Prehistoria de la Mariapolis (el primer año en Betania)

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Prehistoria de la Mariápolis Lía (El año de Betania, Uruguay) “Esa noche Victorio nos reunió a la vuelta de una mesa improvisada, alumbrados con una lamparita a kerosén de esas a mecha, y te podría dar la ubicación exacta en que estábamos cada uno, tan grabado me quedó: ‘Les quiero decir tres cosas – típico de Victorio que siempre exponía su pensamiento en tres puntos - : lo primero, es que si ustedes están acá es porque han elegido a Dios. En segundo lugar, recordarles que ese Dios que han elegido es Jesús abandonado, y este entorno lo pone en evidencia’. Para darte una idea del entorno, recuerdo que habíamos abierto una ventana y se había caído la otra mitad, totalmente podrida. ‘En tercer lugar, que no les aseguro nada. Van a tener que vivir del trabajo, porque no van a recibir dinero para mantenerse, ni nada de eso. Y aquí, en este lugar, vamos a comenzar a construir una ciudad, que será como un faro para América Latina. Yo, mañana por la mañana me voy de vuelta a Buenos Aires. Si alguno quiere volverse conmigo, no hay problema’. Acabábamos de llegar ese día y yo todavía no había deshecho la valija. Bien, me dije, ¿y ahora…, qué vas a hacer, te quedas o te vas? Y, si me voy, ¿a dónde? ¿A mí mundo que ya conozco? Si me quedo, me estoy metiendo en una aventura que ni siquiera puedo imaginar. Tendrá mil vueltas, no sé, y me quedé. Se ve que los demás sintonizaban la misma onda, porque Victorio se volvió solo. Hoy puedo decir que fue una historia extraordinaria”. Ramón, 22 años, tucumano, estudiante de filosofía, cumplía el último tramo del servicio militar en la Quebrada de Humahuaca, cuando en octubre de 1966 había recibido una invitación inusual: la de sumarse a un grupo de jóvenes que iniciarían la experiencia de una sociedad nueva, en un ignoto lugar de Uruguay. Por esos días, la misma invitación la estaban recibiendo otros jóvenes en Córdoba, Buenos Aires, Montevideo, Bahía Blanca. “Así fue como salí de Tucumán el 1 de enero del 67 y dos días después me iba con Victorio, en un Fiat 600, cruzando en barcaza hasta Colonia y de allí a Betania”. Los esperaban o se sumarían luego, Juan Arakaki, Miguel Fernández Tudela, Miguel Novak, Daniel Deminco, Juan Calcagno, Jorge Caudana junto, con Nuccio Santoro que acababa de llegar de Italia para timonear un barco con rumbo de utopía. Era domingo y la comunidad de los Focolares iba a inaugurar una casa semidestruida (hacía 25 años que nadie vivía allí), con una capilla al lado, a 7 kilómetros de la ruta, por un camino secundario, y a 150 de Montevideo. “Sacamos unos bancos de la iglesia y las hojas de las puertas, que hicieron de mesa. La gente había llevado algún mueble, las primeras cosas”. “En aquella época – nos ubica Guillermo Piñeyro en su crónica de los focolares en Uruguay – Monseñor Partelli, arzobispo de Montevideo, había tenía la oportunidad de conocer la Mariápolis permanente de Loppiano, cerca de Florencia, donde había visto el Evangelio convertido en vida concreta de una ciudadela iniciada por jóvenes que venían de distintas partes del mundo”. Su impresión había sido tan fuerte que, de vuelta a Uruguay, le había propuesto a los focolarinos hacer algo semejante en terrenos que el obispado tenía en el departamento de Canelones. El hecho había coincidido con la visita de Chiara Lubich y el P.Foresi a la comunidad del Movimiento en la Argentina, por lo que éste último“cruzó al Uruguay e hicieron la recorrida y el reconocimiento de los terrenos, eligiendo el que está en ‘Paso de la Cadena’, sobre la costa del Río Santa Lucía”. El nombre, “Betania”, se heredó de la capilla contigua.

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Algo más que papas y sal Cuando todos se fueron, al otro día, comenzó la tarea. Entre los siete se distribuyeron los distintos aspectos de la vida concreta del grupo, con títulos que podían sonar un poco rimbombantes en ese contexto: economía y trabajo, espiritualidad y formación, irradiación del Ideal, salud y ambiente, armonía y mantenimiento de la casa, estudio, comunicación. De hecho, en la precariedad material en que se encontraban las tareas concretas no pasaban de ser trabajos de reparación, reconstrucción, cuando mucho ampliación, pero sobre todo poner en acción la creatividad, inventar. No contaban con agua potable. Había un aljibe, hervían lo que usaban, y mejor no recordar lo que encontraron el día que pudieron limpiarla. En el lugar decían que agua buena sólo se encontraba a 80 metros de profundidad. La visita de un sacerdote, que era además rabdomante, resultó providencial, porque detectó una vena buena y suficiente a apenas 7 metros. Con una vieja bomba rescatada del olvido la provisión muy pronto quedó asegurada. Luego hasta se darían el lujo del agua para ducharse: un tambor de lata vacío, por dentro una serpentina de confección casera, la puerta para alimentar el fuego contra el piso, y problema resuelto. En el fondo era divertido, cada carencia se convertía en desafío y cada adelanto una conquista. Igualmente, a veces el desafío los superaba, cuando “a veces nos quedábamos sin nada para comer y se esperaba que llegara la Providencia, como decíamos en nuestra jerga pensando en la ayuda de lo alto. Y siempre llegó”. “Un día Daniel, que era el cocinero, le pregunta por la mañana a Nuccio, ‘¿qué cocino?’. ‘¿Qué hay?’. ‘Papas y sal’. ‘Entonces, papas y sal’. Siempre teníamos guardados 50 pesos uruguayos para emergencias, pero también eso se había agotado. Llega la hora de comer, nos sentamos a la mesa, y todavía no habíamos comenzado a servirnos cuando oímos golpear a la puerta. Era una chica que había llegado a caballo de su casa, como a dos kilómetros, y dice, ‘mi mamá les manda esto’. Viste, esas canastas de mimbre que se usan en el campo… Traía algunas tartas recién sacadas del horno, fiambre casero, pan…, de todo, mucho más que para un almuerzo. Así que no llegamos a tocar las papas con sal. Después, otra vez, también golpean a la puerta, y era Franco, un grandote, robusto, que vivía del otro lado, como a un kilómetro y medio, y nos dice, ‘vine a tomar unos mates, pero como esta mañana estuvimos haciendo unas cositas ahí, caseras…’. Dulces, manteca casera… No te puedo decir la cantidad de veces que pasaron cosas así”. Con la Providencia era como si hubieran establecido un pacto: “nos habíamos prometido no sacar nunca mercadería a crédito porque, decíamos, si no el Evangelio no es verdadero, porque para el que busca el reino de Dios y su justicia, lo demás llega por añadidura. Un día, como yo me encargaba un poco del tema de la construcción, de los pagos, tenía que ir a decirle al corralón que nos había provisto el material, que no tenía la plata para pagarles. Me iba en la motoneta, que era de Juan José, y por el camino lo encuentro caminando a Pepe que volvía de Montevideo, ‘tengo algo para vos’, y me da un sobre, que tenía una buena cantidad de dinero. ‘¿De dónde sacaste esto?’. ‘No sé, lo habían mandado de Buenos Aires, y estaba ahí en el focolar de Montevideo, me dijeron que era para ustedes’. Después traté de averiguar, y algún origen habrá tenido, pero nunca lo pude saber. Lo concreto es que yo, que iba para decir en el corralón que no podíamos pagar, seguí en la motoneta, pero para ir a pagar”. El mismo Pepe fue providencial. Más grande que nosotros, unos 35, 40 años, se había interesado en la experiencia que estábamos haciendo y por un tiempo quiso compartirla. Había llegado medio a lo paracaidista, por una circunstancia que no quisimos averiguar demasiado, y sin mucho conocimiento de nuestro estilo de vida.

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Pero justamente era arquitecto, de gran generosidad, así que sus conocimientos también resultaron valiosos cuando más adelante comenzamos a construir la segunda casa”. Era cierto que estaban aislados, a 20 kilómetros de Santa Lucía para un lado, y a 20 de Canelones para el otro, con un colectivo Leyland, modelo 33, que unía ambas localidades con una puntualidad relativa: se sabía que pasaba por la mañana y volvía por la tarde, eso era todo, cuando volvía. Sin embargo, no estaban para nada solos: toda la gente del Movimiento en estas tierras los tenía en la mira, como el pelotón de avanzada de un sueño que todos compartían, y por eso las ayudas comenzaban a llegar cuando menos lo esperaban. El lugar se vería luego que no era el más adecuado, ¿pero qué importaba? Era lo que Dios había puesto a disposición, y se lo tomaba casi como un desafío. Además se pensaba que sería la segunda ciudadela en el mundo, después de Loppiano, donde se formarían las nuevas generaciones de los focolares en Latinoamérica. “Recuerdo – cuenta Nucccio - que le escribíamos a Chiara sentados en el suelo y apoyados en la cama, pero con una unidad tan fuerte con ella, que ya en marzo nos había mandado un mensaje en el cual nos hablaba del “gemellaggio” (un vínculo como de hermanas mellizas) con Loppiano, porque las veía íntimamente vinculadas por naturaleza”. Por eso “en la vieja casa – constata Guillermo en sus memorias – poco a poco se fueron haciendo pequeñas mejoras para hacer más confortable la estadía de los que vivían allí. Además del arreglo de la bomba del pozo de agua, se trajeron algunos muebles y faroles a mantilla. Más tarde un señor de la vecindad donó una de sus mejores vacas holandesas para que tuvieran leche abundante para el consumo. No recuerdo por qué – quizás porque había llegado como caída del cielo – le pusieron el nombre de ‘Astronauta’”. En realidad, hay varias versiones sobre el apodo de Astronauta: algunos lo atribuyen a que saltaba los alambrados espantada porque no la sabían ordeñar, y otros sostienen que era en honor al famoso Gagarín, aquel astronauta ruso que por ese tiempo había dado el primer salto al espacio circunvalando la tierra. En cambio, hay más consenso con respecto al nombre del caballo, que también les había llegado como donación de un vecino: ‘Casimiro’, porque veía de un solo ojo. Casimiro fue protagonista de uno de los primeros trabajos que consiguieron. Ganándose el pan Miguel Novak , con título flamante de maestro normal en Argentina, se enteró de que en la escuela rural más cercana, 7 kilómetros, la maestra iba a iniciar su licencia por maternidad. “Era una escuela de una sola aula, con todos los grados juntos. Me presenté y me tomaron enseguida. Iba montado en Casimiro que a su edad, 25 años, mayor que yo, no tenía ningún interés en galopar, pero que sí lo hacía cuando por el camino me iba encontrando con mis alumnos, que esperaban en las tranqueras con sus potrillos y al vernos emprendían la carrera. Casimiro en ese caso no quería quedar atrás y llegaba sudoroso y babeando pero con el orgullo intacto. Casimiro, buen servidor de la causa. Fue mi primera experiencia de maestro, para mejor en el campo. Las circunstancias me llevaron entonces a poner en práctica seriamente el arte de amar, sobre todo ayudando a los chicos a establecer entre ellos esa misma relación fraterna que vivíamos entre nosotros”.

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Otro trabajo que tuvo Miguel fue el de vendedor de fiambres, que iba a ofrecer casa por casa en Canelones, recorriendo los 20 kilómetros en una motoneta Vespa que tenían prestada, a la cual le había adosado un carrito hecho por él mismo con ruedas de bicicleta. Cuando todo iba bien lograba hacerse un buen jornal. La cosa se complicó cuando llegó la inundación, se desbordó el Santa Lucía, que estaba a kilómetro y medio, y la lomada donde estaba las casa quedó totalmente rodeada de agua. Para salir había que pasar con el agua hasta la rodilla, por lo que debía dejar la motoneta en un campo cercano, donde una noche los gatos del lugar se hicieron un festín con la mercadería. Miguel Tudela, en cambio, se hacía a su vez los 20 kilómetros a Canelones, pero en bicicleta, para ejercer su oficio de fotógrafo. Iba también casa por casa, ofreciendo esos típicos cuadritos confeccionados con cinco caritas de los chicos. Volviendo las revelaba en la sacristía de la iglesia de Paso Pache, donde había electricidad y le permitián establecer su laboratorio, que funcionaba como cuarto oscuro sólo de noche, como manda la naturaleza. “Pero una noche Miguel no llegaba. No sabíamos qué pensar. Se hacen las once, doce… Qué le habrá sucedido. Rezamos el rosario, era invierno, hacía frío. A eso de la una aparece, con la bicicleta al hombro. ¿Qué creés que le había pasado? Nosotros, aunque éramos jóvenes, llevábamos el cansancio físico hasta el límite soportable, y lo que había ocurrido era que se había dormido andando en bicicleta, a cero grados, y en la caída por suerte sólo se le había torcido la rueda. De allí en más, magullado, había tenido que seguir caminando con la bicicleta al hombro. Le hicimos fiesta, preparamos algo caliente para que comiera, prendimos el termotanque para que se diera una ducha. Pero eran esas cosas las que iban estableciendo entre nosotros una relación fantástica, una familia de verdad en torno a una extraordinaria experiencia de vida evangélica, concreta, simple, sin complicaciones. Era como un amor práctico. No había grandes discursos. Era la historia del ideal, meditaciones sobre pensamientos de Chiara, y luego la vida”. “La mia patria é lassú” “Un día acabábamos de descargar un camión de ladrillos, teníamos todas las manos llagadas, ya era oscuro y estábamos muertos de cansancio, fusilados. Aparece Daniel avisándonos que estaba la comida en la mesa. En ese momento de lo único que teníamos ganas era de quedarnos tirados en el pasto. Entonces, ¿cuál era nuestra experiencia de amor recíproco en ese momento? Ir a comer, no porque teníamos hambre, sino por amor al que había hecho la cena. ¿Te das cuenta? Otro día, no se conseguía arena a causa de la inundación. Entonces con otro, bajamos a una barranca y fuimos subiendo a baldes una camionada de arena. Claro, hay un punto en que vos no sentís los brazos, las piernas, pero no te importa, porque entrás como en una lógica en la que lo que cuenta es el otro. A veces era simplemente estar con los otros, jugábamos también bastante, nos divertíamos…”. Hasta el esfuerzo podía ser divertido. Mientras iba descargando grandes piedras en la zanja de los cimientos para la nueva casa, Juan Arakaki cantaba “la mia patria é lassú” (mi patria está allá arriba”) y en el otro extremo el compañero, que hacía el mismo trabajo, imitando la tonada contestaba “e la mia e quaggiu” (y la mía aquí abajo). “Una de las primeras experiencias, que yo diría sensible, de esa presencia de Jesús entre nosotros - porque teníamos una premisa: aquí no se hace nada de nada si no hay amor recíproco - , fue un día que algunos se habían ido a Montevideo, y quedamos cuatro o cinco. En un momento que estábamos cenando, yo no sé de qué hablábamos,

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seguramente nada extraordinario, fue como si de pronto tomara conciencia de que había metido la cabeza como en un tabernáculo y que todo lo que me rodeaba, no solamente las personas, sino que también la aceitera, el plato de comida, la botella de agua… todo me hablaba de Dios. Y seguimos conversando, pero con esa sensación de tener metida la cabeza en un tabernáculo. Llegado un momento escuchamos ruidos afuera, como de alguien que entra para darnos una sorpresa saludando fuerte, con un bombo. Era Pepe, que empuja la puerta, se queda parado, abre grandes los ojos, cierra de nuevo y se va en silencio. Entonces salimos a buscarlos, pero no querían entrar: ‘no, qué hemos hecho, discúlpennos, no nos animamos a entrar’. Finalmente entraron y nos explicaron, avergonzados: ‘es que acá pasaba algo, y nosotros entrando así… Sentimos que había algo sagrado que no teníamos que romper’”. La metáfora del tabernáculo lleva por sí misma a otro episodio que ilustra la radicalidad con que estos jóvenes cultivaban su vida espiritual. “Momentos muy duros, primero con la sequía, en verano, y luego la inundación, cuando aquella mañana nos encontramos con la casa rodeada por el agua. En ese período no había ningún sacerdote con nosotros para celebrar la eucaristía, de modo que decidimos ir a la ciudad más cercana, a 20 kilómetros. En algunas partes el agua nos llegaba casi a la cintura. En otras hacíamos dedo a los camiones de ganado. Llegamos sucios, como te podés imaginar - y cansados. Claro, no era algo común. Incluso al sacerdote que celebraba la misa le parecía exagerado, pero en nosotros era tan fuerte el deseo de no fallar a la cita diaria de la Eucaristía que ningún esfuerzo nos parecía suficiente. Esto duró por lo menos una semana y todos lo recuerdan como uno de los momentos más profundos de unidad con Dios y también en el grupo. Pasaba el día y ¿qué habías hecho? Habías tomado la comunión, pero sentías una plenitud, como de haber conquistado una meta donde se experimenta lo divino”. Construir una obra de Dios “Con el tiempo nos íbamos conociendo con los vecinos que a veces a la noche comenzaban a aparecer, para saludar y tomar unos mates, después de terminar las labores del campo”. Jorge, con sus habilidades para montar a caballo, nos hacía quedar bien con la gente del lugar. Además, aunque Jorge al principio había llegado bastante desprovisto de nociones religiosas, con el tiempo se había esmerado en consolidar su fe y sus nociones como cristiano, por lo que comenzó a dedicarse a la catequesis de los chiquitos de la zona para la primera comunión en la capilla, adonde acudía la gente cuando cada tanto pasaba un sacerdote. Por otra parte Betania comenzó a ser punto de referencia para distintos cursos de formación de laicos, consagrados, familias, jóvenes del Movimiento que se sentían atraídos por ese clima de unidad y querían compartir de alguna manera la misma experiencia. “En el verano siguiente, vinieron muchos a pasar las vacaciones con nosotros, tanto que llegamos a ser 17. Se dormía en cualquier lado, hasta debajo de la mesa, y para comer recuerdo que se sacaba la puerta de entrada, que era muy grande, se la apoyaba en cajones, y luego se la volvía a su lugar. “Era duro, pero no pesaba, por la felicidad de construir una obra de Dios, algo revolucionario. Y era tal la ilusión de que esta era la ciudad de María, que a la gente que venía le presentábamos con toda convicción la futura casa de los profesores, la de la parte femenina, que no existían para nada, pero ya figuraba en un plano que teníamos”.

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En efecto, en previsión de una visita de primer nivel, la de Orestes y Gis, que llegaron delegados por Chiara a conocer in situ la marcha de la iniciativa, se había encargado a dos arquitectos – el ya nombrado Guillermo Piñeyro y Carlos Brusco – la presentación de un proyecto. “En realidad, ese día caminamos con ellos todo el terreno, que no era más que un pastizal donde pastoreaban alguna vacas, pero con el plano en la mano seguíamos el trazado de los caminos, la ubicación del sector habitacional, la parte industrial, agrícola, pozos de agua, escuelas de formación, campos de deportes, de reunión, capilla…, todo lo que tiene una ciudad, en pequeño”. Pensar que entonces había una sola casa y que la otra en construcción, en ese momento equivalía por lo tanto a un crecimiento del 100% de la ciudadela. Ahora, a 40 años, provoca cierto estupor volver a ver ese mapa y comprobar que era la profecía exacta de lo que actualmente existe de verdad, pero en la Mariápolis Lía, de O’Higgins, provincia de Buenos Aires, pero ese será otro capítulo. Mejor dicho, varios capítulos.

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