J.G.

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J.G. Por Luis Alexis Leiva

Cuando el mozo se fue a preparar el jugo de frutas, Nicolás revisó sus meticulosas anotaciones. Sostuvo con los dedos en pinza la servilleta de papel. Al dorso decía, escrito con letra rápida pero legible:

Sé lo que estás buscando. No faltes, y te voy a contar la verdad. J.G.

Y el día y la hora de la cita eran hoy mismo. J.G.: Las claras iniciales. ¿Sería realmente quien decía ser? Desconfiar, había escrito él bajo la nota, con su propia letra. Llegó bien temprano para pensar mejor. Todo había confluido en ese bar mugriento, en Río de Janeiro. Podríamos imaginar a su alrededor la playa, garo-tas hermosas paseando en bikini, hombres negros ―negros como la noche― en sunga y ojotas, tragos con paragüitas y piña colada. Pero no, este tugurio urbano era una decepción. ¿Y afuera? Gente en bicicleta, mujeres con las bolsas de las compras, niños corriendo descalzos. Nicolás ocupaba una de las dos únicas mesas del bar. Y digámosle “bar”, porque de alguna manera hay que lla-marlo: dos mesas de madera sin pulir, y sus sillas haciendo un grotesco juego de notable pobreza. Negros avejentados por la bebida blanca, blanca como sus palmas maltratadas de tanto trabajar, preferían los taburetes de la barra llena de moscas. A juzgar por la confianza con la que se dirigían al mozo, podrían ser clientes asiduos del bar. Esta investigación periodística la había conseguido por dos razones: una, porque su padre era el director de Tercer Ojo, revista en la que él había entrado directamente como periodista; y dos, porque ninguno de sus compañeros quería perder el tiempo ni arriesgar su reputación en una tarea tan absurda. Él mismo ya había recalado en más de un puerto


siguiendo los imposibles pasos de JG, y ahora se veía en medio de esa especie de villa miseria. Ya estaba desalentándose, pero la nota autógrafa le renovó la esperanza. Nicolás sabía cómo eran las cosas con él: su coeficiente intelectual era muy superior a la media. Con solo leer una vez un texto, ya se lo aprendía prácticamente de memoria. Se sabía cada detalle de cada uno de los casos que investigaban sus treinta y cinco colegas. Jamás olvidaba una fecha. Y por supuesto que todo este despliegue de talento provocaba el odio de aquellos imbéciles que ni le llegaban a los talones. El jugo era espantoso, pero no se atrevió a pedir otra cosa porque las probabilidades de que le trajeran algo peor eran muy altas. Con el jugo se tomó un clonazepam. El miedo de encontrarse con un extraño para entrevistarlo era mayor de lo que podían soportar sus frágiles nervios. Además, se le complicaba mucho, viajando tan a menudo, con-seguir los medicamentos para sus ataques de pánico. Viajar de esa manera fue toda una proeza. Siguiendo pistas pasó por México, fue a Venezuela, luego a Nueva York, de ahí a Bolivia, Alemania, Irlanda, Italia. Y ahora Brasil. Repasó sus notas una vez más:

1. JG desaparece el 23 de enero de 2000. 2. Círculo interno de su producción: ignorancia absoluta de paradero. Solo el mánager, que no suelta prenda ni bajo tortura. 3. ¿Cáncer? ¿SIDA? ¿Rehabilitación? 4. Los yanquis sospechan de algún cartel mejicano. Aprovechan.

Bueno, lo de siempre. Lo realmente extraño sucedió seis meses después de la primera desaparición: a mediados del 2000, su representante mandó un comunicado a las mayores redes informativas anunciando un nuevo recital. Y nada menos que en Tokio. Y así fue: sin explicación alguna sobre su larga desaparición, JG deslumbró con su miel hecha melodía, cantando en medio de un coro de arrobadas geishas. Nació la leyenda: poco antes de comenzar el concierto en Tokio, varios testigos juraron ver que Juan Gabriel estaba paseándose por Champs Elysees. Y la información se difundió en minutos, por cadenas de e-mails.


Y para complicar las cosas, también sucedió lo mismo en Alemania ese mismo día y a esas mismas horas. ¿Un doble? ¿Dos sosias al mismo tiempo? Luego de los dos primeros casos, ver a Juan Gabriel por la calle, caminando, haciendo compras o paseando un perro, era como ver un OVNI. No había fecha de concierto en donde no se jurara que se lo había visto en otro punto lejano del mapa, a la misma hora. Por supuesto que las fotos de aficionados y filmaciones caseras comenzaron a llover. Fotos sacadas a distancia con celulares mostraban a un Juan Gabriel con gorra, barba desprolija, anteojos oscuros, rapado, con el pelo largo, con capucha, sin capucha, con barba candado, con bigote, en cuero, con traje. El tema, luego de varios meses, se enfrió, como todo. Muchos conciertos surgieron sin avistamientos extraños ni nada fuera de lo normal. Todo esto no hubiera pasado de ser una anécdota de color si no hubiera sido que el 23 de enero de 2008, o sea, hace un año, Juan Gabriel habría vuelto a desaparecer. Este lapso de tiempo estaba haciéndose ya demasiado prolongado. Y esta vez sí, volvieron los avistamientos. Pero más específicos. Todos por las mismas zonas o cercanías. Nicolás adoraba los rompecabezas, pero este caso era demasiado grande como para que se volviera divertido. Se convirtió, como no podía ser de otra manera, en una obsesión para él. Su padre sabía que esto iba a pasar y Nicolás sabía que él sabía. Entre las dos desapariciones (2000 y 2008) Nicolás ha-bía juntado ya 3853 fotografías. Había hecho con todas ellas una clasificación en tres ítems: incorrectas, correctas y probables. 3421 eran Incorrectas, lo cual quería decir: borrosas, muy lejanas, imprecisas, o directamente delirantes; 326 eran probables, lo que implicaba un cierto acercamiento aunque no del todo nítido, una buena imagen pero que podía ser o no el cantante desaparecido; y por último, 106 eran las que ofrecían mejor calidad de pixeles, mejor foco y que realmente no se podría dudar que ese individuo fuera Juan Gabriel. Las filmaciones ofrecían tantas dificultades que las descartó de plano. Los caminos tradicionales fueron los primeros que realizó y que descartó sabiendo de antemano que así iba a pasar. Lo intentó, de todas maneras, para no dejar ningún camino sin recorrer.


Hablar con el manager de Juan Gabriel era ahora más difícil que conseguir una entrevista con Bin Laden. Tan fuerte e impenetrable era el hermetismo que rodeaba a la figura de JG que no pudo hacer otra cosa más que rearmar el cuadro a partir de las migajas que caían de la mesa. Entonces, se dedicó a estudiar todos los videoclips, todos los conciertos en vivo que pudo ver en DVD. Las fotos de prensa. Las fotos de paparazzi profesionales. Las conferencias de prensa de su manager, los testimonios de sus fans. Se había aprendido de memoria la vida y obra del cantante, todos los romances que se le conocieron y los que se le inventaron. Hasta estuvo una semana entera revisando las letras de sus canciones para ver si le daban alguna pista. Por supuesto que lo hizo de puro obsesivo ya que las canciones nunca eran de Juan Gabriel. Revolvió el enjambre todo lo que pudo. Hasta que un día, una abeja vino a picarlo.

Miró su celular para saber la hora. Todavía faltaban treinta minutos para que se cumpla el horario de la cita con su abeja. Se levantó aparatosamente, solo como él sabía hacerlo; respiró profundo y se encaminó hacia el mozo como si es-tuviera conteniendo la respiración. Todos en la mugrienta barra le daban la espalda, mirando absortos el televisor que colgaba de lo alto de una pared. Se sintió temeroso pero trató de relajarse un poco. De todas maneras, una mancha oscura en la espalda y otra en el pecho de la camisa lo delataban. Caminó hacia el barman, que era también mozo y cajero. Los brazos como siempre pegados al cuerpo. Respiró profundo una vez más y dijo en un correctísimo portugués que podríamos traducir así: —Disculpe, mozo —dijo en un exageradamente correcto portugués. Algunos de los ya borrachos clientes se dieron vuelta para verlo. Se enrojeció de vergüenza

pero

continuó— ¿Podría servirme otro vaso del mismo jugo que me sirvió con anterioridad? El mozo lo miró con curiosidad y algo sonriente. Afirmó con un gesto de cabeza y Nicolás se apuró a volver a su mesa sin olvidarse de chocar con una silla en el camino.


No había caso: por más que en este trabajo de buscar alguna pista o juntar información sobre Juan Gabriel haya hablado y entrevistado a más de 40 personas alrededor del mundo, no se acostumbraba al contacto directo con las personas. Al sentarse, unas risitas de burla se oyeron entre los pocos clientes. A lo que sí se había acostumbrado era a las burlas solapadas. Le eran indiferentes. Recordaba los tiempos felices de su niñez, en donde se pasaba las tardes encerrado en su habitación o en la biblioteca, copiando biografías de personajes famosos que figuraban en las grandes enciclopedias ilustradas de su padre. Leyendo todos los libros técnicos sobre los temas más diversos. Los libros de historia, de geografía, de ciencias. De literatura solo leía policiales o cuentos de misterio. No se le daba bien la poesía, o la pintura. Sabía muchos datos y muchas obras críticas sobre todas las artes, pero no tenía lo que se llama sensibilidad artística. Era tan feliz en esos años… Hoy, el contacto con los seres humanos lo incomodaba. No entendía a nadie. Y menos a su padre, que lo envió a recorrer el mundo tras un fantasma, una utopía… una cosa intrascendente como lo es un cantante melódico. Sospechaba con un gran porcentaje de acierto que la verdadera intención de su padre fue sacárselo de encima. En su interior y a sus veinticinco años, esto todavía le dolía, aunque ya sabemos, a todo se acostumbra uno, o ¿no? Ya se hacía hora de que llegue su entrevistado. Pero el que llegó fue el mozo, quien sirvió en el mismo vaso anterior más jugo.

Había recibido la nota que indicaba la cita bajo una taza de café, hace dos semanas en Venecia. Estuvo allí, en la ciudad de los canales, tratando de localizar a una mujer que decía firmemente que había visto a Juan Gabriel por la zona, un poco desmejorado, y paseando como un vagabundo. Decidió asistir pues no tenía nada que perder. Además tenía planeado dejar estancada un poco la investigación y volver a casa para ver si despejando su mente de todos los viajes podía llegar a vislumbrar algo en todo el material que había juntado.


Una parada en Río no le vendría mal. No pensaba ha-cer aquí otra cosa que esta entrevista. Claro que era muy factible que solo se tratase de algún loco excéntrico que tenía delirios de Juan Gabriel. Porque ¿qué posibilidades habría de que fuera realmente el cantante? Sus preguntas mentales se interrumpieron con el chillido de la puerta mosquitero al abrirse. El mozo extendió los brazos y gritó al recién llegado en un castellano que sorprendió a Nicolás, quién los miraba con disimulo. —Ey! Quico! ¡Volviste! En la puerta estaba parado un hombre alto, con sombrero de vaquero y poncho a lo Clint Eastwood. Rubio, con barba de dos semanas, y escondiendo los ojos bajo el ala. —¿Cómo estás Muleiro? ¡aaaahhh, pinche cabrón! Y se abrazaron como si fueran grandes amigos que ha-ce mucho no se ven. El tal Quico era evidentemente mejicano. —¿En dónde estuviste esta vez?— preguntó sonriente Muleiro. —En Venecia, como te había contado. —¡Este Quico! siempre con sus historias. ¿Escucharon todos?— dijo Muleiro en portugués a los habitués de la barra —Dice que anduvo en Venecia ahora. Todos rieron un poco, pero pronto volvieron a sus bebidas y a su mundo. —¡No mames güey! Vine a encontrarme aquí con un pinche periodista, que debería haber llegado a las 5 y media… Es un Argentino. —El único que vino acá y no es de los clientes de siempre es ese muchacho, un tanto loquito que está sentado ahí en la mesa, pero vino a las 4 más o menos. Y habla portugués… medio rarito, eso sí. —Ese es. Sírveme lo de siempre y déjanos platicar en privado ¿sí? —Como guste, siempre será bienvenido el gran Quico a este Buraco do Diabo. Quico caminó decidido hacia Nicolás y se desplomó sobre la silla de enfrente. Bien apoyado contra el respaldo lo examinó con ojos desafiantes. Nicolás estaba duro, mirando inexpresivo. Luego Quico se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos con curiosidad, como si buscara algo en él. —No te pareces en nada a un pinche periodista. Nicolás bajó la vista pero contestó.


—Y usted no se parece en nada a quien yo busco. Quico sonrió y apoyando el sombrero sobre la mesa dijo —¿Estás seguro? Mírame bien. Ahí, sin sombrero, mostró el rostro en su totalidad. Era un rostro delgado pero bien formado, ojos verdes, barbado, y una cicatriz que le recorría la cara desde el pómulo derecho hasta la mandíbula inferior. La cicatriz era falsa, pero ayudaba a confundir. Nicolás quedó impactado. Detrás de toda esa cara rústica, en esos ojos, en la boca, en la forma de los pómulos, pero por sobre todo en la manera de mirar, podía encontrarse sin problemas el rostro tantas veces visto de Juan Gabriel. —Admirable —fue lo único que se atrevió a decir. Quico sonrió complacido. Luego, señalando el grabador que estaba en la mesa, dijo. —No, no me grabes. Lamentablemente, esto no puede quedar registrado así. Vas a tener que recordar y anotar. —No hay problema —Nicolás recordaba el %80 textual de las conversaciones que tenía: se había hecho varios tests al respecto —Bueno, comencemos — arrancó Nicolás mientras acomodaba sus papeles —¿Cuál es su nombre? —¡Chingón! ¿Así arrancamos? Qué buena pregunta. Hace tanto tiempo de eso. Déjame ver…. Creo que mi nombre original es…— pensó, buscó… y recordó algo vago— Esteban Damián Luna. —Ok —Nicolás temió que esto solo fuera un fraude, una casualidad tonta que lo había llevado a un callejón sin salida —¿quiere explicarme por qué estoy yo acá, con usted y contarme su historia? —Tú estás aquí porque yo te llamé. Eso es fácil de responder. Lo otro es más extenso. Yo era un cuate como cualquier otro: pobre y sin futuro en Méjico… En este punto, el ahora autonombrado Esteban, se quedó mudo y con la vista perdida… recordó algo escondido allá, en esos tiempos que hoy le sonaban ancestrales. —Bueno, los detalles de mi infancia quedarán para mí. La cuestión es que a los 17 años comencé a trabajar de JG. —dijo Jota Ge. —O sea que usted es un doble de Juan Gabriel.


—¿Doble? Más que eso. Yo era el tercero. —¿Tercero? —A ver, ahora deberíamos hablar sobre mi trabajo: Creo que nunca fui otra cosa. Mi vida fuera de JG, casi ni la recuerdo. Es muy difícil recordar algo por fuera de JG. Tuvimos que negarlo tanto. Fue muy duro, y aún hoy lo es. —Sonrió como volviendo de un sueño. Lo miró a Nicolás, brindó a su salud y continuó— Bueno, bueno… a ver. Me toca tomarte lección a ti. Si te equivocas mucho, quiere decir que me equivoqué yo de persona. Dime: ¿Cuántas veces desapareció Juan Gabriel? —Dos: la primera en enero de 2000 hasta junio del mismo año, y la segunda desde 23 de enero de 2008 hasta la actualidad. Esteban hizo una seña de aprobación por la exactitud de las fechas. Nicolás le explicó —con incontenible pudor— que su coeficiente intelectual era altísimo y que recordaba un 80% textual de las conversaciones que tenía y de las cosas que leía. El único inconveniente, también aclaró, se iba a presentar en el momento de probar lo que escribiría. Quico levantó los hombros como diciendo que eso era algo inevitable. Luego continuó. —La precisión, como dije, no está mal pero te equivocas, güey. Fueron tres. Nicolás abrió los ojos recordando.

Juan Gabriel había comenzado a cantar en televisión en un programa para niños talentosos. Tenía por entonces 9 años. Fueron 3 años de éxito escalonado. Llenó teatros con niños, niñas y madres. Una explosión infantil, un éxito ro-tundo. Pero el 10 de octubre de 1985 las tapas de los diarios dieron la noticia de que la madre de Juan Gabriel había muerto. Hubo un funeral privado, fotos de Juan Gabriel llorando a la distancia con lentes negros… luego silencio. No se supo más nada hasta 5 años después cuando volvió con un nuevo disco, ya apuntado a adolescentes y adultos. —¿Qué pasó durante ese tiempo? —Yo no lo sé, y no conozco a nadie que lo sepa. Lo único que sé es que luego de ese período de silencio yo comencé con todo esto del Proyecto JG.


—¿Así se llama? Proyecto JG ¿Y en qué consistía su trabajo dentro de ese proyecto? —Yo era JG en las fotos “sorpresivas” de los paparazzi, a la salida de los shows… siempre a la distancia. Aunque estaba capacitado para todo. Reportajes, fotos, escenario, televisión. Todos estábamos preparados para todo. —¿Cuántos eran? —Cinco, siempre debían ser cinco. Te imaginarás que otra de las cláusulas del proyecto era el silencio, y con él, el consiguiente alejamiento total de nuestras familias. Tenía-mos que perder nuestra identidad, nuestra libertad. —Pero, no entiendo: ¿por qué tanto hermetismo? si eran cinco dobles además del mismo Juan Gabriel… entonces ¿Él qué hacía? Esteban lo miró asombrado y sonrió —Pensé que eras el pinche periodista más listo de tu país. —Nicolás lo miró con gran asombro… preguntándose quizás ¿en qué se había equivocado esta vez? —¿Sigues sin entender? Me preguntas por Juan Gabriel. ¡No existe Juan Gabriel! El muy cabrón no existe. Nosotros cinco éramos Juan Gabriel. Del güerito que lloraba por su madre chingada solo queda su nombre. Nadie sabe si murió, o lo mataron o se lo tragó la puta tierra. Teníamos prohibido preguntar por él. Nos decían que él no existía, que Juan Gabriel éramos nosotros. Tomaron su nombre e hicieron algo totalmente distinto. Cinco tipos idénticos, haciendo de uno solo. ¿Y? ¿Cómo te quedó el ojo? Gran historia ¿No? —O sea que cada uno hacía de una parte específica de JG. —Sí, no era tan específico ni exclusivo, pero cada uno hacía su parte. Podíamos rotar, como ya creo que te dije. —Tres preguntas: ¿qué sucedió en el año 2000 durante la segunda desaparición? ¿Qué sucedió ahora? Y ¿por qué está usted acá contándome esto? —Ahorita, güey, poco a poco. La segunda desaparición fue por unos conflictos personales de Número 2: se le murió su padre. No sé cómo se enteró. Le prohibieron salir. Él salió igual. Hubo tal revuelo que nos dispersamos los cinco. Ahí tienes a los aparecidos. Poco a poco fuimos volviendo. Número 1 cantó en Japón, prácticamente solo. Él siempre creyó que realmente era el verdadero JG. Luego nos reunieron a todos otra vez —y ahora que lo pienso, quizás Número 1 sí fuera el chavito del comienzo, todo puede ser.


Número 2 no volvió. Tampoco supimos más nada de él. Quedamos solo cuatro. En el círculo interno del Proyecto JG creemos que cada vez que Juan Gabriel vuelve a los escenarios es porque alguien fue “silenciado”. Hay olor a muerte por todos lados. Desde lo de Número 2, yo fui planeando mi salida del proyecto. Arreglé unos documentos. Ahora soy ciudadano argentino y jamás tomé mate. Por supuesto que me voy moviendo de aquí para allá, para que no me encuentren. De ahí es que te contacté en Venecia. Sabía que me venías persiguiendo, y te aseché yo a ti. —¿Por qué no recurrió a las autoridades? No pueden obligarlo a trabajar así; Sería esclavitud. Quico Largó una carcajada. —¡No mames güey! Lo pones tan sencillo… no existimos, nosotros no tenemos identidad. Estamos fuera de todo registro. Somos como fantasmas. Solo somos cuando somos JG. —Y se cansó de ser JG. —Quiero ser otra vez yo. La pasta, el lujo, las mujeres… están muy bien, pero no soy yo. Tengo 35 años y en definitiva, individualmente no soy nadie. —Tardó mucho en darse cuenta. —No, ¿No lo entiendes, verdad? No me van a dejar en paz. Me van a matar como a Número 2. Van a proteger su negocio ―SU SECRETO― a costa de mi vida. Y mi silencio vale mi vida. Si yo aparezco y se descubre que Juan Gabriel no existe, se les acaba el juego. No quisieron, creo yo, dejar que la mina de oro que era el original se terminara. Creo que por eso inventaron esta cosa macabra. Una cosa maca-bra que genera millones de dólares. —Y ¿por qué me lo cuenta, entonces? —Porque si me matan, alguien tiene que saber la ver-dad. Y ahora, la verdad, también es tu problema. Fíjate qué hacer con esto, güey. Entonces Esteban —o Quico, o JG, o ese remedo de Clint Eastwood chicano— se levantó, hizo girar su sombre-ro entre los dedos antes de calzárselo en la cabeza. Caminó hacia la barra, pagó la cuenta y abrazó a su amigo Muleiro despidiéndose. Desde la puerta hizo una seña a Nicolás con su sombrero, a modo de saludo.


El mejor pinche periodista de Argentina se quedó mirando a su entrevistado alejarse. Luego de unos minutos de reflexionar le hizo señas a Muleiro. Este se acercó y Nicolás le preguntó en su perfecto portugués. —Discúlpeme ¿puedo preguntarle algo sobre este hombre, Quico? —Sí, señor, claro. —¿Es confiable? —¿Le contó que él es Juan Gabriel? —Sí. —Cada vez que se emborracha le cuenta lo mismo a todos— y riéndose volvió a la barra.

En ese momento el televisor anunció:

Juan Gabriel vuelve a los escenarios. Se presentará en público luego de no saberse de él durante largos meses. El concierto será en Londres, dentro de la gira de su último disco…

Nicolás salió a la calle. La gente seguía en lo mismo. El sol caía. Todas las personas comenzaban a verse como sombras, rojizas, oscuras… movedizas. Nicolás pensó en su padre o pensó en sí mismo ¿quién era él? ¿Alguien puede desaparecer para siempre? La historia dice que sí. Pero todo pasa y todo queda, dice el dicho popular. Y en todo este tiempo en el que no estuvo en la editorial ¿qué fue de él mismo? ¿Qué fue de él, allá en argentina, mientras no estaba allí… mientras viajaba tras una sombra? El poder de las palabras. Las palabras que crean realidad. Las preguntas se derivaban incansables. Seguramente no era porque conociera la verdad. Solo le contaron, de una manera brillante, una historia que podría nada más ser el delirio persecutorio de un borracho. Una simple teoría conspirativa. Pero, muchas veces, ocultar la verdad diciéndola, a sabiendas de que no será creída, es la mejor manera de esconder dicha verdad.


De todas maneras, lo que debería estar arruinándole el equilibrio y la claridad mental es el hecho de que se sintió identificado de alguna manera con JG. Un hombre atrapado dentro de un nombre que no le pertenecía. ¿Importaba acaso la verdad, la resolución del enigma? Lo peligroso de preguntar es que te pueden responder, Nicolás. ¿Cuán loco estaba este Esteban para inventarse semejante cosa? Y ¿cuán loco estaría él mismo por no poder relacionarse normalmente con la gente? ¿Por qué un hombre, o cinco, reaccionan en contra de lo que se supone que desearía cualquier mortal? Ser un dios moderno, dinero, lujos, sexo, todo. En el pecho de Nicolás algo comenzaba a subir de temperatura. El ansia de ser uno mismo. Su cerebro le enviaba una descarga de hormonas y químicos que se traducían en placer. Ahí, entre la miseria y la pobreza más representativa de Sudamérica. Él debe estar sintiendo placer al recordar la historia. Placer por la empatía con ese mejicano extraño vestido de Clint Eastwood. Comprendió, imagino yo, de una manera intuitiva y casi irracional —algo hasta ahora imposible en él —que no tenía una nota, no tenía un artículo ni una entrevista: tenía entre sus manos una historia. Un cuento. Y ese placer que le disparaba su cerebro. Eso, quizás, sea la sensibilidad artística. Y ahora se dedicará a escribir la historia, sin la pretensión periodística; lo hará solo por el hecho de dejar sentado en palabras lo que sintió al respecto de todo este asunto. Estos pensamientos y muchos otros, debieron invadir-lo en ese momento. De otra manera no me lo imagino. Percibí en sus ojos ese desconcierto que te deja la fantasía de la realidad… pero la realidad palpable, la que ostenta coincidencias extrañas, la que se mueve ignorando nuestra lógica. Cuando lo saludé y bajé el ala de mi sombrero, sabía que yo me estaba construyendo a mí mismo. El personaje que yo quería que él viera en mí. Nunca he sido bueno escribiendo… que lo haga otro por mí, entonces. Otro que se pregunte como yo: ¿Tan fuerte es el ansia de ser uno mismo?


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