Para Fernanda
POR DONDE TE LLEVARON TUS PASOS
Fer, POR DONDE TE LLEVARON TUS PASOS es el resultado de un proyecto fotográfico personal,
el objetivo estará más que cumplido si al ver las imágenes te divertís y sorprendés con el encuentro de tus propios recuerdos. También decidí incluir unos cuentos que están inspirados en lugares y situaciones que vas a reconocer. Espero te guste.
LA FLAUTA AMARILLA Era un típico día de primavera porteña, el sol a pleno, el cielo azul profundo, los árboles empezaban a tener sus copas cubiertas de hojas, debería ser el mes de noviembre; esa tarde, a la hora de la siesta, acompañé a mi madre a comprar el regalo de comunión para mi prima; mamá eligió un pequeño libro misal, con tapas de nácar blanco, las hojas eran de un papel muy delicado, la tapa tenía un crucifijo repujado en un material que imitaba a la plata envejecida, a mí me parecía precioso, era un regalo típico que toda madrina solía hacerle a su ahijada en ocasión de tomar la Primera Comunión, yo tomaría la comunión el siguiente año, descontaba que recibiría un librito como ese. En el local había un exhibidor de juguetes con temática musical convenientemente ubicado a la altura y a la mano de los chicos, en él había castañuelas de madera, tonetes de plástico, tamborcitos, triángulos de metal; a mí me llamó la atención una pequeña flauta, era fina, de lata, pintada en color amarillo con filetes rojos, no medía más de 25 centímetros; cuando mi madre hubo terminado su elección del regalo y antes de que sacara la billetera de la cartera para pagar me animé a pedirle si me compraba la flauta amarilla, ella accedió a mi pedido y volvimos caminando a casa de lo más contentas. La tarde avanzaba como todas, mamá me preparó la leche y se fue a atender el almacén, mi padre ya estaba trabajando en la carnicería. El negocio ocupaba la esquina y la casa estaba justo al lado, se conectaban por una puerta que permanecía siempre abierta y para mí casa y negocio eran la misma cosa; además la casa tenía su correspondiente puerta de calle, que también estaba abierta, sin llave; eran otros tiempos y en aquel entonces nadie entraba a una casa si no era debidamente invitado. Al no tener hermanos yo solía jugar sola, sin embargo con frecuencia venían mis amigas del barrio, Mirtha y Adriana, ellas eran mayores, tenían un año más que yo, ambas vivían en la misma cuadra de mi casa, una sobre la calle Quesada y otra sobre Washington; a ellas les gustaba venir a jugar a mi casa por muchos motivos, para mí el principal era que podíamos jugar a las escondidas, y ese juego era maravilloso, los límites dónde se desarrollaba el juego era toda la casa, que abarcaba también el local; habíamos elegido un pilar en la terraza que servía de “casa” donde contar, usábamos el rincón que estaba más lejos de la escalera; la cuenta siempre era hasta treinta, porque siempre éramos tres, había que salir corriendo y bajar las escaleras que tenían 19 escalones, lo hacíamos bien rápido, una vez en el patio se habría una infinidad de posibles escondites, el lavadero, debajo de la escalera, un bañito, podíamos entrar en el comedor, en la cocina o en mi dormitorio, el dormitorio de mis padres y el baño principal era una zona vedada al juego, si escuchábamos que el contador se acercaba peligrosamente podíamos pasar, con sigilo, al local y de ahí bajar las escaleras que nos llevaban al sótano, ese lugar sí que era fabuloso para jugar a las escondidas, había poca iluminación, muchas cajas y cajones apilados unos sobre otros armando pasillos de circulación, tenía estanterías, en fin, el mismo paraíso.
Cuando me tocaba jugar sola mi juego preferido era disfrazarme con lo que tuviera a mano, inventaba historias en donde yo era la heroína ¿Quién más? Mi madre me había regalado un montón de trapos y cosas divertidas que hoy lo veo como un verdadero tesoro: el kit tenía un camisón de raso blanco y seda bordada, una pieza verdaderamente lujosa para cualquier mujer, el sombrerito que ella usó el día de su casamiento, era un casquete de terciopelo negro con velour, lápiz labial, sombra de ojos, rubor, espejo, peine y cepillo, sábanas y cortinas viejas entre las cosas que recuerdo; pero como todo eso no era suficiente cada tanto mi madre me encontraba hurgando en su ropero en busca de algún elemento indispensable para el personaje que me tocara interpretar ese día, en esas ocasiones ella me pegaba un reto enérgico y yo no tenía a quien acudir en mi defensa, mi padre era un aliado incondicional de mi madre cuando yo hacía travesuras. Estaba definitivamente sola. En esa situación me encontraba esa tarde de primavera, sola, hurgando en su ropero, cuando escucho que entraba en casa por la puerta que conectaba el local con el comedor, el corazón me dio un salto, “¡¿Qué hago?!” “¡si me encuentra revolviendo el ropero me va a retar!” Sin pensar en las consecuencias me metí en el ropero, de pronto ella abre la puerta donde yo me había metido, me acurruque como pude detrás de la ropa que estaba colgada, sin hacer ruido, conteniendo la respiración, yo pensaba que si salía en ese momento y me dejaba ver ella se iba a asustar y era capaz de darme un chirlo, recuerdo mi parálisis como si hubiera ocurrido recién, yo tenía apenas seis años, mi madre guardó algo, cerró la puerta del ropero, afortunadamente sin llave, e inmediatamente me llamó, “¡Lidia! ¿Dónde estás?” ahí me quedé inmóvil esperando que se fuera, la escucho dirigirse a mi cuarto “¡Lidia! ¿Dónde estás? Siento su llamado más lejos, más fuerte, sigo esperando que se aleje lo suficiente como para salir de mi escondite sin que me viera, se mueve rápido, la escucho en la terraza, salgo del ropero y espero a oscuras en su dormitorio la oportunidad para correr a la terraza o al sótano, ella baja corriendo las escaleras de la terraza, recorre el patio, el comedor y entra en el negocio, siento su angustia, le pregunta a mi padre José, José ¿Dónde está Lidia? La escucho gritar, escucho la voz de mi padre tratando de calmarla, “¡¡LIDIA!!” “LIDIA ¿DÓNDE ESTÁS?” siento que mi padre me busca en el sótano, también su voz cambia, hay temor en su llamado, escucho los llantos de mi madre, los escucho a los dos en la vereda, llamándome desesperadamente, me paralizo ¿y ahora qué hago? Salí corriendo, subí las escaleras que me llevaban a la terraza, me senté en uno de los escalones y esperé a que me encontraran, aparece mi madre en el patio, levanta la vista y me vé, me mira y me pregunta “¿Dónde estabas? “en la terraza” “¡mentira!” “escondida en tu ropero” “¡MENTIRA!” Bajo las escaleras y de pronto la siento descargar toda su angustia en forma de furia, su mano pesada y la flauta amarilla eran una misma cosa y sonaron los chirlos contra mis nalgas en una sinfonía que todavía hoy recuerdo. No me explico cómo hizo la flauta amarilla para llegar a su mano en ese preciso momento. Cuento de la serie Los días que se recuerdan.
LA BALSA Ahí estaba él como lo había imaginado, como deseaba encontrarlo, tal cual lo recordaba. Si el mundo perfecto existe, acabo de descubrirlo en un claro de un bosque de robles y castaños, recostado a la izquierda del camino que me lleva desde Triacastela hacia San Xil. Los rayos de sol de las últimas horas de esta tarde de otoño iluminan las copas de los álamos que enmarcan el prado por su costado sur, tornando el color de sus hojas en amarillo intenso, logrando atrapar la luz el tiempo suficiente para que yo, testigo, registre y guarde en mi memoria éste momento sublime. Me llega el murmullo del agua que discurre por el arroyo, el trinar de los pájaros que no se dejan ver, jugando a las escondidas entre las ramas negras de los frondosos carballos, esos árboles magníficos que estuvieron siempre ahí y en todos los bosques de Galicia; a cada paso que doy el crepitar de las hojas bajo mis pies me despierta de este sueño perfecto, donde el verde del prado se topa con el azul intenso del cielo despejado, mientras las vacas disfrutan de semejante espectáculo pastando mansamente, tan inmersas en el paisaje y tan ajenas a mí como los pájaros del cielo o los peces del arroyo. Ahí está él, de pie, cuidando su hacienda en soledad. Sabiendo que voy de paso no pierde tiempo, de manera directa, sencilla y sin preámbulos me invita a acompañarlo “Sin tanto te gusta el lugar, ¿porqué no te quedas? Yo estoy solo”. Me siento halagada, le regalo una sonrisa y le explico que no puedo quedarme pues me espera mi familia al final del Camino. El recuerdo del cuadro bucólico volvía una y otra vez a mi memoria acompañando mis preguntas ¿Qué tan solo estaba? ¿Sin mujer? ¿Sin hijos? ¿Cuál era su historia? Ahí estaba yo, dispuesta a averiguarlo, decidida a hacer de La Balsa mi lugar.
Cuento de la serie Los días que se recuerdan, inspirado en El Camino de Santiago
ULTREIA Finalmente partieron rumbo a sus vacaciones tan esperadas, con la casa en silencio y el teléfono desconectado ahora sí estaban dadas las condiciones para que me dispusiera a retomar el último sueño lúcido, ese que dejé inconcluso cuando sonó el teléfono y al otro lado de la línea un señor se mostraba interesado en saber que canal de televisión estaba viendo en ese preciso instante… Me sumerjo en la bañera, el agua caliente, la fragancia del vapor impregnado en lavanda, cierro los ojos y me dejo llevar, me concentro en las sensaciones, en mis pensamientos, en mis recuerdos… La niebla todo lo cubría y no me dejaba ver vas allá de unos pocos pasos, algo más lejos se intuía la silueta de una pareja envueltos en sus impermeables oscuros, cubiertos de pies a cabeza, con botas y sombreros de ala ancha, se alejaban rápido, los perdí de vista, nuevamente el silencio, logro sentir el suelo a cada paso, irregular, húmedo, encharcada la tierra negra y las piedras, escuché un sonido que vino de lejos, no lo distinguía con claridad, parecía una campana que sonaba por lo bajo, otra más aguda hacia la derecha y otra más, distinta a las dos anteriores, ¿Qué era eso? Animales, me parecería oir el balar de las ovejas, o cabras, no era capaz de diferenciar un sonido de otro; de pronto me encontraba entre de una majada de ovejas que pasaban a mi lado y me rodeaban, sentí el calor de sus cuerpos, el olor que no logro describir, estiré mi brazo y toqué el lomo de una de ellas, dócil, la lana áspera y húmeda de color crema con algún vellón negro, siguieron por la cañada, perdiéndose entre la espesura de la niebla, sigo mi camino… Un dolor repentino, agudo e intenso cruza mi cabeza, amenaza con traerme de vuelta, me resisto. ¿Qué me está pasando? La neblina no se disipa sin embargo puedo notar que el sol está alto, es cerca del mediodía, empiezo a sentir hambre; la silueta de un árbol inmenso frente a mí me obliga a parar, quiero verlo en detalle, parece un roble, me atrae su copa completamente llena de hojas a pesar de estar bien entrado el otoño, de pronto me encuentro cara a cara con un muchacho joven, apareció de la nada cargando una mochila más pesada de lo que le permiten sus fuerzas, voy al encuentro de su mirada, sus ojos revelan paz, me pide que lo ayude con algo para comer, busco en mi mochila y le doy mi ración de frutas secas y una manzana fresca, no queda nada para mí, confío en que pronto se levantará la niebla y aparecerá el pueblo, donde podré elegir lugar para comer a placer, él agradece mi gesto y a mi saludo de “buen Camino” me responde “Ultreia”. Me siento flotar, ingrávida.
Cuento de la serie Los días que se recuerdan, inspirado en El Camino de Santiago.
POR DONDE TE LLEVARON TUS PASOS
FERNANDA
LIDIA OTERO Florida, noviembre de 2015
Gracias a Carolina, Liliana, Marcela.M贸nica y Nicole por ayudarme a entender. Gracias a Mart铆n Estol, un Maestro.
LIDIA OTERO