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Dos poetas en Nueva York

Por DIEGO PÉREZ ORDÓÑEZ

Nueva York, ruidosa, frenética, resplandeciente, casi siempre deslumbra por su verticalidad. Buena parte de los detalles que le han dado carácter y gravedad están vista arriba: atractivas escaleras en la fachada de los edificios, terrazas, techos, ventanales, aparte de los ya berreados rascacielos y edificios insignia. Nueva York es horizontes y miradas.

Flanqueada por dos grandes cuerpos de agua, el East River y el Hudson, la ciudad (mejor dicho, Manhattan) parece encerrar las contradicciones y las luminosidades del mundo entero: una diversidad cultural que contiene, entre otros, italianos, irlandeses, jamaiquinos, haitianos, rusos, hindúes y la gama completa de inmigrantes hispanos, con la resultante variedad y riqueza gastronómica e idiomática que se podría esperar. La pobreza más punzante —mendigos que viven en los portales de los bancos más rentables, veteranos de guerra que piden limosna para sus perros, desplazados por los conflictos— convive con la industria de la moda de alta gama, incluyendo un enjambre de modelos, fotógrafos, agentes y editores. Del mismo modo, el arte callejero del grafiti se codea, sin complejos, con los grandes museos, como el Whitney, de arquitectura angulosa y transparente, incrustado entre Chelsea y Greenwich Village, y con el más tradicional Metropolitan Museum of Art (MET), en su pesado y abarrotado edificio victoriano que adorna Central Park. Eso, para no abundar en la pléyade de galerías, talleres, librerías, cafés y bares, regados en la espesura de cemento, vidrio, acero, semáforos y estaciones de metro, siempre en efervescencia. Nueva York ofrece posibilidades a todas las manifestaciones, a todos los ángulos, a todas las miradas.

Para escapar de la masificación y, en la medida de lo posible, del hervidero, una de las claves de estar en Nueva York es buscar y encontrar oasis personales. Procurar huir de las aceras que despiden fumarolas, del delirio de los semáforos y de los policías que hacen su mejor esfuerzo por ordenar el enmarañado tráfico, de las mareas humanas que esperan en las esquinas el cambio de luz para cruzar de acera, de la contaminación refulgente del masificado Times Square. Nueva York, con evasiones en mente, puede ser el paraíso del caminante distraído, un lugar para quemar los días a pie, para recorrer largos trechos sin preocupaciones o brújulas. El barrio de Gramercy Park, por ejemplo, garantiza la tregua, con su parque privado y enrejado como epicentro, un barrio poblado de caserones decimonónicos, un sector céntrico y a la vez aislado, verde y salpicado de viejos árboles que proveen de sombra en verano y de espectáculo cobrizo en otoño. Toda peregrinación por el distrito, de evocaciones británicas y holandesas, tiene que terminar con una copa en la estrecha barra del Gramercy Park Hotel: un vermú o un brandi, dependiendo de la hora, de la temperatura y de los ánimos de los paseantes. También, menos callada, pero igual alejada de los circuitos turísticos tradicionales y multitudinarios, se puede intentar una tarde en Spring Street, empotrada en pleno y sureño SoHo, marcha que puede significar una evasión justificada. La calle (ahora gentrificada) es una combinación de tiendas de lujo, de pizzerías (Lombardi’s, Número 28, por ejemplo), de pequeños cafés y de instituciones del viejo barrio, como el Vesuvio Playground, uno de esos tradicionales y pequeños patios de recreo locales, con columpios, resbaladeras y refrescantes chorros acuáticos en semanas de canícula, típicamente en julio y agosto. En esta misma línea, el DeSalvio Playground, otro parque de barrio cuyas entretenciones (canchas, espacios, equipos de juego) están pintadas de

rojo, verde y blanco, un guiño de ojo a la bandera de Italia puede hacer las veces de refugio urbano. Y si se cruza el puente hacia Brooklyn, nirvana hípster y de otras nuevas tribus urbanas, se puede dar vueltas sin sentido ni objetivo por Montague Street y sus alrededores, en una especie de homenaje silencioso a Bob Dylan en la más destacada y artística de sus facetas, la de amante adolorido en Blood on the Tracks, posiblemente su disco más introspectivo, punzante y sentido (para los no iniciados, Dylan menciona a esa calle en “Tangled up in Blue”).

Nueva York también es un lugar que ha sido celebrado por la poética. En distintas épocas, en diversas circunstancias y con resultados líricos diferentes, dos poetas españoles recorrieron y cantaron a Nueva York: primero Federico García Lorca y luego José Hierro. Para el andaluz, la ciudad fue una escala antes de su muerte, para Hierro un motivo constante para la lírica.

Lorca partió hacia Estados Unidos y Cuba en 1929 en plan reflexivo, para perfeccionar su inglés y con el fin de escribir poesía en la Universidad de Columbia, donde estuvo mayoritariamente alojado. Era la primera vez que salía de España. En Nueva York el poeta granadino se sintió liberado de la arcaica y represiva sociedad española, pero también quedó sumamente impactado por los resultados de la crisis bursátil de ese año, por la creciente voracidad del capitalismo y por el trato inhumano que la comunidad afroamericana recibía, en épocas en las que la discriminación y la sumisión eran moneda corriente. También se sintió a gusto por la notoria tolerancia sexual neoyorquina y por los vaporosos clubes de jazz de Harlem: fue un cambio cultural y de aires importante para su progreso intelectual.

La ciudad fue para Lorca bálsamo, anestesia y terapia. Y el tortuoso producto de su visita, uno de los cuerpos de poesía más desafiantes del siglo XX. Poemario de contrastes y de coqueteos con el surrealismo, Lorca no alcanzó a ver Poeta en Nueva York publicado y fue dado a la prensa en 1940 —cuatro años después de su fusilamiento— por la editorial W. W. Norton Company en una edición bilingüe y unas semanas después por la casa mexicana Séneca, en la primera edición enteramente en español. Luego de eso, las ediciones contemporáneas se han basado en el texto que el propio poeta le entregó a José Bergamín para su publicación en la editorial Cruz y Raya, un original en parte manuscrito y en otra mecanografiado, ediciones posteriores que han buscado corregir las diferencias que hubo entre los trabajos de Norton y de Séneca. En todo caso Poeta en Nueva York trata de mostrar, desde la palabra de la poesía, las crueldades y las particularidades de la ciudad moderna, en una serie de complejas imágenes que guardan poca relación con la habitual lírica anterior del propio García Lorca: “La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno y un huracán de negras palomas que chapotean las aguas podridas. La aurora de Nueva York gime por las inmensas escaleras buscando entre las aristas nardos de angustia dibujada…”. En cambio Cuaderno de Nueva York del madrileño José Hierro, publicado originalmente en 1998 y desde entonces reeditado constantemente, es una celebración de la mole urbana, de su fulgor, de los contrastes que generan las cuatro estaciones, de la vocación artística de una ciudad que se extiende infinita y que no parece atender al reloj.

En “Cuplé para Miguel de Molina” Hierro observa:

“Se funden aguas atlánticas con las del Mediterráneo. La corriente del East River se ha guadalquivirizado. Aromas de las biznagas, pirotecnia de naranjos, gumías de eucalipto y parpadeos del álamo rasgan este cielo que posa garzas en mi mano: luego emigran, río arriba, me dejan desamparado, llorando, siempre llorando”. Una sola ciudad, materia de la interpretación artística de dos poetas españoles, en dos épocas diferentes, bajo ópticas distintas. Sin embargo, un mismo resultado: Poeta en Nueva York y Cuaderno de Nueva York, dos poemarios clásicos, difíciles de mejorar, instituciones de la poesía contemporánea.

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