El Rey de Amarillo

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EL

REY

DE AMARILLO



R O B E RT W . C H A M B E R S ———— ————

EL

REY

DE AMARILLO ———— ———— Ilustraciones:

SANTIAGO CARUSO Tr a d u c c i ó n :

MARCIAL SOUTO ———— ————



Sobre la costa rompen las olas nubosas, detrás del lago se ponen los soles gemelos, se alargan las sombras en Carcosa. Extraña es la noche donde salen estrellas negras, y extrañas lunas giran en los cielos, pero más extraña todavía es la perdida Carcosa. Canciones que las Híadas cantarán donde aletean los andrajos del Rey no deberán oírse en la lúgubre Carcosa. Canción de mi alma, mi voz está muerta, muere tú, muda, mientras las lágrimas contenidas se secan y mueren en la perdida Carcosa.

La canción de Cassilda en El Rey de Amarillo, acto I, escena 2ª



LA MÁSCARA

C A M I L L A : Usted, señor, debe quitarse la máscara. D E S C O N O C I D O : ¿De veras? C A S S I L D A : Sí, es hora de que lo haga.

Todos, menos usted, nos hemos sacado el disfraz. D E S C O N O C I D O : No llevo máscara. C A M I L L A : (Aterrorizada, aparte a Cassilda.) ¿No lleva máscara? ¡No lleva máscara! El Rey de Amarillo, acto I, escena 2ª

I

A

unque yo no sabía nada de química, escuchaba con fascinación. Mi amigo recogió un lirio blanco que Geneviève había traído esa mañana de Notre Dame y lo tiró en la palangana. Al instante, el líquido perdió su transparencia cristalina. Durante un segundo el lirio quedó envuelto en una espuma lechosa que, al desaparecer, dejó opalescente el líquido. Tintes cambiantes naranja y carmesí recorrieron la superficie, y entonces, del fondo donde descansaba el lirio, salió lo que parecía un puro rayo de sol. En ese momento él metió la mano en la palangana y sacó la flor. —No es peligroso —explicó— si se hace en el instante oportuno. El rayo dorado es la señal. Me ofreció el lirio y, con él en la mano descubrí que se había convertido en piedra, en mármol de máxima pureza. —Como ves, no tiene ningún defecto —dijo—. ¿Qué escultor podría reproducirlo?

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R ob er t W. Ch a m b e r s

El mármol era blanco como la nieve, pero en el interior las fibras mostraban un leve tinte celeste, y en lo más profundo anidaba un delicado rubor. —No me pidas que te lo explique —dijo con una sonrisa al ver mi asombro—. No entiendo por qué en las fibras y en el corazón de la rosa aparecen esas tonalidades, pero ocurre siempre. Ayer experimenté con uno de los peces de colores de Geneviève. Aquí está. El pez parecía esculpido en mármol. Pero si se lo miraba bien a la luz, unas hermosas venas de color celeste desvaído recorrían la piedra, y del interior brotaba una luz rosada como el tinte que duerme dentro de un ópalo. Observé la palangana. El líquido que contenía volvía a ser transparente como el cristal. —¿Qué pasaría si lo toco ahora? —pregunté. —No lo sé —dijo él—, pero conviene que no lo hagas. —Me intriga saber de dónde salió ese rayo de luz. —Parecía un rayo de sol —dijo él—. No sé por qué, siempre aparece cuando sumerjo algo vivo. Quizá —prosiguió, sonriendo— sea la chispa vital de la criatura, que escapa volviendo a su fuente original. Vi que se burlaba de mí y lo amenacé con un tiento, pero soltó una carcajada y cambió de tema. —Quédate a comer. Geneviève vendrá enseguida. —Vi que iba a misa del alba —dije—, y parecía tan dulce y fresca como ese lirio antes de que lo destruyeras. —¿Crees que lo destruí? —preguntó Boris, preocupado. —Lo destruiste, lo salvaste, ¿quién sabe? Nos sentamos en un rincón de su estudio, cerca de su inacabado grupo de las Moiras. Se reclinó en el sofá, jugueteando con el cincel y mirando su obra de reojo. —Por cierto —dijo—, he terminado esa vieja Ariadna académica que, supongo, deberá ir al Salón. Este año es lo único que

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L a más cara

tengo preparado, pero después del éxito que obtuve con la Virgen me avergüenza presentar algo así. La Virgen, una exquisita escultura de mármol para la que había posado Geneviève, había sido la sensación del Salón del año anterior. Miré la Ariadna. Era un magnífico trabajo, pero coincidía con Boris en que el mundo esperaba de él algo mejor. De todos modos, era impensable que terminara a tiempo para el Salón aquel espléndido y terrible grupo semioculto en el mármol que había a mi espalda. Las Moiras tendrían que esperar. Estábamos orgullosos de Boris Yvain. Lo considerábamos uno de los nuestros porque había nacido en Estados Unidos, aunque su padre era francés y su madre rusa. Todos en Bellas Artes lo llamaban Boris. Sin embargo, solo a dos de nosotros nos trataba con la misma informalidad: a Jack Scott y a mí. Quizá el hecho de que yo estuviera enamorado de Geneviève tenía algo que ver con ese afecto que él me demostraba. No era algo tácito entre los dos. Pero cuando todo se aclaró y ella me confesó con lágrimas en los ojos que era a Boris a quien amaba, fui a la casa de él y lo felicité. Siempre creí que la perfecta cordialidad de aquella entrevista no nos había engañado a ninguno de los dos, aunque al menos para uno había sido un gran consuelo. No creo que él y Geneviève hubiesen hablado jamás del tema, pero Boris estaba enterado. Geneviève era encantadora. La pureza de su rostro virginal podría haberse inspirado en el Sanctus de la Misa de Gounod. Pero yo siempre me alegraba cuando le veía cambiar ese estado de ánimo por lo que llamábamos sus «maniobras primaverales». Solía ser tan variable como un día de primavera. Seria, mesurada y dulce por la mañana, alegre al mediodía y caprichosa por la noche cuando menos se lo esperaba. Prefería ese lado de su humor más que la tranquila joven con aire de madona que me excitaba el corazón. Soñaba con Geneviève cuando él volvió a hablar.

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Ro b e rt W. Ch am b e r s

—¿Qué piensas de mi descubrimiento, Alec? —Creo que es maravilloso. —No lo utilizaré más que para satisfacer hasta cierto punto mi propia curiosidad, y el secreto morirá conmigo. —Sería un duro golpe para la escultura, ¿no te parece? A nosotros, los pintores, la fotografía nos perjudica más de lo que nos favorece. Boris asintió, jugueteando con el filo del cincel. —Este nuevo y brutal descubrimiento corrompería el mundo del arte. No, jamás confiaré su secreto a nadie —dijo con voz pausada. Costaría encontrar a alguien menos informado que yo sobre esos fenómenos, pero era cierto que había oído hablar de fuentes de agua mineral tan saturadas de sílice que las hojas y las ramas que caían dentro terminaban petrificándose. Entendía vagamente el proceso: la sílice reemplazaba la materia vegetal, átomo por átomo, y creaba un duplicado del objeto en piedra. Debo confesar que nunca me había interesado demasiado el tema, y en cuanto a aquellos viejos fósiles producidos de ese modo, me daban repugnancia. Boris, dominado al parecer más por la curiosidad que por la repugnancia, había investigado el tema y tropezado accidentalmente con una solución que, al atacar el objeto sumergido con una ferocidad pasmosa, hacía en un segundo el trabajo de años. Eso fue todo lo que pude sacar de la extraña historia que había estado contando. Volvió a hablar después de un largo silencio. —Casi me asusto cuando pienso en lo que he encontrado. Este descubrimiento enloquecería a los científicos. Además, fue todo muy sencillo; ocurrió de manera casi espontánea. Cuando pienso en la fórmula, y en ese nuevo elemento precipitado en escamas metálicas… —¿Qué nuevo elemento?

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L a más cara

—No se me ocurrió bautizarlo, y ya no creo que lo haga. Sobran en el mundo metales preciosos motivo de disputas encarnizadas. Agucé el oído. —¿Has encontrado una mina de oro, Boris? —No, algo mejor —dijo con una carcajada, poniéndose de pie—. Alec, tú y yo tenemos todo lo necesario en este mundo. ¡Ah, qué aspecto siniestro y codicioso te veo ya! Yo también me reí y le dije que me devoraba el deseo de poseer oro, y que nos convenía cambiar de tema, así que cuando llegó Geneviève, poco después, hablábamos de alquimia. Geneviève estaba vestida de gris plateado de la cabeza a los pies. La luz le brillaba en las suaves curvas del pelo rubio cuando le ofreció la mejilla a Boris; entonces me vio y me devolvió el saludo. Hasta entonces nunca había dejado de soplarme un beso desde la punta de los blancos dedos, y de inmediato me quejé del descuido. Geneviève sonrió y tendió la mano, que dejó caer casi antes de que tocara la mía; entonces, mirando a Boris, dijo: —Pídele a Alec que se quede a comer. Eso también era algo nuevo. La primera vez que no me invitaba directamente. —Ya se lo pedí —se apresuró a decir Boris. —Y supongo que aceptaste. Me miró con una encantadora sonrisa convencional. Era como si me hubiera conocido el día anterior. Le hice una profunda reverencia. —J’avais bien l’honneur, madame. Geneviève se negó a compartir el habitual tono de broma, y murmuró algo hospitalario para salir del paso y desapareció. Boris y yo nos miramos. —Conviene que me vaya, ¿no te parece? —le pregunté. —¡Que me maten si lo sé! —respondió él con franqueza.

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R ob er t W. Ch a m b e r s

Mientras sopesábamos la conveniencia de que yo me fuera, Geneviève reapareció en la puerta sin sombrero. Era prodigiosamente bella, pero demasiado colorida, con ojos demasiado brillantes. Vino directamente hacia mí y me tomó del brazo. —El almuerzo está listo. ¿Te parecí brusca, Alec? Pensé que me dolía la cabeza, pero no. Ven aquí, Boris —y lo sujetó con el otro brazo—. Alec sabe que después de ti no hay en el mundo nadie a quien quiera tanto, así que no le hará daño sentirse de vez en cuando rechazado. —À la bonheur! —exclamé—. ¿Quién dice que en primavera no hay tormentas eléctricas? —¿Listos? —preguntó Boris. —Listos —dijimos, y entramos tomados del brazo en el comedor, escandalizando a los criados. Después de todo no éramos tan culpables; Geneviève tenía dieciocho años, Boris veintitrés y yo veintiuno.

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Índice

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LA MÁSCARA

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E L R E PA R A D O R D E R E P U TA C I O N E S

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E L P AT I O D E L D R A G Ó N

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EL SIGNO AMARILLO


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I L L U S T R AT A

Títulos originales: “The Mask”, “The Repairer of Reputations”, “The Court of the Dragon”, “The Yellow Sign” © 2015, de las ilustraciones: Santiago Caruso © 2015, de la traducción: Marcial Souto © 2015, de esta edición: Libros del Zorro Rojo Barcelona – Buenos Aires – México D.F. www.librosdelzorrorojo.com Esta obra es una realización de Libros del Zorro Rojo Dirección editorial:

Fernando Diego García Dirección de arte:

Sebastián García Schnetzer Edición:

Martín Evelson Corrección:

Julia Salvador González

… Con la colaboración del Institut Català de les Empreses Culturals ISBN: 978-84-94328-44-2

Depósito legal: B - 5 1 1 0 - 2 0 1 5

Primera edición: abril de 2 0 1 5 Impreso en Barcelona por Comgrafic No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual. El derecho a utilizar la marca «Libros del Zorro Rojo» corresponde exclusivamente a las siguientes empresas: albur producciones editoriales s.l. LZR Ediciones s.r.l.






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