amigo Alberto Ricciardi recomendado de Roma, y por último por Severino Copelli, hasta la muerte del inventor. Referencia: «Marconi sulle Vie dell’Etere» de Adelmo Landini, pág. 143; segunda edición pág. 131). El 5 de junio de 1924 salgo nuevamente con el Verdi, hacia Nápoles donde como de costumbre embarca la mayor cantidad de pasajeros; de allí el día siguiente hacia Palermo donde se completa el cupo, prosiguiendo el 7 de junio rumbo a Ponta Delgada de las Azores. El tiempo es bastante bueno y nada hay importante que anotar. A bordo, la misma rutina de mucho trabajo, condimentado con buena vida, suculentas comidas, alegría, amistad con los pasajeros durante las pocas horas libres que nos quedan después del servicio, que en sí no es pesado, gracias a que interesa y distrae; Franchi continúa dejándome plena libertad de maniobra y dirección de la organización del tráfico radio y mantenimiento de los aparatos. El 19 de junio entramos en Nueva York. Hace mucho calor, diariamente por la tarde vamos en grupo de varios oficiales a Coney Island, a bañarnos y divertirnos entre montañas rusas y pabellones sorpresas. En media hora, el expreso subway y luego elevado, desde Chamber street nos lleva a la playa, pasando bajo el río Hudson, atravesando el barrio de Brooklyn. Tampoco descuido mi negocio de vender Proton, en pocos días consigo pedidos por diez mil botellas. El 27 de junio zarpamos en viaje de regreso. Vamos a Boston, tengo apenas pocas horas para visitar el centro de la ciudad y sus almacenes. Este puerto es la capital del estado de Massachusetts, pesquero e industrial al mismo tiempo, recuerda en algo la costa bretona. El estilo de sus edificios hace pensar en los cuáqueros y los puritanos. Sorprende, que el inglés LOBO DE MAR - Capítulo 42 Viaje No. 21
395
tal como se habla aquí es más dulce, más fácil de comprender, que el de Nueva York hacia el sur; el inglés de Boston, es más inglés que americano. De Boston, salimos el 28; aprovechando la estación de buen tiempo del verano, el Verdi hace ruta por el círculo máximo hasta el paralelo 44º, con el fin de ganar algunas horas sobre el itinerario, mediante el camino más corto y la corriente más favorable en popa. En la mayoría del trayecto alcanzamos los 18 nudos horarios, que constituyen un récord para este barco. Al sur de Terranova encontramos la inevitable neblina, que nos obliga a mantener la sirena pitando día y noche durante 36 horas, causando la natural preocupación y susto entre los pasajeros; a lo largo del Cabo Race avistamos icebergs cuya existencia había sido señalada por radio desde VCE. Durante la noche del 2 de julio, mientras la navegación sigue normal, a toda velocidad aprovechando el buen tiempo y mar calmado, siendo las dos de la mañana, el Verdi se estremece sobresaltado como por un violento choque; hay un principio de alarma, se paran las máquinas, se encienden los reflectores. Una rápida inspección a lo largo del casco indica que este no ha sufrido, no hay evidencia de graves fallas de agua; mientras tanto, detrás de la popa han aparecido flotando lejos sobre la superficie dos manchas oscuras; maniobramos acercándonos en la suposición de haber chocado con un submarino o alguna extraña embarcación; resultan ser partes del cuerpo de un cetáceo. La causa del estrellón fue pues, que el Verdi acaba de chocar con una ballena, tal vez muerta, o dormida. Al reanudar la marcha, los ingenieros observan una vibración insólita en la máquina de la izquierda; parece que hay algo raro en la respectiva hélice. El 4 de julio fondeamos en San Miguel de las Azores, un buzo se baja a investigar, y encuentra que la hélice izquierda perdió una pala a consecuencia del choque; además, no se sabe si alguna plancha de acero de la quilla sufrió abolladura, o rotura de algunos clavos. Reemplazar la hélice en un barco del tamaño de IUV suele ser operación delicada, que requiere varios días y la entrada en un dique seco, provisto de grúas; cada hélice siendo de cuatro palas, diámetro total unos cuatro metros, pesa varias toneladas. Salimos de San Miguel el mismo día; cerca de Gibraltar recibimos por radio la noticia de que la compañía armadora ha resuelto someter el barco a una revisión y reparación completa para la cual tendrá que permanecer varios días en el dry dock de Génova, otros tantos para renovación de las pinturas y deco-
396
rados, en conjunto, casi dos meses en el puerto, antes de volver a hacerse a la mar. La noticia de este cambio de itinerario es poco agradable para mí; principio a preocuparme. El desembarque será inevitable, pues la Marconi no puede mantenerme dos meses en Génova sin hacer nada. Pediré y probablemente obtendré los 20 días de vacaciones anuales a que tengo derecho, pero aún así quedarán faltando varias semanas antes de que el Verdi reanude la navegación; es natural que mientras tanto la compañía me despache a trabajar en otro barco, y perderé este puesto del IUV… ¡Maldita ballena! Hacemos escala en Palermo el 9 de julio; el 10 en Nápoles, y el 12 termina el viaje al entrar en el puerto de Génova. Al día siguiente, lo mismo Franchi que yo nos vemos obligados a desembarcar, quedando a disposición de la compañía, al tiempo que nuestro adorado Verdi, es arrastrado por remolcadores hacia el dique seco (bacino). Todo el mundo se va de vacaciones, y nosotros también; Franchi toma el tren para Savona, yo el de Turín. Llevo una buena escolta de plata en mi cartera, además se que Rocchietta me entregará un cheque con tres ceros, correspondiente a la participación sobre las ventas por mí realizadas en Nueva York, del Proton. Encuentro mi familia en buena salud y situación de progreso: en la actualidad mamá dispone ya de una suma no despreciable depositada en la caja de ahorros, formada con las remesas que yo le traigo o le envío de cada viaje. A su turno, mamá opina que estoy en óptimas condiciones de cuerpo y de espíritu; esta vez, elegantemente vestido, la cartera rebosante, el carácter alegre. Esta es la época de las excursiones alpinas; para no quedarme tanto tiempo en Pinerolo sin hacer nada, de acuerdo con mamá resuelvo irme un par de días a la montaña, para no olvidar mis conocimientos alpinos de la infancia. Busco compañía entre los pocos amigos que todavía cuento en Pinerolo, siendo los principales entre ellos dos jóvenes médicos, de apellido Brun el uno; el otro, Alfano, cuyos padres tienen un negocio de carnes bajo los pórticos de la plaza Cavour. Brun, acaba de sufrir una caída de caballo en la que se ha roto una pierna, está convaleciente y no puede salir a la calle; Alfano, gustosamente accede acompañarme. Es un joven bien fornido y de magnífica salud, tiene fama de ser experto alpinista y guía para la montaña; acaba de laurearse en medicina y él también desea celebrar su alegría ascendiendo alguna cima.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Alistando los preparativos descubro que carezco de vestuario y equipo alpino, sin embargo, adapto fácilmente el pantalón y saco de gruesa tela caqui que usaba en Somalia para las cacerías; los zapatos herrados, las gruesas medias de lana, la bolsa para cargar a espaldas, el bastón alpenstok, las raquetas para la nieve y demás elementos me los consigue Ettore, prestados. Me entusiasma la idea de elevarme sobre las cumbres alpinas, el vestido ex africano, superviviente de excursiones y aventuras con los hipos y las aigrettes. Es un contraste, además, si se tiene en cuenta que ya no soy montañez, ni africano, sino marino… Sin embargo, en previsión de que el caqui será insuficiente para resguardarme del frío, llevo en la bolsa pesados mallones de lana. Con el tranvía de vapor de la línea San Germán– Perósa–Fenestrelle, llegamos a este último pueblo, cuyo nombre es famoso en la historia bélica de la región, por hallarse aquí varios fuertes militares en posición estratégica y armados con poderosos cañones para defender el paso de los Alpes desde Francia; el fuerte de la Assietta, el de Fenestrelle, y más al norte el de Bard, de la época napoleónica; nos dirigimos luego a pernoctar en el refugio del Colle Sestriére. Madrugamos subiendo las cumbres conocidas con el nombre de Assietta y la Orasiera, cerca de los 3.000 metros sobre el nivel del mar. Entre glaciales y nevados, hallamos gran cantidad de flores «edelweiss» (white star, estrella de los Alpes); recojo varios centenares de estos, formando un gran y vistoso bouquet; Alfano, me toma varias fotografías (que todavía conservo en el álbum junto con algunas muestras de dichas flores). Al día siguiente regresamos a Pinerolo. Alfano, cuyo entrenamiento y resistencia para las marchas alpinas son proverbiales, quedó sorprendido por mi vigor y absoluta falta de cansancio, dice que prácticamente le iba superando en el ascenso, sin que me costara esfuerzo alguno. Esto, nada tiene de extraordinario recordando que desde la época de mi niñez en Torre Pellice fui gran caminador; en Africa, las excursiones en las selvas tropicales me sirvieron como para no perder el entrenamiento; luego, los frecuentes baños marinos y ejercicios de natación que acostumbro hacer como diversión durante la estadía en los puertos, todo ello ha contribuido para que a esta edad de 24 años mi cuerpo esté formado por una masa de nervios bien templados y resistentes. Llegados a Pinerolo, Alfano se hace lengua relatando que le he dado hilo para torcer al seguirme y no quedar él rezagado durante las subidas; no imagi-
naba que un marino pudiera ser al mismo tiempo tan buen alpinista. Yo, que no me había dado cuenta de tanta habilidad, me enorgullezco de satisfacción. Pero esto es poca cosa comparada con la felicidad con que gocé cuando estábamos sobre las cumbres de los 3.000 metros y mi alma exultaba mirando el bajostante panorama, aspirando a plenos pulmones aquel aire delicado y fino, tan diferente de la igualmente salubre pero pesada brisa marina. Durante los pocos días que me quedan de licencia, visito a Buggino, y luego a Rocchietta. El primero, sigue con el aparato Marconi en su residencia pero no ha aprendido a manejarlo. Estos receptores regenerativos, para máxima sensibilidad y mayor volumen de las señales requieren aumentar el acople de reacción y simultáneamente correr la perilla de sintonización, para no perder la estación, pues la frecuencia varía según la cantidad de regeneración. Cerca del punto crítico de máxima reacción, el aparato entra fácilmente en oscilación, que resulta en fuertes silbidos y maullidos por el altavoz, si el operador es inexperto. En lugar de fascinantes programas musicales del exterior, Buggino no saca en su Marconi más que berridos y quejidos, supone que el aparato está dañado. Tengo que volver a enseñarle a manejar el radio, pero esto que parece tan sencillo, no es fácil para el público profano e impaciente. Los proyectos de negocios en radio de Buggino, han quedado aplazados para épocas futuras. Los demás asuntos que tiene que atender embargan sus actividades, y parece que no le vayan muy bien; está sufriendo dificultades financieras. En cambio, Rocchietta me recibe boyante, y agradecido por mis servicios en pro de Proton, así como por los consejos que sobre radio doy a su hijo Sergio. Con ellos transcurro deliciosas tardes, pues estos dos señores, padre e hijo, son de vasta cultura, han viajado bastante aunque solamente en Europa, me tratan amistosamente y nos entendemos a la maravilla, cualquiera que sea el tópico de la conversación. Finalmente, el 5 de agosto, me despido de los míos, tomo nuevamente el tren de Génova, a sabiendas que voy hacia un destino desconocido. ¿Cuál será mi próximo embarque? ¿Me mantendrán en el puerto hasta que salga el Verdi, en septiembre, o me embarcarán sobre otro paquebote? Pues, de los cargo–boats, ya he perdido un poco el miedo, confiado en que recordando los recientes sucesos Rollandini no querrá volver a sacrificarme destinándome sobre buques de carga. LOBO DE MAR - Capítulo 42 Viaje No. 21
397
CAPÍTULO 43
VIAJE NO. 22 S/S LAMPO
DE SAVONA A NUEVA YORK Y BIZERTA. Salida: 11 agosto de 1.924 Regreso: 26 septiembre de 1.924 Standard Oil Italiana 9.000 toneladas, 10 nudos Comandante: Klinger, de Savona 1º. Oficial: ? 2º. Oficial: Vaccarezza, de Camogli 3º. Oficial: ? Jefe Ingeniero: Asti 1º. Ingeniero: Strupa 2º. Ingeniero: Donato, de Faro Messina
D
e regreso de mi licencia me presento a la oficina Marconi de Génova, encuentro que Rollandini no se ha olvidado de mí, sino que por el contrario me tiene ya destinado, estaba esperando mi puntual retorno, para darme la respectiva orden de embarque. Se trata de un caso que yo no había previsto. Al entregarme la credencial para el barco en cuestión, y viáticos para seguir por vía férrea hasta Savona, Rollandini me manifiesta: –Lo tengo destinado a usted para el Lampo. Como usted sabe, este es un oil– tanker o buque petrolero, cuyo puesto ocupaba anteriormente Boldracchi quien pasó al Elettra. Lo escogí a usted para tal destino, por diferentes razones. Cierto es que no va sobre un paquebote de pasajeros como usted seguramente deseaba, pero tampoco puede este barco ser considerado como de carga de inferior ca-
398
tegoría, pues como usted recordará, los buques de la Standard ofrecen ventajas especiales en cuanto a confort y alimentación que son allí tan excelentes como sobre las naves de pasajeros. Por otra pare, entiendo que usted desea aquellos destinos donde se perciben altos sobresueldos, siendo este uno de los motivos por los cuales descartó embarcar en el Elettra. En el Lampo, además de las horas extras igual que sobre el Verdi, gozará usted de un sobresueldo adicional, que es la indemnización que allí se paga por los mayores riesgos al transportar petróleo y gasolina. Por último, hay un asunto especial de servicio por el cual la Marconi tiene necesariamente que aprovechar los conocimientos y cooperación de usted en este caso. La compañía desea principiar a instalar y vender equipos radiogoniométricos sobre aquellos
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Tempestad en el Lampo barcos cuyos propietarios estén en condición económica que les permita soportar el nuevo gasto. Los buques de la Standard están en primera línea pues sus propietarios no escatiman innovaciones en todo cuanto concierne a modernizar sus instalaciones y mejorar el factor de seguridad de sus naves. Pero estamos tropezando con la dificultad de que muchos comandantes se niegan a permitir la instalación de nuestro radiogoniómetro, o conceptúan desfavorablemente diciéndole a sus armadores que el instrumento no sirve. Entonces nosotros no solamente hacemos un papel ridículo frente de los armadores, sino que la Marconi pierde la oportunidad de hacer negocios con sus aparatos, al tiempo que la marina sufre por falta de modernización. Día llegará en que todas las naves estarán equipadas con radiogoniómetro (RG), y también es posible que en el futuro estos instrumentos serán aún más perfectos, pero si nos demoramos en colocar los nuestros, marca Marconi, algún competidor logrará vender de otra marca, aunque no buena como la nuestra, ocupando el mercado que por tradición nos pertenece.
El comandante Klinger, del Lampo, es enemigo acérrimo del RG, se ha opuesto a que tal instrumento sea incorporado como parte de la dotación de este barco. No obstante, hemos logrado del director de la Standard en Savona, comandante Vaccarezza, el permiso para que se nos deje instalar el RG en el Lampo, a título de experimentación, quedando entendido que si el instrumento demuestra durante un par de viajes ser útil, tanto como para lograr que el capitán Klinger cambie de opinión y de su visto bueno, la Standard lo adquirirá. Para obtener nuestro intento necesitamos destinar sobre el Lampo un marconista que además de conocer técnicamente el aparato para asegurar su buen funcionamiento tenga la adecuada experiencia, tacto, energía, como para saber imponerse a los caprichos del comandante Klinger, obtener éxito de esta misión que a usted confío. Por anticipado cuento con que usted sabrá salir triunfante de esta pequeña prueba, y no está por demás anunciarle que la Marconi sabrá agradecer y premiar oportunamente este servicio que le solicita–.
LOBO DE MAR - Capítulo 43 Viaje No. 22
399
No me queda otro remedio sino contestar a Rollandini que acepto; que agradezco el honor de haber sido escogido para tan delicada misión, y que haré lo posible para realizarla a satisfacción de la Marconi, desde luego contando con que una vez cumplido el encargo, la compañía volverá a destinarme sobre un paquebote. ¡Saliendo de la oficina, veo un afiche mural de la Transatlántica anunciando que el Verdi anticipa su itinerario y estará listo para zarpar dentro de diez días! ¡Caramba, Rollandini acaba de hacerme una jugada de las suyas! Empero, ya es tarde para ponerle reparos. Recojo mis maletas en el hotel, y voy a tomar el tren para Savona. Ya sé, por haberlo oído decir de otros colegas, que es un barco petrolero de la Standard. De lo mejor que hay, entre los buques de carga, indudablemente, en cuanto a comodidades en los camarotes, comida a todo lujo, sobresueldos. Al reverso, la vida allí es monótona y dura bajo otros puntos de vista. Sucede que, como quiera que el petróleo o la gasolina se cargan y descargan mediante bombeo, con tuberías capaces de movilizar hasta mil toneladas por hora, ¡estos barcos nunca se quedan más de media jornada en el puerto! Salen de Europa hacia América, después de quince o más días de navegación llegan a destino. Allí en pocas horas rellenan sus tanques y vuelven a salir hacia Europa. Entran en cualquier puerto del Mediterráneo, en breves horas vacían sus tanques y vuelven a salir rumbo a América. De esta manera, navegan sin interrupción durante varios meces hasta que la necesidad de reparaciones los obligue a buscar el dique seco o el astillero durante algunas semanas. Precisamente ahora, el Lampo acaba de terminar dos semanas de reparaciones, y volverá a hacerse a la mar, quizás por un año entero antes de volver a descansar; esto significa que durante todo este tiempo me será difícil conseguir el desembarque y coincidir en cosa de pocas horas con un reemplazo en un puerto de tránsito. Bajo el punto de vista de la economía, el buque es ideal: sin tener tiempo para descender en los puertos, no puede la tripulación gastar dinero, forzosamente acumula sueldo y sobresueldos en cuantía que resulta apreciable cuando al fin logra desembarcar. Otra molestia, es que allí no se puede libremente fumar. Ello es solamente permitido en un cuarto especial sobre el puente, a prueba de infiltración de gases inflamables. No se puede fumar en los camarotes, o sobre la cubierta donde suele haber emanacio-
400
nes de gas, pues si los vapores de la gasolina se incendian sucede un estallido, en cosa de segundos el casco vuela en pedazos como si hubiere estado cargado con explosivos. Por ello es que aquí pagan un sobresueldo especial, denominado indemnidad humo. Aún así, durante el viaje de América hacia Europa siempre hay un peligro latente debido a las llamas de las calderas y de la cocina, que funcionan a petróleo. A esto se debe que los petroleros tengan sus máquinas, calderas, chimenea y cocina, en la extrema popa, lo más lejos posible de los tanques de gasolina, y sus ventiladeros situados en la proa y al centro (durante los viajes de ida a América, estando los tanques vacíos, desde luego no hay peligro de escape de vapores de gasolina). En cambio, estos barcos tienen una enorme ventaja sobre los demás, en cuanto a navegabilidad y capacidad de flotación. Gracias a que su casco interior está dividido en muchos y robustos tanques con tapa hermética a presión, no hay peligro de que se desbarate, digamos, por desligadura de láminas, aún cuando sufran fuertes choques; en cuanto a mantenerse a flote sobre las olas, estos buques son prácticamente insumergibles pues si están vacíos, sus tanques herméticos constituyen enormes cámaras de aire; y si están llenos, su carga siendo más liviana en cuanto a peso específico, que la propia agua de mar, asimismo mantiene el casco flotando. Por último, si el barco se halla navegando en aguas tempestuosas, puede amortiguar la violencia de las olas mediante el recurso de bombear nafta (aceite) sobre el agua; y en lo tocante a navegar, la carga líquida comprimida en los tanques permite estabilizar el centro de gravedad, de manera que situándola a la altura conveniente, resulta muy poco el balanceo. Debido a todo lo anterior, estos barcos, cuando están cargados y durante el mal tiempo parecen submarinos; las olas pueden barrerlos de cabo a rabo, y sin embargo no hay peligro alguno. Llegado a Savona, al muelle del Lampo, subo y me presento al comandante Klinger. Es un joven alto, de porte arrogante, aparentemente muy culto. Entre los oficiales, se destaca el segundo oficial, Vaccarezza, de mi edad, nieto del director de la compañía Standard de Savona. Al saber que procedo del Verdi, todos, inclusive el comandante se alegran de tener entre ellos un compañero que viene desde las altas esferas de la marina y que es de suponer que por lo mismo será elemento distinguido ya sea en cuanto a cultura personal así como capacidad profesional.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
El camarote que me corresponde, cerca de la estación, es realmente de lujo, muy amplio, hasta tiene antecámara para sala de recibo. –¿Para recibir a quién– me pregunto, –si estos barcos nunca se paran en un puerto?– Entrando por primera vez en el comedor, también quedo gratamente sorprendido por la categoría del servicio que observo, igual en presentación y calidad al de los trasatlánticos, profusión de vinos, inclusive champaña al terminar la cena, en fin, ninguna economía en cuanto puede hacerle olvidar a uno que está llevando la vida de un condenado al aislamiento en el mar. Faltan dos días para zarpar, los aprovecho para pasear por las calles de Savona, ciudad que por primera vez conozco. Muy simpática y acogedora, como si estuviéramos en un puerto español tal como Almería, Málaga, etc. El dialecto local es una mezcla entre genovés y piamontés. Rápidamente cierro amistad con los oficiales del Lampo y con ellos voy por la noche a diversiones, teatro, etc. El 11 de agosto soltamos amarras para ir directamente y sin escalas hasta el muelle del barrio petrolífero de Bayonne, en las afueras de Nueva York. En la estación de radio encuentro las cajas que contienen el radiogoniómetro, que esperan ser desempacadas para la instalación. He estudiado y preparado mi plan de acción, que me propongo desarrollar poco a poco mientras vaya conociendo personalmente a cada uno de los componentes del estado mayor y principalmente a Klinger, cuyo carácter, he comprendido, es capaz de darme hilo que torcer pues es muy hábil y se desenvuelve como una anguila, no se deja fácilmente convencer. En vez de iniciar pronto el ataque con los experimentos del RG, iré procediendo gradualmente, como para terminar mi misión sobre este barco después de tres viajes completos de ida y vuelta. Durante este viaje, que es el primero, haré únicamente ensayos, preparando el ambiente; durante el segundo viaje haré el ataque en plena regla a mi capitán Klinger; al tercero, despacharé a la Marconi los resultados y pediré mi traslado a un paquebote. Por lo pronto, las relaciones «sociales» entre el suscrito y todo el estado mayor inclusive el comandante se desarrollan a la maravilla y dentro de gran respeto recíproco. Trato de dejar comprender lo menos posible a Klinger, cuál es el encargo que me ha confiado la Marconi, a fin de poderlo coger de sorpresa; disimulo no tener interés en trabajar con el
RG; evito hablar del instrumento. Por su parte, Klinger está poniéndome a prueba como para ver si me encuentra algún punto flaco por donde poder atacarme cuando sea el caso, o siquiera quitarme el aire de tranquilidad y seguridad que mantengo en su presencia. Ya durante un par de ocasiones ha venido a solicitarme servicios difíciles de lograr con la estación de radio; la primera vez, hallándonos en el Mediterráneo, a la altura de Cartagena, me entregó un mensaje con destino a Filadelfia, pidiéndome que en vez de pasarlo a la vecina radio costanera de Cabo Palos EAP, a Gibraltar BYW, o a Lisboa CTV para que lo retransmitieran por cable a destino, lo despachara directamente a una estación norteamericana. Convencido de haberme pedido una cosa imposible, terminó riendo y esperando que yo me confundiera al no poder darle gusto. Pero, cuando le contesté que sus órdenes serían cumplidas, se puso serio, sin poder esconder su estupor. –¿De veras, usted cree posible comunicar desde aquí directamente con la costa americana? ¿Cómo lo hace? –. Y yo, de vuelta, con una ingenua sonrisa: –Comandante, tenga usted en cuenta que soy un viejo profesional, y además vengo del Giuseppe Verdi en donde, gracias a la cantidad de tráfico radio, aprendí muchas cosas, entre otras, el secreto para comunicar en cualquier momento con las antípodas. Déjeme usted tiempo hasta medianoche, en esa hora, seguramente lograré bombear su mensaje directamente al otro continente, evitando retransmisiones y pago de tarifas cablegráficas entre Europa y América–. Al efecto, yo tenía confianza en la estación del Lampo, cuyo equipo era tan moderno y casi tan poderoso como el del Verdi. Había dos transmisores, el de chispa rotativa, de 1.5 Kw., del cual yo conseguía más de 3 Kw. de potencia habiéndole aumentado al triple el voltaje de alta tensión mediante la conexión en serie, de las diferentes secciones del condensador principal, en lugar que en paralelo, aunque a riesgo de quemar el transformador. Mediante tal disposición, no había estación dentro de las quinientas millas a la redonda que no contestara mi llamada, durante el día y se multiplicaba el alcance durante las horas nocturnas, siendo la onda de 500 o de 1.000 kilociclos. Por supuesto, este alcance no era suficiente para desde el Mediterráneo alcanzar la costa de USA. El otro transmisor, último modelo, de 1.5 Kw, 140 kc/seg., ondas continuas mediante válvulas electrónicas, era el adecuado para largas distancias. LOBO DE MAR - Capítulo 43 Viaje No. 22
401
En último caso, de no lograr el contacto con WCC de la costa americana –sin contárselo a mi capitán Klinger–, buscaría la cooperación de cualquier barco situado en la mitad del Atlántico, transmitiéndole el mensaje rogándole hacerme el relevo con WCC; este servicio de retransmisiones entre barcos solía ser gratuito y sagrado, aún entre barcos de diferente nacionalidad. Después de la comida, hacia las 8 de la noche, me encerré en la estación, principié a llamar a WCC, al mismo tiempo que escuchaba para saber si en la zona cerca de las Azores había algún barco conocido que estuviere en contacto con Norteamérica y con el cual pudiere yo comunicar para confiarle el encargo. Llama que llama, hacia las diez de la noche principiaba yo a dudar y temer que Klinger me la ganaría, cuando de repente oigo en los auriculares una débil señal, con nota de soprano y temblorosa, diciendo: «ILL de VCE listos para su mensaje». ILL son mis letras de llamada, mejor dicho del Lampo, VCE es el nominativo de la famosa estación costanera del cabo Race en la punta sur de Terranova. No es precisamente lo que yo buscaba, pero sin embargo es una estación perteneciente al continente americano. Le transmití sin demora el telegrama, y antes de ir a acostarme, dejé sobre el puente de comando, para cuando el capi se despertara, una notica así: –Buenos días, comandante. Cumplidas sus órdenes–. Al día siguiente, el capitán Klinger se congratula públicamente conmigo expresando su orgulloso asombro al saber que el equipo de radio de su barco tiene tanta potencia como para comunicarse directamente con la América, desde el Mediterráneo; posibilidad que nadie había sido capaz antes de demostrarle. –Es que–, le interrumpo yo para prepararme el terreno hacia el RG –los aparatos Marconi son muy buenos, capitán–, ¿Entendería la antífona? La segunda ocasión ocurrió durante una conversación en el comedor, sobre unas chispas que dizque se veían en la punta del mástil, cerca del tope de la antena, cuando el transmisor estaba funcionando; hecho del cual yo no había hasta entonces tenido conocimiento. Yo había observado que el amperímetro de antena demostraba que esta no cargaba bien durante la transmisión; estudiaba cuál sería la causa, pero todavía no había dado en el clavo. Ahora comprendí que si había chispas en el mástil desde que para obtener mayor potencia había aumentado el voltaje en el transformador, ello indicaba que existía una pérdida por deficiencia de los aisladores de
402
la antena; que me convenía repararla, porque eliminándola aumentaría la carga de la antena o sea el rendimiento o alcance del transmisor. Manifesté mi deseo de amainar todo el aparejo de la antena para llevar a cabo una inspección, pero Klinger contestó que mi antecesor ya había hecho durante los viajes anteriores aquel trabajo que resultó inútil pues la chispa continuó en la punta del mástil, igual que antes. Que como quiera que ese trabajo de amainar la antena sin romper aisladores y sin torcer hilos significaba una jornada de buen tiempo, perdida para los numerosos tripulantes que a ello habría que dedicar desde proa a popa, me pedía desistir de la idea. –Sin embargo–, concluí yo en tono respetuoso pero resuelto –si mañana no hay viento, bajaré la antena–. Klinger me replicó: –no podrá hacerlo porque tengo la gente ocupada en otros trabajos y no podré prestársela–. A lo cual, le digo: –mire, capitán, en cuanto concierne al equipo e instalación de radio, la responsabilidad es mía, y a mí exclusivamente incumbe decidir si hago o no determinada cosa. Mañana bajaré la antena, con su gente, o en último caso sin ella, y cuente usted con que por la noche no habrá más chispas sobre la punta del trinquete–. Así que al otro día madrugo, verifico en el barómetro que tendremos buen tiempo; mirando al cielo y el horizonte el contramaestre me confirma que no habrá viento fuerte durante la jornada. Me dedico a bajar la antena, sin esperar auxilio de nadie, para demostrarle a Klinger que soy bastante marino como para saber manejar winches (malacates) y maniobrar cables sin necesidad de su tripulación. A fin y al cabo, lo más fatigoso será correr continuamente de proa a popa por la pasarela, y encima de la caseta del puente, donde está la brújula de control, y la caída de la antena; la bajada es fácil porque el aparejo desciende por su propio peso, solamente hay que frenarlo. Lo difícil será la subida. Cuando Klinger se levanta, ve la antena amainada sobre la cubierta y me encuentra todo sudoroso empeñado en la obra. Observo que los aisladores de caucho, cada uno de tres metros de largo, están podridos, esta es la causa del chisporroteo, que mi predecesor no pudo eliminar probablemente porque no disponía de repuestos, ni tuvo la previsión de pedirlos a la Marconi para que los suministraran durante la próxima estadía en el puerto. Ahora necesito reemplazar esos aisladores, o pierdo la promesa hecha a Klinger con relación a la chispa; si le digo que no tengo repuestos será una buena excusa, pero no gano mi apuesta.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Me pongo a buscar entre los materiales viejos en el depósito, descubro dos aisladores en perfecto estado. Pero, me hacen falta otros dos. ¡Caramba! Los de la antena del RG que todavía tengo que desempacar, puedo utilizarlos para la antena del transmisor; en cambio, en la antena del RG puedo poner los aisladores podridos, puesto que allí no hay problema de alto voltaje. Terminada la reparación, por la tarde, es el momento de volver a izar el aparejo que con sus astas de varios metros de ancho, aisladores, tirantes, resulta pesadísimo, amén de los hilos de un centenar de metros de largo, que deben ser elevados horizontalmente, sin que se enreden o formen nudos según la tendencia del cobre fosforoso de que están hechos. Pido al contramaestre el favor de prestarme su gente durante un cuarto de hora; para ganármelo, le hablé en pura jerga marina genovesa; entonces, con gusto accede, rápidamente la antena es izada a su lugar. Como quiera que las chispas se ven mejor durante la oscuridad nocturna, espero a que anochezca, luego invito al comandante a constatar que ya no ocurren chispas al transmitir. Klinger comprende que nuevamente se la gané, nada dice, se limita a comentar: – muy bien–. Le he demostrado que tengo iniciativa, conocimientos técnicos y de marinería, carácter, y que si él quiere ser fiera, no soy animal que se deje comer. Ahora es el momento de principiar el ataque con el RG. Dejo pasar un par de días, aprovechando el buen tiempo, mientras navegamos entre Gibraltar y las Azores, una mañana hago que Klinger me encuentre sobre la caseta de la normal, enredado entre alambres, tirantes y aisladores. Le doy el buenos días, observa, se acerca sonriente y pregunta: –¿Nuevamente la antena?–. Con igual sonrisa y sin darle importancia contesto: –No, comandante, estoy preparando la instalación del radiogoniómetro–. Con aire enojado, me replica: –Dios mío, no haga eso, no más alambres entre estos mástiles; ya casi no quedan rizas libres para izar banderas y pavesas. Además, ¿para qué el radiogoniómetro? Puede usted botar al mar ese aparato pues yo no creo que sirva–. En tono de chanza, fingiendo no estar preocupado por su negativa, le respondo: –no sea tan escéptico, comandante. Usted tampoco creía que se pudiera desde el Mediterráneo comunicar el Lampo con América, o que se pudiera quitar la chispa del trinquete sin tener los adecuados aisladores. Déjeme hacer y verá que ambos acabamos enamorados del radiogoniómetro, cuya gran utilidad hacía felices al
comandante Manganaro, el capitán Canepa y demás capitanes componentes del estado mayor del Giuseppe Verdi; ¡fue con el radiogoniómetro que localizaron rápidamente al Montello y salvaron a los náufragos!– Hace una mueca de disgusto, y se va sin hablar más. Continúo en mi trabajo instalando garruchas y templando vientos para dejar la antena del RG instalada en forma definitiva. Esta antena, tipo Bellini–Tosi, es piramidal, o sea, un triángulo equilátero vertical, de unos quince metros cada lado, templado desde babor a estribor sobre el puente de comando, y otro triángulo igual en dirección proa–popa; los dos, formando la pirámide. Por la noche mientras hago compañía sobre el puente al segundo oficial Vaccarezza durante su turno de guardia, me comenta: –evidentemente usted ha logrado ya ganarle terreno a Klinger, pues ninguno de sus predecesores habría podido instalar ese alambraje sobre el puente sin que el comandante se enfureciera y ordenara tumbar todo–. Conectada la antena RG al aparato, principio a ensayarlo y a «compensarlo», es decir, hacer las correcciones de orientación a fin de que el triángulo proa–popa corresponda exactamente al eje longitudinal de la nave, y el otro triángulo esté correctamente a 180º en relación con el primero. Mientras tanto, oigo que el IUV, es decir, el Giuseppe Verdi que tuvo que haber salido de Génova una semana después de nosotros, se nos está acercando rápidamente, pues lo comprendo por la intensidad de sus señales como están aumentando diariamente. Noto que el ritmo de la transmisión del operador del IUV no corresponde al de Franchi; llamo al IUV con el pretexto de intercambiarnos la posición de la nave, lo cual es información reglamentaria, y después le pregunto: –¿quién es usted, colega?–, recibiendo una contestación biliosa: –no haga usted comunicaciones privadas, irreglamentarias–. Me pregunto quién será este pretencioso quien, entre otras cosas, maneja muy mal su manipulador Morse; al poco tiempo lo reconozco: es el inspector Devoto, un viejo genovés; un can que no muerde, pero que no desea ser molestado. Quisiera saber quién es su segundo, que ha tomado mi puesto en el IUV, pero tengo que guardarme la curiosidad, por temor de recibir otro regaño. Entonces, resuelvo hacerle morder el polvo al mismo inspector; al próximo turno cuando por su deficiente ritmo telegráfico al oírlo identifico que está nuevamente trabajando, le llamo anunciándole que tengo un mensaje para su estaLOBO DE MAR - Capítulo 43 Viaje No. 22
403
ción. Esto es reglamentario, tiene que contestarme. Me da el «listo», le transmito un telegrama privado dirigido a Scotto y demás oficiales del Verdi: –recordándoles, saludos, amigo, Amore–. Devoto ha entendido, acusa recibo, no hace comentarios. Más tarde, queda él mismo en situación de tener que llamarme para transmitirme un mensaje de contestación de Scotto y compañeros; y, como para cancelar la mala impresión del incidente anterior, al final añade, en forma irreglamentaria, que la nave inspectora bien puede emplearse porque donde manda capitán…: –aquí Devoto, feliz viaje–. Le contesto dando las gracias y nos despedimos. El chiste del telegrama me costará diez liras por concepto de las tarifas, pero me saqué el clavo… Pasadas las islas Azores, tengo que suspender mis experimentos con el RG para dedicarme a informaciones meteorológicas. El barómetro está dando saltos y bajando exageradamente, haciéndonos pronosticar un próximo baile. Estamos a fines de Agosto, en plena estación de huracanes del Gulf Stream. La estación NAA de Washington informa que hay una fuerte depresión entre Tampa de Florida y Guantánamo de Cuba; ya se sabe, esa es la cueva desde donde Eolo y sus diablos suelen soplar hacia el norte. Ahora lo importante será saber cuál será la ruta del ciclón, a fin de esquivarlo si es posible, o siquiera mantenernos fuera de su centro. Cuando nos encontramos con el Lampo al norte de las Bermudas, faltando tres días para llegar a Nueva York, el huracán se ha desatado desde Key West y principia su loca carrera. Los observatorios meteorológicos avisan por radio y yo alerta informo a Klinger: el centro del ciclón pasará esta noche por Jacksonville y Charleston, mañana temprano por el cabo Hatteras, de allí se internará hacia el Atlántico cruzando frente de Halifax por la noche; velocidad 90 millas por hora; tomen sus precauciones, etc. Doy estos datos a Klinger quien los recibe con sumo interés y se dispone a seguir al pie de la letra la recomendación de Washington acerca de la ruta, para evitarnos caer en el centro del huracán. Desde luego sentiremos las consecuencias del mismo, pero solamente pasaremos cerca de su cola. Reducimos la velocidad de nuestro andar, manteniendo apenas la suficiente para gobernar, y como quiera que el casco está vacío, se bombea agua de mar, rellenando algunos tanques, para quedar en situación de media carga, 18 pies de calado, así que la hélice no saldrá a la superficie durante las fuerte oleadas.
404
Poco a poco entramos en un mar de altísimas montañas, las olas principian a barrer sobre la pasarela y sobre el puente como si fuere una playa; me dedico a sacar fotografías (que conservo en el álbum). Es, como siempre, un espectáculo grandioso, excitante. Por la noche, la situación empeora, la furia del viento y de las olas que como aludes se precipitan sobre nuestra cáscara de nuez, se hace más violenta. Sin embargo, sabemos que no existe serio peligro para el Lampo, mientras logre mantener el gobierno con su timón. Me quedo pegado del radioreceptor, oigo noticias desconcertantes. El gran trasatlántico Arabio, de la Cunard, ex Berlín del Lloyd Alemán, a pesar de sus 32.000 toneladas, esta pidiendo S.O.S. Ha caído en el propio centro del ciclón, las olas han desbaratado su cubierta de primera clase, volviéndola un montón de hierros torcidos y escombros. Lleva ya varios muertos y un centenar de heridos entre pasajeros y tripulantes. ¿Y el IUV, mi querido Verdi, cómo se encuentra? El también, ha reducido su andar, se halla cerca de nosotros, capeando el «hurricane». Solamente lleva hasta ahora siete heridos, causados por el piano de cola que habiéndose desprendido de sus asientos se puso a correr de uno al otro lado del salón de primera clase, de paso machucando a los asustados pasajeros que encontró en su camino. Nosotros en el Lampo vamos mejor; apenas tenemos que reseñar la desaparición de un par de lanchas, sin víctimas humanas. ¿A qué se debió la catástrofe del Arabio? Nos informamos por los boletines de radio: este barco, recientemente adquirido por la Cunard, cumplía su viaje inaugural de la nueva línea inglesa y acababa de salir de Halifax con dos mil turistas de lujo, cuando el marconista informó a su capitán, del huracán que se aproximaba. Pero el capitán deseaba llegar a Nueva York con la puntualidad de un tren expreso, en vez de desviar el rumbo a fin de alejarse del ciclón, lo cual hubiera ocasionado un atraso de doce horas en su itinerario, creyó posible pasar por Sandyhook antes de que llegara el temporal, acelerando su andar, en vez de reducirlo. Y sucedió algo parecido al naufragio del Titanic. Debido quizás a un pequeño error de cálculo, o a que el huracán desvió ligeramente del rumbo preanunciado, el hecho es que el Arabio fue a dar en el pleno centro del ciclón y después tuvo gran dificultad para zafarse. Tanto el Arabio, como el Verdi, con sus puentes parcialmente desmantelados hicieron una penosa entrada en el puerto de Nueva York el
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
29 de agosto, siendo recibidos en el muelle por numerosas ambulancias, autoridades, público; las ediciones sucesivas de los periódicos reproducen terribles relatos de los pasajeros y fotografías del desastre. Al día siguiente, 30 de agosto, entramos con el Lampo en la bahía del Hudson. Antes de enrumbar hacia el paso de Killvankall para el muelle de Bayonne, vamos hacia la estatua de la Libertad para lo que se llama la «libre plática», o sea, la visita médica y aduanera, para obtener el permiso de seguir adelante. La barcaza de estos funcionarios viene, rápidamente hace el inventario y se va. El Lampo arrea la bandera amarilla de la cuarentena, y se dirige hacia Bayonne. En este momento oímos el pito de una lancha que a toda velocidad se nos acerca haciendo señas de que paremos la marcha. ¿Qué será? Tal vez, una contravisita de la aduana, algún falso denuncio. Klinger ordena bajar nuevamente la escalera real, en la suposición de que sea alguna inspección oficial. El bote arrima, aparece una mujer que se dispone a subir la escalera, que es altísima porque el barco está ahora descargado. –Esto nos faltaba– comento yo a Vaccarezza, –con estos americanos; que nos enviaran funcionarios femeninos para hacer inspección en los barcos–. Y disgustado con los americanos, me alejo de la cubierta con la intención de ir a mi camarote, no quiero asistir a la escena de las prepotentes mujeres gringas dando órdenes a los hombres. De pronto, oigo una voz femenina preguntando: –¿el señor Amore?–. Volteo la cara, veo que el marinero de la escalera me indica con el brazo; la persona que acaba de nombrarme es la mujer que subió desde la lancha. ¿Por qué me busca? Si cree que tengo contrabando, está muy equivocada. Pero no, esta joven mujer no lleva uniforme de funcionario y además, habló en italiano. Sorprendido me acerco, mientras que la tripulación observa con curiosidad, inclusive el capitán Klinger desde el puente. –A sus órdenes, señora–. Con aire alegre me embiste: –¿Usted no me reconoce?–. Digo –no… si… ¿usted es la señorita Vera que viajó en el Verdi en junio?– –Precisamente, señor Amore, y que viene a darle la bienvenida después de tanto huracán. ¿Cómo les fue?– –Bien, pero –principio a sentir que hay algo raro en esto; Klinger desde el puente está soplando y dando muestras de impaciencia–, usted ¿Cómo se vino hasta aquí… y cuando se va, porque el comandante quiere poner en marcha la máquina para seguir hacia el muelle. Si usted tiene algo importante que comu-
nicarme, espéreme allá cuando el barco arrime al muelle y baje el planchón–. –Muy amable, señor Amore–, me contesta con ironía –he venido con esa lancha y ahora ordenaré a la misma que se vaya, así que su comandante no pierda tiempo por causa mía. Pero yo me quedo. ¡Uff! No tiene usted idea de qué trabajo y cuantas vueltas he dado para localizarle. Mi hermano me escribió que por intermedio de usted, desde Bolonia me enviaría un paquete con un regalo y otras cosas importantes para mí. Fui ayer al dock de la Pennsylvania a esperarlo cuando llegó el Verdi. Le busqué a usted sin encontrarle, hasta que finalmente el nuevo marconista que lo reemplazó a usted me informó que llegaba hoy en el Lampo. Fui a la Standard para conseguir el permiso de subir a este barco; después de mucha antecámara lo obtuve. Desde esta mañana temprano estuve en movimiento, para averiguar a qué hora usted llegaba, contratar una lancha que viniera hasta aquí, que tampoco fue asunto fácil, a pesar de que estos americanos no se atreven decirle no a una mujer. Bien, aquí estoy al fin– . Y viendo mi cara atolondrada, continúa: –¿Me trajo el paquete de mi hermano? Oiga, señor, ¿A qué me tiene aquí de pies en la cubierta, con toda esta gente mirando y oyendo como si yo fuere una artista de circo? ¿No tiene usted un salón, un camarote adonde recibirme? –Si, desde luego… tenemos salón; pero yo no le tengo ningún paquete, ni he visto a su hermano, señorita Vera. Tampoco entiendo su afán de venir al Lampo casi en alta mar, una hora afuera de los muelles, enfrentando inútiles gastos y complicaciones, pues lo que usted acaba de hacer no está permitido en este barco que no es de pasajeros, y a mí me está prohibido recibir visitas a bordo. Tenga la bondad, siéntese en el salón mientras arrimamos al dock…–. Dicho esto, abandono la inoportuna visitante, subo al puente a decirle al capitán Klinger: –comandante me da mucha pena pero esa mujer es medio loca y yo no tengo la culpa–. Klinger me interrumpe: –¿usted no le telegrafió avisando la llegada?– Contesto: –de ninguna manera–. –Pues– continúa él, –a mí no me meten paquete chileno, o es una contrabandista que vino a llevarse mercancía que usted debía traerle, o es una novia suya. Mucho cuidado, porque nunca he tolerado que suban mujeres en este barco, y mucho menos en la forma atrevida que lo hizo esta, obligándome a parar la marcha fuera del puerto–. LOBO DE MAR - Capítulo 43 Viaje No. 22
405
–Así es capitán, ¿pero qué quiere usted que yo haga? ¿Que la bote al mar? Tanta culpa tengo yo en este caso, como usted, de haber parado el barco para hacerla subir… Ojalá que se nos vaya tan pronto entremos al dock…– Vuelvo a descender al salón, para ver en qué está la visitante. Con aire tranquilizador le digo: –ya vamos a llegar–. De sonriente que estaba, esboza un matiz de tristeza: –entonces, señor Amore, ¿mi venida no le interesa y solamente piensa usted en que yo me vaya? ¡Qué tan poco caballero! ¡Yo que me había hecho tantas ilusiones! Estoy aburrida aquí en Nueva York, ¿sabe? Quisiera que usted me hiciera compañía durante estos días mientras permanece el barco. ¿Ha visto usted la película parlante «The big parade»que dan en el Astor? ¿No? Entonces le invito a que me acompañe mañana al matinée. Nos encontramos a las dos de la tarde en el Central Park, esquina de la quinta avenida con la calle sesenta, ¿convenido?–. Quedo un instante pensativo; recordando que mañana estaré nuevamente en el océano, no puedo evitar de sonreír. –Por supuesto, amable señorita, mañana a las dos en la esquina del Central Park con el hotel Plaza–. No esperaba ella una aceptación tan pronta; creyendo ahora poder contar conmigo, se dispone a bajar. Ya el Lampo está arrimado al muelle y acaban de colocar el planchón. –Hasta mañana entonces–, me grita mientras desciende y saluda con el pañuelo. –Hasta mañana!– Se me acerca Vaccarezza y con aire malicioso comenta: –¡Felicitaciones por la aventura! Con que, ¡hasta en alta mar salen las pasajeras del Verdi a buscar a sus oficiales! ¡Qué suerte la de usted! Pero, ¿por qué hasta mañana, en lugar de esta noche, siendo que mañana ya no estaremos aquí? ¿Acaso usted piensa desertar?–. –Nada de eso. Si le digo que el Lampo sale mañana temprano, quién sabe qué otra propuesta me hace, y yo no quiero meterme en la grande, ni darle a Klinger la ocasión de regañarme o hacerme una mala nota a la Marconi. Por otra parte, apenas conozco esa muchacha; y aunque parece simpática, me dio la impresión de que está medio chiflada–. –O enamorada, continúa Vaccarezza; –¡al punto preciso para correr la aventura. Lástima!– –Ya ve usted…; se necesita más fuerza para perder la ocasión, que para aprovecharla. Pero la tranquilidad de mi conciencia vale más que un juego, que al fin y al cabo siempre me proporcionaría do-
406
lores de cabeza. A veces, hay que saber hacerse el idiota, el ingenuo, el falto de hombría, el ridículo, para rechazar la tentación; esto lo aprendí en el Giuseppe Verdi donde, entre miles de pasajeros, las Evas abundan a diario en cada viaje. Es preciso saber ser más fuerte que Adán; recordar que no tenemos derecho de sacrificar el amor de mamá, de la familia, y perder todo en un momento de locura. Piense usted cuánta fuerza de voluntad deben poseer los sacerdotes, y las monjas, para toda la vida, mientras que para nosotros es solamente cuestión de un momento. Pour naviguer, il faut oublier –para navegar hay que olvidar–. ¿A qué hora salimos esta noche?–. –Tan pronto termine el bombeo de la gasolina a razón de 1.200 toneladas por hora, de manera que más o menos a las diez de la noche los tanques estarán llenos. Pero esperaremos alguna hora más mientras llegan las provisiones de víveres frescos y de agua dulce, de manera que hacia las dos de la madrugada zarparemos para Europa. ¡Vida dura la nuestra! A propósito: la mayoría de la carga es para Argelia, de manera que allá le invito a ver danzarinas árabes, si nos quedara el tiempo. Ahora voy a cerciorarme de que el shipchandler (proveedor) nos despache a tiempo el agua, la verdura y la carne fresca. ¿Usted qué piensa hacer hoy?–. –Quiero visitar la planta de la Standard de Beyonne, cuyos tanques de destilación y aparatos catalizadores se ven inmensos desde aquí. A las cinco de la tarde estaré de regreso para la comida–. Me bajo al muelle, me interno entre la selva de torres y de tanques, cuya cantidad cubre el horizonte. Un ingeniero americano, muy gentilmente me acompaña largo trecho explicándome el funcionamiento de la maquinaria y el proceso mediante el cual desde el petróleo bruto se extraen la gasolina y numerosos derivados. Todo muy interesante. A las tres de la madrugada, silenciosamente, el Lampo suelta las amarras y dirige nuevamente su proa hacia el oriente. Durante la travesía, hallamos buen tiempo, pero en cambio se presentan problemas en la máquina, que ocupan la mayoría del personal; en la mitad del océano nos demoramos dos días habiendo parado la marcha debido a un daño en una caldera del tipo Babcock, de tubos de agua, precisamente en varios tubos se ha presentado escape del líquido. Para componerlos, soldar las grietas, los ingenieros tienen que esperar casi un día para que el interior de la caldera
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
se enfríe, a fin de poder penetrar en ella a trabajar dentro de esa atmósfera infernal. Debido a las varias maniobras que tal contingencia ocasiona, me veo obligado a posponer de un día para el otro los ensayos del RG, hasta que el 20 de septiembre fondeamos en la bahía de Mers–El–Kebir, del puerto de Orán; permaneceremos aquí apenas cuatro o cinco horas. En casi todos los puertos del mundo, los muelles para los barcos petroleros se hallan lejos de la ciudad, por razones de precaución contra incendios. Esta es otra calamidad para nosotros, pues además de disponer solamente de pocas horas en el puerto, se nos va la mayoría del tiempo disponible, en el mero recorrido desde el buque al centro de la ciudad y regreso, amén de que el transporte suele ser costoso, y no siempre se consigue sin larga espera. En resumen, apenas me quedan un par de horas para visitar las calles de Orán, sentarme un instante en un café, cambiar monedas americanas por francos franceses, adquirir artículos de toilette y otras bobaditas de uso personal. En la madrugada vuelve a levantar anclas el Lampo, el 22 entramos en Argel, el magnífico puerto francés de la costa norte–africana. Aquí pernoctaremos, los tripulantes aprovechamos la ocasión para irnos a la Kasbah, el barrio de las diversiones, a ver las famosas bailarinas del desierto. El 23 salimos nuevamente, hacia La Goletta, que es el puerto de Túnez, donde entramos el día 25. En La Goletta hay un pequeño ferrocarril para llevar a Túnez; algo parecido al antiguo tren de Puerto Colombia a Barranquilla.
Túnez es la ciudad de los jazmines; por todas partes se aspira ese perfume y se ven grandes cantidades de esa flor. Igual que en Argel y Orán, todo lo que veo es interesante, la mezcla de costumbres franco–europeas, con las afro–árabes está bastante armonizada, a pesar de que cada cual habla su propio idioma y viste, o no viste, de acuerdo con las costumbres de su propia raza o tribu. Observo que abundan los italianos, y forman quizás la mitad de la población europea. El 26 entramos en Bizerta, la base militar francesa situada frente a Sicilia. Como siempre, me apresuro a descender a tierra a pasear calles, visitar cafés y almacenes, aprovechando el breve horario disponible. Bizerta se parece a un pequeño Toulón; los edificios modernos, jardines, todo muy limpio, graciosamente elegante. Con pocos francos adquiero varias docenas de flacones (frasquitos) de sabrosos licores y perfumes finísimos, que me propongo revender en América. Las botellas de licor, son de forma achatada, adecuada para llevar en los bolsillos posteriores del pantalón, como se acostumbra ahora en los Estados Unidos de América por los bebedores de alcohol que no cumplen con la ley del prohibicionismo del trago. Cada flacón me sale costando diez centavos de dólar, y podré venderlos en un par de dólares cada uno. Por la noche, salimos nuevamente, rumbo a Norte América. Vamos completamente descargados, pues en cada puerto hemos vaciado de nuestros tanques más de un millar de toneladas de gasolina y aceite, para rellenar los depósitos de la respectiva ciudad. Esta es la rutina que les toca a los barcos petroleros, como el nuestro.
LOBO DE MAR - Capítulo 43 Viaje No. 22
407
CAPÍTULO 44
VIAJE NO. 23 S/S LAMPO
DE BIZERTA A NUEVA ORLEANS Y REGRESO A SAVONA. Salida: 26 septiembre de 1.924 Regreso: 3 diciembre de 1.924 Comando: igual que el viaje anterior
D
e acuerdo con cuanto he proyectado desde que embarqué sobre el Lampo, durante este viaje tendré que desarrollar los experimentos con el radiogoniómetro para obtener una conclusión favorable y aceptable por parte del comandante Klinger respecto del funcionamiento y utilidad de este aparato a bordo. Ya durante el regreso del viaje anterior he tenido oportunidad de hacer varios ensayos, aunque solamente por mi propia cuenta; ahora se trata de hacerlos en forma oficial, con el capitán y unos oficiales como testigos. Ya he logrado comprobar un hecho anteriormente observado sobre el Giuseppe Verdi: las observaciones o sea las posiciones obtenidas con el RG pueden resultar perfectas, o equivocadas, según el tipo de costa cercana y según la situación del barco con respecto a la misma. Pues sucede que algunas costas, por ejemplo la africana entre Argel y Casablanca de Marruecos, por ser zonas ricas en minerales, desvían la dirección de las ondas electromagnéticas, ocasionando errores que no son propiamente del aparato, sino que la dirección de procedencia de las mencionadas ondas ha sufrido desviación durante el trayecto, con relación a la estación desde
408
donde fueron emitidas. En estos casos, si la línea entre el barco y la estación terrestre que se observa corre paralelamente a la costa, la observación resulta errada; en cambio, suele ser aceptable si dicha línea es perpendicular a la costa. En la página de radio de la revista Cromos de Bogotá, año 1937, describí más ampliamente este fenómeno, diciendo: «… Un fenómeno curioso y desconcertante, que se observó durante los experimentos iniciales con el radiogoniómetro en los barcos, fue el siguiente: Si la radio–estación observada y mediante la cual se trataba de determinar la posición de la nave, estaba situada en costa abierta, sin montañas en sus alrededores, la posición de la nave resultaba exacta al 100%; pero si había de por medio alguna cadena montañosa los resultados presentaban errores de proporciones variables en cada caso. Así mismo era posible durante las horas diurnas determinar posiciones a distancia de 100 o más millas de la estación terrestre (la frecuencia en uso era de 270 kilociclos), pero tan pronto bajaba el sol y entraba la oscuridad nocturna, resultaba errada cualquier posición. Las repetidas observaciones permitieron posteriormente
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
aclarar el enigma. Las cadenas montañosas, principalmente si son de formación mineral, desvían o reflejan las ondas electromagnéticas que llegando entonces a la antena del RG desde una dirección diferente de aquella por donde habían sido difundidas, hacen resultar errada la observación y engañan al operador. De la misma manera, el fenómeno nocturno de la reflexión estratosférica hace que las ondas no lleguen al receptor por vía directa, sino con un ángulo de reflexión que hace registrar en el aparato una posición equivocada. El error no está propiamente en el radiogoniómetro, sino en la desviación que en tales casos han sufrido las ondas electromagnéticas en el trayecto que media entre el transmisor y el receptor RG. En la actualidad, estudiadas y conocidas detalladamente esas dificultades, ellas son tenidas en cuenta por los operarios que ya no observan sino estaciones cuya situación y posición geográfica, amén de otros detalles (tabla de correcciones Givry) asegura la exactitud de la observación. Será sin embargo interesante recordar que gracias a la constatación de la influencia nociva de las cadenas montañosas, se inventó más tarde el sistema de la radiogoniometría aplicada a la búsqueda de minas y sondeo de zonas petrolíferas, puesto que si los yacimientos minerales tienen la propiedad de desviar las ondas electromagnéticas, será posible, conociendo de antemano la posición del transmisor y la del receptor, observando si ocurre desviación en el trayecto entre los dos aparatos, comprender que en la vecindad existen minerales u otras materias similares. En éste, como en muchos otros campos de la ciencia, el hombre superó las dificultades, y dispuso de ellas, en otras aplicaciones, para su provecho y progreso. Así por ejemplo: hacia el año de 1946 se decía por los técnicos de radio en Colombia, que las ondas ultracortas (VHF) eran prácticamente inservibles en este país debido al enorme obstáculo de las montañas andinas; entonces yo lancé la teoría opuesta, pregonando que las elevadas cumbres montañosas – dadme un punto de apoyo y os levantaré el mundo según dijo Arquímedes– eran de suma utilidad para lograr comunicación a gran distancia. Lo demostré mediante la instalación del primer transmisor de VHF en la cumbre de Monserrate, año 1947, emisora Nueva Granada de Bogotá; y posteriormente la red telefónica de Telecom, así como la cadena de relays de la televisora pusieron de moda utilizar las montañas, que en un primer momento se había creído fueren barreras infranqueables…».
Mientras vamos en ruta desde Bizerta hacia el estrecho de Gibraltar, descarto las observaciones mediante estaciones de radio situadas en la costa africana; en cambio, aprovecho las estaciones costaneras del flanco derecho o sea de la costa ibérica: EAP del cabo Palas sale con precisión matemática, a distancia de un centenar de millas. Dentro del Estrecho, salen buenas las observaciones de CNW Tanger, por un lado y EAC Cadiz por el otro; en cambio, las lecturas de CTV Lisboa y Casablanca CNP solamente resultan aceptables –con error de uno a dos grados–, una vez que ya estemos un centenar de millas afuera del cabo San Vicente y del estrecho de Gibraltar. Vaccarezza comprende y acepta fácilmente las limitaciones del sistema, o sea, que nada es perfecto en este mundo, no se puede pretender que un automóvil, por bueno que sea, corra a gran velocidad en una calle llena de hoyos, verbi gratia, que las observaciones tomadas sobre estaciones situadas en puntos inconvenientes resulten buenas. Pero, Klinger tuerce las narices, insistiendo en su opinión de que el RG no sirve. Yo no pierdo mi seguridad al respecto; le explico: es lo mismo que cuando ustedes observan la altura del sol con el sextante. ¿Por qué hacen ustedes esta observación preferentemente a las doce del día? Porque el sol se halla entonces al cénit, en la posición más favorable para verlo en los lentes del aparato, sin errores por difracción. En cambio, si tienen que observar el sol en horas de la tarde o al ocaso, ya saben ustedes que sufrirán errores de varios grados debido a que los vapores de la atmósfera, por refracción, distorsionan la figura del disco o aumentan su tamaño. Así mismo, ¿acaso ustedes consideran buenas las observaciones de los planetas? No, porque los planetas aunque aparentemente fijos en el cielo, están en realidad moviéndose, desplazándose rápidamente en la bóveda celeste. Por ello es que ustedes –con su sextante, cuya competencia del RG temen–, solamente consideran aceptables las alturas tomadas sobre las estrellas consideradas fijas tales como la Polar, Aldebaran, Altair, Denebola, Vega, etc. Si alguien les pidiera a ustedes determinar la posición de la nave observando la altura de Marte, Venus o Júpiter, a pesar de que aparecen bien brillantes y visibles, ustedes contestarían indignados, por ser aquellos planetas, y no estrellas fijas. Pues bien: lo mismo ocurre con el radiogoniómetro: hay estrellas buenas, y otras que son malas, es decir, estaciones buenas, o malas, y nosotros tenemos que limitarnos a utilizar únicamente las buenas… LOBO DE MAR - Capítulo 44 Viaje No. 23
409
En sus cálculos de las alturas de los astros, ustedes tienen que guiarse por las efemérides; nosotros, en RG, por el tipo de costa y por el probable ángulo entre la nave y la estación observada. Las mejores lecturas se obtienen cuando dicho ángulo es entre 45 y los 135 grados; al contrario, si la estación que se observa está exactamente de proa, o de popa, o sea a 180 o 360 grados, un pequeño error resulta un gran desplazamiento que aumenta en proporción a la distancia. En la costa de Nueva York, estos inconvenientes han sido ya eliminados en buena parte, mediante la instalación de muchos transmisores especiales para el servicio de goniometría, denominados radiofaros, cuyas antenas están bien diseñadas para servir determinadas rutas y situadas en puntos o terrenos libres de cerros u otros objetos reflectores o desviadores en su vecindad. El día en que en todas las costas se disponga de radiofaros, ya no tendremos que luchar con las limitaciones y errores por desviación del campo electromagnético. Además, estimado comandante, para que las lecturas tomadas con el RG resulten con el mínimo de errores, yo necesito buena cooperación de parte de ustedes. De nada vale que yo me desbreve para observar una estación adecuada, si al mismo tiempo el timonel no está manteniendo el barco marchando sobre una recta, o si en ese instante me lee equivocadamente el número de la brújula. Yo no puedo atender simultáneamente el aparato RG y a la brújula; es suficiente que el timonel me lea en la brújula 327 grados, cuando en realidad está marcando 329, para que resulten en mi trabajo dos grados de error. Es como si ustedes al tomar la altura de un astro registraran el «stop» sobre un cronómetro mal regulado, o leyeran mal los segundos del cronómetro en ese instante. Por cada segundo de error en el reloj, resultaría una milla de error en su cálculo trigonométrico de la posición de la nave. Entre otras cosas, si queremos precisión, es también necesario que la lectura sobre la brújula del timonel sea de vez en cuando comparada con la lectura de la brújula «normal», teniendo en cuenta la zona donde se halle el barco en determinado momento, para aportar las correcciones y compensación de las desviaciones magnéticas con relación al norte geográfico y el norte polar. De no tener en cuenta todos estos factores –sin la colaboración de ustedes–, la mayoría de los errores del RG no son imputables al aparato, sino a ustedes mismos, por no estar bien
410
compensada la brújula del timonel, o porque él leyó mal los grados de la brújula, o porque el barco estaba haciendo S (eses) mientras tomábamos las observaciones del RG, porque quisieron utilizar el RG mediante una estación inadecuada, etc. No le gustó a Klinger mi larga perorata pues por una parte le dejé comprender que algún arte de su profesión no era secreto para mí, y por otra parte implicaba crítica a los métodos descuidados con que él trazaba sobre el mapa las observaciones a medida de que yo las iba tomando con el RG. Pero, la pelea es peleando, y yo necesitaba principiar a romper el hielo, dejándole comprender a mi capitán que el asunto no era en chiste sino que yo me proponía batallar con seriedad y empeño en mi deber. Dio sin embargo la circunstancia de que mientras hacíamos esos experimentos y discusiones, el Lampo se fue alejando de las costas occidentales europeas y africanas, no siendo ya posible operar con el RG; teniendo para ello que esperar hasta la llegada cerca del continente americano. Mientras tanto, para hacer algo durante la travesía en el océano, me he puesto a armar un receptor superheterodino del ya conocido tipo Lacault, de varias válvulas, cuyo kit compré últimamente en Nueva York, completo de amplificador de audio y altoparlante. Terminado el montaje, desde la mitad del océano recibimos maravillosamente y con gran volumen alguna estación europea, y las americanas WGY Schenectady, WEAP New York, WDPG Atlanctic City, WENR, VGN, WLS de Chigado, WSM Nashville, WIP Filadelfia, WLW Cincinnati, WBT Charlotte, etc. Para los tripulantes del Lampo, y para el propio capitán Klinger, esta es la primera vez que oyen música en alta mar, reproducida en altavoz, y tanto les gusta, que Klinger me solicita día y noche dejar el aparato cantando serenatas sobre el puente… El efecto es altamente sugestivo, sobre todo en las noches de calma de viento y de luna plena, mientras el barco se desliza suavemente sobre las olas en el espacio infinito, acompañado a veces de una manada de delfines que nos siguen saltando, al tiempo que desde la boca del parlante anuncian: aquí estación de Nueva York, hotel Saratoga, el número siguiente es el novísimo tango argentino «Una noche a media luz». Evidentemente, hay algo de magia en todo esto, y yo resulto ser el brujo, aún para el escéptico comandante Klinger. Navegando por el paralelo 35 nos acercamos a la costa americana; nuevamente principio a operar el RG tomando observaciones aún a trescientas
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
millas de distancia, con un solo grado de error, lo cual constituye un récord de precisión. Se considera buena la observación que a sesenta millas tenga un grado de error, una milla de error respecto de la posición calculada. Nuestra ruta pasa ahora entre el mar de las sargazos; luego, entre las islas Bahamas; tuerce al sur para cruzar entre la punta meridional de la península Florida, Key West, y las islas Dry Tortugas situadas al norte de La Habana. En esta zona tomo alguna lectura de estaciones cercanas, con buenos resultados. Nos dirigimos ahora hacia el estuario de Mississippi, para alcanzar Nueva Orleans, y remontando el río, llegar hasta Baton Rouge, meta de nuestro viaje, donde hay una gran planta destiladora de la Standard, parecida a la de Bayonne. La barra del Mississippi se encuentra entre una costa baja; el agua color amarillo–verdoso por el barro del río y porque tiene poco fondo, se extiende hasta un centenar de millas afuera de la embocadura. En los días brumosos, que son frecuentes, resulta difícil localizar la entrada del río; los barcos tiene que proceder con mucho cuidado para evitar vararse. Casualmente nuestra llegada a esta zona coincidió con una época de neblina. Desde muy temprano el Lampo está cruzando a mediana velocidad en uno y otro sentido buscando la boca principal del Mississippi, sin lograr verla. Sondeos, marcha atrás, adelante, cambio de rumbo, nada. Desde anoche el cielo está tapado, no fue posible rectificar nuestra posición mediante el sextante y la trigonometría, porque los astros no se dejaron ver; y ahora el sol, tampoco. Klinger no cree en la utilidad del RG, pero este es el momento de jugarse el todo por el todo, demostrar que el aparato sirve. Le pregunto al capitán si está dispuesto a mantenerme el barco unos cuantos minutos marchando en línea recta sin desviar, para permitirme hacer observaciones con el RG. Obligado por la necesidad, accede. En esta costa no hay todavía, como en el cabo May estaciones RG de tierra; solamente puedo utilizar unas radiotelegráficas costaneras cuya distancia y ubicación no son ideales, pero tampoco son malas. Port Arthur a unas 250 millas por la izquierda, sobre el cuarto cuadrante; Pensacola a unas 135 millas por la derecha, sobre el primer cuadrante, y South Pass sobre la boca del río, a unas pocas millas por la proa. Con las dos primeras estaciones establezco la posición aproximada de la nave, y con la tercera obtengo
la recta de control sobre el punto de unión de las dos rectas anteriores. Tomadas las tres lecturas, se obtiene un punto que se estima con la precisión de medio grado; mediante esta lectura y el dato de la sonda, Klinger deduce cuál es la ruta por seguir, logrando a la hora siguiente avistar el lightship o buquefaro que en combinación con las boyas señala el canal de entrada al Mississippi. No ha quedado pues duda alguna acerca de la utilidad del RG. Remontamos el río y pasamos por Nueva Orleans sin parar en este puerto. Después de 36 horas de navegación río arriba, llegamos a Baton Rouge, capital política de Louisiana y gran centro petrolero. Esta ciudad es menos interesante de cuanto suponía, las habitaciones de madera, con decorados en yeso, parecen postizas, destinadas a perdurar pocos meses. Los habitantes de la región, con alto porcentaje de negros, también parecen transeúntes, como si no fueren de aquí. Hago buen negocio vendiendo de contrabando los flaconcitos de bolsillo, de licor, adquiridos en Bizerta, y esto, a pesar de que no soy yo el único quien se ha metido en esta especulación: prácticamente cada tripulante, y mis colegas oficiales, traen para vender desde veinte hasta cien botellitas. Como siempre, no hay marinero que no sea contrabandista, por deporte, o por el afán de lucro. Quedamos en Baton Rouge desde el 21 hasta el 24 de octubre, habiéndose demorado aquí dos días más de lo previsto, para dar tiempo a los ingenieros de reparar una avería de importancia en las calderas. Pero resultó que durante este trabajo en lugar de achicarse el daño, se fue agrandando, fue preciso entrar al astillero de Nueva Orleans. Bajamos pues el río con la máquina inutilizada, guiados por dos remolcadores, uno de proa y otro en la popa que nos arrastran, estando ya el Lampo con plena carga, hasta el muelle de reparaciones en Nueva Orleans, en donde permanecemos varios días. Aprovecho la ocasión para conocer esta ciudad, dar ejercicio a las piernas ya casi entumecidas por tanta estadía a bordo. Nueva Orleans, capital comercial de Louisiana, es ciudad importante, centro exportador de algodón, azúcar, maderas, tabaco, etc. Todavía tiene varios barrios y calles cuya nomenclatura francesa, como en Montreal y Quebec del Canadá, recuerda quienes fueron sus primeros colonizadores. Ver Nueva Orleans e imaginarse de estar viviendo en el ambiente descrito en «La cabaña del Tío LOBO DE MAR - Capítulo 44 Viaje No. 23
411
Tom» el clásico libro de Harriet Beecher–Stowe, es un hecho natural. Yo, que llevo el libro conmigo, voy buscando el barrio de los negros, para ver algo que tenga relación con las descripciones del libro, pero nada corresponde, ya han pasado muchos años, y el progreso ha barrido las viejas costumbres. También busco recuerdos de Stanley, el famoso explorador africano quien aquí llegó por primera vez cuando escapó de Inglaterra metiéndose de polizón en un barco, y aquí adoptó el apellido americano de Stanley su protector. Nueva Orleans es una ciudad curiosa y simpática; el barrio comercial, del centro de la ciudad, estilo americano con rascacielos y los five and ten cents stores; los alrededores conservan todavía mucho del estilo francés. Reparadas las calderas, el 3 de noviembre zarpamos rumbo a Savona. Aprovechando la corriente en popa del Gulf Stream, en lugar de pasar por las Bahamas como lo hicimos a la venida, después de doblada la punta de Key West nos echamos hacia el norte costeando las playas de Miami, Palm Beach, Daytona, Jacksonville; desde aquí, alejándonos de la costa continuamos subiendo hasta llegar al paralelo 42N, en 50º de longitud oeste, luego, siempre por el círculo máximo y aprovechando el máximo de la corriente en popa, bajamos entre las Azores y Portugal hacia el estrecho de Gibraltar, recorriendo así la ruta de los grandes paquebotes. El tiempo se mantiene relativamente bueno, aunque siempre algo movido, como ocurre en la época invernal, pero ahora, ya cerca de las Azores, se ha convertido en temporal que, sin ser ciclón, alcanza entre 7 y 8 de la escala de Beaufor. El 24 de noviembre me comunico con el Artagan Mendi, una gran buque español, de carga, que tiene el eje de la hélice partido y marcha con dificultad; lo alcanzamos, le ofrecemos auxilio, pero esos buenos vascos no muerden el anzuelo, nos contestan que agradecerán mucho si reducimos nuestro andar para mantenernos cerca de ellos por si se les dañara definitivamente el eje, sin embargo mientras que eso no suceda no pueden pedirnos auxilio. Son Bilbainos, como todos los que la flota Medi. Klinger resuelve acceder, reduce nuestra velocidad, nos mantenemos navegando a poca distancia de ellos, ambos haciendo la misma ruta hacia Gibraltar. Durante dos días y dos noches seguimos escoltando al Artagan, cada cuatro horas preguntándoles cómo están, y aquellos sin variación contestando: –muy agradecidos, nuestro eje todavía aguanta–. Nosotros, reunidos en el salón o
412
en el comedor, comentamos el asunto, rogándole a Dios que, sin ocasionarle daño a nuestros colegas hispanos, les haga reventar todos los ejes de la máquina a fin de que se vean obligados a pedirnos auxilio… y nosotros a valerosamente prestárselo pues, a pesar de la mar gruesa contamos con que estamos bien provistos de gruesas gumenas y cables, y dadas las condiciones de navegabilidad del Lampo, nos sentimos listos para remolcar ese buque hasta Gibraltar y una vez llegados allí, encajar los varios miles de pesetas que a cada uno de nosotros correspondería por el salvamento de la nave, carga y tripulación de Mendi… Nunca nadie me celebra mi cumpleaños, pero en esta ocasión me caería muy bien… Al tercer día de perder tiempo escoltando al Artegan por si acaso nos cayera la lotería, oigo un S.O.S. cercano, nada menos que otro barco, italiano este, de carga, el Armando, que a consecuencia de la continua marejada tiene varias bodegas inundadas y teme no poderse
A punto de naufragio
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
sostener a flote. Se halla pocas millas al sur de cabo San Vicente, un par de horas adelante de nuestra proa. Resolvemos abandonar la escolta del Artagan Mendi y poniendo la máquina a toda velocidad nos lanzamos hacia el Armando, esperando que siquiera con este logremos ganar la tan esperada lotería del salvamento. Sobra comentar que en estos días he sido el factotum del Lampo, cuyo comandante y estado mayor quedaron continuamente pendientes de mis noticias acerca de la situación del mal tiempo, y de las otras naves. Pero, que desilusión: cuando ya tenemos el Armado como quien dice, de un cacho, cerca de nuestra
proa y ya vemos su puente y tripulantes, nos telegrafía: «pasado el peligro, estamos achicando la inundación, muchas gracias». Con rabia nos desinflamos de los proyectos con que soñábamos a cada instante de tener que bajar nuestras lanchas de salvamento, llevar gumenas al vecino y maniobrar a pesar del mal tiempo y mar gruesa, trasladar al Lampo los tripulantes náufragos; todo inútil… El Armando, ya en vista del Estrecho, no quiere más auxilio, por sus propios medios entra, al tiempo con nosotros, en la bahía de Gibraltar, donde fondea para reparaciones. Nosotros seguimos, llegando a Savona el día 3 de diciembre.
LOBO DE MAR - Capítulo 44 Viaje No. 23
413
CAPÍTULO 45
VIAJE NO. 24 S/S LAMPO
DE SAVONA A REGGIO CALABRIA, MALTA, ARGELIA, FILADELFIA Y REGRESO A GÉNOVA. Salida: 5 diciembre de 1.924 Regreso: 28 enero de 1.925 Comando: igual que el viaje anterior
L
legamos a Savona en la noche del 4 de diciembre; solamente tendremos unas 24 horas de permanencia aquí antes de volver a salir. Es decir, apenas el tiempo para recibir el correo, contestarlo, comprar unos jabones y artículos de uso personal, embarcar víveres, y volver a levantar anclas. Estos barcos petroleros son peores que los trenes expresos del subway de Nueva York… Con los documentos «libro de viaje» envío a la Marconi una extensa relación de las pruebas y resultados obtenidos durante el viaje con el radiogoniómetro; además aprovecho para rogar a la dirección se digne proveer para relevarme de este barco al próximo regreso, pues el Lampo tendrá que entrar en el dique seco para limpieza general del casco y otras reparaciones, quedando largo tiempo en el puerto. Sube a bordo el comandante Vaccarezza inspector de la Standard y tío de nuestro 2º oficial; al saludarme me pregunta qué tal el radiogoniómetro. Le contesto que muy bien; para comprobárselo hago bajar el libro de bitácora y de guardia en el que está registrado el incidente de la difícil entrada en la boca del Mississippi por causa de la niebla, y cómo para orien-
414
tarse el capitán se guió por las lecturas del RG que yo le suministré. Entiendo que mi amigo el 2º oficial ya le sopló este asunto al oído de su tío, lo cual me favorece, y confirma cuanto estoy demostrándole. El viejo Vaccarezza, riéndose me dice: –¿Sabe usted que el capitán Klinger acaba de informarme que el RG sirve muy poco?–. –Hay que ver– replico yo, –qué se entiende por muy poco. No todos los días tenemos que entrar en South Pass del Mississippi, pero a la primera vez que se necesitó el RG sirvió y nos quitó de las dudas, y de los peligros–. Volvió a reírse el viejo, y felicitándome se despidió asegurándome que pasaría a la Marconi el pedido en firme del RG, a pesar de la opinión todavía poco favorable de Klinger. Una vez que el inspector desciende a tierra, me acerco al 2º oficial para agradecerle el apoyo que evidentemente me ha prestado al informarle confidencialmente a su tío cómo estaban las cosas; luego, de carrera me voy hacia Savona para una provisión de caramelos, licor Strega, medias, jabones y otros artículos que necesito durante el viaje. De regreso al
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
puerto me encuentro con el 3º oficial quien me pregunta si ya vuelvo a bordo. Le digo que sí. –Mire– me dice, –yo necesito hacer todavía otras diligencias y quisiera dejar ya a bordo este paquetico que me estorba. ¿Quiere usted hacerme el favor de llevármelo y entregarlo a mi ordenanza para que lo guarde en mi camarote?– –Por supuesto, con mucho gusto, si no es muy pesado para subir la escalera…– –No; es liviano; es mi provisión de cigarrillos para el viaje. Hasta luego–. Llegando al embarcadero donde tengo que tomar un bote para que me traslade hacia el Lampo, se me acercan dos aduaneros uniformados: –¿Señor, qué lleva en esos paquetes?–. –Dulces, medias, corbatas; y en este, cigarrillos para el viaje–, –Con su permiso lo acompañamos a usted–. –¿A dónde?– –¿A dónde va usted?– –Al Lampo–. –Allá vamos nosotros también–. Los tres subimos en la misma lancha; parece como si los dos agentes me vayan escoltando. Sin embargo, tengo la conciencia tranquila, no llevo contrabando, nada tengo que ver con esta gente. Cuando el bote arrima bajo la escalera del Lampo, pago al botero, saludo los dos esbirros, y subo a «mi casa», sin esperar saber qué hacen o qué quieren esos señores. Por la noche, cuando regresa a bordo el 3º oficial, le hago entrega de su paquete de cigarrillos. Me da las gracias, y en tono confidencial añade: –sabe usted ¿qué llevaba en el paquetico?– –¿No me dijo que cigarrillos?– –Si, pero en realidad, es un kilo de cocaína, traída de contrabando desde Suiza, para vender en la misma forma en América–. –¿De verás? ¡Gran bellaco! De manera que si los aduaneros me revisaban, me llevaban a la cárcel por seis meses, ¿amén de hacerme perder el empleo? –Claro que nos hubiéramos visto los dos en un gran lío, pero yo contaba con que no sabiendo usted que el contenido era cocaína, su sinceridad lograba que usted pasara sin inconvenientes la barrera de la aduana. A mí en cambio, ¡ese paquete me quemaba las manos!– El gran comercio del contrabando de seda, y del cambio de billetes italianos por dólares, de la época de los viajes en 1919, había desde entonces sufrido variaciones. Ahora, la moda, en cuanto a Norte América, se concentraba en la cocaína y otros estupefa-
cientes, o en el alcohol. Desde luego, en el contrabando del alcaloide –que era el más peligroso porque implicaba condena a largo tiempo de calabozo ya sea en Europa o en América, se ganaba el 500%; tan alta utilidad era motivo de que aún los caballeros se dejaran tentar por ese negocio. Llevar mucha plata, o regalos a la familia, al llegar de cada viaje, hacer la felicidad de la esposa, los hijos, los padres; o acumular una fortuna para pronto retirarse de la sacrificada vida marinera, es la ambición de cada tripulante… Reflexionando ahora sobre el peligro a que estuve expuesto cuando ingenuamente me senté al lado de los aduaneros llevando un kilo de cocaína entre mis manos: todavía sudo frío. Y lo cierto es que si me salvé fue porque no tenía idea de que en el paquete hubiera cosa diferente de cigarrillos. El 3º oficial abusó de mí, pero habiendo pasado el peligro sin consecuencias, lo mejor en estos casos es callarse y olvidarlo todo. ¡De haber yo conocido antes la verdad, seguramente me hubiera confundido cuando los agentes me interrogaron y me acompañaron en la lancha; esa confusión habría sido suficiente para denunciarme ante ellos como contrabandista! Por Dios, ¡me propongo nunca más volver a aceptar llevar encomiendas de terceros a través de lugares donde haya que cruzar barreras aduaneras! Nunca más olvidaré la lección de ese paquete de cocaína… El 5 de diciembre, el Lampo sale hacia Messina adonde entramos el 7. Aquí quedaremos casi un día completo; aprovecho para dar un paseo turístico a Reggio Calabria, la tierra de mamá, donde estuve viviendo algunos meses cuando tenía entre cinco y seis años. De los recuerdos que en mi memoria guardo de aquella época, poco o nada reconozco; el terremoto de 1908 destruyó todo; lo que ahora veo son edificios modernos, de reciente reconstrucción. Desde el puerto de Messina tomo el ferry–boat que atraviesa el famoso Estrecho; en menos de una hora desembarco en la orilla de Calabria. Me detengo admirando el magnífico Corso Vittorio Emanuele, con sus balnearios, jardines, palmeras y otras plantas semi tropicales. Las murallas griegas cuyos restos hacen volar el pensamiento hacia la antigua época de Arquímides en la vecina Siracusa; el «castillo», única construcción que el terremoto dejó casi intacta y que reconozco ahora al verlo a veinte años de distancia desde mi infancia, me hace recordar un paseo que hasta aquí me dio mi padre un día antes de intentar raptarme consigo… Estas reminiscencias me emocionan. Me imagino cómo se sentiría conmovida mamá, si puLOBO DE MAR - Capítulo 45 Viaje No. 24
415
diera volver a estos lugares. Le envío por correo un par de tarjetas y fotografías de Reggio. Y aspirando grandes bocanadas del perfume de mandarinas y «bergamotti» que emana de las plantaciones de los cerros vecinos, regreso al puerto de Reggio, a tomar el ferry hacia Messina. El Estrecho, presenta un bellísimo panorama, más aún recordando que cada pedazo de ambas orillas está relacionado con la historia, las gloriosas empresas de pueblos y razas que por aquí pasaron y dejaron sus huellas, aún antes de las civilizaciones fenicias y griegas, pues los cuentos mitológicos están llenos de nombres mencionando estos lugares: Scilla, Cariddi; y allá hacia el sur, la elevada cima del Etna desde cuyo monte, Volcán y Cíclopes eructaban los rayos que fabricaban para el dios Júpiter… El 8 de diciembre salimos de Messina para ir a llevar gasolina a los depósitos de Rinella en la isla de Malta. Tengo tiempo para bajar a visitar la ciudad de La Valletta, conocer algo de sus edificios históricos. Esta isla era ya conocida en la era de los fenicios y los romanos; estuvo largo tiempo sometida a los turcos y los árabes; hacia el año de 1090 fue tomada por los normandos, y de ellos pasó a la corona española de Aragón. Carlos V la entregó a los Caballeros Hospitalarios de San Juan cuando tuvieron que salir de la isla de Rodas, con el pacto de que ellos la mantendrían a toda costa como nuevo baluarte contra la invasión de los orientales contra el occidente; en 1798 fue conquistada por Napoleón quien después de breve tiempo la perdió siendo capturada por los ingleses quienes todavía la retienen como formidable fortaleza, llave del Mediterráneo, que controla el tráfico marítimo, así como Gibraltar, Suez, Adén, Singapore, etc. El idioma popular, además del dialecto maltés, es italiano; recuerdo que mi capitán en el Cogne era de origen maltés (Bolognini). Una leyenda mediterránea dice que un judío es capaz de enredar hasta siete cristianos; un griego, a siete judíos; un maltés, a siete griegos… Olvidaron mencionar a los sirios– libaneses quienes tampoco tienen fama de tontos; quizás sean ellos los inventores del cuento… Entre los recuerdos dejados por los jerolimitanos y Caballeros de la Orden de Malta, que más me impresionaron, está la armería, repleta de alabardas, escudos, vestidos metálicos de los cruzados; y la iglesia de los esqueletos, en la que están expuestos millares de calaveras y tibias de los caballeros, adornando trágicamente las paredes de la capilla: sueños, ideales, que allí quedaron enclavados…
416
Desde Malta vamos a Bizerta desde donde zarpamos el 10 de diciembre rumbo al muelle de la Standard en Paulsboro, que es un barrio sobre el río Delaware, al sur de Filadelfia, a mitad camino entre Wilmington, donde están las fábricas de pólvora, y Camden donde surgió la RCA. Durante la travesía del océano, a pesar de la época invernal encontramos tiempo relativamente calmado. Pasadas las Bermudas, vuelvo a trabajar en el radiogoniómetro, con la cooperación siempre activa de mi amigo Vaccarezza, tomo lecturas de varios radiofaros desde Nueva York a lo largo de la costa hasta Norfolk, con buenos resultados. La Navidad transcurrió, una vez más, como si esta celebración no existiere para nosotros hombres del mar; nos habríamos olvidado totalmente de ella a no ser por los programas de las radiodifusoras, que con mi receptor personal y altavoz hago resonar sobre la cubierta del barco, que traen las nostálgicas canciones de la temporada, y los villancicos, despertando tristeza, malhumor, entre quienes pensamos en nuestros hogares, las veladas en familia, de las cuales no podemos participar, eternos ausentes. Para mí, la pena no es tan fuerte, como tiene que serlo para los maridos y los jóvenes padres que aquí me acompañan… El 31 de diciembre entramos en la boca del Delaware, encontrando el río totalmente helado. Está nevando copiosamente; así en el río, como en tierra firme los transportes sufren dificultad o su marcha está bloqueada por el hielo y la alta nieve. Entre la correspondencia que me entrega al empleado de la Standard, hay una carta de fecha reciente, de la señorita Vera, que me informa haber sabido por conducto de la agencia, que el Lampo está por llegar y que hallándose ella en un hospital de Filadelfia, gravemente enferma de neumonía, quisiera que fuera a verla para encargarme un recado para su hermano que vive en Italia. Esta solicitud me choca, entre otras cosas, porque veo que esta muchacha sigue recordándose de mí, a pesar de que durante el viaje anterior a Bayonne no fui a la cita en el Central Park. Sin embargo me parece que sería falta de humanidad no ir a visitarla, no darle gusto ahora que, según dice, está enferma en un hospital. Mi caballerosidad me impone ir a devolverle la visita donde quiera se encuentre, a quien supo salir hasta alta mar en búsqueda del Lampo. Pero tropiezo con inconvenientes. Debido a que hoy es el último día del año, y a que los caminos están tapados por la nieve, los transportes a Filadelfia
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
están interrumpidos en muchas partes, hay que hacer transbordos, se pierde mucho tiempo. Llegado con mucho esfuerzo a mitad camino, me doy cuenta de que si sigo adelante solamente llegaré a destino en tardías horas de la noche; el hospital estará cerrado a los visitantes; y lo que es peor, no alcanzaré a estar de regreso en el Lampo antes de la hora fijada para su salida. Apenado, aunque resignado a lo inevitable, me devuelvo, porque no sería lógico que para cumplir un deber hacia un enfermo, me pusiera en la enorme complicación de atrasar la salida de mi barco o ser considerado desertor. Entre los dos deberes, tengo que escoger el más importante. ¿Será cierto que la señorita Vera está enferma? ¿Qué tan enferma? ¿Por qué se trasladó a Filadelfia? ¿Por qué me llamó así de urgencia? ¿Me estará esperando? Misterio. Las circunstancias me obligaron a cerrar este capítulo del cual no supe nunca más. Regresando a bordo, encuentro que una patrulla de aduaneros está escudriñando el barco de cabo a rabo, en búsqueda de contrabando. ¿Les informaría alguien, acerca de la cocaína, y del alcohol? Pero no encuentran nada, pues los licores ya fueron desembarcados, están a salvo lejos del dock. Cierto es que aún tengo media docena de flaconcitos, pero están escondidos en la caja de inductancia, no hay riesgo de que vayan allí a buscarlos. La cocaína, según me informa el 3er. oficial, la hicieron desaparecer echándola en el horno de la caldera, ¡salió por la chimenea volatilizada en humo! También se le esfumaron a mi amigo las ganancias que había esperado hacer; tendrá que aplazar su matrimonio; pero entre eso y la cárcel, de los dos males, el menor… La operación de carga de la gasolina ha sido demorada, primero por la visita aduanera, y ahora, debido a las dificultades atmosféricas: por causa del hielo las tuberías en algunos trayectos están congeladas, es preciso previamente someterlas al calor mediante lámparas de antorcha, para evitar que la presión interna las haga estallar. El 3 de enero, finalmente, levantamos anclas rumbo a Europa. Con excepción del 3er. oficial quien ha perdido su contrabando, vamos todos de buen humor pensando que al terminar esta travesía del océano tendremos posibilidad de una larga estadía en Italia, teniendo que entrar el barco al astillero para reparaciones, lo cual significa que unos podrán disfrutar largas vacaciones en su casa; y otros podrán desembarcar, obtener nuevo destino; sobra decir que yo formo parte de estos últimos.
Sin nada importante que reseñar, el 25 de enero de 1925 llegamos a Savona; el 26 salimos para Livorno, y de aquí nuevamente, el 28, entrando en Génova en la misma fecha. El Lampo pasará al dique seco; no volverá a salir hasta fines de Febrero. Aunque estoy convencido de que en esta ocasión Rollandini no podrá negarme el traslado a otro barco y darme un mejor destino, mi primera solicitud no logra éxito. –La compañía– me informa Rollandini, – está satisfecha con los resultados de su trabajo a bordo del Lampo; el propio comandante Klinger acaba de remitirnos una relación manifestando que está contento con el servicio que usted le presta a bordo, y nos pide que por consiguiente continúe usted embarcado en ese buque, y atendiendo el radiogoniómetro que han resuelto definitivamente adquirir. De manera que se me hace algo difícil cambiarle de barco en esta ocasión. Quizás será necesario que usted haga otra temporada en el Lampo, hasta fin de año. Sin embargo, como quiera que faltan varias semanas para la próxima salida de ese barco, en lugar de irse usted ahora de vacaciones, quédese aquí en Génova entre el personal en disponibilidad, y si se presenta alguna ocasión favorable para usted no dejaré de tenerla en cuenta–. Este programa me deja confundido; no me atrevo a negarme, ni sé que hacer. Voy a visitar al secretario Izzi; este me recomienda tener paciencia, asegurándome que hará cuanto sea posible para ayudarme. Transcurre así una semana de incertidumbre. La estadía en el barco cuando se halla en el astillero sería tolerable porque este está localizado cerca de la ciudad, pero por otra parte es incómoda debido a que estando las calderas apagadas no hay servicio de calefacción, y el invierno en Génova suele ser frío además de ventoso. Quisiera irme a Pinerolo, pero Rollandini me ordenó que permaneciera en disponibilidad; si me llama y no me encuentra, luego me castigaría con un embarque malo, o confirmándome en el Lampo un destino por tiempo tan largo, como el que me tocó en el Cogne, ¡dos años! Por otra parte, si dejo pasar los días sin tomar alguna iniciativa o resolución que provoque mi traslado a otra nave, de veras me tocará nuevamente salir con el Lampo para otra temporada hasta fin de año, como me la pronosticó Rollandini. No sé que hacer. Rebelarme sería peligroso. Volver a renunciar, o utilizar nuevamente el pretexto del pariente enfermo, no me parece factible. Y sin embargo, tengo que hallar una solución, de lo conLOBO DE MAR - Capítulo 45 Viaje No. 24
417
trario quedaré relegado al Lampo, quien sabe por cuanto tiempo. Este barco no es malo, el trato es decente, se gana bastante dinero, pero viviendo siempre en alta mar, el hombre se embrutece: cuando llega a «tierra» ni sabe caminar derecho, sino que bambolea; ¡y no sabe cómo manejarse entre sus parientes, con el prójimo, porque solamente sabe tratar tempestades y marineros! En este dilema estoy, cuando en la mañana del 5 de febrero recibo una llamada urgente de la oficina Marconi. Me presento; el secretario Izzi quien estaba en la puerta esperándome, afanosamente me pone entre las manos unos documentos y me anuncia: – Amore, vuele a bordo del Lampo, haga sus maletas, y precipítese a embarcar sobre el Principessa Giovanna que sale hoy mismo. ¿Será usted capaz de hacer todas sus diligencias y estar a bordo del Giovanna antes del mediodía? Le quedan tres horas de tiempo. El registro en la libreta de navegación hágalo mañana en la capitanía de Nápoles porque aquí ya no alcanza. Adiós, buen viaje–. –¡Caramba! Entendido; cuenten ustedes conmigo, que a las doce estaré a bordo del Giovanna. Muchas gracias. ¡Adiós, adiós!–
Con un taxi voy de carrera al Lampo, hago maletas, cobro mi sueldo, me despido de Klinger, dejando recados para los demás que están ausentes en vacaciones; emprendo nuevamente la carrera hacia el Giovanna, que se halla amarrado en Príncipe, el muelle principal donde embarcan los pasajeros. El trasatlántico está bajo presión, precisamente estaban esperándome, ya tocaron los tres pitos reglamentarios anunciando el último aviso de salida. Ahora dieron la pitada corta y suenan las campanas del suelte de las amarras. Desde el puente me gritan: –apure Amore–, es el 1º marconista, señor Lepre. Los marineros de guardia en la escalera se adueñan de mi equipaje, sudoroso subo por el planchón, al tiempo que los últimos rezagados descienden, pues el barco ya se está principiando a mover alejándose del muelle. Es la una de la tarde. Quién me hubiera dicho esta mañana cuando desperté, que hoy me encontraría viajando rumbo a Buenos Aires; en un nuevo paquebote. ¡Auff! a Dios gracias, alcancé. Adiós Lampo. Estoy en un buque de pasajeros. Voy enseguida a escribir a mamá, para alcanzar a despachar en el correo de mañana en Nápoles, que estoy en un barco que se llama como ella: ¡Principessa Giovanna!
Nevada en Filadelfia
418
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 46
VIAJE NO. 25 S/ S
PRINCIPESSA GIOVANNA UXT
DE GÉNOVA A BUENOS AIRES Y REGRESO. Salida: 5 febrero de 1.925 Regreso: 2 abril de 1.925 Lloyd Sabaudo 14.000 toneladas, 15 nudos Turbinas a nafta Comandante: Turchi, de Rimini 1º. Oficial: Stanzani, de Bolonia 2º. Oficial: Carega, de Camogli 3º. Oficial: Serra, de Génova 3º. Oficial: Rosselli, de Carrara Jefe Ingeniero: ?, de Bolonia De Génova a Buenos Aires y regreso. 1º. Ingeniero: DePetris, de Génova 1º. Ingeniero: Palone, de Nápoles 2º. Ingeniero: Casaccia, de Génova 3º. Ingeniero: Arena, de Messina 3º. Ingeniero: Solari, de Camogli Médico: Marino, de Reggio Calabria Comisario Regio: ?, de Milano 1º. Comisario: Menichelli, de Carrara
E
l Principessa Giovanna es un paquebote de nuevo modelo, tipo mixto para carga y pasajeros, con capacidad para cien pasajeros de primera clase económica, quinientos de tercera, y 14.000 toneladas de carga en sus enormes bodegas, de las cuales algunas están provistas de frigorífero como para el transporte de carne, huevos, etc. Este tipo de barco es especialmente adecuado para las ru-
tas de Sur América, o de Australia, pudiendo efectuar largas travesías sin necesidad de reaprovisionamiento frecuente de combustible pues siendo las calderas alimentadas con nafta, sus depósitos son suficientes para asegurarle más de un mes de autonomía de viaje. El peligro de incendio por la nafta es mínimo, pues ésta no prende llama mientras no sea pulverizada a presión. Las dos hélices son accionadas por
LOBO DE MAR - Capítulo 46 Viaje No. 25
419
máquinas de turbina, que reemplazando el anterior sistema de máquinas alternativas, está siendo adoptado en todos los vapores modernos; sus instalaciones y los camarotes están diseñados especialmente para buena ventilación en climas cálidos. El casco y los puentes, pintados exteriormente de blanco le dan apariencia lujosa; la limpieza del conjunto se mantiene fácilmente por cuanto que mediante la combustión a nafta se ha eliminado el negro polvorín que se desprendía del carbón. Las cocinas, los malacates de las grúas, son accionados por electricidad. Este nuevo tipo de barcos se distingue de sus anteriores movidos por carbón y máquinas alternativas, entre otras cosas, porque la navegación es más silenciosa, hay a bordo menos ruido, menos vibraciones; el inmenso casco flota suavemente sobre las aguas, con un mínimo de balanceo siendo que con el combustible líquido, bombeándolo de uno a otro tanque, de uno a otro nivel, es más fácil mantener equilibrado el centro de gravedad; es menor el porcentaje de pasajeros que sufren el mareo. Es este el primer viaje que hace este barco, es decir, su viaje inaugural, que se inicia llevando izada entre los dos mástiles la gran pavesa de multicolores banderas, y con extraordinarios festejos a bordo. Lo cual –como sucede con cualquier clase de maquinaria al ponerla en servicio por primera vez– no impide que ocurran pequeños incidentes desagradables: algunas bombas no funcionan, ciertas válvulas se traban, los lavados, baños, tuberías, donde tiene que llegar agua dulce la chorrean salada, o donde tenía que ser fría sale hirviendo o viceversa; las instalaciones eléctricas presentan cortocircuitos; en fin, los ingenieros y los electricistas tienen trabajo corriendo de un lugar al otro para componer desperfectos. Aunque el Giuseppe Verdi es el barco que goza de mis mayores simpatías, este nuevo paquebote me parece también agradable; su nombre, Principessa Giovanna, dedicado a una de las princesas de la casa real de Italia, es igualmente de mi gusto, y supongo que será de buen agüero para mí, siendo que es el nombre de mamá. En cuanto se refiere al ambiente del estado mayor, nada deja que desear: existe más o menos la misma liberalidad y comportamiento señorial, moderno, como entre los oficiales del Verdi. La compañía del Lloyd Sabaudo, propietaria de este barco así como de los famosos de la serie Conte (conde, Conte Rosso, Conte Biancamano, Conte Grande, etc.) de la cual la casa Savoia es uno de los principales accionistas, tie-
420
ne fama de ser protagonista de sus naves, así como de su personal. (El director del Lloyd Sabaudo, marqués De la Penne, se hizo famoso durante la guerra mundial del 1942 habiendo sido uno de los principales hombre– rana que mediante una atrevida incursión nocturna en el puerto de Alejandría de Egipto atacó la flota inglesa hundiendo un para de grandes acorazados). El comandante del Principessa Giovanna, señor Giuseppe Turchi, moreno, de cuerpo gigantesco pues casi alcanza dos metros de alto, tiene una enorme cara de manzana redonda y coloreada, siempre sonriente, representa “una buena pasta de hombre”. Nunca da órdenes, apenas emite “deseos”, que son suficientes para que todo el mundo le obedezca con casi religiosa veneración. Desde luego, aún cuando sonría, su cuerpo colosal transpira energía, y es fácil imaginar que este hombre, enfurecido, debe ser cosa de dar miedo a cualquiera. El 1er. oficial, Stanzani, aunque de menor estatura y flaco de cuerpo, parece seguir la misma escuela de alta educación, todo es gentileza y cortesía. Con tal ejemplo desde la propia cabeza, los demás oficiales siguen la misma norma, pues si bien es cierto que como dice un refrán: “el pez malo principia a dañarse en la cabeza”, también lo es que cuando la cabeza está sana, así mismo lo está el resto del cuerpo. En lo tocante a mi directo superior, el marconista Federico Lepre, cuya antigüedad es poco mayor que la mía, es muy buen colega con quien nos entendemos y nos repartimos el trabajo como si siempre hubiéremos estado juntos. El día siguiente de haber salido de Génova, hacemos escala en Nápoles; aquí aprovecho para registrar en la Capitanía del puerto y en mi libreta oficial de navegación el desembarque del Lampo y el embarque sobre el Giovanna, siendo esta una rigurosa formalidad del reglamento marítimo, que no pude llevar a cabo en Génova debido a la manera apresurada como tuve que trasladarme de una a otra nave. El 8 de febrero, en Palermo completamos el cupo de pasajeros; por la noche zarpamos en viaje directo a Río de Janeiro. El transmisor de la radio es del tipo standard de 1.5 kilovatios con chisperómetro rotativo; obtengo permiso de Lepre para hacer la diablura de poner en serie los dos secundarios del transformador, elevando la energía a 15.000 voltios, consiguiendo así una potencia efectiva de 5 kilovatios. En un principio los ingenieros me reclaman debido a que ahora el consu-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
mo de corriente en los instantes de transmisión sube a 100 amperios, en vez de 25; pero el comandante Turchi contento de saber que mediante este ajuste he aumentado considerablemente la potencia y alcance del transmisor imparte orden a la planta eléctrica para que nos suministre toda la energía que queramos. Lepre también, asombrado y complacido toma nota de que para ser oídos por cualquier estación no necesitamos hacer largas llamadas: con solo tocar la tecla, en seguida contesta todo el mundo, pues nuestras señales llegan doquiera como cañonazos. Las estaciones costaneras que por primera vez oyen nuestra prepotente nota chillona en el aire, que se distingue como un nuevo timbre de trombón hasta ahora desconocido, preguntan quién es el mastodonte, se imaginan tratarse de algún buque gigante de la Cunard, como el Olymplic, el Berengaria, el Majestic, etc. cuyas instalaciones de radio son afamadas por lo poderosas. No; este es el UXT, nuevo paquebote de la Lloyd Sabaudo en su viaje inaugural en la línea de Sur América. Nos dan la bienvenida en el éter internacional. En adelante, las señales del UXT harán época imponiéndose sobre las demás, por su gran potencia y rapidez de fácil comunicación, desde el Mediterráneo hasta el Cabo de Hornos. Tanto es así, que una noche, hallándonos apenas afuera del estrecho de Gibraltar escucho una notica de corneta, por cierto que muy débil, preguntando al UXT: –¿cuándo llegan a Nueva York?–. Es el ITF, el paquebote Coltano, cuya estación es reputada entre las más poderosas de todas las marinas, en efectos es igual a la del Mauritania de la Cunard. Contesto: –no vamos a Nueva York, sino a Buenos Aires y acabamos de salir del Estrecho. ¿Dónde están ustedes? Responde el ITF al UXT: –¡casi no le creo. Estamos a cien millas de Nueva York y lo oímos como si estuvieren a nuestro lado!– (onda 600 metros, chispa, 3 amperios). El comandante Turchi ha inscrito en el orden del día las siguientes instrucciones a la tripulación: – siendo este el viaje inaugural del Principessa Giovanna, la compañía tiene interés en que se realicen a bordo la mayor posible cantidad de festejos durante la travesía, a fin de que los pasajeros, llegando a puerto nos hagan la mejor propaganda. En Río de Janeiro, Santos, Montevideo, Buenos Aires, se nos preparan recepciones, tendremos que contestar a numerosas entrevistas de periodistas y visitas de autoridades que vendrán a bordo para conocer este nuevo trasatlántico. Cada cual tiene que cooperar para que
se enaltezcan hasta la hipérbole los elogios y ditirambos acerca de la magnífica calidad de este barco, del tratamiento de lujo que aquí reciben los afortunados pasajeros–. Y mediante los boletines de prensa que yo y Lepre editamos y la imprenta local distribuye para uso de los pasajeros, el capitán del barco les anuncia que diariamente habrá fiesta, hasta llegar a Buenos Aires. Todo el mundo se dispone pues a participar con ánimo alegre, inventar juegos de común entretenimiento. Los oficiales tenemos la consigna de volver en chiste cada charla o conversación, preparar el ambiente para el delirium tremens que tendrá lugar cuando el buque pase la línea del Ecuador, día en que se harán los mayores festejos. En cada nave en que viajen centenares o millares de pasajeros, suele suceder que a los pocos días de haber salido del primer puerto se forman grupitos de ciudadanos de diferente matiz: de un lado, las personas más cultas o más viajadas; allá, el círculo de los presuntuosos o que por primera vez pisan la cubierta de un buque; acullá, las viejas temerosas y criticonas del prójimo; acá, los jóvenes de ambos sexos, deseosos de procurarse una aventura para recordarla y relatarla de por vida… La habilidad de la tripulación consiste en hacer que tales grupos se refundan lo más posible entre ellos en lugar de dividirse, siendo esta la mejor manera de asegurar la buena vida social del ambiente, con el mínimo de peleas o resquemores entre los pasajeros. El medio más fácil para mantener la alegría general consiste en procurarse un bobo, una víctima, al cual poder hacer toda clase de burlas en comunidad, sin peligro de que se ofenda o conteste por las malas. Por cierto que esta vez, Dios nos ha enviado uno que ni pagándolo a peso de oro y dándole pasaje gratis hubiera podido la compañía conseguirlo, ni entre los payasos del circo Barnum. Se llama Pagella, es un joven de treinta años, originario de las Apulias, viaja en primera clase y va a Buenos Aires. Viste decentemente, aunque falto de elegancia, parece más bien un campesino disfrazado de señor, un Sancho marítimo pero sin la malicia del Panza. Desde el primer día de estar a bordo, se ha hecho notar por sus modales empachados, su evidente deseo de distinguirse en el ambiente; además, por la particularidad de que estando cerca de nosotros los oficiales se deja impresionar por los galones dorados del uniforme, como lo haría un recluta en preLOBO DE MAR - Capítulo 46 Viaje No. 25
421
sencia de un general: cree y obedece ciegamente a cuanto digamos. Es el tipo de nouveau riche en sus primeras salidas. Un grupo de señoras se nos acerca y pregunta: – ¿qué barco es aquel que se ve en el horizonte?– –Ese, es un paquebote de la línea tibetana, que viaja hacia Moscú–. Pagella, que ha oído la información, sale disparado a lo largo del puente, se acerca a cada conglomerado de pasajeros o preferiblemente pasajeras, para dársela de muy sabido, repitiendo: –¿saben ustedes? ese barco va a Moscú–. La gente se ríe en su propia cara; él se defiende protestando: –Ustedes no saben nada; averigüenle a ese oficial–. Otro, pregunta: –¿a qué velocidad estamos andando?–. –A ciento cincuenta kilómetros por hora–. –¿Tanto así? ¡no parece! Yo creía que solamente unos 25–. –Es que usted se engaña viendo el mar como si fuere fijo, no tiene en cuenta la corriente contraria–. ¡De nuevo salió Pangella cual mensajero, y tiene el buen gusto de acercarse a las más bellas señoritas, quizás esperando conquistarlas con su sabiduría! – ¡Estamos viajando a ciento cincuenta kilómetros por hora contra la corriente!– –¿Cuántas hélices tiene este barco, capitán?–. –Noventa y ocho–. –¿Por qué noventa y ocho en lugar de cien?–, pregunta Pagella quien principiando a desconfiar quiere cerciorarse de que no le están tomando el pelo. –Porque las dos faltantes se las robaron las sirenas la otra noche cuando pasamos frente de las columnas de Hércules en el Estrecho–. –¿Luego, en el estrecho de Gibraltar hay sirenas?– –¡Cómo no! A veces hasta se roban algún pasajero– –¿Y ahora ya no hay peligro?– –No, porque ya salimos del continente de la Atlántida entre las Canarias y el Cabo Verde; hasta el próximo regreso–. –¡Uhi!– comenta Pagella, –siquiera que yo voy a quedarme muchos años en la Argentina, y no pienso regresar–. Y a continuación se va a buscar auditorio a quien repetir la gran novedad. Ya la voz ha corrido por todo el barco, Pagella se ha vuelto el hazmerreír de la humanidad; cada cual hablando en serio dice las mayores idioteces, riéndose luego en coro una vez que Pagella se ha ido de reportero a otra parte. Por la noche, se perfilan a distancia tres lucecitas blancas, los marinos compren-
422
demos enseguida que corresponden a las señales de cofa de un barco de carga, cuya negra sombra no se perfila sobre el fondo oscuro del horizonte. Alguien pregunta qué son aquellas luces. –Son las estrellas Castor y Polux que persiguen a Perseo–. Pagella observa que las estrellas se están acercando; pregunta si no hay peligro de que vengan a estrellarse contra nosotros. –No, esa es una ilusión óptica suya, o es que Perseo le persigue a usted. Mire con estos anteojos y verá que se están alejando–. Y le colocan frente de su vista un magnífico binóculo prismático pero volteado al revés, de manera que en vez de ampliar, reducen. Pagella se rasca la cabeza, confundido por Perseo… A veces, las burlas que se le hacen son tan atroces y tan públicas que hasta nos da temor de que el pobre diablo se rebele o se ponga a lloriquear; entonces, interviene el comandante Turchi con toda su imponente persona y galonada autoridad dirigiéndole la palabra, apodándole: cavalier Pagella; nuestro héroe inmediatamente se siente reconfortado y… ¡vuelve enseguida a caer en la trampa! –Cavalier Pagella– le dice pues el capitán Turchi, – usted sabe que dentro de un par de días cruzaremos la línea del Ecuador. ¿Usted ha pasado ya la línea alguna vez? ¿La ha visto? –No, señor comandante–. –Imagínese usted de ver, frente de la proa del barco, una gran línea negra. Ese es el ecuador, que separa como usted sabe, los dos trópicos, el de Cáncer y el de Capricornio, o sea divide el norte y el sur–. –¿Al pasar el barco, se rompe la línea?–. –Desde luego, y el barco da un gran salto. Es entonces cuando en obedecimiento y homenaje al rey Neptuno nuestro señor y dios de los mares, se procede a bautizar todos aquellos pasajeros que por primera vez cruzan la línea–. –¿Y al dar el salto el barco, no hay peligro de que se rompa?– –Desde luego, peligro hay, pero para eso estamos aquí nosotros velando, tomando las debidas precauciones para que nadie sufra. En primer lugar, se amarra todo el mundo contra las obras muertas o las paredes del barco, para evitar que con el brinco se caigan al gran charco. Por lo demás, todo es cuestión de sangre fría, no asustarse y no pasa nada. Supongo que usted será el primero en dar el buen ejemplo de hombre macho y valiente–. –Cuente usted conmigo, comandante–. Y sintiéndose elevado a la décima potencia Pagella abarca
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
con una soberbia mirada al auditorio, luego va a sentarse entre un grupo de señoritas, que amablemente lo llaman ofreciéndole asiento. Las pícaras, que se la tenían velada, a propósito habían dejado el sillón vacío, con un par de agujas clavadas y emergentes, sobre las cuales, al posar sus nalgas Pagella, da un gran brinco como si ya estuviéramos en la línea… Llegado el célebre día, a las ocho de la mañana suena la corneta llamando todos los pasajeros a reunión sobre el puente. El 1er. oficial les dirige una breve arenga: –como ustedes saben, señores, dentro de una hora, nuestro barco cruzará la línea del Ecuador, en cuya ocasión, como es costumbre, se realizan grandes fiestas a bordo, después de efectuada la ceremonia bautismal de quienes por primera vez pasan el Ecuador. Durante el cruzamiento de la línea y consecuente bautizo mediante el cual los “cavalieri” adquieren el honor de elevarse al rango de comendadores de la resaca, ocurren cosas raras, nadie deberá preocuparse ni asustarse porque a Neptuno le chocan las caras serias. La manera más fácil de obtener seguro pasaporte a través de su ondulados dominios consiste en reír, reír todo el tiempo, a mandíbula batiente, para así distraerlo. Por lo pronto, ya es el caso de que ustedes se organicen, que se alisten pasando a proa, donde mis marineros los amarrarán con todo cuidado a las balaustras y a las mangas de viento, para que puedan soportar sin consecuencias el instante del tremendo salto de la línea. No se asusten, les ruego, sino por el contrario recuerden de reír a carcajadas; veamos, quién entre ustedes es el más valiente caballero que desee lucirse entre las nobles damas y señoritas. Ay, señor Pagella, cavalier Pagella, perdone usted que no lo hubiere tenido presente; sin duda usted desea ser el primero y lograr hacerse admirar y aplaudir por todas las hermosas pasajeras de esta nave, por su valor y gallardía. ¡Venga pues adelante, para ser el primero en dar el buen ejemplo!…–. A este punto, ya muchos entre los pasajeros se han dado cuenta de que Pagella va a caer en alguna trampa, y principian a reír, según las instrucciones oficiales, mientras lo ovacionan estruendosamente: ¡viva Pagella! Nuestro hombre, con la cara sonrosada por la conmoción de sentirse aclamado por la multitud, sacando el pecho hacia afuera y caminando en actitud varonil, se presenta frente al oficial Stanzani, saludando marcialmente: –a sus órdenes–.
–Muy bien, cavalieri, digo, commendatore Pagella– , dice Stanzani, al tiempo que le coloca en la frente un ancho vendaje que un ordenanza le tenía listo. –Ahora, usted no ve nada; y lo mismo les sucede a los demás neófitos que por primera vez atraviesan la línea; Neptuno no permite que los novicios vean los secretos de su reino. ¡Ríase! no olvide que esta es la consigna; y deje que yo le acompañe a proa–. Cegado por la venda que Stanzani acaba de aplicarle sobre los ojos, Pagella es llevado adelante, acompañado por centenares de personas que le siguen riendo fuertemente, lo cual le obliga a él también reír. Desde luego, él cree que los demás pasajeros han sido también vendados. Llegados cerca del castillo de proa, unos marineros con buenas maneras se adueñan del cuerpo de Pagella amarrándolo sobre la tapa de un cajón, con la cara hacia el cielo, Stanzani se le mantiene cerca hablándole para distraerlo. Terminada la operación de amarre, el oficial anuncia: –¡atención, todo el mundo! no se asusten; ríanse; ya vamos a pasar la línea; ¡a la una, dos, tres! En ese momento el corneta suelta los tres toques de clarín; enseguida, el cajón sobre el cual está acostado nuestro héroe principia a dar fuertes brincos, levantado por un par de marineros escondidos en su interior. Al mismo tiempo, otros tripulantes tocan campanas, arrastran cadenas, golpean latas vacías, mientras que unos marineros, con baldes, con mangueras de incendio, propinan al bisoño converso un prolongado baño de agua salada, que casi lo ahoga. Tal es el susto de Pagella, que creyéndose transportado por Neptuno hacia las profundidades oceánicas, grita, se debate, logra romper las amarras y casi de veras se precipita fuera de borda si no estuvieren los marineros listos para trancarlo, sentarlo a la fuerza sobre un trono, alrededor del cual están situadas algunas pasajeras en traje de ninfas, sirenas, tritones, y un blanquibarbudo Neptuno con tridente y corona, quien con voz cavernosa, y quitándole el duro vendaje, entona: –ego te aquis baptismi lustrare, asellus marinus nomen imponere– (yo te bautizo con el agua lustral, dándote el nombre de Bacalao); luego le entrega un pergamino con sellos de oro, adornos de coral, y perfume de arenque… A continuación, Stanzani invita a Pagella ir a mudarse de vestido y secarse, haciéndole creer que mientras tanto continuará la función del bautizo para los demás. Para la noche, se anuncia gran espectáculo de gala, con participación de dos oficiales quienes harán ejerciLOBO DE MAR - Capítulo 46 Viaje No. 25
423
cios de prestidigitación y adivinación del pensamiento. Los actores para este caso vamos a ser Rosselli y yo. La cubierta del barco está alumbrada con grandes reflectores. Los pasajeros han sido dispuestos en círculo alrededor del improvisado palco escénico sobre el cual sube mi colega haciendo algunas pruebas de malabarismo, sencillas, cuyo propósito es el de despistar a los incautos para el número siguiente. Para dar principio a este: la adivinación del pensamiento; una comisión de cuatro pasajeros, de antemano aleccionada, pero aparentemente nombrada al azar y ad hoc al último momento por el Excelentísimo señor comandante, recibe el encargo de subir conmigo al palco–escénico, taparme ojos y orejas para impedirme ver u oír lo que se vaya tramando entre los pasajeros. Terminada esta operación, hechas las pruebas para demostrar que no hay engaño, la comisión me saca de allí, acompañándome hacia la popa, lejos de aquel sitio, mientras que al centro del espectáculo se reúne públicamente el consejo para decidir cuál es el problema que tendré que adivinar. En este instante, el comandante se recuerda que al comendador Pagella ya lo bautizaron, y por consiguiente le corresponde el honor de él también entrar a formar parte del jurado; lo hace llamar; satisfecho por el público honor, el candidato acepta. Quien propone una idea, quien otra, al fin, se ponen de acuerdo adoptando la sugerencia del Regio Comisario: –consígase un objeto muy raro y escóndase el mismo en algún sitio igualmente raro– (algunos comienzan a toser con malicia), por ejemplo, un huevo. ¿Dónde lo esconderemos? Una señorita que hace parte de la comisión propone: –debajo del sombrero del commendatore Pagella–. ¡Magnífica idea! Todos aprueban. Un camarero sale hacia la cocina y regresa con el huevo, que la dama coloca cuidadosamente sobre la incipiente calva del héroe, tapándolo luego con el sombrero. A continuación, hablando muy pasito, se hace correr la voz entre los espectadores, respecto de cuál es la adivinanza que tendré que resolver; ¡muy difícil! Mientras tanto, mi vendaje –que había sido preparado con arte y malicia–, principia a rendir el efecto esperado, logrado el cual, tendré que dar la señal de “listo”. Por encima de la piel, debajo del vendaje, me habían colocado dos pedazos de papel pergamino mojado, que al secarse mediante el calor del cuerpo, se agrieta, formando ranuras a través de las cuales alcanzo a ver aunque solamente en dirección hacia el suelo. Esto es suficiente, porque habiendo de ante-
424
mano estudiado el color de los pantalones y zapatos de Pagella, me será fácil por ellos localizar al individuo. Cuando ya percibo lo suficiente, doy la señal de listo, caminando como un sonámbulo, con los brazos tendidos horizontalmente en actitud “magnética”, haciéndome inicialmente sostener por algunos del jurado, voy poco a poco adelantando hacia el grupo de los espectadores. Para despistar, en principio, en lugar de acercarme a Pagella, voy al lado opuesto, entre otros pasajeros o pasajeras, procurando hilaridad a los espectadores, en el acto de que como ciego palpo cuerpos y caras de las personas al alcance de mis manos, fingiendo estar buscando un lápiz o un pañuelo y que estoy indeciso. Poco a poco me voy acercando a la víctima predestinada, que trata de escurrirse entre los pasajeros, pero cuyo cuerpo reconozco por el diseño de los pantalones. Lo agarro por detrás; con una mano voy palpándole exteriormente sobre el pecho, el cuello; de pronto, levantando la otra mano y rápidamente dejándola caer con fuerza sobre su sombrero, anuncio: –un huevo–. Cae el sombrero de Pagella; a la vista de todos, a la luz de los reflectores aparece el sujeto, confundido, obcecado, porque del huevo aplastado se le escurren por la cara arroyos de yema pegajosa…, mientras yo tomo la de Villadiego… Sería largo continuar describiendo los numerosos juegos y sorpresas que a diario continúan desarrollándose a bordo, para diversión de los pasajeros y alegría general. El 23 de febrero, con las banderas de pavesas desplegadas, el Principessa Giovanna hace su entrada inaugural en la bahía de Río de Janeiro. Quienes mucho han viajado dicen que esta capital es la segunda entre las bahías más bellas del mundo, siendo primera la de Sydney Australia, y tercera la del golfo de Nápoles. En realidad, siempre que se tenga la ocasión de admirar la entrada de Río, se queda uno subyugado por la magnificencia de su panorama. Es notable el contraste, que rara vez se encuentra en otras partes, formado por los cerros Pan de Azúcar, Botafogo y Corcovado, que caen a pique hasta el nivel del mar, y de allí se destaca una inmensa playa de finísima arena y de poca profundidad hasta gran distancia, en forma de semicírculo. Por la noche, cuando la avenida de mosaico que circunda la inmensa playa está alumbrada, el espectáculo es tan grandioso y fantástico que parece irreal; se imagina uno estar viendo otro mundo. La calle principal de Río, avenida Río Branco, así mismo pavimentada en mosaico, entre anchas hile-
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
ras de árboles y a todo lo largo adornada por lujosos edificios de estilo francés, presenta un cuadro de belleza sin rival. La vida es alegre, bulliciosa, lo cual se debe también a la temperatura tropical de esta zona. En resumen, Río de Janeiro, por su tamaño y su panorama es una de las ciudades más encantadoras y atractivas, que merece ser vista. Al día siguiente, salimos hacia Santos, hacia cuyo puerto se entra remontando el corto estuario de un río; este es el famoso centro cafetero en cuyos inmensos almacenes–depósitos que tienen capacidad para millones de sacos se reúne la cosecha procedente de la vecina región de Sao Paulo. El 24 de febrero por la noche dejamos Santos, seguimos directamente hasta Buenos Aires en cuya dársena entramos el 28 del mismo mes, saludados por las sirenas de los demás barcos, como es de costumbre en tratándose de que estamos en viaje inaugural. Durante la estadía en Buenos Aires me dedico nuevamente a pesquisas y averiguaciones sobre el eventual paradero de mi padre; sin resultado alguno. Aquí, la radiodifusión está apenas principiando, hay media docena de estaciones que a toda hora transmiten tangos y más tangos, que mucho están de moda. Recibimos las anunciadas visitas de periodistas, reporteros, fotógrafos, entrevistas; los diarios publican páginas enteras dedicadas a este nuevo paquebote; no está por demás mencionar que la propaganda
es pagada por los señores Delfino Hermanos, agentes del Lloyd Sabaudo en esta plaza. El comando, dizque para corresponder a la amable recepción que se nos ha dispensado por la capital porteña, da un par de fiestas de baile a bordo, con luminaria veneciana y muchos adornos, invitando autoridades y familias de alta representación social, ¡ché, todo es propaganda! El 10 de marzo, con cupo completo de pasajeros salimos para Europa. El 14 hacemos escala en Santos para cargar millares de toneladas de café; el día siguiente, en Río; y a continuación, sin novedades, manteniendo el mismo ritmo de alegría y fiestas a bordo, el 1º de abril llegamos a Nápoles, y el 2 a Génova, donde termina este viaje. En la oficina Marconi me entregan una carta de la dirección de la compañía, fechada en Roma el 9 de febrero (cuyo ejemplar adjunto al original de esta relación) por la cual se me informa que con agrado han registrado en mi archivo personal un “… encomio por la prontitud realmente admirable con la cual efectué el trasbordo desde el Lampo al Principessa Giovanna evitando así a este último una demora en su salida…”. Por lo visto en Roma no entienden cuál es la diferencia entre un barco petrolero a uno de pasajeros… Obtengo doce días de vacaciones y salgo para Pinerolo desde donde me propongo regresar a tiempo oportuno para volver a salir con el mismo barco.
Italo en Santos
LOBO DE MAR - Capítulo 46 Viaje No. 25
425
CAPÍTULO 47
VIAJE NO. 26 S/ S
PRINCIPESSA GIOVANNA
DE GÉNOVA A BUENOS AIRES Y REGRESO. Salida: 17 abril de 1.925 Regreso: 11 junio de 1.925 Comando: igual que el viaje anterior, pero 1º. Marconista: Michelangelo Affronti, de Palermo 3º. Marconista: Fabiani, de Gubbio (Siena)
E
ncuentro en Pinerolo a los míos, bien como de costumbre; la única novedad es que mi hermana Anita está de novia de un maresciallo (suboficial) del arma de caballería. Se llama Franco Tibaldi, es napolitano, unos cuantos años mayor que yo; tiene fama de ser un experto maestro de equitación, debido a lo cual tiene a su cargo el famoso picadero de Baudenasca, cerca de Pinerolo, donde hay grandes parques, pistas de carrera y de salto, centenares de caballos escogidos entre los mejores de pura sangre. Por razón de su oficio Franco a diario se codea con los generales o demás oficiales de alta graduación, a veces con el príncipe Umberto quien con su hermana Mafalda van allí a practicar equitación. Aunque no conozco a Franco y no tengo motivos para dudar de su bondad y seriedad, en principio me disgusta la idea del matrimonio de Anita porque me parece prematuro y porque nunca me pasó por la cabeza tener un cuñado de índole militar, con cuya profesión no simpatizo. Es la primera vez que se me habla de agrandar el círculo de nuestra pequeña familia; el problema me preocupa. Sin embargo, siendo mi estadía en casa,
426
como siempre, tan corta, resuelvo que mi parecer no tiene importancia; declaro que estoy listo para apoyar a mamá en lo que ella resuelva. Hablando con mamá acerca de las búsquedas inútilmente efectuadas en Buenos Aires, una vez más nos convencemos de que es inútil insistir en hacer pesquisas de mi padre. De regreso a Génova, el secretario de la Marconi me entrega un oficio de Roma (fechado 17 de abril) en el cual informan haber recibido una relación de comandante Turchi en relación con el magnífico servicio prestado por el suscrito durante el viaje inaugural del UXT y la excelente calidad de los aparatos; por todo lo cual nuevamente la Marconi me expresa sus agradecimientos y felicitaciones. Me parece pues que los asuntos se están poniendo bien para mí y que puedo abrigar la esperanza de que mi carrera en la compañía continuará mejorando en el futuro. Tengo que lamentar la despedida del colega Lepre quien ha tenido que ceder el puesto de 1º marconista de este barco a otro funcionario más anciano en el escalafón, este es, Michelangelo Affonti, parlemitano, buena persona, algo quisquilloso, receloso de figurar siempre como un perfecto caballero a la siciliana,
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
de conocimientos regulares en su profesión, admite que en algunos detalles de carácter técnico nada podría enseñarme. No es muy de mi gusto el que haya embarcado ahora un 3er. marconista, cuya adición entre el personal implica que en adelante no percibiré más las cuatro horas diarias de sobresueldo; en cambio no tendré ya que efectuar doce horas de servicio, sino las normales ocho horas diarias. Este tercer marconista (yo soy el 2º) se llama Fabiani, es algún año más joven que yo, de buena presentación, procede de Gubbio (Siena), es fascista, parece que de familia acomodada, y por ambos motivos es tan presuntuoso cuan inexperto. En la tarde del 17 de abril zarpamos con el Principessa Giovanna en su segundo viaje. Al día siguiente hacemos escala en Barcelona; continuando luego rumbo a Río de Janeiro. Nuevamente llevamos cupo completo de pasajeros; se inician a bordo las acostumbradas rutinas del servicio, y las tareas de preparar las fiestas y diversiones para el paso de la línea ecuatorial. Esta vez nos hace falta un tipo como Pagella, pero en cambio tenemos una compañía de artistas teatrales con varios cómicos y coristas, que se hacen cargo de mantener alegre y movido el ambiente. Pasadas las islas Canarias, entrando en la zona ecuatorial, durante una noche de poca brisa y mucho calor, un par de cómicos me pide permiso para acompañarme en la estación durante mi turno de guardia, dizque para aprovechar el fresco que se goza en la elevada sección de este puente. Accedo, previa recomendación de que tienen que evitar hacer ruido o hablar fuerte, pues el comandante Turchi duerme en el camarote contiguo, y si se despierta por culpa nuestra, podría al día siguiente llamarme la atención sobre mi falta disciplinaria siendo que no les está permitido a los pasajeros detenerse en la estación de radio, ni yo entretenerlos, más del tiempo necesario para el servicio de sus marconigramas. Poco después entra en la estación de radio el médico de a bordo doctor Marino, viejo chistoso y buen amigo quien viene también con la intención de quedarse un rato con nosotros. Por intercesión de él, permito que otros actores y actrices suban a reunirse con nosotros en la estación. Yo temo que en cualquier momento esta gente me arme la bulla y se despierte el comandante, pero me da valor la presencia del viejo médico cuya influencia puede servir para salvar en parte mi responsabilidad. Para atender mi súplica de que se mantenga el mayor posible silen-
cio, en un principio nos dedicamos a una sesión de espiritismo, en la que el Dr. Marino es experto en evocar espíritus y hacer bailar las mesas; pero a la hora de estar en ese ejercicio, para calmar los nervios resolvemos ponernos a echar cuentos. Para amenizar la sesión, Marino hace servir bizcochos y champaña; luego principia a relatar historietas chistosas. Cuando el médico concluye, tengo dificultad en obtener que se mantenga el relativo silencio en el ambiente: somos en total diez personas, la mitad mujeres, artistas acostumbrados a hablar duro, todos estamos que estallamos de las risas por el cuento, y al tratar de sofocar las fuertes risas, como siempre sucede, nos da aún mayor gana de reír… Después del médico, le corresponde a su vecino el turno de narrar bromas, éste es el jefe cómico de la compañía de artistas, quien empieza así: «… Había una vez en una familia una muchacha muy bonita, cuyo novio fue a pedirla para casarse. Habiendo sido su solicitud rechazada por los padres de la linda menina, el novio, desesperado, fue a conseguir el auxilio de una hechicera que después de haberle cobrado varios costos y centenares de milréis (moneda del Brasil) le entregó dos paqueticos rellenos de polvo, con la siguiente recomendación: –Espere usted una noche en que nadie se encuentre en la casa de su novia, acérquese a la puerta de entrada, métale en el agujero de la llave algo del polvo No. 1, y quédese allí cerca esperando, sin que lo vean, observando cuanto sucede. Después de que los padres de la nena se manifiesten dispuestos a dejar que ustedes de casen, derrame usted en la puerta algo del polvo No. 2, y así quedará terminado el hechizo–. Así lo hizo el novio, se puso al acecho, y una noche en que toda la familia de su prometida fue al teatro a ver la ópera, él se acercó a la puerta de la casa, colocó el polvo No. 1, alejándose luego esperando para observar. La particularidad de este polvo metido en la cerradura consistía en que hacía estallar de risas a quienquiera atravesara la puerta. Terminado el espectáculo de El Barbero de Sevilla, la familia hizo regreso a su hogar. Habiéndose quedado el papá algo retrasado mientras tomaba un trago, la primera en presentarse frente de la puerta fue la futura suegra quien tan pronto penetra al vestíbulo, ah, ah, ah, principia a desgañitarse de las risas (el cómico, que por ende es ventrílocuo, se pone a imitar las risas de doña Rosa). Felipa la muchacha, oyendo que su mamá ríe, se adelanta para preguntarle el motivo, pero se contagia LOBO DE MAR - Capítulo 47 Viaje No. 26
427
ella también, ih, ih, ih, mamá, ¿qué te sucede? Ah, ah, ah, contesta la vieja, llamen a papá. Sale el muchacho y vuelve de carrera con el viejo quien al momento estalla en un sonoro eh, eh, eh, seguido por el ah, ah, ah, de la matrona y el ih, ih, ih de la doncella. A continuación, no pudiendo suspender el coro de las carcajadas, los viejos envían el hijito a buscar un médico. Llega el esculapio: doctor buenas noches, ah, ah, ah; eh, eh, eh, ih, ih, ih; a lo cual, oh, oh, oh, agrega el médico apretándose la barriga por tanto reír. Entonces, los desdichados despachan el muchacho para que un sacerdote venga a impartirles la absolución. Llega el don Basilio con el breviario entre manos, pero tan pronto traspasa el umbral: su reverencia oh, oh, oh, ih, ih, ih; eh, eh, eh, ah, ah, ah; el buen padre entona: ¡uh, uh, uh! (llegados a este punto se nos comunica a nosotros el paroxismo de las risas contagiosas, que por escrito es imposible expresar pues se trata de una sinfonía de tonos que solamente un gran cómico es capaz de producir en forma tan hilarante mediante la ventriloquia y agregando «pernacchias» o «pernáquias» que son unos sonidos bucales muy comunes en el sur de Italia pero aquí desconocidos). Entonces el novio se acerca a la puerta, anunciando a los presentes: –si ustedes me dejan casar con Felipa, yo tengo el remedio–, –Si, Dios te bendiga, uh, uh, uh, oh, oh, ih, ih, eh, eh, ah, ah, ah–. El muchacho derramó el polvo No. 2, cesaron las risas, se casó, y así termina el cuento…» ¡Son las cuatro de la mañana, los presentes en la estación estamos congestionados de tanto reír. Los despido a todos para sus camarotes, rogándoles no hacer ruido, no vaya a despertarse mi capitán! Más tarde, a la hora del desayuno, viene el ordenanza del comandante diciendo que Turchi me ordena pasar por su camarote. Esta orden insólita, me sorprende y me preocupa. –Buenos días, comandante, a sus órdenes–. –¿Quiere usted hacer el favor de informarme, qué clase de servicio y qué diablo hizo usted anoche en la estación?–. –Pues, comandante, el servicio de siempre; solo que tuve una visita que no pude evitar, de los artistas y respectivo jefe cómico quienes, a pesar de mis recomendaciones hablaron seguramente demasiado fuerte…–. –¿Hablaron? ¡Diga usted que gritaron, lloraron, maullaron como si hubiera habido allí cien gatos! Qué diablos hicieron ustedes. Dígame la verdad, pues si tengo que castigarle deseo conocerla de la propia
428
boca de usted. ¡Qué hicieron y quienes estaban. Suelte la lengua!– –Por supuesto, castígueme señor comandante, pero lamento mucho lo ocurrido; ¡yo me temía que esto iba a suceder! Estaba el jefe cómico, con la prima donna, tres coristas, el galán joven, el empresario, el consueta, el Dr. Marino y el suscrito. Debido a que en cubierta hacía mucho calor, vinieron a buscar el fresco en la estación. Me pareció descortesía sacarlos. Luego, por orden del médico se les sirvió champaña, bizcochos, y principiaron a echar cuentos. Yo les suplicaba que hablaran pasito para no despertarle a usted, pero ese demonio de jefe cómico se puso a relatar una historia a base de risas de hombres, de mujeres, de niñas, de médicos y de curas, que él imita tan bien siendo ventrílocuo y entremezclándolas con pernáquias, y aquello fue el acabose… Perdóneme usted comandante si ahora mismo me dan risas pensando en el cuento de anoche, no es por falta de respeto a usted, que Dios me libre; es que aquello provoca hilaridad al recordarlo, a pesar de que me duela y me asuste el castigo que usted me anuncia. Quedose un rato serio y pensativo el capitán Turchi; luego, tomó la palabra: –El castigo que le voy a dar a usted es que queda encargado de lograr que el mismo grupo se reúna en mi camarote esta noche, después de la comida, y el jefe cómico me repita la misma historia con todos sus detalles. De lo contrario lo pondré a usted bajo arresto. Adviértales que yo me hago cargo del champaña, y si usted no tiene mucho trabajo en la estación, queda usted también invitado–. –Por supuesto, comandante, cuente conmigo, y muchas gracias–. Ya reanimado, salgo de allí; al tropezarme con el cómico, asumo la cara más triste posible. Me pregunta qué me pasa; le informo que el comandante acaba de imponerme un severo castigo por causa del bochinche que anoche hicieron en la estación, que no lo dejó dormir. El artista se apena, observa que no es justo que el punido sea yo; manifiesta su propósito de subir donde el comandante a interceder a mi favor. –No lo haga– le digo, –pues también le tiene ya preparada la sanción para usted–. –¿Para mí? Y ¿cómo puede castigarme?–. –¡Pues obligándole a usted y a su compañía a repetir la función esta noche después de la comida, en su propio camarote! ¡Que las botellas corren por su cuenta, y que si usted no accede nos destierra a todos!– –¡Trato hecho!– concluye el artista frotándose alegremente las manos.
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
A las diez de la noche, además del mencionado grupo, fueron arriba otros invitados, Stanzani, el comisario; la hilaridad estuvo al colmo en el camarote de Turchi quien a pesar de su aire marcial tuvo que soltar los botones del uniforme, para no reventarlos con sus homéricas carcajadas… Después de pasada la línea ecuatorial, el comando accede en desviar algunas cuartas de la ruta, con el fin de cruzar cerca de las islas de San Pablo y San Fernando de Noronha, dos grandes escollos en pleno océano, despoblados, salvo una colonia de penados. Después de avistada la punta de Recife, seguimos a lo largo de la costa brasileña, hasta entrar en Río el 4 de Mayo. Al día siguiente hacemos escala en Santos, y seguimos a Montevideo adonde llegamos el 8 de Mayo. Me apresuro a visitar y conocer esta ciudad capital del Uruguay, que bien se puede decir que representa todo dicho país puesto que tiene más habitantes que el resto de su territorio. Es de gran tamaño, un millón de habitantes, amplias avenidas y palacios dignos de estar en París. Rivaliza parcialmente con Buenos Aires, Sao Paulo y Santiago de Chile; es gran cuna de arte y progreso en Sur América. Me sorprende ver que en una plaza principal hay un monumento a la masonería; entiendo que aquí hay un centro de la misma. El 9 de mayo arrimamos al muelle de Buenos Aires donde todos nos vemos ocupados en atender amigos y compatriotas. El 19 del mismo mes volvemos a salir, el 20 tocamos Montevideo, el 23 hacemos escala en Santos demorándonos algunas horas para cargar gran cantidad de café; el 24 en Río, y de allí seguimos rumbo a Italia. Es un caso comprobado en la línea de Sur América, como en la de Nueva York, que durante las travesías de regreso no existe a bordo de los buques de pasajeros la misma alegría que en los viajes de ida. Entre los emigrantes que salen desde Europa en búsqueda de fortuna a las Américas, suele haber buen humor, espíritu artístico, cantos, bailes, músicos, pintores, en fin todos van con entusiasmo. Al regreso para Europa, los pasajeros parecen de otra raza: son callados, reservados, se dan aire de campesinos aristocráticos, a veces son petulantes, algunos están enfermos. Han «echo la América», como se dice para significar que han ganado y ahorrado mucho dinero, pero han perdido la salud. Esto es frecuente entre los emigrantes que regresan a Europa. A veces hay entre ellos personas melancólicas, que sufren o han sufri-
do tragedias de carácter sentimental, cuyo recuerdo les entristece el alma. Nuestra navegación de hoy en plena calma, ha sido improvisamente interrumpida por la señal de alarma de la sirena: hombre al agua. Estamos en pleno océano, cerca del Ecuador. Será una simple señal de prueba y falsa maniobra, tal como se acostumbra efectuar en cada viaje junto con las maniobras de incendio y de naufragio; ¿o será realmente un accidente? Debe ser esto último porque el barco está describiendo un gran círculo como para regresar sobre su estela de hace algunos minutos, luego paran las máquinas. Algo raro está sucediendo. El mar está calmado, solamente hay largas olas, sin espuma, lo que se llama mar muerto. Stanzani, con un piquete de marineros, está botando al agua una lancha, con la cual se alejan, buscando al naufrago. Desde la cofa, los vigías escrutan intensamente el horizonte, buscando dentro de la inmensidad de las olas, localizar la mancha de un cuerpo humano sobre el movible azul infinito. Al fin, lo han visto, lo señalan; en su dirección va el bote de Stanzani, a una milla de distancia. El Giovanna se mantiene inmóvil, para no perder la referencia, y también porque el movimiento de las hélices y consecuente remolino de las aguas podría ser perjudicial para el que se está anegando. De la cocina están echando pedazos de grasa blanca afuera borda, con el objeto de atraer hacia nuestro lado los eventuales tiburones. Me he subido al puente de comando entre los oficiales, con los binóculos prismáticos trato de ver el hombre al agua, pero solamente después de larga búsqueda y seguir la orientación que indican los vigías, alcanzo a ver una pequeña huella blanca, que aparece y desaparece… Por esa espuma se comprende que el naufrago está debatiéndose entre el agua. Ahora, con la tensión que existe en el ánimo de todos, se ha formado un gran silencio a bordo; entonces principiamos a oír como un grito llegado desde muy lejos, desde la superficie del mar; que se repite a cada tanto: ¡mamááá! Ya Stanzani con su lancha ha llegado al sitio donde aquel hombre aparece y desaparece entre las olas; nosotros desde el puente, con catalejo observamos la escena. Un marinero se lanza fuera del bote, para recoger al naufrago, pero este, en lugar de dejarse salvar, se resiste, trata de morder las manos del marinero… Entre dos hombres lo tienen ya mitad LOBO DE MAR - Capítulo 47 Viaje No. 26
429
fuera del agua, pero el suicida, porque de tal cosa se trata, vuelve a soltarse a fuerza de mordiscos, y desaparece en el agua, pero luego el inevitable espíritu de conservación vuelve a empujarlo a flote. Entre otras cosas se ve que este hombre es un formidable nadador. Renunciando a la idea de subirlo al bote, Stanzani lo enlaza con un cable y de este modo, a toda velocidad viene remolcándolo. El suicida se debate pero no logra zafarse del cable. Cuando llegan cerca de la borda del Giovanna, varios pasajeros creyendo serle útil para evitar que se ahogue le lanzan salvavidas: una lluvia de grandes y blancos aros de corcho. Stanzani y sus hombres tienen trabajo en defenderse y defender al naufrago de tantos proyectiles, pues si uno de esos aparatos les cae sobre la cabeza desde la altura de quince metros en que está nuestra cubierta, en lugar de hacerle un bien, se la puede partir… Finalmente, ya lo tienen embragado; el cable que lo sostiene es enganchado a la grúa que cuidadosamente sube al loco suicida que continúa dando patadas, mordiscos y puñetazos a diestra y siniestra… Sucesivamente, la grúa sube el bote con Stanzani y sus marineros. El Giovanna reanuda su marcha…
Empapado como está, el naufrago trata todavía de resistirse a los enfermeros y el médico quienes lo tienen circundado; pretende volver a echarse a la mar… Se ven ellos obligados a calzarle la camisa de fuerza, recluirlo en un camarote especial, todo embutido de colchones. ¿Quién es este pasajero loco? Un joven de veinticinco años, cuya esposa se le escapó recién casados en Buenos Aires, y que fracasado, regresaba a Italia. Durante el viaje, el recuerdo de sus desgracias aumentó su melancolía hasta que llegó el momento en que decidió suicidarse, y al hacerlo se enloqueció. En pleno día, sin preocuparse de que otros pasajeros lo vieran, tomó la carrera y llegado a la baranda del castillo de popa, de un salto se lanzó entre el vórtice de las dos hélices. Cualquiera se hubiera ahogado entre esos remolinos; en cambio, este loco que a pesar de querer suicidarse nadaba instintivamente, siendo buen nadador se mantenía a flote aún contra su propia voluntad, porque así sucede a los suicidas: quieren morir, pero el dolor y el instinto de conservación los domina… ¡Pobre diablo! El 10 de junio hacemos escala en Nápoles; y el 11, sin más novedades, entramos en Génova.
Carnet de la asociación de marinos fascista
430
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
CAPÍTULO 48
VIAJE NO. 27 S/ S
PRINCIPESSA GIOVANNA
DE GÉNOVA A BUENOS AIRES Y REGRESO. Salida: 1º julio de 1.925 Regreso: 22 agosto de 1.925 Comandante: igual que el viaje anterior
D
ebido a la necesidad de efectuar reparaciones, el Giovanna no volverá a salir de Génova antes de 20 días. Me preocupa quedar disponible en el puerto durante tanto tiempo, porque puede suceder que en cualquier momento Rollandini necesite de un marconista para un buque de carga y, no teniendo otro a la mano, al ver mi nombre en la lista del personal que se halla en el puerto me haga víctima cambiándome de destino; o que algún muy recomendado quiera tomar mi puesto… Hablando de estas cosas con el comandante Turchi quien sigue satisfecho de mi trabajo y concediéndome su valiosa simpatía, éste me dice: –no sea bobo, tome el tren, váyase a su casa, desaparezca de aquí. Déjeme únicamente su dirección por si acaso tengo que llamarle antes de la fecha prevista. En cuanto a la Marconi y a Rollandini, despreocúpese usted, déjeme a mí la responsabilidad; en caso de que le busquen yo diré que le he enviado en comisión a alguna parte–. Sé que puedo confiar sobre cuanto acaba de ofrecerme Turchi, porque este comandante tiene mucha influencia en la marina; la Marconi no se atrevería a contradecir su voluntad. Además, si Turchi obra así es porque desea que yo continúe haciendo parte del
estado mayor del Giovanna. De manera que, tranquilamente me voy a Pinerolo, sin que este tiempo cuente como vacaciones transcurro un par de semanas con los míos; aprovecho para cobrarle al Dr. Rocchietta e informarle en lo tocante a las ventas de Proton realizadas en Río, Santos, Montevideo, y especialmente en Buenos Aires. Casualmente me encuentro con Franco quien está siendo recibido en casa como novio oficialmente comprometido con Anita, cuyo matrimonio queda convenido para fin del año, corriendo de mi cuenta los respectivos gastos. El 1º de julio, con cupo completo, salimos directamente de Génova hacia Río de Janeiro. Son diecisiete días de navegación continua, sin escalas; es menester tomar precauciones para evitar que los pasajeros se cansen o se pongan de mal humor. Pues, mientras haya buen humor, hasta la comida, el camarote, el servicio, todo resulta óptimo o aceptable; tan pronto que el mal genio penetra en el ambiente, principian las quejas respecto de la comida; que los camareros no atienden; que los camarotes son malos, etc. Como quiera que en esta línea ecuatorial difícilmente hay mal tiempo exceptuando la eventual pamperada cerca de Buenos Aires, todo el mundo LOBO DE MAR - Capítulo 48 Viaje No. 27
431
come más que nunca; si no están siendo entretenidos con los juegos, el cine, los deportes, la piscina, los pasajeros no piensan sino en comer: desde la madrugada estudiando o criticando el menú del próximo almuerzo o de la comida; el comisario, el maitre y los chefs tienen que gastar cerebro para variar y presentar siempre nuevos platos. A veces, el maitre pierde la paciencia y egoístamente invoca a Neptuno para que envíe un gran temporal de un par de días…; solamente cuando la mayoría de los pasajeros se marea, tienen descanso las cocinas… y, entre otras cosas, ¡ahorran un montón de víveres! Piénsese qué significan quinientos o mil pasajeros que no comen durante algunos días, cuantos huevos, cuanta carne, leche, fruta y botellas de vino se ahorran; con la ventaja de que tales economías no van a favor de la sociedad del barco, sino que las contabilizan para ellos los encargados de la despensa, la denominada familia de Caín, quienes se reparten las utilidades y con ellas enriquecen sus propias familias… Acercándonos al Ecuador, nuevamente alista el comando las consabidas fiestas del paso de la línea; como siempre, al suscrito y a Affronti queda encomendada la comisión de representar un número de transmisión del pensamiento. En ésta ocasión vamos a servirnos para ello del alfabeto Morse, que es nuestra especialidad y que nadie que no sea marconista puede entender o descubrir el truco. La «telepatía»… la ponemos en obra de la siguiente manera: estando el público reunido alrededor del palco escénico, el suscrito es vendado en los ojos y oídos y colocado sentado en el centro del teatrico. El vendaje que me colocan en la cabeza es tan grande que me tapa también toda la cabellera. Este se hace así adrede porque forma parte del engaño. El otro operador, Affronti, circula entre el público para facilitar que cualquier persona le murmure al oído una frase, o se la de a leer escrita sobre un papelito. Luego Affronti regresa al escenario, se me acerca, y manteniéndose perfectamente mudo, extiende sus brazos en la impresionante actitud magnética, hasta tocar mi cabeza y colocar sus manos debajo de mi vendaje mientras dizque me transmite el fluido de su pensamiento: inmediatamente yo anuncio la frase o pensamiento que le había sido comunicada por el espectador. Las pruebas se repiten, todo el mundo quiere ensayar, el experimento nunca falla, quedando los espectadores asombrados o intrigados, incapaces de comprender cómo se lleva a cabo el milagro, que aquí explico para satisfacer la curiosidad del lector:
432
cuando Affronti coloca sus dedos debajo del vendaje en mi cabeza, en forma que es invisible para el público, apretando el índice sobre mi cuero cabelludo, y luego levantándolo ligeramente, de manera rítmica según el código Morse me «transmite» de veras su pensamiento, aunque no por magnetismo sino como si estuviera transmitiendo un mensaje al manipulador telegráfico; yo leo pues mediante proceso táctil sobre mi cabeza los invisibles movimientos de presión del índice de Affronti y repito en voz alta cada palabra. Este juego es fácil, pero solamente pueden desarrollarlo quienes sepan bien el alfabeto Morse. Por su parte, el médico Marino es especialista en inocentes juegos de sociedad, entre los cuales figura el clandestino y el caleidoscopio. Este último es un aparatito en forma de tubo, en el cual se mira como si fuere un anteojo o pequeño telescopio; dentro del tubo hay pedacitos de vidrio de colores y varios espejos o prismas que reflejan desde diferente ángulo la misma imagen resultando así un conjunto de dibujo armónico como suele ser el de los cristales. Se le da vueltas al tubito; con el movimiento de los pedacitos de vidrio las figuras asumen nuevas formas y dibujos con colores de suma belleza. Estudiando el ambiente de los pasajeros, descubierto alguien que pueda aunque en mínima parte cargarse el rol de Pagella, los colaboradores de Marino organizamos un círculo de espectadores procurando que en el mismo queden incluidas brillantes señoras y señoritas; cuando ya es el momento oportuno, aparece en la cubierta el médico con su aparato, pasa Marino a otro cliente –que también sabe en qué consiste el juego–; éste también manifiesta su asombro. ¡Otro, anuncia que acaba de ver a la Venus de Milo completa de todas sus partes! Principian los pasajeros vecinos a interesarse, ellos también quieren ver en el aparato; el médico se lo presta al tiempo que les susurra como deben ayudar al engaño. Finalmente, se acerca la predestinada víctima; el médico, diciendo: –qué injusticia, a todo el mundo se le deja mirar y a éste amigo no–, le coloca el instrumento sobre el ojo, al tiempo que apretando un botón hace salir un aro de paño embebido de negrohumo. El paciente, que estaba ingenuamente mirando dice que no ve nada, el médico protesta que seguramente ese ojo no está bien enfocado, y le traslada el tubito sobre el otro ojo. Tampoco por ese ojo ve el incauto, pero cuando el médico le retira el aparato de cerca de su cara, aparece la víctima con dos ojeras negras; todo el mundo rió, sin que el otro adivine el por qué…
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Otra diversión del género burlesco consiste en la «silla eléctrica». Entre los asientos ubicados en el puente para uso de los pasajeros, hay uno en el centro que tiene guarniciones metálicas en los brazos. A dichas guarniciones he conectado un alambrito invisible que sube a la estación de radio, al transformador de alta frecuencia. Un oficial va a sentarse en aquel sillón y se queda cómodamente un buen rato, teniendo la advertencia de no apoyar las manos desnudas sobre las guarniciones metálicas de los brazales. Inicia conversación con algunas pasajeras y hace que estas se acomoden en los asientos vecinos. Espera luego a que se acerque algún don Juan, que siempre hay; entonces, lamentando tener que ausentarse por motivos de servicio, se levanta, ofreciendo el puesto al galante joven quien con mucho gusto se instala en la butaca entre las damas. De pronto, sin darse cuenta, al conversar moviendo las manos, toca el metal del asiento, recibe un choque, da un pequeño brinco… –¿Qué le pasa?– preguntan las señoras, que saben el juego. –Nada–, y vuelve a sentarse; pero a los pocos minutos se repite la escena. Cuando finalmente alguien comprende que esa es una «silla eléctrica», desde la estación desconectamos la corriente, hasta la próxima vez. No teniendo más cosas que fabricar durante el viaje, me dedico a reflexionar acerca de los varios inconvenientes de servicio registrados durante el viaje meditando sobre cómo sería fácil eliminarlos, si la humanidad tuviere más sentido común. Por curiosidad y como pasatiempo durante las horas de guardia nocturna, me he puesto a redactar lo anterior en forma de cuadro, o tabla. Casualmente, una noche mientras durante el servicio estoy trabajando en completar dicho cuadro, entra en la estación el comandante Turchi; viéndome atareado con escuadras, compases y mapas, me pregunta qué diablos estoy haciendo. Sencillamente le informo: –he anotado en esta tabla los grandes inconvenientes que por incomprensión recíproca o por falta de iniciativa ocurren en las radiocomunicaciones internacionales, así como la manera de corregirlos si nuestros directores no estuvieren momificándose y manteniendo las mismas normas de hace treinta años cuando Marconi hizo el invento…–. –¿Qué piensa hacer con este trabajo?–, pregunta Turchi. –Pues, no sé; probablemente archivarlo o echarlo a la basura porque si ésta crítica la conocen mis superiores, aún cuando sea constructiva, no la aceptarán sino castigarán mi atrevimiento…–.
Turchi ojea rápidamente el texto, y comenta: –Yo no entiendo nada de radio, pero me parece ver que este es un estudio serio, que sería error no utilizarlo. ¿Por qué no lo envía usted a su dirección de la Marconi en Roma? Sé que el marqués Solari su director es persona comprensiva; además, puedo hacer recomendar su trabajo por mi director del Lloyd Sabáudo, el marqués Délapenne. Si este estudio puede resultar de provecho para el progreso de las radiocomunicaciones yo creo que la Marconi tendrá interés en conocerlo e inclusive premiarle a usted. Por mi parte, como le digo, estoy dispuesto en apoyar y recomendar su obra–. –Muchas gracias, comandante; acepto su amable oferta. Pero todavía hay algo que me detiene; como usted sabe, yo tengo aquí categoría de 2º marconista, el señor Affronti es el 1er marconista, siendo yo su subalterno. Si yo hago un trabajo destinado a Roma, pasando por encima de mi superior Affronti y sin que él intervenga, por lo menos se disgustará o sufrirá celos dicho superior. De manera que yo quisiera poder hacer lo siguiente: hacerle conocer este proyecto a Affronti, y si él no tiene inconvenientes, pedir su colaboración a fin de presentarlo como un estudio hecho entre los dos y firmándolo ambos. ¿Cree usted comandante, que mi idea será así más viable? –Desde luego, aunque sea una lástima que usted haga figurar otra persona y así entregue a otro unos méritos que son únicamente de usted. Pero si usted lo prefiere así, tendré mucho gusto como le digo en cooperar y hacer llegar esta relación a Roma–. La mañana siguiente, comunico a Affronti todo lo anterior; éste se manifiesta complacido de colaborar conmigo en el trabajo emprendido; por consiguiente nos ponemos a redactarlo en limpio, en forma oficialmente presentable, firmado por ambos. Teniendo que darle un título a la obra hemos escogido el siguiente: «Proyecto de observaciones y recomendaciones por formular en una próxima Convención Internacional de Radiocomunicaciones». Los puntos principales del proyecto son: 1. Abolición de los aparatos transmisores del tipo de ondas amortiguadas y reemplazo por otros de ondas continuas (válvulas) en las estaciones costaneras. 2. Adopción, en los barcos, de transmisores de chispa por sistema de discos o de válvulas, y gradual abolición de los de onda muy amortiguada. 3. Prohibición a todas las estaciones, ya sean ellas costaneras o de barcos, de transmitir su tráfico en la onda de 600 metros; ésta tendrá que ser utilizada únicamente para llamadas. LOBO DE MAR - Capítulo 48 Viaje No. 27
433
4. Adopción de nuevas ondas para la transmisión del tráfico, a fin de que varias estaciones puedan trabajar simultáneamente en una misma zona, sin interferirse mutuamente. 5. Establecimiento para cada estación costanera, de horas de llamada general a los barcos (CQ) e inscripción de tales horarios en la nomenclatura que publica la oficina de Berna. 6. Suministro obligatorio del radiogoniómetro a todos los barcos que tengan que navegar en zonas infestadas por frecuentes neblinas. El trabajo completo estará listo para cuando lleguemos a Génova. Al entrar en Nápoles el 21 de agosto tengo la agradable sorpresa de encontrar a mi hermano Mario esperándome en el muelle; está en uniforme, pues se halla estacionado aquí cumpliendo servicio militar como agente aduanero. Nos abrazamos, observo que tiene el buen gusto de vestir relativamente elegante, dentro de los límites permitidos por el reglamento. Lo presento a los demás oficiales, noto que Mario se siente orgulloso de ver este hermano suyo en real función de oficial en lujoso paquebote; a pesar de que tiene mucha presencia de espíritu, casi se confunde cuando lo invito al salón comedor con los demás colegas del estado mayor. Tan querido; con cuanta satisfacción lo cubro de regalos, atenciones, dinero,
para que la vida militar le sea más llevadera aquí durante mi ausencia. Nos despedimos dándonos cita hasta dentro de un par de semanas cuando volveré a pasar por aquí con el Principessa Giovanna. El 22 de agosto termina el viaje en Génova. De acuerdo con lo convenido con el comandante Turchi, le entrego el proyecto internacional de radio, firmado por mí y por Affronti, para que amablemente lo haga llegar a destino por conducto de su dirección; luego, el mismo comandante me autoriza –como en el viaje anterior– a irme de vacaciones a Pinerolo, hasta el momento en que el Giovanna esté para zarpar. Vuelvo pues a pasar algunos días alegres entre los míos. En el momento en que alisto maletas para regresar a Génova, mamá me encomienda una familia de vecinos que quieren darme un encargo para Buenos Aires. Me pongo a la orden de dicha familia: una señora, cuyo hijo se halla en Buenos Aires y del cual hace varios meses no tiene noticias; me entrega una carta para el mismo, dándome la respectiva dirección; suplicándome hacer lo posible para ir a conocerlo, ver como está de salud, de trabajo, de finanzas, traerle a ella noticias a mi regreso, o escribírselas por correo. Le prometo que con mucho gusto cumpliré con su deseo. Al día siguiente tomo el tren hacia Génova.
Principessa Giovanna
434
Memorias de un marconista de mar y tierra t Italo Amore
Este libro se termin贸 de imprimir en los talleres bogotanos de La silueta ediciones en el mes de diciembre de 2004 www.lasilueta.com
Memorias de un marconista de mar y tierra
Italo Amore
Memorias de un marconista de mar y tierra
El 20 de julio del año 1.942, empecé a escribir estas memorias, para mis hijos, en la suposición de que cuando sean grandes les interese conocer la historia de su papá. En principio creí posible cuidar la redacción para que resultara en un castellano aceptable, pero a los pocos capítulos me di cuenta de que tal resultado era superior a mis posibilidades: las páginas iban sumándose lentamente, como para no acabar nunca. Dejé entonces de un lado las veleidades literarias, contentándome con dejar relatados a la carrera, como borrador, los hechos en cuestión.
Italo Amore
Tomo 1
Tomo 1