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Cómo ayuda Hebreos
a veces, hay verdades profundas escondidas en lugares oscuros y descuidados. Este es sin duda el caso de lo que vemos en Hebreos 9:13-14. Sospecho que muchos de ustedes jamás consideraron demasiado este pasaje, especialmente dado su lugar en un libro del Nuevo Testamento cuyo lenguaje e imágenes parecen tan desconectados de nuestro mundo lleno de tecnología sofisticada. Sin embargo, estoy persuadido de que hay una verdad inmensamente poderosa y práctica en este texto en particular. Es más, en cierto sentido, este pasaje es un estandarte que abarca todo el libro que estás leyendo. Allí, podemos leer:
Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la ceniza de la becerra rociada sobre los que se han contaminado, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará vuestra conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo? (Heb. 9:13-14)
No se me ocurre una necesidad más apremiante y urgente que la de purificar nuestras conciencias, de manera que podamos amar y servir a Dios y vivir para Él y Su gloria. Entonces, ¿qué haces cuando sientes que tu conciencia está sucia o que tu alma está contaminada?
Lo asombroso es lo siguiente. Por más diferente que sea nuestro mundo actual del mundo del Antiguo Testamento (cuando el tabernáculo seguía en pie y los rituales de la ley mosaica seguían teniendo vigor), el problema más fundamental del corazón humano sigue siendo el mismo. La necesidad más básica de todo hombre y mujer sigue siendo la misma. A pesar de todos nuestros avances tecnológicos, de internet, de nuestra decodificación del código genético y de la existencia de los autos y los desodorantes y la plomería en las casas, la necesidad más básica, fundamental y apremiante de tu corazón y del mío no es distinta de la de aquellos israelitas que vivieron durante la época del Antiguo Testamento, cuando el tabernáculo (y más tarde, el templo) estaba en pie y en pleno funcionamiento.
¿Y cuál es ese problema? Una conciencia sucia. Un espíritu contaminado. Un alma manchada. Un corazón que parece envilecido y díscolo y que a pesar de todos sus esfuerzos no logra volver a Dios.
Me resulta fascinante que, incluso después de pasar una velada estacionado frente al televisor con tu familia, mirando tu computadora, ahogando tus penas en alcohol, leyendo un libro o revisando los resultados de los movimientos en el mercado de valores, sigues forcejeando con una lucha central y buscando la respuesta a una pregunta esencial:
¿Cómo puedo acercarme a Dios y ser recibido por Él y reconciliarme con Él cuando me siento tan sucio e indigno? ¿Cómo puedo estar en paz con Dios cuando mi conciencia me apuñala constantemente con recordatorios de pecado, lujuria, avaricia, ambición, egoísmo e idolatría? ¿Cómo puedo estar seguro de que realmente me disfruta como hijo? ¿Hay esperanza de que algún día pueda sentir el afecto que Dios tiene por mí?
Lo que encontramos en Hebreos 9 es la única respuesta, la única solución a ese problema. Lo único que purificará tu conciencia para que puedas disfrutar de Dios y saber que Él disfruta de ti es «la sangre de Cristo» (v. 14). Lo único que podían hacer todas las ofrendas, los sacrificios y los enseres del templo del Antiguo Testamento era limpiar a la persona por fuera, para que pudiera unirse al resto del pueblo de Dios en adoración y oración. Estas ofrendas y sacrificios limpiaban solo sus cuerpos, al quitar la impureza ceremonial y hacerlos aptos para la vida en la comunidad del pueblo de Dios.
Pero sus conciencias nunca quedaban absoluta y definitivamente limpias del poder contaminador de la culpa que resultaba del pecado.
Prácticamente todo lo que estaba asociado con el tabernáculo del Antiguo Testamento y sus enseres, junto con las instrucciones detalladas que gobernaban la ofrenda de «los machos cabríos y de los toros» (v. 13) estaba diseñado para servir como un sermón visual que declaraba la santidad de Dios. La necesidad de un lavado y una limpieza constantes de todo y de todos los que entraran al tabernáculo era un recordatorio continuo de que la santidad de Dios tiene una naturaleza tal que solo el que es perfecto y puro es aceptable para Él.
El tabernáculo y todo lo que había en él también eran recordatorios diarios no solo de la santidad de Dios, sino también de la pecaminosidad del hombre. Todo allí gritaba: «¡Mantente lejos! ¡No te acerques! Si te acercas a Dios, ¡morirás!». Por eso, el acceso a la presencia de Dios estaba restringido a solo un hombre, el sumo sacerdote, y solo un día al año, y solamente si llevaba al altar un sacrificio de sangre tanto por él como por el pueblo.
Pero lo más importante de todo era que el tabernáculo y todo lo que había en él señalaban a la venida de la persona y la obra de Jesucristo. Quisiera recordarte que cuando el apóstol Juan describió la encarnación del Hijo de Dios, la entrada a la carne humana y a la vida en este mundo de la segunda persona de la Trinidad, escribió: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14). ¡Y la palabra traducida «habitó» es más literalmente «hizo su tabernáculo»! ¡Qué misericordia, y qué gracia, y qué perdón, y qué gloria, y qué belleza que el tabernáculo personificado haya venido a nosotros plena y finalmente en la persona de Jesús!
Libres de la esclavitud de la religión
El autor de Hebreos llega a su gloriosa conclusión en 9:14. Aquí, declara que, a diferencia de la sangre de los machos cabríos y los toros, que solo podían proveer una limpieza ceremonial, la sangre de nuestro Salvador limpia nuestras conciencias y trae el perdón final y pleno de los pecados.
¿Y de qué es purificada o limpiada nuestra conciencia? «Obras muertas» (v. 14). Él tiene en mente todo lo que hayamos hecho alguna vez, pensando que redimiría nuestra alma; todo lo que hayamos dicho alguna vez, con la esperanza de que nuestras palabras alejaran la ira de Dios; todo lo que hayamos dado, sacrificado, prometido o rechazado, creyendo que traería descanso a nuestra conciencia, nuestro corazón y nuestra mente. Están «muertas» porque no tienen poder para reconciliarnos con Dios. Están «muertas» porque vienen de corazones carentes de vida espiritual. Están «muertas» porque nos dejan con una sensación de desesperanza, como si nadie pudiera librarnos del poder condenador del pecado y la culpa.
Y solo con una conciencia pura, una que ha sido corregida y limpiada por la sangre de Cristo, podemos servir a Dios y amarlo y glorificarlo como Él diseñó originalmente cuando nos creó.
¿Quieres otra palabra en lugar de «obras muertas»? Te daré una: ¡religión! La religión es el intento de motivar a las personas a hacer «buenas obras» sobre la base de sus sentimientos de culpa. ¡El evangelio llama a las personas a hacer «buenas obras» sobre la base del perdón de la culpa!
La religión dice: «Es evidente que te sientes culpable, sucio y contaminado. Así que lo que necesitas hacer es esto: ¡trabaja para Dios! Da más. Ora más. Sirve más. Haz más».
El evangelio dice: «El problema no es que te sientas culpable. ¡El problema es que eres culpable! ¡Así que lo que necesitas hacer es esto: recibe por fe la obra que Dios ya hizo en Cristo a tu favor!». ¿Sigues paralizado por una conciencia sucia? ¿Acaso esa sensación de mancha moral en tu alma te deja con una sensación de desesperación y desesperanza? Hay solo una solución, solo una cosa que puede limpiarte y hacerte pleno: la sangre de Jesucristo derramada en la cruz por pecadores como tú y yo.
Charles Simeon nació en 1759 y murió en 1836. Recordaba bien su conversión a Cristo. Sucedió mientras leía sobre lo que pasaba el día de la expiación, cuando el sumo sacerdote ponía sus manos sobre el macho cabrío expiatorio, lo que simbolizaba la transferencia de la culpa del pueblo de Israel a la ofrenda del sacrificio. «En ese momento, pensé —dijo Simeón—: “¿Cómo, puedo transferir toda mi culpa a otro? ¿Acaso Dios proveyó una ofrenda por mí, para que pueda poner mis pecados sobre su cabeza?”.
Entonces, si Dios lo permite, ya no los llevaré sobre mi alma ni un momento más. Así, quise poner mis pecados sobre la sagrada cabeza de Jesús».1
Puedes hacer lo mismo hoy y ser limpiado y liberado de una conciencia sucia para siempre.
De eso se trata este libro. Pero no es algo que llega con facilidad. Y no se debe a que haya alguna deficiencia en lo que Dios proveyó para nosotros en Jesucristo. Se debe a que el pecado nos ha programado para el autocastigo. Nuestra respuesta instintiva e inicial al fracaso personal es exigirnos algo que nunca podría quitar la mancha de la culpa. Todas nuestras promesas y buenas intenciones y fórmulas de autoayuda, así como las muchas maneras en que buscamos infligir dolor, ya sea físico o emocional, no le garantizan a nuestra alma lo que tanto necesita. Ni siquiera la multitud de sacrificios que hacemos, junto con toda clase de privación personal y reglas nuevas que nos imponemos pueden expiar nuestros pecados. Sencillamente, para muchos, la gracia es una píldora demasiado grande para tragar.
A través de los años, Dios me ha mostrado a varias jovencitas que buscaban aliviar su conciencia contaminada cortándose. En un caso, mientras estaba en mi oficina en la iglesia, tuve que quitarle a la fuerza la navaja de la mano para que no se cortara las venas. En otra, una alumna mía del Wheaton College tuvo que retirarse de la escuela para buscar ayuda seria y hallar libertad de la compulsión de infligirse daño. Hace poco, me regocijé cuando una preciosa jovencita me entregó una caja de cúters, un símbolo para conmemorar ocho años desde la última vez que se había desfigurado la carne en un intento de arreglar las cosas con Dios. No sugiero que yo haya descubierto la motivación subyacente de todos los que luchan con la tentación de dañarse a sí mismos. Es un problema sumamente complejo. Pero te aseguro que, en muchos casos, está la convicción atroz de que la sangre de Jesús en la cruz no fue suficiente para lavar el alma de la persona y librarla de la presencia contaminante del pecado. La mía también es necesaria. O, para otros, parece ser la única manera de silenciar los gritos silenciosos de una conciencia desesperada que anhela ser liberada y perdonada.
Más allá de cuál sea tu mayor lucha con el pecado, nuestra única esperanza es escuchar atentamente lo que la Biblia dice que Dios hizo con nuestro pecado, y someternos a esta verdad por la fe en Jesucristo.