CARLOS V I C U ~ A
EL PROBLEMA PRESIDENCIAL
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EL P R O B L E M A P R E S I D E N C I A L
El jefe del estado se llama en Chile presidente de la República, designación de moda en América a la caída de O'Higgins, que se ha seguido usando desde entonces con escasas veleidades. El cargo tiene fu~cionespolíticas y administrativas, y la designaci6n del sucesor del que lo ejerza, presenta, además, problemas especiales. La función política mira hacia el futuro: trata de prever las contingencias jurídicas, sociales, económicas, y aún las intelectuales y morales del estado; las perturbaciones internas o externas que puedan ponerlo en peligro, y de arbitrar con tiempo las medidas que hayan de facilitar la solución de esos problemas de futuro. El verdadero político se plantea como problema fundamental la felicidad de la nación, Su bienestar económico, su progreso, su paz interna o externa, y su engrandecimiento mo-
ral e iiitelectual, y aUn el meramente. económico o geográfico. Por eso, todo político debe tener un programa político; sin programa, no hay verdadera política. Ordinariameiite, estos programas son de dos tipos: estáticos o conservadores y dinámicos o progresistas. Los primeros siguen inconscientemente i?na ley sociológica fundamental, que es sólo la aplicación de una ley de filosofía primera: todo sistema estático o dinimico t'iende a conservar s u individualidad propia, resistiendo a las perturbaciones interiores o exteriores. E1 estático o coiiservador, es el más lógico y natural de los programas políticos, pues tiende a mantener intacta la estructura esencial del estado. . Desgraciadamente, su principio fundamental, esencialmeiite relativo dent r o de la fisonomía cambiante del universo, tiende, como todo principio, a transformarse en prejuicio, esto e s en una afirmación irracional y temeraria, que resiste ella misma, dentro
de la mente, aúii a la experiencia y a la demostración. E l prejuicio conservador absoluto desconoce la naturaleza misma, cambiante y evolutiva, del universo; desconoce la mutación biológica y la evolución social, y hasta s e alarma por los cambios" procundos que las concepciones cientificas, filosóficas, sociales y morales, experimentan cada día en la mente de los hombres. Por eso, los prejuicios y programas conservadores no merecen hoy dia la consideración y el respeto de que antes gozaron, a pesar de que muchos de sus sostenedores sean hombres de gran valía. Por ello también esos programas conservadores tienden a subdividirse y a determinar entre sus sectas diversas, no pocas insalvables antinomias. Los programas progresistas o dinámicos parten del postulado de la evolución, que es cada día más un principio de experiencia universal. Nada parece estático cn el universo: ni los astros, ni la Tierra, ni los seres
menores, vivos o muertos, que la pueblan, ni sus ideas, sentimientos o costumbres. El universo entero es un cambio indefinido: nada permanece, y un hecho o un ser han dejado. de ser un hecho o un ser, para presentarse únicamente como una apariencia fugitiva, como un d e v e n i r, como un momento arbitrario y abstracto dentro de una silcesión inddinida de fenómenos. En lo social esta mutación puedei aumentar la paz, el bienestar, la felicidad, desarrollar el orden, la justicia, la convivencia benigna, o, por el contrario, provocar ia guerra, la miseria, la inquietud, el desorden, la depredación, la anarquía zoológica. Al primer tipo de mutación, llamamos progreso ; al segundo, regresión. Los programas políticos progresistas se proponen provocar, favorecer, estimular cambios que procuren la paz, el orden, la justicia, el bienestar, y combatir, a la vez, el prejuicio conservador y la regresih criminal, que son cosas distintas, aunque m& de
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una vez tengan s u s puntos de contacto. Desgraciadamente, si los conservadores mismos se subdividen en sectas hostiles, los progresistas se subdividen mucho más y tal vez más enconadamente. Pronto sus programas son tantos y tan disímiles que se hacen ineficaces y contradictorios. Siempre que un programa político cualquiera pierde toda probabilidad de realizarse, se transforma, primeramente, en una perturbación social, y luego, en una pantalla o pretexto para medrar en contra de los intereses generales del estado. Convencidos los hombres de valía de la ineficacia política de su propio partido, de su necesaria desmoralización consecuencia1 y de su irrefrenable corrupción, abandonan su directiva, que pasa a ser mecáriicamente ocupada por piratas de alto bordo y por merodeadores de retaguardia. Producido este fenómeno, desaparecen de la vida pública los programas verdaderamente políticos y con ellos, los políticos mismos.
No por ello se disgrega, necesariamente de inmediato el estado. Como todo sistema estático o dinámico cumple con la ley de filosofía primera ya citada, y conserva su individualidad propia, resistiendo a las pe~kirbaciones interiores y exteriores. Tiene así una apariencia de lozanía y de vida que oculta a los ojos trasnochados del vulgo, los síntomas mortales de su decadencia y de su disgregación inevitable. En un estado así, gobernado por predadores y aniquilado por los par& sitos, no hay ya, por falta de sujeto, problemas políticos, o de futuro, y quedan sólo los problemas aclministrativos, de conservación de la carcomida estructura presente, de reparación provisoria de la catástrofe cotidiana, de estimulo artificial a la comedia política. Evidentemente, toda mejora racional y seria en la administración de esta bancarrota pública es un bien inapreciable, y constituye una saludable esperanza. Raras veces los estados mueren de-
finitivamente. Los seres colectivos tienen una vitalidad indefinida y resistente, porque se reintegran de un modo más perfecto. Por ello la esperanza social puede alimentarse más allá de la muerte. Sólo a la vida social y moral es aplicable el grito de San Pablo, i n s p e c o n t r a S p e m, y por ello, aún perdida toda razonable esperanza de realizar un ideal político, siempre es posible trabajar por un mejoramiento administrativo, y aún este progreso en la racionalidad y en la moralidad administrativas deben transtormarse en un deber cívico de imperativo categórico. Así se explica que la designación del presidente de la Repiiblica conserve una importancia trascendental aún en medio de la anarquía contemporánea. Desgraciadamente, en las repúblicas democráticas de tipo caótico, como la nuestra, no es éste un problema de razón, de lógica o de concicncia, sino un villano problema electoral, entregado a la urna aleatoria de los intereses, apetitos y pasicncs, al
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cohecho y al fraude, a los prejuicios y a los engaños, a las influencias criminales de los poderosos, y a la etern a necedad de las muchedumbres enloquecidas por su propia tragedia. Todo ello va a pesar en la cuenta, de modo tan confuso y desconocido, que a penas si es posible prever las líneas generales del resultado posible. Por eso los candidatos mismos y SUS estados mayores deben meditar antes de lanzarse a la aventura sin remedio. E n nuestra América hispana, en que ya no quedan dinastías, ni hay colegios políticos permanentes que designen a los jefes dc estado, ni se usa para ello la herencia testamentaria, de que di6 ejemplo Julio César, la designación depende de unos pocos grupos organizados y audaces, y de la tolerancia voluntaria o forzada de los pueblos. Aquellos iiúcleos organizados operaii de dos maneras, una que se estima normal y legitima, aunque sus vicios son notorios, y otra que los tratadistss cle dcrccho público apelli-
dan anormal o de facto, porque el gobierno anterior es desposeído violentamente y el nuevo se impone al pueblo, o a una parte considerable de él, por la fuerza, la amenaza, la represión o la matanza. La primera manera es la elección popular ; la segunda, 81 cuartelazo militar o el alzamiento de las masas. Ambos sistemas son democráticos, porque en uno y otro caso los corifeos asumen de hecho la representación del pueblo, generaImente mudo, indiferente o ciego. Como la dcsignacidn del gobierno nuevo es un hecho inmitable, hay necesidad de aceptarlo como tal y trabajar porque él dé los mejores frutos para la República. Desde luego, es preferible la elección popular al motín militar o al tumulto público, porque éste es más ciego y v'iolento y entrega siempre los poderes del estado a Iiombres más villanos. Ademis, no permite discusión, ni meditación, ili estudio alguno previos, y pone a la ~ e ~ ú b l i cante a hechos consumados, a menudo gravisi-
mos y de ordinario irreparables. La elección es siquiera una comedia ciivica en la que muchos nobles propósitos y no pocas ensebnzas il~minrtn los espíritus. Si antes de la elección los candidatos mismos y sus estados mayores, analizan, fría y generosamente, la situación de la República, es posible que lleguen a soluciones salvadoras. Esto es particularn~enteclaro en el caso nuestro. Tenemos eii liza cuatro candidatos, cuatro grupos de apetitos administrativos ya organizados para distribuirse los bienes del estado; gero esos cuatro candidatos representan sólo dos tendencias de gobierno: una energbtica, ciega, brutal, que quiere mandar a gritos, con una escoba en la mano para barrer la mugre, -como si la República fuera una caballeriza,- y otra razonac?a, que pretende ver, respetar, compensar los daños, que cree en la ley, en el decreto y tn el fallo judicial, como formas de gobierno. La tendencia energética de la escoba iracunda tiene iin solo cendidato,
el coronel Ibáfiez, cuya historia de ayer es garantía de su gobierno de mañana: contrato eléctrico, Foundation, . .empréstitos, telbfonos, presupuestos extraordinarios, compras de armamentos, militares y funcionarios en Europa, Cosach, desastre financiero, miseria harapienta, prisiones y procesos políticos, M i s Afuera, Pascua, Huafo, Punta-Arenas, el Alto de San Antonio, trabajo forzado, avión rojo, fondeamientos, torturas, destituciones, deportaciones, espionaje, reformas educacionales delirantes, matonaje militar, todo ello sin contar su interminable fila de personajes de comedia pantagruélica, ni la ineptitud enciclopédica de sus mandarines, ni su alucinante caída final de 1931. La otra tendencia, la ciudadana, tiene, en cambio, ires candidatos; ninguno de ellos en lo militar de grado superior al de teniente de reserva, pero todos dispuestos a manejar la cosa pública con razonable prudencia y estudio meditado. Personalmente ninguno tiene una larga historia política, pero si, los
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tres, antecedentes honorables de conducta privada, de estudios profesionales serios y uno de ellos ha sobresalido extraordinariamente como organizador pacifico de empresas industriales. Lógicamente, estos tres candidatos están contra la energía bruta, contra la escoba ciega, contra el atropello frenético, contra las decisiones torpes y sin remedio, contra la chuña Íiscal, contra el carabinero transfor mado en juez, sacerdote, maestro y funcionario. Sin embargo, estos tres personajes sensatos y sus esclarecidos consejeros cometen en este instante un error garra£al, de incalculables proyecciones para la República, cual es el de mantener tres candidaturas análogas, dos de las cuales necesariamente 'habrán de fracasar, poniendo así en peligro la evolución normal, tranquila y decorosa de la República. Alfonso, Allende y Matte, necesariamente, deben estar contra la regresión brutal que representa la candidatura de Ibáñez, cuya fuerza relati-
va tiende a acrecentarse por la ceguera propia de la masa popular. Su deber es unir sus fuerzas en uno solo de ellos, o en otro que junte los anhelos republicanos dispersos de la ,gente que no quiere tiranía, ni estupidez, ni gritos destemplados, ni corrupción.. impune en el nianejo de los negocios públicos. La consigiia debe ser impedir la vuelta de Ibáñez y su gente desalmada. Sobran los hombres capaces de dar garantías a todos, a la religión, a la ciencia, a la ley, n los tribunales, a los gremios obreros, a la prensa, a las personas, y capaces, al mismo tiempo, de una administración severa, inteligente y hoiiorable. E s un crimen no pensarlo siquiera y exponer al País, por ambiciones secundarias, a una catástrofe irremediable y seguramente sangrienta.
A C A B ~ S E DE IiifPHIMIR EL DÍA 30 DE ABRIL 1952.
CONSTA LA EDICIÓN DE MIL EJEMPLARES.
CARMELO SORIA
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