Contents La Guerra de los Dioses Ultra-Pack Derechos Exordio EL SACRIFICIO PARTE I Capítulo I - Un amanecer Épico Capítulo II - Trabajando la tierra Capítulo III - El pueblo Capítulo IV - Innonimatus Capítulo V - Sombras y almas Capítulo VI - Secretos y misterios Capítulo VII - Natura naturata Capítulo VIII - Natura naturans Capítulo IX - Pródromo Capítulo X - Miasma Capítulo XI - Revelaciones Capítulo XII - Sortilegios Capítulo XIII -Un suceso fantasmal Capítulo XIV - Violencia inesperada Capítulo XV - La casa embrujada Capítulo XVI - Lágrimas Capítulo XVII - La trágica cascada PARTE II Capítulo XVIII - Oscuridad Capítulo XIX – Floreciendo Capítulo XX – Un sol en la sombra Capítulo XXI - Abrazando el sol Capítulo XXII – Kanumorsus Capítulo XXIII - Un corazón destrozado Capítulo XXIV - El río de Murria Capítulo XXV - Cuánto sufres, corazón Capítulo XXVI - Ecos y polvo Capítulo XXVII - Verdugo Capítulo XXVIII - La brisa del silencio Capítulo XXIX - La resurrección de los muertos Capítulo XXX - La batalla de los asediados Capítulo XXXI - El ángel caído Capítulo XXXII - La vela silenciosa Capítulo XXXIII - Un conjuro de nigromancia Epílogo LA MALDICIÓN PARTE I Capítulo I - El héroe del día Capítulo II - Un invierno nefasto
Capítulo III - El viajero errante Capítulo IV - Ergo Capítulo V - Cazando al cazador Capítulo VI - Entelequia Capítulo VII - El animal amorfo Capítulo VIII - La brigada insuficiente Capítulo IX - La promesa Capítulo X - El jabalí del remordimiento Capítulo XI - Aegrimonia Capítulo XII - Árath Capítulo XIII - Sedición solar Capítulo XIV - Entumecido el corazón Capítulo XV - La saga de Leongahr Capítulo XVI - Anamnesis Capítulo XVII - El reflejo del sol interno PARTE II Capítulo XVIII - Las paces Capítulo XIX - El infortunio de Ofesto Capítulo XX - Puerperio Capítulo XXI - Interiorización Capítulo XXII - Argbralius Capítulo XXIII - Un héroe entre las tinieblas Capítulo XXIV - El maullido de los escombros Capítulo XXV - La maldición se desata Capítulo XXVI - El gran evento Capítulo XXVII - Conflagración de un infierno PARTE III Capítulo XXVIII - Las horas funestas Capítulo XXIX - Reintegración solar Capítulo XXX - La caída de Mérdmerén Capítulo XXXI - Eromes el Perpetuador Capítulo XXXII - El principito Capítulo XXXIII - El arco de Nordost Epílogo LA PROFECÍA Capítulo I - La tregua de un hombre taciturno Capítulo II - Convocación Capítulo III - La emancipación de un sol interno Capítulo IV - Una cabeza sin cuerpo Capítulo V - Inducción Capítulo VI - Un pensamiento saludable Capítulo VII - El Cribar Celestial Capítulo VIII - El ritmo del amar Capítulo XIX - Cuando las tinieblas se erosionan Capítulo X - Desconsuelo Capítulo XI - Ultimátum
Capítulo XII - Garras y colmillos Capítulo XIII - Arboreciendo Capítulo XIV - Kanumorsus Capítulo XV - Ecos de una visión interna Capítulo XVI - Wraith Capítulo XVII - Cuando los espíritus lloran Capítulo XVIII - El lenguaje silencioso de una nube Capítulo XIX - Amamantando pensamientos Capítulo XX - Serafín Capítulo XXI - La hermandad de los cuervos Capítulo XXII - La profecía Capítulo XXIII - Ensimismamiento Capítulo XXIV - Rummbold Fagraz Capítulo XXV - Reminiscencia Capítulo XXVI - La desgracia se desata Capítulo XXVII - Cuando los muertos deambulan Capítulo XXVII - Cuando los muertos deambulan Capítulo XXIX - Háztatlon Capítulo XXX - El santísimo héroe Capítulo XXXI - Brisas Capítulo XXXII - Turi el Diestro Capítulo XXXII - Turi el Diestro Capítulo XXXIV - El porvenir Capítulo XXXV - El rey Aheron III Epílogo LA RESURRECCIÓN PARTE I - EL INFIERNO CAPÍTULO I - EL INFIERNO CAPÍTULO II - El FOSO MALDITO CAPÍTULO III - HALLADO SERAFÍN CAPÍTULO IV - UN ALMA VOLÁTIL CAPÍTULO V - EL CRISTAL DEL CORAZÓN CAPÍTULO VI - VERDADES DESVELADAS CAPÍTULO VII - RESACA EMOCIONAL CAPÍTULO VIII - LA TENEBROSIDAD SE APROXIMA CAPÍTULO IX - AGASAJANDO AL DEMONIO CAPÍTULO X - EL DIOS DE LA LUZ CAPÍTULO XI - A LAS ARMAS CAPÍTULO XII - EL DESPERTAR DE MATAMUERTOS CAPÍTULO XIII - RUMBO AL NORTE CAPÍTULO XIV - CAMINO A KATHANAS PARTE II - REFORMA TOTAL CAPÍTULO XV - EHRÉLEDÁN CAPÍTULO XVI - LA FAMILIA CAPÍTULO XVII - LOS PRIMOS CAPÍTULO XVIII - ESTRATEGIAS
CAPÍTULO XIX - REFORMA TOTAL PARTE III - KATHANAS CAPÍTULO XX - KATHANAS I CAPÍTULO XXI - KATHANAS II CAPÍTULO XXII - KATHANAS III CAPÍTULO XXIII - KATHANAS IV CAPÍTULO XXIV - KATHANAS V CAPÍTULO XXV - KATHANAS VI CAPÍTULO XXVI - KATHANAS VII CAPÍTULO XXVII - KATHANAS VIII PARTE IV - ALAC ARC ÁNGUELO CAPÍTULO XXVIII - DEGOFLÓREFOR CAPÍTULO XXIX - GARDAK CAPÍTULO XXX - MEROMERILÁ CAPÍTULO XXXI - LA REINA NEGRA DEL ABISMO DE MORELIA PARTE V - LA BATALLA POR HÁZTATLON CAPÍTULO XXXII - LA MUERTE DEL REY CAPÍTULO XXXIII - LA PREPARACIÓN CAPÍTULO XXXIV - GUERRA DESATADA CAPÍTULO XXXV - SITIADOS POR EL DEMONIO CAPÍTULO XXXVI - VOLANDO EN ARAS A LA RECONCILIACIÓN EPÍLOGO LA CONVOCATORIA PRÓLOGO PARTE 1: EVANESCIENDO CAPÍTULO I - MUSITANDO PENSAMIENTOS CAPÍTULO II - LOS PREPARATIVOS CAPÍTULO III - LA AVENTURA SE APROXIMA CAPÍTULO IV - LA SONRISA DEL VIENTO CAPÍTULO V - FUSIÓN DE ALMAS CAPÍTULO VI - LA PROMESA CAPÍTULO VII - BUSCANDO EL MAR CAPÍTULO VIII - HIELO SECO CAPÍTULO IX - AVENTURERO CORAZÓN PARTE 2: MELANCOLÍA CAPÍTULO X - NUEVOS HORIZONTES CAPÍTULO XI - UNA MIRADA DE SALITRE CAPÍTULO XII - EL VIEJO MUNDO CAPÍTULO XIII - VIENTO EN POPA CAPÍTULO XIV - RÓGANOK CAPÍTULO XV - UNA FALLIDA PERSECUCIÓN CAPÍTULO XVI - EL OJO DEL MUERTO CAPÍTULO XVII - EL RETORNO DE MEROMERILÁ PARTE 3: AETERNUM CAPÍTULO XVIII - ALLÜNDEL CAPÍTULO XIX - UN DEDO DE LUZ
CAPÍTULO XX - Ÿ CAPÍTULO XXI - REGENTE CAPÍTULO XXII - AETERNUM CAPÍTULO XXIII - OSCURIDADES Y MISTERIOS CAPÍTULO XXIV - CARUNTHYA CAPÍTULO XXV - ELGAHAR ASCIENDE CAPÍTULO XXVI - SOKOMONOKO CAPÍTULO XXVII - MIGRACIÓN CAPÍTULO XXVIII - FRUCTÍFERA SONRISA PARTE 4: LA GRAN ALIANZA CAPÍTULO XXIX - ARD’BUROR CAPÍUTLO XXX - GORDBAKLALA CAPÍTULO XXXI - MYTHLIUM CAPÍTULO XXXII - D’SANTHES NATHOR CAPÍTULO XXXIII - MÉGALATH CAPÍTULO XXXIV - EXTRAÑAS CONCURRENCIAS CAPÍTULO XXXV - LA GRAN ALIANZA EPÍLOGO EL ARMAGEDÓN Prólogo Parte I Capítulo I - Allündel Capítulo II - Una flor entre el silencio Capítulo III - La Conquista de Árath Capítulo IV - Rumbo al norte Capítulo V - La caída de Árath Capítulo VI - Viejas Amistades Capítulo VII - Una vela frágil Capítulo VIII - La Oscuridad Capítulo IX - La Asamblea Transmundos Capítulo X - Maggrath Capítulo XI - Las tierras del Malush Capítulo XII - Deliberación Capítulo XIII - Flóregund Capítulo XIV - La Reina Negra del Abismo de Morelia Capítulo XV - Oérosmeth Capítulo XVI - Los aires impredecibles del amor Capítulo XVII - Sosiego Parte II Capítulo XVIII - Esmeraldas en Allündel Capítulo XIX - Alma sin reparo Capítulo XX - El Portal de los Mundos Capítulo XXI - Manando en silencio Capítulo XXII - Alianzas de antaño Capítulo XXIII - Crallys Capítulo XXIV - Contra-estrategia
Capítulo XXV - Quimera Capítulo XXVI - Farwas Capítulo XXVII - El Viejo Mundo Capítulo XXVIII - El poder de los metales Capítulo XXIX - Esperanzas Capítulo XXX - Hacia la linde de Ashk’shaala Capítulo XXXI - Elfos en Kathanas Capítulo XXXII - Una procesión de serafines Capítulo XXXIII - Dimensiones Capítulo XXXIV - El universo en ti Capítulo XXXV - Dulce venganza Capítulo XXXVI - El fuego de Yoshto Capítulo XXXVII - Stern Parte III Capítulo XXXVIII - El regente Capítulo XXXIX - Represalias Capítulo XL - Trampas Capítulo XLI - Una mala premonición Capítulo XLII - No te olvides de mí Capítulo XLIII - La flor de la mandrágora Capítulo XLIV - Vulnerabilidad Capítulo XLV - El beso del silencio Capítulo XLVI - El ojo de la mente Capítulo XLVII - El mecanismo de la guerra Capítulo XLVIII - Catalgar Capítulo XLIX - Astrónomos Capítulo L - Ultramar Capítulo LI - Furias y Delirio Capítulo LII - La quimera y sus sabias palabras Parte IV Capítulo LIII - El Portal de los Mundos Capítulo LIV - Tejiendo el destino Capítulo LV - La danza de la guerra Capítulo LVI - El sendero de la luz es oscuro Capítulo LVII - Llora, llora por mí, corazón Capítulo LVIII - Los Campos de Flora Capítulo LIX - Batalla infinita Capítulo LX - Exasperación Capítulo LXI - Imbatible Capítulo LXII - Etéreo Capítulo LXIII - Memorias Parte V Capítulo LXIV - Convalecencia Capítulo LXV - De luto Capítulo LXVI - Pompas fúnebres Capítulo LXVII- Hallando camino
Mérdmerén y el Patrón. Ajedrea y Lombardo. Funia y su pasión. Greyson, Cail, y otros ladrones. Maggrath. Consejo de magos. Elgahar. Ítalschín. Uroquiel. Flóregund y Lohrén. Los Naevas Aedán. Las aventuras de Perófias. Turi y Meromérila. Allündel Capítulo LXVIII - De regreso al sur Epílogo Un agradecimiento. Otras Obras
La Guerra de los Dioses www.laguerradelosdioses.com ULTRA PACK (Libros 1-6) Edición Revisada y Corregida Incluye: El SACRIFICIO LA MALDICIÓN LA PROFECÍA LA RESURRECCIÓN LA CONVOCATORIA EL ARMAGEDÓN Por Pablo Andrés Wunderlich Padilla
Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich Padilla 2016
Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor. Todos los personajes de esta obra son el producto de la imaginación.
Exordio Esta obra nació hace más de una década y media, cuando yo era tan solo un muchacho en la escuela, pensando en el páramo de mi tierra natal: Guatemala. Allá, los bellísimos paisajes, con la geografía quebrada y volcánica, y sus cielos pintorescos, me estimularon a crear una obra colorida. Sin embargo, con el amor que le guardo a las obras del género de la literatura fantástica, tanto europea como americana, rápido inicié una obra que mezcló aquellos ingredientes, y nació, por fin, el primer libro de la saga, llamado El Sacrificio. El esfuerzo que hasta hoy le he dedicado a la serie es monumental. Han pasado tantos años que a veces me cuesta aceptar que llevo casi la mitad de la vida (tengo 32 años de edad) escribiendo la serie. Por fin, y lo digo con tono serio, me aproximo al final. La última entrega de la saga sigue en el horno, donde mi imaginación prepara los ingredientes esenciales para brindarte una gran final. Mi intensión no es demorar la lectura. Sé que estás ansioso de cambiar de página y leer el primer capítulo. Espero que la obra sea de tu agrado. Con toda la honestidad que pueda hallar en mi interior, te doy las gracias de corazón por leer esta obra. Soy un autor independiente, y sin tu apoyo ninguna de mis publicaciones verá la luz del éxito. Sin más, bienvenido a la serie La Guerra de los Dioses. - Pablo Andrés Wunderlich Padilla
EL SACRIFICIO Libro 1
PARTE I
Capítulo I - Un amanecer Épico Emergió del sueño de un sobresalto con la frente perlada de sudor, dando un suspiro de alivio al sentir que estaba en la seguridad de su casa. De nuevo había soñado con luces extrañas que explotaban en un eterno éter, vacío y solitario, donde una batalla magnánima perduraba por la eternidad. Entre aquellos sueños se angustiaba al sentir que sus amigos y hermanos morían a merced de un terror sin misericordia. Lo extraño era que el muchacho no tenía ni hermanos ni amigos. Se quedó tumbado en la cama, con los ojos abiertos viendo hacia las nadas, pensando en la vida complicada que le tocó vivir. El can gimió al ver a su amo sufrir, y para ahuyentarle las penas se encaramó a la cama, le puso las patas delanteras sobre el pecho, y empezó a lamerlo. —¡Ya voy, chico! ¡Ya voy! Ya… ya. ¡Suficientes lamidos! —gritó el muchacho mientras abrazaba al perro. Se limpió la baba con la manga del pijama. Inspiró y su sonrisa se apagó en una silente tristeza que ni él detectó. El muchacho se mantuvo sentado en la cama un largo momento, abrazándose las rodillas, sopesando la cantidad de enigmas que le complicaban la vida cuando apenas tenía trece años de edad. Esos sueños… ¿Por qué se repetían? Desde que tenía memoria, soñaba con aquellas luces extrañas, a las que no encontraba explicación. Sintió angustia, preocupado por el hecho de que quizá significara que estaba enfermo de la mente. O eso le había sugerido su abuela Lulita cuando le confió esos desvelos, y por eso, para evitar caer en el descrédito entre los demás, ahora se guardaba el secreto. Un haz de luz penetró a través de la ventana, hiriendo el rostro del chico meditabundo. De súbito, todas sus preocupaciones se evaporaron, se animó, y empezó a desperezarse, estirando los brazos y el torso. «Todos los días son bellos, siempre y cuando se disponga del ánimo para reconocerlo», se dijo el muchacho mientras se levantaba, sintiendo bajo los pies la madera vieja de la Estancia, erguida por sus antepasados hacía varias generaciones. «El trabajo es el camino hacia la felicidad», se dijo el niño, haciéndole eco a las palabras de su abuela. Rufus lo observaba con curiosidad, ladeando la cabeza, moviendo las orejas, mientras su amo seguía su ritual diario. Después de tantos años, el perro conocía bien al chico. Gimió, urgiéndole que se apurara; pronto, el fuego líquido del orto bañaría la tierra. El joven pastor comprendió el mensaje y se vistió de prisa, pues perderse el amanecer sería inaceptable; además, se pondría de mal humor por el resto del día. Pero primero debía ir al establo, a recoger a las ovejas, que estarían esperándolo para ir a comer pasto fresco. Rufus salió corriendo detrás de su amo, ladrando y saltando de felicidad. El pequeño pastor sintió el frío de la mañana envolverle la piel, el delicioso rocío suspendido en el aire. De las ramas de los árboles caían goterones mientras bostezaban, el céfiro se filtraba entre sus hojas. Los pajarillos afinaban sus gargantas, de las que brotaban melodías llenas de gozo. Llegó al Observador seguido por el fiel Rufus y las cuatro ovejas. La finca amanecía ante sus ojos, en un espectáculo dirigido por la batuta de una magia natural e invisible, gracias a la energía radiante del sol. Las cuatro ovejas se dispersaron al arribar. El Observador, ese paraje como rodeado por un aura espiritual, era su sitio predilecto, el mejor para contemplar el alba y el ocaso del sol. Un árbol al que llamaban el Gran Pino gobernaba en la colina, sobresalía al tope. El Sol emergía en lontananza, en el horizonte de una vastísima llanura que comenzaba a resplandecer en el momento mágico del amanecer. El joven subió a lo más alto de la colina y se sentó con la
espalda apoyada en el tronco del gran árbol. Unos instantes después, embelesado con el bello cuadro, le pareció que el alma del árbol se mecía con el viento. Tomó aire e hinchó el pecho, sintiéndose en armonía con la vida, con el flujo de la naturaleza que se despertaba un día más. «Eres el heredero de la finca, no hay nadie más. Si no trabajas…, perderemos todo», resonó en su cabeza la voz de la abuela, tan intrusiva como siempre. Pero era cierto. La finca había caído en decadencia desde la trágica muerte del abuelo hacía trece años. Por desgracia, jamás conoció a Eromes, el gran finquero. Solo sabía de él por lo que le contaba la abuela, la mayoría de las veces, historias de su conexión con el paraje que los rodeaba. El joven se molestó al sentir aquellos pensamientos invadir su contemplación del amanecer. Era el único momento del día donde podía sentirse realmente libre. Además, era cuando estaba con Luchy. Cerró los ojos y se dejó llevar. El viento le acarició el alma, que me movía como una espiga en un trigal. Nada lo hacía volar como el amanecer . Gramitas, el nombre que se ganó uno de los tres carneros por comer sin sosiego, masticaba el pasto con frenesí. Los otros carneros se llamaban Bruno y Macizo; se los puso la abuela. La única oveja del hato, Pancha, estaba muy mayor y solo deseaba estar a solas y disfrutar del pasto sin interrupciones. En otros tiempos, tuvieron un rebaño mucho más nutrido, pero el declive de la finca los obligó a vender la mayoría del ganado. El desastre económico de su tierra le recordó el caos político del imperio. La gente del pueblo cuchicheaba todos los días. Para el joven pastor, la ecuación era muy sencilla: los políticos siempre serían corruptos y los corruptos siempre serían políticos. Una detonación sobrecogió al muchacho, silenciándole la mente. El cielo disparó una saeta luminosa, que el joven sintió como el romper de una ola en la playa. Encandilado por la gracia del sol, elevó la mano para cubrirse los ojos. La pulpa del sol se derramó sobre su alma, que se despegó y voló por el cielo un rato. Sintió que no tenía cuerpo ni límites. A Manchego le costaba creerse los rumores. La gente decía que Alac Arc Ánguelo, dios de la luz, estaba muerto. ¿Pero cómo? Los días eran bellos, no podía estar muerto. No obstante, la violencia iba en aumento y la crisis política también. Quizá eran ciertos dichos rumores. Quizá Alac Arc Ánguelo, estaba muerto…, asesinado. El muchacho bajó la cabeza y suspiró cuando el sol se elevó lo suficiente para dar inicio a un nuevo día común y corriente. Otro día de trabajo, otro día sin ir a la escuela, otro día sin ver a otros chicos de su misma edad. «Solo hay un camino hacia el éxito, y es el trabajo duro. No hay atajos, no hay secretos: se trata de ser persistente, como le insistía la abuela Lulita. —¡Manchego! ¡Ya está el desayuno! — oyó a lo lejos, al tiempo que la campana empezó a vibrar. El mozuelo tomó el bastón y empezó a reunir al pequeño rebaño. Bruno y Macizo obedecieron rápido, Gramitas no tardó en colocarse a la cabeza del grupo. Pero Pancha no se movió, subyugada por la visión del amanecer. *** El aroma a huevo estrellado invadió la Estancia. Lulita meneaba el sartén, con la cuchara de madera raspa la superficie metálica para despegar los restos. Manchego tomó asiento y cogió los cubiertos de madera entre las manos, esperando el desayuno con el ansia de un cachorro. Después de servirle, Lulita también se sentó. Mordió una manzana y volvió a lo de siempre:
—Tú eres el heredero de la finca… Ay, mijito… —Abuela, ¿quién es mijito? —inquirió el chico con la boca llena de pan untado en yema de huevo. Unas migas salieron despedidas de su boca, lo que irritó a la abuela por su carencia de modales. —Eres tú: «mi hijito», ¿entiendes? Eres mi nieto, claro, pero en el pueblo nos gusta decirle mijito a lo niños de nuestras familias. Es confuso, pero desde luego que cada cultura tiene sus propias particularidades que nadie entiende. La abuela se encogió de hombros y siguió masticando el pedazo de fruta mientras observaba a su nieto engullir el desayuno. Tenía el hambre voraz de un muchacho cuyo estómago no tiene fondo. —Ya viene la cosecha, mijito —continuó la abuela, esperanzada—, y con ella ganaremos otras monedas que, ojalá, nos duren unos meses más. Manchego, bien sabes que debes prestar atención a las enseñanzas de Tomasa. Yo sé que no es fácil trabajar bajo su tutelaje, pues esa mujer es tan dura como el hierro. Pero tu abuelo hizo bien en contratarla, es una Mujer Salvaje, fuerte como un toro, inteligente como un zorro. Te digo: Tomasa es de admirar. La luz del sol se reflejaba sobre la piel de la abuela. Era dorada, como la de Tomasa. Lulita también era una Mujer Salvaje y tan alta como los hombres y mujeres de esa tierra; de carácter duro y ojos acaramelados. Se diferenciaba de los demás nativos en el acento, quizá porque nació en el imperio y no en las tierras salvajes. Manchego bajó la vista a sus manos, morenas, no doradas. Su padre o su madre tuvieron que ser morenos, o ambos, pero no podía saberlo, nunca los conoció. Lulita le dio un sorbo al pocillo de cerámica, lleno de café, antes de proseguir: —El pueblo está desenfrenado, la violencia campa a sus anchas. Antes uno podía salir a comprar sin preocupaciones, ¿sabes? Hoy por hoy, si no tienes cuidado te roban todo lo que lleves encima. Y eso de las violaciones, la delincuencia… y los secuestros. Antes no era así. Todo es por culpa del alcalde. Desde que tomó el poder, hace casi cuatro años, la paz en el pueblo se esfumó —musitó Lulita, como perdiéndose en un recuerdo lejano. Manchego cruzó los cubiertos de madera sobre el plato vacío. Apuró el café de su pocillo de cerámica, tan viejo como la Estancia. —¿Algo más, mijito? —No gracias, abuelita —dijo el chico con una sonrisa triste. —No te vengas quejando de hambre más tarde. Lulita analizó los ojos de su nieto. Esa mirada tan profunda en un mozuelo era algo muy inusual. Además, estaba esa sonrisa triste. ¿Sería a causa de los sueños extraños que sufría? El joven pastor salió de la Estancia, seguido por Rufus, que ladraba de felicidad. La abuela los siguió con la mirada, triste al acordarse de su marido difunto y de lo que aquello significó para su vida.
Capítulo II - Trabajando la tierra Tomasa manejaba la pala como un caballero la espada. Por detrás, cualquiera diría que era un hombre fortachón, con esa ancha espalda y los pliegues de grasa que le colgaban a los lados. Su piel dorada de nativa de las tierras salvajes de Devnóngaron brillaba bajo el sol. En cuanto empezó a trabajar en la finca, se ganó su apodo: el Oso. Era una de las pocas personas que logró conocer a Eromes, el finquero famoso. Si no fuera por eso, seguramente ya habría dejado de trabajar en la finca. Cuando Manchego se presentó para comenzar sus tareas en las labores del campo, la mujer lo recibió con su colección de regañinas, cargadas con el pesado acento de Devnóngaron. —¿Por qué es’q ha venide tarde po! ¡Ash, hombre! ¡Que no mire, que disciplin’e es lo que necesite este munde, hombre! ¡Ash! ¡A trabajar, po que la tarde camin’e y usted no, hombre! Manchego estaba paralizado. —¡A trabajar po! — volvió a gritar Tomasa, su rostro redondo lleno de furia, la piel dorada enrojeciéndose. Manchego nunca encontraba ganas de trabajar en el campo, pues significaba renunciar a la escuela, algo que detestaba. Por eso, ya no frecuentaba a Luchy tan a menudo como antes. Además, nunca se prodigó en amigos, así que el simple hecho de acudir a la escuela lo hacía sentirse como parte de algo. Pero ahora, lejos de los demás muchachos de su edad, se sentía aislado y olvidado. Al mediodía habían abarcado bastante terreno, sobre todo gracias a Tomasa. La mucama se empleaba con velocidad, a costa de la calidad. No era difícil notar que a la tierra le faltaban las manos de un agricultor experimentado. El pastor resopló cuando levantó la vista y se percató de lo que aún le faltaba por hacer. —¡Siga trabajando! —gritó Tomasa. El muchacho deseó tener quince años y alistarse como soldado en la exigua milicia del pueblo. Lo malo era que dejaría de ver a Luchy, a Lulita y a Rufus. Eso lo puso triste. Pero debía hacerse a la idea, porque ese momento llegaría y tendría que enrolarse para luchar contra los desertores y otras pandillas de bandidos y malhechores. Manchego se detuvo. Se llevó las manos a la lumbar con una mueca de dolor. Inspiró profundo. Le parecía que llevaba horas deslomado sobre la tierra y ni siquiera era la hora del almuerzo. —¡Hola! Manchego se irguió. Parpadeó, incrédulo ante lo que veía. Estaba tan cansado que ni la había visto venir. Se restregó los ojos para apreciar mejor a esa princesa vestida de tules morados… No, era Luchy con sus prendas de algodón, como cualquier otro habitante del pueblo, pero por un momento soñó, ante esa cara lindísima; los ojos, grandes y almendrados, dos esmeraldas; el cabello castaño, largo y liso. —Tontito, soy yo. Tu abuela te manda esto —dijo la chica con una sonrisa que derritió al pastor. Era limonada con miel y champurradas con arequipe. Manchego ya se deleitaba con esas delicias y con las palpitaciones que le causaba contemplar a su mejor amiga relucir bajo el sol. Luchy se rio del rostro sucio y decaído de su mejor amigo. Tomasa interrumpió el encuentro. —¿Qué diables pase aquí? Falta mucho trabaj’ por hacer. —¡Hola, Tomasa! —dijo Luchy con su voz cristalina. Tenía la cualidad de ablandar a cualquiera con su voz y su carisma. Le ofreció una limonada con gesto amable—. Pensé que usted también tendría sed. Tomasa se dejó seducir. —Ay… Pero ay… —empezó a tartamudear. La mujerona no estaba acostumbrada a las
cortesías. Quizá por su aspecto animal pocas veces la trataban como a una persona, con sus necesidades y debilidades—. Gracies, mamita. ¡Que los dioses le bendiguen! —dijo y no tardó en beberse su parte. Manchego hizo lo mismo. Al final, eructó. —¡Puerco! —le recriminó Luchy entre risotadas. La mucama tampoco contuvo las risas. Manchego se sonrojó. —Uy, disculpas —balbuceó. Tomasa no pudo evitar sentir ternura por los chicos. Era consciente de la injusticia de que Manchego tuviera que trabajar. —Has terminado por hoy, Mancheguito. Eso sí le digue’, cuidadito viene tarde. Lo necesito para seguir trabajando las tierras, que mire mi chulito la cantidad de cosas que quedan por hacer. ¡Adiós, po! Manchego se asombró. Era raro ver a Tomasa tan amable. Supuso que hasta ella tenía un corazón blando por debajo de esos pliegues de músculo y grasa. Luchy y Manchego salieron disparados entre risas, Rufus ladrando detrás de ellos.
***
—¿Cuántas veces hemos hablado de la importancia de ser puntual, mijito? — empezó Lulita en cuanto el muchacho entró por la puerta—. No quiero prohibirte ver a Luchy, es algo que lamentaría mucho, pero será necesario si le sigues fallando a la finca. Siento mucho que a tu edad tu cometido sea pesado y lleno de responsabilidades, pero es algo que también hemos discutido. Ahora siéntate y come tu cena. Son tamalitos de doña Paca. Manchego se acongojó. —Lo siento, abuelita. Voy a hacer todo lo posible para evitar que esto vuelva a suceder. Mentía. Estaba convencido de que merecía un receso y la única manera de obtenerlo era engañando a su abuela. Además, su mejor amiga valía que le dedicara tiempo, que le escuchara todos sus chismes, que atendiera a sus palabras llenas de carisma. Su mente divagó y se perdió en los ojos verdes de la joven. —Más te vale, mijito —repuso la anciana—. Hay mucho trabajo por hacer y nadie más para hacerlo. Recuerda que se trata también de tu futuro. Por toda respuesta, el joven suspiró, sintiendo la carga de trabajo sobre los hombros. Manchego cortó la pita que envolvía el tamal en una hoja de banano. Una nube de vapor emergió de la masa e invadió su olfato con aromas de aceitunas, chile, pimiento y carne de cerdo. La masa era típica del Sur, muy diferente a las carnes curadas y quesos, más propios del Norte. Manchego devoró la cena como un cachorro hambriento bajo la mirada orgullosa de Lulita. Cuando acabó, la abuela recogió los platos y envolvió a su adorado heredero entre las sábanas. Mientras el chico dormía, la anciana observó que, de nuevo, aparecía el ceño fruncido en el joven, el esfuerzo, la rigidez de los músculos y luego la distensión, pero siempre con el ceño fruncido.
Capítulo III - El pueblo Manchego iba de pasajero en la carreta, sentado sobre los costales llenos de los frutos de la finca. Con la cara apoyada en las manos, observaba el transcurrir del día con aburrimiento. Lo que deseaba era jugar con Luchy y con Rufus, pero su obligación con la finca le llevaba hoy a aprender a vender los productos agrícolas en el mercado. La carreta, tirada por Sureña, la yegua de la finca, iba por la avenida de los Finqueros, en la que confluían las vías que comunicaban con las demás fincas. Todas formaban parte de un complejo que muchas generaciones atrás bautizaron como El Granjero, El QuepeK’Baj, que en la lengua originaria de Devnóngaron significaba «tierra fértil». El complejo lo integraban veinte fincas, todas ellas de familias que se conocían entre sí, muchas de ellas emparentadas. Para abastecer a la población, se levantó en las cercanías un mercado, que creció y se convirtió en lo que hoy todos conocían como San-San Tera. Traqueteando por la avenida de los Finqueros, Manchego pensó en Luchy y los demás chicos de la escuela. Ninguno de ellos tenía que negociar con comerciantes, no tenían edad. La injusticia de su situación le provocó ganas de llorar, pero debía ser fuerte, pues sin él la finca se derrumbaría del todo. Llegaron a la garita de entrada, custodiada por dos atalayas cuyos vigilantes tomaban la siesta de la media mañana. En la garita, los guardias hablaban con un par de mujeres de costumbres disolutas y precio barato. Iban dejando paso a la gente después de inspecciones superficiales. Llegó uno Hurgándose la nariz con el dedo índice. —¿Qué negocio tiene en el pueblo, señor? —preguntó un soldado panzón. Sus ojos se movieron inquietos cuando el hombre le entregó un paquete. El dinero franqueaba el paso con facilidad. Les tocó el turno a Manchego y Tomasa. La mujer lanzó una mirada retadora al guardia. —Venim’s a vender desde la finca el Santo Comentario. El físico feroz de Tomasa también abría muchas puertas y pasaron sin más preguntas. Nada más entrar, Manchego sintió el hedor a mugre, estiércol y otros olores pútridos que no quiso identificar. En los últimos años, lo que más había crecido era la pobreza, y, con ella, la desdicha. El pueblo iba de mal en peor. La miseria se extendió en la orilla del pueblo, en la frontera con el Sector Medio y Noble, y pronto pasó a llamarse la Pocilga. La zona albergaba el mayor índice de violencia y desgracia. Los niños pobres corrían detrás de las carretas que iban entrando. «¡Déme una moneda para mi pan!», «¡Una moneda para mi pan!», «Una no más», «¡Que los dioses le bendigan!». Manchego solo deseaba dejarlos atrás y no escuchar sus voces clementes. No sabía si sentir asco o piedad por ellos. Las casas en la Pocilga eran chozas, cubículos de madera con suelo de tierra. Las calles, también de tierra, eran informes. Niños desnudos se paraban a la puerta de sus chozas, con la panza inflada por una desnutrición feroz. Las cantinas se encontraban a rebosar de borrachos a tan solo las once de la mañana, mientras las prostitutas baratas ofrecían sus servicios a todo aquel que pasaba por delante. Pandillas de mercenarios se aprovechaban de los débiles o intercambiaban unas pocas monedas por los favores de las fulanas. Manchego volvió la cara por el asco. El cambio al Sector Medio fue tan radical que Manchego sintió que respiraba otro aire. El golpe de los cascos sobre las calles adoquinadas sonaba a música celestial. Sin embargo, las medidas de seguridad se redoblaban. Los guardias, protegidos por armaduras pulidas, rondaban
con las espadas en el cinto, vigilando que los pobres continuaran bajo control. Manchego divisó el emblema de la Casa de Thorén, una familia de la nobleza que había donado las armaduras. En el Imperio Mandrágora, cada casa tenía su fortaleza y su milicia. Además, el imperio dirigía su propio Ejército Imperial, integrado por guerrilleros legendarios, soldados, arqueros y magos que manipulaban los elementos. Manchego supo que si algún día se enrolaba en la milicia, seguramente acabaría a las órdenes de la Casa de Thorén, aunque nunca hubiera conocido a esa familia y nunca llegara a conocerla. Un joven de pueblo rara vez era invitado a un castillo, salvo para trabajar a cambio de un pequeño jornal. Al entrar en el Sector Noble, el ambiente volvió a cambiar. La elegancia deslumbró a Manchego, poco acostumbrado a los lujos. Las mujeres eran preciosas, con vestidos abombados de tul amarillo y morado. Esto parecía un sueño, el tipo de historias que había escuchado durante su infancia. Como finquero, estaba poco habituado a tanto despilfarro. Por fin entraron en el Parque Central, un espacio cuadrado, amplio y vasto, en cuyo centro reposaba una estatua alta y épica en honor a Alac Arc Ánguelo, dios de la luz, a pesar de estar muerto, o desaparecido, como preferían creer los fieles a la religión politeísta. La escultura sostenía entre sus manos una lanza que apuntaba a un enemigo imaginario. Sus alas de ángel se extendían como dos mástiles con velas abombadas. Alrededor se desplegaba el mercado, atestado de vendedores, proveedores y clientes afanados en los intercambios. El ruido era ensordecedor. La llovizna que había estado cayendo desde la mañana no fue un obstáculo a los negocios. Los compradores regateaban, entraban y salían, comparaban. Tomasa se bajó de la montura y ató la rienda a un poste. La mujerona se arregló la vestimenta de algodón que llevaba. Estaba nerviosa. Del cinto colgaba una daga afilada, y en sus botas de cuero tenía amarrado un cuchillo. Venía preparada para cualquier cosa. Manchego se bajó de la carreta, ahogado por la cantidad de estímulos que ofrecía el mercado: los olores a carne fresca y pasada, a pescado muerto y podrido, a verdura fresca y cocida, la escasa higiene de vendedores y clientes; los colores de las mercancías; el ruido de voces, ladridos y rebuznos. Tomasa atisbó a dos hombres que en ese momento bajaron de su carreta. El joven tembló al ver en sus semblantes una frialdad de hielo. El intercambio prometía ser de todo, excepto agradable. Uno de los mercaderes parecía un espantapájaros. El otro mostraba orgullosamente un vientre que tenía el alcance de casi una zancada; sus ojos ,clamaban desafío.. Tomasa procedió a las presentaciones. —Este es’n Manchegue, heredere de la finca, de mi patrón Eromes, que en paz descanse. Los compradores, Marcus y Feloziano, respondieron con una mirada de desaprobación. Marcus, el grandulón con un enorme vientre, compuso un gesto de asco. Se agachó y se acercó a Manchego, hasta que tuvo su rostro a pocos centímetros. El pastor percibió el aliento pútrido del comprador. Ya fuera por miedo o por la pestilencia, hundió la cabeza entre los hombros. El mercante gordo elevó la barbilla. —¿Esta alimaña lastimera es el heredero de la finca el Santo Comentario? —Se rio con saña—. ¿Esta carnada es la que va a sustituir al gran Eromes el Perpetuador? ¡Qué miserable! ¡Ja, ja, ja! Feloziano también había analizado al joven. —Es evidente que vuestro pueblo empeora a una velocidad extraordinaria. No comprendo por qué, pues asentamientos y pueblos cercanos al vuestro no padecen el mismo declive. Tomasa contuvo su enojo para no perder a los únicos clientes de la finca.
—Manchego es el único heredero de la finca. —Su acento foráneo se acentuó con el nerviosismo. —Bueno, niño —concedió Marcus—, ¿qué tienes para ofrecernos? ¿Nos vas a mostrar la mercancía con una presentación decente o piensas delegar en Tomasa? ¿Qué dices? ¿Acaso no tienes bolas entre las piernas o es que estás muy verde y no te ha madurado la hombría? ¡Ja, ja, ja! Manchego no supo qué hacer más que tornarse rojo. Tomasa intervino. —Mire, po’, que las coses están duras estos días viera’. ¡Los campos sufren! ¡La sequía y la falta de monedas! ¡La situación está difícil, hombre! —Tomasa estaba perdiendo el control. Los mercaders continuaban cerrados en banda, negaban con la cabeza. —Esperaba más de ti y de tu adorada finca, Tomasa —repuso Marcus. La papada le temblaba—. Por los dioses, ¿cómo esperas que compre esta porquería? Dile a doña Lula que más vale que reduzca los precios de las cosechas y ajustarlos a su dudosa calidad. ¿A cuánto me vendes esta desgracia? —Preguntó Marcus, tirando parte del grano cosechado y atrayendo a los cuervos, ansiosos por llevarse el inesperado tesoro.Tomasa estaba al borde del llanto. —Treinta coronas. ¡Pero no menos! —Te doy veinte —replicó el grandulón. A Manchego no se le pasó por alto que los dos hombres llevaban una espada afilada envainada en el cinto. Imaginó que eran muy poco clementes y no quiso pensar en cuánta gente debió de haber probado el filo de sus armas. —Pero… —comenzó a protestar la mucama. Fue interrumpida por el glotón: —Veinte o nada. Tomasa bajó la mirada. A ese paso, la finca sucumbiría a la crisis. —Está bueno pues’n, —dijo la mujerona sin más remedio. Su rostro se descomponía por la humillación y la tristeza. Marcus se sacó del camisón un morral que soltó con desprecio sobre la mano de Tomasa. A un silbido suyo, dos muchachos descargaron los costales de la carreta de los finqueros. —Un disgusto hacer negocio con vosotros —dijo Marcus poniéndose en marcha para irse —. Rezadle al dios de la tierra para que os haga el favor de bendecir vuestros campos, que lástima da asistir a vuestra decadencia. Y tú, muchacho, engorda unas libras siquiera. ¿Acaso no te dan de comer? Flaco, de piel morena, ojos negros… ¿Qué eres, un cuervo? En nada te pareces a tu abuelo muerto. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Que tengáis una muy feliz tarde, amigos —dijo Feloziano—. Hasta otra. Tomasa esperó a que los mercaderes estuvieran a una distancia segura para descomponerse. Lo único que deseaba era vengarse contra esos ingratos por insolentes, por humillarla por enésima vez en la compraventa. —Ay, no, Mancheguito, ¿qué vamos ha’cer? ¡Ya no puedo a este paso! ¡La finca va a perecer y su abuelito se va a revolcar en la tumba! Viera que le he rezado al dios de la tierra, pero Gordbaklala no pareciera escuchar mis súplicas. —La mucama se desplomó en un llanto inconsolable. El mozuelo se sintió terrible. Por estar con Luchy había prescindido de sus obligaciones, pero ahora entendía que su presencia era crucial para el futuro de la finca. Tarde o temprano tendría que enfrentarse a esos mercaderes de nuevo, u otros con una actitud similar. Debía aprender aprisa para evitar que algo así volviera a suceder, y solo lo lograría entregándose sin remilgos a la labor en el campo y al aprendizaje. Supo que todo esto lo alejaría de su amiga y de su afán por apreciar la naturaleza, pero era necesario. El joven estiró los brazos escuálidos. —No llore, Tomasa. Esos tipos algún día van a vérselas conmigo, ya verá. Cuando yo sea el dueño de la finca, ellos tendrán que pagar el doble de coronas por nuestros productos. ¡Esa es
mi promesa! —Ay, mi muchachito —se lamentaba Tomasa mientras se limpiaba el rostro—. Usted es muy especial’n. Todo saldrá bien, lo sé. Pero me urge’ que sea más diligente con su trabaj’. —¿Regresamos a casa? —¡Ay! Casi se me olvida. Su abuelita necesita que vaya a la tienda de Ramancia a conseguir una pócima mágica para la gallina. Parece que ya no está poniendo huevos y, si no pone, usted se quedará sin desayuno. Ay, no, todos los animales se están muriendo… A Manchego se le hundió el corazón. Habían vendido a muchos animales: cerdos, bueyes, toros y varias gallinas. Les quedaba una y ahora estaba enferma. No podían perderla, pues con las escasas monedas que conseguirían no podrían pagar otra gallina. Manchego metió las ocho coronas que Tomasa la entregó en un pequeño morral. —No se demore mucho, Manchego. Debemos regresar a la finca a seguir trabajando. ¡Vaya pues! Manchego tembló al pensar en el nombre de la bruja: Ramancia. Detestaba ir a su tienda. Siempre salía amenazado de ser convertido en una asquerosa alimaña.
Capítulo IV - Innonimatus Las imágenes cruentas de un pasado doloroso lo atravesaron, y en su soledad se volvió a transportar a aquel momento. Tzargorg… Innonimatus… Mérdmerén… Irijada… Los vientos salvajes le golpeaban el rostro y el pelo largo, negro y lustroso. El frío le calaba hasta los huesos. En el pecho musculoso, descubierto, lucía un tatuaje negro que le cubría medio torso y que había grabado con tinturas del bosque. En la frente, una marca hecha con la sangre fresca del animal que mató para alimentar al clan. Su nombre, Tzargorg, dominó por tres generaciones. Él lo heredó tras derrocar y decapitar a su propio padre; su padre hizo lo mismo con el suyo. Así es la ley salvaje de Madre: el joven fuerte sustituye al viejo. Solo unos pocos elegidos sobreviven a la furia de Madre. Sus ojos se pasearon por la tranquilidad de la llanura donde se asentaba su clan. El pasto estaba húmedo por el llanto de la noche, el sol apenas era un gesto tímido en el horizonte. Sobre una roca titánica, observaba a la naturaleza desenvolverse, respiraba cada célula de Madre… Una voz lo sacó de su ensimismamiento. Un joven escuálido de piel morena, y ojos y pelo oscuros le hablaba. —¿Cuánto cuestan estas varas de pastoreo? —preguntó Manchego algo inseguro. Parecía que ese vendedor estaba enfermo de la cabeza, con esos ojos que no enfocaban, el rostro confuso. El chico se había dirigido a esa tienda, El Pastor de Pastores, por su fama. Decían que poseía los mejores y más variados materiales, como varas, chaquetas, batas, botas o cuchillos para esquilar. Pero el vendedor no parecía estar por la labor de atender a sus clientes. El mozuelo escrutó el rostro del hombre extraño, de piel dorada y ojos celestes, los típicos rasgos de un Hombre Salvaje. Nada lo perturbaba, era como si la mitad de su cuerpo estuviera en otra dimensión. Aparentaba estar en su quinta década. Quizá era más joven, pero las marcas de dolor en el ceño debían de añadirle inviernos a su edad. Tenía la piel arrugada, quizá a causa de la ira del clima, tal vez por otra cosa. Algo en su semblante gritaba socorro. Su mirada era de una tristeza en busca de redención. El vendedor meneó la cabeza un par de veces. —¿Quién te ha dado ese chaleco? Manchego se quedó perplejo y, al instante, se puso nervioso. Nadie le había hecho aquella pregunta. Detrás de las arrugas, de la expresión fatigada, había un hombre que reaccionaba con agilidad. —Ehhh… Me lo dio mi abuela. Dice que perteneció a mi abuelo, pero ella me lo adaptó a mi tamaño. Parece que soy mucho más flaco que él. —El muchacho se encogió de hombros—. Lo uso todos los días. Es el único recuerdo que tengo de mi abuelo. El muchacho bajó la cabeza, azorado por la mirada del vendedor, que parecía capaz de reventar piedras. El hombre no apartaba sus ojos del chaleco, como si estuviera analizando cada una de sus fibras con las yemas de los dedos. El joven se irritó y se retiró medio. No comprendía a qué venía tanto interés. —Es piel de llama, animales rumiantes que crecen en la salvaje Devnóngaron —dijo el Salvaje—. Está muy bien conservado. —Es mérito de mi abuela… Bueno, yo también lo cuido. Es un recuerdo de mi abuelo y lo respeto, aunque nunca no lo conocí. —Recuerdos… —saboreó el hombre, rascándose la barbilla cuadrada. Tenía el pelo oscuro con algunas canas. Vestía una túnica sencilla que dejaba al descubierto gran parte de su cuerpo alto y musculoso. Sus antebrazos parecían tenazas, las manos
callosas eran el testamento de momentos peligrosos. Parecía orgulloso de su piel y sus marcas. — Los recuerdos pueden ser dolorosos y hacer daño cuando uno menos lo espera —repuso el hombre—. Pero también nos nutren de alegría… o de tristeza. Ese chaleco —dijo apuntando con un dedo— ha sido testigo de experiencias únicas. Manchego se cubrió el chaleco con las manos, como si temiera perderlo. —¿Cuál es tu nombre, pastor? —preguntó el vendedor con expresión serena y se sentó en un banco de madera castigado por el sol. Los ojos celestes y profundos quedaron a la altura de los de Manchego, que no lograba desasirse de la incomodidad que le producía el escrutinio del hombre. —¿Cómo sabe que soy pastor? —se alarmó el chico. —Ese chaleco, pastor, es un chaleco para pastores. Está diseñado para los amantes de la vida. Tu abuelo debió de ser un gran personaje. ¿Conoces a algún joven como tú con un chaleco similar? No lo creo. ¿Cuál es tu nombre? —Manchego —respondió con timidez. —Manchego, el pastor —musitó el vendedor— Ese nombre no te pertenece. ¿Te han dicho eso? Quien te llamó así por primera vez seguramente no fue tu madre. Manchego se sintió asaltado por aquellos ojos que parecían penetrar en sus secretos más profundos. En la escuela siempre había sufrido por las burlas. Los compañeros le decían que tenía nombre de queso de oveja, algo que jamás le había caído en gracia. —Mi abuela me puso el nombre —respondió casi sin aliento—. Mi madre me abandonó…nunca la conocí. Hablar de sus orígenes a sus trece años le puso de mal humor. El vendedor le guiñó un ojo. —En nuestra tierra, creemos que el nombre viene con el viento que te dio origen. El nombre no es algo que te venga impuesto, más bien te fusionas con él. Es decir: el nombre te lo ganas con honor y gloria. Si no vives de acuerdo a las características de tu nombre, te traicionas. Tú, joven pastor, tienes que encontrar tu verdadero nombre. Ese nombrecillo que te han puesto no encaja contigo. En tus ojos hay más que esa simpleza. En ti hay fuego, luz, una fuerza… extraña. Eres único, pastor. No te traiciones. Nunca te traiciones. El vendedor perdió la mirada en el mar de su alma, náufrago de su propia existencia. —¿Y usted cómo se llama? El vendedor reaccionó de una manera extraña. Parecía querer salir corriendo. —Mi nombre es Balthazar —dijo con dificultad—. Mi verdadero nombre se murió cuando yo… —Volvió a sumergirse en un mundo en el que solo él entraba. Algo del pasado lo perseguía.Manchego tuvo la sensación de haberle provocado un dolor inmensurable al vendedor. Decidió devolver la atención a las varas. —No tiene precio —espetó el vendedor en un arrebato—. Nada de lo que hago se puede comprar con monedas de metal. Solo podrás conseguir alguno de estos objetos si vives con la intensidad de tu verdadero nombre. Si logras encontrar tu verdadero nombre, quizá me incline a regalarte una de estas — dijo sosteniendo una vara—. Bueno, Manchego, es hora de que te vayas. Algo reposa dentro de ti y no ha encontrado la manera de madurar. Sé que andas en busca de algo, que el pasado te persigue. Eres como yo: un alma perdida en el mar de su soledad. Regresarás, y ese día me solicitarás ayuda para encontrar tu camino. Lo sé.” Manchego se quedó sin palabras. «¡Gracias!» fue lo único que pudo decir y corrió hacia la tienda de Ramancia, a conseguir la pócima para la gallina. Los ojos de Balthazar siguieron al joven hasta que se perdió entre la muchedumbre.
Capítulo V - Sombras y almas Se introdujo en el barrio de la Sexta Avenida, donde las casas lo saludaron sin ilusión en un día plomizo. Lamentablemente, conocía el lugar; ahí estaba el edificio de dos plantas que albergaba la escuela. «Parece diferente», pensó el mozuelo. «¿O quizá soy yo quien está diferente?». Habían transcurrido unos pocos meses, pero le daba la impresión de que era otra persona. «Solo viviré esta vida, solo esta…», pensó con desconsuelo. Incluso su madre lo había abandonado. Escuchó la campana del mediodía, que anunciaba que las clases habían finalizado. Se le estremeció el corazón al darse cuenta de que se encontraría con sus amigos… y con sus enemigos. Una horda de niños se derramó sobre las calles, entre chillidos de felicidad. Unos cuantos salieron jugando con un balón de cueros, para echar un partido de balompié; que la calle aún estuviera húmeda no era un problema para ellos. Probablemente jugaban torneos y apostaban pequeñas cantidades de dinero. Seguro que habría bronca, como siempre. Un diente saltaría por los aires y un ojo acabaría morado. Manchego se acordaba bien de esos partidos, aunque él nunca fue muy diestro en el juego. No era ningún as de los deportes ni arrancaría aplausos como otros que habían nacido para ser soldados, caballeros o sencillamente populares. Un grupo de niñas se puso a saltar la cuerda. Otras jugaban también al balompié, por su cuenta. Manchego nunca les había hablado, ni siquiera se había interesado por entablar amistad con ellas. Se lamentó, pero supo que lo mejor era proseguir con el encargo de la abuela. Un pellizco. Ardor. Se mareaba, perdió el equilibrio. Sangre. Unos segundos más tarde se percató de que estaba en el suelo y de que tenía sangre en la oreja. La violencia lo había encontrado sin poder precisar cómo ni cuando, aunque una hipótesis ya le cruzaba por la mente. Con dificultad se puso de pie, casi perdió la consciencia. Por instinto colocó los puños frente a la cara, listo para luchar, justo como la abuela le había enseñado. —¡Manchego! ¡El niño con el nombre de queso! ¿Hace cuánto no te veo? Ni te dignas saludarnos, pequeño bastardo. ¿Acaso no has notado que somos tus únicos amigos, maldita piltrafa? Desgraciado. Pordiosero. Hijo de puta. Habrá que enderezarte los modales. Quizás deberíamos darte una lección de cómo tratar a tus superiores, pequeña alimaña. ¿Entiendes, Manchadito? Era Mowriz, alias Malabrad, el mismo que lo había atormentado con insultos y agresiones durante años. El joven, de cabello negro noche y mediana altura, emanaba una malicia que Manchego jamás comprendería. Los dos muchachos al lado de Mowriz le secundaron en las burlas. —¡Ya van casi seis meses desde que le dimos la última paliza! —Exclamó Hogue, un muchacho pelirrojo y redondo, con pecas furiosas en el rostro y labios carnosos. El pelirrojo carecía de toda inteligencia, pero compensaba su insuficiencia con unos puños demoledores. —¡El desgraciado se queda a Luchy solo para él! ¡Creo que es hora de que aprenda a compartir! —añadió Findus, un joven alto y rubio, tremendamente veloz, el típico deportista que alcanzaba las mejores marcas. Además, media escuela se había enamorado de sus delicados rasgos. —Esta vez no huirás —advirtió Mowriz lenvantando los puños. Manchego sintió terror. Dio un paso hacia atrás y trastabilló. — Eres un imbécil, Manchego. A veces siento que deberías dejar de existir — dijo Mowriz con malicia. Manchego estaba a apenas dos cuadras de su destino, pero excesiva dada la situación en la que se encontraba. Necesitaba que Findus se distrajera por unos segundos para ganar ventaja. —Eh, Findus. Luciella dice que le gustas, que le encanta tu cabello rubio, tan largo y liso. Y… y… y dice que eres muy inteligente.
El adonis se infló como un pavo real. —¿Es cierto? Es la chica más guapa de la escuela… Enrabietado, Mowriz le dio un empujón al rubio, que cayó de espaldas, sin aire en los pulmones. Era el momento de huir. Manchego echó a correr como una presa perseguida por el depredador, con el chorro de adrenalina fluyendo por sus venas. Manchego giró en una esquina, pasado el cruce donde se ubicaba la tienda de Ramancia. El suelo adoquinado casi le hizo caer. Continuó corriendo, con el plan de entrar en la tienda por la puerta trasera… Si la tuviera. Se angustió al oír los pasos de sus perseguidores cada vez más cerca. Después llegarían los puñetazos en la cara y las patadas en el pecho. Tal y como había temido, no había puerta trasera. No le quedaba tiempo para pensar. Entonces vio que en la pared, hecha de madera, había un tablón con un agujero bastante grande como para entrar por él. Un cartel alertaba con letras rojas la presencia de un perro guardián. Manchego decidió enfrentarse al perro bravo que a sus enemigos de la escuela. Su cuerpo escuálido se deslizó como una serpiente por el agujero. Unas astillas se le engancharon en la ropa y le rasgaron la piel. Se movió con vigor, pataleó, hasta que logró colarse dentro del todo. Dentro, la negrura era absoluta. Temblando del susto, esperó la mordedura del perro guardián, al menos el gruñido de bienvenida. Sin embargo, solo había silencio. Fuera se oían los pasos que frenaban ante el agujero. Manchego apretó los puños; estaba dispuesto a defenderse a muerte. —¡Adónde se fue! ¡Juro que lo tenía pillado! —Findus sonaba frustrado. Mowriz tampoco parecía satisfecho. —¡Está allá! ¡Vamos allá!” Salieron corriendo. Hogue pasó segundos después, quejándose. —¡No vayáis tan rápido! ¡No puedo respirar! ¡Esperadme! «¿Será un truco? ¿Dónde estoy?», se preguntó el pobre muchacho que aún sangraba por la oreja. No veía nada alrededor, pero percibió una tristeza, como si el lugar estuviera llorando. Dejó que pasaran unos minutos angustiosos, él en completo sigilo mientras se le calmaba el galopante corazón. Jamás se había imaginado que estando solo y en completa oscuridad pudiera quedarse en paz… tan a gusto. La soledad, la oscuridad eran las mejores compañeras que podría tener en ese momento. Aguantaba la respiración con tal de sentir el silencio envolviéndolo con su expansivo abrazo.A cada latido de su corazón la belleza del silencio se aproximaba a él. Un momento…, allí estaba, tímida como una flor. Era una presencia dentro de sí, como una flama silente…, un soplido frágil… «Hola». Había una presencia divina que no se podía explicar. ¿Qué era? Notó que en su interior algo parecido a una nube mutaba constantemente. A veces era sombría, otras veces era una figura elaborada de sentimientos. A veces no era más que un eco de vaivén eterno. Se maravilló ante aquella esencia grata y salvaje al mismo tiempo. «¿Es aquí donde se esconde mi verdadero nombre?», pensó, intrigado por la conversación con el hombre de la tienda de pastoreo, pero entonces se acordó de Tomasa y de que le había pedido que regresara cuanto antes. La memoria de Tomasa le urgió que debía regresar al Parque cuando antes. Resintió el hecho de tener que dejar dicha magnificencia, pues no sabía si lograría hallarla otra vez. Fastidiado por tener que abandonar esa sutileza, decidió ponerse en pie y notó la quemazón de la raspadura que se había hecho al entrar por el agujero. Oyó algo que lo llamaba en silencio. Se giró en la oscuridad, en aquella densidad inescrutable. Dio un paso, otro. Se internó en la negrura con inseguridad, con los brazos por delante, ansioso por encontrar. Sí, algo lo llamaba. ¿Y si caminaba por el sendero equivocado? Le entró miedo. Volvió la cabeza en la dirección por la que había venido; el agujero continuaba en el mismo lugar, debajo de la tabla, muy lejos. Podría desandar el camino, salir al mundo real. No lo
hizo. Continuó. Perdió la noción del tiempo y por momentos sintió que se desorientaba, quizá estuviera dando vueltas en círculo, hasta que vio una puerta de madera, no con los ojos, sino con la mente, y se materializó frente a él. La abrió sin titubear, como si hubiera hecho eso infinitas veces. La cerró y entró en una casa. Se encontró en un pasillo largo decorado por múltiples lienzos, al menos seis en cada pared. Las paredes eran de piedra lisa y el suelo esta cubierto por una vieja alfombra grisácea. La luz era entre roja y parda. Las pinturas le llamaron la atención por su brutalidad. Uno de los cuadros recreaba un abismo espantoso, lleno de elementos fantasmagóricos, como seres muertos hacia un foso que expelía una infernal luz verde. Al pie del abismo, un ser de belleza sublime y malicia extrema sostenía por el cuello a un ángel con las alas caídas. Manchego creyó oír un grito de clemencia del ángel derrotado. Sintió odio hacia la figura demoníaca. Siguió contemplando las pinturas, una a una, fascinado. Eran salvajes, desagradables, con cadáveres vivientes, cuerpos desmembrados. Los ángeles estaban siendo exterminados bajo el filo de la espada negra de un ser con una armadura igual de oscura. Un dragón hecho de humo escupía fuego líquido sobre un ejército vencido. El cuadro más perverso mostraba a un ser bello y malvado violando a un ángel mientras le rompía las alas. Manchego se quedó atónito. Escuchó voces. Salió del ensimismamiento, preocupado por lo que podría encontrarse. Miró a lo lejos, buscando el origen de las voces. Era una mujer sufriendo, suplicando, ante un hombre agresivo de voz cavernosa, que la reprimía. ¿Qué estaba pasando? Con curiosidad y cautela, el joven llegó al final del pasillo sin darse cuenta de que temblaba. En una sala, sentado sobre un banco negro, el hombre de voz cavernosa hablaba de una gloria inmensurable. Por su vestimenta —la capa le cubría casi toda la cara— parecía un sacerdote del Décamon. Manchego pudo verle la boca, iluminada por la luz de una vela. La mujer estaba vencida. ¡Era Ramancia, la bruja! «No puede ser», se dijo el muchacho. «Ramancia es la bruja más poderosa, así que eso significa que… el hombre encapuchado es más poderoso». Manchego prestó atención a las palabras, pero en ese momento ocurrió algo. La mano del hombre se elevó, un dedo huesudo lo apuntó directamente. Lo habían descubierto, y eso que se había escondido tras una esquina. Ramancia lo miró con los ojos llenos de lágrimas. El hombre se fundió con las sombras y desapareció. La bruja salió corriendo hacia Manchego con un cuchillo en la mano y la mirada llena de preocupación. Manchego estaba hechizado, incapaz de moverse, de pensar. —¿Qué demonios haces aquí? Ven, sígueme. No podemos dejar que te detengan —dijo la bruja. Manchego obedeció sin rechistar. Entraron en un salón con paredes de piedra, una de ellas con varias runas. La bruja trazó en el aire unos movimientos que parecían codificados y una luz morada empezó a manar de sus manos. Como acatando una orden, una verja levadiza se levantó y dio paso a un pasillo largo y vasto, iluminado por la luz de varias velas, que danzaba sobre candelabros rústicos. Los ojos del muchacho se desviaron hacia un espejo. Su alma añoró por estudiar su reflejo en él. El espejo parecía hablarle. Ramancia lo detuvo con sus manos largas y huesudas, de uñas negras y peligrosas. —Todavía no… Tu reflejo en el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia te dirá verdades que no debes saber… La verdad tiene un precio, pequeño. El día que sepas todas tus verdades… será el día de máximo sufrimiento. Caminaron hacia una luz blanca y brillante que iluminaba como sol sobre una pared,
virando como un espiral sin detenimiento. Ramancia se paró al lado de la vorágine y se aseguró que el muchacho la cruzara para desaparecer entre él, como si estuviera metiéndose a otra dimensión. Ramancia no demoró en seguirlo.
***
Cuando recobró la consciencia, fue como despertar de una pesadilla. Le zumbaban los oídos y apenas entendía qué decía la vendedora. —¡Buenas tardes! ¿En qué te puedo ayudar, joven?… ¡Buenas! ¡Joven! —La señora estaba desesperada, agitaba las manos frente a su cara para llamar la atención del muchacho. Manchego salió del trance. Se sentía extraño. Conocía bien el lugar y a la mujer que hacía aspavientos —eran la tienda de la bruja y la misma Ramancia—, pero no recordaba haber dirigido sus pasos hacia allí. La bruja lo observaba con irritación. En una pared había tres estanterías rebosantes de frascos coloridos que refulgían poderes secretos y místicos. El aire olía a chamuscado, ácido y sulfuro. Arañas asesinas poblaban cada rincón, esperando el vuelo de un desafortunado insecto. También percibía un olor a muerte, quizá manado de uno de esos recipientes de contenido viscoso y oscuro, con gusanos que se movían en una eterna espiral. Otro encerraba la cabeza de una bestia con tres ojos y dos cachos largos. Otro frasco conservaba las garras de un wyvern en un líquido opaco. Un mueble con puertas de cristal exponía armas , como dagas y cuchillas, escudos diminutos y largos pinceles de vidrio. Un lucero del alba atrajo la atención del muchacho, con su característica bola de picos unida a la larga cadena. Otro mueble estaba atestado de animales disecados. Frente a él, la vieja de pelo negro rizado, con un sombrero alto terminando en punta, esperaba la respuesta del chico cada vez más irritada. —¿Qué necesitas? —repitió por enésima vez. —Ehhh… Necesito una pócima para una gallina enferma. —¡Ah, por fin despiertas! Y además puedes hablar… —ironizó Ramancia—. Eres muy imprudente. La próxima vez que me hagas perder el tiempo, te convertiré en una alimaña, ¿entiendes? Así que un brebaje para una gallina enferma, dices… ¿Está deprimida y ya no pone huevos?” —Sí, sí. Justo eso es lo que le sucede —respondió el mozuelo. Le dolía la oreja y no sabía por qué. Recordaba haber huido de Mowriz y sus secuaces, pero no haber llegado a la tienda de la bruja. —¡Aquí está! —Exclamó la bruja entre las estanterías. Del anaquel más alto tomó un frasco de base ancha y boca estrecha, tapado con un corcho raído. Contenía un líquido azul fluorescente. —Ésta pócima es la solución. Cinco coronas, por favor —dijo la vieja con la palma extendida. Manchego sacó el morral, contó el dinero y le entregó a la bruja las monedas. —¿Algo más, joven? —No, muchas gracias. Debo regresar al Parque Central. Cuando Manchego iba a darse la vuelta, Ramancia le interrumpió. —Por tres coronas adicionales te daré este tótem. Es una nuez de Teitú. Manchego tomó la nuez y la palpó, extrañado de que un objeto tan cotidiano se vendiera
como algo preciado. Tres coronas comprarían el pan de tres semanas. —No subestimes una nuez de Teitú —dijo la bruja como si le hubiera leído el pensamiento —. Es una nuez mágica, un tótem imprescindible. —¿Y qué hace? —preguntó Manchego, picado por la curiosidad. Aún la sostenía en la mano, fascinado sin entender por qué. —Lo sabrás cuando estés en problemas —contestó la bruja—. Cuando lo necesites, entierra la nuez de Teitú un pie bajo tierra, riégala tres veces al día y, recostado sobre ella, le das de tu calor cinco noches seguidas. Manchego dudó. Si se gastaba tres coronas en eso, su abuela lo colgaría de las orejas. Ramancia se puso pálida, como si la indecisión del chico conllevara un grave peligro. — ¡No desperdicies esta oferta! ¡Tómalo! Manchego se sobresaltó y se echó a temblar. —Bueno, bueno… No quiero problemas, Ramancia. Ahí tiene las tres coronas. —Se metió la nuez en un bolsillo y se dio la vuelta para marcharse lo más rápido posible. La bruja se desplomó sobre un taburete. —Ha estado cerca… Demasiado arriesgado —dijo la bruja y se limpió las narices de un sudor frío.
Capítulo VI - Secretos y misterios A Lula le costó calmar su enfado. ¿Una nuez? ¿Por tres coronas? Era inaudito. ¡Una estafa en toda regla! Consideró ir a reclamarle ella misma la devolución, pero supo que sería una terrible idea, y la descartó. No era extraño escuchar que Ramancia convirtiera a algunos clientes con quienes tenía un desagrado en alimaña. Mientras, Manchego no se despegaba de la bendita nuez, como si fuera un tesoro. Su nieto, desde luego, era peculiar, y le resultaba difícil adivinar qué le pasaba por la cabeza en cada momento. Siempre enamorado de los amaneceres…, siempre enamorado de los atardeceres… Francamente, era un jovencito muy especial. Manchego metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo la nuez de Teitú. Le gustaba jugar con ella, lanzarla al aire, recogerla y volver a lanzarla. —Eres una nuez muy extraña… —musitó el chico, y la guardó. Estaba sentado sobre el pasto. A una distancia prudencial, el burro comía. —Tenemos que regresar a por la pala y la piocha, burrito. Se había olvidado las herramientas en el campo, tal vez a propósito; ahora solo pensaba en que lo esperaba un nuevo atardecer. El burro permaneció impasible mientras Manchego le colocaba la montura. Era un día plomizo, con un techo de nubes que amenazaba con romperse. Le habían rezado a la diosa del agua, Mythlium, para que pusiera fin a la sequía, y por lo visto la deidad había escuchado las súplicas, esas y las de la abuela para que no se entretuviera con más atardeceres, porque el agua comenzó a caer en gotas gruesas. —Por los dioses… Que Mythlium sea clemente… —suspiró Manchego mirando al cielo, donde las nubes engordaban y se arremolinaban. En un instante, la llovizna se tornó en tormenta, el agua se precipitaba con furia. Un relámpago atravesó el cielo como un cuerno de alce. Manchego se estremeció, el frío le trepó la espalda. Pronto el agua le empapó la ropa, debía buscar refugio. El sitio más cercano era el que más evitaba: el cementerio. Echó a correr y llegó a un terreno cercado por maderas gastadas. Levantó la vista y atisbó las once lápidas de sus familiares difuntos. A un lado, la pequeña casa de color blanco y techo rojo desvaído por el sol. Un búho negro y de ojos muy amarillos reposaba sobre una de las losas. El ave de rapiña escrutaba a Manchego con su mirada intensa y extrañamente inteligente, impasible ante el azote de la lluvia. Manchego avanzó a paso ligero, tratando de ignorar al pájaro a la vez que se sentía tentado. La entrada al cementerio era una puerta sujeta por un gozne tan oxidado que en cualquier momento se soltaría. A su paso apresurado, las ratas y las palomas huían para ocultarse en los recovecos de las tumbas. El búho negro lo seguía con esos ojos amarillos e intensos. Se encontraba a apenas unos metros del muchacho. De pronto echó el vuelo y se perdió entre el espesor del follaje.Manchego fue hasta un pórtico viejísimo con tres comederos bajo el techo. Varios utensilios de agricultura colgaban de una pared con telas de araña. El chico amarró la rienda del burro a la columna del pórtico y, sin prestar atención a otros detalles, se dirigió hacia la olvidada y pequeña casa. La cerradura estaba forzada, así que se deslizó al interior, haciendo el menor ruido posible, como un fantasma. El ambiente se transformó radicalmente, como si se hubiera metido en una burbuja con una temperatura y presión distintas. El
silencio resultaba acogedor. La lluvia se escuchaba como un eco distante que transmitía serenidad. Las partículas de polvo flotaban en el aire. Fue un momento de sublime belleza. Manchego tomó una bocanada de aire: olía a humedad y olvido. La casa era un cubo con dos ventanucos y una puerta, segmentada en dos cuartos, separados por una pared sencilla de madera. En la pared derecha, donde se abría una de las ventanas, había una silla de madera y, al lado, una mesa de noche sobre la que reposaban los restos de una vela roja. Una pequeña pintura de un girasol decoraba la parte de la pared que quedaba encima de la mesilla. La puerta de la otra habitación estaba entreabierta. Parecía que se movía desde dentro, pero era solo el viento, que penetraba por las grietas de la casa. Averiguar qué había tras esa puerta le resultó un impulso imposible de esquivar. Algo lo llamaba.Sintió que recuperaba el control de su cuerpo al entrar en el cuarto, en penumbra. Estiró las manos, los dedos, como antenas que pudieran captar qué escondía aquella oscuridad gelatinosa. Había un olor familiar. Un relámpago iluminó el cuarto. A la entrada, había un escritorio y sobre él una bujía. De nuevo a oscuras, Manchego tanteó la mesa en busca de algo para encenderla. Encontró unas maderillas, las frotó y de la lámpara salió una luz anaranjada y titubeante. Además del escritorio, en la pequeña habitación había una silla y una cama cubierta por un edredón azul con diminutos girasoles. En el escritorio descansaban una vela roja casi consumida y, al lado, un libro abierto con un carboncillo en el centro. Las hojas estaban llenas de polvo y agujereadas por las polillas. A la distancia a la que se encontraba, no podía leer, así que se acercó y lo tomó entre sus manos. Estornudó cuando se levantó el polvo. Examinó el volumen. La cubierta tenía una insignia grabada y debajo rezaba: «Finca el Santo Comentario. Cultivos entre los años 421 – 431 p.k.». Volvió a la página por la que estaba abierto. La letra era casi ininteligible. Leyó en susurros: Finca el Santo Comentario 431 p.k. Cultivos Día uno: Los túneles son amplios. Fácil cabrían tres árboles tan grandes y anchos como la ceiba del Mamantal o cinco como el Gran Pino. Son oscuros y desolados, y no he encontrado vida en ellos. Este lugar supura muerte, me siento rodeado por ella a cada instante. Juro por la diosa de la noche que es de lo más extraño. Jamás me imaginé que existiera un lugar tan desolado en nuestro imperio, mucho menos debajo de mi finca, la misma donde mi familia ha vivido durante tres generaciones. Sin embargo, debo aceptar que la estructura del sitio es muy particular, demasiado perfecta. Después de internarme allí un buen rato, decidí regresar a la Estancia, pues sabía que Lulita iba a estar muy preocupada por mí. No sospecha nada, y no debo decirle nada, por lo menos todavía no. No quiero que entre en pánico. Se lo contaré todo no más le encuentre sentido a este sitio endemoniado. Día dos: Tuve que volver regresar a los túneles. Soñé con la sombra y su llama, que me devoraba.
Mi aventura no duró mucho, pues iba mal preparado. Regresaré mañana. Hoy le recé a la diosa de la noche, D’Santhes Nathor. Le pedí que me proteja con su sombra. Día tres: Hoy encontré luz, pero era verde, fantasmal. La perseguí y me di cuenta de que provenía de las piedras. ¿Qué es esto? ¿Será una blasfemia contra el dios de la luz? Oí voces, unos murmullos, sin que pudiera discernir las palabras. O quizá la mente me jugó una mala pasada después de tantos días sometido a este infierno. Mañana me internaré de nuevo y tomaré un camino de techo bajo, que me obliga a andar en cuclillas. Deberé armarme. No soy un hombre de armas ni me gusta la violencia, pero siento la necesidad de protegerme. Algo anida en la sombra. Día cuatro: He dejado todo arreglado con Tomasa para estar fuera el día entero, si no más. Llevo tres antorchas, muchas maderillas para frotar, y una soga por si me extravío. Debo descubrir qué misterio esconden esos túneles, y a dónde llevan. El impulso a explorarlos es demasiado fuerte. Balthazar ya prepara la mercancía que vamos a transportar a través del mar Tempranero, desde el puerto de Merromer, al norte —colindando con Háztalon— hacia Grizna, para unos, nuevos clientes. ¿Puedo creer que la mismísima princesa Sokomonoko ha solicitado mi producto? Es inverosímil. Le rezaré a la diosa del agua para que proteja nuestros bienes. Mañana le preguntaré a mi colega si sabe algo más sobre el búho negro que se coloca sobre la lápida de mis ancestros. Espero volver a estas páginas para escribir acerca de un «Día cinco» en los túneles. Eromes Manchego cerró el libro, sin aliento. Sintió un relámpago de emociones encontradas, pues se sentía tanto feliz como frustrado al leer esas anotaciones. No había «día cinco». «¡Este libro le perteneció a mi abuelo! ¡No puede ser! Es el segundo objeto que tengo de él además de este chaleco», se emocionó el chico. «Mi abuelo…, túneles… ¿Bálthazar?». Su rostro asombrado se iluminó por la fuerza de la vela que seguía danzando con tranquilidad. Todo era muy extraño, demasiado sombrío incluso. Le costaba imaginarse a su abuelo, un finquero, sometido a tal aventura, mucho menos que había túneles debajo de sus tierras. El abuelo también hablaba de un búho negro. ¿Será el mismo que lo observaba un momento antes? ¿Pudiera ser que una familia de búhos habitaba la zona desde tiempos remotos? Lo que más le sobresaltó, no obstante, fue la mención de Balthazar. ¿Sería el mismo Balthazar que había conocido hacía unas semanas en el Mercado Central? Al salir del cuarto se dio cuenta de que el día se había aclarado, como si la tormenta hubiera venido para limpiar el cielo. Consideró llevarse el libro de su abuelo, pero supo que en ese lugar estaría a salvo de las preguntas de la abuela. No se le ocurría cómo explicarle nada acerca de ese hallazago. Afuera lo recibió un golpe de aire fresco, los pies se le hundían en el lodo. En las copas de los árboles, las gotas de agua centelleaban como pequeñas joyas. Sobre una de las lápidas el búho lo observaba con una mirada imposible de descifrar. Manchego se aproximó, vigilado por los penetrantes ojos amarillos del animal. Cuando lo tuvo a pocos pasos, el ave levantó el vuelo. Qué extraño era todo.
El cementerio se hallaba en silencio. Pese a que rebosaba muertos, el campo no daba una impresión sombría. El chico se paseó entre las tumbas, leyó algunas lápidas. Una con aspecto bastante antiguo decía: «Ermeos, que recorrió leguas hasta que encontró su hogar y allí sembró los campos con su don y estos le devolvieron sus frutos con generosidad. Que su nombre brille por siempre en el firmamento y que su familia prospere en el opulento Santo Comentario que él fundó”. La siguiente lápida rezaba: «Esomer, hijo del fundador del Santo Comentario, que en paz descanse. Que su cuerpo enterrado sirva de abono a estas santas tierras, que su nobleza haga florecer los frutos que alimenten a sus hijos e hijas, y a los hijos e hijas del QuepeK’Baj». La siguiente lápida le resultaba más cercana. «Eromes el Perpetuador, altísimo y excelentísimo agricultor, pulcro, elegante, humilde, atrayente, amable, austero y apasionado. Lamentamos su paso a la vida eterna, al Profundo Azur de los Cielos, pues su cosecha, aunque buena, no culminó como debió. Eso sí, aún gozamos de su don natural para conmover a la naturaleza. Que el dios de la luz siempre le ilumine el camino». «Mi abuelito…», se dijo el muchacho con tristeza, al visitar la tumba por primera vez. Se prometió visitarlo más a menudo. No podía creer que su abuela ni siquiera le hablara del lugar, pero probablemente le traía malos recuerdos, y por ello deseaba evitarlo. Al lado había dos lápidas sin nombre, pero con un mensaje que lo dejó pensativo: «Por aquellos desafortunados cuyos nombres no se pueden pronunciar, por aquellos que no lograron abrir los ojos y respirar, por esas almas tristes que murieron sin piedad, por esas almas que los dioses reclaman para sí. Por ellos rezamos. Ellos velan la noche por nosotros». «¿Qué significan estas palabras?», se preguntó Manchego con mucha intriga. Detrás de estas lápidas había otras cinco del mismo tamaño, quizás de las esposas y compañeros de los grandes finqueros. Estaban decoradas por enredaderas grabadas en la piedra. Sus nombres y sus epitafios los habían borrado las lluvias.Manchego cogió la rienda del burro y se puso en marcha de vuelta a casa, antes de que la abuela se impacientara y empezara a buscarlo. No se daba cuenta, pero en la mano apretaba la nuez de Teitú.
Capítulo VII - Natura naturata Una gripe rabiosa atormentó al pequeño pastor. Lo extraño fue el prolongado sueño que le indujo, de tres días consecutivos. Luchy lo visitó varias veces, le acarició el puño tozudamente apretado, intentó abrirlo con todas sus fuerzas, ayudada de Lula incluso. Fue imposible. Tuvieron que desistir al observar que parecía que le causaban dolor al muchacho. Ninguna de ambas imaginaba que esa mano guardaba la nuez de Teitú que le había vendido Ramancia.La última tarde de ese largo sueño, la Estancia recibió una visita inesperada. Lulita no se había percatado de la entrada, ni siquiera Rufus. Él era así: huidizo como el humo. Lula fue hasta él cuando lo vio, demasiado cerca de la cama de su nieto. —Pensamos que estabas muerto —le dijo con un tono de voz metálico y frío. —Es evidente que te equivocas. —Creímos que te habías suicidado después de su muerte —dijo la señora, recordando el momento cuando su amado murió entre sus brazos. —Me costó muchísimo sanar las heridas que me provocó su muerte, pero el tiempo lo cura todo. —¿Por qué ahora? —Porque él me necesita —dijo señalando al chico—. Ten, le he preparado este remedio con hojas que yo mismo recolecté en el bosque. Ya está listo para ser aplicado. —Le entregó un mortero con una pasta verdosa que despedía un fuerte olor—. Me fue a buscar, ¿sabes? Me necesita, lo sé. Madre me lo dijo. —Creí que no te importaba, ni él ni la finca ni los animales ni nada de nada. ¡Maldito egocéntrico! ¡Te fuiste sin más! —No podía imaginar que iba a convertirse en un chico tan… especial. Tiene algo en esos ojos, curiosidad tal vez. Su alma… tiene algo. —El hombre hizo una pausa y luego cambió de tema—. En aquellos días, mi lealtad era hacia tu esposo. Tienes que comprender el porqué de mi marcha. No podía continuar aquí, en el sitio donde sucedió la… —Calla. No hables de eso. Lulita sostenía el mortero con la pasta verdosa. Conocía los ungüentos de ese Hombre Salvaje y no dudaba de que le harían bien al chico. —Deja que me quede un rato —pidió el hombre. Lulita lo miraba con desconfianza. Ese hombre nunca la convenció del todo. —Debes aplicarle el ungüento hoy mismo —prosiguió el Salvaje con sus penetrantes ojos celestes—. Es una enfermedad muy extraña…, pero él es un chico especial. Se giró hacia la abuela, que lo observaba ceñuda, sin disimular su animadversión. Supo que era hora de largarse. Había cumplido su cometido. Se fue igual que vino, como el humo, sin hacerse notar apenas. La señora se sentó al borde de la cama, y con delicadeza comenzó a untarle al chico la pasta verdosa en los labios y el pecho .
***
Despertó en un abrir y cerrar de ojos. Parpadeó varias veces hasta que la vista se le aclaró. Vio pasto. Era alto y se mecía con elegancia al compás de la brisa. Estaba tumbado en el suelo, de cara a un cielo celeste que destilaba una luz clara y cálida. Se levantó y advirtió que no estaba lejos del Observador, donde el Gran Pino esperaba a que llegara a sentarse cómodamente contra su corteza.
Mientras caminaba, percibió algo alrededor, una entidad ajena al idílico paraje pero que a la vez parecía integrada en el alma de la naturaleza. Notó algo duro en un puño. Extendió la mano: estaba vacía. Rufus ya lo esperaba en el Gran Pino, sobre sus cuartos traseros. Manchego se sentó a su lado y juntos observaron la belleza que se extendía ante ellos. Sobre la cordillera Devónica del Simrar, el cielo azul adquiría diferentes tonalidades. Las montañas se coloreaban de un morado profundo. Manchego y el perro se miraron un largo instante. —Un ser llega a su máximo potencial al admitirse en su totalidad —dijo Rufus con serenidad—. Establecer una relación íntima con tu llama interna permite que esta brote por completo. Conocerse a uno mismo es esencial, mi querido. Ha llegado la hora de ver hacia adentro, no hacia afuera. —¿Por qué profundizar en mi mismo? —Para llegar a tu esencia, para completarte. Nadie está completo sin su esencia. El can perdió la vista en el horizonte. —Todos estamos hechos de la misma cosa. Somos todo y somos nada. Fuimos y seremos. Debes buscar la verdad que anida dentro de ti y fusionarte con ella. Lo dinámico vive, lo estático, muere. La voz del can se disipó en ecos. *** —¿Una aventura? ¡Pero acabas de estar enfermísimo, tontito! —le regañó Luchy. A la preciosa le brillaban los ojos como esmeraldas. Acababan de admirar un amanecer. Hoy, Luchy se había despertado con la idea de faltar a la escuela para compartir la salida del sol con su mejor amigo, convaleciente de un resfriado terrible. —Cuéntame otra vez. ¿Por qué te gustan tanto los amaneceres? —se interesó Luchy de vuelta a la Estancia. —Pues, ehhh… —Manchego se rascó la cabeza. Estaba nervioso, nunca había sabido cómo responder a eso—. Sencillamente me gustan…y ya. —No seas tontito y dime la verdad. ¿Es porque tiene algo que ver con tus extraños sueños? Estuviste enfermo tres largos días, se notaba que estabas soñando cosas muy raras. ¡Cuéntamelo! Manchego se acordó del sueño en el que aparecía Rufus y el perro le decía palabras de gran inspiración.—Soñé que estaba en el Observador y Rufus me hablaba. —¿Rufus? ¡Pero qué tontito eres! ¡Los perros no hablan! —exclamó la chica, que rompió a reír—. Eres genial, Mancheguito. Ahora, dime, ¿de qué trata esa aventura que tienes en mente? Tú lo que quieres es involucrarme en tus averías para que los dos paguemos el precio de uno en caso de que nos descubran. Eres un niño travieso —dijo con burla. —¡Para nada! —El joven se acordó del libro rojo de su abuelo—. ¿Te acuerdas del vendedor que conocí en el Mercado Central? Es un tipo bien raro, de pieles doradas. Es un Hombre Salvaje.” —¿Qué, qué? No me lo habías contado. Ya no me cuentas nada. —Uy…, disculpas. No es que no quiera, es que no nos vemos todos los días, como antes, y… he estado tan ocupado que creo que ya te he contado mis cosas. Manchego la puso al día sobre aquel encuentro. —Y entonces me enteré de que mi abuelo tenía un compañero en la agricultura, llamado Balthazar. Es a él a quien debemos ir a buscar al pueblo —dijo con entusiasmo. —¿Cómo te enteraste? —Me lo dijo mi abuela —mintió. No quería hablar del extraño libro y su misterioso contenido. Luchy lo observó dudosa.
—¡Anímate! ¿Hace cuánto que no vamos al pueblo como antes? —exclamó Manchego. La chica sonrió. Ya se imaginaba compartiendo otra aventura con su mejor amigo. —¿Te acuerdas del día que le robamos tortillas de maíz a doña Pamala? —preguntó Manchego. —¡Sí! ¡Fue divertido! ¿Y del día que le lanzamos huevos al vendedor de zanahorias? —¡Es cierto! ¡Éramos unos pequeños bandidos! —dijo el mozuelo. Ambos se echaron a reír. —¡Vamos, Luchy!Será una aventura grandiosa, te lo aseguro. Además, podríamos aprender mucho de ese Balthazar. Y tú ya sabes lo que significa para mí todo lo relacionado con mi abuelo. *** Llegar al Parque Central no fue sencillo, pero constituyó un principio emocionante de la aventura en la que se habían embarcado. Se habían subido, como polizontes, a la carreta de un finquero llamado Lombardo. Subido a su caballo Marlo cantaba una canción que a los mozuelos les pareció de lo más cursi: El caballo café del establo, del que yo tanto hablo, cabalga fuerte y bonito, sobre la calle de granito. El caballo café del establo dicen que se llama Marlo, galopa tan galante y flaco, llevando semilla en el saco. Caballo café del Zapotillo, naciste hecho un potrillo. Ahora llenas tu destino, caballito mío, tan divino. Una vez llegaron al pueblo, ambos bajaron de la carreta y salieron corriendo en dirección al Mercado Central. Lo primero que hizo Manchego fue hincarse ante la deidad de la luz, Alac Arc Ánguelo. Luchy siguió su ejemplo. Y, como ellos, otros se pusieron a rezarle al dios. A pesar de los rumores, muchos le mostraban aún respeto y lanzaban plegarias a la diosa de la noche, D’Santhes Nathor, para que Alac Arc estuviera a salvo.—Es tan raro rezarle a un dios muerto… —dijo Luchy. —No digas eso. Sabes que es pecado hablar así —repuso Manchego. Caminaron hacia la tienda El Pastor de Pastores, con la esperanza de hallar allí a Balthazar. —Pero no puedes negar el hecho de que es raro rezarle a un dios del que se desconoce su paradero, incluso si continúa con vida —insistió Luchy. —No seas temática. Lo importante es que le recemos. También rezamos a los dioses de la tierra, del agua, de la noche y del fuego.—¿Crees que habrá más dioses?Varios funcionarios del gobierno del alcalde Feliel repartían volantes. Manchego cogió uno de malos modos y el funcionario le devolvió una mirada furibunda. Era propaganda sobre la reforma social que
planeaba el alcalde. —Siempre prometiendo de todo —apuntó Luchy—. Para quedarse en el poder y manejar la política a su antojo. Feliel siempre me ha provocado desconfianza. —Es cierto —estuvo de acuerdo Manchego—. Mi abuela dice que de nada sirve la monarquía del imperio, que es todo fachada. —Rompió el volante y dejó caer los papeles al suelo. Los olores del mercado invadieron los sentidos de los muchachos. Carne fresca, podrida, pescado pasado, hierbabuena, comino múltiples especias. La variedad de artículos, como espadas, escudos, hachas, cotas de malla, atrapó la vista de Manchego, que nuevamente se sintió tentado de entrar en la milicia y alejarse del pueblo. Por un momento soñó que era bienvenido a la Casa de Thorén y que conocía a las bellas hijas del noble. Sin embargo, Manchego era consciente de que eso era solo un sueño.—Puede ser que haya más dioses, pero nosotros no creemos en ellos —dijo el mozuelo tocando el tentáculo a un pulpo muerto—. Bien sabes que en el imperio creemos en las cinco deidades, que son las más importantes. O eso dice mi abuela, que suele ir a la iglesia. —Ya, pero me gusta pensar que hay otros dioses… ¡como la diosa de la belleza! — Luchy se lio una bufanda de color magenta en la cabeza—¡Cinco coronas o nada! —le gritó la vendedora —. ¡Pequeña bandida! Los chicos salieron corriendo entre risotadas, felices de estar juntos, como antes. Pronto dieron con la tienda de Balthazar. Dentro estaba el viejo de piel dorada y ojos celestes, sentado sobre un banco de madera, los ojos perdidos. —¡Hola! —Saludó Luchy. El Hombre Salvaje dio un respingo y del cinto sacó un hacha de filo brillante. Abrió los ojos de par en par, apretaba la mandíbula. Luchy se escondió detrás de Manchego, que levantó los brazos al frente, a modo de protección. —¡No! ¡No! ¡Lo sentimos! ¡No fue nuestra intención sacarte de… tus pensamientos. El Hombre Salvaje se relajó, devolvió el arma al cinto. —Imprudentes. He matado a desertores y a ladrones que intentaban cogerme desprevenido. No seáis estúpidos —bufó. Sus ojos celestes escrutaron a Manchego; parecía leerlo a la perfección—. ¿Qué quieres? El joven pastor se puso nervioso. —Deseo que me enseñes a ser un gran agricultor —balbuceó. —¿Agricultor? —¡Sí! ¡Lulita dijo que usted era un agricultor y que trabajó con Eromes! —le gritó Luchy, para volver a esconderse tras Manchego. El Hombre Salvaje se sobresaltó, esta vez a causa de la tristeza. —Entonces doña Lulita vuelve a mentar mi nombre, luego de tantos años de odio… —¿Entonces es cierto? —dijo Manchego sin comprender la respuesta del hombre—. ¿Trabajaste para mi abuelo? —Tu abuelo… era una gran persona. Quizá la mejor que haya conocido nunca. Gracias a él sigo vivo. Me desterraron, nadie me dio refugio ni esperanzas… hasta que lo encontré a él. — Agachó la cabeza. Los niños observaron al hombre, su torso esculpido de músculos bien definidos, el tatuaje del pecho como el arañazo de una bestia. Parecía una persona rota por la vida, a pesar de su gran fortaleza física. Manchego rompió el silencio —: ¿Y… me puedes enseñar?— Se mordió la lengua, como si hubiera hablado con palabras de fuego. El Hombre Salvaje pareció pensarlo durante un instante que a Manchego se le hizo eterno. —Claro que sí —respondió finalmente—. Si hay algo que le debo a tu abuelo es entrenar a su heredero: tú. Ese será mi cometido. Esa será mi promesa. Lo he perdido todo, ya no poseo nada en esta vida, pero ahora he hallado un propósito. Estoy a tus servicios.
—¡Genial! —Exclamó el mozuelo. Alrededor, la gente se volvió a mirarlo con sorna. Luchy le dio un beso en la mejilla. Manchego se sonrojó, ignorante aún de los rigores que le esperarían. El Hombre Salvaje sacó el hacha a una velocidad de relámpago y le apuntó con el filo. — Sufrirás, sudarás como nunca, pero crecerás y serás el mejor finquero de todos los tiempos. ¡A trabajar! Manchego palideció. El filo del hacha estaba tan cerca de su rostro que se veía reflejado en el filo. —Haré todo lo posible para ser el mejor discípulo. —Que así sea. Tú, muchacha, eres testigo del pacto que sellaremos con sangre. El Hombre Salvaje se cortó la palma de la mano con el arma y gotas de un rojo vivo cayeron pesadas al suelo. El Salvaje le entregó el hacha al joven, quien la recibió con nerviosismo. El arma era tan pesada que apenas la podía cargar con ambos brazos. Volteó a ver a Balthazar, quien le hizo un gesto de aprobación y fue entonces que el muchacho comprendió que él también debía cortarse la mano para sellar el pacto. Jamás se había cortado deliberadamente, y hacerlo le parecía algo estúpido. Llevó su mano derecha y creó una diminuta zanja en él. —¡Ay! ¡Qué filo! —Gritó el muchacho. Apenas pasó la palma sobre el filo y ya le había cortado. Ojalá Lulita no lo descubriera. El Salvaje le estiró su propia mano ensangrentada y Manchego la recibió. El pacto de sangre estaba hecho. —Hecho está. Madre y la chica son testigos. De ahora en adelante eres mi pupilo. Manchego tragó saliva. Lo que con sangre se ha firmado, ni la sangre lo podrá deshacer.
Capítulo VIII - Natura naturans Pasaron las horas. Pasaron los días. Las semanas. Los meses. Manchego recibía un entrenamiento digno de un hijo de Madre de las Tierras Salvajes, padeciendo los peores rigores que jamás imaginó. Lula no conocía el pacto ni estaba al tanto del adiestramiento, ya que lo realizaban en la zona más alejada de la finca, donde los obstáculos eran grandes y las horas de labor intensas. Manchego y Luchy se veían cada vez menos; no alcanzaban las horas. Pero hacían el esfuerzo de encontrarse una vez por semana, casi siempre durante las noches, cuando el mozuelo estaba exhausto por el ejercicio de la jornada. —¿Pero qué es lo que haces para estar así, mijito? —preguntaba Lula. Los amigos guardaban silencio aprovechando que tenían la boca llena con la cena. Luchy cenó con ellos esa noche, una de las pocas veces donde compartían comida. —Debo ser el mejor, abuelita, y solo trabajando duro podré lograrlo —respondía Manchego—. Soy el heredero de esta finca y no descansaré hasta que no sea tan bueno como mi abuelo. Luchy sonreía en silencio, su mirada de traviesa no pudiendo esconder que le escondían la verdad del entrenamiento de Manchego a la abuela. La anciana sonrió, aunque por dentro se preocupaba por el muchacho. A sus tiernos trece años, el chiquillo ya mostraba las señales de toda una vida cargada de sufrimientos. *** Así transcurrieron tres meses, que a Manchego se le hicieron eternos. Se levantaba de madrugada, observaba el amanecer, y el resto del día lo dedicaba a labrar las tierras. Apenas si tenía tiempo para almorzar. Apenas si lograba saludar a Luchy cuando ella iba a su encuentro. A la hora de la cena, reflexionaba sobre las enseñanzas de Balthazar, en silencio, agotado por el esfuerzo, y al terminarse el plato se iba a dormir. Pronto, el chico acusó un gran cambio físico, especialmente en los brazos y el pecho, que empezaron a moldearse bajo las prendas de algodón. Él mismo se notaba diferente cuando se desvestía y en las miradas que suscitaba en los demás, no solo la abuela o su maestro. Un día en el que, agobiado por el sudor, fue a cambiarse de camisa, Luchy se quedó admirando los músculos, embobada. En esa nueva rutina, lo que no cambió fueron los sueños. Se veía arrastrado por espirales gigantes con miles de puntillos, a veces orbes enormes de color rojo que expulsaban una energía radiante. En ocasiones, asistía al castigo que un ser de sombras infligía a un ángel; en otras, cinco dragones se levantaban a la llamada de un ser todopoderoso. Una tarde, al ocaso, el maestro decidió intervenir. Hacía tiempo que lo veía aturdido. — ¿Pasa algo, querido alumno? —Después de tanto tiempo juntos, Balthazar le había cogido cariño. —Es esta cosa que no logro definir —repuso con voz tenebrosa—. No…, ¡no sé! ¡Y me frustra no saber qué es! —rugió—. Es como si quisiera salir corriendo y olvidarme de todo, o irme a la Casa de Thorén y convertirme en soldado. El chico clavó la pala en la tierra. Su rostro era una máscara de furia contenida por un dique. Balthazar reconoció lo que le sucedía a Manchego, porque ya le había pasado a él cuando lo entrenaba Madre para convertirse en el futuro macho alfa del clan. —No te rindas, Manchego, ten paciencia. Estamos a punto de conseguir nuestra primera cosecha. Pronto verás el fruto de tu trabajo.
Manchego se quedó pensativo. Con la manga se limpió el sudor de la frente. —Ya, ya lo sé, pero… ¡es que no sé qué me pasa! Balthazar le colocó una mano sobre el hombro. —Calma, calma. Pregúntale a tu esencia qué le sucede. Manchego se tomó unos segundos para meditar y supo qué le estaba pasando. —Es…, es que me siento solo —suspiró frustrado—. Nunca me había sentido tan abandonado. Apenas empiezo a entrenarme para ser un gran finquero y ya me siento tan aislado, tan apartado del mundo. Creo que estoy dejando de ser el niño que fui, que estoy pasando por encima de mi adolescencia sin darme cuenta, ocupado con tanto trabajo. Los demás, como Findus o Darío, no parece que sufran de esta manera. ¿Por qué ha tenido que pasarme esto a mí? —Calma —le pidió el maestro—. Déjame decirte algo. La luz albaricoque del atardecer bañó el pecho y el rostro cuadrado del Hombre Salvaje, que observaba a Manchego con sus ojos celestes. —No eres el primero que tiene que sacrificarse para entregarse a su oficio o a su deber. Al trabajar, uno aprende que todo tiene un precio y que, a veces, ese precio no se paga con dinero. A cambio de convertirte en finquero, tienes que pagar el precio de pasar menos tiempo con tus amigos y tu familia. La vida te enseña que no se puede todo, que en ocasiones debes escoger y para ello necesitas mantener la mente despierta. Aprenderás de tus errores y de tus virtudes cuando tengas que tomar decisiones, que con el tiempo comprobarás si fueron acertadas o no. La vida es así, querido pupilo. El Hombre Salvaje se transportó a su pasado, cuando él tomó la decisión de traicionar a Madre. «Yo escogí mi camino y ahora aprendo de mis errores». —Es importante que aprendas a soltar todo lo que esté fuera de ti —prosiguió Balthazar. —¿A qué te refieres? —preguntó Manchego confundido. —Me refiero a todo lo que no eres tú: tu abuela, la finca, Rufus, Gramitas, Luchy. Puede que algún día te encuentres en completa soledad. Entonces debes recordar quién eres, no identificarte con otros seres ni otras cosas que están fuera de ti. Debes buscar la fuerza en tu interior. Manchego se quedó pensativo un momento. —Entonces, ¿debo despegarme de todo lo exterior, aunque me haga feliz? —Así es. —Con el fin de ser independiente… —comprendió Manchego—. Y así, si un día me quedo solo, no dependeré de nadie más que de mí mismo. —Exacto —afirmó Balthazar—. Únicamente en la soledad uno puede llegar a encontrarse. En ella aprendes a despegarte de todo aquello que no eres tú, para que tú seas tu propio acompañante, alguien que jamás te abandonará. En resumen: debes convertirte en el mejor amigo que siempre deseaste. Manchego sintió un tremendo escalofrío al imaginarse solo. Un viento gélido sopló. La luna se elevó y, con ella, el séquito de estrellas que titilaba en su eterno naufragio. *** Esa noche volvió a soñar, pero no con luces y batallas. Extrañamente Balthazar estaba en su sueño, observándolo con una mirada calculada. El maestro chasqueó los dedos y al instante se transportaron a unas montañas altas, Balthazar sobre el pico de una piedra, Manchego sentado en otro. El viento los azotaba, amenazando con lanzarlos al precipicio de rocas como espadas. Manchego no quería pararse, sentía que perdería el equilibrio. Se asomó al barranco. No se veía el fondo, oculto bajo una neblina espesa. Balthazar, en cambio, se mantenía impertérrito, inmóvil
sobre su pico, tan ancho como sus zapatos. —Trata de ponerte en pie. Mírame a los ojos mientras lo intentas. El pupilo probó a ponerse en pie varias veces. En cuanto veía el precipicio y presumía la caída, volvía a sentarse. —¿Qué sucede? —preguntó Balthazar con voz serena. —¡No puedo! ¡Pierdo el equilibrio! —¿Quién no puede? —¡Yo no puedo! —gritó Manchego, lleno de terror. —¿Quién pierde el equilibrio? —¡Yo! ¡No logro controlarme! —¿Quién no logra controlarse? —¡Yo! ¡Yo no logro controlarme!—¿No es evidente lo que tienes que hacer? —¡No! ¡No sé qué tengo que hacer! — Ganar la libertad significa liberarte de ti mismo. Manchego se quedó atónito, como si se hubiese convertido en un muñeco de madera. No pensó, no sintió, no se percibió. Únicamente fluyó y sin ser consciente de ello se puso en pie, miró a Balthazar a los ojos —Ese es mi pupilo. La consciencia del yo es un obstáculo a la hora de actuar. Elimina el yo de tu mente y obtendrás la iluminación total. Uno mismo es la limitación más grande que pueda encontrar. Jamás lo olvides. Balthazar elevó sus ojos al cielo, extendió los brazos como alas y se dejó caer de espaldas. En segundos, desapareció entre la neblina. Manchego entendió que debía de seguirlo. Elevó sus ojos al cielo, extendió los brazos y, a punto de dejarse caer, algo lo sujetó. «¡No lo hagas!», le dijo la mente. «Te harás daño». Tenía que liberarse de sí mismo, le había dicho el maestro. Acalló la mente y se dejó caer. Apareció en una playa donde el mar reventaba contra un acantilado. Balthazar observaba el horizonte con las manos a la espalda, contemplando en silencio el explotar de agua, sal y viento. —Los mares fluyen armónicamente. Los vientos sobre los mares también fluyen, pero con un ritmo diferente. Las nubes mecidas por el viento fluyen sobre los mares. Todos tienen algo en común, que fluyen, porque están hechos de la misma sustancia. En la naturaleza todo es dinámico y nada es estático. Lo estático pronto perece, así que todo pensamiento estático también perecerá. El hombre en soledad se encuentra en un grave conflicto. Nos damos cuenta de que nuestras mentes no fluyen como el resto del mundo natural. Debes añorar fluir de esa manera y todo se unificará armónicamente. Esa es la lección más valiosa de Madre, nuestra creadora, la diosa de los Hombres Salvajes. Madre es todo. Y tú debes convertirte en parte de todo para ser nada…, para ser todo…, eternidad. El joven pastor comprendió. Ya no sentía temor, ni amenazado por la violencia de las olas.Admiró el paisaje de nubes grises que manchaban el cielo. —Ven, hay algo que debo de mostrarte —dijo Balthazar. El maestro se volteó. En una mano tenía ahora una brocha hecha con la cola de un caballo. Miró al horizonte y empezó a pintar un nuevo paisaje. Centenares de colores brotaron como la lava de un volcán. Cuando el cuadro estuvo acabado, maestro y pupilo dieron unos pasos atrás para contemplarlo mejor. Era una escena con una luz del color del trigo; el campo de espigas se mecía con el viento. —El arte es la máxima expresión del alma, que ofrece su fruto. Nunca olvides esto: la expresión de un artista es su alma manifestada, su aprendizaje y su ego enfrentados. En cada pincelada, cada estrofa, cada nota, cada movimiento corporal, la música de su alma se hace tangible al mundo.
*** Horas después, Manchego despertó con un prolongado bostezo. A través de la ventana todo estaba oscuro; al menos faltaba una hora para el alba. Se quedó en la cama, con las manos bajo la nuca, los ojos fijos en el techo, pensando. Al cabo de quince minutos, se levantó, se vistió y salió hacia el Observador, donde sabía que alguien le llamaba. Rufus iba tras él. Balthazar estaba sentado contra el Gran Pino, observando el horizonte. Pocas veces había visto a su maestro sonreír de una manera libre. —Has venido temprano, pupilo. —Lo sé. Tuve un sueño muy extraño. Tú estabas en él… Me hablabas de la importancia de compartir con tu esencia… —El muchacho se rascó la cabeza. —El arte es la máxima expresión del alma. El nudo de la vida es más complejo de lo que crees y es más sencillo de lo que estarías dispuesto a apostar. Deja que tu alma se desenvuelva. Manchego se preguntó si Balthazar estaría jugando o bromeando con él. Permaneció callado y consideró que el universo era más complejo y más sencillo de lo que parecía. Se concentró en el horizonte. Uno, dos, tres rayos de luz se asomaron entre unas montañas. Manchego sonrió y se dejó llevar por aquel resplandor. Cerró los ojos. Un pensamiento grato invadió su mente: «El sentido del ser es ser. ¿Cómo puede uno serlo sin ser uno mismo? Tienes que luchar para integrarte con su esencia. Hay que manifestarla en cada latido, en cada respiración, en cada palabra, en cada mirada». —¿Quién eres? —le preguntó Manchego a aquella presencia que crecía dentro de sí. «Soy aquel que anida en tu corazón y te guiará a lo eterno». —¿Quién eres? —insistió. «Yo soy. Tú eres. Nosotros somos». —¿Quién eres? «Soy Manchego». *** Una tarde, en el Observador, estaban sentados Manchego y Luchy. El chico jugaba distraído con la nuez de Teitú. La lanzaba al aire y la recogía, y así una y otra vez. Aquel objeto se había convertido en una parte de sí mismo, al igual que Balthazar. De esa noche no pasaría sin contarle a la abuela el acuerdo al que habían llegado hacía meses. Luchy le había prometido que lo acompañaría para apoyarlo. Estaba abrazada a su amigo, pegada contra su cuerpo, la cabeza sobre su hombro. —Te he echado de menos —musitó Luchy, tan bajo que Manchego casi no la oyó. —Y yo a ti… Es que he estado tan ocupado… —No tienes que explicarlo, ya lo sé. La campana resonó, la voz de Lulita siguió al redoble; la cena estaba lista. Los amigos se pusieron en marcha, Manchego con la firme idea de confesarse con su abuela. —Por eso he avanzado tanto —explicó al terminar de contarle todo a Lula, excepto la historia de cómo se conocieron. —¿Y tú crees que no lo sabía? —preguntó la abuela. —¿Qué dices? —dijo el muchacho con los ojos abiertos de par en par. —Ay, mijito. Soy una Mujer Salvaje, tengo la percepción de un felino. Además, el mismo Balthazar me pidió permiso para enseñarte y él le debe mucho a esta familia. Me parece un
intercambio saludable —dijo la señora mientras recogía los platos—. Finalmente, el cobarde tuvo las agallas para regresar —farfulló para sí. Luchy y Manchego se voltearon a ver. Lulita era diferente, así que no resultaba extraño que se enterara de todo. —Ahora la cosecha será abundante. Le he rezado al dios de la tierra sin cesar, también a la diosa del agua para que riegue los campos con la lluvia . Todo saldrá bien… Ojalá…
Capítulo IX - Pródromo Muchos evitaban la sombra. En su interior, anidaba algo amorfo y despiadado, no una persona, tampoco un cuerpo —ojalá, así podría ser vencido—, no. Era una masa negra e inmunda, quizá de consistencia gelatinosa, con enormes fauces prestas a devorar. Quizá se trataba de un espíritu maldito por la eternidad, al acecho de almas puras. Las madres caminaban a paso rápido, aferrando bien a los hijos, la cabeza gacha, tocada con pañuelo. Los comerciantes hablaban poco y en voz baja. Las tiendas del Mercado Central cerraban pronto. Todos huían de la oscuridad. Al mismo tiempo, la vida seguía su curso de acuerdo con la campaña del alcalde Feliel y su cacareada Reforma Social. «Trabajando por tu futuro», señalaban los boletines. La imagen del regidor era impecable, aunque en su cara se adivinaba algo tortuoso. Los rumores se difundieron, los bares se enardecían con discusiones sobre el oprobio que lo gobernaba todo. Ocurrían cosas extrañas, como asesinatos misteriosos que no se investigaban, se decía que se practicaban sacrificios humanos en tabernas de mala muerte y poca suerte. No faltaba el grito desolador de una víctima durante la noche. Una tarde, un mensajero llevaba una cartera de cuero con la documentación de un negocio. El pobre se había aventurado a salir a eso de las seis de la tarde, cuando el sol ya empezaba a retroceder ante la oscuridad. El mensajero oyó la marcha funesta de una patrulla de seis soldados, en filas de dos por tres, pertrechados con escudos y lanzas largas y puntiagudas; el Escuadrón de la Muerte los llamaban. Todos se escabullían al retumbar de los soldados contra los adoquines, temerosos de despertar su ira y de que interrumpieran su «marcha fúnebre». El mensajero no fue menos. Se pegó contra la pared y, temblando por el pánico, empezó a rezar al dios de la luz. Pero el dios estaba muerto. Echó un vistazo en la dirección que la patrulla había tomado. Cinco de los soldados rodeaban a un verdulero, cogían zanahorias y tomates y los tiraban al suelo y a la cara del vendedor, soltando risotadas. —¡Alto! ¡En el nombre del alcalde Feliel! El mensajero se quedó paralizado. El sexto guardia le clavaba la punta de la lanza en el costado. —¿Qué es esa cartera…? —Es una carta de negocios, nada más señor. ¡Se lo prometo! —se aturulló el mensajero que se orinó encima. Su miedo pareció alimentar la ira del soldado, que comenzó a respirar agitadamente y se le habían puesto ojos de perro rabioso. —¡El envío de cartas es sospecha de espionaje contra el gobierno de Su Excelencia Feliel! El mensajero se puso de rodillas —Se lo juro, señor, es una carta de negocios ¡y es privada! No es nada importante. El guardia le propinó una bofetada con el guantelete que le dejó el labio abierto y sangrado. —¡Es usted un espía! ¡En esa cartera lleva información comprometedora para el alcalde! Sopló un silbato y los demás soldados acudieron encantados de seguir con otra bronca. Comenzaron a aporrear al mensajero. —¡Espía! ¡Rata! Lo tenían contra el suelo, preparado para llevárselo al calabozo, pero aún no habían tenido suficiente, no habían saciado su sed de sangre. Una punta pinchó la carne, que enseguida manó gotas de un rojo espeso. El gemido de la víctima alimentó las ganas de los bárbaros. Otra punta entró y salió, el mensajero aulló, pidió misericordia. No se la concedieron. Seis lanzas
acribillaron aquel cuerpo indefenso en el suelo, las vísceras se esparcieron sobre los adoquines y derramaron sus viscosidades. Lo que una vez fue un hombre, pronto se convirtió en un saco de órganos reventados. Un soldado recogió la cartera y la rompió en pedazos. Poco importaba su mensaje. El único mensaje que importaba era el que le estaban enviando al pueblo: el gobierno del terror. *** El curandero de animales insistió, temiendo que Lulita se enojara —La única solución es dejar tranquila a la gallina. Está muy vieja y pronto morirá. Entiendo que no puede comprar una gallina más joven, pero si sigue suministrándole más pócimas a la pobre, pronto tendrá un monstruo y no una gallina —aseguró el hombre, alto y pálido, de amplia sonrisa—. No ha ocurrido demasiadas veces, pero le juro que esas pócimas, administradas continuamente y sin mesura, tienen efectos secundarios muy severos. —Ay, por los dioses. Todo se está echando a perder. Pero lamento decir que de momento no hay suficiente ficha para comprar otra gallina; otra pócima tendrá que bastar —dijo la señora observando al ave que no deseaba más que expirar. —¡Manchego! ¡Manchego! ¡Ven, mijito, que necesito un favor! En dos segundos la cara del chico se asomó entre las puertas del establo. —¿Sí, abuela? ¿Me has llamado? —Necesito que nos hagas un favor: ve a casa de Ramancia y compra otra pócima para la gallina. Que que sea el doble de fuerte. —Muy bien. ¿Puedo…? —Sí, sí puedes. Dile a Luchy que te acompañe. Anda, pues. Dile a Balthazar que tienes que ausentarte. Luchy y Manchego no podían parar de reír mientras Sureña, la yegua, los llevaba al pueblo. Se sentían felices de estar juntos en un día que prometía nada menos que una aventura exquisita. Pero no tenían ni idea de la sorpresa que les esperaba. Nada más alcanzar la Garita Saliente, se dieron cuenta de que algo había roto la rutina. Deberían haberse dado la vuelta, pero la curiosidad les pudo. Había una cantidad exagerada de guardias custodiando la entrada al pueblo. Pero los guardias no estaban en sus puestos como soldados obedientes, sino que se comportaban como perros callejeros. Manoseaban a las mujeres, se quedaban con la mercancía de los comerciantes.Los guardias se fijaron entonces en Sureña, que destacaba entre la muchedumbre por su porte y su blancura. Cuando despertaron de la encantación provocada por la belleza del animal, los guardias recobraron sus maneras callejeras y empezaron a mirarlos con ojos torvos. Manchego se dispuso a dar la vuelta. Tiró de las riendas de Sureña, apretó los estribos en las costillas, pero la yegua no se movía, parecía ansiosa por asistir a una pelea, a un enfrentamiento hasta la muerte. Desde que era una potra, Lulita la había entrenado para la guerra. El capitán del Escuadrón de la Muerte, con evidentes signos de embriaguez, alzó la voz: —¿Y qué pretende un caballero tan notable como usted en estos lares, si fuese tan amable de aclarármelo, señorcito? ¿Cómo consiguió una montura tan fina y a una putita tan bella que ha de follar delicioso? Ella debería pertenecerme a mí o alguno de estos finos soldados y no a un mozuelo desnutrido como usted, mi señor, oh, mi señor tan fino. El grupo de soldados se echó a reír con sorna, y entre ellos se pasaron la botella de agua ardiente. Pero el capitán no era consciente de su posición lábil, ni de que enfrente tenía a una
yegua de guerra con un temperamento tan volátil como el viento sobre el mar. El animal ya había olfateado la sangre que al desdichado le haría derramar. El capitán, con irrespetuoso desdén, se acercó más, traspasando la línea que lo habría mantenido a salvo. —Mi caballito lindo, podrías haber sido una gran puta blanca, y mira que bien yo te daría de lo bueno, pero eres una simple yegua, así que te vamos a rajar para dar de comer en los cuarteles. A tu jinete lo ataremos contra un poste y lo despellejaremos con el látigo. Mientras, a su linda dama le daremos una buena sacudida mis amigos y yo, para que conozca la verdadera definición de un hombre y su bastón de gloria. Ven a papá, que papá te va a dar lo tuyo. El inconsciente frunció los labios como para darle un beso y esa fue la gota que rompió el dique de violencia… Con extrema agilidad, Sureña tomó impulso sobre las patas traseras, levantó las delanteras y con un golpe certero alcanzó el blanco: el pecho del capitán. Fue como una detonación, se oyó el crujido de los huesos, olía a sangre fresca. Algunos vomitaron de la impresión. Los demás soldados se echaron hacia atrás, asustados. Pero Sureña no había terminado. Sin darles tiempo a reaccionar, la yegua mordió un rostro y lo arrancó de cuajo, pisoteó cuerpos que, bajo sus cascotes, se rompieron como cáscaras de huevo. Algunos soldados lograron correr y fueron a por las lanzas y las espadas. Demasiado tarde: Sureña ya entraba por la Garita Saliente, grande y blanca, como un alud de nieve. En el Sector Pobre, los chicos se encontraron con un paisaje desgarrador: niños desnudos comiendo lombrices, perros callejeros acorralando a un mendigo que pronto se convertiría en su cena, mujeres siendo violadas, niños siendo raptados, cadáveres en las banquetas y los cuervos picoteando sobre ellos. Los que estaban fuera del alcance de la violencia iban rápido, con la vista en el suelo, huyendo. Manchego y Luchy no estaban preparados para esto. El ambiente había cambiado demasiado desde la última vez que visitaron el pueblo. Algunas casas estaban totalmente selladas, con tablas de madera clavadas en las ventanas y en las puertas. Otras habían sido saqueadas. Otras estaban a todas luces abandonadas. Sobre un poste de luz roto, un búho negro de intensos ojos amarillos soltó un graznido solitario que se expandió entre la carroña, la muerte y la soledad. Sin ser consciente de ello, Manchego metió la mano en el bolsillo del pantalón y apretó la nuez de Teitú con toda su fuerza. Como un relámpago, la yegua de guerra atravesó las calles sin detenerse hasta que, igual que una saeta, acabó frente a la casa de Ramancia.
***
En la puerta habían colgado un cartel con la propaganda de Feliel. Abrieron con un tirón y entraron. Todo estaba igual que meses atrás, excepto por la gruesa capa de polvo de cubría las estanterías como una mortaja. Las telas de araña se acumulaban en las esquinas del techo; las arañas, grandes, de ojos rojos, esperaban pacientes que una presa cayera en su trampa. Una oscura sombra se cernió en la sala y el ruido del exterior se amortiguó. Era como si los hubieran introducido en una burbuja de agua. La sombra se desvaneció. Luchy escudriñó el lugar con los ojos entrecerrados. —¿Dónde estará Ramancia? —Preguntó la muchacha. Cuando Manchego iba a responder, se detuvo, sorprendido por unas voces, apenas unos susurros. Una voz sombría y cavernosa daba
órdenes ininteligibles. Esa voz le resultaba familiar a Manchego, pero no lograba ubicarla. Otra voz, rota y amedrentada, respondía complaciente. Era, sin lugar a dudas, la bruja. Algo estaba pasando y no era bueno. Las voces se callaron y la puerta detrás del mostrador se abrió. Una figura humana se hizo visible. Era una mujer entrada en años, condenada al olvido. La bruja, antes poderosa y temeraria, se presentó con los ojos hinchados por un llanto prolongado. Emanaba una profunda tristeza. Manchego y Ramancia se miraron y, en ese intercambio, fue como si hubieran compartido sus pensamientos. El silencio se rompió cuando un peso terrible rasgó el techo, con un ruido de inframundo. Ramancia se echó a temblar y sus ojos se movieron frenéticos, en busca del demonio que los amenazaba desde arriba. Los jóvenes se quedaron sin aliento, congelados por el miedo. La bruja reaccionó. —Nos están vigilando. Hay… cosas que están pasando que vosotros no comprenderíais en este momento, que quizá comprendáis cuando sea demasiado tarde —dijo la bruja. Las grietas del techo se pronunciaron. La bruja se abrazó, colocó una mano sobre su pecho. —Yo estoy muy… No puedo decir nada, pero sabed que nos están viendo. Hay espías por doquier. Incluso en lugares que no imaginaríais. ¡Ya vienen!… Las sombras pronto marcharán. A la bruja le cambió el semblante. —Dime, Manchego, ¿en qué puedo ayudarte? —ofreció con fingida normalidad. Manchego supo que estaba disimulando y le siguió la corriente. —Pues, ehhh… Necesito otra pócima para mi gallina, ehhh… algo más fuerte —logró decir el muchacho, con voz temblorosa, incapaz de ocultar su nerviosismo. Luchy se aferraba a su brazo, mirando alrededor con miedo. Ramancia escogió de la estantería una poción naranja en un frasco con cuello de ganso. — Son cinco coronas, chiquito. Aplica esta poción del mismo modo que la anterior. Pronto verás que todo estará bien. Pero los ojos de Ramancia decían que nada estaría bien, y se concentraron en las pupilas de Manchego. El mozuelo sintió que un dedo le penetraba la mente. Escuchó la voz de Ramancia en su cabeza, clara e inconfundible a pesar de que los labios de la bruja no se despegaron. Era un acertijo: Los que siembran con lágrimas las semillas entre negra lumbre, entre ocaso ennegrecido la tiniebla sobre alumbre; todo un mar ensombrecido, convoca de la tierra a Thórlimás. De la Tierra de Tutonticám, olvidada la remota y bella Teitú, se encamina fuerte sobre el velo sobre barcos blancos de bambú, navegando sobre morado el cielo, un guerrero de los Naevas Aedán. Tiempos del Caos lo pasaron, sobre la guerra de un lamento, y
entre sus pilares tan fuertes, donde brillaba su aposento, días vivieron en paz inerte, lugar que resta destrozado. Canta la vieja Lírica del Viento, que el que carga el saco de semilla, pesado y lúgubre sobre su hombro, pronto brillará con luz y alegría, y desvanecerá su noche del escombro, y nunca por volver su descontento. —Eso es todo, niños. ¡Adiós! —dijo Ramancia con desesperación—. Y nunca volváis a esta casa. ¡Nunca! ¡Está endemoniada! ¡Huid! ¡Por los dioses, huid! Una sombra negra envolvió a Ramancia y la engulló de un bocado. En la negrura se oía el llanto de la bruja. Manchego y Luchy no demoraron un segundo más. Salieron disparados de la tienda de Ramancia, como si los látigos del infierno estuviesen lamiendo sus pasos. *** Manchego cerró con un portazo y abrazó a Luchy. —¡Debemos regresar a la Estancia! ¡Decirle a mi abuela que el pueblo es un caos! ¡Vamos! Manchego botó la pócima y el cristal se quebró en mil pedazos. El líquido naranja bañó los adoquines. No había sido descuidado, el frasco no se le había escurrido por los nervios; Manchego también fue al suelo, con un hilillo de sangre recorriéndole la frente. Luchy se agachó y, en la confusión, oyó las risas a su espalda.Se dio la vuelta, a punto de llorar. Ahí estaban Mowriz con sus amigos, Findus y Hogue. —¡Idiotas! ¡Por qué no podéis simplemente dejarlo en paz! ¿Acaso no veis que el pueblo es un desastre? ¿Acaso no tenéis dos dedos de frente para daros cuenta de que ya hay suficiente violencia alrededor nuestro? —Espetó Luchy. La chica se puso en pie con los puños apretados. Quería darles una paliza, pero era consciente de que no tenía fuerza y, además, estaba sola. Se sintió llena de frustración. —Parece que la putita también quiere una paliza… —dijo Mowriz con sonrisa lobuna—. Más te vale que controles esa boca, zorra, o haré que te duela tanto que no querrás hablar por el resto de tus días. ¡Ahora, aléjate de esa escoria! —gritó señalando a Manchego—. Vamos a darle lo que es bueno para él… ¡Ese niñato no merece la vida en esta tierra! ¡Aléjate! No se apartó. Abrazó a Manchego con fuerza. Trató de cargarlo sobre sus hombros y llevárselo corriendo, pero los brazos no le respondían. Mowriz y sus secuaces se aproximaban. No había tiempo, no había solución, Pero entonces se abrió una ventana a la esperanza: Dio tres pasos veloces hasta la yegua y le desató las riendas. Sureña estaba libre, los chicos avanzaban, Luchy volvió a abrazar a Manchego, que tenía un puño fuertemente cerrado, como cuando pasó aquella enfermedad. Entonces, algo ocurrió. Del cuerpo de Manchego emanó una energía invisible pero perceptible. Sureña reaccionó y, como un unicornio en guerra, descargó toda su fuerza sobre los malhechores. Con el pecho musculoso embistió a Hogue y al tenerlo bajo sus patas le aplastó las piernas, las costillas, el cráneo. Los sesos del joven pelirrojo quedaron hechos una pasta sobre la
piedra. Fue a por Findus, que se alejaba de Manchego, temblando. Con los dientes le arrancó una oreja y siguió mordiendo. El que había sido el estudiante más guapo de la escuela aullaba ahora con el rostro roído, despellejado, sin forma. Cayó el suelo, enloquecido de dolor. Malabrad tardó en reaccionar. Cuando se dio cuenta del peligro que corría, ya era tarde. La yegua descargó la fuerza de sus patas delanteras contra el pecho del chico, que sintió que sus pulmones explotaban y que la vida, en borbotones de sangre, se le escapaba por la boca. Manchego sintió que dos brazos cálidos lo envolvían, sintió un beso en la mejilla, sintió plumas bajo su cuerpo. Sintió amor. Sintió paz. Luchy…
Capítulo X - Miasma Balthazar abrió la puerta de una patada y entró en la Estancia con Manchego en brazos. Luchy corría tras ellos, deseando prestar su ayuda. El mozuelo no tenía su mejor aspecto; estaba pálido y la respiración era superficial. El hombre lo recostó en su cama, lo acomodó con almohadas y edredones, para que mantuviera el calor. Luchy se sentó al borde de la cama y le acarició el cabello oscuro mientras lloraba. Balthazar echó mano a su morral y extrajo diferentes hierbas. Tomó un mortero y un pistilo de madera, y empezó a juntar y machacar, hasta que resultó una sustancia espesa pero homogénea, que metió en la boca del chico. Susurró unas palabras ininteligibles, como invocando la fuerza de la naturaleza. —Necesito que traigas agua, Luchy —le urgió el Hombre Salvaje. La niña no lo pensó dos veces. Haría cualquier cosa por ayudar a su amigo. Salió disparada hacia la cocina. Balthazar tenía grandes esperanzas en la acción de sus hierbas. Solo faltaba que el agua regara esos efectos en las venas del mozuelo. Empezó a desesperarse a medida que pasaba el tiempo y Luchy no regresaba. Se puso en pie, con intención de ir a buscarla, pero al pasar por la cocina se topó con algo que no esperaba, que ni siquiera podía creerse, a sabiendas de que aquella presencia maligna era tan real como la que se llevó a Eromes. Las maderas del techo empezaron a ceder, empujadas por un peso descomunal. Balthazar y Lula se miraron, y se comprendieron. Con un cuchillo de cocina en la mano, la abuela empezó a moverse en la cocina, con cautela, los ojos abiertos al máximo. Con la mano que tenía libre palpaba el aire, en busca de la presencia maligna. Luchy sintió el mismo terror que en casa de la bruja y regresó junto a Manchego. Escucharon pasos que se acercaban al chico y el corazón de Balthazar se aceleró. El pequeño pastor empezaba a despertarse y aún mostraba el rostro desorientado de quien acaba de salir del sueño. Movía la boca con extrañeza, notando un sabor acre. Su confusión dio paso al miedo en cuanto vio a su abuela con un cuchillo en la mano y… el peso de la misma entidad que percibió en la casa de Ramancia. Con un gesto, la anciana indicó a Manchego que guardara silencio. El chico se abrazó a Luchy, que temblaba sobre la cama. Aumentó la presión en el ambiente, la abuela perdía la paciencia. Lanzó estocadas al aire, pero no hacía blanco. Como un perro rabioso, empezó a perder el control. Se tiraba del pelo, se mordía los dedos, su respiración agitada era lo único que se oía. —¡Ya no más! —gritó enloquecida—. ¡Muérete de una vez por todas y déjanos en paz! ¡Ya no más! ¡Ya noooo! ¿Por qué has regresado? ¿Qué quieres? ¡Aaah, aaah…! ¡Nooo! El cuchillo cayó al suelo y la abuela se desplomó. El Hombre Salvaje, que se había sumido en una especie de trance, recobró la conciencia y, ágil como un leopardo, se agachó junto a la abuela. Tenía que traerla de vuelta del mundo depresivo al que otra vez se había lanzado. — ¿Abuelita? —dijo Manchego con un hilo de voz. Se hincó al lado de esa mujer que era su abuela, su madre, su padre, su amiga. La abrazó, le mojó la cara con sus lágrimas, la acarició con sus manos. No encontraba sosiego. —¡Abuela! —exclamó. El joven apretaba con fuerza la nuez de Teitú. Sin pretenderlo, volvió a expulsar una onda
de energía protectora que expulsó a la presencia oscura. Solo lo notó Balthazar. —No es primera vez que le sucede —dijo el Hombre Salvaje sobre el colapso de Lula—, pero debo atenderla de inmediato. Manchego, por favor, escucha, mírame a los ojos. Debes irte de aquí, ahora. ¡Luchy! ¡Llévatelo, no importa a dónde! Créeme, Manchego, por tus dioses debes creerme: es la segunda vez que esto le sucede a tu abuela, solo puedo ayudarla con métodos místicos y… vosotros no podéis estar presentes.
Capítulo XI - Revelaciones Lula se despertó con un dolor de cabeza como nunca, quizá por la cantidad de recuerdos que se agolpaban y amenazaban con romper su frágil equilibrio. Cómo olvidar cada detalle del día en el que el amor de su vida sucumbió a la fuerza de aquella negrura, de una oscuridad que latía con malicia. Todo empezó una tarde, cuando Eromes llegó a la casa apurado, clamando por una soga y una antorcha. La besó en las mejillas con la delicadeza que anuncia una tragedia. Pasaron las horas. Eromes regresó esa noche con el rostro pálido, sucio, lleno de sudor negro, como si su piel fuera la de un demonio. Habló con Balthazar y después volvió a desaparecer. Lo esperó durante tres días completos, echándolo de menos, sintiendo esos besos tibios en los que parecía que decía adiós para siempre. No aguantó más y recurrió a Balthazar. El Hombre Salvaje evadió las preguntas, ofreció razones poco fundadas que dejaron a la señora desconsolada y con un resquemor hacia el hombre que le duraría más de una década. ¿Por qué no tenía noticias de Eromes? ¿Por qué no le había dicho a dónde iba? Entre ellos nunca hubo secretos. La mujer continuaba en vilo, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Atendió los campos y las tareas de la casa, ayudó a Tomasa durante su entrenamiento en la finca. Insistió con Balthazar. «Prometí que no te diría una palabra…». La poca amistad que Lula podía sentir por él se desvaneció al acto. al poco tiempo dejó de dormir en paz y algo más tarde Eromes regresó, pero malogrado. Con esos recuerdos, Lula no encontraba fuerzas para levantarse de la cama. —Ya está el desayuno —anunció Tomasa al mediodía. La señora hizo el esfuerzo, agradecida con Tomasa, y se sentó a la mesa. La comida olía deliciosa, pero no le apetecía nada. Sentía de nuevo los efectos de aquella depresión atroz que la había dejado sin aliento durante largos años. Ahora llevaba así otra vez tres semanas, desde que la sombra que asesinó a su marido regresó. Rufus se le puso al lado, meneando la cola, atento a si caían restos de comida. La mujer le acarició y dejó caer la mano, que el perro le lamió. Para empeorar las cosas, la finca estaba en ruinas. El esfuerzo de Manchego no había servido para nada, con el pueblo sumido en el caos y el comercio suspendido. La gallina continuaba enferma, a punto de una muerte irremediable. Para comer solo tenían verduras y algunas frutas. La finca sucumbiría pronto y Lula se vería obligada a vender la tierra que tanto amaba. Suspiró con desazón. Como si entendiera su pena, Rufus apoyó la cabeza en las rodillas de Lula. Con los ojos parecía estar dándole ánimos. La mujer sonrió. Le cogió el hocico con las dos manos. —Ya estoy muy vieja para esto, chico. Temo que mis días están contados. Quizás no llegue a la siguiente primavera, ni siquiera a la próxima semana. Soy un saco de órganos que está demasiado desgastado… —dijo la abuela. Rufus ladró un par de veces, mostrando desacuerdo. Rastreó el suelo en busca de migajas y salió afuera con Manchego. Lulita se deshizo en un llanto sosegado. Manchego, que en ese momento entraba hambriento, al ver a su abuela encogida fue a abrazarla. La anciana rompió a llorar en brazos del chico, que no entendía la tristeza en la que la mujer se había sumido. ***
—¿Sabes algo nuevo? ¿No te ha dicho nada tu abuela? —Preguntó Luchy. Estaban en el Observador, contemplando la puesta de sol. —No dice nada de nada —espetó Manchego, lanzando una manzana hacia la ceiba—. Estoy harto de que se lo calle todo. Y Balthazar, igual: huidizo. Tampoco vendemos ni una simple semilla. Ni siquiera he averiguado nada de lo que sucedió en casa de la bruja y en la mía, el mismo día. No me cabe duda de hay una relación. —Fue tan raro… —dijo la Luchy—. Tengo pesadillas, ¿sabes? Fue como estar bajo la presencia de algo muy malo…, muy oscuro. Pero no sé nada más. —¿Y no sabes que le sucedió a Mowriz?—No… —¿Habrá muerto? —aventuró el chico. —No lo sé… Pero te quería matar, de eso estoy segura. Sureña te protegió. Si la hubieras visto… Fue algo prodigioso. —Ay, no, Luciella…—Jamás me has llamado por mi nombre completo —se extrañó la chica. El atardecer le coloreaba el rostro. —¿Qué estará pasando en el pueblo? Tiene que ser algo muy malo. Algo terrible está a punto de suceder. —No digas eso, tontito, no me asustes. —No es por asustarte. Es porque lo siento en… el aire…, en todo. La sombra que sentimos fue como un augurio de lo que está por venir. Presiento que todo se pondrá peor.—¡No digas eso! Le rezaremos al dios de la luz todos los días, iremos al Décamon, y ya verás que los dioses nos escucharán —dijo Luchy con emoción. —Ojalá… Ojalá todo este bien —musitó Manchego. El sol se ocultó en el horizonte. La oscuridad los cubrió. *** —Tejes como Urdelia, doña Lula. Siempre fuiste habilidosa para la costura. La anciana reconoció la voz.—¿Qué quieres, Balthazar? —dijo sin voltearlo a ver—. Déjate de lisonjas, no te sirvas de la amistad que tienes con mi nieto. Tú ya sabes lo que yo quiero. Solo porque hayas obtenido mi silencioso permiso para entrenar a mi nieto no significa que seamos amigos. A Balthazar se le torció el rostro de mil formas. Todos sus intentos por recuperar terreno con Lulita habían fracasado. La luz del ocaso brillaba sobre su piel dorada, del mismo color que la piel de la abuela. —Tú, siendo una Mujer Salvaje, deberías entender lo que significa un pacto de sangre. —¿Pacto de sangre? La mujer se puso en pie de un respingo, mas rápidamente de lo que sus años hacían presuponer. Su altura era formidable, sus hombros anchos, su cuerpo esbelto pero atlético, típico de las Mujeres Salvajes. El cabello blanco contrastaba con su piel dorada. —Eres un confabulador. No sé exactamente qué hiciste para que tu querida Madre de las Tierras Salvajes te desterrara, pero es evidente que tú sabes muy poco de respetar un pacto. Mi esposo se murió protegiendo a… Todavía hoy me ocultas muchas cosas que ansío por saber. —Eromes y yo hicimos una promesa, y trato de cumplirla. No me vengas con… —¡Yo sé qué promesa hice y no te necesito para recordármela! —gritó la señora, arrojando al suelo la tela que cosía. Estaba fuera de control—: ¡Era mi esposo! ¡Mi amado! ¿Quién eres tú para privarme de sus últimas palabras? ¡Dime! —Él me obligó a guardar silencio, Lula ¡Compréndelo, no es mi culpa! —respondió Balthazar, exaltado.
La mujer dejó escapar una lágrima. No saber exactamente qué le había sucedido a Eromes antes de su muerte era algo que la frustraba sobremanera. Cada día se lo preguntaba, y no moriría en paz sin conocer la verdad. La única persona que podía contarle qué ocurrió era Balthazar, ese hombre que detestaba tanto. —Pero es mi derecho, Balthazar. ¡Es mi derecho! —No he venido a discutir, Lula. Necesito que me escuches. Quiero hablar de lo que sucedió aquí hace tres semanas, cuando esa sombra… vino otra vez. La mención a la sombra le aguijoneó el corazón. La sangre se le fue del rostro. —¿Por qué has venido a atormentarme? ¿Acaso sientes placer al hacerlo? —preguntó con un quejido. A la abuela le temblaba el labio inferior, los ojos los tenía llenos de lágrimas. —No es eso, Lula —bufó Balthazar, impaciente—. No he venido a atormentarte. Es importante comprender qué es esa sombra, por qué ha venido una segunda vez. Hace trece años, Eromes murió. ¿Quieres otra desgracia ahora? —¿Crees que no he pensado en eso? —…Esa sombra venía a matar a alguien —decía el hombre para sí, cavilando. —La última vez vino buscando a Eromes… Ya lo mató. ¿Ahora qué? —Quizá no vino en busca de Eromes, Lula. Mi sospecha es que venía a por Manchego. Piénsalo: Eromes ya no está vivo. Pero aquel día de hace trece años y el de hace tres semanas comparten algo: tres personas vuelven a estar presentes. Esas tres personas somos tú, Manchego y yo. Quizá me quiera a mí o a ti, pero lo creo improbable. Acuérdate de las palabras de Eromes antes de morir… y de la cría… La anciana aulló: —Ay, por los dioses… Manchego… ¡Manchego! La cría está en peligro… ¿Dónde está mi Manchego? ¡Manchegooo! ***
Manchego estaba terminando de regar las plantas, harto de trabajar y deseando sumergir su cuerpo en las aguas heladas del río Márgades, cuando oyó gritos. Asustado, elevó la cabeza y vio a Lulita corriendo a toda velocidad hacia él. Se le echó encima y, del arrebato, tiró a Manchego al suelo. La abuela lo cubría de besos y abrazos mientras el chico trataba de zafarse para poder respirar, pero la mujer no dejaba de apapacharlo, parecía una madre que hubiera recuperado a un hijo perdido. —¡No puedo respirar! —logró gritar el chico. La anciana lo soltó enseguida y Manchego incorporó el pecho, resollando. —Abuela… ¿qué ha pasado? —No sé, mijito lindo…, no sé. Pero sentí la urgencia de protegerte, sentí que algo te estaba pasando. ¿Estás bien? —La abuela lo acariciaba y le apartaba el pelo de los ojos. —Sí, abuela, estoy muy bien —respondió palpándose las costillas—, ya casi terminando de regar las plantas. Luego me toca ir a los cultivos, porque ya se aproxima la segunda cosecha, y esta vez no podemos echarla a perder. Sé que el pueblo es un desastre y que la violencia es una desgracia, pero a lo mejor encontramos a otros compradores, o puede que el pueblo ya se haya tranquilizado… Eso espero. Me gustaría ver a Marcus y Feloziano, se iban a enterar… —dijo Manchego con una sonrisa misteriosa. —La cosecha es muy importante, mijito, pero lo más importante eres tú. ¿Acaso has sentido la presencia de alguna sombra maligna? —Preguntó la abuela. Manchego miró alrededor, tenía a Rufus detrás de él. —No, abuela. ¿Por qué? —preguntó Manchego con temor.
—Porque… me preocupo por ti. Manchego se quedó extrañado, pero debía cumplir con sus tareas. Se despidió de su abuela y de Balthazar. El muchacho los observó mientras se alejaban, la abuela apoyada en Balthazar, ese hombre en el que jamás confió y del que seguía renegando. Ahora parecían dos viejos colegas que estuvieran recordando otros tiempos. Ambos eran Salvajes. Una vez más, Manchego pensó en el escaso parecido que tenía con su abuela. ¿Quiénes habrían sido su padre y su madre? Como siempre, su vida estaba rodeada de enigmas que nadie le iba a resolver ahora. Empezaba a hartarse de ese maldito tabú, le ardía el alma por averiguar sus orígenes. *** Esa misma noche Manchego regresó a la Estancia lleno de preguntas. Las dudas habían estado fermentando demasiado tiempo y ahora había reunido agallas suficientes. —Abuela… —¿Sí, mijito? El muchacho tomó asiento, muy serio. —Eh… No, nada. Es solo que estaba recordando. —¿El qué, amor mío? Manchego se puso nervioso. —De aquel día cuando vino aquella sombra. ¿Qué era, abuela? Sentí la misma presencia en la casa de Ramancia, cuando fui a por la pócima. Y Ramancia… Tendrías que haberla visto, abuela, estaba consumida. Algo había acabado con ella y lo poco que le restaba de vida lo empleó para decirme unas palabras. Me dijo: «Ya vienen, ya vienen, ya vienen». Me asusté mucho. Desde entonces estoy convencido de que algo terrible va a ocurrir, no sé qué, pero me da mucho miedo. No quiero quedarme solo, abuelita. ¡No me dejes nunca! ¿Sí? ¿Me lo prometes? Lulita se derritió. —Ay, mijito, no digas esas cosas. Yo nunca te dejaré, nunca, ¿me oyes? Nunca te quedarás solo, siempre estaré contigo, a tu lado, velando por ti, queriéndote. La anciana pareció reaccionar a un llamado interno. Desenfocó los ojos. —Hay cosas de tu pasado que todavía no sabes, pero… es mejor así, es por tu propio bien. —Pero es mi pasado, abuela, mi vida. ¿No debería de ser yo quien juzgue qué es lo que me conviene? —Rebatió el muchacho con aflicción. Se le vino a la cabeza el libro rojo de Eromes. Él también le había ocultado algo a la abuela. «Secretos… Todos parecen albergar secretos», se dijo el muchacho. Lula tragó saliva. Notaba la boca seca. —Antes de que tu abuelo muriera, sucedió algo similar a lo que pasó hace tres semanas. Días después, tu abuelo regresó a casa moribundo, a exhalar sus últimos suspiros entre mis brazos. Ay, no, qué día más horrendo… —No tienes que seguir si no quieres, abuela. Comprendo que es muy doloroso para ti — dijo Manchego al percibir el sufrimiento. La mujer negó con la cabeza. Cogió aire, como preparándose para un gran esfuerzo :—Me imagino cuáles son tus preguntas, mi querido, pero hay verdades de tu pasado que no te puedo decir… todavía. Llegarán a su tiempo. Manchego supo que con esas palabras la abuela había cerrado el baúl de sus recuerdos. Otro día volvería a hurgar, pero ahora no le quedó más remedio que sentarse a cenar.
Capítulo XII - Sortilegios Tuvieron que llevarlo a cuidados intensivos, donde curanderos y brujos asistían a los heridos de la guerra silente. Silente porque no era una guerra abierta y declarada, ni se libraba en un campo de batalla; se luchaba con tácticas de guerrilla, dirigidas contra una bestia bien armada y astuta, una bestia motivada por una mano invisible que lo parecía coordinar todo con maléfica perfección. Los soldados del alcalde actuaban contra su propia gente, y nadie se explicaba por qué tanta violencia. Aquellos soldados batallaban con las ascuas del infierno, eran demasiado fuertes como para ser vencidos por gentes de pueblo poco entrenadas. Hasta los pandilleros, que antes le hacían la vida imposible a todos, ahora sumaban fuerzas contra los bárbaros. Precisamente el jefe de los pandilleros, un tal Buhrman, ordenó a los curanderos que se dedicaran exclusivamente a cuidar a uno de los lesionados. No dio razones ni le hicieron falta; a esas alturas todos comprendían que la desobediencia se pagaba con castigos peores que la muerte. Así pues, todo el equipo se puso en marcha para salvar a ese muchacho que debía de ser especial. Algunos susurros decían que un jinete del infierno le había arrancado la vida, que el caballo le propinó tal patada en el tórax que le había reventado los órganos por dentro. Las provisiones de los pueblerinos eran escasas, y las pocas armas que tenían se las robaban a los soldados cuando los mataban, si lo conseguían, que no era fácil. El ejército del alcalde iba ganando terreno en el Sector Pobre. Los pandilleros se encargaban de impedirles el paso y lo hacían bien. Sin embargo, el mal estaba conquistando el pueblo sin remedio. Los heridos acababan muriendo por las enfermedades y las pestes, a algunos tenían que sacrificarlos en la hoguera para prevenir los contagios. Pronto los cementerios se revelaron insuficientes y tuvieron que apilar los cadáveres en montañas a las que prendían fuego. Alrededor de la fogata se reunían muchos en busca del calor durante las gélidas y violentas noches. Sobre la tierra y los adoquines se acumulaban heces, cuerpos desmembrados, vísceras. Las lluvias lavaban la desgracia y la arrastraban en ríos de carne y hueso hasta desembocar en las pozas de la muerte. Las embarazadas daban a luz entre el fango y sus bebés caían en una piscina de excrementos. Ni los curanderos toleraban tanta penuria. Sin razones, sin una declaración de guerra, el pueblo estaba siendo masacrado, a merced del alcalde y sus soldados. La única certeza era que nadie podía escapar del terror. Cuando alguien intentaba huir, traspasar las fronteras, unas sombras maléficas se lo tragaban. Malabrad, en manos de los curanderos, que se afanaban en salvarle la vida, se arrepentía de haber sido tan cruel con Manchego y deseaba haber tomado otro camino. Ojalá pudiera rectificarse. No imaginaba que sus ruegos serían escuchados. Cada vez que le rezaba al dios de la luz, se manifestaba una presencia con una sabiduría mayor que la contenida en mil libros antiguos, con dos ojos celestes que le penetraban el alma. Mes y medio llevaba Malabrad bajo tratamientos intensivos y una supervisión estricta. Entre los curanderos había uno que destacaba especialmente por su talento. Escogía hierbas de su morral, las mezclaba en el mortero y las machacaba con el pistilo. La pasta resultante era la única que lograba mejorar las heridas del joven Malabrad. Nadie conocía a ese curandero, que iba y venía cuando le parecía. Iba cubierto con una capucha y capa negras, que solo dejaban al descubierto parte los labios y un pecho fornido, de piel dorada y con un gran tatuaje. Una noche de lluvia intensa, numerosas muertes y gritos de socorro, el curandero se presentó para continuar tratando al muchacho gravemente herido. Pero esta vez su presencia no fue
física. Se manifestó en sus sueños. O habría que decir pesadillas. El curandero se le metió en la mente y le hablaba, pero de manera ininteligible. Después, ese rumor empezó a cobrar sentido, las palabras se hicieron nítidas. El curandero lo invitaba a una excursión misteriosa. Marchaban por un bosque oscuro, hundido en una neblina densa. Era de noche y la oscuridad era casi total. Malabrad seguía al curandero, que se giraba de vez en cuando para comprobar que continuaba ahí. Con una mano le indicaba que no se quedara atrás.En la cama, aún inconsciente, al enfermo le subió la fiebre. Le colocaron paños húmedos en la frente, pero los sueños no cesaron. Durante días, el curandero merodeó por la mente de Malabrad, lo condujo a paso lento pero seguro por el bosque denso y nublado. A veces, un búho negro se posaba en el hombro del curandero y le clavaba los ojos en el muchacho que, obediente, seguía los pasos del encapuchado. El enfermo empeoró y, en sus sueños, las cosas fueron tornándose cada vez más extrañas. El guía se detuvo en una llanura de diámetro no mayor a la altura de un árbol, donde con luz tenue ardía una fogata de lenguas anaranjadas que hacían crujir la madera. En extremos opuestos había dos troncos podridos y ahí tomaron asiento el chico y el curandero, que comenzó a pelar una rama, sin prisa, sin mostrar emoción alguna, simplemente contemplando el fuego. A la mañana siguiente, el enfermo despertó de su inconsciencia y se encontró con el rostro del curandero muy cerca del suyo, aquellos ojos celestes tan serenos. Hacía oscilar un mortero sujetado por cuatro hilos hechos de raíces. En el fondo ardía la brasa de un pedazo de eucalipto triturado, su olor era una invitación al trance. El encapuchado entonaba una canción en bajo, emanando poderes místicos y profundos. Todo se fundió en negro. Soñó de nuevo. Estaban de regreso en la llanura, sentados frente al fuego. El curandero no levantaba la vista, aunque esta vez algo había cambiado. Recitaba un canto quedamente y, aunque era muy silencioso, distinguía claramente una palabra: «sol». Pasó lo que se sintió como horas, días, meses, a pesar que en el mundo real llevaba sólo minutos metido en ese bosque, escuchando cánticos. Durmió, y soñó que soñaba con un sol. Con un sol… Despertó. El curandero seguía al lado, moviendo el mortero que despedía el aroma a eucalipto, cantando y solo una palabra era nítida: «sol». Sol, sol… Sintió un sabor raro en la boca que cambió a dulce y vigorizante. Se le pusieron los ojos en blanco y volvió a sumirse en la negrura. De nuevo se vio en la llanura, sentado frente al baile de las lenguas de fuego. El curandero no levantaba la vista, pero su canto empezó a resultar más comprensible: «sol solemne», «sol solaz», «sol solacio», sol solano»…Parecía el inicio de un verso o un estribillo. Lo que se sintió como meses, eones, universos paralelos pasaron, chocaron, se fundieron. Perdió la noción del tiempo y abrió los ojos. Otra vez el curandero, el mortero, el cántico. «Sol solemne…». La capucha ya no le cubría el rostro, pero no le veía. Todo estaba oscuro, era una noche negra sin luna. Las brasas del mortero iluminaban solo el perfil de su silueta. «Sol solemne». «Sol solaz». «Sol solacio». «Sol solano». El ritmo aumentó. El humo se retorció en virutas. Las palabras eran cada vez más claras. Soñó. Caminaban por el bosque, esquivando maderas putrefactas y charcas de lodo. El curandero lo guiaba entre las sombras, un ave de intensos ojos amarillos reposaba sobre su hombro. Llegaron a un enclavemístico, a la llanura con la fogata. El curandero se volteó y se quitó la capucha. Por primera vez, Malabrad le veía la mandíbula, cuadrada, y sus ojos, profundos y celestes. Comenzó a cantar, mirando al muchacho, como dándole instrucciones: «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano,
llévame en tu mano». Chasqueó los dedos y la luz del fuego se apagó. Todo quedó oscuro. Otro chasquido y el fuego prendió de nuevo, pero alrededor todo había cambiado. Malabrad estaba flotando en un vacío perfecto, negro. Se dirigía hacia un punto luminoso en el horizonte, situado a una distancia imposible de calcular. En su travesía, cantaba: «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame en tu mano». Repetía aquel himno, hechizado. Se sintió feliz, exaltado al notar que a cada segundo estaba más cerca a aquella luz que ya no era un punto, era una esfera perfecta de fuego. El orbe fue creciendo e irradiando una luz tan intensa que cegaba. Era un sol. Brillaba tan bello y potente, dador de vida. «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame en tu mano». Malabrad abrazó el sol. Sintió bienestar, felicidad absoluta. Nunca se había sentido tan completo. Podría quedarse así eternamente. Empezó a fusionarse con el orbe de fuego, hasta que lo engulló por completo. Los curanderos y hechiceros no se explicaban cómo el muchacho se había repuesto de sus graves heridas. Estuvo tan cerca de la muerte y ahora parecía como nuevo. Lo que ignoraban era que aquel delincuente estaba condenado. Había regresado de la muerte para ser controlado como un simple títere. El cuerpo sucumbió pero no el alma. El hechizo se activó, resucitó el cuerpo y permitió que el alma lo gobernara de nuevo. Un grito empezó a escalar por su conciencia, emergiendo como una burbuja de las profundidades. Pronto explotaría. La boca de Malabrad se abrió como una caverna, negra y muerta por dentro. Soltó una furia implacable. Despertó súbitamente y se puso de pie. Gritó al cielo con una rabia tan feliz como melancólica. Malabrad había resucitado, consciente y alerta. Estaba muerto, pero vivo. Podía ver, pero nada de lo que veía le atraía. Podía escuchar, pero nada le importaba. Su amo. ¿Dónde estaba su amo? «Sol solecito. Sol solecito. Sol solecito». Cerró los ojos y visualizó a su amo: el sol solecito. Salió corriendo a buscarlo, ciego y sordo para el resto del mundo.
Capítulo XIII -Un suceso fantasmal Era un sueño extraño. Formas vaporosas se mezclaban con luces y explosiones, oía sortilegios dirigidos a controlarle la mente. Un poderoso conjuro le había bloqueado algunos recuerdos y, ahora, otro sortilegio iba a deshilvanarlos. Las palabras de Ramancia resonaron con fuerza: Los que siembran con lágrimas las semillas entre negra lumbre, entre ocaso ennegrecido la tiniebla sobre alumbre; todo un mar ensombrecido, convoca de la tierra a Thórlimás. De la Tierra de Tutonticám, olvidada la remota y bella Teitú, se encamina fuerte sobre el velo sobre barcos blancos de bambú, navegando sobre morado el cielo, un guerrero de los Naevas Aedán. Tiempos del Caos lo pasaron, sobre la guerra de un lamento, y entre sus pilares tan fuertes, donde brillaba su aposento, días vivieron en paz inerte, lugar que resta destrozado. Canta la vieja Lírica del Viento, que el que carga el saco de semilla, pesado y lúgubre sobre su hombro, pronto brillará con luz y alegría, y desvanecerá su noche del escombro, y nunca por volver su descontento.
Y como hoja que cae del árbol, la mente consciente del mozuelo fue cediéndole el paso a la mente subconsciente, donde el hechizo le desvelaría verdades ocultas. Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno… Estaba corriendo. Era uno de esos recuerdos que la magia le había escondido. Huía de
Findus, Mowriz y Hogue. Al mirar hacia atrás, veía la imagen de Findus como una sombra que a veces se transformaba en el joven apuesto que había sido. Multitud de emociones se paseaban por su rostro: amabilidad, dolor, venganza. Cruzó varias calles y acabó en casa de Ramancia, donde paró. El cielo, las nubes, el viento, su respiración, todo estaba en paz, en suspenso. Sabía que Findus estaba cerca, que Mowriz le seguía con las peores intenciones. Había una pared compuesta por tablones verticales de madera y, debajo de uno de ellos, un agujero por el que cabía. Entró y dio esquinazo a sus acosadores. La oscuridad era total. Algo le llamaba en susurros. Caminó un buen rato por un pasillo, a tientas. No veía a dónde conducía, pero él ya lo sabía. Sin esfuerzo giró la manivela de la puerta que tenía enfrente y la cerró tras de sí. Se encontraba en la casa de Ramancia. La casa estaba muerta. Las paredes estaban tapizadas de telarañas. Gobernaba un silencio, como de luto.Volvió a salir al pasillo. Ahora no estaba oscuro, una débil luz iluminaba los muros, donde colgaban diversos cuadros. Se fijó en uno de ellos. Representaba a un demonio que sostenía por el cuello a un ángel de alas desmayadas. Flotaban sobre un abismo que emanaba una luz verde e infernal, en la que se distinguían las manos de los muertos, ansiosas por recibir entre el abismo deseaban poseer el cuerpo del ángel. Pero eso no era lo importante en ese momento, eso no era lo que la memoria deseaba mostrarle. Cruzó ese pasillo y otros sin dudar; conocía cada esquina, cada recoveco. Oía una voz que lo llamaba, débil, lejana, y hacia allí se dirigía. A cada paso, aumentaban las ganas de llegar. Se vio reflejado en un espejo. Una mirada jovial y asustada le devolvía la mirada. Era él en alguna otra época, llamándole. Su rostro estaba afligido, deseaba comunicarle algo, sin embargo sus palabras eran ininteligibles. Se acordó de todo en ese momento. El hechizo que había extendido una manta sobre sus recuerdos expiró y, ahora, su pasado le pertenecía. Escuchó a Ramancia. Le decía que ese era el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia. Clavó la vista en su propio reflejo y la imagen le dijo con angustia: «Tienes que encontrar el espejo…». La voz se fue muriendo en ecos… Boom. Boom… Sonó a algo chocando contra madera. Boom. Boom… Un resonar como de tambores de guerra. Boom. Boom… Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame en tu mano… Manchego abrió los ojos de golpe. La noche estaba oscura. Tuvo miedo. El corazón le galopaba, la piel se le puso de gallina. ¡Algo o alguien estaba ahí, con él! Quizá Rufus. No, Rufus ya le habría lamido la cara. Oyó algo. Era una voz, entre feliz y frustrada, que cantaba. Prestó atención, lleno de ansiedad: «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame en tu mano». No era más que un susurro. La voz le habló cerca de su cama. La presencia emanaba la vibración de un ser vivo y, no obstante, no notaba su respiración. Calló. La voz no volvió a pronunciar el cántico, como si se hubiera dado cuenta de que Manchego había percibido esa presencia. El chico estaba paralizado. No tuvo las agallas de preguntar quién o qué era. Quizá solo se trataba de un sueño. Tenía que salir de dudas, pero cada vez sentía más miedo. Aquella presencia emitió un quejido, algo
como dos membranas rozando. La notaba a unos tres pasos de la cama, bebiendo de su aliento. Apretó con fuerza la nuez de Teitú. Había llegado el momento de actuar. Aquella cosa no había venido con buenas intenciones y contaba con ventaja. Manchego solo podía defenderse o recurrir a un elemento de sorpresa. La defensa era limitada, ya que no tenía armas cerca; ojalá no se hubiera dejado el machete en el establo, aunque de todos modos no sabría usarlo para atacar. «¿Cómo se las habrá ingeniado para entrar sin perturbar ni a Rufus ni a la abuela?», pensó. Entonces consideró una oportunidad. Bajó una mano hasta encontrar sus botas. Cogió una con sumo cuidado y la preparó para lanzarla. Conocía aquella casa como la palma de su mano. Nervioso, arrojó la bota hacia una estantería con objetos de metal. El estrépito le indicó que había dado en el blanco. Rufus empezó a ladrar. ¡Bien! Oyó pasos corriendo hacia la cocina. Manchego salió disparado en una persecución ciega. Como una saeta, voló hasta el exterior, tan embriagado que ni se dio cuenta de que iba descalzo. Allí fuera, en medio de la noche, se sintió vulnerable y aletargado, pero aun así corría tras su presa. Las luces se prendieron en la Estancia; Lulita se había despertado. La Mujer Salvaje ya habría cogido algún arma. El miedo regresó para darle una patada en los sesos. Se detuvo repentinamente, jadeando. El vaho de su aliento y el sonido de su respiración irrumpían como elementos extraños en la noche plácida. ¿Y si este fuera el plan del asaltante? ¿Conducir a Manchego fuera de la Estancia, donde Lulita no podría defenderlo? Ahora mismo podría cortarle la yugular en segundos. El silencio era aterrador. Allí, entre el trigal, sofocado por la altura de las espigas, no tenía donde esconderse. Su atacante podría estar detrás de él y no lo sabría. Ojalá hubiera tenido la sensatez de esperar hasta la madrugada, la paciencia para generar un plan inteligente. Pero no, tuvo que ser impetuoso, y ahora se hallaba en una situación de difícil salida. No le quedaba otra opción que pensar rápido. «No me voy a morir, no me voy a morir, no me voy a morir», se repetía como un mantra. Ni siquiera podía echar mano de un mazo o un palo, tampoco sabría cómo defenderse solo con su cuerpo. Solo le quedaba regresar o seguir avanzando, y tendría que hacerlo confiando en su instinto, ya que no tenía una antorcha. A lo lejos oyó a su abuela y a Rufus, que lo buscaban. Pero las voces y los ladridos no eran suficientemente fuertes como para orientarse y dirigirse a ellos. Cogió aire y decidió echar a correr como nunca, soltando una furia inigualable, como si fuese a conquistar tierras o ejércitos. Las espigas le arañaban la cara y le hacían pequeños cortes que ardían. El escozor se sumó a la frustración, la ansiedad y el miedo, y comenzó a llorar. Le faltaba el aire, intentaba respirar pero se ahogaba. Quiso gritar; así, Lulita lo encontraría más rápido, pero alertaría a sus asaltantes, de modo que calló. Resuelto a continuar luchando, empezó a moverse entre la plantación como un felino. Apretaba con firmeza su nuez de Teitú.Todo permanecía en paz. Tal vez, el asaltante se había perdido en el trigal. La esperanza de salvarse crecía en su interior. En ese instante, Manchego percibió una forma circular de no más de cinco zancadas de diámetro. En el centro ardían una fogata. Dos personas estaban sentadas alrededor del fuego, una de ellas con una capucha que le ocultaba el rostro. A la otra persona la reconoció enseguida. Su corazón galopó montado en el pánico. Era Mowriz y estaba mirándolo fijamente. Decía algo: «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame en tu mano». El graznido distante de un búho reverberó en la noche. En ese momento el encapuchado se
puso de pie. Se quitó la capucha y se asomó la cabeza de un búho. Tenía unos ojos amarillos y brillantes que hipnotizaron a Manchego. El pico reflejaba la luz de la fogata y destacaba entre las plumas negras de su cara. El chico no podía dejar de admirar esos ojos, de sentirse atraído por la fuerza misteriosa que despedían. La realidad se distorsionó. Se formó una neblina morada que empezó a girar hasta formar una especie de plataforma delante de la cual se abrió un túnel; al final se divisaba una luz blanca. El ser con cabeza de búho apuntó hacia allí con un dedo. Manchego entendió que debía internarse en aquel pasaje, transportado por la neblina, para tal vez fundirse con la luz. Obedeció. Era como si su cuerpo actuara por voluntad propia. ¿Qué haría Mowriz allí? Había sobrevivido al ataque de Sureña, pero parecía maltrecho, moribundo. Fue hacia la neblina. Al poner un pie sobre aquel fenómeno, sintió que las coordenadas de espacio y tiempo se trastocaron, que el tiempo se aceleraba. La plataforma succionaba a Manchego, pero no con violencia, sino con sutileza, llevándolo hacia delante con seguridad. Volteó la cabeza y vio que Mowriz iba detrás. Mascullaba por lo bajo y parecía ido, como muerto, ni siquiera le notaba la agresividad habitual en él, al contrario, lo notaba más… ¿amistoso? Manchego llegó al final del túnel. Delante tenía lo que parecía una laguna de blancas aguas en posición vertical, como una catarata de leche. Extendió la mano, tocó la fuente. Vibraba y emitía un murmullo de enjambre de abejas. Atravesó con la mano y al otro lado percibió un ambiente frío. La retiró, asustado. Mowriz, como siguiendo órdenes, se adelantó. Sin titubear, se abalanzó sobre la fuente blanca y desapareció. Manchego se quedó atónito, inmóvil. Solo reaccionó cuando apareció la mano muerta de Mowriz, que lo invitaba a cruzar el umbral. Aceptó y atravesó el portal. ***
El viento soplaba en silencio para no despertar a los muertos que derramaban sus lamentos en borbotones de sangre e infortunio. Una tormenta de arena se tragaba la sangre y los remolinos impedían ver más allá de dos zancadas de distancia. El lugar le era desconocido, el hedor a miedo lo envolvía todo, el aullido de un cadáver rompió el aire. Mowriz sacó del cinto una espada metálica, larga y robusta. Acaso se la dio el ser con cabeza de búho. Mowriz indicó a Manchego que prosiguieran , y así lo hicieron. El mozuelo sentía la muerte rodearlo, deseando consumirlo. Se movían con sigilo. El pastor, descalzo y en pijamas, se sentía completamente fuera de lugar. El aullido del cadáver ganó intensidad. La bestia estaba próxima. En segundos, el cuerpo en penitencia se mostró ante ellos, alto y consumido, vestido con horrendos harapos ensangrentados, la carne en proceso de putrefacción. Tenía marcas en las costillas. Pero lo más impactante eran las tres cabezas moribundas sobre sus hombros, aullando del dolor, soltando un lamento tan aterrador que Manchego solo podía pensar en huir de allí. No tuvo tiempo de pensar en eso. Mowriz y el cadáver de tres cabezas se enzarzaron en una pelea que prometía derramar mucha sangre. Mowriz venció al cadáver, y, aunque había sufrido una fuerte mordedura en el cuello y sangraba a borbotones, eso no impidió que continuara con su misión de guiar a Manchego a través de la tormenta de arena. Llegaron hasta una puerta.
Era la entrada a la casa de Ramancia. Manchego sintió un ardor inusual, un pellizco de odio y desgracia. Se desplomó, sin control de sus piernas. El labio se le abrió al estrellarse contra el suelo adoquinado. Manchego tenía una saeta clavada en el abdomen. Se desangraba. Empezó a llorar. ¡Lulita! ¡Luchy! ¡Rufus!
Capítulo XIV - Violencia inesperada Luchy sacudía a Manchego, que no despertaba de su sueño. El muchacho parecía una marioneta sin vida. Se le ocurrió probar otro método: le arrojó un vaso lleno de agua. Manchego abrió los ojos de golpe. Se tocó el pelo y el rostro mojados, el resto del cuerpo. Sí, estaba vivo, y a salvo. —Parecía que tenías una pesadilla —dijo Luchy, llena de preocupación. Manchego se echó a reír, aliviado. —¡Qué horror! —exclamó la chica—. Pataleabas, respirabas muy rápido. ¿Qué te pasó, tontito? No me asustes así… ¿Qué tienes ahí? —preguntó mirando el puño cerrado de su amigo. —Qué pesadilla —repuso Manchego, apretando la nuez de Teitú. —No va a ser nada en comparación con el tirón de orejas de Balthazar si sigues retrasándote, tontito —le recriminó con los brazos cruzados. Manchego miró a través de la ventana. ¡Era cierto, se hacía tarde! Rufus entró y le saludó con varios lametones. —¿Y tú por qué no me has despertado? —le preguntó el chico al can. El perro respondió con unos cuantos ladridos y unos meneos del rabo. No tardó en reunir sus prendas y vestirse. Estaba a punto de ponerse las botas cuando vio que sus pies estaban enlodados. No tenía tiempo para pensarlo, ni para quitarse el barro. Se puso una bota. ¿Y la otra? Buscó por el suelo hasta que se le ocurrió ir hacia la estantería con los objetos de metal. Allí estaba. Le entró miedo y, enseguida, una gran curiosidad, sobre todo, al descubrir una nota debajo de un adorno del tamaño de un pulgar, concuerpo hombre y cabeza de búho… Manchego tomó aquella nota y la leyó detenidamente: «Casa de Ramancia. Seis de la tarde». La nota estaba escrita con carbón sobre un pedazo delgado de madera. La caligrafía era propia de un niño de corta edad. El corazón de Manchego se aceleró. ¿Quién habría puesto esa nota ahí? ¿Sería una broma? El sueño… ¿sería posible? *** Luchy y Manchego estaban sentados en el Observador, bajo el Gran Pino, uno al lado del otro, casi rozándose, deseando que un gesto distraído los juntara un poco más. Ninguno de ambos se atrevía, por miedo al rechazo, por miedo a perderse del todo. —Han cerrado la escuela, Mancheguito —se arrancó Luchy—. Dicen que uno de los profesores fue asesinado por los soldados del alcalde, y que otros fueron abatidos y llevados al calabozo. Es un desastre, una cosa terrible. Por lo menos estoy en casa, ayudando a mis papás a hacer dulce de leche… —Luchy se estremeció y bajó la voz—: Te extraño. —Y apoyó la cabeza sobre el hombro de su amigo. Manchego se sonrojó y notó que todos sus músculos se ponían en tensión. ¿Qué tenía que hacer ahora? Permaneció inmóvil. Ojalá hubiera encontrado el valor de acariciarle la cabeza o hacerle cariños. Un besito en la cara habría sido lo mejor. Pero casi no podía ni respirar. Se quedaron callados, en un silencio cómodo y agradable. Manchego disfrutó de la sensación. A saber cuándo volvería a tener a Luchy así. —¿Cómo crees que vamos a estar dentro de cinco años? —Aventuró el pastorcito. —¿A qué te refieres? —preguntó nerviosa.
—Pues…, ehhh… Tú y yo, nuestra amistad, ¿cómo estaremos en cinco años? —Pues igual, creo yo. ¿Qué crees tú? —Dijo Luchy con la cara colorada. Manchego no se dio cuenta. —Supongo que igual, pero… ¿piensas que podría pasar algo entre tú y yo? —Dijo Manchego, un poco más específico. Esperaba que Luchy no se percatara de que le temblaban las manos y sudaba frío. Luchy se separó un poco y lo miró con atención. Manchego le devolvió la mirada. —Creo que no. Somos los mejores amigos, ¿verdad? Y entre los mejores amigos es preferible que no pasen esas cosas. La amistad es más importante, ¿no te parece? Manchego no pareció satisfecho con la respuesta. Se encogió de hombros. —Uno nunca sabe… —¿A qué te refieres? —Tenemos que tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto a cualquier cosa. —¿Quién te dijo eso? —Fue Lulita. Supongo que no quiere que nos separemos. —Yo tampoco quiero que nos separemos por nada en el mundo, Mancheguito. — Luchy…, te tengo mucho… aprecio —titubeó. Quiso emplear la palabra cariño, pero no se atrevió, habría sonado demasiado amoroso y no era eso lo que deseaba transmitir. ¿O sí? Sus ojos se encontraron. —Yo también te tengo mucho cariño, Mancheguito. Sabes que siempre estaré aquí para apoyarte. En todo. Manchego se sonrojó. Ambos se echaron a reír y las risotadas contagiaron a Rufus, que empezó a ladrar. Así permanecieron un buen rato, con el amanecer abrazándolos con su calidez anaranjada. *** A las cuatro de la tarde, Manchego estaba finalizando su trabajo en el campo. Durante la jornada había reflexionado sobre el sueño y había concluido que no fue tan sueño. Estaban las huellas de sus pies descalzos en la plantación y, sobre todo, aquella explanada circular en cuyo centro reposaban brasas apagadas. Entró en el establo y empezó a peinar las crines de los caballos. Sureña y Granola lo observaban de arriba abajo, como comprobando que en verdad era él. Desde aquel día en el que Sureña defendió a Manchego de Mowriz y sus secuaces, entre ambos se había establecido un lazo íntimo. El chico continuó abstraído en los últimos sucesos y sus misterios. Había un espejo que perteneció a una tal Reina Negra. Sentía curiosidad por saber más, pero le causaba pavor el nombre de la reina. «A las seis de la tarde alguien se quiere reunir conmigo en la casa de Ramancia…, ¿pero quién?», recordó el pastor, ensimismado. Las seis de la tarde coincidía con el toque de queda. Se agitó, no sabía qué hacer. Lo prudente sería avisar a la abuela, a Luchy y a Balthazar que iba a ponerse en marcha hacia el pueblo con la intención de resolver varios acertijos. Pero sabía que la respuesta sería un no categórico, y él necesitaba ir al pueblo, por más peligroso que resultara. Tomó su machete y lo amarró a la montura de Sureña. La yegua blanca aceptó la responsabilidad con gracia. Con el corazón prendido en llamas, Manchego salió disparado hacia el pueblo. ***
La tarde estaba oscura. Un relámpago cruzó el cielo y le siguió el eco de un trueno a lo lejos. Manchego cruzó la avenida de los Finqueros y se introdujo en Los Encuentros, la carretera que lo llevó hacia la Garita Saliente. Allá donde le alcanzaba la vista, no había más que horror. El caos se había extendido, no tardaría en alcanzar las fincas. ¿Qué harían entonces? ¿Huir, establecerse en otro lugar? Siguió su camino, quizá tomando la decisión más imprudente de su existencia. Cientos de cadáveres se amontonaban a las afueras de la Garita Saliente. No eran cuerpos de soldados, sino de las gentes del pueblo, mezclados con carretas destrozadas, caballos mutilados y el penetrante olor a putrefacción. Ese era el resultado de intentar escapar. «Por los dioses… ¿ha ocurrido todo eso en tan poco tiempo?», se espantó el mozuelo. Galoparon por el Sector Pobre, entre basura y desechos, y ruido de peleas. Pasó por delante de un grupo de personas que lo miraron como pidiéndole ayuda. Continuó su camino. ¿Qué podría hacer él? Su yegua blanca, bella y elegante llamó la atención de un grupo soldados. Empezaron a cuchichear entre ellos. Manchego prosiguió, tratando de parecer tranquilo, pero pronto dos soldados se desmarcaron y fueron a por él. Su corazón galopaba al ritmo de la carrera de Sureña; los brazos, las piernas, las manos le temblaban. No tendría que haber venido, pero ya estaba aquí y no había vuelta de hoja. Varias casas habían resistido. Las ventanas y las puertas estaban tapiadas y mucha gente las rodeaba a la espera de que los refugiaran. La guerra fría había aumentado de temperatura y ya se había declarado abiertamente: el pueblo se había levantado en armas contra su gobierno local. En las calles no había ni rastro de la vida que antes bullía en el pueblo. Había menos cadáveres que en el Sector Pobre, pero algunos exhibían un ensañamiento brutal: cuerpos colgados de dogales, cabezas clavadas en estacas. Manchego sintió náuseas. Pronto se olvidó de ellas, en cuanto se dio cuenta de que ya no eran dos soldados los que le perseguían, sino una veintena. Le harían picadillo a él y a la yegua. Una lanza pasó silbando muy cerca de su oreja. Manchego volteó a ver hacia atrás. Allí estaban los soldados corriendo para darle caza. Manchego le clavó los estribos a la yegua y Sureña arrancó en un galope frenético. Llegaron al Parque Central.Manchego estaba agitado, sudando frío, consumido por el terror. Debía darse prisa y continuar hasta la casa de Ramancia, pero lo que tenía ante sus ojos le desgarró el corazón: la estatua del dios de la luz estaba decapitada y llena de excrementos y sangre. Los mendigos dormían a sus pies. El muchacho sintió que explotaría de rabia. Apretó la nuez de Teitú y en ese instante de su cuerpo brotó un pulso de luz. Sureña no fue inmune a la energía y sintió que el fuego prendía en su corazón, que un aire caliente le salía por las narinas. La yegua guerrera estaba preparada. Le tiraron otra lanza, que le rasgó la ropa. La yegua, al avistar a los soldados, se lanzó a la carga relinchando furiosamente. Los soldados formaron como una falange: doce lanzas apuntando hacia el pecho del caballo en carga. Manchego quiso hacer virar a Sureña, pero la yegua, embriagada por la pasión de derribar a sus enemigos, aceleró. A no más de cinco zancadas de colisionar con la falange, el animal dio un requiebro inesperado y elevó las patas delanteras. Se produjo una explosión. La falange cayó presa de las llamas y los alaridos agonizantes de los soldados. Un grupo de pueblerinos había aparecido por sorpresa, dispuesto a acabar con los matones del alcalde. El fuego no detuvo a un par de esos soldados, que se lanzaron a por el grupo, quizá esperando que sus llamas prendieran en la ropa de aquellos que los habían atacado.
Sureña no quería quedarse de espectadora. Se dirigió a uno de los soldados y lo embistió con su poderoso pecho, para luego machacarlo en el suelo con sus patas. Al otro lo derribaron las gentes del pueblo, armadas con lanzas de manufactura casera pero con puntas muy bien afiladas. La escaramuza se resolvió con rapidez. El líder del grupo del pueblo, un hombre moreno, alto y con barbas mal cortadas, avanzó hacia Manchego. —No es recomendable estar a estas horas en la calle, mi señor. En vista de que pudimos, ayudamos con lo que teníamos. Ya hace días que deseábamos tender una trampa a estos soldados, así que les preparamos el regalito de una bomba de grasa fermentada. Maslon, Desmond, quitadles a esos malditos las espadas. Las armaduras, también, las utilizaremos para hacer flechas. El hombre se volteó, alertado por un quejido. Era un soldado, que agonizaba aún. Levantó la espada y se la clavó en el cuello. —Ahora nos vamos, señor. Le ofrezco venirse al fuerte de las Asaetearas, donde nos hemos reunido unos cuantos para organizar la resistencia. De los tres grupos que creamos, solo quedamos nosotros. Nos falta comida y agua… He observado sus dotes como jinete y el arrojo de su caballo. Ambos aportarían mucho valor a nuestro grupo. —¡Mi capitán! —exclamó un hombre harapiento que venía corriendo, sin aliento—. ¡Una cuadrilla se está acercando! ¡Dicen que son unos doscientos! ¡Nunca nos hemos enfrentado a tantos! Algo ha debido de alertarlos y están movilizándose. —Mi señor —dijo el líder a Manchego—, ¿ha escuchado? Quizá es la hora de que se una a nuestro bando. —Su petición me honra, capitán, pero… tengo una misión que cumplir y no puedo aplazarla. —¿A dónde se dirige, mi señor? ¿Quizás podemos escoltarlo hasta ese punto? Manchego se sintió halagado de que aquel hombre le llamara señor. —Voy hacia la Quinta Avenida y la Séptima Calle, al barrio de la Villa Sexta del Nuno, a cinco cuadras de las Amrias Santas, capitán —repuso Manchego dándose tono. El capitán lo observó con curiosidad. Se le acercó. —Mi señor —le dijo al oído—, ¿está seguro de que quiere ir hacia allí? Nadie quiere poner un pie en ese barrio, mi señor. Como el chico no se inmutaba, el capitán continuó explicándose: —A ver cómo se lo digo, ehhh… Dicen que ese lugar está endemoniado, que hay cadáveres que caminan y que un fuerte de soldados hace imposible avanzar. Ignoro su misión, mi señor, pero si quiere continuar, solo puedo ofrecerle mi escolta hasta la Quinta Avenida y la Sexta Calle; después usted seguirá por su cuenta. ¿Estamos de acuerdo? Manchego asintió para aceptar la oferta. El capitán se dio la vuelta. —¡No me ha dicho su nombre! —gritó Manchego. El capitán se quitó el casco y descubrió una cabeza de pelo lacio y mojado por el sudor. —Me dicen Savarb. Cuando estalló el caos, era leñador y, antes de eso, formé parte de la milicia. ¿Cuál es su nombre, señor? —Manchego, hijo de… —El chico se interrumpió, no sabía quiénes eran sus padres—, originario de la finca el Santo Comentario, nieto de Eromes el Perpetuador y de Lulita.Los ojos de Savarb se iluminaron. —Qué honor conocer al nieto del gran Eromes. Pero no hay tiempo para las lisonjas, mi señor. Esta guerra es despiadada, y usted, al igual que nosotros, corre el peligro de perder la vida. Solo hay tiempo para huir y luchar.
Savarb empezó a dar órdenes. —¡Necesito escoltas para defender al señor Manchego, fino guerrero del linaje de Eromes el Perpetuador! ¿Hay voluntarios? Dos hombres se adelantaron, uno de ellos se acercó a Manchego. —Yo fui cliente de tu abuelo. Juntos sembramos los campos y cuidamos de fincas. Lucharé a su lado, señor Manchego. El otro voluntario era un joven de no más de quince años. —Yo conozco a doña Lulita de la finca el Santo Comentario. Mi nombre es Maslon, quedo a su servicio. Uno a uno se sumaron once hombres de rostros sucios y barbas mal cortadas. Excepto uno, oculto bajo un manto que le cubría de pies a cabeza. —¡Los demás, que regresen al fuerte y avisen que regresaré pronto! —Savarb se arrimó de nuevo a Machego—. ¿Está seguro de que quiere ir armado con un simple machete? —Perdí mi espada cuando reventó la bomba de grasa fermentada —se inventó Manchego. —Tenga esta espada. —El hombre le ofreció el arma y después descolgó el arco que llevaba al hombro y preparó sus flechas—. Nosotros nos subiremos a los techos y desde allí atacaremos a los soldados. Una batalla cuerpo a cuerpo sería un suicidio. Que los dioses lo acompañen. Rezaremos al dios de la luz para os proteja de la oscuridad. El capitán dividió a los hombres en dos grupos de seis y les ordenó que fueran subiendo a los techos de cada lado de la calle. Los voluntarios se montaron en sus caballos, excepto el que se ocultaba bajo el manto. El capitán lo amonestó: —¿Qué crees que estás haciendo? ¡No puedes ir a pie, es muy peligroso! El hombre misterioso no se movió. —Haz lo que quieras —se rindió el capitán—. No será que no te lo advertí… El hombre mascullaba algo, como una canción. —Sol solecito… Manchego puso en marcha a Sureña, que no tardó en empezar a galopar. El extraño hombre corría tras él, sin perder el resuello. A lo lejos sonaron silbatos y el estrépito de las botas contra los adoquines. Una lanza voló cerca de su cabeza. Estaba anocheciendo, pero eso no detenía al ejército. Un grupo de soldados había formado frente a él para interceptarle el paso. Las lanzas estaban listas, apuntando al pecho del caballo. Un furor de llamas y una explosión llovió sobre los soldados y Manchego pasó por encima de los cuerpos, entre gritos de dolor y abatimiento. La yegua se detuvo en medio de la batalla; pisoteaba cráneos y costillas. Manchego empuñaba la espada, pero era muy pesada para él y apenas infligía daño al enemigo. El que sí manejaba la espada con comodidad era el hombre misterioso. Con movimientos precisos y elegantes, partía brazos y piernas, cascos y pecheras, decapitaba. No se fatigaba. —¡Mi señor! —gritó Savarb desde una azotea—. ¡Marche ya y no se detenga! ¡Otra horda de soldados viene hacia acá! ¡Prosiga y mucha suerte! Manchego no perdió el tiempo. Azuzó a Sureña y enseguida dejó a su espalda el fragor de la batalla, que percibió en ecos cada vez más lejanos. Al llegar, Sureña se detuvo con brusquedad. El ambiente era mortecino. Era la sombra. Manchego desmontó e intentó tirar de la yegua, pero el animal había tomado otra decisión. Con un giro rápido, echó a cabalgar de regreso por donde habían venido. Manchego, impotente, tuvo que ver cómo su yegua lo abandonaba de repente, a toda prisa. Notó un dolor en lo profundo de su pecho, ¿por qué tuvo que marchar de la finca en esta tonta aventura? Sin embargo, estaba resuelto a continuar. Oyó ruido detrás. El joven pastor se giró, con la espada entre las manos. —Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame en tu mano. El hombre misterioso se quitó el manto y dejó su rostro al descubierto. Era Mowriz, sin lugar a
dudas, pero su aspecto no era el habitual: estaba más pálido y sus ojos parecían los de un muerto. Se arrodilló ante Manchego. Volvió a repetir las palabras, una y otra vez, como si estuviese poseído. Manchego dio un paso hacia atrás, aterrorizado. Mowriz seguramente venía a cobrar su venganza… ¿O no? —¿Qué quieres? ¿Vienes a darme una paliza? —Sol solecito…—¿Eso es un sí o un no? —Sol solecito… Manchego se impacientó. —¿Estuviste en mi habitación anoche? —Sol solecito… El mozuelo apretó el mango de la espada, con la impaciencia escalando al borde de la violencia. Intentaba descubrir una sonrisa burlona, algún gesto que delatase sus intenciones. —¡Ya basta! No me hace gracia, Mowriz. —Sol solecito… Era raro hablarle así a alguien que lo había acosado durante tanto tiempo. —¡Basta te dije! —gritó Manchego. Mowriz se puso de pie inmediatamente. El pastorcito se echó hacia atrás, con la espada a la altura de la cara, esperando lo peor. Pero nada sucedió. Su enemigo de siempre continuaba de pie, con la mirada perforando el suelo. Manchego se serenó. —¿Qué te pasa? ¿Realmente consideras que voy a creer que estás de mi lado? —Sol solecito… —respondió con voz muerta. Manchego se enojó. —¡Ya basta! ¿Qué te pasa? —Sol solecito… —¿Qué quieres de mí? —Sol solecito… —¡Cállate! Mowriz obedeció. —¡Habla, bastardo! ¿Qué quieres de mí? —Sol solecito… —¡Que me lo digas! —Sol solecito… —¡Ya basta con eso! ¡Dime! —Sol solecito… Manchego perdió la paciencia y empujó a Malabrad con toda su fuerza. Cayó al suelo sin mostrar ninguna emoción. Se incorporó como si no hubiera ocurrido nada y repitió la cantilena: —Sol solecito… —¿A quién buscas? —Sol solecito… Manchego sintió que algo extraño crecía en su interior. —¡Te voy a dar una buena paliza si sigues así, Mowriz! ¡Esto ya no es chistoso! Mowriz tomó su espada y se la ofreció a Manchego. —Sol solecito… —¡No quiero tu espada, vil serpiente! ¡Dime! La guardó y repuso: —Sol solecito… Manchego iba a estallar. —¡Cállate, villano! Trataba a Mowriz como él lo había tratado en la escuela. Se sintió mal al darse cuenta de
ahora él era el violento. Pero no era capaz de detenerse. Estaba ciego por la furia, por las ganas de sentir la dulce venganza contra el desgraciado que le había hecho la vida imposible en la escuela. —Sol solecito… —¡Que calles, rata inmunda! Manchego le propinó un puñetazo en la nariz. Una sangre negra goteó sobre sus labios moribundos. —Sol solecito… —¡Que calles, desgraciado! Le atizó un puntapié en el estómago. Mowriz no se inmutó. Era duro como una piedra. —Sol solecito… —¡Vete al infierno! Manchego desistió. Nunca había sentido tanta desesperación, tantas ganas de hacer daño. Quizá la guerra, su misión lo estaban cambiando… para bien o para mal. Mowriz empezó a caminar hacia donde estaba la sombra.
Capítulo XV - La casa embrujada «Sigue mis órdenes al pie de la letra… ¿Mi torturador se ha convertido en mi sirviente?», pensó el pastor con asombro. Le había dicho a su peor enemigo que se fuera al infierno y ahora marchaba hacia la sombra. Decidió seguirlo; la única explicación que se le ocurría era que Mowriz portaba como su escolta personal. Además, caminado por delante, le serviría como escudo para lo que tuvieran que enfrentarse. Manchego miraba alrededor, paranoico. Algo anidaba en esa sombra gelatinosa. Un terrible augurio le recorrió la espalda. La sombra era casi opaca, no se veía nada más allá de unos cuantos metros. Las casas a los lados se desdibujaban. ¿Dónde se habían metido? Manchego estaba seguro que esa era la misma sombra que ocupó la tienda de Ramancia y luego la suya. Algo se movió, quizá alertado por la presencia de los jóvenes. Mowriz desenvainó la espada y continuó sin temor, sin dar un paso atrás. Un objeto voló por el aire, casi le da a Manchego en la cabeza. Cayó a sus pies y el chico ahogó un grito: era una cabeza decapitada. Como un fantasma apareció, cojeando pero veloz, un monstruo de varios brazos, piernas y cabezas, como si la bestia estuviera compuesta por varios diferentes hombres mutilados. Manchego reaccionó emitiendo un pulso de luz blanca que insufló en Mowriz un furor belicoso y se lanzó a por aquel engendro. La espada de Mowriz daba golpes certeros, mientras que la bestia atacaba con sus numerosas extremidades y trataba de morderlo con sus bocas. Agarró a Mowriz por un brazo y empezó a sacudirlo igual que un perro haría con su presa. El monstruo le soltó y el cuerpo de Mowriz se precipitó contra los adoquines. Manchego supo que su momento había llegado, y, a pesar del terror que sentía, levantó la espada. Sabía que un simple metal no era una barrera válida para esa cosa y algo se le ocurrió. Metió la mano en el bolsillo y apretó la nuez de Teitú. Un pulso de luz se dirigió hacia Mowriz y, en cuanto lo envolvió, el chico se puso de pie, listo para pelear otra vez. Le asestó una estocada al engendro en el corazón. La bestia aulló y se desplomó, fragmentada en diferentes cadáveres. Un espíritu maligno se escabulló; debía de ser la energía que movía esa cosa. Manchego parpadeó. Todo aquello era increíble, un sueño, una pesadilla. La sombra continuaba allí, envolviéndolos. Mowriz, impertérrito, reanudó la marcha hacia la casa de Ramancia, Manchego detrás, pendiente de cada movimiento, de cada susurro. Observó a su esclavo. Ya no sangraba por el hombro del que le habían arrancado el brazo y la herida estaba oscura y muerta. Al llegar a la puerta de la casa de Ramancia, Manchego le ordenó a Mowriz que la abriera. Se acordó de la pesadilla, de la flecha que había acabado con su vida, y se apartó de la entrada. El hechizado trató de acatar la orden, pero la puerta estaba firmemente sellada. —Espera —dijo Manchego—. Hay otra entrada por detrás. Sígueme.—Sol solecito… Llegaron a la pared de madera, pero no había ni rastro del agujero. Tenía que estar allí, lo recordaba perfectamente… Manchego rebuscó y, frente a sus ojos, en una de aquellas tablas se abrió un agujero. Parecía que todo formaba parte de un plan, pero ¿quién manejaba los hilos? Una vez en el pasillo, Manchego se dirigió hacia la puerta secreta. ***
Caminó hasta la esquina y entró en una habitación alargada, con dos sillones cubiertos por mantas negras. Fue aquí, se acordó, donde vio a Ramancia y a la figura encapuchada, aquella que le apuntó con un dedo. En la pared izquierda colgaba un cuadro. Era un retrato de Ramancia en sus días de juventud, fundido con la imagen de una cabra de color negro. El resultado era delirante. — Mantente cerca de mí en caso de que haya peligro —le ordenó a Mowriz—. En caso contrario, no te entretengas y elimina el problema. ¡Sin hacer ruido! Todavía se sentía extraño de tener ese poder sobre el responsable del tormento que había sufrido durante tantos años, pero ahora no tocaba cuestionarse tales cosas. Debía proseguir y llegar al núcleo del misterio. —Sol solecito… Frente a los sillones había una circunferencia de unos dos metros de diámetro, dibujada, tal vez, con una piedra poma. Dentro de esa circunferencia había otra y, en su interior, un triángulo equilátero con una cruz en el centro y tres círculos coronando cada vértice del triángulo. Manchego ignoraba el significado, pero intuía que esos símbolos eran demoníacos, que el Décamon no los aprobaría. ¿Para qué servirían? Prosiguieron, sobre la runa y, al final de la habitación, se toparon con un par de estatuas de mármol negro. Las figuras protegían el acceso a una escalera que descendía en espiral. Manchego y su esclavo comenzaron a bajar los peldaños, que parecían del mismo mármol negro que las estatuas. A cada paso, las estatuas emitían un ruido raro, como un eco interno. Cuanto más descendía, más liviano se sentía Manchego, parecía que levitaba sobre el mármol. Y, de pronto, la escalera se esfumó. Flotaba en un vacío con estrellas y astros alrededor. Era un fenómeno impresionante, muy similar a los sueños que había tenido desde pequeño. Se asustó al notar que le faltaba el aire. Sin embargo, a una distancia muy corta, un cuarto se hizo visible. Movió las piernas y los brazos en esa dirección, lo más rápido que pudo, con Mowriz siguiéndole fielmente los pasos. Aterrizó sobre un suelo de piedra. Inspiró profundamente, agradecido de tener los pulmones llenos otra vez. Volteó a ver hacia atrás: el vacío seguía ahí y la escalera de peldaños negros. Aquella realidad era insólita, pero ya no estaba sorprendido, le habían ocurrido demasiadas cosas extrañas en muy poco tiempo. Era consciente de que, cuando terminara todo, tendría que revisar su alma, que por fuerza acabaría manchada. El nuevo cuarto era vasto. El suelo, las paredes y el techo estaban construidos en piedras grandes, quizá de una zancada de largo y de ancho, y de superficie irregular y robusta, con señales de erosión y arañazos como de arrastrar muebles. Una lámpara gigante, de bronce oxidado, colgaba en el centro del cuarto. Sus múltiples brazos sostenían candelabros en los extremos. Parecía una araña. Mowriz estaba quieto, nada le llamaba la atención. Las paredes cubiertas de las runas demoníacas, —los círculos que rodeaban los triángulos equiláteros con esferas en cada ángulo—, cubos con estrellas de seis vértices en el centro, medias lunas con cruces invertidas también en el centro. Manchego prefirió no reflexionar sobre esos dibujos y su posible significado. Continuaron hacia la única puerta visible, que estaba abierta. Era la misma verja levadiza de barrotes de hierro que había visto en sus sueños. —Sol solecito… —repetía su enemigo, su guardia, su acompañante. El pastor aún no sabía qué título otorgarle. Cruzaron la verja y entraron en un corredor con cinco puertas en cada flanco. Al lado de cada puerta, candelabros de brazo largo, hasta la altura del pecho de Manchego, con
candelas prendidas cuyas llamas danzaban al son de una música mística. Al final del corredor débilmente iluminado, había otra verja levadiza, cerrada. Manchego caminaba atemorizado. Intuía que detrás de cada puerta había una presencia fantasmal pendiente de sus pasos. Mowriz le seguía con un semblante entre frustrado y feliz. No parecía estar molesto por haberse quedado con un brazo menos. En la mano derecha empuñaba la espada, listo para proteger a su amo. Llegaron a la verja levadiza. A través de los barrotes Manchego vio otro cuarto amplio, cuadrado, similar a la primera habitación. En aquella cámara le esperaba algo muy insólito. En el centro había un tocón dispuesto a modo de asiento, de un diámetro no mayor de media zancada. Manchego trató de abrir la verja con todas sus fuerzas, pero fue inútil. Mowriz se adelantó y también lo intentó. La verja no cedía. —Sol solecito…Manchego a punto estuvo de recriminarle la cantilena de siempre, cuando la verja se movió. Se levantó unos pocos centímetros. Manchego entendió la relación y exhortó a su esclavo: —¡Canta esa canción! —Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame en tu mano. Aquellas palabras eran la llave de los engranajes oxidados, que comenzaron a chirriar a medida que la barrera se levantaba. «Así que la cancioncita es un hechizo», se dijo el mozuelo. «Qué será lo que ha tramado Ramancia…». Manchego y Mowiz entraron en la cámara, que estaba fría y olía a oxidación. A diferencia de la sala anterior, esta no presentaba señales de desgaste en el suelo o en las paredes, parecía construida hacia poco. Tampoco tenía runas. Fue hacia el tocón. Le esperaba una cajita,una varilla de madera larga y sólida, y una nota que decía: Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame en entre tu mano. «¿Qué diablos se supone que debo hacer aquí? Seguramente no es el fin. Algo me sigue llamando y debo encontrarlo. El espejo… Seguramente se trata de un acertijo. Es otro de los trucos de Ramancia», pensó el muchacho mientras analizaba sus alrededores. Al coger la cajita, Manchego apreció una depresión en forma de embudo. —Sol solecito… —entonó Mowriz, en un eco de la frustración de su amo. —¡Cómo detesto los acertijos! Sol solecito… ¿A qué se referirá? Podría aludir al sol mismo, pero aquí no hay ningún sol, no hay ventanas y, además, es de noche. Tiene que ser otra cosa… Hummm…, ¿cómo hacemos para buscar un «sol solecito»? Mowriz, ¿qué opinas? —Sol solecito… —Sí, sí, sol solecito. No sé ni por qué pregunto… La solución tiene que estar en este cuarto, si no, no nos habrían traído hasta aquí, ¿no crees? Tú no dices otra cosa que no sea «sol solecito», así que tienes que conocer el significado. Manchego se rascó la cabeza. —Sol solecito… —No sé de qué sirve que me sigas repitiendo eso. Sé útil y rastrea el cuarto entero. Debemos hallar pistas —dijo Manchego, sobre todo, porque deseaba quedarse a solas para pensar. Además, estar tan cerca de Mowriz, en ese estado moribundo, lo incomodaba. El esclavo acató la orden. Envainó la espada y se puso a husmear igual que un perro sabueso. Las ideas se le
agolpaban a Manchego. Quizá Mowriz guardaba la clave del acertijo. Se le ocurrió un plan: — ¡Canta la canción! —gritó al cadáver viviente. Mowriz se puso en pie al instante y recitó el cántico. Manchego meditaba sobre esas palabras. Tal vez era una puerta o un camino que se mostraría poco a poco. Pero no sucedía nada. Mowriz estaba firme, esperando órdenes. —Continúa buscando. «¿Sol solecito? ¿Cómo así?». Manchego cruzó los brazos. «No puede referirse al sol, porque… ¡porque no! ¡No suena lógico! Tiene que ser algo que esté en este salón, o en el siguiente. Algo con propiedades similares al sol… ¿Cuáles son las propiedades del sol? Brilla. Da calor. Quema. ¿Fuego?». ¡La varilla de madera! Emocionado, Manchego tomó el palillo reseco y caminó hacia la lámpara de candelabros. Prendió fuego a la varilla y con el palillo encendido regresó con lentitud, para que no se le apagara la llama, hasta el tocón. Miró otra vez la hendidura en la superficie del tronco talado y creyó entender su función. Allí depositó la llama. Al acto, aquella depresión ardió como si estuviera impregnada de combustible. La llama crepitaba avivada por un hechizo e iluminaba el salón. Ese era el «sol solecito»; ahora debía proseguir para desentrañar el acertijo. Sonó una cerradura en el pasillo. A Manchego se le heló el corazón. Se volteó al instante, con los nervios de punta, esperando lo peor. Solo había una puerta abierta, la primera del lado derecho. —Anda y entra en ese cuarto —le ordenó a Mowriz, que obedeció. El pastor le siguió. Las fauces de la habitación se abrieron como la boca de un cadáver y mostraron un espejo en un armazón que permitía el movimiento de la luna en vertical. El espejo no era grande, pero tampoco se podría decir que fuese chico. —Trae ese espejo aquí. Manchego notó que apretaba la espada fuertemente entre las manos. No había peligro, debía relajarse, así que la dejó caer al suelo y resonó con estrépito. «¿Será este el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia? No, no puede ser así de fácil…», barruntó el muchacho mientras observaba a su guardia manipular el artefacto. Arrastró el espejo hasta donde le indicó Manchego, cerca del fuego. De inmediato, el cristal empezó a brillar, como si estuviera absorbiendo la luz emanada por el fuego. La llama, a su vez, empezó a proyectar un haz hacia la pared de piedra. Una segunda puerta se abrió. Manchego volteó a ver, con la ilusión sofocada por el miedo. Era la primera del lado izquierdo. De nuevo ordenó a Mowriz que se dirigiera hacia allí y esta vez también lo siguió. Dentro había únicamente un cofre de madera en el centro, apenas visible por la luz que entraba desde el pasillo. —Abre el cofre y tráeme lo que haya dentro. Mowriz se puso en marcha y se inclinó sobre el objeto. Lo abrió y sacó un papel pequeño que fue a entregar a Manchego. Ponía: «Runas». Manchego dobló el papel. —¿Runas? ¡Estupendo, más acertijos! —Sol solecito… —Un momento… Quizás sea eso. ¡Ven! Manchego salió hacia la otra habitación y corrió hasta el espejo. Lo examinó por todos los lados y encontró unas marcas blancas. Era la runa de un sol envuelto en un recuadro. Qué extraño. Todo estaba en silencio. Manchego esperaba que se abriera otra puerta, pero no ocurrió nada. Se sentía superado por tanto acertijo. ¿Cuál era el próximo paso? Fue a comprobar si se había abierto otra puerta sin que lo oyera y, al pasar frente al destello del espejo, el haz de luz le dio en el rostro. Una tercera puerta chirrió. Se trataba de la penúltima puerta del lado izquierdo. Como en las otras ocasiones, Manchego se encaminó hacia allí con Mowriz delante. La
sala estaba muy oscura, pero notó que había algo en el suelo. Cuando sus ojos se adaptaron a la negrura, distinguió una jaula pequeña, pero no identificaba qué encerraba. Salieron de allí, Mowriz cargando con la jaula y la espada en la misma mano. De regreso a la habitación del fuego, Manchego observó que era el cadáver de un búho. Además, había una nota doblada por la mitad. La sacó con cuidado de no tocar al búho muerto. Leyó el mensaje en voz baja: «Incinerar». —Pon la jaula en el fuego —le dijo a Mowriz.En cuanto las llamas lamieron la jaula, el búho cobró vida, chillando del dolor, aleteando con desesperación. El olor y el crepitar de la carne achicharrada preludiaron la muerte, otra vez, del ave. Manchego se sentía afligido. No esperaba que el búho resucitase para morir una vez más en esa agonía, pero ya nada podía hacer por él, era muy tarde para salvarle. Cuando el búho quedó carbonizado, dos puertas se abrieron en el pasillo. Apestaba a sangre fresca. En una de las cámaras había un cuerpo en el suelo, circundado por una estrella de seis puntas dibujada con piedra poma. Cada vértice estaba rodeado por un círculo imperfecto y coronado por una vela. El cadáver estaba decapitado y, por el hedor, debía de llevar varios días muerto. El muchacho salió del cuarto con una mano en la boca, conteniendo las ganas de vomitar. Fue a la otra cámara que se había abierto. Mowriz cogió una nota manchada con huellas digitales marcadas con sangre. Parecía que habían escrito aprisa. Decía: «La quimera de un sueño hecho realidad». Manchego había escuchado esa palabra antes, aunque no estaba seguro de qué significaba. El mensaje hacía referencia a un sueño, seguramente el de Manchego. ¿Quién podría conocer sus sueños? Lo recorrió un escalofrío. Algo o alguien lo estaba manipulando mediante sortilegios poderosos, por eso se encontraba ahora en un sitio tan misterioso, en un mundo paralelo contenido en la casa de Ramancia. «¿Y por qué yo?, se preguntó el muchacho. «¿Por qué debo ser yo el experimento de algún hechicero?». Manchego se sintió utilizado, manipulado por fuerzas ocultas y superiores. Proseguir era la única manera de hallar una solución, la única manera de vivir en paz. Se obligó a concentrarse. Recapituló: había quemado un búho y ahora se hallaba frente a un cuerpo decapitado. —Trae la jaula en llamas —le dijo a Mowriz— y colócala donde debería ir la cabeza de ese cadáver. Mowriz agarró los barrotes incandescentes sin muestras de dolor ni molestia alguna. Al depositar la jaula en el lugar indicado, la estrella de seis vértices brilló con furia. Una luz roja lo invadió todo, como una explosión, y después de lo que pareció una ventisca todo quedó a oscuras. En la negrura, el muchacho percibió movimiento. Algo se arrastraba. Dos puertas se abrieron. Pasos de pies descalzos hacia la sala con el tocón. Sintió una presencia a su espalda. El vello de la nuca se le puso de punta. «Sol solecito», oyó murmurar. ¿Era Mowriz quien canturreaba? No podía estar seguro y encima no tenía la espada. Luz. Provenía del cuarto del tocón. Manchego achinó los ojos. El resplandor era tenue, pero lentamente se avivaba. El chico se acercó a la habitación. Vio a tres seres alrededor de las llamas que emergían del tocón. Movían los brazos en círculo una y otra vez. Manchego tragó saliva. Esos tres seres eran cadáveres en estado de putrefacción, apestaban y… tenían cabeza de búho. Los tres lo voltearon a ver. Sus ojos amarillos e intensos le penetraron el alma. El joven se amedrentó, un sudor frío le caló los huesos. Se escondió detrás de Mowriz, impasible igual que una estatua de fría piedra. Observó a los cadáveres. Se dio cuenta de que formaban un cuadrado,
pero les faltaba un cuarto miembro para completarlo. Manchego sintió la llamada, comprendió que era él quien faltaba. Cogió aire, decidido a encarar su destino. Se unió a la formación de aquellos seres. Cuando el calor y la fascinación del ritual lo envolvieron, comenzó a mover los brazos como ellos, en círculos, elevando las palmas hacia el techo, al principio con timidez, luego con mayor fluidez, dejándose llevar por la liturgia. La temperatura aumentó drásticamente, las llamas cobraron vigor. Del núcleo de aquel fuego emergió una esfera perfecta que empezó a flotar hacia el techo. Manchego, entregado al acto de brujería, se esforzó por dotar a sus movimientos de precisión. La esfera se desprendió de las llamas y tocó el techo de piedra. Sonó un timbre y la piedra se desplazó para mostrar un pasadizo vertical. Al fondo del pasadizo había un reflejo. El salón empezó a rotar y Manchego se escurrió hacia la pared, que pasó a ser el suelo. Sin embargo, los tres cadáveres y Mowriz continuaban en el mismo sitio, antes el suelo, ahora la pared. Manchego era todo confusión; eso no era un sueño, estaba sucediendo de verdad. No tenía tiempo de filosofar. Caminó por el pasadizo abierto por la esfera, hacia el reflejo. A medida que se aproximaba, pudo atisbar que se trataba de un espejo sujeto a un armazón de hierros negros. ¿Sería el de la Reina Negra del Abismo de Morelia? Al estar frente al cristal, Manchego observó que no presentaba ninguna característica especial. Contempló su reflejo. Tenía la cara llena de lodo y sangre, la ropa estaba sucia por el barro y con desgarrones. Si la abuela lo viera así, le arrancaría las orejas. Se miró un poco más. Su expresión era de tristeza… ¿Por qué? Su mirada, sus ojos oscuros, las pupilas negras… Su reflejó empezó a parpadear, no tardó en echarse a llorar. Su imagen camino hacia el interior del espejo y las sombras se lo tragaron.
Capítulo XVI - Lágrimas El fuego de la antorcha ardía con vigor, iluminaba el rostro afligido del portador, cuyos ojos, frenéticos, inquietos, iban de sombra en sombra, buscando el sendero que debía tomar. En la otra mano llevaba una espada metálica de filo bravo, en la que reverberaba el fulgor de la antorcha. Alrededor brotó un siseo de voces mortecinas, palabras de violencia y terror que le carcomieron el alma. Algo muy malo estaba sucediendo y lo sabía, y por ello estaba aquí, por eso y porque un inocente se hallaba en apuros. Apagó la antorcha pisándola, procurando no mojar la mecha, a sabiendas de que quizá necesitaría luz… Si salía vivo de allí. Prosiguió con cautela, guiándose por el brillo verdoso e infernal que emergía de las piedras. Empuñaba la espada, lista para atacar. Divisó cuatro figuras en una caverna. Se escondió y observó la escena. Había dos hombres con aspecto de mercenarios. Vestían protecciones de cuero curtido, varias armas les colgaban de los cinchos. Eran grandes, con brazos macizos y miradas experimentadas. Conversaban con un extraño ser. Se fijó en su armadura, que se le ceñía al cuerpo a la perfección. Le parecía demasiado pálido para ser humano y, además…, no tenía manos, sino garras. En el suelo, sobre un charco de sangre, yacía el cuerpo de una mujer. Tenía las piernas abiertas, el vientre manchado de rojo. —Podéis retiraros, mis amigos —dijo el ser de las garras con una voz cristalina y tono firme, seductor—. Habéis cumplido con vuestro cometido. Id en paz. Pronto unos mensajeros os entregarán una cuantiosa recompensa. Los mercenarios parecían inquietos. Decían que haber matado a la señora no fue difícil, pero que la criatura que le habían sacado del vientre era de otra naturaleza, que era todo bondad. —¿Qué será del bebé, señor? —Morirá hoy en la noche, tal y como dictó el amo, Legionaer. En Némaldon, los sacrificios son necesarios. Uno de los mercenarios no parecía conforme. —Estoy bastante seguro de que hemos cometido algún error —le dijo a su compañero—. Ese bebé es diferente. ¿No te diste cuenta? Matarlo sería una barbaridad… —Se dirigió al ser pálido—: Que los dioses te condenen para siempre, dethis, que la diosa de la noche te juzgue y te envíe a su calabozo eterno. El bebé se quedará con nosotros. El otro mercenario desenvainó una espada curva y se enfrentó también al ser extraño: — Maldito dethis… No sé cómo llegamos a aceptar el trato. Ojalá los dioses me perdonen por lo que le he hecho a esta mujer… Esto es una desgracia. Nos iremos y el bebé se viene con nosotros. —La criatura es propiedad del amo. El trato fue sellado con sangre y nada puede revocarlo. —El dethis sonrió con sorna, asomando un par de colmillos lobunos. Con un movimiento ágil, atacó al primer mercenario. Le mordió en el cuello y le arrancó piel, carne y venas. El segundo mercenario apenas tuvo tiempo para elevar su espada, cuando las garras del demonio ya lo atravesaban de lado a lado. Muertos ambos, el monstruo comenzó a comérselos con apetito. El hombre de la antorcha estaba paralizado. Los demonios de Némaldon… ¿en el pueblo San San-Tera? No tenía sentido, pero eso ahora era lo de menos. Ese bebé seguía vivo. Salió del escondite, corriendo agachado para acercarse un poco más. Desde su nueva posición, veía mejor a la mujer desangrada, tenía el cuello cercenado de lado a lado. Al lado de una placenta grisácea,
encontró el cuerpo de un recién nacido, que aún estaba unido a la madre por el cordón umbilical. Se quitó el chaleco de llama y envolvió al bebé. Su cuerpecito, frío, apenas se movía. Cortó el cordón, hizo un nudo y regresó corriendo a su escondrijo. Avivó las ascuas de la antorcha y se puso en marcha para encontrar el acceso a los túneles endemoniados de la luz verdosa. Eromes entró en la Estancia turbado. La sombra le había tocado con sus tentáculos y había notado la contaminación de su mente y su alma. Entre los brazos llevaba algo muy especial, envuelto en su chaleco de llama. —¡Eromes! ¡Mi amor! —exclamó Lula, asustada al ver el semblante de su marido, las manos llenas de sangre, un bulto entre los brazos—. ¿Dónde has estado? ¡Háblame! —¡Recíbelo! ¡Cuídalo mucho! —le pidió, entregándole el bulto. La mujer abrió los brazos, —Por los dioses…, ¿quién es esta criatura tan bella? Emocionada, embargada por el instinto maternal, Lula empezó a llorar. Durante años había intentado tener hijos, pero los dioses no les habían honrado con hijos. Solo se había quedado embarazada dos veces, y las dos veces los perdió. Los bebés estaban enterrados en el cementerio. —Lulita, nadie puede descubrirlo. Entrégale lo mejor de ti, ámalo como a un hijo y procura su felicidad. La sombra… es terrible… Una malicia…, la sombra… La mujer trató de detener a Eromes, calmarlo. —Pero… ¡no te vayas! ¿Por qué nos dejas así? ¡Explícame! ¡Amor mío! Una Lulita joven, de mirada sombría, tocó la campana. —¡Manchego! —llamó al chico—. ¡Ya está el desayuno! Un mozuelo de sonrisa triste se sentó a la mesa. Un can se sentó a sus pies con la lengua colgando de su afable rostro. —Gracias, abuelita. ¡Te quiero!
*** Fue como una bofetada. En ese reflejo había visto sus orígenes y ahora lloraba. Las rodillas le temblaban y las piernas terminaron venciéndose. Se deslizó contra la pared de piedra y en el suelo se acurrucó. «¿Soy huérfano? ¡Y nadie me lo ha dicho nunca! A mi madre la asesinaron por encargo y un hombre, el que yo creía mi abuelo, me salvó la vida y por eso murió… Soy fruto de una desgracia, soy la semilla de la desgracia. Esa es la verdad que Lulita y Balthazar me han estado escondiendo… Todo era una gran mentira para mantenerme alejado de la verdad. Por eso no me parezco a Lulita, ni a Eromes, ni a nadie… No soy más que un huérfano desgraciado, un bastardo seguramente… ¡Por los dioses! ¡Maldita sea!». El chico lloraba sin poder contenerse. El estupor de descubrir el pasado en el espejo había sido una gran conmoción. «Me querían asesinar… Aquel demonio había mencionado a un tal Legionaer. ¿Y mi padre? ¿Qué aspecto tendría? ¿Será por él que a mí me gusta contemplar el amanecer? ¿O por mi madre? ¿Por qué me ha tocado ser tan diferente? ¡Oh, dioses, sed clementes conmigo!». Permaneció sentado un largo rato, acompañado por el crepitar del fuego. Los cadáveres con cabezas de búho no habían detenido el ritual, el portal continuaba abierto. Había resuelto muchas de sus dudas, pero ahora no estaba satisfecho. ¿De qué le servía ahora esa verdad? Alguien lo había conducido hasta allí, hasta la verdad. ¿Qué pretendía? Si lo tuviera enfrente, de buena gana le asestaría un puñetazo, pensaba Manchego. ¿Acaso no imaginó el dolor que le
provocaría? Se limpió la nariz con la manga. Sintió la nuez de Teitú en su mano. Las lágrimas cayeron sobre ella. Apretó el tótem con fuerza. «Huérfano… Me querían sacrificar, ¿pero para qué?». «¿Y ahora? ¿Dejarás que te ofrezcan en sacrificio?», se preguntó a sí mismo. «¡Jamás!», se respondió al instante. «No seré el sacrificio de nadie. Y es gracias a Lulita y a Eromes que estoy vivo». Ese pensamiento lo sacó del aturdimiento. «¡Abuela! ¡La finca! ¡El pueblo!». Había recobrado el juicio. A pesar de su dolor, el mundo continuaba, y, si no se daba prisa, pronto la violencia consumiría el pueblo, y él, su abuela, Luchy, Balthazar, la finca, ¡todos!, quedarían sepultados. ¿Podría soportar la muerte de la abuela, el desamparo en que se sumiría? El amor por esa mujer que lo había cuidado, que le había entregado su corazón, igual que una madre hacia su hijo, lo sustrajo de la tristeza. Los cadáveres dejaron de mover los brazos y empezaron a abandonar sus puestos. El fuego fue perdiendo intensidad hasta que se redujo a una diminuta luz. Arriba, el destello del espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia se apagó.
Capítulo XVII - La trágica cascada Una columna de humo negro escalaba hacia el cielo, como el dedo de un ser malvado pinchando las nubes blancas. Una ventisca del levante arrastró el humo y la ceniza, y un olor a violencia. Manchego abrió los ojos de súbito. Estaba fuera de la casa de Ramancia, a Mowriz no lo veía por ninguna parte. ¿Habría sido un sueño? ¿Se habría quedado dormido frente a la casa de la bruja? Se incorporó y no pudo creer lo que le rodeaba. Había tres montañas de decenas de cadáveres todos con expresiones de grave sufrimiento. Oyó un choque de metal contra metal. Con un respingo se puso en pie, mirando a todos lados, con temor de que le alcanzara algún ataque fallido. Se produjo una explosión a la que siguieron llamaradas, gritos y más choque de espadas. Un grupo de diez a quince personas corrían al límite de sus fuerzas en dirección a Manchego. Parecía que huían. —¡Hay que retroceder! ¡Retroceded! ¡Al fuerte de las Asaetearas! —chilló uno de ellos, con barba, manos ensangrentadas, ropa sucia y rota, y botas en no mejor estado. Manchego corrió tras ellos. Si se quedaba ahí, aquello que perseguía a ese grupo acabaría con él. Una lanza alcanzó a un hombre del grupo. Cayó, rodó hasta una montaña de cadáveres y allí quedó inerte. Otra lanza pasó por encima, zumbando como un avispón, para clavarse en la nuca de una mujer. —¡Adentro, rápido! —Un hombre señalaba lo que parecía una entrada secreta, oculta entre unas ruinas. —¡Traemos a un sobreviviente de la Marcha de los Doscientos! —anunció el hombre de la barba. —¡Oye, tú! ¿Cuál es tu nombre? —exclamó otro, situado en el techo de una casa. —Manchego —repuso nervioso. Agotado por el hambre y el sueño, el muchacho cruzó la entrada y entró en un espacio que no era más que una calle cercada por dos garitas levantadas a partir de escombros y basuras. Así que esto era el fuerte, o al menos uno de los que Savarb, el líder de la resistencia, había mencionado. Manchego observó a su alrededor, las defensas que habían ideado. Aquellas casas de madera no soportarían el embate de los soldados. Un hombre se le acercó con los ojos abiertos de par en par, el arco en la mano, una flecha en la otra. Era el que le había gritado desde el techo. —¿Señor Manchego? ¿El jinete del caballo blanco? Manchego no sabía qué responder. No adivinaba las intenciones de ese arquero. E iba bien armado. —¡Por los dioses! —celebró el hombre—. ¡Ha vuelto de su misión! Los dioses son buenos… Le tendió una mano y Manchego lo reconoció. —Mi señor…, Savarb a su servicio. Hay que dar las gracias a los dioses por su vida. Es un milagro. La batalla de los Doscientos fue una masacre, un exterminio en toda regla. Y esos hijos de puta amontonan a nuestros muertos en montañas por razones que desconocemos, pero es evidente que lo hacen con algún objetivo infame —masculló el capitán. —¡Labradores! En ese instante, por el hueco secreto entró un escuadrón de veinte soldados enemigos. Los recibió una lluvia de flechas como abejorros, algunas hicieron diana. Una bomba de grasa fermentada terminó con la escaramuza cuando cayó sobre los osados y los abrasó vivos, entre aullidos de dolor y el crujido de la carne quemada. Savarb suspiró y se dirigió a Manchego:
—Vamos, mi señor, tenemos poco tiempo. Debemos unir nuestras fuerzas y asegurar las Asaetearas, el último de los tres puntos que nos queda en pie para luchar contra el enemigo. Sígame… ¿Qué pasa? ¿Está preocupado? —Sí, capitán… Estoy preocupado por lo que puede estar ocurriendo en mi casa, con mi familia. Reinaba la paz cuando me fui de allí, pero ahora… no sé cómo estarán las cosas. Me temo que no puedo ayudarle, debo regresar cuanto antes. —¿Regresar? ¿Está loco? ¿Sabe a los peligros que se enfrentará si se pone en marcha hacia las fincas? Los soldados lo harán picadillo, señor Manchego. —Pero… tengo una abuela, es mayor… —musitó el joven, conteniendo el pánico. Savarb analizó al muchacho, supo que no lograría disuadirlo. —Conozco un camino alternativo, mi señor: la alcantarilla. No está exento de peligros, ignoramos qué hay allí dentro, pero es la única opción. Y hay un problema: la entrada más próxima está a dos cuadras. —¡Me arriesgaré! —repuso Manchego, esperanzado—. No puedo permanecer aquí cuando mi abuela sigue en la finca, y Luchy y Tomasa y Rufus… ¡Me necesitan! Tengo que llegar como sea —dijo el joven, apretando los puños—. Tomaré el camino de las alcantarillas. Se sentía colmado de determinación, hasta percibió que le había cambiado el tono de voz, como si no le quedara ningún rastro de inocencia y ahora fuera solo un hombre triste y con ganas de venganza. Savarb asintió. —Dos de mis soldados lo escoltarán y lo ayudarán a retirar la tapa de la entrada; es de metal y muy pesada. Al final de la escalera de acceso se supone que hay una antorcha y que prende con facilidad. Tenga esta caja de maderillas; son de calidad y no precisan de una yesca, solo hay que frotarlas. Las usaba para fumar pipa, pero creo que usted las necesitará más que yo. Dentro de las alcantarillas, no se olvide de seguir la corriente del agua. La salida está en la calle de Los Encuentros. —¡Labradores! —gritaron a lo lejos. Una esfera de llamas sobrevoló sus cabezas. Las flechas llovieron en tromba. —No descansan esos hijos de su puta madre —masculló Savarb. Se giró hacia Manchego—: ¡Váyase de inmediato! Tenga, llévese esta daga, podría necesitarla. ¡Váyase antes de que anochezca! *** Maslon y un compañero llamado Ermand guiaron a Manchego entre gritos y el ruido de la batalla que habían dejado a su espalda. El pastor se estaba fatigando rápido, no estaba acostumbrado a moverse con tantas precauciones, agachado, con los músculos y los nervios en tensión. Por un momento creyó que unos soldados se acercaban, pero el ruido se perdió entre el bullicio de la guerra. Con la vista barrió las ventanas y puertas de las casas. Maslon y Ermand se detuvieron en medio de una calle. Ahí estaba la tapa de metal, pesada, y de superficie lisa y oxidada, que daba acceso a la alcantarilla. —Empujemos de un lado con el barrote —indicó Maslon—. Una, dos, ¡tres!. La tapa cedió con un chirrido poderoso. El aliento pestilente de los sumideros brotó de la boca negra. Manchego se repuso al hedor y comenzó a descender la escalera. Lo más importante era llegar cuanto antes al lado de la abuela. —¡Mi señor, aguarde! Hay algo que deseo decirle. Es una canción que mi abuela entonaba los tiempos difíciles, y usted me parece uno de esos seres brillantes a quienes mi abuela llamaba desveladores. La canción va así:
Tan triste y vencido, no te dejes vencer tan seguido. Tan triste y vencido, no te dejas ver tan seguido. Te angustias, y las palabras te sofocan en el olvido. Te angustias, y las palabras vuelan sin sentido. Estas enviciado, galopando en una ruta que conoces, venciendo el terreno, dominando el terreno conquistado, eclipsado te vences en la derrota y deslizas hoces, gritando una voz de guerra, rugido del león tan frustrado. Quieres despojarte de tus penas, arrojarlas a un río y olvidar, quieres alojarte en las ajenas, despojarte de tus vientos y manar. Te opacas en llanto caprichoso, y de tus ideas fluyen alabardas. Te hamacas entre tus penas, y cesas de fluir y te aguardas. Emociones trasforman movimientos en energías, situaciones, Se mueven pensamientos en saetas que perforan ilusiones. Te pierdes ‘todo eso’ que urden los pueblerinos en sus canciones. Crees en deprimente la música que se gozan otros tus eones. Pero fuerte y potente alzas la bandera en la lucha, remontando el vuelo. Resistes la opresión tan constante que sonoro te abate lobreando, Decaes y te desvelas, oh, potente desvelador, y caes en desvelos., Tu corazón henchido atesora mil recuerdos en rosarios hervido lanza mil memorias en cordones, y recuerdas cuando. Lúgubre el enjambre de ideas fantasiosas que sulfuran un desdén. Te opacas y te hundes, un navío fracasado que pronto hace un vaivén. Acrósticos afables de tus tertulias ya pasadas se deslizan de tu mano, y caen ya heladas sobre montes de palabras que divagan en el valle. Héroes guerreros que los tiempos evolucionas en soslayo te designan, Luchas emprendido abarcando lo total y nunca lo parcial que te dignan. Evitas entonces recaer en guerrero espumoso, tan efímero su rostro, Y defiendes con furor los flancos que te asignan con fuego y fulgor. No sucumbas y no te tientes a tales sacrilegios que te vuelven costro, ¡Marcha, héroe guerrero, y en fiera fuerza alumbra sombras del terror! ¡Anda entonces, divino ángel, y cuida de tus ovejas que pastor te impones! ¡Y no dejes morir esa vitalidad que los santos manan en nombre a montones! ¡Grita con potencia el furor de tu eminencia y realza tus pasiones de guerrero!
¡Marcha entonces, en fuerte la morada, y alza en gloria y brilla tan austero! Aquellas palabras fueron un soplo fresco de esperanza y lo alejaron del deseo de vengarse de los asesinatos de su madre y de su abuelo. —Gracias por la canción… Ahora debo irme. Maslon y Ermand, ¡que los dioses estén con vosotros! Los guerrilleros le desearon a Manchego un buen viaje, y con grandes esfuerzos comenzaron a cerrar la entrada a la alcantarilla. Con los ojos puestos en el agujero, por encima de su cabeza, Manchego observó cómo la luz de la tarde fue desapareciendo en esa media luna cada vez más estrecha. Con un ruido todo quedó negro y en silencio. Alguna otra gota se oía a lo lejos. Se le heló el corazón cuando escuchó las botas metálicas correr sobre el adoquín, allá afuera. Deseó lo mejor por sus nuevos amigos, Maslon y Ermand, que lograran escapar y llegar al fuerte a tiempo. El silencio era casi un oasis de serenidad. Aparte del goteo intermitente, solo percibía su respiración y el latido de su corazón. Sacó la caja de maderillas que el capitán le había entregado. Con una mano tocó en otro bolsillo; sí, ahí seguía la nuez de Teitú. En la oscuridad, abrió la caja y tanteó. Quedaban solo tres, debía emplearlas con prudencia. Encendió una. Una burbuja de luz iluminó el túnel de paredes de ladrillo enmohecido. Continuó bajando la escalera, despacio, para no apagar la llama. Como le había indicado Savarb, la antorcha estaba al lado del último peldaño. Una bocanada de aire subió por el túnel y le apagó la luz. Encendió la segunda y la arrimó a la antorcha. El fuego prendió al instante, con viveza. Las llamas lamían las paredes y casi alcanzaban el techo. Confiado por la luz, Manchego bajó el último escalón y sumergió las botas en un líquido verde y espeso donde flotaban heces y otros desperdicios. El olor le daba arcadas, pero tenía que proseguir. Aquello no era nada en comparación con lo que había superado, con lo que quizá estaría sufriendo la abuela. Savarb le había advertido que debía seguir la corriente del agua, y así procedió. Andaba lo más deprisa que podía, haciendo el menor ruido posible. Cuando llegaba a un cruce de caminos, se fijaba en el flujo del agua y del estiércol, y tomaba esa dirección. Prefería no pensar demasiado; en su mente se agolpaban enigmas y secretos que apenas había empezado a vislumbrar. Su vida entera había dado un vuelco y sabía que el Manchego que regresaba a la finca no era el mismo que había salido de allí. Ruido. Se detuvo y el ruido cesó. Eran pasos, estaba seguro de ello. Alguien caminaba al mismo ritmo que él. Manchego permaneció quieto unos segundos, mirando hacia atrás, por si aquella persona se asomaba. Nada. Sin embargo, unas ondas en la corriente le confirmaron que alguien andaba por allí cerca. En un impulso, echó a correr en esa dirección. Quien estuviera allí no huía, sino que se acercaba a él. —¡Alto en el nombre del alcalde! —El grito reverberó entre las paredes carcomidas. Algo brillante voló hacia él. Enseguida se dio cuenta de qué era y se agachó. La lanza se estrelló en la antorcha y de rebote saltaron ascuas y chispas por doquier. Se hizo la oscuridad. Sin ser consciente de ello, envió un pulso de energía angelical. Como en una suave ola, un cuerpo viajó por la distancia que los separaba. Manchego solo sintió que aquella presencia se alejaba de él para expulsar su furia sobre los soldados que lo perseguían. El muchacho volvió en sí, se pasó una manga por el rostro. En la oscuridad tanteó la antorcha: estaba mojada y resultaba inútil. Le quedaba una maderilla. La frotó y con esa pequeña luz atisbó a dos guardias luchando a muerte contra un ser que manejaba una espada con un solo brazo. Manchego sintió una corriente de energía que lo electrizó al reconocer a
Mowriz peleando con una pasión que no habría imaginado en él. Se contagió, se le despertó el deseo de vengar a su madre y a su abuelo, y se unió a la lucha. Antes de que se apagara la luz de la maderilla, logró clavar la daga en el costado de un soldado. Sintió terror al notar que la carne cedía, profunda y limpiamente, ante el avance del filo. El soldado se desplomó con un alarido. Aunque estuviera a oscuras podía tocar con la mano la corriente y adivinar su dirección. Corrió y corrió, hasta que una pequeña rendija en el techo le indicó la salida. Afuera, la tarde ya barría el día y una gran nube oscura se cernía sobre el campo. Volteó a ver el pueblo. Era un paisaje de desolación, de gruesas columnas de humo y fuegos que traían el olor a cuerpos quemados. Con el corazón encogido, Manchego partió hacia la finca a toda velocidad, con el miedo de que su casa estuviera ya bajo el dominio del terror. *** Llegó con todo el cuerpo en alerta. Iba a entrar en la Estancia cuando oyó el ladrido de Rufus a lo lejos. Intuía que algo no marchaba bien. Corrió en esa dirección. Los ladridos lo llevaban al Observador. Junto al Gran Pino, Rufus ladraba a todo pulmón. Manchego abrazó al can y trató de calmarlo. —¡Rufus! ¿Qué ocurre? Rufus lanzaba sus ladridos a la ceiba, a los pies de la falda de la colina. El pastor miró hacia allí. Descubrió a Gramitas atrapada bajo la copa del árbol. El pastor bajó aprisa para ayudar a su oveja favorita. —¡Ya voy, Gramitas! Un relámpago atravesó el cielo. El trueno dejó sordo a Manchego por unos segundos. Se levantó un ventarrón que meneó los árboles de lado a lado, incluso los más grandes, como la ceiba. Rufus continuaba ladrando, pero de otra manera, con desesperación, como si estuviera alertándolo de algo. Continuó. Al llegar junto a Gramitas, se acuclilló. Nada oprimía al animal. ¿Era una trampa? La oveja lo observaba con una mirada taimada. Manchego dio un respingo, trastabilló. Aquellos ojos celestes, brillantes, como poseídos, no dejaban de mirarlo. El chico empezó a alejarse caminando de espaldas, se cayó. No solo cayó él, el mundo entero dio un vuelco. La espalda chocó contra el suelo, los pulmones se le vaciaron de golpe y se quedó sin aliento. Algo se resquebrajaba bajo su peso. Quiso actuar, pero el pánico le había paralizado la voluntad. Se hundía. El pastor dejó correr dos lágrimas de tristeza mientras caía a las profundidades. En el último instante estiró los brazos para aferrarse a lo que fuera, pero sus dedos no atraparon más que aire. —¡Lulita…! —aulló. La tierra se lo tragó.
PARTE II
Capítulo XVIII - Oscuridad Entrada de aire. Salida de aire. Entrada de aire. Salida de aire. Entrada, entrada, entrada de aire, salida de aire. Algo turbulento fluía por aquellos tubos elásticos de diámetro desigual. Era líquido, fluía con dificultad. Pulso a pulso. Una bomba le marcaba el ritmo de la vida. Tut, tot, tut, tot, tut, tot… Tut, salida de líquido; tot, entrada de líquido. Entrada de aire, salida de aire. Todo funcionaba a la perfección. Sonaba algo parecido a un roce de telas. Se imaginó a un gusano de seda frotando sus patas. La imagen del gusano se rompió cuando un estrépito lo sustrajo de su duermevela, parecía haber fugas de agua y aire. Pero estaba exhausto y necesitaba dormir para recuperarse. Se dejó llevar por ensueños, imágenes deliciosas que lo mecieron con paz. ¿Y qué es eso? Ese ruido… Aire entra. Aire sale. Entra aire. Sale aire. Algo que se ha roto, fugas de aire y agua. No supo cuánto tiempo estuvo en ese estado, dormido, esperando, recuperándose. ¿Recuperándose de qué? Podría estar muerto, pero un dolor agudo le recordaba que estaba vivo… El descanso hacía que se olvidara de aquel dolor. Las capas del sueño lo cubrieron con sus mantas emplumadas. Una, dos, tres, cuatro ovejas saltaban la cerca. Cinco, seis, siete, ocho, nueve ovejas saltaban. Diez, once, doce, trece, catorce ovejas. ¡Qué felicidad! Una tras otra, blancas y bellas como las nubes, saltando con la gracia de la brisa, el movimiento del péndulo de la vida. Ciento cinco, ciento seis, ciento siete, ciento ocho, ciento y nueve. ¡Guau! ¡Cuántas ovejas! Una de ellas se detuvo antes de saltar y volteó a verlo. Esos ojos… ¿Una oveja con los ojos celestes?… La oveja baló, «beee, beee», y saltó. Esa oveja de ojos azules le suscitaba un recuerdo. Creyó saber su nombre aunque no lo recordaba. El pastor que cuidara a todas esas ovejas debía de ser muy habilidoso. Pastor… ¿Pastor? Aquella palabra resonó en su mente. Una sensación moribunda lo rodeaba. Le recorrió el cuerpo un escalofrío con garras venenosas, arañándole el alma agotada. Todo era silencio, frío, olor a muerte. No se veía nada. Quiso restregarse los ojos, pero el movimiento le provocó una punzada de dolor. Decidió quedarse quieto. Entonces notó que el brazo derecho estaba terriblemente herido, pero no sabía cómo ni cuándo se había lastimado. No veía nada. Se llevó la mano izquierda a la cara. Sí, tenía los ojos abiertos, pero no tenía forma de comprobar si todo estaba oscuro o se había quedado ciego. Oscuridad y silencio absolutos. Su respiración era uniforme, salvo por unos suspiros que se repetían. No sabía dónde se encontraba. Quizá en casa, quizá era de noche y por eso no podía ver nada. Movió el brazo izquierdo, le dolió un poco. El derecho le dolía demasiado. La piel rozó piedra fría y le provocó un estremecimiento. Alrededor no había otra cosa. Se llevó los dedos de la mano izquierda a la boca y se tocó los labios. Estaban secos. Los dedos también estaban intactos. ¡Luchy! ¡Lulita! ¡Rufus! ¡Balthazar!… ¿Qué está pasando? ¿Quién le está haciendo esto? No se atrevió a gritar ni siquiera a gemir por el dolor. No sabía si en esa negrura había ojos y oídos esperando el momento perfecto para asaltarlo. El corazón le latía alocado. Algo terrible había sucedido y no tenía pistas para averiguar qué había sido. Se llevó la mano izquierda a la cabeza y se acarició. Cuando notó algo gelatinoso y un relámpago de dolor le atravesó el cráneo, su mundo se desplomó.
«¿Qué me ha sucedido? ¿Qué es esto en mi cabeza?». Se volvió a tocar. Sí, era algo gelatinoso con un borde áspero. Presionó y de nuevo esa punzada que podría enloquecerlo. A duras penas logró reprimir el aullido. Probó los dedos que habían tocado la herida de la cabeza y le vino un sabor metálico: sangre. Y los huesos rotos, la fiebre… Empezaba a atar cabos. Tenía el pelo apelmazado por restos de sangre seca y costras. Intentó palparse el brazo derecho con el izquierdo para evaluar el daño. En ese momento descubrió que todo su peso se recostaba sobre esa extremidad. El hombro se le torcía hacia el pecho, la articulación latía. No era lo único torcido; también el codo, la muñeca, los dedos. «¿Me habrá pisoteado un caballo? ¿Habrán sido Mowriz y sus amigos?». Trató de incorporarse. Dobló la pierna derecha, intentando sobreponerse a aquella tortura, para apoyarse sobre el lado izquierdo. No se movió mucho, pero sí lo suficiente como para liberar el brazo derecho de su propio peso. Ahora lo sentía entumecido, blando, sin vida. Con la mano izquierda se lo colocó en el pecho. Sobresalían como unos picos o una cresta. Comprendió enseguida que eran huesos rotos. Comprendió algo más, que todo su lado derecho, incluyendo la cabeza, estaba afectado por golpes y fracturas. El miedo le sobrevino en náuseas, y en dos arcadas vomitó algo que apestaba. Se hizo algo de luz en su mente. Gramitas, su oveja…, pero poseída, con esos ojos azules. Se asustó y se cayó, algo se rompió debajo y siguió cayendo. Ahí debió de hacerse esas heridas. ¿Qué o quién poseyó la oveja?, ¿con qué intenciones? ¿Quién o qué deseaba lanzarlo a la completa oscuridad? Si alguien deseó asesinarlo, casi cumplió su misión. Lloró. Alguien deseaba matarlo. ¿Sería la sombra? Eso, ahora, era lo de menos. Lo único que importaba era que estaba vivo y que debía elegir un camino: continuar o morir. No dudó. Se acordó de la abuela, de Luchy… ¿Dónde estarían? Tal vez se encontraba muy lejos, sin ayuda, sin calor. Una lágrima rodó por su rostro, dos, tres. Rompió a llorar. El mozuelo se mantuvo tumbado, sin otra cosa que hacer más que lamentarse. Se sorbió los mocos y el eco le devolvió un estrépito que le recordó que debía permanecer en silencio. Pero su torpeza no fue en balde. Gracias al sonido imaginó un mapa del lugar. Parecía que había una serie de túneles alrededor. Túneles… Le vino a la memoria el libro rojo de Eromes, en el que mencionaba varios túneles oscuros. «Si estoy ciego, jamás volveré a ver un amanecer», se dijo con ganas de romperse en llanto de nuevo. Los amaneceres eran su energía, su alimento espiritual. ¿Y si, además de ciego, se había quedado solo en el mundo? Sin su familia, sin sus amigos, sin sus mascotas, no habría diferencia entre él y un gusano. Se limpió las lágrimas y decidió controlarse, el llanto podría deshidratarlo. Por cierto, ¿dónde se habría metido Mowriz? Manchego nunca imaginó que acabaría deseando tenerlo a su lado. Debía moverse y rápido. Las lesiones podrían agravar su estado de salud, podría contraer una infección. Reunió fuerzas de la esperanza, de las ganas de sobrevivir, y se puso en pie. El dolor fue intenso, pero el duro entrenamiento de los últimos meses obró a su favor. Cogió aire, orgulloso de sobreponerse, dispuesto a salvarse la vida, y echó a andar. ¿A dónde ir? A donde fuera. Lo importante era avanzar.
Capítulo XIX – Floreciendo Caminaba muy lentamente, arrastrando la pierna derecha. La cabeza le daba vueltas. A veces, la costra se abría y dejaba escapar un hilillo de sangre que le bajaba por la sien. Simplezas como no caer al suelo o cuidar la postura para ahorrar fuerzas cobraron una importancia extraordinaria. El pecho se le encogió como si una garra quisiera arrancarle el corazón. Tosió. Expectoró algo espeso y sin sabor, no era sangre ni moco. Gracias al tosido se hizo una idea de dónde se encontraba. El techo era muy alto, alrededor todo era piedra. A la izquierda palpó una pared. Se arrimó y continuó pegado a ella, así se guiaría y podría apoyar sus pasos.Al rato se sintió cansado y se echó al suelo, frío y duro. El agotamiento era tan intenso que enseguida se durmió. Cuando se despertó, continuó su camino. Parecía que aquello no iba a terminar nunca. Volvió a dormir, se despertó de nuevo. Otra vez en marcha. Manchego ya había perdido todo sentido de la orientación, del tiempo, del espacio. No sabía nada de qué había ocurrido, por qué se encontraba allí, cómo salir, pero algo sí era cierto: sin agua, sin comida, sin amor, la vida se le escapaba. *** Las botas se le hundieron en lodo. Tropezó y cayó de bruces en un charco de agua. ¡Estaba helada! ¡Agua! Con una felicidad colosal, el muchacho comenzó a beber sin medida, sin importarle el sabor acre de los minerales. Estaba fresca. Avanzó un poco más, quizá encontrara una extensión de agua mayor, donde sumergirse y lavarse las heridas. Dominado por la excitación, fue tarde cuando se dio cuenta de que había llegado a un borde. Resbaló. Cayó varios metros, presa del pánico, hasta que su cuerpo se estrelló contra una gran masa de agua. Se hundió, cada vez más. Manchego se concentró en no perder la serenidad, no respirar, no tragar agua, tomar control de su cuerpo y mover los pies, como aletas, hacia la superficie. Al emerger tocó una pared y a un resquicio se aferró. No tocaba el fondo. Rezó para que no hubiera animales hambrientos bajo sus pies. Nadó pegado al muro. Tenía que encontrar la orilla, tierra firme. Sus botas pisaron una superficie y comenzó a caminar. Llegó a un lugar de características diferentes. Lo notaba en la piedra y en el suelo, blando, como lodo. Sus pasos no resonaban con el mismo eco profundo; Manchego dedujo que había menos pasadizos. Tosió. Esta vez le salió una sustancia gelatinosa y maloliente. Derrotado por el cansancio, la oscuridad, el no saber, el chico se tumbó en el suelo. Enseguida se durmió. *** Algo lo llamaba por su nombre. El sonido era distante, vago, pero no cesaba. Sí, era su nombre, una y otra vez, una y otra vez… La plantación de trigo se movía con la brisa y se abría en un abanico de dorados, resplandecientes a la luz del crepúsculo. El horizonte era una acuarela de carmesí y marrón, celeste y naranja, nubes y sol. «Uno cosecha lo que siembra», pensó mientras araba las tierras. «Los que siembran lágrimas, cosecharán alborozos. Aunque lloren mientras cargan con los sacos,
volverán cantando de alegría con manojos de trigo en los brazos. Hay que sembrar». La tarde ya se vestía de noche. Miró al cielo, las estrellas titilaban. Algo ocurrió con las estrellas, se movían, se hacían más brillantes, parecía que el mundo giraba a una terrible velocidad. No muy lejos, ¡empezó a llover estrellas sobre el campo! Al tocar el suelo, levantaban destellos plateados. Salió corriendo, con una sonrisa ilusionada y las manos abiertas. ¿Lograría atrapar una estrella antes de que cayera? ¡Ahí! ¡Ahí viene! ¡ZAAAAAZ! Aceleró todo lo que pudo hacia una tira de luz que dejaba una estela amarilla y viajaba a una velocidad imposible. Con las manos haciendo un cuenco, logró capturarla antes de que colisionara contra el suelo. Rodó sobre unas gramas, con cuidado de no perder su preciosa posesión. Se puso de rodillas, entre atónito y maravillado. ¡La estrella estaba en sus manos! La Luz era tan potente que no podía dejar de admirarla; a la vez, aquel resplandor no le hacía daño. La luz empezó a elevarse de su mano como si tuviera vida propia. Los que siembran con lágrimas las semillas entre negra lumbre, entre ocaso ennegrecido la tiniebla sobre alumbre; todo un mar ensombrecido, convoca de la tierra a Thórlimás. De la Tierra de Tutonticám, olvidada la remota y bella Teitú, se encamina fuerte sobre el velo sobre barcos blancos de bambú, navegando sobre morado el cielo, un guerrero de los Naevas Aedán. Tiempos del Caos lo pasaron, sobre la guerra de un lamento, y entre sus pilares tan fuertes, donde brillaba su aposento, días vivieron en paz inerte, lugar que resta destrozado. Canta la vieja Lírica del Viento, que el que carga el saco de semilla, pesado y lúgubre sobre su hombro, pronto brillará con luz y alegría, y desvanecerá su noche del escombro, y nunca por volver su descontento. «No subestimes una nuez de Teitú», le había dicho la bruja con tono misterioso. «Es una nuez
mágica, un tótem imprescindible. Cuando lo necesites, entierra la nuez de Teitú un pie bajo tierra, riégala tres veces al día y, recostado sobre ella, le das de tu calor cinco noches seguidas. Se despertó. Respiraba agitadamente, sentía los pulmones al borde del colapso. ¡La nuez de Teitú! Aún la tenía en la mano, todo este tiempo había estado apretándola. Dudando si debía desprenderse de ella, cavó en el lodo, enterró el tótem y lo cubrió. Se tumbó encima, boca arriba, resuelto a esperar. Soñó algo delicioso, para variar un poco. Caminaba sobre las nubes, blancas y suaves. Algo subía desde el suelo, del lugar exacto donde había enterrado la nuez, como un volcán que, en vez de lava, escupía tierra. Se despertó. Impresionado por el sueño y emocionado ante lo que le esperaba, volvió a cerrar los ojos. Una paz absoluta le envolvió el corazón, una fuerza sobrenatural le elevaba el ánimo. ¿Sería la nuez de Teitú que germinaba debajo? Pasó el tiempo. El volcán había crecido. Sobrecogido, lo palpó y notó que había brotado una planta. ¡Qué maravilla! Trató de sumergirse a el sueño, pero no pudo. Los nervios no le permitían relajarse y dormir. Estaba deseando conocer el resultado del hechizo. Tosió y supo que su salud se había deteriorado. Sin alimento y sin los remedios de un curandero capaz, quizá se hallaba a las puertas de la muerte. Ese pensamiento oscureció la ilusión por la nuez y la planta, se mareó y perdió la consciencia. Abrió los ojos. Percibió vida, que algo o alguien lo acompañaba. Después de tanta soledad, dio gracias a los cielos. Tocó la planta. Tenía la altura de un pie, le habían salido hojas y un capullo del que pronto brotaría una flor. «Me llamo Manchego», dijo con ilusión. Quizá se estaba volviendo loco, aún lo aterrorizaba hablar en la sombra, pero comunicarse, cimentar la ilusión de estar dialogando con alguien, aunque solo fuera una planta, le hacía sentirse bien. Le contó que era huérfano y aquella historia trágica de cómo Eromes se sacrificó por él. Se entristeció. En la mente del mozuelo, la planta empezó a cobrar personalidad, algo insólito, pero lo más increíble era que la planta entendía por qué a Manchego le gustaban los atardeceres, en especial, esos atardeceres dramáticos en los que las nubes sangraban por los bordes y derramaban su esencia en el horizonte, como una infusión en agua. Muchas veces había intentado explicarle eso a la abuela, a Luchy. Nadie lo había comprendido. La planta concluyó que Manchego estaba enamorado de Luciella. ¡Pues claro! También supo que Manchego tenía mucho sueño y que por sus graves lesiones debía descansar. El mozuelo no dudó de que los consejos de la planta eran excelentes, y, con el alma llena de ánimos, se dispuso a dormir y recuperarse de los golpes.
Capítulo XX – Un sol en la sombra Despertó. Todo era oscuridad. Percibía que algo había alrededor, giró la cabeza por si descubría algo, aunque fue inútil, tal era la negrura. Tosió un par de veces, de nuevo escupió aquella sustancia tan desagradable. Esta vez las costillas no le habían dolido.Se concentró otra vez en esa presencia que lo acompañaba. Tocó la planta. ¡El tallo era larguísimo! El grosor también había aumentado, ahora más bien parecía el tronco de un árbol pequeño. Presentaba unas espinas largas y afiladas. Se incorporó y tocó el tronco con cuidado, para no pincharse con las espinas. Tenía al menos diez ramas y una frondosidad de arbusto. El tímido capullo se había transformado en una esfera perfecta, turgente, de superficie lisa y resbaladiza, como la de un pez o el huevecillo de una rana. Dos diminutas membranas como las alas de una mariposa se pronunciaban. Mientras Manchego se devanaba los sesos intentando imaginar la planta y su función, se produjo un chispazo. Aquel bulto detonó y de él emergió un poderoso abanico de luces rosadas que fue directo a su cabeza. Allí se le metió y ocupó un espacio en su mente. Sus ojos, que ya se habían desacostumbrado a la luz, sufrieron y sintió un zumbido de dolor por dentro. ¡No estaba ciego! Lo embargó el miedo de encontrarse con un espectro, pero la presencia que irradiaba luz le aseguraba —sin palabras—, que todo estaba bien. Poco a poco comenzó a apreciar los detalles alrededor. La tierra era negra y húmeda, y conservaba el rastro de sus pasos. Las paredes, de piedra muy oscura, estaban manchadas por el caer del agua durante milenios. Del suelo emergían estalagmitas como estructuras foráneas. Del techo colgaban estalactitas como colmillos de una bestia temible. Se vio el cuerpo a través de la ropa, hecha jirones. Tenía las piernas manchadas de lodo y sangre. La derecha estaba amoratada e hinchada en el muslo y el talón. La bota rota dejaba al descubierto el pie, malherido y despellejado. Pero lo que más le impresionó fue el brazo derecho, que había perdido consistencia y ahora se asemejaba a una rama tronchada en diferentes puntos. Manchego se centró en la brillante luz de la esfera, que batía las alas frente a su rostro. Se sintió embargado por algo divino. La esfera se detuvo a la altura de sus ojos. Ya no le dolía fijar la vista en la potente luz, resplandeciente como la del sol. Ideas e imágenes empezaron a entrar en su mente. En esa comunicación sin palabras, el chico adivinó que dentro de ese globo había una profundidad solo accesible a unos pocos privilegiados. Se limitó a mirar y pensar. Sintió una nueva corriente de ideas. No podía creerlo. Otro flujo de pensamientos lo obligó a hacer una pausa y de ahí surgió una conclusión: la esfera le transmitía sus propios pensamientos.
Capítulo XXI - Abrazando el sol La esfera y Manchego se comunicaban con fluidez, compartiendo ideas y pensamientos. El chico tuvo un acceso de hambre. Supo que había sido por obra de la esfera, que le ofrecía, nada menos, la planta de la que había nacido. Tomó una hoja, se la llevó a la boca y masticó con desconfianza. Al principio solo notaba un sabor a grama, pero después los jugos de la hoja entraron en el torrente sanguíneo. Sintió un chorro de energía que le elevó el espíritu. Con hambre canina, se metió en la boca todas las hojas que le cabían y masticó con energía. En poco tiempo devoró toda la fronda. Cerró los ojos. Los dolores del cuerpo empezaron a ceder, las fuerzas regresaban a sus músculos, se sentía lleno de energía y vitalidad, su mente parecía pensar a mayor velocidad. Y todo gracias a la nuez de Teitú. ¿En serio yo te ayudo? En cambio, en mi opinión eres tú quien me ayuda a mí. «¿Qué ha sido eso?», pensó el muchacho. No sé, quizá muchas cosas. «¿Quién ha dicho eso?». Yo. «¿Quién?». ¡Yo! «¿Pero quién es “yo”? ¡No sé quién eres!». ¡Soy yo! ¡Aquí estoy, frente a tu cara! Manchego veía la luz flotando frente a su rostro. «¿Quién eres?». Soy yo, le contestó un pensamiento ajeno. La respuesta no complació a Manchego. «¿Cuál es tu nombre?». ¿Qué es un nombre? ¿Es obligatorio tener uno? Manchego jamás se había preguntado algo así. «Sirve para que los demás te llamen». No sé quién tendría que llamarme. ¿Tú tenías nombre cuando naciste? «No. Justo al nacer, no». El mozuelo se llevó un dedo a los labios, meditabundo. ¿Quién te puso tu nombre? «Mi abuela, supongo…». ¿Entonces, ¿tú serías mi abuela? ¿Qué es una abuela? «Ay, por los dioses. Pones en evidencia mi ignorancia, ya ni siquiera sé ni por qué mi abuela me puso el nombre de un queso. Supongo que yo soy el responsable de tu nacimiento, pero no soy tu abuela… ¿Qué tal si te llamo Teitú?». ¿Yo soy Teitú? Muy bien. ¡Me gusta! Teitú y Manchego… ¡Hola, Manchego! «¿Cómo sabes mi nombre?». Lo sé hace bastante tiempo. El chico cayó en la cuenta de que había tenido la nuez durante varios meses y, ahora que se mostraba tan mágica, no lo extrañaba que en su forma primitiva ya encerrara tanta sabiduría y misterios. ¿Se los habría trasladado Ramancia? ¿Por qué la bruja le dio un objeto que acabaría salvándolo de la sombra? Manchego estudió la esfera. No había ojos ni boca; solo luz. «¿Cómo es que puedes hablar mi lengua?». No hablo tu lengua. Me comunico contigo por pensamientos, tú les asignas las palabras. Es
una conversión inútil, porque todo lo que yo pienso puedes comprenderlo sin necesidad de codificarlo. Pero acabamos de conocernos, es pronto. Un día dejarás de hacer eso. Manchego se sintió superado por tanta sabiduría. ¿Un alma antigua habitaría dentro de esa luz? «Está bien, pero… ¿quién eres?». ¡Soy Teitú! «No me refiero al nombre, quiero saber quién eres tú». Y tú…, ¿quién eres? «Soy Manchego». No me refiero al nombre, quiero saber quién eres tú. «Ehhh… No sé. Bueno, soy muchas cosas, por ejemplo, soy un pastor». Eso es «qué» eres, o qué funciones llevas a cabo, no «quién» eres. Manchego se sintió atrapado en su propia pregunta. Responder a quién es uno no resulta sencillo. «¿Qué eres?». No sé. Yo soy. ¿Qué eres tú? «Soy humano». Yo no sé qué soy. ¡Solo soy! «Muy bien. Eso bastará por ahora… ¿Ahora qué?». Manchego no sabía qué hacer con Teitú. ¿Sería solo una luz para iluminarle el camino? ¿No era nada más que un fruto de la planta de la que se había nutrido? ¿O tendría una función más importante? ¿Cómo podría saberlo? No sé. No sé cuál es mi función. Lo único claro es que los dos estamos atrapados entre la sombra, los dos deseamos salir de ella, y debemos hacerlo cuanto antes. Aquí anida una presencia muy maligna. «Seamos amigos». ¡Me gusta la idea! «Yo acabé en este lugar por una razón que aún no comprendo. Si quieres te cuento más tarde».No, no me cuentes. No es necesario. Yo puedo ver. «¿Y qué ves?». Todo lo que pasa por tu mente. Como que viste a poseída por un espíritu maligno. «¿Ves en mi mente? ¿Cómo?». Manchego se sintió intimidado. No lo sé. Simplemente puedo. «¿Y por qué yo no puedo hacer lo mismo?». No sé. No entiendo todas tus preguntas. «¿Qué tal si nos ponemos en marcha? Me preocupan mi abuela y Luchy, tengo que irme lo más pronto posible. ¿Buscamos juntos la salida?». ¡Claro! En realidad, no se me ocurre nada más qué hacer. No me quiero quedar aquí. Quiero ayudarte a salir y a que te reencuentres con tu familia. Y a que te conviertas en el mejor finquero del imperio. «¡Gracias! Yo también puedo ayudarte a ser quien debes ser. Tengo ganas de contarte cosas, confío en ti. ¡Creo que esta va a ser una relación muy buena!». ¡Excelente! Creo que es mejor si yo te guío. Puedo volar y divisar obstáculos y vías libres. Debemos ser cuidadosos; ese brazo tuyo no tiene un aspecto muy sano. Deberían mirártelo cuando salgamos de este lugar tan horrendo. «Estoy de acuerdo». «Oye, ¿tú comes?». No sé. Acabo de nacer, aún no estoy seguro de nada. Quizás sí, quizá no. Ya lo
descubriremos. «Bueno. Avancemos entonces, no quiero demorarme más». Sígueme. «¿Y la planta?». No sé. ¿Qué propones? «¿Qué tal si nos la llevamos?». Manchego arrancó el tronco del suelo, con sus raíces. Los pétalos de la flor los guardó como posible fuente de alimento. El capullo del que había brotado Teitú ahora estaba quemado. Teitú levantó el vuelo y emprendió el camino, Manchego detrás. Ahora tenía una luz y más importante, un nuevo amigo y guía. Por fin, después de tantas calamidades, el chico sonreía.
Capítulo XXII – Kanumorsus Teitú demostró ser el perfecto aliado en aquella travesía. Gracias a su luz, Manchego gozaba de visibilidad y seguridad para sobreponerse a los terrores de las tinieblas. La luz se proyectaba en derredor con amplitud y, a diferencia del fuego de la antorcha, era constante y no se apagaría. Además, Teitú le insuflaba ánimos, le brindaba el vínculo necesario para mantenerlo sano y salvo, y lo cubría con su energía protectora. El terreno era tan accidentado como Manchego lo había percibido a través del sonido: rocas, humedad, grietas, derrumbes y bosques de estalagmitas y estalactitas. El techo era tan alto que a veces ni se divisaba. Que Eromes se hubiera adentrado en este terreno por un recién nacido que nada tenía que ver con él, con una simple antorcha y nada más, lo hacía merecedor de una gran admiración. El tronco de la planta resultó ser un excelente báculo para apoyarse al caminar. La complejidad del lugar le sugería que tal vez unas manos muy laboriosas lo habían forjado así con un propósito muy específico, pero con una simple observación no podía deducir nada más. Se abrían túneles por doquier, como ramificaciones del pasadizo principal. «¿Cuánto falta para salir?», le preguntó a punto de desesperarse. Llevaban andando mucho tiempo y el camino parecía interminable. Ni idea. Lo único que sé es que este sitio es maravilloso y terrible, creado hace muchísimos milenios. Manchego sintió que Teitú se agitaba y, segundos después, él se contagió de la misma turbación. Era un sentimiento a muerte y maldad que creció de súbito, como si hubiesen cruzado un portal invisible y ahora se encontraran en una nueva dimensión. Teitú lo confirmó: Me temo que nos aproximamos a una fuente de energía maligna. Algo terrible está sucediendo o ha sucedido, pero esa presencia es extraña… Un momento…, ¿qué es esto? ¿Luz verde? Una abominación…. Teitú se acercó a unas piedras. La luz de su compañero era tan radiante que Manchego no veía a qué se refería, pero recordaba el pasaje del libro de Eromes, en el que se hablaba sobre una luz verde. Manchego… ¡Qué rara esta luz! La energía maligna rezuma entre las piedras. Manchego se acercó y constató la radicación de esa luz verde. Con el bastón empujó una piedra y, justo como había narrado su abuelo en el libro rojo, la piedra cesó de brillar. Manchego, escucha bien. Te darás cuenta de que la luz, por momentos, exhala algo como una sinfonía de tristeza, muerte y desolación. Es lo más triste y maligno que he presenciado en mi corta vida, desde que era una simple nuez. Y escucha…, creo que hay más de lo mismo allá adelante. Oigo ecos, los percibo no por el oído, sino mediante el alma. «Teitú, debemos continuar y salir. Estos túneles mataron a mi abuelo». Es cierto… Lo siento mucho. Manchego se maravilló de la confianza que le tenía a esa luz. Podría tratarse de una trampa, pero algo le decía que con esa esfera podía estar tranquilo. Siguió la estela de su peculiar compañero. Teitú avanzaba por un pasadizo de rocas grandes, pesadas y de superficie lisa. La boca oscura fue abriéndose hasta desembocar en una caverna de una amplitud grandiosa. Las paredes se elevaban tan arriba que no se apreciaba el techo. A una distancia lejana y alta, algo reflejaba vagamente la luz de Teitú, e indicaba la presencia de piedras preciosas. En su camino, Manchego se vio obligado a subir por una loma. Al llegar a la cima, Manchego se sorprendió al hallar una llanura de piedra lisa, de tan solo unos cinco metros de diámetro. No
había más que polvo y escombros. Parecía una vigía. No hay señales de que alguien haya pasado por aquí en mucho tiempo. «¿Te importa si descansamos un rato?». ¡Excelente idea! «Ven», dijo Manchego, y se sentó. «Puedes colocarte entre mis piernas, taparán tu luz. Tú también deberías descansar». ¡Me gusta tu manera de pensar! Teitú voló hasta las piernas cruzadas de Manchego y se cobijó en un hueco que encontró. «Me encantaría comer algo…, como tamalitos o arequipe de la finca de Luchy». Eso parece delicioso. Pero te aconsejo que no sigas por ahí. Acordarte de lo que amas solo te causará una aflicción emocional. Manchego suspiró. Se tumbó y se estiró. El brazo derecho continuaba muy afectado. Se lo puso sobre el pecho para que no le doliera. «Qué raro eres, Teitú. Estoy impresionado de tener el honor de conocer a un ser como tú. Me das los mejores consejos y apenas nos conocemos». Le entró una gran curiosidad sobre ese ser luminoso. «¿Puedo cogerte? Me gustaría verte de cerca». Se incorporó. No veo por qué no. Manchego aventuró un dedo hacia la esfera, poco a poco. «Qué peculiar eres, Teitú. No veo que tengas ojos ni orejas ni boca. Y estas alas son algo fuera de este mundo. No sé si eres masculino o femenino… ¡No pesas nada! ¡Eres una maravilla!». ¿Qué es eso de masculino o femenino? «El sexo al que perteneces», y al pronunciar «sexo» le vino a la mente el cuerpo de Luchy, desnudo. Se sacudió esa imagen de la cabeza. «Yo nací hombre. Se sabe por los genitales…, entre las piernas». ¿Cómo? ¿Qué tienes entre las piernas? Manchego se sonrojó. Se había adentrado en un tema peliagudo. «Ehhh, quizá aún tengas que crecer… Mejor hablamos de esto otro día». ¿Te refieres a la reproducción de la especie humana? «Mejor otro día, ¿eh?». Manchego se tumbó, listo para echarse una siesta bien merecida. Teitú voló a ras del suelo y se metió en el camisón del muchacho, cerca de su corazón. *** Teitú salió a inspeccionar los alrededores. Después de un rato, se dirigió a Manchego: ¿Me escuchas? Manchego se espabiló de inmediato. Se concentró. El sonido era claro, diáfano e inconfundible. Ecos. Vámonos ya, Manchego. Es mejor prevenir que lamentar, le urgió Teitú. Algo se ha despertado… Manchego se puso en pie de un respingo, y de inmediato empezaron a descender la cumbre. El ruido de piedras moviéndose se volvió a escuchar a una distancia imposible de calcular, reverberando en la caverna. Las paredes se cortaron en dos gruesas columnas de roca sólida que sostenían un gran arco, mal formado, que daba entrada a un túnel de contornos alisados y cuidados. Avanzaron, sobrecogidos por el aspecto del nuevo túnel. Manchego imaginó que solo seres majestuosos, de gran poder, podrían haber creado ese mundo, nada de eso podría ser resultado del capricho de la
naturaleza. Más adelante identificaron el tronar del agua cayendo sobre un derrumbe de piedras. El origen del manantial debía de ser alto, no se alcanzaba con la vista. Se levantó una brisa agitada y la luz de Teitú se irisó. Entonces, Manchego sintió que el suelo temblaba. ¿Un terremoto? No, no se trataba del suelo, eran sus piernas. Titiritaba de miedo. No era el único que se había azorado; la luz de Teitú había perdido intensidad. Manchego empezó a comprender. «Esto es lo que la sombra desea con su veneno: contaminar almas y despojarlas de sus ánimos», se dijo el mozuelo. Fue lo que le ocurrió a mi abuelo, y por ello perdió la vida. Se recompuso, reunió valor. Una energía vital y poderosa emergió desde las profundidades de su ser. «¡No voy a permitir que la sombra me aplaque!», se dijo con vehemencia. Apretó los puños, tensó los músculos. «No soy de los que se dejan vencer.El coraje de un hombre se forja con dolor y virtud, valores y principios, penas y recompensas; y si perece en su misión, que sea por el valor con que se entregó a la lucha, y no por la cobardía que lo redujo a escombros». Manchego miró la esfera fijamente. «Tu luz es vital en mi camino, y mi mente para tu fuerza. Si no batallamos juntos, perderemos, nos quedaremos solos en esta sombra que no descansará hasta devorarnos. Vamos, ¡venzamosa esta sombra!». Teitú respondió destellando un intenso fulgor rojo. Continuaron. Su paso era firme, sin rastro de dudas, iluminado por el haz de luz carmesí. La catarata desembocaba en un río en el que Manchego se sumergió para empezar a nadar. Esquivó piedras, a veces la corriente lo desviaba de su camino. Al atisbar una ribera, allí se dirigió y vio que era el origen de multitud de túneles. Su abuelo debió de pasar también por allí. No sabía si estar triste o feliz, aunque al menos tenía la certeza de estar aproximándose al corazón del mal, al lugar en el que Eromes encontró a su madre asesinada y a él mismo, recién nacido. La luz verde que ya había visto antes, aquí estaba por todas partes e iluminaba suelo, paredes y techo. ¡Voces! ¡Voces! Desquiciadas y siniestras. No quiero ni imaginarme al responsable de tal desgracia, pensó Teitú. Manchego apretó los dientes. «Yo creo saber de quién es esa voz». ¿Dethis? ¿Qué significa eso? Tiene un aspecto horrendo. No me gusta. «No sé qué significa Dethis, pero será mejor que te apagues, Teitú. ¿Puedes hacer eso? No quiero llamar su atención». Creo que sí puedo. Teitú se volvió transparente. Manchego eligió el túnel que le parecía más corto para llegar hasta las voces. Caminaba pegado a la pared, cubriéndose tras las montañas de piedras que encontraba a su paso. Al final, se inclinó sobre una roca, para observar con detenimiento. Las voces le llegaban nítidas. —Alfarón dijo que vendría para someter a la bruja, pero está tardando. No comprendo por qué quiere hacerlo él mismo. Es como si le guardara rencor a la vieja… —Sí, es raro que Alfarón tarde. Ha debido de ocurrir algo y lo mejor es que sigamos sin él. Debemos ejecutar el plan, esa es la prioridad. —Entonces, ¿qué? ¿La matamos? —Que las ratas acaben con ella. Continuemos nosotros con el ritual. Hay que dejarlo todo listo para el sacrificio, que será pronto, y tiene que salir a la perfección. La venganza está cerca…, puedo sentirlo. Esas voces, esos seres… —dijo Teitú—. ¿Qué son? Sus voces son frías como la piedra y crueles como la sombra. De semblantes pálidos y ojos muertos. Manchego estaba absorto en la conversación que se entablaba unos metros más adelante.
«¿Has oído, Teitú? Dicen que van a completar un plan. ¿A qué se referirán?». Ninguno de ambos tenía la respuesta, pero estaban seguros de que ese plan no sería baladí. Cuando los seres pálidos y con ojos muertos se largaron, Manchego creyó escuchar una débil voz llamarlo con persistencia. Sintió que se le partía el corazón en pedacitos y echó a correr en esa dirección. Cuando descubrió la fuente de la llamada, el chico se dejó caer al suelo, la garganta en un puño, el alma encogida. Empezó a llorar sobre el cuerpo inerte de la bruja. La sacudió, como un cachorro que se niega a quedarse huérfano. El cuerpo reaccionó: —No te demores… Vete ahora mismo, hacia allá está la salida. Pero antes debo decirte grandes cosas, mi querido Manchego. Por mucho tiempo te he estado observando, estudiando, protegiendo de las fuerzas malignas que te buscan. Y lo hemos logrado, pero los sucesos se han acelerado, lo inevitable está a la vuelta de la esquina. Debes evitar el sacrificio. La bruja tosió sangre. Su respiración era un quejido agudo. Cogió aire antes de proseguir: — Encuentra al alcalde Feliel. Él es el creador de la sombra y el pueblo sufre por su culpa. No deben marchar…, no debe resucitar… Ven, toma esto —dijo Ramancia extendiendo la mano—. Vamos, tómalo te digo. Era un pequeño frasco con tapón de corcho. Dentro había un líquido azul iridiscente. — Bébelo, Manchego. Te dará fuerzas para la lucha que debes emprender. Eres quien eres, Manchego, y no puedes cambiar la esencia de tu alma. El guerrero de los Naevas Aedán es tu guía de ahora en adelante. ¡Corre! Sigue a tu fiel guerrero Naevas Aedán. Saldrás justo por la entrada a las cavernas Litiadas, a leguas del pueblo, gracias a los dioses. Ahora… ¡ve! Manchego salió corriendo sin parar de llorar. Eran tantas las preguntas y confidencias que quería hacerle a Ramancia…, pero las circunstancias se lo impedían, y tuvo que tragarse la tristeza y la impotencia. Se detuvo un instante, solo para beberse el líquido azul del frasco. Un vigor desconocido se arremolinó en el ombligo e irradió alrededor, recorriéndole las venas. Sus extremidades parecían nuevas, sus sentidos, afinados. Con una fuerza poderosa se lanzó de nuevo a la carrera, tan veloz como un guepardo. De un salto preciso salió afuera. Soplaba un viento frío. Era de noche.
Capítulo XXIII - Un corazón destrozado Allí, fuera de casa, Lulita no se desasía de su preocupación. Una luna decrépita brillaba casi sin luz. «¿Qué está pasando que ni siquiera el dios de la luz puede solucionar». La anciana aguzó los sentidos. Manchego no contestaba, a Balthazar no lo veía por ninguna parte: algo terrible ocurría. Oyó los cascos de los caballos en el establo. La puerta estaba abierta. Al entrar, encontró a Sureña agitada, cubierta de sangre… fresca. Examinó a la yegua, pero no halló una herida que explicara tanta cantidad de sangre. Unos ladridos desesperados y melancólicos sonaron a lo lejos. Lula salió disparada, dominada por el espíritu de la guerrera que aún llevaba dentro de sí. Corrió al límite de sus fuerzas, sus viejas articulaciones colaborando sin quejarse. Llegó a su casa, fue a la cocina y de una gaveta sacó una llave de cobre. Fue a su habitación, de un manotazo barrió los adornos que reposaban sobre un baúl gigante y lo abrió con la llave. Las bisagras chirriaron después de tantos años sin uso. Del interior, se escapó un aliento a olvido. Sacó un hacha larga, con un mango de madera envuelto en piel de wyvern. La cabeza era de un tipo de piedra especial, pesada y filosa. Estaba cubierta por un fino velo de polvo. La mujer sopló para quitárselo. Cogió también un arco largo con plumas de ave en los extremos y una aljaba llena de flechas con punta de piedra volcánica. Se ató el hacha a la espalda, el arco se lo colgó al hombro. Salió corriendo con la aljaba en la mano. Estaba lista para matar. Montó a Sureña y salió disparada hacia los ladridos de Rufus. La noche la envolvió con su negrura. En el cielo, encapotado, la luz plateada de la luna se colaba como lápidas de piedra. En poco tiempo, alcanzaron el Observador. No había nadie, pero los ladridos se recrudecieron. Más lejos, cerca de la ceiba del Mamantal, algo se vislumbraba. Lula supo que era Rufus. Se bajó del corcel, mirando a todas partes, lista para defenderse. No encontró nada. Se aproximó al perro. — ¡Rufus! ¡Dime qué ha pasado con mi niño! ¡Qué ha pasado! ¡Dímelo! ¿Dónde está Manchego? Rufus cesó de ladrar cuando la abuela mencionó el nombre de su amo. La mirada se le nubló y aulló con dolor. Después continuó ladrando furioso, hacia el suelo, al punto justo donde la tierra se tragó al chico. A la anciana no le hacían falta palabras. Rompió a llorar y durante un buen rato no fue capaz de otra cosa. La cabeza empezó a dolerle, como si las lágrimas estuvieran a punto de hacer estallar un dique. Sureña rebufó y la mujer calló. Oyó botas que pisaban la grama. Eran más de un par. Un parche entre las nubes permitió el paso de luz plateada, que fue a parar justo sobre tres superficies metálicas, que reflejaron aquella luz. Sureña se soliviantó, pateó el suelo. La abuela se subió a la yegua y con un toque en las costillas la animó a entrar en batalla. El animal trotó hacia los soldados, dirigido por Lula, antiguo miembro de las legiones del emperador. Los soldados se detuvieron, prepararon los escudos y tensaron los arcos. Las flechas apuntaban al corazón de la yegua. Pero no conocían a la amazona que iba encima, hija de la Tierra Salvaje, con talento para la puntería. Cogió una flecha, tensó el arco y soltó en segundos. La saeta silbó y se clavó en el ojo de uno de los soldados del alcalde. Cayó al suelo, muerto. Los otros dos siguieron avanzando, impasibles ante el amenazante arrojo de la abuela, solo concentrados en matar, destruir. Parecían poseídos por fuerzas oscuras. La mujer se contagió de la rabia que también la había secuestrado cuando luchó contra las fuerzas del Sur, Némaldon, el antiguo enemigo del imperio Mandrágora, donde
poderes sombríos yacen adormecidos, esperando gobernar con su dominio de sombras. El perro, que siempre se había mostrado una mascota dócil y tranquila en compañía de su amo, se llenó de cólera y corrió hacia los soldados. Le cogió el brazo a uno y le desgarró la carne en segundos. El soldado no se quejó de la mordida ni del dolor, pero tampoco se rindió. Respondió al ataque con un contundente puñetazo. Rufus salió despavorido y se perdió en el espesor del bosque. La distracción le dio una oportunidad a Lula. Agarró una segunda flecha, tensó el arco y apuntó a la yugular de otro soldado. Acertó. Mientras, el que quedaba vivo avanzaba sin muestras de temor. La mujer, que no aguantaba más, desmontó a la yegua y fue directa a por ese sicario, con el hacha en la mano, dispuesta a darle una lección. El soldado atacó con la lanza, falló. La abuela cogió el arma y la atrajo hacia sí con un movimiento certero y seco, estrechando el espacio entre ellos hasta separarlos apenas un suspiro, y con un tajo le despedazó el escudo. El oficial tropezó y, nada más tocar el suelo, la mujer le partió la cabeza en dos. Los sesos se esparcieron por doquier. La pelea había terminado, pero solo allí. De lejos llegaban los graznidos de una bestia. Era el fuego, que crepitaba entre madera y recuerdos. ¡La Estancia! La abuela corrió de vuelta. Ante las llamas voraces, cayó de rodillas, derrotada, incapaz de creer que su hogar se estaba consumiendo sin esperanza, a causa del odio, de una maldición antigua, que también sufrían las gentes en el pueblo. Lloró a cántaros, aullando de dolor. Le rezó al dios del fuego, ArD’Buror, pero sabía que ya era tarde. ¿Y si Manchego estaba dentro? ¿Y si el incendio lo había cogido durmiendo…? Miró alrededor, en busca de ayuda, de algo que pudiera servirle. Se derrumbó cuando, a lo lejos, vio el fuego y el humo asolando el pueblo. —¡Nos vamos ahora! Era un hombre que cabalgaba sobre un corcel negro, de barbas mal cuidadas pero de mirada penetrante. Lula lo conocía, se llamaba Savarb. Venía acompañado de varios jinetes, y sobre una de las monturas iba Luchy. La mirada de la niña estaba rota, hecha añicos por un dolor que no podía haber previsto. La masacre que había emprendido el alcalde era una realidad. —¡Nos vamos! ¡Al pueblo! ¡A la resistencia! ¡Al fuerte de las Asaetearas, no nos queda otra! Lula sintió que la guerrillera de su interior tomaba el control y, concentrada en una sola cosa —la supervivencia—, montó a Sureña y salió cabalgando tras el capitán de la resistencia, hacia el pueblo, donde muy pronto el horror la saludaría.
Capítulo XXIV - El río de Murria El cielo lucía un azul profundo como el del mar, estrellado igual que si miles de luciérnagas se hubieran colgado de la bóveda del mundo. Una gran nube de brazos arácnidos ensombrecía el horizonte, al noroeste. La luz de plata de la luna lo maravilló por su belleza y así permaneció un largo rato, ante un paisaje que le robaba el aliento. El frío viento lo desperezó. Se miró, se palpó el cuerpo, recuperado y fortalecido gracias al brebaje de Ramancia. Movió las extremidades, probó su flexibilidad, la fuerza. Se tocó la cara, se estiró como un gato. Se sentía como nuevo; se sentía como siempre. Teitú volaba alrededor de una rosa. Manchego parpadeó, no podía creer que la antigua nuez se hubiera convertido en algo así como un serafín. Apenas podía razonar; su mente era un torbellino. Habían ocurrido demasiadas cosas que le habían despertado multitud de emociones opuestas. Prefería no analizar, de lo contrario, se abocaría a la depresión. En cambio, Teitú era todo entusiasmo: ¡Es lindísimo este mundo! Volaba con velocidad, subía y bajaba, examinaba plantitas y rocas, como un niño que descubre todo lo que lo rodea. El muchacho se apesadumbró al percatarse de que ese espíritu puro empezaba a experimentar el mundo bajo los tormentos de una sombra atroz. Aun sin conocer los detalles de los planes del alcalde, o de quien estuviera matando y asolando, estaba seguro de que algo de suma importancia estaba a punto de suceder. Rezó al dios de la luz, deseando que todo se solucionara pronto y no muriera nadie más. Sin embargo, no creía ni en su propia esperanza. Quizá los rumores eran ciertos. Quizá el dios de la luz estaba muerto y por ello las sombras estaban emergiendo y causando estragos. Se oyó un aleteo, un graznido. El chico elevó la mirada. Nunca habría imaginado que volvería a encontrarse con aquel búho misterioso. Estaba a no más de una zancada de él, sus poderosas garras sobre la piedra de la caverna. Le salía sangre de un costado y manchaba el plumaje y las garras. Levantó el vuelo y se alejó. Manchego lo siguió con la mirada, extrañado. ¡Síguelo! Teitú había abandonado su exploración maravillada y ahora brillaba con intensidad. «¿Qué?». Manchego se sentía perdido y cansado. «Apenas salimos de la sombra ¿y no puedo descansar?». Entiendo que tanto luchar te haya superado, pero algo terrible está sucediendo en el pueblo, y el búho quiere conducirte a un lugar concreto. ¡Hay que seguirlo! La luz roja de Teitú alarmó a Manchego y le confirmó que ese ser resplandecía con diferentes colores de acuerdo a las situaciones que se les presentaban. Eso le sería útil en el futuro. De momento, hizo caso a su compañero. Echó a correr en pos del búho. Se internó en el bosque, guiado por el aleteo rotundo y continuo del ave de rapiña. El terreno tenía altibajos, pero Manchego los sorteaba sin dificultad. Atribuyó aquella energía a la pócima de Ramancia y pensó que tal vez la bruja había previsto que se enfrentaría a un lance que probaría sus capacidades hasta un punto inimaginable.
Capítulo XXV - Cuánto sufres, corazón El búho negro no se detuvo ni un segundo, impelido por una urgencia que Manchego estaba a punto de comprender. Teitú seguía despidiendo un centelleo rojo fuego, lo que no tranquilizaba al chico. Sonó el toque de queda, la llamada que invitaba a las tinieblas. El búho se posó sobre la rama de un árbol, camuflado en la negrura; solo se le veían los ojos. Se encontraban en una llanura que se extendía hasta una pequeña colina con un gran pino solitario en la cumbre. Manchego sintió un zarpazo de emociones. Era el Observador, su lugar favorito. ¡El búho lo había guiado hasta la finca! Paseó la mirada por la explanada y vio, con desolación, la ceiba del Mamantal, el punto donde la tierra lo engulló. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde entonces? Caminó hacia el árbol con curiosidad. Las raíces parecían gruesas serpientes que horadaban la tierra. Gracias al resplandor de Teitú, examinó los alrededores. Todo estaba como siempre. Ni siquiera daba la impresión de que allí hubiera sucedido algo tan terrible como que la tierra se hundiera. Gramitas tampoco aparecía por ninguna parte. No tuvo tiempo de pensar en nada más. Atisbó un cadáver. Se aproximó y enseguida reconoció la armadura y las insignias: ¡era un soldado del alcalde! Un olor a madera lo asaltó. Elevó la mirada, hacia un gusano gordo que penetraba el cielo. ¡Provenía de la Estancia! ¡Lulita! El nombre explotó en su mente con un relámpago. Manchego salió corriendo en dirección a su casa, con Teitú guiándole a través de la oscuridad de la noche y el humo. La plantación estaba arrasada, su enorme esfuerzo, hecho cenizas. El fulgor de Teitú cambió a un morado profundo y turbulento, reflejando las emociones del muchacho. Al acercarse al esqueleto de madera que una vez fue su hogar, Manchego estiró los brazos, como deseando abrazar aquella estructura en ruinas. Las piernas le fallaron y cayó al suelo. Observó el desastre, las ovejas, la vaca y el burro carbonizados, los caballos desaparecidos. Las fincas contiguas parecían haber sufrido una catástrofe similar. ¿Y Luchy? ¿Y la abuela? ¿Qué habría pasado con ellas? Un odio feroz prendió en el joven. Era demasiado. Primero tuvo que enfrentarse a las condiciones de su nacimiento, después, a la caída en un mundo de sombras, las heridas, el cuerpo malogrado, ahora, tenía que ver que su hogar se había reducido a cenizas. Las manos se le agarrotaron, tenía ganas de venganza. ¡Venganza! La palabra se pintó con letras de fuego en su mente. —¡Feliel! Solo ese hijo de brujas es capaz de algo tan terrible… ¡Lulitaaa! —chilló. El grito reverberó en la noche—. ¡Felieeel! Todo está en silencio y vacío —le dijo Teitú—. Deberías buscar con mayor ahínco, tal vez encuentres señales de vida de tu abuela. No todo está perdido. Puedo sentirlo. «¡No es cierto! Ya no me queda nada en este mundo. Han perseguido a mi familia desde siempre, mi sangre la querían para un sacrificio… Ya sabes lo que le hicieron a mi madre, lo que le hicieron a mi abuelo… ¡Lo que le han hecho a mi abuela! ¡Todos a mi alrededor sufren! ¡Todos mueren por mi culpa! Solo traigo desgracia a los que amo, desgracia y destrucción… ¡Feliel! ¡Dónde te has metido!» Manchego empezó a hiperventilar, los ojos se le enrojecieron. Una miserable locura ganaba terreno en su ser. Teitú quería ayudar a su amo. ¡Eso no es cierto! Tú no eres el único que sufre las desgracias de estos tiempos. Por el amor al amor, ¡no te dejes vencer ni te rindas ante esos pensamientos! No, Manchego, no te dejes envilecer. Es cierto que no te ha tocado una vida fácil, pero las
duras pruebas vienen y van, tú decides si estás dispuesto a hacer algo al respecto o sucumbir. Esos argumentos estaban cargados de razón, pensó Manchego. Sintió la bofetada de la lección y rompió a llorar, pero entre las lágrimas logró centrarse. Sus manos se relajaron, los dedos soltaron la tensión. Teitú dejó de emitir una luz morada y pasó a un tono entre rosa y celeste. Se puso de pie y se dirigió a la Estancia. Entre las cenizas buscó, con temor, el esqueleto carbonizado de su abuela. No lo halló. Con el alma inflamada, salió hacia el cementerio. Encontró el lugar arrasado, los árboles caídos, las lápidas de los antepasados de Eromes, manchados de humo y cenizas. Manchego observaba y se lamentaba. Se acordó del libro rojo y fue a por él, pero las llamas también lo habían devorado. La tristeza dio paso a la curiosidad cuando algo se movió a su espalda. El suelo tembló. Una potente explosión retumbó alrededor. Cuando Manchego abrió los ojos, vio un humo negro y espeso que se elevaba en forma de hongo, que soltaba pavesas y emitía una luz intensa y amarillenta. Esa nube estaba encima del pueblo y no tenía nada de espontáneo ni natural. Ese humo no me gusta, Manchego, tenemos que averiguar de qué se trata, pero seguro que es alguna fechoría del alcalde Feliel —sugirióTeitú. Volvieron al Observador. Antes de abordar otro objetivo, Manchego necesitaba cerciorarse de que el cuerpo de Lulita no estaba allí. En la cumbre no encontró más que silencio y el murmullo de las hojas de los árboles rozadas por el viento. Por suerte, el Gran Pino se había salvado de las lenguas de fuego. Bajó la pendiente y se dirigió a la ceiba del Mamantal, donde yacía el cadáver del soldado. No muy lejos había otros dos cuerpos, muertos por sendas flechas certeras, y entonces recordó unas palabras de Balthazar. Lulita había sido una gran guerrera y, siendo una Mujer Salvaje, no le extrañaría una gran habilidad en el manejo de esas armas, muy frecuentes en aquellas tierras. Creo que deberías coger una espada y un escudo. Manchego sintió miedo. Nunca lo había movido la violencia, aunque en este momento deseaba vengarse con toda su alma. Pero una cosa era pensar una venganza, y otra, llevarla a cabo. Empuñar esa espada lo atemorizaba, significaba dar un paso más en la senda que lo convertiría en otra persona. Había una partida en dos y pensó que esa era ideal para él, pues en parte se identificaba con esa arma mutilada. El escudo le resultó muy pesado, así que desistió y lo apartó. Se concentró en la espada rota. Lo hacía sentir poderoso, más cerca de su objetivo: encontrar y detener a Feliel, fuera como fuese. Sin más, el chico y el serafín se pusieron en marcha hacia el pueblo, el epicentro de las sombras.
Capítulo XXVI - Ecos y polvo ¡Manchego! ¡Manchego! ¡Despierta! Flotaba en un mar negro, donde lo único palpable era la maldad. Sentía la mente embotada, el alma siendo tentada por un veneno macabro y profundo. ¡Despierta! ¡Manchego, despierta! ¡La sombra ha intentado inocularte su veneno! Un chispazo iluminó la mente del muchacho y, de un respingo, se puso en pie. Se restregó los ojos, respiró en grandes bocanadas, como si acabase de salir del agua, casi ahogado. En una mano sostenía la espada rota, con la otra se agarraba el pecho. —¿Qué diablos…? —Barruntó el muchacho, con los ojos abiertos de par en par. Se encontraba en el pueblo, bajo una oscuridad absoluta. La luz de Teitú iluminaba una muralla monumental. Es la sombra y su espíritu maligno que intentaron poseerte, Manchego. ¡No se lo permitas! ¡Alíviate el corazón¡ ¡Espabílate! El joven tomó conciencia de la gravedad de la situación, y, sintiendo que recobraba el sentido, recordó su misión: detener a Feliel, lo antes posible. La muralla monumental le impedía el paso, pero no era un muro ordinario, de ladrillo y mortero, sino de cadáveres. Se elevaba decenas de metros de altura, la luz de Teitú apenas alcanzaba el borde. Manchego rezó al dios de la luz cinco veces consecutivas, luego a la diosa de la noche —por las almas de los desdichados, ahora sepultados en una montaña—. Quien hubiera sido capaz de levantar una muralla de cadáveres, debía de tener el alma marchita. No tuvo opción más que escalar. Entre bocas abiertas, ojos, costillas, pelo, uñas, espadas, lanzas rotas, el muchacho le echó agallas para poder proseguir, temiendo que, de súbito, un muerto le mordiera una mano o le arañara las piernas, enojado por haberle interrumpido la poca paz que podría haber encontrado en su tránsito al otro mundo. La pestilencia se hizo insoportable, la luz de Teitú bañaba la montaña de rojo. Miles de miles de cadáveres conformaban aquella cordillera de indignación, de base vasta y larga que ocupaba varias calles. El viento se tornó gélido y violento, azotó al muchacho, que ya había ganado mucha altura. Se aferró a los cadáveres para no caerse y acabar sumando su cuerpo a la gran muralla de Feliel. Al llegar arriba del todo,Manchego oteó el panorama. La sombra tapaba el pueblo, pero aún se abrían resquicios, a través de los cuales vio algunos fuegos en Sector Medio. También había gente que corría y se escabullía, probablemente huían. Se desplazó hacia esa zona y empezó a descender por la gigante pila de muertos, con cuidado de no dar un mal paso y clavarse la espada rota. Después de lo que le parecieron horas, tocó suelo adoquinado en el Sector Medio y resopló. Un olor a eucalipto le llenó los pulmones. No tenía tiempo de preguntarse por esa anomalía y avanzó. Vio la nube que subía en espiral y cubría todo el pueblo desde arriba. Tenía que ser el resultado de algún conjuro maligno. Aquella nube giraba en torno a un eje invisible y emitía un vago destello de color naranja.Una explosión elevó una columna de fuego al aire. Se oyeron gritos a una distancia no muy lejana. A Manchego se le agitó el corazón al escuchar dicha agonía. Continuó, junto a Teitú, pero ese olor a eucalipto se intensificaba. Manchego se detuvo para buscar su fuente. Al prestar atención a sus alrededores, descubrió una voz que cantaba en susurros, que después se le fue acercando, metiéndose en su cabeza. Sin darse cuenta, un hechizo lo había embrujado.
Apareció un hombre, el rostro oculto tras una capa. El canto del brujo se volvió nítido: «Sol solecito… calmantes fuegos…». El mozuelo apretó el mango de la espada, pero… ¡no podía moverse! Teitú se asustó y brilló de color rojo. Intentó comunicarse con Manchego, pero su amo estaba completamente raptado por el encanto. Al brujo solo se le veía la mandíbula, que movía al ritmo del cántico. Un fuego cercano envió un resplandor a su cara y, por un instante, le brillaron los ojos. Eran celestes. También se le vio el pecho desnudo, donde lucía un tatuaje que parecía encerrar un poderoso símbolo. El hechicero no dejaba de cantar: Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame en tu mano. El curandero cesó de cantar y dijo con voz queda y clara:—En el foso de la alcaldía te esperan con ansia. Desean eliminarte los que buscaron acabar con tu vida hace trece años. No te dejes vencer por las fuerzas que pretenden aplacarte. Feliel es el autor de esta desgracia. Él es quien te espera. El brujo siguió de largo sin decir más. El olor a eucalipto se esfumó como un fantasma y no dejó ni rastro. Manchego recobró la compostura. Reconocía aquellos versos, eran los mismos que entonaba Mowriz. Quizá el brujo y Mowriz compartían misterios, pero ahora le resultaba imposible concluir qué relación tenían. Sintió como si conociera a la persona bajo el manto, pero dado que solo podía verle la mandíbula no pudo reconocerlo. Al salir del embrujamiento trató de buscarlo con la mirada, para no encontrar más que detritos y ruinas por doquier. El brujo se había esfumado tan rápido como llegó. «Teitú, ¿qué fue eso?». No lo sé y no creo que importe. Lo esencial es acabar con la sombra. Feliel te espera; pues bien, vayamos a su encuentro. Pero con prudencia, podría ser una trampa. En cualquier caso, tenemos que detener al creador de estas tinieblas. «¡Correcto!». El chico empuñó la espada y arrrancó a correr hacia la alcaldía. Dos estallidos sacudieron el suelo. No muy lejos ardía un fuego colosal que avanzaba y engullía todo a su paso: casas, cadáveres, personas vivas. Los gritos eran insoportables. Manchego pensó en dirigirse hacia el fuerte de las Asaetearas, donde seguramente encontraría al capitán Savarb. Le pediría escoltas y una pequeña brigada para asaltar y asediar la alcaldía. Pero, a medida que se acercaba al fuerte, debía rendirse a la evidencia de que ese lugar era el epicentro del desastre. Un fragor a madera quemada resonaba en el ambiente. Se detuvo ante la desolación de hallar el fuerte en ruinas. La Caterva, convertida en la boca de la muerte, estaba taponada por centenares de soldados del alcalde, apilados en tortas de carne molida y machacada. Del fuerte no quedaban más que escombros. Lo que una vez fue la trinchera de la resistencia, ahora solo era un cementerio. El corazón se le hundió, pero Teitú lo ayudó. Le envió ánimos y el chico volvió a asir firmemente la espada. Estaba deseando hacer pagar por sus crímenes a Feliel. Manchego anduvo entre la destrucción en busca de alguna señal de vida. Sorteaba cascotes, cuerpos inertes, armas sin dueño, caballos muertos. Tropezó con el cadáver de una chica. ¿Luchy? No, suspiró aliviado. Se acercó a ella y observó que la joven estaba
abrazada a algo. Se trataba de un niño pequeño atravesado por una lanza. La tristeza lo embargó. Una explosión en el cielo lo sacó del ensimismamiento. Los gritos de dolor, el ruido de una refriega le dieron la pista de que estaba cerca de los supervivientes de la destrucción. Manchego y Teitú se miraron y se comprendieron. A no más de una cuadra de distancia, un fuego avanzaba. Varios soldados organizados marchaban contra la defensa de algunos pueblerinos, no más de veinte, que huían a la vez que levantaban barricadas. De manera involuntaria, Manchego lanzó un rayo de luz blanca y divina, y un jinete sobre un caballo blanco cobró valor. Cuando se fijó en ellos, no daba crédito: eran Sureña y… ¡Lulita! La abuela blandía un hacha, que hacía bailar en el aire, soltando tajos aquí y allá, moviéndose con astucia. El chico también reconoció el cuerpo grande de una señora, quizá era Tomasa, armada con una piocha con la que partía cráneos sin dificultades. —¡Sol solecito!— escuchó a su espalda.Volteó a ver, asustado. Detrás, esbozando una gran sonrisa, se encontraba Mowriz. Hincó una rodilla en el suelo. —¡Sol, solecito!—, repitió el muchacho embrujado, bajando la cabeza. Parecía un caballero rindiendo honores ante un rey, entregándose completamente a él y a su voluntad. El joven pastor se vio asaltado por un grave dilema. Debía elegir entre defender a aquellas gentes que se batían en retirada, entre los cuales estaba su abuela, o continuar con su misión de ir a la alcaldía y acabar con Feliel. Con dolor en su corazón, supo que su deber era cumplir con el cometido que el azar o los dioses le habían puesto en el camino; era la única manera de detener aquel caos. —¡Mowriz! Quédate aquí a ayudar a esta gente. ¿Ves esa yegua blanca y a su amazona? Los defenderás a toda costa, a ellas y a todos los que forman parte de la resistencia. ¿Lo has entendido? Acaba con esos soldados. —¡Sol solecito! —Mowriz recogió una espada del suelo con su único brazo y salió disparado, como llevado por los demonios, hacia la batalla. En cuestión de segundos, el peor enemigo de Manchego se sumó —por obra y gracia de una orden suya— al despliegue de las fuerzas defensoras, que a duras penas lograban contener el ataque. No había tiempo que perder. Manchego echó a correr hacia la alcaldía.
Capítulo XXVII - Verdugo Jadeando, llegó al Parque Central, seguido por una estela de terror. El corazón se le encogió de nuevo ante la estatua decapitada de Alac Arc Ánguelo; a sus pies, la cara estaba llena de excrementos. La luz de Teitú bañaba la estatua blanca de color rojo sangre, algo de muy mal agüero, sin duda. El Parque Central estaba vacío y en silencio, los árboles se habían retorcido, tal vez vencidos ante tanto sufrimiento. Manchego miró hacia arriba. Ahí estaba el epicentro de la nube en espiral, que viraba con lentitud sobre la alcaldía. Se puso en marcha a paso ligero, intentando hacer poco ruido. Sujetaba la espada rota con firmeza, preparado para defenderse. La estructura rocosa de la alcaldía estaba rodeada por un silencio de muerte, pero Manchego no iba a achantarse ahora. Caminó hasta la entrada de la alcaldía, subió un gran escalón y se encontró ante un portón de madera, de doble hoja, y un llamador de metal rústico. Las puertas estaban entreabiertas. Manchego interpretó aquello como una clara invitación hacia el interior. Dudó. Podía dar media vuelta y olvidarse de aquel lío. Debería haberse preocupado por la abuela y por Luchy; ahora podrían formar parte de la muralla de cadáveres. No, no… No podía lamentarse. Las buscaría después, cuando cumpliera con su obligación. Empujó las puertas, los goznes chirriaron y el ruido reverberó. Cuando el eco se apagó, quedó un silencio penetrante, que mordía cada segundo. Miró una vez más hacia atrás y, después, continuó adelante. Manchego avanzaba por un largo pasillo con la espada rota bien sujeta entre las manos, defendiendo sus flancos, temiendo caer en alguna trampa. Sin embargo, nada sucedía. El pasillo, débilmente iluminado por varias velas, tenía habitaciones a los lados. Allí dentro también gobernaba el terror: cuerpos en el suelo, de pueblerinos y guardias que no habían vigilado bien las puertas, estanterías volcadas, sillones destrozados, cristales y adornos rotos, telas ensangrentadas. Reinaba tal abandono que la sensación resultante era de paz, de eternidad en espera de ser consumida por el paso del tiempo. Manchego continuaba con cautela, en posición de ataque, fijándose en la luz de Teitú, cuya sensibilidad detectaría el peligro. Feliel podría estar en cualquiera de esos cuartos, esperándolo para desatar una emboscada. ¿Cómo adivinar su escondrijo? El misterioso hechicero fue muy claro, lo esperaban aquí… Aunque podría tratarse de una trampa, quizá Feliel era el mismísimo hechicero. Manchego empezó a sentir una presencia que no divisaba y siguió en esa dirección. La intuición lo guió a un pasillo largo con una puerta cerrada al final del mismo pasadizo. La puerta era de madera, de manufactura sencilla, con un pomo de metal que ya necesitaba un buen pulimentado. El chico sabía que detrás estaba lo que andaba buscando. La certeza le vino en una revelación espontánea de la que no guardaba dudas. Teitú brillaba con mayor intensidad. Empujó la puerta y cerró. Lo envolvió una oscuridad tal que hasta cegó la luz de Teitú. A una distancia imposible de calcular, se veía un anillo brillante. Caminó hacia allí, con el presentimiento de que aquel anillo estaba protegido por un hechizo, como la puerta invisible de la casa de Ramancia, que seguramente solo permitía el acceso a ciertas personas, entre ellas, sin duda, Manchego. A pocos pasos, el chico se dio cuenta de que el anillo era, en realidad, una bóveda de luz blanca. Debajo, un altar cubierto por un manto rojo y bordado en oro, una banca, varios libros empastados de negro y… un cuerpo de rodillas. Sobre el manto rojo, había un libro abierto, de páginas amarillentas y gruesas, párrafos largos de escritura apretada. Un cuchillo hacía de
marcador. El hombre de rodillas se puso de pie. Era un individuo en la cincuentena, vestido con una sotana negra. Alzó la mirada al agujero en el techo, por donde se filtraba la luz blanca. Tenía los brazos extendidos, como si estuviera recibiendo la gracia de alguna fuerza divina. Las manos estaban manchadas de rojo. A sus pies yacía una cabra degollada, bañada en su propia sangre, dentro de una estrella de cinco puntas, cada una de las cuales estaba coronada por una vela. En el altar, al lado del libro había una copa de oro, y una gota escarlata se escurría, gruesa y lenta, desde el borde. Los labios del hombre también estaban manchados.El hombre farfullaba algo. Cerró los ojos con fuerza y el rostro se le llenó de odio, las manos se le crisparon. Un sonido ronco brotó de su garganta y el suelo empezó a temblar. Se giró con brusquedad, como si en ese momento hubiera percibido que tenía visita. Abrió los ojos de par en par. No disimuló su sorpresa al descubrir a un joven escuálido, vestido con harapos y de mirada extrañamente poderosa. Cuando vio a Teitú, empezó a encogerse como una culebra que se prepara para la defensa. Manchego se fijó en la bóveda, el altar, el libro, la cabra muerta sobre el suelo, la endemoniada mirada del hombre, vestido como un sacerdote del Décamon. Detrás de aquellos ojos había una maldad natural e innegable. Teitú estalló en un arcoíris de rojos que cubrió el ambiente. —¡Feliel! —gritó Manchego con un desgarro que le nacía de lo más hondo, del miedo, del dolor, del hambre y del deseo inaplazable de venganza. El grito viajó por la bóveda, ahora iluminada de rojo. El hombre se estremeció, jamás sospechó que tuviera que enfrentarse a un chico tan joven. Sin embargo, la presencia de Naevas Aedán le indicó que ese no era un niño cualquiera, sino alguien muy especial. —Eres muy osado, pequeño intruso. Me impresiona la energía que destella tu alma… —dijo con tranquilidad—. Feliel… ¿Sabes que siempre odié ese nombre? Debes saber, pequeña alimaña, que también me llaman por otros nombres. En mi tierra me veneran como el Lóbrego Pastor, uno de varios que habemos en dicho nido de la malicia. Manchego no podía dejar de pensar en la masacre de miles de personas, con sus padres e hijos, sus sueños y proyectos. Su misma abuela podría estar muerta, enterrada bajo rocas y ceniza, y a ese alcalde no le importaría. El Lóbrego Pastor prosiguió hablando con calma. —Dime, alimaña asquerosa, ¿en qué puedo ayudarte? —Su rostro se deformó en una expresión perversa mientras manoseaba la empuñadura de una daga que llevaba en el cinto. —Vengo a detenerte —contestó con firmeza, con una voz metálica, ni siquiera parecía él—. Tu demencia ha causado estragos, asolado campos, asesinado a inocentes. Nada podrá reparar tanto dolor, pero vas a pagarlo caro, te lo aseguro. —Y clavó sus ojos en los del Lóbrego Pastor. Ya no era el adolescente lleno de dudas, fácil de amedrentar. —Eres un muchacho realmente extraordinario—repuso Feliel—. Es una lástima que no seas apto para las Artes Negras, podrías haber llegado lejos en la nigromancia. Si me lo permites, me gustaría presentarte a mi amo, Legionaer, quien sin duda estaría muy complacido de tenerte entre sus fieles seguidores. Serías… —¡Calla! —aulló Manchego; Teitú, a su lado, lanzando destellos—. He aprendido de las crueles fuerzas que me han intentado vencer, entre ellas, las que tú has invocado para arrasar el pueblo. Manchego dio un paso adelante. Feliel se encogió, retrocedió. Parecía un demonio intimidado por el brillo de una luz invisible. —¿Cómo sabes que yo lo hice? —preguntó Feliel.
—Una sirvienta tuya me lo dijo. —Tendría que haber degollado a esa bruja a tiempo… No imaginé que darías con ella, la encerré en un lugar muy apartado… ¿Quién eres? Realmente eres extraordinario… —Da igual. Vengo a detenerte. —Manchego dio otro paso. Feliel se echó hacia atrás, el terror le hacía temblar. —La gota de sangre ha sido derramada y el cielo está listo: la nube gira, la tierra se estremece. ¿Qué crees que vas a detener? —A ti. —Manchego titubeó al oír un ruido, como si algo se hubiera puesto en marcha y notó que Feliel percibió su duda. El Lóbrego Pastor aprovechó para hacer mella: —Quizá soy yo quien debe detenerte a ti. El amo me habló de un ser a quien debía eliminar. Te he ofrecido unirte a nosotros, pero eres demasiado estúpido. Sois unos incompetentes, todos los que pueblan el imperio Mandrágora. Hace casi cuatro años me eligieron alcalde de esta pocilga. Jamás sospechasteis cuál era mi tierra de origen, Némaldon, ni que nunca abandonaría sus ritos. Hice y deshice a mis anchas. »Lo más sencillo y divertido fue convencer a los ricos para que despilfarraran, para que consumieran su vida sin gloria. ¡Murieron con tanta facilidad! Es impresionante lo manipulables que sois, pueblerinos, mandragorianos asquerosos. A los que no se dejaron seducir tuve que torturarlos. »Fue placentero derramar su sangre para el sacrificio divino. ¡El amo regresará gracias a vuestros líquidos vitales! ¡Vidas, miles de miles de ellas, a cambio de una vida mucho más importante! ¡Esta es una obra de gran belleza! El Lóbrego Pastor se echó a reír como un auténtico maniático. —No sé cómo has llegado hasta aquí, pero me alegro, eso me allana el camino. Acabaré contigo rápidamente, no habrá quien te proteja. Mírate: eres un chico escuálido, inocente, tan ignorante. Eres inútil. »Yo soy el Lóbrego Pastor que ha creado el ritual de nigromancia más importante de todos los tiempos. El amo salvará mi alma, sin dudas. Ven aquí, pequeña rata… Tengo tu destino en la hoja de esta daga. ¡Muere! ¡Que vivan las Artes Negras! ¡Que sucumba el imperio Mandrágora! Feliel se lanzó a la carga con un grito de guerra y la daga apuntando hacia el cuello de Manchego. Era más rápido de lo que habría imaginado, pero no tanto como el chico. Teitú explotó y, con un movimiento ágil, Manchego esquivó el cuchillazo, para luego abalanzarse sobre Feliel. Todo ocurrió con la rapidez con que un relámpago cruza el cielo. Manchego empuñaba su espada rota, que… le atravesaba el pecho a Feliel. El rostro del Lóbrego Pastor había empalidecido y por la comisura de sus labios corría un hilillo de sangre. El muchacho tomó una gran bocanada de aire. Sentía que sus energías se habían evaporado. Había matado a una persona, pero no se sentía mal. Era el fin del terror de Feliel, el alcalde ya no era una amenaza, y todo, gracias a las fuerzas del bien que lo habían preparado para este enfrentamiento. Pero si había cumplido su misión, ¿por qué sentía que esto aún no había terminado? Miró alrededor. Ya no se hallaba bajo una bóveda, sino en una de las tantas habitaciones de la alcaldía. «El gobierno de terror de Feliel ha caído al fin. Hemos vencido», se dijo el muchacho y se puso de pie, extrañado por el silencio y por haber aparecido en otro lugar sin haberlo notado. Salió del ensimismamiento por la necesidad de huir de la alcaldía. Fue a una ventana y vio el cielo, donde la nube en forma de espiral seguía girando. ¿No debería haberse detenido con la muerte de Feliel? Corrió hacia la salida, con la esperanza de encontrar pronto la explicación a ese negro fenómeno. Afuera solo había silencio. Se le hundió el corazón, Teitú desplegó un rojo brillante.
Algo terrible se avecinaba.
Capítulo XXVIII - La brisa del silencio Savarb los condujo hacia el pueblo. A pesar de las pilas y pilas de cadáveres, aún quedaban supervivientes y esperaban en el fuerte de las Asaetearas. —¡Soldados! —advirtió un jinete, pero muy tarde, pues la lanza le atravesó el pecho en ese preciso instante y cayó al suelo. Otra lanza y otra y otra surgieron de la oscuridad. —¡A la garita! —gritó Savarb, poseído por una locura que amenazaba con dominarlo. Sus compañeros estaban muriendo en la emboscada, ya había contado diez cuerpos, y no veía manera de escapar y salvar la vida de los demás. El líder de la resistencia bien sabía que pronto acabarían con todos. ¿Qué les pasaba a esos soldados que eran capaces de tanta crueldad? Estaba convencido de que se sentían peones de una fuerza imparable, y de manera automática miró hacia el cielo, a esa nube tenebrosa. Los jinetes entraron por la garita, entre la ingente chatarra acumulada, colocada así para impedirle el paso a un número elevado de soldados. Savarb, que era un hombre de guerra, que había servido bajo el comando del general Leandro Matamuertos, bien sabía que estaban condenados, pues el fuerte de las Asaeteras no aguantaría el asalto de más de doscientos soldados. Estaba seguro de que, muy pronto, la resistencia caería. —¡A las armas! —gritó Savarb—. ¡Preparaos! Una detonación bestial se propagó como una maldición y recorrió el pueblo. El sonido provenía del centro, seguramente de la alcaldía. Lulita abrió los ojos de par en par, mirando al cielo. Luchy se quedó con la vista fija en el horizonte. Todos dirigieron su atención al mismo lugar: la alcaldía. En la distancia, algunas nubes se movían a una velocidad inusual, rápida y en una misma dirección, como si una fuerza gravitatoria las estuviera succionando. Savarb, y algunos otros que ya habían presenciado fenómenos anómalos, sospechaban que detrás de todo eso había un conjuro de nigromancia. Las Artes Negras las practicaban los nemaldinos, el enemigo más antiguo del imperio Mandrágora, tierra de poderes ocultos y monstruos traídos de los lugares más recónditos y profundos de las tinieblas. Pero tras cuatrocientos años de paz, casi todos se habían olvidado de la existencia de seres tan nefastos como los orcos, los wraiths y otras bestias. Las nubes continuaban su camino y se acumulaban en el centro del pueblo, una tras otra, creando una gigantesca esfera que ocupaba la mayor parte del horizonte. Estalló otra detonación y un rayo verde cruzó el cielo como si un dios hubiera desatado su furia sobre el mundo. La esfera empezó a moverse a una velocidad cada vez mayor y unos brazos emergieron de aquella forma, se estiraron y se retorcieron para bailar alrededor de la nube en espiral. Todos estaban boquiabiertos, paralizados, expectantes ante el suceso. La espiral giraba alrededor de un eje central: la alcaldía. El corazón de Savarb le galopaba en el pecho sin control. Los supervivientes eran personas poco habituadas a la guerra, serían presa fácil para los soldados que claramente estaban endemoniados por efecto de alguna pócima o un hechizo poderoso. —¡A las armas! ¡A las armas! ¡El momento ha llegado! —Exhortó Savarb, poseído por el miedo, sin dejar de vigilar el horizonte. Supo que su momento había llegado, que hoy moriría pero con el honor debido al pueblo por el que se había entregado hasta el último suspiro. Tocó el metal de la espada, sintió el frío de la hoja, el filo poderoso y bravo. Su respiración se agitó.
Desenvainó el arma y apuntó al centro del pueblo, como si estuviera retando al mismo alcalde, y dijo: —Que comience la batalla final, que tus soldados prueben el filo del metal que utilizaré para derribarte. Una ola de paz recorrió su cuerpo, como si aceptar su destino lo hubiera preparado para una lucha cuyo desgraciado final presentía, pero con la seguridad de que algún día una fuerza del bien vencería sobre el mal. Se acordó de Manchego, el joven que había conocido hacía un par de días. Le rezó al dios de la luz para que el chico estuviera lejos de las penumbras. El resonar de botas metálicas marchando sobre la piedra adoquinada devolvió al capitán a la realidad. Era la hora, la batalla de los asediados comenzaría y finalizaría hoy. Los supervivientes serían diezmados, sus cuerpos serían apilados en montañas y la muerte se extendería como esa negrura. Pero no lo lograrían fácilmente. Las gentes del pueblo ya no tenían nada más que perder, los habían arrinconado y que no hay fiera más temeraria que aquella que está arrinconada. Quizá era una lucha entre liebres y lobos, pero hasta las liebres tienen dientes. —¡A vuestros puestos! ¡A la batalla! ¡El final ha llegado! Savarb observó a varios pueblerinos reunirse, para luego juntarse con él en el tejado de la casa donde se había apostado. Entre ellos estaba la señora que había encontrado en una finca junto con otro finquero. *** Luchy estaba sentada sobre una cama hecha de paja y residuos. Era el sitio que una enfermera le había indicado para hallar un poco de consuelo. Sabía que no era la única persona que había perdido a toda su familia, pero no podía pensar en otra cosa, ni siquiera le había dado tiempo a acostumbrarse a la idea de haberse quedado sola; su mundo acababa de derrumbarse. Sí, había asistido a la desgracia, a la muerte, pero nunca imaginó que sería testigo del asesinato de su familia al completo. Jamás olvidaría ese momento. El ruido de las botas metálicas, los gritos salvajes, las espadas rasgando aire y carne. El aullido de su madre, el desamparo de su padre, el llanto de sus hermanos cuando el metal se hundió en sus corazones. Llegaron sin avisar, por la espalda, y empezaron a matar. Pero ella logró esconderse. Desde su refugio tuvo que ver las atrocidades que esos malditos cometían con sus seres queridos, sin gritar, sin llorar, y luego reaccionar a tiempo para marcharse antes de que el fuego que devoraba la casa también la mordiera a ella. Ahora se hallaba aquí, en un reducto de casas que la gente llamaba fuerte. Pero no lo era. Lo sabía por los murmullos de los heridos. Quedaba poca esperanza. El capitán era la única inspiración, el único hombre que aún creía que se podía hacer algo. En los demás, sin embargo, Luchy percibía el desahucio. Hacía un par de días que la niña preciosa no veía a Manchego. Lulita estaba inconsolable al llegar al pueblo, gritaba el nombre de su nieto. Entonces Luchy comprendió que su amigo había desaparecido. No quería pensar en otra posibilidad, no quería imaginárselo enterrado bajo otros cadáveres. Le rezó a la diosa de la noche, D’Santhes Nathor, para que se encargara del alma de su mejor amigo y que le diera acceso al Profundo Azur de los Cielos. Un alma como la de Mancheguito no tendría que pagar por ningún pecado, pues había sido pura y llena de gracia. La niña se recostó. Tal era su cansancio físico y emocional que enseguida se durmió. Unas horas después la despertó un bullicio de armas y arengas; la guerra no había terminado.
Vio que Lulita estaba junto a ella, durmiendo con el rostro congestionado por el llanto. Al otro lado estaba Lombardo. El atractivo joven estaba concentrado en otros asuntos, con la vista fija en el techo, los labios apretados, los puños bien cerrados. No había nadie más. ¿Cuántos supervivientes quedarían? Los soldados del alcalde estaban dispuestos a exterminarlos. ¿Por qué? *** Lombardo, de la finca el Zapotillo, estaba tumbado sobre el lecho, mirando al techo de la casa desvencijada que los de la resistencia le habían asignado. Savarb era un hombre tajante, de escasa paciencia y acostumbrado a dar órdenes sin pena de ofender. Sus barbas largas y descuidadas, sus ojos negros, profundos y doloridos, hacían ver que el hombre había sufrido un dolor inmensurable. El finquero no se explicaba cómo habían llegado a esa situación, tan rápidamente. Estaba al tanto de los problemas socioeconómicos del pueblo, pero jamás sospechó que la crisis degeneraría en una matanza sin excepciones. Tantos cadáveres, tantos muertos apilados en montañas, tanta sangre derramada, vísceras y cabezas decapitadas. ¿A quién se le habría ocurrido tal despropósito? El joven había heredado la finca de sus padres, quienes habían fallecido por causas naturales una década antes. Recordó el momento en el que los soldados entraron por la fuerza, prendiendo fuego por todas partes y las espadas en alto. Se alegró de que sus padres no estuvieran allí. Agarró una pala y un rastrillo y acabó con algunos de esos canallas. Si no hubiera sido por su formidable tamaño, el finquero habría muerto. Gracias a Savarb y a sus refuerzos pudo huir. Lo que no se explicaba era cómo el capitán supo que las fincas estaban en peligro. No podía imaginar que todo se debía a un joven llamado Manchego. Estaba profundamente afectado. Ya no era un finquero apacible, de vida tranquila; ahora era un hombre que había matado a varios soldados. Lo peor de todo era la seguridad de que el ciclo de violencia apenas había comenzado. Estaba deseando seguir derramando sangre, a sabiendas de que, si no, la sangre derramada sería la suya. La complejidad del problema se había reducido a una simple conclusión: matar o morir. No había vuelta de hoja, y él había tomado la decisión de matar. No se rendiría a la primera, se entregaría con arrojo a la batalla. A su lado, doña Lula, de la finca el Santo Comentario, se había despertado y, de nuevo, había roto a llorar. *** La señora deliraba. No podía asumir que, al girarse, su nieto no estuviera allí, a su lado, que podría estar muerto. A veces pensaba en Balthazar. No lo encontró cuando la finca se incendió, así que tal vez eso significaba que Manchego y él estaban juntos. Tal vez… Pero presentía que no era así. Balthazar era un tipo furtivo, se marchaba sin dar explicaciones. Seguramente huyó como un cobarde, igual que la vez anterior. La anciana no se libraba de la estupefacción ante el avance voraz de la guerra. Ella, que había peleado en otras batallas, nunca había visto nada semejante. No era normal. La única explicación posible era que algo o alguien controlaba a los soldados, quizá estuvieran endemoniados. Prefirió no abrir los ojos. Apretó contra su cuerpo el hacha, la aljaba y el arco. Eran sus recuerdos, la herencia de su madre, que había sido una hembra alfa dominante de las Tierras Salvajes. Huyó de Devnóngaron junto a su marido, un macho no dominante, en busca de mejores oportunidades. Así recalaron en el imperio y bien que encontraron oportunidades provechosas.
La hija de ambos, Lulita,que había nacido con los dones de su madre, se enroló en la milicia de la Casa de Thorén. Por su valía, la trasladaron al Ejército Imperial, donde conoció al general Leandro Matamuertos. Fue una época llena de aventuras, en la que pudo demostrar su capacidad como Mujer Salvaje y su superioridad en el campo de batalla. Pero al retirarse conoció a Eromes, y tras el casamiento encerró en un baúl sus recuerdos como guerrillera y se dedicó a la finca el Santo Comentario. Jamás pensó que volvería a abrir ese baúl y a emplear sus armas. La mujer se abrazó al hacha y sintió que su espíritu de Salvaje emergía. Se sentó, abrió los ojos, miró a un punto indeterminado, visualizando la imagen que tenía en la mente. Su rostro se arrugó: cada fibra de su ser clamaba venganza. *** —¡Capitán! —dijo Lula ante Savarb—. He pertenecido al ejército, serví al general Leandro Matamuertos hace más de veinte años, cuando el general era joven y acababa de ascender. ¡Vengo a tomar mi puesto en la batalla! Savarb, un hombre que parecía de hierro, se enterneció ante tal muestra de coraje. —Señora…, disculpe, pero la gente de su edad está ayudando a forjar flechas y escudos, y nada más. Lamento decirlo, pero… La bofetada le reviró el rostro al capitán. —¿De mi edad? No estoy senil, ni soy una vieja sin méritos. He dicho que tengo mucha experiencia en el campo de batalla, y tanto mi hacha como mis flechas están hambrientas. Dicen que el alcalde es el responsable de esta desgracia, y, si ese es el caso, él es responsable de la pérdida de Manchego, mi nieto. —Manchego… —se sorprendió Savarb. Lula percibió una emoción en el semblante del líder de la resistencia, pero no acertaba a adivinar cuál. De lo que no tenía duda era de que ese hombre conocía a Manchego, ¿pero de qué?, ¿conocería su paradero? Con la mirada, la mujer lo instó a continuar. —Manchego… Es por él que llegué a las fincas. Dijo que iba en busca de su abuela —dijo Savarb, reconociendo en la anciana a la pariente del chico. Lula se echó a llorar. —Entonces…, ¿lo viste? ¿Estaba por aquí? —Lo encontramos en el pueblo. Me contó que tenía una misión muy importante, se dirigía a la casa de Ramancia. Luego, a eso de las seis de la tarde, apareció por aquí, por el fuerte, venía con mucha prisa. Dijo que debía regresar a la finca, que su abuela lo estaría esperando con angustia… La mujer agarró al capitán por la ropa, pero Lombardo —que observaba la escena—, la detuvo. —Calma, Lulita. Deja que Savarb se explique. —¡Cómo dejaste que un muchacho de trece años marchara solo, entre tantos peligros! ¡Un hombre responsable lo habría detenido y lo habría puesto a salvo en un sitio seguro, no a merced de la muerte! ¡A dónde fue! —Lo escoltamos hasta los sumideros… —¿Y qué pasa si nunca salió de ahí? ¿Y si aun está entre los desperdicios? ¿Acaso no se te ocurrió que un muchacho inocente, inexperto, solo, podría morir fácilmente? ¿Acaso eres un idiota? —Señora…, debería haber visto a su nieto. Manchego estaba muy decidido, ni siquiera me parecía un chico frágil. Nadie habría conseguido frenarlo. —¿Y qué diablos hacía Manchego a esas horas en el pueblo? Apuesto a que todo es culpa de
ese maldito Balthazar… —Lulita lloró otra vez, incapaz de comprender por qué Manchego se había internado en el pueblo, en plena guerra y a oscuras. Savarb había dicho que no parecía frágil… Ojalá fuera así y estuviera vivo. Le rezó al dios de la luz y a la diosa de la noche. Había cobrado algo de esperanza, pero no sería feliz hasta que no volviera a verlo. —Necesito que alguien me ayude a proteger el frente del flanco oeste— dijo Savarb con tono firme—. Yo me encargo de la garita, el este. Otto se ofreció a custodiar el frente norte. ¿Lula, te podrías encargar del sur? —Está bien, pero no he terminado contigo, Savarb. Cometiste un gran error y me costará perdonarte. La señora se dio media vuelta y se largó, descendiendo del techo por la escalera. —Hola, Savarb. Soy Lombardo, de la finca el Zapotillo. Vengo a ofrecer mis servicios en esta batalla. —Gracias. Todos son bienvenidos. Esta guerra está a punto de terminar y no pinta bien para nosotros… ¿Qué arma usas? —Preguntó Savarb, estudiando al finquero y su atuendo de algodón. —Ninguna. Nunca me he visto en esta situación. Pero maté a unos soldados con una pala y un rastrillo. —Eso hay que solucionarlo. Ven, solo alguien de tu tamaño podría utilizar las armas de mi padre. Este es un mandoble hecho del mismísimo hierro de Vásufeld, fundido en los hornos de aquellas tierras. Mi padre, Aronoff el Leñador, formó parte de la milicia y el rey Aheron II lo premió con este mandoble. La hoja está oxidada, pero una espada de este peso no necesita filo, sino alguien que pueda manejarla con agilidad. Es tuya. Vamos, no hay tiempo qué perder. *** Lula se sentó en el lecho donde Luchy seguía tendida. Con una piedra lisa afilaba la hoja de su hacha. El chirrido angustiaba a la chica. La mujer, ajena a ese malestar, continuaba afilando mientras imaginaba a Manchego sufriendo el maltrato algún soldado desquiciado, mientrasimaginaba que le rompía el cráneo a ese malnacido. —No puedo creer que Mancheguito no esté aquí… —murmuró Luchy. La abuela le había contado lo que sabía, que Savarb había conocido a Manchego y que lo dejó irse a pesar de los peligros. —Estúpido… Ese Savarb es un gran estúpido… —dijo Luchy como en un eco de los pensamientos de la anciana. —Poco importa qué pensemos de Savarb o de Manchego en este momento —repuso Lula—. Rézales a los dioses, con eso bastará. Si, como dicen, el alcalde es el culpable de todo esto, pagará un precio altísimo por su crueldad. Ya lo verás. Por el momento, debemos emplearnos a fondo para sobrevivir. Es la única manera de ver a Manchego algún día. Si morimos, pues ya está. —No diga eso, Lulita —se apenó Luchy, pero no olvidaba que su familia había sido asesinada, que la muerte era una realidad demasiado posible. —¡Se aproxima la media noche! —gritó alguien afuera. Una levantisca arrastró polvo y malos pensamientos, odio y olor a muertos. —Prepárate, Luchy —pidió Lulita, golpeado la piedra contra el hacha. —¿Para qué? —Para vivir o morir. Luchy estaba atónita ante la frialdad de la abuela de Manchego. Sabía que había servido en la milicia, pero no imaginó que su corazón podía tener un lado oscuro. La observó, esas arrugas de ira que le atravesaban la cara, los labios convertidos en dos finas líneas, los ojos celestes
refulgiendo a pesar de la oscuridad. Sintió un temblor. Solo había sido su cuerpo. —¡Se oyen botas que vienen hacia acá! ¡Y parecen miles! —bramaron fuera de la casa. El gran momento había llegado. La gran batalla de los asediados se libraría a la media noche, bajo el hechizo de las Artes Negras. *** Savarb extrajo de un baúl viejo y pesado una manta hecha de cuero curtido. —Este fuerte no se fundó por casualidad —comenzó a contar el capitán a Lombardo—. Era mi vecindario, esta era mi casa. Cuando la violencia se desató, transformé el lugar, junto con los vecinos, en una barricada para protegernos de los soldados. »Dos vecindarios más nos copiaron la idea, y pronto los fuertes se convirtieron en refugios para todo aquel que necesitara asilo. De haber estado más cerca de la Casa de Thorén, podríamos habernos alojado en su castillo de murallas de piedra. »Además, fue imposible huir del pueblo, así que tuvimos que apañarnos con lo que teníamos para defendernos. Como ves, solo nos queda madera, y la madera, Lombardo, se quema y se raja, es fácil de conquistar. Hoy caeremos, no lo dudes. La cuestión es cómo. Savarb desenvolvió una funda que guardaba una espada larga y pesada, llena de óxido. —No está pulida y, como te avisé, también oxidada, pero te aseguro de que hará su trabajo si la mueves con fuerza y rapidez. Pruébala. Lombardo cogió el mandoble como si fuera una escoba. Empezó a moverlo en arcos. —Es un gran regalo, Savarb. Muchas gracias. Esta hoja catará sangre una vez más. —¿Lo oyes? —Parece que alguien toca a la puerta —repuso Lombardo. —Exacto, solo que no es la puerta. Son las miles de botas que están marchando. Ha llegado el momento. Lombardo sintió el corazón galopar entre sus costillas. Apretó la mandíbula, sintió los músculos en tensión, el sudor le cubrió el rostro. —¡Que vengan a probar mi mandoble! —gritó el finquero.
Capítulo XXIX - La resurrección de los muertos «¡Teitú! ¿Qué está pasando?». No lo sé…, pero parece que… La estructura de la alcaldía oscilaba, las paredes asemejaban hojas de papel a merced del temblor de la tierra. Primero se desprendieron las piedras del techo. El alud de rocas reventó en el suelo levantando polvo. Manchego saltó hacia atrás de un respingo, a tiempo de salvarse de quedar sepultado bajo ese edificio que empezaba a desmoronarse como un castillo de arena. Los cascotes y escombros se acumulaban y herían el suelo al estrellarse. La tierra temblaba. Todo acabó con una implosión que no dejó ni rastro de la majestuosidad de la antigua alcaldía. Por el suelo empezó a correr una grieta que partió la tierra en dos, se metió bajo las ruinas de la alcaldía y en pocos segundos engulló el edificio. Se levantó una gran nube de polvo, sofocante. Manchego se cubrió los ojos, pero tuvo tiempo de atisbar algo que no esperaba: una luz verde infernal, la misma que su abuelo y él habían visto en los túneles de la sombra. A su lado, Teitú percibió el peligro y despidió un furioso chispazo rojo que lo bañó todo alrededor. La sombra se hizo presente en estado puro. Un destello verde brotó de la falla y ascendió hasta tocar el ojo de la espiral que se cernía sobre el pueblo. Unos rayos rojos como venas surcaron la nube maldita, que no dejaba de girar, lenta pero segura. Manchego se estremeció. Sintió una terrible premonición trepar por su espalda, para terminar incrustándose en su corazón aterrorizado. Pasos. Se le erizó el vello, los pelos de la nuca parecían espinas. Se volteó con una horrible lentitud; tenía los músculos paralizados por el miedo. Aguzó los sentidos. Los pasos eran múltiples, parecían arrastrados, letárgicos. Venían hacia él. Sonaban a carne tiesa y seca, a huesos rotos, a metal que chocaba. Aterrado, observó el horror que se desarrollaba delante de sus narices. Los cadáveres que antes yacían amontonados habían cobrado voluntad y ahora se movían, torpes, como muñecos controlados por un titiritero terco y borracho, y se dirigían todos hacia el mismo lugar: la alcaldía, ahora enterrada en un abismo. Había soldados, pueblerinos, mujeres y hombres, niños y ancianos. Los ojos de los muertos no enfocaban nada. Espantado, el muchacho dio unos pasos hacia atrás, trastabilló y cayó al suelo. Se había tropezado con el brazo de un cadáver, que despertó justo en ese momento. El muerto se puso de pie con harta dificultad. Una columna de humo y fuego subió desde el pueblo e iluminó el horizonte. Manchego vislumbró que, desde allí, decenas de miles de cadáveres avanzaban hacia el foso en el que se había hundido la alcaldía en un silencio sepulcral, solo roto por los pasos arrastrados de los muertos. Un viento frío le dio en la cara y reaccionó. Se puso de pie y advirtió que los monstruos no se inmutaban ante su presencia. Tuvo una idea: unirse a ellos y averiguar hacia dónde caminaban las marionetas. Al llegar al borde del foso, se escondió tras un cascote y se asomó lo justo para no perder detalle de la escena. En el fondo, del que manaba la luz verde, había una materia que no identificaba, como miles de serpientes que culebreaban unas encima de otras. Las profundidades expelían un vapor fétido. Se apartó un poco y oyó el ruido de los muertos acercándose. Uno tras otro se dejaban caer en la poza verde. El líquido comenzó a borbotear, tal vez satisfecho de recibir aquella catarata humana que unos ácidos poderosos consumían en
segundos. ¡Manchego! ¡Qué está sucediendo! ¿Por qué se lanzan al abismo que es obviamente infernal? dijo Teitú. «No lo sé, pero seguramente es parte del sortilegio que Feliel conjuraba cuando lo sorprendimos». La dirección del viento cambió y entre el río de cadáveres un tumulto caminaba con una gracia envidiable, como cisnes. Manchego reconoció a cuatro seres divinos, vestidos de negro, de rostro bello y malvado; le trajeron a la memoria la imagen del dethis que vio en el espejo. Cargaban un ataúd negro y brillante, la madera no parecía nueva pero se hallaba en perfectas condiciones, y estaba recargado de pinturas de seres con dientes largos devorando personas y animales. Los seres se acercaron al foso. En una piedra, a modo de rampa, colocaron el ataúd en perfecta sincronía. Después, se abalanzaron hacia el foso, que los consumió. Algo se elevó del vapor verdoso, algo que flotaba con naturalidad. Aquella cosa estaba siendo succionada hacia el núcleo de la nube. Manchego se fijó bien. Quizá se trataba de un espectro…, sí, tenía el rostro de una persona. A ese efluvio le siguieron dos, tres, diez, cientos de almas que fueron desprendiéndose del foso verde para alimentar la nube, cuyas venas rojas comenzaron a bombear. Daba la impresión de que, cuantas más almas absorbía, más energía acumulaba. El núcleo despidió un haz de luz y lo dirigió al foso maldito.Se hizo un silencio profundo, pero no duró mucho. Un timbre bestial hizo que Manchego se acurrucara y se tapara los oídos, que temiera haberse quedado sordo. Cuando se tranquilizó, vio que una figura salía del ataúd, flotando con gracia. El conjuro había resucitado a un demonio de las tinieblas. Para que aquella bestia despertara, miles de inocentes habían muerto asesinados y luego se había violado su descanso manipulando sus almas. Manchego lanzó una luz de su interior, Teitú bramó como nunca. Aquellas energías se sumaron y Manchego estableció un contacto íntimo con su alma, hasta ahora adormecida, y de inmediato comprendió lo que debía hacer. El pastor iluminado cogió la espada más cercana y, embravecido por una fuerza extraordinaria, echó a correr como un rayo de luz de oro, blanco y belicoso, como un ángel que casi volaba a ras del suelo. El demonio descendía con los brazos abiertos, terminando de alimentarse de la energía de aquellas almas sacrificadas. A un par de zancadas, el chico elevó la espada, listo para dejarla caer sobre el demonio y partirlo en dos mitades de un solo tajo. La espada voló con gracia cortando aire y partículas de polvo. Reflejaba la luz del fuego que ardía en el pueblo. Manchego giró como un pivote y cargó todo su peso en el golpe que iba a matar al demonio. Parálisis. A un pelo de hacer contacto con la piel pálida y bella del demonio, Manchego se congeló. Perdió el control de su cuerpo, pero no el de sus pensamientos. Entró en pánico al sentirse tan cerca y, a la vez, tan lejos de su cometido. Teitú se apagó. El ser bello se volteó con una grácil y poética fluidez. Su rostro exhibía una sonrisa colmada de ironía y maldad. Sus cabellos —unas fibras blancas, largas y ligeras—, le caían sobre los hombros y ondeaban con el viento. Le sacaba unas tres cabezas a Manchego, era ancho de espaldas aunque no musculoso. Clavó su mirada en Manchego. Tenía unos ojos grises e intensos que no parecían pertenecerle. deformó. La sonrisa se le deformó. Cogió al chico por el cuello, lo elevó sobre el foso maldito.
Manchego soltó la espada, sus ojos se llenaron de lágrimas, notó que le faltaba el aire y que el rostro se le congestionaba. El demonio le despertaba terror y admiración. Escrutaba al muchacho con curiosidad; quizá no se explicaba que alguien de aspecto tan débil hubiera desplegado tanto coraje. Manchego también lo observó. Aquellos ojos grises emanaban un poder muy extraño, como si pudieran ver a través del tiempo y del espacio. Eran sobrenaturales. El corazón de Manchego palpitó de pavor al reconocer en esos ojos a la fuente del infortunio. El demonio sonrió, satisfecho de comprobar la debilidad en la que se había sumido el muchacho, luego una creciente crispación le turbó el rostro. Había reconocido a ese entrometido. Le apretó más el cuello, sus labios se tornaron dos hilos de enojo profundo. —¿Alac Arc Ánguelo? Manchego perdió la sensación de las piernas, luego la de las manos. Sin embargo, algo en su interior empezó a sacudirse vigorosamente, a renacer, como si un sol le estuviese naciendo por dentro. Comenzó a emitir rayos de luz blanca y divina, en la desesperación por escapar de la asfixia que lo estaba matando. Abajo, los muertos alzaban las manos, ansiosos por llevarse a Manchego con ellos, al fondo del abismo maldito. —Lograste escapar a mis sirvientes, a los asesinos de la Hermandad de los Cuervos, y tus salvadores te han mantenido bien oculto durante trece largos años, pero en esta espera nunca sospeché que el dios de la luz se reencarnaría en un cuerpo tan débil… —dijo el demonio con voz grave—. Me has hecho el favor de venir a mí y ahora yo mismo me encargaré de descuartizarte. »Por la gracia de Mórgomiel, dios del caos, padre del universo, dios maligno, hoy venceré al dios de la luz de una vez por todas. ¡Muere! Teitú volaba alrededor de Manchego lleno de frustración, no sabía qué hacer para ayudar al muchacho, cuyo rostro ya estaba morado. —Naevas Aedán —prosiguió el malvado ser—, cuando tu amo muera, morirás con él. Tu dios, Thórlimás, sucumbió ante mi amo, Mórgomiel. Pronto ambos os uniréis a él. Manchego ya no oía nada. En realidad, había perdido todos los sentidos y solo le quedaba una fuerza que ardía en el centro de su alma. Era consciente de que iba a morir asfixiado y, a pesar de ello, sentía una paz interna que no quería que lo abandonara. Entre tanta conmoción, halló un foco de luz adormecido, esperando a que llegara el momento de salir. Sin saber cómo, Manchego hizo que restallara y envió un relámpago de potencia mágica La detonación irradió clemencia por doquier. Sus omóplatos empezaron a temblar. Sintió un dolor profundo en la espalda. Algo que crecía sin parar le estaba rasgando la piel con violencia. Brotaron dos miembros con potentes músculos y huesos largos, que se estiraban con vigor. Manchego se sintió provisto de un don sobrenatural. Con su nueva fuerza, se zafó de la mano que le apretaba el cuello y, con una explosión, se impulsó hacia el cielo. Dos alas galantes, blancas y emplumadas lo elevaban con una gracia que solo un dios podría poseer. Era tan bello que iluminaba la escena con su blanco fulgor, que bramaba derrotando a la sombra. El demonio se tapó el rostro, cegado por una luz demasiado blanca y brillante, y se vio obligado a huir. De la nada Manchego sacó una lanza de oro, tan larga como pesada; en su otra mano apareció un sólido escudo. Alrededor de su cabeza se formó un casco de metales prístinos y el cuerpo se le cubrió de armaduras. El dios de la luz emergió en todo su esplendor. Levantó la lanza en el aire con un centelleo amenazante, Teitú volaba alrededor, orbitando cerca de su amo. El dios, que no apartaba la vista de su objetivo, se preparó para el ataque. Batió las alas y se lanzó hacia el demonio como una flecha.
El demonio no se amilanó ante su mortal enemigo, el mismo que envió a Mórgomiel a los escombros durante los Tiempos del Caos, cuando se desató la batalla de los dioses. El maligno emitió un gruñido espeluznante. Unas voces, cuya procedencia era imposible de determinar, empezaron a animar al ser en coro: «Legionaer, Legionaer, Legionaer…». Legionaer movió las manos y de ellas salió una bola de energía negra. La lanzó contra su enemigo. Al dios de la luz le habría bastado pocos segundos para derrotar a un rival como aquel, pero acababa de recobrar su poderes y se sentía como un soldado novato al que acaban de poner en el campo de batalla. Derramó todo su odio y toda su frustración contra el ser maligno, pero Legionaer lo estaba esperando. La bola negra voló como un misil, dejando tras de sí una estela de sombras. El conjuro envolvió al dios en una maraña de hilos oscuros que empezaron a quemarle la piel en centelleo energético, la cual de inmediato inició a calcinarle las carnes. Alac Arc Ánguelo perdió fuerza, la lanza se desvaneció como el vaho. Caía…, caía… Abajo, los muertos se estiraban para recibirlo. Notó esas manos tumefactas tocarle el cuerpo, agarrarle de las alas. —¡Nooo! ¡Nooo! Cientos de manos tiraban de él hacia el foso maldito. Lo envolvieron. El mozuelo atisbó resquicios de luz mientras era succionado por las fuerzas demoniacas. Alrededor, todo era verde y esa sensación de fuego en la piel. —¡Nooo! ¡Nooo! —volvió a gritar estirando un brazo hacia Teitú, que se unió a la caída, fiel a su amo. Legionaer soltó una carcajada que viajó por el pueblo, recorrió calles y paredes, y propagó la noticia de que había matado al dios de la luz resucitado. Los que fueron testigos recordarían siempre ese momento que les dejó el alma marchita. El demonio, sabedor de su misión, se marchó sin más demora, dejando que continuara la destrucción del pueblo utilizado para el sacrificio.
Capítulo XXX - La batalla de los asediados La noche se cernió sobre el pueblo, un vendaval sacudió las casas del fuerte con violencia y levantó una nube de polvo tan densa que se metía en los ojos y en la garganta. Se oyeron toses por todas partes, que enseguida quedaron ahogadas por el ruido de miles de botas acercándose por las calles adoquinadas. El retumbar de los soldados era una verdadera marcha fúnebre, un bum, bum, bum estremecedor que llegaba al último recoveco del sepulcro en el que se había convertido el pueblo. Apostados en los techos de las casas, los encargados de defender cada punto cardinal del fuerte —Lula, Savarb, Otto y Lombardo— observaban la escena, iluminada a ratos por la luz de la luna que se filtraba entre los largos brazos de la nube en espiral. Presenciaban la antesala de la última partida de esa guerra rápida y letal en la que todos morirían. Con miles y miles de soldados listos para descargar su odio sobre los supervivientes, no había salvación. Un alarido, como de alguien que exhalaba su último suspiro, atravesó la noche. —¡Arqueros! —clamó Savarb. Todo hombre portando un arco ancló la flecha, tirando de la cuerda, apuntando hacia el oscuro vacío, con el deseo que su flecha pegara en el blanco deseado. Todos le rezaban al dios de la Luz, otros le rezaban a la diosa de la Noche, para que tras su muerte fueran admitidos cuando antes al Profundo Azur de los Cielos. Todos los que estaban armados con arcos tensaron las cuerdas y apuntaron al oscuro vacío, deseando que sus flechas hicieran blanco. Rezaban al dios de la luz, a la diosa de la noche, para que, al morir, los admitieran en el Azur de los Cielos. Un hombre de edad avanzada, situado en esa línea, no pudo evitar que le temblaran las manos, los pies, el alma. Un río de orina le bajó por la pierna. Pensó en su esposa, en su hija, en sus hijos, en sus primos y tíos, todos asesinados. Quería venganza. Los dedos le flaquearon y… soltó la cuerda antes de tiempo. La flecha voló en silencio, se oyó un quejido a lo lejos y un bulto que caía en la oscuridad. La sonrisa del arquero no duró más de dos segundos, lo que tardó en llegarle la respuesta. Una lanza lo alcanzó y lo ensartó al techo de la casa. —¡Disparad! —ordenó Savarb. Un enjambre de flechas voló al encuentro de un enemigo que no se veía en aquella negrura. Miles de lanzas devolvieron el ataque, impulsadas por los gritos de guerra de aquellos soldados sin corazón, sin remordimientos, sin temor a perder nada. Asaltaron los cuatro frentes a la vez y la colisión provocó que temblaran los cimientos de las casas. Lulita, en su puesto, sentía que perdía el equilibrio. Las paredes se combaron y el techo se desplomó. Cayó sobre un montón de cascotes y cuerpos, pero se impuso reponerse al horror. Los soldados se empujaban unos a otros para acercarse al techo derrumbado. Los primeros acabaron con flechas en sus pechos, pero poco a poco fueron sumándose los enemigos y pronto habían invadido la zona por completo. Savarb se dejaba la voz gritando órdenes por doquier, pero resultaba inútil, la estrategia había sido bien pensada y el fuerte ya estaba en manos de los soldados. Lulita se defendía con el hacha, derribaba a los que se le aproximaban, pero la marea de efectivos parecía no tener fin. Lombardo parecía un perro rabioso, con el rostro deformado, la boca abierta, los ojos rebosantes de furia. Con el mandoble partía a los soldados en mitades, las vísceras se derramaban encharcando los adoquines. Se movía con una velocidad de la que ni siquiera él se sabía capaz. Con cada tajo que repartía, vengaba su adorada finca ardiendo en llamas. Pero eran demasiados; ni siquiera tanta ira acumulada podría aguantar un embiste de ese calibre.
Tomasa, la mujerona de las Tierras Salvajes, atacaba con la piocha, fracturando cráneos, haciendo picadillo a los soldados. Allá donde posaba la vista, no había más que sombras y sombras armadas, que continuaban llegando. ¿Cuánto tiempo resistiría? El final estaba próximo, pero Savarb tenía reservada una sorpresa de despedida. —¡Fuego! —gritó el capitán. Dos jóvenes, Maslon y Ermand, que habían distribuido cincuenta barriles de grasa fermentada por el fuerte, esperaban la orden convenida de su capitán. Al clamor de fuego, se miraron, asintieron y fueron encendiendo las mechas de la trampa explosiva. Las llamas comenzaron a chisporrotear y, alimentadas por la madera, ascendieron veloces hacia el cielo. La barrera de fuego dividió al ejército enemigo y, además, se tragó a un buen número de milicianos. Siguió una explosión brutal que escupió cascotes y cuerpos alrededor y asoló todo lo que había en cien zancadas a la redonda, cosas, animales o personas, enemigos o pueblerinos. Savarb se quedó sordo. Apenas podía moverse, con esa montaña de cuerpos encima de él. Vio a dos soldados sin brazos, aún vivos, que no cejaban en su cometido de aniquilar a las gentes del pueblo. Todo acabó para ellos cuando se toparon con Lulita y su hacha mortífera. También había dos niñas que corrían despavoridas. Savarb reunió fuerzas y de un empujón se liberó de los cuerpos. Estaba cubierto de sangre de arriba abajo. Se palpó; todo estaba en orden. Alguien lo agarró del brazo y le hizo girar. Era Lombardo, que le entregaba una espada afilada. —¡Si queremos sobrevivir, capitán, debemos huir ahora mismo! ¡Los soldados siguen avanzando! Era cierto. Quizá habían logrado reducir el número de soldados, pero esos desgraciados no se detenían, muchos se arrastraban mutilados y movían las mandíbulas, esperando morder en el lugar preciso y así continuar matando. Savarb intentó abarcar la batalla con la vista. Se levantó una especie de monumento de fuego y entre las llamas le pareció reconocer a un demonio. Ese era el que debía de estar realizando conjuros para controlar el fuego y con él crear un monstruo a su servicio. *** Los pocos que salieron vivos del fuerte llevaban horas huyendo. Los soldados los perseguían y, en ocasiones, daban caza a los rezagados. La bestia de fuego también avanzaba y amenazaba al pequeño grupo. Lombardo blandía la espada, pero no conseguía infligirle ningún daño. Hubo una explosión. La casa donde el grupo se había refugiado empezó a arder y las garras del animal de fuego se asomaron por las grietas en las paredes. Allí dentro estaban Phelias, una de las enfermeras de la resistencia; Luchy, que se aferraba a Lulita y a otra niña, llamada Nissa, con quien había entablado amistad; Lombardo y Tomasa, que estaban preparados para responder a la embestida. Las garras de la bestia arrancaron la pared y atraparon a Phelias. Luchy cerró los ojos para no ver, pero sí tuvo que escuchar los alaridos de dolor y las llamas crepitando, respirar el nauseabundo olor a carne quemada. La bestia graznó, soltó humo y chispas. Se hizo a un lado y dejó paso a los soldados para que remataran el ataque. Lombardo partió al primero por la mitad son un solo tajo. Prosiguió con la corriente de efectivos que empezaron a entrar, auxiliado por Tomasa y su certera piocha. Nissa también entró en acción con una lanza que encontró en el suelo, pero los enemigos la esquivaban con facilidad. Perdió el equilibrio y dos soldados aprovecharon para llevarla contra la pared y clavarle la lanza en el abdomen. La niña boqueaba y manoseaba el mástil ensangrentado.
Entraron más soldados y la bestia de fuego arañó las paredes de madera. La situación era crítica, no superarían ese asalto. Entonces, ocurrió algo, un milagro que ninguno de los presentes olvidaría nunca. Una luz roja, intensa, y angelical se mostró en medio del fragor. Todos sintieron una energía divina. La esperanza se diluyó pronto, en cuanto la luz corrió fuera de la casa, hacia el pueblo. En su lugar entró un ser que parecía embrujado. Le faltaba un brazo, pero manejaba la espada con una destreza envidiable. Lulita lo reconoció: era Mowriz. A pesar de la extrañeza, la mujer estaba impresionada por el valor y la energía que demostraba el muchacho para defender a los últimos supervivientes. El animal de fuego dejó de bramar, los soldados se detuvieron. Tenían las miradas vacías. De pronto, esos lacayos empezaron a matarse entre sí. Los odios del Sur, de la tierra de malignos llamada Némaldon, se desataron. El conjuro había tomado un camino que nadie habría previsto y que confundía aún más a todos. ¿Cuál era el propósito de todo ese horror? Lulita sospechaba que pronto se despejaría la incógnita. Se produjo un estrépito. Luchy dio un respingo y vio una grieta que corría rauda por el suelo, hacia el centro del pueblo. A lo lejos se divisaba una luz verde. Los soldados habían muerto, los supervivientes salieron de la casa. Miraron a la nube en espiral que continuaba girando sobre su eje, ahora con un brillo verde en el núcleo. Escucharon pasos. Lulita pensó que era Luchy, pero se topó con un soldado que hasta hacía unos segundos yacía muerto en el suelo. La mujer lo detuvo con un hachazo en la mandíbula. El hombre continuó andando, con media cara colgando de un lado. Se tambaleaba, arrastraba los pies. No era el único; al muerto viviente se le sumaron otros y otros. Luchy lloraba a cántaros, horrorizada por lo que estaba viendo. Nissa había despertado y trataba de echar a andar sin lograrlo, clavada como estaba a la pared. —Los dioses sean benditos… —musitó Lombardo. Todos los muertos, ya fueran soldados o pueblerinos, caminaban en una sola dirección: el centro del pueblo. —¿Qué diablos está sucediendo? ¿A dónde se dirigen los muertos? —preguntó Lulita. —Solo hay una manera de averiguarlo —contestó Lombardo. —Esto no pinta bien… —dijo Savarb. Ellos no fueron los únicos supervivientes. De otras casas salieron jóvenes y ancianos. Lulita agradeció a los dioses que no todo estuviera perdido aún, pero no se libraba del pesar que le producía esa imagen de los muertos caminando al centro del pueblo. Le sobrevino un ataque de ansiedad. Su corazón galopó, una punzada le atravesó el pecho. Notó que Luchy también padecía el mismo sufrimiento. Ambas se voltearon a ver, asombradas de haber sentido lo mismo. No podía ser… —Manchego… —murmuraron ambas al unísono. —Sol solecito —canturreó Mowriz. Lulita y Luchy palidecieron. La anciana salió corriendo, seguida por Luchy. Guiados por el instinto, Lombardo y Savarb las siguieron.
Capítulo XXXI - El ángel caído Lombardo trataba de ir a la zaga de Lulita y Luchy, aunque no sabía qué las empujaba a seguir la corriente de aquel río de muertos en el que se habían internado, rozándose con esos cadáveres sucios, y que tanto asco le daban. Aguantó una arcada cuando el hacha de Lula rasgó uno de esos cuerpos y las vísceras, podridas y malolientes, resbalaron hasta el suelo. Al menos, los muertos no reaccionaban ante los vivos.Las perdió de vista. Lombardo sintió la adrenalina empujarle hacia adelante y, reponiéndose a la repugnancia, comenzó a empujar y apartar muertos para avanzar más rápido. Al principio, se sentía descortés y hasta pedía perdón, pero luego se dijo que eran monstruos y continuó sin miramientos. Salió del río de muertos lleno de sangre y viscosidades nauseabundas. Pero su atención estaba centrada en otra cosa: un intenso rayo de luz verde que conectaba el cielo con un foso profundo. Buscó alrededor, por si divisaba a las mujeres, pero solo veía a los muertos que se dirigían a ese foso y se dejaban caer cuando llegaban al borde. «¿Qué está pasando», se preguntó el joven con los ojos abiertos de par en par. Alguna vez había oído hablar de nigromancia, pero nunca había dado crédito a esos rumores. ¿Sería esa la explicación a este fenómeno? Al borde del agujero, el finquero encontró a Lulita de rodillas, llorando mientras se mesaba el pelo. Lombardo se acercó y entendió la desesperación de la mujer: un demonio alto, esbelto, bellísimo, de un semblante pálido pero poderoso, de cabello blanco y penetrantes ojos grises, sostenía por el cuello a un chico de aspecto frágil que pataleaba por su vida, mientras una luz transparente revoloteaba alrededor como una luciérnaga borracha. Los muertos, al fondo del abismo, estiraban las manos, intentando atrapar al ángel. El viento cambió de dirección. Se produjo un estallido furioso y una luz roja cubrió al ángel. Dos grandes y majestuosas alas le nacieron en la espalda y echó el vuelo. —¡Mi amor! ¡Mi amor! —gritaba la abuela desesperada, tendiéndole los brazos al ángel. Delante no veía a un ser alado, sino a un recién nacido que su marido sostenía mientras este le repetía: «¡Cuídalo! ¡Cuídalo!». Luchy contempló el ser divino. Era el rostro de Manchego, sí, pero percibió furia y algo más tras esos ojos en los que ya no quedaba rastro de su mejor amigo. Quiso abrazarlo, consolarlo, pero ya no era Manchego, era un ángel que mágicamente se dotaba de lanza, casco y armadura, y se preparaba para la batalla. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando vio a Manchego batirse en duelo con el demonio, lanzándose al ataque con una mirada que podría haber penetrado piedras. Sin embargo, el demonio parecía más sosegado, con esa bola de energía negra entre las manos. Derramó la primera lágrima cuando esa bola alcanzó a Manchego y lo envolvió. Sintió que se le partía el corazón al no poder evitar que el chico cayera, cayera y cayera… Luchy se hincó de rodillas al borde del precipicio y se asomó. Allí estaba Manchego, vencido, inconsciente. Miles de muertos en una charca de luces verdes tiraban de él de las piernas y de los brazos, llevándoselo al fondo. Manchego gritaba, clamaba por una salvación que jamás llegaría. Poco a poco el abismo se lo tragó y el mundo quedó mudo, incapaz de creer que un ángel había sido asesinado. La nube en espiral hizo contacto con la luz del sol. Los grandes tentáculos que se habían estirado desde el núcleo fueron deshilachándose. La nube dejó de girar y el viento se la llevó. Al
cabo del alba, los únicos rastros de esa nube eran los recuerdos de quienes la vieron y el foso maldito que contenía a millares de cadáveres. La luz verde del abismo se apagó. No quedaba ni un solo muerto fuera del foso. El día había amanecido manchado de púrpura y naranja, como si la sangre derramada hubiese alcanzado la atmósfera. La luz se coló en el agujero que se había tragado la alcaldía. Un ave volaba en el cielo, solitaria y solemne. Sus alas galantes y negras, estiradas al máximo, planeaban contra el viento. Lombardo la observó detenidamente. Juraría que se trataba de un búho negro. El pájaro soltó un graznido que se propagó por las ruinas del pueblo. La guerra había terminado.
Capítulo XXXII - La vela silenciosa El tabaco prendió enseguida y la llama creció. —¿Cómo deseas manifestarte, bendita presencia? Ven a mí…, muéstrate. Sé que estás por aquí, lo noto, pero… me esquivas. El filósofo pronunció esas palabras con los ojos fijos en un amanecer diluido en agüitas azules de palma fresca. Las montañas distantes siempre fueron para él una fuente inagotable de inspiración. Observó con atención, concentrado, sumido en la belleza del paisaje. A una distancia incalculable, algo le llamó la atención sobremanera. Volvió a inspirar humo, sin apartar la vista. —¡El alimento ha sido servido! —anunciaron los guardias tras la puerta. Los gritos lo sobresaltaron y dio un brinco del susto; no se acostumbraba y le parecía que nunca lo lograría. Molesto por la interrupción, se irritó. —¡Hora del desayuno! —se dijo tocándose la panza que llevaba cultivando desde muy joven —. Ay, qué sabroso… Al menos hay algo bueno en estas cuatro paredes sin sentido, que solo sirven para quitar tiempo y nada más. Qué daría por estar en mi choza a estas horas, sin tener a estos patituertos molestando durante mi meditación… Este negocio de castillos y formalidades sí que no es lo mío. No sé ni por qué acepté trabajar para la realeza. ¡Ah, sí! La comida… El que con el poder juega, pronto le devuelven la moneda de una manera u otra. Aspiró largamente de la pipa. Se mareó al instante, pero la sensación fue deliciosa. Apagó el tabaco en el cenicero y guardó la pipa en su toga azul. Escondió el tabaco para evitar que los viejos del Consejo de los Reyes le pidieran. Había que cuidar esos recursos que lo ayudaban a madurar los pensamientos. «Un filósofo nunca puede estar lejos de su inspiración», se dijo el viejo de barbas blancas. Miró el sombrero y lo rechazó con un gesto despectivo; lo detestaba, más porque lo confundían con un hechicero que por otras razones. —¡El rey se enojará si se retrasa, hombre! ¡Se trata de su majestad, por los dioses! —Ya voy, ya voy… Ni a un viejo se respeta hoy en día. Uno de los guardias entornó los ojos, como si en el cielo encontrara la paciencia necesaria, y suspiró. Su compañero le palmeó la espalda. —Es lo de siempre, amigo. Ya sabes que el filósofo nunca será puntual, que no pasa por el aro. Se rebela a su manera. —Sinceramente, no lo culpo. El rey puede llegar a ser un poco exasperante —repuso el soldado mirando a los lados, para cerciorarse de que nadie lo había escuchado. *** El viento amainó. ¿Sería una tormenta la que se desarrollaba al sur? El frío le penetró los huesos y le sobrevino un presagio de mal agüero. Fumó sin parar, como una chimenea, mientras estudiaba el panorama desde la torre más alta. La luz tenue y cremosa del ocaso se esparcía como en miles de alabardas en abanico, como la cola de un pavo real. El sol se ocultaba en el horizonte, las nubes grises terminarían de llevárselo al fondo de la noche. Uno, dos, tres centelleos aparecieron en el cielo: las estrellas. Acostado en la cama cerró los ojos y en segundos se quedó dormido, aún vestido. A media noche se despertó, afligido, bañado en un sudor frío y con el pelo largo y blanco pegado a la piel. Y Su rostro redondo y gordo tembló, olisqueó el aire con su nariz larga y recta y percibió un aroma sombrío Algo turbio se agitaba, como si unas alas gigantes, negras, de demonio, batieran al
otro lado de la ventana.Se puso de pie de un brinco poco ágil y se echó la bata encima para protegerse del frío. Sacó la cabeza fuera de la ventana y notó la violencia del viento. Una nube con forma de mortaja se acostaba sobre el horizonte. ¿Todo esto era real o solo un sueño? No sabría responderse. Regresó a la cama, aún húmeda del sudor pegajoso. Cuando la madrugada despertó el mundo con su solapa de fuego, tuvo la certeza de que algo ocurría a lo lejos. Sacó el morral donde guardaba el tabaco y la pipa de la gaveta de la mesa de noche. Se sentó en una silla, prendió la pipa y empezó a espabilar la mente mientras se preparaba para salir al balcón a observar el progreso del amanecer. Allí, tomó asiento en el banco de madera. Aquella mancha negra en el horizonte había crecido y… no se movía. «Esa no es cualquier nube», pensó. *** El ocaso avanzaba, sobre el carruaje de la noche tirado por caballos blancos, por nubes pomposas e infladas, un tanto enfadadas por el color naranja acaramelado que las mordisqueaba. Un haz de dulce luz entró por la ventana y aterrizó en la alfombra de la habitación del filósofo, donde se creó una figura luminosa con forma de rectángulo irregular. La atención del filósofo corrió del suelo a la ventana. La composición del horizonte, con aquellas nubes, le pareció algo insólito y salió al balcón para ver mejor. El viento se comportaba de una manera errática. Cogió aire dos veces y recibió inspiración. No dejaba de fijarse en la mancha negra en el horizonte. Oyó pasos a su espalda y volteó a ver asustado. Era un guardia. —¡Ay, no! ¿Qué quieres ahora, maldito parásito? El guardia enrojeció de ira, pero se contuvo ante el amigo del mismísimo general. —Lo llama don Leandro, maestro filósofo. Dice que es urgente —explicó el guardia, en vez de soltarle las cuatro cosas que tenía en mente. —¿Y ahora qué quiere? —Espetó el filósofo con absoluto desdén. Al guardia se le cruzó la idea de lanzar al viejo por el balcón. —El general necesita ayuda con sus hijos. Karolina está de viaje y la nana Bromelia no aparece. —¡Por los dioses benditos! Dígale a Leandro que no estoy. —¡Joder! ¡El general ha dicho que vaya y ya está! — gritó el guardia y se fue sulfurado. El filósofo suspiró y le siguió los pasos hasta los aposentos del general. *** Leandro estaba asustado, como ante un fuego voraz, y además su rostro expresaba un asco profundo mientras observaba la cuna con gran aprensión. Al ver al filósofo, sonrió agradecido. —¡Gáramond! Necesito ayuda urgentemente. Mira este relajo, no sé qué hacer. Karolina me dejó instrucciones de cómo cambiarlos, pero… simplemente no puedo. ¡Ayúdame, por los dioses! —le pidió alarmado. Desde que Karolina, esposa de Leandro, se había ido a visitar a su madre a San Ántion, un pueblo lejano al suroeste del imperio, cercano a la ciudad de Aldebarán, el general había tenido muchas dificultades con sus hijos gemelos: las toses, los mocos, el llanto, las necesidades fisiológicas… Pero ahora se trataba de algo más serio, algo nunca visto. —Levanta el paño y lo entenderás —dijo, y se alejó como si la cuna escondiera una bomba,
lista para explotar. Gáramond, sabio en muchos asuntos, creyó haberlo hecho y visto todo. Pero al levantar la tela quedó impactado, tanto por el olor como por la textura de aquella caquita amarillenta que los dos niños parecían haberse puesto de acuerdo en expulsar a la vez. Y no solo eso, los muy salvajes jugaban con sus excrementos, los lanzaban al aire y salpicaban el ambiente. Tenían los pies y las manos embadurnados hasta debajo de las uñas. —¡Dios mío! —exclamó el filósofo echándose hacia atrás—. ¿Tus dioses permiten esto, Leandro? ¿Cómo esperas que yo sepa cómo tratar a un par de niños si nunca he tenido ninguno? —Yo confiaba en que tú hallaras una solución —repuso indignado—. Siempre te jactas de saberlo y poderlo todo. —¡Por supuesto! Puedes confiar en mí para lo que quieras, pero esto es otra cosa. Yo no trato con caquitas de bebé. Vas a tener que asumir tus responsabilidades como padre y… meter mano ahí. ¡No veo otra solución! Leandro Matamuertos era general desde hacía ya casi veinte años. Había empezado en el ejército a una edad temprana y pronto se ganó el puesto por su competencia como soldado y sus envidiables estrategias. Sobre sus hazañas corrían mitos y leyendas, incluso se decía que era hijo del amor entre dos dragones. Se habían compuesto canciones que se entonaban en bares y tabernas, algo inusual para alguien que sigue con vida, pues muchas de esas estrofas se dedicaban a los héroes fallecidos en la lucha. El general se había ganado el apellido, Matamuertos, tras numerosas batallas en contra de nigromantes y sus secuaces. Si sus subordinados lo vieran atemorizado con caca de bebé, perdería toda su reputación en un instante. Recordaba que nunca había sido tan feliz como en el momento en que su esposa Karolina le comunicó el embarazo un mes después de la boda y más tarde nacieron esos hermosos gemelos. Pero ahora se sentía a merced de esos chiquillos. Bromelia, la nana del castillo, llegó en ese momento al rescate de esos dos hombres que no eran capaces de cambiar un pañal. Contaba cincuenta y tantos años de edad, tenía la cara aplastada; era gruesa de brazos y piernas, ancha de caderas, y de nalgas y busto generosos. —¡Ay, no! —exclamaba, contrariada—. ¡Pero si de mano dura a mano aguada no hace falta por aquí! Mucho luchar contra guerreros y nada de coraje ante el popó de su propia sangre… ¡Está bien jodido, don Leandro! ¡Usted tiene que aprender a hacer estas cosas, hombre! No siempre voy a estar aquí para sacarle de los apuros y de las caquitas —se quejaba la mujer mientras buscaba lo necesario para la limpieza de las criaturas—. ¿Y qué pasó, pues? ¿No le dejó enseñado doña Karolina cómo hacer esto? Si es fácil, hombre… La nana se movía con diligencia, ante el pasmo de los dos hombres que, no obstante, se mantenían a una distancia segura. —Ay, mis chiquitos bellos, aquí está la nanita que viene a cambiaros —canturreó la señora corpulenta mientras admiraba a esos bebés de tez pálida como su madre, uno de ojos verdes y el otro, azules—. Mire, pues —dijo la nana volteando a ver al general. Inició la instrucción—: Uno, dos, tres, limpia, levanta las piernitas, saca por en medio de la raya, limpia en el meollo del asunto, sube las piernitas de nuevo, limpia por detrás de la espalda, seca por delante y por detrás, y empaca con el pañal. Y lo mismo con el otro nenito… Finalizada la tarea, la mujer cogió a ambos niños, uno en cada brazo, y empezó a mecerlos al ritmo de una música que solo ella escuchaba. —¿Y ya pensó en cómo llamar a sus hijos? — preguntó en voz baja—. Debe elegir muy bien. En ocasiones, a la mujer se le escapaba su acento del sur del imperio, a pesar de los años que llevaba en el norte.
Gáramond suspiró profundo, sin ocultar su desdén hacia Bromelia. Le molestaba tratar con ella. Volteó a ver a Leandro. Para su disgusto, el hombre era todo ternezas. El carácter se le había dulcificado demasiado. Se le ocurrió que quizá la paternidad podría ser un inconveniente para el imperio. —Ven —espetó de pronto, para despertar al general de su embobamiento—. Hay algo que debes ver. Por fin he descubierto el origen de mis malos presentimientos. El general deformó el rostro. El filósofo nunca erraba al hablar. *** —¿Qué diablos es eso, Gáramond? —Exigió Leandro, claramente preocupado—. Las nubes están organizadas en torno a una mancha negra… como si las atrajera… —¡Exacto! Ahora, pensemos: ¿qué es negro, no se mueve, flota y atrae nubes? —Ni idea. —Lo has dicho de la mejor manera posible. Yo tampoco tengo idea, Leandro. Pero en cualquier caso no es nada bueno. Leandro se fijó en la carretera que iba al sureste. Pese a que se acercaba la noche, divisó a un jinete aproximarse, cabalgando desbocado. Gáramond también lo vio, pero cuando estuvo cerca del castillo. Atravesó la enorme ciudad de Háztatlon para llegar al centro: el palacio imperial, protegido por una muralla blanca, de la altura de un gran árbol. Leandro se dio la vuelta y Gáramond lo siguió. El general ordenó a diez soldados a sus puestos en la pared y a que preparan los arcos y las flechas. Mandó traer su corcel y a otros tres jinetes que se armaran lo más rápido posible. La verja levadiza se alzó. El palacio carecía de un foso posterior a la muralla, dado el extraordinario grosor del muro, como de dos metros. Mientras, Gáramond observaba sin comprender y se movía inseguro entre los soldados. El general y su corte salieron a la amplia explanada anterior a la muralla para recibir a ese jinete que galopaba como si un demonio lo azotara. Leandro perjuró entre dientes. No había cosa que detestara más que hombres solitarios cabalgando de esa manera. No serían buenas noticias. Rezó al dios de la luz con la esperanza de que el mensaje no fuera demasiado grave.Una muchedumbre se reunió a las afueras del palacio, curiosa por la prisa del caballero, pero con cuidado de no traspasar los límites, so pena de perder la vida en el acto y sin previo aviso. Leandro desenvainó la espada, pero serenó sus ganas de luchar cuando vio al jinete cubierto de sangre. No tardó en reconocer el emblema del imperio en la armadura. —¡Por los dioses! ¡Bajadlo ahora mismo y llevadlo al curandero! Los soldados auxiliaron al caballero, que sobre las piernas cargaba un bulto peludo de color gris, bañado en lodo y saliva. Un gentío se aglomeró en las afueras, los murmullos se propagaban rápidamente para dar noticia de que había llegado un soldado cubierto de sangre. Los rumores alcanzaron las tabernas y cantinas de mala muerte y poca suerte en la ciudad imperial. Leandro colocó el bulto gris y peludo sobre el asiento del corcel. Se trataba de un perro desfallecido. Respiraba, aunque agitadamente. Algún día, el general se enteraría de que un joven pastor lo llamaba Rufus. El caballo estaba profundamente asustado. Le salía espuma roja de las narinas, las costillas eran un acordeón que no dejaba de sonar con un silbido espeluznante. El animal iba a morir. Leandro ya había presenciado eso, caballos que corren y corren sin parar, sin medida, y luego, después de cumplir con su misión, mueren. ***
El jinete deliraba. Tenía la fiebre muy alta y se retorcía en sueños. El curandero había asegurado que se recuperaría, que solo se trataba de una deshidratación . Un soldado lo había reconocido. Dijo que se llamaba Félix, que era alguacil y que, a juzgar por sus armaduras, provenía sin duda del pueblo remoto de San San-Tera. ¿Qué haría tan lejos del sitio que prometió proteger? Leandro también se hizo esa pregunta. El alguacil estaba demacrado, como si hubiese huido del demonio. —Venga, mi señor —le anunció un sirviente. El general, seguido por Gáramond, se acercó al convaleciente, que había despertado con una máscara de horror y una halitosis espantosa. —Es un honor estar frente a usted, mi general. Félix tosió sin ponerse la mano delante. Gáramond se retiró con asco, para evitar la saliva que había salido despedida. —El pueblo, mi señor…, el pueblo donde vivía ha sido tomado por fuerzas superiores, un déspota se ha adueñado de todo. —El hombre desenfocó la mirada—. Destrucción… ¡Desolación! Están muertos. Todos están muertos. El alcalde… Los soldados estaban hechizados, mi general, lo juro. Nunca he batallado contra Némaldon, pero estoy seguro de que todo fue resultado de la magia… Los sirvientes que estaban en la habitación enmudecieron, se oyó el temblor de una bandeja de metal. Tras la puerta, los soldados murmuraban. Leandro se estremeció, como cada vez que escuchaba las palabras Némaldon o Artes negras. Gáramond recordó la armadura llena de sangre, el corcel vencido por la fatiga de una huida desesperada, y ató cabos. Ambos se miraron. El filósofo tembló al reconocer la decisión que su amigo iba a tomar. —Empaca tus cosas y prepárate para viajar ligero —pronunció con firmeza—. Hoy mismo cabalgamos al sureste, hacia San San-Tera. Gáramond estuvo a punto de objetar, pero no pudo. Contra la determinación de Leandro, tan sólida como el hierro de las espadas, no se juega.
Capítulo XXXIII - Un conjuro de nigromancia A leguas de distancia, se percibía la pestilencia a putrefacción. Además, las bandadas de cuervos y buitres que sobrevolaban el pueblo le confirmó a Leandro que tendría que lidiar con las Artes Negras. Aquel hedor a muerte y a desgracia le recordó a las fronteras del sur, al cementerio y la tierra maldita de Aegrimonia. Al encontrarse a media legua de los límites del pueblo, el batallón de caballería cesó de galopar y entró en un trote tranquilo, en caso de que hubiera una trampa esperándolos. Los soldados, inseguros, prepararon las lanzas. Los caballos se contagiaron de ese nerviosismo. Las banderas con los emblemas del imperio ondeaban en el aire nauseabundo. Al adentrarse en el pueblo, los ojos del general se pasearon por aquella destrucción tan absoluta. Se le estrujó el corazón. Todo se hallaba en ruinas, calcinado, gusanos de humo ascendían al cielo; pero no había ni un solo cadáver, cosa extraña dado el intenso hedor a ponzoña. Quizá encontrarían los cuerpos más adelante. Leandro elevó un puño y la comitiva se detuvo. Alrededor no había más que silencio. Después de un largo rato de angustia, Gáramond se aproximó. —Mi general, los hombres esperan tus órdenes. —Seguiremos, pero solo un grupo de diez. Puede que estemos a punto de caer en una trampa. Los nemaldinos, esos hijos de sus embrujadas madres, juegan muy sucio —dijo entre dientes—. ¡Lomans!, te quedas por fuera con el batallón. Filósofo, conmigo. Quiero que lo observes todo y tomes nota. Sin peros. El filósofo bajó la mirada. No deseaba proseguir por esas calles, él no era un guerrero. Sus únicas armas eran las palabras y el pensamiento racional. Pero la orden era inequívoca y desacatarla podría dar con su cabeza en una estaca. El grupo seleccionado comenzó a trotar, vigilando los alrededores. Todos iban armados con una lanza y un escudo. Leandro únicamente llevaba una espada, en cuya hoja se reflejaba la tarde. También se distinguía por el casco, en cuya punta lucía una cola roja, y por montar un caballo blanco. A medida que avanzaban, se confirmaba la desolación total. Cada esquina, cada rincón estaban carbonizados. Mientras se acercaban al centro, al general lo invadió un mal presentimiento. Llegaron al Parque Central. Allí, la estatua de Alac Arc Ánguelo se esparcía en trozos, las alas separadas, la lanza rota, la cabeza cortada. También había un agujero profundo, colapsado por ruinas y piedras. En ese punto, sobre el foso, se acumulaban los cuervos y buitres. Leandro se asomó al abismo y al instante le subió un escalofrío. Miles de cadáveres se apilaban unos encima de otros, abiertos en canal, desmembrados, las vísceras resecas. A duras pensa logró contener las ganas de vomitar ahí mismo. Dos soldados no lo consiguieron; otro lloró. Se alejó, incapaz de soportar más esa visión. Jamás se había enfrentado a una hecatombe de tal proporción. Fue hacia Gáramond, que seguía con la mirada el vuelo de un ave negra y grandes alas. Los demás soldados también se quedaron pendientes del ensimismamiento del filósofo. —Un búho… —musitó. Unos pasos se arrastraron detrás de la comitiva. —¡Alto! —gritó un soldado al intruso, cuyo rostro estaba cubierto de ceniza—. ¡En el nombre del rey, deténgase! ¡Identifíquese ahora mismo! Las lanzas apuntaban amenazantes, preparadas para el ataque. El intruso se pasó una manga
por la cara. Era una niña de bellos ojos y semblante triste. Una señora mayor se le colocó al lado. Era de piel dorada y en los andares cargaba con la misma pesadumbre. Se les unió otra mujer, grande, igualmente de piel dorada, y después aparecieron unos hombres y otras mujeres. Leandro abrió los ojos de par en par. —¡Son supervivientes! ¡Llamad al resto de la caballería! —Ordenó Leandro—. ¡Y asegurad el perímetro del pueblo! Gáramond notó la profunda pena en los ojos del general. Supo que los tiempos habían cambiado, que algo muy dramático había sucedido en este lugar. El imperio, luego de tantos siglos de gozar una relativa paz, se enfrentaba a una nueva ola de terror.
Epílogo Su olfato lo guió por el palacio, siguiendo aquel olor a pan recién hecho, de esquina en esquina. Llegó a la cocina, donde Macadamio preparaba pan en el horno de leño para la cena del rey. El aroma le trajo recuerdos que se le agarraban al corazón y casi se echó a aullar. Decidió no hacer nada, tan solo tumbarse y ver el día desenvolverse. Extrañaba al muchacho, ir al Observador a diario. Extrañaba la finca, a los animales del corral, a Lulita, a Balthazar… Cada vez que miraba grama, le daban ganas de saltar y revolcarse encima. Pero a su amito de cara sonriente no se le veía por ninguna parte. Había desaparecido o… muerto. El aroma a pan invadió la cocina. Levantó los ojos y vio al mayordomo que sacaba el pan, lo colocaba en una rejilla y empezaba a cortar con cuidado. Ese olor, el crujido de la corteza eran una tortura. La boca se le llenó de agua. Descubrió unas migajas en el suelo y las lamió con gula. Se sentó sobre las patas traseras y miró al mayordomo con su mejor cara de perro desvalido. —Ay, vagabundo… —dijo Macadamio con ternura—. Ya sabes que en la cocina no puedes estar. Anda, ven y toma un poco de este pan. Cuidado, está muy caliente. Ahora sal a jugar y atención a las averías que haces en el jardín, que Abanthina está pendiente de pillarte en flagrante delito. Salió de la cocina con el manjar en la boca, y fue al jardín, donde se echó del todo para saborear el pan. La brisa le acariciaba el pelaje grisáceo y le levantaba el flequillode sus ojos casi ciegos. El sol descendía y, a través de las ramas de un árbol de hoja lanceolada dibujaba un laborioso encaje en el suelo. El can se conmovió con el recuerdo de un atardecer, tan lejano como las montañas del horizonte. Sintió una profunda oleada de emoción, el corazón le latió con fuerza. Miró a la izquierda; no estaba ahí, sentado a su lado, recostado en el Gran Pino el niño que amaría siempre, con eterna lealtad. Nana Bromelia salió con los gemelos entre sus brazos. Gabriel y Nickolathius —por fin Leandro y Karolina les habían puesto nombre— se embriagaron también de la belleza del crepúsculo. —Mirad al perrito lindo, cómo se come el pan… ¡Ay, qué bello! Niños, saluden al perro. Los gemelos no se inmutaron. Rufus, por el contrario, se sentía muy atraído por los gemelos; tal vez ya necesitaba nuevos amigos con quienes jugar. Deseaba conocerlos y cuidarlos. Casi sería como recuperar algo del niño que guardaba en su corazón. Ladró un par de veces y se pasó la lengua áspera por el hocico. En respuesta, los nenes rieron y se soltaron de los brazos de la nana. Uno de ellos, el de los ojos azules, se acercó y trató de agarrarle la lengua. «¡Rufus! ¡Buen chico! ¡Vamos!». El eco de la voz de Manchego resonó en su mente, trayéndole emociones intensas. Lo vio en su memoria, cómo corría por el campo, por los pastos, feliz y lleno de ilusión, con la luz del sol en el rostro. Qué sonrisa más bella. ¡Qué daría por poder despertarlo en las mañanas, lamerle el rostro y verlo sonreír! ¡Qué daría por correr entre los campos de la finca, aunque fuera por un solo día! El alma se le hundió, pero ver a esos gemelos radiantes y contentos lo aliviaba. Miró al cielo, llamado por un susurro inusual. Sus ojos bebieron de un haz de luz que perforaba una nube esponjosa y blanca, que fue cambiando de forma y tomó la de un ángel. Rufus ladró, corrió en círculo, exaltado y confuso a la vez. Aquella nube parecía sonreír. Aquella nube se asemejaba mucho a su amo.
—FIN—
LA MALDICIÓN Libro 2
PARTE I
Capítulo I - El héroe del día La mañana se derramaba en el horizonte en un abanico de cobre. La quietud era tal que si hubiera velas, sus llamas se mantendrían tiesas e inmóviles. Pero, a pesar de la paz, del brillante día, el soldado no encontraba consuelo al gran pesar que le atenazaba el alma. «Un día sombrío, igual que mi maldito humor, que mi maldita vida», pensó. Un rayo del sol naciente le acarició el pecho, pero no se dejó conmover por su calidez. Siguió con la vista el recorrido de aquel dedo largo y brillante, y se quedó mudo de celos. No muy lejos, un hombre sonreía por la caricia que él había desdeñado. Por su aspecto podría ser un negociante; en cualquier caso, había conocido el éxito. El soldado deseó ser ese hombre, su vida sería más fácil. Contrariado, prosiguió su camino hacia las torres vigías a cumplir con su rutina diaria. Un gallo cantó. Las campanas del Décamon anunciaron las seis de la madrugada. El rumor de carretas, puestos y comerciantes ya se levantaba desde el mercado central. Los niños corrían tras sus madres, golosos ante las canastas de mimbre llenas de frutas y dulces. Los perros callejeros se metían entre las piernas por si algo caía al suelo. El soldado continuó por la sombra, observando con recelo el bullicio. Ágamgor era una metrópoli única en el imperio Mandrágora. Sus gentes se habían acostumbrado a vivir a pocas leguas de Némaldon, el núcleo de la maldad. La ciudad había sufrido demasiadas penas, demasiados conjuros, demasiadas maldiciones. Era habitual que se hablara de luchas contra orcos y otros monstruos. A diferencia de otras ciudades como Vásufeld y Érliadon, conocidas por sus desarrollos en las ciencias humanas, Ágamgor no podía presumir de cultura, arte o literatura aparte de las leyendas de guerreros heroicos. Aquí prevalecía el progreso militar, la fabricación de armas y el consuelo del aguardiente. Trumbar Gémorgorg, el soldado que se guarecía a la sombra, llegó a su puesto. Lo detuvo una mano femenina y gruesa, un aliento a mazorca y a cuchillo oxidado. Supo al instante que se trataba de esa tediosa mujer. —Llegas tarde otra vez. Hijo de tu putona madre, estamos hartos de tu…, de tu pordiosera impuntualidad. Amagma era la supervisora, una mujer mellada, con la cara llena de cráteres y las nalgas bien rebosantes. Llevaba el pelo muy corto, de estilo masculino. Lo único que Trumbar salvaría de esa fisonomía que tanto le repugnaba era la nariz, pequeña y casi bonita. Su armadura reflejaba el alba. La mayoría de las mujeres eran como ella, al menos en esta parte del imperio, pues una ciudad militar debía albergar, sobre todo, a mercenarios, soldados y gente experimentada en la guerra, además de un buen número de rameras que parían a los bastardos que acabarían formando parte de la milicia. Así pues, la mujer típica de Ágamgor era tosca y poderosa; el hombre, apestoso, cuadrado y de bigotes frondosos. Otras regiones del imperio estimaban inferior a esa ciudad por sus raras costumbres y sus gentes de horrendo aspecto. Los de Ágamgor respondían que el imperio no existiría si no fuera por ellos y su eficaz lucha contra Némaldon. Nacer en Ágamgor suponía tomar las armas antes o después, patrullar las fronteras, matar orcos y decapitar a los desertores. Trumbar no contestó a la mujer. Bajó la mirada, fija en el suelo. Era mejor que la supervisora no detectara el odio feroz que se le escapaba por los ojos. Por dentro tenía una acumulación de ira y unas irrefrenables ganas de pelear que le costaba dominar. Se contenía a duras penas, pero sabía
que algún día la bomba reventaría. —Sí, señora —masculló—. No volverá a pasar. Amagma le echó una ojeada de arriba abajo. —Siempre lo mismo… ¿No entiendes qué significa tu trabajo? —Escupió al suelo—. ¡Maldito mediocre! Bien sabes que cada vigía tiene que cumplir con sus horarios escrupulosamente. Debería informar al duque para que te amarre a un poste y te azote. Eso te caería bien, pedazo de mierda. No sirves, Trumbar. Sé de dónde vienes, sé que eres originario de Némaldon y que un hombre nacido en esas tierras está maldito para siempre. La mujer hizo ademán de darle una bofetada. Trumbar ni se inmutó. «Ojalá el demonio te posea y te vuelva loca», deseó con malicia. Le sonrió con sarcasmo y siguió de largo. *** La torre vigía que custodiaba el frente suroeste era de alta importancia tanto para el imperio Mandrágora como para la población de Ágamgor. Tras la batalla de Maúralgum, hacía cuatrocientos años, Némaldon jamás recuperó sus fuerzas, pero continuó intentando traspasar la frontera. Después de tantas derrotas, parecía que Némaldon se había rendido. Sin embargo, algunos creían que alguien estaba haciendo nuevos planes. En cualquier caso, los tiempos eran prósperos, y por ello, después de tantas centurias de paz, los gobernantes redujeron los refuerzos y Omen retiró a los magos de sus cuarteles. Trumbar entró en una de las dos atalayas que custodiaban ese frente. Era tan alta que, desde allí, divisaba la gran ciudad militar como una alfombra de piedra y metal. Su puesto se llamaba el Teutónomo. Sahfalhas se ocupaba del Valle del Hechizo y Pómotor vigilaba la frontera con la cordillera Devónica del Simrar. Una carreta se presentó en la garita. Desde las alturas, los guardias, incluyendo Trumbar, se prepararon por si hubiera que atacar. Bajó el visor de su yelmo de metal, saboreando la esperanza de hacer derramar sangre pronto. Era su catarsis, su modo de liberar el cúmulo de desdichas que le habían magullado el alma. En las yemas de los dedos notó la tirantez de la cuerda del arco y su galopante ritmo cardiaco. —¡Es solo una carreta de grano! —gritó alguien desde la garita. Todos se relajaron, excepto Trumbar, cuyas ganas de guerra aún le palpitaban en los dedos. Se pasó la lengua por los labios secos y se obligó a serenarse. —Malditos nemaldinos —dijo Boahrg, un gorilón una cabeza más alto que Trumbar, de buena barriga y barbas prominentes—. Después de cuatrocientos años, seguimos sintiéndonos amenazados. Hijos de puta… Y esos orcos no dejan de emboscar a nuestros finqueros o a nuestros honrados trabajadores cuando tienen la oportunidad. Boahrg era pelirrojo, algo muy raro en estas regiones. El gran hombre era diestro en el empleo del mazo y era reconocido por su brutal fuerza. Además, era de los pocos cuyo yelmo no estaba equipado de visor, de los pocos que jamás usaba un escudo para protegerse. Afirmaba que su gran tamaño ya lo protegía del hierro de las armas. Loktos subió a los pocos minutos, muy animado, como siempre. Era joven e imberbe, de hombros anchos y cintura estrecha pero piernas fuertes. Levantaba tantas miradas como faldas. Al igual que los demás soldados, se cubría con cuero curtido, un peto metálico y una cota de malla para el torso, y por último un yelmo picudo con visor. Estaban entrenados para manejar diferentes armas: arcos, espadas, mazos y escudos. «No imaginas cuánto te odio, pequeño hombrecillo», pensó Trumbar. «No soporto esa sonrisa perenne ni esos ojos brillantes ni que siempre estés tan
contento. Ojalá te mueras y te consuma el demonio, Loktos». —¡Hola! Mi buen amigo Trumbar, ¿cómo estás? Trumbar no dijo una palabra, clavó la mirada en el suelo. —Déjalo, Loktos —intervino Boahrg para romper el silencio—. Ya sabes que nuestro amigo se enfurruña si no ve sangre. Se le pone ese humorcito de puta madre. —Sé paciente, Trumbar —dijo Loktos—. Ya llegará ese día, te hartarás de tanta sangre. El joven siguió a los demás compañeros de la torre. A pesar de su laconismo, Trumbar era apreciado por su destreza con las armas. Además, nadie deseaba tenerlo como enemigo, en especial sabiendo esa pulsión belicosa que lo quemaba por dentro. La mirada de Trumbar penetraba el suelo de la atalaya. No se libraba del torbellino de pensamientos negativos que lentamente le carcomían el alma.
Capítulo II - Un invierno nefasto Ignoraba cómo había llegado hasta ahí, hasta esa roca en la que estaba sentado, en medio de un campo nebuloso difícil de penetrar. Algo brillante con alas diminutas volaba a su alrededor, dando vueltas y vueltas sin cesar. Nada se movía, ni siquiera el aire. El tiempo transcurrió. ¿Cuánto? A saber. No tenía forma de cuantificarlo. Quizá ni siquiera tenía sentido hablar de tiempo, quizá se hallaba en un plano ajeno a las coordenadas de espacio y tiempo. Permaneció en la roca, tratando de descifrar qué diablos sucedía en su mente enmarañada. «¿Qué hago en este lugar tan raro?». El pensamiento se perdió y se esfumó. Fijó la vista en aquella cosa gris eternamente cambiante. Manchas negras y blancas se movían sobre una pantalla lejana. La pequeña luz revoloteaba alrededor de su cabeza, describiendo un halo. Le fascinaban esas alas que batían de arriba abajo con una armonía que apenas podía imaginar. ¿Imaginar? La palabra le sonó familiar. No supo exactamente qué significaba y falló al tratar de capturar la idea que se le había asomado a la cabeza. Se puso en pie y empezó a deambular, no había ningún lugar al que se le ocurriera ir. Después de un tiempo, le sobrevino un recuerdo vago. Era una chica de ojos esmeraldas, labios rosados, cabello castaño y largo… La chica era una preciosura. Ese rostro le provocó una punzada en el corazón y un dolor que se le extendió por todo el cuerpo. Se acuclilló, desconsolado, y rompió a llorar. Las lágrimas se desvanecían antes de hacer contacto con el suelo grisáceo. El pequeño ser que lo acompañaba brillaba ahora con un tono entre rojo y rosado. Parecía que deseaba comunicarle algo. Lo asaltó otro recuerdo: un pino alto, robusto y acogedor, y él recostado sobre el tronco, contemplando amaneceres y ocasos. Ojalá aquí pudiera gozar de un momento similar. Miró a lo lejos. Encontró reposo en la pantalla grisácea. Este mundo le resultaba demasiado ajeno y no había nada a lo que aferrarse para comprenderlo, excepto aquella roca en la que se había sentado y el ser luminoso que cambiaba de color. Se obligó a continuar andando, cabizbajo, náufrago, sin destino. Después de algún tiempo, decidió hacer otra pausa, pero esta vez con un propósito claro. Tenía que encontrar algo, no sabía qué ni entendía la urgencia, pero el deseo era muy fuerte. Miró a los lados, arriba y abajo. No había nada más que la pantalla grisácea. El suelo era una explanada gris completamente uniforme. Decidió tumbarse un rato para reponerse de la congoja, ya que cansado no estaba. Quizá solía echarse en el suelo en otro tiempo, en otra dimensión, en otro mundo… Relajado sobre el suelo se dejó llevar mientras observaba al angelito luminoso y divino que no lo abandonaba. Sonrió. Era como si ese ser minúsculo lo protegiera. Cerró los ojos. Soñó.
Capítulo III - El viajero errante La luna cubría la noche con un velo de plata que se quedaba prendido a las copas de los árboles. En el aire flotaba el peculiar aroma de la tierra de esa región; no era agradable. Sus frívolos moradores traicionaron a Madre hace 400 años y, como represalia, se les devolvió ese olor poco natural, como si a los campos los hubieran violado. Llevaba semanas deambulando, preferiblemente por la noche, pues los caminos vacíos le daban la paz que necesitaba. Además, cuando todos dormían, la negrura le reflejaba su pasado antes de traicionar a Madre. Debió haber muerto durante el ritual de la Batalla Sagrada, cuando Madre misma obligó a sus criaturas a competir hasta que solo quedara la más fuerte y nombrarla líder del clan. Pero él desobedeció y fue vencido. Y no dejó que le cortaran la cabeza. El viento se arremolinó en torno a su cuerpo casi desnudo. Se cubría los genitales con piel de wyvern, un reptil sagrado de Devnóngaron. El torso, descubierto, lucía el tatuaje que lo designaba líder del centenar de clanes. Del cinto colgaba su hacha. Llevaba semanas sin comer en condiciones. La tristeza lo había sumido en un pozo oscuro, pero ya había salido, dispuesto a cambiar su vida: jamás volvería a ser el Hombre Salvaje que una vez fue, aunque sabía que tendría que aprender a convivir con los recuerdos, que no lo abandonarían. Así pues, debía hallar un nuevo camino, pero ignoraba cómo. El imperio Mandrágora era demasiado extenso y abundaban los desgraciados que se habían alejado de las enseñanzas de Madre, de su pureza y de sus regalos. Una ráfaga con un olor conocido lo puso en alerta. Era un animal nocturno, que se alimentaba del pasto. El hambre lo empujó a seguir la pista. Sacó el hacha y caminó despacio hasta su objetivo. Con un tajo veloz le cortó la yugular al animal, recitando unos versos dedicados a la naturaleza, y luego le cerró los ojos a la criatura que había tomado para sobrevivir. Los meses transcurrieron. El vagabundo siguió su camino, a veces pasando por carreteras poco transitadas, manteniéndose lejos de los controles del norte del imperio Mandrágora, y buscando los abismos poco vigilados del sur. A veces se adentraba en pequeños poblados y encontraba a buenos samaritanos que le ofrecían una merienda, pero por lo general tenía que vérselas con el típico mandragoriano que lo detestaba por ser un Hombre Salvaje fuera de su lugar de origen; todos sabían que un Hombre Salvaje jamás dejaría sus tierras sagradas a menos que Madre lo expulsara. Esa vida lo llevó a la mendicidad. Caminaba en paralelo a las carreteras en busca de cualquier oportunidad y evitando que otros viajeros lo descubrieran. En alguna ocasión, los agentes de la autoridad pretendían llevárselo preso —no había esclavo más valorado que un Hombre Salvaje de buen tamaño y desarrollada musculatura—, pero lograba burlarlos con facilidad, le bastaba con sumergirse en la naturaleza y allí se perdía como un fantasma. Por suerte o infortunio, el viajero errante se percató de que un grupo de desertores lo había descubierto y lo seguía. Había aprendido que los desertores eran la peor lacra del imperio, condenados por el Consejo de Reyes a vivir las desgracias de una vida sin honor y gloria. No obstante, ese grupo emanaba una energía con la cual se sintió identificado. Se fundió con el bosque y aguzó los sentidos sin perder de vista a sus perseguidores. El ruido de carcajadas y pasos era cada vez más nítido. Hablaban en la lengua del imperio, que él no comprendía. —¿Dónde está ese hijo de puta? —Bramó una voz cavernosa. —Pedazo de mierda, ha debido de esconderse entre la maleza. ¡Os lo dije, panda de
insufribles!, que el bastardo se iría en segundos si hacíais ruido. —¡Grono! ¡Grono! ¡Grono! —¡Calla, maldito lelo! O no daremos con él. Aun no comprendo, oh grandioso Mérdmerén, por qué tuviste que emplear a un retrasado mental —dijo otra voz. —Cada integrante del grupo tiene su función, Ofesto —aseguró el líder—. Sigamos buscando, hatajo de piltrafas. No puede estar lejos. Os lo digo: ese Hombre Salvaje es nuestra vía de escape a esta vida de mierda. Me libraré de vosotros y tal vez recupere el honor que me usurparon esos hijos de su madre. Don Cantus de Aligar y don Loredo Melda me las pagarán… — dijo la voz del tal Mérdmerén. —Que te jodan con la espada, Mérdmerén. —¡Grono! ¡Grono! —Dijo el lelo del grupo. El viajero errante se rió para sus adentros. Aquellos ridículos delincuentes estaban a dos pasos de él y nunca lo descubrirían. Horas después, el grupo de desdichados hizo una pausa para comer. Prendieron una pequeña fogata y se repartieron un alimento de mal olor. Había dos mujeres. Una de ellas copulaba con un compañero y la otra comía con la boca abierta y escupía. Los demás se dedicaban a manipular el alimento y llenar el lugar de desperdicios. El tipo llamado Grono afilaba espadas. El Hombre Salvaje estaba atónito. Era la gente más asquerosa que había visto nunca, pero le atraían. Quizá esa fuera la confirmación de que su alma estaba podrida. Se mantuvo escondido, sin perder detalle del grupo que tanto interés le despertaba.
Capítulo IV - Ergo —¿Quieres algo de comer? Puedo prepararte lo que te apetezca —se ofreció con esperanza. La mujer de Trumbar era esbelta, de cuerpo atractivo —pechos pequeños, piernas largas—, pálida de piel y cabello negro como sus grandes ojos, que parecían túneles al alma. Sus facciones eran finas: nariz delicada, mandíbula ovalada y labios delineados. Vestía una prenda de seda, la que su madre le regaló para la luna de miel y cuando quisiera despertar deseo carnal. En realidad, a ella no le hacía falta ningún vestido especial, pues se sentía a gusto con su cara y con su cuerpo, se sabía sensual y atractiva, pero había ocasiones en las que al enfrentarse con la mirada fracasada de su esposo le daban ganas de salir corriendo. —No, gracias —respondió el marido evitando el contacto visual—. Ya comí de camino a casa. Trumbar permaneció inmóvil, en silencio. Hubo un momento en el que abrió la boca, pero no dijo nada. Como siempre, el hombre alto y de tamaño considerable se marchó sin una palabra. Antes no era así, jamás había sido un hombre de pocas palabras…, hasta el accidente. Ferlohren lo observó mientras se alejaba y, a cada paso que su esposo daba, sentía que se le descomponía el alma. Se mordió los labios. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se echó una bata encima de la seda que le cubría el cuerpo y fue a la cocina a prepararse algo de comer. Pronto estaría yendo al trabajo a distraerse de la desgracia de su hogar. Allí los compañeros le lanzarían lisonjas y le animarían el día. Se preparó un tamal de masa de arroz y papa. Era un menú habitual en el barrio pobre. Un soldado en las garitas no ganaba buena moneda, a diferencia de los milicianos al servicio del duque, que los proveía de grandes cantidades de alimento para ellos y sus familias. Cuando se terminó el tamal, se agachó y sacó de su escondite la botella de vino. Empinó el codo con tantas ganas que el granate se le derramó un poco por la barbilla. Bienvenida a las toxinas. Bienvenida a la locura. El cosquilleo de placer fue inmediato, también la calidez que predice la borrachera. Le pegó otro trago a la botella. Mientras tanto, Trumbar salió del baño ya aseado. Se envolvió con unas telas para secarse y fue al cuarto a ponerse las armaduras para regresar cuanto antes al trabajo, a custodiar las garitas. Odiaba estar en la casa, pues era como una sala para desahuciados por el resquemor. Se apretó bien los cinchos de cuero curtido, aseguró el peto metálico. Al colocarse la cota de malla, sintió una presencia a su espalda. Se volteó con velocidad. Era su esposa con esa locura que de vez en cuando la poseía y la desataba. —¡Por qué ya no me quieres! —gritó Ferlohren—. ¡Imbécil! ¡Hijo de puta! ¿Por qué no me deseas? ¿Es que no quieres un poco de esto? —dijo agarrándose la entrepierna y los pechos—. ¡Dime! ¡Dime de una vez por todas qué te pasa conmigo! Lo único que he hecho es amarte y tú no eres más que un fantasma que merodea por la casa pero no se queda. Te mantienes alejado de mí… ¡Maldito! ¡Quiéreme! ¡Regresa a mí! Por favor… Ferlohren se dejó vencer y en el suelo, de rodillas, rompió a llorar. El cuarto se llenó de un desasosiego aplastante. Trumbar sintió que debía hacer algo al respecto. Quiso caminar hacia ella, quiso amarla como antes. ¡No podía, maldita sea! —Debo regresar al trabajo —repuso Tumbar, «a mi salvación de esta miseria», se dijo. Esas palabras secas no satisficieron a Ferlohren, quien se levantó y caminó hacia su esposo. Lo besó. Mediante esos labios le entregaba emociones mezcladas, una bomba de amor, odio, deseo, pasión. El hombre se sulfuró.
—Que no puedo, he dicho —dijo soltándose y recolocándose la cota de malla. La empujó con suavidad pero con firmeza, como si solo fuera el cuerpo de un muerto. Le dio la espalda sin más palabras, sin un gesto, sin una emoción. Había logrado sobrevivir otro día en esa casa. *** Ferlohren no lo aguantaba más. Esa indiferencia estaba llegando al límite. Después de varios años de sentirse invisible, un mueble más de la casa, se había convencido de que aquello no podía continuar así, de que alguien debía gozar de esas carnes suyas que se estaban echando a perder. Era una mujer guapa —muchos compañeros se le habían insinuado—, pero ella no era traidora, mucho menos a su matrimonio. Pero la nostalgia de su marido, sumada a su deseo de ser poseída, la estaban empujando a querer romper la promesa que le hizo a los dioses de respetar la unión conyugal, y, por eso, ya no podía pensar en otra cosa que en un hombre tomándola con lujuria. —Tengo mucho que confesar… —se reprendió hincada en el confesonario. Había acudido al Décamon en busca de una solución, aunque ahora deseaba algo más. —¿Siguen los problemas en el matrimonio? —preguntó Vurgomm, el sacerdote, que, además de alivio espiritual, dispensaba otro tipo de consuelos más físicos. Había roto el voto de castidad hacía varios años, cuando una tentadora mujer le ofreció su virginidad. Desde entonces, no supo cómo eludir la tentación. —Sí —contestó Ferlohren. Se había vestido para la ocasión. No llevaba ropa interior. Además, se había embriagado, así contaba con esa pizca de desinhibición que necesitaría para entregarse a sus pasiones. De todos los hombres de la ciudad militar, había escogido al que más le repugnaba, pero con Vurgomm sería fácil y además se aseguraba el secreto. A través de la rejilla, la mujer ya sentía la mirada voraz del sacerdote paseándose por sus muslos y sus pechos, respingones bajo la blusa de algodón. —¿Has venido a entregarme tus pecados, hija de los dioses? —Sí, padre. He oído que varias mujeres le han entregado sus pecados maritales a usted, dicen que usted redime con velocidad…, que es eficiente y que… sabe mantener los secretos enterrados —repuso Ferlohren. El religioso abrió la portezuela e invitó a la mujer a entrar. Ella dio un respingo. —Ay, disculpe —se azoró—. Solo venía…, porque necesitaba hablar con alguien. —Bien, hija, no te preocupes. Puedes venir a contarme tus penas cuando quieras. Vurgomm era un hombre de estatura baja, escuálido pero de ojos tan oscuros como la noche, de cejas espesas y barbilla triangular. —Cuando regreses, los dioses te recibirán con los brazos abiertos —murmuró el padre, devorando con la mirada las caderas de Ferlohren, que huía a toda prisa del santuario.
Capítulo V - Cazando al cazador El viajero errante no tardó en comprender que sus perseguidores eran un panda inepta de bergantes. Hablaban a gritos, como insultándose, masticaban con la boca abierta, escupían. El Hombre Salvaje no entendía ni una palabra de la lengua de los desertores, pero rezumaban dolor y deseo de una venganza fría. Los miembros del grupo padecían una gran degeneración, acaso llevaban décadas sufriendo en el olvido. Las mujeres solo lo parecían por los bultos en el pecho; sus rostros estaban demacrados, les faltaban dientes, el cabello seco y mate se lo recogían en moños. Los hombres no eran más agradables a la vista, eran deformes y malparidos. El hombre se estremeció al pensar que había sentido cierta conexión con esas personas. Eran aún más desdichados que él, habían perdido toda honra, sin esperanza de gloria ni fama. «Por fortuna o desgracia, el destino me ha cruzado con esta gente. Madre, tan solo te pido que me hayas indicado el sendero correcto». Se mantuvo en su escondite mientras continuaba observando su comportamiento vulgar y abandonado de moral y modales; se parecían más a los cerdos que a los humanos. Se hallaba camuflado en un cedro añejo y había ocultado su olor por una capa de lodo y hierbas aromáticas que conocía bien. El Hombre Salvaje dedujo las intenciones de la banda al descubrir las cadenas y un par de grilletes de metal pesado. Querían llevárselo preso. Los nativos de su tierra eran muy preciados como esclavos, y los nobles siempre se mostraban dispuestos a pagar por ellos un buen precio. Le subió un escalofrío cuando se le ocurrió que quizá Madre había enviado a aquella banda para capturarlo y llevarlo de vuelta a Devnóngaron para que los espíritus del bosque lo ajusticiaran. No, Madre jamás recurriría a ese tipo de hombres, tan perdidos, tan malditos. Más calmado, devolvió la mirada al grupo, que no dejaba de comer. —Algo está extraño, señores. Algo me huele mal — dijo un hombre de voz repulsiva, cabellos largos y mal aseado. —Fue Garamashi —respondió otro mientras le daba un mordisco a un bulto de carne curada —. Esa puta siempre está flatulenta, soltando gas como una maldita fumarola. No la aguanto — añadió mirando con rechazo a la aludida. —¡Grono! ¡Grono! —Dijo el lelo entre risotadas. Garamashi dio un respingo violento y en un segundo levantó su cuerpo de globo. Dijo con un estrépito, su voz como el chillido de un gato maduro siendo torturado —: Mira quién habla…, ¡el maricón al que le gusta la ballesta por la coliflor! Malparido, te voy a matar si me sigues insultando —chilló como un gato al que estuvieran torturando—. Mírame cuando te hablo, canalla. Maldito ruin… Si alguna vez te tengo entre mis manos, te aplastaré de una vez por todas. ¡Ofesto! ¡Que te estoy hablando! Escúchame bien: te voy a meter el puño por el culo y lo sacaré por la boca para arrancarte la lengua. Así por fin te callas. La mujer había alzado el puño y hacía gestos como si se lo metiera entre las piernas. Los demás se echaron a reír, aunque la reyerta pudiera terminar en un duelo a muerte. Varios masticaban con frenesí, bebían aguardiente o kusha, un alcohol generado tras la fermentación de estiércol de vaca y compuestos orgánicos como cáscara de fruta, verduras o restos de alimaña. —Maricón lo será tu padre y de meter cosas en la coliflor solo tú puedes hablar, perra cabrona —contestó Ofesto—. Mírate tú… Pareces una ramera barata. Deberíamos matarte y enterrarte bien para que la vida misma no se sienta insultada de tenerte respirando. —El hombre
se rió con sorna—. Buena kusha saldría de tu abominable cuerpo. ¡Beberíamos por largos meses! ¿Verdad, muchachos? Más risas. Algunos ya estaban borrachos. —¡Silencio, estúpidos! —ordenó Mérdmerén, el líder de la brigada—. No hay manera de que aprendáis a callaros cuando es lo único que importa. ¿Habéis olvidado que perseguimos a un Hombre Salvaje y que se ha desviado de su camino? El líder había conseguido callarlos. Los miraba con su rostro anguloso, la nariz aguileña y la mirada furiosa. Tenía el pelo negro y le llegaba hasta los hombros. Vestía cuero negro y llevaba una espada en el cinto. Su aspecto, en general, hacía pensar que alguna vez perteneció a la nobleza. Parecía estar en sus treinta y tantos años de edad. La otra mujer, en un vestido manchado, intervino: —Mérdmerén, escucha: si ese Hombre Salvaje se ha desviado, debemos apresurarnos o lo perderemos de una vez por todas. Este bosque es tan frondoso que no podremos rastrearle si no nos damos prisa. Bien sabes que esos Salvajes son astutos y huidizos. No podemos permitir que se nos escape. Ese hijo de puta puede significar nuestra salvación. Un feudo daría hasta cien coronas por su pellejo. Mérdmerén asintió. —Camaradas, Nárgana tiene razón. Debemos seguir adelante en busca del vagabundo, aunque sea de noche. No todos los días nos encontramos con un Salvaje perdido, listo para colocarle los grilletes. Vamos, el tiempo corre y cada noche perdida es una noche sin el botín de carretas y carruajes ajenos. ¡Me estoy cansando de comer cuero! ¡Mierda! Necesitamos provisiones enseguida. ¡Avanzando pues, sabandijas! Y vosotros —dijo señalando a Ofesto y Garamashi—, os juro que me haré una ensalada con vuestras vísceras si no dejáis la fiesta en paz. Se volvió y echó a andar en la oscuridad de la noche. Los otros le siguieron sin rechistar. La luna llena iluminaba los caminos. Sin un ruido, el viajero errante se puso en marcha tras ellos. *** El Salvaje se alejaba y acercaba sin temor de ser descubierto. En un momento estuvo a centímetros de Mérdmerén, y este ni lo notó. En las noches más oscuras hasta se comportaba como uno más. Por ejemplo, hacía el fuego para cocinar el estofado de cuero. Nadie sospechó que era obra del Salvaje. A veces se unía a la cacería y capturaba piezas que a los desdichados les sabían a gloria. Limpiaba el campamento cuando la banda reanudaba la búsqueda. En aquellas tareas, el viajero encontraba una distracción para no darle vueltas a la cabeza. Por supuesto, la brigada poco a poco fue dándose cuenta de que ocurría algo extraño. Jamás habían sido tan eficaces y rápidos alumbrando fogatas, nunca habían comido tan bien como entonces y tanta limpieza alrededor les resultaba ajena. Mérdmerén fue el primero en sospechar e imaginó que un invasor los acechaba. Podría ser alguno de sus enemigos eternos, aquellos políticos malditos que lo desterraron del Consejo de Reyes, como don Cantus de Aligar y don Loredo Melda. Algún día se vengaría, lo había jurado. Una tarde, mientras masticaba carne curada, se le ocurrió que el invasor era el mismo Hombre Salvaje a quien perseguían. Para camuflarse tan bien, no podía tratarse de cualquier Hombre Salvaje, sino de uno capaz de moldear los elementos a su favor: un hechicero. Entonces sopesó la posibilidad de desistir de la misión. Enfrentarse a un brujo eran palabras mayores, aunque pronto recordó la cantidad de monedas que les darían con un hombre de ese tamaño. Seguiría con el plan.
Capítulo VI - Entelequia
El sol era cálido pero no quemaba. Los rayos resplandecían con una luz potentísima pero no cegaban. La superficie era rígida pero a la vez poseía elasticidad. De vez en cuando explotaba una erupción y proyectaba una estela como un arco divino. Pequeñas partículas de luz flotaban a su alrededor, como polvo estelar. Al joven le pareció curioso que una de esas luces no se separara de su lado, como si le protegiese de algo, de alguien o de sí mismo. Tenía un par de alas diminutas que batía con velocidad. Probó a dar unos pasos sobre la esfera, con la pequeña luz como compañía, y descubrió que la superficie se transformaba con huellas oscuras allí donde pisaba. Caminó y caminó durante un tiempo largo, pero no alcanzaba ningún destino: estaba dando vueltas al orbe. Se detuvo para admirar el horizonte. Multitud de luces brillaban en la distancia, como un campo de noche colonizado por un mar de luciérnagas. El titilar de las estrellas lo maravilló. Era como si estuvieran secreteando entre ellas. Reanudó la marcha y cayó en la cuenta de que el sol no era muy grande, ya que cada vez que daba un paso alcanzaba una nueva porción del horizonte. Se tumbó, notó la forma redondeada y comprobó que su cuerpo se curvaba allí acostado. Se sintió el señor de esa esfera, estrella, sol o ser luminoso. Sintió que le pertenecía. «Es mío, solo mío», se dijo. Algo por dentro le respondió: «No es tuyo, sino parte tuya, así que sois lo mismo, una entidad indivisible». Lo aceptó. Se le ocurrió una idea: sumergirse dentro del sol. La esfera lo engulló y se vio flotando en un líquido ambarino. El pequeño serafín continuaba a su lado. «El tiempo no transcurre», pensó. «Pero, ¿qué es el tiempo? Si espero cambios y el cambio se llama tiempo, entonces el tiempo es cambio», concluyó y buscó cambios a su alrededor. No apreciaba ninguno, por lo que en esta dimensión el tiempo no transcurría. Pasado, presente y futuro eran lo mismo. Algo en su mente se activó. Dio una orden sin decir una sola palabra. El sol empezó a moverse sin esfuerzo, suspendido en el vacío. Viajó por lo desconocido a una velocidad creciente.
Capítulo VII - El animal amorfo Habían pasado dos meses desde su visita al Décamon y la entrevista con el padre, que, todavía a día de hoy, la perturbaba. Lo deseaba entre sus piernas, soñaba con él y amanecía húmeda y nerviosa. Oyó un ruido de metales, un cincho que se ajustaba y una espada que se envainaba. Trumbar apareció en la sombra con toda su corpulencia. —Mañana me voy a una misión. Han acabado con un pelotón de soldados cerca de las fronteras. Parece que Némaldon vuelve a las andadas, pero antes de responder tenemos que investigar y estar seguros. El hombre no daba muestras de tener que marcharse; al contrario, parecía emocionado. Después de que su marido se fuera sin abrazos ni besos ni sonrisas, la mujer se puso un corsé viejo y se colocó los pechos para lucir la línea del escote. Se vistió de rojo fuego. Se sentía inflamada, lista para ir de cacería. No quería pensar lo que estaba haciendo, pero lo deseaba con pasión. Antes de salir se bebió una botella de aguardiente, a pesar de que sabía rancio. En la calle caminó meneando las caderas de lado a lado. Se dijo que era hermosa, que era sensual, que era apetecible. A su paso, los hombres volvían la cabeza, chiflaban, dejaban sus quehaceres para no perder detalle de esas carnes en promoción. Al cabo de varias propuestas indecentes y un agarrón de nalgas, Ferlohren se sintió sucia y abusada. Corriendo con el rabo entre las piernas fue en busca del único sitio donde estaría segura. Llegó al Décamon en apuros y pasó por las puertas custodiadas por un par de estatuas altísimas, los venerables Slegna Flamon, antiguos soldados de las tierras de Flamonia, de donde procedían los mandragorianos. Pasó por el oratorio y se dirigió a la cúpula. Bajo la cristalera de las diez esencias del Décamon, se sintió a salvo. La luz en el Decágono perdió intensidad. Se produjo un estruendo, como si algo hubiera roto las fibras del tiempo y el espacio. Una realidad pareció dislocarse y otra adentrarse empujando con fuerza. El aire se partió y entre las grietas aparecieron los ojos enloquecidos de un demonio rapaz que graznaba y que parecía hambriento de seres humanos. Ferlohren asumió que estaba ante la hora de su muerte cuando una fuerza lo barrió todo y se vio de pie frente al padre Vurgomm. Ambos estaban desnudos. ¿Qué diablos estaba sucediendo? El hombre se le acercó sin titubeos y le metió la lengua en la boca, empezó a tocarla, le rozó el sexo y se entretuvo en él. Ella se dejó llevar por el placer.
Capítulo VIII - La brigada insuficiente Los sueños intranquilos lo perseguían. A veces aparecía en ellos Eutasia, la hembra alfa dominante de su clan, a quien naturalmente perdió tras su caída en la deshonra. Esa noche soñaba con su rostro bellísimo. La sonrisa de Eutasia era un ramillete de rosas y aquellos ojos llenos de vida lo hipnotizaban. Su piel parecía de oro bruñido. Sin embargo, resultaba más atractiva por la fuerza de su carácter que por su aspecto. Salió del sueño con un nudo en la garganta. Parpadeó varias veces, suspiró profundamente y se restregó los ojos. Sí, continuaba vivo. Un rayo de sol atravesó el follaje e iluminó el claro donde la banda de desterrados dormía. El viajero errante no tardó en oír los quejidos. El nuevo día estaba a punto de comenzar. Había decidido presentarse ante aquellos desgraciados; aún no había elegido el momento exacto, pero hoy estaba dispuesto a dar el primer paso a una nueva vida. Garamashi se lavaba los pechos con aguas negras. Era una mujer muy solitaria, odiada por muchos. Tenía tan poco pelo que se le veía el cuero cabelludo. El Salvaje observó sus carnes flácidas y pálidas; más que gorda parecía hinchada, como si hubiera muerto ahogada y ahora paseara su cadáver tumefacto por el mundo. Hasta los ojos oscuros estaban apagados, sin vida, igual que los labios delgados. La nariz, muy corta, era un botón en el centro de una cara redonda de mejillas abultadas. Ofesto se había despertado con el ánimo pendenciero. —¿Siempre tienes que estar enseñándonos esas tetas asquerosas? ¿No sabes el asco que dan? ¡Eh, muchachos! Ese culo solo ha podido salir de la picadura de un enjambre de avispas. Garamashi cogió su cuchillo. —Niña, no hagas caso a ese bastardo —intercedió Nárgana, una mujer flaca de largos cabellos negros—. Todos sabemos que es ruin y un canalla. Pronto se pudrirá en algún foso, donde la diosa de la noche no le dará el beso de la muerte y lo privará del acceso al Profundo Azur de los Cielos. No hagas una estupidez, no vale la pena. Niña, relájate. Nárgana le colocó una mano sobre el hombro carnoso y Garamashi soltó el arma. La banda sumaba dieciséis miembros. O casi. Uno de ellos, Maldediós, había perdido una pierna y un brazo en una batalla durante su pertenencia al ejército. Aún tenía una flecha incrustada en el hombro mutilado y picaba el suelo con su pata de madera. Se ganó el destierro por su conducta. —Escuchad, compañeros —empezó Mérdmerén. —Hoy es la última ocasión para dar caza al Hombre Salvaje. Si no damos con su carne, que se pudra en el bosque. —Coño, no jodas más, Mérdmerén —repuso Maldediós con su voz ronca, rascándose una llaga del rostro. Dejaba al descubierto la boca de dientes podridos y amarillos—. Nunca debimos ir detrás de ese desgraciado. Si nos hubiéramos dedicado a otra cosa, ahora podríamos estar comiéndonos el rebaño de algún pastor o tener los bolsillos llenos con el botín de alguna carreta. Deberíamos parar la búsqueda ya mismo. Nada nos garantiza que lo encontremos, ni que podamos apresarlo, ni que después no se nos escape. Quizá seamos pobres y desafortunados, pero sobrevivimos. Presiento que ese Hombre Salvaje nos dará problemas, que saldremos más jodidos de lo que ya estamos. Algunos asintieron. Se alzaron voces de protesta, pero Mérdmerén, maduro en asuntos de liderazgo, acalló los debates con un grito y un chasquido de dedos. —¡Por los dioses! ¡Callad, miserables! Ya os he dicho cuál es el plan y así se hará. Ya veréis que el Hombre Salvaje nos traerá la fortuna que necesitamos para saldar nuestra venganza. ¡En marcha!
Maldediós se marchó refunfuñando. Grono se reía, y Ofesto y los demás comenzaron a recoger sus pertenencias. Mérdmerén se separó del grupo. Cogió un arco y una aljaba llena de flechas que se colocó en el cinto. El viajero errante supo que el momento de intervenir había llegado.
Capítulo IX - La promesa Trumbar y su división se encaminaban a la frontera a investigar la caída fulminante de un pelotón. No sucedía nada similar desde hacía varias centurias. Siempre hubo rumores sobre el regreso de Némaldon, de sus magos entrenados en las Artes Negras, y de los herederos de dethis, para resucitar a su amo. Legionaer los llevó a la guerra en el pasado y acabó enterrado bajo las cenizas de su numeroso ejército en los campos de Flora. Aquella gran contienda pasó a la historia como los Tiempos de Köel. Tras derribar un grupo de orcos y sopesar los peligros, cancelaron la misión y decidieron regresar con el fin de prepararse adecuadamente. Era de madrugada cuando Trumbar llegó a su casa; Ferlohren no estaba. Se mantuvo despierto esperando la llegada de su mujer sentado al borde de la cama. En un rincón de su pecho latían aún los rescoldos del amor que una vez sintió por su mujer. ¿Qué había ocurrido? Solo recordaba la gran tristeza y la sensación de que siempre sería un fracaso. Esperó y esperó, hasta que el sueño lo venció. La puerta principal de la casa retumbó, como si un animal rabioso estuviese empujando para entrar por la fuerza. Trumbar cogió la espada, listo para pelear, sobrecogido por una pena y una emoción intensas. Con la espada en alto, abrió la puerta con un tirón feroz y, antes de dejar caer el hierro, Ferlohren entró y tropezó. Se quedó de bruces contra el suelo; parecía envenenada o borracha. El soldado se vio impotente. Su lado agresivo quería tomar ese cuerpo, agarrarlo por el cuello y clavarle la espada, contemplar el derrame de sangre. Pero esos rescoldos que no se habían apagado tomaron las riendas y el hombre se dejó llevar por los sentimientos. Levantó a su esposa y en brazos se la llevó a la cama. Sobre las sábanas, le acarició el pelo. Y vio lo demás: el vestido rojo, los labios encendidos, el corsé que le realzaba los pechos. Se enterneció. Su esposa no se daba por vencida, se había arreglado así para él. Ella lo miraba con los ojos medio cerrados pero con un brillo que a él lo encendió. En un arrebato se abrazaron. Rodaron por la cama, asaltados por una pasión primitiva. Ferlohren aún no estaba lo suficientemente sobria como para ser consciente de que no era Vurgomm quien estaba dentro de ella. Le clavó las uñas en la espalda y le pidió que la montara una vez más. Cuando Trumbar se apartó a un lado de la cama, creyó haberse reencontrado con su esposa. Se despidió amorosamente, esperanzado ante el futuro. *** La primera patrulla contaba con diez soldados; en la segunda salida, eran cien hombres, todo ellos bien armados. Noventa y nueve hombres estaban organizados en dos filas, una de cincuenta y otra de cuarenta y nueve, en la cual Trumbar se ausentaba. Llegó con el rastro del placer marital en la cara. ¿Podría ser cierto? ¿Se estaba reencontrando con su amada? Nurimitzu Loyola, el duque de Ágamgor, estaba sentado sobre un corcel de largas crines. Jinete y caballo iban ataviados con tules morados y armaduras de un color similar. Era el líder de la ciudad fronteriza más importante del imperio, y su aspecto —fruto de la mezcla entre un padre de Grizna y una madre de Doolm-Ondor— iba a la par de su cargo: era alto y corpulento, igual que un gorila albino sin pelo; una barba en forma de candado le cubría la barbilla y circundaba los
labios. Corrían diversas leyendas sobre el duque y sus heroicidades en las numerosas escaramuzas que estallaban en las fronteras. De la nobleza del imperio, de los miembros del Consejo de Reyes, Nurimitzu Loyola era de los más temibles por su tamaño y su experiencia a pesar de ser tan joven. Se decía que el duque había sobrevivido a los terrores de la frontera con sopa de orco y otros demonios, y que, al alimentarse del enemigo, se había cargado de unas fuerzas extraordinarias. Los que habían probado orco por necesidad de comida, aseguraban que era la carne más espantosa del mundo. El duque observó Trumbar Gémorgmorg con una sonrisa infame. Nunca lo había tragado por ser un hombre de pocas palabras y de mirada huidiza. —Bien sabe mi gente cómo se paga la tardanza —dijo con su voz metálica—. No podemos permitir una imprudencia de ese calibre, hay vidas que mueren por culpa de un error así. Hoy Trumbar sufrirá el castigo por impuntualidad —sentenció. Sin embargo, Trumbar estaba como anestesiado. No sintió enojo ni arrepentimiento, sino el placer de liberarse de la esclavitud de un matrimonio frustrado. Aún sentía el tacto de la piel de ella contra la suya, su sudor, su boca abierta. —Los ataques y las emboscadas son pan de cada día en las fronteras. Némaldon jamás descansará, nos llevará a la guerra una y otra vez, pero cuando alguno de los nuestros cae, respondemos con eficacia, velocidad y valentía. El día que no respondamos será el primero de nuestro fin como civilización. Por eso vamos ahora a las fronteras, a enfrentarnos a nuestro eterno enemigo, a darle tal paliza que se arrepientan de habernos convocado a la batalla. El duque hizo una pausa para analizar a los soldados, firmes como el hierro forjado. —La muerte es nuestra liberación —continuó—, pues hemos llegado a un acuerdo con la diosa de la noche, por el que si uno de los nuestros perece en su misión, será admirado por la mismísima D’Santhes Nathor. Que los dioses estén con vosotros. —Dicen que el dios de la luz ha sido asesinado —dijo un soldado y al instante agachó la cabeza, consciente de su imprudencia por haber hablado sin permiso. El capitán del escuadrón, Leongahr, le propinó un puñetazo en las narices. —Al soldado no le falta razón —dijo Nurimitzu—. Seguramente ha llegado a vuestros oídos que han matado al dios de la luz hace muy poco. El vitral en el Décamon se ha tornado borroso. Pero no dudéis de su poder. Estará con todos nosotros, al igual que los dioses del fuego, del agua, de la tierra y de la noche. ¡Marchad con la gloria de nuestros ancestros, aquellos que erigieron Aegrimonia en los tiempos de las grandes penas, cuando las fronteras habrían sucumbido si no hubiera sido por aquellas grandes torres que ahora son ruinas! Los grandes portones de la garita el Teutónomo se abrieron con un gran estruendo de bisagras oxidadas. «¿Muerto el dios de la luz?», se preguntó Trumbar. Se encogió de hombros, incapaz de asimilar una noticia así. El capitán del batallón, Leongahr el Legendario, dio la orden de ponerse en marcha. En segundos, las dos filas de cincuenta emprendieron un trote ligero hacia la frontera. El duque Nurimitzu observó al batallón perderse en el horizonte sin poder soslayar un mal presagio que lo atosigó incluso en el sueño. Algo ocurría en las fronteras, algo maligno había despertado y no estaba del todo seguro de qué podía ser.
Capítulo X - El jabalí del remordimiento Mérdmerén no era un novato en cuestiones de caza. Seguramente fue de cacería en numerosas ocasiones, acompañado por sus sirvientes cuando formaba parte del Consejo de Reyes, pero poco sabía de matar a la presa una vez que la tenía en sus manos, y a veces su puntería era pésima y sus flechas se clavaban en las raíces y las ramas de los árboles, en vez de en las carnes que le gustaría llevarse al estómago. Mérdmerén padecía de una visión inflada de su valía; creía que lo podía todo cuando realmente era muy malo en muchas cosas. Haber sido un gran señor, con el título de «don» y varias propiedades no había jugado a su favor y ahora no asumía la caída. Sin embargo, con su actitud arrogante y su pasado de gloria, lograba atraer a los incautos, que lo seguían como a un auténtico líder. Mérdmerén preparó la flecha con torpeza. Se deslizó con sigilo tras un árbol, apuntando a un jabalí musculoso, con colmillos tan grandes que con facilidad podrían destriparlo. Pero el hombre de elevada autoestima no se amedrentó. Tensó la cuerda. El ruido alertó al jabalí y enseguida detectó al depredador, quien notó que le temblaban un poco las piernas aunque nunca lo reconocería. El animal se preparó para atacar y el cazador soltó la cuerda. Falló. La flecha se clavó en la corteza de un árbol. Mérdmerén se disponía a huir cuando se percató de que el suelo estaba surcado de gruesas raíces que le traicionarían la carrera. El jabalí ya se había lanzado a la carga. El hombre cayó de bruces al suelo y allí esperó a que el jabalí le metiera aquellos colmillos temibles. Pero no pasó nada, solo había silencio. Mérdmerén abrió los ojos y miró alrededor. Sacó la daga del cinto y se puso de pie de un respingo. Algo o alguien lo estaba acechando. ¿Dónde estaba el jabalí? Oyó el inconfundible sonido de cortar carne y luego pasos pesados. Entre los arbustos apareció un hombre de hombros anchos y cuello de animal, rostro anguloso, ojos celestes y profundos, tez dorada y bella, y con un tatuaje en el pecho desnudo. Sus brazos eran tenazas cubiertas de músculos; sus piernas, gruesos troncos nervados. En una mano cargaba un hacha de gran hoja, completamente ensangrentada. Con la otra sujetaba el cuerpo decapitado del jabalí por las patas traseras y lo arrastraba por el suelo con facilidad, dejando un reguero de sangre. Mérdmerén soltó la daga y se hincó de rodillas con las palmas juntas, suplicando con voz trémula. El hombre continuó avanzando; el líder de los desgraciados, balbuceando ruegos de clemencia, los dientes le castañeteaban. —No me matéis, señor. Por favor, no me matéis. ¡Ay de mí! ¡Oh, dioses, ayudadme! El cobarde escondió el rostro entre los brazos, esperando el final. Pero el Salvaje le tomó una mano y empujó hacia arriba, invitándolo a levantarse. Mérdmerén se incorporó de un respingo. Se limpió la mano en el cuero negro que vestía y entonces, con gran asombro, se dio cuenta de quién era ese hombre. Se sintió insultado. Nunca imaginó que el botín que esperaba conseguir lo prendiera a él y, además, lo tratara con esa indulgencia. —Eres el Hombre Salvaje que buscábamos. Te vi en la carretera, tú también me viste. — Mérdmerén recobró la compostura de caballero en sus tiempos de palacio—. Dime, ¿cuál es tu nombre y por qué estás aquí? Has de saber que no te perseguíamos para apresarte, sino para ofrecerte formar parte de nuestro grupo —mintió con la esperanza de seguir vivo—. Te invito a que te unas a nuestra causa. Sé que mis hombres son una deshonra a esta vida, que solo hay
bastardos, violadores, desertores y abusadores, no encontrarás a gente valiosa y verdadera. Pero juntos recuperaremos lo que nos arrebataron. Dame tu nombre, por favor, o no podré darte alojamiento, ya que con extraños no me entretengo. El viajero errante no respondió y ese mutismo aterrorizó a Mérdmerén, que ya esperaba lo peor. Sin embargo, el Salvaje chasqueó la lengua y le ofreció el jabalí. El líder de la banda soltó aire, aliviado. Por fin, un gesto amistoso. Se entusiasmó ante la promesa de un futuro lleno de fortunas robadas en los caminos. —Aún no me has dicho tu nombre. Yo soy Mérdmerén. Una vez llevé el apellido Santiago de los Reyes, pero hoy por hoy soy solo Mérdmerén el Desertor. Eso cambiará algún día, puedes jurarlo… —Observó al hombre con curiosidad—. No hablas nuestra lengua, ¿verdad?… Tendremos que ponerte un nombre… —Se rascó la barbilla mientras barruntaba—. Bueno, por el momento te llamaremos el Sin Nombre. ¿Qué tal Innonimatus? *** La brigada al completo estaba lista para marchar, sobre todoMaldediós, quizá el más harto de la prolongada permanencia en aquel bosque. Esperaban a su líder. —Creo que fue a cazar — dijo Maldediós. —No traerá ni una ardilla. Con suerte logre arrancar unas cuantas frutas; como esas no se defienden… —ironizó Ofesto. —¡Grono! ¡Grono! —Se rió el lelo. Los demás también se echaron a reír abiertamente. La reputación de Mérdmerén como cazador era bien conocida. Todos callaron en cuanto vieron al líder aproximándose, seguido por el viajero errante. El porte del hombre provocó una diversidad de efectos en la brigada: en Nárgana, una atracción irremediable; en Garamashi, asombro absoluto por su musculatura y belleza; en los hombres, excepto Maldediós, un susto monumental que los llevó a echar mano de sus armas. Sin duda, el hombre intimidaba y no solo por su tamaño y musculatura; el tatuaje del pecho hacia sospechar que se tratara de de un brujo o un hechicero. Además, que llevara el pelo mal cortado, a la altura de los hombros, en vez de bien arreglado en moños y coletas hasta el final de la espalda, era una señal de un pasado sombrío, tal vez de deshonra. Se les pasaron todos los males cuando se fijaron en el enorme jabalí que su líder transportaba sobre los hombros, manchándole la piel y la ropa. —Mérdmerén, ¿y qué diablos pasa con ese? —dijo Ofesto en alusión al Salvaje—. Pensé que querías apresarlo y venderlo, pero ahora parece que hasta sois amigos. ¿Nos puedes explicar esta imprudencia? ¿Y si esa escoria nos aniquila por la espalda o mientras dormimos? Ofesto miró con manifiesta hostilidad al viajero, que a su vez le mantuvo el duelo silencioso. Ofesto se puso nervioso y, con disimulo, deslizó la mano al pomo de su espada. —Él nos seguía a nosotros. Si no fuese por él, ahora yo estaría muerto, embestido por este animal que os traigo para comer —contó Mérdmerén—. El Salvaje se me presentó pacíficamente, con este regalo —dijo soltando a la bestia en el suelo—. No sé mucho de la cultura de Devnóngaron, pero os puedo asegurar que, en cualquier tierra, el hombre que ofrece su presa y su servicio es un hombre de fiar. Maldediós irrumpió la inspiración de Mérdmerén, quien aparentemente cobraba un amor idolatrado hacia el Hombre Salvaje: —Si el jabalí te hubiera corneado, ahora estaríamos todos felices —espetó Maldediós, molesto por el enfebrecido discurso de su jefe—. Maldito inepto…
Siempre tienes que creerte capaz de grandes empresas… Desde luego has tenido suerte de cruzarte con este hombre, pero ahora quieres integrarlo en la banda sin contar con nosotros. Ofesto ha dado en el clavo: ¿y si nos despelleja por la noche? Los demás se unieron al debate; la mitad coincidía en que Mérdmerén había cometido una imprudencia, mientras que la otra estaba de acuerdo en incluir al Hombre Salvaje entre ellos. Nárgana no escondió su atracción, y con ojos gavilanes le lanzaba besitos al forastero. —Al menos nos dirás cómo se llama ese hijo de puta y, si va a ser uno de los nuestros, tendrá que asumir varias tareas, ¿o no? —escupió Maldediós. —Se llama Innonimatus o el Sin Nombre —repuso Mérdmerén—. No habla ni comprende la lengua imperial. Ese nombre le servirá mientras aprende nuestras costumbres y nuestro idioma. —Esos brazos nos harán mucho bien contra los guardas de las carretas más adineradas — intervino Garamashi—. La recompensa será mayor para todos. —Animal tenías que ser, gorda y nefasta —replicó Ofesto. —¡Silencio, partida de sanguijuelas! —gritó Mérdmerén—. Empacad y preparad las cosas para seguir el camino. Buscaremos nuevas presas y así probaremos las habilidades de nuestro nuevo miembro. Mérdmerén miró a Innonimatus. No hacía más que pensar en el oro y el futuro resplandeciente que ya casi tocaba con las puntas de los dedos. Partieron todos sin destino planeado, solo con el objetivo de encontrar carne fresca que asaltar. El bosque iluminado con la luz del atardecer los engulló.
Capítulo XI - Aegrimonia Los vientos soplaban con turbulencia. Los soldados, liderados por el bravo Leongahr el Legendario, marchaban con determinación. Viajaron durante largas horas y, después de ver el sol caer y la luna emerger, descansaron por primera vez. Los soldados, en su mayoría, acusaban una gran fatiga y les salía una tos seca del esfuerzo. Todos los hombres tenían una amplia experiencia en la batalla, pero las misiones en las fronteras creaban mella incluso en las almas de los más valientes. Pararon en el bosque de Agamgóriath, primer punto de control bajo el mando de Ágamgor. Aquí se sentían a salvo, pues todos los senderos estaban trazados en los mapas y protegidos. Acamparon en una caverna bien conocida por los soldados por ser el lugar de fonda en los duros trayectos hacia las fronteras. Fuera de la garganta, la noche era tan negra que los soldados no lograban vislumbrar nada. Se sabía que la oscuridad era más densa cerca de Aegrimonia y el sol brillaba menos. Nadie podía explicar el fenómeno. Sin duda, el sitio estaba endemoniado y allí las leyes de la naturaleza obraban de diferente modo. Hicieron un fuego que se ocuparon de mantener bien vivo, como protección de posibles depredadores que acecharan fuera, o mucho peor un wraith, un alma perdida y sometida a un hechizo poderoso. Varios vigías custodiaban la boca de la caverna, acuclillados a los lados, mientras se abrazaban para no perder calor. Le rezaban al dios de la luz para que los mantuviera a salvo, y al dios del fuego para que las ascuas no se apagaran. Dentro se celebraba un banquete de carne curada y masa reseca de maíz. Daba miedo masticar, pues cualquier sonido era como una premonición de un final cruento. Algunos hombres intercambiaron unas palabras, bromas y trivialidades, lo que fuera para aliviar la presión. Otros preferían mantenerse en silencio, encerrados en sí mismos, quizá rezando, quizá recordando a sus familias y amigos, sus huertas, sus casas, otros tiempos mejores. La cabeza de Trumbar era un torbellino. Se había apartado al rincón más oscuro de la caverna. A su espalda quedaban las profundidades que nadie deseaba explorar. Pocos se habían aventurado a dichos senderos; menos habían regresado, con penas y pesadillas. A Trumbar le gustaba quedarse a la orilla de ese abismo. Le reconfortaban el silencio, los ecos ocasionales que surgían de las profundidades, el sonido de gotas extraviadas, el murmullo de algo que repta por las paredes húmedas. Lo desconocido le aterraba y ese miedo domaba cierta parte del caos que lo gobernaba. *** El desayuno estaba frío y desabrido. Leongahr y algunos de sus compañeros afilaban la espada con una piedra poma; otros se ajustaban las armaduras. En sus rostros se apreciaba la batalla que cada uno libraba con sus emociones, entre el miedo y el arrepentimiento de haber partido. Trumbar observaba a sus compañeros y en cada uno detectaba la magnitud de su valentía o su terror. Al llegar el nuevo día, empacaron, apagaron las ascuas con la tierra y unas piedras, y marcharon con velocidad. Pronto, el bosque de Agamgóriath se hizo denso, lo que dificultaba el paso de luz, pero la presencia de venados y comadrejas, además de árboles de buen fruto y flores
de bello color, contribuían a serenar los ánimos. Cuando atardecía, la escuadra continuaba en marcha. Llegaron a los confines del bosque, donde se extendía una amplia llanura. Se detuvieron para descansar un cuarto de hora, tomar un tentempié y proseguir con fuerzas renovadas. El plan era continuar unas horas más y llegar al bosque del Aeg, pero antes atravesaron la zona Limbus, en la que nadie se atrevía a montar campamento o dormir. Al llegar al bosque del Aeg el silencio cayó como una maldición. Su bofetada fue fuerte y aterradora, e hizo que los hombres temblaran. Se había hecho de noche. Levantaron el campamento entre pocas palabras. La vegetación aquí era escasa, pues cientos de años de lucha habían erosionado la tierra de una manera irremediable. Los árboles crecían, sí, pero torcidos y endebles, con ramas esqueléticas como seres tormentados. No encendieron fuego. La cena consistió en los restos del almuerzo. El ambiente se tornó hostil. Cuatro hombres se turnarían para vigilar el campamento, pero en realidad la mayoría no conciliaría el sueño. Ese silencio como si absorbiera todo sonido, como si se hallaran en el vacío, les sobrecogía sin remedio. A diferencia de los demás, Trumbar dormía plácidamente. Jamás había encontrado un silencio tan confortable. La mañana amaneció sin novedades. La luz abrazó a los hombres con tibieza. Recogieron en silencio, amedrentados por lo que estaba por venir. Hoy cruzarían el bosque del Aeg y alcanzarían el cementerio de Aegrimonia: la frontera. El Legendario y sus hombres tiritaban, aunque no del frío. Leongahr volteó a ver a sus soldados. Cien hombres apestaban a terror, excepto uno. Dio la orden de comenzar a trotar y aceleraron al entrar en Aegrimonia. La frontera era un complejo de ruinas, hediondo y maldito, a causa de las numerosas batallas. Los conjuros, además, habían emponzoñado la tierra, ahora árida y estéril. En el pasado, se levantó una gran muralla de un extremo a otro del naciente imperio Mandrágora para protegerlo de los enemigos, que finalmente encontraron un hueco de entrada a través de las cuatro torres que los mandragorianos habían construido con el propósito de repeler a los demonios. De aquellas atalayas, convenientemente armadas en su momento, solo quedaban sus esqueletos y se decía que los nemaldinos, con las Artes Negras, habían maldecido hasta la piedra. Leongahr el Legendario guió a sus hombres a través de esas tierras marchitas. Todos callaban. No querían arriesgarse a despertar a las almas malditas: los wraiths. La falange de cien soldados se partió en cinco grupos de veinte, y cada grupo se encaminó hacia su objetivo. Trumbar marchaba con una extraña luz en la mirada, imperceptible para sus compañeros. Por dentro, dudaba. Después de una exploración por separado, los cinco grupos convergieron en la primera torre vigía, llamada Fehrdammnis. No reportaron nada fuera de lo normal. Leongahr notó que los soldados estaban pálidos; él mismo se sentía atemorizado, pero había que cumplir la batida para mantener la paz en el imperio. Por un momento consideró lo injusto que era que el resto de Mandrágora gozara del esfuerzo de Ágamgor. Se preguntó qué habría sido de él de haber nacido en otra ciudad, como Érliadon o Bónufor, pero era consciente de que no tenía sentido pensar de ese modo, así que se obligó a regresar a su cometido. —Mi grupo se quedará vigilando mientras los demás grupos iréis cada uno a una torre. El objetivo es encontrar rastros de los soldados que desaparecieron. Tenéis libertad de proceder y responder como sea necesario. Que los dioses vayan con vosotros. Los cuatro grupos se dispersaron de inmediato. Trumbar partió con el tercer grupo hacia la torre Balastus. Los otros dos grupos fueron hacia Agrenovelia y Sérathos.
La soledad de Aegrimonia envolvió a los soldados con su abrazo de hielo. El aire se tornó denso. Los cien hombres se iban hundiendo en la tristeza con el transcurso de los minutos. La torre Balastus se inclinaba hacia un lado, a punto de desplomarse pero aún en pie a pesar de los ataques y los siglos. El portón principal se doblaba hacia dentro, señal de que los enemigos habían forzado la entrada con grandes mazos. El líder del escuadrón entró rezándole al dios de la luz. El asalto se efectuó con velocidad, peinando cada esquina, cada recoveco, en constante búsqueda de pistas que esclarecieran la extraña desaparición de sus compañeros. Ascendieron con el rostro salpicado de sudor hasta que alcanzaron la parte superior. Desde allí se divisaba el vasto terreno del Sur: la región Gárda, de Némaldon. En algún punto de su faz árida, permanecía la fortaleza de los nemaldinos, un castillo subterráneo llamado Árath. Los dethis que sobrevivieron a la guerra de Köel se refugiaban en esa guarida, a salvo de la luz solar que les calcinaba las pieles. Bajo los cimientos de ese castillo hervían las calderas de Árath, un foso conectado al magma del planeta, donde forjaban maldiciones y creaban bestias temibles, así como el legendario atuendo de los dethis, el tíranis. En alguna de las torres del complejo subterráneo, estaría el trono de Legionear, el amo difunto. Fue Trumbar quien descubrió el primer rastro del grupo desaparecido. Era un cadáver dentro de un círculo rodeado por una estrella de seis puntas; en cada vértice, había una cabeza. La conclusión fue obvia: Némaldon volvía a recurrir a hechizos, seguramente realizados por los sáffurtan, sus poderosos magos. A pesar de la desolación, al menos habían encontrado una explicación a la desaparición del grupo de vigías, y ahora que constataban el despertar de Némaldon, debían regresar e informar de inmediato a Nurimitzu, para que reforzara los cuarteles. El duque de Ágamgor, a su vez, comunicaría la noticia a Omen, la ciudad militar al norte del imperio, por si el duque Hakama le enviaba un mago capaz de custodiar los perímetros. Los cuatro grupos regresaron al punto de reunión. Todos la misma sombría escenificación de un conjuro de magia negra. Leonghar no veía la hora de marchar. Iba a dar la orden, pero en ese instante el sortilegio se ejecutó. El suelo tembló. Una luz roja emergió del techo de cada torre. Los cien soldados reaccionaron como autómatas, con el procedimiento establecido. Formaron un semicírculo de protección con los escudos y las espadas apuntando hacia fuera. Por encima de sus cabezas, unas alas negras batían el aire con violencia y los graznidos atravesaron el espacio. Alas batían el viento con envites agresivos, seguidos por graznidos guturales. Eran uno, dos…, cuatro wyverns de escamas negras que descendían escupiendo de sus fauces un ácido corrosivo. El líquido viscoso se derramó sobre cuerpos y armas, que empezaron a derretirse al acto. Los gritos de los soldados eran espeluznantes. Trumbar sonreía. Aquella violencia alimentaba el demonio que ocupaba el alma del soldado. Cuando los wyverns volvieron a descender en un segundo asalto, Trumbar se desató. Levantó la espada y apuntó a la tripa del reptil que se cernía desde arriba. La hoja de la espada se hundió en el ombligo del animal escamado. El soldado le abrió un tajo tan largo que vació las tripas del monstruo en una lluvia repulsiva de órganos rosados. Las vísceras, explotadas en el suelo por la estrepitosa caída, vertían su ácido letal. Los soldados y Leongahr, antes perdidos en un trance de miedo y sorpresa, observaron a Trumbar con perplejidad. ¿Era posible que su verdadero ser estuviera manifestándose? Trumbar siempre había sido un hombre poco apreciado y, aunque nadie hablaba de ello, todos sospechaban que el soldado llevaba un demonio dentro. Y hoy la bestia se había revelado. Tras un instante de estupefacción, los oficiales perdieron el miedo y se entregaron a la batalla con frenesí. Estaban contagiados del despertar de Trumbar, pero no para salvar al mundo, sino
para dar rienda suelta al odio. Trumbar no se detuvo. Con el rostro bañado en sangre sonreía, sus ojos eran dos orbes que brillaban con el color de las ascuas. De su corazón tenebroso brotó una maldición encerrada. El hombre empezó a transformarse. Las extremidades se cubrieron de músculos sobrehumanos, le salieron garras. Un tinte negro, como carbón, le oscureció la piel. A su espalda explotaron dos alas poderosas y por la boca escupió fuego y calor. Graznó igual que aquellos reptiles, convocando a todos los que le rodeaban, que enseguida se sometieron a la maldición. Los soldados del imperio ya no eran hombres volcados en la defensa de sus compatriotas, sino títeres contaminados por un veneno poderoso. Los wyverns y los orcos enviados a derrotar a los soldados del imperio cayeron víctimas de la magia negra que ellos mismos habían desatado, con una brutalidad espantosa, descuartizados y desmembrados. Un sáffurtan, el creador del conjuro, observaba el desastre a una distancia prudente. Jamás había visto a un demonio aparecer de la nada, mucho menos que venciera a los wyverns de escama negra con tal eficacia. El brujo de las tierras malditas se dio la vuelta para ir a informar a su señor, Elkam el Maligno, sobre los sucesos acontecidos.
Capítulo XII - Árath En alguna parte del Sur se levantaba la fortaleza subterránea de Árath, construida en los Tiempos del Caos, cuando Mórgomiel se apoderó de esos dominios. La tierra allí no era fértil. Era un valle de piedra volcánica surcado por ríos de magma. Hace miles de años, Mórgomiel, dios del caos, eligió aquel lugar como cuartel general en su marcha para conquistar el universo. Encargó a Legionaer invadir la región y así este tomó el trono de Árath y se declaró Lord del mundo. Se impuso a la poderosa raza de los dethis, seres creados por el dios Vórador. Elkam, Feliel y sus hermanos, los nefandos lóbregos pastores, resultaron del cruce entre dethis y humanos. Los Tiempos de Köel redujeron el número de dethis y hubo que idear una solución para legar sus poderes a otras criaturas con una capacidad reproductiva más eficiente. A la muerte de Mórgomiel, sus fieles siguieron acatando las ordenes que el dios, en espíritu, les trasladaba: había que continuar asesinando a los dioses. Fue entonces cuando Némaldon se embarcó en una guerra contra Flamonia, donde la diosa del amor Eolidálidá cayó. La siguiente víctima sería el dios de la luz, el contrario del dios del caos y responsable de su muerte. Tras la guerra de un Lamento, los supervivientes de Flamonia emigraron a Mandrágora, donde pronto se dividieron en dos ramas: los Hombres Salvajes de Devnóngaron y mandragorianos. Pero Legionaer no se había dado por vencido y, frustrado por los resultados de la guerra, se lanzó a exterminar a toda esa población. Así comenzaron los Tiempos de Köel, en cuya batalla de Maúralgum, Legionaer fue derrotado. Eso ocurrió hace poco más de cuatrocientos años. Después, Némaldon se recluyó, hundidos por haber sido derrotados por unos seres tan inferiores como los humanos, pero eso no iba a quedar ahí. Durante todos estos años, Némaldon ha planificado su venganza, en silencio, y ha esperado el momento propicio para regresar. Todo lo calcularon al detalle. Cuando cayó Legionaer, Elkam tomó el poder. Creó la Hermandad de los Cuervos —humanos que aceptaron someterse a la ley de las Artes Negras— y les encargó trabajos sucios y asesinatos suficientes para acumular poder y acabar con el dios de la luz. Pero descubrieron que renacería, que se encarnaría en un humano. Era necesario eliminarlo para después resucitar a Legionaer sin los obstáculos de la luz, y lograr la conquista absoluta del mundo. La fortaleza subterránea era un castillo negro de piedra volcánica, escudada por sortilegios malignos. Era un complejo con miles de cámaras y cuartos de tortura, calabozos y salas para la experimentación de nuevas razas. A veces cruzaban orcos con humanos, humanos con wyvern. El objetivo era dar con monstruos inesperados para atormentar a los humanos. En las calderas de Árath, forjaban armas y armaduras, sobre todo con ese metal que tanto apreciaban: tiranis. —Milord Elkam, el sáffurtan ha llegado —anunció el voj. Se trataba de híbrido de humano y orco gigante. Era de altura formidable, torso ancho y piel casi traslúcida, de nariz porcina y con un par de cuernos como los de un minotauro. Los voj eran el orgullo de Elkam, pues los había creado en las calderas de Árath. El mismo Elkam fue la primera mezcla de humano con dethis. Se decía que era hijo de Legionaer y que de él había heredado su capacidad para gobernar. De extraordinaria estatura, tenía el rostro atravesado por un sinfín de cicatrices. Cientos de años planeando conjuros malignos lo habían afeado, pero en Némaldon a nadie le importaba la belleza. —¿Y? —Preguntó sin desviar su mirada de la sombra profunda que se asomaba en el horizonte. —Trae noticias graves. Dice que…
—Que pase. El voj desapareció tras el arco de piedra volcánica que separaba la cámara de su amo del exterior. A los pocos minutos, regresó seguido por el sáffurtan, que entró con la cabeza gacha. Como todo sirviente de la misma orden, hombres malditos que se dedicaban a las Artes Negras y a la nigromancia, no poseía nombre propio. Era un sirviente de la casta alta de Némaldon. La casta más alta eran los dethis, hijos directos de Legionaer el dethis original. La segunda casta en poder era los Lóbregos Pastores. El sáffurtan usaba un manto que le cubría todo el cuerpo, las manos e incluso la cabeza, de modo que era imposible verle un centímetro de piel. Mejor así, pues había perdido todas las carnes y solo era un esqueleto de huesos. Perdió los músculos y la piel al realizar un intercambio en un conjuro. —¿Qué ha sucedido? —Preguntó Elkam con aburrimiento. Después de centurias de estar planificando meticulosamente la resurrección del amo, Legionaer, ya estaba harto de escuchar los fracasos. Tomó asiento en una silla hecha de piedra negra. La luz de una vela iluminaba el sitio. —Milord —comenzó el sáffurtan con una voz que ya no era la de un hombre sino la de una bestia—. Lo más extraño pasó en Aegrimonia. Nuestros siervos han muerto durante la emboscada. Parece ser cierto: un demonio poderoso anida entre ellos. Elkam se acarició las cicatrices con aire pensativo. Vestía sus armaduras de tiranis, que se le ajustaban al cuerpo a la perfección. —Muchos nemaldinos emigraron al imperio. Creen que así se libran de la maldición de nuestras tierras, cuando realmente es un regalo del dios Mórgomiel. Pero gracias a esos nemaldinos convertidos en mandragorianos es que nuestro plan tendrá excelentes resultados. —¿Habla de Feliel Demanur, milord? —Exacto, mi hermano de las Artes Negras, otro lóbrego pastor. Se prepara para infiltrarse en el imperio como un hombre arrepentido. Y bien sabes que Feliel es un gran conversador, que seduce con sus argumentos. —¿Se introducirá en la esfera política? —Es la única manera de asegurarnos de que Feliel pueda tomar su puesto San San-Tera. Bajo sus calles convergen los túneles de nuestro señor poderoso Mórgomiel. Ese punto se llama Kanumorsus, ahí resucitará nuestro amo, Legionaer, y después ejecutaremos la venganza que llevamos organizando desde hace cuatro siglos. Ha pasado demasiado tiempo, pero ha sido necesario para recuperarnos de la nefasta derrota que nos asestaron los mandragorianos. Pronto, sáffurtan, pronto. —Muy bien, milord. ¿Qué hacemos con el demonio de las legiones de Ágamgor? El lóbrego pastor se rió abiertamente. —Absolutamente nada. Vigílalo. Ya veremos cómo se desarrolla. —¿Y qué hay del preciado sacrificio? Se hizo un silencio incómodo mientras Elkam consideraba la respuesta. —¿Han hallado a la mujer indicada? —Sí, milord. Los asesinos de la Hermandad de los Cuervos están en ello. Han localizado a la mujer, pero no saben cuándo se quedará preñada. Trabajan con ahínco. Estimo que dentro de unos años nacerá el engendro de los enemigos. —Excelente. Todo marcha a la perfección. Si esa cría se nos pierde, no valdrá de nada el conjuro que Feliel lleva siglos preparando para resucitar a Legionaer. Eso no puede suceder. De fracasar, ya conoces el castigo… —La sombra de Elkam pareció crecer. El nigromante tembló del miedo. —Así será… —siseó el sáffurtan y se retiró. Elkam el Maligno se quedó a solas, sopesando el plan maestro que había ideado para resucitar
a su amo. Ese conjuro necesitaba miles de almas para reunir la energía suficiente y traer a Legionaer de las profundidades de la muerte. —Pronto… Muy pronto —se repitió. Volvió a sentarse a la mesa del comedor, a disfrutar de la pierna de humano que le habían cocinado a las brasas. Era su plato favorito. Luego le daría los huesos a los orcos para que se pelearan entre ellos por los restos. —Gürd, tráeme a Iris. —Así será, milord — dijo el voj. Una elfo atada con cadenas entró en la cámara del lóbrego pastor. El voj le pegó un tirón de la cadena, obligándola a caer de rodillas. Estaba desnuda, consumida por la inanición. —Mi sirvienta preferida —dijo Elkam, saboreando las palabras. —Mi asqueroso domador —repuso Iris. Era de las pocas de su especie que aún seguían con vida. Los elfos se encontraban al borde de la extinción. —¿Me vas a decir dónde está el último refugio de los elfos, querida presa? Bien sabes que Allündel es de gran interés para nosotros… ¡DIME! El grito fue atronador, pero Iris ni se inmutó. Ni siquiera trataba de ocultarse las partes íntimas. —Viólame de una vez, canalla. Prometo gemir como te gusta, maldito demonio. Tomarás mi cuerpo, pero nunca conseguirás mi alma. Y nunca traicionaré a los míos. Elkam apretó los dientes y una ferocidad felina se le asomó a la cara. Iris tenía los ojos cerrados y las piernas separadas, no iba a oponer resistencia, pero el lóbrego pastor sabía que aquella advertencia era cierta: la elfo no sería suya de verdad y, desde luego, no hablaría. Mórgomiel se quedó con las ganas de encontrar Allündel, el último refugio de los elfos. Algún día él lo lograría. Contempló un momento a Iris. Debía morir. Pero primero era lo primero. —Gürd. —Sí, milord —repuso el voj. —¿Tienes ganas de elfo? El orco volteó a ver a la presa para luego lamerse los labios. Iris apretó los ojos, pero no pudo evitar que le salieran las lágrimas.
Capítulo XIII - Sedición solar Se despertó de aquel sueño. Una turbación lo removía por dentro, algo le latía con fuerza en el pecho. El serafín de luz que flotaba a su alrededor también estaba agitado y brillaba con una mezcla de rojo y naranja. Se frotó los ojos. Miró al horizonte y comprobó que allí continuaba el mismo gris opaco y sin matices. Volvió a centrarse en sí mismo. Estaba descalzo y tenía los pies manchados de un polvo oscuro, al igual que las manos. Mientras, el Serafín se acercaba y se alejaba, como si quisiera llamarle la atención. «¿Pero por qué?», se preguntó siguiendo la resplandeciente estela del pequeño ser. «¿Qué quieres decirme?». El ser se tornó azul. Luego morado. Luego rosado. El cambio era rápido y fluido. Volaba de arriba abajo, de un lado a otro; se le pegaba en la frente. «¡Au! Eso ha dolido». Prestó atención a su ropa. Los pantalones estaban rajados, se le veían las rodillas. Llevaba puesto un chaleco hecho de alguna piel que no reconocía. Tocó las fibras y lo asaltó una viva emoción. Por debajo llevaba un camisón también roto, quemado en varias partes. Un cosquilleo se le agarró a la espalda, desde el cuello hacia abajo. Fue a rascarse con la mano y… ¿Qué? ¿Qué era esa prominencia? Asustado, se palpó con ambas manos. No era una prominencia, sino dos, sobre los omóplatos. Se pellizcó la piel y sintió dolor. Hizo un gran esfuerzo para mover aquellos miembros, pero apenas logró una débil convulsión de los apéndices. Era como si no le pertenecieran todavía. Con frustración giró la cabeza para verse, pero no consiguió nada. Trató de serenarse, así sentado, a pesar del sinnúmero de misterios que no comprendía. La pequeña luz, muy roja, volaba con mayor vigor a su alrededor. ¿Por qué? ¡Por qué! ¡Deja de rechazarme! ¡Acéptame por lo que soy y por quién soy! ¡Recuerda, somos uno! ¡Recuérdame! Se dobló por la cintura y se apretó las sienes. Algo se le había metido en la cabeza y luchaba por expandirse. Lo empujaba, trataba de arrinconarlo, pero… ¿y si cedía? Cuando permitió a aquella presencia que ocupara su espacio, comenzó a sentir paz. ¡Por fin! ¡Y me prestas atención! Amigo mío, debes relajarte. Soy yo. Acuérdate…, acuérdate… Con los ojos llenos de lágrimas estudió al ser luminoso. Era evidente que la voz en su cabeza provenía del serafín que, aunque no emitiera ningún sonido, sí proyectaba dichos pensamientos. ¿Por qué lloraba? ¿Estaba triste o feliz? No podía decirlo. Pero lo cierto era que un cansancio agotador lo tumbó, y ahí, en el suelo, los sueños lo volvieron a poseer.
Capítulo XIV - Entumecido el corazón Nárgana sacudía a Innonimatus, que dormía profundamente. Llevaba el vestido de tul entreabierto, preparada para hacerle el amor al Hombre Salvaje, aunque tuviera que ser a la fuerza. De todos modos, la mayoría de hombres no se negaba a una oferta clara de sexo, y lo que más deseaba la mujer era poseer al hombre de pieles doradas, que él la embistiera con esas carnes foráneas y la llevara al éxtasis. La mujer, a horcajadas sobre el extranjero, movía las caderas adelantándose al goce. Innonimatus se despertó con un respingo violento. Sacó el hacha del cinto y apartó al cuerpo que tenía encima. La hoja del arma se detuvo a un pelo de partirle los sesos a Nárgana gracias a Mérdmerén, que tuvo que emplear toda su fuerza para agarrarle del brazo al Salvaje. La mujer se tapó y salió corriendo de vuelta a las sombras. —No sé cómo manejáis vuestros asuntos de amor en Devnóngaron, Innonimatus —dijo Mérdmerén—, pero en esta parte del imperio no matamos a nuestras mujeres porque deseen caricias y calor. El hombre, aquí, acepta la oferta; pueden pasar largas épocas de sequía amorosa. Mérdmerén reflexionó sobre su propia sequía, que ya duraba demasiado. Se acordó de su esposa, María de los Santos, que ahora pertenecía a otro por culpa de unos traidores que la forzaron a contraer matrimonio. No solo eso; encima le habían arrebatado a su hija, una recién nacida por aquel entonces. «Ajedrea de los Rincones», murmuró el líder. Innonimatus frunció el ceño y empujó al líder. —Sé que no entiendes, Salvaje, pero debes entender que quiero vivos a todos los que forman parte de este grupo, nos necesitamos. Y aunque no lo creas, esas feas proporcionan noches felices a los demás malparidos —dijo Mérdmerén—. A veces creo que me entiendes perfectamente bien, Innonimatus. Se ve que eres un hombre de alta inteligencia, lo noto en esos ojos, en lo que expresan. Innonimatus volvió a colgar el hacha del cinto y fue a acostarse a unos pasos de la fogata. Mérdmerén se sentó frente a las llamas, hipnotizado por su alocada danza y su crepitar. Debía de cargar con una gran agitación interior. Quizá por eso siempre vestía de negro. Quizá estaba de luto.
Capítulo XV - La saga de Leongahr —No me gusta. No me gusta nada — dijo Nurimitzu. Su mujer, la duquesa Yuga de Loyola, le acariciaba la cabeza sin pelo. Era corpulenta, de caderas anchas, grandes pechos y piernas gruesas, tal y como le gustaban al duque. El pelo de la duquesa, castaño y ondulado, se desparramaba por las sábanas con el desorden propio que viene después de un asalto amoroso. La piel del duque, tensada por sus potentes músculos, brillaba por el sudor. —No te preocupes, bien sabes que las misiones en la frontera son muy peligrosas. Pronto regresará tu preciado capitán —repuso ella, jugueteando con el miembro de su marido. —No, mi querida. Esto no es normal. Leongahr es un hombre extremadamente puntual. El duque volteó a su esposa y la puso a cuatro patas. Le introdujo el sexo y su esposa comenzó a gemir de placer. —Esos hijos de puta nunca cesarán de buscar venganza —barruntó en medio de los envites—. Llevan cuatro siglos callados, pero han estado trabajando. Esos malparidos han tenido tiempo para soldar planes siniestros, y seguramente ahora, luego de tantos siglos, se reúnen para asestarnos el golpe de gracia. »Los mandragorianos somos unos engreídos. Hemos relajado las defensas, seguros de haber vencido a Némaldon. Pero la serpiente no fue decapitada. Tuvimos que continuar cuando nos acercamos a Árath, pero… Por los dioses, fue terrible, salimos malditos de ese nido de demonios. La mujer seguía gimiendo, completamente sometida al coito. El duque, sin embargo, estaba imbuido en sus pensamientos, que declaraba en voz alta: —La noticia de que el dios de la luz está ausente o muerto tampoco es algo bueno. Algo está sucediendo… Yuga de Loyola chilló de placer y el duque se dispuso a finalizar el acto amoroso. *** El escudero salió de la habitación del duque con velocidad pavorosa. La noticia era grave. Se había encontrado a su señor vestido con sus tules morados y una capa larga a la espada. Unos botines de punta larga asomaban por los bajos. —Yohan —le había dicho el duque a su sirviente de cabecera—, prepara mis armaduras. Voy a los cuarteles ahora mismo. Quiero ver a los valientes que han regresado de la misión con mis propios ojos, quiero verles la cara y escuchar el informe con sus propias palabras. —Muy bien, milord —repuso el criado, y comenzó a repartir órdenes entre los demás sirvientes. Nurimitzu no se dejaba impresionar fácilmente. Había participado en varios asaltos y patrullas en las fronteras, había visto mucho y sobrevivido a grandes emboscadas. Había librado batallas con orcos y wyverns negros, sáffurtan y wraiths, trolls y faunos malignos. Sin embargo, lo que le habían contado no parecía de este mundo. —…Y el conjuro se activó, una bestia maligna desplegó sus alas, pero, milord, no luchaba con los wyverns, sino en contra de ellos. Esa bestia era horrible, terrorífica, graznaba como un dragón. Milord, le juro que fue ese demonio el que acabó con todos…, el que acabó con Leongahr… —¿Qué dices? ¡Explícate, hombre! Nada de eso tiene sentido —exigió el duque a uno de los soldados que regresó ileso de la misión. Habían sobrevivido quince soldados de los cien que marcharon. Había hablado con todos y coincidían en sus versiones: un demonio se impuso a los otros demonios. Pero no podía ser cierto.
¿Se habían vuelto todos locos? Uno de los oficiales no parecía afectado, al contrario, sonreía. Se trataba de Trumbar Gémorgmorg, ese hombre al que jamás había tragado. ¿Por qué sonreía? ¿Acaso le agradaba la desgracia de sus camaradas? —Le juro, milord, que Leongahr se volvió loco. Se revolcaba en la sangre de los caídos y luego se inclinaba sobre su propia espada. Fue un espanto, milord. Nuestro capitán se carcajeaba, preso de la sinrazón. Y… los demás hacían lo mismo. Los compañeros no murieron en manos de los demonios, sino… por una especie de esquizofrenia que se extendió como una plaga. El duque volteó a ver a Trumbar. Seguía sonriendo. —¡No se vaya, milord! ¡No me deje a solas! ¡La negrura…! —El caudillo le apretó la mano. —Nuestros curanderos os vigilarán a todos. A ti y a tu familia, y a cada uno de los valientes que han sobrevivido, les llegará un regalo del castillo: un cofre con cientos de coronas en agradecimiento a vuestro servicio. Así pues, las noticias no eran buenas. En efecto, los nemaldinos habían vuelto a dispersar sus conjuros. Y eso era solo el comienzo. —¡Trumbar! —gritó el duque, aproximándose al hombre, que ya se daba la vuelta para marcharse. —¿Milord? —Eres el único de los quince que cuenta una historia completamente diferente. ¿A qué se debe? —Milord —empezó Trumbar—, luchamos con mucha valentía, pero Leongahr fue el héroe que aplastó al enemigo. Me siento honrado de haber luchado a su lado. El duque sospechaba cada vez que observaba ese rostro cuadrado, la nariz recta, pero sobre todo esos ojos oscuros, de una profundidad incalculable. —Todos están conmocionados, excepto tú. ¿Te gusta derramar sangre? Los demás soldados se quedaron expectantes. Loktos y Boahrg sabían que Trumbar era huidizo y callado, y habían notado que había regresado como un hombre nuevo, sonriente y calmado. —No, milord. Lo que me gusta es defender nuestras tierras del enemigo —contestó el soldado endemoniado. Nurimitzu creyó percibir un destello de energía maligna.—Bien, pues continúa con tus buenos servicios. Ágamgor te lo agradece —repuso el duque con sarcasmo y se dio la vuelta, seguido por su escolta. —¿Qué diablos hiciste en las fronteras, amigo? —Preguntó Boahrg. El gorila estaba desnudo después del baño. Grandes muslos y brazos como tenazas eran parte de su imponente anatomía. — No lo sé, Boahrg, pero ha sido una catarsis —murmuró Trumbar. —Vaya, ahora sí que hablas más de dos palabras. Y miras a los ojos —advirtió Loktos. —A casa, amigos. Nos veremos en la atalaya. Sin más, Trumbar se dio la media vuelta y se retiró a su hogar. Boahrg y Loktos siguieron al soldado con la mirada. Los otros supervivientes palidecieron al verlo pasar. Algo raro había ocurrido y nadie se había enterado. *** Las damas de compañía de la duquesa Yuga de Loyola se habían reunido en la habitación de la señora para cuchichear. —Ay, sí, chulita. Si vieras cómo se habla de un tal Trumbar… Dicen que es un soldado de primera y que lleva a un demonio dentro de sí. El grupo de damas reía. Iban uniformadas con vestidos sencillos de algodón blanco. —Si
fuera soltera, ya me gustaría encontrarme a ese demonio en un rincón oscuro para que me alegre el día. —Hay rumores buenos y malos —dijo alguien tras ellas. Las damas se voltearon de un respingo. Era la duquesa, que entraba en la habitación seguida por una de sus hijas. —Dicen que Leongahr murió por culpa de ese tal Trumbar. Otros aseguran que Trumbar salvó al batallón. ¿Qué debemos creer? —La duquesa hizo un gesto con la mano y las damas salieron disparadas de la habitación. La ciudad de Ágamgor estaba conmovida y alerta. El chisme había corrido de puerta en puerta, se había propagado en versiones tergiversadas. Creyentes y no creyentes rezaban al dios perdido de la luz por la salvación del mártir que entregó su vida a cambio de defender las fronteras. Los días pasaron para Nurimitzu en una mezcla de desesperación y agresividad de la que no lograba desasirse. Reunido con los nobles que ocupaban parte del consejo que le ayudaba a tomar decisiones, había llegado a la conclusión de que lo sucedido en las fronteras era una clara señal de que Némaldon se preparaba para una ofensiva. Como medida de precaución, decretó el estado marcial. Dio orden de reforzar el ejército con nuevos efectivos, armas, alimento en abundancia. Envió mensajes a Omen, Haztatlón y Démanon. Las ciudades y villas cercanas fueron avisadas del peligro de un ataque inminente. Tras cuatrocientos años de relativa paz, el Sur había despertado. *** Trumbar repasaba la entrevista con el duque en los cuarteles. Le había mentido deliberadamente, pues nadie podía enterarse de que su alma endemoniada había florecido. Tenía que pensar en lo sucedido en el campo de batalla, si podría convocar de nuevo ese rapto embriagador que lo había transformado en un demonio de grandes alas. Lo deseaba. ¿Qué haría si lograba controlar esa fuerza? No estaba seguro de en qué bando jugaría, pero contaba con darle una lección a Nurimitzu por tratarlo siempre con tanto desdén. Al llegar a casa, Ferlohren lo recibió con ganas, enardecida por el renombre que su marido había adquirido en boca de las mujeres. —Te miras abatido, soldado. —Lo besó con pasión, le tocó todo el cuerpo, no lo dejó hablar. Desvistió al soldado, atónito y complacido de que el amor hubiera regresado a su hogar. La mujer también se quitó la ropa y, desnudos, se enmarañaron en una tarde apasionada que culminó en un placer extremo. *** Catorce de los quince soldados que regresaron de las fronteras se suicidaron al cabo de tres meses. Nuritmitzu no supo cómo asumir la noticia y fue peor cuando cayó en la cuenta que su orden de estado marcial había sido exagerada. El rey mismo se había carcajeado del duque de las fronteras por haberse precipitado de aquella manera. No se habría reído tanto si hubiera estado al corriente de que en la ciudad que defendía la frontera había un demonio. Con el paso de las semanas, Trumbar notó que Ferlohren ganaba peso, especialmente en el vientre. Acudieron a la comadrona, que les confirmó lo que sospechaban: Ferlohren estaba embarazada. Trumbar se emocionó, abrazó a su mujer, ilusionado por recuperar los años de tristeza porque no concebían. Por fin, los tiempos les eran propicios. Celebraron a la grande, aunque no tanto
como les habría gustado, por falta de dinero. Ahora tenían que ahorrar. En cualquier caso, Trumbar no podía sentirse más satisfecho; su vida se encauzaba, seguía la senda que había soñado para sí, desde que huyó de Némaldon y buscó fortuna en el imperio. Los meses transcurrieron. Cada día era una nueva sensación frente a ese vientre que iba creciendo. El hombre ya imaginaba la voz de su bebé, de los juegos que compartirían, y con aquellos pensamientos positivos acariciaba a su mujer, cuyo amor había rejuvenecido y explotado. Mientras, la fama de Trumbar continuaba divulgándose, y barrios y tabernas contaban la leyenda del único soldado que sobrevivió a las sombras de las fronteras. Una noche, poco antes del nacimiento de la criatura, cuando Ferlohren ya se quejaba de dolores en los riñones, Trumbar estaba de guardia en las garitas, pensando en un cambio de trabajo para poder estar más tiempo con su familia. La noche era tibia e invitaba a los vigías a conversar. —Amigo, ¿qué se siente al estar a punto de convertirte en padre? —Loktos sonreía. Por primera vez, veía a Trumbar sereno. Era una persona renovada. —Soy un hombre sencillo que tiene poco que decir —contestó sin mirarle a los ojos—. Eso sí, te digo que me siento feliz como nunca. Loktos le sonrió de vuelta. Le colocó una mano sobre el hombro. —A mí también me gustaría formar una familia algún día, Trumbar. Me gustaría mucho. Pero antes hay mucho por hacer, muchas conquistas pendientes —dijo con picardía— y muy poco tiempo para lograr esas conquistas… Temo que si me apresuro o me precipito, perderé grandes oportunidades. La conquista es necesaria, Trumbar. ¡Tantas chicas necesitan ser arreadas! Loktus rio con ganas. Sus carcajadas viajaron por el aire gélido de la noche.
Capítulo XVI - Anamnesis Abrió los ojos. Viajaba por el espacio, sin rumbo. No veía al ser luminoso, pero sentía su presencia igual que se siente el sol. A lo lejos divisó una esfera incandescente. Hacia allí se acercaba. Al llegar, notó que aquella luz no quemaba pero sí daba calor. Se dejó arrastrar por una atracción hacia el núcleo y pronto estuvo sumergido en el líquido ambarino del globo. Con el pensamiento logró tomar los mandos de la esfera, que empezó a desplazarse de manera fluida y sin resistencia. Cruzó varias galaxias de morfología espiral; unas parecían aves, otras, hechas de millones de otras galaxias. Sorteó masas inertes que flotaban perdidas y náufragas. El viaje interestelar adquirió la velocidad de la luz, aunque la esfera logró conservar su integridad. Momentos después, comenzó a desacelerar y enfrente apareció un mundo de color azul y naranja, salpicado de verde. Hacia allí se dirigió. Colisionó contra la atmósfera y sintió una presión a su alrededor, después una ventisca y las nubes lo envolvieron con suavidad. El día resplandecía brillante y claro. Desde allí arriba podía contemplar el mundo a placer, el verde y azul de la superficie. Sobrevoló una cordillera preciosa de montañas altas y picudas que se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista. Aquel paisaje era una maravilla. Después de pasar sobre ciudades y pueblos, comenzaron a descender, cada vez más rápidamente. Se hallaban ya cerca de un pueblo custodiado por dos garitas, en cuyo centro se ubicaba una elegante construcción de piedra oscura y pulida. Varias carrozas paseaban por el suelo adoquinado, tiradas por distinguidos corceles. También había una estatua de color blanco que representaba a un ser alado, de porte divino y con una lanza. Alrededor, la gente iba y venía entre quioscos y carpas. Siguió una calle que conducía a una garita de color rojo, ruinosa. Un cartel mostraba un nombre que le resultó familiar. Continuó por un paraje de retazos de tierras, de colores y arados diferentes, y comenzó a descender más y más hasta tocar suelo. El piloto de la esfera salió a través de la membrana transparente. «¿Y ahora qué?». Al poner los pies descalzos sobre aquella tierra, un cúmulo de emociones le pellizcó el alma. Sintió una terrible necesidad de llorar, de delirar, de berrear sobre el suelo y desaparecer. La pena se diluyó cuando le llegó el regocijo de unas risas. Eran un chico y una chica que charlaban animados, entre carcajadas. Al chico lo reconoció. Esa sonrisa triste, la mirada perdida, las incógnitas, el pasado ignoto, el deseo de liberarse de los sueños que le robaban el descanso. También reconoció a la chica. Esos ojos del color de la esmeralda, esa naricita, esos labios rosados, ese pelo castaño; la punzada que le atravesó el corazón, enamorándolo por enésima vez. Los amigos se movieron y él los siguió picado por la curiosidad. Llegaron a una colina con un gran árbol, a cuya sombra se sentaron. Los rayos del sol iluminaban sus bellos rostros. Su conversación lo dejó sin aliento: —No comprendo por qué me gusta tanto el sol, contemplar los amaneceres, los atardeceres. Lulita siempre dice que estoy al borde de la locura. Luchy…, ¿qué crees tú que me pasa? —No lo sé, tontito. Pero no importa por qué te gustan, Manchego. Lo importante es que gocemos de esos momentos juntos. La niña reposó su cabeza sobre el hombro del muchacho, y ambos se dejaron acariciar por la calidez del sol. ¡Lulita! ¡Luchy! ¡Manchego!
La melancolía se le agarró al corazón. Quiso llorar pero no pudo, pues sus lágrimas se evaporaban en el aire. La imagen se fue disolviendo, también el dulce sonido de las carcajadas y las confidencias, mientras él se lamentaba por unas emociones que apenas comprendía. Sí supo que el propósito del viaje se había cumplido, que el objetivo era enfrentarse a esa escena para recordar. Con el pecho encogido, regresó a la esfera y en ella se sumergió. Una vez en el líquido ambarino, se elevó para desaparecer en la eternidad del éter.
Capítulo XVII - El reflejo del sol interno La banda de pícaros se dirigió al noreste, hacia Érliadon, opulenta ciudad del imperio, por cuyos caminos transitaba gente adinerada. Pocas veces se habían aventurado en dicha región, pues estaba muy vigilada y los guardias eran eficaces contra los cuatreros. Pero ahora, con Innonimatus entre ellos, ya no eran una brigada de insuficientes. El Salvaje intimidaba y Mérdmerén estaba seguro de que su sola presencia ya detendría a los guardias. Esa tarde acamparon cerca de la carretera que los llevaría al noreste. Innonimatus empezó a reunir yescas y ramillas para hacer fuego y asar la poca carne que les quedaba del jabalí. «Diligente», pensó el líder recostado contra el lomo de un árbol. «Ningún otro es tan considerado. A ver si los demás aprenden», se dijo sin demasiada esperanza. Garamashi y Nárgana se apartaron tras unas ramas para charlar. Ofesto y Maldediós reunieron a otros hombres y empezaron a contarse historias. Cuando el fuego estuvo listo, Innonimatus cogió un leño y se sentó al lado de las llamas, con la mirada perdida en aquellas lenguas. Se le unieron algunos más, atraídos por la invitación de meditar ante la danza del fuego. Mérdmerén se retiró a una pequeña colina desde la que divisaba el horizonte en toda su plenitud. El mar estrellado del cielo lo inspiró. Lamentaba haber perdido todo por jugar sucio en la arena política, ¿pero quién consigue no enfangarse en un imperio corrupto? «Algún día», se dijo, «algún día regresaría para vengarse de aquellos que le ultrajaron». Mientras, Innonimatus contemplaba el fuego. Los recuerdos acudieron a él y, sin oponer resistencia, el hombre dejó que lo llevaran lejos de allí… Vio a Eutasia, que limpiaba el filo del hacha con la que había matado al wyvern que se había acercado a asaltar el corral de lamas del clan. Su piel dorada brillaba bajo el sol altivo del mediodía. Sus ojos verdes guardaban secretos. Los músculos de sus brazos se movían mientras limpiaba la hoja y, mientras, observaba el reptil alado. Dos pastores devónicos disfrutaban de un trozo de carne como recompensa por haber dado la voz de alarma a tiempo. Usarían las pieles para futuras armaduras. Las alas, para construir carpas. Los huesos, para fabricar herramientas y utensilios variados. Los colmillos y las garras para decorar las prendas. No desperdiciarían nada. Se dejó cautivar por la línea de montañas que tenía a lo lejos, como la espina dorsal de un gran reptil.Era la bella e indómita cordillera Devónica del Simrar. Un viento juguetón se le enrolló alrededor del cuerpo. Volteó a ver a su derecha, para contemplar a su hembra dominante destazar al reptil. El clan se reunía alrededor de la bestia derribada para llevar los pedazos de carne a los pozos de piedra donde la someterían a un proceso de curado. Eutasia estaba manchada de sangre. Su rostro anguloso y de labios gruesos le devolvieron la mirada. Era consciente de que él se hallaba ahora muy lejos. Su macho alfa dominante estaba cambiando, para bien o para mal. Las noches de amor habían estado faltas de cariño, y no porque hubiera terminado de preñar a todas las mujeres que acababan de florecer. Él todavía la miraba de esa manera especial. En las Tierras Salvajes, no se hablaba de amor, no había tiempo para ello, solo para sobrevivir. A todo hombre que se mostrara enamorado se le consideraba débil, y la mujer objeto de ese amor tenía el permiso de Madre para matarle, a lo que el enamorado no opondría resistencia. Así eran las leyes de los Salvajes. Él, como macho alfa dominante del clan, tenía derecho a reclamar las piezas más nutritivas, como el hígado y otras vísceras; después, elegía la hembra alfa dominante, y finalmente los demás
miembros del clan, los no dominantes. La ley también establecía que cualquier no dominante podía entrenarse con Madre, en las Tierras del Malush, para algún día luchar a muerte en la batalla sagrada por el puesto de macho o hembra Dominante de su clan. Solo los más fuertes podían guiar al clan al Nogard Narg, su salvación. El macho dominante observó el clan, los machos afanados en las tareas de conservación de la carne, las hembras cuidando a las crías. Inspiró profundo, a sabiendas de que, pronto, Madre le enviaría a otro joven aspirante a dominar el clan. Debía prepararse para la contienda. Terminadas las tareas, todos se reunieron alrededor del fuego. Los machos no dominantes bailaron para celebrar haber derribado el wyvern. Mientras, el macho alfa dominante continuaba sentado en su puesto, un tocón de gran circunferencia. Se le había acercado Eutasia, quien también observaba el ritual con una mirada absorta. Ambos se hallaban sumidos en sus propios recuerdos y pensamientos. Comenzó a sonar otra melodía. Eutasia supo que, al igual que la música o la brisa, los tiempos también cambiaban de rumbo y que, algún día, acabaría perdiendo todo lo que amaba. Finalizado el ritual, los líderes del clan se retiraron a la carpa hecha con las alas de un wyvern. Se acostaron sobre el césped. Eutasia estaba alejada, más de lo habitual. El macho dominante sabía que le preocupaba la próxima batalla sagrada, que un nuevo macho la poseyera. —Compañera… —dijo él rompiendo el silencio incómodo que se había instalado entre ellos—, Madre pronto enviará a los retoños a retarme en la batalla sagrada. El momento de mi derrota está muy cerca. ¿Lo lamentarías? —Era una pregunta extraña, pero necesitaba saber si le había dejado huella. Eutasia le miró con esos ojos verdes que le penetraban el alma. —Madre sabe lo que hace, compañero. Si mueres, lo harás con pasión, igual que le ocurrió a tu padre. La muerte es solo un viaje de regreso al Nogard Narg. Esta vida es un sueño, y sueño será; y seguirá siéndolo para nuestros herederos, nuestros hijos. La muerte es un honor concedido, especialmente si caes durante una batalla sagrada. —¿Nunca has pensado que hay algo más en esta vida que simplemente seguir una tradición, sin cuestionarla? Quizá Madre nos ha apartado de otras posibilidades… Son ideas que me vienen a la cabeza… ¿A ti te pasa igual? Eutasia vaciló un instante. —Ten cuidado, compañero. Estás en una encrucijada. Si tomas el sendero erróneo, deberás afrontar las consecuencias, que podrían ser mucho peores que la muerte misma. Si pierdes el honor, Tzargorg, también perderás el nombre que recibiste de los vientos… *** Nárgana no podía apartar sus ojos del Salvaje, que, frente al fuego, parecía muy lejos de allí. Era hermoso. Anteriormente, había escuchado canciones de trovadores, cánticos de poetas, pero nunca en su desdichada vida había asistido a un espectáculo como aquel. Le pareció que entre el fuego y el hombre había una relación íntima. La mujer lo imitó. También quería experimentar un poco de esa divinidad. Se recogió el vestido de terciopelo, sucio y desgastado, y se sentó frente a las llamas. Permaneció quieta un rato, tratando de aprehender eso que al Salvaje lo tenía subyugado. Fracasó estrepitosamente. Volteó a ver al hombre de tez dorada y ojos celestes. Suspiró; jamás tendría a alguien tan sabio entre sus brazos. La mujer rompió el silencio, tímida al inicio, cobrando fluidez mientras prosiguió en su fútil conquista, —Muchos nos hemos sentido solos en esta vida —le dijo. No podía rendirse a la
posibilidad de seducirlo—. Muchos aún nos sentimos así. A mí me pasa, sobre todo en esta banda. Hay tan poco amor…, como en el imperio. Qué asco de vida, no sé ni cómo sigo viva… Pero tú eres especial. Ojalá un día encuentres tu lugar en el mundo, te lo mereces. Nárgana guardó silencio un instante y luego prosiguió: —A Garamashi la odian muchos hombres y mujeres… Viene de Vásufeld. Ha recorrido el imperio buscando refugio y un lugar donde no la juzguen, pero lo único que ha encontrado ha sido el odio de los demás y el infierno de las palabras y los insultos. Innonimatus buscó con la mirada a Garamashi. Era una mujer que dedicaba parte de su tiempo a asearse o arreglarse el cabello, quizá tratando de conquistar una belleza que siempre le había sido esquiva. Nárgana vio en los ojos del hombre que había comprendido sus palabras. Eso la animó a continuar. —Ofesto es otro que ha sufrido. Formó parte de la nobleza en un feudo del Norte. No creo que fuera alguien verdaderamente relevante, pero seguro que llevaba una vida de lujos. Lo desterraron por forzar a una muchacha en el castillo que habitaba. Desde entonces jura que destruirá todo lo que encuentre a su paso. Innonimatus dirigió su atención a Ofesto, quien se peleaba con otros hombres por un pedazo de pan. —Al lado de Ofesto está Maldediós… —dijo al borde del llanto—. Perdió un brazo y una pierna luchando en la frontera contra Némaldon, hace muchos años. Jamás se recuperó del horror que vivió. El hombre no miró esta vez. Un ser tan desamparado le provocaba lástima y repugnancia. Nárgana continuó, lanzando su vista hacia una pequeña colina, donde Mérdmerén se perdía con sus ojos plasmados entre el horizonte, —Y allá —señaló a una pequeña colina—, Mérdmerén. Se lo robaron todo…Ea, la vida es dura, Salvaje. Para algunos privilegiados es un sueño sin asperezas. Ojalá yo hubiera tenido una infancia sin tanta desdicha—. La mujer enjuta bajó la mirada y dijo poniéndose de pie—: Te dejaré a solas. Lo siento si mis historias no han hecho más que alarmarte… Pero antes me gustaría cantarte una canción que aprendí de un trovador muy triste. Dice así: Una frágil montaña espera en calma, añorando el momento de sonreír con amor, las nubes han viajado sin rumbo, un viaje largo, hacia un destino frecuente. La frágil montaña refleja a solas su pensar, escucha su arrullo entre su errado esperar, ni el ave desea sopesar el susurro de piedad, ni el sol podrá brillar la sombra de su soledad. La frágil montaña se ha rendido, nada podrá moverla de su fijo aposento. Por eterno se desfigura sin adquirir la gloria; Es montaña y tiene, al menos, sus recuerdos. Nárgana guardó un silencio solemne. No pudo contener las lágrimas, menos aún sabiéndose observada por el alma profunda de Innonimatus. Se dio la vuelta y se alejó.
PARTE II
Capítulo XVIII - Las paces Al espeluznante alarido que escapó de la habitación, Trumbar acudió de inmediato. Sobre la cama, postrada y retorciéndose por los dolores, Ferlohren se agarraba el vientre. Parecía como si una garra feroz le hubiera estrujado las entrañas. Se miraron y se entendieron: había llegado el momento. Tocaron a la puerta tres veces. Tras ella apareció Ramancia la Bruja. Menos mal que aún no había cumplido su promesa de marcharse a San San-Tera. Vestía largas prendas negras y un sombrero puntiagudo. —¡Es la hora! —gritó. Su voz aguda llenó la casa de angustia—. Vamos a ver a la parturienta. En aquellos días lejanos, Ramancia aún lucía un aspecto jovial, rebosante de vida. No había conocido aún los senderos corruptos de las Artes Negras. Ni si quiera imaginaba que algún día la convencerían para ayudar a los nemaldinos a traer al amo de vuelta de la muerte.
Capítulo XIX - El infortunio de Ofesto Mérdmerén encontró a Innonimatus en la colina, ante la salida del sol en el horizonte. —Si algún día aprendes el idioma del imperio y aspiras a integrarte en él, probarás el lado turbio. El imperio ofrece oportunidades de todo tipo y eso, desgraciadamente, incluye cometer fechorías, sobre todo cuando no te conformas con lo que tienes. »El imperio se fundó como una tierra que prometía libertad y grandes oportunidades, pero ahora parece un estanque de decepciones. —El líder suspiró—. El sueño mandragoriano, lo llamaban… Oleadas de inmigrantes venían de todas las partes del mundo, ilusionados ante el futuro y la perspectiva de dejar atrás la mala vida. »Pero hay algo que los hombres de este imperio aún no han comprendido y temo que nunca comprenderán, y es que la libertad tiene un costo. Parte de ese costo es la responsabilidad de saber qué hacer con la libertad, pues ya verás que los hombres del imperio somos víctimas de nuestras propias costumbres. Ser libre también significa poseer voluntad. Pero muchos prefieren delegarle el pensamiento a las autoridades a cambio de eso mismo: la libertad. Mérdmerén le palmeó el hombro al fortachón. —Bien, tenemos que marchar, Innonimatus. Contigo a mi lado espero poder asaltar las carretas más lujosas y encontrar un tesoro, que nos lo merecemos. Ya es hora de que la fortuna se ponga de nuestro lado, Salvaje, y tú has sido la bendición que me ha llovido desde las alturas. *** Desmantelaron el campamento en un santiamén. No podían perder tiempo, el camino sería largo y no podían prever cuándo se toparían con alguna buena oportunidad. Al cabo del mediodía, un carruaje elegante, tirado por bellos corceles y precedida por otro donde iban los guardias, pasó por el camino que la banda había elegido como destino de sus fechorías. Los hombres dudaron, dado el número de vigilantes que iba en la primera carreta. Finalmente, Mérdmerén se decidió y dio la orden. De ambos lados del camino, salieron los bandidos, con arcos y flechas, y gritos de guerra. Los dos carruajes se detuvieron. Mérdmerén fue a mostrar sus respetos frente a los corceles y desplegar una buena dosis de insolencia. —¡Alto! Este es un asalto a vuestros bienes. Entregadnos todo lo que tengáis ahora mismo y salvareis la vida. De no cumplir con las demandas de Mérdmerén el Desertor, os mataremos en pocos segundos, y con vuestras pieles nos haremos unas alfombras que nos encantará pisotear. ¡He dicho! Del carruaje elegante, salió una mujer ricamente vestida, que no ocultaba la jugosa voluptuosidad de su cuerpo. A su lado apareció un hombre entrado en años, engalanado con el mismo lujo. —¡Guardias! —gritó el mozo—. ¡Haced picadillo a estos infames! Se presentaron cinco guardias, espadas en mano, y otros tres provistos de arcos y flechas listas para ser disparadas. Parecían confiados ante aquella banda de miserables,con armas tan oxidadas. Entonces, Innonimatus se adelantó y se colocó al frente, con el hacha en la mano y el rostro bañado en la sangre de un animal al que acababa de matar. Los músculos estaban tensos. Su tatuaje resplandecía y le otorgaba el aspecto de un brujo. Todo en él indicaba que el hombre estaba listo para la guerra. Los guardias temblaron, bajaron los arcos. —¡Son demasiados! —dijo uno de los vigilantes—. Saldríamos perdiendo. Debemos prepararnos mejor para el próximo viaje.
El señor del carruaje comenzó a insultar y maldecir a los guardias, y se dirigió a los bandidos. —¿Qué queréis, malditos? Y decidlo rápido, partida de desgraciados, que tengo que irme. Hay cosas de mayor importancia que una estúpida brigada de malparidos. ¡Hablad! Mérdmerén no se ofuscó, pues estaba habituado a negociar en tales términos con la mayoría de asaltados, que, al sentirse físicamente dominados, intentan herir con las palabras. —Nos quedaremos con vuestro baúl y vuestros bienes de valor. Vuestras vidas os las podéis llevar, esas no las deseamos. El desdén de Mérdmerén encolerizó al noble, pero accedió. Repartió órdenes y pronto los guardias entregaron el botín. Se metieron de nuevo en el carruaje y se fueron a toda velocidad. A lo lejos, el señor se asomó por una ventanilla. —¡Hijos de puta! ¡Algún día os pudriréis como ratas! Mérdmerén respondió mostrándole el dedo medio bien tieso. Los pícaros estallaron de júbilo. Era la primera vez que se atrevían con una carreta tan adinerada, y desde luego nunca había resultado tan fácil, sin derramar una sola gota de sangre. Tocaban el baúl como si fuera un objeto delicado, que fuera a romperse con un soplido. Sonreían con los ojos llenos de lágrimas, incrédulos ante la suerte que por fin les había alcanzado. —Os lo dije: el Salvaje es nuestra salvación. Esos guardias no nos han tocado un pelo gracias a él, no lo dudéis. Hemos pasado a mejor vida, señores y señoras. ¡Repartid los bienes! Como lobos hambrientos, se abalanzaron sobre el premio. Abrieron el baúl sin dificultad, con un golpe de una espada en el candado. El olor a jabón y hierbas manó del interior y los transportó a mejores días. Innonimatus rechazó todo cuanto le ofrecían. Se apartó de ellos y se limitó a observarlos. —¡Ea! ¿Y ese por qué no coge nada? —Preguntó Maldediós. Grono, un hombre alto y corpulento, se desató y les regaló una de sus salidas de tono, casi ininteligible, pues su lengua ocupaba mucho espacio en su boca. —Grono, loco, mucho moco… ¡Grono! ¡Grono! Salvaje no gustarle lo bonito. ¡Bonito! ¡NITO! ¡Ja, ja, ja! —Dijo el lelo. Maldediós le pegó un manotazo con su único miembro. —Calla, canalla gruesa. Ese Hombre Salvaje nos mira con lástima. No me da buena espina. Ofesto se unió a la discusión mientras guardaba el botín en un morral. —No os preocupéis por ese. Tenemos que aprovechar mientras esté con nosotros, porque pronto alguien se lo cargará. —Ofesto le lanzó unos calzones de tul a Maldediós, que le cayeron en la cabeza. El mutilado carraspeó y siguió buscando en el baúl, sin perder de vista cada gesto y cada movimiento de Innonimatus. «No puedo coger nada de eso, no me pertenece. Lo hurtado maldice al hurtador, pues posee propiedades del dueño. Estos hombres toman lo que no es suyo igual que las ratas las migajas. Están realmente malditos…», consideraba Innminatus. Esa tarde la brigada estuvo pendiente de los mercaderes ambulantes que pasaran por allí, para efectuar intercambios, en especial de la ropa y otros artículos personales que a ellos no les servían pero que los comerciantes solían apreciar. En aquella región, abundaban los mercaderes que iban de pueblo en pueblo y hacían negocio con el intercambio con las bandas. Hasta en los rincones más apestosos del mundo, había un mercado. Mérdmerén ya conocía a casi todos los comerciantes, entre ellos los hermanos Uchuk, la familia Noris y el barbudo Bárfalas, quien siempre viajaba con su hija Irijada. Cuando la tropa se dirigió hacia el sur, no tardó en toparse con el barbudo. Una mujer de ojos saltones, y cara y cuerpo alargados, los recibió con desconfianza.
Llevaba puesto un vestido de seda mal confeccionado y tenía el pelo recogido en una cola de caballo. Esbozó una sonrisa horripilante cuando vio al líder de la banda y se metió en una carpa donde el comerciante organizaba la mercancía. —¿Qué quieren esos hijos de su acabada madre? —protestó Bárfalas—. Ese maldito pirata de Mérdmerén nunca tiene nada bueno. Seguro que viene a pedir prestado o a intentar embaucarme con baratijas. Pero hoy no cederemos, Irijada. —Sí, papá. La mujer era infeliz. Estaba en edad de darle nietos a su padre, pero no encontraba a nadie que la apreciara mínimamente. Con aire molesto, el hombre salió de la carpa y enseguida se olvidó de su mal humor. Vio al Salvaje, que sobrepasaba a Mérdmerén en al menos una cabeza, con la cara pintada con sangre. Las piernas le temblaron. —Barbavieja, nos vemos otra vez. Qué hijo de puta eres, más que los buitres. Conservas bien la panza, ¿eh? —Mérdmerén se sentía pletórico—. Hoy te traigo lujos para que te cagues de ida y vuelta a Háztatlon, jodido mercante. Son de un carruaje que asaltamos en la carretera hacia Érliadon. Son las pertenencias de gente muy adinerada. No te miento, Barbavieja. Toca, esto es de puro terciopelo —dijo Mérdmerén mostrando un vestido morado—. El oro y la plata son de alta calidad —añadió mordiendo unas joyas. Irijada sonrió con su boca de gusano. Adelantó la mano para acariciar el vestido morado, pero el padre le dio un manotazo. —No toques, niña… Esas cosas pueden estar malditas. Bárfalas supo que esas alhajas las habían conseguido gracias al Hombre Salvaje. Ese guerrero, a las órdenes de Mérdmerén, no traería buena fortuna. —Por los dioses… ¿Un Salvaje? —fue lo único que acertó a decir el mercante. Mérdmerén sonrió con malicia. El aliento le olía a cebolla pasada. —Es mi mano derecha, maldito bastardo. Tuvimos una pelea, él se rindió y nosotros le perdonamos y le admitimos en el grupo. Maldediós empezó a reírse con voz ronca. Nadie se creería una mentira de ese calibre, pero Mérdmerén necesitaba disfrazar la realidad para darse lustre. Bárfalas lo miró con burla. —Vamos, caray. ¿Y quién de tus guerreros insuficientes domó a ese hombre, maldito pordiosero? ¿Acaso tú, pata chueca? —Señaló a Maldediós—. ¿O quizá tú, gorda desgraciada? —Se dirigió a Garamashi—. Mientes. A un hombre como ese ni los Salvajes mismos lo someterían —sentenció Bárfalas con una sonrisa de suficiencia. Mérdmerén entendió que el barbudo nunca se tragaría la mentira. —Le vencimos entre todos. No fue tan difícil como parece. Pero no vengo a discutir banalidades, Barbavieja, vengo a cambiar el botín, pedazo de escoria. Necesitamos comida y de la buena. Necesitamos bebida de la que arde, y espadas pulidas y filosas. Necesito que armes a mis hombres hasta los dientes. Anda pues, Barbavieja, porque yo sé a quién le sirves: al dinero. Mérdmerén le lanzó un collar de oro y una pulsera de piedras preciosas. El mercante se quedó sin aliento, balbuceando mientras se imaginaba saliendo de la miseria gracias al negocio que hoy haría con ese desertor. El hombre agarró de un brazo a su hija y fueron en busca de lo que les habían pedido. —Juntos lograremos grandes cosas —susurró Mérdmerén a Innonimatus—. Tú me harás más rico que cuando me sonreía la fortuna y, cuando recupere mi puesto en el gobierno, te premiaré con toda clase de privilegios. En los ojos de Mérdmerén brilló la avaricia como nunca antes. Innonimatus lo percibió y entendió el mensaje. No obstante, permaneció en silencio, observando a los pícaros, exultantes
con sus nuevas posesiones. Quien más le impresionó fue Garamashi, que se puso las prendas de la doncella que viajaba en el carruaje. Un corsé le apretaba las costillas, de modo que la carne sobrante rebosaba por arriba y abajo. Los pechos se le habían subido casi hasta el cuello; parecía un sapo en época de apareamiento. El tejido y el corte suntuoso le habían insuflado una gran dosis de autoestima y ganas de exponerse. La respuesta que provocó en los hombres fue harina de otro costal. A unos pasos, Ofesto ya planeaba cómo herir a la mujer. Bárfalas regresó apresurado, sudando la gota gorda mientras jadeaba como un perro maltratado. Traía a rastras a su hija, que no parecía tener tanta prisa. —Esto es todo lo que encontré, Mérdmerén. Tendrá que bastaros. —Su tono de voz había cambiado significativamente desde que el desertor le había mostrado el oro y la plata. El líder de la brigada ordenó que los demás revisaran la mercancía y todos se pusieron a babear ante los artículos: espadas curvas y largas, vainas viejas de cuero podrido, aljabas decoradas con pieles extrañas. Únicamente Innonimatus permaneció inmóvil. Irijada se había quedado prendada del Salvaje. Su padre la corrigió con una bofetada. — Acuéstate con quien quieras, menos con los Salvajes. Son hechiceros y a saber qué porquerías te metería en la cabeza. No quiero imaginar si te dejara preñada… Un hijo de esos nos condenaría para el resto de nuestras vidas. —Y volviéndose a los bandidos, exclamó, sonriente y codicioso —: Andaos entonces, hombres de pobre fortuna. No os quiero ver por aquí hasta que no volváis con algo mejor. Y alejad de mí a ese Hombre Salvaje. Solo con su presencia parece que trae una maldición. Mérdmerén miró al mercante con suspicacia. —Un placer hacer negocios contigo, Barbavieja. Cuídate las espaldas. Con tanta joya ahora serás del interés de muchos en busca una presa fácil. Sin esperar respuesta, se dio la media vuelta y se largó. *** Las semanas fueron pasando y la brigada de inútiles se aficionó a los asaltos en la carretera noreste y sureste. A medida que acumulaban tesoros, el cambio en Mérdmerén fue cada vez más palpable: su rostro estaba cobrando la expresión de una serpiente maligna. No fue el único que se embriagó con los éxitos continuados en los caminos. Ofesto insultaba a todo aquello que se moviera. Maldediós hablaba menos, preso de un pánico que lo atormentaba durante las noches. Nárgana se entregaba a orgías desquiciadas. Garamashi seguía vistiendo el corsé y el vestido, a veces poblándose el cuello de perlas y oros para parecer una princesa. Entretanto, Innonimatus se mantenía sereno, callado, dudando de la conveniencia de pertenecer a una banda tan desgraciada. Ser la mano derecha de Mérdmerén entrañaba ventajas, como comida deliciosa y el amor de algunas mujeres que se vendían por unas coronas que les entregaba el gran líder, Mérdmerén. Pronto, su fama corrió de banda en banda. Sin embargo, a pesar de la fortuna que Innonimatus les había traído, los insuficientes lo odiaban cada día más. Les irritaba que el muy inocente nunca reclamaba nada del botín, no lo comprendían. Varios habían hablado de asesinarlo durante la noche. Apostaban por ver quién vendería a mayor precio sus pieles doradas de nativo. Pasaron los meses. Innonimatus seguía callado. Entendía algo más de la lengua del imperio,
pero pensaba que entre estos hombres no debía empezar a hablar. Sus sentidos refinados le harían saber el momento apropiado. Un día plomizo, cuando Mérdmerén y sus colegas empinaban el codo en una taberna de mala muerte, llegó el rumor de que el mercante llamado Bárfalas y su hija Irijada habían muerto en un atraco. El Desertor maldijo entre dientes, ya que él mismo lo había maldecido, y quizá dicha condena se había cumplido. —¡Oídme, sabandijas! —Exclamó Mérdmerén, rompiendo la nube de silencio y luto que gobernaba el ambiente—. Ya habéis escuchado la terrible noticia, que han pillado a Barbavieja y a su hija. Nos están enviando un mensaje. Nuestros rivales desean acabar con nosotros. Pero esto es solo un indicador de que el negocio va muy bien. »De todos modos, debemos responder a estas amenazas, pues el que sangre derrama deberá pagar con la misma cantidad de sangre. Si no respondemos con fuerza, se sabrá que Mérdmerén y sus secuaces son blandos y nos volverán a atacar. No, señores, esto debe resolverse hoy mismo. ¡A las armas, mis señores! ¡Vamos en busca de esos malparidos! —No es buena idea… —repuso Maldediós—. Solo digo… Esto huele mal. Todas estas joyas y ornamentos de alto valor nos llevarán a la perdición para siempre… Solo lo digo. Mérdmerén le dedicó tal mirada que el mutilado calló enseguida. —¿Alguien más tiene alguna opinión al respecto? —retó. Innonimatus podría haber dicho algo, pero sintió que el grupo maldito ya estaba bien encarrilado hacia la desgracia. No podría frenar lo inevitable. *** Darle caza a la pandilla que asesinó a Bárfalas y a su hija no fue difícil. Habían arrasado la carpa del comerciante. Cerca, Mérdmerén encontró el cuerpo del barbudo pudriéndose, colgado de un dogal bajo la rama de un árbol. Al cadáver le faltaban los ojos; los cuervos ya debían de habérselos comido. No vieron a Irijada por ninguna parte. ¿Donde estaría la mujer? ¿Acaso no estaba de luto por la muerte de su papá? Se oía un quejido a lo lejos. ¿Sería ella? Todos se agacharon y desenvainaron las armas. Mérdmerén y sus hombres estaban preparados para el ataque. —Vamos a cogerlos por sorpresa y los mataremos. —¿No vamos a pelarlos lentamente? —Propuso Ofesto, deseando prolongar el sufrimiento. —Sí, vamos a pelarlos con dolorosa lentitud —se convenció el líder. El Salvaje lo miró con preocupación. Sospechaba que podría tratarse de una emboscada. Con un gesto de la mano, pidió silencio. Maldediós y Ofesto se interrogaron sin palabras, confusos. —Innonimatus toma el mando —ordenó Mérdmerén. Los bandidos, aunque desconfiaban del Salvaje, no dudaban de su pericia en la batalla, así que lo siguieron. Les guió por un camino opuesto a los quejidos de aquella mujer. Llegaron a una arboleda espesa y avanzaron en círculo, rodeando el lugar de donde procedían las quejas que ahora quedaba claro que procedían de una mujer sufriendo. Innonimatus ordenó parar y guardar silencio absoluto. Transcurrió un largo rato. Nadie movía un pelo. —Yo les vi, os lo juro, hasta puedo decir que escuché sus voces —sollozó alguien a lo lejos. Innonimatus sonrió. Su plan había funcionado. —No seas estúpido —repuso otro—. Te lo estás imaginando. Mérdmerén es un imbécil. En cuanto llegue nos daremos cuenta. Su banda hace mucho ruido. Mérdmerén ardió de rabia,
ofendido en su orgullo. Ofesto logró que no estallara. Innonimatus tomó el arco y la flecha de uno de los pícaros, apuntó a la nada y soltó la cuerda. Al instante se escuchó un cuerpo caer. Gritos de alarma. El Hombre Salvaje preparó una segunda flecha. Se movía con serenidad y fluidez. Cayó otro cuerpo. Pronto los gritos de tres mujeres irrumpieron en la falsa calma y se desató una lluvia de flechas que pasaba muy lejos de la brigada de insuficientes. El Salvaje soltó el arco, agarró su hacha y se lanzó a una alocada carrera imposible de superar. La batalla fue brutal. Innonimatus se movía como un felino y asestaba hachazos certeros en gargantas y cabezas, sin que sus víctimas tuvieran tiempo siquiera de verle la cara a su verdugo. Animados por la sangre y la bulla, los pícaros se unieron a la masacre de buena gana. La escaramuza se resolvió pronto. Acabaron con trece hombres y tres mujeres. Innonimatus se hincó ante uno de los cadáveres —un hombre de barbas negras y pieles morenas—, hundió los dedos en la herida que le partió el cráneo en dos mitades, y se restregó la sangre por la cara y el pecho. Sus gestos y su semblante rezumaban un carácter hierático. Mérdmerén y sus secuaces lo observaban atónitos; no comprendían que se trataba de un ritual de guerra. —Miradlo —señaló Maldediós—, es un maldito demonio de las montañas. ¿No veis, amigos, que nos llevará a la ruina? Está maldito y su condena será la nuestra. Si nos libráramos de él, con nosotros, podríamos continuar en paz; pobres, sí, pero seguros. Debemos eliminarlo. ¡No hay otro camino! Mérdmerén apuntó la espada ensangrentada a Maldediós.—Nadie lo tocará. Es mi mano derecha, maldito canalla. Los interrumpieron nuevos gritos. Acudieron al lugar de donde procedían. Allí estaba Ofesto, con los pantalones bajados y el miembro tieso, lamiéndole el rostro a Irijada. Le apretaba un pecho con una mano y con la otra le retiraba las faldas con ansiedad. La mujer aullaba con la voz amortiguada por una manzana que le habían metido en la boca. —¡Alejaos! ¡Es mía, hijos de puta! ¡Mía! Grono el Lento sacó su mazo. —Suuuéltala, maldito… O…, o… ¡te mato! Garamashi corrió hacia Ofesto, pero el hombre —habituado a estos lances— ya tenía preparada una daga envenenada y, antes de que Garamashi pudiese darle el golpe de muerte con un cuchillo, Ofesto le rajó la garganta sin piedad. La mujerona cayó al suelo sujetándose el cuello, tratando de detener inútilmente el reguero de sangre que le salía a borbotones. Se retorcía como un gusano en el pico de un pájaro. En sus últimos segundos de vida, intentó darle una patada a Ofesto, pero no lo alcanzó. Después se quedó inmóvil, pálida sobre el suelo, en un charco de sangre y barro. Nárgana despertó entonces de la conmoción y, con la espada bien firme entre sus manos, empezó a lanzar estocadas a Ofesto. Él la agarró de un brazo, le dio la vuelta contra su cuerpo desnudo y le clavó la espada en el corazón. La arrojó sobre el cuerpo de Garamashi. Ofesto se manoseaba la entrepierna, con una sonrisa de suficiencia, cuando el hacha de Innonimatus descendió sobre su cabeza. Sin tiempo para reaccionar, solo vio el filo encima de él. Se hundió profundamente y los sesos salpicaron el rostro del Hombre Salvaje, una máscara de furor contenido. Ofesto se desplomó, sin honra, en medio de Garamashi y Nárgana. Innonimatus liberó a Irijada de sus ataduras y la mujer, atemorizada, se refugió en los brazos de su salvador. Los demás hombres de la brigada, entre ellos Mérdmerén, empezaron a contemplarlo con otros ojos. Lo que acababa de ocurrir les dio mala espina. —Te lo advertí, maldito ciego —insistió Maldediós a Mérdmerén—. Tu hombretón nos ha
traído una maldición que ninguno de nosotros podrá sacudirse. Debemos deshacernos de él para siempre. Si no, quién sabe cómo acabaremos. Pero Mérdmerén no estaba listo para soltar al Hombre Salvaje. Había ganado demasiado gracias a él, todavía quedaba mucho por conquistar… Aún faltaban su hija…, su esposa. Sopesó dejar atrás a ese hatajo de inútiles e irse con Innonimatus buscando una mejor suerte. —Vámonos —dijo finalmente—. Continuamos con nuestro plan. Podéis quedaros con lo que encontréis, aunque no os lo recomiendo. Este bosque parece maldito. Irijada salió corriendo hacia el árbol donde su padre estaba colgado, gris y rígido. Lo abrazó por las piernas, derramando mil lágrimas y besándole los pies tiesos. Innonimatus se le acercó, compasivo. —Quiero descolgarlo y enterrarlo como merece —suplicó—.Quizá haya muerto sin honra, pero no puedo dejar que viaje hacia las cuevas de la noche sin un entierro respetuoso. ¿Me ayudas? Innonimatus cortó la soga. Depositó el cadáver en en suelo, con suavidad. Junto con Irijada, reunió ramas, que colocaron alrededor del cuerpo de Bárfalas. Quizá no sería un entierro digno de los hombres del imperio, pero al menos sería algo. —Adiós, padre mío. Algún día nos veremos, en mejores tiempos y lejos de tanta desgracia, en el Profundo Azur de los Cielos… Por el momento, buen viaje, querido mío. ¡Hasta siempre! Innonimatus comprendió que el momento había llegado y frotando las maderillas generó las chispas necesarias para incinerar el cuerpo.
Capítulo XX - Puerperio Adelante y atrás, atrás y adelante, adelante y atrás, atrás y adelante. ¡Vaivén! Un grito. Dos. Tres gritos. Tos. Excrementos. Algo se rompe, algo se desliza, algo nuevo emerge a la vida. Luz cegadora y gritos de júbilo. Ferlohren estaba demacrada, agotada por el esfuerzo, pero viva y sana. La bruja había obrado el milagro. Limpió un poco al bebé, que ya berreaba, y se lo colocó en el pecho. La criatura le agarró el pezón con voracidad. Cesaron los lloros, excepto los de Trumbar. Se sentía bendecido por la gracia de los dioses. Era un nene, su primer hijito. También estaba impresionado de ver a su esposa desnuda, las sábanas ensangrentadas. Había que limpiar aquello antes de que la madera del suelo se arruinara. La bruja recogía la placenta y el cordón umbilical. —Sano y fuerte. Muy bien. Es un chico que será grande. Tiene… —La mujer adoptó un tono taciturno. Sacudió la cabeza y volvió a sonreír—. Un gran muchacho. Cuídalo bien. Son cinco coronas por el servicio. Trumbar a punto estuvo de discutir el precio, pero lo cierto era que no sabía qué solía cobrarse por un parto y además estaba tan feliz que no quiso estropear el momento. —Me llevo la placenta. A ti no te servirá de nada más que para llenar la casa de mal olor. A mí, en cambio, me vale para mis pócimas. Es un excelente remedio para la calvicie. ¡Adiós! El soldado le tomó una mano a su mujer y se estremeció de felicidad. El recién nacido abrió los ojos y miró alrededor, a esos padres que lo admiraban arrobados. Trumbar cogió al pequeño en brazos, y lo meció y lo besó. Entonces vio algo, un detalle que lo sobresaltó. Tuvo un extraño presentimiento —Le llamaremos Argbralius —dijo Ferlohren con una sonrisa—. Mi madre siempre quiso que yo tuviera un hermano, y le habría gustado llamarle así. ¿Qué te parece? —Me parece bien. Argbralius… —recitó Trumbar con las emociones desbordadas. Le gustaba el nombre. Nunca lo había escuchado, pero eso no era raro, pues en el imperio las familias recurrían mucho al ingenio y la originalidad para llamar a sus hijos. Ferlohren no tardó en recuperarse. El vientre encogió, la mujer perdió peso y su rostro recobró las formas de antes. El amor a su hijo y a su esposo crecía cada día. Aquel hogar nunca brilló tanto.Al día siguiente del nacimiento, Trumbar fue al trabajo con una sonrisa de de oreja a oreja. Boahrg y Loktos celebraron la buena noticia, le palmearon la espalda y se ofrecieron a ayudarle en lo que necesitase. Pero no el propio Trumbar sospechaba las dificultades que pronto encontraría. *** Los meses pasaron en un suspiro y pronto hizo un año. Para el primer aniversario del pequeño, se celebró una fiesta en casa con Loktos, Boahrg, algunas amigas de Ferlohren y su hermana — esposa de Boahrg—, especialmente las que también eran madres. Algunas de ellas seguían solteras. Loktos se mostró dispuesto a llenar el vacío que habían dejado los amores pasados. —¡Qué felicidad! ¡Qué gran felicidad! —exclamaba Eloria, la hermana de Ferlohren, cargando con el niño regordete, que se chupaba el dedo gordo—. Es que no lo puedo creer… ¡Mi hermanita por fin madre de un nene bello, bello, bello! ¿No es maravilloso, Boahrg? ¡Boahrg! El soldado cuchicheaba con Loktos y Trumbar. Se viró y, por efecto de la bebida, tropezó y volcó aguardiente sobre una mesa. —Claro, claro. Es una bendición del mismísimo dios de la luz.
¡Trumbar! ¡Nos alegra muchísimo que seas padre! Hombre, pero cómo has cambiado. Te sobra la carne y te ha crecido el vientre. ¡Parece que tú también te has quedado embarazado! —río con ganas el gorilón pelirrojo de tupida barba. Las carcajadas llenaron el hogar del soldado con buenas vibras y energía positiva. —Tengo una sorpresa —anunció Trumbar caminando hacia su esposa. Notó que su hijo lo miraba con unos ojos inexpresivos. Eso lo irritó, pero supo controlarse. —Las sorpresas por parte de Trumbar nunca son buenas —bromeó Loktos con una sonrisa, y dirigiéndose a Boahrg—: ¿Puedes creértelo? ¿Trumbar tan relajado? Hace un año era otra persona… Ahora parece como si un milagro lo hubiera salvado de la miseria. Necesito la receta de ese hombre, quizá me sirva para un futuro cercano. —No seas iluso. Trumbar ha trabajado mucho para estar donde está. Recuerda: se ganó el favor del duque cuando volvió ileso de Aegrimonia. Trumbar carraspeó para llamar la atención de los invitados. Apuró su vaso de rosa hervida. —Como podéis ver, he ganado algo de peso, pero por una buena razón. —Trumbar volteó a ver a Ferlohren, quien tomó a su hijo en sus brazos. El niño continuaba observándole de aquella manera indescifrable que tan poco le gustaba. Sin embargo, sintió. No quería arruinar la sorpresa —. Tras un año de negociación, y de servir a mis tierras como buen fiel que soy, Nurimitzu me ha concedido el trabajo que tanto deseaba: seré el administrador de una de sus fincas. Señores, me retiro como soldado para dedicarme a mi vida familiar. Silencio. Eloria le pegó un codazo a Boahrg, que también era padre de familia y nunca había aspirado a cambiar de trabajo. Ferlohren abrió la boca, asombrada. Por fin saldrían de la miseria. La vida tomaba el buen camino. —Ese es mi regalo para vosotros, mi familia querida —concluyó Trumbar besando la frente de su esposa y la mejilla del niño. Algo le dio aversión al instante. El chiquillo empezó a llorar. Trumbar logró contener sus emociones. Algo no estaba bien. «Será mi imaginación», se dijo el ex-soldado con una sonrisa, abrazando a su familia. —¡A cantar! —Exclamó Eloria. Los invitados se reunieron alrededor de la familia y empezaron a corear las Vísperas Nuevas: ¡Mañanas calderas, naciste con sonrisas, veladas tus padres hicieron sin brisas, pasteles y bizcochos te han preparado para que degustes de aquellos amados, los que te trajeron desde arriba, el cielito, para cantarte feliz cumpleaños y darte pastelito! El pequeño Argbralius posó su mirada en la de Trumbar y por un instante pareció estallar un temible choque de fuerzas. El niño permanecía tranquilo, chupándose el dedo y canturreando un agu aga agui que derritió a su madre. Ferlohren se acercó a su marido y le dio un beso tierno. Trumbar lo recibió con gran entusiasmo y amor. Sintió que Argbralius lo vigilaba. Al voltear, descubrió que solo lo había imaginado. ¿O no?
Capítulo XXI - Interiorización Abrió los ojos de súbito. Ahí estaba el mismo cielo grisáceo que lo acompañaba desde que recordaba. No había constante más abrumadora que el color del horizonte. Pero ahora, por primera vez, se sintió ofuscado por ese gris persistente. ¿No había más matices? ¿No había más colores? Empezó a cuestionarse sobre ese mundo que le rodeaba, y así sintió que la congoja se sentaba sobre sus hombros. Sintió el peso de las emociones. Sintió la bofetada de la realidad. «Necesito salir de aquí», se dijo. Nada más importaba. Notó una presión en el pecho, como si unas pezuñas le aplastaran el corazón. Se frotó, pero no encontró alivio. «Será el precio de tener un corazón», se le ocurrió, «de estar lleno de emociones. Siento porque existo. Existo porque siento». Existir. La palabra lo obligó a reflexionar. Existir. Recordó algo. Visualizó a un joven, un pastor, sobre una colina verde y preciosa, gobernada por un gran pino. El chico miraba a lo lejos, como buscando respuestas a preguntas profundas. Apreciaba los detalles de la espalda, el pelo negro que se movía con la brisa. El joven pastor volteó a ver hacia la derecha, exponiendo su perfil, y de nuevo miró al frente. El horizonte parecía succionar al joven. Un chispazo le cruzó por la mente y encendió un recuerdo: «¿Quién eres?» Soy aquél que anida en tu corazón y te guiará a lo eterno. «¿Quién eres?» Yo soy. Tú eres. Nosotros somos. «¿Quién eres?». Las voces que resonaban en su cabeza respondieron a la vez: «Soy Manchego». Fue como si se le parara el corazón, como si todo su cuerpo se entumeciera. El orbe de luz volaba a su alrededor, de color azul profundo, sereno. Tras una pausa, lo entendió. —¿Cuánto tiempo hemos estado aquí, Teitú? ¡Me has reconocido! ¡Manchego, has vuelto! Pensé que te había perdido, juré que jamás volvería a hablarte. Espero que te haya ayudado el viaje que hicimos al pasado. Te llevé a tu infancia, quería exponerte a aquellos días. Yo sé que te causó mucho dolor, pero era la única manera de traerte de vuelta a ti mismo. De lo contrario, seguirías perdido en este mundo gris y horripilante, y eso no puede ser. Nos necesitan… Manchego se mantuvo impertérrito. La melancolía lo fue invadiendo, a medida que iba recordando todo lo que había dejado atrás. —Es el precio de tener un corazón —repuso—. Duele. Manchego preguntó nuevamente en voz alta, olvidando que podía comunicarse con el orbe mentalmente: —Teitú, te he preguntado: ¿cuánto tiempo llevamos aquí? No estaba alterado. Ni siquiera había emoción alguna bajo la pregunta. Solo quería saber. No obstante, Teitú intuyó el poso de la melancolía. El muchacho estaba desesperado y con razón. Probablemente vislumbraba la profunda tristeza del porvenir, muy lejos de aquellos días en el campo, con su abuela, Luchy, Balthazar… Llevamos aquí horas, días, siglos quizá, respondió el orbe. A saber. Es imposible precisar el paso del tiempo en este lugar. Estamos atrapados en una dimensión de la cual parece que no
podemos escapar. Todo es gris y deprimente. Volteó a ver a Teitú con los ojos abiertos de par en par, sin poder creer lo que escuchaba. —Mi nombre es Manchego —dijo con esa pesadumbre que empezaba a ser una seña de su carácter—. Soy el joven pastor de mis recuerdos. Aquellas palabras…, era yo el que hablaba. Por eso soñaba con sueños que sentía que no me pertenecían, pero sí me pertenecen porque soy yo, era yo. Estaba en esta dimensión, conectado conmigo mismo en otro plano, pero… ¿cómo? ¿Qué dimensión es esta?… Tiene que ser una donde el tiempo no tiene significado. Alguna vez alguien me dijo…, me dijo que mi nombre no era el de verdad, que algún día encontraría mi nombre verdadero, o que el nombre me iba a encontrar a mí. Creo que ya sé ese nombre, pero no lo recuerdo. Teitú, necesito regresar al pasado, a un momento concreto. Creo que ahí lograré acordarme de todo, incluso por qué olvidé. Teitú se volvió morado oscuro. Tienes razón, Manchego. Te llevaré a donde me pidas, pero quiero que sepas que el viaje puede causarte mucho dolor. Verás a gente que alguna vez amaste, y esas personas ya no existen aquí donde estamos. Tendrás el impulso de hablarles, pero debes controlarte, pues no te traerá más que sufrimiento. El muchacho ya no era aquel niño feliz y radiante de otros días. Había visto demasiado. Había vivido mucho. Era consciente de su propio sufrimiento y el de otras personas. —Estoy listo. Vamos. Teitú respondió, con un morado más intenso: Vamos.
Capítulo XXII - Argbralius La familia de Trumbar ascendió en la sociedad de Ágamgor. Como administrador, desempeñaba sus funciones en el castillo, en una sala sencilla, equipada con un escritorio, una silla y nada más. Pero aquel puesto le proporcionó muchos privilegios, como comer gratis en las dependencias del castillo, nunca al lado de la nobleza, aunque eso poco le importaba. Trumbar daba buena cuenta de aquellos manjares, especialmente los dulces, de modo que el hombre pronto ganó más peso del que ya acumulaba. La comida en raciones copiosas y la inactividad durante largas horas se sumaron en una ecuación que gobernaba su rutina diaria. Pero no solo ganaba centímetros alrededor de su cintura, sino también monedas de metal pulido. Por su parte, Loktos estaba celoso de que su amigo hubiera construido una familia sólida y feliz mientras creaba una fortuna formidable; también Boahrg, al que jamás se le ocurrió un plan similar. Trumbar había cambiado mucho, para bien o para mal, según quién lo juzgara. El hombre huidizo ya no bajaba la mirada,no parecía triste ni apaleado por la mala suerte. La bestia que una vez despertó al contacto con la sangre y la guerra se había retraído, dormida en un rincón lejano, y parecía que allí permanecería por siempre. En casa, Trumbar se comportaba como el esposo perfecto, a veces más fingido que sentido, a veces más forzado que por amor verdadero. En el ámbito social al que la familia Gémorgmorg pertenecía ahora, es decir, en el parque y en las panaderías, cafés y restaurantes, Trumbar y su familia se movían como cualquier otra de su mismo nivel. Con bastantes coronas ahorradas, se le presentaban más oportunidades. Hizo nuevos amigos, atisbó nuevos horizontes. Las puertas de la fortuna se le abrían allá por donde fuera. Conoció a los Lanzarotos —exportadores de granos—, a los Érermor —exportadores de café —, y a otros nobles que desearon hacer negocio con él. Trumbar y su esposa fueron invitados a bodas, a ceremonias en el Décamon, al castillo del duque a representaciones de danza. Conoció a grandes finqueros, como Eromes el Perpetuador, un hombre muy sabio de San SanTera, cuya finca, el Santo Comentario, prosperaba de tal manera que le había dado fama en todo el imperio. El ocio le desinfló los músculos y la fuerza, y aparecieron la grasa y la flacidez. Tuvo que cambiar de ropa, pero con su nuevo estipendio eso no fue un problema. Quien no lo hubiera conocido anteriormente, no imaginaría que aquel hombre orondo había sido un notable soldado,mucho menos que se había convertido en una bestia belicosa en la tierra endemoniada de Aegrimonia. Ferlohren, por el contrario, ganó en encanto. Era una ama de casa de buena reputación y una amante de la vida misma. Se dedicaba por entero a su hijo, a quien veneraba. Gracias a la creciente fortuna, Ferlohren se compró vestidos más sofisticados, consiguió nuevas amigas y fue incluida en un grupo de señoras de alto postín que se reunían cada dos semanas. En las alturas de la sociedad, Trumbar y Ferlohren comprendieron que en esas esferas las reglas se volvían sumamente complejas, y que romper alguna de ellas podía suponer la expulsión de ese mundo. Así pues, Trumbar y Ferlohren aprendieron a utilizar la máscara social, a mentir y a comentar cuestiones banales. Trumbar a veces extrañaba la vida sencilla como guardia de las garitas, desprovista del aburrimiento y la falsedad de las clases altas. Sin embargo, tampoco podía negar los privilegios de los que gozaba. Ver a Trumbar evolucionar de bien a mejor era algo que enorgullecía a Ferlohren cada vez que el hombre marchaba a trabajar. Lo que más le atraía de su marido era la promesa de un futuro aún más próspero.
No faltaba nada en casa: ni alimento ni ropa ni bebida. Ferlohren había dejado a un lado el vicio del alcohol y ahora recurría a los refrescos aristocráticos, como el lirio hervido y la orquídea en manjar. Si le hubieran preguntado, su única queja era algo que brillaba en los ojos de Trumbar. No siempre, solo a veces, cuando padre e hijo se miraban. Duraba una fracción de segundo, pero se apreciaba a leguas de distancia. El tiempo continuó pasando. El pequeño Argbralius crecía y cada día era una novedad, una conquista en su desarrollo. Cuando corría, la madre veía al guerrero que había sido su padre. En ocasiones, pronunciaba varias palabras seguidas pese a su corta edad, pero lo que más le asombraba a Ferlohren eran esos ojos curiosos, oscuros como la noche. Observaba alrededor con gran entusiasmo. Trumbar se maravillaba al verlo jugar con la espada y el escudo, ambos de madera, y su orgullo de padre se henchía ante la posibilidad de tener en casa a un gran guerrero. Además, le complacía enseñarle los nombres de las plantas y flores, ya que Argbralius las tomaba con sus pequeñas manos y las analizaba hasta en el más ínfimo detalle. Pero a la hora del juego, algo fallaba entre padre e hijo, y no lograban una conexión auténtica. Una tarde, cuando contaba tres años de edad, Argbralius vagaba por la casa, con los pies desnudos, probando el sonido de madera que lo fascinaba. No era un niño muy travieso, pero sí sentía una gran curiosidad por todo lo que le rodeaba, como cualquier otro niño. Una planta se le cruzó en su camino. Era una flor. ¡Qué bellos colores! Estiró sus manitas y la arrancó. Tocó los pétalos; la textura era suave y deliciosa. Tanteó el tallo y se decidió a mordisquearlo. Lo probó de nuevo entre las manos, jugó con su flexibilidad hasta que oyó un clac. El tallo se había partido en dos y rezumaba un líquido transparente. Eso lo maravilló. Probó el jugo; sabía amargo. Tomó una de las dos mitades y empezó a partirlo una y otra vez, y otra vez, excitado por la ocurrencia. Por la casa se propagó el sonido de su risa acompañada de los chasquidos del tallo cuando lo rompía. En ese instante Trumbar regresó del trabajo. Había sido un día complicado. Quizá por eso el hombre solo vio a un niño insolente que rompía flores, y eso lo enardeció. Con ascuas en los ojos caminó hacia el pequeño Argbralius y le arrebató la flor de las manos. Estuvo a punto de pegarle por primera vez. Se dio cuenta a tiempo, sobre todo, de la fuerza que iba a imprimirle a la bofetada; lo habría descabezado. A Argbralius se le llenaron los ojos de lágrimas. No solo le habían arrebatado su juguete, sino que además tenía miedo de la bestia que amenazaba con arrancarle el pescuezo. Trumbar soltó la flor. Una parte de él quiso abrazar a su hijo, sostenerlo y pedirle perdón. Pero esa incomodidad que a veces sentía con el niño se impuso, así que se dio la vuelta. Dejó el asunto sin resolver, en especial, esa violencia que había despertado en su interior. Ferlohren, que había oído los lloros, llegó a la sala y encontró a Argbralius sentado en el suelo, con su flor destrozada, los pétalos arrancados por la furia de su padre. Al ver a su madre, el pequeño se echó a llorar. Aquel suceso había supuesto cruzar un umbral que en el futuro desataría una cascada de consecuencias. Durante la cena hubo muchos silencios. Trumbar evitó dirigirse a su hijo. Ferlohren sintió la tensión y con temas diversos intentó aligerar la velada. No funcionó. *** Pasó otro año, Argbralius cumplió cuatro. En ese tiempo, desde su nacimiento, Trumbar y
Ferlohren trataron de concebir de nuevo pero, por razones incomprensibles, el embarazo no llegaba. Acudieron a diferentes comadronas, que le recetaron a Ferlohren una variedad infinita de tés, infusiones y brebajes. Ramancia le vendió una pócima con la promesa asegurada de que recuperaría la fertilidad. Todos los intentos resultaron en vano. Trumbar se frustró, pues deseaba un segundo hijo. También deseaba establecer una buena relación con Argbralius, pero se había hecho a la idea de que aquello jamás sucedería. Entre padre e hijo se había tejido una rivalidad inexplicable. Un segundo hijo le daría la oportunidad de amarlo plenamente, quizá podría fomentar una relación adecuada desde temprano. Sin embargo, el tiempo pasaba y Ferlohren no se quedaba embarazaba. Tumbar se iba distanciando y, a veces, le daban arrebatos, por ejemplo, en momentos de ternura, como cuando jugaban en la sala los tres juntos. Solo Ferlohren y el niño disfrutaban, mientras que el padre se quedaba aislado. El hombre empezó a sentirse un intruso en su propia casa. Cada vez que trataba de participar en juegos o en conversaciones, Argbralius lo rechazaba y prefería irse con su madre. Aquel vínculo tan especial le dio celos. Él deseaba lo mismo, era lo único que podría calmarlo. En momentos amargos llegó a pensar que Ferlohren lo había sustituido por el niño. —¡Yo pongo la comida sobre la mesa, pago la ropa, la casa, los impuestos…! ¡Me desvelo por vosotros y…! ¿Así me lo pagáis? ¡Me tratáis como a un extraño! ¡Merezco un poco de atención! —estallaba el hombre, dando golpes en la mesa. El hombretón se preocupó por su propia inquietud y consultó con curanderos de la salud mental, con sus colegas, hasta con el duque, pero nadie parecía comprender el problema. Lo único cierto era su frustración, que crecía a diario, y estaba perdiendo el control. La bestia dentro de Trumbar se había despertado y tenía hambre. Aquello no hizo más que agravar el mal humor del administrador, que ya ni se esforzaba por disimular. El trabajo se volvió monótono, el estrés se le agarró a la espalda. Se pasaba la jornada deseando regresar a casa y enfrentarse con esa extrañeza que lo apartaba de su familia. Empezó a considerar a Argbralius un enemigo potencial. Albergaba sentimientos contradictorios por el pequeño y algo le decía que ese mocoso se daba cuenta y se lo restregaba en la cara. Como resultado, la gente alrededor comenzó a evitar al administrador. Se redujeron las invitaciones a fiestas y reuniones de sociedad, las amistades se fueron retirando. Trumbar caminaba de nuevo con la vista en el suelo. Un día, un camarero del restaurante en el que almorzaba le derramó vino en sus carísimas prendas. Trumbar se levantó de un respingo y lo golpeó hasta que casi lo mató. La noticia se propagó por la ciudad entera, de taberna a burdel, del castillo hasta las damas de compañía de la duquesa. Cuando Nurimitzu se enteró, volvió a sospechar de ese hombre y se arrepintió de haberle proporcionado un estilo de vida que no encajaba con su carácter. «Me las pagará por ingrato», se dijo antes de salir a despedir al administrador. Lo encontró sentado frente a su escritorio. Trumbar parecía sorprendido de ver allí al duque con sus escoltas. —¡El duque Nurimitzu! —Anunció un guardia con unos toques de la lanza sobre el suelo de piedra. Trumbar se puso de pie demasiado lento. Su rostro era una máscara de furia y frustración. Aún llevaba la ropa manchada de vino. —Trumbar —empezó el duque con firmeza—, está despedido. Y no vuelva a poner un pie en
el castillo nunca más. «Definitivamente, este tipo está maldito», se convenció el duque, que volvía a sentir esa extrañeza alrededor del soldado. Incómodo por la sensación, se dio la vuelta y ordenó a los guardias que lo sacaran de allí cuanto antes, a patadas si fuera necesario. Algo le explotó por dentro. Seis soldados tuvieron que arrastrarlo afuera, recurriendo a toda su fuerza. Trumbar se agarró a la verja levadiza del castillo y casi la arrancó. Después, las cosas empeoraron. Nadie se inclinaba a emplearlo, hasta que al fin consiguió un modesto puesto de conserje. A las pocas semanas lo despidieron por gritarle al jefe. Recaló en uno de sus restaurantes favoritos, como supervisor de sanitarios; le degradaron a limpiar los sanitarios. Lo había perdido todo, excepto algunos ahorros y las libras de sobrepeso. Con el dinero que le quedaba decidió invertir en lo que estimó más sensato: alcohol. Con nuevos amigotes de poca confianza empezó a beber a espuertas. En vez de ir al trabajo, se metía en las tabernas. Lo echaron cuando llegó borracho reclamando un aumento de la paga. Se largó insultando a medio mundo, no sin antes orinar en la entrada del establecimiento. De allí se directo a la cantina, a continuar gastándose los ahorros. Al caer la noche, casi no se tenía en pie.Volvió a casa con los puños preparados. Iba a darle una paliza al niño. Solo así se liberaría de tanta presión acumulada durante años. Ferlohren, que le adivinó las intenciones, corrió a proteger al pequeño y se llevó el primer golpe. Trumbar se detuvo. ¿De verdad quería elegir ese camino? La bestia que llevaba por dentro se dio por vencida, doblegada por un fracaso rotundo. Resolvió recluirse en la caverna miserable de su hogar roto hasta que le llegara la hora de la muerte. Por aquel entonces, Argbralius ya tenía siete años y sus necesidades aumentaban a diario. Ferlohren le gritaba a Trumbar para que por favor hiciese algo con su vida, que por favor trabajara para ganarse el pan de nuevo; pero Trumbar había sucumbido a una profunda depresión y continuaba bebiéndose el poco dinero que les restaba. Ferlohren tuvo que robarle monedas para comprar comida para su hijo, tuvo que ver cómo los lujos se alejaban de ella uno por uno, tuvo que vender los objetos de valor. Y, mientras, Trumbar seguía sin reaccionar. En una ocasión, Argbralius pasó muy cerca de la bestia. Trumbar le arreó una patada que lo dejó sin aire durante un momento. La violencia familiar era el pan de cada día. La necesidad en el hogar se volvió extrema. Los vecinos les contaban a Loktos y Boahrg las riñas durante las noches, los golpes, los gritos y los llantos. Los amigos de Trumbar intentaron ayudarle, pero él no los recibió en ninguna de las visitas que le hicieron. Cuando Ferlohren ya había vendido todo, hasta los útiles de cocina, buscó trabajo. Pero su escasa educación y la necesidad imperiosa de sobrevivir solo le dejaban una salida: la prostitución. Se apostaba en las calles. La insultaron, abusaron de ella, le pagaban mal; tuvo que vérselas incluso con hombres que conocía de su época de ostentación. Estos eran quienes peor la trataban, igual que a un trapo viejo. Sobre todo le pedían favores orales. Logró que le pagaran más de lo habitual cuando ofreció un baile sensual con ocasión del cumpleaños de un noble local. Lo malo fue que, con el alcohol fluyendo en torrentes por sus venas, aquellos cerdos se envalentonaron y fueron turnándose para golpearla y montarla como salvajes. Ferlohren, al igual que Trumbar, empezó a amargarse por aquella vida tan desafortunada. Regresaba de sus rondas con la cara y el cuerpo magullados, y el alma colmada de repugnancia. La peleas en casa alcanzaron nuevos límites: se lanzaban platos y hasta cuchillos. El hogar era un infierno. Argbralius, de siete años, observaba en silencio, sin que sus padres
advirtieran el daño que podrían estar causándole. El niño pensaba que esa situación no solo era algo normal, sino que era la única realidad posible. Cuando cumplió diez años, nadie se acordó. Los clientes de Ferlohren empezaron a visitarla a domicilio y ella los recibía en la cama que antes había sido testigo del amor matrimonial. Mientras, Trumbar se quedaba echado en un sillón, esperando a que la muerte lo arrancara de aquella tortura. Ferlohren perdió mucho peso, como si le aquejara una enfermedad muy grave. Su cara era una calavera de mejillas hundidas y ojos saltones. La tez adquirió un color cetrino. El cuerpo se afiló tanto que parecía que ahí no entraba alimento alguno. Argbralius se dio cuenta de que, a veces, a su madre le crecía mucho el vientre, como a las embarazadas, aunque luego se deshinchaba de un día para otro. La mujer abusaba del alcohol y de las pociones de Ramancia. En ese ambiente turbio, el niño siguió creciendo, recluido en su cuarto la mayor parte del tiempo. A través de la ventana contemplaba el exterior, las nubes, los árboles. Le gustaba estudiar a la gente, ver cómo se desenvolvía el mundo fuera de su habitación. Mientras, su madre gritaba de dolor en la otra habitación y su padre deliraba y golpeaba los trastos con los que tropezaba. A solas durante tanto tiempo, Argbralius empezó a descubrir un lado oscuro de su personalidad, un rincón del que brotaron unos pensamientos que le harían tomar un rumbo equivocado.
Capítulo XXIII - Un héroe entre las tinieblas Después de varios años, la mujer que habían seleccionado fue preñada por métodos arcanos, y Elkam envió a Álfaron a que reclamara el preciado fruto de la divina concepción. Gracias a las Artes Negras, averiguaron que el dios de la luz se había encarnado en un humano. ¿Por qué un humano? A nadie se le ocurría una respuesta, pero lo importante era que habían interceptado al mensajero divino y podrían culminar el sacrificio. —Explícate —exigió Elkam rodeado de las sombras. Al lóbrego pastor le sentaba mejor la ausencia de luz, algo común en Árath. —Milord, le prometo que lo tenía en mis manos — se explicó Álfaron. —¿En tus manos? ¿Y cómo es que un humano, con lo débiles que son, pudo arrebatártelo y huir nada menos que de Kanumorsus? —Bueno…, no estaba exactamente en mis manos, pero… habría jurado que estaba muerto. Ya no lloraba, milord. Álfaron era un dethis de menor rango que Elkam, y demasiado joven para comprender la importancia de las cosas. Elkam había confiado en él para eliminar al dios de la luz para siempre, pero ahora la criatura se había perdido entre la abundante humanidad del imperio Mandrágora y encontrarlo sería imposible, al menos que eliminaran a todos los niños, lo cual desataría una guerra cuando eso no era lo que deseaba. Arruinaría el efecto sorpresa. Elkam se maravilló de la magia arcana, que había engendrado al dios de la luz en el cuerpo de un humano. Otro humano lo había salvado de su destino. «Malditos sentimentales. Siempre ayudándose lo unos a los otros», pensó, asqueado por las debilidades de la humanidad. —Así que ahora el dios de la luz está suelto y no sabemos ni dónde ni cuándo volverá a aparecer. Álfaron, nos has fallado terriblemente. Ahora se tambalea el plan maestro de resucitar a Legionaer, y eso lo retrasa todo… ¡Maldito imbécil! —escupió Elkam, con ganas de clavarle los dientes en la yugular. —Lo siento, milord. —Tienes suerte de que nuestra maldita especie esté en peligro de extinción; de lo contrario ya te habría arrancado la cabeza. ¡Ahora anda a buscar a ese humano y no vuelvas hasta que lo traigas de vuelta! Ese pequeño bastardo debe morir, ¿lo oyes? Si no, acabará con Legionaer… Dime que por lo menos has eliminado al hombrecillo que te robó al niño. —Se llama Eromes, es un finquero muy famoso —repuso Álfaron—. Ha muerto, milord. La energía maliciosa de Kanumorsus se encargó de emponzoñarle el alma. —Fuera de aquí. Déjame a solas. —¿Y el plan maestro? —Sigue en pie. Ahora mismo Feliel está cruzando las fronteras para introducirse en el imperio. Pronto será parte del pueblo, se involucrará en la política. Cuando sea alcalde de San San-Tera, iniciará el proceso de la resurrección de Legionaer. Elkam sonrió con malicia.
Capítulo XXIV - El maullido de los escombros En su cuarto, sumido en aquella oscura realidad y después del desayuno cotidiano —la misma masa asquerosa de trigo diluida en aguas negras—, Argbralius pensaba en su futuro próximo. Les habían comunicado que pronto serían desalojados de su casa. Basaban las razones en un taponamiento del alcantarillado por acumulación de decenas de fetos en vías de putrefacción. Se concluyó que Ferlohren utilizaba su casa como burdel y cementerio, algo que el duque ni aceptaba ni toleraría durante más tiempo. El castigo era el destierro de Ágamgor. El niño no se había bañado en meses. Su madre a veces le lavaba el plato que había usado para comer; otras, lo dejaba tal como estaba. Su único cubierto era una cuchara —que se fabricó con un palo que encontró en la calle— carcomida por las ratas. Se sentía prisionero de su propio hogar, y así continuaría mientras aquellas condiciones no cambiaran. La puerta se abrió de un portazo. Ferlohren entró media desnuda, apestando al sudor amargo y fétido de un cliente de paga barata. Se removió el cabello tieso del rostro y, exhausta, se sentó al lado de su hijo. Pocas veces se acercaba a él. El chico la abrazó con fervor. Para él, su madre era perfecta. La besó en la mejilla consumida. —Mami…, ¿por qué no nos vamos ya de aquí y empezamos de nuevo? —le preguntó, como tantas otras veces. Ferlohren lloró. —Ay, hijito lindo… La vida, mi amor, es un misterio… No deberías ver estas cosas. Ven, dame tus ojos. La mujer, enajenada, trató de sacarle los ojos a su hijo. El niño se apartó a tiempo. —Pero yo quiero ver el mundo, mamita. Y si me sacas los ojos no podré verte la cara. Ferlohren se rompió en llanto. —Ay, hijito. Te quiero aquí junto a mí y solo junto a mí. No quiero que descubras cómo es la vida. La madre le dio un sentido beso en la frente. El niño sonrió como si no hubiera mejor cosa. Ambos se abrazaron y así se quedaron un buen rato, mirando el exterior. Les llegaban los ronquidos de Trumbar desde la sala. —Ese cerdo… —musitó Ferlohren como si escupiera un veneno—. Cómo le detesto. ¡Todo es por su culpa! Tú sabes que todo es por su culpa, ¿verdad? Lo odio… Debería matarlo. Argbralius no supo qué responder. A decir verdad, su padre era una sombra, un borracho que evitaba para no recibir un puntapié o un insulto. Nunca lo había visto como su padre y cuando abusaba de su mamita le daban ganas de eliminarlo… Ojalá pudiera. Oyeron pasos. Argbralius tembló del miedo. Ferlohren se puso a la defensiva. La puerta de la habitación se abrió con un estrépito y entró el oso de Trumbar—¿Dónde está mi almuerzo? — bramó—. ¡Tengo hambre, perra! Argbralius miró a su padre con odio. Ferlohren empezó a gritarle devuelta. —¡Imbécil! ¡Consigue tu propia comida! ¡Consigue un lugar donde puedas morirte, maldito roedor! ¡Mira lo que le has hecho a esta familia con tu infelicidad bastarda! ¡Maldito! Trumbar le soltó una bofetada. —¡Calla y ve a cocinar! Si no, ya sabes lo que te espera. —Se dirigió al chico—: ¡Tú, escoria! ¡Alimaña de puta! Si vuelves a mirarme así te rompo en dos. Agarró a Argbralius del cabello y lo arrastró al ropero, donde lo encerró con llave. —¡Ahí te quedarás sin comer y sin saber nada del mundo hasta que aprendas a respetar a tu padre! ¡Pedacito de mierda!
Ferlohren aullaba al escuchar a Argbralius patalear en el ropero, abatida por no poder hacer nada contra la fuerza de Trumbar. —La próxima vez que me miréis así, os rompo el espinazo —amenazó por enésima vez—. ¡A cocinar mujerzuela! —Y de una patada sacó del cuarto a Ferlohren, que se sometió a las órdenes del bruto. *** En la oscuridad del ropero, Argbralius lloraba desconsolado, tapándose los oídos, pero aun así le llegaban los gritos y los abusos, que nunca terminaban. «Ya no mas…, ya no más…, ya no más…», se repetía mientras se mecía de lado a lado. Tenía que salir, tenía miedo en esa oscuridad, lejos de su madre. Imaginó que golpeaba a Trumbar con brutalidad, que lo incapacitaba. Cerró los ojos y se abrazó las rodillas con la esperanza de apartar esos pensamientos, de imaginar que estaba en otro lugar. No lo conseguía. Se abrazó con más fuerza hasta que, agotado, se tumbó en el suelo, desesperado, llorando. No lograba quitarse de la cabeza la imagen de su madre tirada en el suelo, desmayada a golpes. Quería salir para abrazarla y salvarla de aquel salvaje. Empezó a patalear sin control, a gritar, a mesarse el pelo. La desesperación se impuso a la cordura. Y consiguió lo que quiso, pero no como había planeado.La puerta del ropero se abrió de súbito. Trumbar estaba enfrente, con una botella en la mano, tragando a borbotones que le chorreaban por la camisa. En la otra mano traía un cincho de cuero grueso y amenazador. Argbralius, aún cegado por el estallido de luz, solo vislumbró la sonrisa sardónica del hombre. Empezó a gritar enloquecido. —Patojo bribón, te vas a quedar encerrado aquí dos días, para que aprendas. Y eso no es todo. Trumbar se encolerizó más. A su espalda prendió un fuerte resplandor, su sombra creció dos metros de altura; le nacieron dos alas de humo. Se arrancó a azotar al niño con el cincho, con tal fuerza que cada golpe le abría una herida con sangre. Así una vez, y otra y otra. Los chasquidos de la piel restallaban entre llantos y súplicas. Ferlohren acudió alarmada. Vio a un demonio de alas, fuego y humo que abatía a su hijo, y supo que era Trumbar, revelado como lo que realmente era. Cogió una botella vacía y fue directa hacia la bestia. —¡Animaaal! —chilló y le reventó la botella en la nuca—. ¡Deja a mi hijo en paz! El demonio soltó al pequeño y se volvió hacia la mujer. —Ahora me las pagarás, maldita puta. La puerta del ropero se volvió a cerrar. De nuevo, Argbralius se quedaba a oscuras, solo con un profundo dolor del cuerpo y del alma. Oía la paliza que el demonio le propinaba a su madre, los alaridos de ella, que ella dejaba de gritar y que él salía del cuarto y cogía otra botella. Argbralius inspiró hondamente. Probó el sabor de su sangre, que recordaba al metal. Se abrazó las rodillas contra el pecho, se recostó contra la pared. Abrió los ojos tanto como pudo y, mentalmente, trató de salir al exterior, como si estuviera dotado de tentáculos. Los dedos de su pensar experimentaban el ambiente desconocido.
Capítulo XXV - La maldición se desata Al caer la noche, Innonimatus se dedicó a Irijada, con heridas mortales, causadas por la daga envenenada de Ofesto. El Salvaje elaboró un brebaje intensamente amargo a partir de diversas hierbas molidas y obligó a la mujer a tragarlo, a sabiendas de que aquella mezcla no eliminaría el potente veneno de la daga. Necesitaba encontrar eucalipto para un ritual curativo. Lo consiguió, además de otros ingredientes, y se dispuso a prepararlo todo, mientras los demás lo observaban con curiosidad. Se cubrió la cabeza con una capucha de pieles de lama, que con el fuego nocturno de la hoguera dejaba a la vista únicamente su barbilla angulosa. El pecho musculoso con el tatuaje brillaba con el fulgor de las llamas. Colocó la jaula que había compuesto con madera verde y que albergaría las brasas y las hojas de eucalipto. Un ensortijado de ramas y raíces hacía de péndulo. Con el humo gris y aromático del eucalipto, el hechicero comenzó a mover las hojas y dispersar el humo. Los bandidos creyeron ver a sombras danzar, creyeron ver sucesos sobrenaturales. Entonces, el Hombre Salvaje empezó a musitar unas palabras ininteligibles que fueron llenando el ambiente. Maldediós empezó a farfullar imprecaciones, con la mirada torva y empuñando una daga con firmeza. Mérdmerén se acercó y le advirtió que no cometiera ninguna estupidez, que matar a un hombre sin honor le traería una condena horripilante. Pero aquel loco no prestó atención y siguió barruntando un plan para eliminar de una vez por todas al responsable de tanto infortunio en su brigada. Con poco control de su cuerpo, Irijada empezó a repetir el canto místico con pasión. El corazón le latía con vigor y fue doblándose por a cintura, hacia atrás, en un ángulo imposible. Pronto sus manos empezaron a recorrerle el cuerpo. Tocó el pomo de una daga que guardaba en su calzón y la tomó con ansia. En completo delirio, subyugada por una extraña pasión, se enderezó ágilmente y corrió desquiciada hacia el Hombre Salvaje, apuntándole con la daga. El Hombre Salvaje notó el abrazo, abrió los ojos y encontró a la mujer pegada a él, con los ojos rebosantes de pánico. Sintió un peso detrás y un líquido caliente que le caía por la espalda. Se giró y vio a Maldediós blandiendo una daga que atravesaba a la mujer. Irijada le acababa de salvar la vida al Salvaje. La banda al completo había asistido al acontecimiento y guardaban posturas contrapuestas. —Anda y corre —dijo la mujer antes de que se le agotara el aliento—. Este no es un sitio para alguien tan noble como tú. Innonimatus echó una ojeada a aquellos con los que había compartido los últimos días y comprendió que no podía aprender nada de ellos. Sin decir una palabra, se esfumó como el viento. Continuó y enfiló por la carretera más cercana que encontró. Sin pena ni alegría, dejó a Mérdmerén y a los demás sin saber que muchos años después el destino los volvería a reunir.
Capítulo XXVI - El gran evento La oscuridad, el silencio y la soledad se sumaron para engendrar una bestia de odio y rabia. Mientras, su mente penetró las coordenadas espacio-temporales. Primero, se vio frente al ropero y se asustó de descubrirse fuera de su cuerpo. Se miró hacia abajo, cuando se percató de que no poseía cuerpo físico. El susto duró poco pues, como alma curiosa, empezó a moverse y le gustó aquella fluidez ingrávida, en la que la materia de las paredes y los muebles no suponía un obstáculo. Se detuvo un instante junto a Trumbar, tirado en el sillón, roncando; su madre cocinaba entre lágrimas. Le dio lástima pero tenía que continuar; si esto era un sueño, entonces debía aprovecharlo. Echó el vuelo. Durante las altas horas de la noche, Ágamgor brillaba con el destello intermitente de las antorchas dispersas por la ciudad. A lo lejos divisó una tierra negra y árida que parecía rezumar olvido. Le intrigó, pero había algo más que le llamaba la atención. Dirigió la mirada hacia el cielo infinito, surcado de estrellas. Nunca había tenido el placer de contemplarlas así, en quietud. Ahora, sin embargo, gozaba de plena libertad para dejarse maravillar por la gloria del universo. Con una sonrisa continuó volando y a tal velocidad que rompió la barrera de la luz sin darse cuenta. Solo veía que, a su alrededor, todo discurría con una celeridad novedosa y que se adentraba en una zona de color gris. Parecía un río. Así se introdujo en el Río del Tiempo. Se dejó arrastrar por la corriente, dulce como una marea. El viaje era un placer. El río lo depositó en una región muy distinta, circundada de negro, junto a una esfera monumental con un fulgor rojo intenso. No sabía que era una estrella que se estaba muriendo. Allá abajo, no muy lejos se extendía un mundo muy oscuro. Sin pensarlo, hacia allí se dirigió. ¿Por qué era negro? El sitio tenía un aspecto muy triste y desolado. Enseguida se identificó con ese ambiente. Descendió hasta hallarse cerca de la superficie. No era tierra, sino una materia muy oscura que parecía piedra volcánica. También había un ser de la misma materia negra, montado sobre el lomo de un dragón de humo. Sintió pavor al tiempo que admiración. La bestia y el jinete manaban poder y atracción. Era la primera vez que veía un dragón, ni siquiera sabía cómo se llamaban, pero nunca olvidaría su temible aspecto. Deseó poseer un ejemplar tan grande para derrotar a Trumbar y llevarse a su madre lejos de casa. No podía sospechar Argbralius que ese ser era un dios muy poderoso y que veía una imagen del futuro. El jinete negro fijó la mirada en el niño, que, movido por la intriga, se acercó. Pensaba que nada era real, que quizá todo era un sueño, que no podía salir herido. Qué energía más radiante, qué poder. —¿Quién eres? —Preguntó el ser. —Yo soy… No sé que soy… ¡Ya lo sé! Soy un niño maltratado y quiero asesinar a mi padre. No aguanto más en mi casa. Mi mamita sufre porque papá es un demonio. —Interesante… —repuso el ser con una voz cavernosa que reverberaba—. Quizá te pueda ayudar en algo. Ten. Argbralius sintió que un dedo le perforaba la mente, luego el alma. Ese personaje le había metido algo. —Si de verdad quieres eso, sabrás cómo utilizar la semilla de energía negra que he instalado en tu alma. Depende de cómo la utilices, germinará en uno u otro sentido. Podrías dedicarla a lo mejor; quizá algún día seamos amigos o trabajemos juntos.
Argbralius ignoraba que trataba con el dios del caos, que estaba a punto de perder una guerra que él mismo inició contra los demás dioses por hacerse con el poder del universo. Sopesaba sus posibilidades y en ese momento se le ocurrió que el espectro que lo visitaba podría serle útil en el futuro. Un ruido. La puerta se abrió. Argbralius estaba convulsionando. Ferlohren lo bañó de besos y abrazos. Su hijo no tardó en regresar a la conciencia. —Ay, mi hijito. Estabas retorciéndote. No me extraña, aquí encerrado… Y no has comido nada. Pero no te preocupes, mi niño, que te he traído un pedazo de pan. —Ha sido un sueño, ¿no? —dijo Argbralius, confundido—. Gracias… Cogió el pan y empezó a comer con lentitud. —Tengo un plan, querido —dijo la mujer, y se hizo un hueco allí dentro. Cerró la puerta y le cuchicheó—: Vamos a escapar de esta casa, vamos a irnos lejos, lejos, y nunca volveremos a ver a tu padre, que está maldito. Ya verás, hijito lindo, que encontraremos una vida nueva. Ferlohren suspiró, esperanzada ante el horizonte de libertad y de paz que ya vislumbraba. Abrazada al chico, se quedó dormida. *** Trumbar salió a la calle en busca de su esposa. La había molido a golpes y ahora había desaparecido. —¡Ferlohren! ¡Ferlohren! ¡Regresa a mí! ¡Amor de mi vida! Caminó por el medio de la calle, entre los caballos, que no lo derribaron de milagro. Se cruzó con algunos soldados, antiguos compañeros, que lo miraron con desprecio, como a la escoria más repudiada de la ciudad militar. El hombre estaba embriagado. No se le ocurrió pensar que su esposa estaba en casa, en el ropero, junto a su hijo, escondiéndose de sus golpes. Cayó de rodillas, rompiendo en un llanto inconsolable. Le lanzaron salivazos, objetos de todo tipo que chocaban contra sus carnes sin que se diera cuenta. —¿Por qué no le pide perdón al dios de la luz pues, papaíto? —le preguntó una señora ciega de ojos blancos como la leche. Trumbar sintió las manos de la vieja en su rostro. —Yo creo que tiene usted razón, señora. El Padre Vurgomm me absolverá. *** Trumbar acudió al Décamon y se paró ante las estatuas de los guerreros de Flamonia, los Slegna Flamon. Sobrecogido, las quiso abrazar. Ojalá fuera como uno de esos guerreros de los tiempos de Flamonia, de los antepasados del imperio Mandrágora. Cuando Vurgomm oyó que alguien entraba en el Décamon, acudió a su encuentro. No esperaba a ese hombre gordo, maltrecho, vestido con harapos, manchado de vómitos y sangre seca. Lo ayudó a llegar al oratorio. Trumbar se hincó de rodillas sobre la banca. Lloraba y moqueaba. Vurgomm empezó a hablar sobreponiéndose a la extrema repugnancia que le causaba ese deshecho humano. Casi no podía creer que se trataba del esposo de Ferlohren, que no había tenido mejor suerte. —Ante la voluntad de los dioses aquí presentes, hoy y en todo momento, además de los testigos Aryan Vetala y Eryund des Guillioth, ¿prometes confesar la verdad y solo la verdad ante este oratorio sagrado? —Sí, padre, prometo decir la verdad. Se la diré todita. He sido un hombre horrible, un desgraciado que ha vapuleado a su esposa día tras día. Odio a mi hijo. Creo que estoy condenado
a vivir sin amor. ¡Diosa de la noche, llévame de una vez y júzgame! ¡No soporto más esta miseria! Y ahora mi esposa me ha dejado. Será feliz sin mí —se lamentó.Vurgomm se preocupó al escuchar que Ferlohren estaba desaparecida. —Los dioses atenderán tus ruegos, hijo… —Carraspeó—. ¿Estás seguro de que tu esposa se ha largado? —quiso saber el sacerdote, rompiendo el protocolo de la confesión religiosa por su propio interés. —Claro… En casa no está —respondió el desgraciado sorbiéndose la nariz. —¿Has buscado bien? Mira en cada una de las esquinas para estar seguro de que no te está esperando. El borracho abandonó el lamento y se encolerizó. —¿En otra parte de la casa…? ¿Esa hija de puta se está escondiendo de mí…? ¡Cómo se atreve! —Se volvió hacia el sacerdote—: Padre, es usted un genio. —Calma, calma. El amor, amigo mío, es fruto del verbo amar. Amar es una acción, igual que correr y caminar. Trumbar abrió sus ojos, desconcertado. —Es cierto… Yo nunca amé a esa desgraciada. Trumbar se dio cuenta de algo más, de algo en el rostro de Vurgomm. Esos ojos oscuros, el pelo, la nariz… Reconoció algo en él. —Usted ha sido de gran ayuda para resolver este acertijo, padrecito. Le prometo que regresaré…, maldito cabrón. Trumbar se puso de pie, con todo el cuerpo tenso. El antiguo soldado y el sacerdote se midieron con la mirada. Sí, era la misma mirada, se dijo Trumbar. Le reventaría los sesos, pero antes descuartizaría a su esposa por engañarlo. *** Trumbar entró silbando como una serpiente, con los ojos en ascuas. Arrancó la puerta de la entrada y fue al cuarto de Argbralius. Echó esa puerta también al suelo y la del ropero. El niño tenía que saber dónde estaba su madre, se lo sonsacaría a golpes si fuera preciso. No imaginaba que encontraría la respuesta tan rápidamente. El alarido de Ferlohren al ser descubierta no lo olvidaría Argbralius jamás. Trumbar se había convertido en demonio otra vez. Agarró a Ferlohren y le encajó tres puñetazos en la nariz. —¡Eres una puta! —gritó mientras la lanzaba al suelo.Cogió al niño del cuello y lo levantó en el aire. Esos ojos, el pelo, cómo le había mirado siempre. Sí, estaba muy claro: era una copia de Vurgomm. —Eres hijo del demonio, miserable. ¿No es cierto, Ferlohren? ¿Acaso este es mi hijo? Vurgomm te preñó con esta escoria. Y ahora lo entiendo, todo tiene sentido. Durante estos años traté de ser el padre de un hijo que jamás fue mío. Y fue por ello que sufrimos tanto. Ya viste, Ferlohren. Tú eres la causa de la destrucción de nuestra familia. Si tan solo me hubieras sido fiel, esto jamás habría pasado. —Empezó a estrangular al pequeño Argbralius. Ferlohren chilló. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero ese niño era su hijo en cualquier caso, y esa bestia quería arrebatárselo. Se acercó a Trumbar, pero no podía hacer nada: un fuego rodeaba al demonio, completamente liberado. Para sorpresa del demonio, el niño no se inmutaba. Le apretaba el cuello con todas sus fuerzas, un wyvern ya habría perecido, y, sin embargo, el niño permanecía sereno. ¿Sonreía? De los ojos del niño comenzó a surgir una energía negra, más oscura que el alma marchita de Trumbar. ¿Qué estaba pasando? El niño le apuntó con un dedo y, como si hubiera sido su creador, lo desintegró poco a poco. El demonio se debatía en una mezcla de terror y tortura: se estaba
convirtiendo en polvo. Mientras, la casa ardía en llamas. Ferlohren contuvo el aliento, confundida. No sabía a quién debía temer más, si a Trumbar o al engendro que gestó en su vientre. Un amor que ignoraba que aún guardaba la impulsó hacia su marido al darse cuenta de que estaba desapareciendo de este mundo. Lloró a mares, sintiendo que el momento de decir adiós había llegado. El cuerpo de Trumbar se deshizo en una montaña de cenizas sobre la que descansaba su adorado hijo, quien sonreía gozoso, sin la menor muestra de remordimiento. Se hundió hasta el suelo y allí lo sorprendieron nuevas convulsiones. Por los dioses, ¿qué estaba sucediendo? Una sombra, como un espíritu maligno, salió por la ventana. Mientras convulsionaba, sin embargo, en la mente del pequeño algo esplendoroso estaba germinando: había desatado el poder injertado por el ser oscuro, así que no había sido un sueño, sino que además ahora poseía la capacidad de manipular los elementos. Ferlohren lo observó, preocupada por lo que acababa de presenciar, y temió por su hijo. El pobre había crecido en las peores condiciones. Se prometió apartarlo del sendero de violencia y enderezarlo. Tomó a su niño, aún conmocionado, y se lo llevó del aposento endemoniado.
Capítulo XXVII - Conflagración de un infierno Al abrir los ojos se encontró flotando en un espacio negro y vasto, dentro de la esfera y flotando en el líquido ambarino. La ausencia de referencias, lo yermo de la superficie aumentaban la sensación de vastedad. Unas enormes masas de gas circulaban a lo lejos, girando alrededor de un eje invisible. Todo parecía perfectamente sincronizado. Manchego admiraba las infinitas posibilidades de figuras que cobraban forma allí. Al lado tenía a Teitú.«¿Esto es un sueño?», le preguntó empleando la vía mental. Lo parece, pero no lo es. Cuando duermes, te pudo transportar al vacío y aquí, con mi ayuda, podemos navegar. Yo soy el sol que te ha guiado siempre. Yo soy la fuerza a la que recurres para desplazarte a gran velocidad. Manchego reflexionó un instante. «¿Me estás diciendo que existimos en alguna parte del universo, fuera de mi cuerpo material?». Sí, Manchego. Por más extraño que suene, eso es exactamente lo que está pasando. Cuando la velocidad aminoró, el joven comprendió que se aproximaban al mundo que antes era su casa y que Teitú le había dicho que se llamaba el Meridiano. No era el único planeta virando eternamente alrededor de un sol amarillo y vigoroso, sino uno de muchos, pero el único que albergaba vida. Comenzaron a descender. Atravesaron nubes espesas y una brisa le acarició la cara. «¿En qué tiempo estamos?». Estamos en la época cuando eras un adolescente. Te han enseñado a cultivar las tierras y el pueblo San-San Tera está en peligro… Es mejor que lo observes por ti mismo… El corazón le galopó. Aquello significaba que debía prepararse para un encuentro doloroso. Un humo negro y espeso, como un gusano infeccioso, se elevaba al cielo. Las llamas asolaban las viviendas y los campos. Aterrizaron en una plantación calcinada. Manchego salió de la esfera. Pisó la tierra y sintió frío. Aguzó los sentidos y advirtió que estaba allí solo en espíritu, siendo testigo de unos hechos que ya habían transcurrido. Elevó la vista para toparse con una casa carbonizada, un esqueleto de maderas que pronto se derrumbarían. Frente a la casa, un muchacho sollozaba. Era él, y, alrededor, un serafín intentaba calmarlo. Ver aquello fue como una daga en el corazón. El pasado aceleró ante sus ojos, en un torbellino de colores que lo transportó a otro lugar. Ahora se encontraba en el centro del pueblo, donde se abría una falla que había tragado un edificio enorme. Del foso salía una luz verde e infernal. En él iban cayendo unos cuerpos andantes, sin vida ni voluntad. Aquella escena le despertó los recuerdos: un ataúd; un ser que resucitó gracias a un hechizo poderoso; un muchacho que se enfrentó al demonio; el demonio lo tomó por el cuello y apretó, y entonces el joven desarrolló dos alas, se llenó de una nueva energía. Se recriminó haber sido tan impetuoso, haberse lanzado al ataque sin pensar… Y cayó y el foso maldito lo devoró. ¡Nooooooooo! Ecos. Silencio. El muchacho lloraba, sin sospechar lo que vendría a continuación. Una señora de pieles doradas y una niña de ojos esmeralda se lamentaban con grandes penas por la caída del joven. Aquello era demasiado. Rompió las reglas del transporte al pasado. Se fue de bruces, arrastrándose hasta estar lo más cerca posible de su abuela, y en susurros empezó a hablarle. —Abuelita, estoy bien. Mírame, sigo vivo, ¿lo ves?… No, claro que no, pero mi alma está contigo, no estoy muerto. Ojalá pudieras escucharme, sentirme. Te he causado tanto dolor… ¿De verdad no puedes verme? ¡Mírame!, ¡mírame!… Luchy… ¡Luchy!.
Gritaba, acariciaba el rostro de la niña, pero ninguna de los dos lo percibía. Aquel era el peor castigo que podría haber imaginado. Teitú intervino de inmediato, llevándose a su amo lejos de aquel pasado que solo le traía dolor.
PARTE III
Capítulo XXVIII - Las horas funestas Tras la muerte de Trumbar, una lluvia suave cayó sobre Ágamgor. Era como si el cielo estuviera llorando, de tristeza o de felicidad, a saber. Lo único cierto era que el fuego que abrasaba la casa de Trumbar perdía fuerza gracias a las aguas. En aquel barrio pobre nadie se dio cuenta de lo que había sucedido; nadie se enteró de que un niño maltratado había accedido a los poderes ocultos y con ellos había manipulado los elementos. La muerte de Trumbar fue un grito mudo que la esposa y el niño solo contarían décadas más tarde. Los amigos de Trumbar no se extrañaron ante su desaparición repentina. Siempre había sido un hombre de pocas palabras, que difícilmente se confiaba a los demás. En aquellos tiempos, además, no era raro que los padres de familia arruinados lo dejaran todo atrás para convertirse en trovadores, viajando de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, ganándose el pan cantando los pesares de su vida, compartiendo su miseria a través de la poesía. Aunque Trumbar jamás sería un buen trovador, resultaba demasiado raro. En cualquier caso, Ágamgor olvidó a Trumbar Gémorgmorg con rapidez; el duque se regocijó de no volver a saber nada más de su existencia; Vurgomm se relamía al pensar en Ferlohren como una mujer soltera. La viuda del demonio continuó en las calles, bajo aquella llovizna persistente, a pesar de que estaba convencida de que la desgracia de su familia era culpa de ella. Al terminar la jornada, se cobijaba con su hijo adorado entre los escombros donde otros pobres también hallaban refugio. Dos veces tuvo que ceder y tener sexo con algunos de ellos para que no les quitaran la comida. Argbralius, no obstante, sobrellevaba bien la vida entre la basura; cualquier cosa era mejor que los años pasados. Ferlohren abandonó las calles a los tres días. Los remordimientos, el sentimiento de culpa por la muerte de su marido y, peor aún, los nuevos poderes de su hijito la empujaron a buscar una solución que alejara al chico de la maldad. Pero ella como madre ya había caído en desgracia, su reputación estaba manchada y su destino sellado con el fracaso. Solo había una persona que podría salvar al niño, y sería el último favor que le pediría.
Capítulo XXIX - Reintegración solar Abrió los ojos para encontrarse con ese cielo gris que tanto odiaba y que siempre odiaría. Era el color de su remordimiento. Teitú flotaba cerca, contagiado de la misma energía. «Ya me acordé de todo. Ya sé por qué estoy aquí y ya sé quién es el responsable de mi desgracia. Sé a quién tengo que buscar y quién destruyó San-San Tera. Hay que detener a ese infame. Mi nombre verdadero es Alac Arc Ánguelo, soy el dios de la luz. Tú eres un Naevas Aedán, un guerrero que proviene de Tutonticám. Tú eres quien me ayudará a recobrar mis poderes. Ven, querido guerrero, ven a mí. Es hora de regresar a la dimensión del universo donde el tiempo y el espacio son materiales, donde habitan mis seres queridos. Solo así lograremos vencer al mal. Te cantaré la canción que nos unió: Los que siembran con lágrimas las semillas entre negra lumbre, entre ocaso ennegrecido la tiniebla sobre alumbre; todo un mar ensombrecido, convoca de la tierra a Thórlimás. De la Tierra de Tutonticám, olvidada la remota y bella Teitú, se encamina fuerte sobre el velo sobre barcos blancos de bambú, navegando sobre morado el cielo, un guerrero de los Naevas Aedán. Tiempos del Caos lo pasaron, sobre la guerra de un lamento, y entre sus pilares tan fuertes, donde brillaba su aposento, días vivieron en paz inerte, lugar que resta destrozado. Canta la vieja Lírica del Viento, que el que carga el saco de semilla, pesado y lúgubre sobre su hombro, pronto brillará con luz y alegría, y desvanecerá su noche del escombro, y nunca por volver su descontento. Teitú brilló con fuerza, como si en ese instante se hubiese fortalecido la conexión entre Alac y el ser luminoso, recordando viejos tiempos, cuando sufrieron en las cavernas. ¿Pero cómo lo lograremos? «Ese es el problema, que no sé cómo salir de aquí. ¿Se te ocurre algo?». Tengo la impresión de que este lugar está disociado del universo real por un sortilegio
bienintencionado. «¿Qué dices?». ¿Acaso no lo recuerdas? En casa de Ramancia se nos presentaron varios acertijos. «Un acertijo dices…».¡Exacto! Será nuestra próxima aventura. El dios sonrió. «Creo que puedo arreglármelas. Si resolvimos los misterios en la casa de Ramancia, esto no será nada en comparación». Alac empezó a batir sus alas, pero frágiles y quemadas como se hallaban, solo soltaron cenizas. Le dolían los músculos de la espalda. Normal, llevaba mucho tiempo sin batir las alas. «Teitú», dijo Alac mientas desentumecía los músculos y los preparaba para el vuelo, «¿te das cuenta de que el mal ha querido vencerme desde mi nacimiento y que gracias a la bondad de un finquero llamado Eromes logré sobrevivir? ¡Es una locura! Cada vez que me acuerdo de mi última derrota… Fui un imbécil. Ataqué con rabia sin pensar en la estrategia». Es una lección muy válida, Alac. ¿Te puedo llamar así? De todos modos es tu verdadero nombre, ¿no? «Supongo que sí… Alac está bien, aunque se me hace raro. Estoy acostumbrado a que me llamen Manchego… Balthazar tenía razón acerca de mi verdadero nombre y por fin lo he encontrado: Alac Arc Ánguelo. ¿Cómo lo sabía?». No lo sé, pero Balthazar es más de lo que aparenta. En fin, no moriste, Alac. El mal intentó destruirte, pero no lo logró. «¿Cómo lo sabes? ¿Acaso no estoy perdido en este infierno gris?». Pero no estás muerto. El muchacho reflexionó. Era cierto, no estaba muerto, sino encerrado en un mundo que aún no comprendía. «¿Entonces qué hago en esta prisión?». Tampoco es una cárcel, Alac. Solo piensa en la amplia libertad que tienes. ¿Crees que una mazmorra creada por tus enemigos, que son unos salvajes, te permitirían moverte, ir al pasado, visitar tu mundo? No lo creo. Este lugar más bien parece un campo neutro. «Eso quiere decir… que tiene que haber algo o alguien de poder superior que ha tejido muchos sucesos con extrema delicadeza… ¿Teitú, te das cuenta? Hay seres supremos que me han ayudado, puede que ellos mismos me hayan puesto aquí, ¿verdad?. No tendría sentido que el ser maligno me haya enviado aquí, para que conspire en contra de él. Debemos encontrar a los que me han protegido, necesitamos saber la verdad. El Meridiano está en grave peligro. Teitú, es urgente que salgamos de aquí lo antes posible. ¡No podemos restrasarnos más!». Alac apretó los dientes, agitó las alas. «Ese ser maligno… ¿recuerdas que alguna vez escuchamos a alguien mencionarlo como el amo?». Teitú brillaba de rojo. ¡Sí, es verdad! Lo llamaban Amo. Legionaer era su nombre. Alac, tenemos que salir de aquí y averiguar de una vez por todas qué está pasando. Alac se quedó pensativo. «El Amo ha regresado con un propósito, pero ¿cuál?… ¡Por los dioses! ¡Ha venido a tomar el trono! El amo, Legionaer, quiere regresar a Némaldon y probablemente conquistar el imperio Mandrágora. Y después… ¿qué querrá?, ¿conquistar el mundo, el universo? No hay límites a su ambición. Si extiende por el mundo entero lo que hizo en San San-Tera, imagínate el grado de destrucción. Salgamos de aquí ahora mismo. Ahora la pregunta es: ¿cómo lo lograremos? No lo sé, Alac. Pero el camino se hace andando, así que andemos. «Andemos».
Capítulo XXX - La caída de Mérdmerén Todo viajero que transitara por las carreteras al sur del imperio, cerca de las murallas de Ágamgor y de las fallas rocosas de la cordillera Devónica del Simrar, o que parase a descansar en alguna taberna u hospedaje, escuchaba historias rocambolescas, tan descabelladas que pasaron a considerarse leyendas absurdas. Una noche cualquiera, un curioso viajero llegó a uno de los pueblos remotos del imperio. En la fonda dejó bien dormida a su esposa y a sus hijas, y entró en una taberna que anunciaba buena bebida. Al cruzar la puerta, algunos callaron, mientras que otros celebraron la visita, contentos de tener nuevo público para las historias y rumores, o de que se les presentara la oportunidad de asaltar a un forastero. El viajero, un tipo de estatura mediana, ojos castaños y barba espesa, alcanzó la barra. —¿En qué puedo servirle, señor? —dijo el tabernero escupiendo al suelo. —Una copa de agua ardiente con chile del bueno, si lo tiene. Una mujer a medio vestir, con ropas llamativas, le echó el ojo a través de las mesas. Le guiñó un ojo y agitó los pechos. El hombre sopesó los posibles placeres, pero entonces le vio los dientes y desistió. Centró su atención, de nuevo, en la barra. En una esquina, alguien fumaba de una pipa. El humo la ocultaba como un manto espeso. Olía mal. —Oye, tú —le llamó ese alguien—. Sí, tú, el de mirada maricona y de poco valor. Ven. Sí, ven acá. Si me invitas a un trago de esos, te cuento una buena historia, una que jamás podrás olvidar. Es más, podría ayudarte para saber qué cosas evitar y a quienes jamás invitar a un trago. ¿Has oído hablar de los Hombres Salvajes? El viajero enseguida se sintió picado por la curiosidad. De donde procedía casi no se mentaban aquellos seres místicos que habitaban las montañas. —Mi nombre es Maldediós. —Y salió del manto de humo. El hombre se quedó mudo; no sabía cómo debía reaccionar, si con asco o con lástima. Le faltaban el brazo y la pierna de un lado; tenía el pelo largo y ralo, y se le veía el cuero cabelludo. Su rostro mal afeitado terminaba de otorgarle el aspecto de un mendigo. Sin embargo, los ojos eran muy vivos, parecían haber visto demasiadas cosas. Ya fuera por lástima o por cortesía, el viajero accedió y fue hacia el mutilado. —Soy… —Silencio, viajero. No me digas tu nombre porque no me importa. Te interesa mi historia, ¿eh? Todos atienden cuando menciono a un Hombre Salvaje. No te defraudaré. —¿A cambio de un trago, dijo? —quiso confirmar el caballero. —Ese me vale —dijo Maldediós señalando el trago de aguardiente con chile. Por brazo tenía una flecha incrustada en el hombro cercenado. El viajero le extendió el trago. Maldediós lo paladeó y empezó a contar. —…Y es así que nuestra brigada insuficiente, compuesta, como te dije, de varios hombres y de dos mujeres, todos ellos desgraciados, se unió con el poderío de un Hombre Salvaje. ¡Vaya que era grande! ¡Me superaba en al menos dos cabezas! Tenía unos brazos como tenazas y una mirada que podía romper piedras. Te juro que el tipo era un brujo. Si hubieras visto cómo le dio caza a sus enemigos…, ¡y mucho peor!, cómo envenenó lentamente a nuestra brigada. El viajero había palidecido. —No temas, hombrecillo, que no te he invitado para robarte. Soy un desertor, es cierto, pero también honorable. Me separé de esa banda de delincuentes de poca monta. Pero eso ahora da
igual. Como te decía, ese Hombre Salvaje nos maldijo a todos. En una ocasión, los que nos tenían envidia asaltaron a un mercader con el que hacíamos muchos negocios. Se llamaba Bárfalas. Teníamos que responder, así que fuimos tras ellos. Pero el Salvaje se bastó él solo para darles caza, les reventó los sesos con su hacha. Era un gran guerrero, ¡sí, señor! »Yo se lo dije a nuestro líder, Mérdmerén, que el hombre estaba maldito y que tarde o temprano todos acabaríamos condenados. Dicho y hecho. Esa misma noche, uno de los nuestros, Ofesto, se volvió loco. Trató de violar a la hija del maldito Bárfalas, y ahí mismo cayeron las dos mujeres de la brigada, y tras ellas el Salvaje le clavó el hacha en la cabeza al imbécil de Ofesto. —¿Y cómo se llamaba el Hombre Salvaje? —preguntó el viajero con los ojos abiertos de par en par. —Innonimatus. Un hijo de puta hecho y derecho. —¿Y qué sucedió después? —Desapareció. —¿Mérdmerén? —No. El Hombre Salvaje. —¿Y a dónde…? —Nadie lo sabe, querido viajero. Lo cierto es que nos dejó su maldición, como si la razón de haberse unido a la banda fuera lavarse los pecados con nosotros. No pensaba que acabaríamos peor… El Hombre Salvaje nos dejó en un estado de miseria que ni puedo describir. Uno por uno, los miembros de la banda fueron cayendo. El primero fue Grono, un idiota que hablaba con la lengua trabada en la boca. Lo mataron unos desertores que querían robarle el mazo. El siguiente fue Gino. Y así, uno tras otro. El último fue Mérdmerén. Los vigías de Ágamgor lo descubrieron y averiguaron que era un desertor. El viajero parecía confundido. —¿Y usted? —¿Y yo? Ya tardabas en preguntar… Yo logré huir. —¿Cómo? —Como un cobarde, tal cual. Dejé atrás a mis camaradas, y ahora todos están muertos. ¿No es una gran historia? —¡Vaya si no! Innonimatus… Qué tipo más increíble… La taberna se había vaciado. —Por los dioses, debo marcharme, señor Maldediós. ¡Que los dioses vayan con usted! —Adiós… —Se despidió moviendo la flecha de un lado a otro. Cuando el viajero salió, sonrió y miró el monedero que tenía en la mano—. Hala, otro que ha caído. A este paso pronto tendré una fortuna —se dijo satisfecho del modo en que había engatusado al pobre iluso para robarle el monedero. Se felicitó por seguir tan en forma y apuró el aguardiente. Para su desgracia, el chile que estaba en el fondo se le atragantó y se le coló en los pulmones. Comenzó a toser. Se retorcía, se agarraba la garganta, se frotaba el pecho. Trató de gritar para pedir auxilio, pero no le salía la voz. Cayó al suelo y se arrastró en dirección a la barra. Su rostro estaba azul. —Deja de joder, Maldediós —protestó el tabernero—. Vete o llamo a mis hombres para que te saquen a patadas, una vez más. Maldito mendigo…, nunca aprenderás. ¡Maldediós! Que te digo que… ¿Maldediós? El tabernero salió de la barra. —¡Ajá! Ya botaste las sillas… Eres un hijo de… El desertor pataleaba, aferrándose a la vida, apretándose el cuello como si así pudiera entrarle aire. El tabernero se acuclilló a su lado. —Y es así como el gran tullido encuentra el final de su destino, ¿verdad? Pensaste que
podrías vivir timando a la gente, pero ahora pagas por haber sido tan miserable. Como no había nadie alrededor, le arrebató el monedero robado. Maldediós aún tuvo unos segundos para mirarlo con sorna, antes de quedarse tieso. —Por lo menos un par de coronas me ha dejado este deshecho humano —musitó el tabernero, dándose la vuelta para terminar las cuentas del día. Y así se extinguió la ilustre brigada de insuficientes.
Capítulo XXXI - Eromes el Perpetuador Tras haber sido desterrado por Madre, haberse asociado a una brigada de desertores de mala muerte, y tras haber encontrado el nombre intermediario de Innonimatus, había viajado por las tierras del imperio en busca de redención. Y la encontró. Cuando se perdió en el Mercado Central del pueblo San San-Tera, un gran hombre le brindó una segunda oportunidad. Hasta hoy seguía preguntándose cómo y por qué el gran finquero Eromes el Perpetuador apostó por él. Era un misterio que jamás resolvería. Quizá tuvo algo que ver el hecho de que su esposa también procedía de las tierras Salvajes de Devnóngaron. Aunque doña Lula no era una Mujer Salvaje como las de su clan, sino la hija de una pareja Salvaje que buscó oportunidades en el creciente imperio. Eromes le proporcionó un nuevo nombre y el de Innonimatus quedó muy lejos. El Salvaje no imaginaba que casi dos décadas después volvería a oírlo. Se limpió el sudor de la frente con la mano. Sonriendo, inspiró, agradecido de formar parte de esa finca, donde incluso la tierra y las plantas parecían tener alma. Eso lo sorprendió. Hasta el momento, consideraba que los seres dedicados a la naturaleza y en proximidad con el alma de Madre se hallaban exclusivamente en Devnóngaron. Jamás se le pasó por la cabeza que el imperio, con sus frivolidades, gestara a un hombre tan conectado con la tierra. Eromes parecía comunicarse con Madre en todo momento. Sus manos eran mágicas, pues semilla que sembraba, semilla que crecía, y los frutos y las flores y las raíces se desarrollaban de manera divina. Parecía que el hombre estuviera tocado por el alma de Madre misma. —¡Balthazar! El Hombre Salvaje se viró y halló a Eromes caminando hacia él. «Bal-tha-zar», repitió para sus adentros. Al Salvaje le gustaba su nuevo nombre, que el finquero le propuso cuando lo encontró perdido en el Mercado Central y le ofreció un trabajo. Enseguida se amistaron. —Hola, Eromes. Campo verse muy bien —dijo Balthazar. Había empezado a hablar después de años de silencio. Eromes era un hombre de cara triangular, labios pálidos y finos, nariz recta y aristocrática —de hecho, descendía de la familia Merfel-Wilkot, relevante en la época de fundación de las fincas. Sus ojos, del color de la tierra, eran las ventanas a un alma profunda y benévola. Era alto aunque no tanto como Balthazar, que le sacaba media cabeza. Su cuerpo delgado, de brazos largos se movía con fluidez. Pero lo más interesante de él era su manera de hablar, serena, tan en contacto con la naturaleza. —Has hecho un trabajo maravilloso, Balthazar —le felicitó, quitándose el sombrero de mimbre con el que se protegía del sol—. ¿Puedes creer que hasta la Emperatriz Sokomonoko desea comprar de nuestros productos? ¡Esa tierra queda más allá del mar Tempranero! ¿Cómo le habrán llegado noticias de una pequeña finca en un imperio tan vasto? Te pondré al corriente de lo que vamos a enviarle a la princesa. —El hombre siempre se mostraba generoso con sus logros, nunca eran motivo para pavonearse—. El negocio se levanta gracias a tu esfuerzo, Balthazar. Quiero enseñarte todito lo que sé de la agricultura para que nos ayudes a seguir creciendo. Algún día te daré un segmento de tierra para que inicies tu negocio, ¿de acuerdo? Balthazar sonrió. ¿Qué había hecho para ganarse la simpatía de un ser tan grandioso? —Para usted, don Eromes —le ofreció en señal de gratitud y amistad—. Chaleco de lama para hombre espiritual. Lama muy especial en tierra Salvaje. Carne buena y manto para el frío. Yo crear solo para hombre espiritual. Para te.Eromes tomó el regalo entre las manos y lo estudió
lleno de asombro. Abrió la boca ante un objeto tan especial. —Es un regalo increíble, amigo mío —repuso acariciando la piel—. A ver cómo me queda. —Emocionado, se puso el chaleco y se miró—. Me sienta muy bien. ¡Lulita! ¡Lulita! ¡Ven a ver! Una señora alta, esbelta, atractiva, de pieles doradas como Balthazar, se dirigió hacia ellos. Acababa de ordeñar a la vaca y llevaba la leche fresca en una cubeta de cerámica. La señora también se protegía del sol con un sombrero de mimbre, como el de su marido. —Está precioso, mi amor —asintió Lulita—. ¿Lo hizo él?— Miró a Balthazar de soslayo. No se acostumbraba a la presencia del Hombre Salvaje, tan enigmático, ni se explicaba por qué su marido había decidido adoptarlo como pupilo, pero confiaba en Eromes y en sus decisiones. —Yo hacer con manos —contestó Balthazar con una sonrisa—. Madre en todo. —Se dio unos golpes en el pecho con el puño. —Ya está el almuerzo, querido. Regreso a la cocina. Tomasa está por pasar el caldo. —Vamos entonces —dijo Eromes—. Balthazar, este chaleco es muy valioso para mí, ¿entiendes? Lo usaré todos los días y algún día se lo legaré a mis hijos. La mención a sus herederos le ensombreció el rostro a Lulita, pues aún no habían tenido descendencia. Ya había perdido la esperanza de concebir un hijo. Eromes tomó del brazo a su esposa de vuelta a la Estancia, mientras charlaban de asuntos triviales bajo la frondosidad de los árboles. Balthazar los observó un rato largo. No le pasó inadvertida la tristeza de la señora. Se acuclilló y siguió trabajando las tierras con una sonrisa en el rostro. Los meses pasaron con velocidad. Una noche Eromes llegó sudando frío, con el rostro pálido y un recién nacido en los brazos. —¡Cuídalo! ¡Cuídalo! —Fueron sus últimas palabras antes de perderse en la oscuridad. Esa misma noche una sombra maligna invadiría la Estancia y el alma de Lulita quedaría destrozada por la pérdida de su amado. La vida de Balthazar volvería a cambiar de rumbo, emponzoñada por el veneno de la tristeza.
Capítulo XXXII - El principito Una tarde, a sus diecisiete años, Argbralius celebraba con su padrino el progreso de sus estudios con un trago de aguardiente. El muchacho se había mostrado diestro en las competencias intelectuales, especialmente en el área de la religión, igual que su padrino y mejor amigo, el padre Vurgomm. Le llamaban el Principito, en alusión a lo mucho que se parecía a su protector. Para sorpresa de Ferlohren, Vurgomm nunca sospechó de su paternidad. Mejor, era necesario que la verdad nunca se supiera. Quería al niño alejado de la mala vida y ahora, gracias al sacerdote, gozaba de buenas oportunidades para convertirse en un hombre de provecho. Ella se había alejado también. Se ordenó como monja e ingresó en la congregación de las Amrias Santas. Día y noche oraba por el futuro de su hijo, el fruto de un adulterio con un resultado final trágico. asesinato. Cuando no rezaba, la mujer atendía los grandes sueños que su hijo albergaba y se alegraba al escucharlo hablar de cómo se convertiría en sacristán y, luego, en padre del Décamon. La hacía feliz comprobar que el niño seguía el buen camino, que aquella sombra que había atisbado en sus ojos, y que había matado a Trumbar, estaba aplacada gracias a la religión. El chico, por su parte, iba sospechando de la chalina alrededor del cuello con la que se cubría la cara, escudada en una obligación conventual. Sin embargo, había otra razón. La descubrió cuando la mujer se desplomó en el Décamon, sobre el suelo de piedra. —¡Mamá! ¡Mamita mía! ¡Vurgomm! ¡Es mi mamá! ¡Se ha desmayado! El sacerdote se aproximó y se agachó. —¡Por los dioses! ¡Pero si tiene una fiebre espantosa! —Iré a llamar al curandero —se apresuró el chico, lleno de preocupación. —No, hijito mío —susurró la mujer—. Déjame morir, ¿sí? Escucha: esta vida que he llevado ha sido para ti y solo para ti. Todo mi corazón va contigo, Argbralius, para que logres grandes cosas y seas un hombre de honra, un ciudadano ejemplar. Tienes un maravilloso futuro por delante. Tú también lo crees, ¿verdad? —Pues claro, mamá, pero… ¿por qué hablas así? ¿Mamá? ¡Mamá! Argbralius le arrancó la chalina y entonces vio la piel roída, los ojos hundidos, la nariz carcomida. Estaba irreconocible. Vurgomm dio un respingo. —¡Por los dioses! ¡Ha sido tocada por el mal! —No diga eso, padrino —dijo el muchacho, desolado. —Iré preparando el funeral — anuncióVurgomm, y se fue de allí. —Adiós, madre mía —dijo el joven. Así, el chico se quedaba solo en un mundo difícil, sin saber que era el hijo ilegítimo del hombre que le daba de comer. *** A los veintitrés años, Argbralius se sintió listo para comenzar su carrera en el Décamon, primero como serafín, después como sacristán. Se despidió de Vurgomm sin entusiasmo. La relación entre ellos se había degradado con los años. Ferlohren los había unido pero, tras su muerte, comenzaron a distanciarse. Poco después de la marcha de Argbralius al norte, Vurgomm sintió un gran vacío. Pensó que sería algo temporal, que no duraría más de algunos días o semanas, pero duró el resto de sus días. Nunca más volvió a sonreír. Con los años, circularía por las tabernas de Ágamgor la historia de cómo el padre del Décamon, que proclamaba esperanza y felicidad, de súbito lo dejó todo atrás,
para perderse entre los cánticos solitarios del bosque, donde tal vez encontró la paz que buscaba.
Capítulo XXXIII - El arco de Nordost Alac Arc Ánguelo caminaba en la dimensión grisácea seguido por su fiel guerrero Naevas Aedán. Juntos buscaban una salida al misterio que los mantenía encerrados allí. Hasta el momento, solo habían descubierto que ese mundo gris era eterno y desesperadamente homogéneo. Durante las largas y pesadas horas, días o años que caminaron, Alac no conoció el cansancio ni el aburrimiento, señales de que allí regían otras normas diferentes a las que había conocido en el mundo en el que nació. Una gigante estructura emergió en el horizonte. Se trataba de una pirámide alta, en cuyo cúspide resplandecía una luz blanca tan brillante como una estrella naciente. «No cabe duda de que debemos ir hacia allá», le comunicó el dios a Teitú. «Esa luz parece un sol. ¿Será posible que los creadores de esta dimensión atraparan un sol con tal de generar este acertijo?». Es cierto, Alac. Es algo que debes tomar como un cumplido: si alguien se ha tomado la molestia de atraparte en este mundo tan extraño, quiere decir que te guarda mucha estima. «Así es, Naevas Aedán», dijo Alac, admirando la vastedad del lugar, que parecía no tener límites. «Me preocupa que hayamos pasado milenios aquí atrapados…,desde que fui vencido por Legionaer». La pirámide tenía un aspecto monumental y, a medida que se acercaban, iban apreciando la enormidad de su tamaño. La superficie era amarilla, lisa, a pesar de estar hecha de bloques. No divisó ninguna estructura para ascender. —¿Sientes eso? —preguntó Alac en voz alta, con una sonrisa en el rostro. Sí. ¿Qué será? —¡Creo que es el flujo del tiempo! Lo noto a mi alrededor. Es como si fuera el viento… Al llegar a la base de la pirámide, se sintió pequeño como una hormiga. Ni siquiera alcanzaba a ver la cúspide. Cada bloque era un cubo perfecto de al menos dos zancadas de largo. De cada bloque sobresalían unos conos. «¿Cómo diablos hacemos para subir? Esos conos están demasiado separados como para usarlos como apoyos». No sé si subir es lo que debemos hacer.«No veo otra opción. No hay mucho más qué hacer en este lugar».¿Qué tal si intentas volar? «Ya lo probé, ¿recuerdas? No sirvió de nada». Necesitas esforzarte más. El ser luminoso voló alrededor de su amo con un color rosado pardo. O vuelas o nos pasamos la eternidad divagando sobre cómo solucionar este acertijo. «Muy bien. Intentaré volar. Pero si me hago daño, serás tú el responsable». Alac se concentró. Empezó a batir las alas con fuerza, como si en ello le fuera la vida. Solo se elevó unos centímetros. Se frustró, pero iba a intentarlo otra vez, las veces que hicieran falta. Se elevó dos zancadas. Sintió la corriente del tiempo pasar como una ráfaga. «Teitú, creo que ya sé cómo lograrlo». Con un respingo se elevó un poco más, lo suficiente para darle acceso al flujo del tiempo. Como si fuera una levantisca que impele a un navío, aquel flujo temporal fue capturado por las alas. De un fuerte empujón se alzó hacia arriba y en segundos llegó al pico de la estructura. Ese vértice era la base de una plataforma. Planeando, el dios descendió para posarse en esa base. Miró alrededor con el ceño fruncido. Un arco de enormes proporciones enmarcaba un orbe blanco. Al lado, un ser gris le esperaba con una lanza de aspecto temible.
¡Alac! ¡Peligro! «Ya lo veo. ¿Te acuerdas de cuando saqué de la nada mi lanza y mi escudo, cuando luchamos contra Legionaer? Bien, pues… ¡aquí están de nuevo!». Con la ayuda de Teitú, Alac forjó en el aire una lanza de energía pura. El cuerpo del dios de la luz se cubrió del mismo material, blanco como las perlas. Un casco le envolvió la cabeza hasta las mejillas. Mientras descendía, Alac estudió a su rival. Se trataba de un gran dragón de escamas metálicas, que parecía estar protegiendo el arco. Unos bigotes largos le caían hasta el suelo. Las alas las tenía recogidas, como dos mantos de metal. Los ojos le miraban con comprensión. Alac aterrizó a una distancia prudente del dragón y le apuntó con la lanza: —¿Quién eres y por qué estás aquí? Habla o tendré que atacarte con mi lanza. Soy el dios de la luz, Alac… —…Arc Ánguelo —siguió la bestia con voz metálica—. Lo sé, querido, lo sé. Estás aquí por la gracia de los que te protegen y ellos te ayudarán a salir. Esta no es cualquier dimensión ni un mundo erróneo; te encuentras nada menos que en Tempus Frontus, la Frontera del Tiempo. Te han traído aquí después de que evitaran que el ser que quería asesinarte te raptara. Si no fuera por el guerrero Naevas Aedán que te acompaña, estarías muerto. Alac se sintió torpe. Había amenazado a un ser divino. La lanza, el escudo y las armaduras se desvanecieron. De nuevo vestía sus harapos, recogió las alas a la espalda. Se dispuso a escuchar qué más tenía que contarle el dragón:—Fue gracias a el Naevas Aedán que los seres de la Divinidad Celestial lograron dar contigo y te trajeron aquí, para completar tu metamorfosis. El dragón hizo una pausa para que sus palabras calaran. —Eres único, Alac, el único de tu tipo. Los de la Divinidad Celestial han descifrado la fórmula para crearte y no han descansado hasta traerte de vuelta. De no haber sido por las experiencias que tuviste como un niño, cuando eras Manchego, no serías el carismático ser de ahora, tendrías el mayor defecto de los dioses: que no sienten ni tienen la capacidad de amar. El dragón tragó. Sacó la lengua bífida para lamerse el hocico. —El mal avanza cada día — continuó la bestia divina— y hay agentes malignos que han intentado entrar aquí para eliminarte de una vez por todas. Pero estás bien protegido por mí. Yo soy tu servidor: Nordost. El dragón inclinó la cabeza y el largo cuello en señal de reverencia, mostrando el dorso espinado. Alac se quedó atontado. —Un momento… Tú sabes demasiado de mí. ¿Quién eres? Y en segundo lugar: ¿quiénes son esos seres de la Divinidad Celestial? Nordost soltó un par de carcajadas limpias. —Te hemos estado viendo, protegiendo, cuidando toda tu vida. Desde que naciste te encomendamos a un ser de excelencia: Eromes el Perpetuador. Ojalá no hubiera muerto; habría sido un excelente abuelo, pero no creímos que el mal daría con él. Su muerte fue un precio que estábamos dispuestos a pagar con tal de que tú estuvieras a salvo. Él mismo se entregó. Hubo un silencio de luto. —Gracias a él sobreviviste, y también gracias a Lulita, que te cuidó como una madre. Tu madre biológica murió a manos del mal. Tal vez un día averigües algo más de ella. No soy yo el indicado para revelarte los detalles de tus orígenes. En cualquier caso, hijo de la buena fortuna, te hemos cuidado desde que naciste. Eres el ser más preciado, la esperanza que vencerá sobre las tinieblas. Te necesitamos. Alac seguía confundido. —Pero entonces…, ¿todo este tiempo he sido parte de un plan superior? —Así es —contestó Nordost—. Hace milenios que observamos la actividad del mal. Desde los Tiempos del Caos, nuestros enemigos han tratado de regresar, y lo han logrado a través de uno de sus siervos. Por eso ideamos un plan para detenerlos.
Alac no estaba satisfecho, sus emociones se superponían a la razón. —Me habéis manipulado desde siempre, soy un juguete en manos de…, de unos seres superiores que ni siquiera conozco. Yo solo deseaba ser un niño normal, jugar con mis compañeros, estar con mis seres queridos. Los echo de menos a todos, a Lulita, a Luchy, a mis animales. Echo de menos estar en la finca y vivir como el adolescente que nunca pude ser. »Me habéis arrebatado todo lo que me pertenecía para que unos iluminados puedan conseguir sus grandes planes. ¡No es justo! Nordost guardó un silencio respetuoso antes de responder: —Tienes razón, Alac. Sin embargo, has de comprender que, sin ti, todas esas personas y lugares que amas estarían perdidos. La destrucción del Meridiano es inminente y después nuestros enemigos seguirán con el resto del universo. Debemos detenerlos enseguida o todos estaremos en graves problemas. —Pero… —¡Pero nada! —exclamó el dragón con rotundidad en la voz y en el semblante. Manchego dio un paso atrás, avergonzado. —Debes tomar una decisión —continuó Nordost más calmado— y ahora mismo. Si rechazas la misión que te hemos encomendado, permanecerás en Tempus Frontus sin amparo. Pero si deseas salir de aquí, debes hacerlo con la promesa de luchar por el universo. Sé que en tu corazón hay un espacio para el amor de tu vida, esa niña que sigues amando, y por esa abuela que sufre por su nieto perdido. Ayudarlas a ellas es ayudarte a ti mismo, ¿lo entiendes? Es la única manera de salvar el mundo, Alac. »¡Venga, no decaigas! Has sufrido como nadie y es la hora de recuperar lo que es tuyo. Alac estaba impresionado. Se imaginó a Luchy padeciendo en un mundo asolado por los hechizos del mal; se imaginó a su abuelita con la mirada perdida, intentando descifrar qué diablos había sido de su nieto; se imaginó a todas esas mujeres, a todos esos hombres que se lamentaban día y noche por haber perdido a sus seres queridos. Algo le explotó dentro, se llenó de entusiasmo. Las palabras del dragón eran muy sabias. —He decidido: lucharé. Ahora dime cómo salir de aquí. Nordost sonrió. —He percibido la pasión que arde dentro de ti. Es ese fuego el que te impulsará en los momentos más difíciles, porque esos momentos vendrán. Conocerás a personas y seres que intentarán desviarte del camino, pero nunca desistas, nunca pierdas la ilusión que ahora te mueve. Recuerda: eres el dios de la luz, actúa como tal. Bien, para salir de aquí necesitarás más inteligencia que fuerza. El dragón miró alrededor y prosiguió con una explicación del mundillo. —Estamos en Tempus Frontus, o la frontera del tiempo, que es un mundo artificial entre dimensiones creado por los Seres de la Divinidad Celestial. Forjaron este sitio tras los Tiempos del Caos con un propósito: crear un resguardo alejado de las pericias del universo. Hay escasas maneras de acceder a este mundo, y el que lo logre sin una invitación tendrá que vérselas conmigo. Soy el protector de este maravilloso recoveco. »El portal que miras allá —dijo apuntando a un arco sobre una plataforma—, que es la vorágine que vira sin deterioro entre el arco, es un portal que conecta con otro mundo. Como ese, hay millares dispersos en el universo. Cada portal tiene un destino específico. Los portales son creaciones mágicas y poderosas utilizadas por seres de alto poder para moverse con velocidad a través del espacio-tiempo. »Los portales, en su mayoría, existen en una dimensión llamada el Interim. Aquella no es una dimensión tangible ni habitable por los seres vivos. Es, por decir, un intermedio entre lo inmaterial y lo material, donde los espíritus condenados habitan. El Interim es accesible a seres de alto poder que pueden moverse por las dimensiones.
»Hay millares de portales, tantos como hay galaxias y planetas, lunas y mundos artificiales como éste. Hay portales por todo el universo, aquellos que fueron creados por seres arcanos con fines de generar una red de avenidas y calles, por decir así, entre planetas y galaxias. La mayoría de portales existentes son considerados permanentes, es decir, que cuando se crearon hace milenios se deseó que permanecieran abiertos por la eternidad. Un portal puede ser destruido, o cerrado, solo con la misma cantidad de energía que se utilizó para crearlo. »Magos y hechiceros de alto poder, dioses, y todos los dragones, poseemos la habilidad para crear un portal. Hacerlo presupone la utilización de mucha energía, de tanta que la mayoría preferimos crear un portal momentáneo que se cierra tras ser utilizado para ahorrar energía. —¿Yo puedo crear un portal? —preguntó Alac. Nordost sonrió con ternura. —Algún día, quizás. No más preguntas. Ha llegado el momento de que te vayas. Ve con cuidado y confía en Naevas Aedán. Cuando cruces el portal, aparecerás en un lugar que ya conoces. —¿Dónde? —se sorprendió Alac. Creció en la finca de sus supuestos abuelos, y jamás había salido de San San-Tera. Debía ser en un lugar cercano a casa. —Me refiero al lugar donde sembraste la nuez y germinó tu guerrero Naevas Aedán. Aquellas cavernas oscuras donde encontraste a Ramancia cuando te entregó una pócima sanadora, donde Eromes te encontró a ti cuando eras un recién nacido. Ahí mismo regresarás. El sitio se llama Kanumorsus. —¿Qué dices? ¡Pero nunca vi los portales! Vaya, ¡qué nombre más extraño! ¿Qué significa Kanumorsus? Nordost explicó: —No viste los portales porque eras un joven en la dimensión “tangible”, por así decirlo. Ahora que estás en el Interim podrás percibir su vastedad. El origen de Kanumorsus no te lo puedo divulgar. No es el momento propicio, querido. Alac no estaba satisfecho. Sus preguntas sólo parecían entrañar más misterios. —Pero este lugar, llamado Kanumorsus, rezumaba energía maligna. ¿Cómo es que me dirigiré a un sitio maligno luego de estar aquí? —Algún día lo sabrás. Por el momento basta saber que Kanumorsus queda en el mundo que creciste. Marcha, no te retrases más, no hay tiempo qué perder o perderemos más que una guerra. Alac tragó y volteó a ver a Teitú, que brillaba con una luz tímida y celeste. —¿Voy a a casa? —Aparecerás en el Interim, Alac. Estarás en la dimensión de los espíritus. Podrás ver a los seres vivos, pero ellos no podrán verte a ti. —Soy un espíritu… —concluyó el joven semidios con desconcierto. —Es así, Alac. De momento no eres tangible. —Entonces veré a toda clase de espíritus que no han sido absueltos por la diosa de la Noche… ¿no es así? —Tu asunción es correcta, querido. Espíritus maldecidos, o aquellos que no han sido admitidos al Profundo Azur de los Cielos, ambulan dicho lugar sin amparo —dijo el dragón. Todo sonaba demasiado raro para el muchacho, sin embargo no podía dedicarse a la reflexión. Ya tendría tiempo para pensar más adelante. —¿Estás listo? —le preguntó Alac a su fiel seguidor. Creo que sí… Alac cogió aire. —Gracias por todo —le dijo a Nordost—. Me encantaría verte otra vez. Eres una inspiración para mí. ¿Quizá algún día puedas visitarnos en nuestro mundo? —Yo no me muevo de aquí, Alac. Soy Nordost, el vigilante de Tempus Frontus. Pero tú puedes
regresar cuando quieras. Alac caminó hacia el portal entre el gran arco, pero tenía la boca llena de preguntas y no podía irse sin hacer el intento de resolverlas: —Disculpas…sé que me debo marchar y que el universo en parte depende de mí, pero hay demasiados acertijos que no comprendo. ¿Hay más dragones como tú? —Preguntó sin que se le concediera el permiso de hablar. —Algún día lo descubrirás —respondió el dragón, hastiado. —Y… ¿algún día seré una persona normal otra vez? —¿Normal? Eres un semidios. —Digo si volveré a ser tangible —se explicó Alac. —Eso depende de ti, querido. Eres un espíritu que apenas recobra el conocimiento. Para que puedas volver a ser tangible y regresar a ser una entidad completa deberás encontrarte a ti mismo. —¿Qué significa encontrarme a mí mismo? Aquí estoy…soy quien soy… El dragón se estaba desesperando y dijo: —Y ahora comprendes por qué las preguntas están de más. Muchas respuestas serán halladas durante el camino largo y dificultoso que debes emprender. Te demoras demasiado. Vendrá el día que un gran reto tendrá que ser resuelto y eso, quizá, te brindará más pistas de cómo regresar al mundo tangible. Ahora anda. ¡No demores! —Una cosa más —pidió Alac, nervioso—. ¿Conoceré algún día a los seres de la Divinidad Celestial, los que me reservaron este destino? —Quizá —repuso Nordost con una sonrisa. Alac le devolvió el gesto. El dragón guardaba muchos secretos que no podía contar. Sin más demora, dio el primer paso hacia el arco. Adelantó una mano y se acordó de cuando soñó con Mowriz hace muchos años. Decidió no pensar más y con un impulso se lanzó. El arco lo tragó.
Epílogo Sus ojos verdes como esmeraldas admiraban el ocaso. En el borde del horizonte trató de encontrar el rastro de aquel adolescente con quien compartió tantos momentos de luz. Se entristeció cuando el sol terminó de ocultarse. Era como si la esperanza se esfumara otra vez. Habían transcurrido tres años desde su desaparición. En ese tiempo, la chica había aceptado algunas cosas, como que estaba enamorada de su mejor amigo y que jamás podría olvidar su rostro, aquellos ojos curiosos y la sonrisa tímida. Qué chico más especial. De haber sabido que se esfumaría para siempre, quizá habría tenido la sensatez de darle un beso en los labios, para sentir su amor aunque fuera una sola vez. Pero era inútil darle vueltas a ese romance fallido, solo le causaba más daño. Y sin embargo no lo podía evitar. —Ay, mi querida —dijo Lulita cuando llegó al Observador; le dio un beso en la frente—. Ya se pasará el dolor. En esta vida uno sufre tanto que aprende a armarse de cuero grueso. Date tiempo. —Sin embargo, la abuela sabía que había cosas en la vida que el tiempo no sanaba. — Tengo la sensación de que aún está vivo —musitó Luchy—. Lo siento en mis venas…, en mi corazón. Lulita sonrió débilmente. Una lágrima le cayó por la mejilla. —Espero que tu corazonada sea cierta. La señora y la adolescente permanecieron en la colina, compartiendo los recuerdos de aquel que amaban tanto. FIN
LA PROFECÍA Libro 3
Capítulo I - La tregua de un hombre taciturno Madre lo había llamado a las tierras del Malush , al famoso bosque maravilloso del Gran Mesh. En esas tierras sagradas de foresta abundante y mágica, Madre entrenaba a sus hijos para la Batalla Sagrada, sometiéndolos a las pruebas más difíciles. El joven aguerrido recibió una intensa impresión al poner un pie en aquel terreno de plantas tan vivas como culebras y voraces depredadores esperando en cada rincón. Su entrenamiento empezaba ahí, con ese primer paso, y finalizaría cuando muriera o venciera al macho alfa Dominante del clan. Madre no demoró en enviarle la primera prueba: la soledad. Aprendió a fluir con lo salvaje y con la tierra, a ser parte de los depredadores, tomar conciencia del bosque del Gran Mesh, a interpretar el lenguaje del viento, del sol y de la luna. Cuando el joven percibió que en su interior habitaba un espíritu pleno, Madre le presentó la siguiente prueba. Se internó más aún en el Gran Mesh. Trepó por enredaderas, escaló paredes de piedra, caminó por cañones áridos. Avistó un wyvern, pero necesitaba un arma adecuada. De un cedro arrancó una rama larga y sólida, que puso a secar durante varias semanas. Cuando estuvo lista, la rama resultó ligera y fácil de manejar. La probó, punzando el aire con movimientos veloces. Había superado la segunda prueba de Madre, pero ahora debía comprobar si en efecto había creado un arma eficiente y matar un wyvern de escamas rojas con el que alimentarse y crear armaduras, lo que supondría pasar la tercera y cuarta prueba. Los wyverns habitaban las tierras altas y rocosas de Devnóngaron, donde los reptiles mantenían a sus crías alejadas de los depredadores. Así, el Hombre Salvaje eligió una montaña alta, dispuesto a escalarla día y noche, hacia la cumbre. De camino hacia allí, se quedó maravillado por el paisaje, los colores: los verdes de los árboles; los marrones de la tierra; el morado azulón de las montañas, el color del alma. Reanudó la marcha cuando se sobrepuso a la impresión; nunca estaría tan listo como ahora. Se mantuvo con frutas y semillas, y toda hierba que fuera comestible. Comenzó a escalar tras dos días y dos noches de caminata. El ascenso, entonces, se convirtió en su única realidad, en su única percepción. Transcurrieron los días. Al final de cuarto, comenzó a vislumbrar la cumbre. Allí arriba el viento era impetuoso y amenazaba con escupirlo al suelo a un mal paso. Era el aliento de Madre, que entrenaba a su criatura para ser fuerte. Se hizo de noche, prosiguió la madrugada y pronto el sol anunció un nuevo día. El joven había conquistado la cima. El pecho desnudo brillaba por el sudor y se agitaba por el esfuerzo. Se apoyaba sobre la lanza que se había fabricado. Ahora tocaba buscar uno de los tantos nidos de wyvern que sembraban la región. Un graznido atravesó el alba. Los reptiles lo habían detectado. Se acuclilló y enseguida oyó el batir de las alas gigantes sobre él. Un wyvern aterrizó a no más de dos zancadas del Hombre Salvaje. Era un macho dominante, sin duda. Rojo de piel, tan salvaje como el viento en aquella cumbre. Las escamas del animal destellaban al contacto con el sol naciente como hojuelas de oro y lo cubrían con ese preciado manto. Había encontrado al reptil, era la tercera prueba. Ahora tenía que pasar la cuarta: derrotar a la bestia con el arma que se fabricó. El reptil bramó de nuevo y las paredes rocosas devolvieron el graznido en un eco que parecía que se propagaría hasta el infinito. Un escalofrío le subió por el espinazo, pero se mantuvo firme, quieto. El wyvern empezó a inflarse de rabia. Desplegó las alas en una demostración de tamaño y fuerza. Abrió las fauces y enseñó los colmillos, tan largos como dedos. El Salvaje vio en esas piezas una valiosa parte de su futura armadura. Se puso en pie y gritó, al tiempo que lo amenazaba con unos movimientos de la lanza. El
wyvern comprendió que aquel no era un rival cualquiera. Comenzó la danza de la muerte, con ambos contrincantes midiéndose, andando con cautela en círculo. El reptil se abalanzó hacia el hombre, pero luego se echó atrás, para despistarle. Funcionó, porque el joven ya se había lanzado hacia delante, cayendo en la trampa. Como parte de la familia de los dragones, aquellas bestias eran temibles no solo por su fuerza física, sino también por su inteligencia. El wyvern aprovechó el desconcierto del humano y atacó al joven. Le rasgó el hombro izquierdo, que empezó a sangrar. Cayó, el reptil se abalanzaba de nuevo sobre él, para aplastarlo con su peso. En el último segundo, el Salvaje logró esquivar la muerte. La bestia graznó, frustrada. El joven resopló y se preparó. No sería fácil vencer al wyvern, debía utilizar la astucia. El animal infló de nuevo el pecho, soltó aire por el hocico. La bestia ya debía de haber matado a muchos humanos como ese y en menos tiempo. Seguramente estaría ansiosa por acabar con él. Inició la secuencia de pequeños movimientos que le llenarían las glándulas de ácido que luego le escupiría al intruso. El Salvaje reconoció la secuencia de movimientos en la garganta del reptil alado y se dijo que debía de proceder con rapidez. Tomó la lanza y la envió con todas sus fuerzas al cuello de la fiera. La punta dio justo en el blanco, en las glándulas de ácido. Era la única manera de derribarlo. El reptil chilló con desesperación. Fue hacia atrás, retorciéndose, estirando el cuello. Aquellos ácidos le estaban quemando por dentro. Cuando cayó y se quedó inmóvil, el Salvaje se acercó. Tenía que despellejarlo velozmente, antes de que el proceso de putrefacción estropeara la carne y el resto de la materia. Con una piedra de borde afilado le arrancó las garras. Las utilizaría para despellejar al reptil y confeccionarse una armadura. Esa era la quinta prueba de Madre. Para ello necesitaba los dientes, las garras y la piel de la espalda, especialmente aquella sobre la espina dorsal y la cabeza, por ser más gruesa. La piel del pecho no le servía; a veces se empleaba para alfombras u otros ornamentos. En su clan nunca desaprovechaban los regalos de Madre. En cualquier caso, debía prestar atención para no tocar el ácido que había segregado el animal si no quería morir él también ahí mismo y en cuestión de segundos. Quince días y quince noches permaneció en aquella cumbre, elaborándose sus preciadas armaduras. Del morral sacó las hierbas que había recolectado antes del ascenso y con el agua de las lluvias preparó un ungüento con el que se curó la herida en el hombro. Cuando se recuperó de los últimos esfuerzos, supo que estaba llegando el momento de afrontar el último reto de Madre: la Batalla Sagrada. Cada una de las pruebas anteriores conducían al combate con el macho alfa dominante de su clan. Si vencía, tomaría el poder y se ganaría el privilegio de diseminar su semilla. Si perdía, moriría y su cuerpo nutriría la tierra. Las nubes parecían una carpa acolchada en aquel deslumbrante día. Llegó al Nam Nomed, una zona rocosa de la montaña rocosa donde se libraría la Batalla Sagrada. El sol empezaba a caer, desparramando sombras y manchando el rostro de los contrincantes. El macho alfa dominante esperaba firme y orgulloso. Las piernas y brazos lucían músculos marcados. En una mano llevaba un hacha y en la otra un escudo. La mirada brillaba serena, como experto en esos lances necesarios. Como buen hijo de Madre, lucharía para demostrar si poseía la fuerza para guiar a su clan al Nogard Narg, o si el joven guerrero debía ser el nuevo líder. El contrincante era nada menos que su propio hijo, nacido de una de las mujeres del clan en las que había depositado su semilla. Como era costumbre, no intercambiaron ni una palabra, pues no tenían nada que decirse. Madre les hablaría. Cuando el sol tras las montañas y la tierra se enfrió, comenzó la Batalla Sagrada. Lanza y hacha chocaron con violencia. El líder era diestro con el hacha y el escudo. Mediante golpes
pequeños pero veloces, fue empujando y debilitando al aspirante, que no obstante resistía. Durante su entrenamiento en el bosque, el joven aprendió de la fuerza del oso, la fluidez del agua, la astucia de la culebra, la rapidez del gavilán, y ahora los imitaba. Sus maniobras impredecibles creaban mella en el jefe y el guerrero aprovechó el cansancio. La lanza iba y venía, se hundía en la piel y abría heridas en su oponente, que empezaba a jadear con frustración. Ufano por el terreno conquistado, el aspirante cometió un grave error. Midió mal la velocidad del ataque de un hachazo y al tratar de esquivar el golpe tropezó con el filo del arma y le atravesó carne y hueso. El líder también cometió un error. Levantaba los brazos en señal de victoria, de espaldas al joven, que aún no se había dado por vencido. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, agarró la lanza y la proyectó hacia el macho dominante. Se clavó en el centro de la espalda y salió por delante. La muerte fue instantánea. A pesar del dolor, el joven se aproximó a su contrincante. Cogió el hacha y lo decapitó. Levantó su trofeo por el pelo y gritó lleno de éxtasis. Arrojó la cabeza hacia el precipicio, después el cuerpo del macho derrotado. Madre se encargaría de llevarlo de regreso a la tierra. Los espíritus del bosque aullaron, los vientos soplaron con frenesí. Una ráfaga lo abrazó, bendiciendo la generación del siguiente macho alfa dominante y otorgándole un nuevo nombre: Tzargorg. El joven se sentía orgulloso y exultante. Cómo iba a imaginar que años después traicionaría a los suyos y que sería desterrado. Que pasaría de llamarse Tzargorg a llamarse Innonimatus. Que un finquero austero le daría un nuevo nombre: Balthazar, y que tras la muerte de ese hombre él se perdería para reencontrar su camino ayudando al mismísimo Alac Arc Ánguelo. La próxima vez que Balthazar visitara esas rocas sería para pedirle perdón a Madre y entregarle su alma para que Ella decidiera qué hacer con él. Pero ahora aquí estaba, en el mismo pico alto del Nam Nomed, como Salvaje desterrado. Los espíritus del bosque jamás darían con él. No porque Madre les ordenara detener la búsqueda, sino porque había ganado presteza en su habilidad como hechicero. No retornaba ahora para ser aceptado de vuelta en los brazos de Madre, como ocurrió veinte años atrás. No, regresaba por motivos muy distintos. Esta vez estaba seguro de que Madre le escucharía, pues Ella lo necesitaba. El mundo había tomado un sendero turbio y él era consciente de su papel en las fuerzas que se oponían al caos y la oscuridad. Había entrenado a Manchego, la encarnación del dios de la Luz. El mal había despertado, el mismo que hacía 400 años sacudió los cimientos del mundo. Madre se acordaba de dichos sucesos con lágrimas, pues los dominios de Devnóngaron sufrieron lo indecible: quemaron la tierra, la arrasaron hasta dejarla casi yerma, muchos de sus hijos murieron, casi los exterminaron. Madre no quería que nada de eso se repitiera. El Hombre Salvaje se olvidó de su orgullo. Abrió los brazos y dejó que los vientos lo mecieran. Se entregó. En ese momento Madre decidiría su destino. Podría quitarle la vida en un segundo o invitarlo a su espacio. Balthazar sintió que una fuerza descomunal lo atravesaba de lado a lado. Suspiró y notó un calor que le abrigó el alma. Madre había decidido comunicarse con él. Una energía celeste lo envolvió. ¡Estaba de nuevo con Madre! El hombre se llenó de regocijo, igual que un recién nacido sobre el pecho de su madre. Las imágenes empezaron a fluir, Madre le transmitía su mensaje. Entre ambos se estaba forjando una alianza. Vio el rostro sonriente de un muchacho. Era Manchego, corriendo y jugando en el campo; le nacían unas alas y en la mano le aparecía una lanza. Enfrente tenía al amo de Némaldon. La imagen se desvaneció. Vio ahora a un desertor que le hablaba a un Hombre Salvaje a quien había
llamado Innonimatus. ¡Era él mismo! ¡Décadas atrás! El alma de Balthazar sonrió al verse en aquellos tiempos. Era tan joven… Su rostro todavía no había cambiado con la arrugas del sufrimiento. El otro era Mérdmerén el Desertor. ¿No había muerto? Eso era muy extraño, pues los rumores decían que había caído cerca de Ágamgor. La imagen se tornó sombría. Némaldon estaba celebrando tras la resurrección de Legionear, pero algo más estaba mal. Manchego no estaba por ninguna parte, no había equilibrio… El mal pronto estallaría. proliferaría. Balthazar percibió que Madre estaba unida a otros seres supremos… ¿Los nuevos dioses? El mensaje era nítido: había que detener el mal y para ello habían elegido a un mensajero: Ehréledán… ¿Mérdmerén? El Hombre Salvaje abrió los ojos de súbito. Seguía parado en el Nam Nomed. Se despejó al percatarse de que Madre le había encomendado una gran responsabilidad. Su corazón galopaba. ¿Qué sería? ¡Estaba nervioso! Debía darse prisa. —Acepto ser tu vasallo —le dijo al viento—. Gracias por aceptarme de vuelta a tu reino glorioso. Balthazar inspiró y luego se esfumó como el vaho.
Capítulo II - Convocación Balthazar entró en una taberna de pobre reputación. Había viajado de pueblo en pueblo sin encontrar lo que buscaba. Con el manto cubriéndole casi por entero, dejando al descubierto el tatuaje del pecho, los ojos celestes y la mandíbula cuadrada, nadie se atrevería a retarlo. Además, el hacha que le colgaba del cinto daba tanto miedo como su aspecto. Los clients se apartaron enseguida del Salvaje. —¿Mérdmerén? —preguntó. El tabernero temblaba. —Por aquí no ha venido, señor Salvaje —se apresuró a responder—. Dicen que ha muerto. Sin decir una palabra más, se largó de aquella pocilga, resuelto a continuar su búsqueda, aunque le costara la vida. Durante el viaje, pasó por un poblado muy pequeño. Si Mérdmerén estaba vivo, debía de habitar asentamientos de ese tipo, para eludir a las autoridades. Cuando entró, el hedor invadió sus sentidos. Olía a excrementos, sudor, fluidos corporales. Se acordó de la brigada de insuficientes, de Nárgana y de Garamashi, de Ofesto y Maldediós, ejemplos perfectos de quienes viven a orillas de la degradación. Al pasear por las calles, observó que sus gentes estaban borrachas o drogadas con florifundia; mostraban los efectos devastadores de infecciones venéreas. Los niños, sucios y faltos de cuidados, pasaban el rato tirados por el suelo. Balthazar entró en la única taberna que encontró, seguido por las miradas de los que allí se congregaban. El cantinero lo miró de arriba abajo, no con miedo, ni con maldad, simplemente con curiosidad. ¿Por qué un Hombre Salvaje se aventuraría por esos caminos? La taberna entera guardaba silencio mientras asistía al duelo de miradas entre el viajero y el dueño del bar. —¿Algo de beber, señor? —balbuceó el hombre, que empezaba a ponerse nervioso ante esos escrutadores ojos celestes y el hacha colgada al cinto. —Busco a Mérdmerén —repuso el viajero con el acento de los Hombres Salvajes que adoptan la lengua común del imperio. Se oyó el siseo de los metales saliendo de sus vainas. La tensión los recorrió a todos como una descarga de electricidad. Desertores y mercenarios embriagados estaban pendientes de la reacción. —¿Acaso viene a ajusticiar al Desertor? —preguntó un hombre de ojos torcidos. —No. —El Salvaje sacó el hacha y la clavó en la barra—. ¿Dónde está? Los bandidos, acobardados, apuntaron a una casa a través de la ventana. Lucía un aspecto viejo y olvidado, aunque tenía una huerta bien atendida, algo extraño en aquella tierra de mugrientos. Balthazar sacó el hacha de la mesa y se dirigió hacia la puerta. Nadie hizo ni dijo nada. Encaminó sus pasos a la huerta, donde una figura se encorvaba para labrar la tierra. —Si vienes a matarme, hazlo ahora. Hace tiempo que quiero morirme, pero soy un cobarde y no me atrevo a quitarme la vida. Anda, déjate de escrúpulos. Varios asesinos lo han intentado antes, pero a la hora de la verdad ninguno se atreve por miedo a quedar malditos. Mérdmerén había envejecido. El pelo, antes de un negro profundo, poseía varios mechones con canas. Los ojos, que en otro tiempo habían brillado de venganza, estaban tristes. Llevaba la barba larga y mal recortada. Conoció a Mérdmerén cuando tenía alrededor de los treinta años. Casi dos décadas habían pasado desde que se conocieron. Ahora debería estar cumpliendo cerca de los cincuenta años de vida. —Un hombre de pocas palabras… —prosiguió Mérdmerén—. No importa, al menos me
haces compañía y eso es algo que no he tenido en muchos años. Esta huerta es lo único que me mantiene en pie. Cuando era consejero del rey, tenía mis tierras y una huerta similar a esta en mi finca, la de Santiago de los Reyes. Claro, aquella era unas cien veces más grande y más preciosa, pero esta cumple su cometido, y me mantiene ocupado y contento mientras espero a la muerte. Moriré cuidando de este terruño. Lo sé, lo siento. —¿Qué le pasó al hombre que quería recuperar a su hija y a su esposa? —le picó Balthazar —. ¿Dónde está el hombre que juró venganza contra aquellos que le robaron hasta el alma? —¡Ay, por los dioses! —se rió el hombre—. Casi logras llevarme a aquellos días de dolor, pero no, no lo lograrás… ¿Y por qué sabes tú esas cosas? El viajero se quitó la capucha y Mérdmerén suspiró. Extendió una mano como para tocarle, quizá para comprobar si lo que veía era cierto o si su imaginación le volvía a engañar. —Innonimatus… ¡Traicionero! Me dejaste para que me pudriera. Me hiciste una promesa… Mérdmerén perdió las fuerzas y clavó los ojos en el suelo. Sonrió débilmente. —Así que ya hablas… Por los dioses benditos, antes no decías ni pío. Y ahora aquí estás, aleccionándome. La vida es tan impredecible… Dime, ¿qué diablos haces aquí?, ¿qué diablos quieres de mí? Eres un hijo de puta. Me dejaste para que me pudriera. Mataste a mis amigos. No puedo creer que ahora regreses y veas el cobarde en que me he convertido. ¿Y para qué? ¿Vienes a matarme? ¡Hazlo! ¿O vienes a quitarme lo poco que me queda? ¡Habla! Mérdmerén temblaba, resollaba. —Antes me llamaba Tzargorg y era el líder de un clan en Devnóngaron. En un duelo que perdí con el siguiente líder, no morí, y así traicioné a Madre. Los espíritus del bosque me exiliaron. Al traicionar mis tierras también perdí mi nombre. Ahora me llamo Balthazar. Un gran finquero, Eromes el Perpetuador, me puso ese nombre. Ahora puedes llamarme así. —¿Tú? — se asombró Mérdmerén—. ¿Conociste a Eromes el Perpetuador? —Se rio—. Qué historia más inverosímil, Innonimatus, o Balthazar, o cómo putas sea que te llames, que poco me importa. Lo que sé es que eres un maldito hechicero. Eres un hijo de puta. Y ahora, ¿puedes marcharte, que tengo que atender mi huerta? Mérdmerén siguió riéndose como un demente mientras arrancaba una zanahoria. —¿Vas a pasar a tomar un té o qué? Ya te dije que si vienes a matarme, pues vale, hazlo ya, y que sea rápido. Personalmente, yo ya te hubiera matado si estuviera en mis años de gloria, pero lo cierto es que he estado pudriéndome desde el día que nos dejaste. Toda la banda ha muerto, y es por tu culpa, por tu maldición. Tú sabías que ocurriría, no lo puedes negar. El antiguo jefe de la brigada entró en la casa y Balthazar lo siguió. Observó el pasado lustroso de aquel lugar en los elegantes remates de la madera, los cuadros, los muebles polvorientos. —Te perdiste tú solo, por tu codicia —dijo el Salvaje—. Por eso has acabado aquí. —Y tú, pedazo de mierda, que ahora vienes a darme lecciones. ¿Por qué no hablabas cuando te acogimos en la banda? —Porque traicioné a Madre y perdí mi verdadero nombre. Para nosotros, el peor insulto es perder el nombre… —¡Te dimos un nombre! Te llamamos Innonimatus, pedazo de escoria. —Significa «sin nombre». Eso es una maldición. Eromes sí me puso un nombre de verdad. —Me da igual. No puedo olvidar lo que nos hiciste. —Mérdmerén, tú eres el único que se ha traicionado. Toda persona debe ser responsable de sus acciones. Solo son grandes los que reconocen sus errores y los enmiendan. La sabiduría, mi amigo, no proviene solo de los libros, sino también de las decisiones que tomas en la vida y del coraje para fracasar. Aprendes cuando te das cuenta de por qué un camino fue malo y el otro
bueno. Mérdmerén, con los ojos como platos, pronto se recuperó de la admiración que le habían producido esas palabras, y se enfadó. —¿Y tú? —le espetó al Salvaje—. ¿Eres un hombre muy responsable y sabio? —Lo soy. —¿Qué quieres? ¿Atormentarme por mi pasado?, ¿recordarme que dejé a mi hija y a mi esposa en las manos de unos criminales que me robaron todo? Quieres maldecirme una vez más antes de que me muera, ¿eh? —He venido porque el imperio está en peligro y necesito a alguien como tú, que ha participado en el consejo de reyes, para tratar con el rey y su ejército. De lo contrario, el imperio caerá sin remedio. —Que caiga, ¿a mí por qué putas me importa? El imperio me ha maltratado de todas las maneras posibles. ¡Que se joda! ¡Que se pudra! ¡Sí, que caiga! A ti te preocupa lo que vendrá después: la oscuridad, el mal. —Mérdmerén, te necesito. Si quisieras escucharme… El antiguo bandido se sirvió un té. —Cuando el imperio se derrumbe, habrá cambios en el poder. Bien sabes cuántas culebras hay en el consejo de reyes, corruptos que harán y desharán a placer cuando no esté el rey. No podemos permitirlo. Un hombre de principios debe estar disponible cuando eso suceda y tomar las riendas del gobierno. —¿Y tú, hombre de piel dorada, crees que ese hombre soy yo? —Eres tú. Madre me lo ha dicho. El hombre rió con ganas. —Tú y tu preciosa Madre estáis llenos de mierda. —El hombre que ha sufrido y ha perdido es el hombre que conoce el precio de la vida. Que no todo en la vida se paga con dinero. Tú has pagado la fortuna de la tranquilidad, de la paz, de tus posesiones materiales y lo más importante: tu esposa y tu hija. Además fuiste desterrado, obligado a vivir una vida de pordiosero. Te pudriste, te juntaste con gente nefasta. ¿Acaso no has pagado un precio altísimo? En Háztatlon te espera tu destino, hombre de gran fortuna. No te sientas maldito, sino un hombre que ha superado todas las adversidades. Ha llegado el momento de recuperar lo que perdiste. Niégate, si así lo deseas, y morirás sin gloria, sin fama y dejarás que tanto tu familia como tu pueblo mueran a merced de los perversos que nos amenazan otra vez Mérdmerén escuchaba, sintiendo el vértigo de una gran decisión. —Maldito hechicero… ¿Pero cómo llegaré a Háztatlon? Soy pobre, no tengo más que mi huerta. Maldición… ¿Balthazar? ¡Balthazar! El Hombre Salvaje se esfumó delante de sus narices. ¿Ese encuentro habría ocurrido de verdad o lo había imaginado todo? ¿Fue un fantasma? Salió afuera para coger aire. Algo había cambiado. Alrededor todo permanecía igual, pero él lo observaba con una profunda repugnancia.
Capítulo III - La emancipación de un sol interno Mérdmerén buscaba entre sus pertenencias, para terminar dándose cuenta de que no poseía casi nada. Además de su huerta, en la que había volcado toda su alma, no tenía más que una armadura de cuero curtido de color negro y una espada oxidada. Después de la derrota de la banda, cerca de la frontera con Ágamgor, casi dos décadas en el pasado, se fue solo con su tristeza. Pensó que ya era hora de levantar cabeza, pero de otra manera que no fuera robando. «Ya he pagado caro tantos robos», se dijo, pero ¿cómo prosperar honestamente? Una novedosa urgencia lo tenía en vilo desde aquellas palabras de Balthazar. Le habían quitado la venda de los ojos y ahora todo alrededor le daba asco y lástima. ¿Qué diablos había hecho durante casi dos décadas? Nada. Se había hundido en la tristeza, esperando a la muerte. Lo cierto era que el imperio le importaba un bledo, pero le molestaba que los malditos nemaldinos atacaran de nuevo y que su hija estuviera en medio de un caos de proporciones mayúsculas. Se sintió como un ratón en un laberinto. Tenía que salir de la miseria. «¿Querrá alguien esta casa a cambio de un caballo?», se preguntó. Sin una montura jamás llegaría a tiempo a Háztatlon. Ser un Desertor, con un precio por su cabeza, le suponía un gran problema, pues tendría que despistar a muchos que estuvieran detrás del puñado de coronas de recompensa. Aun así, lo peor sería poco antes de cruzar Háztatlon, pues podría toparse con los agraviados por sus asaltos y robos, que le pedirían cuentas y no de manera pacífica. La misión era suicida. Los riesgos eran innumerables y las posibilidades de éxito, mínimas. ¡Pero quería ser un hombre de bien! Se puso nervioso. Un nuevo sendero se trazaba ante él y no podía hacer otra cosa que seguirlo. La ilusión prendió en su pecho. Mérdmerén el Desertor estaba de vuelta. *** Era la hora del almuerzo, y sobre el poblado caía el silencio de sus calles y casas, cada vez más deshabitadas. En la taberna se congregaban los que permanecían en la villa, infestada de desesperanza. Al salir de la casa, Mérdmerén vestía las armaduras de cuero curtido, visiblemente desgastadas: no aguantarían la presión de un cuchillo medianamente afilado. Debajo, llevaba sus únicas prendas, mal cuidadas y sucias de sudor. No contaban entre sus costumbres la de bañarse o lavar la ropa, así que el efecto acumulado en su piel y en las telas era evidente. Así que, de este modo tan poco aseado, el desertor emprendió la misión de vengarse de aquellos que le habían causado tanta desgracia y de recobrar un pasado memorable. Habían transcurrido más de dos décadas, no podía demorarse más en cobrarse lo que le pertenecía. Le estaría siempre agradecido a Balthazar. Sin sus palabras, jamás se habría puesto en marcha. «Debería ir más preparado», pensó el aventurero, contemplando la espada oxidada, sin vaina. Dudaba de la efectividad de su filo, pero al menos demostraba que estaba dispuesto a algo más que palabras. No era el mejor espadachín, pero había perforado muchas espaldas en sus días de bandido. Se dirigió a la taberna. Todos lo miraron con curiosidad, ya que no era habitual que saliera de su huerto. —¿Qué hace el pedazo de mierda de Mérdmerén por estos rumbos, me pregunto? —dijo
un borracho.—Viene vestido como un caballero bien cagado. Es un canalla, y de eso estamos seguros. Mérdmerén el Podrido. ¿Crees que vas a salvar el mundo o qué? Los héroes no existen, imbécil. Para ser un héroe, debes morir heroicamente, dejar que la muerte te acompañe a donde vayas, ¿comprendes? —rió otro. —Ofrezco mi casa a cambio de un caballo —dijo el Desertor, convencido de su generosidad. Si algo poseía Mérdmerén era un aire de nobleza cuando se quedaba de pie, firme y bien derecho, con la barbilla en alto. La nariz aguileña y sus ojos penetrantes le otorgaban autoridad. Además, se había rasurado con cuidado, como si tuviera dinero. —¿Qué os parece? Ese hijo de puta pretende cambiar esa porquería por una montura. Estás loco y eres estúpido —le dijo un mercenario con armaduras oxidadas, sentado a la barra. —Yo se la cambio, señor —se ofreció un señor añoso, cojo y con acento de la lejana comarca de Moragald'Burg. La taberna entera prestó atención. El viejo no se inmutó ante el interés que había despertado a su alrededor. Mérdmerén se fijó en la pierna amputada y la prótesis de madera que repicaba el suelo. Tenía barbas blancas bien arregladas y un tricornio en la cabeza. ¿Qué haría alguien como él en el desgraciado imperio? —¿Cuánto me da, viejo? —Probó Mérdmerén. Los borrachos regresaron a su vicio y perdieron interés en la transacción. —Ven y acompáñame a beber un trago. Platicamos de los pormenores aquí. Es… Mérdmerén, ¿verdad? —Así es. De acuerdo, sentémonos. Fue hacia la mesa del viejo, en la que se había sentado solo, con una botella de aguardiente. —Mi nombre es Ságamas y soy mercader. Solía comerciar con regiones de ultramar, pero me embargaron el barco hace dos años, en Merromer. Desde entonces espero aquí, tratando de reunir dinero y una tripulación competente para poder continuar. También quiero recuperar el barco y para eso tengo que enfrentarme a los cabrones hijos de sirenas bastardas que la embargaron. Mi pobre nave…, abandonada en el agua… Eso es un pecado. —El hombre se quedó con la mirada perdida un instante—. Mi tierra de origen es Moragald'Burg. Creo que se me nota en el acento. »No quisiera permanecer mucho tiempo más en este imperio. Es una porquería de tierra. Presume de albergar la ciudad más avanzada de todas las que hay sobre la Tierra, pero, hombre, no hay que ser muy avispado para darte cuenta de que este imperio se está derrumbando sin solución. Mérdmerén estudió el rostro del viejo, sus gestos, su tono de voz. Parecía honesto. La barba blanca, bien recortada, le enmarcaba el rostro redondo. Sus ojos eran azules y profundos como el mar y brillaban bajo unas cejas canas. El marinero daba el aire de ser un hombre correcto. Le agradaba. —¿Y si yo fuera un espía o un señor que sirve al rey? Hablas mal del imperio con demasiada libertad. Esa lengua tuya te dará problemas. El viejo observó a Mérdmerén mientras se servía un trago. —Dudo mucho que un alto cargo del imperio vaya con harapos y tenga esa mirada tan derrotada. Además, circulan historias sobre ti. ¡Hasta leyendas, joder! Hablan de que fuiste un gran político que se exilió, que después te convertiste en desertor, que pasaste a liderar una banda de asaltadores de poca monta. »También se dice que durante un tiempo al gran Mérdmerén lo acompañaba un Hombre
Salvaje con el que logró mucha riqueza. Y dicen que pescaste una maldición, de la cual no has podido escapar. He sido marinero toda mi vida, Mérdmerén. He visto los mares subir y bajar, olas tan grandes que podrían tapar el sol. He visitado muchas tierras, he vivido en auténticas pocilgas… »La mirada de un hombre roto siempre es la misma. Tú eres uno de ellos, Mérdmerén, un hombre desgarrado por la vida. Hay un dicho famoso en la comunidad de marineros: el pescado que flota está envenenado. Mérdmerén se sirvió un poco más de licor. —¿Qué significa eso? —Que tú eres el pescado envenenado. —¡Joder! —exclamó Mérdmerén—. ¿Quieres la maldita casa o no? —Con una condición —dijo el marinero con el índice elevado. —Habla antes de que me desespere. Todas esas habladurías me tienen harto. Sé lo que soy y la desgracia que he vivido. No necesito ni tu comprensión ni tu maldita ironía. —La condición es que me lleves contigo. —¿Cómo? —Soy un marinero sin tripulación y sin nave. Me interesa regresar a la aventura, poder sentir un poco de adrenalina nuevamente. Además, corre el chisme de que quieres ir al Norte, cosa que me interesa, porque mi barco está en Merromer y no quiero morirme sin recuperarlo. Un marinero no muere en tierra firme, sino entre las turbulencias del mar. Mérdmerén calculó la edad del viejo. Tendría unos veinte años más. —¿Cómo sabes que voy al Norte? Además, la misión es muy peligrosa. —¿Vas a derrocar al rey o qué? —Narices grandes, ¿eh? El viejo levantó las manos, con aire inocente. —Solo soy un hombre curioso, un marinero que busca aprovechar lo poco que le queda de vida. Si me aceptas como compañero de viaje, no te voy a engañar, tendrás que aguantar mis historias. He visto y escuchado mucho, aunque también se vive de las experiencias de los demás. Puedes vivir mil vidas escuchando los avatares de mil vidas. Es así como el marinero llega a ser tan sabio. Mérdmerén lo miró a los ojos y allí descubrió la profundidad de los mares. Ese Ságamas era un hombre de corazón valiente, al que la vida le había puesto muchas pruebas. Durante su época en la banda, Mérdmerén aprendió dos cosas: nunca confiar en extraños, siempre confiar en las corazonadas. Mérdmerén presintió que Ságamas podría traerle buena fortuna. Por lo menos, le brindaría buena compañía. Pero Mérdmerén tenía una pregunta más que hacer antes de aceptar el trato. —¿Eres bueno con la espada? El viejo sonrió. Mérdmerén sintió que algo picudo le pinchaba un costado. Al bajar la mirada encontró una daga filosa contra las costillas. —Mi nombre es Ságamas el Marinero y mi mano es muy rápida. Esta daga lleva más de diez minutos amenazando con atravesarte, Mérdmerén. Eres un hombre peligroso y no podía arriesgarme —confesó el marinero mientras envainaba el cuchillo en los repliegues de cuero que le protegían. —Vámonos entonces al Norte —dijo Mérdmerén con una sonrisa y ofreciéndole la mano, que el marinero aceptó—. Un momento… ¿y la casa? —La verdad es que no me interesa tanto la casa como irme contigo —respondió Ságamas rascándose las barbas—. Pero cumpliré mi parte del acuerdo. Te daré un caballo con monturas, estribos y todo lo que necesites para el viaje. La casa…, ahí se queda, por si algún día regreso.
El marinero se echó a reír y el desertor se sintió ligeramente ofendido, pues un viejo de Moragald'Burg lo había manipulado hábilmente, sin él sospecharlo siquiera.
Capítulo IV - Una cabeza sin cuerpo Sin que los interesados se dieran cuenta, unos bandidos no quitaban ojo del viejo y Mérdmerén. Cuando estos se pusieron de pie, listos para marcharse, uno de ellos carraspeó y cinco espadas asomaron de sus vainas para bloquear la salida. —Mi nombre es Jerd, soy el líder de este grupo. Por tu cabeza, Mérdmerén, me pagarían hasta quinientas coronas, suficiente para retirarme y pagarle a mis finos colaboradores una suma deliciosa para que hagan de sus vidas lo que les plazca. —¿Quinientas? Ningún consejero te daría tantas coronas por mi cabeza, así que…, ¿quién ha apostado contra mí? —Eso no es de tu incumbencia. —Has dicho Jerd, ¿no? Escucha, ahora nos vamos a ir y tus secuaces van a levantar esas espadas para que podamos salir por la puerta —replicó Mérdmerén apretando los dientes y los puños.¿Quién habría puesto un precio tan alto? ¿Serían sus mismos enemigos de antaño? ¿Don Cantus de Aligar? ¿Don Loredo Melda? —Lo siento, Mérdmerén, pero con esa recompensa me haría rico. Prometo que no dolerá. O eso es lo que dicen cuando te cortan la cabeza —dijo Jerd con una sonrisa tramposa. Mérdmerén sentía que se le acababa la paciencia. —He dicho que nos vamos —repitió con firmeza. Pero los bandidos no se movieron. Mérdmerén desenvainó su espada oxidada y el viejo, detrás, hizo lo mismo con la daga. —¡Venid, hijos de puta! —ladró Mérdmerén—. ¡Soy Mérdmerén el Desquiciado, el Maldito, aquel que si os toca con la hoja de la espada os dejará inválidos para siempre! ¡Venid, hijos de puta! Con un alarido Mérdmerén se abalanzó sobre ellos, con la espada por delante, los ojos de un auténtico loco. Los matones huyeron despavoridos, con el rabo entre las piernas. El marinero se colocó al lado de Mérdmerén. —Esos no dejarán de intentarlo —le dijo el viejo—. Quinientas coronas por tu cabeza son muchas coronas… —Ni te atrevas. —¿Yo? No, hombre. Solo digo que la recompensa es demasiado tentadora. A saber qué hiciste… —Ni yo lo sé.
Capítulo V - Inducción Argbralius tenía la mente centrada en su único objetivo: ser el mejor pupilo. Le debía mucho a Vurgomm, quien le enseñó todo lo que sabía: muchísimo de religión y filosofía, y del mismo modo sentía que estaba en deuda con su madre. Se había convertido en un joven ambicioso. Caminando por el Oratorio con el Libro de la Vida entre las manos, Argbralius temía tropezar frente a esos cientos de ojos puestos en él y quedar como un bufón. Sus maestros lo contemplaban admirados; sus compañeros de clase, con celos. El chico prestaba atención a sus pies y en que no se le escapara el libro, envuelto en un tul de color rojo que cubría el cuero magnífico de las solapas. El Libro de la Vida era sagrado. Contenía los mensajes divinos de la misa, uno por cada semana. Aprender a llevarlo era una prueba esencial. Le demostraría al jurado que tenía la disciplina mental para superar el nerviosismo. Los pontífices, ancianos vestidos con largas togas blancas, estaban ahí para evaluar a los alumnos y elegir a unos pocos como futuros sacristanes. De los doscientos que quedaban del grupo inicial de los setecientos que habían comenzado la formación, hoy seleccionarían solo a cuarenta. Era la Criba Celestial. Argbralius llegó a las tres escaleras que daban acceso al altar. Cientos de ojos seguían sus pasos. El joven vestía su toga gris de estudiante. Si conseguía alcanzar el grado de sacristán, le darían una marrón. Cuando fuera padre, negra. El prodigio subió las escaleras, acompañado del sonido de sus pasos. Era lo único que se oía en el imponente Décamon Mayutorum, con capacidad para más de mil personas, adornado con oro y una cúpula de inmensos vitrales. El Décamon Mayutorum estaba localizado en Démanon, que es la ciudad cabeza y líder de la religión Decámica. Es en Démanon donde se generan las leyes religiosas y se transmite la santa oración de cada semana de un año entero a cada Décamon. Cada ciudad y pueblo posee su propio Décamon, donde los citadinos o pueblerinos pueden ir a rezar durante las santas horas del día, y asistir a la misa semanal. Se colocó en el altar, satisfecho. No había cometido ningún error hasta ahora, sus movimientos eran delicados como los de un cisne. Sonrió al padre y este le devolvió un gesto reconfortante. El alumno puso el libro sobre un atril de mármol, cubierto por un manto rojo, y se puso detrás del padre, igual que en una misa de verdad. Argbralius se relajó. Echó un vistazo a la sala, admirando las paredes de piedra oscura, los vitrales que tanto lo maravillaban. Había estudiado que esas vidrieras databan del año 0 p.K. o post Köel, cuando el fundador de la nueva religión, Aryan Vetala, y el primer rey, Eryund des Guillioth, encargaron la creación de cinco vitrales para representar a las cinco esencias y sus respectivos dioses. Después se añadieron otros cinco para mostrar la religión decámica, tres para las ciudades fundadoras —Omen, Démanon y Háztatlon—, y dos para los héroes del imperio —Eryund y Aryan—. El politeísmo heredado de Flamonia, tras la migración masiva a través de los mares, había sufrido cambios cuando el naciente imperio Mandrágora la asumió, con la exclusión de varios dioses. Así establecieron una nueva religión. Argbralius miró a sus contrincantes por los cuarenta puestos para continuar los estudios. Se sonrió. Era el favorito de los profesores, sabía que lo conseguiría. Se acordó de su madre y sintió cosquillas al pensar que así honraba su memoria. Pero esos recuerdos lo entristecieron.
Ella lo había dado todo por él, para que ahora estuviera ahí, a un paso de un futuro glorioso, muy lejos de la miseria que los había alcanzado. Ojalá lo hubiera visto, habría estado muy orgullosa de su hijo. La prueba terminó. Argbralius regresó a su sitio y siguió un murmullo entre los pontífices. Orolio, uno de los sacerdotes que organizaban las evaluaciones, pasó por delante del chico. —Bien hecho, Argbralius —lo felicitó palpándose la enorme barriga. Los estudiantes de alrededor se incomodaron.—Tienes un don especial —continuó Orolio —. Es un regalo de los dioses. El Perfecto Obrador ya sabe de ti, quizá algún día tengas el honor de conocerle en persona. Es un privilegio que muy pocos gozan. El padre Orolio hablaba del líder de la iglesia en el Imperio. Su relevancia, además, era mayor en cuanto que custodiaba mucha información secreta. Los pontífices continuaban debatiendo. Argbralius se imaginó formando parte de uno de ellos, quizá, algún día. Esos hombres habían dedicado su vida entera a la religión y gozaban del rango más alto por debajo del Perfecto Obrador. Cuando este muriera, uno de ellos sería elegido por los dioses para continuar la labor religiosa en el imperio. Los pontífices salieron afuera, después los padres, seguidos por los sacristanes y, a continuación, los doscientos estudiantes. El sol de la tarde bañó a los jóvenes ilustres, muy serios por el estrés y la tensión. Algunos buscaron alivio en violentas risotadas, otros empezaron a empujarse, otros echaron a corretear por la plaza. Cuando Argbralius se disponía a reunirse con sus tres amigos, el padre Orolio se le acercó con una sonrisa de oreja a oreja en su rostro redondo, claramente orgulloso por el desempeño de su pupilo. —Muy bien, Argbralius, ¡muy bien! Está claro que serás uno de los cuarenta elegidos. Será un placer continuar enseñándote. —El religioso inclinó un poco la cabeza y mostró la cómica calva en la coronilla. —Uno hace lo que puede, padre. Argbralius tenía especial cuidado en comportarse con la humildad que su padrino, Vurgomm, le había aconsejado, aunque por dentro se sabía muy aventajado respecto de sus compañeros, un auténtico prodigio, y a veces no lograba esconder su vanidad. Quizá por ello los demás alumnos lo odiaban. —¡Aaah, Argbralius! Siempre con tus formalidades… ¿Has finalizado todas las pruebas? —Todavía no, padre. Solo me falta presentarme en los aposentos de Damasio y declamar el pasaje de la Salvación. —Has trabajado mucho, te irá bien —aseguró palmeándole la espalda—. ¡A comer se ha dicho! —Un momento, padre… Aquel libro que me prometió… —tanteó el chico mientras seguía al religioso hambriento hacia el comedor. Orolio miró hacia atrás y a los lados. —Pero silencio, ¿eh? —le advirtió con aire confidencial—. Esto tiene que quedar entre nosotros o ya sabes que nos castigarán, sobre todo a mí. —Miró de nuevo alrededor y susurró —: Ve a mi habitación más tarde y hablaremos de ese libro. *** Damasio, uno de los altos pontífices en Démanon, se tomó un momento para meditar después de escuchar la declamación de Argbralius. —El Perfecto Obrador está contento con la promoción de este año —dijo finalmente—. Debo decir que yo también. Mientras hablaba, se rascaba las barbas blancas con una cadencia rítmica. Era un gesto
habitual en él, una de sus cualidades, además de la mirada aguileña de iris oscuros, el rostro largo de pieles arrugadas y una altura formidable. Se le podría tomar fácilmente por un mago de la ciudad Omen si no fuera por el blanco de la toga, que lo identificaba inequívocamente con el ámbito religioso. Desde el Décamon Mayutorum, las campanas resonaron, anunciando las seis de la tarde. El ocaso dejaba caer su luz anaranjada sobre el edificio, el mayor de la ciudad religiosa. Démanon fue una de las primeras ciudades que se fundaron en el año 0 p.K., dedicada a la religión, junto con Omen —armas— y Háztatlon —política—. Las tres pasaron a conformar la Trigonósfera Stratta. —Lo has hecho bien, pupilo —prosiguió Damasio, atusándose la barba—. Gracias por haber asistido. Vuelve a tu habitación, es tarde y ya conoces las reglas. Recuerda que en Démanon, y sobre todo aquí, en el Décamon Mayutorum, los Slegna Flamon vigilan día y noche. Podrían confundirte con un extraño y embestirte con sus largas alabardas. Los Slegna Flamon son… un misterio que no comprendo aún. En fin, ya sabes a lo que me refiero. Argbralius arrugó sus espesas cejas, tan negras como su pelo y sus ojos. Su intensa mirada compensaba con creces la mediocridad de su tamaño corporal, aunque el chico sobresalía por su amor por la ciencia y su mente veloz. Nunca había comprendido la presencia de los Slegna Flamon en el Décamon Mayutorum, y mucho menos su origen y verdadera función. Había demasiado misterio alrededor de esos seres. Ojalá un día averiguara más sobre ellos…, quizá cuando ascendiera y adquiriera poder y rango en Démanon. —¿Eso significa que he pasado el examen? El repentino cambio de tema sorprendió a Damasio y lo trajo de vuelta de sus divagaciones. —¡Impudente! —le recriminó el hombre—. Caerás estrepitosamente si sigues presumiendo. ¡Vuelve a tu habitación y agacha la cabeza! Recuerda que aquí la humildad gobierna antes que la soberbia… Ay, no… »Los jóvenes de hoy no tenéis remedio… Sé paciente. Pronto te llegará la noticia: si eres uno de los elegidos, pues qué bueno; si no, mala suerte y piensa si quieres solicitar plaza para la siguiente promoción. ¡Ahora, a la cama! ¡Buenas noches! —dijo Damasio y sus palabras restallaron como un latigazo. El efecto fue inmediato. El joven salió huyendo de allí. El hombre se retiró a su alcoba con una sonrisa entre la nostalgia y la indulgencia. A través de la ventana elevó la mirada al cielo. «Ay, dioses, ¿cómo he llegado a ser uno de estos jueces que tiene que velar por jóvenes imprudentes?», pensó. *** Argbralius aún estaba asustado por la reprimenda del pontífice. ¿Humildad? Era algo que le costaba poner en práctica. Ser el mejor siempre fue su deseo, y lo había logrado después de un duro trabajo y un gran autocontrol. «Un día me reconocerán por lo grande y lo excelente que soy. ¿Por qué tengo que esconderme, negar mis cualidades? ¿Por qué no puedo demostrar lo bueno que soy?», se decía el joven de camino a su habitación. Algo en su interior, le recriminó: «No seas soberbio! Tienes que ser un hombre de la religión, un hombre de bien.» Aquella voz parecía la de su difunta madre. Recapacitó. La lucha entre humildad y soberbia era una constante en su vida. Salir de las ostentosas dependencias de los pontífices y
llegar a su habitación era un camino largo. Tenía que cruzar diferentes pasillos y áreas, dedicados a hospedar a los cientos de fieles que oraban a diario en el Décamon Mayutorum. Era fácil acudir al santuario religioso, pues se situaba en el centro de Démanon y todos los caminos conducían a él. Pasó por delante de las salas en las que se había escondido con sus amigos muchas noches para beber cerveza o vino, y cometer algunas tontas pillerías con el único fin de sentir que así desafiaban a la autoridad. Pero los religiosos a cargo de ellos estaban al tanto. Contener a cientos de jóvenes era una tarea complicada, por no decir imposible. Tejían alianzas y enemistades, que se intensificaban durante la Criba Celestial. Precisamente porque conocían la naturaleza de los muchachos imberbes, en plena explosión hormonal, los separaban de las chicas. Las que quisieran tomar un rumbo espiritual, debían unirse al convento de las Amrias Santas. Argbralius por fin entró en el pasillo vacío donde se hallaba su habitación, que compartía con otros tres pupilos de los que se había hecho gran amigo. Joermo era el que sentía más cercano. Pocos llegaban a conocer a Argbralius, ya que este solía mostrarse silencioso y comportarse con gran reserva. Varios comentaban acerca de la energía extraña que el joven parecía irradiar cuando se le contrariaba. Kurlos y Ánomnos, los otros dos compañeros, consideraban a Argbralius un reto. Lo admiraban, pero una barrera invisible los mantenía separados. Kurlos, en ocasiones, probaba a gastarle bromas, pero Argbralius no reaccionaba de ninguna manera; tenía mejores cosas a las que dedicar sus esfuerzos. —¡Amigo! —exclamó Joermo en cuanto lo vio aparecer por la puerta. El chico ya creía que Argbralius se había quedado por ahí a beber o a esconderse y reflexionar sobre a saber qué cuestiones que nunca compartía con nadie—. Venga, Arg, cuenta: ¿cómo te fue en la evaluación? El muchacho era parecido físicamente a Argbralius —estatura media y escuálido—. Tenía el cabello castaño y unos ojos curiosos que emanaban bondad. —Dormíos, pedacitos de caca —les provocó Kurlos—. Tengo sueño y mañana es un día largo, largo, largo. Me toca pasearme con el Libro de la Vida frente a los vejestorios. Quizá Argbralius, por ser la puta de los pontífices, haya tenido una evaluación sencilla. ¿Les diste el culo o qué? Esos viejos perversos, que jamás han tenido a una mujer, seguramente gozan de una putita como tú, Argbralius. —El chico soltó unas sonoras carcajadas—. A nosotros, los mortales, los normales, los comunes y corrientes, que nos evalúen honesta y sinceramente, pero, ea, jamás pondremos el culo. ¿Verdad, Argbralius? Kurlos era un muchacho de buen porte, hombros anchos y manos grandes. Tenía la piel pálida como la leche y el pelo rojo. Era conocido por su grosería. Joermo torció la cara y contuvo la risa. Ánomnos también se aguantó, pero intervino en defensa de Argbralius. —He oído que te fue bien. ¿Cómo lo sentiste? El examen, digo… Ánomnos era alto, con extremidades muy flacas; en las duchas, muchos se burlaban de ese cuerpo como de niño de hospicio. El cabello oscuro contrastaba con su mirada serena y verde. No era un chico especialmente brillante, pero sus palabras resultaban reconfortantes. Argbralius se relajó. Se tumbó en su litera, bajo la de Kurlos, y se estiró, soltando el estrés del día. —No estuvo mal, amigos… Creo que me fue bien, pero luego ¿quién sabe? Quizá el cerdo de Kurlos, cara de chompipe, tenga razón y yo sea el preferido, pero al menos soy estimado por algunos y no el huérfano de varios, ¿verdad, Kurlos?
Eso enfureció a Kurlos, pero se dominó; se merecía la bofetada de regreso. —A ti siempre te va bien, Arg… Ánomnos se echó a reír. —¡Kurlos! ¡Ya puedes ir poniendo el culo! —Ni en vuestros mejores sueños, partida de imbéciles. Es hora de dormir, gallinas. ¿A dónde vas, Argbralius? ¿Te has vuelto loco o es que el demonio ha venido a jalarte de las orejas? —Voy a visitar a un viejo amigo. Tenemos asuntos pendientes. Y no hables de demonios. Están agazapados en las tinieblas, esperando despertar. Quizá hay un demonio dentro de mí y un día salga para presentarte sus respetos. Los chicos se quedaron mudos, congelados. Kurlos fingió desinterés y se encogió de hombros. —No nos vas a contar a dónde vas, ¿verdad? —dijo Ánomnos. Argbralius sonrió. —Si nunca cuento nada, ¿por qué iba a hacerlo ahora? —¡Cuidado con los Slegnas! —advirtió Joermo con tono juguetón—. Qué chico más imprudente, por los dioses. —Algún día lo pillarán —dijo Kurlos cuando Argbralius salió—. Es un maldito malparido por los dioses. No sé cómo siempre logra salirse con la suya. Algún día pagará… —Argbralius es un chico muy inteligente —repuso Joermo—. Lo que pasa es que le tienes miedo. O envidia. Acéptalo. Kurlos, contrariado, se sentó en la litera, dejando que las piernas colgaran. —Abre los ojos, Joermo. ¿Qué sabes de Argbralius? Yo te diré qué sabes de él: absolutamente nada. El tipo es un misterio. Por su puesto que me provoca un poco de miedo… Es porque me da una sensación extraña, mala espina, desde el primer día. Es una de esas personas que uno mira y simplemente no sabe dónde encajarla, porque no es ni esto ni lo otro, sino una cosa completamente diferente. Y además, no jodas, el pedazo de mierda es un soberbio. Me gustaría darle una lección… Ánomnos también se sentó en su litera superior, con las piernas colgando. —A mí me pasa igual, aunque creo que Argbralius es excelente y puede llegar a ser lo que se proponga. El problema es que con sus palabras y actitudes resulta demasiado extraño, inesperado. No sé, se reserva mucho. »Mi mamá siempre dice que guardarme las cosas solo puede causarme males, que los pensamientos y experiencias poco habladas son como un pedazo de carne al aire libre: una fuente de contaminación y putrefacción. Que los pensamientos poco hablados y emociones enterradas pronto se cobran su precio. —¡Bah! —rechazó Joermo—. Aquí nadie conoce a nadie, todos somos extraños. ¿O es que tú sabes quién soy? —le preguntó a Kurlos. —Eso no me vale, cara de buey —respondió el pelirrojo—. Cuando te presentan a alguien, enseguida recibes una sensación, y con eso clasificas a la persona. Arg es demasiado raro. —De acuerdo, puede que tengas razón. Pero es un gran amigo. Además, no sabemos nada de su pasado, igual que tampoco sabes nada del mío —zanjó Joermo—. A dormir. Los chicos se tumbaron en sus literas. Kurlos se quedó mirando al techo; su rostro era una máscara de resentimiento. *** Orolio sacó del fuego la jarra metálica y vertió el agua hirviente en la tetera llena de
hierbas frescas. Un aroma mentolado invadió la habitación del padre. La luz de la candela dibujaba en la pared sombras alargadas y retorcidas. Orolio sirvió el té en dos pocillos de cerámica importados de Grizna. —¿Has traído el tabaco? Argbralius no comprendía el hábito de fumar de Orolio, pero si era lo que el padre barrigón deseaba a cambio de un favor, se lo daría encantado. Le entregó un pequeño morral de cuero curtido. Orolio lo abrió con suma delicadeza, metió las narices en el cuero y aspiró con deleite. —Ahh… ¡Es tabaco del bueno! ¿Dónde lo has conseguido? No imagino cómo haces para conseguir estas cosas. Eres un chico de naturaleza extraña, eso sí que lo he tenido claro siempre. Ay, dioses, que me han encomendado la tarea de convertirte en un gran religioso… ¿Dónde lo consigues, hombre? —insistió el padre acariciando el morral. Argbralius sonrió débilmente. —Por allí y por acá. Se trata de dar con las personas correctas, mi querido mentor. —Los jóvenes de hoy no dejáis de sorprenderme. Sois vivos y voraces. En mi época, salir de la habitación después de las seis de la tarde era expulsión inmediata. Pero los tiempos cambian. La religión y sus reglas se han ido ablandando con el tiempo. Para bien o para mal, así son las cosas. Y los Slegna Flamon… A esos bastardos jamás les he visto hacer algo bueno. Creemos que son mucho más de lo que verdaderamente son, ¿me entiendes? Joder, a lo mejor ni siquiera existen esos cabrones. No le digas a nadie que dije esto… —Una risa nerviosa se escapó del rostro redondo de Orolio. El padre sacó de su toga negra una pipa larga y gruesa, prohibida en los pasillos del santuario. Metió una pizca de tabaco en la cazoleta y arrimó la vela para quemar la hierba. Inspiró por la boquilla hasta obtener una nube espesa y satisfactoria de humo, y cerró los ojos. Continuó inspirando y, al exhalar, torcía la boca para darle al humo la forma de aros y nubes, que vagaban errantes por la habitación. Orolio le dio un sorbo al té. —Antes de que te entregue el libro sobre el Arte Conjúrico, quiero explicarte un par de cosas —advirtió Orolio con gravedad. Argbralius se incomodó. El padre gordo le había ofrecido un intercambio sin peros. —Ya, ya sé que no es lo que acordamos. Sin embargo, has de comprender que estoy a punto de darte un artículo de gran valor, no solo para la biblioteca Decámica y para los eruditos de Cauda Poltos-Par, sino también para la escuela de magia en Omen. Te estoy entregando algo que contiene secretos a los que solo tienen acceso las altas esferas. Orolio hizo una pausa y meditó sus propias palabras. Por un momento sintió que una simple bolsa de tabaco a cambio de ese libro era una estafa; pero su vicio era superior a sus escrúpulos. —Tienes que comprender que la religión rara vez recurre al Arte Conjúrico. Sí, lo utilizamos, pero muy de vez en cuando: en los entierros y para santificar a la Rosa Emanante. Por eso, los hombres de religión no mencionamos este libro. »El Arte Conjúrico es un asunto que debe tratarse con delicadeza, Argbralius. Y hay algo más; si te cazan con este libro, te expulsarán de inmediato y no podrás regresar, si no te castigan y te encierran en las mazmorras del Décamon Mayutorum. Guardaron silencio un momento. —El Perfecto Obrador tiene una opinión reservada sobre el Arte Conjúrico. Omen saca provecho para sus operaciones militares, Vásufeld lo utiliza para los avances científicos y filosóficos, pero en nuestro mundo, el de la religión, lo contemplamos como una herejía. Argbralius, es necesario que comprendas que no debes tomar esto a a ligera. Estás metiendo las
manos en el fuego. Orolio hizo otra pausa. Estudió a Argbralius detenidamente, dudando de si debería entregarle el libro. —Hace mucho tiempo que te consideramos un prodigio. Eres un joven muy capaz, muy inteligente. Es por eso que confío en ti para darte un libro así. Llegarás lejos, chico. Tal vez un día seas alguien tan importante como Aryan Vetala, el primer evangelizador. Quizá tú seas el que devuelva al imperio al camino de la religión, del que se ha alejado mucho, sobre todo desde la muerte del dios de la Luz. Puede que consigas ese cambio de rumbo. Los ojos de Argbralius brillaron al imaginarse siendo el héroe espiritual del imperio. Grandes hazañas le esperaban. Lo presentía. Orolio aspiró otra vez y se acarició la barriga. — Aguarda aquí. Ahora te traigo el libro. Argbralius se quedó a solas un momento, mientras oía al padre rebuscar en su alcoba. — Aquí está —anunció Orolio desde la sala contigua, desde la cual se acercaba con pasos arrastrados. —El Arte Conjúrico y sus aplicaciones prácticas, por Rummbold Fagraz —leyó Argbralius cuando tuvo el volumen entre sus manos. Era un libro pesado, de aspecto rústico y viejo. Las tapas eran de cuero gastado y resbaladizo. Olía a humedad, a recuerdos antiguos. —Rummbold Fagraz fue un gran científico en Vásufeld, muy respetado en sus tiempos. Nunca fue un mago ni un Brutal Fark-Amon. Sin embargo, su amor por la ciencia lo llevó a estudiar y escribir sobre el fenómeno que acuñó como Arte Conjúrico. Otros autores también se han dedicado a él, pero este libro es el mejor. »Resulta algo básico, pero es ideal para adentrarte en ese mundo. Para dominar el arte, hay que acudir a Omen y visitar a Hakama y ese mago cabrón de nombre extrañísimo… ¿Cómo se llamaba ese peludo…? ¡Ah, sí! Strangelus Üdessa. —¿De verdad no le gustaría dominar el Arte Conjúrico? —preguntó Argbralius. El padre barrigón expulsó una nube de espeso humo. —Bueno, ya sabes. Todo eso es muy interesante: conocer las leyes físicas y químicas, las propiedades de los materiales, las combinaciones… Es fascinante, sí, pero no nos sirve en el mundo de la religión. El muchacho supo que había llegado el momento de fingir interés en la conversación. Al padre le encantaba hablar por los codos y al chico le convenía tener contento a ese hombre. — ¡Ah, pequeño aprendiz! Te debo una explicación sobre la política. Te llevaré de paseo al remoto pasado de nuestra nación. Hace tres centurias, la política era sencilla. El rey gobernaba con mano de hierro y nadie se oponía a sus designios. Las tierras estaban poco pobladas y las ciudades poco desarrolladas; no había lugar para una palabra más que la del rey. »Pero en estos últimos doscientos años, la población ha crecido exponencialmente. Las grandes ciudades han llegado a ser poderosas y autosuficientes, cada una con un duque regidor. En este tiempo también se ha formado el consejo de reyes, para regular el poder del rey. Es una desgracia. ¡Impide que funcione el gobierno! »Ahora, cualquier proyecto tarda años en realizarse. Todo por culpa de la maldita burocracia. Y lo peor es la corrupción de esos consejeros, a los que no hay manera de echarlos. ¡Esos son los que vigilan al rey! ¿Puedes creerlo? Es de locos. El padre tosió un par de veces, se limpió con la sotana. —¿Recuerdas lo que pasó hace tres años? Un pueblo que fue asediado y su población exterminada. Una cosa espantosa. Aún no se sabe qué pasó. El rey y su general, el legendario Leandro Matamuertos, siguen devanándose los sesos. Hasta el mago Strangelus sigue estupefacto por los hechos. »El caso es, querido pupilo, que el rey tardó casi tres años en enviar refuerzos para
ayudar al pueblo asolado, porque tenía que esperar la autorización del consejo. Argbralius se había enterado de algunos detalles de aquellos sucesos. Se rumoreaba que un demonio había resucitado, pero tenían que ser solo habladurías de gente aburrida. ¿Quién iba a creerse algo así? Sin embargo, al muchacho le intrigaba el asunto, como si lo llamara. —En fin, Mandrágora es un imperio tan monstruoso y dividido que cada rama ha ido tomando su propio rumbo, sin contar con la voluntad del rey. —Bebió del pocillo y continuó—: Este imperio es demasiado grande y ha unificado pueblos muy diferentes. Los del Sur son de otra raza; su manera de hablar, sus costumbres con la comida son diferentes a las nuestras. Imagínate que el Sur se levanta en armas contra el Norte y nos declara la guerra. Sería devastador. —Orolio carraspeó—. Creo que ya es hora de que regreses a tu habitación, Argbralius. Argbralius cogió el libro y lo escondió bajo la sotana gris. —Gracias, Orolio. Le daré muy buen uso.
Capítulo VI - Un pensamiento saludable Mérdmerén lamentaba el hecho de montar un caballo robado. Ságamas se la había jugado al acordar el intercambio de la casa. El viejo era astuto, sin lugar a dudas. —Una cosa debes saber de mí, marinero, y es que ya no soy un ladrón —dijo Mérdmerén —. Ya no deseo seguir el mismo sendero. He comprobado que lleva a la perdición. —¿Y qué sendero buscas ahora, jefe? —¿Jefe? ¿Por qué me llamas así? —Por tu pasado, Mérdmerén. Fuiste un gran líder, eso dicen por ahí. El problema fue tu avaricia, si no, el Hombre Salvaje habría permanecido a tu lado. —Es cierto —murmuró el desertor—. Liderar esa banda me trajo dos cosas: mala suerte y mucha muerte. En fin, lo que busco ahora es paz y reconciliación, aunque antes voy a vengar a mi esposa y a mi hija. Marchaban a paso lento, conteniendo el impulso natural de los caballos de salir corriendo en un campo tan vasto y bello. Libres de las miradas ajenas, los hombres podían darse el lujo de andar con tranquilidad, disfrutando del paisaje. El sol se extendía desde un cielo límpido, sobre la llanura inmensa. —Contigo hay que tener cuidado, jefe. Tienes aire de noble, pero escondes garras de fiera. La venganza no es paz. Quieres derramar sangre, y donde hay sangre, hay muertos, y donde hay muertos, hay maldad; y donde hay maldad, hay más maldad. Es un círculo vicioso, algo que he visto demasiadas veces en diferentes tripulaciones. «A ver si este va a ser mi ángel de la guarda… Por fin me estoy asociando con la gente correcta», pensó Mérdmerén. Pero no quería apostar tan fuerte aún, antes quería observar al marinero, comprobar cuánto valía su palabra. Después de varios años sin apreciar el páramo, Mérdmerén volvía a dejar perder la vista en el vasto horizonte, admirando el celaje celeste y el sol de cobre cayendo poco a poco. Los árboles, las nubes, las aves y hasta los insectos le parecieron una cosa divina y espectacular. «Al menos he logrado apreciar otra vez lo que me rodea », pensaba Mérdmerén ahora que se le había pasado por la cabeza la probabilidad de morir en su aventura. «Igual que el viejo de Ságamas, ese jodido Innonimatus sabía cómo hablarme para convencerme. Que yo proteja el imperio, dijo… Ya». El marinero pensaba que se dirigían a Háztatlon por asuntos de venganza, cuando la verdad era que debía notificar al rey de los avances del mal. Aquello sonaba muy heroico, pero cumplir la misión parecía imposible. ¿Por qué iban a creerle? No había decidido todavía si le comunicaría dicha información al marinero. Quizá cuando se fiara de él, si es que eso llegaba a suceder. Ságamas podría jugársela otra vez y demostrar ser un malhechor. —¿Qué negocio tienes en Háztatlon, marinero? El marinero parecía perdido en algún pensamiento. —Calamares y pulpos de tinta negra, creo que ya te lo dije —respondió al cabo de un momento—. Este país, hijo de las conchas, me ha embargado y quiero solucionarlo, liberar mi nave, clavada en Merromer. La Mantarraya… —Pareces saber bastante sobre el imperio, marinero. ¿Cuánto tiempo dijiste que llevas aquí? —Varios años. Ha pasado mucho tiempo. Mérdmerén se aproximó a las riendas del marinero y tiró de ellas. El caballo relinchó y tiró al marinero al suelo como un costal de papas. Mérdmerén saltó de su montura y se colocó a horcajadas del viejo, al que le faltaba el aire. Le puso la espada en el cuello.
—Me da en la nariz que eres un mentiroso. Cuéntame tu verdadero propósito o te rajo la yugular. Mérdmerén había olvidado muchas cosas de su pasado, pero no cómo matar a un hombre. —¡Ya te lo he dicho! ¿Estás loco o qué? ¡Suéltame ahora mismo! ¡Ayy! Soy un marinero arruinado, esa es la verdad. Llevo diez años en este imperio malparido y quiero irme de una vez, haría lo que fuera por llegar al Norte, pero nadie aceptaría a un viejo como compañero. »Es cierto que me embargaron mi barco, que está en Merromer desde hace una década. Sin dinero y sin oportunidades en el Norte, tuve que venirme al Sur; aquí, un hombre perdido puede encontrar sitio entre otros desgraciados. Llevó diez años buscando con quien regresar al Norte. Solo, no sobreviviría —¡Me engañaste! Robaste caballos para cumplir con el trato —gritó Mérdmerén. —¡Juro que lo único que quiero es regresar a mi tierra natal! —Mi cabeza tiene un precio gordo, marinero. ¿Por qué debería fiarme de ti? —¡No quiero dinero! Ya solo espero volver al mar y morir allí en paz. Un marinero como yo no puede morir en tierra firme. ¡Sería un fracaso! Mérdmerén apretaba el filo de la espada contra el cuello del marinero. El hombre estaba muy nervioso, respiraba con dificultad. Parecía débil y desesperanzado. Durante su época en la banda, Mérdmerén aprendió a juzgar a un hombre por su mirada. Sospechaba que ese viejo escondía algo, ¿pero qué? Aunque por otro lado estaba seguro de que la historia que contaba era verdad. —Vale. Acepto tu compañía —dijo Mérdmerén poniéndose de pie y envainando la espada —. Con todos los de la banda hice la misma prueba para conocerlos. No es fácil ser líder, marinero. Debo tomar mis precauciones —¿Es cierto? ¿He pasado la prueba? ¿No me vas a matar? El hombre intentó ponerse en pie, pero la pierna de palo era un obstáculo. Mérdmerén lo ayudó a estabilizarse. —Eres un viejo cabrón, eso sí. Se dice que los hombres de Moragald’Burg tienen un precio; el tuyo es la vida. Cualquier movimiento inesperado o si vuelves a engañarme, te juro que haré pasta con tu carne. Sin más palabras, ambos montaron sus caballos y reanudaron el camino hacia el Norte. —Nos están siguiendo —advirtió el marinero. —Lo sé —repuso Mérdmerén. Contaba con que los dueños de los caballos robados o la banda del tal Jerd los perseguirían—. Se mantendrán lejos mientras sigan creyendo que estoy maldito. Atacarán únicamente si creen que hemos cometido algún error. No hay tiempo qué perder, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos con ellos. El marinero observó al líder y por primera vez dudó si había tomado una buena decisión al unirse a un hombre maldito.
Capítulo VII - El Cribar Celestial Iba de un lado a otro, en una casa que ardía en llamas. Lenguas de fuego le mordían la piel. Gritaba el nombre de su madre mientras el fuego lo masticaba vivo, pero Ferlohren no aparecía por ninguna parte. Oyó alaridos. Alguien la estaba torturando. Salió afuera, rodando por el suelo para apagar los fuegos que se le habían enganchado a la ropa. Miró la casa y las llamas. Trumbar estaba arrodillado, llorando a cántaros, con las alas negras caídas a los lados. Eran sus lágrimas el combustible que generaba el fuego. Trumbar notó la presencia del pequeño. Sin embargo, ya no era un niño, sino un adulto ataviado con la sotana marrón de sacristán. El demonio comenzó a crecer de tamaño con una risa sardónica. Las se extendieron al máximo y proyectaron una sombra terrorífica. —¡Trumbar! ¡Por favor, deténte! ¿No ves que mi madre se muere por tu culpa? ¿De verdad no lo notas? La bestia soltó un bramido que retumbó bajo los pies de Argbralius. En su mano apareció una espada de llamas rojas. Tomó a Argbralius por el cuello y lo atravesó de lado a lado, esparciendo las vísceras alrededor. *** Joermo, Ánomnos y Kurlos se despertaron sobresaltados. Argbralius, acurrucado en la cama, temblaba, gemía y boqueaba como si le faltara el aire. Kurlos observaba con temor, mientras Ánomnos y Joermo parecían preocupados. No era la primera vez que asistían al padecimiento en sueños de Argbralius y sabían que tampoco sería la última. Lo peor era cuando convulsionaba. Joermo se acercó y se acuclilló al borde de la cama, aunque no se atrevió a tocarlo. — Nunca ha estado tanto tiempo así y… esa expresión… Es de terror absoluto. —¡Por los dioses, está poseído! —exclamó Kurlos—. Debemos avisar a los padres o a los pontífices… ¡a alguien! Está poseído, no hay duda. ¡Que los dioses nos ayuden! Ánomnos empujó al grandulón pelirrojo. —¡Cálmate, hombre! Es solo una pesadilla, ¿no lo ves? Lo que vamos a hacer es ayudarle, no perjudicarle. Venga, despertémosle. Joermo accedió y sacudió levemente el hombro de Argbralius. Su amigo parecía reaccionar y, poco a poco, fue saliendo de la inconsciencia, de quién sabe qué mundo tenebroso. Dejó de retorcerse y abrió los ojos con dificultad, como despegándolos de una borrachera memorable. —¿Joermo? Amigo, ¿qué sucede?— Argbralius parecía confundido, abatido. Desde luego, no sabía qué ocurría ni recordaba nada de la pesadilla. —Creo que has tenido un mal sueño…, otra vez. ¿Necesitas algo? Argbralius se sentó al borde de la cama, puso los pies descalzos sobre el suelo de madera y se tomó un instante para volver a la realidad. —Era un sueño como los de siempre. Se repiten una y otra vez, con mayor intensidad. —Deberías ir a confesarte —le sugirió Kurlos—. Estas poseído o algo, hombre. —¡Basta! —explotó Ánomnos—. ¿Es que tú nunca has tenido malos sueños? Mejor sal de la habitación ahora mismo, antes de que te saquemos a palos. ¡Fuera! Kurlos miró con desdén a Ánomnos y se marchó de la habitación. Podría derribarlo con
un par de golpes, pero no quería líos a punto del fallo de la Criba Celestial. —Lo siento —se disculpó Ánomnos—. Kurlos puede ser terco y muy bastardo, pero solo está asustado, por eso se pone así, ¿verdad, Joermo? ¿Te sientes mejor, Arg? ¿Quieres agua? Ten. Argbralius bebió un par de sorbos. —¿Tan mal estoy? Por vuestras caras parece que me ha pasado por encima una horda de orcos. —Con toda franqueza, amigo —se sinceró Joermo—, en este año que llevamos compartiendo cámara, esos malos sueños… no hacen más que empeorar. A veces convulsionas y otras da la impresión de que te ahogas. Te digo esto porque somos buenos amigos, Arg, no quiero que te sientas mal. No hagas caso de Kurlos. Ya sabes que viene de un pueblo pequeño donde la gente enseguida justifica lo que no entiende como posesiones diabólicas. Creo que te teme por eso. —O quizá te odia porque eres el favorito —matizó Ánomnos con una gran sonrisa. Argbralius sonrió.—Ya estáis otra vez con la misma tontería. Que no soy el favorito de nadie, ¡sino el preferido de todos! El prodigio se echó a reír con ganas y los amigos le secundaron con miradas burlescas. Cuando las risas se apagaron, Joermo se puso serio. —De verdad que no quiero que te sientas mal, pero piensa que llevas mucho tiempo con esas pesadillas. A veces sueltas sonidos raros. —Es cierto —confirmó Ánomnos bajando la mirada—. Pero somos tus amigos, ¿verdad, Joermo? —Claro que sí, y seguiremos siéndolo. Ojalá todos pasemos la selección y nos convirtamos en sacristanes. Pero volviendo al tema, Arg, creo que a lo mejor ha llegado la hora de buscar ayuda. Al principio, pensé que sería algo ocasional o que se te quitaría solo, pero debes de tener algo por dentro que te hace padecer. Argbralius contempló a sus amigos, en silencio. No estaba listo para contarles nada de esos sueños. Hasta él trataba de ignorarlos, con la esperanza de que así le hicieran menos daño. Joermo y Ánomnos esperaban a que Argbralius les diera una explicación, pero ni siquiera él la tenía. Hasta ahora no había sido consciente de cómo se manifestaban esos sueños mientras él dormía y era ajeno a la voluntad de su cuerpo. Se acordó de su infancia, del camino que tuvo que tomar cuando Trumbar lo obligó a defenderse. Dudó si esas convulsiones y gemidos que atemorizaban a sus amigos los sufría desde la niñez. Lo que sí sabía era que en su interior anidaba algo que esperaba ser activado. Recordó a Vurgomm con cariño. Gracias a él salió de la pobreza y se alejó del mal. Ferlohren había hecho un gran sacrificio. Pero nada de eso había servido para desterrar de su memoria aquellas terribles vivencias de su infancia, la violencia, el dolor. Quizá consultaría a Orolio o Damasio. Vivir con ese peso sobre los hombros no era algo que deseara para el resto de sus días. Debía poner una solución. —Amigos, os agradezco muchísimo vuestro apoyo —les dijo satisfecho de haber llegado a una conclusión—. Realmente es una suerte teneros a mi lado, que os preocupéis así por mí. Consultaré con nuestros mentores, buscaré que los dioses me ayuden. Saldré adelante. Sin esperar respuesta, el muchacho se levantó de la cama y se dirigió a la ducha. ***
A eso de las cuatro de la tarde, todos los alumnos habían terminado sus pruebas. Los padres les ordenaron entrar en el aula donde anunciarían los cuarenta elegidos para continuar su formación. Argbralius se sentó en primera fila, como siempre, para demostrar su interés. Arregló los materiales de su pupitre con calculada perfección. Enderezó la espalda, aseguró los pies en el suelo y esperó, con la mirada clavada al frente, a que apareciera el padre con la nómina de los afortunados. A su alrededor, los compañeros sudaban, movían las piernas nerviosamente, carraspeaban. Él se mantenía sereno: confiaba en que su nombre estaría entre los cuarenta. Oyó insultos, los de siempre, como lameculos y otras lindezas menos delicadas. A su lado, Joermo, bufaba. —No sé cómo haces para aguantar a esos imbéciles. —Bueno, el éxito no es un camino sencillo, Joermo. Los mediocres siempre intentarán doblegar al que sobresale. Pero debemos ser fuertes. Por ejemplo, ¿qué pasó con Aryan Vetala? ¿Crees que como primer evangelizador no debió de pasar por situaciones parecidas? Habían sido años de trabajo duro, de despertarse por la mañana a tiempo para llegar a clase el primero y sentarse en el mejor sitio, de tomar notas con ahínco, de proseguir en su habitación con resúmenes, esquemas y lecturas complementarias. Se lo debía a su madre, a Vurgomm, y el esfuerzo le había merecido la pena. Las calificaciones siempre fueron las más altas. —¡Cara de culo! ¿Vas a tomar notas hoy? ¡Pásamelas o te rompo en dos, canalla! — gritó alguien por detrás. Se trataba de Délegas, un chico proveniente de un pueblo remoto, odioso como una noche sin dormir y rencoroso como un gato sin uñas. Era alto, fortachón, de rostro cuadrado, brazos y piernas gruesas, y una espalda como un portón de madera. Argbralius no comprendía por qué Délegas no había preferido la carrera militar, para la que parecía más dotado, al menos físicamente. Argbralius ni se inmutó; más adelante se cobraría la venganza. Sonrió. —Cómo bien sabéis —comenzó Orolio frente al aula de doscientos estudiantes—, antes de anunciar a los elegidos, queremos que sepáis que el Perfecto Obrador está muy agradecido con la participación de todos. Los que quedéis fuera debéis recordar que el Décamon os ama a todos por igual y os ruega que no desistáis de vuestros sueños, que volváis a intentarlo un año más. Sois todos excelentes, como lo demuestra el que hayáis superado a miles de aspirantes en la selección anterior… —El padre carraspeó y miró la lista—. »Bien, ahora sí, empezaré a nombrar a los que sí habéis sido elegidos. No os pongáis de pie ni os mováis. A los que no os llame podéis venir a hablar conmigo cuando termine la lista. Orolio se ajustó la sotana negra sobre la barriga. Detestaba el momento de comunicar el fallo y sudaba a mares cada vez que tenía que pronunciar ese discurso ante decenas de chicos que parecían a punto de desmayarse. Orolio tosió como si por su garganta cayera un alud de cascotes; se le quedó una flema en la boca, que removió y tragó ostensiblemente. Los chicos se echaron a reír, soltando el nerviosismo y la tensión. Argbralius permanecía imperturbable. Los de la pandilla de Délegas hicieron más ruido y gritaron cerdo y jabalí. El padre Orolio se puso rojo como un tomate. —¡Silencio en el aula de los dioses! ¡Respeto a vuestros superiores! Los ánimos se templaron. Cuando el padre estuvo satisfecho, comenzó a leer la hoja: —Argbralius de Agamgor, Grenuildo del Castillo, Fergano Finquero, Pastulio Marongas, Ulio Curintos, Meromento Yugugú, Rombor del Oeste, Numilor de Moragald'Burg, Numilor de Grizna, Ficosinto de Omen, Marcus Marandas, Desmond Dertox de Aldebarán, Xabier del Valle
del Hechizo, Sebastián Alucinante, D'Abiant Trumitar, Lostros de Kathanas, Gramashun Heredero, Koliber Ilosof de Narkalagh, Wendo Walkas, Zinthio Naturas, Brecolos Tinlosa, Xerios Ceritos, Paulus D'In, Querantus Salath, Lionis Judis, Vertenes de Vásufeld, Fenfendur de Érliadon, Sailor Merrormerón, Oceanicus del Tempranero, Blasticu Corticus, Kurlos Maros, Jacinto del Rey, Magoceno Adoleno, Ánomnos Moreira, Joermo Pipagrass, Délegas Promegaia, Hurtos de Bónufor, Manco Guerralarga, Nargodon Don'Queras, Noerend Gabaman. El aula permaneció en silencio. Algunos estudiantes se miraban nerviosos, confundidos. ¿Seguro que no era un error?, ¿había dicho ya todos los nombres? Un murmullo empezó a propagarse por la sala. En sus asientos, Joermo, Kurlos, Argbralius y Ánomnos ya celebraban con las miradas. Reían para sus adentros al escuchar a la pandilla de Délagas, que habían sido eliminados todos menos su cabecilla, y ahora la tomaban con el que había sido su amigo. Los familiares recibirían una carta con la buena nueva. Argbralius sintió una punzada en el corazón. No había nadie a quien enviarle una misiva con la gran noticia de Argbralius; ni siquiera a Vurgomm, que había desaparecido. Se sintió solo y triste. Entonces algo se revolvió en su interior. Comprendió que las emociones poderosas, en especial las negativas, hacían florecer aquella presencia extraña. —Los que no hayáis sido nombrados, por favor seguidme a mi oficina. Tengo para vosotros una carta y un regalo, preparados por el Perfecto Obrador. Los demás permaneced aquí. Cuando los últimos pasos de los ciento sesenta rechazados se perdieron por el pasillo, los afortunados estallaron de alegría, igual que una ola gigantesca contra un acantilado. Todos participaban en el alborozo, excepto dos: Délegas, que acababa de quedarse sin amigos, y Argbralius, que continuaba sumido en su silencio meditabundo. Pero Joermo y Ánomnos insistieron tanto que, finalmente, Argbralius se contagió del buen humor y salió del ciclo vicioso de su nostalgia.
Capítulo VIII - El ritmo del amar —Acamparemos aquí —dijo Mérdmerén mientras desmontaba del caballo. La caverna era amplia. Mérdmerén la había divisado al atardecer, por un oportuno reflejo del lánguido sol. Estaba vacía y a no más de media legua de la carretera principal. Era perfecta. —Si no me equivoco, marinero —dijo mientras liberaba al caballo de su montura—, esto deberían ser las montañas de las Alturas de la Garra. Creo que se llaman así por unas leyendas sobre los wyverns salvajes que habitan en esta región. —¿Y no son todos los wyverns salvajes, jefe? —No. Némaldon ha conseguido amaestrarlos, pero no les ha aplacado la ira, todo lo contrario: son más rabiosos que los salvajes. Los hay de escamas rojas y negras; creo que Némaldon ha adoptado a los de piel negra. Mérdmerén se dispuso a recoger un manojo de yescas. La madera estaba seca y lista para una pequeña fogata. Mientras, Ságamas observaba a Mérdmerén con curiosidad. Se sentó en una piedra alta y de base plana. —¿Qué sentiste cuando te desterró tu propia gente? La pregunta cogió a Mérdmerén de sorpresa. Se mantuvo pensativo por largos minutos, intentando reunir recuerdos y emociones que respondieran a la pregunta. Odiaba al marinero por tener que estar metiendo las narices en todas partes, pero en ese momento se aburría y no le importaba un poco de charla. Además, el viejo ya le había avisado de que le gustaba hablar mucho. —Nací en Háztatlon, en una familia honrada, poco influyente pero de mucha estima. Mis padres no poseían mucho, pero bien que mi progenitor era respetado por la sociedad. Mi padre era inventor, y aunque murió pobre y vivió pobre, lo respetaban por su inteligencia, por crear artilugios que mejoraran la vida de otros. »Como te digo, nunca hizo nada destacable. Yo, por lo contrario, siempre fui un comerciante aventajado. El que no chilla, no mama, dicen en Háztatlon. Allí hay mucho movimiento, todos los días ocurre algo en cada rincón. »Es la ciudad más bella y próspera de este imperio, es el lugar perfecto para alimentar la ambición. En resumen: siempre fui codicioso y desde muy joven solo me interesaba cómo poseer más y más. El negocio honrado no me iba mal, pero no me llevaba a donde yo deseaba. Veía a los nobles en sus caballos carísimos, acompañados de bellas mujeres y viviendo en en casas lujosas, y yo quería lo mismo, así que decidí tomar un atajo: el mercado negro. »El comercio ilegal me trajo fortuna. Hoy me doy cuenta del resultado: desterrado, sin familia, sin nada. Sin embargo, en aquellos días, era inmensamente feliz. Era rico y logré entrar en las altas esferas de la sociedad de Háztatlon. Conocí a un noble llamado Fahr, que en paz descanse, que me introdujo en el mundo de la política. Era mi oportunidad de entrar en el círculo cerrado de los nobles, porque ellos lo controlan todo, marinero, controlan los medios, la producción, la distribución y la venta, y hacen lo que les viene en gana. »Yo no quería pasar por encima, no, yo quería ser parte de ellos. Y lo logré. Primero, compré una finca de algodón, una de las más importantes en aquellos tiempos para la producción de textiles. De ese modo, metí mano en esa industria y después me asocié a un noble. Se llamaba Trérelen des Morimor. Su familia controlaba el textil desde hacía casi cien años. Un día, Trérelen murió y me lo dejó todo a mí.
Mérdmerén se pasó el dedo índice por el cuello. —Lo asesinaste —dijo Ságamas—. Lo despachaste como una sardina para el almuerzo. Eras realmente un bastardo, jefe, un bastardo hecho y derecho —dijo el marinero con una sonrisa. —Así me convertí en noble, marinero. El juego de la política en Háztatlon es sucio, más de lo que imaginas. Nobles hay muchos, pero solo treinta conforman el consejo de reyes. Hay doce puestos que no se pueden disputar: los once duques de las ciudades más importantes del imperio y el filósofo o consejero del rey. »Luego, hay dieciocho puestos que van cambiando, pero seis de esos puestos están en manos de unas familias de chantajistas profesionales y resultan intocables. Son los Promegaia, los Matalords, los Trenna, los Sanguijuelas y los Catano. Son muy violentos, no se andan con cortesías. Controlan el mercado de alcohol y drogas, sobre todo, de cerveza negra y de florifundia. También están los Slither. El lord actual es un hijo de puta vinculado a la magia oscura, o ese es el rumor. —Eso deja doce puestos a disposición de los arribistas como tú —le picó el marinero. —Exacto —repuso Mérdmerén sin dar muestras de ofenderse—. Yo tomé el puesto de Trérelen. No te imaginas lo increíble que fueron esos años de poder, Ságamas, no te lo imaginas. Lo tenía todo: mujeres, tierras, y poco a poco iba conquistando más riquezas. Entre todos aquellos traicioneros tenía un amigo. Se llamaba Cantus de Aligar, y juntos hacíamos y deshacíamos. ¿Sabes cuál fue el problema? —¿Cuál, jefe? —Que me enamoré. Mi esposa, María de los Santos, era hija del panadero. Así como lo escuchas. Como yo era noble, no me costó convencerla para que me aceptara. Los padres tampoco se opusieron, aunque nunca estuvieron contentos con nuestra decisión. »Al enamorarme profundamente de María, fui cobrando cordura y percatándome del mal que estaba haciendo. Ella me hizo ver las penurias de los pobres, que tienen que conformarse con las migajas que les tiran los ricos. Empecé a cambiar. »Mis argumentos incluían palabras como justicia y honor, cuando antes solía hablar de control y poder. No sabía que mi amigo, Cantus de Aligar, había dejado de considerarme un aliado y ya planificaba mi destierro. La justicia y el honor no caben en los pasillos de Háztatlon, marinero. Ságamas guardó un silencio respetuoso ante el dolor que el desertor parecía estar padeciendo. —¿Y entonces qué sucedió, jefe? El humo se elevó en el aire y las yescas chisporrotearon. Mérdmerén sopló el fuego naciente y añadió un par de maderos secos. —Lord Cantus de Aligar contrató a un ex-militar, un profesional de la estrategia: don Loredo Melda. Era un hombre que combatía, no en el campo de batalla, sino en las lides de los cuchicheos de pasillo. Cantus y él me tendieron una trampa. —¿Cómo? —Primero, difundieron el rumor de que yo quería derrocar al rey, algo absurdo, pero mi nombre ya estaba en entredicho. Pude haber tratado de parar aquello, pero ya poco me importaba, porque tenía amor. Con mi esposa me sentía pleno y aquel mundo de falsedad y tejemanejes me tenía harto. »Cantus y Loredo ya contaban con que yo no desperdiciaría mis fuerzas en otra cosa que no fuera el amor. Después me enviaron un boletín de discusión para el siguiente consejo, donde se reflejaba una posible descentralización del gobierno y que el pueblo tomara el poder.
»Ese boletín era falso, pero yo no lo sabía. Estaba ilusionado con aquella novedad, que el imperio se abriera a conceptos de justicia e igualdad, y cuando me llegó el turno comencé a disertar muy inflamado. Los duques se sublevaron y me declararon un traidor. »El castigo era la decapitación, pero huí, y ahí me gané el ilustre título de desertor y el peligro de acabar muerto por cualquier soldado. Juré venganza contra esos dos traidores de Cantus y Loredo. ¡Me quitaron todo! ¡Me dejaron sin honor! El marinero tenía la vista perdida entre las llamas de la fogata. Ya había anochecido. —¿Y tú? —preguntó Mérdmerén—. ¿Qué siente un hombre del mar, náufrago en la tierra? —La mar… No hay como la inmensidad del mar —repuso Ságamas con la voz rota como al recordar un viejo amor—. Te sientes minúsculo en ese espacio azul profundo, misterioso como la vida misma. He visto ballenas, animales gigantescos, calamares y pulpos. He oído leyendas de dragones de agua y de peces tan grandes como un barco. Mi barco… »Fue amor a primera vista, jefe. Cuando compré la Mantarraya tenía quince años y solo quería navegar. No es fácil explicar esa vocación, esa llamada del mar. La gente creía que era a causa de una infancia desgraciada o que me había peleado a muerte con familiares o que pretendía abandonar a una novia. Pero no tenía nada que ver con eso. Desde el momento en que vi el mar, supe que mi destino sería cabalgar sobre su lomo para siempre. »El olor, la sal, los vientos, las tormentas, los mariscos. No hay nada como el mar, jefe. ¿Alguna vez has sentido esas ganas irrefrenables de poseer algo, sin que te importe lo que pueda pasar?, ¿que solo hay una cosa que debes hacer y que, si no lo logras, morirás o te volverás loco? Mérdmerén no tuvo que pensarlo mucho. «María de los Santos, cómo te extraño… Te recuperaré, te lo prometo. ¡Te recuperaré!». El marinero notó las emociones en el rostro de Mérdmerén. —Ya veo que sí —dijo Ságamas—. Lo mismo me ocurrió con el mar. Ese azul inmenso me enamoró con sus besos salados. El mar rompe a los débiles y pone a prueba a los valientes. El mar da sentido a mi vida. Ahora soy un pez fuera del agua, jefe. La caverna vibró con aquel flujo de emociones. Fuera, la luna brillaba a través de una manta de nubes. Se quedaron en silencio, solemnes. Mérdmerén nunca había narrado su caída en desgracia de una sola sentada, mucho menos aceptado que extrañaba de sobremanera a su esposa. «Será que ya estoy viejo», se dijo. «Pero me vengaré. Ojalá que mi esposa aún me espere, que mi hija me recuerde. Era solo una bebita cuando me la quitaron. Mi pequeña Ajedrea de los Rincones…». La noche no transcurrió tranquila, ni para Mérdmerén ni para Ságamas. Ambos se retorcían en sus abrigos de cuero, insuficientes ante el viento gélido, y por más que se arrimaban a la fogata, no entraban en calor. Detrás, varios túneles se adentraban en las profundidades de la roca y de allí procedían ruidos y exhalaciones tan frías como la noche. Mérdmerén dormía —si a ese duermevela podía llamársele dormir— con la espada en la mano. En dos ocasiones se despertó sobresaltado. Algo acechaba, ¿pero el qué? En la madrugada, mientras Mérdmerén cabeceaba, agotado, Ságamas se ocupaba de los preparativos para marchar. Entonces, los relinchos de los caballos los pusieron en guardia. Se miraron y salieron aprisa. Una jauría de reptiles voladores de envergadura formidable, garras largas y mortíferas, y dientes como dedos humanos acorralaban a sus caballos, que, atados a sus riendas, no podían escapar. ¡Eran cinco wyverns rojos! —¡Santísimo dios de la luz! —gritó Mérdmerén. Ya nada podían hacer más que asistir al banquete con el que se relamían los reptiles.
Uno de los wyverns se dispuso para escupir ácido. Las narinas se ensanchaban para descargar la dosis letal. Una flecha le atravesó la garganta. El ácido se derramó por su piel y lo quemó. ¿Qué había ocurrido? Los cuatro wyverns restantes bramaron con furia mientras buscaban al asaltante. Pasaban los segundos y no encontraban la amenaza. Se estaban poniendo nerviosos. Echaron el vuelo, pero uno de ellos agarró al caballo de Mérdmerén y se lo llevó consigo. El animal, con las garras clavadas en las costillas, agonizó entre gemidos, surcando el cielo.Otro wyvern más pequeño intentó lo mismo con el caballo de Ságamas, pero en ese preciso instante un mastín salió de la nada y apresó la cola del reptil. El wyvern perdió el equilibrio. Empezó a aletear para liberarse de la mordida, tratando de ganar altura, pero ese perro no era un chucho cualquiera. Del tamaño de un poni, y tan pesado como dos hombres, con los movimientos poderosos de su cuello estaba destrozando la carne del reptil. El wyvern se derrumbó entre alaridos, pero no estaba vencido. Se irguió para atacar, aún con el perro aferrado a su cola que no soltaba, hasta que la arrancó. La bestia chilló. Se giró con velocidad, lista para descargar ácido, cuando un segundo mastín se unió al combate. El segundo can cogió al wyvern por el cuello y se ensañó. El wyvern resoplaba, impotente. En ese momento, se oyó que algo se rompía y luego el chasquido de la carne calcinada. El mastín le había reventado las glándulas de ácido y ahora la bestia alada se cocinaba en su propio veneno. Los perros celebraron su victoria con ladridos colmados de fervor. Mérdmerén y Ságamas estaban paralizados, no podían creer lo que habían presenciado. Se echaron a temblar cuando los perrazos empezaron a aproximarse a ellos, mostrando los dientes afilados. El caballo de Ságamas relinchaba desesperado. —No te muevas —dijo Mérdmerén. —Ni de chiste… Deja que te huelan. Esas narices, tan grandes como manzanas, olfateaban sus cuerpos. Los animales eran tan grandes que llegaban hasta el pecho de los viajeros. Parecieron perder interés y Mérdmerén sintió alivio cuando se fueron ladrando. En esa dirección, tras la maleza, apareció una figura con un arco en la mano y una flecha anclada a la cuerda. Tenía las caderas sinuosas, la cintura marcada y unos senos llenos que caían libremente bajo una túnica de piel. El Desertor se retorció de placer. Se deleitó con el rostro de la mujer, una máscara de curiosidad y terror, con el cabello oscuro y sedoso, que se mecía con sus andares. —¿Quién… tú? —dijo al llegar hasta ellos, apuntándolos con la flecha. El acento y su aspecto la delataban como una mujer de las tierras de Devnóngaron. Mérdmerén se acordó inevitablemente de Balthazar. Ahora que la tenía tan cerca, pudo admirar el rostro de la mujer, de facciones bellísimas, ojos verdes y profundos, labios sensuales, tez dorada. Era tan alta como Mérdmerén calzado y bajo la piel se adivinaban unos músculos definidos y fuertes. La túnica le cubría lo indispensable, dejando al descubierto un cuerpo moldeado, de formas seductoras. Mérdmerén se olvidó de la flecha que le apuntaba al pecho. Ságamas, en cambio, demostró un mayor dominio de sus instintos. La crudeza del mar y lo que había aprendido de las arpías de los puertos lo mantenían alerta. —Yo soy Ságamas, marinero. Él es Mérdmerén, el jefe. Mérdmerén seguía perdido en los senos de la mujer. —¿Tú… matar a me? ¿Matar a me? —exigió la mujer, muy seria.
—No queremos matar a nadie. Solo estamos viajando. Vamos rumbo al norte. —¿No querer matar a me? —No, no queremos matarte. ¡Mérdmerén! ¡Reacciona, hombre! Ságamas le pegó un puntapié en la espinilla, lo que lo trajo de vuelta a la realidad. —¡Hijo de puta! —chilló frotándose la pierna. El grito alarmó a los mastines y a la Mujer Salvaje. —Disculpas, eeeh… —farfulló Mérdmerén—. ¿Cómo te llamas?— La mujer no respondió. —Disculpas, mi dama —repitió el hombre hechizado—. Vamos rumbo al norte y, si lo deseas, podemos ser tus escoltas personales y compartir cama. Ságamas entornó los ojos, incapaz de creer que el jefe estuviera tratando de seducir a la mujer. La Mujer Salvaje bajó el arco. —Peligro por aquí. —Con un gesto de la mano barrió el oeste—. Peligro por aquí. Malos. Malos por aquí. Ya no seguro. Ya no seguro. Ruthyia, hombre malo busca ruthyia para guerra. Ruthyia —dijo mientras apuntaba al reptil muerto—. Yo ser Usuma. Usuma, protectora de tierras. A veces ruthyia matar mis animales. Yo matar ruthyia. Hoy matar ruthyia malo. Malo. Ruthyia, del sur. Ságamas y Mérdmerén no entendían casi nada. —¿Dices que hay hombres malos por aquí? —Sí. —¿Hombres que cazan a los ruthyia? —Sí. Muy malos. Del sur. —¿Qué hay hacia el sur? —quiso saber Ságamas. Mérdmerén abrió los ojos como platos. —¡Némaldon! No hay región más macabra, llena de hombres malvados, de hechiceros y nigromantes. Esa tierra ha buscado destruir al imperio desde siempre. ¿Oíste hablar de un pueblo que fue destrozado hace años? Un pueblo de fincas famosas, el complejo de QuepeK'Baj. Al parecer la magia de Némaldon tuvo algo que ver, pero no es seguro. La mujer los observaba interesada, pero sin comprender. —¿Ahora hay hombres malos del Sur por aquí? —Preguntó Mérdmerén. —No. A veces busca Ruthyia… Malos, muy malos. Dos veces muertos regresar a vida. Dos veces. Muertos… —La Mujer Salvaje perdió la vista en algún recuerdo tormentoso. —¿Muertos a la vida? —Repitió Ságamas, en tono de burla. —Nigromantes, marinero. Son leyendas, pero dicen que hay hechiceros que hacen magia negra. Parece que matar a los muertos es de las cosas más difíciles que hay. —Se volvió a la mujer—: ¿Tú mataste a los muertos? Ella señaló a sus mastines, que jadeaban sentados al sol. —Mis devonicus matar a muertos. Buenas perras. Matar ruthyia. —Apuntó al wyvern derribado por los mastines. —¿Tú vives por aquí? —Yo ser mujer alfa, de Devnóngaron. Aquí por ruthyia malo. Madre dijo ruthyia malo no con hombres del Sur. Hombres malos. Mi tierra es Madre. ¡Nadie contra Madre!— La Mujer Salvaje elevó su arco al cielo, en gesto belicoso. —Si a alguien se le ocurre invadir Devnóngaron, es un pobre ignorante que no ha visto a estas mujeres, hombres y mastines —murmuró Mérdmerén, acordándose también de la fuerza y astucia de Innonimatus. —Jamás había visto a un Salvaje —dijo Ságamas—. Son una raza bella. Se les nota que
viven muy en contacto con la naturaleza, igual que yo con el mar. ¿Qué es Madre? La pregunta captó la atención de la mujer, lo que despertó los celos en Mérdmerén. —Madre: todo. Madre: amor, comida. Madre en todo, madre en mí —dijo apuntándose al pecho—. En ti, en todos. Si respeto, Madre lleva al Nogard Narg —dijo mirando al cielo. —Algún día me gustaría conocer Devnóngaron, me gustaría conocer a Madre —lanzó Ságamas. —Madre, buena. No quiere hombre malo. No gustar. Tú… —Se encogió de hombros—. Hombre de cosas olvida alma. No olvidar alma nunca. Alma más importante que cosas. Madre no quiere hombre que olvida. —Es como el mar —asintió Ságamas, perdido en los ojos de Usuma—. El mar es como Madre: vasto, infinito, te enamora, te envuelve. El mar da vida, el mar contiene los misterios del universo. —¿Mar? —preguntó la mujer confusa—. Yo, Madre. Amo Madre. Mérdmerén miró arriba. Por la situación del sol calculó que serían casi las ocho de la mañana. «Si no salimos ya, nos retrasaremos mucho, y eso sin contar lo que nos podamos encontrar más adelante. Encima, ahora tenemos un caballo menos», se lamentó Mérdmerén. —Regresar —dijo Usuma señalando hacia los matorrales por donde había salido—. Madre espera. Llevar cabeza y corazón de ruthyia. Comer, celebrar. Fue hasta los dos reptiles y, con el hacha, empezó a descuartizar a las fieras. Los hombres la veían trabajar, aquellos músculos tensos, la piel brillante, las redondas formas femeninas que se escapaban de la túnica. Los mastines comieron las vísceras que su ama les ofreció. —Sigamos, marinero —suspiró Mérdmerén—. Es linda, pero no tenemos nada que hacer aquí y no podemos perder más tiempo. Solo tenemos un caballo. —Claro, el Norte nos espera. —Deberíamos parar en el próximo pueblo y probar si conseguimos otra montura. —¿Con qué pagaremos? Mérdmerén se apartó del marinero y se dirigió a un wyvern decapitado. Cogió un ala y miró a la mujer. Como ella le dio el consentimiento con un gesto de la cabeza, cortó y se llevó una garra, con los dedos y las uñas. También cogió un par de colmillos. —Estas serán nuestras monedas. —¿Quién querría eso? —Un brujo, un hechicero o un chamán… Hay muchos en el imperio. Ambos montaron en el caballo, que se quejó por el peso, pero enseguida se lanzó al trote, en dirección al norte.
Capítulo IX - Cuando las tinieblas se erosionan Viajaron día y noche, y acamparon cuando terminaron de atravesar el inmenso bosque, cerca de la carretera. Se protegieron de los vientos del Norte tras unas piedras; al Este quedaba una llanura despejada, que les permitiría ver a los enemigos con tiempo suficiente si se aproximaran. Para Mérdmerén era evidente que alguien les seguía. Sus años de desertor le habían enseñado a confiar en esas corazonadas. No era un hombre que pudiera sobrevivir solo, en la naturaleza, como Innonimatus le había demostrado, pero era supersticioso y precavido, y ya se sabe que hombre precavido vale por dos. —Esos hijos de puta que nos están oliendo el trasero —dijo Mérdmerén— deben ser los dueños de los caballos o una banda de cazarecompensas que buscan mi cabeza. Lo que no saben es que matarme a mí es más difícil que a un wyvern arrinconado. —Me lo creo —repuso el marinero. El hombre del mar se sentó sobre una roca cerca del fuego. El caballo gozaba de la abundancia del pasto. —¿Todavía tienes carne curada? Estoy harto de las frutas del bosque. Después de dos días de marcha, necesito carne. ¿Me das, por favor? —No me queda, pero maté esto en el camino. —De un pliegue de la ropa sacó una lagartija muerta—. Pensé que nunca me pedirías. Alcánzame ese palo de allá… Oye, jefe, sé que nos conocemos poco, pero si vamos a viajar y a pasar tanto tiempo juntos más vale que te acostumbres a pedirme cosas sin temor. Ya llegará el momento en que yo tenga que pedirte a ti. Ahora, venga, carne de lagartija a la brasa. El marinero pinchó la lagartija con el palo y sonrió. Le faltaba un incisivo y tenía dos dientes de metal. Acercó el animal al fuego. —¿No la despellejas? —preguntó Mérdmerén. —Mejor tostar primero la piel, jefe, para luego poder retirarla igual que la de un plátano. El calor hace que la piel se despegue. Así, además, se conservan los jugos de la grasa y que le dan sabor a la carne. Queda más rica. La pena es que este animalillo tiene poca grasa. Ay…, qué tiempos aquellos con tantos peces y crustáceos… —¿Qué es eso? —preguntó el Desertor muy interesado. El marinero se había sacado del bolsillo un pequeño morral. —Sal de mar, jefe. No hay como la sal del mar. Es un gran conservante, da sabor aunque también lo mata si no respetas la cantidad. Sal de mar, Jefe. Sal de mar.” El marinero le pasó un cristal de sal del tamaño de una oliva. —Mantén este cristal cerca de ti, jefe. Cuando la comida esté insalubre, le agregas una pizca y ya está. Mérdmerén analizó el obsequio y se sintió muy agradecido. Sonrió débilmente y se lo guardó en el cuero de su armadura. Miró de nuevo al cielo, embriagado del espectáculo nocturno. —Las estrellas me fascinan —dijo. —Te entiendo. Para el marinero son una gran compañía.— El olor a lagartija asada comenzaba a despertar los sentidos del antiguo noble. —Jamás he comprendido cómo podéis guiaros con ellas. —No es sencillo, pero luego de ver los mismos cielos durante tantas noches las estrellas pasan a ser tus fieles acompañantes. No soy astrónomo, pero sé que allá está D'Lirio, la flor que llora, una constelación clásica. Allá puedes ver a Morrón, el Jabalí Furibundo. Para guiarte
durante las noches basta con buscar aquella estrella que está allá, la que se esconde tras las nubes con frecuencia. Se llama Belforte, bella y fuerte. Es polar, es decir, siempre indica el Norte. Ságamas retiró la lagartija del fuego, le quitó la piel tan fácilmente como había predicho y le ofreció. Al contrario de lo que Mérdmerén había imaginado, la carne no estaba del todo mal. Después de su frugal cena, los viajeros se acostaron y enseguida se rindieron al sueño. *** La madrugada los despertaba con ternura cuando un ruido inusual los alarmó. —¿Qué ha sido eso? —dijo el marinero poniéndose en pie con dificultad. —Creo que el caballo.— El Desertor ordenó silencio con un dedo en los labios y Ságamas asintió. Sacó su espada y se internó entre ramas y matorrales. Mientras, el marinero empacó lo más rápido que pudo: una sartén vieja, una paleta de madera y un saco de coronas. Como recuerdos, también llevaba un anzuelo y una punta de arpón, que había roto al matar un calamar gigante que casi le hundió el barco. —¡Hijos de la grandísima puta! ¡Nos han robado el caballo, las riendas y los estribos! Esos miserables no se atreven a atacarnos directamente, pero quieren debilitarnos. —Con esta pata de palo no podré ir rápido, Mérdmerén. Temo que seré más un peso que una compañía. —El viejo se ensombreció—. No aguantaré los rigores del camino. —No seas imbécil —se enojó Mérdmerén—. Soy el jefe y no te dejaré atrás. Me vale mierda si tienes que gatear, pero lo haremos juntos. Ahora, marinero, debemos pensar qué hacer… Se me ocurre que podríamos cazar a los malditos que nos persiguen, pero podrían superarnos mucho en número. Y tú, además, no estás en muy buena forma. Lo siento, pero es cierto. —No imaginé la falta que nos haría un caballo… Nos tienen por las pelotas, amigo. Cómo me molesta… Sin un método de transporte acabarán cogiéndonos. Deberíamos ir a la carretera. Quizá nos crucemos con alguien que se apiade de nosotros. —Eres un iluso, marinero. Solos, sin caballo, seríamos el blanco perfecto de toda clase de bandidos. Nos apalearían hasta matarnos y luego nos arrojarían a cualquier foso. No, continuaremos en paralelo a la carretera, siguiendo a la estrella Belforte, tal como dijiste. Es la única opción. Apagaron el fuego e iniciaron la marcha. A pesar de que había amanecido, el bosque parecía más oscuro.
Capítulo X - Desconsuelo El viaje por el bosque fue un martirio para el marinero. La pierna de palo se le clavaba en el terreno, se le enganchaba en las raíces, se quedaba atascada en los agujeros. Además, el hombre era demasiado mayor para una travesía de esas características. Mérdmerén, en cambio, parecía estar en su elemento. Su época como bandido le había brindado un buen entrenamiento. El marinero jadeaba. Su rostro estaba pálido y sudaba frío. Se agarró el pecho. —Maldito desertor…, me vas a matar. ¿Y dices que el camino se pondrá peor? No sobreviviré. Por los pulpos y los calamares, me voy a morir y mi cuerpo se pudrirá en la tierra. Es un infierno. —¿Y qué quieres que haga yo? —exclamó Mérdmerén. —Joder, jefe, ¡ya te dije que me quiero morir en el mar! Mérdmerén se detuvo un segundo y volteó a ver a su camarada. Estaba doblado por la mitad, las manos sobre las rodillas, resollando como un caballo a punto de morir. —Jefe… —Ságamas tenía cada vez mayores dificultades, incluso para hablar—. Necesitamos un caballo cuanto antes. Debe de haber algún asentamiento cerca… No aguanto más… Mérdmerén se rascó la barbilla. «No puedo dejarlo morir. Aunque sería más sencillo continuar solo, es mi compañero y debo cuidar de él». —Muy bien —dijo finalmente—. Haremos una breve pausa. Iré a ver si descubro un asentamiento. Se internó entre los árboles con agilidad. Al poco rato encontró lo que parecía un camino bastante transitado. El sendero estaba claramente trazado, con muchas huellas de pasos. Se agachó para analizarlas y se dio cuenta de un detalle desconsolador: las huellas más frescas iban hacia el sur. Eso significaba que o bien el poblado se encontraba en esa dirección, opuesta a su destino, o bien que los habitantes habían abandonado el asentamiento, quizá huyendo. Al regresar, el marinero había recobrado gran parte del color en el rostro y respiraba con normalidad. Limpiaba la daga y había arreglado el atado con sus pertenencias. Ese hombre cuidaba celosamente de sus recuerdos. Entonces, el marinero se llevó un dedo a los labios y ordenó silencio. Le indicó a Mérdmerén que se escondiera detrás de un árbol grueso. Mérdmerén obedeció y vigiló, aunque no veía nada más que follaje. Algo se movió. El corazón se le aceleró y notó el latido en las sienes. Al lado se le había puesto Ságamas, que había palidecido de miedo. Mérdmerén volvió a centrarse en el bosque. ¡Otro movimiento! No iba a quedarse ahí, quieto. Echó a andar hacia allí cuando oyó un graznido. Frenó en seco y volvió a esconderse. Vio escamas rojas… ¡Un wyvern! Mérdmerén se adelantó un poco y en efecto encontró a un wyvern boca abajo, subiendo y bajando el cuello con desesperación. El reptil tenía la boca llena de sangre y restos de carne entre los dientes. Su lengua bífida siseaba, tenía la mirada completamente ausente. Mérdmerén sintió pena por el reptil. Se aproximó con cautela y el reptil de inmediato le devolvió la mirada. Era penetrante y, a pesar del estado de inferioridad de la bestia, consiguió atemorizar al hombre. —¿Qué jodidos haces, Mérdmerén? ¡Te va a matar! —le gritó el marinero. Bajo la luz del sol, las escamas rojas parecían rubíes. Mérdmerén se acercó un poco más. El bicho tenía un ala atravesada por una flecha larga, muy similar a las de Usuma, la Mujer Salvaje que los había salvado del ataque de los wyern. —¡Está herido! —gritó Mérdmerén. —¡Que se muera! —contestó el marinero, aún detrás del árbol.
—No puede hacernos nada, tranquilo. Ven, no pasa nada… —Se acercó más al animal—. Déjame ver qué te ha pasado… El wyvern se puso en guardia. Levantó la cabeza, tan grande como la de un toro recio. Tenía unos cachos diminutos y varias escamas en la trompa. Estiró las alas al máximo, infló el pecho y tuvo que recogerse enseguida. El dolor era más fuerte que su orgullo. Mérdmerén no lo dudó: avanzó, agarró la flecha y se la arrancó. —¡Estás loco! ¡Pudo haberte matado! —bramó el marinero, lleno de preocupación. El reptil graznó y extendió las alas, como comprobando que se había liberado de la saeta. De un salto, se elevó y empezó a volar. —Hoy he ayudado a un wyvern; el día de mañana, alguien nos ayudará a nosotros. La vida, querido marinero, es un círculo de favores. —¿Eso también lo aprendiste en tu época de bandido? —preguntó el marinero con sarcasmo. —Así es. —Verdaderamente estás loco, jefe. Con razón nadie se mete contigo. El Desertor se limpió el sudor de la frente. —He encontrado un sendero que se dirige hacia el oeste, a una región montañosa y de densos bosques. Hay señales de que cerca vive gente. —Calló el dato de la posible huida de esa gente. —Ojalá tengas razón, jefe. La mala suerte nos viene pillando el culo. A pesar de que el camino era igual de complicado e irregular, tanto Mérdmerén como Ságamas sintieron que lo recorrían con más ligereza. Los impulsaba la esperanza de llegar pronto a un pueblo, entrar en una de sus tabernas y pedir un estofado caliente con cerveza templada. El estómago lleno y el cariño de una mujer a cambio de unas pocas monedas les sentarían bien. —¿Crees que aún nos persiguen? —preguntó Ságamas. —Seguramente, marinero. Pero esos son unos cobardes, no se atreven a tocarnos. El follaje era bastante espeso, aunque no tanto como para divisar amenazas a una distancia suficiente. Al llegar a la cúspide de la montaña, divisaron una garita abierta como un animal destripado. Mérdmerén y Ságamas sonrieron, y sin necesidad de palabras se pusieron en marcha hacia allí. Pero cuando se hallaban a unos pocos pasos, un miedo inexplicable les atenazó la voluntad. —¿Sientes eso? —susurró Mérdmerén, sacando su espada oxidada del cinto.Alrededor todo estaba en silencio, como si el sonido se hubiera escapado de allí. El marinero volvía a estar pálido. Apretaba la daga, escrutaba los árboles, los arbustos, las sombras. Mérdmerén se centró en las ramas de un árbol. Ságamas siguió la mirada y vio que ahí algo oscilaba. Los dos hombres se quedaron estupefactos, incapaces de pronunciar una palabra. Al menos cincuenta niños, cien adultos y un par de ancianos estaban colgados por el cuello. El olor a muerte se les pegó al cuerpo a los viajeros. —Sígueme… —murmuró Mérdmerén—. Tenemos que averiguar qué pasó aquí. —¿Recuerdas lo que dijo Usuma? ¿Algo sobre la maldad? —Lo recuerdo, y también que no quise creerlo.— Mérdmerén se acordó de las palabras de Balthazar. Tampoco las había creído. «Tenías razón, Innonimatus», pensó. El mal había despertado y llegado al imperio. De momento prefirió callar; su compañero no pasaba por su mejor momento. Cuando cruzaron la garita, notaron que no había signos de violencia o de lucha. Era extraño, aunque el pueblo estaba completamente desolado. Muchas casas estaban tapiadas. —¿Qué carajo ha pasado aquí? —se preguntó Mérdmerén con el corazón helado. El sol de la tarde caía y pronto anochecería. —No quiero averiguarlo. Mejor, vámonos —propuso Ságamas temblando, con ojos
nerviosos. Mérdmerén lo tomó por el brazo y lo animó a continuar. Doblaron una esquina y se toparon con una montaña inmensa de cadáveres. —¿Pero qué es esto? —farfulló el marinero, turbado. —El infierno. Los cadáveres se apiñaban empalados, desmembrados, decapitados. Mérdmerén presintió una amenaza y elevó la espada. —¡Vámonos de aquí! ¡Ahora! —aulló el Desertor—. Aquí no hay más que desgracia… ¡Por los dioses! —¡Vamos, vamos! —asintió Ságamas. Pero habían tardado demasiado en salir de allí. Un ser encapuchado, vestido de negro, emergió de la nada, rodeado por una estela de sombras oscilantes que siseaban quejidos de almas desamparadas. Solo se le veían las manos, que no eran más que piel blanca y hueso. El encapuchado murmuraba algo ininteligible mientras levitaba. —¡Deténgase ahí mismo! ¡No dé un paso más o se las verá conmigo! —Avisó Mérdmerén. Dos cadáveres empezaron a moverse. Primero se retorcieron las piernas, luego los brazos, después las cabezas. Los ojos se les encendieron de rojo y pronunciaron lamentos guturales. Se arrastraron por el suelo hasta que lograron ponerse en pie y empezaron a caminar con torpeza y la boca abierta y hambrienta. Eran los macabros títeres de un ser sin alma. —Aquí solo hallaremos la perdición. ¡Nos vamos! Una flecha larga y pesada atravesó la cabeza de uno de los cadáveres, que cayó en el acto, como un costal de papas. Otra flecha atravesó al segundo cadáver por las sienes. Dos flechas hicieron diana en el pecho del encapuchado, que emitió un grito grave y ensordecedor, y en un segundo se esfumó, llevándose consigo la estela de sombras.
Capítulo XI - Ultimátum Mérdmerén jamás se había sentido tan aliviado de ver a alguien nuevamente, más aún tratándose de una mujer tan hermosa. El aspecto de Usuma parecía expresarle de que ella había presenciado horrores similares o quizá mucho peores. La Salvaje tenía un corte superficial a lo largo del pecho y su hacha estaba manchada de sangre. —Hombre cubierto ser malo. Traer muertos…—Usuma se derrumbó. Se tapaba la cara y sollozaba. Alguna que otra lágrima se coló por sus dedos y fue a parar a esa tierra maldita. Los mastines se le acercaron mimosos. —Todo… va a estar bien… —intentó consolarla Mérdmerén, pero ni él se creyó sus propias palabras. No entendía nada de lo que había visto, pero presintió que era algo complejo y que solo había sido testigo de una pequeña muestra de un infierno insondable. —Tenemos que irnos de aquí. Esto es una locura. Aquí solo hay sufrimiento y dolor. —En el mar —empezó el marinero, algo más tranquilo—, cuando se pesca demasiado y no se vende, se acumulan los cadáveres y hay que quemarlos, porque si no se convierten en una fuente de insalubridad, foco de enfermedades y causa de más muertes. —¿Qué estás diciendo? —Que hay que quemar los cuerpos. Además, si ese hijo de la gran puta puede revivir a los muertos, ¿cómo no vamos a caer nosotros en su rapto? Pero si quemamos esos cadáveres, le quitamos las marionetas a ese demonio. Y, además, prevenimos la peste. Los caninos gemían, compartiendo la pesadumbre de su ama, la Mujer Salvaje que les había salvado la vida. —Yo tener que ir… No ser de Mandrágora. Mujer Salvaje no bienvenida. Madre espera. Madre, allá —dijo, apuntando hacia las montañas—. Usuma, no bien. Mucho mal aquí. No entender. No entender. La mujer se dio la vuelta y salió corriendo para perderse entre los árboles y arbustos. Sus muslos atractivos y ensangrentados fue lo último que se le quedó grabado a Mérdmerén. —Quememos la hecatombe —dijo con una expresión extraña en su rostro. —No va a ser difícil —repuso Ságamas—. Todos esos gases en estado de putrefacción ayudarán a que la pila de cadáveres se incinere con mayor velocidad. —¿Qué diablos pasó? —se preguntó Mérdmerén. —Los dioses sabrán… El demonio que vimos…, tenía manos de hombre, pero de piel y hueso solamente. Y esas sombras danzando a su alrededor… El marinero avanzó hacia la montaña de cuerpos sin titubeos. A Mérdmerén le dio por pensar que quizá el viejo imaginaba que surcaba el mar hacia una imponente ola. *** Esa noche no durmieron bien. Habían continuado su camino a toda velocidad, siguiendo el curso del río que fluía hacia el norte, tributario del Márgades. Bebían y comían todas las frutas que encontraban; no tenían tiempo ni concentración para la caza de animales. Sin embargo, arrastraban una gran pesadumbre desde que abandonaron el pueblo asolado, y no se libraban de la sensación de que los acechaba un demonio que por el momento se mantenía invisible. A veces les parecía oír un ruido de pasos y miraban hacia atrás, para no encontrar más que la frondosidad de la naturaleza. Hablaron poco y, hacia las seis de la tarde, cuando encontraron una llanura, decidieron detenerse. El marinero parecía morir cada vez que se
esmeraba en andar deprisa, pero el miedo parecía haberlo inflado de valía. Cuando la oscuridad fue total, Mérdmerén se puso nervioso como pocas veces. No poder vigilar los alrededores fue una tortura. Los árboles parecían cobrar vida y abalanzarse sobre ellos, el viento ululaba entre las ramas notas fúnebres. Apretaba con firmeza la espada, aun a sabiendas de que con ese hierro poco podría hacer ante aquel demonio encapuchado. El marinero tampoco encontraba sosiego. Se despertaba cada cinco minutos con la sensación de que una sombra pesada se sentaba encima de él. En el conoció diferentes horrores, pero nada similar a ver cadáveres resucitando. Mérdmerén iba a contarle a Ságamas aquello de lo que Balthazar le había advertido. Sin embargo, la noche parecía tener los oídos preparados y lo que menos deseaba era atraer a los demonios. Esperaría a que llegara la luz del día. *** Al día siguiente, el sol los envolvió con dulzura. Con sus dedos largos acarició los sentidos de los viajeros y relajó sus negros pensamientos. Se levantaron enseguida. Por encima de las copas de los árboles ambos asistieron a un espectáculo inefable. Como un durazno dulce de júbilo, el sol se alzaba entre las nubes, dispersas como canoas a lo largo del cielo, teñidas de un rosa liviano o de un naranja o de un azul como de arándanos. Los viajeros cerraron los ojos, dejándose acariciar por la cálida mañana, que les despejó el alma y la mente. Por un instante, sintieron que la gloria y la paz eran tan posibles como el el soplido del viento entre las hojas de un cedro. A pesar de la falta de sueño, Mérdmerén y Ságamas recobraron las fuerzas del cuerpo y del corazón. En el horizonte, verde, fértil y surcado de senderos ocultos y maravillosos, se dibujaba el perfil de las altas montañas. Mérdmerén respiró profundo. Estaba listo para seguir luchando, para continuar el camino y conseguir su propósito. —Ahora nos persiguen dos, Mérdmerén. —Lo sé, marinero. Espero que uno de ellos desista. Al marinero se le ensombreció la mirada. —¿Te acuerdas de esa historia que corrió sobre un pueblo llamado San San-Tera? ¿Que fue completamente destrozado y que nunca se supo quién había sido el responsable? —Claro que me acuerdo, hablamos de ello el otro día. De allí procedía Eromes, uno de los mejores finqueros de este imperio. —¿Estará relacionado con lo que hemos visto? —No lo sé, marinero, pero si es así hay que evitar que esa amenaza acabe con todo el imperio. Debo decirte algo…, sobre nuestra pequeña misión… —Mérdmerén agachó la cabeza. —Joder. ¿Me vas a decir que estás involucrado en esta desgracia? Me vas a matar, Desertor. Ya te dije que no quiero morir en tierra. —Un mensajero muy importante me ha advertido de que las sombras han despertado, que un enemigo antiguo y poderoso se ha fortalecido y pone en peligro al imperio. Después de ver aquello no me cabe duda de que esas palabras se quedaban cortas. Dices que no sabes mucho de nuestro imperio; ahora te enterarás de lo poco que sé de nuestra historia. Mérdmerén le hizo partícipe de lo que sabía acerca de los Tiempos de Köel, después de la destrucción de Flamonia durante la guerra de un Lamento. —¿Y cuál es tu papel ahora? —Debo informar al rey —dijo. Era una parte de la verdad. La otra era que deseaba vengarse de sus enemigos y, por qué no, quizá quedaría ese puesto vacante del que había hablado Balthazar, cuando el imperio tuviera que rehacerse. Presintió que seguía el camino
correcto y no iba a desviarse. —Ahora más que nunca hay que llevar la noticia a Háztatlon, alertar al rey Aheron III. Solo espero que el consejo quiera escucharme… —dijo entre dientes—. Vale, sigamos. Pronto llegaremos a un poblado, ojalá que hoy. Necesitamos caballos, por los dioses, y comida digna…, y el calor de una mujer. —Me gusta el plan. Vamos. Los viajeros recogieron, ocultaron las ascuas y sus huellas, crearon otras para desorientar a sus perseguidores, aunque en el fondo sabían que el enemigo era lo bastante inteligente como para no dejarse engañar por pistas falsas. *** El día resultó mucho más soleado y agradable de lo esperado. El sol, radiante en un cielo despejado, calentaba sin piedad las espaldas de los viajeros, quienes tenían que parar para refrescarse en las aguas del río. Durante el camino, rieron, se contaron chistes, intercambiaron experiencias, aunque no olvidaban el infierno del que habían sido testigos. Mérdmerén reflexionaba sobre qué haría al llegar a Háztatlon. Soñaba con reencontrarse con su esposa, con tenerla entre sus brazos, o dándole las buenas noches a su hija. No podía evitar acordarse de su vida como consejero. Se arrepentía de haber sido tan codicioso. «Bien pagadas están mis penas. Es hora de vengarme y dejar que otros paguen por las suyas», pensaba mientras esquivaba charcos y saltaba sobre piedras, disfrutando del día. Ságamas estaba imbuido en sus propios pensamientos. El agua fría, dulce y poco profunda del río le traía a la memoria el mar, su barco encima de las olas. Le apenaba que nunca pudiera volver a navegarlo. A las cuatro de la tarde, cansados pero animados, divisaron un pueblo grande. El humo de las chimeneas les indicó que estaba habitado. Por un momento dudaron: ¿qué iban a encontrarse allí? La única manera de averiguarlo era entrando. Lo primero que los sorprendió fue la ausencia de calles y edificios; en su lugar, había árboles y mucho verdor, y alguna que otra torre de piedra clara. Habían construido la ciudad en el bosque, respetando la naturaleza. La entrada estaba protegida por dos grandes ceibas y una barra de metal en medio. Al lado de cada ceiba se levantaba muralla de piedra, de al menos dos zancadas de altura, con atalayas cada pocos metros, custodiada cada una por dos guardias armados hasta los dientes.Al llegar a la entrada, salieron dos guardias montados en unos corceles de color dorado con manchas blancas en el hocico. Los animales eran muy bellos, se notaba que eran objeto de los mejores cuidados, día tras día. Los soldados iban bien cubiertos, con cuero grueso y una cota de maya desde el cuello hasta por debajo de la cintura. Portaban una lanza larga y amenazante; en el cinto, una espada corta y otra larga. —¡Alto! —ordenaron los guardias. —¿Dónde estamos? —preguntó Mérdmerén. —Estas son las tierras de don Trágalar el Máximo, las fincas del Licaf y Atisbar, conocidas en el imperio por su exportación de café y caballos. Son propiedad del Máximo y nadie puede entrar, salvo que obtenga un permiso directo del señor de estas tierras. Mérdmerén lanzó una mirada hacia el interior de la muralla. Había torres de piedra por doquier y un castillo en el centro. Desde fuera se oía el rumor de sus habitantes; parecía día de mercado. Ahora que recordaba, a Mérdmerén le sonaba algo de aquellas fincas, aunque nunca
imaginó que fueran tan prósperas. —Somos dos viajeros con necesidad de comida, refugio y transporte. Nos asaltaron unos bandidos y nos robaron todo, excepto nuestras vidas. Estoy seguro de que don Trágalar será bondadoso con dos hombres que solo piden un descanso de unos pocos días. Los soldados se consultaron con la mirada. —Seguidme —dijo uno de ellos desmontando y guiándolos adentro. Enseguida se cruzaron con gente. Todos iban armados, al menos, con una daga, incluso los niños y los ancianos. La vegetación campaba entre los edificios, verde y frondosa. Cada torre debía de albergar a un número alto de familias. La finca superaba en tamaño y belleza a cualquiera de las fincas del complejo el QuepeK’Baj en sus tiempos de gloria, antes del desastre que arrasó con todo. Dos damas de cabello negro y ojos almendrados pasaron cerca de los viajeros, que se derritieron bajo aquellas miradas de párpados entornados. Todas eran bastante parecidas en el pelo, la forma de la cara, la nariz corta y respingona, los labios carnosos y la figura esbelta. Con los hombres ocurría otro tanto. Parecían una gran familia. Llegaron a una torre con aspecto antiguo, a juzgar por el musgo y el estado de la piedra. Solo tenía un ventanuco protegido por gruesos barrotes de metal. El soldado abrió la puerta y los invitó a pasar. —Podéis esperar aquí a don Trágalar. En cuanto Mérdmerén y el marinero cruzaron el dintel, el guardia les cerró la puerta. —¿Somos prisioneros o qué? —preguntó el marinero. El suelo de piedra estaba frío y no había donde sentarse. El ventanuco no dejaba pasar mucha luz. —Será parte del protocolo —dijo Mérdmerén con una esperanza que se esfumó cuando leyó los mensajes de la pared: «Que los dioses me den amparo»—. Creo que nos hemos entregado voluntariamente a las mazmorras de este pueblo —conjeturó Mérdmerén con el corazón hundido—. Al menos nos han dejado las armas. El marinero estaba derrumbado. La pierna de palo resbaló sobre el musgo y un barro gelatinoso. El Desertor sintió un escalofrío: ese sitio había sido un centro de tortura. Un chasquido en la cerradura desvió la atención de Mérdmerén. Se abrió la puerta y apareció un hombre de estatura baja y barbas negras. Se apoyaba en un bastón de oro con una gema roja en el pomo . Iba vestido con prendas de oro y una cota de maya que parecía de hierro. Se acercó a ellos con mucho interés. —Bienvenidos a mi finca. Mi nombre es Trágalar el Máximo, y soy el dueño de estas tierras que mis antepasados llamaron Licaf y Atisbar.— Hablaba con un tono de voz entre sarcástico, agresivo y altivo—. Tenéis un minuto para explicaros. —¿Cómo así? —se alarmó Mérdmerén por el ultimátum. —Durante meses han estado viniendo desertores, ladrones, violadores, asesinos y una cantidad de seres indeseables. Una vez dejamos entrar a un espía de Némaldon e hizo de las suyas. Violó a dos mujeres y mató a un guardia. Desde entonces he redoblado la seguridad y nadie puede circular por mi territorio sin pasar antes por la Mazmorra de la Verdad. Tenéis un minuto para explicaros y convencerme que no sois un par de hijos de puta y que vuestra vida vale más que la comida para las ratas. Si no me convencéis, daré la orden de derramar aceite caliente en vuestros cuerpos, y luego invitaré a las ratas a que se coman la carne achicharrada. Os queda medio minuto. —¡Un momento! Señor Trágalar… —rogó Mérdmerén.—Vamos a morir —dijo el marinero con serenidad.—Mi señor… Solo somos dos viajeros que venimos del sur.Vamos hacia el norte, hasta Háztatlon.—Vamos a morir.
—Mi señor, mi nombre es Mérdmerén, fui consejero y propietario de la finca Santiago de los Reyes. —Vamos a morir. —Mi señor, mi misión es vengarme de don Cantus de Aligar y don Loredo Melda…Esos hijos de puta me quitaron todo lo que era mío. ¡Me desterraron! ¡Mi señor! Hubo un silencio rotundo. Solo se oía el resuello de Mérdmerén, que esperaba, impaciente, el veredicto. El marinero parecía haber encontrado la paz en sus recuerdos sobre el mar. —Don Cantus de Aligar —dijo Trágalar, como saboreando algo agrio— es un malparido que intentó usurpar mis tierras hace unos años y Loredo de Melda es otra rata. ¿Has dicho que te llamas Mérdmerén?, ¿de la Casa Santiago de los Reyes? Me suena… Así que te desterraron… Mérdmerén; ¿de qué me sirve hospedar a alguien como tú y al viejo de su amigo? ¿Qué gano yo o mis bellas tierras? Mérdmerén atisbó la oportunidad. —Tenemos un enemigo en común, yo he jurado venganza contra él. Cantus me lo quitó todo. Me engañó, me dijo que éramos amigos para luego jugármela y clavarme la daga en la espalda. Loredo le ayudó a ejecutar su plan y se quedó con todo lo que era mío…, también a mi esposa y a mi hija. Trágalar esbozó algo parecido a una sonrisa de compasión, pero se recobró pronto. — Todos los nobles del consejo son escoria. Por su culpa el imperio está en las últimas. Son unos ladrones, unos asesinos, unos usurpadores. Todos vosotros sois la peor desgracia de la humanidad. No veo por qué debería mantenerte vivo; más bien, siento la obligación de matarte. Has cometido un doble pecado: ser consejero y un desterrado. Eliminarte sería un honor, una operación de higiene… ¡Eh! —le gritó al marinero—. ¿Y tú quién eres? ¿Y por qué acompañas a esta rata? —Soy un marinero de Moragald’Burg, embargado por este imperio desgraciado — contestó, abandonando sus pensamientos y volviendo en sí—. Quiero recuperar mi barco, que se encuentra en Háztatlon. Cuanto antes regrese al mar, mejor. Me asocié con Mérdmerén porque es un hombre de palabra y de buena fe. Trágalar y sus soldados respondieron a carcajadas. —Oíd, señores —dijo el guardia que los había conducido hasta allí—. Vuestra historia no convence, así que moriréis como un par de ratas. Un antiguo consejero después desterrado y su secuaz, un don nadie que ya se ha hecho a la idea de morir… El mundo seguirá girando y no os recordará jamás. ¡Traed el aceite! ¡Quemadlos! El señor ya se había dado la vuelta. El corazón de Mérdmerén se hundió con la esperanza de cobrarse la venganza, de ver a su esposa , a su hija, sus tierras. Finalmente, acabaría sus días en una mazmorra fría y desolada. —Jamás debí asociarme contigo —dijo Ságamas con la mirada perdida—. Tenían razón las habladurías: estás maldito. La muerte es mi salvación. Se oyeron unos ruidos de arrastre, señal de que el aceite hirviendo venía en camino. Se abrió una compuerta sobre ellos y, luego, la agitación violenta del líquido espeso. —¡Un momento! Una anciana severamente jorobada, de cabellos blancos, ralos y finos —se le veía el cuero cabelludo—, ojos negros profundos y dientes podridos, se aproximó a Trágalar con velocidad. Una rama de árbol seca hacía las veces de cayado. —¡Detente ahora mismo, Trágalar! Si ajusticias a esos hombres, te arrepentirás.— La anciana, frágil, encorvada, pequeña, dejó a los soldados congelados en el sitio.
—¡Brujilda! ¡Pero si son un par de ratas! ¡Un noble desterrado y un don nadie! ¡Deben morir! —se defendió Trágalar como un niño que intenta justificarse ante su madre. —¡Que no, he dicho! ¡Niño imprudente! Saca a esos hombres de las mazmorras ahora mismo o tendrás que vértelas conmigo.Y ya sabes lo que eso significa.— Trágalar bufó, resopló, apretó los puños. —¡Soltadlos! —chilló. Los guardias dejaron paso y abrieron la puerta de la mazmorra. Mérdmerén salió casi sin aliento, incapaz de creer su suerte. Sentía la adrenalina corriendo por sus venas. Ságamas, por el contrario, casi se arrastraba, como si hubiese preferido la muerte. —Márchate —le dijo Brujilda al señor de las tierras—. Yo me encargaré de estos dos. El hombre refunfuñó y se fue, no sin antes lanzarle una mirada de odio a Mérdmerén, igual que un niño castigado. —Vosotros dos, venid conmigo. ¡Nadie los toca! —advirtió la anciana a los guardias—. Este está maldito y el otro, tocado por las tinieblas.— Todos los que estaban alrededor, soldados, señores, niños, ancianos, se esfumaron al instante. Esa anciana tenía poder. —Venid rápido, mis queridos. Este lugar no podría estar más lleno de superstición.
Capítulo XII - Garras y colmillos Mérdmerén no se había liberado de la tensión, ni Ságamas de la profunda nostalgia. «Al menos, la vieja vive lejos del castillo», pensó Mérdmerén. «¿Quién será esta señora para hablarle así al dueño de este sitio?», se preguntaba mientras observaba su vivienda, un agujero en una roca, con una puerta mal puesta y un hedor a muerte. Tomó asiento; Ságamas hizo lo mismo. Desde luego parecía derrotado, uno de esos viejos que está listo para morir. Mérdmerén se fijó en la pierna de palo, bastante desgastada, en el rostro demacrado. «No sé si podrá continuar», se dijo. Mientras, la vieja preparaba algo en una caldera de metal, muy concienzuda. Refunfuñaba y dialogaba consigo misma.El Desertor paseó la vista por la diversidad de artilugios colocados por todas partes. Trágalar la había llamado Brujilda. ¿Sería una bruja? Las paredes de la cueva eran de piedra húmeda, sembradas de parches de moho verde oscuro. En algunos rincones, unos clavos sostenían cabezas de ajo, lienzos de cuero y otros objetos que no reconoció. Aquel espacio era muy distinto de los hogares a los que Mérdmerén estaba acostumbrado. Quizá Ságamas pensaba algo parecido, pues sus ojos se mostraban curiosos. Se habían detenido en un lecho de paja sobre piedra, al lado de una mesa repleta de libros y objetos diversos, como cachos, piel seca y huesos de animales. Al fondo, la vieja se las había ingeniado para dedicar un hueco al fogón. Adosada a la cocina había una estantería a punto de desplomarse por el peso de utensilios culinarios y con otros fines mágicos. —Son restos son de ruthyia —dijo la vieja, de espaldas a los hombres—. Ruthyia mactans, ruthyia lantans, ruthyia obliterans. Es el reptil que la mayoría de la gente conoce como wyvern y que otros confunden con dragones. La mujer echó la vista por encima del hombro y miró a Mérdmerén un instante. —¿Sabes cuál es su origen? Se cree que viene de los dragones. Hay dos ramas: los negros y los rojos. Los rojos son más letales, pero los negros son los únicos domesticables. Los negros los utilizan en Némaldon como medio aéreo de ataque y transporte. En el imperio y en otras partes del mundo hay más ruthyia rojos que negros.— La vieja hizo otra pausa, segura de su autoridad. —Si intercedí por vosotros es porque tenéis algo para mí —dijo con entusiasmo, frotándose las manos. Si no fuera por las arrugas, cualquiera diría que era una niña emocionada ante la promesa de una golosina. Mérdmerén sacó la garra de wyvern de su morral y la vieja se quedó boquiabierta. —¡Finalmente! —exclamó al cabo de un rato, extendiendo sus manos huesudas con las uñas mal cortadas y sucias. —Un momento —dijo Mérdmerén, retirando la garra y dejando a la vieja con las ganas y la frustración del desafío—. Esta garra tiene un precio. —Rata peluda… ¿Y no te parece suficiente haberte salvado la vida? Hijos de la maldición, conmigo no valen vuestras artimañas de bandoleros. ¡Ahora estaríais muertos! Lo menos que puedes hacer es darme eso. —¿Qué será de nosotros después? Por cierto, también tengo dos colmillos grandes. La vieja se sentó en actitud reflexiva. Las arrugas se le profundizaron, los ojos oscuros se le hundieron en sus cuencas. Se había puesto un delantal encima de una falda negra bajo la cual se asomaban sus piernas como palillos. Los botines estaban más desgastados que el olvido.
«Podría matarlos aquí mismo, pero no me lo puedo permitir… Estos jodidos me convienen», barruntó la anciana. —¿Qué queréis? ¿Por qué estáis aquí? —preguntó la vieja, fingiendo desinterés. —Vamos a Háztatlon. Tenemos negocios que aclarar. La vieja rió a carcajadas. —Eres astuto, rata peluda, pero no me engañas. Soy muy observadora y sé muchas cosas. Venid y ved, ved con vuestros ojos. En la caldera hervía una sopa verde fluorescente que escupía gases putrefactos. —Aquí solo se cuece algo podrido —dijo Mérdmerén—. No veo nada que necesite saber. —Mira con atención, Desertor. Sé de ti más de lo que crees. Observa…— A las palabras de la mujer, el líquido empezó a transformarse y cobrar un color metálico. En la superficie se vio unos días atrás, cuando conoció a Usuma, cuando visitaron el pueblo maldito, cuando se toparon con el ser encapuchado. Luego se vio en la mazmorra, suplicando por su vida. El líquido se volvió rojo. —Ahora verás el futuro, Mérdmerén de la casa Santiago de los Reyes. Es rojo porque el camino que te toca recorrer está lleno de sangre, traición y mucha muerte. Muerte de tus seres queridos… El color volvió a cambiar, a morado. —Estás maldito, Desertor. Desde el día que conociste a un hechicero de gran poder. Todo hombre que viaje a tu lado correrá el peligro de morir. Además, os habéis cruzado con un sáffurtan de Némaldon. Eres un hombre sombrío, Mérdmerén. Y parece que…, parece que tu cabeza tiene un precio. La anciana se puso nerviosa. Lanzó al líquido un gota de sangre de carnero y se volvió negro. La imagen los llevó a Némaldon, a Árath, y apareció la mirada taciturna de un demonio sin cara. La bruja saltó y echó una hierba. Empezó a retorcerse de un dolor abdominal repentino. —Un Lóbrego Pastor te está buscando, Desertor… Eres… muy particular, Mérdmerén.— La vieja se calló, como si no quisiera pronunciar lo que veía. El líquido volvió a transformarse y adquirió el tono metálico otra vez. Ahora le tocaba al marinero. —Un hombre de mar… Te fuiste de casa a los quince años. Tenías proyectos, pero tu familia no podía apoyarte, les faltaban recursos. El mar colmó todas tus expectativas, desde el principio. Has matado a varios hombres y a una mujer. Eres un hombre peligroso pero honesto. El color se tornó rojo. —Tu futuro está manchado por la maldición de Mérdmerén. Además, parece que arrastras tu propia maldición. Fue a raíz del encuentro con el sáffurtan. Cargarás con esa desdicha durante toda la eternidad, no hay nada que puedas hacer para librarte de ella…, al menos que te deshagas de la oscuridad por completo. Pesa sobre ti la sospecha de la traición: con tal de salvar el pellejo, harías lo que fuera. La olla se volvió verde fluorescente y el ambiente pareció recobrar la luz y el sonido habituales. Mérdmerén y Ságamas estaban abrumados. Dudaban el uno del otro, se medían de soslayo. Sin embargo, su amistad prevaleció y ambos se relajaron. Mérdmerén se fiaba de su intuición y, aunque estaba seguro de que el marinero guardaba secretos, estaba convencido de que podía fiarse de él. Ságamas, por su parte, se sabia condenado por culpa de Mérdmerén. Ya era muy tarde para abandonar la causa, así que continuaría a su lado hasta el final. —¿Así de nefasto es nuestro futuro?—preguntó el marinero. —No es el futuro —respondió la vieja—. Lo que habéis visto está basado en el estado de tu mente y tu alma, y eso puede cambiar. —Ese tal sáffurtan…, ¿qué es exactamente? —quiso saber Mérdmerén. El recuerdo de aquel ser le provocó un escalofrío, al igual que a Ságamas.
—En Némaldon existen fuerzas de naturaleza tenebrosa. Hay hechiceros que conjuran las fuerzas más destructivas del universo. Son criaturas del dios del Caos. Los sáffurtan resucitan a los muertos, poseen sus cuerpos mediante espíritus malignos. El Lóbrego Pastor tiene la misma capacidad, aunque su función es la de establecer los principios religiosos y adorar a los dioses de las tinieblas. Los sáffurtan son como los soldados, para entendernos… En Némaldon practican las Artes Negras, que persiguen controlar las energías del mundo. Hay muchos tratados sobre el Arte Conjúrico, todos basados en el estudio de cómo transformar la energía y emplearla en beneficio propio, ya sea para hacer el bien o para hacer el mal. —¿Y eso qué significa para el imperio? —Significa, Mérdmerén, que Némaldon ha vuelto, sobre todo después de resucitar al Amo. Lo hicieron en San San-Tera. Muy pocos saben esto, y la mayoría nunca aceptaría una cosa así. El Amo es Legionaer, queridos, ¡Legionaer! ¡El maldito! ¡El usurpador! El líder de los infames de Némaldon ha regresado y quiere adueñarse de lo que él considera suyo, y extender las sombras, la oscuridad, la maldad. Legionaer se la tiene jurada a su peor enemigo: el imperio Mandrágora, y además es siervo directo de una fuerza superior: el dios del caos, Mórgomiel. El viento sopló en un remolino a la entrada de la cueva. —¿Estás loca, bruja? ¡No sabes de lo que hablas! —le gritó Mérdmerén. —Las cosas son como son y vosotros me debéis una garra de wyvern, y por haberme hecho perder el tiempo, también os cobraré los dos colmillos. ¡Vamos! Dámelo todo ahora, aquí mismo, u os degolló a ambos y vendo vuestros restos como comida para los cerdos. Con un movimiento ágil e imprevisto, la vieja colocó una daga contra el cuello de Mérdmerén. —Un momento, bruja. Te daré todo a cambio de una cosa más: un par de caballos… Venga, solo queremos seguir nuestra ruta hacia Háztatlon. Tengo… asuntos pendientes por allí. —La venganza nunca trae cosas buenas, Desertor, porque ¿para qué?, ¿para que los parientes y seres queridos de tu víctima se conviertan en vengadores, y te busquen a ti o a los que tú quieres? ¿Y así hasta la eternidad? —¿Para qué la quieres? ¿Por qué tanto interés en una garra de wyvern? La bruja rió con ganas. —Eres simpático y estúpido, Desertor. Cuida esa boca tuya, que te traerá problemas… Tuve una garra de wyvern en mi bastón hasta hace poco —dijo la vieja mostrándole el cayado a Mérdmerén, con el pomo chamuscado—. Los wyverns poseen sangre de dragón, por eso me interesan. —Vieja loca… Los dragones son una leyenda. —Los dragones existieron, pequeño imbécil. A nadie le debo explicaciones, mucho menos a ratas como tú, que se niega a cumplir un trato… Vale, te daré un par de caballos. Mérdmerén sacó la garra de su morral, pero la mantuvo aferrada a su cuerpo. —¿Cómo sé yo que nos darás los caballos? —No lo sabes. Solo te queda confiar, lo único que os queda a los que, como tú, no tenéis muchas opciones. —La confianza es peligrosa —aseveró Mérdmerén. —Más peligroso es que sigas probando mi paciencia. Te estoy dando mi palabra y el beneficio de la duda. Si continúas fastidiándome, te mataré ahí mismo y me quedaré con la garra. —Eres una maldita bruja. ¿Hay alguien que te quiera? —Mi hijo.
—¿Tienes un hijo? —Don Trágalar el Máximo. *** —¿Crees que la bruja nos dará los caballos? —preguntó Ságamas emergiendo de su catatonia emocional. Los habían subido a un carruaje dotado con barrotes, al modo de una jaula. —Nos están tratando como si fuésemos una amenaza —apuntó el marinero. —Lo somos —replicó Mérdmerén—. Ese Trágalar es un hombre precavido, que ha aprendido de otros que han llegado antes que nosotros y que le han causado muchos dolores de cabeza. Además, las cosas en el imperio van de mal en peor, la seguridad flaquea y la política sufre los efectos de la desintegración. »Hay demasiadas fuerzas opuestas luchando en el gobierno, y ahora se suma el regreso de un viejo enemigo. Si no se produce algún cambio, el imperio no subsistirá. —Joder, ten cuidado con tus palabras, jefe. No quieras lanzarnos una maldición antes de tiempo, por lo menos, no otra más. El carruaje prosiguió su recorrido por la finca, atrayendo la atención de los viandantes, que ahora guardaban silencio. El castillo era digno de admirar, construido en una piedra casi blanca y pulida. Era solo una muestra del pequeño imperio que Trágalar había heredado, y se notaba su trabajo para mantenerlo y hacerlo crecer. Dos inmensas puertas de hierro se abrieron al paso del carruaje. En el interior de la fortaleza, también de piedra blanca, se extendía una alfombra roja hasta una escalera que conducía a las plantas superiores. Al menos cincuenta guardias custodiaban cada esquina, con las armaduras apretadas, los rostros ocultos bajo los yelmos y las elegantes alabardas apuntando hacia arriba. Un camarero vestido de blanco llegó a las puertas del carruaje, seguido por cinco soldados. —Abrid la puerta y dejad que salgan —dijo con tono afeminado. Los soldados acataron la orden como autómatas. —Conducid a los invitados a su habitación. Trágalar ha decidido que compartiréis cuarto. Ha mandado que os preparemos un baño caliente y en la habitación encontraréis todo lo necesario para vuestro aseo. El señor os espera a las seis de la tarde en el comedor. Sin disimular su desprecio, el camarero se dio la vuelta y desapareció. —¿Somos invitados especiales? —se asombró el marinero. —Somos prisioneros —matizó Mérdmerén—. Nos están tratando bien gracias a Brujilda. Si no fuese por ella, a estas horas ya seríamos pasta para el suelo de las mazmorras. —¿Has notado todos los hombres que acompañan a Trágalar? —Un poco… ¿Por qué lo dices? —No sé. Tengo mis sospechas de… sus preferencias. Mérdmerén rió. Ahora que Ságamas lo decía, ese camarero que les había dado instrucciones tenía un comportamiento diferente, y la ropa le quedaba, quizá, demasiado apretada. *** —Es impresionante —se admiró Ságamas, que se paseaba por la habitación con los ojos muy abiertos—. Es la habitación de un castillo de piedra, pero todo está revestido de madera.
No sabía que pudiera hacerse algo así. Mérdmerén desconfiaba. Se repetía que eran prisioneros, de lujo quizá, pero no eran libres al fin y al cabo. Dos guardias vigilaban la puerta. —Es todo demasiado ostentoso para mi gusto —opinó Mérdmerén. —Yo digo que nos aprovechemos… Llevamos mucho tiempo malviviendo— dijo el marinero mientras se desnudaba sin reparos. —¿Qué haces? ¡No te quites la ropa frente a mí! —¡Pues no mires! Mérdmerén y los guardias se volvieron mientras el marinero terminaba de liberarse de sus harapos y se sumergía con un prolongado suspiro de placer en la bañera de agua caliente y vapor con olor a laurel. La pierna de madera descansaba en el suelo. —Este Trágalar —empezó a decir— será un tipo raro, un hijo de las sirenas que intentó matarnos, si así quieres verlo, pero bien que sabe agradar a un invitado. Esto es exquisito. Lo necesitaba. El marinero se colocó una gasa limpia sobre los ojos y dejó reposar la cabeza sobre el borde de la bañera. —¡Al diablo! —exclamó Mérdmerén, y empezó a desnudarse. Se metió en el agua y sintió que finalmente podía soltar las riendas del estrés. *** Poco antes de las seis de la tarde unos sirvientes los conminaron a salir del baño y vestirse con unas prendas ostentosas que les habían traído. —Don Trágalar es muy sensible a los comentarios sobre los platos que se sirven en su mesa —advirtió el camarero mientras los conducía al comedor—. Nunca le tuteéis, habladle de vos. Quiere que se le trate como a un rey en sus dominios. ¿Habéis entendido? Son cosas muy sencillas. El interior del castillo era una joya: cuadros enmarcados con madera bañada en oro, arreglos del cristal más fino, estatuas y esculturas de artistas reconocidos, alfombras importadas y un sinfín de ornamentos que reflejaban la luz de velas como si fuesen gemas preciosas. —Por aquí, señores. Al entrar saludaréis a don Trágalar y pediréis disculpas por la tardanza. No hay cosa que moleste más a Trágalar que la falta de puntualidad. —De sus prisioneros, querrás decir —apuntó Mérdmerén mirando al camarero de soslayo —. Para tu jefe no somos más que una desgracia, inmundicia humana. Si estamos aquí es por su madre. El camarero se inflamó. —¿Cómo os habéis enterado? ¡Nadie puede saber esa información! —Uno se entera de los chismes hablando con los que lavan los trapos sucios —dijo Mérdmerén con una sonrisa desafiante. El camarero se aguantó los insultos y las ganas de responder, pero solo porque habían arribado al comedor. Era una sala amplia y espaciosa, con una mesa en el centro y doce sillas alrededor. A cada lado se apostaba un ejército de camareros vestidos de blanco y negro, que esperaban con fuentes en las manos. Olía a comida. Los viajeros salivaron y, como perros hambrientos, fueron hacia la mesa. El carraspeo del camarero les recordó las instrucciones sobre el protocolo. —Buenas noches, don Trágalar. Nos disculpamos por la tardanza. El señor estaba impaciente. Tamborileaba sobre la mesa mientras bebía vino tinto de una gran copa. —Sentaos y comed. —Gracias —respondieron ellos. Tomaron asiento donde les indicaron los sirvientes, uno
a cada lado de la mesa, con dos puestos de distancia de don Trágalar. Estaba claro que el señor no deseaba tenerlos muy cerca. No se veía a ningún guardia, pero Mérdmerén estaba seguro de que a la señal adecuada el comedor se llenaría de soldados. —Muy bien. Empecemos —anunció Trágalar. Los sirvientes comenzaron a moverse con gestos medidos al milímetro.— Habéis llegado a un acuerdo con Brujilda, ¿no es así? —Así es —confirmó Mérdmerén, tragando un trozo de pierna de cordero que casi ni masticó—. Asumo que por eso estamos aquí —añadió con la boca llena de comida. Don Trágalar esbozó una mueca de repugnancia. —En efecto. Brujilda es… alguien especial en esta finca. Ha querido que os invitara a una buena comida y una cama antes de que reanudarais vuestro camino. Mañana encontrareis unos caballos en la garita. Podréis marcharos, para nunca jamás regreséis a estas tierras. ¿Entendido? —Sí, sí —contestó Mérdmerén, limpiándose la boca con la mano y tomando un largo trago de vino. Ságamas sonría divertido de ver a su compañero de viaje comer con esa ansiedad; lo hacía a propósito, para irritar a don Tragalar. —Dijiste que vais a Háztatlon, ¿no? A vengarte. —Tengo que recuperar mis tierras, a mi familia y mi puesto como consejero. —Ya veo… —dijo Trágalar, intentando esconder su interés—. Cantus intentó comprarme la finca muchas veces, y con ofertas ofensivas. Es una canalla. Espero que consigas tu propósito. Mérdmerén empezó a sospechar sobre la intención de la charla. —¡Ja! ¿Qué interés podría tener un finquero como usted en los juegos de la política? Se nota que sabe poco de lo que habla. Don Trágalar apretó los dientes. —Mis intereses no te incumben. Simplemente me gustaría ver a Cantus cayendo en desgracia. ¡Eso es todo! Y trátame de vos. No de tú ni de usted, ¡de vos! —Con gusto, su majestad. ¿Eso es todo, decís? No es así de simple como queréis hacer ver —dijo Mérdmerén, sacándose un pedazo de carne de los dientes con el cuchillo. Don Trágalar ya no escondía el asco que ese hombre le inspiraba. —Me han dicho que Cantus es el dueño de una de las fincas más grandes del norte, que produce de todo, hasta café. Santiago de los Reyes se llama la finca… —Don Trágalar sonrió al ver a Mérdmerén sufrir. —¡Me la robó ese hijo de puta!— gritó Mérdmerén, casi poniéndose de pie. Los camareros se detuvieron un instante, dejaron de respirar. —Qué interesante —dijo el anfitrión—. ¿Qué necesitas para no fallar en tu venganza? — Preguntó Trágalar, jugando con sus barbas. —Armaduras, riendas, provisiones, armas, dinero, mucho dinero, y la promesa de que tendré vuestro apoyo completo a la hora de regresar al consejo de reyes. —No gozo de los privilegios políticos que me presupones —dijo Don Trágalar. —Eso cree usted… vos, don Trágalar, pero con una finca como esta, estoy seguro de que el imperio entero os conoce. Si ahora no tenéis poder político, podríais tenerlo, y yo podría aumentarlo si me apoyáis en esta misión. El anfitrión estaba sumamente interesado, ya ni siquiera comía. —Continúa. —Como consejero podría conceder permisos, facilitaros vuestros negocios… ¡Hasta podríamos asociarnos y sumar las producciones de nuestras fincas! —¿Cuánto dinero necesitas? El marinero y Mérdmerén se miraron. —Dos mil coronas.
—¡Eso es una fortuna! —Es lo que necesitamos —intervino el marinero, dando buena cuenta de su pedazo de cerdo. Parecía haber despertado de su nostalgia. —De acuerdo. Dos mil coronas. —Además de armas, armaduras y caballos fuertes para aguantar el viaje —añadió Ságamas. —Os daré lo mejor de mi hacienda, pero eso sí, si me defraudáis, os perseguiré y os decapitaré yo mismo. A cambio de todo esto, quiero expandir mis dominios hacia el norte y… algo más. —Lo que queráis —se adelantó el marinero sin prudencia. —Que os llevéis a Brujilda. —¿Qué? —exclamaron los viajeros al unísono. —¡Imposible! —Sentenció Mérdmerén. Don Trágalar sonreía. —Es parte del trato. Si no os la lleváis, os meto otra vez en el calabozo. O todo o nada. Esa es mi oferta señores, pensadla bien. — Don Trágalar apuró su copa—. Buen provecho. Ha sido un placer negociar con vosotros. Ahora os dejo. Tenéis una hora para decidiros. —¡Pero Brujilda es tu madre! —gritó Mérdmerén mientras el señor se retiraba con aires de victoria. El anfitrión se detuvo y se volvió. —¡Mentira! —chilló—. ¿Lo habéis oído? ¡Eso es mentira! Y, como un niño enrabietado, se marchó raudo de la sala. Mérdmerén y Ságamas se miraron, perplejos por la reacción de Tragalar.
Capítulo XIII - Floreciendo Orolio regresó al aula de los elegidos completamente abatido. La entrega de cartas de deficiencia a ciento sesenta estudiantes que tratan de asumir que su sueño acaba de terminar nunca le resultaba fácil. Todos los años era igual y se ponía nervioso solo de pensar que le quedaban apenas doce meses para volver a sufrir la misma tortura. Al entrar en el aula, los chicos, que continuaban celebrando, se tranquilizaron y esperaron a que Orolio recuperara el aliento; su sobrepeso hacía tiempo que le pasaba factura. —Felicidades, chicos. No solo habéis superado la evaluación, sino que también vuestro trabajo en los últimos siete meses ha sido excelente. El Perfecto Obrador está contento de teneros como futuros fieles y evangelizadores. —¿Y cuándo vamos a conocer al Perfecto Obrador? —interrumpió Délegas, que se había puesto en pie—. Llevo un año escuchando que piensa en nosotros, que nos bendice por aquí y por allá, que está contento, pero, venga, ¿cuándo jodidos vamos a conocerle? A mí me gustaría que fuera él quien dijese todo eso, no su cordero. El chico se mostraba agresivo y desafiante. Sus compañeros lo miraban con estupefacción y con la sorpresa, aún, de que hubiera sido elegido. Cualquiera de los ciento sesenta rechazados era mejor alumno y, sobre todo, menos osado. Orolio se sintió insultado. Ese niño le había llamado cordero, aunque en realidad lo fuera, pues todos los sacerdotes eran corderos del Perfecto Obrador.—El Perfecto Obrador tiene sus procedimientos. Sabe lo que hace y… —O sea, que no tiene ni la más mínima idea de por qué el Perfecto Obrador no nos atiende él mismo. ¿No es cierto, padrecito? Orolio fulminó a Délegas con la mirada, pero el alumno permaneció impasible, como si tuviese la piel más dura que la de un cocodrilo. —El Perfecto Obrador tiene muchos deberes y sí, como bien dice vuestro compañero insolente, nadie conoce las razones por las cuales el Perfecto Obrador actúa como lo hace. Solo sabemos que su palabra es divina y que debemos seguirla, tal y como prescriben los cinco mandamientos. El Perfecto Obrador ha sido iluminado por los dioses mismos. Por cierto, Délegas, en el día de hoy tendrás que limpiar el comedor y hacer todas las camas de tus compañeros. El rostro de Délegas se llenó de odio. —A las seis de la tarde habrá una cena especial en el Palacio Decámico, con Damasio, el pontífice encargado de vosotros, y yo, vuestro futuro maestro en el camino a sacristanes. Tendréis más profesores, pero yo llevaré casi todo el peso de la instrucción… Y mi amiguito Délegas no ha empezado con buen pie. Hasta la cena sois libres de hacer lo que deseéis. Hasta entonces. Orolio llamó a Délegas con un dedo y salió del aula. Joermo, Kurlos, Ánomnos y Argbralius se reunieron. —Délegas no encaja, tiene los días contados —lanzó Kurlos. —Yo creo que puede aportar más de lo que parece —aventuró Joermo—, que tiene facultades que no hemos percibido aún. —Déjate de cursilerías —atajó Ánomnos—. Es un malparido y un patán. Yo estoy de acuerdo con Kurlos: ese pordiosero debería ser expulsado lo antes posible. Lo único que hará es estropear nuestra formación. —Ya veremos qué sucede —dijo Argbralius—. De momento, me encantará verlo afanado en las tareas de limpieza. Será divertido. Los demás rieron y, contentos, marcharon al campo de juegos y deportes.
*** Resultaba cómico ver a futuros sacristanes jugando con sus sotanas de color gris. El deporte y los juegos de contacto provocaban controversia en el Décamon Mayutorum. Eran conscientes de que los deportes eran parte indispensable del desarrollo de los jóvenes y, por ello, permitían que jugaran con balones de cuero y que corrieran por el campo, a pesar de que ese esparcimiento generaba peleas y algunas heridas. Argbralius, Joermo, Ánomnos, Délegas, Kurlos y otros quince chicos estaban sudando. Jugaban al balompié, cuya práctica se había extendido en el imperio. Se trataba de meter el balón dentro de los límites de un marco de madera, protegido por un jugador, el guardameta, el único que podía utilizar las manos para agarrar el balón. Los demás solo podían moverlo con los pies, la cabeza y el pecho. En el encuentro que los chicos disputaban ahora, ganaría el primer equipo en lograr meter el balón diez veces por la meta. Los espectadores apostaban, se jugaban nada menos que las codiciadas meriendas de pan, mermelada y dulce de leche. En un equipo estaban Argbralius, Joermo, Ánomnos, Kurlos —como guardameta— y otros seis. El bando contrario lo formaban Délegas, Sailor, Xabier y otros siete. Xabier era el guardameta por la velocidad y agilidad de sus movimientos. El balón se movía de pie en pie, cambiando de bando, a veces saliéndose de los límites del campo. Délegas le robó el balón a Joermo y lo empujó al suelo. Joermo se levantó, fastidiado, sin ganas de ir a recuperar la pelota. Ánomnos se lanzó a la defensa, pero Délegas amagó, cruzó y descruzó las piernas y los pies, atontando a su rival, y continuó hacia delante. Argbralius salió disparado como un cometa y con un barrido le arrebató el balón a Délegas. El fortachón, que ni siquiera vio venir el ataque, no tardó en darse la vuelta y perseguir a Argbralius. Sus amigos le gritaban que les pasara la pelota, que Délegas estaba a punto de alcanzarlo, pero Argbralius aguantó y amagó con brillantez. —¡Bailado! —corearon los amigos para reírse de Délegas, engañado otra vez. El fortachón estaba rojo de ira. Volvió a la carga, Argbralius lo esquivó de nuevo. — ¡Bailado! Jugadores y espectadores no querían perder detalle del duelo. Entonces Argbralius soltó un puntapié y el balón voló limpiamente y se coló en la meta del equipo contrario. Entre vítores y aclamaciones, el público y el equipo celebraron el tanto, hasta que vieron a dos jugadores revolcándose en el suelo. Délegas estaba encima de Argbralius, amenazando con soltarle una lluvia de puñetazos. Los demás acudieron para detener la pelea. —¡Es solo un partido, hombre! ¡Sigamos jugando! Argbralius se puso de pie, ileso, pero con ganas de venganza. Iban a nueve contra siete a favor del equipo de Argbralius. El equipo de Délegas reanudó el juego desde el centro del campo. El chico, furioso, se lanzó a la carrera soltando codazos y rodillazos a todo el que se cruzara en su camino. Argbralius volvió a por el balón, aunque esta vez se llevó un arañazo que le dejó una marca roja en la cara. Délegas anotó un punto. Joermo sacó. Esta vez, Argbralius demostró su capacidad para manejar el balón y liderar el equipo como un ejército en la batalla. Los compañeros de Argbralius defendían a su punta de los rivales que se le acercaban. Al fondo lo esperaba Délegas con una máscara de furia, pero ocurrió algo imprevisible. Kurlos, desde el otro lado del campo, corrió, atravesó toda la zona de juego y se abalanzó sobre el fortachón
para evitar que detuviera a Argbralius. Vino el gol y el equipo de Argbralius ganó el partido. Los aplausos y gritos se propagaron entre el público, enfervorecido por un partido tan disputado. Pero donde hay ganadores también hay perdedores. Se oyó una bronca; era Délegas golpeando a Kurlos, soltándole puñetazo tras puñetazo. La sangre y la saliva salían despedidas en el aire. Argbralius sintió que le subía por la garganta una ira animal. Se lanzó sobre el bestia. Le agarró del cuello y apretó. La cara de Délegas empezó a ponerse azul, las manos se le agarrotaron, luchando por librarse inútilmente de la presa. Los demás, alrededor, no se atrevían a intervenir: Argbralius les daba miedo. Délegas dejó de moverse y se desplomó. Tras unos segundos de silencio, se desató el pánico. —¡Lo ha matado! —¡Está muerto! —¡Es un demonio! ¡Está poseído! Los chicos vociferaban, corrían para alejarse del horror, lloraban. Orolio apareció entre la multitud. Se dirigió a Argbralius, pero este no le oyó; estaba dominado por la ira. Con la ayuda de Kurlos y Joermo, Orolio asistió a Délegas, que poco después empezó a toser. Estaba vivo. Se sumaron otros sacerdotes y entre todos se llevaron al joven a la enfermería. Argbralius empezó a convulsionar con violencia. Los chicos se quedaron petrificados ante un suceso que recordarían para siempre. *** En la enfermería, Kurlos se taponaba la nariz con un algodón. En el ojo izquierdo ya asomaba un morado y el labio superior se le había hinchado, aunque lo peor era que Argbralius hubiera tenido que ir a defenderle, que casi había matado a Délegas. Las broncas no eran raras, pero que uno hubiera estado a punto de matar a otro era algo diferente. Había oído a los curanderos decir queDélegas viviría, pero que quizá podría sufrir algún daño a causa de la privación de oxígeno. Otro grupo de curanderos se ocupaba de Argbralius. Querían descifrar su comportamiento, averiguar por qué había convulsionado. Le analizaban la piel, las pupilas, los oídos, la boca. El joven se mantenía imperturbable, con una sonrisa como de satisfacción. Damasio llegó visiblemente alterado. Intercambió unas palabras con Orolio y mandó a los curiosos a irse a sus habitaciones. Eran casi las siete de la noche. Los jóvenes rezongaron, pero finalmente obedecieron y se marcharon, resignados a no enterarse de nada más por aquel día. *** Argbralius se despertó en la enfermería, mareado, solo. Le dolían los brazos, la espalda y el pecho. La sotana estaba limpia. A través de la ventana, vio una sombra que se acercaba y el corazón se le aceleró. Cuando descubrió que era Orolio, se tranquilizó. —Mi querido pupilo, ¿qué jodidos te sucedió hoy? El hombre no parecía triste ni molesto. Para disgusto de Argbralius, el rostro de Orolio mostraba miedo. El chico se mordió el labio. —Argbralius, has hecho algo terrible. Nos hemos asustado tanto, pero tanto, que estamos considerando prohibir el balompié. Si vais a pelearos así, hasta el punto de mataros, será mejor evitarlo. Por otro lado…, es la primera vez que te pones así. Ni siquiera sabía que eras capaz
de tal… Argbralius se transportó a su pasado. Esos gestos de Orolio le recordaban a los de su madre después de…, después de eliminar a Trumbar. El joven sintió pánico. ¿Estaría volviéndose loco? —Disculpas, Padre. No era mi intención… Perdón. Argbralius bajó la mirada, humillado. —De acuerdo, acepto las disculpas. Pero no es a mí a quien tienes que dárselas. Debes hablar con Délegas. El chico se mostraba confuso. —Porque sabes lo que hiciste, ¿no? —Eeeh…, pues… No estoy seguro, padre. —¿Entonces por qué jodidos me pides perdón, si ni siquiera te acuerdas de lo que hiciste? ¿O es que prefieres no acordarte?— Orolio había abandonado la actitud comprensiva y no parecía dispuesto a dejarse engañar. A Argbralius no le quedó más opción que preguntar. —Orolio, padre, mentor…, ¿me podría contar qué hice?— Orolio se desarmó. El chico parecía sincero. —Casi matas a Délegas. Tus compañeros estaban horrorizados. Creía que eras… más inocente en estos aspectos. —¿Que casi lo maté?… ¿Casi lo maté? —gritó. Orolio asintió. —Pero no entiendo… — Argbralius hizo un esfuerzo—. Creo que…, sí, creo que ya recuerdo… Estaba pegando a Kurlos. ¡Délegas estaba pegando a Kurlos y yo lo ayudé! Pero… ¿casi lo mato? —Arg, le cogiste del cuello y no lo soltabas. Dicen que estabas como poseído. Sé que Délegas no es el mejor compañero, que no juega limpio, pero, hombre, no es como para darle muerte. Veías que se ahogaba y seguías apretando. ¿Entiendes la gravedad del asunto? Argbralius bajó la mirada, humillado. No lo podía creer, ¿él había hecho eso? Sin embargo, algo dentro de sí se regocijaba de su hazaña. —Lo siento mucho, Orolio, de verdad. Lo digo de corazón. —Hombre, no es a mí a quien le tienes que pedir perdón. Además, Damasio tendrá que hacerte unas preguntas. Supongo que te dejaste llevar por un momento de locura, pero fue algo grave. Es la primera vez que sucede algo similar. ¿Sabes lo que pasaría si un chico muere aquí? Sería un desastre, no sé qué sería de nosotros. Al Perfecto Obrador no le va a gustar nada de esto, Argbralius. Quédate aquí. Ahora tendrás que afrontar las consecuencias. Suerte. Orolio salió de la habitación, pero se dio la media vuelta y volvió a entrar. — Convulsionaste —le susurró con ternura—. Sé que padeces algún mal que ni siquiera tú comprendes y ojalá algún día te podamos sanar. ¿Ahora te encuentras bien? —Sí… Sí, gracias, maestro. El padre se tranquilizó y se fue. Esas convulsiones. Otra vez. Pero ahora estando despierto. Argbralius se alarmó. *** —Bien, cuéntame qué sucedió —comenzó Damasio. —No lo sé, pontífice.— Délegas se hallaba claramente afectado. No lograba quitar la mirada del suelo—. Recuerdo haber arañado a Argbralius, pero era parte del juego. Luego… —Délegas perdió el habla al acordarse del momento en que Argbralius le cogió del cuello y empezó a faltarle el aire. —¿Crees que tuvo algo que ver la paliza que le estabas dando a Kurlos? —Preguntó Damasio con una mirada inquisitiva. —Supongo que Argbralius quería proteger a su amigo.
—Claro. ¿Has visto cómo has dejado a Kurlos? ¿Puede ser que Argbralius pensara que tú matarías a su amigo? Délegas bajó la mirada. —Pero Argbralius… Sentí una fuerza…, una presencia… Esas manos, la oscuridad… Damasio continuó, pasando por alto el pavor del alumno. —Argbralius es un fenómeno en nuestra comunidad. Es quizá el mejor estudiante que hemos tenido nunca, inteligentísimo, muy capaz. Llegará muy lejos en la carrera eclesiástica. Él representa lo que el Perfecto Obrador describiría como el pupilo ideal. Te gustaría si lo respetaras y siguieras sus pasos. Eres el culpable, Délegas. Sabemos que has estado molestando, torturando e insultando a tus compañeros, que incluso ofendiste al padre Orolio después del nombramiento de los seleccionados. No me sorprende que uno de tus compañeros haya explotado después de tantos meses aguantándote. En definitiva: lo tienes merecido. De ahora en adelante dejarás en paz a Argbralius, ¿comprendes? Délegas agachó la cabeza. —Está bien —prosiguió Damasio—. Mañana comenzáis la formación para ser sacristanes. Como ayer fastidiasteis la cena de gala, se hará hoy, a las ocho. Espero que estéis en paz y de buena gana. En ese instante se abrió la puerta y se asomó Orolio. Los dos religiosos cuchichearon, Orolio desapareció y al rato regresó con Argbralius. Délegas sintió un rayo de pavor, de ira y desgracia recorrerle el cuerpo entero. Argbralius lo miraba con soberbia. Le ofreció la mano. —Perdón, no quería hacerte daño. Por favor, perdóname. Ese tono de voz era de cualquier cosa excepto de perdón sincero. Se notaba el matiz venenoso, pero Argbralius era muy hábil, sin duda. Délegas se puso de pie. Sentía una gran urgencia de marcharse. —Aléjate de mí, fenómeno. Jamás te daré la mano. —Y salió casi corriendo de la enfermería, cerrando la puerta a su espalda. Orolio y Damasio se miraron. Argbralius estaba tranquilo, con una sonrisa de victoria en su rostro. *** A las ocho de la noche empezaron a servir el banquete los empleados devotos que habían sacrificado su vida para dedicarla al Décamon Mayutorum. Por los pasillos transitaban decenas de estos sirvientes, entre oro y plata, gemas, joyas, pinturas de artistas de renombre como Chuly Xul y Paulus XI, y esculturas de Bodesh y Gomard, inconfundibles por su estilo gótico y elegante. Del techo colgaban grandes lámparas de cristal fino y piedras preciosas, sostenidas por cadenas de oro, procedentes de Érliadon, como no podía ser de otra manera. La belleza y suntuosidad del palacio era tal, que hasta los espíritus más iletrados se quedaban boquiabiertos. Los estudiantes avanzaban, admirados por el particular suelo de piedra, con fósiles de animales incrustados. Aquella maravilla no les hacía olvidar, sin embargo, lo ocurrido durante el partido de balompié. El grupo de cuarenta acababa de ser promocionado y ya estaba dividido en dos. Argbralius se había alzado líder de un bando, del que formaban parte Joermo, Ánomnos y Kurlos. Lo apoyaban aquellos que consideraban que Argbralius había actuado de buena fe al defender a su amigo Kurlos. El otro bando lo integraban los que temían y respetaban a Délegas, y los que habían
perdido frente a Argbralius en los partidos de balompié. Les impulsaba el odio y el afán de vengar a Délegas, el líder, que ejercía su autoridad gritando y asaltando a sus secuaces. No se lo admitiría a nadie, pero por dentro sabía que lo que realmente le atormentaba era su orgullo herido; había sucumbido ante Argbralius, el preferido, y no estaba dispuesto a perder fama ni gloria entre aquellos que le respetaban. Ante los demás argumentaba que el flacucho pudo con él solo porque ya estaba cansado de la paliza a Kurlos. Sus seguidores no cuestionaban esas excusas; por el contrario, lo bañaban en halagos sin control ni mesura. Los chicos de ambos bandos avanzaban por el estrecho pasillo, rozándose. Se miraban de soslayo y se amenazaban con el aliento. Sus formadores y superiores ya comentaban que nunca habían tenido un grupo de jóvenes tan llenos de energía y rivalidad. Les preocupaba que la última pelea fuera solo el comienzo de una cadena de sucesos cada vez más graves. Hablaban de precauciones y medidas que debían tomar para mitigar el creciente odio entre los chicos. Con la barbilla en alto, Argbralius caminaba con los andares de un rey, como si aquel fuera su palacio, como si el banquete se celebrase únicamente en su honor. Kurlos, que ahora era su fiel devoto, aún mostraba las magulladuras por los puñetazos deDélegas. —Parecías un guerrero, Argbralius —elogió Joermo—. Tendrías que haberte visto. Fue impresionante.— «Y terrorífico», pensó el joven, aunque no se atrevió a decirlo. —Tenía que defender a Kurlos, Joermo. Si no, Délegas hubiese acabado con él y no estaba dispuesto a permitirlo —repuso Argbralius sin atisbo de emoción. —Gracias —susurró Kurlos, sumiso. Ánomnos lucía una amplia sonrisa y un orgullo extraño, como si hubiese sido él quien hubiera derrotado a Délegas. —Le diste una buena lección a ese imbécil. Se lo merecía. Al entrar al Santísimo Comedor, los chicos se sintieron pequeños. Aquella sala era tan inmensa que los alumnos, recluidos en sus pequeñas celdas, nunca habrían concebido. Suelos y paredes eran del blanco más puro y reflejaban a raudales la luz de las miles de candelas y cristales. Los elaborados arcos se elevaban hacia el techo, como gruesos nervios, y sostenían una gran cúpula. Debajo estaba dispuesta una mesa rectangular con capacidad para ochenta comensales en cada lado. El gran mantel, de hilo fino y bordados delicados, se extendía de extremo a extremo. Sobre él, decenas de candelabros y vasijas de cobre cada tres asientos. Algún que otro alumno se atrevió a asomar las narices, atraído por el aroma exquisito y todos esperaban impacientes ante su plato de cerámica. Tan magnífico era el lugar y el servicio de mesa que los chicos pronto olvidaron su rivalidad. —Bienvenidos al Santísimo Comedor y al Banquete Celestial —saludó Damasio—. Solo hay dos oportunidades de ser invitados aquí: al elegiros como futuros sacristanes y cuando os graduéis. Así que comed, gozad, reíd y pasadlo bien. En las vasijas tenéis vino delicadamente mezclado con jugo de fruta. Servíos libremente, pero con cuidado, no os embriaguéis. —Damasio sonrió, sabiendo que esa advertencia caería en saco roto—. Tomad asiento donde queráis. Los chicos corrieron a sentarse. Los jóvenes que se odiaban hacía un instante charlaban ahora calurosamente, compartiendo confidencias. Los ánimos subieron con las deliciosas viandas que les iban poniendo en la mesa: cerdo agridulce y asado, res en estofado con verduras y frutillas, platos exóticos y tradicionales. Los chicos daban buena cuenta de la comida, sin prestar atención a los modales, y
empezaban a sonreír con flojera, señal inequívoca de que el alcohol campaba por sus venas. Mientras, Damasio y sus compañeros observaban con una copa de vino. Argbralius, que también había probado el vino, hablaba fluidamente con uno de sus supuestos rivales, aunque parecía que también le guardaba respeto a Argbralius. Se llamaba Fergano. Era alto y flaco, veloz e inteligente. —Me llamaron Fergano por haber nacido en el mismo mes que el grano, que nos hizo ricos. Nací en las fincas del Licaf y Atisbar, de don Trágalar el Máximo. Son famosas por su café y sus caballos, los más veloces del imperio, y compiten con las tierras del QuepeK'Baj. Que los dioses amparen al granjero. Tras lo sucedido no veo cómo podrán recuperarse. Fergano hablaba aceleradamente, casi se atropellaba. —¿Licaf y Atisbar has dicho? Nunca he oído nombrarlas. Pero dime, ¿qué es lo que realmente sucedió en ese pueblo destruido? Porque te refieres a San San-Tera, ¿verdad? Fergano asintió. —Nadie está seguro. Se habla de una explosión, pero también se sabe que debajo del pueblo hay fallas geográficas, túneles, cavernas y laberintos. Lo razonable es pensar que había una reserva grande de gas natural que explotó. Pero lo cierto es que no hay una sola versión. Fergano eructó. —Me encantaría saber más —murmuró Argbralius—. ¿A ti no? ¿No te parece fascinante? ¿No te parece extraño que un pueblo entero se haya quedado en ruinas de la noche a la mañana y que aún hoy, después de tantos años, no tengamos una idea de qué sucedió? Debió de ser algo gordo. —Acepto que es intrigante, Arg, pero no me interesan los pueblos. Mi destino está en las grandes ciudades, en el modo de vida moderno, lleno de posibilidades. Me gustaría ir Vásufeld o a Bónufor; quizás a Érliadon o a Aldebarán. O imagínate ir a Merromer, a descubrir las playas y poder navegar por el mar Tempranero. Allí conocería a personas de otras culturas, como a marineros de Moragald'Burg y de Grizna. ¿O qué tal ir a Ementhal Bloss? Aunque sería un poco peligroso por el conflicto eterno que tenemos contra la Divina Providencia. »También está Narkalagh, aunque por el momento me interesa poco. Omen y Háztatlon también son buenas opciones. A donde no me gustaría ir es a Ágamgor. Aunque sería interesante conocer a Nurimitzu Loyola y escuchar en los bares la historia de Leongahr, un guerrero feroz cuyas hazañas han inspirado cientos de canciones. Argbralius estaba seducido por la amplitud de miras de Fergano, sus conocimientos, sus ganas de saber. Ante ese despliegue de cultura, sintió tristeza y algunos celos. Él no había tenido una infancia tan afortunada. Meromento, del bando de Argbralius, se unió a la conversación. —Chicos, yo no sé vosotros, pero yo daría lo que fuera por un poco de música y chicas en este lugar, ¿no creéis? Argbralius y Fergano lo miraron sorprendidos. Hasta ese momento, no les había parecido que su compañero tuviera tales intereses, pero el vino afrutado parecía liberarlo de las inhibiciones. —No seas bruto, Meromento —dijo Fergano—. En cuanto te gradúes como sacristán firmarás tu voto de castidad. Deberías ir acostumbrándote a estar sin chicas. —Lo sé, Fergano, y por eso lo digo. Esta es nuestra última oportunidad. ¡Vamos a por chicas! —Ya sabes que aquí no hay chicas —le recordó Fergano—. Quizá por culpa de desesperados como tú. Los chicos soltaron risotadas, excepto Argbralius, quien permaneció pensativo. ¿Mujeres?
Jamás había pensado en mujeres. Argbralius le pegó un sorbo poderoso al vino afrutado y se unió a las risotadas de sus amigos. Al cabo de las horas, el alcohol ya causaba estragos entre los estudiantes, que se movían con torpeza y laxitud. Después de treinta años de servicio, Damasio supo que había llegado el momento de culminar el banquete y enviar a los chicos a sus habitaciones. Délegas y otros dos amigos estaban compitiendo para ver quién bebía más. Cuando los meseros llegaron a recoger las vasijas, Délegas se puso hecho una furia. —Os arrancaré la cabezaaaa… ¡Dejad la bebiiiiiid…aa aquí! —gritó. Después soltó un eructo monumental, que hizo que todos se volvieran hacia él. Se hizo el silencio y a continuación estallaron las risas. Y con ese buen ánimo la sala se fue vaciando. *** De regreso a sus cuartos, los chicos no podían dejar de comentar el banquete. —Todo estaba tan, pero tan rico, que creo que jamás volveré a probar nada parecido —dijo Kurlos palpándose un hematoma de la cara. —A mí me sorprendió la cantidad de comida que había —añadió Joermo—. ¿Qué harán con las sobras?—El vino estaba bueno —opinó Argbralius—. Me siento muy relajado a pesar de todo… Los otros tres amigos se sentaron en sus camas, expectantes por sacar de nuevo el tema de la pelea. Centraron su atención en Argbralius, que parecía algo incómodo por ese súbito interés en él. —¿Y qué más nos cuentas de eso, Arg? —lo animó Joermo. El joven deseaba saber más sobre el lado oscuro de su amigo, aunque no se atrevía a hacerle la pregunta de manera directa. Argbralius empezó a ponerse la pijama. —No lo sé… Me molestó ver a Délegas ensañándose con Kurlos, y simplemente fui. —Gracias —dijo Kurlos—. No sé si ahora estaría vivo si no hubieras intervenido. —Sentí la urgencia de lanzarme contra él y de alguna manera…, creo que… Podría haberlo matado. Joermo y Ánomnos se miraron. Kurlos reflexionó un instante. —No lo creo, Arg —sentenció Joermo—. Te conocemos, no serías capaz de algo así. Argbralius sonrió, pero no, sus amigos no lo conocían. No sabían que ya había matado a alguien, a su propio padre. —Al final todos nos hemos quedado en relativa paz —dijo Ánomnos—. Ahora habrá que ver cómo seguimos en adelante. Ten cuidado con Délegas. Es un traidor, podría pegártela por la espalda. —Gracias —repuso Argbralius. Apagó la luz de la vela para indicar que la conversación había finalizado. Acostado en la cama, notó la relajación en la que el alcohol le había sumido. Quizá se había relajado demasiado y había permitido que lo más recóndito de su ser brotara.
Capítulo XIV - Kanumorsus Fue en un abrir y cerrar de ojos. Nada más cruzar el portal en Tempus Frontus, apareció sobre una plataforma de piedra lisa y oscura, de dos por dos zancadas y elevada un poco sobre el nivel del suelo. Por debajo, más piedra. Se hallaba en una caverna y desde su posición se divisaba una salida, un túnel. Alrededor todo estaba iluminado por un color verde infernal. «Teitú… ¡Yo he estado aquí dos veces en el pasado!», pensó Alac. Es cierto… Cuando eras un recién nacido, cuando Eromes te salvó de las manos del mal y, posteriormente, cuando regresaste como Manchego, después de intentar salvar a Gramitas cerca de la ceiba del Mamantal y caerte dentro. Alac estudió el entorno, nervioso al reconocer aquel sitio endemoniado. Lo había conocido siendo un niño, siendo Manchego; ahora regresaba como un semidios: Alac Arc Ánguelo. Le parecía extrañísimo ser el mismo individuo percibiendo la misma situación, y, sin embargo, se sentía una persona completamente diferente. Ahora, con sus nuevas capacidades, notaba que el lugar era fruto de una voluntad con mucho poder. Percibía dicha presencia. Se giró hacia atrás y no divisó nada más que negrura. Por delante tenía un pasadizo perfectamente redondeado, evidencia de que fue creado por manos hacendosas. Alac dio un paso y se bajó de la plataforma. No sabía qué esperar de la caverna y el sistema altamente complejo de túneles que albergaba. Como le había informado Nordost, cada túnel conducía a un portal que transportaba a otro lugar de ese universo. Observó el portal por el que había accedido. Una membrana traslúcida de energía flotaba en el arco o semicírculo. Era fino y detrás no había nada más que aire y espacio. Metió una mano, por comprobar si salía por el otro lado, pero no. Percibió sensaciones diferentes, otra temperatura, seguramente la de Tempus Frontus. Al sacar la mano, notó un efecto de succión. «Teitú, esto es impresionante… Todo esto es inconcebible para mí…, aunque también es verdad que soy muy joven y apenas he visto mundo». Yo estoy igual de impresionado. Alac cogió aire, dándose valor, y continuó con cautela, hacia la salida del túnel, entre esa luz verde que gobernaba el lugar. Al salir, se halló en una caverna tan vasta que no alcanzaba a atisbar los límites. La luz verde brotaba de las rocas y ascendía hasta arriba como una bruma. De alguna parte llegaba un ruido de agua cayendo y de piedras moviéndose. En el ambiente había suspendido un cierto olor a viejo, a recuerdos y reliquias de épocas pasadas. En el centro de la caverna vio una montaña de tamaño formidable. ¿Cuál sería su función? «Teitú, tengo que regresar al mundo de los vivos, tengo que buscar a mi abuelita, a mi mejor amiga…, a… mis animales…». Alac se arrodilló del dolor que de súbito lo asaltó. ¡Manchego! ¡Alac! ¡Reacciona! Ahora no puedes permitirte llorar. Estamos en el Interim, la dimensión de los espectros. Si te pierdes aquí, permanecerás perdido por la eternidad. Alac seguía llorando. No podía dejar de pensar en el Meridiano, el mundo que había conocido de pequeño, donde se encontraba todo lo que amaba. «¿Quién había creado todo ese entramado de portales y mundos? ¿Con qué propósito?». Hay muchos enigmas que no podemos dilucidar, Alac, pero no podemos permanecer en este estado de espíritu. Debemos resolver este misterio para regresar al mundo de los vivos y así detener el mal que se expande. Alac, recupera la cordura. Es hora de ser fuerte. «Tienes razón, he pasado demasiado tiempo lamentándome. Y es que duele muchísimo.
Necesito saber si mis creadores eran conscientes del dolor que me causarían. ¿Tú sabes algo de eso?». Es una pregunta interesante, pero no tenemos tiempo. Solo podemos continuar. «Tengo muchas dudas sobre mi existencia. Si no las despejo, no lograré encontrarme, le dijo Nordost. Pero, ¿cómo jodidos lo logro?». Teitú se iluminó de un celeste tímido. Alac, soy un Naevas Aedán, pero no sé quién soy. No sé nada de mi cultura, de mis antepasados. En la Lírica del Viento se dice que los Naevas Aedán eran de Tutonticám, pero no tengo la menor idea de qué es eso. A mí también me encantaría saber más de mis orígenes. «Querido guerrero, te prometo que algún día lo averiguaremos. Te ayudaré a encontrar tus raíces, igual que tú hiciste conmigo. Y discúlpame si he sido pesado con este asunto. Ahora, en marcha. Debemos regresar al mundo de los vivos. Mi familia me necesita. ¡Yo la necesito!». Es un error pensar que tu familia te necesita. Perdona si soy rudo, Manchego, pero la realidad es que tus seres queridos no te necesitan y tú no necesitas a nadie para ser feliz. Si no eres feliz siendo quien eres hoy, ahorita, en este momento, entonces haz algo al respecto, porque antes de ayudar a otros tienes que ayudarte a ti mismo. Eres el dios de la luz. Nordost desea que te encuentres antes de ir al Meridiano. Si no estás completo, serás un dios caótico, otra alma perdida que causaría dolor, provocarías más desgracia de la que ya hay. Manchego estaba atónito. «Tienes toda la razón. Debo encontrar paz en mí antes de intentar establecerla en otra parte. Suena frío y duele, pero es la verdad. Creo que me has empujado a dar el primer paso para resolver mi existencia. Te propongo algo, Teitú. »Exploremos este sitio, cada recoveco, cada esquina para saber a dónde lleva cada portal. Al menos nos haremos un mapa mental». Alac Arc Ánguelo empezó a caminar hacia la gran montaña en el centro de la caverna. Debía de servir para algo importante, lo presentía, igual que cada túnel.
Capítulo XV - Ecos de una visión interna Mérdmerén irradiaba majestuosidad. Con esas armaduras de metales ornamentados, la espada larga a la espalda, otra más ligera al cinto, una daga cruzándole el pecho y un escudo amarrado al costado de su caballo, parecía un auténtico caballero. La soberbia que solía desplegar como antiguo gran señor hizo el resto. Tal era el efecto en los demás que los soldados de Trágalar no sabían si saludarle con una reverencia o ignorarlo. El marinero, por otro lado, sonreía como nunca. Era una novedad estar protegido por esos metales e ir armado hasta los dientes. Le encargó al herrero que le cambiara la moharra de la lanza por su propio arpón. Ahora el arma parecía más un bohordo, pues le habían acortado el mástil para que pudiera manejarla con facilidad. Al lado de ellos cabalgaba la vieja Brujilda, sonriente, encima de un corcel tan negro como la noche. La señora parecía encantada de participar en las aventuras de Mérdmerén. *** Esa noche acamparon cerca del río Márgades, que pronto se bifurcaría en dos, uno hacia el noreste, Ementhal Bloss y después Armur Bloss, para desembocar en cuevas subterráneas inexploradas; la otra corriente seguiría hasta morir en las olas del mar Tempranero. A pesar de que habían pasado muchos años, Mérdmerén se sentía preparado para la conquista. Observó a sus acompañantes, cada uno tan diferente pero con un interés común que los unía: llegar al lugar que les devolvería la vida, el barco para Ságamas y una nueva ciencia creadora de sortilegios para Brujilda. La bruja parecía hablarle a la fogata mientras el marinero perdía sus pensamientos en el horizonte, completamente subyugado por el paso de las nubes. —Se dice que el mar es el ser vivo más grande del planeta —dijo el marinero—. ¿Lo has visto, Brujilda? El color azul te consume. El mar no es de nadie, el mar es de todos, es la creación más divina que existe. Brujilda y Mérdmerén se dejaron mecer por las palabras de Ságamas. La tranquilidad del momento les serenó el alma y la noche los protegió en su burbuja de silencio. *** —Muy bien, querida Brujilda. Dejaremos dos cosas claras antes de seguir. Primero, yo soy el líder, el responsable de vuestras vidas y de vuestra seguridad. No hay peros. Segundo, hay un precio por mi cabeza y seguramente la carretera nos ofrecerá muchas dificultades, la más importante, que habrá quien quiera arrancarme los sesos para venderlos por unas cuantas coronas. Tercero, somos un equipo y eso supone que no podéis buscaros la vida por vuestra cuenta. Cuarto, cuando lleguemos a Háztatlon podréis hacer de vuestro culo un candelero, pero hasta entonces, responderéis a mis órdenes. ¿Está claro? El sol de la mañana se escanciaba sobre la foresta salvaje. A menos de una legua de las fincas del Licaf y Atisbar, la ciudad de Trágalar se camuflaba perfectamente entre la vegetación. El canturreo de las aves y otros animales llenaba el sitio de vida y gracia. Brujilda se rascó la cabeza de greñas largas, blancas, sucias y enredadas. —Vale. Tengo todo lo que quiero en esta vida —dijo mientras acariciaba la garra de wyvern que había sujetado a su báculo mediante métodos mágicos. —Una cosa más —agregó Mérdmerén—: nada de brujerías raras, ¿entiendes? No quiero
que estés resucitando a muertos ni ninguna de esas porquerías mágicas. Solo conjuros que nos puedan beneficiar, no maldecir. ¿De acuerdo? La vieja lo observó de reojo y se puso seria. —No creo que haya nada que os maldiga más aún. —Escupió al suelo, desdeñosa—. Habéis sido tocados por el mal, y no es cualquier mal, sino uno que se expande a cada segundo. Si hay algo que os beneficie es mi presencia, imbécil. —¿Por qué? —preguntó el marinero. —Porque conozco las Artes Negras y me gusta juguetear con la oscuridad. El mal no se sentirá amenazado por su igual, ¿comprendéis? —No —contestó Ságamas—. Mi pregunta es: ¿por qué el mal ha señalado a Mérdmerén? Mérdmerén nunca se había preguntado tal cosa. El momento de silencio fue incómodo. — No estoy segura. Debes de ser valioso, aunque no sé por qué. Para mí eres un pirata sin alma, pero podrías ser… algo más.— La vieja le dedicó una mirada profunda, de pies a cabeza. Finalmente, se encogió de hombros. —Pues si algún día entiendes por qué me desean muerto —le dijo Mérdmerén a Ságamas — te ruego que me lo cuentes así, sin más. Eso es todo. En marcha. *** Entrada la tarde, llegaron al punto en el que el río Márgades se bifurcaba y se perdía entre el verdor del follaje. Pararon, llenaron las cantimploras hasta arriba y bebieron hasta saciar la sed. Dejaron el río y siguieron hacia el norte. Por suerte, Trágalar les había proporcionado carnes curadas y panes en cantidad más que suficiente, lo que les ahorraba ir de cacería. Los caballos, además, eran fuertes y estaban rindiendo como si fueran de pura raza. En dos días más o menos estarían cabalgando sobre los Campos de Flora y sus resplandecientes mesetas, donde en otro tiempo se libró la guerra contra Kathanas, la ciudad dedicada exclusivamente a proteger la Trigonósfera Stratta, edificada en la piedra misma de las mesetas y con una capacidad defensiva difícil de superar. Para llegar a la planicie, había dos opciones: bordear las montañas del Ferroño, que suponía varios días de viaje, o escalarlas, lo que ahorraría tiempo pero recrudecería las condiciones del trayecto. Cuando empezaron a toparse con raíces y rocas que entorpecían el camino, supieron que pronto se encontrarían a las faldas de las montañas del Ferroño. Mérdmerén ya le daba vueltas a cómo sortear las dificultades de esa zona. Aparte de las noches gélidas y de la complejidad del terreno —con posibles caídas—, el suelo era árido, y eso significaba falta de sitios para descansar y falta de pasto para los caballos. Solo crecía una planta especial, el ferroño, que se soldaba a la piedra de la montaña como si fuera hiero y se extendía en formas tortuosas, como moños despeinados. Las ramas eran duras —imposibles de cortar—, las hojas eran escasas. Un par de días más tarde pisaron la base de las inhóspitas montañas. Pararon y dejaron que los caballos pastaran. En poco tiempo, no tendrían nada que comer.
Capítulo XVI - Wraith Mérdmerén se despertó con un sobresalto. Había notado un rugido animal, muy cerca. Se incorporó con el corazón en la boca y agarró una espada. A poca distancia, Brujilda roncaba como un jabalí salvaje. Ese era el peligro. El hombre resopló; se acordó de los tiempos en los que en su banda había mujeres que también roncaban. Nárgana y Garamashi… Dos mujeres desgraciadas que, después de todo, no obtuvieron nada bueno de la banda. Ságamas no estaba. Miró en derredor y encontró a alguien orinando contra un árbol. —¡Por las sirenas bastardas! Qué gusto da orinar al aire libre, durante la madrugada, cuando el sereno sigue puesto y el viento es gélido. ¿No amas el vaporcito que sale y te envuelve? Es el vaho del pis. Mérdmerén sintió náuseas. —Despierta a la vieja. Debemos seguir. Estas montañas hijas de puta nos van a joder vivos. Están húmedas, resbaladizas. No te confíes, marinero. Un resbalón con mala suerte puede matarte. Mira —dijo Mérdmerén acercándose a una roca—. Toca la piedra. Es dura como el hierro y pesada como un toro. Te lanzo una de estas, una pequeña, y te rompo el cráneo. »Ahora mira esto —dijo al lado de un ferroño poco más alto que él—. Observa las raíces, cómo se clavan en la piedra. Son pezuñas, ¡por los dioses! Imposibles de talar. Si pruebas a cortar una parte, tu espada o tu machete rebotará. No hay ser vivo, salvo los hongos y otros parásitos, que sacan provecho de esta especie. ¿Acaso ves aves? Claro que no. Tampoco sobreviven aquí los reptiles o los insectos. —¿No será mejor que rodeemos las montañas? —Así perderíamos seis días, entre lo que tardaríamos en dar la vuelta y regresar al camino que lleva al norte. Además, de esa manera entraríamos directamente sobre los Campos de Flora, los soldados de Kathanas nos avistarían y no son muy amables. A esa extensión, por cierto, también se la conoce como los Fangos de Maúralgum. —¿Los Fangos de qué? —De Mauralgum. En la batalla de Maúralgum cayó Némaldon, pero murieron tantos que el suelo se empantanó. El fango aún perdura. Mérdmerén se volteó velozmente, con la daga lista, pero una mano huesuda le sujetó firmemente la mano. —Se dice que aquel que habla de los muertos los convoca, desertor —advirtió la bruja—. Si hablas de los fangos, atraerás a sus espíritus turbados.— Brujilda le soltó la mano a Mérdmerén. El marinero estaba pálido como la masa del pan. —¿A qué hora te levantaste? —preguntó el jefe—. Estabas en el suelo, durmiendo… —Soy una bruja astuta.— Mérdmerén se inquietó. Dudaba de su decisión de aceptar a esa mujer en su misión. —Basta de cháchara. Tenemos que ponernos en marcha ya. Mérdmerén y Ságamas desmontaron el campamento y escondieron el rastro. —¿Qué hacéis? —se interesó Brujilda. —Nos persiguen desde que partimos del sur. Es mejor tratar de despistarlos. —No seáis brutos. Os persigue algo que no necesita ver ni sentir, solo percibir. Y esa cosa que os persigue no busca nada más que alimentarse de vosotros. Lo puedo sentir. Estuvo presente en la finca de mi hijo. No os atacó porque estaba yo, y seguiréis a salvo mientras estéis conmigo. Ya os lo dije, el mal no amenaza al mal. —Exactamente, ¿qué nos persigue? —preguntó Mérdmerén—. Que sepamos, eran unos bandidos que querían mi cabeza y cobrar la recompensa.
—¿Alguna vez, durante el viaje, viste a esos bandidos? —No. —Exacto. No te persiguen unos bandidos, sino un wraith. —¿Qué, qué? —se alarmó Mérdmerén. —Un wraith, un espíritu maligno. Si te toca, te arrancará la vida de inmediato. —¿Y por qué me persigue a mí? —preguntó Mérdmerén, asustado y temblando del miedo. —No sé a quién has ofendido, desertor, pero un wraith te ha descubierto y quiere devorarte. —Nos esconderemos. —No puedes esconderte de un wraith. Detecta la energía de tu alma. No necesita ver. —¡Huiremos al norte! —No sé si eso ayudará. —Entonces…, ¿estoy condenado a que ese espíritu maligno me persiga durante la eternidad? —Podríamos hacer un conjuro. Convocar al espíritu y preguntarle por qué te persigue. Quizá responda. —Hagámoslo. —Tendrá que ser de noche, de día no me concentro. Además, esos espíritus se muestran más claramente de noche. El sol, con su calor y su luz, obstruye el flujo de las energías oscuras. —Entonces…, ¿ahora qué hacemos? —Mérdmerén se sentía derrotado. —Pues nada. Seguir adelante y acampar en un lugar espacioso. —Bruja, estamos a punto de entrar en las montañas del Ferroño. No sé si conoces este lugar, pero por aquí no hay nada parecido a un lugar espacioso. —Hay un sitio para vigilar la planicie. —¿En serio? —Mérdmerén miró al marinero, quien se encogió de hombros. El hombre aún se hallaba pálido a causa de la mención a espíritus y fuerzas ocultas. Se le notaba que volvía a dudar sobre la decisión de unirse al Desertor. —Es el Refugio, un puesto de vigilancia en forma de plaza circular, protegida por ferroños. En el pasado contaba con una torre en el centro. Los soldados del imperio dejaron de usar este puesto hace casi cuatrocientos años, pero no quiere decir que nosotros no podamos aprovecharlo ahora. Allí, además, podríamos llamar al wraith. —Joder —masculló Mérdmerén—. Está bien. Vamos. Y así, los hombres y la bruja montaron en sus caballos y comenzaron la laboriosa escalada a las montañas del Ferroño.
Capítulo XVII - Cuando los espíritus lloran —Es imposible —resopló el marinero—. Los caballos no van a aguantar. Es mejor que regresemos. —Pero con esa niebla será imposible descender, al menos que quieras morir —apuntó Mérdmerén, notando la desesperación en su voz. Continuaron, pero no pasó mucho tiempo cuando el caballo de Mérdmerén dejó de moverse, y después los otros dos. Se negaban a seguir adelante. Mérdmerén no quiso obligarlos. Sabía que el camino era difícil, así que no le quedaba otra que desmontar y guiar al animal. —Vamos, caballito. No te he puesto nombre y eso es raro en mí. Yo le pongo nombre a todo lo que amo. Sí, mi caballito, juntos lograremos nuestro cometido, lo lograremos, te lo prometo. Te llamaré Valens, por ser valiente y poderoso. ¡Ánimo, Valens, tú puedes! Este camino no nos detendrá —jaleó Mérdmerén. El cielo estaba tapado por una mortaja gris, tan espesa que ni un solo dedo de luz podía penetrarla. La temperatura bajaba vertiginosamente. El viento azotaba y desestabilizaba a los caballos, que relinchaban de pánico. Los ferroños, retorcidos, ásperos, encallecidos, parecían burlarse de la debilidad de los viajeros. Pronto sería noche cerrada. Uno, dos relámpagos cruzaron el cielo y arrojaron luz a lo lejos. La comitiva habría saltado de alegría de haber tenido fuerzas: enfrente tenían el Refugio. Era una explanada con una atalaya, erosionada por el paso del tiempo. Comenzó a llover y el suelo pronto se convirtió en un lodazal. Los caballos relinchaban enloquecidos. Mérdmerén siguió empujando con el rostro sereno, los dientes apretados y los ojos fijos en su destino. Al llegar al Refugio, notaron que el viento soplaba con menor agresividad, aunque seguía lloviendo, ahora torrencialmente. —¡Vamos a la base de la atalaya! —gritó Mérdmerén—. ¡Puede que allí encontremos techo! Entraron. Por encima de sus cabezas no había nada sólido, pero sí mucho matorral y planta muerta, restos de piedra y tablas de madera, lo que hacía de barrera ante el aguacero. Los viajeros encontraron resguardo y amarraron las riendas a unas ramas, protegidos del temporal. Cuando empezaban a relajarse, oyeron un ruido escalofriante, de alguien padeciendo un tremendo sufrimiento. —¿Qué es ese ruido? —se inquietó el marinero. Mérdmerén se encogió de hombros. —Será el viento colándose entre las ramas. —¡Es el wraith! —exclamó la bruja. Mérdmerén y el marinero se tensaron, la bruja se preparó para un ataque. —¿Está cerca? —quiso saber el líder. —¡Está fuera del Refugio! ¡Joder! La bruja estaba fastidiada. Podría haberse enfrentado al espíritu de haber tenido tiempo de crear una fogata, pero el wraith les pisaba los talones. —¿Qué hacemos? —preguntó Mérdmerén sintiendo que el miedo se apoderaba de su ser. Ese ruido que hacía el wraith era estremecedor. Ahora lo escuchaba claramente. Era como el sollozo de una niña de voz ronca, un grito de socorro y de odio profundo. Los caballos estaban nerviosos, no paraban quietos. —¡Haz algo, vieja! ¡Tú eres la bruja! —le gritó Mérdmerén sacando su espada del cinto. Ságamas lo imitó y apuntó su lanza con punta de arpón hacia la entrada de la atalaya. —¡Las armas no le harán nada, idiotas! —se burló Brujilda—. Esta será una batalla entre
fuerzas de orden superior. La bruja se quitó el manto con el que se cubría los brazos huesudos, el cuerpo escuálido. Alzó su bastón con la garra del wyvern y empezó a entonar un murmullo ininteligible. Algo parecía estar rodeando a la bruja. Era energía en estado puro. Una cosa negra y ominosa se hizo visible en las afueras, aullando como un lobo que al fin ha encontrado su presa. Los caballos relincharon. Los hombres se espantaron, acorralados como estaban en la atalaya, ante una presencia de fuerza desconocida que pronto se metería dentro de la torre. La cosa se acercaba. Era grande, igual que la sombra de un árbol durante el atardecer; de bordes suaves, como los de una burbuja que se deforma. Aquella cosa parecía chupar toda luz que hubiera alrededor, era más oscura que la oscuridad misma. —¡Vamos, criatura del inframundo! —exhortó la mujer—. ¡Entra y muéstrate ante nuestros ojos! El wraith bramó. Su graznido fue similar al sufrimiento de mil seres siendo torturados al mismo tiempo. El espíritu y la barrera de energía colisionaron con brutalidad. Estalló un fulgor morado, en el que resplandecía la garra de wyvern, que despedía rayos rabiosamente rojos. El wraith se mostró. Era un hombre de rostro carcomido y de barbas largas, de cuyos ojos salían sendas culebras. Un demonio lleno de odio lo poseía. —¡Mérdmerén! —gritaba el espíritu en un eco de desgracia—. ¡Mérdmerén! ¡Mérdmerén! ¡Mérdmerén! —¡No pasarás, espíritu maligno! Detente y serás absuelto, tu alma se liberará del demonio y encontrará la paz —dijo Brujilda. Los destellos de la garra se volvieron negros. Algo implotó y alteró la presión del ambiente. El espíritu se abalanzaba sobre su agresora. Mérdmerén se agarró los oídos, vencido por el dolor de la presión en aumento, temiendo quedarse sordo. Silencio. *** Mérdmerén sintió que un rayo de luz le atravesaba el ojo. Alguien lanzó un quejido, otro tosió. Abrió los ojos lentamente, como si los párpados estuvieran pegados. La madrugada empezaba a anunciar un nuevo día de cielo completamente despejado. El sol calentaba los nidos en los árboles, donde los pajarillos celebraban el amanecer con su alegre trino. ¡El wraith! Mérdmerén se palpó, en busca de alguna lesión fatal, para hallar que seguía de una pieza. Miró alrededor. Brujilda estaba tumbada en el suelo, sujetaba firmemente su báculo. La garra mostraba partes quemadas. El marinero descansaba boca abajo. Parecía muerto. Mérdmerén se sobresaltó, pero enseguida notó que respiraba. Salió de la torre. El viento era gélido. Se arremolinaba alrededor de su cuello y se le metía dentro, provocándole deliciosos escalofríos. No había señales del wraith, salvo una mancha negra. Mérdmerén no salía de su asombro. «Bárfalas…». Lo reconoció al instante. «¿Por qué me perseguirá?». Se concentró en los alrededores. Desde el Refugio la vista era grandiosa. Observó el sendero por el que habían llegado y se sorprendió de que hubieran superado la prueba. Miró hacia el norte. Ahí estaba el camino, claramente delimitado, angosto y con varios puestos de control. Al noreste divisó los Campos de Flora, que a esas horas del amanecer parecía un mar de verdes salpicado por gotas de color. La planicie parecía no tener fin de no ser por las montañas
altas e inhóspitas que se levantaban al norte. «Kathanas», pensó Mérdmerén. Allí, al fondo, se encontraba la ciudad, aunque no la viera. Oyó pasos a su espalda. Era el arrastre inconfundible de la pierna de palo de Ságamas. Su rostro era una mezcla de emociones. Quizá se había acordado del mar con esa majestuosa visión de la planicie. —Qué vistas… Con esto ya tengo suficiente por hoy, Desertor. Por las sirenas bastardas…, ¡esto es una verdadera perla! Una belleza —elogió el hombre abriendo los brazos de par en par, cerrando los ojos. Una presencia taciturna les interrumpió la contemplación del paisaje. Se volvieron y descubrieron a la bruja, que caminaba hacia ellos con un mano en la cabeza, masajeándose la sien. —¡Qué dolor de cabeza, hijos de la gran puta! —se quejó la vieja. —¿Te duele mucho? —preguntó Mérdmerén, fingiendo preocupación—. Gracias otra vez por salvarnos la vida. Esa garra… No imaginé que fuera capaz de tanto. —Lo sé. Me diste una maravilla, desertor. En fin, estoy de resaca, señores. Hacer magia es como beber demasiado aguardiente: te quita vida y energía, así que ahora me encuentro aturdida, pero bien. Me debes dos, Mérdmerén, y tú también, Ságamas. Os he librado del espíritu. ¿Lo viste bien? ¿Sabes quién es? —le preguntó a Mérdmerén. —Sí… Se llamaba Bárfalas. Murió hace casi dos décadas, lo mató una banda. Querían robarle un botín que le vendí y, de paso, mandarme una amenaza. —Alguien te conoce bien y quiere asesinarte —dijo la mujer rascándose la narizota—. Que te hayan enviado un wraith son palabras mayores. Puede que el responsable sea el Lóbrego Pastor que vimos en la caldera. Te quieren muerto. Y todavía no sabemos por qué. —Ahora mismo no soy capaz de entender nada. He sido un bandido, he hecho cosas que no me enorgullecen, pero no he ofendido a ningún brujo o demonio. Si acaso a un hechicero al que llamé Innonimatus, pero no cuenta porque él desea ayudarme… ¿Tendrá algo que ver el sáffurtan con el que nos encontramos? —Lo dudo mucho… Eso me parece más una coincidencia. Sí tengo claro que van a por ti. Ya descubriremos sus motivos…— La vieja se volvió hacia el paisaje—. ¡Qué vista! Los Campos de Flora son una belleza. Algún día me encantaría visitar los Fangos de Maúralgum. Mataron a muchos… Se pueden secuestrar a esos espíritus para generar sortilegios de alto poder. Bueno, camaradas, ¿estáis listos para los rigores del norte? Mérdmerén y Ságamas se miraron y soltaron una risa nerviosa. —Tienes razón… Si el Sur está lleno de desertores y haraganes, en el Norte nos encontraremos con otra cultura y otra manera de manejar los asuntos. Desertores hay, pero de otra índole. Más de una vez pensé que no lo lograríamos, pero aquí estamos, a punto de cruzar la frontera de Kathanas para adentrarnos, oficialmente, en el Norte. Marchemos lo antes posible. En dos o tres días habremos atravesado las montañas y llegado al inicio de la Trigonósfera Stratta. Fácilmente encontraremos un pueblo para descansar unos días. El marinero se atusó las barbas blancas, impaciente por estar cada vez más cerca de su destino. La bruja regresó a la torre para recoger sus pertenencias. Sobre la piedra seguía impregnada la sombra del espíritu que había eliminado. Mérdmerén miró al horizonte, tratando de penetrar la distancia. Lo asaltó un recuerdo vago de su esposa y de su hija. Sonrió. Su misión empezaba a cobrar sentido.
Capítulo XVIII - El lenguaje silencioso de una nube La ruta al norte era un constante sube y baja. A la derecha, se extendía un acantilado escarpado, imposible de escalar; a la izquierda, las faldas de las montañas, tan largas como tranquilas. Durante cientos de años, los ejércitos aprovecharon ese particular relieve para planear estrategias de ataque y emboscadas. Los que salieron de Flamonia pronto se dieron cuenta de las ventajas del lugar como defensa contra Némaldon y por ello se asentaron en las mesetas al norte de la planicie, y desde allí libraron la batalla de Maúralgum. Fundaron una ciudad a la que llamaron Kathanas, que en la lengua de Flamonia significaba «escudo inquebrantable». A sus habitantes se les ocurrió cavar en las mesetas y crecer verticalmente, hacia el interior de la tierra. Resultó una genialidad, pues gracias a eso Kathanas se volvió invencible. Sus muros tenían la solidez de las montañas y sus cimientos la profundidad de los volcanes. Kathanas se alzó como la ciudad vigía, la base más importante de defensa del imperio de Mandrágora, que ya prometía un gran futuro. No imaginaban los fundadores, Eryund des Guillioth —el primer rey— y Aryan Vetala —el primer evangelizador—, que el imperio se convertiría en un gigante de más de diez ciudades poderosas, cada una con una notable capacidad militar; por supuesto, tampoco imaginaron los desastres políticos, económicos y sociales que ahora campaban a sus anchas. Nadie lo previó, pero era evidente, porque donde hay libertad, hay quienes abusan de ella. Mucho menos se previó una rivalidad entre el Norte y el Sur, que desembocaría en un creciente clima de tensión y en la amenaza de una guerra civil que los enemigos podrían aprovechar para darles jaque mate. Mérdmerén imaginaba a aquellos hombres del pasado luchando en la planicie, trotando por las faldas de las montañas, guerreando, mientras admiraba con solemnidad el soberbio paisaje. Desde allí arriba se veían los cultivos; parecían grama, flores, pequeños arbustos y otras plantas crecían allí. Sin embargo, en ese terreno no crecía ni un solo árbol, algo que nadie pudo explicar jamás. Árbol plantado, árbol que moría, y sin motivos aparentes. No obstante, tampoco se investigó demasiado, pues los estrategas de Kathanas preferían mantener el área libre de árboles, para divisar los peligros a lo lejos. A pesar de que hacía siglos que nadie amenazaba los Campos de Flora, esas mesetas estarían eternamente vigiladas, especialmente con un enemigo como Némaldon, con el que no se podía bajar la guardia. El sendero estaba delimitado por piedras. Su anchura permitía solo el paso de un jinete con su caballo o de dos soldados. A la derecha no tenían escapatoria porque estaba el acantilado; a la izquierda, la constante vigilancia desde las torres de las mesetas. Un poco más adelante se apostaba una garita. Los viajeros marchaban a paso seguro, con la tranquilidad que les daba ir ataviados con ropas elegantes, armaduras sólidas, espadas finísimas y caballos de raza. Los guardias los tomarían por un grupo de mercantes adinerados, aunque podrían sospechar de la pierna de palo del marinero y el aspecto de bruja que la vieja no se esforzaba en disimular. Desde luego no lo tenían muy claro porque ya preparaban las lanzas y los arcos. — Escuchad —murmuró Mérdmerén—. Llamadme Arbitrator. Soy finquero de las tierras El QuepeK’Baj, y vamos a Merromer a negociar exportaciones a Grizna. ¿Entendido? —Y yo seré el capitán del navío, la Mantarraya— repuso Ságamas, embelesado.
—Y yo seré vuestra madre —dijo Brujilda regañadientes. No le gustaba el papel de madre, pero declararse bruja sería una estupidez. Mérdmerén tampoco estaba satisfecho con esa idea, pero no tenía ni las ganas ni la energía para contradecirla. De frente, ya se asomaba Kathanas. —¡Alto! ¡Estáis pisando las tierras pertenecientes al duque Thoragón de la familia Roam. ¿Qué negocio traéis? A Mérdmerén le sorprendió que los guardias no mentaran al rey Aheron III o a su linaje. «¿Estarán pensando en independizarse? Si Kathanas se separa del imperio, sería un problema», pensó Mérdmerén ante el rostro orgulloso de los soldados. «¿Será que el duque Thoragón está tanteando el terreno? En cualquier caso, la familia Roam está maldita: la locura corre por las venas de todas sus generaciones. Puede que el duque ya esté entrando en el ciclo final e irremediable del mal y que esté declarando órdenes estúpidas…». Mérdmerén levantó las manos. Ságamas y Brujilda lo imitaron. —Venimos sin malas intenciones y sin pretensiones. Somos un grupo de viajeros que busca hacer negocios en Merromer. Quiero exportar mis bienes, la mercancía que produzco en El QuepeK’Baj. Mi nombre es Arbitrator, de la finca… el Rincón Fértil.— Fue el primer nombre que se le ocurrió, pero pensó que no estaba del todo mal. El que parecía el capitán, un hombre de barba espesa y mirada oscura y circunspecta, protegido por las armaduras plateadas de Kathanas —el escudo era un castillo sobre una meseta —, se mostró impaciente. —Aquí decido yo quién es qué, viajero. Ahora estáis en las tierras del duque Thoragón y, si queréis continuar, deberéis pagar el respectivo tributo. Eso, contando con que paséis la inspección de mis soldados. Mérdmerén se preocupó; seguro que encontraban algo en la bruja, además de la pequeña fortuna que portaban en cientos de coronas. —Capitán… ¿no es así? No hay más que ver sus medallas y galones. Apostaría mis bienes a que es usted muy apreciado en la jerarquía militar —empezó a lisonjear Mérdmerén—. Ya ve cómo venimos, con nuestros caballos y poco más. Solo quiero hacer negocios. Me acompañan el buen capitán de mi navío, para asesorarme, y mi madre. Ya sabe usted cómo son las madres… —dijo en tono cómplice. El capitán seguía sospechando. —El QuepeK’Baj quedaba en San San-Tera, ¿no? —Sí, mi capitán. —San San-Tera fue destrozada hace tres años. Eres un mentiroso. Mérdmerén silenció una maldición. Tenía que pensar rápido. —Mi capitán, por eso mismo tenemos que buscar otras vías de negocio, vender al otro lado del mar Tempranero. —¿Y traéis algo para demostrar que sois finqueros? —Mi voluntad, dinero y mucha fe en que todo saldrá bien, mi capitán. Son tiempos difíciles para todos. Estamos sufriendo tras la destrucción del pueblo, pero debemos seguir adelante. Usted sabe que no podemos dejar de luchar. El capitán parecía tragarse la historia. —Muy bien. Pagad el tributo y seguid. Encontraréis dos garitas más a lo largo del Sendero de los Caídos. Mostrad a los soldados el permiso que os otorgaré para poder continuar. —Muchas gracias, mi capitán. ¿Cuánto debemos por cabeza? — Cincuenta coronas. Y los niños no pagan tributo. —¿Cincuenta? —Aulló Mérdmerén con los ojos fuera de las órbitas. La vieja sonrió. —Sacó un morral de la pechera y contó cien coronas. Mérdmerén se aproximó al capitán
y a la garita con las monedas en las manos. —Faltan otras cincuenta —dijo el oficial. —¿Mi madre también paga? El capitán no respondió. Maldito hijo de puta. Mérdmerén sabía que los mayores y los niños solían estar libres de pago. Sacó otras cincuenta coronas con los dientes apretados. El oficial se le quedó mirando un momento. La duda seguía ahí, pero la comisión que iba a llevarse por el tributo excesivo le compensaba con creces. —Este es el permiso que os franqueará el paso hasta finalizar el Sendero de los Caídos, hasta las faldas de las montañas.— Era una moneda de metal con un código que no comprendió. —Muchas gracias, capitán. ¿Cómo se encuentra el duque Thoragón? —Eso no te importa. —En ese caso, mis respetos para el señor duque y su familia. —Mérdmerén estaba al corriente de que el duque no había tenido hijos por voluntad propia, para no seguir propagando el mal que todos heredaban. Sin embargo, no podía aguantarse las ganas de impacientar al capitán. Era el precio que él se cobraba por el sobrecoste del tributo. Los otros soldados se revolvían inquietos. —Nuestro duque es un gran líder. Lo seguiría hasta el foso más diabólico del universo — dijo el capitán. Mérdmerén saludó y se puso en marcha, seguido por sus compañeros, en silencio. El sol de poniente iba ensombreciendo el acantilado, las montañas, la planicie. A lo lejos, en la ciudad, empezaban a encenderse las antorchas en las torres de vigilancia, y alguna que otra candela en los cuartos de los castillos. Al cabo de las horas los viajeros acamparon y dieron cuenta de la carne curada frente a un lienzo negro de brillantes estrellas.
Capítulo XIX - Amamantando pensamientos Se sacudía vigorosamente. ¿Estaría convulsionando? ¿Qué jodidos estaba sucediendo? Tenía el rostro mojado, los ojos mojados, el alma mojada. ¿Había llorado la noche entera? «Mamá, ¿por qué me has dejado solo? Te necesito… ¡Mamá!». Cómo la echaba de menos, incluso tantos años después de su muerte. Una segunda ola de agua roció su cuerpo entero. Se estremeció y abrió los ojos. —Vamos pues, sacristanes, a bañarse se ha dicho. ¡A servir al Décamon! ¡Vamos! ¡Vamos! Son las cinco de la mañana y no hay tiempo que perder. ¡Seréis sacristanes del Décamon, por la vida de los dioses! ¡No se permite haraganerías! ¡Vamos! ¡Vamos! Un ejército de padres en sotana negra convocaba a los cuarenta estudiantes de una manera violenta y rigurosa, al estilo militar. Aquellos gritos como cuchillos en las sienes —por culpa de la resaca que arrastraban de la cena—, desestabilizaron la fe de muchos. Varios chicos lloraban mientras corrían como gallinas perseguidas por zorros hambrientos, otros se apresuraban hacia las duchas, para despejarse. Unos pocos vomitaban, quizá por la resaca, quizá por el trastorno de ser despertado con un chorro de agua fría.Joermo, Kurlos, Ánomnos y Argbralius marchaban hacia las duchas con las sotanas marrones en las manos. Estaban habituados a levantarse a las siete de la mañana, con un sol que les calentaba el cuerpo y el alma. Ahora eran las cinco de la madrugada, el mundo seguía frío y los chicos no soportaban el agua a esa temperatura. En el aula, los chicos se mostraban decaídos y asombrados, entre la resaca y el cansancio. Damasio puso su mejor cara de piedra. —Bienvenidos al primer día de vuestro entrenamiento como sacristanes del Décamon. Espero que hayáis disfrutado de la cena de anoche, porque de hoy en adelante no tendréis mucho tiempo de diversión. Los sacristanes jamás podrán faltar a sus labores diarias en el Décamon, sin importar su estado de salud o de ánimo. »El sacristán facilita el trabajo del sacerdote en su misa diaria. El sacristán es un peón, sí, pero imprescindible. No lo olvidéis: jamás deberéis faltar a vuestras labores, pase lo que pase. —El hombre carraspeó para hacer una pausa—. Bien, en un año os estaréis graduando. Suerte a todos. Espero que disfrutéis de un proceso que es difícil pero tiene su recompensa. Además, iréis madurando. Los jóvenes, todos adolescentes excepto Argbralius, que parecía unos años mayor, bostezaban y no escondían su aburrimiento, a diferencia de los superiores y los instructores, que daban muestras de encontrarse en plena forma. Reorganizaron a los chicos, les asignaron nuevos puestos y enseguida Orolio comenzó la primera clase. —Después de cada clase habrá una evaluación, cada día. El que suspenda, deberá preparar un ensayo sobre el tema tratado y presentarlo al día siguiente. Si el ensayo no se entrega, la expulsión es inmediata y permanente. »Os recomiendo que toméis notas, pero lo más importante es que no os quedéis con dudas. Preguntadme, durante la clase o después. Siempre podréis acudir a mí. A partir de ahora tendréis poco tiempo libre, muchas tareas y lecturas pendientes. Joermo y Kurlos se miraban con complicidad, transmitiéndose hartazgo, y no eran los únicos. Délegas, por el contrario, ni se inmutaba. Estaba sentado a sus anchas, sin preocuparse de preparar sus materiales para la clase. Su desinterés era colosal. Otros chicos, como Argbralius, ya se inclinaban sobre el escritorio, con el carboncillo listo para tomar notas.
A las cuatro de la tarde, los chicos salieron tras casi doce horas ininterrumpidas de clase. Solo habían parado para almorzar un estofado sencillo de verduras y un jugo de frutas. Los cuarenta estudiantes que se habían dividido a causa del partido de balompié estaban nuevamente unidos. El agotamiento y las nuevas exigencias no les dejaban ganas ni tiempo de seguir peleando. No obstante, había tres chicos que permanecían fieles al fortachón de Délegas, pues tenían un fin en común. Argbralius no tardó en demostrar su capacidad como estudiante y pronto superó a la mayoría en el desempeño de las tareas: demostraba memoria, rapidez en las respuestas, ingenio, y todo ello irritó a sus rivales, especialmente a Délegas. Cada día, al terminar las clases, los chicos parecían presos a los que se les hubiera liberado: en sus rostros llevaban la alegría infantil de recibir un regalo merecido. —¡Hijos de la gran patria! —exclamó Joermo—. Esto es demasiado intenso. —Estoy que me muero —abundó Ánomnos, que iba dando tumbos. —¡Agua! ¡Agua! —gritaba Kurlos, haciendo el teatro de que iba a morirse allí mismo. Argbralius, en cambio, callaba, como si estuviera en otra parte. —Ayer volviste a tener otra de esas pesadillas, Arg. ¿Cómo te encuentras? —Preguntó Joermo, que se palpaba la cabeza como si tuviese jaqueca. —Sí, fue horrible. Soñé con… —¿Tu mamá? —Apostó Joermo. —Quiere a su mami el nene —empezó Kurlos, pero se detuvo ante la mirada fulminante de Argbralius, que parecía dispuesto a abrirle las heridas de Délegas, que aún no habían sanado del todo. —Tranquilo, Arg —trató de calmarlo Joermo—. Solo queremos ayudarte, entenderte. Puedes contarnos lo que necesites. Argbralius consideró el ofrecimiento. Quizá le haría bien poner palabras a sus miedos y obsesiones, compartir sus preocupaciones con sus amigos. No podría contarles todo, pero puede que hablar de su madre le diera consuelo. —Vi a mi madre morir frente a mis ojos. Estaba consumida por una enfermedad desconocida. Se le caía el pelo, los ojos eran tumbas, y su rostro estaba carcomido como por orugas. La vi sufrir tanto… Mi padre le pegaba mucho, mi madre sufrió mucho —dijo Argbralius meneando la cabeza de lado a lado. Joermo le puso una mano sobre el hombro. —Te comprendemos, Arg. Tuviste una infancia dura y eso es algo que pasa con frecuencia en estos días. A veces los padres no están listos para tener hijos y los desgracian. Argbralius había soñado, además, con la imagen temible de su padre, un demonio rodeado de llamas y con largas alas. Y luego la fuerza que brotó de su interior y que acabó con su padre. Pero había algo más, un aliento oscuro que anidaba en su mente y en su alma. Joermo, Kurlos y Ánomnos lo vieron: el brillo en los ojos de Argbralius, esa energía que manaba de su ser y que no sabían identificar. Se sintieron incómodos, incapaces de permanecer al lado de su amigo más tiempo. Pero entonces esa energía desapareció y los chicos de nuevo quedaron en paz con él. —Muchas gracias, mis amigos. Os agradezco vuestro apoyo, pero no os preocupéis. Estamos aquí para convertirnos en sacristanes del Décamon e impartir la palabra divina. Me gusta estar en este lugar, siento que aquí tengo esperanza. No tengo padre, no tengo madre, pero mi madre, antes de morirse, quiso lo mejor para mí. Por desgracia tuve que ver cómo se moría.
»Mi padre no era igual… Me pegaba. Guardo mucho odio, mucho resentimiento, pero creo que encontraré la paz aquí dentro. —Amén —dijo Ánomnos—. Estás en el camino correcto, Arg, el camino de la luz. El dios Alac Arc Ánguelo estará muy contento con tu decisión, y te ayudará a cumplir tus deseos. »El Décamon te bendecirá y, poco a poco, olvidarás lo peor. Sabemos que eres una excelente persona, que no buscas el mal ni hacerle daño a nadie. Al fin y al cabo, todos tenemos un pasado, pero siempre se puede remediar con la palabra divina de la religión. Y nosotros siempre te apoyaremos. Kurlos puso una mano sobre el hombro de Argbralius. —Estamos contigo hasta el final. Juntos venceremos esta prueba. Ahora, ¿qué os parece si vamos al campo de juegos? Algo de sol y de aire fresco nos vendría bien. Los chicos celebraron la propuesta. El juego les haría olvidarse de las penas. Argbralius se sentía afortunado y agradecido de tener esos amigos. Dudaba en cambio de la promesa de verse, un día, libre de sus tormentos. *** Los días transcurrieron con rapidez, tanto que el tiempo parecía agua entre los dedos de los chicos. La exigencia física e intelectual de la formación empezó a notarse en el ánimo de algunos de los elegidos, y en su fe. Además, los vínculos entre ellos se reforzaron: se sentían un grupo que luchaba por un mismo objetivo. Délegas continuaba aislado, cada vez más agresivo, como si no supiese manejar una presión interna. En una ocasión Orolio fue a hablar con el fortachón, pero no obtuvo más que una mirada fulminante y un silencio incómodo. Al cabo de los meses los jóvenes empezaron a recibir muestras de cariño de sus familiares, que los extrañaban, ya fueran cartas o regalos; todos menosArgbralius. Un muchacho de orejas grandes,nariz larga, piernas flacas y dedos gordos, llamado Zinthio Naturas, había recibido en tres meses más de veinte cartas, tres de ellas firmadas por chicas. Zinthio procedía de un pueblo remoto cerca de Ágamgor, donde las familias se mostraban más apegadas, quizá por tener que convivir permanentemente con el peligro de Némaldon. El chico se regocijaba con cada carta y se cargaba de energía con esas palabras. Una tarde Joermo regresaba a su habitación tras las lecciones del día. Eran más de las cuatro de la tarde y el sol ya se ponía sobre la ciudad religiosa. Había leído una carta que le habían enviado de casa, y llevaba otras dos.Al entrar en la habitación Joermo notó el respingo de Argbralius, que había visto las cartas. —Repártelas tranquilamente —le espetó Argbralius—. No hace falta que te escondas. Estoy harto de que andes protegiéndome. Las cosas son como son: vosotros recibís cartas y yo no, pues ya está. No tengo familia, no podría ser de otra manera. Joermo torció la cara, pero aceptó las palabras de su amigo. —A ver… —Miró los membretes—. Esta es para Joer…, ah, es la mía… Eeeh, Kurlos Maros. Y Argbralius de Agamgor. Los ojos de Argbralius se iluminaron como nunca. Su sorpresa era mayúscula. ¿Cómo iba a esperar recibir una carta allí? Sintió que se emocionaba y no trató de disimular. Sus amigos lo contemplaban admirados, con esa sonrisa que por primera vez les parecía de verdad. Joermo le entregó el sobre. Era como todos: blanco y rectangular, con su nombre en una cara. Argbralius sostuvo la carta en sus manos, sopesándola, prestando atención a la textura. Se
la acercó a la nariz: olía a papel y a hierbas. Argbralius se sentó en la cama. Abrió el sobre. Querido Argbralius de Agamgor: Le deseamos una provechosa experiencia en su formación como sacristán en Démanon. Sabemos que es un individuo muy capaz y que durante algún tiempo estuvo bajo la tutela del padre Vurgomm. Antes de su muerte, Vurgomm le comunicó a las autoridades de Agamgor que usted formaba parte del programa para convertirse en sacristán. Por la presente, el duque Nurimitzu desea comunicarle que estaría muy honrado de que elija a Ágamgor para realizar su práctica. Atentamente, Nurimitzu, duque y general de Ágamgor. Una lágrima rodó por el rostro de Argbralius. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía apreciado. Argbralius guardó la carta y la puso bajo la almohada. Miró a sus amigos que estaban expectantes. —Viene de Agamgor… ¡Me ha escrito el duque! Le gustaría que hiciera allí la práctica. Parece que mi mentor le informó de mi destino ¡y habló muy bien de mí! ¡Me quiere allí! ¡Podéis creerlo! ¿Podéis creerlo? ¡Me quiere de vuelta en Ágamgor! ¡Que ilusión, por la vida de los dioses benditos! —Argbralius rompió a llorar. Joermo y Kurlos se sentaron al lado de su amigo, mientras Ánomnos permaneció de pie, ostensiblemente celoso, aunque pronto se rehizo y logró alegrarse sinceramente. —¡Fantástico, Arg! ¡Qué rico recibir una carta así de buena! —le felicitó Joermo. —Caray, ojalá a mí me apreciaran tanto —dijo Kurlos—. Tan solo mis padres creen en mí de esa manera. Eres el mejor, Arg, y eso está claro para todos. —Ojalá a mí me convocara mi ciudad —suspiró Ánomnos—. Creo que ni saben que estoy aquí, pero tú, Arg, debes de ser una celebridad en Ágamgor. ¡El duque mismo te ha enviado la carta! —Pero no sé si puedo regresar a Ágamgor. Mi pasado allí es tan desgraciado que me da pavor pisar sus calles de nuevo. Los ánimos se ensombrecieron y los chicos lo notaron. —No te preocupes, Arg. Decidirás a dónde ir cuando llegue el momento. Ahora concéntrate en convertirte en un buen sacristán. Joermo siempre lograba calmar a Argbralius. Así, abandonaron el tema y los chicos se metieron en la cama. *** Transcurrió un mes más, durante el cual los jóvenes se fueron habituando a las nuevas rutinas de estudio, tareas y horarios. Muchos se comportaban como si ya fueran sacristanes e incluso en el aspecto físico se les notaba cierta santidad: unos, por haber ganado la redondez y flacidez típica de los religiosos; otros, por esa mirada entre el misticismo y la sabiduría. Délegas, sin embargo, se rezagaba. Murmuraba imprecaciones y se alejaba de sus compañeros cada vez más. Los que se habían arrimado a él lo dejaron para acercarse a Argbralius, cuya influencia aumentaba a la par que su progreso intelectual. Un día, Orolio impartió la importantísima lección sobre la Rosa Emanante y sus derivados. —La Rosa Emanante es un fenómeno natural descubierto por Aryan Vetala. Nuestro primer evangelizador pensó que ese elemento, con sus características divinas, podría acercar la
religión a los fieles, pues los vitrales, por más bellos que sean, resultan lejanos e inalcanzables. »Sin embargo, una planta santificada, sembrada y cortada por los sacristanes, hace que los fieles se sientan arraigados a la tierra y en contacto con las deidades. »Después de que el sacristán corte la Rosa Emanante, se la entrega al padre, quien le conferirá poderes divinos mediante el Arte Conjúrico. El objetivo es darle un aura celeste y que flote en un contenedor de cristal. El padre Orolio hizo una pausa para observar a los alumnos. —Sí, ya sé que os estáis preguntando por el Arte Conjúrico… Hoy empezaremos a hablar del tema y seguiremos durante todo este mes. »Practicaremos la encantación de la Rosa Emanante a partir de mañana. Ahora, al terminar esta clase, os darán un libro sobre los principios del Arte Conjúrico, sus ramas y sus usos. Leedlo con atención y no perdáis el tiempo, que son más de doscientas páginas de información que debéis conocer. »Mañana habrá un examen al inicio de clase para comprobar que lo habéis leído. El sacerdote elevó una oración. Cuando pronunció «Amén», le lanzó una mirada a Argbralius que el chico no comprendió. ¿Sería por el libro del Arte Conjúrico que cambió por tabaco? *** Terminar las clases antes de la hora, aunque fuera porque tuvieran que leer un libro para el día siguiente, alegró a los chicos. Contaban con el aliciente, además, de que empezaban a aprender sobre el Arte Conjúrico, una ciencia misteriosa, accesible solo a unos pocos. Délegas se mantenía fiel a su empeño en continuar a solas, enfurecido y refunfuñando. Sus ojos centelleaban de rabia y sus manos gigantes sostenían el libro como si estuviera estrangulando a un animalejo inofensivo. Argbralius y los demás le lanzaron una mirada de lástima. Al llegar a la Biblioteca los chicos se dispersaron a lo largo de sus vastos pasillos y múltiples mesas, saltando y jugando en silencio, pues estaban llenos de alegría al haberles sido otorgado el día a su discreción por primera vez en meses. Para la sorpresa de unos y el misterio de otros, los cambios físicos en los jóvenes ya eran evidentes; mucho estaban ganando el grosor y la flaccidez típica de los fieles de la religión, mientras que otros, escuálidos de naturaleza, ganaban una mirada de benevolencia contagiada con una oleada de sabiduría, pues estaban aprendiendo tanto sobre el mundo y su historia que se sentían como eruditos. «El Arte Conjúrico y la religión», leyó en alto Argbralius, con el resto de jóvenes alrededor. —El Arte Conjúrico fue descubierto en Vásufeld, ciudad científica del imperio, por Rummbold Fagraz, un destacado científico cuya relevancia ha trascendido a lo largo de los siglos. »El Arte Conjúrico se propagó con rapidez dentro de las fronteras del imperio, sobre todo por sus múltiples aplicaciones en el ámbito militar. Posteriormente se integró en la esfera religiosa, al comprobar el bien que ejercía en el público. »El Arte Conjúrico se divide básicamente en dos: el de la magia, a cargo de los magos y derivada de la ciencia y el control de los elementos y la materia; y el desarrollo de los FarkAmon, después Brutal Fark-Amon, que permitió que el imperio ganara tantas guerras. Argbralius sonrió y miró a sus compañeros, que escuchaban con admiración y respeto. —
Está genial esto del Arte Conjúrico. No puedo esperar a seguir leyendo. Sin más palabras, Argbralius regresó al libro y continuó en silencio. Los demás compañeros, incluyendo a sus amigos cercanos, Joermo, Ánomnos y Kurlos, hicieron lo mismo, con igual dedicación. Al cabo de varias horas, el prodigio levantó la cabeza. —Mañana realizaremos nuestro primer conjuro. Sembraremos nuestra primera Rosa Emanante para después encantarla. ¡Es genial! Ánomnos, Joermo y Kurlos expresaron el mismo entusiasmo, abrazándose y celebrando, como si les esperara la aventura más excitante de todos los tiempos.
Capítulo XX - Serafín Sobre la cúspide de la montaña, dentro de la caverna gigantesca, Alac repasó sus últimos años, después de que la tierra se lo tragara. «Así que este es uno de muchos mundos», pensó Alac, sintiendo que Teitú estaba de acuerdo. Sí, es increíble, ¿verdad? Aunque sigo sin comprender qué es Kanumorsus y qué es el Interim. Creo que Kanumorsus es la caverna, la falla geográfica, mientras que el Interim es esta dimensión de luz verde que alberga los innumerables portales a otros mundos. El Interim está fuera del alcance de los mortales. Solo seres como tú, dioses y otros de alto poder, pueden entrar. ¿Estaré en lo correcto? Manchego se tomó un momento para considerar las conclusiones de Teitú. «Puede ser. Pero lo que no me explico es cómo Eromes pudo entrar. En el libro rojo hablaba de unos túneles y una luz verde. Se refería claramente a este lugar. Por tanto, no está del todo fuera del alcance de los mortales». Tienes razón, Alac. Definitivamente aún nos falta mucha información. El ser luminoso flotaba cerca de su amo. Desde la altura de la cúspide, Alac tenía una vista amplia del sitio. Los túneles se ramificaban y se prolongaban por todas partes. ¿Quién habría ideado y construido esa estructura?, ¿con qué fines? Aún le costaba asimilar que ese laberinto estuviera debajo de la finca de su familia. Le vinieron a la memoria las múltiples leyendas sobre el Anillo del Amrin, la cordillera Devónica del Simrar, que cruza los mares, o las historias acerca de los Hombres Salvajes y sus rituales. Al final todo podría ser parte de lo mismo con diferentes nombres. Si Kanumorsus se había creado para el desplazamiento entre mundos y dimensiones, no era descabellado pensar que la estructura daba la vuelta al mundo entero y que no era del tamaño de una caverna, sino de un planeta. ¡Una locura! Alac y Teitú iniciaron el descenso. Como un ave que acaba de descubrir el control y la capacidad para volar, Alac disfrutaba de la suave caída, a pesar del aire húmedo y viejo de la caverna. La sensación era deliciosa, una emoción nueva, imposible de aprehender con los sentidos. El corazón le palpitaba con fuerza al elevarse, para calmarse cuando descendía. Al llegar a la base de la montaña Alac dejó de sonreír y regresó a su estado de alerta. Debía mantenerse vigilante, pues no estaba en un sitio de juegos sino en una dimensión que empezaba a atisbar y no sabía cuándo ni dónde podrían estar agazapados seres que pudieran hacerle daño. Alac se dirigió hacia el primer túnel que vio. Debía iniciar su misión, salvo que quisiera permanecer en un estado insustancial. Hacer un mapa de Kanumorsus supondría tardar una eternidad, pero a lo mejor Teitú lograría ayudarle. El túnel tenía los bordes lisos. Llegó pronto al final, que se abría a una cueva con el techo abombado y un portal sobre una plataforma de piedra. En el epicentro del vórtice de energía había una runa. ¿Cuál sería su significado? «Si yo hubiera creado estos portales, habría ideado un sistema de clasificación para saber a dónde conduce cada portal. Quizá ese sea el significado de la runa», pensó Manchego. Se acordó de que Nordost mencionó que crear portales «permanentes» supone bastante energía. Eso quería decir que fuera quien fuese que creó este lugar debió emplear muchísima energía
para erguirlo. Impresionante. A diferencia del portal de Tempus Frontus, Alac logró penetrar en ese remolino y descubrió que tenía profundidad. Era como mirara al infinito. La vorágine succionaba y emitía un sonido tenue, como el de un abejorro revoloteando. Alac introdujo un dedo en el remolino. Notó una ligera diferencia de temperatura. «Cómo he cambiado, Teitú. Cuando era niño no se me ocurría nada atrevido. Ahora me guían mis impulsos. Sé qué significa perderlo todo y no temo actuar para recuperarlo». Se lanzó hacia el remolino y desapareció.
Capítulo XXI - La hermandad de los cuervos Tardaron dos días y dos noches más en recorrer el Sendero de los Caídos. Durante el trayecto tuvieron ocasión de divisar la ciudad sobre las mesetas. Eran altas y poderosas, como las patas de un elefante titánico. Cada una tenía un castillo, hecho de la misma piedra rojiza. Sobre las torres se alzaban las catapultas, preparadas para descargar su arsenal sobre el enemigo que se atreviera a marchar sobre los Campos de Flora. Las mesetas estaban bastante próximas entre sí, aunque una era más alta que las otras tres, como si estas escoltaran aquella. Las paredes empinadas y lisas, como cortadas limpiamente con cuchillo, impedían el ascenso por ellas. Desde lejos se apreciaban marcas de proyectiles. —¿Cómo entran los habitantes en la ciudad? —se preguntó Ságamas en voz alta—. ¡Por las sirenas bastardas, no entiendo nada! ¿Acaso no salen de allá arriba? ¿Vivirán aislados del resto del mundo? —Jamás he estado en Kathanas, así que no sé nada de las costumbres de sus gentes —dijo Mérdmerén—. En mis años de juventud oí hablar de ella como un espectáculo que te abruma por su belleza. »Kathanas es el logro arquitectónico más importante de todos los tiempos. La ciudad ha defendido al imperio desde hace cuatro siglos. Mérdmerén esperaba iniciar una conversación interesante con el marinero y la bruja, pero sus compañeros estaban distraídos. Continuaron, pues, admirados por la vista. «En el Norte nadie me recuerda», pensó Mérdmerén, «al menos eso espero». Mérdmerén ya respiraba los aires de noble que había tenido que dejar tanto tiempo atrás. Su postura y su mirada se transformaron. Sus movimientos eran los de un gran señor. Después de dejar atrás Kathanas, los viajeros llegaron a una carretera de varias vías, en las faldas de las montañas. Estaba en buen estado, se notaba que el imperio cuidaba de ese camino. La diferencia era radical entre el Norte y el Sur. La flora y la fauna también cambiaron. En esa zona había cipreses altos, de ramas largas y raíces viejas. Cubrían el suelo plantas espinosas pero elegantes, de flores salvajes pero preciosas. Las aves aquí estaban teñidas de blanco y negro, como cebras, eran más grandes que en el Sur y tenían las patas más fuertes. El sol mismo parecía brillar de otra manera. —¡Bienvenidos al Norte! —Exclamó Mérdmerén, que ya se veía en el palacio de Háztatlon, vestido de oro y pieles caras de Érliadon, venerado por sus súbditos y honrado por todo Háztatlon. Hasta escuchó el sonido de las calles, el rumor de los mercados, el olor de la comida y el sabor del aire. Mérdmerén estaba completamente transportado. El momento no duró mucho. Mérdmerén notó en la mirada del marinero que estaba haciendo el ridículo y se sintió avergonzado. Volvió en sí, a su papel como buen Desertor que era. En la base de la montaña, después de dejar el Sendero de los Caídos, los viajeros volvieron a montar sus caballos, y continuaron a trote ligero hacia los palacios del Norte. *** Solo se detuvieron una vez, para beber y comer en una tienducha que encontraron a la orilla de la carretera. El cuchitril no tenía nombre ni parecía ser notorio. Una señora añosa cocinaba en compañía de una joven veinteañera que debía de ser su hija. Por un par de coronas ofrecían platillos básicos. A los viajeros les sentó bien el descanso
y la comida, y reanudaron su camino. Hacia las seis de la tarde, cuando la tarde ya se ponía y los árboles y las aves parecían recogerse para la noche, no muy lejos divisaron una casa muy grande, o un edificio pequeño, con varias antorchas, mesas y candelas alrededor. Cuando se aproximaron más, vieron que se trataba de un hotel: El Cantinablo. Había gente bebiendo en las mesas, mujeres que bailaban al ritmo de un violín tocado por un borracho, hombres que jugaban a las cartas mientras remataban sus vasos de cerveza. Había al menos unas cincuenta personas. Un aroma a madera de resinas, tabaco y estofado exquisito llenaba el ambiente. También olía a aguardiente y sudor. Mérdmerén sonrió; imposible no acordarse de los buenos momentos en las cantinas del Sur. La entrada al hotel era pobre, pero estaba cuidada y ordenada. Un joven de no más de quince años salió corriendo hacia ellos y tomó las riendas. —Jaimito a su servicio, mis señores —saludó el chico con una reverencia—. Déjenme sus caballos, se los cuidaré por tan solo una corona. Los almohazaré y los dejaré como nuevos! —¿Nuevos? —saltó Ságamas—. Eso es imposible, niño, al menos que trates de parirlos tú.— El marinero rió su gracia y pronto la ahogó, al ver la mirada de Mérdmerén. El jefe desconfió pero se tranquilizó al ver que otros diez caballos eran atendidos bajo una cabaña que parecía pertenecer al hotel. —Te doy dos coronas y me los cuidas muy, muy bien. Además, mantente al tanto, porque pueda que reclame tus servicios. Pago bien, niño, así que no te vayas lejos y no me traiciones. El niño sonrió. Se le notaba la sorpresa en su rostro imberbe, pues pocas veces llegaba gente con esas maneras. La buena paga lo confortó y se llevó a los caballos con más entrega de la habitual. Subiendo los cinco peldaños de la entrada, ya se oía una música agradable. Mérdmerén tiró de la puerta y lo recibió un aroma exquisito, además de un buen grupo de hombres y mujeres que conversaban animadamente. Se transportó a sus tiempos de bandido, cuando frecuentaba burdeles, aunque algunas mujeres tenían un aspecto recatado y elegante. Aquel hotel debía de ser un cruce de caminos de lo más variopinto. Carne curada, chorizo y otras delicias estaban expuestas en el mostrador, al lado del bar. Un camarero de bigotes largos y canos los saludó con una sonrisa amplia —¡Bienvenidos al hotel El Cantinablo! —dijo la camarera—. Les ofrecemos lo mejor de nuestro establo. Más que una mujer parecía una niña bien desarrollada. Sus facciones guardaban similitud con las del camarero y Jaimito. No cabía duda de que era un negocio familiar. Mérdmerén no pudo contenerse y le lanzó una mirada a los pechos jugosos de la joven, que realzaba sus virtudes con un corsé apretado. La chica se sonrojó, satisfecha de captar la atención de un forastero con aquellas brillantes armaduras. —Vamos a querer dos habitaciones y lo mejor de sus amenidades —dijo Mérdmerén con sonrisa lobuna—. También comida caliente y cerveza.. Partimos mañana de madrugada, así que por favor notifíquele a Jaimito que tenga a los caballos preparados. »Doy buena paga, soy un noble que regresa a sus tierras. Aquí tiene varias coronas para pagar las consumiciones y un poco más para que nos tratéis con mucha fineza. Ya sabes a lo que me refiero… ¿Estamos entendidos? La chica pesó la bolsa de coronas y abrió los ojos. Algunos clientes se dieron cuenta y prestaron atención. El camarero le lanzó una mirada a la chica para que espabilara. —¡Pues bien! ¡Síganme por aquí y les mostraré sus habitaciones! Mamá Yula está a punto
de terminar un delicioso estofado que seguro que les gustará. ¡Bienvenidos! Mérdmerén sonrió, el marinero carraspeó y la bruja se escamó. Mérdmerén se las daba de lo que no era y sus compañeros no estaban contentos con el cambio. Cuando Ságamas se asomó a la habitación que les mostraba la chica, pensó que aquello se alejaba poco de lo incómodo. Era una cámara de madera oscura, con dos colchones de paja, una mesa vieja con una candela en el centro. El baño, uno por planta, había que compartirlo con el resto de los huéspedes. —La otra habitación, donde se alojará… —carraspeó— la señora, es esta.— Era una pequeña habitación, contigua a la de Mérdmerén y Ságamas. Había tres camas de paja. —No son habitaciones muy lujosas —dijo Mérdmerén—, pero vale, las tomaremos por esta noche. ¿La cena está lista? Ságamas torció el gesto. El jefe hablaba como si fuera un gobernador dando instrucciones a sus súbditos. ¿Qué mosca le habría picado? *** Cuando el estofado estuvo listo, sentaron a los tres viajeros en una mesa esquinada entre el bar y la pared, al lado de un grupo de lo que parecían finqueros de la zona. Se estaban poniendo morados a cerveza y costillas. —¡Camarero! —Llamó Mérdmerén con un gesto de la mano. Ságamas y Brujilda se estaban hartando de oírle emplear ese tono autoritario, como si fuese dueño del mundo. —Un trago del aguardiente más fuerte que tenga, y que sea doble. Y que sea veloz. Tengo sed y no quiero esperar. El camarero lo observó con ojos grandes y circunspectos, y sonrió. —Usted no es de aquí, ¿verdad? Es de los viajeros más simpáticos que he visto nunca. ¿De dónde viene? Varias personas se giraron a ver a Mérdmerén. Iban vestidos de una manera muy ostentosa. —Venimos del Sur en busca de los placeres del Norte —contestó Mérdmerén con una media sonrisa que parecía decirle «imbécil». —Vaya… —repuso el camarero visiblemente molesto—. ¿De qué parte del Sur, señor? — ironizó. Mérdmerén tragó el nudo que se le había formado en la garganta. —De… —Carraspeó—. De un pueblo remoto llamado San San-Tera. Uno que fue destrozado hace unos años atrás, por si no lo recuerda. ¿Y usted es…? —preguntó para desviar la conversación. —Soy Bofo, el dueño de este hotel. ¿Y usted cómo se llama, señor? En el bar se hizo el silencio. Hasta la música dejó de sonar. El marinero y la bruja ya esperaban lo peor. Brujilda apretaba firmemente su bastón, Ságamas apretaba los dientes y empuñaba la daga. —Mi nombre es Arbitrator, un finquero de el QuepeK’Baj. Vengo a hacer negocios junto con mi madre, Esposante, y un marinero muy fiel, Margón. Vamos a Merromer para tratar de exportar a través del mar Tempranero. El marinero y la bruja se miraron, inseguros. Mérdmerén no recordaba ni sus propias mentiras y ya les había cambiado el nombre. —Bienvenido a mi humilde aposento, señor Arbitrator —repuso el hombre con una sonrisa que a Mérdmerén y a sus compañeros les dio mala espina. El resto del bar ya había perdido el interés.