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DE BELFAST A INDIA

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ILUSTRACIONES

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Antes de que yo existiera

Antes de que yo existiera, me conocías; Soy como un libro abierto ante ti Sin embargo, me amas, porque, Señor, tú me amas.

Ninguna otra razón hay luego, Ninguna otra razón puedo añadir; No hay amor humano, a menos que sea ciego, Que se interese en mi existir.

Pero tu mirada pura me lee, me atraviesa, Mi alma está desnuda ante ti; Sin embargo, qué magnífica sorpresa es Señor tu amor por mí.

Y si algo bueno que en mí habría fuera la causa de tu glorioso amor, entonces, sin duda tu amor se deterioraría y se cansaría de mí, Señor.

No es necesario pues el temor de que dejes de amarme.

Porque ¿quién sino tú, Salvador y amigo del pecador, con Su amor habría de abrigarme?

Ahora, en ti he puesto mi corazón, Tu nombre es música de gran valor. Que jamás olvide en ninguna situación Cuán grande es por mí tu amor.

En India, en una calle de Madrás a principios del siglo xx, un británico tuvo su primer encuentro con una mujer cuya apariencia le resultó singularmente distinta. No se debía a que fuera blanca, porque había muchos ingleses en esa parte del Imperio británico. Tenía puesto un sari de colores brillantes, y las tres niñas que la acompañaban eran claramente indias. La mujer pequeña y de cabello oscuro «parecía muy amorosa, y las tres pequeñas que estaban con ella eran amigables y para nada tímidas, y se aferraban a ella; eran como unas maripositas azules con sus saris azulinos… algo totalmente distinto de los niños serios que conocía».1 Más adelante, el observador se enteró de que este grupo llamativo estaba de visita desde Dohnavur, un pueblito bien al sur de India. La mujer era Amy Carmichael, y si la hubiera visto por primera vez en Dohnavur, rodeada de 200 niñas que hablaban tamil, para las cuales ella era madre, enfermera y maestra, se habría sorprendido aún más.

1 Frank Houghton, Amy Carmichael of Dohnavur (Londres: SPCK, 1953), pág. 243. De aquí en más, llamado Houghton.

Para entender la historia de Amy Carmichael, debemos regresar al principio. Nacida en Millisle, en Irlanda del Norte, el 16 de diciembre de 1867, Amy provenía de la casta presbiteriana del Úlster, la cual produjo generaciones de mujeres cuyas vidas modelaron hogares y estaciones misioneras en todo el mundo. Parte de lo que eran provenía de sus genes, y otra parte, de la herencia en la que habían nacido. La reverencia a Dios, el libro de los Salmos, la adoración en familia y los Diez Mandamientos eran parte del tejido de sus vidas. Los domingos, por sobre todas las cosas, estaban destinados a Dios y a Su Palabra. Más adelante, se diría sobre Amy: «Durante el resto de su vida, las cadencias majestuosas de la versión autorizada (King James) de la Biblia formaron su pensamiento y cada frase que escribió».

Dos siglos antes, los Carmichael habían sido escoceses perseguidos que habían visto cómo el

[4] evangelio se extendía en una época de avivamiento. Era una historia que no se había olvidado. Las lecciones del deber, la disciplina y las dificultades habían pasado de generación en generación y, cuando se encontraron en mujeres cristianas con una personalidad vivaz y energética, la tierra conoció su impacto. Amy Carmichael era una de estas mujeres del Úlster. Nació en una familia bastante pudiente, la enviaron a un internado en Inglaterra a los doce años, y tenía quince cuando escribió:

En Su gran misericordia, el Buen Pastor respondió las oraciones de mi madre, mi padre y muchos otros seres queridos y me eligió a mí, incluso a mí.

Al mismo tiempo, la situación financiera de sus padres, David y Catherine Carmichael, sufrió un revés. Su padre había prosperado como dueño de molinos en Millisle, y junto con su hermano William, construyeron un nuevo molino en Belfast. Pero allí surgieron dificultades económicas, y varias se agravaron cuando no les devolvieron un préstamo grande que habían hecho.

Esto debe haber sucedido en 1883, porque un año antes, sus dos hermanos, Norman y Ernest, habían sido enviados al King William's College, en la Isla de Man, y los retiraron en el verano de 1883.2 Al mismo tiempo, los tres años de escolarización de Amy en Harrogate tuvieron que terminar. La vida siguió cambiando en la casa de los Carmichael (en la cual había dos hermanos y dos hermanas menores más), cuando su padre murió en forma repentina el 12 de abril de 1885, a los 54 años de edad.

Para entonces, Amy estaba ocupada ayudando a todos los miembros más jóvenes de la familia, y tomaba clases de pintura. Entonces, un domingo por la mañana, ella y sus hermanos se encontraron con una anciana (que claramente no asistía a la iglesia) que se esforzaba por llevar una carga pesada. Por más común y corriente que nos parezca, la decisión de detenerse y ayudar marcó una etapa en la vida de Amy. Superó un elemento de vergüenza cuando las palabras de la Escritura acudieron con convicción a su mente: «oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada uno se hará evidente; porque el día la dará a conocer, pues con fuego será revelada; el fuego mismo probará la calidad de la obra de cada uno» (1 Cor. 3:12-13). A partir de este período su vida sería formada por la idea de que «nada más que lo eterno es importante». El evangelio entre los niños en una zona marginada de Belfast se transformó en uno de sus principales intereses. Se había hecho cristiana en una época cuando la verdad de que la utilidad espiritual está relacionada con la santidad personal era cada vez más popular entre los evangélicos. Para algunos, esto recibió el estímulo de una reunión anual en Keswick, Cumbria, y convenciones paralelas en otros lugares. A los 18 años, Amy fue a Glasgow a asistir a reuniones «sobre cómo profundizar la vida espiritual». Andrew Bonar también estaba allí y escribió en su Diary [Diario]:

2 Norman (n. 1869) fue a British Columbia en 1890, y Ernest (n. 1870) a Nueva Jersey en 1889. King William’s College Register, 1833‑1927 (Glasgow: Jackson, 1928), pág. 194. Su primo, Sidney Carmichael, hijo del colega de su padre, tuvo un paso breve muy similar por la escuela.

«Las reuniones de la Convención, aunque por momentos algo confusas, han sido de mucha utilidad».3 En 1887, en una reunión similar en Belfast, Amy escuchó a Hudson Taylor y Robert Wilson.

Wilson jugaría un papel importante en su vida futura. Dueño de una mina de carbón y una fábrica de ladrillos en Broughton, Cumbria, fue uno de los fundadores de la Convención de Keswick. Después de conocer a los Carmichael en Belfast, invitó a Amy y a sus hermanos a asistir a la convención y a hospedarse en su casa, la finca Broughton Grange, a unos 25 kilómetros (15 millas) de Keswick. Había perdido a una hija que murió aproximadamente a la edad que tenía Amy, y hacía poco tiempo, su esposa también había fallecido, dejándolo solo con dos hijos solteros en la casa de once habitaciones que había construido en 1859.

Un observador en la época de la visita de los jóvenes Carmichael notó la «luminosidad y alegría» que Amy traía con ella, y Robert Wilson también se percató de lo mismo. Las dificultades financieras empezaron a dispersar a la familia

3 Andrew Bonar, Diary and Life , ed. M. Bonar (Edimburgo: Banner of Truth, 2013), pág. 261.

Carmichael, y también quizás hayan generado el pedido inusual que Wilson le hizo a la madre de Amy en 1890: ¿podía Amy quedarse con ellos en Broughton Grange una parte de cada año, como una especie de hija adoptiva?

La madre aceptó la propuesta. Si esto ayudaba a los Carmichael, por cierto que también ayudó al Sr. Wilson. Un día, ella lo llamó «querido viejito», y de allí le quedó el apodo afectuoso «D.O.M.» [ Dear Old Man, por sus siglas en inglés]. Amy reconoció que él tenía mucho para enseñarle, y disfrutaba mucho el paisaje de Cumbria. Robert Wilson era un hombre de 65 años, con un carácter fuerte y una personalidad salerosa. Entre otras cosas, le dio a Amy un conocimiento más profundo de las misiones en el extranjero. Esto tendría una consecuencia que él no anticipó. Valoraba la presencia de Amy en Broughton Grange, y esperaba que siguiera siendo su hogar principal mientras él viviera. A ella no le disgustaba la idea, pero hubo una compulsión más fuerte que predominó sobre todo lo demás. El 26 de julio de 1892, ella observó:

«Sin duda, me he rendido al servicio en el extranjero». Al mes siguiente, se ofreció a la organización misionera China Inland Mission (CIM) y partió para que la entrevistaran en Londres. La misión la aceptó. Ella empacó sus baúles y ya estaba lista para navegar, cuando el médico de la misión la rechazó por motivos de salud. A Amy la volvieron a recibir con brazos abiertos en Broughton Grange, pero no por demasiado tiempo. Ahora, sus pensamientos se volvieron a Japón. Envió una carta a Barclay Buxton, el líder de la Banda Evangelística de Japón, y con el apoyo de D.O.M. viajó a China, en dirección a Japón, en marzo de 1893.

Durante los quince meses siguientes, Japón sería un terreno de entrenamiento difícil pero valioso, donde Amy se metió de lleno en el estudio del idioma y en la evangelización entre la gente. Algunas de sus experiencias en ese tiempo marcarían el resto de su vida. Aprendió a rechazar algunos métodos que algunos evangélicos estaban adoptando para captar la atención de los incrédulos. Le aconsejaron, por ejemplo, «que se podía atraer a más niñas a las reuniones si ofrecía lecciones de costura o bordado, y administraba tan solo una dosis pequeña del evangelio».4 De esa manera, decían, más personas la escucharían hablar de Jesús. Pero ella no creía en una manera tan indirecta de tratar con las personas:

Preferiría que vinieran dos con determinación que cien que vengan a jugar. No tenemos tiempo para jugar con las almas de esta manera. No es por ceremonias del té ni por arreglos de flores, ni por la elaboración de crisantemos de madera ni por lecciones importadas de costura, sino por mi Espíritu, dijo el Señor.

4 Elisabeth Elliot, A Chance to Die, The Life and Legacy of Amy Carmichael, (Grand Rapids: Fleming Revell, 1987), pág. 84. Esta obra es una adición valiosa y bellamente escrita a la biografía anterior escrita por Frank Houghton. Estoy en deuda con los dos volúmenes. Las cartas de Amy a su hogar formaron el contenido de su primer libro, From Sunrise Land: Letters from Japan (Londres: Marshall, 1895).

De manera similar, tampoco seguía la práctica común que encontró entre los misioneros de usar supuestas imágenes de Cristo en la presentación del evangelio. Esto era «impensable para Amy», escribe Elisabeth Elliot: «Ella sentía que nadie tenía el derecho de suponer que podía imaginar al Hijo de Dios. ¿Quién podría separar la humanidad de la Deidad? Se alejó espantada de esta práctica, y les recordó a los que no estaban de acuerdo que los apóstoles habían evitado apelar a los sentidos, confiando en el poder de la Palabra solamente. Según ella, la Iglesia recurría a imágenes cuando todo su poder se terminaba».5

Un comentario al pasar que le dijo un día otro misionero la llevó a pensar en un tema que permanecería central en su mente. En medio de un debate sobre la conducta entre misioneros, le dijeron: «¿Acaso no estás diciendo que crees que todos los misioneros se aman unos a otros?». Amy no podía creerlo. Las palabras sugerían una tolerancia al incumplimiento de un mandamiento claro de Cristo. Aunque tenía poco más de 20 años, Amy veía el amor como la gracia cristiana más importante, y como algo fundamental para la vida y el testimonio cristiano.

5 A Chance to Die, pág. 93. En años posteriores, Amy se encontró con una niña que miraba desilusionada una imagen de «Jesús». «Vaya —exclamó—. Pensé que era mucho más maravilloso».

El tiempo en Japón terminó antes de lo esperado, cuando una neuralgia aguda y persistente llevó a un médico a cuestionar la capacidad de Amy para soportar el clima. Le indicaron que descansara con misioneros de la CIM en Shanghái. Sin embargo, una vez allí, en julio de 1894, después de una semana, Amy ya estaba de pie otra vez, y si Japón no tenía un campo para ella, estaba convencida de que Ceilán (ahora Sri Lanka) sí lo tendría. Para consternación de sus anfitriones, Amy partió en el primer barco hacia Colombo. Cuando su benefactor en Broughton Grange se enteró de esto, se preocupó además de sorprenderse. A los 26 años de edad, Amy dependía del Comité Misionero de Keswick, el cual había solventado su viaje, y ellos no sabían nada de aquel cambio repentino. Naturalmente, a su padre adoptivo no le gustó. Le escribió aconsejándole que volviera a casa, y desanimándola de unirse a otra misión en Ceilán. La respuesta de Amy fue escribir:

¡Hablar de volver a casa! ¿Acaso alguna vez un soldado que se dignara llamarse así huyó a casa después del primer disparo? Alabado sea Su nombre, el dolor ya se fue y estoy lista para la batalla una vez más.

No obstante, volvió a casa cuando, en noviembre, se enteró de que D.O.M. había sufrido un infarto. El 15 de diciembre de 1894, el día antes de su cumpleaños, estaba de regreso en Inglaterra, donde su madre se encontró con ella en Londres. Wilson se recuperó, y estaba feliz de que se la habían «devuelto», mientras que Amy también estaba feliz de estar en el hogar tan querido en Broughton. Sin embargo, eso no duraría mucho.

Él la ayudó y le dio su bendición para responder a una vacante en la obra de la Sociedad Misionera

Zenana de la Iglesia de Inglaterra en India. El 11 de octubre de 1895, Amy dejó Gran Bretaña a los 27 años para no volver jamás.

«Zenana» era una palabra en hindi para la parte de una casa donde se mantenía recluida a la mujer. Después de su llegada al hospital Mission en Bangalore, en el sur de India, a Amy le llevaría varios años entender todas las repercusiones de esa palabra. Mientras tanto, tuvo que aprender el idioma tamil, hablado por quince millones de personas. Aunque no tenía una facilidad natural para los idiomas, lo más doloroso no era estudiar el idioma. Ya había visto algo de paganismo en Japón, pero aquí, el mal, la oscuridad y la actividad demoníaca eran palpables. Dos siglos de gobierno británico apenas si habían tocado las estructuras sociales que esclavizaban a millones, y donde las mujeres y los niños eran los más afectados. El hinduismo, la religión principal, apoyaba o toleraba estas estructuras, y las autoridades británicas no se metían demasiado, por temor a contrariar a la población nativa. El comercio era la prioridad para demasiados europeos.6

6 Al mismo tiempo, Amy estaba lejos de pensar que Gran Bretaña no había hecho nada por India. «El Raj británico puede tener sus errores —escribió en 1914—, pero no hay duda de que es un pacificador». Amy

Los hindúes nacían en un sistema de castas que determinaba su posición en la vida. De esta manera, la posición de los pobres y los débiles se consideraba irreversible. Las mujeres eran las que más sufrían. En la mayoría de los casos, eran siervas toda su vida, y en los lugares donde seguía la práctica del suttee, lo eran incluso hasta la muerte. La tradición del suttee requería que, cuando un esposo moría, la «verdadera esposa» demostrara que lo era al inmolarse en la pira funeraria. Al poco tiempo, Amy vio esto en la práctica entre el pueblo kota. Según le dijeron, ninguno entre ellos había sido llevado a Cristo. Algo no menos impactante para Amy fue descubrir que a menudo había un cristianismo formal que descansaba en silencio y comodidad en medio de la oscuridad predominante. Durante muchos años, distintas misiones cristianas habían estado en India, pero junto con las conversiones, una gran medida de cristianismo formal se había instalado en algunas zonas. Había «cristianos» que ni leían ni poseían una Biblia, que hacían trabajo cristiano solo si les pagaban, y que no tenían una mayor comprensión del evangelio que un pagano. Amy escribió a su hogar: «Lo más triste que se puede encontrar es un cristiano nominal. […] La iglesia aquí es un “campo lleno de trigo y cizaña”». En Bangalore, Amy llegó a creer que, frente al desánimo, los misioneros se veían tentados a moderar su cristianismo y hacer ciertas concesiones con las condiciones predominantes. El día en que Amy escuchó a Thomas Walker, un ministro de la Iglesia de Inglaterra que trabajaba con la Sociedad Misionera de la Iglesia en el distrito de Tinnevelly al sur de India, fue sumamente significativo. Él estaba predicando en una convención que se reunía en Ooty, y Amy había llevado un libro de gramática tamil para leer, en caso de que se aburriera. Había leído en unos informes que Walker era «un poco estrecho de mente, pero muy erudito». Esa imagen cambió de inmediato, aunque su primer encuentro en

Wilson-Carmichael, Walker of Tinnevelly (Londres: Morgan and Scott, 1916), pág. 275. De aquí en adelante, citado como Walker. La inclusión de «Wilson» en su apellido, una práctica que siguieron todos sus primeros libros, indica la cercanía de su relación con Robert Wilson.

Ooty no fue ningún indicador de una futura amistad. Más bien, Amy se inclinó hacia la esposa de Walker. Pero la fluidez de Walker en tamil era una atracción, y cuando el matrimonio la invitó a acompañarlo en Tinnevelly, como una mejor zona para estudiar el idioma, junto con la promesa de que él la ayudaría, Amy aceptó. La obra de Zenana y la CMS estaban íntimamente asociadas.

A finales de 1896, Amy estaba con los Walker, y así empezó una de las influencias más fuertes de su vida. Más adelante, describiría lo que significó para ella el sermón de su anfitrión aquel primer domingo en 1897:

Aquella noche de domingo, los punkahs se bamboleaban con sueño, y la congregación, algunos misioneros, unos pocos civiles y varios amigos indios se habían acomodado para el sermón. El predicador dio el siguiente texto: «Los poderes del siglo venidero». El texto se leyó con una solemnidad penetrante; parecía atravesar el aire como un cuchillo. Todo sentido de tiempo, lugar y otras personas se desvaneció al instante; era imposible pensar en otra cosa que no fuera en aquellos grandes poderes solemnes, los poderes del siglo venidero. Cierta afectación nerviosa en el orador, que habría sido perturbadora si el tema no se hubiera manejado con tanta precisión, quedó en el olvido. Todo lo personal y trivial se olvidó; este mundo presente con sus poderes insignificantes parecía la nada misma, una hoja marchita. Solo el Eterno era importante. Era la sensación del momento; profundizó la vida para al menos uno de los que escucharon. Pero el predicador nunca lo supo.7

Parte del sentido de reserva que ambos compartían fue la causa de que su pupila no le dijera esto a Walker. Un gran avance en la relación más bien formal que tenían surgió durante el desayuno una mañana, cuando Amy contó un sueño que había tenido la noche anterior. Su problema diario para aprender tamil volvió a surgir mientras dormía, cuando un «ángel» le preguntó: «¿Cuánto deseas el idioma?». «Lo suficiente como para ganar almas, y un poquito más», respondió ella. Cuando su maestro escuchó el sueño, se le iluminaron los ojos normalmente serios, y le aseguró: «Sí que tendrás un poquito más».

Thomas Walker, nacido en Derbyshire en 1859, tenía apenas ocho años más que Amy. Había llegado de Cambridge como misionero en 1885, y se había casado con una «señorita Hodge» de la Misión de Zenana en 1890. Durante la mayoría de los años desde su llegada, había ayudado a los obispos evangélicos de Tinnevelly, y había dedicado mucho tiempo a tareas administrativas, pero para esa fecha, había renunciado a estas labores para dedicarse a la evangelización y a la capacitación de candidatos para el ministerio evangelizador. Una de las entradas de su diario indica cómo enseñarle tamil a Amy era algo extra: Ocho de la mañana, reunión de oración. Hojas de prueba de tamil (Pearson sobre el credo). Me enteré de la muerte de mi padre. ¡Señor, hazme escuchar la voz! Correspondencia.

7 Walker, págs. 182-3.

Enseñé ____ [a. C.].8 Noche a Savalai [un pueblo hindú] hasta los naiks hindúes.

Amy registra: «Era un maestro con mayúscula, muy paciente con la estupidez, al menos para su alumna de esa época, y rápido para recibir cualquier clase de señal de mera inteligencia. Por ejemplo, a esta alumna en particular le gustaba la historia de las palabras; y él examinaba sus diccionarios de sánscrito y tamil hasta que todas sus preguntas quedaban satisfechas, sin considerarlo una molestia, siempre y cuando se apreciara el resultado».9

8 Aunque la presencia de Amy se hace evidente en ocasiones en su biografía de Walker, su nombre no aparece en ningún lado. Los corchetes en la cita son míos.

El aprecio de Amy por su mentor se profundizó cuando pudo verlo como evangelista. Walker había comenzado una «banda evangelizadora» itinerante de hombres, que viajaba en un carro tirado por bueyes cubierto por un esterillado y visitaba muchas partes del gran distrito de Tinnevelly. Aunque él había estado orando por la ayuda de «dos muchachos solteros», Amy fue parte de la respuesta. Con la ayuda de un pequeño grupo de cristianas indias, se transformó en la líder de una banda femenina en cuanto supo lo suficiente del idioma. Fue una experiencia que le confirmó la verdad de las palabras de Walker:

La vida de un misionero itinerante es una gran escuela en la cual aprender la lección de que la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee. Se la recomendaría a los cristianos lujosos que creen que no podrían sobrevivir sin su cuadro favorito o sin esa dieta particular.

9 Walker, pág. 184.

El ajetreo de la vida de los Walker fue un ejemplo jamás olvidado:

Se llevaban ofrendas para los cristianos, y se hacían reuniones especiales para los obreros, tanto hombres como mujeres; clases bíblicas, reuniones de oración y tiempos prolongados de esperar a Dios, además de innumerables reuniones al aire libre para los hindúes. Había una escuela dominical para hombres, mujeres y niños (con el cuidado especial de la Sra. Walker), y se capacitaban maestros.10

Es imposible saber cuánto le debía Amy a Walker, pero una y otra vez en su Walker of Tinnevelly, ella destaca rasgos que también fueron propios: los autores que a él le encantaban;11 las «palabrerías» y el «sentimentalismo religioso» que él detestaba; el lugar destinado a la oración, a la música y la poesía; el temor de las «conversiones a medias»; la necesidad de separarse del mundo; la fe en la realidad del avivamiento… todas estas cosas, y más, se verían reflejadas en ella.

10 Walker, pág. 187.

11 Por ejemplo, libros como las biografías de Henry Martyn y M. Coillard, y Tongue of Fire, de William Arthur. Otra cosa que aprendió de Walker fue el hábito de llevar alguna lectura para compartir a la hora de comer.

Uno de los dichos de Walker: «Edifiquemos para los años que no veremos», sería cumplido por Amy.

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