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La Ley del menor esfuerzo

Cada tanto me llegan esos mails que nunca sé si es solo a mí o si a todo el mundo le pasa, se ve que alguna vez asocié mi dirección de correo electrónico con alguna búsqueda y PUM, aparecen. No entiendo bien por qué algunos van directo a SPAM y otros llegan, acomodados, directo a la bandeja de entrada. De algún modo, llegan. Normalmente, los ignoro, borrándolos tan rápido como entran; pero, a veces, tal vez algo capta mi atención y caigo en la trampa de leerlos. Así es como llegué a uno que me interpeló muy personalmente al preguntar qué era lo que me frenaba, lo que no me permitía dar el paso y cuáles eran las excusas que ponía para no hacerlo. Me agarró justo momentos antes de rendir un examen para el cual no sabía si estaba preparada y me llevó a preguntarme qué nos impulsa a tomar ciertos caminos y cuáles son los miedos que nos refrenan. Si bien siempre creí ser bastante aventurada y obstinada -donde me pongo un objetivo, me desarmo por alcanzarlo-, las eternas dudas me han asaltado más de una vez. Ese mail que tendría que haber sido basura, llevó a preguntarme a qué no me estaba animando y, más aún, por qué no me estaba animando.

Creo que todos tenemos nuestras disposiciones armadas, seteadas de algún modo. Nos decimos “soy así o asá, soy hábil para esto, pero no para aquello, etc.”, nos predeterminamos a hacer algunas cosas, pero no otras. Y si por alguna de esas cosas nos atrevemos a salir de la zona de confort y hacer algo para lo que no estamos predestinados, lo hacemos con temor, casi a sabiendas de que vamos a fracasar.

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En el medio de esta prueba que me llevó a mi mismísimo límite, todo pasó por mi mente: ¿Por qué estoy haciendo algo para lo que sé que no soy buena? ¿Por qué paso por este sufrimiento? ¿Vale realmente la pena? ¿Es de verdad lo que quiero? En ese torbellino de cuestionamientos, además, se me presentaron también todos los mandatos sociales, esas presiones que debería cumplir. “Green’s don’t quit” dice Rachel en un mítico capítulo en el cual se le derrumba la rebeldía para darse cuenta de que es una digna hija de su padre. Y ahí estaba yo, no queriendo renunciar a algo que tampoco sabía si podía lograr, menos aún si lo quería. Y pensé nuevamente en ese mail, en todo caso la pregunta no era, en ese momento, qué me frenaba sino qué me impulsaba, la pregunta siguiente sí aplicaba: qué me estaba diciendo a mí misma para pensar que no podía. Recuerdo de chica, en mi vago intento por tocar la guitarra y mi veloz abandono por darme cuenta de que mi oído está atrofiado, los dichos de esos músicos innatos “si te esforzás, podés” o “es solo práctica”. Y sí, creo que si nos ponemos en la cabeza lo que sea que queramos, podemos llegar muy lejos en esa búsqueda, pero nunca como los innatos porque, ya lo vimos: Messi hay uno solo. Todo bien con el resto de los pibes de la esquina y su pelota de tela.

Jamás le diría a alguien que no puede hacer algo porque llevo toda mi vida demostrándome que puedo lograr cosas que nunca pensé; pero sí creo interesante preguntarnos no sólo qué nos frena sino también qué nos impulsa. Por qué decidimos seguir un camino y no otro y qué tan satisfactorio es cada uno. Es como cuando la gente llega a Laguna de los Tres: la mayoría cree que valió la pena y hasta les caen algunas lágrimas de emoción y otros, simplemente, se arrepienten de haber hecho tanto esfuerzo para algo que no les parece tan increíble.

Relato Livre

Clarisa se acordó que tenía que comprar dos o tres cosas para la cena de hoy. Pensó que era más temprano y no, era tarde ya. Iba a ir a la hora en que todos se acuerdan de comprar las cosas, iba a ser una estúpida más. Siempre había odiado esa costumbre “del último momento” que su madre repetía compulsivamente: regalos, pagar las cuentas y sacar la bolsa cuando el camión de basura sonaba en la puerta de su casa. Cada día se parecía más a su progenitora y eso la llenaba de bronca y nostalgia, ya que había fallecido hacía un par de años. Mientras agarraba las llaves y la bolsa de las compras pensó que ahora no le molestaría correr con ella por el regalo del día del padre la tarde anterior. Como suponía, el súper estaba lleno de gente tan viva como ella. El carnicero con el humor de siempre le dijo “que se olvidó?” porque sí, Clarisa había ido a la mañana al super, cuando normalmente no hay nadie y no hay que hacer cola. Ahora había que esperar en la carnicería, en la fiambrería y, obviamente, en la caja. La peor de todas las filas es la de la caja. Siempre intenta elegir la más rápida y por hache o por be no lo logra. Hoy se tildó la compu y hubo que reiniciarla. Rendida ante la horda de estupideces, se puso a repasar lo que tenía en la heladera… un par de verduras, una crema, un par de hongos y arroz, siempre había arroz en su cocina. Con esos ingredientes podía hacer un hermoso risotto. Pero a Pablo le gustaban más las milanesas que cargaba, a la napolitana. Lo pensó dos segundos y le mandó un mensaje: «si querés milanesas vení al super ya». Ahora la espera era triunfal y cuando lo vio entrar por la puerta automática le revoleó la carne, el queso y el jamón cocido paladini y le entregó su lugar: «Mientras, te espero en casa con un aperol en la mano.» Cuando se dirigía a la puerta, el resto de las mujeres que esperaban para pagar sacaron sus celulares como un paso de nado sincronizado.

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