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«Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Tenía completamente alterados los nervios y el más leve ruido le sobresaltaba. Durante cinco días permaneció en su cuarto renunciando incluso a mantener la mancha de sangre en el suelo de la biblioteca. Si la familia Otis no la quería, era evidente que no se la merecía. Aquella era, sin duda, una gente muy vulgar y materialista, incapaz de apreciar el valor simbólico de ese tipo de fenómenos.»
ILUSTRACIONES:
TRADUCCIÓN:
ESTHER TUSQUETS
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TRADUCCIÓN:
ESTHER TUSQUETS
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CAPÍTULO I
uando el señor Hiram B. Otis, embajador de los Estados Unidos, compró el castillo de Canterville, todo el mundo le dijo que cometía una locura, puesto que no cabía duda de que el lugar estaba embrujado. Incluso el propio lord Canterville, que era un hombre escrupulosamente honrado, se creyó en el deber de advertírselo, al discutir las condiciones. —Nosotros mismos hemos renunciado a vivir en el castillo —dijo lord Canterville—, desde que mi tía abuela, la duquesa viuda de Bolton, contrajo una rara enfermedad, de la que nunca se repuso del todo, a causa del susto que le produjeron dos manos de esqueleto que se apoyaron en sus hombros mientras se vestía para la cena. Y me siento obligado a decirle, señor Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros vivos de mi familia, así como por el párroco del pueblo, el reverendo Augustus Dampier, profesor de la Universidad de Cambridge. Después del desgraciado accidente de la duquesa, ninguno de los sirvientes quiso seguir en nuestra casa, y con frecuencia lady Canterville no podía conciliar el sueño por la noche, a causa de los ruidos misteriosos procedentes del corredor y de la biblioteca.
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—Milord —contestó el embajador—, adquiriré por el mismo precio el castillo y el fantasma. Vengo de un país moderno, donde tenemos todo cuanto puede conseguirse con dinero. Y con todos nuestros muchachos recorriendo Europa de punta a punta, y quitándoles a ustedes sus mejores actrices y sus mejores cantantes de ópera, estoy seguro de que, si hubiera por aquí algo parecido a un fantasma, los americanos ya lo habríamos comprado, y lo tendríamos expuesto en un museo público o de gira en una feria. —Mucho me temo que el fantasma sí exista —dijo lord Canterville sonriendo—, aunque se haya resistido a las ofertas de sus dinámicos empresarios. Es conocido desde hace tres siglos, desde 1584 para ser más exactos, y aparece siempre indefectiblemente antes de que se produzca la muerte de un miembro de la familia. —¡Bah! También los médicos de cabecera, lord Canterville, aparecen en ese momento. Pero, amigo mío, los fantasmas no existen, y sospecho que las leyes de la Naturaleza no van a hacer una excepción a favor de la aristocracia inglesa. —Realmente todo es muy natural entre ustedes los americanos —contestó lord Canterville, que no había acabado de entender el último comentario del señor Otis—. Y si a usted no le importa tener un fantasma en su propia casa, de acuerdo. Recuerde únicamente que yo se lo advertí.
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Pocas semanas después se hizo efectiva la compra, y al terminar el invierno el embajador y su familia se dirigieron al castillo de Canterville. La señora Otis, que de soltera se llamaba Lucretia R. Tappan, había sido una celebrada belleza de Nueva York, y era todavía una mujer muy hermosa, de mediana edad, con unos ojos preciosos y un perfil soberbio. Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de enfermas crónicas, porque creen que esto queda muy fino y muy europeo, pero la señora Otis no cayó nunca en semejante tontería. Tenía una complexión magnífica y una vitalidad realmente maravillosa. En muchos aspectos parecía una auténtica inglesa. Su hijo mayor, que los padres habían bautizado con el nombre de Washington en honor del presidente del mismo nombre, y en un exceso de patriotismo que al muchacho le daba bastante rabia, era un tipo rubio y bien plantado, que se había hecho famoso dirigiendo los bailes en el casino de Newport durante tres años seguidos y que incluso en Londres tenía fama de ser un bailarín excepcional. Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza. Por lo demás era muy juicioso. La señorita Virginia E. Otis era una jovencita de quince años, esbelta y graciosa como una gacela, con un dulce brillo de inocencia en sus grandes ojos azules. Era una amazona
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extraordinaria y una vez, en una carrera de dos vueltas alrededor del parque, ganó con su poni por un cuerpo y medio al viejo lord Bilton, justamente delante de una estatua griega, y esto provocó tal entusiasmo en el joven duque de Cheshire, que le propuso inmediatamente que se casara con él y sus tutores tuvieron que mandarlo aquella misma noche de vuelta al colegio hecho un mar de lágrimas. Después de Virginia venían los dos mellizos, que tenían el apodo de «Estrellas y Barras» porque siempre ostentaban la bandera americana, formada, como se sabe, por barras y estrellas. Eran dos chicos encantadores y, junto con su padre el embajador, los únicos miembros de la familia a los que les importaba un pito la aristocracia. Como el castillo de Canterville está a siete millas de Ascot, que es la estación de ferrocarril más próxima, el señor Otis telegrafió para que los recogiera allí un coche descubierto. Y emprendieron el viaje con entusiasmo. Era un delicioso anochecer de julio y el aire olía a pinos. De vez en cuando oían a las palomas que se arrullaban con su dulce voz, o divisaban escondido entre los helechos el pecho dorado de un faisán. Pequeñas ardillas espiaban su paso desde la copa de las hayas, y los conejos escapaban entre la maleza o sobre la hierba, con los rabitos blancos tiesos en el aire. Sin embargo, al entrar en la avenida que conducía al castillo de Canterville, el cielo quedó repentinamente cubierto de
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nubes, un misterioso silencio pareció invadir la atmósfera, una gran bandada de cornejas voló calladamente sobre sus cabezas y, antes de que llegaran al castillo, habían caído ya las primeras gotas de lluvia. Una anciana pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos, los esperaba en la escalinata para recibirlos. Era la señora Umney, el ama de llaves que la señora Otis, a causa del vivo interés que puso en ello lady Canterville, había consentido en mantener a su servicio. Cuando se apearon del coche, les hizo una profunda reverencia a cada uno y los saludó con la afectada cortesía de los tiempos antiguos: —Deseo que los señores sean bienvenidos al castillo de Canterville. La siguieron por el hermoso vestíbulo estilo Tudor hasta la biblioteca, que era un salón largo y espacioso, con las paredes recubiertas de roble oscuro y un amplio ventanal acristalado al fondo. Les habían servido allí el té y, después de quitarse los abrigos, se sentaron todos, echando miradas de curiosidad en torno a ellos, mientras la señora Umney iba llenando las tazas. De pronto la señora Otis descubrió en el suelo una repugnante mancha de color rojo, justamente al lado de la chimenea, y, sin darle ninguna importancia, le dijo a la señora Umney:
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—Veo que aquí se ha derramado algo. —Sí, señora —contestó la vieja ama de llaves con voz profunda—, aquí se ha derramado sangre. —¡Qué horror! —exclamó la señora Otis—. No me gustan nada las manchas de sangre en el salón. Es preciso limpiar esto inmediatamente. —Es la sangre de lady Eleanore de Canterville, que fue asesinada en este lugar por su propio marido, sir Simon de Canterville, en 1575. Sir Simon la sobrevivió nueve años y desapareció inesperadamente en circunstancias muy misteriosas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma en pena ronda todavía por el castillo. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otros visitantes, y es imposible hacerla desaparecer. —¡Tonterías! —exclamó Washington Otis—. El Quitamanchas Campeón y Detergente Paragón de Pinkerton eliminará la mancha en un santiamén. Y antes de que la aterrada ama de llaves pudiera intervenir, el chico se arrodilló y se puso a frotar enérgicamente el suelo con una barrita de lo que parecía un cosmético negro. Poco tiempo después, no quedaban huellas de la mancha de sangre. —Ya sabía yo que Pinkerton lo lograría —exclamó el joven en tono de triunfo, y paseó una mirada circular sobre su familia, que lo rodeaba admirada.
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Pero apenas terminaba de pronunciar estas palabras, cuando un terrible relámpago brilló en la sombría estancia, el espantoso retumbar de un trueno les sacudió a todos y la señora Umney se desmayó. —¡Qué clima espantoso! —dijo el embajador americano tranquilamente, mientras encendía un largo cigarro—. En este país hay tanta gente que no tienen buen tiempo suficiente para todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar. —Querido Hiram —replicó su esposa—, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya? —Descontárselo del salario —respondió el embajador––, y verás cómo no vuelve a desmayarse. En efecto, al poco rato la señora Umney volvió en sí. Pero estaba profundamente alterada y advirtió solemnemente al señor Otis que alguna desdicha amenazaba la casa. —He visto, señor, con mis propios ojos cosas que pondrían los pelos de punta a cualquiera, y muchas noches no he podido dormir por las cosas terribles que aquí suceden. A pesar de lo cual, el señor Otis y su esposa aseguraron firmemente a la buena mujer que ellos no temían a los fantasmas. Y la vieja ama de llaves, después de invocar las bendiciones de la Providencia sobre sus nuevos dueños y de hacer insinuaciones respecto a un próximo aumento de salario, se retiró renqueando hacia su habitación.
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