Una novela de Ramón Rocha Monroy Ilustraciones de Lupita Gutiérrez Miranda NOVELA FUNDAMENTAL DE BOLIVIA
Grupo Editorial
Una novela de RamĂłn Rocha Monroy Ilustraciones de Lupita GutiĂŠrrez Miranda
Novela Fundamental de Bolivia
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ROCHA MONROY, Ramón El Run Run de la Calavera, La Paz: El Cuervo, 2018, 198p,: 22 cm.
DL: 8-1-1042-10 ISBN: 978-99954-39-94-1 <LITERATURA BOLIVIANA><NARRATIVA>
Cubierta: La Ñatita en su yegua de ceniza, acuarela de Lupita Gutiérrez Diseño y diagramación: Lugu Design & Photography - Editorial El Cuervo 1a. edición 1984, Los Amigos del Libro 2a. edición 1992, Diario Los Tiempos 3a. edición 1993, Diario La Prensa 4a. edición 2009, Ministerio de Culturas 5a, edición 2010, Editorial El País 6a, edición 2018, Editorial El Cuervo La Paz © 1984, Ramón Rocha Monroy © Editorial El Cuervo http://www.editorialelcuervo.com elcuervoeditorial@gmail.com Telf. (+591) 72033523 La Paz
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PRÓLOGO El Run Run de la Calavera no ha merecido el menor Comentario ni del menor ni del mayor de los críticos en sus 14 años de vida. Sin embargo, es una obra preferida por los jóvenes, que me reconocen en la calle, y por los lectores de a pie que, a Dios gracias, no tuvieron tiempo ni ganas de estudiar Letras. Como es una visión risueña de la muerte, parece que ayuda a bien morir. Una augusta prueba de ello es que nuestro Augusto Guzmán, a quien Dios le dio larga, fecunda y serena vida en este mundo, leía El Run Run, recostado en su cama, cuando seguramente oyó el llamado de la Ñatita y se sumió en dulce sueño. Así fue cómo la Ñatita le envolvió al cuello su lazo de plata y se lo llevó, montada en su yegua de ceniza. Dulce recuerdo que me comunicaron sus hijas Melita y Rosalba, con la bondad y la belleza que heredaron de este generoso escritor y valorador que un día escribió de mi primera novela, Allá Lejos (1978) este párrafo cuyo símil gastronómico sería el más grande y mejor servido picante mixto: "Allá Lejos, de Ramón Rocha Monroy: desparpajada obra de facundia inagotable y alucinante; llena de sabiduría popular y de ilustración ecuménica; jugosa, picante y placentera...". Juicio que no está lejos de describir también a El Run Run de la Calavera. Debo decir, por último, que El Run Run fue escrita en un arrebato místico que me duró entre fines de octubre y fines de noviembre de 1982. Yo salí de la dirección del Canal II de la Universidad de San Simón con un surmenage agudo (los curanderos de Pocona decían que me habla tijrado) que me deparó 40 días de reposo absoluto. Recuerdo muy bien que el cuadro comenzó una noche en que vi a la 9
Ñatita a los pies de mi cama, seductora la Flaca en su vestido de novia, a tal punto que me levanté del lecho para ofrecerle el brazo y mandarme a mudar con ella. Pero mi esposa, Yolanda Escóbar, logró tomarme del brazo y disputó con la Ñatita hasta que consiguió afincarme de nuevo en este mundo. El esfuerzo me provocó una depresión también aguda. Yo no tenía valor para matarme, pero quería morirme, y cada tardecita contenía la respiración o cumplía payasadas similares para convocar otra vez a la Ñatita. Pero ella sabe cuándo y dónde volverá y nadie puede forzarla porque se pone brava. Me exorcicé, pues, escribiendo una novela sobre la muerte, y mi hija Raquelita me dio el titulo cantando a mi lado una danza infantil: El run run de la calavera al que no baila se le da una cuera..., que aprendió en México. En realidad es el run run de la carabela, pero la aliteración fue muy oportuna. Por eso creo que esta obra está dedicada a Raquelita y a mis hijos menores Camila y Ramón. Los personajes tienen nombres y apellidos reales de vivos y muertos que viven en Pocona, provincia Carrasco, de Cochabamba. De 1982 a la fecha, algunos de ellos se fueron ya con la Ñatita, como el Chiwaco, el Valois y doña Celima, que fue abuela de mis hijos Ariel, Manuel y Raquel. Don Raúl conserva todavía su camioncito y la Pacifica todavía canta takipayanacus. El Goyo y el Orlando son primos nuestros, son maestros meritorios; Javier Orozco es ya un viejo trabajador en Salud, y don Oscar Terceros goza todavía de los cuidados de su hijo Gonzalo Terceros Rojas. Presidente del H. Concejo Municipal de Cochabamba. Pasaron buenos años desde que escribí El Run Run. Hoy publiqué dos novelas más: Ando volando bajo (1997, Los Amigos del Libro) y La casilla vacía (1998, Alfaguara). No hay ya crítico en el mundo que me diga qué debo escribir o qué publicar. Y parece que el oficio de narrador me acompañará hasta que la Ñatita vuelva a los pies de mi cama y me lleve a la otra vida, o mejor, al otro lado de la vida. Ramón Rocha Monroy
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PRIMERA PARTE
I Al Tata Néstor, el insomnio le había quitado la costumbre de pestañear. Se pasaba la noche apoyando la espalda en el cántaro del zaguán, en la casa de doña Pacifica. A fuerza de vivir con los ojos abiertos, no le preocupaba el paso del día a la noche: todo se uniformaba en un fluido más o menos penumbroso; pero, a veces, la brea nocturna le impedía distinguir más allá del cedrón donde se acomodaba el gallo. A medianoche cantó el gallo, demasiado tempranero; el Tata se sobresaltó y, por primera vez en su vida, decidió no continuar más en ese sitio. Se incorporó, salió a la calle y enfiló a Pisorga.
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No pudo llegar más allá del recodo y la bajadita, se aferró a la reja del cementerio y se sentó en el peldaño de piedra. Hubiera jurado que las fuerzas le alcanzarían para dar un paso más, pero se sentó. Aclaraba el primero de noviembre, cuando vio con el rabillo del ojo la silueta de doña Pacifica, embozada en un manto negro, y del lado de Pisorga, la imagen resuelta de su hermana Victoria. Las dos sombras convergieron en el cementerio. El Tata intentó saludar, pero la voz no le obedeció. Pasaron por su lado como si no lo vieran. Doña Paci se enfrentó a su hermana y, con esa congoja dulce con que se hubiera quejado de la muerte de una gallina, le dijo:
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—El Tata amaneció muerto, con los ojos abiertos.
Al Tata le dio risa que su patrona pasara por sus narices y no pudiera verlo. <<De modo que allí, en el zaguán, había quedado su cuerpo y la enorme hernia de su ingle>>.
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En realidad, la Paci y la Victoria habían convergido en la puerta del cementerio por pura casualidad. Ambas salieron en busca de hierbas frescas para su madre, doña Rosita, naftalinas para La Hacendosa, chicha culli, t'antawawas, palomas de miga y otros manjares de Todos Santos para los muertos. Entretanto, Doña Rosita se cepillaba los dientes con hierbas secas que sobraron del año pasado; La Hacendosa desprendía de su collar las naftalinas viejas y La Memoriosa observaba la escena. Era la única entre los muertos que llevaba la cuenta de los días, debido a que los ronquidos de su vecino, Don Agustín, no la dejaban descansar en paz.
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Precisamente cuando la Paci y la Victoria se iban, de allí del fondo salió el cuerpo huesudo y longo de don Agustín, dando certeros tijchos a su terno grano de pólvora. Tenía cierta dificultad al caminar, pero ya encontraría por el sendero una taba que se le había caído zapateando quimbas el año pasado. Se acercó a Rosita, su consuegra, a doña Memo y a La Hacendosa, y las saludó disimulando una carraspera. Luego palmeó con un sonido de matraca y todos los muertitos comenzaron a desperezarse.
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—Apurarse, hombre. —Ordenó don Acutí—. Ya va a llegar la chicha culli.
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Hasta los trillizos que murieron hacía tres siglos, cuando este hermoso valle se llamaba Viña del Chapín de la Reina, se irguieron como castillos de arena, tan pequeños que juntos cabían en una tutuma. Siguiendo las intuiciones de La Memoriosa y la curiosidad de la Rosita, una comparsa de cholitas muertas un martes de carnaval, se acercó a la reja. Todas juntas, como el coro de esta alegre tragedia, vieron al Néstor y lo levantaron en vilo con ruidosas muestras de cariño. La Rosita copó luego su atención preguntándole si no había traído por ahí un espejo. 19
II La verdad, no era muy fácil alistarse. Una cosa era tener la calavera monda, como don Acuti, y otra conservar algunas crenchas que acusaban una marcada tendencia a pegarse en la mortaja. La más antigua de Las Plorantes, por ejemplo, recogía su cabellera por hebras y la alisaba en un peinado informe con agua de florero. Otros muertos se desplegaban como dibujos expresionistas y se derrumbaban con estrépito de huesos. Y los más sacudían las rejas de sus nichos, repitiendo letanías contra sus deudos. —Así es, así no más es — protestó don Acuti —. Año que pasa, se acuerdan menos. Las cholitas pellizcaban cariñosamente los músculos del Néstor. —Caray —comentó —. Hace rato no más estaba tan sólito que no podía distinguir ni al gallo en el cedrón. Y hasta le dio apetito. Traía papawaiku y un huevo duro envueltos en un pañuelo. Desató los nudos y antes que pudiera tomar bocado, las cholitas lo asaltaron y se disputaron el huevo y las papas. 20
—Ah, cholas tragaldabas —Rió don Acuti—. Ni se peinaron bien y ya se están ensuciando la boca.
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Al Néstor no se le borraba la sonrisa. Tanto tiempo arrastrando la hernia tras el hato de doña Paci, comiendo la ración diaria de papa k’eta y llajua de tomate silvestre; calculando el canto del gallo que rodaba, multiplicado, del pueblo a las ruinas incaicas, de las ruinas a las alturas de Koripaloma, de Koripaloma a Pisorga; sentado sobre un cuero de oveja, y, de pronto, el gallo lo obliga a irse lejos de este valle donde ha nacido, crecido y muerto, y él no tiene fuerzas para pasar del cementerio. <<A Dios gracias>>, se decía, porque aquí sí que lo recibieron bien. ¡Si de allí del fondo venía a su encuentro el Uña Manuelito, su hermano, con las tres cachinas de cristal de Huayculi que su madre le obligó a empuñar el día de su muerte.
—Salude a su hermano mayor — Ordenó don Acutí.
El Uña Manuelito balbucía una vieja jerigonza.
—El es más bien el mayor —corrigió Néstor—. Sólo que no tuvo tiempo de aprender a hablar. Se murió de coqueluche cuando la Guerra del Pacífico. 22
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Sangre le corría al Néstor por las comisuras de los labios y una de las cholitas untaba la falange de su índice derecho en el hilillo cárdeno y se encaminaba labios y mejillas. Si hasta le daban ganas al Néstor de proclamar la utopía del mundo de los muertos, al sentir los pellizcos de La Memoriosa y las palmadas de don Acuti que ordenaba: —A ver, una sillita para el Néstor—aunque no había sillas ni hacían falta. Para eso estaban las losas y el suelo cubierto de hierba. 24
Pero una inquietud ensombrecía a don Acuti que sacaba, nervioso, la leontina de oro, consultaba el reloj Waltham y aunque la maquinaria se había atascado con caca de polillas, se hacía el que miraba la hora y luego ganaba la reja de entrada e inspeccionaba la calle desierta. No, nadie venía.
—Claro —rezongó—. Justo ahora se le ocurre morirse a este mancarrón. Ahora lo velarán y sabe Dios si se acuerdan de nosotros, lo menos hasta mañana.
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III El gallo de doña Pacífica era muy cumplido. A partir de las cuatro de la mañana daba los cuartos, las medias y las horas aleteando como diputado y bebiendo, de su propio canto, un rosario de gorgoritos. Al tercero, la Rosmeri se levantaba a barrer y rociar el patio penumbroso, mientras la mamá Pacífica orinaba, ruidosa, en el corral y la Bernita lagrimeaba soplando las brasas del fogón.
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La escoba rítmica trepaba luego al corredor empedrado y se perdía en el zaguán, bordeando en continuas escaramuzas los cueros de oveja donde descansaba el Tata Nesturi. Cuando la Rosmeri saludó, el Tata aprovechó su hálito de virgencita para derrumbarse. Entonces comenzaron los alaridos: la Rosmeri advirtió a la Bernita, que advirtió a la mamá Pacífica que advirtió a las ovejas que el Tata Néstor se habia muerto. 27
IV Don Raúl bajaba la calle mayor de Pocona dando saltos de pared a pared con el camioncito. El maderámen crujía y las botellas castañeteaban de temor, pues una vuelta falsa y la rueda podía incrustarse en la acequia y degollarlas con un copioso derrame de su preciosa sangre. Don Raúl pudo haber bajado a pie para reducir la curva de su vientre, pero le daba más prestigio encender el motor del Chevrito y desperezar, con su ronroneo, a los ceibos y cedros centenarios y a los pájaros que vivían en condominio, allá en la plaza.
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En la esquina de las hermanitas Morató, las botellas se santiguaron debido a que era el cruce de dos acequias; y en la de doña Hermelinda encomendaron su alma a Dios pues el Chevrito tenía que doblar a la izquierda ladeándose hasta el límite del equilibrio. De allí en adelante, no terminaban los peligros, pero al menos la proximidad de la jarca coposa y el acordeón del Valois, que a esa hora sonaba solito recostado junto a su dueño, consolaron los temores de las botellas que parecían beberse a sí misma para templarse y tintinear alegremente. Don Raúl calculaba venderlas todas durante la fiesta; acaso la venta comenzaría de madrugada; ésta era la razón secreta de que prefiriera bajar en camión. Lo de los ronroneos para despertar cedros y pájaros, puro cuento. Justamente doña Pací, su cuñada, sería la primera en saltar al tintineo de las botellas.
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No obstante, ya había pasado Jarca Ura, ya enfilaba por el recodo cruzado por un arroyo y nadie le abría las puertas. Todos parecían empecinados en dejarle con las botellas repletas. Incluso la puerta de doña Paci permanecía cerrada; mejor dicho, ligeramente entornada. Este detalle lo animó a detenerse en media calle, con el motor en marcha, y bajarse del camión en busca de la Paci, que estaría echando maíz menudo a los pollitos, o acurrucada en el corral desocupando de humores nocturnos la vejiga. Pero no. Como todas las mañanas, las gallinas se disputaban gruesas lombrices que emergían de la tierra para beber rocío. Las ovejas, en cambio, extrañaban al pastor que les abriera la tranca y las desparramara a orillas del rio. Nadie soplaba los tizones del fogón y, sin embargo, el agua del desayuno ya era sólo nube y la papa del almuerzo mazamorra. 30
<<No
sabe ser así la Pací>>, se dijo don Raúl. <<Pero estas imillas no son de fiar. Capaz que hayan ido a k’alinchear desde tan temprano, sabiendo que la Pací tiene alguna urgencia. ¿O tal vez me crucé con ella sin darme cuenta? ¿No se habrá ido donde mi mujer?>>, conjeturó por fin y emprendió la retirada. Cuando cruzaba el zaguán, el cuerpo del Néstor lo dejó mudo. Se habla chorreado sobre su brazo izquierdo. <<Cosa rara>>, se dijo don Raúl, pues el Tata nunca dormía, menos se descuidaba de las ovejas. Eso quiso recordarle tomándolo de los hombros y de la barbilla. Ya estaba rígido.
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<<La vida
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es un viaje, La muerte, nuestro destino>>.
Rezó don Raúl a San Cristóbal, patrono de los camioneros, se persignó y saltó a la cabina de su camión. Con los pelos de punta arrancó hacia Pisorga, se pasó de largo lo que quedaba del pueblo y no vio que don Agustín, su padre, le hacía señas desde la reja del cementerio. 33
V —No, carajo. ¿Vieron ustedes? Se pasó de largo —protestó don Acuti—. Si ya no hay respeto en esta tierra. Cuando vivía mi padre, yo tenía que besarle la mano, a la derecha de su anillo. El chocloneo de falanginas y falangetas durante el discurso resultó dañino. Al primer carajazo le volaron dos falanges y el Ñaupa Platero se agachó a recogerlas. —No vayas a confundirlas con las tuyas, trae mala suerte —le advirtió La Memoriosa—. Por ahí le quitas el sueño hasta el próximo Todos Santos y figúrate entonces quién roncaría en este palomar. —Imposible —aseguró el Platero—. En una fosa común reconocería mis huesos. Huelen a plata, están mechados de amalgama. Los tengo blanquitos. No hay pellejo que aguante la quemazón del mercurio. Y. hasta te aseguraría que jamás olí a muerto. Y sin usar naftalina, como La Hacendosa. —¡Cuerpo glorioso! —se burló La memoriosa—. Ahora me vas a decir que, como Santa Teresita, tu cuerpo olió siempre a rosas. —¿A rosas? Ni la Rosita, y eso que se llama Rosa de Rosas.
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—¿O fue Santa Rosa de Lima? Primera vez que las confundo, y por tu culpa. Yo que hasta me acuerdo del dibujo de sangre virgen en el camisón de mi abuelita. La Memoriosa palpaba una bolsa en el costado, donde guardaba un poco de ceniza que cubría un rosario: su abuela. Pero ya era urgente calmar los ánimos de don Acuti, no le fuera a dar colerina y volviera a morirse. —No hay peor cosa que volver a morirse —sentenció La Enfermita—. Conocí sólo dos casos, uno de pura borrachera y otro de cólico. De la segunda no nos salva ni San Juan de Dios, patrono de los enfermos. Las Plorantes lloraron tufillos de polvo y lágrimas de barro como caquitas de oveja. —Si don Agustín se nos va, ¿quién nos hará respetar con estos indios que nos robaron nuestras tierras el 52? —plañeron.
—Ya cállense, hombre. Son capaces de ponerle los nervios en punta a un muerto— renegó don Acuti.
—Pero si hasta en el cementerio nos quitan la tierra... —... Si hasta se entierran junto a nosotras... —... Los castillos se derrumban; los muladares se levantan.
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Ya iba a reventar don Acuti pero encontró consuelo. La verdad es que el Waltham no estaba del todo lleno de caca de polillas. Don Acuti insistió en darle cuerda, el reloj jadeó, tosió, carraspeó y comenzó a funcionar no sin perlársele de sudor la esfera. La hora le fue puesta al azar y sólo con el horero. Años hacía que la herrumbre se había comido a mordiscos la aguja de los minutos. El Sinforoso, experto, calladito, con su miniatura de arado de palo entre las manos, alzó las cuencas al sol-y avisó que ya casi eran las ocho. —Más o menos —se disculpó—. Si tuviera iris, sería más exacto. Don Acuti era una locomotora que echaba humillos de polvo.
—Cada año es peor. Te descuidas y ya te olvidan. ¡Como si no existieras!
—No digas eso, que Dios se enoja —le advirtió La Memoriosa—. No te vayas a condenar por ambicioso. Se existe una sola vez, con eso basta y sobra. —Qué basta y sobra ni qué barbas de mi mujer...—protestó don Agustín. —Todas las hijas le salieron bigotudas —chismearon Las Plorantes. 36
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Con la espera, los muertitos habían descuidado al Néstor que se acomodó junto al Sinforoso para contemplar su aradito a cambio de media papa. La hernia se le iba desinflando con un silbido persistente y el Tata se complacía en batir, juntas, palmas y rodillas, apretando el odrecillo que cada vez parecía más globo ch’usu, más cuello de pavo. —Ni siquiera la Paci —protestó don Acuti—, ni siquiera ella se acordó de venir temprano a ver a la Rosita. ¿No es verdad. Rosita? Rosita asentía cubriéndose la boca. Se había llevado a la tumba la dentadura intacta, pero ya enterrada se le cayeron los incisivos. La Memoriosa apoyó la observación de don Acuti y recordó que el año pasado la Paci había ofrecido volver con t’antawawas y chicha culli. Justamente en recuerdo de la Paci les hizo volver las cuencas en busca del Néstor. —Néstor —llamó don Acuti—, ¿Y cómo se te ocurrió morirte?
—Me cantó el gallo a medianoche— dijo —. Sentí que tenía que levantarme y seguir el camino a Pisorga. No pensé en el motivo y salí despacito del zaguán con la seguridad de que me iría bien, Al llegar a esta reja, las fuerzas me alcanzaron apenas para sentarme.
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La Memoriosa en sus tiempos había sido maestra. Por eso intentó una larga explicación sobre venturas y agüeros. Pero a don Acuti escuchar explicaciones le daba sed. —Ahora resulta que tengo sed! ¡Si hasta se me resecaron los labios! —No exageres, Agustín —le reconvino la Memoriosa—. Las visitas no tardan. Y el primer tutumazo será para ti. El caballo de Medrano despertó con un relincho; y con los sacudones de su osamenta se incorporó Medrano, las cuencas desorbitadas de susto. —¿Qué, ya es el día del Juicio Final? —preguntó mientras se ponía los húmeros a la mala. —Tiene pavor del Juicio Final —recordó la Memoriosa en los oídos del Néstor—. Mató a mi hermano Lombardo cuando volvía de Arani por la cresta del Kewiñal. Lo bajó de un tiro para robarle el caballo. Pero qué animal fiel, cuando lo montó para llevárselo, mordió el freno y se precipitó al abismo. A Lombardo, te debes acordar, lo enterraron con el caballo, para que le sirviera en el otro lado. Pero tanto tiempo ha pasado de esto que el caballo ya va perdiendo la memoria y no distingue bien con quién se arrojó al abismo. Lo propio le ocurre a mi hermano. <<Ya no me acuerdo qué es lo que me hizo>>, dice. <<Y además, odiar me da flojera>>, dice. Pero yo no me olvido de nada y a éste no le perdono ni el día del Juicio. Mientras Medrano se incorporaba de un salto que le hizo volar los húmeros recién acomodados, la Memoriosa se santiguó recordando su oración contra enemigos.
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<<Corazón
de Jesús: Aplaca los corazones que están airados contra mí. Dios los confunda Señor Dios los confunda>>.
Nada más oyó los rezos cuando apareció con mayor prudencia y recato La Beatita, rosario en mano, entre el Gloria y el Tercer Misterio Gozoso que habla dejado pendiente hacia un año. —La Natividad del Señor en el humilde portal de Belén —cantó con voz chillona. —Va le previne hace un año —advirtió don Acuti—. Un misterio más y le vuelvo arroz graneado su rosario. Y agregó un sonoro carajazo porque la caca de polilla habla paralizado nuevamente el horero de su Waltham. 41
VI La Paci se cubrió la cabeza con un manto negro, cruzó el zaguán persignándose y salió sin dar instrucciones. Como en un acuerdo tácito, la Bernita y la Rosmeri corrieron Pocona arriba comunicando la noticia. El Valois clausuró su sueño chichero de un brinco y hasta abrochó el fuelle de su acordeón que se-guía cantando solito. El Wayna Platero se santiguó y dejó que se consumiera el mercurio en una nube tóxica por preguntar por qué precisamente hoy y precisamente el Tata, Las mujeres tomaron sus mantos negros en silencio y trazaron su bitácora del día sin contratiempos, como doña Hermelinda que por toda reacción se rascó el bigote —no lo hacía así no más, para no ponerlo en evidencia—; como su hermana Florinda, que traía a esas horas carga de leña sobre su pulmón adolorido; como su otra hermana Graciela, que ensombreció con discreción su hermoso rostro. 42
Calle arriba, rumbo a la plaza, i a Egipcíaca nubló sus bellos ojos para decir que, más que viejito, el Néstor era eterno; que lo mismo había nacido cuando entró Goyeneche que mucho antes. Si hasta se decía que lo habían parido poco después que Maucka Pocona desapareciera por el asalto de los chiriguanos y se trasladaran los sobrevivientes dos leguas adentro de esta rinconada de Koripaloma. —Es que el Tata era no más el primer poconeño, el anciano más antiguo del pueblo —lloró la Egipcíaca en el hombro de doña Carmelita, su madre. —Y justo ahora que no está este bendito —agregó, recordando los viajes de Orozco. su marido. A las señoritas Morató les llegó la noticia cuando blanqueaban rosquetes y lamp'aqanas. Enguantadas con clara de huevo batido y dulce, no podían cubrirse con sus mantos de luto. Se les secaba el emplasto y la congoja les obligaba a mover las manos como panes rellenos de vida. Don Oscar Terceros solía comentar que las hermanitas lloraban con el mismo timbre que sus tatarabuelas (¡también señoritas!) cuando la muerte del Virrey Toledo.
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A esa hora y con la noticia a cuestas, la calle mayor de Pocona era una serpiente de piedra que mojaba su vientre en el recodo de doña Pacifica, tomaba su descanso a la sombra de Jarca Ura, doblaba su cuerpo en la esquina de la Hermelinda y repechaba tres cuadras hasta la esquina de la Linda María, donde se abre a la plaza de cedros y ceibos más antigua que la Conquista. La última casa que visitó la noticia, en la esquina totalmente opuesta, fué la de don Salvador Siqueiros, cabeza y tronco de los Chiwacos. Porque pasos más allá, la vieja sacristía que habitaba el cura era solamente un balcón y un airecillo de prestigio antañoso y desierto. Detrás de la noticia, el cortejo ganó en diagonal la casa del Chiwaco, desechando el templo pues Pocona hace tiempo que no tiene párroco. Total, que ya de retorno, quién aportaba su cantarito de chicha culli, quién sus lamp’aqanas para el velorio. El Valois presidía el cortejo. A espaldas del Valois, el acordeón, desabrochado en secreto, tonadeaba como al descuido un bolero de caballería.
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VII El burro contertulio del Tata se llamaba Diógenes. Había dormido aquella noche en la playa de ganado de Pisorga porque el Platero tenía interés de mal venderlo en sus últimos años. Si Diógenes ya llevaba la carga de su abuelo finado, parecía, pues, que ya era tiempo de sustituirlo con un pollino. Allí estaba, echadito bajo el molle, rumiando ingratitudes y tréboles, cuando le pareció ver a doña Paci acompañada de su hermana Victoria, ambas de luto. Se incorporó con algún chocloneo de huesos en la cadera y ganó la cerca. Las orejas enhiestas, la mirada atenta, lograron su propósito. La Paci lo reconoció, le acarició el belfo y le dio la noticia. —Con quién conversarás ahora, Diogensito. El Néstor se nos ha muerto. Diógenes quiso rebuznar y le salió un sollozo. Desmoronó las orejas, desnudó la verga y orinó negro.
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A un costado de la playa, frente al cementerio de Pisorga, el compadre Agapito abría su funeraria. No es que no la hubiera en Pocona, pero el prurito de unos centavos menos habla determinado que don Agapito tuviera clientes ese primero de noviembre. Don Agapo olió a muerte noche antes. Era clarito, cuando alguien se moría crujían las tablas de los ataúdes. Y entonces hizo cálculos. ¿La Bernita de un cólico? ¿La Rosmeri de su primera menstruación? ¡El Néstor! —¿Tata Nesturi wañupunchu? —preguntó. —Arí, compadre, cunan día —contestó la Paci. —¿Más de cien años habrá vivido? —Mi mamá Rosa ya lo conoció cuando era chiquita. —Ja á —coincidió la Victoria. No había mucho que escoger: un cajón pequeño pero con cintas plateadas: justamente el que habla crujido al amanecer. Sin que la Paci se preguntara cómo, apareció Diógenes en la puerta y ofreció sus lomos para llevar el presente a su contertulio.
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VIII —¿No es esa la Pacifica? —observó desde la reja la Memoriosa. La Hacendosa acababa en ese momento de ensartar su collar de nuevas naftalinas y se lo hacía prender con don Agustín, que torda el hueco de la nariz, no fuera a penetrarle ese olor a viejo. El Néstor se incorporó y visiblemente aliviado de la hernia, ganó con pasos seguros la reja. —Ya tienes cajón, Tatita —avisó doña Memo. Con el gesto de costumbre, don Acuti controló el minutero de su Waltham, y de atrás le llegó la aclaración del Sinfo. —Casi las nueve van a ser. —A ver si ahora se acuerdan —observó don Acuti. Cuando las hermanitas Rosas llegaron a la altura del cementerio, venían tan abstraídas que ni siquiera torcieron la vista. Diógenes tuvo que detenerse en seco a rebuznar de gusto porque tras la reja había distinguido la silueta frágil del Néstor. Cualquiera hubiera dicho que empeñó sus pulmones hasta el fin de sus días con tal de sacar ese grito de gaita, ese resuello angustiado, esa carcajada final que desnudó sus enormes dientes. Del centro del camino a la reja se fué solito, como si quisiera mostrarle el cajón al Néstor y a todos los muertitos. Incluso dió dos vueltas al derecho y dos al revés para que se percibiera la cinta de plata que contorneaba la tapa del ataúd. 48
El Néstor salió al rellano, se paró en la piedra que le habla servido de asiento aquella madrugada, y le acarició las orejas a Diógenes. —Me di modos para escaparme de Pisorga y traértelo personalmente. —Diogensito, tú siempre acordándote de los amigos. —¿O dudas? Me quieren vender, me llevaron a la playa de ganado. Pero antes prefiero darme modos para venir a hacerte compañía, Tatita. —¿Para siempre? —¿O dudas? 49
—Las nueve van a ser —gritó don Acuti, muerto de rabia. —No te preocupes, pues, don Agustín —se disculpó la Pací—, En un ratito despacho el ataúd y vuelvo con tarhui y miel de abejas para tu desayuno. —Y de postre, me traes ojos de paloma, no te olvides —ordenó don Acutí, como en sus buenos tiempos. El cortejo siguió su marcha. A menos de dos cuadras, la casa de doña Paci ya estaba llena de gente, el Néstor lavado y peinadito en el cuarto principal listo para el velorio. Pero dos horas después, como comprobara que nadie, ni siquiera la Pacifica venia de visita, Don Agustín llamó a asamblea, y luego de pronunciar un discurso que recogía los mejores períodos de su época de diputado del Partido Liberal, consiguió que los muertitos decidieran, democráticamente, bloquear la carretera.
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IX Una columna interminable de espantapájaros desocupados por la sequía, venía en sentido contrario y se abría en dos para dejar pasar al camión. —Mal año, patroncito —gritaban los espantapájaros. —¿A dónde se van? —preguntó don Raúl. —A la ciudad, patroncito. Don Raúl habla corrido sin detener el camión sino en la feria del Puente de Lope Mendoza. Allí vendió toda la cerveza. No le sobró ni una botella de malta para sus mañanas de ch'aqui. —Para que aprendan —advertía al parabrisas.— Uno les trae fardos íntegros por cariño al pueblo y nadie quiere comprar. Por zonzo no contrató una camionada más. En el Puente me la volaban, juro, en un ratito.
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En la carrocería rebotaba el Juancito, que habla esperado en Lope Mendoza un camión que lo llevara a Pocona. Y atrincado en una esquina de las compuertas, un cántaro que, entre dos sacudones, no pudo evitar sangrar una chicha morada y suave, esparció un olorcillo a canela y nuez moscada. —Buena la culli —confirmó don Raúl, con las mejillas chaposas—. Para Todos Santos la hacen no más a conciencia. Ya corría por las afueras de Pisorga y ahora algunas cholitas más aspiraban en la carrocería el olor de la chicha culli. Ellas también traían consigo t’urus llenos de su propia chicha, pero coincidían en que para preparar ésa del cántaro, se hubiera necesitado ingredientes que ya no se conseguían desde el año de la Reforma Agraria.
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En Pisorga esperaba Agapito. —Tata Nesturi wañupun —avisó don Raúl. —SI, pues —contestó el Agapo—. La Pacifica ya me avisó. El ataúd ya debe estar en Pocona, pero me habla olvidado de las velas. —¡Juan! -grito don Raúl—. A ver, baje una tutumita para don Agapo. Como siempre, el Agapito pretextó cólicos, diarreas e inflamaciones para evitar la bebida, pero al olor de la culli se la zampó sin respirar.
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—Canela pura, compita —festejó, y sin esperar invitación se subió a la cabina—. Aprovecharé, compadre, para rezarle un Padre Nuestro al Néstor —dijo mostrando las velas. El camión era una estela de polvo que se perdía rumbo a Pocona. A mano izquierda y derecha, la sequía habla agostado los sembradlos de papa. El valle tenía riego propio pero sólo la lluvia penetraba y fortalecía los sembradíos. —Hasta los espantapájaros han bajado los brazos —observó don Raúl. En ese instante, se divisó una multitud a la entrada de Pocona. —Es a la altura del cementerio —avisó el Agapito. —¡Qué barbaridad! ¿Tan rápido lo van a enterrar al Tata? — conjeturó don Raúl. —O estarán de visita a los muertitos. —Sí, pero no saben pararse tantos en la carretera. Doscientos metros adelante, don Raúl comenzó a adivinar la composición de la multitud. Ese viejito de terno negro que la presidia, y, sobre todo, ese gesto de hurgar el bolsillo del chaleco para consultar el Waltham le eran muy familiares.
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—Dios me perdone. ¡Creo que
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se nos salieron, los muertos! â&#x20AC;&#x201D;exclamĂł muy alarmado.
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Entre los harapos mortuorios se distinguía ahora la elegancia y los dengues de la Rosita, la silueta negra y enjuta de La Memoriosa, la sombrilla agujereada de doña Inesita. El camión fue deteniéndose poco a poco. Don Raúl y el Agapito se santiguaron antes de bajar a enfrentarse con los bloqueadores. No terminaba don Raúl de rascarse la oreja —lo hacía cuando estaba nervioso— cuando lo interpeló don Agustín. —¿Ya no sabes saludar? —Papito, buenos días —se abalanzó don Raúl para abrazar a su padre. 58
—iRaúl! —atajó La Memoriosa—. Es malo abrazar a los muertos. —Pero si es mi padre. —Lo mismo. Los muertos jóvenes cortejaban a las cholitas recién llegadas, que procuraban ocultar los bidones de chicha entre sus polleras. El olorcillo del cántaro también les llamaba la atención.
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—¡Don Raúl! La chicha! —advirtió el Juancito. —¿Estás trayendo chicha? —consultó don Acutí. —Sí, papito. —¿Culli? —Cullicita siempre, pues. —Muy bien. Esta chicha no pasa de aquí —ordenó don Agustín—. Ya veremos cómo la pagamos. —¡Cómo pues! —se ofendió don Raúl—, Cómo voy a cobrarles. ¡Juan, bajen el cántaro!
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Pero ya la turba de muertos tenía el cántaro y los bidones a la sombra, y cholitas prestas a servirles porque, quien más, quien menos, tenía padrinos y ahijados, primos y conocidos en Pocona. Justamente don Raúl llenaba una tutuma de preferencia para don Acutí, otra para Rosita, su suegra y otra para la Memoriosa. —¿Pero qué tiene que me muera, si voy a estar igual en familia?— preguntó don Raúl. —No, hijo, vale más ser pobre que enterrado — sentenció La Memoriosa echando un chorrito a la tierra por la Pachamama y por la Ñatita, que hoy es su día. 61
Doña Inés comentó que ella jamás hubiera tenido sombrilla si la Ñatita no la olvidaba cierta vez en su tumba, un verano en que el calor la obligó a vestir de blanco. Llegó para llevarse a la Rosita, que antes de morir se limpió los dientes frente al espejo, pidió una buena reserva de romero y azúcar impalpable y ordenó que todas las puertas y ventanas de la casa permanecieran abiertas y todos los vecinos convidados para dejarles el recuerdo de su dentadura perfecta. La Ñatita concedió dormitar en la tumba de doña Inés hasta el anochecer. Mientras hubo luz, la Rosita se negó a morir; pero apenas Pocona comenzó a hundirse en la oscuridad. La Ñatita corrió a la cita y en el apuro dejó olvidada la sombrilla. Doña Inés recibió la tutuma de culli de manos del Agapito y aprovechó para repetir su manía:
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—No se está acordando de mí. Soy doña Inés Escóbar Soriano, Sánchez Mariscal, Terceros Alcócer, Sequeiros Fermín, &&. Por mis venas corría sangre de Totora, Vacas y Arani.
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—Raúl —ordenó don Acutí—. Si falta chicha, empeñas no más el Waltham. —No faltaba más, que a mi padre yo le haga faltar su chichita— se lamentó don Raúl, chispeado por tantas emociones juntas. De rato en rato, mojaba los dedos y trataba de engomar tos bigotes de don Acutí. La verdad es que cada año el bigote de don Agustín perdía gulas y las pocas que le quedaban, tenía que pegárselas con Jamillo. A veces se le cala entero y parecía retomar de golpe a su juventud, cuando Totora editaba tres periódicos y él era redactor del que fundara don José Carrasco.
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—Y en homenaje a la llegada de mi hijo— proclamó don Agustín —, queda suspendido el bloqueo.
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Don Raúl ya iba a preguntarle las razones que lo impulsaron a tomar la extrema medida, pero la presencia del Néstor junto a su burrito le desarmó el corazón. Humilde, como siempre. Néstor habla esperado su turno de culli, que no acababa de llegarle, y no reclamó, enfrascado en una tertulia de susurros y discretos rebuznos con Diógenes. —Néstor —se le quebró la voz a don Raúl—. ¿Qué te hemos hecho para que te vayas calladito? —Nada, don Raúl. —Esta mañana entré al zagúan y estabas frío. Ni siquiera nos diste tiempo para darte encargos. —Me dieron ganas de caminar y me vine no más, don Raulito. —A estas horas ya te estarás velando. —Justamente, don Raúl, el Diógenes, no bien dejó el cajón, se vino a acompañarme. —¿Y cómo te sientes? 66
—Hasta puedo zapatear una cueca—rió el Néstor; ahora que la hernia se le habla desinflado del todo. —¿Y estito quién es? —se interesó don Raúl. —Es, pues, mi hermano, el Uña Manuelito, el que murió cuando los chiriguanos incendiaron Maucka Pocona. ¿O fue cuando la Guerra del Pacifico? Ya no me acuerdo. Tú ni hablas nacido entonces, don Raúl, ni siquiera don Acuti. —Ah, mancarroncito este, si podría ser mi tatarabuelo —rió don Raúl—. Pero ¿cuántos años siempre tienes, Néstor? —Cuántos serán, pues, don Raulito. Mi abuela decía que nací sietemesino por culpa de los chiriguanos, cuando bajaron por las faldas de Koripaloma. —¿Qué siglo serla eso? —Yo no sé, pues, contar en siglos. La Memoriosa, ya chupada, se acercó a contar que el Imperio Incaico se extendía por oriente hasta Pocona y que más allá, Montepunco —puerta del monte— era el confín de la Chiriguanía. Pero don Raúl no habla tenido paciencia en la escuela, menos iba a atender ahora que le escocían las manos para tocar su charango. —Juan —llamó. El Juancito apareció bajo la sombra de un molle. —Andá traémelo mi charango. Y lo buscas al Valois. —Yo aprovecharé para dejar las velas —se despidió el Agapito.
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X La casa de la Paci era una habitación espaciosa, con puertas a la calle y al patio interior. Una ventana sin cristales era clausurada al atardecer por dos compuertas de madera y se abría a la mañana como un bostezo. En el patio interior, crecían matas espesas de ruda, paico, suico, quilquiña, llantén y otras hierbas medicinales. El arbusto de cedrón donde dormía el gallo, daba sombra al arco del zaguán.
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El cuarto principal habla sido habilitado para el velorio. Gruesas ramas de rosa pascua y de otras flores funerarias cubrían la caja donde habla sido acomodado el cuerpo rígido del Néstor. Dos familias conformaban la principalía de la concurrencia: los Escóbar emparentados con los Rosas. A la cabecera del ataúd se sentaba doña Celima Rosas, hermana de la Pací, y a su lado, una silla tapizada y vacía recordaba la ausencia de don Raúl Escóbar, su esposo. A la izquierda del ataúd se sentaba don Ricardo Rosas con doña Carmelita, su mujer, y la Egipciaca, su hija. Y al otro flanco, como enseñadas, se acomodaban las Escóbar: Hermelinda, Florinda y Graciela. No faltaba la familia de los Lindos, ni don Oscar Terceros, ni las hermanitas Morató. Vinieron por supuesto, el Valois y el Wayna Platero.
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Había llegado de la ciudad el mayor de los hijos de don Raúl, a quien por la barba cerrada le decían Tata Belzu. Se dirigía discretamente a la puerta de entrada, barría con la mirada calle arriba y abajo y no encontraba un alma. Venía después de muchos años a pasar vacaciones y justo le habla tocado la muerte del Néstor. Calculaba fácilmente que todo Pocona se hallaba rebalsando la casa de la tía Pacifica, el patio, el zagúan y hasta el corral. Las hermanitas Morató dirigían el rosario y algunas letanías que garantizaban el descanso eterno. El Goyo y el Orlando, hijos de don Ricardo Rosas, izaban un cordero desollado que se conservarla así ventilado al menos mientras duraran los días de luto. Al pie del cordero, la sangre habla formado un charco espeso como de arcilla. La Bemita hinchaba los carrillos soplando por turno tres fogones, y la Rosmeri se hacía reñir a cada minuto porque no se daba abasto para atender a tanta gente. Se trataba no más del hijo más antiguo de Pocona, el primer nacido en esta villa noble y antigua, según confirmaba don Oscar Terceros. Pero no conseguía su propósito de desviar la conversación: la ausencia de don Raúl era por demás notoria y don Ricardo se daba modos para hacer signos de pesos y tostones con los dedos y para susurrar que a su cuñado le interesaba menos la muerte que los negocios. Nadie se atrevía a decirlo de frente, pero por ahí el propio don Ricardo lo habla visto pasar temprano con el camión lleno de cerveza. La Hermelinda misma lo atisbó de una rendija y no se atrevió a pedirle unas cajas. Todos sabían al dedillo que vendría para Todos Santos; todos estaban convencidos de que, comprándole cerveza, se ahorraban fletes, viajes y molestias; pero a la hora de las horas cerraban sus puertas. Y sin embargo, a esas alturas, se hacían pesar de no haberla comprado y coincidían en que seguramente la llevó al Puente y la vendió a mejor precio.
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Ya eran como las diez y nadie se atrevía a moverse. Las hermanitas concluyeron su rosario y repartieron rosquetes y lamp’aqanas a los velantes; la Paci corría con la culli. Doña Celima calculaba que a las doce se echarla una escapada al cementerio, a visitar a su mami, la Rosita, llevándole los manjares que le ofreció la Paci. Pero calculaba también que ese Todos Santos nadie se movería del velorio por acompañarlo al Néstor. Acaso mañana. Día de Difuntos; pero tampoco era probable. —Hasta mañana a las once no se moverá nadie —coincidió la Paci.
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En ese instante aparecieron en el rellano de la puerta el Agapo y el Juancito. El primero, se arrodilló frente al ataúd y cambió las velas de sebo encendidas por los cirios de esperma que había traído. El segundo, se entró de largo a la cocina. En realidad, ninguno de ellos sabía por dónde comenzar. El Agapito ocupó, sin que le correspondiera, la silla de don Raúl y se quedó tieso como un Señor de la Sentencia, y el Juancito trataba de llamar la atención del Valois. El Tata Belzu captó la ansiedad del Juancito. —¿Y el papá Raúl? ¿Ha pasado algo? —preguntó. —Está con los muertos —balbució el Juancito. —¿Qué pasa con los muertos? 74
—Han bloqueado la carretera y como pasó justito don Raúl, ahora no lo quieren soltar. Chicha están tomando en la puerta del cementerio. —Seguro que mi abuelo Agustín... —Ja á. Y el papá .Raúl quiere su charango. Y que vaya el Valois. —Pero ¿y el velorio? ¿Cómo lo vamos a dejar así al Tata Néstor? —¡Pero si el Tata Néstor está allí con el burro Diógenes — exclamó el Juancito... Oyó la conversación el Valois, se caló el sombrero y sin despedirse arrastró consigo al Juancito. El Belzu entró por el zaguán en busca del charango. 75
XI Nadie reía como el Valois, sobre todo tan oportunamente. En septiembre, para las fiestas del Señor del Consuelo, una desgracia había enmudecido los salmos de la procesión: de repente, Diógenes, el burro, se aproximó demasiado a una piedra saliente de la casa del Platero y el Señor, que por costumbre iba montado en su burrito, se rompió el pie derecho. Lo menos siete años de maldiciones y presagios funestos comenzaban a entretejer las hermanitas Morató, cuando al Valois comenzó a llegarle a pujiditos y resuellos disimulados una carcajada. Reía y lloraba friccionándole el pie al Señor del Consuelo y consolando al burrito. El acordeón le silbó los últimos compases de Terremoto de Sipesipe para que se reanudara la marcha, y a una señal del Valois, la banda traída de Arani prosiguió el bolero. Poco más tarde, el Valois se dio modos para enyesar al Señor que no sabía dónde poner la mirada de vergüenza, no fueran a creer que se había farreado en las vísperas.
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Lo propio ocurrió frente al zafarracho que armaban los muertitos. El Valois soltó tal carcajada que no hubo finado que no se diera por aludido. Puso en el pecho el acordeón y arrancó sin previo aviso una tonadita. La memoria de los muertos no funcionaba muy bien, ni sus voces sonaban frescas. Pero entre carrasperas y matracas salió el coro de Todos Santos, invocando de labios de La Memoriosa las coplas más antiguas.
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El Tata Belzu era el sorprendido. Una ingeniería en el exterior habla adormecido en su imaginación estos recuerdos. Pero, por otra parte, el Valois juraba que el Señor del Consuelo lo castigara si antes vió a los muertitos tan alegres. ¡Jamás hablan traspuesto la reja! Ese viejito bigotón, apolillado de negro, que abrazaba a don Raúl, no podía ser otro que don Agustín Escóbar y Mariscal, tronco de una dinastía de barbones ojosos y crespos como corderos. La sonrisa amplia de don Raúl olía a culli; pero don Acuti se sentía un tanto incómodo de presentarse, a su nieto tan atildado, con un terno cagado por las polillas. Con la mano libre se apretaba el bigote rogando a Dios que el pegatodo no le jugara una mala pasada. —Hijitoy, tu abuelo Agustín —presentó don Raúl con la voz blanda.
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—Abuelito, pero si no has cambiado nada —congratuló el Tata Belzu—. Estás igualito que la última vez que te vi, cuando festejamos tus 100 años. —104 —corrigió orgulloso don Acuti—. Ciento cuatro que ninguno de ustedes ha de poder igualar. Estos huesos —se palpaba los húmeros —ya no se fabrican. —¿Y por qué, entonces, te moriste?
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—Porque en este pueblo da lo mismo estar muerto que vivo, hijo. Ya todos se fueron a la ciudad y sólo quedamos los tercos y los muertos. —Pero aquí estamos, para vernos como en otros tiempos.
—Humm— dudó don Acutí —. Nadie más muerto que el olvidado, hijo.
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El Valois era acosado por La Memoriosa que le soplaba al oído una sarta interminable de coplas totoreñas. —¡Mi charango! —pidió don Raúl. El Tata Belzu lo blandió y, por un buen momento, él y su padre trataron de igualar el temple de los instrumentos, con resuellos de desagrado del acordeón, molesto por la informalidad de los borrachos que dejan el temple para cuando están ya del todo destemplados. —Mi, mi, mi, mi, mi —gritó, repitiendo al intento la nota para que de una vez la captara don Raúl. Pero estaba visto que a cada movida de clavija don Raúl yapaba confidencias a su padre. El tono insistente de su reclamo alertó al Valois: como otras veces, tendría que templar también el charango. —Dame mi —pidió. —Mi, mi, mi, mí. —Dame sol. —Sol, sol, sol, sol. Con el do final, el acordeón ya gorjeaba sólito y el charango reía a cantaros porque el Valois le rascaba la barriguita con un pico de colibrí.
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—No me estás reconociendo —se acercó al Belzu doña Inés—. Soy doña Inesita Escóbar Soriano &.&...
—Es tu tía, hijo —presentó don Raúl. —Cordero de Dios, como su padre. Pero con barbas de chivo. —Ni siquiera viste a tu abuela —protestó don Raúl. La Rosita se echó un último retoque de dientes antes de saludar al nieto. —Hjjito, ¿a qué hora vendrá la Celima? —Yo creo que a mediodía, cuando se desocupe del velorio. —¡Pero si el Tata ya está acá! —se asombró la Rosita—. Allí, bajo el molle, con el burrito.
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—Papi! —gritó el Belzu—. Aquí habla estado el Tata Néstor. —Uh, hace rato. Incluso ya debe estar mareadito. El Valois abrió de par en par la boca y soltó un globo de colores que hizo enmudecer al acordeón y contener la risa al charango. —Pero, cómo es esto —protestó don Acuti—. ¿Todavía no hemos servido chicha culli a las visitas? ¡A ver, una tutuma para el Valois y otra para mi nieto! —Se acabó —sentenció la Memoriosa. —¿Otra vez? —don Acuti se arrancó dos gulas del bigote—.¿Tan pronto?
—No me están recordando —terció doña Inesita—. Soy Inesita Escóbar Soriano, Sánchez Mariscal, &&. En mi velorio no faltó chicha.
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Los muertos callaron como si hubieran escuchado la trompeta del Juicio. Incluso Medrano ya se asustaba y comenzaba a transpirarle la pelleja de las palmas, cuando don Acuti pronunció un nombre seco como un disparo. —iNéstor! Del fondo de la sombra, se acercó el Tata seguido por Diógenes, a través de un callejón tenso y silente, donde sólo se escuchaban cascos y pasos. —¿SI, don Agustín?
—Néstor, hijo, ¡Nos vamos a tu velorio!
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XII Al calor de las cullis, el velorio del Tata hubiera ensordecido un colmenar. Doña Celima de directora, se habla sentido un tanto ofendida de que el Agapo ocupara el lugar de su marido, el notable del pueblo, cuando menos entre los Rosas y los Escóbar. Pero el recato del Agapo —muy bien se habla dado cuenta de su metida de pata— la sosegó y gradualmente fue desenfundando su mejor riflería de repetición. La Paci no se quedaba en la competencia. Como abeja libaba comentarios de boca en boca, en el cuarto principal y en el patio, mientras servia la culli. La chicha habla ablandado las primeras tensiones y arraigado las asentaderas de los velantes. Es cierto que las hermanitas Morató y don Ricardo Rosas preguntaron por qué no llegaba el Raúl si al fin era su deber presidir el velorio. Pero la certera severidad de doña Celima amnistió a su marido. Cuando desaparecieron el Valois y el Tata Belzu, no faltó ojo que registrara la deserción ni comentario,que redundara sobre la ingratitud humana. Con todo, la ceremonia transcurría sin inconvenientes cuando se escuchó la charanga que se acercaba cantando coplas irreverentes en un coro de voces cascadas que hadan curioso contrapunto de matraca y campanillas con las voces de las cholitas pisorgueñas.
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Tras el primer pasmo, las velantes hicieron esfuerzos sobrehumanos por no ceder a la curiosidad, bajo las fulminantes miradas de doña Celima y de las hermanitas Morató que no hubieran permitido semejante permuta de fiesta por velorio. Pero no se aguantaron demasiado. Cuando ya la curiosidad le hormigueaba incluso a doña Celima, la Paci se sintió con derecho de dueña de casa para averiguar quién turbaba la paz de los muertos, mucho más si en el pendón de su chichería habla bordado un encaje negro. 88
Más tardó en mirar hacia Pisorga que en volver los ojos desorbitados y tartamudear penosamente. Los velantes se agolpar- ron en la puerta de calle. Efectivamente, eran los muertitos encabezados por don Acuti que abrazaba al Tata Néstor prendido de la oreja de Diógenes, y en segunda fila la charanga flanqueada por La Memoriosa, La Rosita y doña Inés que hacía girar su sombrilla como pajarita borracha.
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Doña Celima y la Paci se inflaron de orgullo porque su casa se llenaba de todos los notables del pueblo: los vivos y los muertos. El Néstor fue recibido con salvas de aplausos. Don Oscar Terceros gritaba: —|Viva el Tata Néstor! El Néstor, don Acuti y la Rosita recibieron las primicias. La Beatita se cobijó en los brazos de las hermanas Morató, sus sobrinas nietas. Mariposa nocturna, Doña Inés volaba de grupo en grupo.
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—No me están reconociendo. Soy doña Inesita Escóbar Soriano, Sánchez Mariscal, &&.
Don Agustín agitaba el brazo derecho como diputado de los tiempos de Ismael Montes, y dirigiéndose a toda la concurrencia, gritaba: —¡Macho el que se atreva a sacarme de este mundo! 91
Las Plorantes se acurrucaron a los pies del cajón y se ganaron la culli con el sudor de sus ojos, recitando una biografía interminable del dueño del velorio, que rogaba a la Pacifica per-mitir, por esta vez, la compañía de su contertulio. Precisamente cuando se acercaron al ataúd y el Tata cambió su propio rictus por una sonrisa de paz, viéndolo Diógenes repetido vertical y horizontalmente, no pudo evitar un rebuzno que rajó los floreros de la Pad. Luego el Néstor salió por la puerta interior al patio y, no sabiendo dónde acomodarse que la presencia del burro no estorbara, abrió, sigiloso, la puerta del corral y allí se apoyó en el homo, rodeado de las ovejitas, un poco avergonzado de estar a solas con su contertulio y no saber qué decirle, tanto más si el burro alzaba las orejas atentas. De no haber tanta gente en el velorio, acaso el Tata hubiera vuelto a sentarse en el zaguán, apoyado de espaldas al cántaro; pero, pensándolo dos veces, si habla un lugar en el mundo que ya jamás le pertenecería era ése, a menos que su alma penara y se apareciera a doña Pací cuando salía de noche a orinar bajo el cedrón, por no alejarse mucho del dormitorio.
—En un velorio —sentenció Diógenes— el que más solo se siente es el muerto.
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XIII En realidad, no todo Pocona habla venido al velorio. Faltaban, al menos, el Costito, el Tata Ramos, un niño enfermo de varicela y los gemelos de la Egipciaca, que habían sido plantados por su padre, con estacas, para que crecieran rectos. Menudo y desdentado como un pájaro, el Costito se pasaba las horas del día en las ruinas de Incarrakjay que quedan en una colina opuesta a Koripaloma, según se sube de la esquina del Chiwaco por un camino que empedraron los mitimaes hace no menos de quinientos años. Allí, entre las breñas, enmarcando el valle de Pocona en las ventanas trapezoidales de las ruinas, tocaba una sola tonada en su charango. Vivía de comer ojos de paloma, moras y frutos silvestres y de hurtar en las huertas. Por las noches, no resistía un tutumazo de chicha que ya se farreaba y al amanecer volvía a su reducto incaico. Como vizcacha al sol, el Costo tocaba su charango a media mañana del primero de noviembre, cuando de súbito, enmudeció. En el trapezoide que enmarcaba los zigzags del rio Pocona habla una rara fijeza. De pie sobre la muralla, oteó el rio en toda su extensión, y la fijeza era tal que el sol la azogaba como un espejo. Bajó corriendo al canal de riego que desviaba parte de las aguas hacia los terrenos de la parroquia y confirmó sus sospechas. Mayor susto sintió al tocar puerta tras puerta sin que nadie .en el pueblo le respondiera. Así llegó a Jarca Ura y oyó con alivio el fuelle asmático del acordeón del Valois y el charango que acompañaba las coplas. Llegó a la casa de la Paci y avisó a gritos, que el rio se había detenido. —¿Detenido? —saltó don Acutí—. Caráspita. Esto sí que no ocurrió ni el día de mi muerte. —Ni cuando murió la Beatita —saltaron las Morató, que todavía luchaban por la canonización de su parienta. —Ni cuando llegaron los chiriguanos —dijo el Uña Manuelito en su media lengua. Una comisión corrió al recodo para certificar que, efectivamente, las aguas no sólo se detuvieron sino que se volvieron negras, pero no por ello eran menos livianas.
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—Es bien raro —explicó el Costo—. Lavan igualito que si estuvieran cristalinas. La Paci se bajó la más blanca de sus enaguas y comprobó el prodigio. —Ahora sí que es cierto que el Tata Néstor era el más antiguo del pueblo —comentó. Don Raúl saltó al patio llamando a gritos al Néstor. Por costumbre corrió al zaguán. En vano. El Tata se habla arrellanado tan bien junto al horno del corral que tuvo que ayudarse con las orejas de Diógenes para erguirse y aparecer entre los velantes. —¡Milagro!—se postrernaron las Morató; la pobre Beatita se moría de envidia.
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El Goyo y el Orlando corrieron con los torsos desnudos a alzar en andas al Néstor. Las Plorantes retiraron del fogón brasas de molle seco y repartiéndolas en tres incensarios, se sacudieron toda la ckoa que llevaban en el revés de sus mantas y llenaron el velorio con un humo dulce y espeso, las pastillas con casitas y animales crepitaban junto a los confites y las banderitas de lana mezcladas con la yerba aromática. El Valois retomó el fuelle y la última copla seguido por don Raúl, el Belzu y ahora también por el Costo, que captó al vuelo el temple. Según el Tata salía por la puerta del cuarto principal, un Diógenes enjaezado, enjaquimado, irreconocible con los ramos de margaritas atados a sus orejas, salía por el zaguán a darle encuentro y cabalgadura. Nadie había pensado en cubrir los harapos del Tata. Pero a último momento, cuando don Acuti se despojaba del saco negro para cubrirlo. Diógenes no le permitió y arrancó de golpe con un pasito uniforme hacia el recodo de aguas detenidas. Ahi el burrito bebió con visible delectación y algo le diría al Tata que pidió una tutuma para darle de probar.
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Como se dice, no respiró hasta agotar su ración, y entonces pronunció una sentencia inapelable. —|Es dulce y cristalina-como la leche fresca! El Valois hundió su manaza en las aguas, se la llevó a los labios y confirmó: —¡Leche de primeriza! Don Oscar Terceros varió la receta: blandió una botella de singani, se echó un buen piquete en la tutuma y confirmó: 98
—¡Ambrosia! Las Plorantes lagrimearon soplando los incensarios de barro y el Valois se aprestó a reanudar la tonada, cuando unos gritos de loco y el ruido de cascos de una cabalgadura anunció la súbita llegada del correo.
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Montado en una jaca ojerosa y florecida de mataduras, un polichinela recubierto de globos de colores, serpentina y otros jubileos, llegó echando alaridos y cartas y gritando a toda voz:
—¡La Ñatita!
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¡Ha llegado la Ñatita!
Acaso a doscientos metros del cementerio, comenzó a escucharse un estruendo de trompetas, un resonar de clarines, un retumbar de timbales, atambores y bombos. Poco después apareció el pollino del Correo, cargado con dos alforjas de cartas que prevenían la lista de enfermedades y muertes naturales, súbitas y trágicas de los próximos doce meses. El Correo llevaba el resumen en un pergamino.
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Por fin apareció la Ñatita, montada en su yegua de ceniza, sentada en silla de guarniciones moriscas sobre paño carmesí, brial de gamuza y terciopelo, faldetas de brocado y capuz de piel de marta. Vestía jubón de demesín, quisote de seda cruda, sayo de velarte, sombrilla de tul y el escote prendido por una guadañita de acero que le abrochaba la naciente de su recatada pechuga.
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Acuti torció las cuencas hacia su Waltham y no necesitó descifrar los secretos del minutero para gritar:
—¡Las doce! Las almas llegan o tosen.
La Ñatita llegó con un cortejo increíble: la escoltaban cuarenta monjas vírgenes vestidas de mahometanas y sesenta y nueve cristianos desnudos y macilentos rescatados de la morisma luego del sitio de Málaga de 1491; seguidos por el Bachiller que certificó la fundación de la Viña del Chapín de la Reina, el escribano de Maucka Pocona muerto por los chiriguanos, las tatarabuelas Morató que lloraron la muerte del Virrey Toledo, un quijote constructor de molinos de piedra y un sancho de Totora; el padre del Valois con el libro de historia universal donde habla conseguido nombre para bautizarlo; un hacendado que degollaba cada primer viernes al ponguito que le ayudaba a montar su cabalgadura, una mujer repudiada que recorrió de Pocona a Vacas prendida de cabellos a la cola de un caballo un mitimae metido en amores con una chiriguana, un hijo nonato de don Esteban Arze, un Colorado de Bolivia, dos excombatientes del Pacífico, tres Guerrilleros de la Independencia, veinte soldados de Goyeneche, beatas y canónigos, encomenderos y corregidores, todos, en fin, los que se hicieron ceniza, tierra, nada, incluida la abuela de La Memoriosa que corrió a pedirle su rosario.
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La Ñatita se acercó al Néstor desechando otras muestras de cortesía y ocupó su diestra. El acordeón del Valois se abrochó a sí mismo, pues la charanga de la Ñatita lo ensordecía, y se inició la procesión. A la altura de Jarea Ura, la torre en ruinas del antiguo templo comenzó a desmoronarse, adobe por adobe; de allí bajaban como podían lo niños muertos sin bautizo, a espectar con su mirada de Limbo el paso del cortejo. Acaso el solo estruendo de la charanga abrió de par en par las puertas del templo. El Goyo y el Orlando echaron a vuelo las campanas que colgaban de un ceibo, y la Ñatita se arrodilló en el atrio y se persigno tres veces. A don Acuti casi le cuesta las tibias imitar el gesto de la Ñatita, pero de ese modo consiguió aproximarse a ella y engolar la voz para decirle: —Concededme, Serenísima, el honor de aceptar mi brazo.
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Presidida, pues, por la Ñatita y don Acuti, por el Tata y Diógenes, la multitud penetró en el templo. A mano izquierda, casi oculto en una pared oscura, el Señor de Burgos se mataba de risa por las cosquillas que le hadan los labios de los fieles al besarle los pies. Imagen antiquísima, relegada a un rincón cuando en Mizque hubiera ocupado el sitio de honor, habla sido desplazada por las estatuas lustrosas que trajo un cura polaco, tan donositas y perfectas que ignoraban a la multitud y, mirando la bóveda, se hacían las suecas. No ocurrió lo mismo con la Virgen del Rosario, que de sólo ver semejante multitud se arreboló, sacó lustre a sus mejillas y se dejó besar manos y pies con pestañeos coquetos. Lo propio ocurrió con el Señor del Consuelo que aceptó con respeto y cariño el saludo de la Ñatita y se disculpó por no bajar de su trono pues aún tenía el pie enyesado. En realidad, el contrapunto de Las Plorantes y las hermanitas Morató — las vivas y las muertas— y los rezos de la Beatita a dúo con la abuela de La Memoriosa, ensordecían la charanga de tal modo que un enérgico batutazo de su director cambió dianas por himno nacional para poner orden. Al oírlo, las imágenes polacas se hicieron, esta vez, las del otro viernes. En cambio el Tata Consuelo, con un airecillo de Benemérito de la Patria, trató de ponerse de pie, pero el Bachiller le instó con una reverencia a que no cometiera imprudencias. La Mamita Rosario se puso firme y ordenó al Niñito que ya no diera berrinches mientras se cantaba a la Patria.
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Pues bien, de la sacristía comenzó a llegar un murmullo cada vez más pronunciado. Alguien, adentro, trataba de forzar las puertas y no lo conseguía por las gruesas aldabas externas que únicamente tenían un pico de loro ensartado en argolla de hierro. El Valois entendió la razón y más tardó en desaldabar que en ser arrollado por una multitud cubierta de telarañas sobre sus otrora ricas vestiduras. —Son las imágenes antiguas que el párroco archivó en la sacristía para cambiarlas por estos santos polacos —orientó La Memoriosa. La Beatita se complacía en reconocer y abrazar a sus antiguos santitos:
—Santa Bárbara doncella, líbranos de la centella. —San Silvestre, Papa de monte, morador del cielo —Beatito Martin, carita de hollín. —Santa Vera Cruz tatito, jucucha uya machito. —San Isidro Labrador, lechenchajpaj chawador. —San Judas Tadeo, primo hermano del Señor. —Tata Antuquito. —Tata Santiaguito.
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Las antiguas Morató sacudían las telarañas a Santa Bárbara y a San Silvestre, y las nuevas, devotas de la Vera Cruz, sacaban lustre a maderas y pantorrillas. Santa Rita, eso si, no permitla que se le acercaran mucho, ella misma con su cilicio se sacudía las telarañas de la Edad Media. Las imágenes polacas, sumamente resentidas, fueron concentrándose discretamente detrás del Altar Mayor, de espaldas a la charanga que ahora proponía una cueca. El Tata Belzu captó los deseos de Santa Bárbara y, muy galante, la invitó a bailar. San Silvestre no dejaba su báculo para nada y San Martin, tímido y asustado, no quería bailar si no era con su escoba. 112
Don Acuti no cambió de pareja. Sacó su pañuelo gris, un tanto agujereado, y ofreció la cueca a la Ñatita. Entretanto, la Mamita Rosario, sostenida por el Goyo y el Orlando, bajó de su sitial, encargó el Niño a San Antonio, sacó un pañuelo de encaje de su carterita de plata y con voz de porcelana antigua llamó: —¿Dónde está el Tata Néstor? Quiero bailar con él esta cueca.
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El Tata Néstor se habla refugiado en un confesonario y tenía entre las piernas la cabeza de Diógenes, que ponía cara de penitente. Al oír el tintineo de cristales que lo convocaba, quiso que lo tragase la tierra. ¡Jesús María, si jamás había tenido el honor de bailar ni siquiera con la Mamita Pacífica! Precisamente el Goyo y el Orlando lo ubicaron, lo alzaron en andas y lo condujeron a los pies de la Virgen. —Néstor, hijo, el más humilde de todos y el más antiguo de esta Villa —se le quebró la voz—. Quiero bailar esta cueca contigo .
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Esa quimba fue memorable. El Néstor, ya sin hernia, garabateó antiquísimos zapateos y la Virgen lo siguió moviendo sincopadamente sus santas caderas. Santa Bárbara casi pierde la doncellez, penetrada por los ojos de miel de caña del Belzu. Y a la hora de jalear, hasta patadas de cabra se oían, pues algún diablillo logró colarse al templo sin que el Señor del Consuelo —que todo lo ve— se ofendiera. Don Raúl lloraba de gusto. El charango se levitaba en sus manos. El acordeón del Valois tenía el fuelle congestionado de tanto soplar en vano, pues la charanga sí que inflaba los carrillos de los músicos difuntos que, por lo visto, no habían olvidado su oficio.
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Concluida la cueca, San Vito pidió que le tocaran Caballo de la sabana, de modo que hasta la yegua de ceniza se puso romanticona. El Señor del Consuelo tomaba los aros en la tutuma de plata prendida a su manto a devoción de la Egipcíaca, cuyos bellos ojos tenían sin vida al Tata Santiago que parecía José Ballivián retornando de la Batalla de Ingavi. Acaso por eso echaba miradas inquietas a la barba morisca del Tata Belzu. No acabó en el templo el festejo. Cuando las antiguas y las nuevas Morató le hadan cosquillas al Señor de Burgos, esta vez en la herida del costado, la Virgen del Rosario pidió asueto para darse una vueltecita por la plaza, y al Señor de! Consuelo se le ocurrió premiar a este mundo por tan generosa ocurrencia. Según se decía, el Señor acercaba cada vez más su mejilla izquierda a su palma extendida. Cuando palma y mejilla chocaran, sería el fin del mundo. Pues bien, el Tata Consuelito decidió dar una nueva tregua separando palma y mejilla unos milímetros, que en la aritmética de sus años sumaban una eternidad.
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XIV Detrás de la Ñatita y su cortejo de almas, llegó don Salvador Sequeiros, el Chiwaco, sin que nadie se diera cuenta. La noche del treinta y uno se había largado de urgencia a Totora porque una de sus comadres, de puro tacaña que era, guardaba sus ahorros en el irrigador y como le vinieran cólicos se había puesto una enema de monedas y ahora se negaba a soltarlas. Cuando la comitiva salía del templo presidida por el Tata Consuelo en su trono, una mesa larga y recubierta con manteles de tocuyo se extendió junto al atrio, desde el cedro donde colgaban las campanas hasta el ceibo que daba sombra a los Chiwacos. De riguroso negro, el Chiwaco se congraciaba con las almitas acomodando mesas y sillas para el convite. El Tata Consuelo prefería quedarse en el atrio. En cambio la Virgen del Rosario, en coquetona plática con la Ñatita, ocupaba el sitio de honor. Del brazo del Belzu, la picara de Santa Bárbara se escabullía por los maizales próximos, como para que La Beatita murmurara de doncelleces perdidas.
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—Serenísima— saludo doña Inesita—. No me está reconociendo.
Soy doña Inés Escóbar Soriano, Sánchez Mariscal, &&. Esta sombrilla fue alguna vez suya. La dejó apoyada en mi tumba precisamente cuando vino en busca de doña Rosa de Rosas.
La Ñatita hurgó inútilmente en su memoria. Al menos así lo pensarla don Oscar Terceros que acertó a escuchar la plática, porque dijo: —Cómo se imagina, doña Inesita, que la Serenísima pueda recordar semejantes minucias. Me atreverla a decir que lleva muy bien sus cuentas futuras pero las pasadas ya no le interesan. Es más, juraría que la Serenísima no tiene memoria. —Pues fíjese que no —replicó la Ñatita en una mezcla de acentos que venían del arameo antiguo al volapuk—. Hay cierta gentileza que recuerdo. Por ejemplo, la de don Agustín que, no bien me vio a los pies de su lecho de muerto, se incorporó, me besó la mano, se atusó el bigote y muy galante me ofreció el brazo. Así nos fuimos por el camino a Pisorga pisando tan leve que no extrañé mi yegua de ceniza. Doña Inés quedó de algún modo contenta, pero no dejó de hacerle un mohín a don Oscar Terceros, aunque no le alcanzara la nariz.
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Para entonces la mesa ya daba vueltas de caracol en la plaza y bajaba por la calle mayor hasta la casa de la Paci, de donde remontaba una comparsa de t'antawawas, urpus, llamitas, bizcochos, ángeles, suspiros, estrellitas, queques, galletas y maicillos. Y detrás de los manjares, una turba de niños comandados por el Uña Manuelito que rezaban:
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<<Este
pan estĂĄ amasado con la leche original con la masa inmaculada para la Virgen MarĂa Alabado SantĂsimo Sacramento del Altar y la Virgen concebida sin pecado original>>.
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San Isidro pidió silencio como si quisiera pronunciar el discurso de circunstancias; pero aprontó el oído y obligó a escuchar un rumor de plegaria, un murmullo de novena, una cantinela de misachicu que ganaba todo el valle y rebotaba en la altura de Koripaloma. Las sihuencas silbaban como camaretas, ganaban el cielo y estallaban en blancos copetes. El maíz crecía como fuego verde. Leves pero gigantes, los lacayotes se elevaban como dirigibles. La papa rompía el surco y se apilaba en pirámides que parecían ruinas aztecas. El pasto y la alfalfa, el paico, el suico, la quilquiña y el perejil brotaban como estallidos de buscapiés. Hasta el musgo crecía como un agitado hormiguero. El Goyo y el Orlando aparecieron con los gemelos de la Egipciaca que traían las estacas en las pantorrillas. —¡Los Telémacos ya son jóvenes!— anunciaron. —Debe ser por las aguas detenidas— conjeturó San Isidro. Los ojos de la Egipciaca velaron conmovidos la altura súbita de sus hijos: qué diría Orozco cuando llegara y viera los gajitos que habla plantado, convertidos ahora en árboles jóvenes de tronco derecho y hombros anchísimos. En todo el valle se escuchaba un lamento uniforme de toda una generación de perdices, vizcachas, pichones, corderos, lechones, gallinas, conejos, patos, vacas y pavos que aquel día eran sacrificados y echados a las brasas para el convite. La Mamita Rosario rió comiendo la pata de un pichón. Ya se habla ocupado de mandarle al Señor del Consuelo pechuga blanca de gallina y papa tita ñutida que el Tata comía en el atrio como si comulgara. Don Acuti le daba al Niño tarhui tierno con miel de abeja. —No hay cosa que me guste más que la ensalada de habas tiernas y eruditas— comentó la Virgen. —¿Y la viscacha con p'uti de habas? —se antojó el Tata Santiago. — No te vaya a hacer mal a tu reumatismo— aconsejó Santa Rita.
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La Virgen sopló un eructo que se convirtió en mariposa de colores. Se atragantó y tosió libélulas. Se llevó la mano al pecho y escupió flores-menuditas que desde entonces se llaman Sahva de la Virgen.
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Don Raúl superó sus rubores frente a la Ñatita para aventar una pregunta: —¿ V a qué debemos, Serenísima, el honor de su visita a este pueblos humilde, cuando bien podía estar en otros más prósperos? —Es que yo estoy, al mismo tiempo, en el cielo, en la tierra en el mar y en todo lugar— la Ñatita mezclaba esta vez acentos etruscos y toscanos. Viendo al Niño que tenía en las manos un ala de perdiz y la boquita untada de miel de abejas, la Virgen del Rosario dijo: —Si ya no quieres el ala, bótala a los pajaritos.
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El Niño la botó y se convirtió en un perdiz. Rió y de Su boca nacieron golondrinas blancas. —Acó, wawita, acó —arrulló don Acuti. —No sea bobo, che —dijo el Niño. —¿Qué dijo? —Bebé, dijo bebé —disimuló la Virgen del Rosario. La Ñatita evitó las pulpas y prefirió cascar huesos. —Tengo miedo de engordar —se disculpó en acento armenio.
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Hacía un buen rato que el Correo la contemplaba esperando el momento oportuno para pedir su venia. Se animó por fin, luego de persignarse ante la Virgen. —Serenísima, me piden que lea de una vez las encomiendas —dijo. No llegó a ponerse pálida, pero la Serenísima simuló atragantarse con un huesito de apuestas antes de dar su consentimiento. El Correo abrió la cubierta de su gualdrapa y de la cartuchera cilíndrica de oro que alguna vez perteneció a Melgarejo sacó un pergamino, le quitó el lacre y ordenó un redoble de tambor.
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—Antes que caiga la noche volará al cielo un niño enfermo con varicela. >>A
fines de diciembre, don Oscar Terceros padecerá inflamación al hígado. >>En
el mismo mes, La Hacendosa sufrirá dos ataques de nervios y abrirá su tumba para que otra vez se la lleve la Serenísima. >>En enero, el Valois purgará los excesos
de este año. >>En
febrero, doña Paci padecerá una cistitis por orinar de noche al pie del cedrón. >>En
cualquier momento, al Chiwaco se le torcerá la boca por una rabieta. >>Don Raúl le dará piñón al Juancito para
que no chupe tanto. 129
Lo atará a la carrocería trasera del camión con el poto afuera para que se desocupe sin mancha. La Mamita Rosario no pudo evitar una risilla. Del enorme pergamino sallan cólicos miserere, costados, pulmonías, abortos y entuertos, males de ojos y embrujamientos, embolias, reumas y tijradas sin consecuencias mortales. Don Acuti propuso que el Correo bebiera un buen tutumazo antes de proseguir. En recompensa, el Correo anunció: —Mañana mismo el Ñaupa Platero te engarzará una taba de plata para que ya no cojees.
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El Ñaupa inició un registro de remiendos óseos, calculando para Medrano un húmero de ternero; para el Uña Manuelito, huesitos de garza; para la Rosita dos incisivos de cabrita. A Medrano le tocó un sobresalto: —En Semana Santa, Medrano será citado a prestar su indagatoria en el tribunal que instruye su causa para el Juicio Final. Casi se desmaya, pero el Lombardo se acercó, compasivo, y lo reanimó con dos palmadas y un grueso cristal de chicha. Así, entre diarreas y varicelas, hilios y ataques biliares, todos comenzaron a extrañar que aún no hubieran serios anuncios de muerte. El Correo obvió incluso un parto de niños siameses para anunciar, al final de la lista, la única muerte, puesto que el niño con varicela se irla derechito al cielo. Ese instante lo recordarían todos porque don Acuti sacó su Waltham que comía de ocultas una piernita de conejo y, limpiándole el hocico vio y anunció: —¡Las cincol ¡Tucuy viejas asincu! El correo halló la única muerte y alzó un rostro perplejo como si pensara en una broma sacra. Pero a una señal de impaciencia de la Ñatita leyó:
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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . —En un día como Viernes Santo, luego de su entrada triunfal, morirá el Tata Ramos.
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En el atrio, el Señor del Consuelo pidió que lo restituyeran a su trono; la Virgen se levantó con suma discreción; San Isidro Labrador tuvo que apurar un postrer andavete con sus compadres; San Vito se despidió de su compadre diablito, y Santiago regresó como las nubes cuando las bate el viento porque habla cortejado sin éxito a la Egipciaca. El Tata Belzu enlazó por el talle a Santa Bárbara que se quitaba pajitas de su cabellera negra. Las imágenes polacas lo observaban todo desde la casa parroquial. De pronto, la Ñatita se estremeció de frío y montó su yegua de ceniza para volver a la casa del velorio.
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XV Mientras duraba el convite, el Néstor se había retirado por detrás de la parroquia y siguiendo la ruta de los sembradlos que bordeaba las paredes postreras del cementerio, se encaramó con Diógenes a la pirca semiderrulda del corral y ambos se acomodaron en un rinconcito. Al Tata le tocaba velar su cadáver sólido, masticando un resto de coca que le quedaba en la faja. El propio Diógenes habla dejado su ánima escuchando las encomiendas del Correo. 134
Pero a la hora en que la Serenísima se estremeció de frío, todo el caudal de manjares dispuestos para atender a los comensales de la mesa serpentina se restituyó a sus orígenes, allí se arremansó como para recuperar fuerzas y, no hallando sitio para acomodarse, volvió como resaca sobre sus sabrosas huellas, lo cual resultó buen proceder porque con las almitas de la cohorte, la casa de la Paci no daba abasto. Como es natural, vivos, muertos y santos compartían abrazos y arrumacos y no daban muestras de querer separarse, menos de dormir la borrachera que era evidente, por lo menos entre los músicos de la banda. La Ñatita notó que confundían penosamente pasodobles, boleros y cuecas y que los trombones sonaban como cuescos y las cornetas como ayes de doncella, asi que con un gesto enérgico les impuso silencio.
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RAMÓN ROCHA MONROY (Cochabamba, 1950)
Escritor y periodista boliviano, estudió Derecho en la Universidad Mayor de San Simón, donde se tituló de abogado. Más tarde hizo un maestría en Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma Nacional de México. Como periodista es conocido por sus crónicas de Cochabamba. Columnista del diario Los Tiempos, fue consejero de prensa en la embajada boliviana en México (1990-1992). En 1979 dirigió el Instituto Boliviano de Cultura y después, de 1998 a 2000, se desempeñó como Viceministro de Cultura bajo el gobierno de Hugo Banzer Suarez. Docente universitario, se hizo famoso con sus columnas publicadas bajo el pseudónimo de Ojo de Vidrio. Escritor galardonado, recibió su primer premio, el Franz Tamayo, con el ensayo titulado Pedagogía de la liberación durante las celebraciones del sequicentenario de Bolivia, en 1975. El primer volúmen de ficción que publicó fue uno de cuentos, titulado Allá lejos y su primer triunfo como novelista lo obtuvo con El run run de la calavera al ganar el premio Erich Guttentag que otorgaba la editorial Los Amigos del Libro. Esta obra ha sido seleccionda, además, entre las 15 novelas fundamentales de la literatura boliviana por más de 50 críticos e investigadores invitados por el Ministerio de Culturas.
LUPITA GUTIÉRREZ MIRANDA (Tarija, 1994)
Ilustradora boliviana. Etudió fotografía e ilustración en la escuela Motivarte de Buenos Aires, Argentina y posteriormente Diseño Gráfico en la Universidad Privada Boliviana. En esta edición especial de El run run de la calavera es la creadora de ilustraciónes únicas que mezclan la ilustración manual con la ilustración vectorial. Ilustraciones llenas de energía que pontencian la magia del relato proponiendo al lector la posibilidad de jugar y experimentar con nuevas sensaciones, haciendo que esta novedosa forma literario-visual de sumergirse en la novela se convierta en una obra memorable.