Prólogo
Yo necesito escribir mis memorias, necesito que lean a través de mí y que por lo menos durante un corto período de tiempo comprendan mi experiencia. No me conocen, y yo tampoco a ustedes. Pero me gustaría tenerlos como invitados a esta travesía dictada por mis viejos demonios, por siempre acechándome. Y una pequeña instancia que sirvió como agente detonante para que mi curiosidad e imaginación dieran rienda suelta.
Si pudiera ser más específico, lo sería.
Dudo de mi mente y por eso te cedo las palabras, para que puedas interpretarlas a tu manera. Estas fueron mis memorias con aquel maldito camino de tierra. El cuál asedió mi mente por más tiempo del que debería.
capítulo i
La curiosidad puede ser un arma de doble filo, por más honesta que sea. Tiendo a recordar mi fascinación por aquel corto camino de tierra que veía todos los días. En usual ruta de vuelta a casa, siempre a pie, me encontraba con un callejón particular. Justo entre una vivienda sumamente acomodada y una urbanización pequeña, pero aun así elegante. Sin embargo la pega entre estos dos sitios no era más que un camino de tierra constituido a lo sumo de 400 metros, rodeado de paredes de concreto. Al final, una reja de metal endeble a la vista, y cubierto por lo que quizá era el elemento más pregnante; un árbol intensamente frondoso y sumamente alto. Su sombra oscurecía el final de este callejón casi como la manta nocturna, en pleno día. Era un pequeño agujero negro que succionaba la luz que caía entre las verdes hojas. Siempre volteaba a verlo, el final de ese dichoso sitio para siempre atrapado en el tiempo. Gradualmente me acostumbré a verlo, pero por algún motivo jamás dejaba de llamarme la atención. Aun cuándo toda la ruta se me hacía familiar e infinitamente más corta de lo usual; ese maldito árbol me atrapaba en su encanto. Y algo más, presumía yo.
Su sombra oscurecía el final de este callejón casi como la manta nocturna, en pleno día. Era un pequeño agujero negro que succionaba la luz que caía entre las verdes hojas. Siempre volteaba a verlo, el final de ese dichoso sitio para siempre atrapado en el tiempo. Gradualmente me acostumbré a verlo, pero por algún motivo jamás dejaba de llamarme la atención. Aun cuándo toda la ruta se me hacía familiar e infinitamente más corta de lo usual; ese maldito árbol me atrapaba en su encanto. Y algo más, presumía yo. Nunca me atreví a aventurarme al final de esa calle, siendo mi país como es, podría encontrarme con alguna amenaza de muerte al adentrarme en un área dónde soy un completo desconocido. Pero así cómo lo quisieron las leyes de probabilidad, llegué a conocer a Harry, el guardia de la urbanización de al lado. Le decían el Venegringo, hijo de un par de estadounidenses que vivían antes ahí, explotando el cambio de dólares a bolívares para vivir como reyes, pero luego abandonaron el bote apenas notaron los huecos. Él se quedó, se proclamó a sí mismo como un venezolano puro, nacido con una arepa en la mano y un papelón con limón en la otra. Aunque desempleado y solo con el bachillerato, la comunidad de la urbanización lo adoraba, por lo que le hicieron el favor de emplearlo en la caseta de vigilancia, cosa que le caía como anillo al dedo por su estado de desempleado. Un día me vio completando mi ruta habitual con un calor bestial encima, se compadeció, me dio un vaso de agua helada y me dijo que tuviera cuidado por la zona, estaba todo muy solo.
Como es usual, así comienzan las amistades rituales. Amistades efímeras en las que tiendes a saludar a alguien que ves todos los días, solo porque este gesto hace todo más cómodo. Algunas veces que charlábamos, pero nunca salíamos del arquetipo conversacional de “situación-país”. Claro, hasta el día en que me mencionó un pequeño detalle acerca del callejón. No sé si fue mi lenguaje corporal el que me delató, lo que sé es que mi atención siempre se desviaba un poco hacia allá cuándo hablábamos. Al parecer se fijó, y me comentó que la noche pasada algo extraño había sucedido justo ahí. “Spooky vainas”, como decía mezclando idiomas en tono humorístico. Según decían en las casas: “una muchacha se había aparecido justo en la entrada. Mirada clavada en el árbol, cabello suelto, vestimenta regular pero parecía casi destrozada. Caminaba lentamente, cada paso medido, aunque extrañamente cero sonido provenía de sus pisadas. No había ruido ¡No había ruido! Los aires, televisores, neveras, todo parecía completamente apagado. Incluso la brisa misma dejaba de escucharse”. No es que sea cagó, pero ese tipo de cuento siempre me trae escalofríos. No soy un particular creedor de esas vainas, sinceramente, mi instinto de supervivencia simplemente se activa ante lo desconocido y no lo puedo evitar. “No y la verga se pone peor” continúa, “luego la chama empezó a caminar hacia la reja al final del callejón”. La señora de la 135-A, que asomada presenciaba todo el evento, sentía que la chica la estaba viendo a ella. Con todo y eso de que era imposible. Hubo un punto, y ella no sabe cuándo, que la muchacha llegó al final, justo después escuchó lo que pareció un susurro, el susurro de un llanto.
Como es usual, así comienzan las amistades rituales. Amistades efímeras en las que tiendes a saludar a alguien que ves todos los días, solo porque este gesto hace todo más cómodo. Algunas veces que charlábamos, pero nunca salíamos del arquetipo conversacional de “situación-país”. Claro, hasta el día en que me mencionó un pequeño detalle acerca del callejón. No sé si fue mi lenguaje corporal el que me delató, lo que sé es que mi atención siempre se desviaba un poco hacia allá cuándo hablábamos. Al parecer se fijó, y me comentó que la noche pasada algo extraño había sucedido justo ahí. “Spooky vainas”, como decía mezclando idiomas en tono humorístico. Según decían en las casas: “una muchacha se había aparecido justo en la entrada. Mirada clavada en el árbol, cabello suelto, vestimenta regular pero parecía casi destrozada. Caminaba lentamente, cada paso medido, aunque extrañamente cero sonido provenía de sus pisadas. No había ruido ¡No había ruido! Los aires, televisores, neveras, todo parecía completamente apagado. Incluso la brisa misma dejaba de escucharse”. No es que sea cagó, pero ese tipo de cuento siempre me trae escalofríos. No soy un particular creedor de esas vainas, sinceramente, mi instinto de supervivencia simplemente se activa ante lo desconocido y no lo puedo evitar. “No y la verga se pone peor” continúa, “luego la chama empezó a caminar hacia la reja al final del callejón”. La señora de la 135-A, que asomada presenciaba todo el evento, sentía que la chica la estaba viendo a ella. Con todo y eso de que era imposible. Hubo un punto, y ella no sabe cuándo, que la muchacha llegó al final, justo después escuchó lo que pareció un susurro, el susurro de un llanto.
. Aterrorizada se alejó de la ventana y se escondió en lo más profundo de su hogar. “Al ver por la ventana otra vez no había absolutamente nada, desapareció como alma que se la lleva el diablo.” Claro, todo esto sonaba como cuento de carretera, pero el hecho es que la mera posibilidad de que fuese cierto me incomodaba. Aunque no lo fuese, a mi cerebro le encanta divagar por aquellos panoramas improbables. “Esta mañana ella andaba por ahí preguntando si alguien vio, o escuchó algo. Pero nada, yo le dije que si llegaba a ver algún espanto en esta verga, estoy ready para caerle a puño limpio.” Se jactó, pero se le notaba un poco de temor en el fondo de su voz. Después de todo cualquiera se aterraría ante una imagen similar. En mi mente lo bauticé como El callejón de los Lamentos, pero eso no se lo comenté a nadie. Algún día mi futuro se habría de cruzar con las ocurrencias que aquí yacen, maldita curiosidad.
capítulo ii
Habían pasado ya dos semanas y no había vuelto a escuchar del callejón. Me encontraba diariamente con el venegringo, nuestras charlas se convertían cada vez en un poco más amenas. Como tiende a suceder cuándo gradualmente vas conociendo a alguien, y, por coincidencias de la vida, él y yo congeniábamos bien y estábamos de acuerdo en muchas cosas. Recuerdo un día que me contó acerca de su familia en Alabama, de cómo su padre trabaja como escritor y su madre de ama de casa. Era un matrimonio frío pero duradero. Se habían venido para Venezuela en el 88’ por mero interés, les agradó el país y decidieron quedarse. Tuvieron dos hijos aquí incluso. Claro, en vista de cómo soplaban los vientos y la situación cada vez escalaba, optaron por irse. Harry sentía que aún no estaba preparado para abandonar su hogar. La relación entre él y sus padres nunca fue cercana. Él hacía lo que quería y como lo quería hacer. Y desde que decidió abandonar sus estudios después del bachillerato, jamás se profesaron un interés mutuo. Así que faltando pocos días para la salida el hermano problemático decidió quedarse por su cuenta y su hermano se fue con los padres.
“Yo creo que el siempre que quiso decir algo, pero temía de mis padres. Así que ese fue el último recuerdo que tuve con él.” Un día le lleve galletas de naranja que había comprado antes, justamente para compartirlas con el venegringo mientras nos disponíamos a hablar de pensamientos absurdos y anécdotas. Tenía una particularidad por comentarme sus experiencias como guardia, a pesar de tener tan sólo un año y pico. “I’ve seen some shit” me decía él. Accidentes de residentes que no saben manejar en lo absoluto y su lucha con el portón; discusiones ajenas en casas cercanas que se escuchaban tan claras como una ópera en vivo; un intento de robo justo en la calle de al frente. Para él todo eso no era más que pan y circo en su inexorablemente aburrido día a día. También las conversaciones, pero esas pequeñas instancias siempre eran el acento del día. Yo aproveché de contarle mi material más jugoso a cambio, experiencias de auténtica vergüenza personal y catástrofes protagonizadas por mí. Reímos bastante, las galletas estaban buenas, el sol era cálido pero complaciente. Alguna viejita nos trajo un café negro cargado, pero cargado hasta la médula. Aun así lo bebimos y lo pasamos con el dulce de las galletas, le dimos algunas a la doña también. Nos despedimos con el frío cobijo de la penumbra. Me alegra haber podido disfrutar de ese pequeño momento con él. Después de ese día más nunca lo volví a ver. Realmente no sé qué fue lo que sucedió, algunos residentes me habían dicho que se había ido de vuelta a Alabama sin avisarle a nadie por no pasar pena.
. Otros aseguraban haberlo visto irse con una muchachita muy jovencita y hasta bonitica. El punto es que todas eran flechas lanzadas al aire. No tenía forma de ponerme en contacto. Jamás intercambiamos números o redes sociales -por ponerlo de alguna forma-. De nuevo mi atención se centraba por completo en aquel callejón, los caminos de vuelta se enlargecian nuevamente. Las tardes eran monótonas una vez más. ¿Cómo es posible acostumbrarnos tan rápido a cosas tan tontas y pequeñas?
capítulo iii
Trataba de ignorarlo pero la pregunta siempre me invadía, la duda me atacaba de cada costado y me cerebro no paraba de dar vueltas como una ruleta. Teorizaba múltiples escenarios, eventos o causas por la que el pana Harry pudo desvanecerse. Era imposible que en una comunidad como la nuestra alguien simplemente se fuera, no hay mayor instigador que el chisme, y de ese nadie escapa. Aunque pudiese irse, alguna señora tendría el chisme por ahí acurrucado, como el hijo prodigo el cuál lucir en las conversaciones vecinales. Sin embargo el vacío informativo era impresionante. Cómicamente con el tiempo me fui acercando más a la comunidad, a pesar de no conocer a nadie más que a Harry y tal vez a la viejita de los cafés negros. Aun así me asociaba con ellos para pensar en el paradero de mi amigo. Nada, cero, cerrado. El nombre fue lo único que me quedó, el Venegringo se quemó en mi sien y jamás desapareció. Una tarde, por cuestiones más allá de mi razón. Decidí adentrarme al Callejón, realmente no sé por qué, solo me provocó. Avancé unos 20 metros quizá, y luego me di la vuelta. Directo hasta mi casa con la mente en blanco. De nuevo, nada. No llegué a nada.
Mi mente se encontraba en una especie de limbo y me sentía como un muerto viviente que divaga por instinto y memoria muscular. Me recosté, miré al techo, me imaginé mil cosas pero ninguna a la vez. Me levanté, me lavé la cara, me iba a lavar las manos, me temblaban las manos. No paraban de agitarse incontrolablemente, no entendía. Mi cuerpo no comprendía lo que sucedía, mucho menos mi cabeza. Sólo observaba a mis preciadas herramientas de trabajo moverse erráticamente, sacadas de un congelador bajo cero. Traté de enjabonarlas pero mi agarre no era lo suficientemente fuerte. Me sentía débil, tragué saliva, respiré profundo. Me senté en la cama y sentí como mi visión se iba nublando gradualmente, sudé frío, sentí arcadas, mis esfínteres aflojaban, no había ningún dolor presente pero mi cuerpo reaccionaba igual a como si hubiera perdido un miembro. Creí sentir sangre correr fuera de mis venas pero no vi nada. Luché contra mi cuerpo, contra lo que sentía, contra todo en realidad. Me aferraba a mi consciencia como el náufrago a los restos del navío. Mi realidad se distorsionó por unos segundos, los tiempos parecían errados. Los lugares, las personas, lo que ocurría. Oscuridad. Silencio. Desperté, completamente normal. Mis manos habían vuelto a su estado de serenidad usual, mi cuerpo estaba bien. Mi visión se había restaurado y todo indicio de mal o enfermedad habían desaparecido, es más. Me sentía mejor de lo usual. No quise indagar en lo sucedido, no quise averiguar qué habría pasado con mi cuerpo. Lo taché como una repentina mala experiencia y continué con mi vida. Me aterraba encontrar alguna razón, lógica o ilógica. De vuelta a la rutina, supongo.
Por un momento no recordé quién era Harry, cuestioné todo por unos segundos es más. Luego de un esfuerzo salieron a flote todos los recuerdos y me sentí conforme. Todavía desconcertado pero con algo de alegría de por medio. Su cara... ¿Cómo era su cara? Todos los días la veía pero siento dificultad al tratar de recordar su rostro. Mi cerebro compuso un collage mal recortado de facciones, me sentí conforme. “Ah, ese es Harry.” Siempre quise saber un poco más de él, sentí que me contaba lo que yo quería escuchar y evadía los hechos. Una realidad alterna quizá, creada por él; pero no los hechos factuales. Tal vez era su forma de ser, tal vez yo era un iluso y me costaba creer las cosas de buenas a primera, ya no importa. Volvía a la ruta, casa, callejón, Harr- Urbanización. No volteaba esta vez, no tenía motivo. Seguía con una mirada enterrada en el frente, cero distracciones. Aun así, el maldito callejón me arrastraba. Mis ojos querían voltear, querían ver, observar, destripar cada íntimo detalle que decoraba a ese camino de tierra simplón, la grama larga seca, las paredes con un friso mediocre, la reja de aluminio o alguna vaina así, el hijo de puta árbol que absorbía toda la luz y las hojas que jamás caían, el primer poste de electricidad con tres transformadores gastados, el cableado que constituía la única conexión con el exterior.
Luché, perdí, observé, me fui.
Maldije entre dientes un par de veces más, sin saber por qué. El ocaso me arropó por el resto del camino y en más nada pensé.
capítulo iV
Habían robado a alguien, eso fue lo único que supe. “¿Por dónde?” “Ah, por el camino que tú siempre tomas”, que ladilla. Ese día caminé rápido, mi cabeza giraba a un ritmo constante. El mínimo sonido del motor de una motocicleta tensaba mis músculos, cuándo veía a alguna cerca me preparaba, casi me ponía de cuclillas. Bajaba mi velocidad, esperaba a que estuviésemos al mismo nivel, solo los detallaba cuándo los tenía cerca. Un análisis rápido con el rabillo del ojo determinaba el peligro, un trabajador. Todo bien. Continuaba mi camino. “¿Ajá, pero a que altura? Hay mucho camino.” “Creo que por ahí antes de la urbanización de las casitas, tú debes saber”, de bolas que sí, pero no me jodas. Murphey tal vez sea uno de los mayores hijos de puta que haya existido, no por crear sus leyes, sino por denotar que existen. Justo a la altura del callejón, sonó otro motor de motocicleta. Esta vez más atorrante que el anterior, me encontré a dos individuos con tapaboca, calle vacía, nada de espectadores, el escenario perfecto. Todavía quedaba suficiente trecho entre el vehículo infernal y yo, tensé mis tobillos y como resorte salí disparado a la carrera.
Siempre sabía que esto era una posibilidad pero dudé que alguna vez me pasara, era un trayecto tranquilo aunque solitario. Viré a la derecha en el primer cruce que encontré, con la esperanza de encontrar alguna salida alterna dónde no cupiera la moto. En la mitad del camino me frené en seco. Dos razones; uno, muy tarde me di cuenta de dónde estaba. Dos, aquellos esperpentos se habían parado al principio del camino de tierra y con pistola en mano me ordenaron que me detuviera. Era blanco fácil, no me resistí. No quise ver aquel maldito árbol, giré sobre mí para encontrarme con aquellas miradas lacerantes de personajes sin escrúpulos. Solo uno trató de bajar de la moto, yo me quedé ahí, estático, inmóvil, en un esfuerzo inútil de preservar algo de orgullo al mantenerme de pie con aplomo. Y más profundamente estaba paralizado del miedo, pero... Rápidamente noté que la atención de aquellos bastardos había cambiado de foco, su semblante era distinto. Poco a poco un pavor infundado transformaba sus rostros curtidos de odio en pánico. Aún desconozco que fue lo que vieron, solo recuerdo el chirriar del neumático y la pronta desaparición de mis casi asaltantes. Nunca observé hacia atrás, caminé hasta la entrada, viré a la derecha y no me detuve hasta llegar a mi casa. Lloraba lágrimas contenidas en el camino, jamás te acostumbras a esas experiencias. Una vez más que sucede son varios traumas pasados revividos en un solo instante. La adrenalina, el temor por mantener tu vida. Todo se desploma en ese momento después del suceso, aunque hayas salido ileso.
A veces a mi cerebro le encanta navegar las aguas de ese recuerdo, de componer una imagen de algo que sea capaz de espantar a dos personas que han visto la faceta más horrible de la sociedad y que, contrario al sentido común, han decido nutrirse a través de ella. ¿Qué puede atemorizar a alguien que presencia la muerte de forma constante? No me gustaría saberlo, ni hoy, ni ayer, ni nunca. Y mi mente puede ir a mamarse un güevo por ello.
capítulo V
A los humanos ciertamente nos cuesta aprender de nuestros errores, aunque traté de evitarlo, me convencí en cagarla. Por primera en varios meses decidí esperar a algún destartalado autobús de la ruta ya casi inexistente. Supuestamente estaban de paro, supuestamente estaban esperando repuesto, lo único certero de todo el asunto; ya no venían para acá. Tacharon este sitio de su ruta como si no existiese, muy pocos se disponían a adentrarse y se devolvían repletos de gente. Aun así, esperé y tras empujones y gritos logré montarme. En la puerta, a penas, pero me monté. Como era de esperarse pasaríamos frente al maldito callejón una vez más, afortunadamente por solo unos instantes. Intente cerrando mis ojos, intente concentrándome en la expresión agobiada de la señora a mi lado-que con una sola mano se sostenía, cabe destacar.- Pero todos mis esfuerzos fueron en vano. El autobús se detuvo a dejar a alguien, en la urbanización al lado del recurrente callejón. Tuve que bajarme, para dar paso a los que venían a la parada, ciertamente los maldije entre dientes y continuaba parado al frente de las escalerillas de la unidad, como una estaca.
El picor obsesivo crepitaba sobre mi cuello y no pude evitarlo, volvía observar a aquel caminito de tierra, a aquellas paredes de concreto sin frisar, a aquella grama larga pero verde, a aquella endeble reja fácil de trepar, a aquel árbol por siempre frondoso, a aquella jeep estacionada al fren- un momento, ¿qué? Por primera vez en lo que parecía una vida entera pude observa un vehículo completamente normal al final de esa vía. Como es de esperarse tuve que analizarlo exhaustivamente, me parecía que una imposibilidad matemática acaba de presentarse frente a mis narices, retando lo que entendía por realidad y fantasía. Mezclando los conceptos de lo sobrenatural y lo cotidiano. Todo me parecía estúpido, ¿por qué habría de exaltarme tanto ese pequeño detalle? Pero es que cuándo se presenta una incongruencia en algo que dabas por hecho, tu cerebro no puede dejar de dar vueltas sobre sí mismo. De hecho si había algo extraño en ese vehículo, no tenía matrícula. Lo cual funcionaba como indicio evidente de que era una patrulla policíaca. Sin percatarme la camioneta ya se había ido, incluida con la gente que se bajó. A nadie pareció importarle mi completa estupefacción ante el panorama aquí presente. Mis piernas decidieron moverse solas, animarse a completar una acción que solamente consideraba como una posibilidad. Empecé a adentrarme en ese callejón. Mis ojos fijados en el vehículo, mi lóbulo frontal ahogando mi temor con curiosidad excesiva. En un instante recordé el peligro que representan los propios funcionarios, más de una vez ellos ocasionaba más daño que los criminales que deberían estar persiguiendo.
Asumí que rondaban en el área por las frecuentes noticias del robo, tal vez aquellos malandros andaban robando dónde no debían-o a quién no debían.- Y ellos vinieron a asegurarse de que no se repita. La ironía de cumplir y romper la ley a su vez. Dudé, recapacité y decidí mantener mi distancia. Las preguntas me las tendría que responder deduciendo de lejos, pescando la mayor cantidad de detalles que mi vista me permitiese. Presentí que alguien estaba a mis espaldas y mis sentidos no se equivocaron, los propios dueños del vehículo estaban de vuelta. “Epa panita, ¿qué haces por aquí?” Me pregunto uno de los dos, uniformado y amenazante. El segundo pensó en voz alta “Coronamos papá”, mientras disfrutaba un cigarrillo. Argumenté que solo venía de paso y me llamó la atención que una patrulla estuviese por aquí, ya que no frecuentaban el sitio. “Ah es que tú piensas que nosotros somos unos ineptos, que no cumplimos con nuestro trabajo”, guardé silencio, el otro le complementó “Tu cómo que debes ser el que anda jodiendo por aquí, viendo dónde andamos pa’ salir por otro lado” caí en la trampa, gracias a mi pendejez. La solicitud que me hicieron a continuación caía dentro del protocolo, la pregunta habitual, el chiste de los policías de este país. La típica de pedida de dinero para el refresco, había calor. Con la fresca alteración de que en realidad querían comprar pan de acemita para rellenar con jamón, tenían hambre y no sed. Al principio, como todos, me negué. La amenaza de aprehensión por sospecha de hurto rápidamente siguió y me convenció. Ellos jugaron las mismas cartas de siempre y no me tocó de otra que jugar una mano perdedora.
Cedí todo el efectivo que tenía, exigieron transferencia para completar, el nuevo Modus Operandi de cualquiera que quiere robar de verdad. Agradecía no tener teléfono inteligente y me dejaron ir por lástima. O porque les daba honesta ladilla arrastrarme a un banco. En mi camino de vuelta una brisa intensa, proveniente de lo más profundo del callejón, me golpeó la espalda. Casi sacándome a patadas del sitio. Me sacó de balance por unos segundos, volteé y noté que tanto el vehículo como los oficiales habían desaparecido por completo. No escuché nada, no vi nada y no sentí más nada aparte de la corriente de aire. Cada día el maldito callejón no hacía más que llenarme de putas preguntas y cero respuestas. La escena me dejo intimidado, huí del sitio. En los siguientes días pregunté por los policías, nadie reportaba haberlos siquiera visto, tampoco el vehículo. Su existencia parecía haberse eliminado del registro del planeta. Uno noticia curiosa me llamó la atención al par de días, unos dos cadáveres fueron encontrados en el río más abajo en la vía que siempre recorro. Sus rostros estaban completamente desfigurados y los cuerpos ennegrecidos, quemados hasta la médula. Los forenses declararon que tomaría tiempo identificar a esas personas, calcinadas y deformadas. Tampoco había evidencia que apuntase a que fuesen policías, un caso extraño. Noticia asimilada, comentada, discutida, reprochada, ignorada y olvidada. La vida se reanuda, el trayecto se reinicia. De vuelta al día a día.
capítulo Vi
El temblor de las manos resurgió. La contorsión de mi cuerpo ante un dolor intangible y desconocido era intensa. La visión, el mareo, las náuseas. El bombardeo de recuerdos, facciones de rostros incompletas, miembros borrosos forma el rompecabezas de un cuerpo humano. Siluetas oscuras que desde la distancia trataban de comunicarme algo que mis tímpanos ahogaban con un constante chillido agudo. No podía encontrarme a mi, a mis pensamientos, a mi razón, a mis recuerdos. Todo era nada, y nada era todo. Me coloqué de cuclillas, el cepillo de dientes todavía en mi boca, inmóvil. Me levanté de golpe para evitar el desmayo, me aferré del marco de mi espejo, al menos el clavo era sólido. La imagen de mi rostro era paupérrima. El dolor generaba una mueca horrible y simplemente no me reconocía, el sudor que perlaba aquellas facciones no era mío. Quise golpear el vidrio en un arranque de ira pero colapse.
Algo pudo conmigo, y desconozco qué.
capítulo Vii
Me alejé por completo. Dejé que mi psiquis fuese consumida por aquel temor infundado, no quise saber de la existencia de ese camino. Harry pasó a ser un momento alegre en la enciclopedia de mi vida pero poco me importaba ya, cada quién a lo suyo, me dije. Traté de ocultar todo bajo un mar de excusas, teorías plausibles que indicaban que algo malo estaba pasando con mi cabeza, un par de neuronas cruzadas que ocasionaban todo lo extraño. Aún no me terminaba de creer aquello. Poco a poco me fui retirando de la vida de los residentes de la urbanización, las vecinas chismosas, las viejitas cafeteras, toda persona que tuviese que ver con el maldito callejón. Alteré por completo mi ruta, ahora me tomaba un poco más del doble del tiempo en llegar a mi casa. Incluso el paisaje se vio alterado; ya no veía el hermoso naranja del atardecer, sino el manto violeta y azul profundo que se cernía sobre todo el cielo. La cómoda manta nocturna que generaba cierta incomodidad al estar todavía en la calle. Retomé el café, los bebía con la constancia de un fumador adicto tratando de ahogar sus pesares en condensadas nubes de humo. Quise golpearme, asestar un impacto directo y seco contra mi rostro, todas estas medidas tan absurdas por un miedo desconocido.
Tan solo el recuerdo de aquel escenario lograba hostigarme más allá que las preocupaciones del día a día. Algo intangible, invisible, inexistente. Mi vida cayó en un ciclo de paranoia acompañada por regaños constantes de mi voz interna. Amenazas violentas y declaraciones intensas de locura, pérdida de la razón. El cansancio teñía las cuencas de mis ojos con grandes ojeras, no lograba conciliar el sueño de una forma u otra, no entendía que carajos sucedía conmigo. Algo me seguía y a la vez no. Volteaba constantemente para encontrarme con mi acosador, pero no encontraba nada, ninguna evidencia que apuntara a que eso fuese cierto. Sentí que yo era mi propio acosador, nada tenía sentido. Un día, el último, caminaba por plena oscuridad. Las luces naranjas marcaban mi camino mientras mis ojos se enfocaban en aquellos recovecos oscuros, vigilando que nadie extraño me tomara por sorpresa. Estaba agotado, exhausto, mis piernas tensaban los músculos cada vez que daba otro paso, aun así no baja el ritmo. Tenía hambre, no había almorzado y ese vacío en mi estómago realmente me estaba empujando a ir más rápido. Cuando llegué al punto donde la ruta secundaria y mi anterior calle habitual se cruzaban, mi teléfono vibró. Esa pequeña notificación me detuvo en seco. Mire al rededor, alcancé el teléfono dentro de mi bolsillo, vi el ícono de un nuevo mensaje de texto. Dudé, asumí que sería algún amigo; me equivoqué, número desconocido. Leí. - “24/11/---- 21:46 p.m: No seas gafo vale, te he andado esperando por dónde siempre. Har- (Mensaje Incompleto)”
Cercano al colapso, acudí a mis instintos y salí corriendo. El bajón de tensión fue inevitable, el sudor frío, los latidos desesperados de mi corazón ante el abrupto cambio de moción. No me quise preguntar de quién era ese número, solo quería desaparecer.
Solo quería absolverme de mi realidad.
capítulo Viii
- “25/11/---- 6:46 a.m.: Te veré hoy, en tu supuesto Callejón de los Lamentos.” Número distinto, día distinto. No respondí, desde mi cama sólo lo observé y me quedé petrificado. Ni siquiera percibí algún cambio en mi fisiología, no había pánico-a pesar de que debería-. Mi corazón estaba sereno, mis manos inmóviles, aferradas al pequeño dispositivo de comunicación, ya obsoleto en la actualidad. Borré el mensaje y me di cuenta de algo, yo jamás le comenté a alguien acerca de ese seudónimo, nadie nunca había escuchado ese nombre que yo mismo le puse. Eso nunca dejó de ser más que un pensamiento propio, que no conocía una versión verbal o física. El miedo se manifestó de forma distinta, muy sutil, muy leve, una intensa sensación de incomodidad que se implantó en el fondo de mi cerebro. La imagen desconocida de Harry, su rostro desfigurado ante mi ignorancia de su apariencia volvió a plagar mi pensamiento. Su voz, distorsionada. Sus gestos, exagerados más allá del realismo. Su balurdo lenguaje bilingüe tratando de comunicarme anécdotas irónicas. Toda esa información repitiéndose en bucle dentro de mi inconsciente. Maldita sea Harry, ¿por qué no permaneces en tu exilio?
Todo el día fue igual, cada nueva hora que marca el minuto 46 otro mensaje de texto, exactamente igual al anterior. Siempre distintos números, algunos inclusive... Eran de Estados Unidos. Ese mismo día me vi en la obligación de hacer algo que estaba totalmente en contra de mis instintos, de mi sentido de preservación, del propio sentido común. Confrontar todos y cada uno de mis temores, conocer a los demonios que venían usándome como su marioneta en un juego enfermizo dónde mi sufrimiento era la fuente de su gozo. Ahí fue cuando mis manos retomaron el movimiento errático, mi estómago se revolvía 1 Km antes del callejón, desconocía lo que me esperaba. 800 metros y mis piernas se debilitaban paulatinamente, 600 metros y el sol quemaba cada poro de mi piel, arrancaba pedazos de mí mientras más me acercaba. 400 metros y quise arrojarme al piso y llorar, esperar a que todo esto desapareciera. 200 metros y el deseo anterior estaba a punto de ser realidad. Recuerdo que alguna persona pasó a mi lado, desconcertada ante la vista frente a ella. Pasó cerca de mí y alcancé a escuchar algo en forma de susurro. “Continúa, maricón” volteé de inmediato y el desconocido parecía haberse desplazado 1 km en el tiempo que me tomó girar la cabeza. Solo veía una pequeña silueta en la distancia. Mi teléfono comenzó a vibrar sin detenerse por un segundo, un torrente de mensajes de texto se aglomeraban, todos exclamaban lo mismo “Continúa, maricón” agarré mi teléfono con furia y lo estampé contra el asfalto. Se despedazo de inmediato, las piezas de plástico volaron sin control alrededor de mí.
Me arrodillé en el lugar, mordí mi labio inferior hasta sangrar, lágrimas de arrechera cubrían mi rostro. Me sentía tan impotente y patético, recluido en ese pequeño pedazo de asfalto, derrotado. Grité hasta quedarme sin aire, me levanté corriendo, 150 metros, 100 metros, 50 metros, 10 metros, 0 metros. Llegué, cara a cara con el caminito de tierra, paredes sin frisar, postes de electricidad, reja metálica de fácil trepar, árbol frondoso de oscura sombra. “Bienvenido” escuché, no le paré bolas. Me adentré, quería destrozar todo lo que tenía en frente.
Quería que todo eso se redujera a cenizas.
capítulo ix
Reitero, la curiosidad tiene el potencial de ser peligrosa. Por primera vez noté la ausencia de la reja, aquel metal endeble se hallaba completamente destrozado. Ni siquiera fue un corte limpio, solo quedaba una maraña que dejaba al descubierto el tronco del árbol y otro muro sin frisar más atrás. Detrás de mi aún escuchaba los débiles sonidos de mi teléfono, aunque dañado todavía reproducía la alerta de los mensajes, era agobiante. Palidecía un poco más con cada paso, mis zancadas se hacían cada vez más cortas, la respiración aumentaba de una bocanada a otra, mis manos se hallaban no cesaban el movimiento, el cosquilleo en mi espalda incrementaba. Toda una oleada de sensaciones me revolcó al estar a solo centímetros de la maraña. No podía ver más allá, o, más bien; no quería. Me detuve justo antes, mi ímpetu del principio casi abandonaba mi cuerpo, solo me quedaban onzas de él. Respiré profundo, cerré los ojos, traté de concentrarme. Alternar el miedo por la adrenalina, y empujarme hacia dentro, hacia mí boca del lobo. Le gané a mi sistema circulatorio y por fin di el primer paso. Ya, arranqué la curita, hora de inspeccionar aquel maldito sitio. Hallar de una vez por todas las razones, los motivos, las preguntas y luego las respuestas.
“Te sientes muy bien contigo mismo ahora, ¿verdad?” Creí escuchar. “Después de todo este tiempo, huir no es tu última opción. Aunque, en mi opinión, diría que es muy tarde.” Cállate. El paisaje no era en lo absoluto lo que me esperaba. El árbol era hermoso de cerca, las hojas verdes, la refrescante sombra, el hermoso marrón del cual se vestía el tronco. Ciertamente se me ocurrió la alocada idea de descansar bajo su protección, mi cuerpo estaba agotado, mis ojos ardían con el sueño acumulado. Mis piernas temblaban de forma similar al detenerse después de trotar sin haber calentado antes. Dejarme llevar por ese cómodo pasto verde al pie del árbol no se veía tan mal. La danza de los zamuros, las aves de rapiña, es en mi opinión una de las formaciones más hipnotizantes. El movimiento por siempre circular, justo encima de cualquier cadáver. Sabían exactamente dónde estaba, olían desde distancias increíbles aquella podredumbre que les fascina y sin embargo no es sino hasta el último minuto posible cuándo descienden. Casi mofándose de su víctima, de su incapacidad de escapar un destino inminente. Aunque realizaban su danza burlante a una cierta distancia de dónde yo estaba, me encontraba absorto en su baile.
capítulo x
En un parpadeo volví a enfocarme en la casi derruida casa, su aura espeluznante venía adherida al aspecto colonial. Parecía haber sido habitada, no muy recientemente, pero estaba adaptada a la modernidad. Las tejas que alguna vez fueron un rojo brillante ahora yacían ennegrecidas, casi podridas a primera vista. Las columnas estaban repletas de suciedad y moho que erradicaban por completo el blanco que las cubría. La puerta de madera estaba destrozada con intensidad, parecía haber recibido hachazos. Los barrotes de acero en los amplios ventanales ahora estaban decorados con inmensas telas de araña, fácilmente visibles gracias a su densidad. Hice lo impensable, me adentré en ella. Como aquel arqueólogo explorando terrenos desconocidos en busca de algo que pueda existir, o no. Durante esos 12 pasos que me tomó llegar al portal de la casa mi cuerpo gritaba, exigía lo contrario. Correr en la dirección opuesta y desaparecerme. No hice caso, no me importó. Al entrar la imagen que dictaba el exterior se multiplicaba en el interior. Centenares de cosas rotas en el piso, basura, hojas, ramas, algún que otro cuerpo podrido de animales pequeños, ropa desgastada, incluso condones. Más de un aventurero ha surcado estas aguas, lo que no hizo sino asquearme, eran aguas empozadas.
Recorrí el sitio con una calma irreconocible, y mi miedo por la casa se disipó. Lo único que ocupaba mi mente era la preocupación de encontrarme con algún individuo-o individuos.- En aquel sitio. Para mi fortuna la desolación se imponía. Investigué sin saber que buscaba, me dejé llevar por la arquitectura de la casa, como era de esperarse no había muebles sino lo más puro de la casa, cimientos y paredes. Era espaciosa, podía caminar sin mucho problema, tan sólo cuidándome de los vidrios rotos y cosas asquerosas en el suelo. Era fétido, todo el sitio hedía, me acostumbré al rato. En una de las esquinas de la casa encontré un álbum casi quemado por completo de fotografías, lo sostuve, me cuestioné por un momento si abrirlo o no, lo abrí. Dentro había una pareja de adultos que no compartían muchos rasgos con el gentilicio de este país. Incluso su tez era más pálida que la usual. A nivel de sus caderas un par de niños pequeños, tal vez 6 y 10 años, según mis cálculos al ojo por ciento. Ambos muy parecidos, no pude reconocer sus rostros. Continué revisando y no encontré nada fuera de la norma, excepto, quizá, una de las últimas dentro del álbum. Era un retrato solitario, del que parecía el hermano mayor. La imagen se me hizo extraña, imposible de leer. No veía expresión, o rasgos faciales. Tan sólo una mancha negra.
Asumí que el material se habría descompuesto.
Volvieron, mismos síntomas, mismo orden. Pero un ritmo muy acelerado. Mis manos se agitaron con tal intensidad que el libro casi sale volando de mi agarre. Caí de rodillas, vomité de inmediato.
En el transcurso de todo esto mi visión casi desapareció por unos segundos, noté unas escaleras a la izquierda, con todas mis fuerzas me desplacé en esa dirección. Mi paranoia se volvió una explosión, mi mente minó a mis alrededores con cientos de imágenes de fantasmas acechándome, siguiendo mis pasos, oliendo mi carne con el gusto de una hiena que se preparar a devorar su cena. Algo dentro de mí me indicó que las escaleras serían mi solución, que al correr al siguiente piso estas dejarían de perseguirme. La temperatura de mi sangre incrementaba de súbito pero solo percibía un frío antártico. En cualquier momento pensé que mi mandíbula comenzaría a claquetear por cuenta propia. Con pasos torpes avancé por aquellos dañados escalones, algunos desaparecidos por completo. Llegué al piso superior, los rayos de luz que atravesaban un ventanal me cegaron. Se sintió como el destello de mil fuegos artificiales estallando justo en mi cara. Busqué una habitación vacía en la cual desplomarme, no soportaba estar de pie y mi cuerpo no me proveía de equilibrio. Colapse en el cuarto principal, justo en el centro de la vivienda. Aún estaba consciente, pero todos mis músculos parecían haberse apagado. “Ya llegaste, bienvenido.” Ahora no, por favor. “Te tomaste tu tiempo, pero me alegra verte de nuevo.” Me cuestionaba si alguien realmente hablaba conmigo, o si la otra voz provenía de mi cabeza. Creí sentir la postura de alguien instalarse frente a mí, arrodillándose ante mi cuerpo inerte. Mis ojos trataban de encontrarla pero mi cuello no reaccionaba, tan sólo sentía las capas de tierra y mugre en mi mejilla. La esquina entre dos paredes era lo único que alcanzaba a ver.
La esquina entre dos paredes era lo único que alcanzaba a ver. Parecía ser una habitación grande, pero solo la entrada estaba iluminada, el resto sumido en sombras. “¿Por qué no viniste antes?” No pude, no entiendes. “Siempre asumí que sería el primero de vuelta.” Trata de entender, no era tan sencillo. “¿Pero abandonarme si? ¿Eso fue mucho menos complicado?” No. “¿Entonces?” No quiero estar aquí, quiero vomitar de nuevo, levantarme e irme. “Pero no puedes.” No quiero estar aquí. “Si es así entonces asumes la culpa.” No. “¿Entonces fue mi culpa?” Tomaste tu decisión cuándo yo ni siquiera tenía derecho a opinar. “Buena excusa.” Tenías que irte, con nosotros. “Pero no quise, no era tan fácil.” ¿Ves? La luz comenzaba a rellenar un poco más el espacio, los segundos transcurrían a pasos agigantados. Mi cuerpo no parecía querer cederme el control nuevamente, estaba exhausto. Yo estaba exhausto, mi pensamiento se hallaba exhausto. “Nada, nunca será fácil. Pero es por eso que se hacen sacrificios, y tú eres quién decide qué sacrificar y porqué.”... “Y lo sabes muy bien.” Siempre pensé, que algún día podría reponerlo, que algún día tendría la oportunidad de hacer lo que no pude hacer antes. “Sin embargo aquí estás.” Sin embargo aquí estoy. Ya estoy harto de ti, de tu hipocresía. Sé que tomaste una decisión difícil pero nunca te paraste a considerar lo que nos pasó a nosotros, como afectó a todos aquellos que te rodeaban.
Te jactas del hecho de que lo mío fue una decisión egoísta pero tú no eras, eres y serás, más que otra cara de la misma moneda. “Y dejar todo atrás, así sin más.” Sacrificios, ¿no? “Te recomiendo que por favor te detengas, vas a salir perdiendo más que yo.” No me importa. Sentía como lentamente retomaba control sobre mis extremidades, mis dedos comenzaban a seguir mis órdenes. Mis manos poco a poco se adaptaban a la rectitud del suelo para servir de apoyo y levantarme. Un peso intenso se posaba sobre mi cuello y mientras más trataba de estabilizarme mayor era la presión. El hermoso naranja pintaba esa espantosa habitación, las paredes percudidas de sucio de pronto no se veían tan demacradas como antes, gracias a esa preciosa tonalidad.
“Por favor, no lo hagas.”
Recobré el sentido en mis piernas, me coloqué boca abajo, acerqué mi pecho hacia mis rodillas y afinqué en las puntas de mis pies. Poco a poco me iba adaptando a la posición de salida de un corredor profesional, el peso me complicaba más la acción. Aun así, más me arrechaba y con mayor ganas me esforzaba. Comencé a gritar, estaba exigiendo un desgaste físico mayor a cualquier otro. Mis músculos se tensaban y sentía que iban a estallar.
“Por favor... No quiero que me veas así.”
Eso fue lo último que creí escuchar. La tensión se quebrantó, como un resorte salí impulsado hacia la pared a mi izquierda y con eso detuve el movimiento. Estar de pie no se había sentido tan satisfactorio en mi vida. El sudor se derramaba por todo mi rostro y por fin pude voltear. Miré hacia la ventana, el haz de luz naranja era hermoso.
Pintaba por completo la estancia y la revivía, aquel intenso color parecía tapar por completo todo el desgaste y las imperfecciones. Naturalmente seguí el camino de la luz y ahí lo vi. Una cuerda amarrada de una de las vigas del techo, el nudo. Lo que yacía al final de este. Un rostro irreconocible que de pronto se hallaba más familiar que nunca, un reflejo de mí mismo, pero distinto. Todo se oscureció y sentí que mi memoria se desmoronó justo en ese momento.
Por un segundo recordé, recordé de verdad.
Fue lo último que vi.
epílogo
“¿Cuántas van ya? ¿3 o 4?” Preguntó un joven muchacho con apariencia de novato, uniformado de enfermero, a otro con 5 años más de experiencia. “No sé, ya me la sé de memoria y ni le paro bolas.” Respondió el otro con voz cansada. “¿Pero fue cierta la vaina?” Aún no dejaba de salir de su asombro. “Es tu primera vez con él, así que no me extraña que te sorprenda. Pero lo dudo.” Continuó hablando mientras movía a un señor mayor en silla de ruedas desde lo que tenía apariencia de plaza principal, hasta la cocina. Era un centro de rehabilitación para personas mayores, este era uno de sus mas antiguos miembros. “Desde que llegó no ha parado de contar la misma historia, de hecho, por aquí hemos estado haciendo apuestas por la teoría que sea más cierta.” Añadió el experimentado. “Epa, yo también quiero unirme a esa.” Compartieron una risa cómplice, a lo que el más joven comentó nuevamente, “Ajá ¿y si toda vaina fue un sueño loco?” El otro lo miró incrédulo, “Nah, ya le han hecho un viaje de pruebas y si es cierto que tiene un trauma emocional muy severo. Tan intenso así que lo sacó de casillas por completo.”
“Nojodás.” “Ah pues de pana.” El muchacho detuvo la silla de ruedas en el comedor, lo dejaron junto a otro grupo de personas mayores que compartían el almuerzo mientras charlaban. Los dos enfermeros se alejaron un poco y reanudaron la conversación. “¿Entonces lo de los fantasmas y todas esas cosas si es legítima?” Se pudo sentir algo de temor en la voz del más joven, aunque tratase de ocultarla. “No seas gafo, no creo.” “¿Bueno y el cadáver? ¿Lo identificaron?” “Ahí si no sé, los detalles del final de su historia siempre cambian un poco excepto ese. A lo mejor si vio a alguien muerto así pero no se sabe quién, todo lo demás tal vez no sea cierto.” Compraron un par de botellas de agua para mitigar el calor y refrescar la garganta. “Hermano, vamos a hacer una vaina. En vacaciones claro; vamos a llegarnos para allá.” El mayor volteó a verlo “¿para dónde chico?” El joven sonrió, “ah bueno, para el callejón de los lamentos.”
ยกMUCHAS GRACIAS POR LEER! LUIS ALEJANDRO CANELร N ESCOBAR.