Tbo memories d'una secretaria

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Ediciones TBO, ¿dígame?

© 2014 Rosa Segura por el texto © 2014 DIMINUTA EDITORIAL, S.L.U. por la presente edición Imagen de portada: Pep Brocal Diseño y maquetación: Blanca Hernández Revisión: Anna Godoy Deposito legal: B-5649-2014 ISBN: 978-84-942399-0-8 Imprime Gráficas Campás, S.A. Primera edición, marzo 2014 DIMINUTA EDITORIAL, S.L.U. Ronda Sant Pere, 58, pral. 2ª 08010 Barcelona diminutaeditorial@gmail.com


A todos los lectores, que espero sean tantos como los del TBO



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PRÓLOGO

A finales de los 70 (yo diría que en el 75, pero podría ser cualquier año que se considere finalista de los setenta) entré por primera vez en la redacción del TBO; conocía perfectamente su ubicación porque estaba, pared con pared, con el bar Chalis, que era donde mi padre, bajo el sobrenombre de El Doctor, se pasaba las tardes de los sábados jugando unas partidas interminables de remigio, o ramiro o una cosa así. Tenía dieciocho años, mucho pelo y una carpeta de dibujos a tinta inspirados en el humor negro de Adams que me alejaban por completo de la línea “amable” de la revista; si estaba entrando en la redacción era solo por dejar de oír a mi madre que me repetía y repetía que el médico del director de la revista era amigo suyo y que quizá podría enchufarme. Mi intención era ir, enseñar, recoger e irme, pero… me quedé: uno de mis chistes (una máquina de tabaco que funcionaba porque en su interior había un señor) hizo sonreír al todopoderoso editor de la revista y ese mismo día (o quizá tuve que pasar otra prueba; seguro, conociendo a Viña, seguro que sí) me presentó a Sirvent y Tha, que en ese momento me miraban como si fuese un marciano y que en un par de años se convertirían en colegas y amigos. Trabajar en el TBO no era difícil, pero tenía todo un proceso burocrático que nadie podía saltarse: entrabas en la redacción encogiendo la cabeza porque la sensación era de que el techo menguaba semana tras semana, saludabas a Rosa Segura que vivía pegada a una máquina de escribir, recorrías un pasillo excavado en madera que desembocaba en la redacción, presentabas un boceto de la historieta y el director cambiaba alguna palabra que a él le sonaba mal (mermelada de fresa por mermelada de naranja, por ejemplo); pasados unos días volvías para enseñarle el dibujo a tinta con los diálogos a lápiz para que pudiese afinar el texto (volver a poner mermelada de naranja, por ejemplo) y el paso final era entregar la página perfectamente acabada con el texto definitivo pasado a tinta que nunca, nunca,


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nunca, acababa de ser del todo definitivo porque siempre había algún que otro detallito (como reponer la mermelada de fresa, por ejemplo) que podía mejorarse. No se sabe cómo —la desesperación por la bajada de las ventas, alguna crítica positiva por la aparición de nuestra página «El Habichuelo», o la combinación de ambos acontecimientos— acabamos acaparando todas las páginas del especial que salía cada mes lo que nos obligaba, cada mes, a pasarnos noches en vela en la redacción rematando las páginas que tenían que entregarse sin falta al día siguiente. Nunca tan pocos explotaron tanto su creatividad en tan poco espacio. Al ritmo de los programas de RNE, dibujábamos y pensábamos y reíamos, y lo que se le ocurría a uno lo dibujaba otro, y a los dibujos que enviaba Tha desde su mili canaria les añadíamos un texto que parecía que le iba que ni pintado, y salíamos a comprar cruasanes de madrugada en unos hornos que compartíamos con mujeres sospechosas y modernos tambaleantes, y seguíamos dibujando al lado de cafés con leché interminables, y Joan Tharrats, que entonces se llamaba Bigart y vivía en una butaca arrinconada, aprovechaba sus silencios (que no tenía inconveniente en rellenar Sirvent) para escribir y escribir guiones que interpretaba el primero que estuviese libre, y descubrimos que podíamos publicar más colores que los que imprimía normalmente la revista y volvimos loco al grabador que al final fue uno de los nuestros, y nos inventamos un premio, El Habichuelo, que ganó un chico de Calella que una tarde vio como unos locos llegaban en un Simca 1000 para entregarle una habichuela sonriente pegada en un cartoncito, y teníamos muchas ideas, teníamos tantas y tanta prisa por dibujarlas que, por primera vez en la historia del TBO, el director no tenía tiempo de elegir el sabor de las mermeladas y éramos tan felices, tanto, que probablemente todos compartimos aquellas noches perfumadas de cruasanes y tinta china como las mejores noches de nuestra vida. Paco Mir


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EL ORIGEN DEL NOMBRE TBO

La revista TBO es, por muchos motivos, una pieza fundamental en la historia de las publicaciones de humor en España. Fue pionera entre las revistas dirigidas a la infancia y transmitió su particular sentido del humor a varias generaciones de lectores de toda edad y condición. Pero nos dejó otro legado que no podemos olvidar: de las tres letras que forman su cabecera surgió la palabra tebeo, con la que pronto comenzaron a designarse de modo general todas las revistas infantiles de historietas, hasta el punto de ser incluida en el diccionario de la Real Academia Española. Hoy en día la palabra tebeo no solo continúa utilizándose, sino que ha ampliado su significado, extendiéndose a prácticamente cualquier publicación de historietas, tenga formato de revista folleto, cuaderno o libro, y sea cual sea el público destinatario de dicha publicación. Hasta hace poco tiempo, se pensaba que el nombre de la revista TBO había nacido en 1917, coincidiendo con la fundación de la revista así denominada. Sin embargo, Rosa Segura, la autora del libro Ediciones TBO, ¿dígame? Memorias secretas de una secretaria, realizó en el año 2012 un singular descubrimiento que ha aportado una nueva perspectiva al nacimiento de la palabra TBO, adelantando nada menos que ocho años dicho acontecimiento. Durante algún tiempo se especuló con la teoría de que las siglas TBO podían corresponder a las iniciales del fundador de la editorial Bauzá, que fue socio de Emilio Viña durante varios años. Se trata de un error que cae por su propio peso, pues ni las iniciales se corresponden con el auténtico nombre del editor, ni este tuvo relación alguna con los inicios de la publicación. El propio Albert Viña, que durante años fue director del TBO, lo desmintió en una carta al director publicada en el diario La Vanguardia el 2 de febrero de 1992, pocos días después de la publicación de una columna en la que se daba por cierta esta elucubración.


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En una reciente entrevista, Albert Viña recordaba que el nombre del TBO fue idea de Joaquín Arques Escriña, un empleado administrativo y literario del litógrafo Arturo Suárez, que fue el editor de los primeros nueve números de la revista. Fue también Arques quien, según nos cuenta Albert Viña, concibió el plan de lanzar una publicación infantil para amortizar mejor los trabajos con la maquinaria de la imprenta.

Portada de 1911 de la revista KDT.

Página promocional de la revista KKO, fundada en 1932 y dirigida por Arturo Moreno.

Portada de 1916 de la revista argentina de humor gráfico político PBT, cuyo primer número apareció en 1904.

Las letras que formaban la cabecera TBO no tenían ningún significado especial ni pretendían transmitir ningún mensaje en clave. Su única pretensión era hacer un divertido juego de palabras, un recurso que ya había sido utilizado por publicaciones como la revista argentina de humor gráfico PBT (1904) y la revista galante KDT (1909), y que aún volvería a aparecer en tebeos como KKO (1932), PBT (1935) o KCHT (1948), además de la revista infantil femenina BB, lanzada por Joaquim Buigas como suplemento del TBO en 1920. El descubrimiento de Rosa Segura que vamos a relatar fue realizado gracias a una conjunción de circunstancias que aparentemente no tenían relación alguna con el TBO, como son su gran afición a la zarzuela y el desgraciado incidente sufrido por un familiar suyo a finales del siglo xix. Uno de los hermanos del padre de Rosa Segura era cabo segundo de la Armada Española, y formaba parte de la tripulación del crucero Reina Regente, hundido durante un temporal en las aguas de Gibraltar en 1895. No sobrevivió al naufragio ninguno de sus 420 tripulantes. Había transcurrido más de un siglo desde este suceso cuando Rosa Segura, con su habitual inquietud intelectual, decidió aprovechar las nuevas tecnologías para tratar de conocer la historia de aquel naufragio. Rosa Segura participa de forma muy activa, desde hace varios años, en uno de los principales foros españoles dedicados al mundo del TBO, y en esta ocasión decidió ponerse en contacto con un foro dedicado a la historia naval de España. En dicho foro coincidió con un aficionado a la zarzuela de nacionalidad argentina llamado Gerardo Etcheverry y, como Rosa Segura compartía con él dicha afición, entablaron diálogo sobre género lírico. Ella se ofreció amablemente a rebuscar en sus archivos y a enviarle un listado de las zarzuelas que tuvieran relación con el mar. Para ello echó mano del


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extenso índice de una colección dedicada a la zarzuela. En su revisión de títulos, tardó varios días en llegar a la letra t, y cuál no sería su sorpresa cuando apareció ante sus ojos el nombre de una revista lírica llamada T.B.O., compuesta por Arturo Lapuerta Morente (1868-1930) y del dramaturgo y periodista Ángel Torres del Álamo (1890-1958). Lo más llamativo del caso era que esta obra había sido estrenada en el Teatro del Noviciado de Madrid el 29 de abril de 1909, tres años antes del incendio que destruyó completamente dicho teatro… y ocho años antes de la fundación de la revista TBO que todos conocemos. Rápidamente quiso compartir con algunas personas, entre las que me encuentro, este curioso hallazgo, y en poco tiempo conseguimos dos ejemplares de la revista lírica T.B.O., que actualmente conservan la propia Rosa Segura y el antiguo director del TBO, Albert Viña. Descubrimos que la obra se ambientaba en la redacción de un nuevo periódico llamado, precisamente, T.B.O. El argumento se basaba en la búsqueda por parte de los reporteros de temas para la redacción de esta nueva publicación, y se incluían partes dialogadas y números cantados, como es propio de este género artístico. El inicio de la obra nos parecía profético: «Ánimo, señores! A trabajar. Mañana saldrá el primer número del T.B.O. y hay que lucirse. Ya saben ustedes que este no será un periódico vulgar. T.B.O. viene a llenar un vacío.» El libreto incluía un suplemento extraordinario con un cuadro final añadido por los autores, posiblemente después del estreno, lo que explica el subtítulo de la obra, Revista lírica en cuatro o cinco cuadros (a gusto del consumidor). En la última página de este suplemento encontramos un escrito con consejos para los directores de escena, y en él se indica que al final de la representación, en calidad de apoteosis, se extendió un telón corto representando «un extraordinario del periódico T.B.O.», acompañado por un letrero que decía: «Regalo de T.B.O. a sus suscriptores». Por supuesto, este periódico de ficción no tiene relación con ningún periódico de la época ni con la revista infantil TBO, que aún tardaría años en nacer. A primera vista podría parecer que la coincidencia entre el nombre de la revista lírica y el TBO que tantas horas de diversión nos ha proporcionado es una mera casuali-


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dad. Sin embargo, existe una clara conexión entre ambos TBO que nos conduce a otra conclusión. Da la casualidad de que Joaquín Arques, el empleado que sugirió a Arturo Suarez el nombre del TBO, había sido uno de los escritores más destacados entre la abundante nómina de autores teatrales murcianos del siglo xix. El especialista Antonio Crespo ha estudiado detenidamente su obra, y concluye que la producción de Joaquín Arques como libretista de zarzuelas es bastante numerosa, sorprendiendo el éxito que obtuvieron algunos de sus estrenos, muy por encima del nivel medio de aceptación de las obras de sus colegas. La biografía de Joaquín Arques aúna su afición a la zarzuela con su labor en el mundo editorial. Sabemos que nació en Murcia el 22 de septiembre de 1861. Se dedicó desde muy joven al periodismo, y dirigió varios periódicos en su ciudad natal desde 1886. Ya en el siglo xx se trasladó a Barcelona, donde tuvo a su cargo varias publicaciones de las llamadas galantes o sicalípticas. Paralelamente, se había acercado al mundo del teatro desde 1884, inicialmente como actor aficionado. En 1888 estrenó su primera obra como autor, la revista Murcia, con música del maestro Muñoz Pedrera. La obra se representó en veinticuatro ocasiones a lo largo de cuatro meses en el Teatro Romea, constituyendo un éxito indudable para el autor local y primerizo. En solo diez años, Joaquín Arques estrenó nueve piezas teatrales, varias de ellas con enorme éxito. Ya en Barcelona, continuó su aportación al mundo de la escena como autor, por lo menos hasta 1912. Sabemos que en los años posteriores trabajó en la litografía de Arturo Suárez, donde intervino de forma decisiva en el nacimiento de nuestro clásico TBO, tal y como comentábamos más arriba.

Portada del libreto de la revista lírica T.B.O., estrenada en 1909. Libreto original de Eduardo Montesinos y Ángel Torres del Álamo.

¿Se inspiró Joaquín Arques en el título de la revista lírica de sus colegas Lapuerta, Montesinos y Torres? Como mínimo, debemos concluir que es muy probable que la conociera, ya que formaba parte destacada del gremio de los autores de zarzuela. Quizá nunca pueda demostrarse con certeza esta inspiración, pero gracias a la curiosidad infatigable de Rosa Segura hoy sabemos a ciencia cierta que el primer TBO de la historia es un poco más antiguo de lo que suponíamos. Carlos De Gregorio






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con mucha diligencia y afán de servicio cuando el señor Viña le reclamaba para que hiciera algún recado. Además, su trato con los directores era muy ceremonioso, pero principalmente con él. En una ocasión en que don Emilio debía trasladarse en coche y su hijo estaba fuera de Barcelona, le pidió a Joan que le acompañara hasta su destino. Total, que quedaron de acuerdo señalando el día y hora de salida. Lo que no podía imaginar el señor Viña es que su conductor iba a darle una sorpresa. Al aparecer el coche, que previamente Joan había ido a recoger al garaje, bajó el chofer como un figurín de la sastrería Modelo, es decir, impecablemente uniformado, haciendo los honores del momento. Abrió la portezuela del coche, para dar paso al señor Viña, sin olvidar descubrirse de la típica gorra, ante el asombro del jefe. —Pero, hombre, Joan, ¿por qué se ha puesto esa indumentaria? Usted no ejerce de chofer de mi familia. ¡Esto no puedo consentirlo! Solo le pedí que me acompañara, como un favor en calidad de amigo, no de servidor. —¿Cómo, señor Viña? ¿Es que iba a venir con mi ropa de trabajo? De ningún modo. Usted se merece esto y mucho más. El que no puede consentir que sea de otra manera soy yo. Suba y no insista sobre el asunto. ¡Faltaría más! Y el señor Viña no tuvo otro remedio que obedecer, ante aquella orden terminante. No sé lo que estaría pensando mientras era conducido por tan pulcro conductor uniformado. Quizá se trasladó mentalmente a otros tiempos y se vio de aprendiz en aquella tienda de comestibles, con sus 14 años, madurando ideas e ilusiones juveniles. Y sintió un profundo respeto y agradecimiento hacia su improvisado chofer y hacia todo lo que él representaba.

LOS TRABALENGUAS —Rosa, ¿me ayuda con estas factura? El que esto me pedía era el señor Martí, que quería asegurarse de no haber cometido ningún error al hacer la


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facturación. Algunas veces lo repasaba con mi compañera e incluso con Albert que, igual que su padre, no se consideraba importante ni se daba de menos en ayudar en sencillos trabajos cuando hacía falta. —Álvarez… Arrese… Ballester… Blanch… —iba recitando el señor Alfonso mientras yo le daba los importes consignados en las facturas. —Un momento, don Alfonso. Este último está equivocado –corté. —¿Equivocado?… ¿Cuál es el importe? —No hablo del importe. Me refiero al apellido del cliente. —¿Qué he puesto? —quiso saber él. —Blanch. —¿Entonces…? —Pero usted lo pronuncia mal. Como es un apellido catalán, se dice Blanc, sin la hache. —Bueno, pues es lo mismo. Pero es que yo, como usted sabe muy bien, añado algunas letras y otras me las como. Yo seguí con la broma. —Pues ya es hora de que no se coma nada, señor mío. Es una vergüenza que, haciendo cien años que está usted en Barcelona, no sepa pronunciar estos finales de palabra tan fáciles. Y lo peor es que, siempre que llega el dibujante señor Coll, usted le pone nombre de hortaliza llamándole Col. El señor Martí se me quedó mirando con aire fingidamente compungido. —Ah, sí. Mi mujer siempre me está corrigiendo cuando me pongo a hablar catalán, porque no puedo con estas terminaciones en hache o en elle, que son las más difíciles. Se me traba la lengua. —Pues le voy a dar un consejo de amiga. Póngase en contacto con algún profesor al estilo Higgins, pero en catalán, para que le dé clases de dicción y le garantizo que hablará usted mejor que Jaume Balmes. —Y ¿quién es ese individuo, ese Higgins? —me preguntó. —Usted que es una persona ilustrada debería saberlo. ¿No ha visto una comedia de Bernard Shaw titulada Pigmalion? —¡Ya caigo! Es el profesor que enseña a hablar a la flo-


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El momento más difícil fue el de desalojar el despacho. Mobiliario, almacén y el archivo general y el histórico. Parte de esta selección tuve que ayudar a realizarla durante algunos meses. Desechar documentos sin importancia como viejas facturas, talonarios, correspondencia, etcétera. Entre aquellos documentos había que guardar los pertenecientes a asuntos personales de los jefes, ya que en algunos archivadores se encontraban recuerdos de sus viajes u otras cosas valiosas para ellos. Albert, Antonio, el señor Bech y yo fuimos las últimas personas que nos ocupamos de este penoso trabajo. «Si no fuese tan mayor, me echaría a llorar», me confesó Albert. No le dije nada, pero a mí me pasaba lo mismo. Con una visión poética del momento, diría que fueron como lágrimas perdidas en horizontes velados por la tristeza.

UNA VISITA MUY ESPECIAL Aquel atardecer, envuelto en nostálgicos recuerdos, el despacho ya estaba clausurado para el público y yo me ocupaba de aquel trabajo monótono de vaciar los archivadores. Mi adjunta, la papelera, cumplía su función a tope, sin protestar por los documentos rechazados que iban cayendo en ella. Inesperadamente llamaron a la puerta que daba acceso a la escalera de la finca. Me extrañó. Antonio y Albert se habían marchado cargados de paquetes del traslado, pero ellos tenían llave. ¿Quién sería? Como la petición de entrada seguía, abrí con cierto recelo. La persona que pretendía entrar con tanta insistencia y lo logró era una mujer anciana y fuerte, a juzgar por la firmeza de sus golpes en la puerta. Debió pensar que se oirían más que el timbre. Vestía traje chaqueta de color azul y toquilla negra. Llevaba un bolso de pretérito diseño. El pelo, blanqueado por las nieves del tiempo, como decía el tango, recogido en un moño alto que era como la guinda de la coronilla. Sin embargo aquel peinado daba la sensación de falsa autenticidad. La nariz, prominente, competía con la de Cyrano y era, sin duda, el detalle más sobresaliente de su rostro, que los años habían canalizado.


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Aquella mujer me resultaba pero que muy familiar, sin que fuera exactamente de mi familia. Me tranquilicé al ver que no se trataba de ninguna visita que inspirase sospechas. Pensé, por su apariencia, que sería una coleccionista y no una pedigüeña más… y la invité a entrar y a sentarse frente a mí. —Muy buenas tardes —saludó. Y, después de una pausa:— Vengo a quejarme y poner las cosas en su sitio. Miré a mi alrededor y no me extrañó la alusión, porque todo estaba muy revuelto. —Me llamo Filomena. —El TBO se convulsionó.— Y demasiadas veces he sido injustamente ridiculizada por los guionistas y dibujantes de esta editorial. Todo se iba iluminando. —No me dirá usted que es la simpática abuelita de la familia de don Ulises Higueruelo. —La misma. Y quisiera decir varias cosas. —Pues no se abstenga. Desembuche. Pero le advierto que yo no soy la autoridad en esta casa. —Lo sé. Pero, aunque sea la última mona, también está metida en este asunto que me trae. —Era la segunda vez que me llamaban «mona».— Y tiene parte en este chunchullo. Y eso que tendría que estarme muy agradecida por haberle dado aquel «empujoncito», el día que entró en este local. —Con muchos años de retraso, le doy mis más expresivas gracias —me vi obligada a decir. —Bueno, bueno, no me venga con lesonjas. Yo no me dejo gatusar. Lo que quiero explicarle es un poco de mi vida, que parece que esos esquibrientes de nuestras historietas desconocen. —No, señora —tuve que interrumpir—. Sepa que se publicó un número extra dedicado a su familia, el séptimo exactamente, en el que usted relataba parte de su vida. Todo el mundo se enteró. ¿O es que ya no lo recuerda?


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—Yo, sí, pero ellos, no. Y se lo voy a repetir. Porque soy hija de campesinos y me jato de serlo. Me crié en el campo, en el medio rural, entre gallinas, conejos, tomates y patatas y, aunque no tuve una educación del e, ge, be, y del be, u, pe, sé leer y escribir y, sobre todo, sé mucho de números y cuentas, cosa que otras, no. Creo que el dardo iba dirigido a mí. —Luego trabajé en la ciudad, muy jovencita. Con solo 12 años hice de criada en una casa bien porque los tiempos eran malos y tenía que ayudar a mi familia. Así me espabilé y, en su momento, me coloqué de taquillera en el metro. Finalmente, me casé de blanco por la iglesia —carraspeó— con un joven que, además de ser muy guapo, era dilineante. —Sin dejarme hueco para hablar, siguió:— Todo nos fue muy requetebién. Tanto es así que, cuando ya mi hija se casó con Ulises y fui a vivir con ellos, yo tenía un pisito en la calle Saturno, en un barrio humilde, pero que me daba rédito… cuando el inquilino pagaba. Ah, y poseía valores por unas 100.000 pesetas de la época, que era suficiente, así que nunca estuve viviendo a la sopa boba, a costa del buenazo de mi yerno. —Usted perdone, pero aquí siempre se la ha tratado con respeto. —No del todo. Algunos han hecho sus comentarios sobre mi manera de hablar, dando por cierto que yo era una nalfabeta y, como queda claro, no era así. Si hablo mal es porque no me fijo demasiado en las palabras, pero la gente ya me entiende y esto es lo que vale, Otros hablan muy bien y nadie les entiende. Por ejemplo, los políticos. No soy una vieja decréprita como han querido pintarme. Porque tengo mucha más gramática parda que la mayoría de los que presumen de sabiondos. Y aunque use peluca, esta no me impide pensar. No, no tengo un pelo de tonta… Hágalo público. Buenas tardes. —Buenas noches. La voz inconfundible de Albert sonó a mi lado mientras recibía una afectuosa palmadita en la cabeza. Y desperté. Me había quedado dormida como un tronco, recostada sobre la mesa, entre facturas, y con una araña que había estado vagando por los archivadores. Fue el único testigo de las confidencias de doña Filomena.


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EL FARELL DE CALDES Una vez cerradas las puertas del TBO, con entrega de llaves al sulfuroso casero, aquella primavera de 1983 fuimos convocados por el ya exdirector para un encuentro de amistad al «lado». Allí, una tarde, se formó una pequeña tertulia para comentar los últimos días del TBO, con los pocos empleados que dijimos adiós al histórico local. Al despedirnos, hicimos la promesa de contactar, aunque fuera por teléfono, para no romper el compañerismo que durante tantos años habíamos mantenido sin desavenencias. Una fácil promesa que suele hacerse y que la mayoría de las veces no se cumple. Aquel buen propósito sí se cumplió en los casos de Albert, el señor Bech y yo. Con ambos seguí teniendo relación más o menos constante. Aquel verano, disfrutando ya de vacaciones forzosas, recibí una nota de don Carles que decía así: Amiga Mª Rosa [me había rebautizado con el añadido de Maria, ya en la editorial], ha mort el nostre estimat TBO, però no la nostra amistat, que desitjo [que] duri molts anys. Afectuosament, Carles Bech.20

Pocas semanas después me esperaba otra grata sorpresa. Estaba pasando el verano en Sant Feliu de Codines cuando recibí la visita personal de Albert, con sus dos nietos. Llegaban de Sant Fost, donde ellos también veraneaban en aquella finca en la que yo les había ido a ver años ha. Junto con mi hija, nos propuso una excursión en su coche y llegarnos hasta el conocido Farell de Caldes, una preciosa montaña desde donde se contempla un panorama impresionante. En su cumbre había un hotel. Por el camino los niños y las no tan niñas nos pusimos a cantar: El gegant del pi, ara balla, ara balla. El gegant del pi, ara balla pel camí. El gegant de la ciutat, ara balla, ara balla. El gegant de la ciutat, ara balla pel terrat. ‘Amiga Mª Rosa. Ha muerto nuestro querido TBO, pero no nuestra amistad, que deseo dure muchos años. Afectuosamente, Carles Bech’. 20


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Y a continuación quisimos saber: —¿Por qué a esta montaña se la conoce como El Gegant del Pi? —Algún día os lo explicaré, porque es una leyenda que os gustará —prometió el abuelo de los niños—. Solo os diré que trata de un gigante de enormes proporciones que, transformado en piedra y tierra, se convirtió en la montaña del Farell, por donde ahora estamos circulando. Los nietos se quedaron conformes con la perspectiva de aquella narración fantástica, pero mi hija y yo, no. Tuvimos suerte, porque, en el hotel de la cumbre, la persona que estaba encargada de la vigilancia nos entregó un impreso con «La leyenda de los Gigantes” de Caldes de Montbui. Nuestra curiosidad quedó satisfecha. De vuelta al pueblo de Sant Feliu, y como no podía sorprender tratándose de una iniciativa de Albert, fuimos a sentarnos en el bar de la plaza mayor… y nos tomamos sendos helados.

LA LLAMADA TELEFÓNICA Y… como diría mi amiga, la poetisa: El verano, apasionado y seductor, se alejó con su atractiva sonrisa. Se paseó por las calles, con su atavío crujiente, el otoño. Expiró el invierno entre helados suspiros. Palideció la flor encendida de la primavera…

Collage de Carles Bech enviado a Rosa Segura.

Yo no sé si el tiempo transita sobre la nada, ni si la nada existe, porque, si es nada, ya es. Pura deducción metafísica. Pero se sucedieron los meses y los años. Y he aquí que, puntualmente, el hombre de la pantalla nos informaba del paso de las estaciones y de los vaivenes caprichosos de la meteorología. Anticiclones, borrascas, días de sol y días de lluvia. Uno de aquellos augurios nos sorprendió. En el canal autonómico TV3, Melitón Pérez, con su paraguas abierto, nos anunciaba un cambio inminente. Lo vi. Lo vio Albert. Y nos llamamos por teléfono, no sé quién a quién. No era extraño, pues cuando el TBO suscitaba comentarios en la



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radio, los periódicos o la tele, solíamos hablar de ello. «Todavía se acuerdan del TBO.» Fue entonces cuando le expuse la idea que llevaba madurando hacía años. Quería poner una letra tras otra e intentar escribir mis memorias como secretaria. Es que ya se ha escrito hasta el agotamiento sobre la revista. Ya sabes la frase: «Está más visto que el TBO.» Es un dicho que exime de cualquier comentario. Sí, pero no por dentro como yo lo conocí. En su propio allioli, en su salsa. Albert se fue animando. Me expresó su ilusión: «Hazlo. Confío en ti.» Y de aquella conversación surgió esta historia, a la cual pongo punto final como pedían en los antiguos sainetes: «Aquí termina este libro. Perdonad sus muchas faltas.»



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ÍNDICE 5 Prólogo 7 El origen del nombre TBO

PRIMERA ÉPOCA 15 Aribau, 163 19 El personal 24 Don Emilio Viña González 30 De Mr. O’Utcault al Sr. Buigas 33 Las secretarias 39 Don Ricard Opisso 42 El TBO como premio 44 Censura justificada 46 Don Marino Benejam 48 Vacaciones 49 Visita a los jefes 50 Don Carles Bech 52 Los poetas 54 Don Josep Coll i Coll 56 Las Monas 56 Fray Susto 57 Un invierno muy frío 59 Don Valentí Castanys y don Joaquim Muntañola 61 Francesc Vicens, un amigo 63 Albert pierde los papeles 66 En el campo del honor 68 El profesor Franz de Copenhague 70 Don Ramon Sabatés 71 La pregunta del psiquiatra 72 Don Arturo Moreno 73 Don Salvador Mestres y los dibujos animados 75 Visita al buque escuela 77 Don Manuel Díaz 79 El coleóptero 80 Visita a don Alfonso 81 Don Antoni Batllori 83 Desfile de la victoria 85 El hermano 86 Diploma para la secretaria 88 Óptica TBO 89 Don Josep Maria Blanco 93 El TBO durante la Guerra Civil 95 La Comunión 97 Don Joan Bernet Toledano 99 El Niño TBO 101 Don Albert Mestre Moragas 103 Los amanuenses 104 Don Manel Urda 106 Enfermera titulada 108 El señor Muntañola y sus recuadros 109 Don Juan Martínez Buendía 1 1 1 Morcillón y Babali


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112 Don José Serra Massana y la prensa rosa 114 Entrevista radiofónica 116 «Vida y aventuras de Pescuezo Largo» 118 Viaje a París 120 Excursión a Sant Romà de Sau 122 Don Antonio Ayné 124 Los ninotaires 125 Mojica en Les Rambles 127 Don Juan Rafart Roldán 128 Un caso de “bigotes” 130 Viaje a Madrid 132 Una silla peligrosa 134 Firmas extranjeras 135 El perrito 138 Huelga de tranvías 140 Chofer impecable 141 Los trabalenguas 143 Amores y desamores 146 Adiós al TBO 148 Carta del señor Alfonso 150 Una plancha histórica

SEGUNDA ÉPOCA 152 El reencuentro 155 «Correo del Lector» 159 Isabel Bas 159 Secuestrada 161 Dulces tardes 162 José Antonio Román 164 Un cartero popular 167 El mendigo 168 Don Vicenç Pañella 170 Carles Bech, premiado 173 El cuento de El loro y el chorizo 175 Una boda sonada 177 El extra 60 Anys de TBO 178 Don Francesc Rigol Alsina 179 ¿Está el señor Pérez? 182 Albert, entrevistado 190 Don Josep Cubero Ibor 191 Maleta sospechosa 193 Paco Mir Maluquer 196 Los Habichuelos 199 El TBO número 1 204 De secretaria a guionista 207 23-F 208 El cant dels ocells 2 1 1 Los niños prodigio 212 El plafón de Cesc 215 El gran interrogante 217 La jubilación 220 Una visita muy especial 223 El Farell de Caldes 224 La llamada telefónica



gracias a... Albert Viña Tous, Julio Taltavull Gonzalbo, José Antonio Román Urdaiz, Francesc Rigol Alsina, Vicens Pañella Turigas, Paco Mir Maluquer, Javier Mesón, Gemma Gustà Vergely, Lluís Giralt Llordés, Antoni Guiral, hermanas Buigas, Josep María Blanco Ibarz, Isabel Bas, Jordi Artigas Candela y muy especialmente a Andrea Cano Segura, la secretaria de la secretaria.


Este libro se terminó de imprimir el día 7 de marzo de 2014, dia de las santas Felicidad y Perpetua, en los talleres de Gráficas Campás, en Badalona.


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