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Índice
1. ¡Viene el diablo! 9 2. Un lugar mejor para vivir 13 3. «Me abriré camino en la vida» 21 4. Juntos otra vez 31 5. «Puedo hacer algo» 41 6. La doctora Ida Sofía Scudder 53 7. Provisión 67 8. El hospital en memoria de Mary Taber Schell 77 9. Al borde del camino 91 10. Un carruaje sin animales 99 11. «¡Conque usted es la mujer!» 111 12. La mejor escuela de medicina del distrito 125 13. Un gran jardín para regar 139 14. Una universidad mixta 149 15. Tiempo para la jubilación 161 16. Su legado permanece vivo 171
Epílogo Bibliografía
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Capítulo 1
¡Viene el diablo! Ida Scudder se abotonó el abrigo largo que tenía puesto sobre su blanco uniforme de doctora. Se puso un velo sobre el sombrero para guarecerse del polvo y se dirigió al exterior. Enfrente del pequeño hospital que ella supervisaba apareció un automóvil Peugeot de 1909 recién estrenado. Salomi, su asistenta, y una maestra de la Biblia esperaban sentadas en el asiento trasero del vehículo. Junto a ellas iba todo el equipo médico necesario para regentar los ambulatorios móviles que administraban en los pueblos de los alrededores de Vellore, al sur de la India. Como no quedaba espacio dentro del auto, hubo que colgar unas bolsas de lona llenas de medicamentos y vendas a ambos lados del limpiaparabrisas. Ida tuvo que admitir que fue toda una escena pisar el estribo y ocupar el asiento delantero. Hussain, 9
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el conductor, saludó con entusiasmo frente al automóvil. Se agachó y giró la manivela. Una cortina de humo gris brotó del tubo de escape cuando el arrancó el motor mono-cilíndrico, provocando que el auto vibrara violentamente. Hussain saltó al interior del coche, ajustó sus gafas protectoras y soltó el freno de mano y el embrague. Ida elevó una breve plegaria implorando seguridad. Sentía que debía de hacerlo porque Hussain nunca había visto un automóvil y apenas estaba aprendiendo a conducir. Sólo había dado unas cuantas vueltas alrededor del perímetro del hospital y se había declarado apto para llevar a Ida a hacer la visita semanal a sus clínicas. ¡Cuidado!, gritó ésta cuando un carro de bueyes cargado hasta los topes de sacos de arroz surgió delante de ellos. Hussain hizo una mueca y dio un volantazo que obligó al auto a inclinarse hacia una cuneta. Las bolsas de vendas oscilaron contra el parabrisas y Salami gritó. Unos niños que iban a la escuela corrieron para protegerse. Hussain dejó escapar un grito de entusiasmo y forzó el volante hacia el otro lado. El auto dio un giro brusco y por poco no chocó contra el carro. El asustado boyero detuvo sus bueyes. Hussain saludó de buena gana y puso el pie en el acelerador. —Afloja la marcha —le exigió Ida. Hussain levantó el pie del acelerador, cabizbajo. Se las arregló para sortear los obstáculos que se presentaron por las calles, salir al campo y dirigirse hacia la primera clínica.
¡Viene el diablo!
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El auto acababa de doblar una esquina cuando un grupo de campesinos que caminaban a lo largo del camino miraron hacia atrás y vieron lo que se les acercaba. Ida les vio arrojar sus guadañas y echar a correr. ¡Viene el diablo! ¡Viene el diablo!, gritaban los hombres. Ida ordenó a Hussain detener el auto. Fue detrás de los trabajadores. —No les vamos hacer daño —les advirtió—. Somos los mismos que venimos a ayudarles todas las semanas. —Es un diablo. Miren como respira humo. Un carro que no sea tirado por animales es mala magia —un hombre gritó por encima del hombro, sin dejar de correr. Ida desistió de su intento. ¿Quién podía echar en cara a aquellos hombres lo que hacían? Era la primera vez que veían un automóvil, e Ida pensó que les resultaba alarmante. Esperaba, con el tiempo, demostrar que el auto no era el diablo. Antes bien, le permitiría prestar una asistencia médica transformadora a muchos más indios. Antes de la llegada del auto, le llevaba el triple de tiempo salir al campo y los agitados viajes en carros de madera arrastrados por bueyes, dejaban a la doctora llena de moretones y dolorida. Hubiera deseado que su padre se sentara a su lado en el auto; a él le habría encantado. Él siempre había procurado formas mejores y más eficaces de servir al pueblo indio. Ida sonrió y sacudió la cabeza sorprendida de que sus pensamientos volaran hacia sus padres y su infancia. Apenas podía creer que estas visitas médicas
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a la campiña india formaran ahora parte de su vida. Ida había nacido en la India, en donde su padre y su abuelo habían servido como médicos misioneros. Cuando se hizo mayor, estaba segura de una cosa: ella nunca seguiría las pisadas de su padre. Es más, cuando alguien se lo sugería se ponía de mal humor. Quería más bien pasar el resto de su vida en los Estados Unidos y mantener las horribles escenas de indios moribundos y niños hambrientos lo más lejos posible de su memoria. Pero ahora ella estaba allí, viviendo y trabajando en la India como médica misionera. El auto traqueteaba a lo largo del serpenteante camino de tierra e Ida volvió a esbozar una sonrisa de asombro. Nunca podría haber vaticinado las extrañas circunstancias que Dios iba a usar para dirigirla de nuevo a la India, o los inesperados avatares que le sobrevendrían.
Capítulo 2
Un lugar mejor para vivir «Ida, ven aquí. Mamá te necesita». La niña oyó la llamada desde su refugio, detrás del jarrón de agua de la cocina. Se asomó y vio a su madre acercarse a la puerta. La manera de andar de su madre le forzó a prestar atención, por lo que en vez de convertir la búsqueda en un juego siguió tras ella. Al cruzar el umbral de la puerta, la niña se asombró al ver a cientos de niños pequeños entrar en el patio trasero. Una vez en el patio, sus dos hermanos mayores les hicieron sentarse en hileras. —Ahí tienes, Sofía Scudder —exclamó la madre de Ida, poniendo la mano sobre el hombro de su hija—. Ven conmigo. Te puedes encargar de alimentar a los niños. Dales un pedazo de pan a cada uno. Tú puedes hacerlo. La niña de seis años asintió, aunque, en realidad, se sentía muy confundida. Su madre nunca le 13
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había puesto a cargo de nada y mucho menos dar de comer a centenares de niños menores que ella. Con una briosa energía, muy útil para la ocupada esposa de un médico, la señora Scudder mostró a Ida el canasto llenos de pedazos de pan ya partidos. —Comienza por la primera fila —le dijo— y cuando hayas repartido a toda la fila, haz una señal a Walter o Henry, y ellos acompañaran a los niños hasta la verja de hierro. Charlie se quedará vigilando para asegurarse de que ninguno vuelve. Sólo hay pan suficiente para entregar un pedazo a cada uno. Hay guardas municipales afuera para asegurarse de que no se cuela ningún adulto, ya que sólo tenemos lo suficiente para alimentar a los niños. ¿Entiendes? —se arrodilló al lado de su hija y ésta vio que a su madre se le saltaban las lágrimas—. Solo un pedazo a cada uno porque de no ser así no tendremos bastante para todos. Sofía Scudder sacó el gran canasto de mimbre e Ida comenzó a meter la mano y a repartir pan. Apenas podía mirar a los niños que estaba alimentando. Tenían los mismos ojos marrones profundos y dientes resplandecientes que los otros niños indios con los que jugaba en el pueblo de Vellore, en donde su padre era médico y pastor. Pero a diferencia de sus amigas de juego, los niños que estaban delante de ella tenían los estómagos hinchados y los brazos y piernas muy delgados. A medida que Ida iba avanzando, los niños recibían de buena gana el alimento. Ida recordó que Walter se había quejado de no tener arroz para cenar una noche, la semana anterior. Su padre les había explicado que la India sufría una hambruna y que muchos niños no tenían suficiente
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comida. Y ahora, apretados en el patio trasero de la clínica Scudder estaban algunos de aquellos niños hambrientos. Ida hubiera preferido hacer cualquier otra cosa antes que repartir el pan, no porque no le importara que la hambruna estuviera matando gente, sino porque se preocupaba demasiado. Ella se imaginaba a sí misma en lugar de aquellos niños, suplicando por pequeños pedazos de comida que no le satisficiera. Finalmente, el canasto quedó vacío y los últimos niños salieron del recinto. —Vuelvan mañana —les dijo el hermano de Ida—. Les daremos más comida. Aquella noche, sentada a la mesa, Ida se sintió culpable al comer su arroz y curry con verduras. —Gracias por vuestra ayuda de hoy, niños —dijo el doctor Scudder, mirando en torno a la mesa a sus hijos John, Lewis, Henry, Charlie, Walter e Ida—. Les vamos a necesitar otra vez mañana. He decidido establecer un campamento de ayuda aquí en Vellore. Hemos encargado carros de arroz y de ropa en Madrás, pero eso queda a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia y tardará varios días en llegar. Mientras tanto, tendremos que arreglárnoslas lo mejor que podamos. Vuestra madre se encargará de alimentar y vestir a los refugiados en tanto que yo me ocupo de las necesidades sanitarias. La escuela quedará suspendida hasta que pase la hambruna; hay demasiadas cosas que hacer. Ida y Walter intercambiaron una mirada. Nada lo suficientemente grave había ocurrido en el pasado que interfiriera con las lecciones diarias que su madre les daba.
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Cuando Ida se acostó aquella noche, oyó a los trabajadores atando bambú para preparar alojamiento para los centenares de personas que ya acudían al centro de acogida. Se preguntaba cuánto duraría el hambre y la falta de lluvias monzónicas que la había causado. Al domingo siguiente, Ida acudió a la iglesia con su familia. Su padre predicó un sermón, como de costumbre. Y su madre se quedó después a conversar con las jóvenes madres de la congregación. Ida y su nodriza, Mary Ayah, también se quedaron, y cuando la madre de Ida se despidió, las tres hicieron el corto viaje a casa en un bandy (carro arrastrado por un buey). Aquel día hacía mucho calor y el vestido blanco almidonado de Ida le rozaba el cuello. Mientras ella intentaba aflojarse el cuello sin que lo notara su madre, Mary exclamó de repente: «¡Ayah!, fíjate en esos niños». Ida volvió la cabeza hacia donde Mary señalaba. Dos niños, de unos seis años, estaban tumbados al lado del camino con los brazos entrelazados. —¿Por qué no se mueven? —preguntó Ida. —No se mueven porque están muertos —replicó a propósito la nodriza. —Mary Ayah —le regañó la señora Scudder—. Eso no era necesario. Ida apartó la mirada de la escena, pero fue demasiado tarde. La imagen de los dos niños muertos quedó grabada en su memoria. Ella no hizo caso de la cena que la cocinera había preparado para la familia. En derredor suyo había gente hambrienta, y hasta los cocoteros y los mangos comenzaban a secarse por falta de agua.
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A menudo, cuando el doctor Scudder regresaba de visitar algunas de las aproximadamente cien aldeas que tenía a su cargo, Ida le oía cuchichear con su madre. Sabía que ellos intentaban impedir que ella se enterara de los estragos que la hambruna estaba causando, pero los casos que llegaban a sus oídos le aterrorizaban. Una vez, su padre llevaba consigo dos mil rupias en piezas de plata para comprar provisiones en la ciudad, cuando los bandidos le atacaron. Él no llevaba pistola, pero sacó un puro grande y oscuro de su bolsillo y apuntó a los atracadores. En la penumbra, ellos confundieron el puro por un arma de fuego y huyeron sin la plata. En otra ocasión, su padre visitaba una aldea y descubrió que toda la población había muerto, algunos a causa de la hambruna, y otros, de la temible enfermedad del cólera que estaba barriendo el país. Su padre dijo que incluso el ganado de la aldea y los perros yacían por doquier. Ida siguió ayudando todo lo que pudo, pero no pudo aliviar la presión a que sus padres estaban sometidos. Por fin, en octubre de 1877, las lluvias comenzaron a caer y su padre predijo que la primera cosecha de arroz se recogería para Navidad. Cuando por fin se hizo recuento de la mortandad de la hambruna y de la epidemia del cólera, más de tres millones de personas habían fallecido. Ida sabía que toda su familia había hecho todo lo posible por ayudar, pero quedó profundamente afectada al enterarse de la cantidad de personas indefensas que habían muerto. El mes de abril siguiente, la salud del doctor Scudder corría peligro. Varias enfermedades tropicales habían quebrantado tanto su salud, en los dieciséis
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años de servicio en la India, que necesitaba regresar a los Estados Unidos para recuperarse. La idea de volver a «casa», a Norteamérica, le resultó muy extraña a Ida, que ya casi contaba siete años y medio. Sus dos hermanos mayores, John y Lewis, ansiaban asistir a una escuela en condiciones, pero Ida no estaba tan segura. Se preguntaba cómo sería Norteamérica. Ella sabía que tenía mucha familia en los Estados Unidos y que los padres de su madre vivían allí. Pero por mucho que su familia tuviera raíces en éste país, el árbol genealógico de su familia también se extendía por el sur de la India. Ida había oído la historia de su familia bastantes veces —era prácticamente una leyenda—. Su abuelo, el doctor, John Scudder, había sido un joven médico exitoso en la ciudad de Nueva York. En 1819, un paciente le entregó un folleto titulado La reclamación de seiscientos millones. Trataba de los pueblos de Asia; muchos de ellos nunca habían oído el Evangelio. Cuando John Scudder lo leyó, se persuadió de que debía ir a Ceilán para ejercer de médico misionero. Su esposa, Harriet, abuela de Ida, aceptó viajar con él y entonces su esposo solicitó ser enviado como médico misionero (el primero) desde los Estados Unidos al extranjero. Fue aceptado pero tuvo que pagar un alto precio. Su propio padre rechazó tan violentamente su decisión de hacerse misionero que excluyó a John de su testamento y le dijo que no quería volver a verle. John y Harriet Scudder fueron a Ceilán, y después a la India. Sus tres primeros hijos murieron de dolencias relacionadas con el calor, pero los Scudder criaron otros ocho hijos y dos hijas. John Scudder II, el padre de Ida, fue su segundo hijo menor.
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Siete de sus hijos, Henry, William, Joseph, Ezequiel, Jared, Silas y John, regresaron a los Estados Unidos a cursar estudios y después volvieron a su «casa» en la India. Todos ellos fueron calificados doctores en medicina, así como pastores, y dos de ellos, doctores en teología. El octavo hijo, Samuel, se les habría unido, pero se ahogó siendo estudiante de teología en un seminario. Las dos hijas, Harriet y Luisa, ambas se casaron con sendos ingleses que también servían en la India. Por aquel entonces, varios primos de Ida empezaron a graduarse poco a poco en la facultad de medicina y fueron a engrosar las filas de los misioneros Scudder en la India. Entre ellos estaban el doctor Harry y Bessie Scudder, primos que se habían casado y establecido en Vellore para ocupar el puesto del padre de Ida en el ambulatorio. El viaje a los Estados Unidos fue la primera travesía por mar que Ida realizó. Ella había nacido en el hospital de la misión, en Ranipet, la India, el 9 de diciembre de 1870, y había pasado toda su vida en el sur del país. En el viaje hacia Norteamérica, la madre de Ida le enseñó a hacer punto y le contó muchas historias. A Ida le encantaba oír hablar del viaje que sus padres habían hecho a la India diecisiete años antes. James Buchanan era presidente del país cuando ellos partieron. Las primeras noticias que recibieron una vez que tocaron tierra en Madrás fue la de que Abraham Lincoln había sido elegido presidente, el Fuerte Sumter, en Carolina del Sur, había sido bombardeado por las tropas confederadas y la guerra civil había comenzado. El viaje por mar duró cuatro largos meses, ya que tuvieron que rodear el Cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur de África, y después atravesar el océano
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Índico hasta la India. No vieron tierra durante la mayor parte de la travesía. Para la madre de Ida, que había nacido y se había criado en Ohio, el viaje por mar le resultó inquietante y deprimente. Para empeorar las cosas, el barco había sufrido un retraso de dos semanas por falta de viento. Sin embargo, el primer viaje de Ida a los Estados Unidos no fue tan largo como lo fuera el de sus padres a la India. Dos meses después de partir, el barco atracó en el puerto de Nueva York e Ida puso pie sobre suelo estadounidense. Lo primero que Ida notó acerca de los Estados Unidos fue cuán bien alimentados parecían todos y cuántas personas tenían ojos azules y pelo rubio como ella. Podía recorrer la calle desde la pensión a la iglesia sin que nadie se acercara a tocarle el pelo para ver si era real. John Scudder concluyó que necesitaba respirar aire puro para recuperarse totalmente. Para sorpresa de Ida, la familia se trasladó a una granja de Nebraska, y su padre comenzó a ejercer de médico rural. Una vez que se hubo adaptado al cambio de escenario, Ida se sintió feliz en aquel ambiente. Le encantaba montar a caballo, los anchos y dilatados campos y el paisaje llano. Y después de muchos plácidos días llegó a la conclusión de que Estados Unidos era un lugar mucho mejor para vivir que la India. Nadie pasaba hambre ni vestía andrajosamente, los vecinos se ayudaban mutuamente y el campo desprendía dulzor en comparación con el hedor del mercado de Vellore en una tarde calurosa. Después de haber pasado tres años en los Estados Unidos, Ida se hizo a sí misma una promesa: pasara lo que pasara no volvería a vivir en la India.