FUIMOS INMORTALES

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FUIMOS INMORTALES L.C.


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FUIMOS INMORTALES

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John F. Kennedy y el escritor Aldous Huxley murieron el mismo día.

JFK murió por varios impactos de bala.

Aldous Huxley pasó al más allá tras recibir una inyección de LSD, mientras le era susurrado al oído el Libro Tibetano de los Muertos.

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INTRODUCCIÓN

Esta historia podría comenzar de muchas maneras. Por ejemplo, podría empezar con el desconcertante bucle de las dos y las tres de la mañana. Esta historia también podría empezar con la vez que fui a salvar a Tuerto de un monstruo que no le dejaba dormir. O podría empezar con cualquiera de las tres veces que estuve asomado a la ventana del Infierno, situada en la chimenea. También podría, de manera lógica, empezar como empezó: cuando Jaguar juró y perjuro que el cuadro del pescador acababa de moverse. Esta historia podría empezar de mil maneras, y a la vez de ninguna, ya que, en realidad, todo lo que sucedió la noche de fin de año está demasiado confuso, aún después de haber pasado un tiempo y de haber superado la horrible resaca de después. Es más, en esta historia, en este relato, tal y como sucedió, el tiempo no existe. Con la única referencia temporal del bucle de las dos y las tres, las cosas se sucedieron a su alrededor de una manera tan caótica como mágica. De esta forma, y a la mañana siguiente, todo acabo pareciendo un sueño. Un sueño. 8


De hecho, esta historia también podría empezar a la manera de cualquiera de las otras siete personas que estuvieron conmigo en Valdemaqueda la noche de fin de año de 2014. Pero, para mí, creo que esta historia sólo se puede empezar a contar de una única manera. Y es así:

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CAPÍTULOS 2, 3, 4, 5, 6 Y 7.

Creo que me senté en el sofá. Todo hacía mucho ruido a mi alrededor, de forma que era prácticamente imposible no sentirse dentro de un macabro tornado de caos general. Me senté en el sofá, me dejé caer desconcertado y me miré el dorso de la mano. En ella estaba escrito, con bolígrafo, lo siguiente: Me he preparado un vaso de agua y hace una hora y media que me lo he bebido. Tampoco recuerdo cuanto tiempo pude pasarme leyendo aquella frase, antes de releerla en alto para el resto de los que estaban en el salón. Algunos estaban en los sillones. Alguien atrapado en la chimenea, alguien gritando… y Fernando se estiraba una y otra vez sus desconcertantes mallas con estampados de flores y algunos miraban, fascinados. Reían. Todo hacía mucho ruido. Así que, para llamar su atención, grité: ―¡Eh! Y procedí, tal cual: 12


―Me he preparado un vaso de agua y hace una hora y media que me lo he bebido. Y Fernando se puso a reír. Dijo algo así como “¿¡Qué!?” ―¿¡Qué!? Y entonces yo lo repetí un par de veces. Hasta traté de explicarlo. Traté de explicarlo pero era imposible, porque miles de millones de conceptos se abotargaban en mi cabeza. Las palabras se me atragantaban en el pensamiento como si aún estuviera aprendiendo a hablar. Parecía que una tormenta de conceptos se precipitaba dentro de mi mente, no dejándome pensar racionalmente ni durante un segundo. Así que desistí. Pero había sucedido de verdad. Aquella fue la primera de las dos paradojas temporales que sufrí esa noche. La primera y la más radical, diría yo. De hecho, hasta que no me senté en aquel sofá y leí lo escrito por mí en mi propia mano, no recordé que tal cosa había sucedido. De esta manera, si jamás me lo hubiera apuntado, jamás lo habría recordado, y por lo tanto, aquel vaso de agua del pasado nunca habría existido. Porque, como muchas otras cosas que sucedieron esa noche, simplemente se habría perdido entre otro montón de cosas que no pudimos retener en nuestra mente. Al leerme la mano, recordé que acababa de volver de la cocina, de prepararme un vaso de agua. De prepararme un vaso de agua que me bebí una hora y media antes de servírmelo. Sé que suena absurdo, pero recuerdo que sucedió así. Y a pesar de saber que aquello era imposible, 13


tenía la certeza de que había sucedido así y ahora sólo recuerdo que pasara de tal forma. Una hora y treinta minutos antes yo me había bebido un vaso que acababa de servirme una hora y media después. Y, por supuesto, no recordaba haberme apuntado aquello en la mano. MI MANO

Desconcertado, y con las risas, la música y la locura de fondo, me tumbé frente a la chimenea y volví a prepararme para sumergirme en las llamas. Minutos después veía, por tercera vez, en Infierno dentro de aquellos maderos quemándose. Pero eso sucedió mucho después. Creo. 14


La chimenea nos atrapaba y resultaba realmente hipnótica. La chimenea, junto al techo, el espejo del baño, los platos colgantes y el cuadro del pescador; formaban el conjunto de portales que nos llevaron a cada uno a sitios completamente recónditos a lo largo de aquella noche. Podían atraparte dentro de ellos y tú tenías la sensación de que no regresarías jamás. Pero, aun así, sería maravilloso. Instantes antes de que entráramos en el bucle de las dos y las tres, Drago y Martínez se sentaban ante la chimenea como dos críos completamente embobados delante de un televisor. De espaldas a mí, y con el fuego proyectando sus sombras en todas partes, les hice una foto. Aquella foto saldría velada y jamás podré recordar con precisión aquella escena en la que ambos se sumergían en el fuego. Las sombras fueron confusas toda la noche. Parecía que las paredes de la casa se habían transformado en un gigante folio sobre el que proyectaban sombras de juegos de manos, con nuestras formas... Hasta el humo, del peta número dos mil que se había rulado Olga esa noche, parecía tener una sombra realmente diabólica. Las cosas sucedían de fondo mientras yo miraba aquella chimenea. La gente iba y venía. Hablaba, gritaba. La música estaba puesta para sordos y retumbaba por todas las paredes de la habitación, de manera que los bajos, graves y agudos se introducían como un rayo por las orejas y taladraban el cerebro. Daba la impresión de que uno estaba sufriendo una insólita sobredosis de música. 15


Y mientras tanto, en la chimenea; los troncos ardían, las llamas consumían la madera y caían gotas de sudor derretido de los maderos. A mi alrededor, como acelerados, a veces se sentaban Drago y Martínez, y se asomaban conmigo a completar la fantástica naturaleza de la destrucción del fuego. Un rato antes de que entráramos en el bucle de las dos y las tres, Martínez se sentó a mi lado y me contó que las llamas tenían una esencia blanca que lo atrapaba. También habló de las sombras que esas llamas proyectaban al fondo de la chimenea, en el ladrillo de color granate quemado. Luego soplaba ligeramente y los bordes de los maderos disparaban finas líneas naranjas, que parecían respirar como si estuvieran vivas. Y Martínez reía y reía, con aquella voz grave que tiene que parece contener una auténtica caverna en lugar de garganta, pero yo tan sólo le escuchaba como la música de fondo. Adentro, en la chimenea, veía el Infierno por primera vez. Y era maravilloso. Para mí, la chimenea fue como una ventana al Infierno. Como cuando uno, llevado por la curiosidad que le suscita el interior de un edificio cualquiera, se las arregla para auparse (sobre un banco, por ejemplo) y se asoma a duras penas a una ventana sobre la que puede vislumbrar el interior. Así era. Y el Infierno brillaba para mí, por primera vez aquella noche. En él, se desplegaba un teatro gigante, cuyas arcadas apuntaban a mi posición. Y yo, desde el centro, veía a un montón de espíritus de color gris en las tribunas de ése teatro, que contemplaban, satisfechos, como una 16


ciudad entera ardía en llamas. Y sonreían, con sonrisas gigantes y alargadas como rodajas de sandía. La ciudad, en el centro de aquella especie de Coliseo romano incendiado, se consumía y el sonido de las llamas arañando la superficie de esa ciudad era magnífico, increíble. Conseguí decir: ―Joder, el sonido de las llamas es increíble. Y Olga, de fondo, perifumada, contestó algo así como: ―Ya ves. Y era cierto. El chisporroteo de las lenguas de fuego consumiendo la madera sonaba tan profundo y contundente, como si, tras meter las palomitas

en

el

microondas,

pegases

la

oreja

al

cristal

del

electrodoméstico, apreciando cada ligero estertor del maíz explotando. Aquella vez, la primera que me asomé al Infierno, fue la única en la que casi sentí entrar dentro de él, y caerme dentro. Mi mente por poco tropieza y me precipita al inframundo. Para perderme para siempre en el más allá. Tuve la sensación de estar a punto de ser engullido por esa chimenea, cuyos ladrillos se estiraron en torno a mí como si fueran una especie de gusano tratando de tragarme entero, vivo. Una especie de anaconda enorme que abrió sus fauces y cuyo interior estaba tapizado de grecas color ladrillo, estiradas como si fueran chicle. Pero, antes de caer para siempre, algo me sacó, y no recuerdo el qué. Quien quiera que me salvase de morir quemado en el Infierno de mi mente, ha muerto en el anonimato.

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EL FUEGO La tercera vez que me asomé al Infierno, fue mucho después. Fue bastante más cerca del bostezo de las 5:10. Lo cual quiere decir, que la diferencia entre la realidad y el viaje, eran cada vez más marcadas. Drago se acercó a mí. Apareció de la nada, como todas las cosas que aparecieron esa noche. Penetró adentro de mi campo visual y yo le vi llegar, consiguiendo evadirme de todo aquello que el fuego me estaba contando. Le miré y me hablaba, pero era incapaz de entenderle con exactitud. Así que me propiné una potente bofetada en la cara para volver a la realidad, y entonces le escuché. Dijo: 18


―Tío, es increíble cómo… cómo… Drago, como yo y todos a lo largo de la noche, sufría un atropello de palabras y de conceptos que era incapaz de describir en aquel momento. La mitad de nuestras conversaciones eran de puros subnormales, inacabadas, dibujos incompletos o descripciones vagas. Si alguien hubiera puesto una cámara de video sin sonido, apuntando desde el techo a todos los que estábamos corriendo de arriba abajo por el salón de la casa, se habría sentido como un científico viendo a unas blanquecinas ratas de laboratorio de afilados dientes y ojos rojos; enloquecer dentro de su jaula. Drago dejó de hablar. Yo conseguí articular palabras y ambos decidimos que aquella hoguera era maravillosa. Y que, a pesar de ser la misma cosa la que todo estábamos viendo, constituía un crisol de interpretaciones de lo más diversas. Hasta dónde yo sé, yo fui el único que vio el Infierno en aquella chimenea. Pero Martínez coincidió conmigo en que había una ciudad en llamas y, por un momento, llegué hasta a ver dibujadas montañas. Montañas ardiendo con llamas de proporciones elefantiásicas, que quemaban el oscuro cielo de la chimenea en el incendio más monstruoso y bello que jamás podré contemplar. Minutos después de que Drago nos rescatara de El Bucle, alguien correteó por los pasillos. Yo me atreví a salir por segunda vez del salón y adentrarme en las tripas de la casa. La primera vez que salí del salón, había sucedido durante El Bucle, y tuve que volver, porque supe que adentro del pasillo había algo demasiado siniestro para mí. Aunque nunca supe el qué. 19


En fin, salimos disparados por los pasillos. Conseguí no perderme y encontrar a la turba, formada por casi todos. Drago había abierto la puerta de uno de los cuartos, en el cual estaban Celaya y Fernando. Semidesnudos, en la cama. Nos quedamos todos en la puerta, mirando como completos imbéciles. Fernando y Celaya, tan alterados como nosotros, disparaban sus miradas por todas partes. Acababan de encender la luz y todo era un continuo cacareo de voces por todas partes. Ruido y más ruido. Supongo que estarían desconcertados. Todo era un intercambio de gritos. Ninguno podíamos entender lo que estaba pasando. Todo a mi alrededor era veloz, rápido. Apenas se dejaba ver. Como un animal exótico en mitad de la jungla, asustado, corriendo, huyendo. Algo así. Celaya dijo: ―Me noto raras las tetas. Todos mirábamos, desde la puerta. Era absurdísimo. ―Mirad, tocadme las tetas ―Insistió Celaya. Yo ya no sabía si me estaba riendo o no. Todos estábamos alterados. ―¿Te las toco? ―Dije yo. ―¡Claro! ―Dijo Fernando. Y ya no recuerdo lo que pasó después. Pero está claro que no lo hice. De hecho, en palabras de Drago, cuando amaneció horas después, para él aquella escena se desplegó en muchos universos paralelos que hubieran cobrado vida o no dependiendo de lo que yo hubiera hecho en 20


aquella absurda situación. ¿Qué había pasado si yo le hubiera tocado las tetas a Celaya? Ni idea. Y Fernando… Fernando estaba completamente convencido de que lo que debíamos hacer en aquel momento era despelotarnos todos, y meternos en la cama con ellos. Sabe Dios qué clase de universo paralelo se hubiera desarrollado si nos hubiera dado por hacerle caso. El caso es que no recuerdo lo que pasó después. No recuerdo en qué momento de aquella absurda escena, decidí enfrentarme al espejo del cuarto de baño. En algún punto de aquella patética situación, me teletransporte frente al espejo del baño. Por fin. Ya había habido un intento. Un intento de introducirme en aquel espejo, pero había sido demasiado perturbador. Aquel espejo no era bueno. En ése primer intento, mientras pensaba que Tuerto (que estaba mirándose en el espejo, a mi lado) estaba a punto de romper el espejo y de rajarse con sus cristales, yo traté de verme reflejado, pero supe que no estaba preparado para aquel espejo y me largué. Fue cuando salí por primera vez del salón y sucedió durante El Bucle. También hubo una entrada después, pero no recuerdo dónde va ése otro momento encajado en la línea temporal de esta historia. Fue una vez que entré a mear al cuarto de baño y fue cerca del fin del viaje, eso sí. Recuerdo, al entrar aquella vez, de haberme reído, porque ya sabía que aquel espejo estaba embrujado. Y me acordé de las advertencias de Jaguar y de Tuerto. Y aquella vez que entre en el baño, sin mirar al espejo, para mear, simplemente, eso: meé. No me atreví a volver a mirar a ése espejo, pues ya me había quedado atrapado dentro de él. 21


Aun así, mientras miraba fijamente el rebotar de mi meada en el fondo del retrete, pude advertir como, de pronto, apareció mi cara al otro lado, vomitando. Como si el retrete fuera, de nuevo, el espejo de una realidad paralela. Me reí, de nuevo, sabiendo que era otra treta de mi cabeza, compinchada con aquel cuarto de baño encantado, para intentar atraparme. Aquel cuarto de baño conocía mis miedos, mis terrores. Hice oídos sordos, meé encima de mí mismo vomitando al otro lado, tiré de la cadena, y me fui. Me largué descojonándome. Pero sin mirar al espejo, claro. Esa fue la tercera y última vez que entré en aquel maldito baño durante mi viaje. La segunda, la vez en que me quedé atrapado, antes de perderme, pensé que estaba preparado. Nunca sabré como acabé ahí, pero tras salir del cuarto de Celaya y Fernando, aparecí ante aquel espejo. El del baño. El espejo parecía grande, inmenso. Me puse enfrente y me vi reflejado. Había algo que iluminaba mi cara y le daba a todo un aspecto a caballo entre lo gracioso y lo tétrico. Parecía que aquel reflejo era más real que mí mismo. Tuve la terrible sensación de que yo era el reflejo de aquel ser real en el espejo, que era el ser humano de verdad. De los dos, mi reflejo parecía yo, y yo parecía mi reflejo. ¿Era yo real? Me miré durante un tiempo indefinido. No recuerdo lo que vi, pero me dejó fascinado. Al otro lado de aquel espejo, en lo más profundo, mi mente se perdió y se cayó como una moneda en lo profundo de un oscuro pozo. Sonando con el eco del tintineo que cae en la oscuridad. Y se hundió y se hundió. Jamás recordaré lo que había en aquel espejo, pero si no llega 22


a ser por Jaguar, podría haberme pasado horas cayendo, como esa moneda, en ése pozo infinito. Pero Jaguar apareció. Con la cámara del móvil. Se movía a espasmos como si fuera una lagartija escapando de la presa de una mano gigante. Llevaba el móvil en el regazo, se acercó como si supiera perfectamente que mi reflejo había cobrado vida y no quisiera que éste se diera cuenta de su presencia, se protegió la boca con la mano, y me susurró: ―Estoy grabando. Y me enseñó el móvil con disimulo, como si alguien nos fuera a pillar grabándonos en vídeo y se nos fuera a caer el pelo. Nuestros reflejos, por ejemplo. Entonces yo le contesté algo que no recuerdo que fue. Luego me despegué de aquel espejo, y me escapé al salón. No volví a salir del salón hasta que decidí intentar dormirme por primera vez. Mucho, mucho tiempo después. Ya me había quedado lo suficientemente claro que el interior de la casa era demasiado para mí. Me escapé cuatro veces del salón en dónde pasé toda la noche, antes de intentar irme a dormir de una vez por todas. Dos de ellas fueron al pasillo y al baño, y otra cuando me perdí en el espejo. La que queda, la cuarta vez, no fue físicamente. Me escapé espiritualmente, como un fantasma. Cuando me caí del techo debíamos de estar a punto de entrar en El Bucle. Debió de ser una señal. Yo me había sumergido en el techo hasta el punto de que habría jurado que jamás había habido otra cosa en mi vida 23


que aquel techo. Es más, jamás se me ocurrió, mientras sucedía, que yo fuera una persona. Creo que si en algún momento me olvidé de que estaba vivo, fue mientras estaba en el techo. Yo era aquel techo. Me había fusionado hasta tal punto, que las cosas desaparecieron a mi alrededor y yo tan sólo podía ver en aquel techo, dentro de aquel gotelé, como se dibujaban figuras en espiral, que giraban en hélices. Luego aparecían hombrecillos, dibujados como pinturas rupestres, bailoteando a un ritmo cíclico, ritual. Antes de quedarme atrapado dentro de aquel techo y convertirme en él definitivamente, tuve unos cuantos accesos que se venían intensificando desde que todo empezase a cambiar. Subía y bajaba del techo, me sumergía en él y me caía de golpe, en cuanto alguien decía algo a mi alrededor. Intenté fotografiar las figuras del techo, pero desaparecían ante el objetivo de la cámara. Las perdía de vista y volvían las espirales, girando y girando. Pero, espera, ¡miento! Por un momento, apareció, en mi objetivo, un drakar vikingo. Un drakar dibujado con ése trazo de pintura rupestre. Se movía, mientras sus remeros se empleaban a fondo para escapar de mi campo de visión. Grité: ―¡Acabo de ver un drakar! Pero no me oyó nadie, porque cada uno estaba flipando por su lado. Así que volví a apuntar, cacé aquel drakar que trataba de escaparse flotando por la superficie del techo y le hice una foto. ¡Flash!

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Ahí abajo, se supone, había un drakar.

Otra de las veces que bajé del techo, traté de asestarle un puñetazo a Drago, y me caí al suelo, perdí el equilibrio. Me zambullí en el sofá y me quedé encajado en algún punto entre la pierna de Drago y un cojín. Con la mirada fija en el techo, como si fuera una trampa, me quedé atrapado en él hasta que empezó El Bucle.

Ésa y mil más, fueron las veces que me perdí por el techo, disfrutando de las infinitas formas que dibujaba mi mente en él. Su 25


sensación envolvente me atrapaba y me perdía ahí como… como un crío en un centro comercial. Desconcertado y sobre-estimulado. Al principio, después de que Martínez empezase a ver como el techo se abultaba y hacía extraños estertores, yo caí y empecé a dejar de parpadear, hasta el punto de que no quería perder ni un solo detalle de lo que sucedía en aquel techo. En un momento, una lágrima se me deslizó por la comisura del ojo izquierdo, por culpa de que llevaba demasiado tiempo sin parpadear. Los ojos se me estaban secando, me ardían, pero no podía parpadear y dejar de observar aquella preciosa visión del techo que, mágico se derretía en mil y una formas. Era maravilloso

Martínez, hipnotizado con el techo.

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Más adelante, después de El Bucle y cuando empezó El Bajón, pasé del techo y me sumergí de lleno en la hoguera. Me dejé caer en las llamas y pasé ahí eternidades enteras viendo como el fuego creaban formas confusas y grotescas. Todo era terrorífico o siniestro, pero yo estaba en un estado de euforia máximo que me hacía disfrutar por completo de aquellas visiones infernales. Me sentí de manera que jamás había sentido antes. Una especie de terror eufórico, una sensación de poder extraña e inexplicable. Ante las llamas, volaba y volaba. Tan sólo salía de la hoguera para, de vez en cuando, cambiar de canción.

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La euforia sube y baja, pero yo sé que la controlo. SUENA THE PASSENGER… LA, LA, LA… SI CIERRO MIS OJOS, LOS NOTO PARPADEAR RESPIRAR

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Sonó Jimi Hendrix, Guns and Roses, The Doors, Lou Reed, Iggy Pop… Fue, concretamente, con The End de los Doors, y cuando cada vez más estaba sintiéndome más dentro de la realidad que fuera; cuando entendí el sentido que estaba teniendo mi viaje. No era cuestión de emociones o sensaciones “simples”, como el miedo o la felicidad. No, estaba por encima de eso. Era más bien una sensación de fascinación por lo grotesco, de belleza de lo misterioso. Al acabar la noche, al amanecer y tratar de recordar todos progresivamente nuestras impresiones, fuimos intentando definir con palabras lo que sentimos aquella noche. Drago y Martínez coincidieron en que su viaje había sido feliz, más cerca de lo sensorial; y Martínez concretamente habló de que le acercó más y más al conocimiento de sí mismo. Fernando se pasó prácticamente toda la noche encerrado con Celaya en un cuarto a oscuras, con lo que su viaje fue completamente distinto al que pudiéramos haber tenido cualquiera de nosotros. Jaguar se había escapado de la realidad el primero de todos, y todos coincidimos en que debía de haber entrado en una especie de quinta dimensión. Tuerto, que empezó con un jari tremendo, tuvo un intenso y extraño viaje (su opinión se acercaba bastante a la mía), que él mismo definió como “sentir con los ojos”. Y yo, en aquel momento, frente a la hoguera, determiné que las palabras que podrían definir mi viaje, serían algo así como: “fascinantemente inquietante”. Esa noche me sumergiría en el techo una infinidad de veces, vería el Infierno hasta en tres ocasiones y estuve a 29


punto de ser atrapado por mi propio reflejo. Tenía más de veinte fotos de lo más extrañas, junto con anotaciones en mi cuaderno que habían sido hechas la mayoría durante el bucle y que narraban cosas fascinantes, tétricas en su mayoría, pero que estaban hechas desde un estado de euforia máxima, por encima de cualquier tipo de sensación de felicidad que yo hubiera experimentado antes. Había sido como vivir una pesadilla. Una pesadilla fantástica.

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TAKE A WALK ON THE WILD SIDE, de Lou Reed… Antonio ha sido engullido por los pasillos de esta casa.

LOU REED SEGURO QUE ERA UN BUEN TIPO, PERO ME HABRÍA ENCANTADO PEGARLE UN PUÑETAZO EN LA CARA

Las cenizas intentan ver lo que escribo, pero no dejo que lo hagan…

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De esta manera, creo que la sensación de mi viaje fue parecida a la que experimenté cuando escuché por primera vez “The End” de los Doors. Exacto, no existen palabras exactas para definir lo que sentí, pero si pudiera describirlo con una canción, esa sería “The End”. Esa sensación de incertidumbre, desconcierto. Ése atractivo halo de misterio que cubre una canción siniestra, pero a la vez hipnótica. Todo ello desde una euforia que tenía picos verdaderamente vertiginosos. Creo que otra sensación a la que podría comparar lo que experimenté aquella noche, debe de ser la que se ha de sentir cuando uno se sumerge en el acuario de los tiburones del zoológico. Algo así. Creo que ése sería otro símil que se acercaría mucho a lo que fue mi viaje. Yo, que al mar (y, por lo general, a cualquier cantidad de agua mayor de la que pueda albergar mi bañera), le tengo un respeto máximo, me sentía de la misma manera que cómo me imagino que debe sentirse uno, rodeado de escualos, nadando entre ellos. Los tiburones no se fijarían en mí, pasarían a mi lado, lentos, despacio, contundentes, gigantes. Con sus afilados dientes y sus negras y mortecinas miradas perdidas en alguna parte. Yo, ralentizado por la densidad del agua nadaría silencioso, observando lo que sucede más que participando. Así habría sido mi viaje. Como nadar con tiburones en un acuario. De hecho, fue en un estado de completa euforia, y escuchando precisamente “The End” de los Doors, cuando vi por última vez el Infierno. Y aquella tercera vez el Infierno se me mostró como un coche en llamas, destrozado. Era una representación simple, pero poderosa, mientras las llamas ardían al ritmo de la música de los Doors y yo comprendía el verdadero significado de mi viaje. 32


Una lluvia de pensamientos atormentaba mi cerebro. Me abofeteé la cara para huir de aquello y me levanté. Miré a Drago. Le dije: ―¿Cuándo amanece aquí? Y Fernando y él comenzaron a reírse.

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(Tachado)

VOY A UNA VELOCIDAD DE MIL MINUTOS POR PENSAMIENTO

Le he preguntado a Drago que a qué hora amanece.

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A partir de aquí, de la tercera vez que vi el Infierno, todo se fue tornando cada vez más real. Fueron sonando otros grupos y yo estaba recogido mirando a la hoguera, viendo como el fuego devoraba la madera. No volví a ver nada (o al menos eso recuerdo) en el fuego, más que ciudades y formas confusas. Martínez se acercaba de vez en cuando a observar, y soplaba. Y cuando soplaba, volvían a aparecer aquellas líneas naranjas que iluminaban los bordes de los maderos, como si fueran las venas de los troncos, palpitantes, latentes. Líneas de un bello color naranja fosforito, que se apagaban casi al instante, haciendo de aquel efímero estallido de color, un acto realmente mágico. Jaguar se me acercó cuando sonó “Hotel California”. Me dijo: ―¡Escucha esa guitarra! ¡Escucha ésa jodida guitarra! Y se carcajeó como un loco. Pero tenía toda la razón. Aquella guitarra era fantástica. Fui a ver a Tuerto a su habitación, en cierto momento. No recuerdo qué me llevó a ir a verle, pero según entré, me lo encontré acurrucado en su saco de dormir, que ya parecía que formaba parte de su cuerpo. Tumbado en la cama, con la tétrica luz del flexo apuntando de manera dramática a las esquinas de la habitación, miraba con cierto temor a algún punto del techo. Me dijo: ―¡Ahí está! ¡Es Davey Jones! ¡En ésa gotera! ¡Quiere matarme! Yo volví la cabeza a la gotera en cuestión. Y lo ví. Ahí estaba, efectivamente. Y pensé para mí mismo: no, jamás. Jamás dejaré que ningún monstruo de ningún tipo se meta con mi amigo Tuerto, tenga la forma que tenga. Así que tranquilicé a Tuerto, cogí una toalla que había en 35


el suelo y azoté con energía aquel negro manchurrón que hacía esquina entre el techo y la pared. Y la gotera se movía como hacen los reflejos de luz en un agua oscura. Como serpientes.

Aunque no se vea nada, ése es Tuerto, en el momento en que le vi acurrucado en la cama, mirando con terror aquella mancha.

Le asesté unos cuantos golpes, con fuerza. Después, para asegurarme de que mi amenaza había quedado comprendida por aquel extraño ser que había creado la mente de Tuerto, lancé unos cuantos 36


puñetazos al aire. Como si estuviera noqueando a un fantasma. Y gritaba improperios, cosas como: ―¡Que te jodan! Por ejemplo. Algo así. Cuando acabé, me sentía como un súper héroe. Había salvado a mi amigo. A mi amigo Tuerto. ―Ni se ha inmutado ―Me dijo Tuerto. Pero yo, en el fondo, sabía que sí, que lo había noqueado. Me había pegado con un fantasma, ¡faltaría más! Así que me fui satisfecho del cuarto y corrí a apuntar tamaña gesta.

(Página siguiente) ―Davey Jones está amenazando a Tuerto desde la cama. Tiene forma de gotera. Así que me he puesto a darle puñetazos al aire, al techo. Y lo he ahuyentado. Tuerto me ha dicho: ―Ni se ha inmutado. Y yo sé que sí, que y he amenazado a Davey Jones, le he dicho que jamás volverá a asustar a mi amigo.

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El Bajón, el fin del viaje la recuerdo de manera confusa. Tan sólo la consigo resucitar en mi mente, marcada por las risas de Fernando y Drago, en el sofá. Corrían los petas, como siempre. Recuerdo bostezar en un momento, y darme cuenta de aquel bostezo. Por insignificante que fuera, en mi mente aún perjudicada por el veneno de las trufas, pensé que aquello era una clara señal del fin de mi viaje. ―¡Acabo de bostezar! ―Dije. ―¿Qué hora es? Celaya se rió. ―¿Realmente vas a apuntar eso? ―Dijo, carcajeándose. ―¡Por supuesto! Y es que tenía la increíble sensación de que hacía años que no bostezaba. De que aquel viaje había durado toda una vida y de que aquel bostezo presentaba una primera evidencia de que había vuelto a ser humano otra vez. De que había vuelto a ser mortal. Corrí a apuntarlo:

He bostezado a las 05:10 AM.

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Poco a poco, los protagonistas de aquel extraño viaje fueron desapareciendo, para dormir, agotados de flipar; y así poder volver a la realidad al despertar. Tuerto y Jaguar cayeron, a la vez. Se sumergieron dentro del humo de sus propios porros y, dentro de la habitación en la que Tuerto había visto sus pesadillas hechas realidad, desaparecieron entre la densa cortina del humo de los petas, como espejismos en la niebla. Olga y Martínez se durmieron en el mismo salón, tumbados sobre los sofás que nos habían visto tripar. Celaya desapareció en un punto que no recuerdo. Yo estaba ansioso de poder hacerlo, ¡sobarme!, incluso intenté acostarme una primera vez. Pero fue inútil. Aquella primera vez, recuerdo meterme en la cama de matrimonio de la primera habitación, dónde yo había de dormir con Drago. Las sábanas tenían impregnado en ellas un frío extraño, que me fue completamente obtuso al tacto. Y olían perfumadas. Olían perfumadas como el cuello de alguien que aún no puedo recordar. Me encerré en las sábanas como suelo hacer siempre que calmo imperativamente a mi cuerpo para que se duerma y esperé minutos enteros a que jamás me entrara el sueño. En su lugar, tintando mis cerrados

párpados, y como

salvapantallas de Windows; extrañas y retorcidas grecas de colores flúor se dibujaban en la oscuridad de la habitación. Molinos, cuadrados, rectángulos… una locura de formas y colores que parecían querer mantenerme despierto por eternidades enteras. En un momento, incluso dejé caer una agotada mano por el borde de la cama y sentí como si mi 40


mano fuera una nave espacial, con diminutos alienígenas acudiendo a repararla. Aquello fue demasiado para mí, y volví al salón. Fernando y Drago reían. Hablamos. ―¿Por qué no salimos afuera, a ver el amanecer? Todos dormían. Nosotros no podíamos dormir. Así que nos abrigamos, nos amordazamos con toda clase de protección contra el frío asesino que nos esperaba afuera, con sus afilados y congelados dientes para mordernos en todas las partes del cuerpo, y salimos despacio, de aquella mágica casa. Al abrir la puerta, tuve una inquietante sensación como de abrir la compuerta exterior de un cohete hacia la luna. Era atronador, ver el exterior, todo negro, pausado, tranquilo. Sin aquel tremebundo ruido que me había acompañado durante toda la velada. El viento soplaba muy débil, pero gélido, acariciando los árboles, las piedras. Poner un pie en el suelo del exterior de la casa conllevó el crujido de la tierra bajo mis pies, y me gustó. El silencio era total. Era precioso. Una espesa niebla teñía cualquier cosa que estuviera quizás a más de cien metros de nosotros. Apenas se dibujaban las montañas, las casas a lo lejos. Salimos al jardín y mi sensación fue como la de volver de un viaje que podía haber durado siglos, pero que estaba tan fresco en mi memoria como un efímero sueño que sé que apenas podré recordar. Y viendo aquel congelado paisaje, aquellas grandes casas heladas y rodeadas de naturaleza, tuve la sensación de estar en un avión, volviendo a casa, observando desde la ventanilla el diminuto paisaje familiar de mi hogar. De la realidad. 41


Abrimos la verja, caminamos por el asfalto de la calle. Todo seguía en silencio. Las luces de las farolas proyectaban unas sombras gigantes que nacían de nuestros pies, y que nos seguían a todas partes. En las faldas de un contenedor de basura que encontramos por el camino, dormían los restos despedazados de algo, con sus huesos y la carne congelándose con aquel frío del primer día del año. Una tibia, una escápula. Restos de vete-tú-a-saber-qué. Cuando llegamos a la esquina de la calle, hacia abajo, se escuchaba, lejano como un murmullo, el runrún de una melodía de música electrónica. Era una rave, en aquel pueblo perdido en el ojete de la madre Tierra. Parece imposible escapar de los tópicos de las fiestas de Fin de Año, aunque nos fuéramos a pasarlo al Fin del Mundo. Llegamos a la avenida principal, subimos al pueblo. Todo estaba desierto, como si Dios hubiera decidido, en su total sabiduría, exterminar a todos los seres de la tierra menos a nosotros. Habría sido, sin duda, una decisión harto maravillosa. Salvados por los alucinógenos. Nuestros pasos retumbaban entre los edificios. Detrás del ayuntamiento, acabamos en una especie de plaza circular, tapizada con piedras negras. Drago y Fernando se tumbaron. Yo necesitaba moverme, el frío me estaba empezando a morder hasta lo más profundo de mis rodillas. El cielo estaba negro, y no recuerdo haber visto estrellas en esa inmensidad oscura. A lo lejos, en el horizonte, una delgada línea de color azul indicaba que cada vez quedaba menos para que se descubriera el día y muriera lo poco que quedaba de aquella noche de locura. Como si fuera la verja hierro que se levanta a primera hora de la mañana de una tienda cualquiera, el negro de la noche se iría para siempre y se acabaría el 42


extraño viaje, que, como un recuerdo lejano en el tiempo, se irá difuminando cada vez más en nosotros, hasta casi desaparecer. Nos levantamos. Debíamos acostarnos. El sol parecía no querer salir jamás y el sueño y el frío hacían estragos. Conseguí convencer a Fernando y a Drago, que seguían ahí, tumbados, a merced de las estrellas; de que debíamos regresar. De vuelta, en mitad de aquel pueblo silencioso y oscuro, las luces de un bar se encendieron como si quisieran indicar que, al fin y al cabo, no teníamos la suerte de haber escapado de un apocalipsis mundial mientras nos encontrábamos encerrados en la casa de Drago. ―¿Nos tomamos un café? ―Dijo Fernando. Y subimos las escaleras del garito. Recién abierto, una señora mayor encendía las luces y fregaba las esquinas. Aparecieron grupos de cuarentones, no debían de llegar a la mano en número. Se apiñaron en una mesa circular, desearon el año nuevo. A nosotros se nos había olvidado felicitarlo, es una de las muchas consignas pusilánimes que me parecen de lo más absurdas. Como si el que yo le deseara a la gente un feliz año nuevo fuera a poder evitar que, por ejemplo, murieran atropellados a la mañana siguiente. Esperamos un rato en la barra, no nos atendieron. Como si fuéramos invisibles. Tampoco hicimos muchos esfuerzos, a decir verdad. Nos retiramos de la misma silenciosa manera que habíamos venido. Como espíritus, con disimulo. Creo que conseguimos que nadie advirtiera nuestra presencia. 43


Deshicimos el camino hecho, con más oscuridad, silencio y frío que antes. Parecía que nunca fuera a amanecer, como si nuestros deseos de que aquella mágica noche no acabara nunca, hubieran llegado a oídos de Lucifer y realmente se hubieran hecho realidad. ―¿Te imaginas que Tuerto se ha levantado y ha matado a todos? Sonaba factible, de veras. Y a la vuelta, volvimos a escuchar los susurros de la rave lejana. El contenedor de basura seguía ahí, con el despedazado cadáver de un animal a sus pies, como si lo acabara de vomitar. Nuestras sombras, pegadas a nuestros pies, nos perseguían ésta vez, a nuestras espaldas, protegiéndose de la luz anaranjada de las farolas. Abrimos la blanca verja. Entramos en casa. Me acosté. Y amaneció, por fin, en el primer día del año. Pero yo no pude verlo, porque estaba soñando. Soñando dormido, soñando de verdad.

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EL BUCLE

El Bucle de las dos y las tres, no empezó a las dos de la mañana. El Bucle de las dos y las tres empezó en algún punto cercano a las dos y cuarto de la mañana. Yo, fui consciente de El Bucle cuando bajé del techo. Había conseguido escapar espiritualmente de la habitación, de tal manera que, cuando volví al sillón, después de haber navegado por todo ése pantano de formas circulares, de hipnóticas espirales de color amarillo, naranja, blanco y beige del techo; caí en el salón como un meteorito. Mi alma volvió a mí como si fuera un rayo estrellándose contra un árbol, quemándolo hasta las puntas de las raíces: ¡Bang! Miré a mi alrededor. Pregunté la hora, y Drago me contestó que eran “algo así como las dos y cuarto”. Luego me quedé mirando a Drago y me di cuenta de que acababa de bajar del techo. Es decir, yo me había convertido en aquel techo. Durante Dios-sabe-cuántos minutos, yo había dejado de ser persona y me había transformado en el techo. Me había olvidado de que era un humano. Así de sencillo. Cuando bajé a aquella habitación para preguntar la hora, me costó darme cuenta de que estaba 46


ahí, en la casa de la Sierra de Drago, y que estaba con mis amigos en la noche de fin de año. El techo había conseguido hacerme olvidar de que existía. Entonces, Drago dijo: ―Me vuelvo al techo. Y se volvió al techo. Así de sencillo. Perdió la mirada y su alma debió de salir catapultada hacia el techo, consiguiendo ser absorbida por aquel hipnótico techo. Como si vomitara su fantasma con los ojos. Yo intenté reconcentrarme en mi situación. Moví la cabeza como intentando ordenar mis ideas, cuando, en realidad, mi cerebro estaba tan en orden, como un caleidoscopio. Mover la cabeza sólo sirvió para cambiar el patrón de colores de dentro de mí. Era imposible volver a la cordura. Volví a concentrarme en el techo, quería dejar de ser persona otra vez. Durante El Bucle de las dos y las tres tan sólo sonó Pink Floyd. Primero fue The Wall, y, después, el Dark Side of The Moon. Me es imposible recordar que canción sonaba exactamente cuando Tuerto se fue a vomitar. Lo único que sé, es que cuando los estertores de Tuerto interrumpieron mi ascensión al cielo del techo, me tapé los oídos con todas mis fuerzas y me hice un ovillo en el sofá. Y la que quiera que fuese la canción que sonaba en aquel momento, se ensordeció y retumbó en mi interior como si Pink Floyd estuviera dando un concierto en las profundidades del océano. De un océano en la bañera de mi cabeza. Cerré los ojos con fuerza y traté de evadirme de la situación. Odio los vómitos con todas mis fuerzas, y sabía que aquello podía 47


derrumbarme, mandándome directamente a un mal viaje de lo más catastrófico. Así que traté de huir de ahí, pero ya no era tan fácil. Abrí los ojos y descubrí mis orejas mucho más tarde. Drago y Martínez estaban absortos en la hoguera. Me acerqué a ellos. Estaban mudos, fascinados por las llamas. Drago dijo algo así como: ―Tío, ¿y si la realidad no es real? Yo decidí no pensar en ello, tenía que evadirme de un posible acceso de mal rollo. Así que fijé la vista en el fuego e intenté colarme dentro de él, como la primera vez que vi el Infierno. Así empezó El Bucle de las dos y las tres, sobre las dos y cuarto de la madrugada del día de Año Nuevo de 2014. Tuerto chilló, a lo lejos. Chilló con una fuerza tal, que parecía que estuviera siendo atacado por cosas horribles, monstruosas. Parecía que se estaba muriendo. Parecía que estuviera presenciando el espectáculo más horrible que había visto en su vida. Y, a pesar de que la música retumbaba fuerte en las paredes de aquella mágica habitación, y de que el fuego me tenía atrapado, me fue imposible no escuchar los lamentos de Tuerto. Así que nos levantamos y salimos corriendo adentro de aquel pasillo que se perdía por los intestinos de la casa, a buscar a Tuerto. Yo hice el amago, pero supe que no estaba preparado para cruzar el pasillo. A saber lo que había ahí adentro, pensé. Así que volví a la chimenea. Tenía miedo de perder el control. Tuerto, mientras tanto, gritaba, chillaba. Y es que podía ver como las palabras le salían de la boca, en espiral, serpenteantes. Y gritaba para sacarlas, más y más. Tuerto estaba invocando palabras, vomitándolas. 48


Podía ver sus palabras. Así que gritó fuerte, para observarlas retorcerse mejor que nunca. De vuelta a la chimenea, yo estaba guerreando conmigo mismo. Pensaba que Tuerto estaba sufriendo el chungo de su vida, y sentía como me contagiaba. Así que, pegado a las llamas, repetía una y otra vez que todo estaba bien. ―Todo está bien. Estoy viajando. Y todo se volvió normal y seguí concentrado, adentro de la chimenea. Fue en éste punto, cuando decidí sacar mi cuaderno y escribir la primera de las notas que tomaría de toda aquella noche de locura. Y esa nota dice así:

(Página siguiente) HOLIDAYS IN HOLLANDIA

Estamos mirando el fuego. Tuerto grita “¡Explosión!” desde su cuarto, y Jaguar acaba de huir (algo tachado).

Estas palabras estarán para siempre escritas en este cuaderno. Y para

49 yendo. Tuerto grita Viajo y no sé a donde estoy desde…


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Y era cierto. Tuerto había gritado “¡Explosión!” y Jaguar había salido disparado a verle. A mi lado, Martínez se sumergía en un introspectivo mundo de fantasía, y Drago seguía atrapado en el techo. Olga, que era la única que no había decidido viajar con nosotros, estaba en coma por petas y, simplemente nos observaba, calmada y paciente, con los ojos achinados. Yo pensaba que nosotros cinco debíamos de ser, en aquel momento, un auténtico espectáculo. Intenté sumergirme en la chimenea, pero era incapaz. Estaba demasiado preocupado por Tuerto y por intentar no contagiarme. Drago se levantó y se fue con la música a otra parte, yo me acurruqué junto a Martínez, que continuaba frente a la chimenea y le confesé que estaba preocupado. Que estaba entrando en un círculo vicioso de ansiedad y que la euforia me estaba bajando. Así que él me dijo: ―No te rayes. Y volví al fuego. Y me olvidé de todo. Aquel fuego era mágico. Así pudieron pasar minutos enteros, horas. La sensación de que el tiempo volaba mientras nosotros nos refugiábamos adentro de esa hoguera, se destrozó en cuanto Drago volvió a mirar la hora. Las dos y veinte de la madrugada. ―¡Son las putas dos y veinte! Era imposible. ―¡Es imposible! ¡No puede ser! Volvimos a la hoguera.

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Intenté capturar lo que veía dentro del fuego. Y esto fue lo que salió.

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Sólo me sacó de la chimenea la voz de Tuerto, que me llamó desde las profundidades de la casa. Requería mi presencia. ―¡Qué venga Alfonso! Yo no quería ir, porque sabía que perdería el hilo y me consumiría otra vez en el mal rollo. Estaba absorto en la hoguera y tan sólo quería estar ahí por siempre. Pero fui. Aquella fue la primera vez que salí del salón.

(Página siguiente)

Tuerto viaja, pero no solo. Jaguar y Martínez Tuerto acaba

No acabo las frases porque no es más que la ola. La Ola de colores que vive en esta habi

Tuerto me llama. Voy a sacarle de la nada salvarle la vida.

Tuerto es un buen tipo. 53


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Me introduje en los pasillos de la casa, que eran de un extraño color naranja. Tenía la impresión de estar entrando en un lugar maligno, prohibido. Como si fuera Harrison Ford en algún Templo perdido de Petra, a saber qué cojones podía haber ahí adentro. Tuerto estaba en el baño. Metido en un saco de dormir, de pie frente al espejo, disparaba una mirada de auténtico psicópata a su propio reflejo. Se giró y me miró. Se señaló la cara y me dijo: ―Mira esta marca roja que tengo en la cara. Tío, ¿qué cojones es? Era cierto. En su cara, en la orilla de su ojo izquierdo, había una extraña marca de color carne, puntillada por diminutas marcas rojizas. ―Algo me ha sentado mal ―decidió. Yo le dije que no. Que era porque había estado haciendo el cabra en el pasillo y porque se había apoyado en una de las esquinas de las paredes, de manera que le había dejado marca. Drago acudió. Le dijo que no se rallara. No recuerdo muy bien si al final le dijimos, o le dije, que aquello era un mero producto de su imaginación, pero tuvimos una enérgica discusión a gritos en el baño, sobre los motivos por el cual aquello no era un brote de alergia. Tres tíos alucinando en un mismo cuarto de baño. Aquello debía de ser como meter a tres babuinos en celo dentro de un microondas. Tengo un flash vacío a partir de ése momento, y sé que en algún punto aparece Martínez en escena. Se sitúa al lado de Tuerto en el espejo y se mira, detenidamente. Tuerto comienza a deformarse la cara y dice algo así como: ―Dios, puedo arrancarme la piel de la cara si quiero. 55


Y comienza a dilatar las pieles de su cara, con las manos, alargándolas y estirándolas como un chicle. Hace un tubo con su boca, desde el cual yo veo hasta las profundidades de su boca, y se queda fascinado. Su boca, de labios a campanilla, parece una catedral, desde la cual se despliega una infinita gama cromática de colores rojos y carmesíes que se pierde en las entrañas de su garganta. Martínez a su lado, medio ríe, medio observa callado. Tuerto me invita a imitarle, me dice: ―Mira, Alfonso, ven a verte en éste espejo. Pero no. No estaba preparado para ése espejo. Así que volví a la habitación y regresé al sillón, mientras todo se sacudía a mi alrededor. Volví al salón. Allí, todos nos retorcíamos, emocionados, por las cosas que percibíamos. Jaguar correteaba arriba y abajo, y no dejaba de asombrarse por cosas que veía en cada rincón de la casa. Incluso se puso a llamar por teléfono a todo cristo, aullando acerca de las cosas que se distorsionaban a su alrededor. ―¡El cuadro se está moviendo! ―Le gritó a alguien por teléfono, como si ése alguien supiera perfectamente de qué cuadro estaba Jaguar hablando. Como si los cuadros se movieran todos los días. Yo, no recuerdo por qué, me fui un momento a la puerta que daba al campo, que estaba en ése mismo salón. La abrí. Se desplegó ante mí el exterior, el patio cercado de la casa de la Sierra de Drago, con su verja, su piscina y algunos esqueléticos árboles esporádicos desafiando un frío asesino. Es decir, todo estaba tal y como la realidad lo había dejado antes de que empezáramos a flipar. Eché varias bocanadas de humo, y observé 56


como el vaho de mi boca se perdía en la inmensidad de la noche. Parecían espíritus flotando, disparados desde las profundidades de mi garganta. De repente, miré a la piscina, y la piscina comenzó a moverse, a desplazarse lentamente hacia la casa. Pensé, “Oh, joder, se va a puto estrellar contra la casa”. Comencé a reírme. Luego, desvié la vista de la piscina, todo para que dejase de moverse. Fijé la mirada en el primer arbolito de en frente de la casa, que estaba iluminado como un alienígena. Todo el exterior se tornó oscuro como el ojete de un oso, y aquel árbol, con su anoréxico tronco sosteniendo su precario cuerpecillo, se puso blanco fosforescente. Sus ramas parecían patas de una enorme araña albina, sacudiéndose espídicas en mitad de la oscuridad de la noche más profunda y tenebrosa que había visto en mi vida. Me quedé unos segundos atrapado en aquella extraña visión, hasta que escuché a Tuerto gritar de fondo algo así como: “Hay un señor oscuro que me persigue”. ―¡Hay un señor oscuro que me persigue! Y entonces, decidí abstraerme de aquel fantasmal árbol, y cerré la puerta de golpe. No podía haber nada bueno ahí afuera, decidí. Estaba contento, radiante. De vuelta al salón, Martínez dijo: ―Puedo tocar el techo. Y tocó el techo. ―¡Qué cabrón! ―Dijo Drago. Y yo toqué el techo también. Era mágico. Estábamos volando con la mente.

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Volví a mi cuaderno y me lancé a escribir. Todo estaba de repente fluyendo en mi cabeza. Escribí páginas y páginas diciendo más o menos lo mismo.

(Página siguiente)

Tuerto grita desde)… su habitación. Drago y ha ido a verle (Este cuaderno es infinito)

―Me suda la polla… Soy

Le he prometido a Drago que seremos inmortales. Y jamás vamos a morir, ni Tuerto, ni Jaguar, ni Fernando o Martínez… Jamás vamos a morir porque no nos pueden matar.

He surfeado una playa en el techo de esta habitación.

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Y es que, por un momento, sentí que jamás iba a morir. Por un momento, sentí que tenía el poder de hacer que fuéramos inmortales para siempre jamás. Estaba extático, eufórico, poseído. Jamás había sentido que la muerte fuera tan insignificante para salvarme a mí mismo y a mis amigos de ella. Escribí infinidad de frases con palabras infinitas, permanentes. Durante El Bucle, tras burlar aquella especie de árbol-tarántula fantasma y sentarme a escribir, tuve la certeza de que nos haría inmortales, ahí mismo. Yo nos salvaría a todos de convertirnos en polvo, cenizas, nada. Entre las paredes de ése salón. Así que escribí nuestros nombres en mi cuaderno, fotografié a los que había a mi alrededor, y les prometí a todos que les haría inmortales. Palabras como “siempre”, inmortal” o “muerte” y “nunca”, rebotaban por toda mi cabeza, y salían disparados por la punta de mi bolígrafo. Por un momento, dejé de escribir y callé mis pensamientos. Llevaba mucho tiempo creyendo que tenía un obsesión con la muerte, ya que siempre que escribo, mis personajes son o suicidas despreocupados, o asesinos, o inmortales. Y aquella, ¡aquella era la maldita prueba! Mi subconsciente me dictaba palabras perennes, inmortales, eternas. Por un momento me entristecí. Pero se me pasó.

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(Página anterior) Le he prometido a Drago que voy a regalarle la inmortalidad, porque la inmortalidad es lo más bonito que puedo regalarle. Ojalá estas palabras duren por siempre. La música no para de sonar. Olga descansa. Tuerto ―Quitaros del fuego, que lleváis 2 horas y quiero yo. Martínez y Drago están frente a la hoguera. Viajan.

Siempre he creído que hay dos maneras de morir. La espiritual y la física. Todos morimos físicamente. Y, menos mal, porque si no, la vida sería infinita, y, por lo tanto, un coñazo. Pero yo les estaba regalando a mis amigos la inmortalidad espiritual. La verdadera inmortalidad. Y me juré a mí mismo que jamás dejaría que ellos cayeran en el olvido. Así que escribí y escribí. Porque las personas pueden morir, pero las historias pueden vivir para siempre. No sé si esta historia vivirá para siempre, pero, al menos, siempre podré protegerla mientras viva. Y, en cuando permanezca en éste mundo aunque tan sólo sea hasta el día después de que yo muera, eso la hará inmortal. Porque mi historia me habrá sobrevivido y yo jamás habré podido verla morir. Eso era lo que yo sentía en aquel momento. Y así, de aquella manera, nos hice inmortales.

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Y se lo hice saber a todos. A Martínez, a Jaguar, Drago, Tuerto… Intenté besar a Tuerto, que fumaba un peta aparecido de la nada. No me dejó. Drago se escribía por el móvil con Speedy, que no podía estar con nosotros. Chateaba con él y le pedí que me dejara el móvil. Necesitaba decirle a Speedy que había conseguido salvarnos de la muerte. Drago me miró con burla y me dijo: ―Ni se te ocurra trolearme. Yo le dije: ―Tío, estoy flipando en colores. En lo último en lo que estoy pensando es en trolearte. Y era verdad. El móvil brillaba como las luces de neón de cualquier calle lluviosa y pequeña de una ciudad cualquiera, por la noche. Y Speedy estaba al otro lado. No recuerdo con exactitud lo que le escribí. Tan sólo recuerdo haberle enviado un montón de mensajes recordándole que somos inmortales. Le dije: “Somos inmortales”. Y luego, al final, le puse: “Somos estrellas”. También le hice una foto a algo que yo había escrito, y se la envié. Había puesto, con mayúsculas, en una hoja del cuaderno, lo siguiente: (Página siguiente) NO VOY A LEER ESTAS PALABRAS EN ALTO, PORQUE SALDRAN VOLANDO COMO MARIPOSAS Y SE QUEMARÁN EN EL FUEGO. HE MUERTO Y HE RESUCITADO. Y AHORA JUAN ESTÁ A MI LADO. POR LO TANTO, TODO ESTÁ BIEN.

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Y era cierto. Realmente estaba convencido de que, si las leía; aquellas palabras se escaparían de mi cuaderno y volarían, convertidas en mariposas, hasta la hoguera de la chimenea, para suicidarse entre las llamas y perderse para siempre. Mandé una foto con aquellas palabras a Speedy, y devolví el móvil a Drago. Miré la hora. Tan sólo eran las dos y veinticinco. ¡Las putas dos y veinticinco! ¡Era imposible! Aquella era la locura más horriblemente fantástica en la que me había visto inmerso hasta ahora. Leí la hora en alto y Drago y Jaguar no salían de su asombro. Gritaban, ¡aquello era absurdo! ―¡Menudo canteo! Me senté de nuevo, releí las palabras que no había de leer en alto, y me tuve que tapar la boca para contenerme. No quería estropear todo aquello, vociferar aquella frase, y que se quemara. Drago se intentó asomar a mi cuaderno, pero pasé rápido de página y protegí aquellas palabras, evitando que se escapasen volando, se quemaran, y murieran para siempre. Martínez se sentó en el sillón. Se puso a hablar de los pelos de su brazo, susurrándoles cosas ininteligibles. Estaba fascinado con su textura, su longitud y su forma. Nadie le hacía caso, menos yo, que por casualidad le estaba mirando, embobado con la manera en que se acariciaba el brazo, con delicadeza. Y me puse a mirar los pelos de su brazo, que realmente parecían gruesos y largos como los pelos de un sobaco, casi. Mientras tanto, Jaguar caminaba dando tumbos tras el sofá, a la vez que le volvía a 65


comunicar a grito pelado, a alguien por teléfono, que lo que estaba sucediendo era alucinante. Drago había vuelto a perder su vista hacia el techo. Olga parecía un jarrón, no se había movido de su posición desde la última vez que la había visto. Entonces, viendo el brazo de Martínez desnudo, me acordé del mío. De mi brazo, cubierto por la sudadera que llevaba, protegiéndome del frío. De mis tatuajes, grotescos. Siempre había temido que llegase el día de alucinar en colores y tener que verme mis tatuajes. ¿Se rebelarían contra mí? ¿Me volvería loco observándolos? No me lo pensé dos veces. Elevé el brazo con majestuosidad como si fuera una especie de weirdo de circo a punto de presentar su número estrella, y una vez hube llamado la atención de los presentes, me arremangué el brazo. ―¡Los tatuajes! ―Gritó Drago, creo. Y entonces se abalanzaron sobre el brazo pintado, las miradas de Martínez, Jaguar y Drago. Todos habían salido de su mundo y estaban analizando los tatuajes. Yo no estaba demasiado concentrado en ellos, no quería que mis temores se cumplieran. Tan sólo veía sus colores de la forma más bella y viva que jamás había contemplado. Martínez cogió mi brazo, enfocó su mirada de loco a la cabra de seis ojos con patas de langosta y dijo: ―¡La cabra! Y Jaguar dijo: ―¡Le está trepando por el brazo! Justo lo que yo temía. Pero no me importó. 66


Hay otro flash incompleto. No sé qué sucedió entre cuando saqué mi brazo y cuando Tuerto reapareció a mi lado. Bueno, de hecho, no vi a Tuerto directamente. Drago gritó algo así como: ―¡Tuerto, te estás gozando el peta, eh! Y miré a mi lado, y en el sofá, acababa de aparecer Tuerto, al que creía engullido de nuevo por los intestinos de la casa, perdido en alguno de los estómagos de sus habitaciones. Y Tuerto, efectivamente, estaba en trance, mirando con sus ojos desorbitados sostenidos por unas ojeras monstruosas, como la yerba y el tabaco se mezclaban aplastadas por las yemas de sus dedos. Si apretaba el oído, hasta yo mismo podía escuchar como raspaban las hojas de tabaco y maría con la carne de prensada de sus falanges: rsk, rsk, rsk. ―¡Sí tío! ―Gritó Tuerto, eufórico. Y acto seguido salió disparado, de nuevo, desapareciendo otra vez de mi lado, tan fugazmente como había venido. ―¡Necesito arena! ―Gritó, más eufórico todavía. Como un maestro en el arte de la locura. Y desapareció por el pasillo, que se lo volvió a tragar de buena manera. De vez en cuando, las entrañas de la casa eructaban con el sonido de Tuerto gritando algo así como: ―¿¡Dónde están mis zapatos!? Apareció la cara de Jaguar, muy cerca de la mía. Amplificada, distorsionada e hinchada. Como vista a través de un ojo de pez. Me dijo: ―¡Di que Jaguar te ha dicho que apuntes cosas! 67


Y se largó moviendo sus manos excitado, como si en realidad no fueran sus manos, si no las patas de una cucaracha gigante, moviéndose extáticas, del revés, disfrazadas de guantes de carne humana. A mí me pareció un completo absurdo, así que apunté aquella frase en mi cuaderno como si fuera una cita, y me reí. Me carcajeé mucho, tanto que me tuve que sujetar las tripas para que no estallaran ahí mismo. Y Drago también, y Jaguar y sus excitados brazos también. Y yo me escuché reírme, es decir, escuché como Fernando y Celaya me oían carcajearme sonoramente desde su habitación. De alguna forma, era como si yo me hubiera teletransportado, como un espíritu, al cuarto de ambos, me hubiera oído reírme de la cita de Jaguar, en el salón a lo lejos; y luego hubiera vuelto a mi cuerpo. Me apresuré a apuntar aquello también.

(Página siguiente)

“DI QUE JAGUAR TE HA DICHO QUE APUNTES COSAS” FDO: JAGUAR.

Acabo de oir como Fernando y Celaya me oían. Soy un mago. A Martínez le enseño cosas. A Martínez lo estoy tripando. 68


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Prácticamente de inmediato, guiado por la música de Pink Floyd, comencé a dibujar en el cuaderno. Hice unos tachones sin ningún sentido y luego dibujé un gran ojo, cuyas líneas temblaban bajo mi caligrafía. Aquel ojo no tenía ningún significado en especial, simplemente era eso, un ojo. Era como si estuviera poseído por la música y fuera aquello lo que yo debía dibujar, independientemente de mi estado de consciencia. Pegado al cuaderno, observando con cara de psicópata, Martínez seguía cada una de las líneas de mi dibujo. Como si fuera una prolongación del bolígrafo. Me decía: ―¡No pares! Y yo seguía. Martínez me decía que yo era su trip, que yo le estaba guiando. Y me sentí como un mago, llevando de la mano a Martínez por un truco oscuro. Me pidió que no parara de escribir jamás, que continuara. Que veía a las líneas moverse y cobrar vida. Yo ya no sabía que escribir así que empecé a notar como mis manos bailaban solas sobre la superficie del papel, sin que yo diera órdenes. ―Vamos a vernos una peli ―Dijo Martínez. Jamás entendí ésa frase. Y, acto seguido, comenzó a describirme una escena que había en su mente, y que yo había de dibujar. Era algo así como un barco, en mitad del mar. Había nubes en el cielo y un tipo encima del barco. Yo no podía más, así que paré de dibujar y le tendí el cuaderno a Martínez, que cogió el testigo y se puso a garabatear como un poseso. Tenía ojos de loco, y la cara iluminada en rojo anaranjado, como si toda la sangre del cuerpo se le hubiera subido a la cabeza. Como si fuera un pomelo humano. Le dejé el cuaderno y me acurruqué frente a la hoguera. 70


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(Página anterior)

Sigo escribiendo porque soy el tryp de Martínez. ¿Por qué escribimos? Es sinuoso. Se mueve. En plan… Mis manos se despegan de mí. “Vamos a vernos una peli”

Jaguar también relevó mi cuaderno, aunque yo nunca me enteré, ni le vi dibujar en él un abstracto dibujo que me encontraría a la mañana siguiente. Según alguien me explicó, el dibujo representaba una especie de Drácula. Martínez vio moverse a aquel dibujo.

(Siguiente página)

DIBUJO DE JAGUAR

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Tuerto aparecía y desaparecía, con aquella marca diabólica bajo su ojo, y encerrado en su saco de dormir. Daba trompicones, saltos. Recuerdo que en algún momento, mientras yo estaba hipnotizado por las llamas, Tuerto se puso a dar saltos por el pasillo. Se asomó a uno de los sillones, con el rostro iluminado y grito: ―¡Dios, como rentaría un skatepark ahora! Y volvió al pasillo. Descubrió una losa del parqué que estaba suelta, y se puso a surfear con ella, de adelante a atrás, dando golpes en el suelo con la fricción. Sonaba: tup, tup, tup. En algún momento vino cerca de nosotros. Yo me puse a dar saltos sobre el sofá, como una de esas ardillas espídicas de parque público que corren a esconderse de la gente a la velocidad de la luz. Así estaba yo, 73


sobre los sillones. Dando saltos, girando la cabeza rápidamente. Mi tortícolis había desaparecido, sentía que podía girar mi cuello hasta trescientos sesenta grados si quisiese, como la niña de El Exorcista. Pero no quise. En su lugar, seguí brincando y me sentí exactamente como Johnny Depp haciendo de Hunter S. Thompson en “Miedo y Asco en las Vegas”. ―Dios ―pensé― es realmente así. Me siento como Thompson debía de sentirse en aquellas habitaciones de hotel… los mismos movimientos, la misma sensación de ruido y de que la realidad me supera… ¡es cierto! ¡Era cierto! Era un descubrimiento fascinante. Durante apenas unos minutos, fui Hunter S. Thompson. Me imaginé a mí mismo con la boquilla, el cigarro humeante y las gafas de sol tostadas, y el gorro de pescador ridículo. La camisa hawaiana, los shorts y las Converse. Fui el Doctor Gonzo. En algún momento Tuerto volvió a entrar en un bucle negativo. Mientras yo experimentaba la terrible sensación de que tenía litros y litros de cocaína líquida en las venas y me sacudía por el sofá como un Doctor Gonzo en pleno pico de sus virtudes lisérgicas; Tuerto volvió a sujetarse la cabeza con las manos, proyectando sus pelos aquí y allá, dejándolos como si se acabase de levantar de una siesta de seis millones de años. Gritó cosas que no escuché (o que no recuerdo) y yo le contesté algo así como:

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―Tío, tranquilo. Estamos aquí en la casa de Drago… tú, yo, Drago, Martínez, Jaguar… todos. ¡Todos! Y podemos entrar y salir del viaje cuando queramos. ¡Yo puedo entrar y salir de la realidad cuando quiera! Y me di de bofetadas para demostrárselo. ¡Bofetada! Y dentro del trip. ¡Otra bofetada! Realidad. Etcétera, etcétera. Drago se carcajeó, pero me dio la razón. Todo parecía tan sencillo como eso.

(Página siguiente)

Y aquí se acumula todo el amor. Bueno amor es una palabra un poco cutre.

Parece que vivimos un cuento de hadas.

Acabo de darme bofetones para demostrar que puedo entrar y salir cuando quiera.

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(Arriba)

EL DIBUJO DE MARTÍNEZ

El dibujo que hizo Tuerto en mi cuaderno, lo debió hacer en ésta parte de esta historia, de mis recuerdos. Se abalanzó sobre las hojas y, armado con un boli, empezó a garabatear, con nosotros, una horda de 77


fieles a sus pies que, con ojos desorbitados, afirmaban ser testigos de las mayores e increíbles proezas. ―¡Las líneas se mueven! ―Gritó Martínez. Etcétera, etcétera. Mientras tanto, Tuerto, como poseído, casi que se sumergía dentro del papel, y apuñalaba su superficie con el bolígrafo. Yo me levantaba, de vez en cuando a escrutar el proceso, pero no veía las líneas moverse. Veía el subconsciente de Tuerto proyectándose como una diapositiva, sobre el blanco de las hojas de mi cuaderno. Como si su mente vomitara su esencia ahí mismo, sin pudor ni reparo. Cuando Tuerto acabó, cogí el dibujo y lo miré detenidamente. Y lo que más me impresionó, aparte de las formas y el desesperado trazo, fue que uno de los monigotes de su dibujo, tenía aquella marca rojiza que el propio Tuerto se había visto en el espejo. Los puntos granates bajo el ojo. Me impresionó mucho.

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DIBUJO DE TUERTO

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En algún punto volví a la hoguera, de nuevo. La hoguera parecía un punto de enlace entre viaje y viaje, entre estación y estación de las distintas paradas de ferrocarril que mi mente iba recorriendo aquella noche. Las cosas sucedían alrededor, con Pink Floyd sonando como si quisiéramos destrozar las paredes de la casa con atronadora música rock. Con frecuencia, durante aquella vez que me volví a sentar frente al fuego, y todas las veces anteriores y posteriores; era incapaz de parpadear. Como me pasó con el techo al principio, me negaba a desviar ni un instante mi mirada de aquellas visiones. Era inconcebible. No necesitaba parpadear, ¡no debía parpadear! Y, ahí, frente al fuego, apenas parpadeé dos o tres veces en Dios-sabe-cuánto-tiempo, de manera que, con frecuencia, notaba como si mis ojos se frieran. Como si fueran un campo de girasoles secos, sometidos a los asesinos rayos de un sol enorme, impío, que los fuera a fulminar en cualquier momento, convirtiéndolos en naturaleza muerta. Sentía como los ojos se secaban, y me importaba una mierda si se me derretían como un espeso batido de helado y se derramaban sobre mi regazo. La segunda vez que vi el Infierno, fue aquella, cuando me sumergí en la hoguera antes de que por fin terminara El Bucle de las dos y las tres. Fue la segunda, pero la más potente. La que recuerdo con gran crudeza. Se dibujó ante mí, adentro en las llamas, una especie de cueva infernal en cuyas paredes no había roca, si no cuerpos y cuerpos de colores grisáceos, de formas esqueléticas y retorcidas. Parecía que todos 81


quisieran trepar por las paredes de aquella chimenea convertida en caverna. Como si todos quisieran huir de algo. Y en el centro, en el grueso de troncos, los maderos se habían transformado en una especie de tren que se enroscaba sobre sí mismo, en una espiral concéntrica que se perdía por las profundidades de la chimenea. El tren, que parecía una anaconda de infinitos metros de longitud, era de color negro con vivas manchas anaranjadas. Y, en cada uno de sus vagones, había miles y miles de esos seres, grises y famélicos, con expresión de horror, tratando de trepar por su superficie. Como si aquel agujero negro de la hoguera estuviera tragándose el tren, y ellos quisieran huir de caer para siempre en las llamas del Infierno. Y, aterrados, gritaban y gritaban. Así fue mi segunda visión del Infierno.

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He vuelto a ver el Infierno en esta hoguera. Tenía a ranas esqueléticas reptando por vagones que nacían en espiral del inframundo.

He pensado que igual no vuelvo jamás. Que tripo por siempre…

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El resto de lo sucedido durante El Bucle, sigue siendo confuso en mi recuerdo. Tan sólo tengo la certeza de que en algún momento tuve la sensación de que mi cuaderno estaba infestado de serpientes, y yo escribía sobre ellas, sin alterar el movimiento de mi bolígrafo, que las rajaba cada vez que yo escribía una línea.

(Siguiente página) Ojalá Martínez acaba de invocar el viaje. Mi bolígrafo no fluía y ¡pam! Martínez ha sacado mi fantasma. ESCRIBO SOBRE encima de SERPIENTES, En esta habitación serán siempre las 2 a.m. Siempre seremos súper héroes.

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Lo que sí que definió el bucle fue la sensación que tuvimos los cinco (Martínez, Drago, Jaguar, Tuerto y yo) de que nos habíamos quedado para siempre atrapados entre las dos y las tres de la madrugada del día de año nuevo de 2014. Atrapados. Ésa era la palabra que definía el intenso viaje que sufrimos en el intervalo de una hora, en el que pudimos estar viajando durante minutos, hora enteras. Hay dos cosas que aún, días después de aquel viaje, soy incapaz de explicarme. Y las dos tienen que ver con el tiempo. La primera, es la ruptura temporal que sufrí, cuando lo del vaso de agua. La segunda, cómo la hora entre las dos y las tres de la mañana pudo pasar tan lenta. ¿Y si el tiempo no fuera el tiempo? ¿Y si existiera un tiempo que no fuera capaz de medirse? Faulkner decía que el tiempo sólo estaba vivo cuando las manecillas del reloj se paraban. ¿Y si existieran dos clases de tiempo? El real y el… y el otro tiempo. Esa clase de tiempo que nosotros cinco experimentamos dentro de aquel salón. El tiempo que jamás llegó a existir. El bucle se acabó cuando Drago quiso. O quizás fuera tan sólo una coincidencia de lo más graciosa, pero así pareció ser. Yo, en mi cuaderno, escribí lo siguiente: (Página siguiente) Tuerto está abatido en el sofá. Tumbado. MI NOMBRE ES ALFONSO Y ESTOY VIAJANDO POR EL HIPER ESPACIO. HACE CUATRO SIETE AÑOS QUE SON LAS 2 DE LA MAÑANA. Y JAMÁS DAN LAS TRES. AHORA QUE DRAGO HA QUERIDO HAN DADO LAS TRES. 86 DE LAS COSAS?” “¿QUÉ HABRÁ SIDO


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En principio, pensé en poner que habían sido cuatro años en lugar de siete. Pero tuve que recurrir a Martínez, que volvía a estar observando como escribía, para llegar a un acuerdo acerca de todo el tiempo que pasamos secuestrados por El Bucle. Y Martínez determinó que fueron siete. Siete años de cautiverio lisérgico. Taché el cuatro. Luego Drago quiso que fueran las tres, y, por fin, lo fueron. Drago nos rescató del Bucle. Nos reímos, como aliviados, como fascinados del poder de las drogas. Jaguar no paraba de repetirse: ―¡Y sólo he pagado quince pavos por esto! Yo estaba feliz. Habíamos viajado por un agujero negro y acabábamos de salir, los cinco a la vez. Drago miró a la mesa, que antaño estaba llena de ceniceros, mecheros, comida, platos sucios, tupis, pitis, moras, bolsas de maría, etcétera. Y dijo: ―¿Qué habrá sido de las cosas?

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CAPÍTULO 1

Acabaron las campanadas, cada uno apuramos nuestra ración de trufas y comenzamos a felicitarnos el año nuevo. Jaguar aún seguía dando sus doce calos al porro de Año Nuevo, y Fernando se carcajeó de él, mientras en sus carrillos, hinchados como los de un hámster, crujían las trufas que se había tomado de golpe. Afuera debía de hacer un frío de cojones, un frío impenetrable. Un frío asesino. Pero dentro, la hoguera estaba encendida y todo parecía estar más o menos en su sitio. Yo eché una mirada rápida a unas pocas porciones de trufas que quedaban en mi bolsa y el amargo sabor que habían dejado en mi boca, me alertó de que no tomara ni una más. ―¡Con ése sabor de mierda, te están advirtiendo de que no te las comas! ―Dijo Tuerto. Nos reímos, nos abrazamos. Yo besé a Fernando, me abracé con diestro y siniestro y, finalmente, me dejé caer en el sillón, paciente. 90


Tuerto desapareció, súbitamente. Nadie supo dónde estaba, ni reparamos en su ausencia prácticamente, hasta que regresó, alzó los brazos y gritó: ―¡Chavales, primer jari del año! Y le ovacionamos, y nos reímos todos. Drago dijo algo así como que se veía venir. Y era verdad.

Pasó el tiempo, discutimos sobre si dejar o no la tele. Parloteábamos de cosas sin sentido y de vez en cuando alguien juraba haber visto algo, pero todos le discutíamos. Todos esperábamos el comienzo del viaje, del Año Nuevo. Mientras el resto de la humanidad digería sus doce uvas en el estómago, brindaba con champán y visualizaba con deseo su borrachera próxima (si acaso no estaban ya borrachos), planificando su próximo movimiento hacia la misma discoteca a la que iría el resto del mundo a pasar una nochevieja como otra cualquiera, sin más; mientras todo aquello sucedía en todas partes, nosotros nos reíamos en el sofá, de alguna chorrada sádica, esperando el comienzo de un viaje que duraría toda una noche. Yo miré a la chimenea, atentamente. Pensé: seguro que esto va a ser una pasada, luego.

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Y entonces, Jaguar dijo: ―Chavales, os juro que ése cuadro acaba de moverse. Y nos reímos. Nadie le creyó.

FIN

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EPÍLOGO

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“De repente, miré a la piscina, y la piscina comenzó a moverse, a desplazarse lentamente hacia la casa. Pensé, “Oh, joder, se va a puto estrellar contra la casa”. Comencé a reírme. Luego, desvié la vista de la piscina, todo para que dejase de moverse.”

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“He vuelto a ver el Infierno en esta hoguera. Tenía a ranas esqueléticas reptando por vagones que nacían en espiral del inframundo.”

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“―¡Tuerto, te estás gozando el peta, eh!”

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―El fuego es una locura. Drago ha sido derrotado por el fuego. ―Flipas hasta con las putas frases. ------He escapado del espejo del baño, Tuerto Grita, y Martínez y Jaguar van a viajar con el. Van a volar.

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â€œâ€Śdesaparecieron entre la densa cortina del humo de los petas, como espejismos en la niebla.â€?

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“…Martínez dijo: ―Puedo tocar el techo. Y tocó el techo. ―¡Qué cabrón! ―Dijo Drago. Y yo toqué el techo también.”

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ATRAPO MIS PENSAMIENTOS EN ESTE PAPEL PARA QUE NO ESCAPEN

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“He vuelto a ver el Infierno en esta hoguera”

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FUIMOS INMORTALES

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azufre16.tumblr.com louie-louie@hotmail.com

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