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Fernando Tinajero analiza la
from Casapalabras 51
Tras la huella de un peregrino que busca a Odiseo
Fernando Tinajero
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Varias veces he expresado por escrito que considero a Juan Valdano como uno de los más importantes escritores del Ecuador contemporáneo, y creo que no será fácil nombrar a otros diez como él. Dueño de una gran versatilidad, su producción caudalosa y constante disputa el primer lugar con un puñado de elegidos, ya sea en el ensayo, ya en la narrativa, bajo las formas del cuento y la novela. La perspicacia, la sutileza, la insinuación incisiva, junto a la firmeza de sus convicciones medulares, son apenas algunas de las virtudes de sus textos, en los que siempre se percibe la amplitud de su cultura y la profundidad de su visión crítica del mundo. Leerle es un regalo para el espíritu; es abrirse al vasto mundo de las ideas sin abandonar la delicadeza del sentido estético. Por eso creo que Juan no necesita presentación. Ante un libro que lleva su nombre, cualquier amigo de la literatura sabe que ha encontrado un buen libro. Por eso mis palabras, más que una presentación, serán de bienvenida a este bello manojo de ‘prosas libres’ que han nacido de un viaje reciente, realizado con el mismo espíritu de quien hace una peregrinación.
Pequeño en la geografía planetaria, pero enorme en los anales de la cultura, el Mediterráneo es algo más que un mar. Tres continentes tienen en sus aguas el espacio de su encuentro y el límite de sus probables influencias. Se trata, pues, de una encrucijada por la cual han pasado algunas de las culturas más importantes de la historia, entre las cuales quiero expresamente señalar la hebrea y la griega, cuyas respectivas mitologías compiten en belleza y sabiduría. De ellas ha nacido lo que conocemos como cultura occidental, cuyas creaciones encuentran en nosotros sus lejanos e involuntarios herederos. Ubicados en el extremo occidente, los rayos de esta admirable cultura nos han llegado desde hace cinco siglos, pero ya empalidecidos y deformes, y nosotros nos hemos encargado de volver a deformarlos. (Ni egipcios, ni griegos, ni fenicios, ni romanos, ni ninguno de los otros pueblos mediterráneos sospecharon jamás que en sus antípodas estaban ya nuestros padres construyendo otras versiones de código universal de lo humano —esas que nosotros tanto hemos querido ocultar, sin conseguirlo—).
Pero ese es otro tema cuya discusión no es ahora pertinente. Lo que hoy nos importa es recordar que ese pequeño mar inmenso, ese Mare Nostrum de los descendientes de Rómulo y Remo, ejerció desde siempre una atracción particular sobre este gran amigo nuestro, Juan Valdano. Los ancestros italianos que viven en su sangre parecían dirigirle un reclamo perentorio, y él no pudo menos que acudir a ese llamado. Lo hizo varias veces, y lo hizo llevando en el bolsillo la Odisea, tal como los turistas llevan una guía de hoteles, monumentos y transportes.
También Juan estuvo hace un par de años en una tropilla de turistas, pero no fue un turista: fue un viajero, y él mismo se encarga de decirlo desde el comienzo de su libro. Entre el turista y el viajero hay una diferencia sustancial. El primero recorre numerosos paisajes, compra souvenirs, toma fotografías, se indigesta, se siente presionado por un programa siempre inoportuno, y al regresar confunde los lugares visitados al apuro y acabará por olvidar sus experiencias. El viajero, en cambio, va a aprender y a recordar, pero, ante todo, va a descubrirse a sí mismo al descubrir a los otros. Aún antes de partir, procura la mayor información sobre el lugar de su destino, y al llegar, contrasta lo aprendido con lo que va experimentando. A veces habla poco, pero escucha siempre. Evita lo que suele presentarse como icónico monumento, pero en las ciudades siente una atracción irresistible por los lugares que las guías turísticas ignoran. El viajero sabe que la verdad está siempre más cerca de la sencillez que de la solemnidad, y si visita el campo, le atraen aquellos donde el trabajo humano ha domesticado a la naturaleza, tanto al menos como aquellos que la muestran en estado salvaje. Así el viajero enriquece su saber con el descubrimiento y la aventura, y su visión de la gente conocida abrirá en su corazón un lugar imborrable.
Así le aconteció a Juan, por ejemplo, al visitar las ruinas de Olimpia. Para el turista, allí no hay más que piedras y maleza; para el viajero ejemplar que fue Juan, allí estaba un fragmento ca-
pital de la historia humana. Esas piedras no eran simplemente piedras, sino arduos testimonios de la paideia que allí encontró su cuna casi milagrosa. Los dorios nunca se cansaron de buscar el ideal de la armonía en la formación del hombre. La belleza del cuerpo fue para ellos el fundamento del saber y la virtud; en el
cuerpo estaba la medida de todas las cosas: el dedo era igual a un cuarto de palmo, un pie era igual a cuatro palmos; y así hasta llegar a las brazas y los estadios. Un estadio era igual a seiscientos pies, y era la dimensión de una pista de carreras. El cuerpo era para la guerra; el cuerpo era para la fiesta; el cuerpo era para el vicio; el cuerpo era para el arte. Tal fue la simiente de la cultura griega; el gimnasio, el lugar para endurecer y embellecer el cuerpo; el lugar donde los hombres podían seducir a los muchachos; el lugar donde más tarde se habría de reflexionar sobre el conocimiento y la virtud. Pero también el lugar del que estaban rígidamente excluidas las mujeres.
No obstante, hay que decir que Tras las huellas de Odiseo no es solamente el relato de un viaje de redescubrimiento que realizó Juan hace muy poco tiempo contando con la mejor compañía, que es la de la mujer amada. También es un conjunto de reflexiones sobre el pensamiento que habría de fundarse en Atenas, de la mano de aquel trío inmortal que empezó en Sócrates y terminó en Aristóteles. El primero fue como sería Jesús, quinientos años más tarde: jamás escribió una palabra, pero tuvo en Platón su propio evangelista. Todos ellos son citados por Juan, pero en contextos que me permiten sospechar sus preferencias. Si es verdad que un ensayista puede ser conocido por sus citas (de lo cual yo nunca he estado muy seguro), me inclinaría a pensar que Juan Valdano ha elegido claramente el pensamiento realista de Aristóteles, sin ser indiferente a la magia de Platón. Si en las páginas del Estagirita se siente siempre la autoridad del maestro que enseña, en las de Platón se encuentra la filosofía en estado puro, es decir, la filosofía en el momento de hacerse a sí misma como búsqueda comunitaria que no tiene ninguna garantía de llegar a una verdad que a veces se escapa de las manos. Proyecto de saber, más
Debo concluir estas desordenadas notas escritas en los márgenes de un libro que me ha proporcionado muchas horas de placer intelectual. Me parece que Tras las huellas de Odiseo, lejos de ser un conjunto desigual de textos que pertenecen a familias diferentes, debe ser considerado como un hito de singular importancia en el proceso de supresión de las fronteras entre los géneros que hasta hoy hemos conocido.
que saber elaborado, la filosofía platónica oculta la originalidad de quien, al pensarla, puede ir más allá que su maestro, pero adjudica sus hallazgos a aquel paradigma de maestro que fue Sócrates: maravillosa lección de humildad y gratitud.
Las preferencias filosóficas de Juan tienen su necesario correlato en su narrativa, donde la imaginación se despliega hasta partir términos con la razón, dejando un lugar marginal a la fantasía, que es imaginación más locura momentánea. Esto no significa, sin embargo, que la narrativa de Juan esté negada a lo aparentemente irracional. Allí está para probarlo ese insólito relato de una visita a Catania, hace ya mucho tiempo. Nadie podría imaginar al mesurado Juan en medio de una disputa de tahúres, y menos todavía almorzando en compañía de un fantasma en la terraza de un restaurante siciliano. Desde luego, nada me impide excluir el sueño de la insólita trama de este relato. Puesto que la inteligencia jamás podrá eliminar a la fantasía, cuando más llegará a recluirla en el inmenso reducto sin fronteras donde soñamos con todo lo posible y lo imposible, con nuestros temores de la infancia entremezclados con los deseos y las experiencias del presente. «La razón —decía Hölderlin— hace del hombre un mendigo, pero el soñar le hace dios».
Debo concluir estas desordenadas notas escritas en los márgenes de un libro que me ha proporcionado muchas horas de placer intelectual. Me parece que Tras las huellas de Odiseo, lejos de ser un conjunto desigual de textos que pertenecen a familias diferentes, debe ser considerado como un hito de singular importancia en el proceso de supresión de las fronteras entre los géneros que hasta hoy hemos conocido. De indiscutible unidad y equilibrio, es un libro donde el ensayista penetrante que hay en Juan, y el narrador que siempre nos sorprende, conjugan sus productos con la mayor naturalidad para probarnos que pensar, gozar de lo sabido y contar lo vivido y lo soñado, son siempre una y misma cosa. Son un peregrinaje que va en busca de la verdad, metafóricamente representado en el deambular de un peregrino tras las huellas del viajero por antonomasia que fue Odiseo, un personaje imaginario, pero real e inolvidable.
Quito, mayo de 2021