Ambición

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Capítulo

Uno

I Mientras caminaba hacia el detector de metales, en el vestíbulo del tribunal penal del Condado Cook, el corazón de Tom O’Sullivan latía tan fuerte, tan rápido y tan alto que casi temía que un ayudante del sheriff lo escuchara. O que alguien viera el sudor en su labio superior. O que su sonrisa embarazosa, un intento de actuar de manera natural, levantara sospechas en un guardia de seguridad. A través de los años el abogado Thomas Ryan O’Sullivan III había entrado en el achaparrado edificio de concreto por el lado oeste de Chicago y en innumerables ocasiones lo había hecho para defender a traficantes de drogas y secuaces de segunda clase acusados de delitos graves. Pero en esta ocasión era diferente, hoy este vástago de la familia que una vez fuera poderosa en la política, venía a cometer un delito mayúsculo por su cuenta. Un ayudante del sheriff recogió el maletín de Tom del lugar de la mesa donde lo había dejado para que lo inspeccionaran. 11

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El ayudante lo miró brevemente a los ojos, había un indicio de reconocimiento y el oficial ni se molestó en abrir el maletín. Tom descansaba en el hecho de que pocas veces los abogados llamaban la atención de las fuerzas de seguridad, sobretodo los asiduos visitantes como él. —Buen día, abogado —dijo el ayudante y lo saludó con la cabeza mientras entregaba a Tom el maletín cuando salía del detector de metales. Tom no se demoró. —Que lo pase bien —dijo agarrando su maletín con una mano mientras que con la otra sacaba del recipiente plástico su reloj y las llaves del auto. Dio una vuelta y caminó rápidamente hacia el elevador. Sus pasos hacían eco en el cavernoso pasillo y se obligó a aminorar la marcha. ¿Todavía me estará mirando el ayudante? ¿Debí haber charlado con él unos minutos? Y las cámaras de seguridad, ¿estará alguien viendo adónde voy? Cuando llegó al elevador echó una ojeada a la entrada. El ayudante estaba ocupado registrando a un acusado que había llegado para el juicio. Tom suspiró profundamente, metió sus efectos personales en el bolsillo y apretó el botón para llamar al elevador. Sacó un pañuelo y se secó el sudor que le corría por debajo de la pequeña onda de cabello castaño rojizo que le rozaba la frente. ¿Cuántas veces su padre había enviado pandilleros, como los que Tom por lo general representaba, en misiones clandestinas como esta?, se preguntaba. Era la primera vez que se había permitido contemplar semejante pensamiento. Él prefería recordar a su padre como lo había visto cuando era pequeño: poderoso, con muchas relaciones, merecedor de reconocimiento y admiración universal. Trataba de suprimir los recuerdos en cuanto a la manera en que terminó la vida de su padre: la deshonra y la ignominia, toda la familia sepultada en la humillación. Y ahora, aquí

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estaba él, revolcándose en la misma corrupción, en el último lugar donde él jamás esperó encontrarse. Más que nada lo que Tom quería era correr, esconderse, escapar, cancelarlo todo. Pero sabía que no tenía alternativa. Y eso, de manera malévola, le brindaba cierto consuelo. La decisión se había tomado. No había manera de retractarse. Las consecuencias de abandonar su misión iban más allá de su imaginación. Le dio un tirón a las solapas para estirar el traje gris de rayas. Lo único que podía hacer a estas alturas era concentrarse en que no lo agarraran.

II Garry Strider se dejó caer en un reservado de vinilo color marrón en Gilke’s Tap. —Lo de siempre —le dijo al cantinero—. Manténlo lleno, Jerry. El lugar estaba prácticamente vacío. Jerry miró su reloj, un poco pasadas las tres, y dejó escapar un silbido. Se preparó un whisky J&B con un poco de agua y lo llevó hasta la mesa, luego se metió en el asiento frente a su cliente de mucho tiempo. —¿Ya almorzaste? —preguntó Jerry—. ¿Quieres una hamburguesa? Strider no escuchó las preguntas. —Es increíble. ¡Increíble! —dijo engulléndose su trago. Durante diecisiete años Jerry había tenido una taberna minúscula ubicada de manera estratégica entre las oficinas de los periódicos Chicago Tribune y el Chicago Examiner. Durante ese tiempo había aprendido más sobre los periódicos que lo que jamás sabrían los catedráticos de periodismo. Para él, las pistas de este día en particular estaban claras:

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era la media tarde de la primera semana de abril y daba la impresión de que el periodista jefe de investigación del segundo periódico más grande de la ciudad podría suicidarse de un momento a otro. —Entonces —dijo Jerry—, ya anunciaron los Pulitzer. Strider se tomó el resto del trago y se quitó los espejuelos de armadura metálica, los tiró sobre la mesa y se masajeó el puente de la nariz, tenía los ojos cerrados. —Trabajamos dieciocho meses en esa serie —dijo, hablando más consigo mismo que con Jerry—. Demostramos que el pésimo trabajo forense del laboratorio de la policía de Chicago había echado a perder varias docenas de casos criminales. Montones de casos. Liberaron a dos tipos de la pena de muerte. Siete policías renunciaron y un jurado de acusación está investigando. Es posible que todavía agarremos al jefe. Ganamos todos los premios del estado. ¿Qué más tenemos que hacer? Jerry sabía que se imponían más tragos. Se fue tras la barra mientras Strider seguía hablando. —¿Y a quién se lo dan? Al Miami Journal por una serie sobre los hogares de ancianos. Por favor, ¿hogares de ancianos, a quién le importa eso fuera de la Florida? Jerry puso otro trago en la mano de Strider y dejó caer un tazón con galletas saladas. —¿Te acuerdas de Shelly Wilson? —continuó Strider—, ¿la pelirroja de buenas piernas? —Ah, sí, a ustedes dos los tuve que separar un par de veces. Strider lo miró enojado. —No me digas que ella se lo ganó. —Cuando la contraté, ella era una recién graduada —dijo Strider—. Yo le enseñé todo: el trabajo clandestino, los instrumentos públicos, la búsqueda en la Internet, cómo sacarles a los informantes. Tal vez la enseñé demasiado bien. Ella me botó y se fue corriendo al Journal donde le ofrecieron más

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dinero y su propio equipo. Y ahora me vuelve a dar la mala. Jerry movió la cabeza. Su amigo lo hacía sentir muy mal. Strider siempre había estado enfocado en ganar un Pulitzer, así era desde que lo conocía, aunque nunca lo había querido reconocer abiertamente. Los dos lo sabían: un Pulitzer, como ninguna otra cosa, le daría un empujón a la carrera. Significaba una oportunidad en el New York Times o en el Washington Post. Se convertiría en una orgullosa etiqueta durante el resto de la vida de un periodista: «En su discurso de graduación en la Universidad de Harvard, Gary Strider, periodista ganador del premio Pulitzer dijo ayer bla, bla, bla…» Algún día estaría en el encabezamiento de su obituario. Y lo más importante, echarle mano al Pulitzer le quitaría a John Redmond de encima. Exigente e inexorablemente arrogante (y sí, ganador de un Pulitzer en 1991), Redmond pedía grandes resultados al grupo investigador de Strider que era de tres personas. Su disposición para dejar que Strider pasara mes tras mes en una sola serie de artículos se basaba en que él trajera al periódico un prestigioso Pulitzer. Ahora que otra vez había fallado al no ganar el grande, no veía con claridad lo que le aguardaría en el futuro. ¿Le darían otra oportunidad? Los periódicos estaban reduciendo el número de periodistas investigadores en todo el país. Cuando la economía se ponía difícil, a menudo estos eran los primeros en quedarse fuera. —¿Ya se lo dijiste a Gina? Strider se puso los espejuelos. —Sí, la llamé. Ella me escuchó y se condolió. ¿Qué más podía hacer? Entonces dijo que tenía una noticia que darme. —Terminó el trago y aguantó el vaso para llenarlo otra vez— increíble.

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III En el cuarto piso del edificio del Tribunal Criminal, Tom O’Sullivan caminó hasta la puerta de la sala del tribunal del juez presidente Reese McKelvie. Agarró el picaporte de bronce y entonces se detuvo, apretó fuertemente los ojos. ¿Cómo llegó a este punto? ¿Cómo fue que todo saliera tan mal? Él era un candidato muy poco probable para algo así. Durante gran parte de su existencia había llevado una vida envidiable, nunca había tenido que trabajar duro, nunca había tenido que preocuparse por su futuro. En Chicago, el apellido O’Sullivan había sido clave para abrir cualquier puerta por la que valiera la pena pasar. El legado O’Sullivan se remontaba a Ryan, su bisabuelo, quien emigró de Irlanda en 1875 e intimidando a otros se buscó un trabajo como organizador de la nueva Federación Norteamericana de los Obreros. El hijo mayor de Ryan, Big Tom O’Sullivan, fue el primero en llegar al mundo de la política en Illinois. Sociable y muy desenvuelto, maniobrero y carismático, Big Tom se abrió paso en la facultad de derecho y luego se hizo famoso al defender a seis adolescentes irlandeses a quienes les tendieron una trampa por el asesinato que en realidad cometió un policía fuera de servicio. Cuando el concejal de su subdivisión mayoritariamente irlandesa murió de cáncer, Big Tom ocupó el cargo arrastrado por una ola de popularidad. Con el paso del tiempo consolidó su poder de manera sistemática. La sabiduría callejera que había recibido de su padre, mezclada con su exuberante personalidad, le hacían un líder irresistible. Su posición en la política de la subdivisión continuó hasta su muerte en 1957. Su hijo, el padre de Tom, se mezcló a la perfección en la maquinaria de la política de la subdivisión durante los últimos

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años de la vida de Big Tom, pero sus ambiciones eran mayores. Un año después de la muerte de su padre eligieron a Tommy Junior para la Asamblea General de Illinois. Aunque no era tan afable ni tan locuaz como su padre, era igualmente hábil en manipular las palancas de poder. Después de tres períodos avanzó fácilmente al senado estatal donde ganó el control de importantes comités relacionados con las asignaciones presupuestarias y el transporte. En Chicago, crecer como un O’Sullivan implicaba que todas las puertas se abrirían para el hijo tocayo de Tommy Junior, su único heredero varón. Tom había aprendido con rapidez que la mediocridad era más que suficiente en un mundo que giraba alrededor de su padre, un hombre de muy buenas relaciones. Durante su tiempo en la universidad se la pasaba en fiestas y usó la influencia de su padre para entrar en la facultad de derecho. Pero entonces, de la noche a la mañana, todo se derrumbó cuando el diario Examiner reveló que habían descubierto al padre de Tom patrocinando una propuesta de ley cuyo único objetivo era tener un impacto negativo en determinada industria para que a cambio esta buscara «un pago» para eliminar dicha legislación. Los titulares salían con desenfrenada rapidez a medida que se multiplicaban las acusaciones. Los contratistas le dijeron al gran jurado que Tommy Junior le había dado los proyectos de construcción de autopistas a sus amigos a cambio de una participación en las ganancias. Era la clásica corrupción tipo «dando y dando» de Illinois. La investigación que dirigía Debra Wyatt, una fiscal federal muy tenaz y decidida a hacerse de renombre, en poco tiempo se diseminó como el cáncer. El senador nunca habló de la investigación con Tom ni con sus hermanas. Lo único que supieron por él fue que un domingo en la mañana cuando

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entró a la cocina, se los encontró leyendo el Examiner. —Mentiras —masculló sin levantar la vista—. Wyatt quiere ser gobernadora, eso es todo. Entonces vino el acta con los diecisiete cargos: fraude postal, evasión de impuestos, extorsión, crimen organizado. La salud de Tommy Junior se desplomó. Y fue entonces cuando los fiscales aumentaron la presión. Ven al gran jurado, le susurraba Wyatt al oído, e involucra a cada uno de los amigos. Te haremos un trato. Nadie esperaba que él presentara pruebas de cargo hasta que un reportaje de Garry Strider, basado en algo que dejaron filtrar los fiscales, apareció en primera plana en el Examiner, alegando que el senador había accedido a contarlo todo. Lo de la información filtrada era una mentira diseñada para ahuyentar a los amigos de Tommy Junior de manera que se sintiera aislado y más propenso a testificar en contra de sus colegas. Podía haber gritado desde el techo del John Hancock Center que él no estaba cooperando con las autoridades y nadie le hubiera creído. Su destino como el paria más grande de la política estatal estaba escrito. Pero antes que la historia estuviera en la calle, en menos de 72 horas, Thomas Ryan O’Sullivan Jr. murió de un infarto masivo. Todavía Tom culpaba a Debra Wyatt y al Examiner por mandar a su padre a la tumba antes de tiempo. Tom apenas logró terminar en la facultad de derecho y todavía ni sabía cómo lo había logrado. El apellido O’Sullivan se convirtió en un veneno político. Obtuvo el título en su primer intento, pero entonces nadie lo contrataba. Acabó por abrir su propia oficina y aceptar casos criminales ordinarios, cualquier cosa para pagar las cuentas. Solo una cosa todavía le recordaba que estaba vivo: el juego. La emoción de hacer una apuesta, el arrebato de un eterno optimismo creyendo que en esta ocasión sí: este caballo, estas

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cartas de la baraja, este tiro de los dados. Solo que cada vez perdía más, el precio cada vez más alto a medida que su pozo financiero se hacía más hondo. Ahora, al abrir la pesada puerta de roble del juez presidente, estaba corriendo el mayor riesgo de su vida. Y todas las probabilidades estaban en su contra.

IV El café de Jerry fue bastante bueno para quitar el zumbido de la cabeza de Garry Strider. La caminata por el aire fresco hasta el frente de su casa en la zona de DePaul también le ayudó. Pero al abrir la puerta de la casa y ver el sofá de la casa convertido en cama, bueno, eso por fin le devolvió su agudeza mental. —Eh… ¿Gina? —llamó mientras cerraba la puerta tras sí. Ella salió del cuarto, llevaba una almohada y una funda recién lavada. En ocasiones se volvía a sorprender al ver su belleza lozana, ¿cómo fue que tuvo tanta suerte? Strider se preparó, suponía que ella lo iba a castigar por su borrachera. En cambio, le sonrió y lo saludó con un rápido beso en la mejilla. —Hola, Strider —le dijo, todo el mundo le decía así—. Lamento mucho lo del Pulitzer. De verdad que son unos tontos. ¿Estás bien? —Es un desastre —dijo él—. ¿Alguien viene a pasar la noche? Gina vistió la almohada y la tiró sobre el sofá. —No, cariño. Escucha, tenemos que hablar. ¿Ya comiste? Hay lasaña que puedo calentar. —Entonces, ¿por qué el sofá? —¿Quieres un sándwich? —Quiero saber por qué el sofá. ¿Qué está pasando? Gina suspiró y acomodó su esbelto cuerpo en el borde del sofá.

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—Mira, siéntate —le dijo mientras Strider se sentaba en un sillón reclinable. Ella pensó durante un momento y luego señaló hacia la cama improvisada—. Esto es para mí. Antes de que Strider pudiera interrumpir ella añadió: —Mira, no te pongas nervioso. El mundo no se va a acabar. Solo que… bueno, me parece que debemos tranquilizarnos un poco, al menos físicamente. No es para siempre… solo… bueno, si nos casamos. Para Strider esto no tenía sentido. —¿Y eso qué cosa es, los años 50? ¡Hace casi un año que vivimos juntos! ¿Y ahora, de repente, no quieres que durmamos juntos? Si esto es presión para que nos casemos… —No, no es eso. Es decir, sí, tú sabes que me gustaría casarme. Pero me doy cuenta que no debemos seguir, bueno, con intimidad hasta que, vaya, hasta que sea oficial. Es… es lo que me parece. Él no respondió y Gina continuó: —Strider, yo te amo. Siento que esto pase luego de un día tan malo para ti. No estoy diciendo que no debamos estar juntos, estoy diciendo que no debemos seguir compartiendo la misma cama. Al menos no durante un tiempo. —Entonces, ¿tú vas a vivir aquí afuera? Ella suspiró. —No, me voy a mudar con Kelli y con Jen. —¿Me dejas? —dijo Strider poniéndose de pie con los ojos clavados en ella. —No, no te dejo. —Gina se puso de pie para mirarle a la cara—. Quiero que estemos juntos, no solo que vivamos juntos. No hasta que nos casemos, y yo estoy lista para hacerlo cuando tú lo estés. No es cuestión de separación, es cuestión de hacer lo que es correcto. —¿Lo que es correcto? —Eso aumentó las sospechas de Strider—. ¿Y de dónde salió todo eso? ¿Tiene algo que ver con la

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iglesia a la que Kelli te ha estado arrastrando? ¿De eso se trata? Las lágrimas asomaron a los ojos de Gina. Ella detestaba que Strider le alzara la voz; le recordaba las diatribas de su padre borracho cuando ella era pequeña. Lo menos que quería era llorar. Strider, ablandado por sus lágrimas, la atrajo hacía sí. —Amor, ¿qué es esto? —le preguntó en un tono más suave. Ella respondió al abrazo y ahora las lágrimas le corrían. —Yo sé… que todo el mundo vive junto —le dijo entre sollozos mientras mantenía la cabeza apoyada en el hombro de él, parecía más fácil hablar sin mirarle a la cara—. Pero he estado pensando mucho sobre las relaciones, el amor y el sexo. El pastor de la iglesia de Kelli ha estado enseñando al respecto y creo que tiene razón en algunas cosas. Garry, yo no quiero perderte. Vamos a probar así un tiempo, ¿por favor? A Strider le hervía la sangre pero tenía suficiente tino como para no discutir con Gina cuando ella estaba así de sentimental. Y en realidad no la culpaba, todavía ella era joven, impresionable. No, lo que él quería saber era quién era este santurrón predicador para meterse en sus vidas. ¿Qué tipo de basura fundamentalista estaba pregonando? —Por favor —susurró ella. Strider no sabía qué decir. —Gina … —él se separó un poco, la sostuvo por los hombros y la miró a los ojos—. Gina, este no es un buen momento. —Nunca hay un buen momento. Pero busquemos una solución. No es el final, es solo una nueva etapa. Strider se embebió de su presencia. ¡Sí que era bella! Aquellos ojos café intenso. A él le encantaba la manera en que su cabello oscuro y corto, matizado de castaño rojizo, quedaba de forma tan natural como al descuido. Ahí mismo supo que no quería perderla, pero no sabía si podría hacer que siguieran juntos.

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En muchos sentidos ellos eran una pareja insólita. Se conocían desde hacía dos años, cuando Gina, una maestra de escuela primaria que había escrito algunos cuentos cortos en la universidad, fue a la Universidad Loyola a un taller que ella pensó sería sobre creación literaria. Pero el seminario, que patrocinaba el periódico Examiner, en realidad se enfocaba en escribir artículos para periódicos y revistas. Strider, el orador principal, obsequió al público con anécdotas sobre sus coloridas hazañas en el periódico y nunca dejó de ser el héroe de sus propias historias. Después ella reconoció haber pensado que él era arrogante. Él, que la divisó en el pequeño grupo, pensó que era bonita e intuitiva, había hecho las preguntas más provocativas de la mañana. Después él la invitó a tomar café. Lejos del centro de atención él se sintió más cómodo con ella y conversaron mucho sobre el interés que ella tenía en la enseñanza y las letras. Conversaron sobre sus libros favoritos (el de él: Todos los hombres del Presidente, el catalizador que alimentó su interés en el periodismo investigativo cuando estaba en la universidad; el de ella: Matar a un ruiseñor, que descubrió cuando estaba en la secundaria y le restauró su esperanza en la dignidad humana y la justicia). Se reían fácilmente, las pausas en su conversación eran elocuentes en lugar de incómodas. La diferencia de edad, ella tenía 29 y él 41, parecía evaporarse. A Gina le atrajo su apariencia ligeramente desaliñada: su saco sport de pana estaba un poco arrugado, su corbata de un rojo oscuro un poco anticuada, sus vaqueros azules no tenían forma y su armadura metálica estaba pasada de moda. Pero sus anécdotas de reportero, bueno, ella tenía que reconocer que sí eran emocionantes. Así que esa noche, cuando la invitó a cenar, ella ni dudó, y a partir de ahí creció la relación. Después de una sucesión de colegas cínicas con las que

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Strider había salido, aprovechadas como esa maquinadora de Shelly Wilson, Gina le resultaba asombrosamente diferente: honesta y sincera, y genuinamente bondadosa. Ella traía energía y optimismo a su vida, y además, resultaba ser la única mujer que le podía dominar su impulsividad y sus arranques de ira. Si era un poco ingenua por la diferencia de edad, qué importaba. Gina se convirtió en un ancla para la vida de Strider cuando se mudó a la casa de él como un año después de conocerse. Con el tiempo transformó su caótica guarida de hombre soltero en un refugio acogedor y agradable para el estrés agobiante de la sala de redacción del Examiner. Gina era mucho más que una amante cálida, generosa y solícita, en realidad ella era la mejor amiga que él tuviera jamás. «No», pensó para sí mientras se miraban el uno al otro en la sala de estar de su casa, «él no quería perderla». Eso lo sabía con más certeza que ninguna otra cosa. —Mira —dijo por fin—, hagamos algo. Yo dormiré en el sofá. Gina sonrió, atrajo su cara hacia la de ella y le dio un beso entusiasta. —Cariño, esto es lo mejor. Ya verás. Strider le sonrió, a duras penas, y se volvió para dirigirse a la cocina. —Acepto la lasaña —le dijo—. Por la mañana podemos hablar de esto. Toda esta situación dejaba a Strider confundido. Gina había crecido en una familia italiana grande. El catolicismo era parte del paquete. Si surgía el tema de Dios o de la religión, ella lo aceptaba con naturalidad, este no era un motivo para alterarse. Él, por otra parte, se mantenía indiferente a todo el asunto de la fe personal, desmotivado por la hipocresía que leía en el periódico cada que vez que estallaba un escándalo

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relacionado con algún líder descarriado de la iglesia. Pero las creencias religiosas nunca se habían interpuesto en su relación. ¿Por qué todo esto de repente? En el siglo XXI, ¿qué persona educada y pensante se iba a adherir a esas creencias tan arcaicas? ¿Qué otra cosa le estarían inyectando en esa catedral ultramoderna de crecimiento descontrolado en la zona suburbana de Diamond Point? En varias ocasiones Strider había visto al pastor Eric Snow, fundador de Diamond Point Fellowship, en entrevistas en los medios nacionales. Él era uno de los líderes evangélicos más prominentes del país, con mucha labia y muy seguro, con el cabello peinado casi demasiado perfecto. Y cada vez tenía más publicidad, a medida que se aventuraba a salir del púlpito y lanzarse a la esfera pública. El presidente George W. Bush le había pedido consejos de manera habitual. Él había hecho campañas por algunas propuestas exclusivas que el gobernador promocionaba y a nivel estatal lo elogiaron mucho como si fuera un as en economía cuando codirigió un grupo de trabajo acerca de unos problemas de transporte urbano. Su congregación tenía fama de ser selecta, lo cual era lógico debido a todo lo que el tipo había hecho en el mundo del Internet antes de enfocarse en el ministerio. Su iglesia se conocía por funcionar con la precisión de una fábrica japonesa de alta tecnología, más como una corporación de la NASDAQ que como un ministerio. De repente Strider sonrió para sí. Había otra cosa que él sabía muy bien: hacía unos veintitantos años el diario Charlotte Observer se ganó el premio Pulitzer por revelar el mal uso de los fondos en el ministerio televisivo del evangelista Jim Bakker. Una iglesia no puede ser tan grande e influyente como Diamond Point, cavilaba Strider, y no tener algunos secretos

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sucios. ¿Inmoralidad? ¿Manipulación? ¿Fraude? ¿Abuso de su estatus como exenta de impuestos? ¿Pastores hipócritas aprovechándose del crédulo rebaño? A fin de cuentas, él estaba buscando algún proyecto nuevo para investigar, algo que meritara un Pulitzer. Por doloroso que fuera este asunto de Gina, llegaba en muy buen momento.

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