Palabras encontradas - Alejandro Rússovich

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…para los amigos y los alumnos que he conocido en las Universidades Nacionales de Buenos Aires, de Lomas de Zamora, de Mar del Plata y del Centro de la Prov. de Bs. As. (Olavarría), y en la Escuela Prilidiano Pueyrredón, que, con sus preguntas y comentarios, me ayudaron a pensar. A. R.


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Por descubrirnos la relación escondida en múltiples enlaces Por la precisión en el análisis de la engañosa certeza del aquí y del ahora Por llevarnos a “pensar sobre el pensar” Por develarnos el trabajo de lo negativo y su acción transformadora Por presentarnos el despliegue de la Voluntad de Vivir en la vida entera Por guiarnos hacia la alegría, que “aumenta la potencia de obrar” Por mostrarnos cómo el fetichismo está también en las palabras Por compartir “fragmentos de una gran confesión” Por inolvidables tardes de lectura gozosa Quiero “decir mi sentimiento”:

- Gracias, Alejandro, mi compañero, mi maestro. (Rosa María) - Gracias, Alejandro, mi maestro. (Kikí Elorza)


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CLASE INAUGURAL DE FILOSOFÍA EN EL CBC1 En esta primera lección, debo rendir un examen. Voy a rendir ante ustedes un examen haciendo ciertas preguntas, que comenzaré formulando yo mismo, pero que después ustedes también me formularán. La pregunta que cae por su propio peso es ¿qué es la filosofía?, ¿en qué consiste?, ¿cuál es su concepto? Lo que primero se me ocurre es responder por medio de un rodeo. En lugar de dar una definición de la filosofía, preferiría trazar una especie de visión histórica de la filosofía. Vamos a trabajar, durante este cuatrimestre, con dos textos. Estos textos, naturalmente, serán pretextos para filosofar. Vamos a leer interpretando, vamos a leer de manera ingenua, como si nunca hubiéramos tomado en manos un texto de filosofía. Vamos a leer El Banquete, de Platón, así como podríamos leer algún libro del Antiguo Testamento o la Ilíada de Homero, libros fundadores de una historia que nos concierne. Estamos constituidos, mal o bien, por una especie de tradición. Hablamos una lengua que, en su origen, es una corrupción del latín. De los romanos procede gran parte de lo que constituye lo que podríamos llamar nuestra concepción del mundo y de la vida. De ellos heredamos el Derecho Romano, el establecimiento de una sociedad civil, leyes para constituir la sociedad política. También el Antiguo Testamento, porque ésta es otra de las raíces de nuestra concepción del mundo y de la vida, el judeo-cristianismo. 1

Dictada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, el 29/03/1996. (N. del E.)


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La segunda parte del cuatrimestre vamos a tomar otro texto: la La Genealogía de la Moral, de Nietzsche, que justamente nos va a colocar frente a un problema central de la modernidad, del mundo contemporáneo: la crítica, el pensamiento crítico. Nietzsche fue un crítico implacable del cristianismo. El pensamiento crítico es uno de los objetivos, diría el objetivo central de la universidad. Todo cuanto existe puede y debe ser criticado. “Criticar” es una palabra que viene del griego krínein, que significa “colar”. Vale decir, la crítica es una “colada”. ¿Qué hacemos al colar? Separamos un todo unitario al menos en dos partes. Mediante la interposición de un instrumento crítico, de un criterio, vale decir, de un colador, separamos el grano de la paja. Separamos el té en hojitas y el líquido; el criterio consiste en que, en el caso del té, nos quedamos con el líquido, y en el caso de los fideos, nos quedamos con lo que queda contenido en el colador. En todo caso, hay una elección, una decisión de destruir, de romper lo que está unido y constituye un todo. La llamada “crítica constructiva” es una contradicción en los términos: toda crítica comienza por destruir, destruir para construir. Siguiendo con la respuesta a la primera pregunta, ¿qué es la filosofía?, intentaremos remontarnos al origen de la filosofía al efecto de usar todos los conceptos centrales de la obra y el pensamiento de Nietzsche. El libro que vamos a leer se llama la La Genealogía de la Moral. Parafraseando a Nietzsche, vamos a hacer un árbol genealógico de la filosofía, Así como, en las sociedades donde existe algo así como una aristocracia, sus miembros se preocupan de establecer su árbol genealógico, nosotros, como aprendices de filósofos, recurrimos entonces a un árbol genealógico de la filosofía. En forma más o menos arbitraria, porque sí –así como responden los padres a los hijos cuando no saben qué contestarles– quiero empezar por Grecia. Yo veo que la filosofía comienza en Grecia. Su nombre es griego y significa “amor a la sabiduría”: “filo” significa “amor”, “atracción”, aun “seducción”. Vamos a ver, en el diálogo de Platón, todos los problemas del erotismo. El problema del amor como tal es problema estrictamente filosófico. Sofía es la sabiduría, pero no la sabiduría de los libros, no la sabiduría de la erudición. El sofós era aquél que sabía hacer algo con las manos. Cuenta un autor antiguo que se encontró un día con un chico, un campesino, que llevaba un enorme


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atado de leña sobre los hombros. Parecía verdaderamente prodigioso el modo como había logrado convertir en algo transportable una enorme cantidad de leña. Entonces, el maestro lo llamó, y le dijo: “Dejá en el suelo el atado, deshacelo. A ver, volvelo a hacer”. El chico lo desató y volvió a hacerlo como la cosa más natural. A partir de ese día, se convirtió en un discípulo del maestro y fue un destacado filósofo. Es el amor al hacer, el amor a la acción productiva, lo que constituye propiamente la filosofía. Aparentemente, el nombre implica una cierta contradicción, o, por lo menos, la pone en evidencia: el amor a la sabiduría es la carencia de sabiduría. Éste es un tema que vamos a encontrar en el texto platónico. Comprobaremos la importancia decisiva de la conciencia de la carencia, lo único que puede determinar el deseo de llenar lo vacío, el hambre de saber. Así, entonces, en el origen están los griegos. Y de la misma manera arbitraria con que establecemos que la filosofía nace en Grecia, la hacemos nacer en Grecia, de la misma manera empezaremos con Parménides, Parménides de Elea, una colonia griega de Sicilia. Parménides es una figura emblemática del comienzo de la filosofía. Comienza, no con un tratado filosófico, sino con un poema escrito en versos griegos. La filosofía nace estrechamente vinculada al arte, a la belleza, a la poesía, a la lógica, a las matemáticas, todo lo que constituía el régimen, diríamos, de un estudiante griego del siglo IV o V a. C. Parménides escribe un poema que se llama Sobre la naturaleza2, y lo singular de ese poema es que la forma literaria encubre un vertiginoso pensamiento abstracto, algo que, bien mirado, produce un cierto vértigo. La afirmación tajante, absoluta, de la unicidad del ser. Más aún, algo todavía más extraño, la identidad del ser y del pensar, del ser y del hablar, porque pensar y hablar, para los griegos, eran una y la misma cosa. Pero Parménides nos dice que todo cuanto es, es decir, todas las cosas de esta infinita multiplicidad, de este universo, de este firmamento que se extiende sobre nuestras cabezas, todo cuanto es, participa del ser. Por lo tanto, no hay no-ser. El ser de Parménides debe ser pensado como una esfera inmóvil para que tengamos una imagen total del concepto, pero es 2

El título (peri physios) fue colocado posteriormente, en la época helenística. (N. del E.)


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una esfera inmóvil, infinita, en donde al mismo tiempo se absorbe la infinitud del tiempo y del espacio. El todo absoluto es, al mismo tiempo, el pensar. Podríamos decir: “Bueno, esto se puede comprender, en cierta medida, porque es evidente que el pensamiento piensa el ser”. Lo que pensamos es o no es, pero el pensamiento es, y el pensamiento sabe que es. Quizá no sepa qué es, pero sí sabe que es. Aquí se abre una primera distinción. La primera división es ese concepto unitario de Parménides. Pensar, hablar… era para los griegos lo mismo, y por lo tanto vamos a recurrir a nuestro lenguaje, al castellano, lo que pensamos en castellano, porque no pensamos en griego. En castellano, hay dos verbos; el “ser” y el “estar”. El estar es distinto del ser. El estar es transitorio, el ser es permanente. Si estoy resfriado, eso va a pasar, pero soy argentino, y eso es una condición permanente. Y ese estar es nada menos que existir. No todo lo que es, existe. La única cosa que, además de ser, existe, es “yo”, que sé que existo. El ser que sabe de sí mismo como algo que existe es el hombre. El problema de la filosofía, la otra gran pregunta de la filosofía, la otra gran pregunta que hubieran podido formularme ustedes es no solamente ¿qué es la filosofía?, sino ¿qué es el hombre? Vamos a ver, entonces, que esta segunda pregunta, la pregunta por el hombre, la pregunta antropológica, es la que va a caracterizar una de las ramas de ese árbol genealógico. Aquí aparecen otros dos grandes filósofos: Heráclito de Éfeso y Demócrito de Abdera. Fíjense ustedes que estoy hablando de pensadores que, en la mayoría de los casos, han llegado hasta nosotros no por sus propios escritos sino a través de citas de otros autores posteriores, de manera que estos pensamientos nucleares del comienzo de la filosofía son breves, se enuncian con pocas palabras: el ser es y el no-ser no es; el pensamiento y el ser son una y la misma cosa. Heráclito nos dice: todo cuanto es, el infinito universo inmóvil de Parménides, no es otra cosa que un no-ser que es. En el pensamiento de Heráclito se identifican el no-ser y el ser, porque el pensamiento de Heráclito es el devenir, el acontecer, el flujo, el movimiento continuo, incesante: de todo cuanto existe, nada está quieto. Todo está, al mismo tiempo, en un estado de dejar de ser y comenzar a ser. El movimiento, negado por Parménides, se introduce, con Heráclito, en la filosofía.


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Decir que se introduce el movimiento es lo mismo que decir que se introduce nada menos que el tiempo. Otra crítica pregunta filosófica, de las que no tienen respuesta. Las buenas, las auténticas preguntas filosóficas son las que, por definición, por naturaleza, son imposibles de contestar. La pregunta que surge a partir del pensamiento de Heráclito, que introduce el cambio incesante (“no te bañas dos veces en el mismo río”3) no es ¿qué es la filosofía? ni ¿qué es el hombre? sino ¿qué es el tiempo? La pregunta por el tiempo empieza a formularse en forma explícita en un texto filosófico fundamental: las Confesiones de San Agustín, obispo de Hipona, aproximadamente en el siglo IV d. C. San Agustín pregunta. ¿A quién le va a preguntar? Al autor del tiempo. Yo no soy el autor del tiempo, el tiempo me constituye, yo no lo inventé, alguien lo produjo. Para San Agustín era Dios. Entonces, dialoga con lo que podríamos llamar el interlocutor adecuado: Dios. ¿Qué es el tiempo? ¿Hubo tiempo antes de que empezara el tiempo? ¿Hasta dónde y hasta cuándo habrá tiempo? Los contemporáneos se rompen la cabeza con este problema. Parece que el tiempo empezó con el universo. San Agustín formula no una respuesta sino un comentario: “¿Qué es el tiempo? cuando no me lo preguntan lo sé, y cuando me lo preguntan, no lo sé”4. Así de simple. Pero claro que la pregunta por el tiempo ya está profundamente penetrada por la pregunta antropológica. Son Husserl y, finalmente, Heidegger, más cerca nuestro, quienes se ocuparon en profundidad de esta cuestión del tiempo, indisolublemente unida a la cuestión antropológica. Porque de la misma manera en que todo lo que es, existe, todo lo que es está en el tiempo. El que está en el tiempo soy yo, que sabe que se va a morir. Parménides me habla a la cabeza, Heráclito me habla al corazón, me arroja a la contemplación vertiginosa del acontecer, al terrible sentimiento de la irreversibilidad. Se hace consciente, en la madurez, la belleza de la juventud perdida. El otro filósofo, Demócrito de Abdera, pensó también algo admirado como profundamente original. Todo cuanto es, está compuesto en partes, pero ¿hasta dónde es posible dividir las par3 Cita aproximada del fragmento 12 en la numeración de Diels-Kranz. (N. del E.) 4 Cita aproximada de Confesiones, XI 14. (N. del E.)


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tes en que se compone un todo? La divisibilidad, ¿puede llegar al infinito? Esto es lo que proponía Parménides, y Demócrito considera que es preciso poner un límite a la infinitud de la divisibilidad. Tiene que haber un elemento último, algo, una especie de ladrillo primordial del cual están compuestas todas las cosas. A ese ladrillo lo llamó “átomo”. Conocemos bien la historia del átomo. Empezó como un pensamiento puramente especulativo, algo que nada tenía que ver con la experiencia pero, al cabo del tiempo, el átomo se constituyó en una realidad de la investigación científica. Se produjeron modelos de átomo. El átomo que, por naturaleza, por definición (la palabra átomos significa “indivisible”), no puede dividirse, no puede romperse, finalmente, el átomo se rompe, desaparece como lo que era, como una unidad última provisoria, porque después aparecen el núcleo, el electrón… El núcleo, a su vez, está compuesto de partes. El electrón es un concepto, un concepto que nos da cuenta de los efectos visibles en la química y en la física. Quiero decir con esto que, genealógicamente, debemos establecer, como precedente de la ciencia contemporánea, el pensamiento de Demócrito. Hay, en este comienzo de la filosofía, una división, pero todas las divisiones, lo repito, son arbitrarias. Hablamos de Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna, Edad Contemporánea. Los que vivían en la Edad Media no sabían que vivían en la Edad Media. De la misma manera, en filosofía hablamos de “presocráticos”, entre los cuales incluimos a Parménides, Heráclito, Demócrito y otros más que no voy a mencionar para no complicar tanto la ensalada (una buena ensalada no tiene que tener demasiados componentes). Siguiendo a los presocráticos, aparece Sócrates. Es una especie de punto de inflexión. De los presocráticos arranca la figura de Sócrates. Sócrates, que se desentiende de los problemas de sus antecesores. Sócrates, a quien no le interesa para nada qué es el ser, qué es el no ser, qué es la existencia… lo único que le interesa es qué es el hombre, la pregunta antropológica. Todos sabemos, gracias a nuestro Presidente de la Nación, que Sócrates no escribió nada5. En realidad, a quien tendríamos que poner en lugar de Sócrates es a Platón. Extraordinaria circuns5

Alusión a la famosa frase de Menem, por entonces presidente: “mi libro de cabecera son las obras completas de Sócrates”. (N. del E.)


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tancia, felicísima circunstancia en la historia de la filosofía: el maestro sobrevive únicamente en la obra de su discípulo, un discípulo enamorado del maestro. Enamorado en el sentido estricto, caliente con el maestro. Y sin embargo, constituye un ensamble particular. Nos hace asistir al espectáculo de cómo un pensamiento produce, excita, otro pensamiento. Es absolutamente difícil, y yo diría superfluo, discernir, en la obra de Platón, qué es lo que realmente dijo Sócrates y qué es lo que en realidad le hace decir Platón. No interesa. No nos interesa qué es lo que realmente dijo Jesús de Nazareth, sino que lo que cuenta son los escritos que subsisten, de lo que dijo, en una forma más regular, más “académica”, podríamos decir. La palabra “academia” es el nombre que dio Platón a su escuela, pero podríamos decir que el primer académico fue el discípulo de Platón, Aristóteles, el codificador de la filosofía, el fundador de la filosofía como ciencia universal: física, zoología, historia, sobre todo un invento particular de Aristóteles, algo imperecedero: la lógica, y también nada menos que la metafísica –dos elementos fundamentales de toda filosofía–. La lógica, vale decir, el examen de las operaciones que cumple la mente al pensar, y la metafísica, que no es otra cosa sino lo que hacían, precisamente, los predecesores de Sócrates, lo que el gran filósofo Kant llegó a establecer como imposible. La imposibilidad de la metafísica es la imposibilidad de ir más allá de la experiencia, más allá de lo que me conste, pues no puedo abarcar la totalidad del tiempo y, por lo tanto, nada puedo decir al respecto. El tiempo será, para Kant, no algo que esté fuera de nosotros sino, precisamente, algo que nos constituye. Schopenhauer, sucesor de Kant, dijo una vez: “Antes de Kant, estábamos en el tiempo. Después de Kant, el tiempo está en nosotros”6. Vemos, ya, cinco puntos de referencia, cinco iniciadores, después vendrán los sucesores. Los sucesores, que se van a caracterizar por algo que definía muy bien el gran poeta alemán Goethe: “Todos somos una de dos, o platónicos o aristotélicos”, hasta el punto de que en el resto de los filósofos que siguen hasta nuestros días, se puede hablar de una cierta adscripción a la corriente platónica y, en otros casos, una adscripción a la corriente 6

En Fragmentos para la Historia de la Filosofía. (N. del E.)


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aristotélica. En el diálogo que vamos a leer, se trata especialmente de uno de los problemas que constituyen el repertorio del pensamiento platónico. Nada más que del eros, del amor. Pero también Platón es el autor de la doctrina de las Ideas, modelos eternos de todo cuanto existe. Todo cuanto existe no es sino una reproducción imperfecta de esos modelos inmutables. En verdad, las llamadas ideas platónicas están contenidas, en germen, en lo que constituye otro de los rasgos del pensamiento socrático. Las ideas platónicas tienen las características del ser de Parménides. Hay un diálogo de Platón que se llama, justamente, Parménides, en donde aparecen Sócrates, jovencito, Parménides, ya anciano, junto con un discípulo célebre de Parménides, Zenón de Elea, el autor de esas célebres aporías o paradojas lógicas tan célebres: Aquiles, que no alcanza a la tortuga, la flecha inmóvil, para demostrar que no existe el movimiento. Ese diálogo de Platón es uno de los más ricos, pero su temática es demasiado compleja. Platón escribe siempre con claridad, pero prefiero tomar El Banquete porque es un diálogo filosófico que, al mismo tiempo, es una obra maestra literaria, construida en forma dramática. Hay elementos de intensidad, puntos culminantes, y una galería de personajes, cada uno de los cuales, como en una novela, refleja una personalidad inconfundible, en parte personajes históricos de la época de Platón y en parte personajes imaginarios. Este diálogo de Platón se puede representar como una obra de teatro. En general, también tenemos que atribuir a Platón –por lo menos hacer arrancar de Platón– ese concepto tan mentado y difundido en la modernidad, el concepto de la dialéctica, que proviene, justamente, de “diálogo”. Hay posiciones fuertes, contradicciones. La contradicción es el concepto que, a partir de Hegel, constituye el núcleo de la dialéctica. La contradicción, la fecundidad de lo contradictorio: si no hay contradicción, no hay nada. La contradicción es productiva. Platón nos muestra, en el desarrollo del texto, cómo a partir de la contradicción se va a dinamizar el concepto. Otro de los títulos que podemos otorgar a Sócrates es el de “inventor del concepto”. El concepto es la definición de lo que una cosa es. Más tarde, Aristóteles nos va a dar la fórmula de la definición: la definición se hace según el género próximo y la diferencia específica. Un género


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próximo, el más abarcativo: “animal”; una diferencia específica, que lo distingue de todos los animales: “racional”. Como ejemplo de definición, recurro a la definición del hombre, una definición lógica, abstracta. Esa definición debe convenir a un número indeterminado de hombres, de seres humanos. Las diferencias específicas entre los seres humanos son de tal naturaleza que tendríamos que inventar, o, por lo menos, tratar de inventar una definición para cada uno de nosotros. Somos iguales, nuestra igualdad, la igualdad humana, la que se proclamó en la Revolución Francesa, consiste en que todos somos absolutamente distintos unos de otros. Somos iguales porque somos desiguales. La desigualdad es la que determina las jerarquías humanas, no la mera desigualdad económica sino la más honda, la espiritual. –¿Eso no lo dijo Nietzsche? –Sí, son conceptos nietzscheanos. Nada de lo que digo es original. Como estábamos viendo recién, las ideas, las concepciones del mundo son múltiples, prácticamente todo está dicho, no hay nada nuevo bajo el sol. No hay ideas nuevas en sentido estricto. Kant decía que el trabajo del filósofo no era el de producir ideas, como si fuera una gallina que pone huevos, no, el filósofo –decía Kant– es el administrador de las ideas, el que las pone en orden, el que las distribuye y hace que las ideas puedan ser consumidas, de modo equitativo, por el mayor número posible de usuarios, y esto es, en buena medida, lo que hago. Tomo un concepto de Nietzsche, el otro de Platón, nos manejamos con referencias, con ideas que no hemos producido nosotros mismos pero que sí podemos combinar. Aquí hay lo que podríamos llamar un auténtico juego. El juego se compone de dos elementos: ideas y reglas, reglas que no se pueden transgredir, porque si se transgreden no se puede jugar. Si en el ajedrez, por ejemplo, un peón empieza a moverse como un caballo, y la reina como el alfil, no se puede jugar. En este caso, jugamos con las ideas. La regla es que las ideas están ahí, como las piezas del ajedrez, como las palabras y, en realidad, nuestra tarea consiste, fundamentalmente, en la combinación, en la astucia con que podemos poner en relación unas ideas con otras. En ese sentido, el pensamiento también puede definirse como un juego con las ideas, un juego


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donde se puede ganar o perder, un juego que nos puede llevar a la verdad o al error, un juego peligroso porque hay ideas que pueden producir circunstancias atroces, como la idea de la superioridad de una raza, que produjo el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial, o como la idea de una especie de mítico ser nacional, occidental y cristiano, que llevó al golpe militar que acabamos de conmemorar en estos días, culpable de la dictadura más atroz que haya sufrido nuestro país. Juegos peligrosos, y en la medida en que lo son, también juegos estimulantes, porque no es muy interesante el juego en que no importa ganar o perder. En este juego con las ideas filosóficas queremos ganar madurez y desarrollar nuestra inteligencia.


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I1 Advertir que cualquiera puede pensar, que está en nosotros el ejercicio de la crítica, que no hay mucho que adquirir y formarse “antes de”. Si no, siempre está latente la posibilidad de posponer. En realidad, nada nos impide acercarnos a un texto como los producidos por Platón, por Schopenhauer, por Nietzsche, por Spinoza. Algunas dificultades que se producen por falta de información las puede suplir el profesor o alguna otra lectura, pero en realidad los textos fundantes del pensamiento están allí. No se requiere una especie de información erudita sino pensar, dialogar, establecer relaciones conceptuales y al mismo tiempo personales, porque nunca el pensamiento está separado del ser humano, de la persona, de la personalidad.

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Los fragmentos que aparecen con esta numeración provienen de la entrevista que a Alejandro le hizo Nicolás Terranova para El Árbol de Arena. Revista literaria de Cariló, nº 4, enero de 2000. (N. del E.)


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NOTAS SOBRE LA ESPECULACIÓN Y LA LITERATURA1 “Wie hast du´s denn so weit gebracht? Sie sagen, du habest es gut vollbracht.” “Mein Kind, ich habe es Klug gemacht: Ich habe nie über das Denken gedacht.” (“Y cómo lo has logrado? Dicen que lo has logrado bien.” “Hijo mío, procedí con cordura: nunca pensé sobre el pensar.”) Goethe, Fausto

Estas palabras del viejo Goethe, que Simmel recoge para mostrar la espontaneidad con que el poeta daba forma a su visión del mundo, encierran sin embargo una contradicción velada. Porque nadie antes que Goethe parece haber reflexionado tan hondamente sobre los problemas universales de la filosofía para darles, a través del arte, una configuración intuitiva y plástica. Con voracidad juvenil absorbió los áridos esquemas del sistema de Spinoza, que hicieron nacer en su espíritu la Naturaleza-Dios, tan bien avenida con su propio impulso poético que lo llevaba a insuflar vida, significación y movimiento a todas las cosas con que tropezaba su fantasía. Es cierto que no le preocupó mayormente el problema del conocimiento –y a ello alude lo de “nunca pensé sobre el pensar”. 1

Original mecanografiado con fecha marzo de 1952. (N. del E.)


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La verdad es que si no le importaba, era porque ya lo había resuelto de antemano. Su actitud de inmersión en el gran Todo de la Naturaleza que era a la vez un identificarse con todas las cosas disolviendo, en cierto modo, su propia identidad individual, le permitía borrar la distancia entre el que conoce y lo conocido, entre el sujeto y el objeto, los dos términos del problema del conocimiento. Pero, con respecto a la elaboración poética, no es menos cierto que le preocupaba profundamente la relación entre el impulso plasmador y los principios universales que con él se proponía encarnar. A partir de Goethe, esta cuestión ha tenido en vilo la meditación de los grandes escritores alemanes y ha impreso un sesgo peculiar a la crítica literaria. El examen estilístico y la atención a lo formal deben contemplar, cuando se trata de la literatura alemana, la problemática que en cada caso orienta la elaboración artística. En esta dirección se mueven también las reflexiones de Schiller, y la Estética recibe desde entonces el derecho a figurar con pie de igualdad entre las disciplinas filosóficas. Con todo, la valoración de la obra de arte se funda, en última instancia, en los valores de orden estético, por más que esta palabra haya obtenido ciudadanía metafísica al contacto con las especulaciones del idealismo alemán. En el fondo, el hecho de que una obra traduzca esta o aquella determinada concepción del mundo le importa menos a la crítica literaria que el proceso mismo por el cual el pensamiento puro desciende y adquiere existencia visible en las formas del arte. Así, la obra estará “lograda” tan sólo cuando la transubstanciación se haya consumado y el producto final no descubra las huellas de su origen abstracto. Desde Platón y Aristóteles, se considera como perfección de la literatura el poder de provocar la “simpatía”, de mover el ánimo hasta alcanzar aquel enajenamiento en que la inteligencia se rinde al artificio y encuentra su placer precisamente en ese abandono y subordinación a la esfera de lo sensible. Nos entregamos a la seducción de la novela, el drama o la poesía, resignamos nuestra propia visión y sentimiento del mundo, abandonándonos a la imagen extraña y nueva que el artista nos propone. Pero ocurre, a veces, que el Seductor depone sus galas para demostrarnos, a la fría luz


Notas sobre la especulación y la literatura

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de la Razón, a dónde nos conduce. La inteligencia se topa aquí con su objeto propio y no puede menos que despertar de su adormecimiento. Se retrae y torna distante frente al objeto, porque ésta es su manera de vincularse con él. Caen las escamas de sus ojos y el hechizo se rompe. Por ello, la literatura parece soportar con dificultad la permanencia en su seno de elementos nacidos en la región del pensamiento puro. Con disgusto solemos notar a veces la irrupción de un esquema conceptual en la anécdota de la fantasía, el relajamiento del pathos que nos conduce a la actitud objetiva. El esfuerzo para superar esta dificultad es característica constante de la literatura alemana. No todos los intentos, naturalmente, han logrado establecer este clima viviente que en las obras maestras aventa las Ideas espectrales. En nuestros días, el problema culmina en soluciones opuestas. Entre las más representativas se destacan las de Hermann Hesse y Thomas Mann. En las novelas de Hesse se recorta la estructura conceptual dispuesta en antinomias simétricas, y el desarrollo no se aparta del cauce trazado previamente por la reflexión. El paisaje y la naturaleza recuerdan la escenografía de un drama cuyas alternativas podemos adivinar, con el resultado de que la atención se complace más en el artificio que en la expectativa; la ligera densidad de los personajes permite entrever el mecanismo que los mueve. La fábula de Thomas Mann, por el contrario, aparece recubierta por un espeso velo de acontecimientos y situaciones imprevistas cuya relación con la idea central resulta generalmente difícil de descubrir. Es curioso, sin embargo, que el procedimiento de Thomas Mann, siendo más discursivo y sucediéndose a veces capítulos enteros de disquisiciones eruditas y metafísicas, resulta a la postre más vivo y cautivante que el de Hesse, por lo general más regular y más ceñido al relato. La explicación ha de buscarse quizá en la diferente actitud que uno y otro adoptan ante las ideas: en tanto que Hesse asciende hasta ellas llevado por la seriedad y el respeto, se diría que Thomas Mann las contempla desde arriba, con mesurada ironía y a veces con la sonrisa burlona de quien, en nombre de la arbitraria y descocada Diosa de la Naturaleza, se permite barajar las antítesis,


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para reducirlas finalmente a un soplo, a un juego de llamitas chispeantes en el seno de la Vida infinita e inexplicable. En la vida de Occidente, “lo alemán” se destaca con una interna unidad de sentido que empuja por igual todas las manifestaciones particulares. Arte, religión, filosofía, política, brotan de un mismo suelo y, como troncos corpulentos de un solo bosque, se entrelazan en la altura. La literatura no ha podido sustraerse al impulso del pensamiento especulativo que recorre la cultura alemana desde la época moderna hasta nuestros días. Lo peculiar de esta literatura es el modo como opera la trasmutación de los esquemas racionales en configuraciones plásticas que hieren la sensibilidad con fuerza incomparable. Así, el “hombre fáustico”, que aparece en el comienzo de su desarrollo, es por sobre todo una idea, el concepto de una actitud ante el destino, la vida y la totalidad cósmica. Sus caracteres –el hambre de participar en todas las transformaciones de la Naturaleza, la tendencia insaciable a lo ilimitado y la reconciliación final con la existencia– pueden describirse con las palabras que acuñaron los grandes sistemas del idealismo alemán. Pero en el drama de Goethe, la Acción mezcla y confunde la “figura” de Fausto con la “idea” de Fausto de tal modo que cada episodio de la anécdota puede explicarse a partir del núcleo conceptual originario. Aquí comienzan a anudarse los hilos que a través de Schelling, Fichte, Hegel y Schopenhauer desembocan en la producción contemporánea.


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EPISODIO DEL MINISTERIO DE DEFENSA1 1- “Memorandum” [verso] Para información del: SEÑOR JEFE DE DIVISIÓN CENTRAL Producido por: SEÑOR JEFE DEL DEPARTAMEN DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO Objeto: Comunicar Novedades.A los efectos que estime corresponder informo al Sr. Jefe que en la fecha al llegar a mi oficina encontré, el piso sucio, un charco de líquido , los muebles cambiados de sitio y me habían retirado y utilizado la estufa, que hallé en la Guardia de Prevención con el kerosene gastado.Buenos Aires, 1º de Julio de 1953 OSCAR C. CAPITÁN DE INTENDENCIA JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO 2.1- “Memorandum” [anverso] Comunico a Vd. que de las averiguaciones practicadas resulta: 1

Se conservan las erratas, puntuación, espaciado y demás características del original (que se reproduce luego de la transcripción). (N. del E.)


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Que desde las 15.00 horas hasta las 20.30 horas, en su Oficina particular, estuvo trabajando el empleado RUSOVICH - el que utilizó la estufa, entregándola a la Guardia posteriormente, encendida. Dicho empleado concurrió a trabajar a orden del Tte.1º de Intendencia D. ELISARDO R. -Buenos Aires, 2 de Julio de 1953.CESAR JORGE C. Mayor JEFE DIVISIÓN CENTRAL 2.2- Reporte Buenos Aires, 2 de Julio de 1953. Pase al Señor Jefe de División Contaduría para su informe OSCAR C. CAPITÁN DE INTENDENCIA JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO

3- Constancia //// SEÑOR JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO En cumplimiento de lo ordenado precedentemente informo a Vd.que,en efecto,el suscripto autorizó al causante para que concurriese a trabajar el dia 30 de junio ppdo.en horas de la tarde. Buenos Aires, 2 de julio de 1953. 4.1- Pase //Buenos Aires, 2 de julio de 1953 Pase al AUXILIAR 4° Alejandro Russovich para su informacion.-


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4.2- Informe de Alejandro ///SEÑOR JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO De conformidad con lo requerido, y ratificando lo expuesto por los señores Jefes de la División Central y División Contaduría, respectivamente, cumplo en informar a Vd. lo siguiente: a) El día 29 de junio ppdo. A las 15,00´ hs. concurrí a trabajar en esta Dirección General, según autorización del señor Jefe de la División Contaduría, consignada en Memorandum de la misma fecha que obra en poder de la Guardia de Prevención. b) En esa circunstancia, tomé ubicación en la oficina del señor Jefe de Departamento, dado que la misma ofrecía, por sus condiciones de aislamiento, la posibilidad de establecer una temperatura ambiente más propicia que la extremadamente fría del resto del edificio, sin calefacción a esas horas. Tal determinación se fundaba en la presuposición de que el señor Jefe de Departamento no encontraría objetable ese proceder de mi parte, por cuanto en una ocasión anterior idéntica a la presente, tuvo el señor Jefe conocimiento de mi permanencia en su oficina en horas de la tarde, habiéndome observado únicamente que la ficha de la máquina de sumar estaba a la mañana siguiente desenchufada, a lo cual respondí que pondría en lo sucesivo especial atención a ese detalle. Entiendo que en esa ocasión, de haber estado disconforme con el uso dado por mí a su oficina, el señor Jefe me lo hubiera manifestado. c) A efectos de crear un ambiente adecuado al trabajo, y no siendo posible a esa altura obtener kerosene, por no encontrarse ya en la casa el encargado de proveerlo, hice uso de la estufa que se encontraba en la oficina del señor Jefe de Departamento, que contenía, según pude apreciar, suficiente reserva de combustible, el cual, al iniciarse las tareas del día siguiente, sería repuesto sin dificultad. Posteriormente hice entrega de la misma al


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Jefe de la Guardia de Prevención, quien la siguió utilizando, entendiendo también, presumiblemente, que el combustible consumido sería repuesto a la mañana siguiente con la provisión diaria. d) Antes de retirarme realicé un prolijo examen del estado y disposición de los muebles y útiles de la oficina, volviendo las sillas o mesas a la misma ubicación en que las había encontrado. Es posible, sin embargo, que en este punto pudiera habérseme escapado algún detalle; pero en todo caso el orden fundamental y lógico de los elementos quedó, en general, inalterado. e) Dejo expresa constancia de que en el examen practicado no advertí mancha alguna en el piso, ni en las paredes o muebles u otros elementos. La mancha de líquido a la que se refiere en el Memorandum de fojas 1 el señor Jefe de Departamento, no pudo haberse originado durante mi permanencia en la oficina, por cuanto –en caso de tratarse de una mancha de combustible– la estufa funcionaba perfectamente y sin perder nada de su contenido; por lo demás, no hice uso de ninguna otra clase de líquidos, ni tomé café, te, u otra bebidaf) En cuanto al piso, declaro haberlo dejado limpio. Si, a pesar de mi cuidado durante el tiempo que allí permanecí y el arreglo final practicado, se hubieren desprendido algunas partículas de la goma de borrar, o deslizado otras del cenicero, se trataría, en verdad, de fragmentos casi imperceptibles que, si no fueron advertidos por mí en la ocasión, tampoco habría podido el señor Jefe considerar por ello que el piso se encontraba sucio. Infiero, por tanto, que la suciedad a que el señor Jefe hace mención pudo haberse depositado sobre el piso con posterioridad a mi abandono de la oficina. g) Me retiré de la casa siendo aproximadamente las 20,30´ hs. Buenos Aires, 3 de julio de 1953. ALEJANDRO RUSSOVICH Auxiliar 4º


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5- Veredicto ///enos Aires, 3 de julio de 1953. Vuelva al Auxiliar 4º ALEJANDRO RUSSOVICH, llevando a su conocimiento: a) Que la autorización que menciona, para trabajar en horas de la tarde el día 29 de junio ppdo., de conformidad a lo dispuesto en la orden del día nº 119/52, debió gestionarla ante el suscripto. b) Que la ocasión anterior que menciona no fue (…) por cuanto fué otorgada como correspondía, por el suscripto, sin tener el carácter de una autorización general extensiva a los efectos con cargo personal del suscrito, sino exclusiva a su escritorio y la máquina de sumar. c) Que el causante puede alegar desconocimiento, pero era notorio que en esa fecha la reposición del combustible no podía efectuarse normalmente porque la Repartición carecía de Kerosene desde hacía varios días. d) Que en efecto en lo fundamental, el orden de los muebles no fué alterado, sólo lo fué en detalles. e) Que en efecto el líquido derramado, no era kerosene, sino agua que volcó un marinero de la guardia en horas de la madrugada al pasar a retirar una taza. f) Que la suciedad que se menciona a fojas 1, se refiere a pequeños restos de ceniza, goma y tierra que permitieron asegurar al suscripto que su oficina estaba sin barrer. Por las razones expresadas se impone al causante una “ OBSERVACION LEVE” equivalente a 0,50 punto por no guardar las consideraciones debidas a un superior. Enterado vuelva. OSCAR C. CAPITÁN DE INTENDENCIA JEFE DEL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO ENTERADO. 3/VII/53. ALEJANDRO RUSSOVICH Auxiliar 4º


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1- “Memorandum” [verso]

Pagina siguiente: Arriba: 2.1- “Memorandum” [anverso] y 2.2- Reporte. Abajo: 3- Constancia


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4.1- Pase 4.2- Informe de Alejandro


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4.2- Informe de Alejandro

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5- Veredicto


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SOBRE LA LIBERTAD EN LA ENSEÑANZA1 1. Las mismas preguntas que se han formulado acerca del problema de la libertad en general, se repiten en cuanto se refiere a la libertad determinada por las condiciones peculiares de la educación. Sólo que aquí los términos se vuelven más complejos, pues a la existencia o posibilidad de la libertad establecida en el orden filosófico se añade la cuestión de la posibilidad o imposibilidad de su adaptación al orden pedagógico, vale decir, a un sistema de normas y técnicas pre-establecidas que, al menos en apariencia, contradicen la espontaneidad absoluta que suele señalarse como nota esencial del concepto de la libertad en general. Otro tanto puede decirse del problema del “valor” de la libertad referido a la enseñanza, que sucede al de su posibilidad o existencia: una vez establecida, de ser posible, la realidad de la libertad, habrá que preguntar hasta qué punto es lícito su ejercicio o, mejor, cuál es el criterio que ha de decidir en última instancia sobre la conveniencia del ejercicio de la libertad. En otras palabras, si puede darse una enseñanza “libre”, qué beneficios o inconvenientes pueden resultar para el desarrollo de la educación humana. Una cuestión de carácter metafísico y una cuestión de carácter ético presiden, pues, el problema de la libertad de enseñanza. Pero si bien pueden formularse por separado, no 1 Original mecanografiado con fecha diciembre de 1951, con el título “Sobre la libertad de enseñanza” corregido en lápiz. (N. del E.)


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pueden, en cambio, más que resolverse juntamente, y la respuesta a la primera llevará envuelta la solución de la segunda, porque una definición metafísica de la libertad, en tanto que condición inherente a la naturaleza humana y posibilidad de la determinación de la voluntad en general, se refiere a un “hecho” de la existencia sito en una región determinada de la totalidad del ser; marca sus límites y descubre su finalidad. Esta razón de ser y esta finalidad de la libertad, es lo que puede determinar su valor general como hecho de la existencia, esto es, su conformidad a un fin que la justifique y establezca el criterio según el cual pueda considerarse “bueno” o “malo” el ejercicio de la libertad. La historia de la filosofía abunda en intentos de definición de la libertad. El primero de ellos se presenta en íntima conexión con la pedagogía, más aún, puede decirse que brota de la actitud pedagógica misma y es a la vez su postulado y su corolario. Se trata de la inquieta y apasionada búsqueda socrática en pos del perfeccionamiento espiritual del hombre. Sin duda la figura de Sócrates encarna uno de los más acabados “tipos” del pedagogo social –en el sentido de la clasificación de Spranger2– y lo que lo distingue de los cosmólogos que lo precedieron es precisamente su apartamiento radical de todo interés teorético que no fuera el conocimiento del hombre y del modo como en él se vinculan la actividad racional y la conducta moral. Lo que fundamenta y orienta la mayéutica es la identidad entre el conocimiento y la práctica de la virtud: basta conocer el bien para que la voluntad se determine, sin requerir otro estímulo y por obra del sólo conocimiento, a realizarlo. Pero si el movimiento de la voluntad en todo caso está absolutamente determinado por el conocimiento –o el desconocimiento– del bien, quiere decir que nunca puede ser ella, en sentido estricto, libre. Libertad, según esto, es determinación por la razón, y la paradójica consecuencia de esta definición es la negación de la realidad de la libertad, pues su noción esencial dice espontaneidad que sólo se rige por su propio impulso y no por nada que le sea heterogéneo. 2

Eduard Spranger (1882-1963). Filósofo, psicólogo y pedagogo alemán. En su obra Formas de Vida, establece una clasificación de los distintos tipos humanos, según sus valores e intereses. (N. del E.)


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¿Cuáles son las consecuencias de este determinismo racional aplicado a la efectiva paideia socrática? Es altamente significativo el hecho de que Sócrates recibiera la muerte justamente a causa de su infatigable actividad pedagógica, acusado por su pueblo de “corromper a la juventud ateniense”, tanto más si se tiene en cuenta el alto grado de desarrollo pedagógico alcanzado por la cultura griega a través de la refinada técnica didáctica de los sofistas. A primera vista, nada parece más libre que las charlas de Sócrates, filósofo ambulante y despreocupado. Sin embargo, ellas introducen el primer enérgico intento de subordinar la didáctica a una finalidad ideal. Todo consistía en extraer del fondo de las conciencias las nociones dormidas del bien y la justicia, el claro “concepto” de la virtud que, una vez mostrado, no podía sino atraer irresistiblemente el impulso de la voluntad. Sobre la negación de la libertad metafísica fundaba Sócrates su sencilla y poderosa pedagogía. Su enseñanza era ciertamente libre en cuanto a los medios empleados para comunicarla, pero no en cuanto a los fines, inflexiblemente determinados por el conocimiento conceptual. Todo lo contrario de la sofística, que desplegaba un prestigioso retablo de conocimientos con el fin aparente de formar rhétores brillantes, pero, en el fondo, sólo movida por aquel goce peculiar que los griegos descubrieron en la pura función cognoscitiva, el motus animi continuus que es para Cicerón la causa de la elocuencia. En contraposición al determinismo ético-racional que estaba en la base de la pedagogía socrática, el puro juego del conocimiento por el conocimiento mismo aparecía como verdadera libertad y podía arrogarse todas las excelencias que los hombres siempre atribuyeron a ese concepto. El conflicto se advierte en toda su crudeza si se considera que la sofística había sido la escuela formadora de los espíritus más significativos de esa época. Poetas y dramaturgos y, en general, todos aquellos que debían a la paideia sofística la liberación sin margen restrictivo de la fantasía creadora y la exaltación de la sensibilidad plástica, se sintieron alcanzados en lo más hondo de su textura espiritual. No es arbitrario el desdén del filósofo por los poetas, como tampoco la hiriente mofa con que Aristófanes presenta la figura de Sócrates en Las nubes; el mismo Aristófanes la consideraba “la más penetrante y acabada de sus obras” y en una segunda versión llegó hasta añadir esa extraordinaria


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escena final en la que prende fuego a la casa de Sócrates y sus discípulos. La acusación no fue, pues, más que la encarnación legalizada y pública, el último y dramático símbolo del conflicto de dos principios antinómicos: el determinismo metafísico de la voluntad que nutría la vigorosa actitud pedagógica de Sócrates, y la espontaneidad de la especulación sin límites, que tantos magníficos frutos rindiera a la civilización helénica. El triunfo, como no podía ser de otra manera, correspondió a “los más”. Pero la actitud socrática habría de inmortalizarse a través de la luminosa doctrina de Platón. 2. Esta definición de la libertad como “determinación de la razón” se presenta, pues, como una contradicción in adjecto, como una destrucción del concepto de la espontaneidad que se opera en la subordinación a la idea del bien. Y una enseñanza fundada en esta libertad así entendida no puede, por tanto, considerarse metafísicamente libre, por más que los medios didácticos disfruten de la máxima variabilidad. La contradicción se repite singularmente en la efectiva ejecución de la didáctica orientada en el sentido de esta libertaddeterminación: basta observar, en el caso particular citado, cómo el determinismo socrático se levantaba contra el espíritu pedagógico imperante, cuyo propósito era precisamente excitar, sin objeto fijo, la libertad espiritual creadora. Lo contradictorio de esta pugna es que la “presión” era ejercida por los “libres” contra el moralista solitario, y éste, a su vez, constreñido por la dictadura de “los más”, no podía sino reclamar para su enseñanza la “forma” de la libertad. Por otra parte, cabe preguntarse qué forma hubiera asumido la pedagogía socrática en un Estado donde sus partidarios constituyeran mayoría. No hay más que ver la impresionante rigidez que Platón imprimió a la educación del ciudadano en el estado utópico de La república, para advertir hasta qué punto puede ahogarse toda libertad de enseñanza bajo una organización racional cerrada y orientada por bien definidos fines supremos. La situación se ha repetido, bien que a través de configuraciones diversas, siempre que la Razón ha tratado de encauzar la imprevisible y fluyente naturaleza humana en un orden conceptual sistemático.


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3. Una segunda definición de la libertad metafísica es la que se funda en el concepto de azar. Sus orígenes se remontan a Demócrito y, más tarde, a la escuela epicúrea. La marcha de la voluntad, según ella, sería comparable a la de los infinitos átomos materiales que “caen” sin dirección determinada en el espacio, también infinito. Las variaciones serían imprevisibles y fallaría todo intento de fijar dirección y objeto a este universal devenir. Pero el análisis del concepto de azar –como bien destaca Jean Wahl3– acaba por destruirlo. La causalidad de la Naturaleza no admite –tanto si se la considera en general, como a través de las series causales particulares– una discontinuidad que la interrumpa en el Tiempo. Lo que llamamos azar no es más, según Aristóteles4, que el encuentro de dos series causales diferentes; pero el encuentro mismo está tan determinado como cada uno de los eslabones de las dos series, y el acontecimiento resultante es el desenlace de una serie causal más vasta que incluye a las dos últimas. De esta manera, no queda en la Naturaleza sitio alguno para la libertad. Así lo comprendió Kant, y se vio obligado a establecerla en el reino de las “cosas en sí”, inaccesible a la Razón teorética. Ya, en este punto, el “concepto” de la libertad se vuelve no sólo contradictorio, sino también inaprehensible. ¿Y qué sentido tendría entonces hablar de libertad de enseñanza, si estamos empleando un vocablo que, en el fondo, nada significa? Pero si la libertad no puede aprehenderse cabalmente como concepto, no deja por eso de ser un “hecho” de la existencia que intuimos con inmediatez cuando, frente al Futuro, debemos “elegir” entre dos o más posibilidades. Henri Bergson señaló, el primero, este carácter “abierto” del Futuro, y en la problemática de Søren Kierkegaard como en la de Martin Heidegger se encuentran afirmadas –no “demostradas”– las características fácticas y la realidad irracional de la libertad. La filosofía existencial no ha engendrado ningún sistema pedagógico propiamente dicho. Mal podría hacerlo cuando ella misma es la negación de todo sistema y toda tentativa de racionalizar la existencia por medio de esencias que serían inmutables. 3

Wahl, J., Ordre et Désordre dans la Pensée de Nietzsche, Ed. de Minuit, París, 1967. 4 Aristóteles, Metafísica, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1966.


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Pero sí puede derivar de la problemática existencial una descripción del animus docendi y del espíritu de aprendizaje, como que son ambos estructuras fundamentales de la Existencia. En todo caso, puede adelantarse que la libertad en la enseñanza, desde este punto de vista, ya no podrá ser objeto de ningún propósito o esquema didáctico pre-establecido. Como “hecho”, surgirá del acto mismo de la enseñanza. O no surgirá, en la medida en que el ánimo del maestro, o el del discípulo, o el de ambos a la vez, esté embargado por estructuras conceptuales rígidas. Esta libertad “impensable”, es el puro y simple hacer didáctico, que no anida en los tratados pedagógicos, sino en el vínculo inter-humano que enlaza al maestro con el discípulo. Y sólo nace cuando ambos se enfrentan para verificarse mutuamente.


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II Alejandro Rússovich se ha forjado un nombre. Sus clases de filosofía en el CBC de la UBA, cátedra de Tomás Abraham, son una excepción. En los pasillos de la universidad su nombre es recomendado de boca en boca... –Yo fui su alumno y de sus clases recuerdo un manejo de textos atípico, una pedagogía, una falta de bibliografía burocrática, en conclusión un sistema de trabajo al que no estaba acostumbrado en un medio bastante hostil como es el de la filosofía académica. –Sé que en general mis clases son bien recibidas, sé que en general tengo una muy buena respuesta. Naturalmente, no puedo dejar de ser consciente de que, en gran medida, eso depende de lo que vos señalaste, o lo que yo resumiría en cierta entrega que se produce de mi parte en relación con los alumnos. Y es una cuestión recíproca. Creo fervientemente que la posibilidad de moverse en el orden del pensamiento es una actividad estimulante para cualquiera. Lo que yo noto es que cada vez que me embarco en un curso se produce una buena relación, siempre, y eso está mediatizado por mi propio interés por el pensamiento, un asunto que, como el bostezo, se contagia.


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EN TORNO AL ESQUEMATISMO KANTIANO1 –De lo que Kant nos está hablando acá es de cómo se pasa, cómo se conecta esta heterogeneidad de lo absolutamente inteligible, como es el concepto, y lo absolutamente sensible y perceptible, que es la imagen. La imagen misma está en el orden de lo sensible. Pero, al mismo tiempo, participa de lo inteligible. Tiene que haber, no solamente un a priori en cuanto al concepto puro del entendimiento (la categoría), sino también un a priori en cuanto a lo puro de la sensibilidad. Hay cosas que nos son dadas como sensibles en su máxima extensión apriorística: Espacio-tiempo. Antes de que algo nos afecte, en cuanto a la sensibilidad, estamos preparados para darle un lugar en el Espacio y un lugar en el Tiempo. Y, en efecto, nuestros conceptos sensibles puros no tienen por fundamento imágenes de objetos, sino schemas2

Alumna– “Conceptos sensibles puros”, ¿cuáles son los conceptos sensibles puros? Alejandro– El Tiempo y el Espacio. 1

Este texto combina pasajes de un curso sobre la Crítica de la Razón Pura en la APDH, mayo-diciembre de 1995. (N. del E.) 2 Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Sopena, Buenos Aires, 1942, tomo I (traducción de F. L. Alvarez), pág. 149. En adelante, se toman las citas de esa misma edición. Los corchetes señalan comentarios incidentales de Alejandro durante la lectura. (N. del E.)


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El esquema es para Kant un procedimiento, más bien que un mecanismo. Hay una dinámica activa, que no se puede reducir a una operación lógico-mecánica, y es algo que sirve para representar. El “pote”, la figura en cuanto a lo que constituye una especie de hábito que permite reconocer tal cosa como tal cosa. Decía inmediatamente antes: Por sí mismo, el schema no es siempre más que un producto de imaginación [en otras palabras, pertenece al orden de la espontaneidad]; pero como la síntesis de ésta [de la imaginación] no tiene por fin ninguna intuición particular, sino únicamente la unidad en la determinación de la sensibilidad, es preciso no confundir el schema con la imagen

El esquema es el término medio. Es lo que nos permite producir una imagen que se refiera al concepto, que evoque en la mente el concepto. Que se pueda pensar el concepto en términos de imagen (en términos icónicos, diría Peirce). Es imposible que el concepto se refiera a algo particular y determinado, a una cosa específica. Porque si no, el lenguaje no sería posible. El lenguaje es posible en la medida en que el significado de cada fragmento de la lengua es un concepto. Si fuera una denominación estrictamente particular, que sirviera para un solo objeto… Alumna– Como los nombres propios. Los nombres propios tienen esa característica: ser para una sola persona. Alejandro– Sí, pero el nombre propio es posible porque hay el concepto de nombre propio. También los toponímicos… Todos los que se refieran a una cosa determinada (Juan, Pedro, Plaza de Mayo, etc.) son posibles porque hay el concepto de toponimia o hay el concepto de nombre propio. Entonces se particulariza. Estábamos hablando recién del lenguaje. En realidad, estamos hablando siempre del lenguaje. ¿Cómo se constituye algo así como ese significado de Saussure? (que es un concepto, significado es un concepto). El triángulo que trazamos en el pizarrón no se adecua al concepto puro de triángulo en general, porque el concepto puro de


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triángulo incluye todos los posibles. Y sin embargo, vemos triángulos, construimos triángulos; operamos a partir de triángulos que trazamos en el pizarrón y, una vez que lo hemos trazado, establecemos relaciones internas (que la suma de los ángulos internos es igual a dos rectos, el teorema de Pitágoras y todo lo demás). Alumna– Ahora, una imagen siempre es, de alguna manera, una abstracción. No toma todos los elementos… Alejandro– Claro. Es un recorte de todas las posibles conceptualizaciones. La imagen implica una reducción de la representación del concepto. Este schematismo del Entendimiento, relativo a los fenómenos y a su simple forma, es un arte escondido en las profundidades del alma humana, bien difícil de arrancar a la naturaleza el procedimiento y el secreto.

Aquí nos detenemos. Es un hecho que se produce, algo que ocurre en el reino de la naturaleza según mecanismos a los cuales no tenemos acceso. Quizás, por ejemplo, un estudio anátomofisiológico podría conducir a un mayor conocimiento del modo como se realiza (cómo se entrecruzan las neuronas y determinan estas relaciones), pero aún así tendríamos que anteponerle una cierta concepción teleológica de la naturaleza también, lo cual ya no es accesible al conocimiento científico estricto. Y cuando Kant dice arte, dice tecnología. El arte se hace con una especie de atracción del porvenir, de tendencia hacia el futuro, que es lo que determina la “técnica de la naturaleza” (“técnica de la naturaleza” es una expresión de Kant en la Crítica del Juicio). Alumna– Como quien dice: yo he observado que un concepto se basa en un esquema, y este esquema no sé de dónde viene. Sabe, sale, porque ya está. Alejandro– Que es propio de lo vivo, de lo viviente. Y estamos muy lejos todavía, aún con todo el desarrollo de la ciencia biológica, de alcanzar la comprensión de lo viviente como tal.


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Alumna– Uno tiene como principio de conocimiento la asociación, no puede evitar mirar una cosa y asociar. Y en eso ya hay una generalidad, una generalización. Alejandro– Claro. O, diría Kant, de enlazar o sintetizar. Es el concepto de la apercepción pura. Que, además, no solamente es que asocie o enlace, sino que además esta asociación y este enlace se dan a condición de darse en una conciencia. Es decir, hay un Yo pienso –dice Kant– que acompaña todas las representaciones y todos los enlaces. Hay una especie de reunión de todo que viene a converger en un punto, que es esa conciencia, en donde se produce el enlace. Alumna– Yo diría que hay diversos niveles, ¿no? Que hay un “uno mismo” cultural y social; que uno capta o, digamos, recorta por la cultura que tiene, recorta y asocia por la cultura que tiene. Y hay, seguramente, un “uno mismo” individual, que también agrega, perfila de algún modo este recorte Alejandro– No, si el uno mismo individual es simplemente el lugar en donde se produce la representación. Y estas representaciones están determinadas social, históricamente… Alumna– Se producen dentro de una cultura determinada. Alejandro– Y dentro de un lenguaje determinado. Porque también las reglas de un lenguaje determinan la posibilidad de pensar en ciertos términos. Alumna– Sí. Yo me he acostumbrado a pensar –por facilidad, ¿no?– que la cultura es la definición de las palabras. Que, de alguna manera, la cultura es el lenguaje. Alejandro– Claro, claro. Es decir, cómo manejamos nuestros conceptos. Cómo nos manejamos, qué conceptos nos determinan. Qué conceptos tenemos de nosotros mismos, de los demás. Cuál es la calidad de nuestro autoconocimiento, que, en definitiva, es el conocimiento que tenemos de nosotros mismos a través de los demás, a través de lo exterior. Porque, en tanto que autoconciencia, en tanto que nos observamos a nosotros


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mismos, nos descubrimos –dice Kant– como fenómeno. Como un fenómeno entre otros. No como un fenómeno privilegiado. Lo único que privilegia a la autoconciencia es la posibilidad de la percepción inmediata de nuestros estados. O de nuestros sentimientos, de nuestros sentimientos de placer y dolor (que es lo que determina la Estética) o de nuestros sentimientos de deseo (que es lo que determina la Ética), es decir, la facultad de desear, o la voluntad. Alumna– Después Freud va a decir que hay muchas cosas inconscientes y uno desea lo que no sabe que desea. Alejandro– Está bien, pero el deseo nos consta. De modo inmediato. El dolor, más aún que el placer, es una inmediatez que no requiere mediación alguna. Surge en la conciencia como un dato absolutamente independiente, diríamos. No independiente de la causa que lo produce, pero independiente en cuanto que no es objeto de una inferencia. La inferencia se produce cuando digo “¡ay!”, cuando lo registro y lo convierto en lenguaje. Pero, en sí mismo, el sentimiento de placer y dolor, como el sentimiento de deseo, se produce de tal modo que después puede generar una expresión, que ya está canalizada por el lenguaje. Alumna– Que ya tiene asociaciones culturales. Alejandro– Totalmente. En sí no hay ninguna espontaneidad en la expresión, en la llamada expresión de los sentimientos. Está perfectamente codificado. nosotros nos comportamos como hablantes, y por lo tanto estamos definidos socialmente por el lenguaje que nos constituye. Pero lo que Kant está estudiando acá es el tránsito de lo puro, lo inteligible como tal, a su expresión lingüística. Que siempre tiene la generalidad del concepto, pero, a su vez, es susceptible de generar imágenes3. 3

Desde ya, imágenes las hay de todos los sentidos. Que se las suela restringir a lo visual no es más que una metáfora selectiva. La vista es, en efecto, como decía Aristóteles, el más intelectual de los sentidos, el que nos permite mayor distancia con relación al objeto, y este carácter es el que la hace preferible para un concepto de imaginario.


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Mediante [él]… son posibles las imágenes. […] El schema de un concepto puro del Entendimiento es, por el contrario, algo que no puede reducirse a ninguna imagen; no hay más que la síntesis pura operada según una regla de unidad, conforme con los conceptos en general y expresada por la categoría.

Ahí es donde el esquema enlaza con la categoría. Es un procedimiento que, finalmente, se conecta con la categoría, que es un concepto puro del Entendimiento, absolutamente a priori. Alumna 1–Dice “expresada por la categoría”. Alumna 2– La categoría expresa el esquema en la medida en que se puede definir un esquema solamente con las categorías. Alejandro– Sí. Por una determinada categoría. Porque hay doce. no hay más que la síntesis pura –entonces– operada según una regla de unidad, conforme con los conceptos en general y expresada por la categoría. Es [el schema] un producto trascendental de la imaginación, que consiste en determinar el sentido interno en general, según las condiciones de su forma (del Tiempo)

El Tiempo con esa triplicidad de Permanencia, Sucesión y Simultaneidad, caracteres que son los que alternativamente se van a acentuar en relación con el esquema de cada categoría determinada, como veremos. Sin detenernos en un seco y enojoso análisis de lo que exigen en general los schemas trascendentales de los conceptos puros del Entendimiento, los expondremos mucho mejor según el orden de las categorías y en su relación con ellas.

Y aquí comienza la exposición de los esquemas. La imagen pura de todas las cuantidades [vamos a la primera serie de categorías, las de la Cantidad] (quantorum) para el sentido externo es el Espacio


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Entonces, el esquema que nos conduce a la posibilidad de pensar categorialmente en términos de Unidad, de Pluralidad, de Totalidad, es el Espacio. Porque en el Espacio se da el número. …y la de todos los objetos de los sentidos en general, el Tiempo. Mas el schema puro de la cuantidad (quantitatis), como concepto del Entendimiento, es el número

El número es, podríamos decir, lo que determina o delimita lo indefinido de la cantidad en general. Es la unidad producida por este procedimiento general de la imaginación. Una especie de invento para poder aferrar lo que vagamente se produce como cantidad en el Espacio. ¿Y qué carácter del Tiempo es el que determina la posibilidad de establecer el número como esquema? La Sucesión. No la Permanencia, no la Simultaneidad. Porque, digamos, en la intuición pura de la geometría basta con el Espacio, con la Simultaneidad. En cambio, para que se produzca la aritmética es necesaria la Sucesión. En la aprehensión, veo primero esta mesa, después aquella pared y poco a poco voy configurando… como si fuera una cámara cinematográfica: voy haciendo un paneo. Y este paneo implica Sucesión. No se me dan los objetos que están en el Espacio como un todo simultáneo en mi aprehensión, pero sí intuyo el Espacio mismo como pura Simultaneidad. Es decir, si cierro los ojos y pienso en el Espacio en general, entonces sé que, en este momento mismo, está esta mesa, el sol, la luna, las constelaciones, etcétera, todo en un solo momento. Es decir, los intuyo como Simultaneidad. Pero los aprehendo en forma sucesiva. Antes nos había dicho que renunciaba a la definición de las categorías. Con muy buenos motivos: si las categorías son elementos últimos, entonces, para definirlas, tendríamos que recurrir a otras categorías. En cambio, aquí nos acercamos a la categoría misma, más que a su definición, digamos, a la percepción conceptual de la categoría, mediante el esquematismo. El esquema de la realidad es la sensación. Es decir, eso que se produce (como decíamos recién) como placer o dolor, como deseo. Aquello que se percibe de modo inmediato como real. Lo que nos permite distinguir lo real de lo irreal,


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de lo ilusorio, de lo simplemente imaginario o soñado (nos pellizcamos para saber si estamos despiertos cuando vemos algo muy extraño). Alumna– Yo nunca hice eso de pellizcarme… Alejandro– No, claro, pero quiero decir: necesitamos algo así como una sensación real para darnos cuenta de que lo real es real. Más adelante4: Como el Tiempo no es más que la forma de la intuición, por consiguiente de los objetos en tanto que fenómenos [“la intuición de objetos en tanto que fenómenos”: eso es el Tiempo], lo que en ellos corresponde a la sensación es la materia trascendental de todos los objetos como cosas en sí (la realidad).

Alumna– Ahora, digo, “materia trascendental” es la materia reflexiva, la que yo reflexiono… Alejandro– No, no. Es la que nos permite construir objetos. “Trascendental” siempre en Kant ha de entenderse, en primer término, no simplemente como el conocimiento de objetos, sino como el modo de conocimiento de objetos. Alumna– Está más allá. Es trascendental porque está más allá del objeto. Alejandro– Más acá, podríamos decir. Pero, en todo caso, no es lo habitual… No es el realismo ingenuo que considera que el conocimiento es una especie de reflejo de los objetos. Lo trascendental es lo que nos pone en evidencia en qué sentido es que nosotros constituimos objetos. De qué manera nosotros constituimos objetos: esto es la reflexión trascendental. El del esquematismo es un capítulo donde Kant condensó una cantidad de cosas, apurado por desarrollar otras, lo que va a venir después, es decir, la Dialéctica Trascendental. Es como si en la redacción de su obra se hubiese encontrado, de 4

Ibid., pág. 150. (N. del E.)


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pronto, con la perspectiva de un gran problema, el problema de mostrar los límites de la aplicación de las categorías (vale decir, hasta qué punto no nos es posible sobrepasar los límites de la experiencia). Y entonces, rápidamente nos hace ver que, para que las categorías (es decir, los conceptos puros a priori del Entendimiento) funcionen como tales, para que se puedan aplicar a la materia de la sensación, es necesaria la presencia del Tiempo. El Tiempo es la clave fundamental de la aplicación de las categorías a la sensibilidad. Pero no el Tiempo en forma indiscriminada: la condición central del Tiempo, que es la sucesión, nos determina inexorablemente, de modo irreversible, y no da lugar alguno para que se interponga algo así como la libertad. Alumna– ¿En qué sentido la libertad no puede intervenir? Solamente en el sentido de que no tiene alternativa lo que pasó. Pero hay una alternativa, que es lo que va a pasar. Alejandro– Claro, claro. Pero esa alternativa de lo que va a pasar, si nos atenemos al conocimiento, que es de lo que trata la Crítica de la Razón Pura, no permite la irrupción de una nueva serie causal. Puesto que todo está determinado témporo-causalmente, en principio los fenómenos se suceden según leyes inmutables. Claro que estas leyes, como el mismo Kant nos dice, son leyes que nosotros prescribimos a la naturaleza. No es que sean leyes de la naturaleza en sí, sino que las vamos descubriendo. Es decir, se las vamos imponiendo a la naturaleza, y diciéndole a la naturaleza “bueno, comportate de esta manera porque así te puedo entender”. Alumna– Y te puedo dominar. Alejandro– Y te puedo determinar, a mi vez. Alumna– Porque el conocimiento de la ley de gravedad te permite volar. Que no es alterar la ley de gravedad, es utilizarla. Alejandro– Efectivamente. Esto es lo que determina la evolución de la especie humana como tal: una comprensión cognoscitiva de lo dado, de la sensibilidad, vale decir, de aquello


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que está fundado en el Tiempo y que tiene como sustancia al Tiempo mismo. Antes nos adelantó que el Tiempo es lo único que, en el entendimiento, no puede ser suprimido. “No puede ser aufgehoben”, dijo; es decir, negado. Con relación a esto, lo importante es que, si echamos una ojeada sobre la historia, podríamos decir que todo lo que la especie humana obtiene como cultura lo obtiene, precisamente, como intento de negación del Tiempo. Mediante la negación del Tiempo se abre para la especie humana esta dimensión que llamamos Historia. Es decir, la fijación. Relato, mito, códigos, escritura, imprenta, cine, máquinas y maquinaciones, estructuras de memoria, flujo y producción, el recuerdo materializado en instituciones –y al hablar de instituciones me refiero fundamentalmente al lenguaje y después a todo lo que Hegel llama Espíritu objetivo, es decir, las concreciones de la estructura social en forma de leyes–. Frente a todo esto, entonces, la afirmación kantiana: “no se puede suprimir el Tiempo”. Pero hay una intención. Y en la medida en la que toda intención se realiza en el Tiempo, en el orden del Espíritu (del Espíritu humano, del Espíritu objetivo), podríamos decir que el Tiempo se vuelve, en cierto modo, contra sí mismo. Tenemos una patencia inmediata en nosotros mismos, en la medida en que deseamos, de esta tensión negadora que constituye el fundamento de toda cultura, de la humanidad como tal. Del concepto de Humanidad así como lo desarrolló Kant.


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AGUSTÍN Y KANT1 …En el Diccionario del Hombre Contemporáneo, dice Bertrand Russell acerca de Agustín: La teoría de que el tiempo es sólo un aspecto de nuestro pensamiento es una de las formas más extremas de aquel subjetivismo que, como hemos visto, aumentó gradualmente en la antigüedad desde los tiempos de Protágoras y Sócrates.2

En realidad, Russell se refiere a lo que podríamos llamar el problema antropológico, que comienza justamente con Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son”. Y Sócrates, que es el que plantea el problema antropológico de máxima amplitud, se desentiende de los anteriores (de los cosmólogos, diríamos), y se preocupa por el hombre como tal, él hace suyo el “conócete a ti mismo” del Oráculo de Delfos y ese predominio del sujeto se hace patente en la figura de Sócrates o en todos los diálogos de Platón. Entonces, nos dice Russell… Lo interesante de esta cita es que comienza caracterizando la figura de Agustín como el introductor de la problemática del tiempo, del tiempo como 1

Clase al grupo de lectura de Kant, 27/5/1996. (N. del E.) Russell, B., Diccionario del Hombre Contemporáneo, Santiago Rueda editor, Buenos Aires, 1963, pág. 13.

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subjetividad. En las Confesiones, a partir del libro 113, creo, varios capítulos tratan acerca de la pregunta por el tiempo. Agustín es el que inaugura la problemática de la temporalidad como constitutiva del sujeto. Más adelante va a decir en qué sentido él es un precursor: su aspecto emocional, el aspecto emocional de este subjetivismo temporalizante, diríamos. Su aspecto emocional es la obsesión del pecado, que vino después de sus aspectos intelectuales. –¿A qué se refiere? –Pienso que se trata de que Agustín plantea en dos órdenes el subjetivismo: en el orden intelectual, vale decir, como pregunta por el tiempo, que hace el sujeto porque el sujeto que habla en las Confesiones es Agustín, y el interlocutor es Dios… Entonces pregunta al autor del tiempo acerca de la naturaleza del tiempo; es el único que puede responder, naturalmente. Esos largos capítulos de las Confesiones, naturalmente que no resuelven el problema del tiempo, pero lo plantean con una agudeza y con una intensidad intelectual, en el sentido filosófico, de gran hondura. Pero además, dice Bertrand Russell, hay un aspecto emocional del subjetivismo. Y este aspecto emocional es el profundo sentimiento empírico, la culpa por el pecado. En las Confesiones, San Agustín analiza ya desde el comienzo el problema del mal. –Pero eso no está relacionado con el tiempo. –Bueno, pero está relacionado con el hombre agustiniano, subjetivo. La subjetividad del hombre agustiniano, entonces, es la que se pregunta por esto que es el pecado original, la corrupción esencial de la condición humana. Entonces, analiza un aspecto de su infancia del cual jamás pudo salir como atolladero, porque no se lo perdonó nunca a sí mismo: robó unas peras a un huerto vecino sin ninguna necesidad, simplemente por robar. Entonces ese pequeño indicador –como en los aná3

San Agustín, Confesiones, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1986.


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lisis de Freud acerca de las equivocaciones– ese pequeño indicador le sirve para ahondar en el problema de la culpa. Que también queda planteado a partir de esto en una forma muy fuerte, sobre todo por el dogma del pecado original. –¿Él cómo entiende el dogma? –Teológicamente. Es decir, el pecado es una herencia de los primeros padres… –¿Adán y Eva? –Adán y Eva, el pecado empieza ahí. Y esa es, digamos, una constante de la condición humana. Entonces –dice Russell– San Agustín muestra las dos clases de subjetivismo [el intelectual y el emocional]. Éste lo llevó, no sólo a anticipar 1a teoría kantiana del tiempo, sino el cogito de Descartes [que sigue presente en la problemática kantiana, porque el cogito es el ´Yo pienso` que acompaña a todas las representaciones]. En sus Soliloquios [no en Confesiones], dice: –Tú que deseas conocerte, ¿sabes que existes? –Lo sé. – ¿De dónde lo sabes? –No lo sé. – ¿Eres un ser simple o compuesto? –No lo sé. – ¿Sabes que te mueves? –No lo sé. – ¿Sabes que piensas? –Lo sé. Esto contiene, no sólo el cogito de Descartes, sino su respuesta al ambulo ergo sum [camino, luego existo] de Gassendi [el opositor de Descartes; pero este opositor, diríamos, es una especie de materialista ingenuo]. Por lo tanto –dice Russell– como filósofo San Agustín merece un alto lugar.

En esta mención tan breve que hace Russell de Agustín, no está incluido un rasgo fundamental del pensamiento kantiano que lo vincula de una manera notable con Agustín: el triadismo del pensamiento, vale decir, la estructura triádica de un pensamiento que se articula, precisamente, como tria-


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dismo, que después será la dialéctica hegeliana en parte, la cual después será el triadismo semiótico de Peirce. En San Agustín está en el tratado De Trinitate, y al mismo tiempo el tránsito del dualismo maniqueo al triadismo. Bertrand Russell se caracteriza por ser un dualista; jamás pudo entender el pensamiento de Peirce. –Siendo los dos lógicos. –Claro, pero, digamos, Russell tuvo su etapa hegeliana y kantiana, porque también estudió en Alemania, pero en definitiva adhirió al nominalismo del empirismo anglosajón, sobre todo de Locke y de Hume, y por lo tanto, el pensamiento de Peirce le resultó absolutamente ajeno y prácticamente incomprensible. Peirce habla mucho de Russell, y lo critica, precisamente por esa especie de dualismo empecinado, que le impidió acceder a la lógica de las relaciones, que fue de alguna manera un invento de Peirce, un desarrollo extraordinario. Pero, de todas maneras, aquí me interesaba destacar esos dos aspectos que hacen que el pensamiento de Kant pertenezca a una cierta ralea, digamos, de pensadores, a una cierta estirpe o modo estructural del pensamiento con una gran tradición filosófica: empieza con Platón, se hace extraordinariamente honda con Agustín, luego se reitera en Descartes y, en cierto modo, culmina en Kant. Lo que estábamos viendo era el capítulo del esquematismo, y, sobre todo, el modo en que aparece el Tiempo como la única posibilidad de aplicación de los conceptos puros del entendimiento a la experiencia; como el mediador universal, como aquello que, siendo subjetivo, sensibilidad pura, es el mediador entre los conceptos universales y la sensación. Porque la sensación nos es dada, es el datum, la materia; en cambio el tiempo es puesto por el sujeto, es lo que le permite organizar, mediante los conceptos puros del entendimiento, la materia caótica de la sensación. –Todo parecería como si fuera una ronda de mediadores, en donde no hay tiempo, entre los conceptos puros del entendimiento y las sensaciones. Es el tiempo vacío.


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–Claro, y el tiempo está vacío y no se relaciona con los conceptos puros del entendimiento, y como no hay conceptos puros del entendimiento… Entonces todo parecería una serie de mediaciones. –Claro, sí, y la mediación final es el tercer término de la tríada. Es el mediador universal, diríamos, la ley, la regla, la necesidad, lo que se plantea como futuro en relación con las tres instancias del tiempo: pasado, presente y futuro. Pero esas tres instancias del tiempo están enlazadas con la memoria. La memoria, con relación al tiempo, es siempre presente, pero se construye hacia delante, es decir, pertenece al porvenir; en otras palabras, la memoria cumple con relación al tiempo el Aufheben de la dialéctica hegeliana: conserva, anula y supera. –¿A qué memoria te referís? –A todas las memorias. A las malas memorias y a las buenas memorias. Está la memoria que niega, y en la medida en que sólo niega entonces es una memoria imperfecta. Únicamente la memoria que niega conservando puede superar. María Luisa está trabajando con Proust. Proust es el gran memorioso, Infinitamente más fecundo que Funes. que no podía avanzar un paso. –Él trabaja con el tiempo… –Claro, trabaja con el tiempo y, por lo tanto, construye una representación, es decir, una serie de formas icónicas de extraordinaria fuerza en la medida en que, precisamente, están construidas con esa estopa del tiempo, con la memoria en esa triple forma de anulación porque todo lo que recordamos ya no es exactamente. Lo terrible del recuerdo es que mata: el mero hecho de que yo recuerde una cosa que me acaba de ocurrir, implica que esa cosa no existe, que está muerta. Y por lo tanto, la novela de Proust se construye a partir de la magdalena, pero como una obra que está en el futuro y que va hacia el futuro. Que le lleva mucho tiempo escribir, pero que además va a subsistir por sí misma, independientemente de las peripecias de la vida del mismo Proust.


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–Yo creo que esto es inmortalidad. –Naturalmente que lo es. En el caso de Proust es particularmente impresionante, pero desde Sócrates en adelante, desde el Menón de Platón sobre la inmortalidad del alma, esa problemática ha sido profundamente planteada. Entonces no es casual que surja en Agustín, neoplatónico, la temática del tiempo, y que, simultáneamente, surja la subjetividad, la absoluta subjetividad del artista. No hay que olvidar que también Agustín era un artista, era un literato muy versado antes de su conversión, y después fue un magnífico escritor. Los diálogos de Agustín, algunos, se pueden equiparar a los platónicos. Y en ese sentido el arte constituye –ya Platón es el ejemplo más notable– al mismo tiempo un procedimiento de pensamiento y un procedimiento de supervivencia mediante la belleza literaria. Es decir, esa superación está presente en el arte, en toda forma del arte. Bueno, vamos a ver un poquito más del capítulo de esquematismo, y vamos a tomar un grupo de categorías que a mi modo de ver resulta particularmente apropiado para comprender esta relación tiempo-categoría. El párrafo empieza: “En el concepto puro del entendimiento, una realidad es lo que corresponde a una sensación.”4 Bueno, aquí se trata de las categorías de la Cualidad: Realidad, Negación, Limitación; pero yo voy más abajo. Recordemos que el tiempo como tal tiene tres modos: Permanencia, Sucesión y Simultaneidad, tres modos que guardan entre sí la misma relación dialéctica que guardan entre sí las categorías. Y entonces aquí, en las categorías de la Relación, vemos cómo en cada categoría hay un modo del tiempo que es el vehículo para que se efectivice el concepto puro del entendimiento. El esquema de la sustancia es la permanencia de lo real en el tiempo, es decir, que se presenta lo real como un substratum de la determinación empírica del tiempo en general, substratum que permanece mientras que todo lo demás cambia. 4 Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Editorial Losada, Buenos Aires, 1943, pág. 285.


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En otras palabras, es así como tenemos necesariamente que pensar la substancia. No es que haya algo así como una substancia en sí, nosotros construimos la substancia, el concepto de substancia, mediante el esquema de la permanencia de lo real en el tiempo, y es así como nos manejamos en la vida cotidiana: en todo cambio suponemos algo que –relativamente a lo que cambia– permanece; no porque creamos en una permanencia en sí, porque sabemos perfectamente que todo cambia y que Heráclito tiene razón, pero frente a la razón profunda de Heráclito oponemos la razón cotidiana que es la que organiza nuestra experiencia (esta casa es la misma que la de la semana pesada, yo soy el que era ayer). Para Kant es una categoría de la razón, y por lo tanto algo que no trasciende los límites de la experiencia. Dios para Kant va a ser una idea regulativa de la razón, una idea regulativa que está fundada únicamente en el postulado de la libertad, de la autonomía. Entonces, decíamos, es un substratum. Se representa lo real como un “substratum” de la determinación empírica del Tiempo en general, “substratum” que permanece mientras que todo lo demás cambia. En él, en el “substratum”, no pasa el Tiempo sino la existencia de lo mudable.

El tiempo mismo no puede pasar porque el tiempo es lo que permite la existencia del Universo, su condición de permanencia. Como vía de ejemplo, a pesar de que, como dice Montaigne, todos los ejemplos son cojos, podemos comprender lo que llamamos articulación o bisagra, un elemento fijo relativamente y otro relativamente móvil con relación al fijo. Para que algo se mueva es preciso que algo no se mueva, un eje, una substancia para que haya un accidente. “Al Tiempo, pues, que en sí es fijo e inmutable…” –recordemos que, con relación al tiempo y la estética trascendental, decía Kant: el tiempo no puede ser suprimido, el tiempo no puede ser anulado, no puede ser conservado, no puede ser superado, y acá nos dice: el tiempo no pasa; cuando decimos “cómo pasa el tiempo”, estamos diciendo cómo pasamos nosotros en el tiempo, porque el tiempo es nuestro, el tiempo es nuestro bien, es la gracia de


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la existencia. “Al Tiempo pues –sigue Kant– que en sí es fijo e inmutable, corresponde en el fenómeno lo inmutable en la existencia, es decir, la substancia”. Hay algo en el fenómeno que corresponde a la substancia y es la permanencia. “En ésta sola [la substancia] pueden determinarse la permanencia, la sucesión y la simultaneidad de los fenómenos en relación al Tiempo”. Como si dijéramos: en el primer modo están de alguna manera en potencia contenidos los dos… Y ahora vamos a la segunda categoría, a la Causalidad: causa y efecto. El esquema de la causa y de la causalidad de una cosa en general es lo real, que una vez puesto, necesariamente está siempre seguido de alguna cosa. Consiste pues en la sucesión de la diversidad, en tanto que está sujeta a una regla.

Ésta es la definición más apretada y más concisa posible que se puede hacer del principio causal: lo real necesariamente se sigue de otra cosa. Aquí el acento está puesto en que sea extraído de la experiencia. Es exactamente al revés: la causalidad es lo que nos permite constituir experiencia, y entonces vivimos en la causalidad. La vida cotidiana no es otra cosa sino una serie de causalidades que registramos como normales, pero en cuanto surge algo que interrumpe el curso cotidiano o de la cotidianeidad, como puede ser un tropezón en la vereda, inmediatamente nos damos vuelta para ver con qué tropezamos. Es decir, hay una vivencia inmediata de la causalidad que surge a propósito de cualquier anomalía, como puede ser un hecho nuevo en la investigación de las leyes de la naturaleza, Allí donde todo estaba previsto resulta que hay una cosa que parece surgir de la nada, que contradice toda la experiencia de esa ley de la naturaleza y, por lo tanto, es necesario encontrar una causa; es decir, que el motor de toda la investigación científica no es otro sino la vivencia fuerte de la causalidad. Aquí, entonces, rige la sucesión, la sucesión es segundidad en términos de Peirce, es aquello que consiste en la coexistencia de dos elementos. –El humo y el fuego, por ejemplo…


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–La sucesión es lo que permite la conexión de estos dos elementos. Es únicamente mediante la sucesión que puedo relacionar el humo con el fuego, vale decir, establecer la causalidad, es decir, el índice. –El fuego es la causa del humo. –Y el humo es el síntoma, como en la medicina, de otra cosa que no está a la vista. Digamos, que no es sensible de modo inmediato sino mediante una inferencia. –Claro, de lo que se trata, si vamos a ayudarnos con las categorías, es de cuál de los modos del tiempo es el que predomina. Esto no implica que los otros dos estén ausentes. Aquí, en la primera categoría, en la substancia, predomina la permanencia, pero, como nos dijo Kant, solo en ésta pueden determinarse la sucesión y la simultaneidad de los fenómenos. La permanencia nos permite determinar la sucesión y la simultaneidad, es decir que la permanencia ya está preñada, diríamos, de sucesión y simultaneidad. Pero ante todo es permanencia, por más que albergue en su vientre a las otras dos. En cambio, en la causalidad predomina la sucesión, pero también están presentes la permanencia y la simultaneidad. Hay simultaneidad en la impresión del pie y la arena, hay permanencia porque el pie se va y la huella queda: el pie vendría a ser el accidente y la huella la substancia. Se lo puede tomar de cualquiera de los dos lados. Me refiero al hecho de que están presentes los otros dos, pero uno predomina. Es como en lo que tanto hemos repetido: las funciones del lenguaje de Jakobson, en donde hay una que predomina pero las otras están presentes potencialmente. También el esquema de Jakobson es triádico, en definitiva, porque se trata del número seis. –Todo eso parte del esquema triádico. –Claro. “Consiste, pues, en la sucesión de la diversidad, en tanto que está sujeta a una regla”. Yo quería subrayar esto último, ya que es un rasgo de la terceridad, digamos, de la si-


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multaneidad, de la ley, de la regla, que determina que esta conexión sea necesaria en la causalidad. Y finalmente: El esquema de la reciprocidad o de la mutua causalidad de las substancias en relación con sus accidentes, es la simultaneidad de las determinaciones de una con las de otra, según una regla general.

El ejemplo que da Kant es el de una substancia en la cual las partículas que la componen se atraen y se repelen al mismo tiempo, con lo cual Kant, de alguna manera, nos adelanta la aplicación de las categorías del entendimiento a la ciencia, a la naturaleza. Ya en la materia misma, en lo dado, se advierte una reciprocidad causal; esta reciprocidad causal se extiende como un modelo de la reciprocidad. Incluso entendemos en distintos órdenes la reciprocidad. Les da contenido a las categorías, o mejor dicho, les da a las categorías la posibilidad de morder lo real, porque, si no, se quedan vacías. Les voy a leer un párrafo de la Analítica trascendental. Dice en el libro primero, en la Analítica de los conceptos5: Éste es propiamente el objeto de la Filosofía trascendental, lo restante es el estudio lógico de los conceptos tal como se usa en la Filosofía; perseguiremos, pues, [y a esto voy] los conceptos puros [categorías] hasta sus primeros gérmenes y rudimentos en el intelecto humano, donde existían precedentemente [lo dice a la manera platónica, como si fuera una especie de reminiscencia], esperando que la experiencia fuera ocasión de su desenvolvimiento y que, libres por ese mismo entendimiento de las condiciones empíricas que le son inherentes, lleguen a ser expuestos en toda su pureza.

En otras palabras, vamos a extraerle toda la cáscara, diríamos, todas las adherencias empíricas que tienen las categorías, porque, si no, no las podemos ver en su pureza. Tenemos que efectuar una crítica, es decir sacar algo y quedarnos con otra cosa, como la acción de separar y conservar algo. Siempre con la Aufheben algo se anula, algo se 5

Ibid., pág. 209.


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conserva y esta conservación ya implica una superación, vale decir, que nos quedamos con los conceptos puros, libres de las condiciones empíricas que le son inherentes, para que lleguen a ser expuestos en toda su pureza. Entonces, lo que estamos viendo es el modo como el tiempo permite que estos conceptos puros constituyan experiencias, en otras palabras, constituyan objetos. Claro que estamos viendo las categorías de la relación, que son las categorías dinámicas. Hay dos grupos de categorías: las matemáticas, que son los primeros grupos, y las dinámicas, los dos segundos. Se refieren a la constitución de objetos de la experiencia. Seguimos con las últimas, las tres categorías de la Modalidad6. El esquema de la posibilidad es la conformidad de la síntesis de diferentes representaciones con las condiciones del Tiempo en general, por ejemplo, que lo contrario no puede existir al mismo tiempo [subrayo “al mismo tiempo”] en una cosa sino sucesivamente.

Es el enunciado del principio de no contradicción. Vale decir que, en el principio de no contradicción, si no se incluye el tiempo no hay contradicción. Por consiguiente la determinación de la representación de una cosa en un tiempo dado [que aquí podría incluso sustituirse por la expresión “en un tiempo posible”, si no fuera una redundancia, o “en un tiempo cualquiera que será dado como posible”]. El esquema de la realidad es la existencia en un tiempo determinado.

Yo acá en mis ejemplos lo corregí, porque habría que decir, más bien, “el esquema del estar”. Pero en todo caso podríamos corregir así: “el esquema del estar es la existencia en un tiempo y espacio determinado”. Por eso, la realidad efectiva es la realidad que actúa, diría, es la realidad fuerte, es la realidad causal; la otra es la realidad concebida como lo que simplemente esté ahí, y existe en la 6

Ibid., pág. 286.


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medida en que produce sensaciones. Aquí, no es Realität sino Wirtlichkeit, vale decir estar aquí y ahora... –Lo concreto. –Lo concreto, lo determinado por la encrucijada espaciotemporal, en la cual siempre, aquí y siempre es ahora. El aquí y el ahora, que nos parecen lo más concreto, son sin embargo lo más abstracto, porque siempre es aquí y ahora, siempre es ahora y todos los lugares son aquí. –Problemas del lenguaje… –Problemas del lenguaje, vale decir problemas del pensamiento… en última instancia es bueno no hacer esta gruesa distinción entre pensamiento y lenguaje. –Lo que pasa es que hay un trabajo subterráneo, diríamos, no consciente del pensamiento; hay una articulación no reflexiva del pensamiento, previa del enunciado verbal. De esto no cabe la menor duda, no tanto en el sentido de la psicología de la consciencia, sino de la psicología que también incluye la inconsciencia o el sistema inconsciente, o el modelo del inconsciente en términos de Freud. Pero lo que nosotros estamos viendo no es un problema psicológico sino un problema lógico, y por eso tenemos que insistir en este vaciamiento de un carácter psicológico de los enunciados trascendentales kantianos, porque nos pueden inducir a confusión. Kant mismo nos dice: tenemos que hacer una crítica y depurar todos los conceptos puros de todas las adherencias empíricas, vale decir psicológicas, porque esto es lo que nos va a permitir entender la psicología. Siguiendo con las categorías de la Modalidad, el esquema de la necesidad es la existencia de un objeto en todo tiempo, lo que nos remite a la simultaneidad. Supongamos que acá en lugar de existencia digamos “estar”, y no varía. Lo importante es que se trata de un caso de un tiempo dado, un tiempo determinado y todo tiempo es un tiempo dado; cualquiera, un tiempo determinado es este tiempo en particular, el de este momento en este lugar,


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y todo tiempo es el tiempo infinito del porvenir. El tiempo que, en la tríada de Peirce, corresponde: el ícono al pasado, el índice al presente y el símbolo al porvenir, porque es la ley, la regla, o sea lo necesario, la necesidad, en términos de Kant. –La fatalidad para los griegos es más fuerte que para nosotros el porvenir. –Pero la fatalidad como destino. –Como destino marcado, claro, pero el destino está marcado por los dioses, por un capricho, no por una especie de Dios omnipotente y omnisapiente del calvinismo, sino por los dioses paganos. –Tenían a dioses hijos de puta pero eran sus padres. Yo confieso que tengo una nostalgia del paganismo realmente muy grande, pero los tiempos actuales no dan para eso, necesitaríamos un aire más puro, diríamos más clásico para cuando nos pongamos a inventar como los alegres y pecadores dioses griegos. En todo esto se ve, pues, lo que conviene y representa el esquema de cada categoría: el de la cuantidad, la producción (la síntesis) del Tiempo mismo en la aprehensión sucesiva de un objeto [porque el número es la sucesión]: el de la cualidad, la síntesis de la sensación (de la percepción) [o el enlace de la sensación] con la representación del Tiempo u ocupación del Tiempo;

El de la Relación vimos que era sustancia, causalidad y reciprocidad, el enlace que une las percepciones en todo tiempo, es decir, según una regla de la determinación del tiempo, el enlace necesario. Por último, el esquema de la Modalidad y de sus categorías, el Tiempo mismo, como lo correlativo de la determinación de un objeto, para ver cómo y si este objeto pertenece al Tiempo. Si es posible, si existe o si es necesario. Esos tres modos del tiempo son los que corresponden a las categorías de la Modalidad, de qué manera el objeto está en el tiempo, en todo el tiempo, pero de qué modo el objeto ya determinado por las categorías anteriores está en el tiempo: si está como posible, si existe es porque una posibilidad se ha


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realizado y por lo tanto es necesario; la necesidad se deduce de la existencia, pero la existencia misma no es producto de la posibilidad sino solamente de un número muy limitado de posibilidades: las posibilidades son infinitas, las que se concretan son unas pocas. En cada caso, una determinada, pero ésa que se concretó resulta por lo tanto necesaria; si es, es porque tuvo que ser. Vale decir, en última instancia, el enlace necesario, el más profundo, es el causal. Siempre una segunda categoría… Los esquemas no son más que [puras] determinaciones a priori del Tiempo hechas reglas, [determinaciones a priori del tiempo porque el tiempo es un a priori, pero convertidas en reglas, vale decir, en formas necesarias de configuración de la experiencia] y que, según el orden de las categorías, tienen por objeto: la serie del Tiempo [cantidad], el contenido del Tiempo [la cualidad], el orden del Tiempo [la relación], y en fin, el conjunto del Tiempo en relación a todas las cosas posibles.

En otros términos, a una experiencia posible, que es una frase que muchas veces reitera Kant. Y es por eso que constituimos experiencia, que constituimos objetos y que constituimos experiencia, como dice Kant; que imponemos leyes a la naturaleza: no nos limitamos a descubrir leyes que serían eternas de la naturaleza, no, se las imponemos hasta que la naturaleza se resiste y efectivamente corcovea, y nos muestra que hay algo más que lo que podemos imponerle a la naturaleza, que en la naturaleza hay un plus enigmático, que continuamente está abriéndose como posibilidad de un nuevo conocimiento. Porque lo importante, precisamente, de la frecuentación de la experiencia es la instauración de lo nuevo, y la instauración de lo nuevo es la producción del valor. Tiene una expresión extraordinariamente patente en la actividad artística. Ahí, la originalidad del producto es una condición prácticamente sine qua non de la actividad de la producción de valor estético y aún de cualquier producción de valor. Incluso en la mercancía hay novedad: lo que produce la acción, el trabajo, es algo más que lo meramente repetido, no es la reiteración de lo mismo, sino la aparición de un elemento distinto.


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BUBER Y KANT1 Hace días que vengo re1eyendo un librito que para mí es particularmente significativo y querido, el libro ¿Qué es el Hombre?2 de Buber. A mi modo de ver, es algo que puede y debe adjuntarse como bibliografía a una lectura de la Crítica de la Razón Pura. Hay, por ejemplo, un estudio de Kuno Fischer, el gran libro de Cassirer… pero , de alguna manera, Fischer y Cassirer son kantianos, y más bien, epígonos de Kant; en cambio, Martin Buber es un filósofo original que puede enjuiciar y contraargumentar de manera extraordinariamente fructífera con dos contemporáneos suyos: Max Scheler y Martin Heidegger3. De manera que yo entiendo que Buber nos da una clara conciencia de la importancia de Kant, ubica perfectamente a Kant en la historia de la Filosofía. Remontándose hasta los gnósticos… –¿En ese librito? –Sí, en ¿Qué es el Hombre? Y, por lo demás, establece, con una claridad impresionante, lo que podríamos llamar las dos vertientes de la filoso1

Clase para el grupo de lectura de Kant, del 8/IV/1996. (N. del E.) Buber, M., ¿Qué es el Hombre?, Fondo de Cultura Económica, México, 1949. 3 Heidegger es un tributario de Kant: su primer libro más pertinente al respecto [Kant y el problema de la metafísica] se trata de una lectura de la Critica de la razón pura. 2


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fía: el pensamiento cosmológico y el pensamiento antropológico; o el mundo, el universo, y el hombre, el hombre en el universo. Como yo suelo decir: el problema antropológico comienza a ser planteado por Platón en forma casi exhaustiva, a través de la figura de Sócrates. Sócrates, del cual nos llega la divisa del “conócete a ti mismo” (gnoti heautón), que era el acápite del oráculo de Delfos. Sócrates lo toma de allí. Sócrates, que deja de lado, prácticamente de manera total, el problema cosmológico. Sócrates es el primer antropólogo de la Filosofía, el que pone en el centro la cuestión que constituye la cuarta pregunta de Kant: ¿qué es el hombre? Esas preguntas de Kant han tenido una suerte muy particular. Entre los autores de obras de filosofía se las cita mucho. Las cuatro preguntas kantianas son cuatro adivinanzas que de manera muy singular plantean, en una especie de apretada síntesis, toda la problemática posible de la filosofía: ¿qué podemos conocer?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué podemos esperar? y finalmente ¿qué es el hombre? Yo diría que, siguiendo el estilo musical o arquitectónico kantiano, bien podemos sospechar que esas cuatro preguntas se parecen notablemente a las cuatro series de tres categorías del entendimiento. Más bien: se parecen a esas tríadas como si las tres preguntas explícitamente formulables tuvieran al menos un conato de respuesta, y en cambio la cuarta es la pregunta que queda picando, Kant la lanza al porvenir del pensamiento. Ha respondido a la primera pregunta: ¿qué es lo que podemos conocer? La experiencia (la respuesta es la Crítica de la Razón Pura). ¿Qué debemos hacer? Simplemente hacer un uso práctico de la razón pura. ¿Qué podemos esperar? Lo que podemos esperar es que haya un dios que alcancemos a conocer y a practicar la libertad y que nos sea concedida la inmortalidad. Estas tres ideas regulativas de la razón se responden de alguna manera en la Critica del juicio, en donde se hace un análisis a fondo –maravillosamente exacto– del juicio teleológico, y se lo pone en relación con el juicio estético. Vale decir, teleología (aquello que tiende a un fin) y estética (aquello que como obra de arte es un fin en sí mismo) se entrelazan particularmente en la Crítica del Juicio. Yo diría que es una obra maestra de Kant, quizá la culminación de las tres críticas, y en muchos sentidos tan fecunda como la Crítica de la Razón Pura. Inspiró


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a Schiller, a Goethe, a Schopenhauer, a Hegel. Específicamente a Hegel, quien tomó de Kant, como hilo de Ariadna salvador, el principio de finalidad –sólo que, según la costumbre dialéctica hegeliana, conservó, negó y superó–. La finalidad en la naturaleza, nos dice Hegel, no es una idea de la razón. La finalidad en la naturaleza es un “en sí”. El organismo nos muestra efectivamente cómo hay un fin en sí que constituye el tope que estructura la totalidad. El funcionamiento, digamos. La fisiología es tan real y tan necesaria como la anatomía. Pero entonces el problema que me traía al libro de Buber es el hecho de que Buber, en forma notable, plantea de qué manera la Crítica de la Razón Pura no es solamente una respuesta a Hume, sino que es fundamentalmente una respuesta a Pascal. No porque Kant tuviera en cuenta a Pascal, como tuvo en cuenta a Hume, sino porque el problema metafísico ha sido planteado en la historia de la filosofía de manera extraordinaria en Platón, en Agustín, en Descartes y en Kant. Kant es el que finalmente va a cerrar la metafísica, la va a clausurar, y establecerá una nueva metafísica. Va a abolir la antigua metafísica, la metafísica hasta él, y va a dar origen a una nueva metafísica. –¿Y cuál es la diferencia entre una y otra metafísica? Porque mucho no lo explica. –Podríamos decir que la diferencia fundamental entre una y otra metafísica es que la primera es una metafísica del conocimiento y la segunda una metafísica de la voluntad. Kant inaugura la metafísica de la voluntad, no la metafísica del entendimiento, no la metafísica de la razón, que es una metafísica ilusoria, sino la metafísica de la voluntad que es una metafísica real, porque la voluntad nos pone en relación con la cosa en sí y no con el fenómeno meramente. Tenemos, mediante la voluntad, un acceso inmediato a la cosa en sí, acceso que nos estaba totalmente vedado en la Crítica de la Razón Pura en el uso teorético de la razón, porque sólo en el uso práctico de la razón es posible. –¿Es decir que la Crítica de la Razón Pura todavía es la Metafísica antigua?


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–¡No! Es la abolición de la metafísica antigua. En la Crítica de la Razón Pura se establece el fundamento de la nueva metafísica, que es la metafísica de la voluntad, la metafísica del querer, la metafísica –como dice Kant– de la facultad de desear. –Que implica la libertad. –Que implica la libertad, por lo tanto es metafísica. En cambio, la Crítica de la Razón Pura no es metafísica estricta. –Por eso es crítica y no metafísica, porque habla de la experiencia. –Porque la metafísica anterior, diríamos, se ocupaba de aquello que está más allá de toda experiencia posible. Esa frase de Kant, “experiencia posible”, es un sonsonete que recorre toda la Crítica de la Razón Pura. Lo interesante, y por eso digo yo que aquí en el caso de Buber vale la pena que lo tengamos en cuenta, porque es un filósofo y un filósofo original que, sin embargo, mantiene con Kant una profunda relación, yo diría más clara, más libre, más honesta que la relación que mantienen con Kant filósofos como Hegel o como Schopenhauer: tanto uno como otro dependientes confesos de Kant, pero al mismo tiempo desagradecidos. Pero es inevitable. Ambos conservan, niegan y superan. A Schopenhauer le hubiera dado un ataque de rabia si yo le hubiera dicho esto, porque nada le resultaría más repelente e insoportable que el hecho de que se aplicara a su pensamiento la estructura dialéctica de su odiado, estúpido y plúmbeo género. Hegel, por otra parte… Yo no sé, es curiosa esta relación: él ignoró olímpicamente a Schopenhauer. Uno piensa cómo es posible, dos genios de la filosofía que enseñaban en la misma Universidad de Berlín… Es verdad que Hegel hizo una impecable carrera hasta ahí: comenzó como preceptor privado, después fue rector de un colegio secundario en la costa del Báltico, después fue Decano de la Facultad de filosofía en Viena, después fue Rector de la Universidad de Berlín... digamos, una brillante carrera académica que culminó en el Rectorado de la universidad. –¿Un José Luis Romero?


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–No, José Luis Romero ya es más respetable. –¿Que Schopenhauer? –No, que Hegel. Estaba hablando de Hegel. –De Hegel en el sentido de Schopenhauer. Es decir, lo que más despreciaba Schopenhauer de Hegel es que era, como yo, un profesor de Filosofía y no un filósofo. –Vos sos filósofo. –Claro, pero soy profesor de Filosofía. Enseño en Puán, doy seminarios, soy profesor… –No entiendo la diferencia, porque Schopenhauer a su vez también enseñaba, ¿verdad? –Claro, enseñaba, pero con una diferencia muy grande: a Schopenhauer le importaba un pepino el sueldo que ganaba, porque tenía (como yo, yo tengo mi campo), él tenía la herencia del padre, que en gran parte dilapidó la madre… –Lo consideraba un comerciante, digamos, una cosa por el estilo, ¿no? –Sí, exacto, un mercenario de la filosofía. Y Hegel, al mismo tiempo, ignoró totalmente a Schopenhauer. Yo no conozco, no sé que haya leído Hegel alguna vez algo de Schopenhauer, este que enseñaba en el aula contigua a la de él… –Y por eso, al que uno tiene cerca no le puede conceder… –Es verdad. –A uno le cuesta leer con respeto las cosas que ha escrito alguien cercano… –Es un colega.


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–Uno por ahí lo lee por solidaridad… –Y menos aún si sabe que es un colega que dice que uno es un hijo de puta y que es un estúpido, entonces que se vaya a la mierda, no voy a leer ni un panfleto. –Es un medio muy competitivo. –Claro. Pero Martin Buber pone en su lugar a Hegel, a Marx, a Nietzsche y sobre todo se remonta a Pascal, al primero que formula la pregunta existencial. No la pregunta teórica existencial, no la pregunta de un profesor de filosofía, sino la pregunta de un hombre profundamente religioso, capaz de haber llevado, elevado al extremo de una categoría, un sentimiento profundamente desgarrador: la angustia. Claro que si nos remontamos a los antropólogos y nos remontamos a Agustín vamos a encontrar con que hay predecesores de la angustia pascaliana, eso que va a recoger el existencialismo, a través de Heidegger, de Sartre, de Jaspers. –¿Pascal de qué siglo es? –Es posterior a Descartes, es de la escuela de Port-Royal. Del siglo XVII. Y, en cambio, Agustín es anterior muchísimos siglos… Siglo IV d. C., “en la era vulgar”, como dicen los judíos. Esto en cuanto a la pertinencia de la lectura de Kant. Dice Buber: Kant ha sido el primero en comprender la cuestión antropológica de una forma crítica que ofrecía una respuesta a lo que a Pascal le importaba de veras. Una respuesta que no iba a enderezar metafísicamente al ser del hombre, sino gnoseológicamente, en cuanto al conocimiento, a su relación con el mundo, y que, sin embargo, captó los problemas fundamentales: qué es este mundo que el hombre conoce; cómo es posible que el hombre, tal como es en su realidad concreta, pueda en general conocer; cómo está el hombre en el mundo que conoce y qué es este mundo para él y él para el mundo. Hermosa y apretada síntesis de preguntas. Podríamos decir que el método buberiano es –en forma mucho más honda que el de Heidegger– el de perfilar, profundizar, agotar la pregunta.


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–¿En dónde están escritas esas famosas…? –En la Antropología, publicada bastante después de la Crítica de la Razón Pura. –Posterior. –Yo lo tengo en francés. En verdad, Kant formuló la pregunta; su respuesta pertenece a lo que podríamos llamar psicología de su tiempo. –¿Psicología? –Sí, es decir, no la responde simplemente en su Antropología. Ensaya una especie de respuesta posible, pero sin la pretensión de constituir una especie de todo acabado sistemático, como la Crítica de la Razón Pura, como cualquiera de las tres Críticas. Para comprender –sigue Buber– en qué medida la Crítica de la Razón Pura debe ser considerada como respuesta a la cuestión de Pascal, examinaremos ésta de nuevo a ver cuál es la pregunta de Pascal. Nos movemos de pregunta en pregunta, nos detenemos en la pregunta, casi diríamos que pasamos rápidamente por alto las respuestas. El pensador auténtico ama sobre todo la pregunta; algunos se quedan tan enamorados de la pregunta y se pasan toda la vida preguntando y sufren horrores por eso, como Pascal. El espacio cósmico, infinito, es inquietante para Pascal, y le hace cobrar conciencia del carácter cuestionable del hombre, que se halla expuesto en este momento. “El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta”4. Pero lo que le espanta y conmueve no es ya la recién descubierta infinitud del espacio por obra de la ciencia, es el Renacimiento (Galileo es el gran vuelco cosmológico... es la revolución copernicana). Lo que lo espanta y conmueve no es la ya la recién descubierta infinitud del espacio por contra de su anterior supuesta finitud. Más bien, es el hecho de que, bajo la impresión de lo infinito, le resulta inquietante cualquier concepto del espacio, lo mismo un espacio finito que uno infinito. 4

Pascal, Pensamientos, III 206. (N. del E.)


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Porque pretender imaginar realmente un espacio finito no es empresa menos insensata que la de pretender imaginar el espacio infinito, podríamos añadir: el espacio infinito en cuanto microcosmos, en cuanto macrocosmos, esa doble punta de la problemática (como dice Sherlock Holmes: “este misterio tiene dos puntas y entonces no lo puedo resolver”, si el cliente no le dice quién es el que manda y para qué va a trabajar entonces eso para él es un misterio a la entrada del enigma; después tiene que descubrir al asesino… es mucho, un misterio a dos puntas, “es inabarcable para mí”, dice Sherlock Holmes con toda razón5. Al final, el cliente tiene que poner claro una de las puntas porque, si no, no se puede trabajar). Y Pascal le hace cobrar al hombre –no menos claramente– conciencia de no hallarse a la altura del mundo. –Sí, porque en cuanto vos le querés poner un límite, detrás del límite hay algo. Si no, no sería límite. –Sí, ¡es lo que Hegel va a llamar el infinito malo! “Yo mismo, a la edad de catorce años…”. Por eso digo que a nosotros… Yo comprendo el temple de ánimo de Buber, que podríamos llamarle… Hay una novela de Manuel Gálvez que se llama El Mal Metafísico. Sí, es el mal metafísico que aqueja, no a todos, pero yo diría, sí, que a la edad a la que se está refiriendo, yo creo que sí. Además, Buber venía de una tradición talmúdica, de una profunda inmersión en la vivencia religiosa del hombre con Dios. Vivió en carne propia la aventura de Abraham, y Yo mismo, a la edad de catorce años, viví esto de una forma que ha influido profundamente sobre toda mi vida. Se había apoderado de mí como una obsesión insensata: tenía que tratar de representarme constantemente los límites del espacio o su falta de límites, un tiempo con principio y fin o un tiempo sin principio ni fin. Y ambas cosas eran igualmente imposibles 5

En “La aventura del cliente ilustre” [The Adventure of the Illustrious Client] (1924): “…–Lo siento –contestó Holmes–. Estoy acostumbrado a que uno de los extremos de mis casos esté envuelto en el misterio, pero el que lo estén los dos resulta demasiado expuesto a confusiones. Lamento, sir James, tener que rehusar a ocuparme del caso”. (N. del E.)


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y desesperadas, y, sin embargo, parecía que no había opción posible más que entre un absurdo y otro.6

Un enigma a dos puntas, como decía Sherlock Holmes. “Me encontré zarandeado entre ambos como por una confusión irresistible, con peligro tan eminente a veces de volverme loco que seriamente pensé en escapar al peligro mediante el suicidio”. Yo le creo. A los quince años encontré la solución en un libro: los Prolegómenos para toda metafísica futura que publicó Kant, en una especie de resumen de la Crítica de la Razón Pura, algo más accesible, que me atreví a leer a pesar de que en la primera línea avisa que no era para uso de estudiantes sino de futuros maestros.7

Él, un pendejo, a los quince años se atrevió a leer eso que no era para él, no era para menores, no estaba en el horario de protección al menor. Este libro me explicó que el espacio y el tiempo no son más que las formas en que ocurre necesariamente mi intuición humana de lo que es, que por tanto no eran inherentes al mundo sino a la índole de mis sentidos.

Verdaderamente uno imagina la cara plácida y satisfecha de Buber, en esa época en que no tenía ni barbita todavía. “Y también aprendí que para mis conceptos era igualmente imposible decir que el mundo es finito en el tiempo y en el espacio como decir lo contrario”. Y cita a Kant: porque ninguna de las dos cosas está contenida en la experiencia, y ninguna de las dos puede radicar en el mundo mismo, puesto que éste se nos da como fenómeno, como apariencia.

Como aparición a o para. El fenómeno, por esencia, es para otros. 6 7

Buber, op. cit., pág. 29. Ibid., pág. 42.


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–Por definición. –Por definición. Y todo lo que se puede conocer del fenómeno es este para-otro, porque este otro lo único que recibe del fenómeno es la intencionalidad del fenómeno que se dirige hacia él, pero que sabe del trasero del fenómeno –Pero eso se relaciona muchísimo con la definición de la frase: es algo para alguien. –Exacto, es algo para alguien en algún aspecto, y la cosa en sí es el culo del fenómeno. La cara del fenómeno –para usar términos gombrowiczianos– es aquello que conocemos pero plenamente; ahora, el culito del fenómeno, eso que nunca se muestra, esa es la cosa en sí. –La otra cara de la luna… –La otra cara de la luna es una cosa en sí. Este mundo, entonces, sólo se nos da como fenómeno, cuya existencia y trabazón tienen lugar únicamente en la experiencia; fuera de ella, nada. La experiencia dice “conmigo todo, sin mí nada”. Ambas tesis pueden ser afirmadas y demostradas: son las antinomias de la Crítica de la Razón Pura que también Hegel va a demoler sistemáticamente, porque Hegel va a alcanzar la cosa en sí, va a alcanzar el absoluto, va a resolver las antinomias (pero ésta es otra historia). Ambas tesis pueden ser afirmadas y demostradas: entre la tesis y la antítesis existe una contradicción insoluble; esta contradicción insoluble será el punto de partida de Hegel. Una antinomia de las ideas cosmológicas, con lo cual se refuta la prueba cosmológica de la existencia de Dios. Y el cosmos es el orden Y por lo tanto hay un ordenador, una computadora que rige el universo porque, si no, sería un despiole, se cae el software. Y el mundo se va a la mierda. Esta prueba cosmológica, entonces, es refutada por Kant. Pero el ser mismo no es rozado por ninguna de las dos. Se puede seguir siendo uno mismo quien es tranquilamente, desentendiéndose de las antinomias. No afecta nuestro propio


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ser; permanecemos incólumes, como dirían los estoicos, y a un lado y al otro yacen estas antinomias inservibles que no nos llevan a ninguna parte. Entonces, nos tiramos por la vía del medio, como dicen los cubanos –Como dicen los ingleses, un problema sin solución no es problema. –Claro. La cuestión que este librito nos está resolviendo es una respuesta a la pregunta ¿qué es metafísica? Es una pregunta…, digamos, y nos responde de tal modo que ya vamos a saber de una vez para siempre lo que es metafísica: es, por una parte, afirmación absoluta de lo absoluto, de aquello que está más allá de la experiencia. Decir, como Leibniz, que el mundo está compuesto de mónadas, que el todo, que lo que concebimos como todo es una pluralidad infinita de unidades últimas e indescomponibles que encierra en cada una de ellas el todo en su conjunto. El microcosmos, nada más que un espejo en donde reproduce… –Una muestra gratis. –Sí, un botón de muestra del macrocosmos, del supremo infinito orden eterno del todo de las cosas, del ser, del ser del devenir de Heráclito, equivalente a la concepción de Demócrito, no tiene nada que envidiarle a Parménides y a Heráclito. Leibniz es un metafísico nato, es el predecesor inmediato de Kant, a quien Kant veneraba profundamente y de quien tomó infinidad de conceptos. De Leibniz, de la vulgarización de Leibniz que hizo Wolff. Seguimos entonces con la formulación que nos hace Buber del problema metafísico: “ya no me veía obligado a atormentarme con el intento de representarme primero una cosa irrepresentable y luego la contraria no menos irrepresentable. Tenía que pensar que el ser mismo se halla sustraído por igual a la finitud, espacio-temporal, y a la infinitud, espacio-atemporal, porque no hace más que aparecer en el espacio y en el tiempo, sin entrar él mismo en esa aparición”.


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El ser no entra en su aparición, está esto que queda más allá, y lo que nos entrega de sí es aparición. “Por entonces, comencé a vislumbrar que existe lo eterno”. Por entonces, podría añadir Buber, comencé a familiarizarme con el Dios de Spinoza. “Por entonces, comencé a vislumbrar lo eterno”, que es algo muy diferente a lo infinito, como también es muy diferente de lo finito y, sin embargo, puede darse una comunicación entre el hombre que soy yo y lo eterno. –Yo no entiendo por qué lo eterno es tan diferente de lo infinito. –Muy infinita es la manera con que se me aparece lo eterno. Lo infinito se nos escapa, como lo finito, también. En cambio con lo eterno podemos entrar en una relación inmediata. Lo eterno es Dios. Lo eterno es el absoluto para los filósofos. Lo eterno es el otro, el Otro, y cuando decimos otro con mayúscula, finalmente nos va a decir Buber: saquen la mayúscula. Si la relación esencial es la relación con el otro, y a partir de esa relación con el otro entonces yo puedo establecer algo que es, en términos de Kant, un en sí. –El otro como no yo, simplemente. –Como no yo, y al mismo tiempo como idéntico y absolutamente diferente. Eso sí, pero no sé por qué eterno. –Porque es un absoluto, la conducta. Kant nos va a decir, con relación a la moral, que en el acto moral nos ponemos en relación con algo que está más allá o más acá, o en todo caso que no depende en absoluto del espacio y del tiempo. Lo infinito es lo que depende del espacio y del tiempo pero en el acto moral yo llevo a cabo algo que, como diría Spinoza, pertenece a lo eterno. –Sí, eso lo entiendo. –La suma de los ángulos de un triángulo: eso es eterno. Yo debo devolver el depósito que me dieron, la plata que me prestaron. Eso es eterno, ¿estamos?


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–Sí, sí, eso sí. –¿Cómo “sí, eso sí”? –Ahí estoy de acuerdo. –El triángulo y el Banco de la Provincia son la misma cosa. –La idea del banco es eterna, pero que el otro como persona, como lo otro… todo lo que no es yo es lo otro, eso sí entiendo. Pero en realidad lo eterno no es el otro, sino mi relación con el otro, o nuestra relación. No sé si aclaró un poquito más esta diferencia entre lo eterno y lo infinito. –Sí. –Entonces podemos seguir adelante. Por entonces comencé a vislumbrar que existe lo eterno, que es algo muy diferente de lo infinito, como también es muy diferente de lo finito y que sin embargo puede darse una comunicación entre el hombre que soy y lo eterno.

Así se comunicaba, por ejemplo, Agustín con lo eterno. Él le decía: decime Señor qué carajo es el tiempo, vos que lo hiciste, explicámelo porque yo a otro no le puedo preguntar. Y entonces entraba en una comunicación inmediata con lo eterno. Como Job, que hablaba con Él y le decía “¡¿qué carajo me hiciste?! ¡Mirá adonde me mandaste, que estoy en la pura miseria! ¡¿Dónde está la justicia?!”. También él hablaba, ¿no?, mano a mano con Su excelencia. El Señor no puede ser injusto. “¡Perdóname Señor! Soy nada frente a vos pero hay algo que te tengo que decir porque no te la puedo dejar pasar, vos que sos el que hizo la Creación, el Gran Arquitecto, el Señorón, te mandás una injusticia que es una cagada que no te la puedo dejar pasar por alto”. No se lo dijo con esas palabras, se lo dijo con mucho respeto, pero se lo


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dijo. Es decir, esta comunicación con lo eterno, que después con la decadencia, diríamos, la degradación de lo religioso se convirtió en relación con lo absoluto, en gente como Hegel, como Schelling, como Fichte. –Lo que yo entiendo es que lo eterno es lo abstracto. –¿Lo abstracto? Si, en parte podríamos decir lo eterno es lo abstracto, en el sentido de la matemática… –Son los conceptos. –Son los conceptos, son las Ideas eternas de Platón. Estamos en pleno Platón. –La blancura es eterna, las cosas blancas son infinitas –Como diría Peirce, es una cualidad, es una primeridad. Las primeridades son eternas; ahora, las segundidades, la existencia, esto es recontra-fugaz. Eso ya está pasando a toda velocidad. Ya nosotros estamos pensando en un geriátrico. Es brava la cosa. –Y la terceridad, que es la ley, no es eterna pero es infinita. Es decir, tuvo comienzo, pero no fin. Es el hábito. –Claro. Es aquello que se construye para el porvenir, vale decir, de manera alguna es eterno. No solamente no es eterna en cuanto a que tiene comienzo, sino que también la ley no es eterna, porque será reemplazada por otra ley más abarcatoria y más justa, más verdadera. Es la historia de todas las leyes. –Me acuerdo como van los tiempos y (…) –Es la historia de todas las leyes de la naturaleza y de las leyes del Derecho, de las leyes históricas y de las leyes que se han producido en la Historia. Ojo, no la Ley de la Historia, que es otro macanazo de Hegel que no se puede dejar pasar por alto, como si la Historia fuera algo independiente, que tuviera sus propias leyes, así como la naturaleza.


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Entonces, no sé si leí la respuesta de Kant a Pascal. La respuesta se puede formular así: “lo que te espanta del mundo, lo que se te enfrenta como el misterio de su espacio y de su tiempo, es el enigma de tu propio captar el mundo y de tu propio ser, tu pregunta ¿qué es el hombre? Es, por consiguiente, un problema auténtico para el que tienes que buscar la solución”. Porque un problema auténtico es, como yo suelo decir en la clase, la diferencia entre una pregunta auténtica y una pregunta falsa. La pregunta del examen es falsa; la pregunta auténtica es la pregunta que está fundada en la desesperación: “Don, ¿qué colectivo me lleva a Plaza de Mayo?”, porque tengo que llegar, y pregunto de verdad, porque pregunto empujado por un sentimiento urgente, irrefrenable. Y esa pregunta es la pregunta metafísica, y por eso es que nos va a decir Kant: la metafísica es, al mismo tiempo, imposible e inevitable; estamos condenados a la metafísica, pero es bueno que sepamos que metafísica es un intento siempre fallido pero, al mismo tiempo, una de las tareas más gloriosas del espíritu humano. Empujados por la metafísica llevamos a cabo todo lo que constituye eso que llamamos progreso: un buceador como Newton o como Einstein más tarde, se mueven en lo absoluto, se mueven en el charco de la metafísica. Esto es al mismo tiempo su tropezadero y su sustento. La metafísica está incluso en el huevo de la ciencia contemporánea, de la modernidad, digamos. –Sí, con sólo pensar lo que se está haciendo con el ADN y los cromosomas… –Pone los pelos de punta. En este punto se nos muestra la interrogación antropológica de Kant como un legado ai que nuestra época no puede sustraerse. Ya no se traza ninguna mansión cósmica para el hombre, sino que se exige de él, como constructor de la casa, que se conozca a sí mismo –lo que había empezado a decir Sócrates–.


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En el CafĂŠ Tortoni de Buenos Aires. A la derecha de Alejandro, el traductor de Gombrowicz al italiano, Francesco Cataluccio, y a la izquierda, con la imagen lamentablemente velada, Ryszard Kapuscinski. Octubre 2002.


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III Hay pensadores que ofrecen una particularidad intensidad, una fuerza de convicción singular, y esos textos están ahí. Los textos siempre son una excusa, un punto de partida. La lectura atenta, algunos trabajos de escritura, sólo eso le da a uno la medida de lo que puede hacer. Suscitar el interés, quedarse con las ganas y haber tenido la experiencia de que uno puede pensar. Y que para pensar no se requiere un aprendizaje especial. Pensar es como nadar. Y una de las cosas imprescindibles para aprender a nadar es meterse en el agua, porque todo lo que se diga antes al respecto es teórico. Sólo el diálogo vivo produce en cada espíritu la sensación de que es posible participar. Ese diálogo es intemporal, porque uno conversa con Platón, con Hesíodo, con Homero, a través de los siglos, y están presentes en la medida en que uno se da cuenta de que son nuestros hermanos, nuestros contemporáneos, ya que podemos establecer en cualquier momento una relación fecunda con ellos.


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“Cuando pienso que pienso no consigo…” Cuando pienso que pienso no consigo recobrar el amor del bien amado algo queda, me falta aquel pasado en que con otro estuve al fin conmigo. Ese cuerpo, no el mío, esa mirada me habló, me dijo, me abrazó en su hierro me vi, supe de mí, trazó mi encierro, cercó mi ser, mi libertad cerrada. Pero yo mismo fui por un instante un sueño de saberme bien amado. ¿Quién dice instante? Sólo el que ha pasado por el trance mortal del navegante: brújula loca, derrotero errado, flujo sin fin y norte equivocado.


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Con "Rosa María, risa y alegría..."


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LA CONTRADICCIÓN1 Tomemos como centro temático de la reunión de esta noche: la contradicción. Y señalo aquí: dicción contra dicción. En otras palabras, “nombramos” la contradicción. La contradicción se realiza en el plano de la enunciación, del lenguaje. Es decir, es una dicción que contradice otra dicción. Por eso la llamamos “contra-dicción”. No pensamos la contradicción en los hechos, sino que la pensamos en las palabras. La pensamos en el plano lingüístico. Es decir, la contradicción se nos presenta como algo que dice lo contrario de lo que se dice. Al mismo tiempo, a la vez, y en el mismo sentido. –¿Por qué en la palabra y no en los hechos? –Por el momento tomemos el nombre, es decir, la expresión “contradicción”. Qué es lo que dice la expresión “contradicción”. Después vamos a ver en qué medida eso se realiza en el pensamiento, en los hechos, en la realidad, en qué medida la contradicción es constitutiva de la conciencia en tanto que desdoblamiento. Por el momento decimos “dicción contra dicción”. Digo “A”, digo: “no A”. Esto es, digamos, en el plano lógico, el enunciado contradictorio. La contradicción, ella misma, no es contradictoria. No se anula a sí misma. Se entiende, es pensable. Es enunciable. 1

Clase en el marco de un grupo de lectura de psicoanalistas sobre Hegel, el día 7/11/1980. Transcripción mecanografiada. (N. del E.)


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Es el hecho más caro a la conciencia, su pensamiento predilecto. El chiste, el humor, la paradoja que revela lo que oculta. Es el signo por excelencia. Lo esencial de toda significación. Digo esto en lugar de otra cosa. Cada palabra está en lugar de otra cosa. Con “esto” digo “lo que no es esto”. Me contradigo para decir. Al mismo tiempo, y en el mismo sentido, según la fórmula aristotélica, la contradicción es el “horror” de la conciencia, el vacío de sentido. La nada encarnada en el lenguaje. La marcha entera de la ciencia, conocimiento verdadero de lo verdadero, es una historia del esfuerzo de la conciencia para anular la contradicción. El hecho nuevo, que no cabe en la teoría, que la contradice, debe ser incluido en una nueva teoría que lo explique, que lo haga desaparecer como hecho; es decir, como contradictor. –¿Eso sería una forma de la Aufhebung? –Sí, sí, exactamente. Hay una frase que se atribuye a Hegel –que no sé si la dijo en alguna de sus clases– y que es muy significativa, que enuncia la cosa así: “si los hechos están en contra de mí, peor para los hechos”. (Risas). Se atribuye a Hegel y “si non è vero, è ben trovato”. Este sería el planteo que propongo para la temática de esta noche: la contradicción con relación al texto que vamos viendo2. Una de las dificultades que presenta este texto es, precisamente, el eslabonamiento de contradicciones. Por lo tanto, es necesario volver un poco atrás y pensar el mecanismo general de la contradicción. Aquí yo lo enuncio como un hecho que se puede rastrear a nivel del lenguaje, incluso considero el modo más habitual, más familiar de la contradicción, la paradoja, el chiste, la situación que revela algo que se hace presente y, al mismo tiempo, es negado. Podemos tomar algo que a todos nos resulta familiar, que es el análisis del chiste freudiano. Parte de un hecho banal. El chiste del acto fallido, de una pequeña punta contradic2 “La percepción contradictoria de la cosa” en Hegel, G. W. F., Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, pág. 74.


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toria que asoma en la expresión, en el lenguaje. Un judío dice a un no judío: “Sie sind ein Gauner” (“usted es un atorrante”, una porquería, un bandido). El otro se queja y el juez lo condena al judío a decir la misma frase en sentido negativo: Sie sind kein Gauner. Entonces el judío dice: “Sie sind kein Gauner?” (“¿usted no es un bandido?”). Es decir, lo enuncia en forma interrogativa y el juez le dice: ¡No, no, no! ¡Así no! “¡Ah!”, dijo el judío, “¡usted me dijo el texto, pero no la melodía!”. El enunciado contradictorio se presenta habitualmente, pero incluye la negación. La negación está presente. La presencia de una negación pone en evidencia el carácter contradictorio pero, al mismo tiempo, la verdad del enunciado. Cuando decimos “A”, pero para decir “A” decimos “no A”, estamos utilizando el procedimiento fundamental de la contradicción expresiva. El lenguaje dice “yo no me contradigo, lo que nombro es la verdad, lo que enuncio es lo real, esto que está aquí, en este momento, esto es lo que estoy enunciando, no se me entienda de otro modo”. Pero, al decirlo, el lenguaje mismo desarrolla una estructura que, para sí, es contradictoria. En otras palabras, vamos a la parte en la cual hacemos referencia a la significación. La significación es un mecanismo contradictorio. Mediante una cosa digo otra. Mediante la palabra enuncio lo que no es palabra, apunto a lo real, pero lo real es construido a partir de algo que se presenta como sustitutivo de lo real. Ya en la constitución misma del lenguaje, de la expresión como tal, estamos observando el funcionamiento de un mecanismo contradictorio. La palabra se presenta como sustituto de lo real pero al mismo tiempo ella misma se presenta como verdad, vale decir, como lo real mismo. Uno de los grandes poderes del lenguaje es, precisamente, esta confusión que se establece entre el signo o el significante y su significado, por el valor de sustitución, por la carga libidinal, podría decir usted, con que el significante asume la función de la otra cosa que está reemplazando. –La representación simula ser presencia. –¡Exactamente!


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–Hay un engaño… –Pero es el mecanismo lingüístico que estamos utilizando habitualmente. Cuando decimos “mentar”, eso es contradictorio en sí mismo. Pero la contradicción sirve para enunciar algo que se presenta como no contradictorio. –Norma acuñó una frase histórica: “El vacío de la ausencia es colmado por la plenitud de la representación”. La representación es una mentira, porque simula ser presencia. –Pero, además, ¿no es acaso una verdad porque confirma? Eso es lo que yo no entiendo. Es una mentira que sustituye a la cosa, pero además confirma lo representado. –¿En qué sentido? –En el sentido que si nosotros nombramos “mesa”, estamos sustituyendo a la cosa “mesa”, pero además confirmamos que hay una cosa “mesa”. –Eso. Aquí estamos en el tema. Cuando nombramos “mesa”, nombramos la cosa, la representamos estando presente la cosa. Es lo que dice Hegel: la percepción en realidad es una mezcla de lo universal y de lo particular. Es decir, estamos construyendo un objeto al mismo tiempo que lo nombramos y precisamente porque lo nombramos. La mesa es mesa no solamente porque está aquí, y porque es blanca y la toco, sino porque la nombro y la constituyo como tal objeto sostenido por cuatro patas, que sirve para sostener otras cosas, etc. Todo lo que está incluido en la representación universal de la mesa, está producido al nombrar la mesa. Entonces, estoy construyendo un objeto a partir de la percepción sensible, de la certeza sensible. Pero ya no es la certeza sensible sola, sino es una combinación de lo universal y de lo particular. –Si así no fuera, Freud no podría haber dicho que el síntoma, que es fruto de la representación, hace gozar o sufrir. Si hace gozar o sufrir, estamos implícitamente reconociendo la capacidad presentificante de la representación, o sea, el hecho de que la repre-


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sentación, que es mentira porque simula ser presencia, es al mismo tiempo verdad porque actúa como si fuera presencia. –Otro tema relacionado con éste, es entonces no solamente el lenguaje, sino la significación en general. La significación como un proceso que se cumple también dialécticamente. Cuando yo establezco un signo, cuando yo pienso en un signo, generalmente pienso en una cosa, en un significante: en una palabra, en un objeto, en algo inmediatamente accesible a la percepción y a la sensibilidad. Pero este signo, como tal, es un intermediario; él no es en sí mismo lo que es, sino que apunta a otra cosa que él no es. Es decir, es una construcción contradictoria. Cuando digo que un síntoma es un síntoma, lo estoy pensando como signo. El síntoma está presente, pero remite a otra cosa. Otra cosa que es supuesta, presupuesta, concebida o preconcebida. El signo mismo -el síntomatiene un status ontológico muy particular: está en el cuerpo, pero no es el cuerpo; es una noticia que se produce en una instancia que se llama conciencia; placer, dolor, sensación en general. Remite a otra cosa, es decir, lo que lo provoca, lo que lo determina como síntoma, como signo. Pero esa otra cosa tampoco está presente. El signo mismo entonces es una mediación, y se define más bien por lo que no es que por lo que es. En este sentido, entonces, entendemos la identificación que hace Hegel: mediación, negación y universal. El signo es universal en la medida en que constituye un concepto, en que es pensable, en que es concebible, y en que se define como negación de todo lo que no es él. –¿En qué sentido se integra la palabra “signo” en este contexto, como aquello que remite a un referente o como aquello que remite a un significado? –Vamos a definir los términos: referente sería el objeto hacia el cual apunta el signo; el objeto real, el objeto dinámico, diríamos, en el que reside lo efectivo. En este sentido, hay un objeto del signo. El signo mismo no es el objeto; pero él también tiene un carácter objetivo, es aislable, yo puedo decir: esto es un signo, es un representante. En términos de Peirce, es un representamen, es decir: “lo que representa”. Pero


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el signo, para ser representante de un objeto, necesita de una condición esencial: necesita de otro signo que lo interprete, y es lo que Peirce llama el “interpretante”. Entonces, un signo es una tríada, funcional, imposible de disociar: objeto, representamen e interpretante. El interpretante, ¿qué es? ¿Es el intérprete? No. El interpretante puede residir en una mente, que sería la mente del intérprete. Pero el interpretante, a su vez, es aislable; es otro signo, mediante el cual se explica ese signo. En un diálogo muy profundo, que, si tienen ocasión de leerlo… de San Agustín, que se llama El maestro, comienza estableciendo San Agustín, en un diálogo con su hijo, que el significado de un signo es otro signo. Con eso sienta lo que vendría a constituir toda la teoría semiótica moderna. El significado de un signo no es esa “cosa” a la cual el signo se refiere. En otras palabras: el significado de un signo no es el referente. El significado de un signo es otro signo. El signo que lo explica, el signo que pone en evidencia el sentido de este signo. –Que a su vez remite a otro… –A su vez remite a otro. Es una cadena infinita como la del diccionario, en la cual una palabra tiene que ser comprendida mediante otra palabra. Pero lo fundamental es esto, entonces: que tengamos en cuenta que en la significación hay objeto, signo e interpretante. Que la relación entre el signo y el objeto es como la relación que hay entre el interpretante y el signo. –¿El interpretante es arbitrario? –¿Qué quiere decir “arbitrario”? Vamos a hilar fino. Ojo que éste es un concepto de esos “pesados” en la lingüística y en la semiótica moderna. –¡Es que si no hay interpretante no hay signo ni objeto! –Dice Saussure: la relación entre el significante y el significado es una relación arbitraria. ¿Qué quiere decir “arbitra-


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ria”? Aparentemente, si nos atenemos al contexto de Saussure, arbitrario quiere decir inmotivado. –Pero también quiere decir convencional. –También quiere decir convencional, pero esa es otra palabra que tiene que ser definida. Entonces, cuando decimos “arbitrario”, estamos pensando en realidad en un concepto ambiguo y, por lo tanto, contradictorio. ¿Por qué? Hagamos un poquito de historia: ¿de dónde viene “arbitrario”? Viene de arbiter. Esta es una palabra latina; se llamaba así al que estaba subido al árbol. El árbitro era el que veía más, y por lo tanto el que podía determinar la situación. Es como el que está en la popa de un buque. Entonces, ya en latín la palabra arbiter tenía un significado ambiguo. Es decir, por una parte era el juez, y por otra parte era el entrometido, el que espía, el que sabe lo que en realidad no tendría que saber. Tenía ese doble sentido. Para nosotros, “árbitro”, “arbitraje”, “arbitrio”, “arbitrariedad”, también tienen un doble sentido. El libre arbitrio es la condición más elevada del hombre. Y la arbitrariedad es algo signado peyorativamente. Una persona arbitraria es una persona que obra porque sí, ilógicamente, porque se le ocurre, porque “se le canta”, y lo hace. Pero si analizamos un poquito más, resulta que esta arbitrariedad que fundamentaría la relación entre significado y significante, es precisamente esta condición particular del individuo que asume la significación, sin otro fundamento, porque sí. Asume la significación, la establece; dice, como decía el HumptyDumpty de Alicia en el País de las Maravillas, “cuando yo digo una palabra, esa palabra significa lo que yo quiero decir, y ninguna otra cosa. Yo pongo el significado”3. Es decir, que, por una parte, nos estamos refiriendo a esta cua3

A través del Espejo y lo que Alicia Encontró allí. En Carroll, L., Los Libros de Alicia, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1998 (traducción anotada de Eduardo Stilman, prólogo de Jorge Luis Borges), Cap. VI: “Cuando yo uso una palabra –dijo Humpty Dumpty, en tono despectivo– esa palabra significa exactamente lo que yo decidí que signifique… Ni más ni menos.” (N. del E.)


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lidad fundamental de la libertad, que establece una significación “porque sí”. Pero resulta que lo arbitrario es, como señalaba Abadi también, lo convencional. ¿Y qué es lo convencional? Lo convencional es lo que conviene, aquello en lo cual todos convenimos: vamos a reunirnos a determinada hora, vamos a hablar sobre esto, etc., etc. Todo esto es convencional, es el origen y el producto de una convención. ¿Por qué? Porque todos convenimos en el mismo punto y porque esto es lo que conviene. En otras palabras, que la arbitrariedad no es tan arbitraria. Que si examinamos, si “rascamos” un poco en el origen de una unión entre significante y significado, vamos a encontrar una conveniencia. Resulta que en determinada circunstancia histórica, olvidada o ignorada en el lenguaje, esto era lo más apropiado para indicar otra cosa. Había una cierta relación. Entonces, no era tan arbitrario, no era tan convencional en el mal sentido, sino que era arbitrario y convencional en el buen sentido, unir este significante a un significado. Si nosotros consideramos, por ejemplo, los análisis freudianos de los mecanismos inconscientes (el desplazamiento, etc.), ¿cómo se producen las uniones? Hay un vínculo, y esto es lo que permite, en última instancia, la interpretación. Si la unión entre significante y significado fuera absolutamente inmotivada, entonces nos encontraríamos frente a un lenguaje, como ejemplificaba Abadi en su trabajo4, como el lenguaje etrusco, del cual no se conoce la lengua, y por lo tanto es imposible descubrir la unión entre significante y significado, es decir, hay una falta de motivación absoluta, no porque existiera esa falta de motivación, sino porque no es accesible a nosotros. Pero al interpretar, nosotros nos ponemos, de alguna manera, en la situación histórica en que se genera esa relación entre significante y significado. Es decir, hay una motivación; suponemos que hay una motivación; suponemos que hay una causa, algo que vincula el significante al significado. –Pero, ¿se puede acceder a la comprensión del significado que nos impuso un mundo cerrado en sí mismo, si no es desde afuera? 4

Ignoramos a qué trabajo se refiere. (N. del E.)


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Si me dan un diccionario y yo no sé ninguna palabra de ese idioma, puedo dar vueltas hasta el infinito, y nunca comprenderé ese idioma… […] –…es una brecha que está afuera de ese mundo cerrado, a través de la cual penetro. Esa brecha que me permite penetrar da paso a algo que ya sé, al lenguaje en sentido saussureano, y que es el mundo de las cosas y de las nociones en que toco una mesa y como sobre ella… –Yo observaría lo siguiente: el ejemplo es bueno y malo como todos los ejemplos. Es bueno en este sentido: que si yo me enfrento con algo así ante todo sé algo, sé que es un diccionario, se que es un código. Parto de esto: es un código. Me va a costar un trabajo infinito descifrar esto, pero sé que es un código. –Es un conocimiento externo al diccionario… –Es un conocimiento externo. Es un conocimiento que engloba al diccionario como tal cosa, como resumen, como sinopsis de un código existente en donde tal cosa corresponde a tal otra cosa. No tengo acceso a él pero lo comprendo en su totalidad, y entonces puedo trabajar a partir de allí. Lo que hizo Champollion. A Champollion, en determinado momento, se le prendió la lamparita y comprendió que los jeroglíficos no eran fantasías sino que constituían un código y que ese código tenía el carácter de todos los códigos: que si no era alfabético era fonético, si no era fonético era ideográfico, o sería una mezcla de ideografía y fonetismo y alfabeto. Con esta concepción fundamental empezó a trabajar. Comprendió la totalidad del problema. Entonces se fijó en los detalles particulares, y empezó a establecer relaciones, falsas, no falsas, comprobadas, no comprobadas. Poco a poco fue avanzando. Pero comprendió que se trataba de un código, y que este código no era de ninguna manera arbitrario en el sentido de que podía significar cualquier cosa.


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Hay elementos que permiten entrar en el misterio de un código desconocido. Pero ante todo sabemos que se trata de un código. –Si el interpretante es arbitrario en los dos sentidos (la arbitrariedad por el poder: esto que digo yo es lo que digo yo, y arbitrario por una convención) quiere decir que el significado del significante lo da un determinado poder, y el poder que domina puede hacer que un significante tenga un significado conveniente a los intereses del poder. [...] –Las reglas son el plano más alto del signo. Quiero señalar esto: empezamos hablando de la contradicción y estamos en los enredos de la significación. Nos hemos ido de tema porque establecemos que la contradicción es un mecanismo fundamental de la significación. Ahora estamos viendo más en detalle el problema de la significación. En la semiótica moderna, uno de los pensadores más tenidos en cuenta, porque desarrolló muy a fondo el problema del signo, es Charles Sanders Peirce, norteamericano, fundador del pragmatismo (que después tuvo, como escuela filosófica, muy poco que ver con él). El trabajo más importante de Peirce se realizó en el terreno semiótico. Es casi contemporáneo de Saussure. Podríamos decir, para hacer una síntesis muy global, que hay tres clases de signos. Peirce los llama índices, íconos y símbolos. Un índice es algo que está, como signo, en una relación de contigüidad muy estrecha, de inmediatez con lo que significa: el humo es un índice, un indicio o un síntoma, como quiera llamárselo, del fuego. Ante la presencia del humo determino la presencia de un fuego que en realidad está ausente a la percepción. Las nubes, la lluvia, etc., y todos los síntomas considerados clínicamente, son indicios, son indicadores. La presencia de esta determinada particularidad apunta de modo inmediato, está estrechamente unida a esta otra cualidad que no se hace presente. La relación, entonces, entre significante y significado, para el indicio es una relación de contigüidad, de inmediatez. La causalidad está presupuesta. La causalidad es un concepto del entendi-


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miento que se aplica a la naturaleza en general. Pero nosotros no pensamos en términos de causalidad cuando pensamos en el humo y el fuego. Pensamos, en realidad, que el humo no es nada más que la prolongación del fuego. –Pero cuando yo voy por una ruta, y veo una figurita que indica una locomotora, yo sé que cincuenta metros después voy a encontrar una vía de ferrocarril. ¿Eso es un índice? –Eso es un símbolo. Eso es un signo muy elaborado. En realidad, el pito de la locomotora sí es un índice. –¿El semáforo? –Es un símbolo, en el sentido de Peirce y de Saussure también. –¿Y el síntoma, por qué decís que es un índice? –Porque está vinculado de manera inmediata a aquella condición que suponemos es la cosa. Pero no establecemos una relación causal, sino más bien la simple contigüidad. El pito de la locomotora forma parte de la locomotora, yo no pienso que la locomotora es la causa del pito. Después viene otra clase de signo, en la cual la relación ya no es de contigüidad, sino de semejanza; es la relación icónica. Hay dos clases de semejanza: una semejanza inmediata y una semejanza mediata. Aquí se desdobla la cosa. Una semejanza inmediata sería la de una caricatura o un dibujo, una semejanza mediata sería la de un diagrama. Por ejemplo, el trazo de la temperatura en el cuadrito que se pone al pie de la cama en el hospital. Es decir, hay una relación diagramática de semejanza entre las alturas y los descensos de la temperatura, y los picos que suben y bajan en el dibujo que nos representa la fiebre. Esta también es una relación icónica. Entonces, tenemos un segundo tipo de signo que es el ícono. En estos dos signos, hay una motivación, que en el caso del índice es más fuerte, en el caso del ícono es más débil, pero existe una motivación entre significante y significado. No es arbitrario en el sentido de que podría ser cualquier


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cosa, sino que evidentemente existe un procedimiento mediante el cual pasamos del signo al significado. Y finalmente, viene el tercer signo, el símbolo, aquel en el cual se da una verdadera relación arbitraria en sentido amplio. ¿Por qué? Porque nosotros nos ponemos de acuerdo y establecemos una norma, una ley que se hace entre dos, como decía recién Abadi. Entonces, a partir de este momento, vamos a establecer un árbitro, el árbitro de la ley, es la norma, es lo que hace que esto signifique tal cosa, de aquí en adelante, y en general. El símbolo es lo universal. Una importante aclaración: no existen en absoluto signos puros. Un índice es predominantemente un índice, pero tiene algo icónico y algo simbólico. Es decir, de alguna manera también constituye y forma parte de un código, por lo tanto. es un símbolo, y de alguna manera evoca, representa una imagen correspondiente a un significado. El ícono, a su vez, es una representación, pero una representación que también forma parte de un código, que también está vinculada a la cosa que representa con cierta inmediatez, y que por lo tanto participa de los otros dos. Y un símbolo, a su vez, una palabra, la palabra “átomo”, por ejemplo, la palabra “libro”, la palabra “radio”, son palabras que, como tales, pertenecen puramente a un código, son absolutamente arbitrarias, están obedeciendo a una regla de significación preestablecida. Pero en su origen, a cada una de esas palabras, simbólicas y arbitrarias, le podemos encontrar una punta indicial y una punta icónica, que es lo que hacen los poetas, y lo que hacen, cuando lo hacen bien, los psicoanalistas y, sobre todo, los enfermos. Es decir, están resucitando el carácter indicial y el carácter icónico de la expresión. –Por ejemplo, el travestismo de un travestista, como síntoma, es un signo predominantemente icónico. –Tiene carácter predominantemente icónico; pero además es un síntoma, y por lo tanto es indicial. Y además, forma parte de un código general, que es el de la clínica, que le llama a esto travestismo. Es decir, tiene las tres dimensiones, no en la misma medida, no en la misma cantidad, pero, como signo,


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pertenece a los tres sectores: al de la inmediatez, al de la mediación, y al de la arbitrariedad. –Pregunta: si sustitución implica contradicción. –Muy bien, sí. ¿Y si decimos ahora, en este punto, sustitución es Aufhebung? Entonces lo vamos a entender mejor. Sustitución no es contradicción en el sentido estricto, pero sí lo es en cuanto pongo algo que es como algo que no es. En un mismo acto estoy diciendo: esto que es negro, no interesa en cuanto negro, sino porque representa, por ejemplo, la negritud. Y, por lo tanto, estoy poniendo lo que es como algo que no es. Es decir, implica una contradicción. ¿Pero qué pasa? Que esta contradicción no termina en sí misma, es decir, no es una contradicción cerrada, es una contradicción productiva, porque sale de sí misma para apuntar a otra cosa. En otras palabras: niego la realidad del significante. Digo: ojo, que esto no es un ruido cualquiera, esto es una palabra; y esta palabra debe ser atendida en toda su calidad de ruido. Porque si yo digo “pe” no es lo mismo que si yo digo “be”. Desde el punto de vista físico, material, el significante debe ser atendido en toda su realidad, para mostrar lo que no es, aquello a lo cual apunta, lo que significa. Si yo quiero interpretar un signo, tengo que dejar de lado todo lo que pienso, lo que sé, etc., para atender a la realidad concreta y material del signo. Entonces sí, a partir de él, de su realidad, voy a comprender su significación, ya sea indicial, icónica o arbitraria, o mezcladas. El signo, como tal, se niega a sí mismo. Pero, al mismo tiempo, incluye en sí otra cosa. Está preñado de significación. Constituye a la vez una negación y una conservación. Porque se mantienen todos los caracteres materiales del significante como tal. Si no, se pierde como significante. Y al mismo tiempo, establece una superación. Ya, lo que resulta no es, ni estos caracteres físicos, ni el significante en abstracto, sino otro signo que es el interpretante. Abadi–…puede ocurrir también que yo me ocupe del significante, independientemente del significado. Cuando Jakobson habla de las seis funciones del lenguaje, independientemente del significado al cual una determinada frase remite, nos fijamos en la ma-


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terialidad del significante. Es decir, que si digo: “Nel mezzo del cammin di nostra vita…” el significante no es un medio para acceder a un significado sino que es el fin en sí mismo. Tanto es así que si yo decido modificar ese significante y decirlo de otro modo: “en la mitad de la vida de un ser humano”, elimino todo el valor o función poética. Si tomamos la música –no sé si es lícito hacerlo– como un lenguaje, es un lenguaje que tiene únicamente una función poética porque… ¿dónde está el significado al que esa cantidad de notas como significante remite? No está en ningún lado. Me deleito ante una sucesión de significantes. –Voy a retomar la observación de Abadi. Yo creo que a él se le ocurrió esto de la función poética acerca de lo que yo le contestaba a él, en este sentido de que el significante tiene que ser respetado en su realidad material. Es decir, cuando estamos frente a una obra de arte generalmente nos vemos cargados de un bagaje cultural, de una pre-interpretación. Y lo más común, lo más corriente, es que pasemos junto a la obra con la interpretación bajo el brazo y la obra misma no existe. Es muy corriente que el lenguaje poético sea ignorado como tal, precisamente porque ponemos el interpretante por delante e ignoramos la consistencia, la calidad misma del significante. Es lo mismo que en clínica puede ocurrir cuando yo prejuzgo y no atiendo al síntoma que se me está presentando a través de las palabras, de las expresiones, de la conducta del paciente, es decir, ignoro la calidad poética del significante. – …que no es omnipresente. –¡Claro! Pero hay ocasiones, como en la clínica, en que la función poética es fundamental. No puedo pasarla por alto. –Si no se prejuzga no se atiende. Si no hay un mínimo prejuicio no hay un “para qué”. Al no haber un “para qué” no se puede atender. –¡Claro! Pero, en este sentido, entonces ocurre lo que yo decía al final: el hecho nuevo que no cabe en la teoría que la contradice. Es el contradictor. Este hecho nuevo, entonces,


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es el que me obliga a reconsiderar la presuposición. No puedo manejarme sin presuposiciones. Soy una presuposición que camina. Pero me encuentro con el hecho. El hecho me contradice. El hecho es una contradicción total. Entonces tengo que reacomodar toda mi teoría, toda mi Weltangschaung, tengo que recomponerla atendiendo a la presencia de este contradictor que es el hecho. En otras palabras, este contradictor que es el hecho de lo que Abadi, recordando a Jakobson, llamaba “mensaje” con función poética. Estas funciones del lenguaje, esta clasificación de las funciones de Jakobson, es algo que vale la pena tener en cuenta porque es un esquema de mucha riqueza conceptual. Hay dos elementos: un emisor y un receptor. Allí se establece la contradicción comunicativa. Uno emite y otro recibe. Entre el emisor y el receptor se produce una mediación. La contradicción entre emisión y recepción se salva o se supera mediante el mensaje. El mensaje es lo que vincula uno al otro. Para que el mensaje se produzca, no solamente tiene que haber un emisor y un receptor. Tiene que haber algo que ambos tengan en común para que sea posible el mensaje: el código. Ya tenemos cuatro elementos. Pero el mensaje transcurre a través de algo: el canal es otro de los elementos imprescindibles de la comunicación, es decir, de la superación de la contradicción entre emisor y receptor. Hay otro elemento que es fundamental, y es el referente. Porque el mensaje dice algo acerca de algo. Este acerca de es el referente. –Retomando la división en índice, ícono y símbolo. ¿Por qué el interpretante puede inclinarse, si un signo contiene los tres, hacia el lado del símbolo, que es lo más arbitrario, o hacia el lado del índice, que es lo más cercano en que aparezca el hecho contradictorio? –¡Esa es una pregunta de 150 dólares5! Creo que es posible contestarla. Creo que es posible pensarlo. ¿Hacia qué lado se inclina el interpretante, pero por qué hacia este lado y no hacia el otro? 5

Alusión a un famoso programa de concursos de la época (N. del E.).


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–Por el hecho contradictor. Porque, por el lado del simbolismo, el hecho contradictor, que permite reformular nuevamente, es más difícil de encontrar que del lado del signo como índice. –Vamos a hacer dos partes. Yo veo que no nos vamos de tema sino que la charla está muy orgánica. Las preguntas se insertan en la temática y nos permiten avanzar un poquito más. Cuando el interpretante dice: esto es índice, esto es ícono, o esto es símbolo, atiende, ante todo, a la característica del representante, es decir, del significante. El significante como tal se presta, en ocasiones, más bien a ser ícono que símbolo, o ícono que índice, etc. Es decir, el interpretante no es absolutamente arbitrario; atiende a la calidad o a las cualidades presentes del representamen, o del significante en términos saussureanos. ¿Pero qué ocurre? Que esta interpretación no es automática. Se abren posibilidades a la interpretación. Y estas posibilidades se establecen a partir del carácter contradictorio del interpretante. Y a mí, una palabra se me presenta francamente como símbolo, es decir, tengo que recibirla como símbolo, como formando parte de un código que funciona automáticamente de acuerdo a leyes convencionales, si esta palabra se me presenta como representamen, como significante, yo, intérprete, puedo adoptar una actitud contradictoria. Es decir: “no”. Sí, de acuerdo, forma parte de un código, pero para mí es ícono, porque algo de ícono tiene, y voy a ver lo icónico que tiene. O para mí es índice, y voy a ver el carácter indicial de ese signo. Porque estoy seguro: como signo que es, no puede sino ser las tres vertientes. Que me digan que predomina la vertiente simbólica, es decir, convencional, arbitraria, de acuerdo; pero yo voy a ver la otra. Es el trabajo que hace un intérprete, por ejemplo, de un sueño, de un síntoma, o es el trabajo que hace el poeta, que no toma en cuenta el carácter eminentemente simbólico del mensaje, sino el carácter poético, vale decir, el carácter icónico. –Pero eso varía de persona a persona. –Varía de persona a persona, no es automático. Hay que tomar en cuenta el interpretante porque en función del background cultural, social, etc., de cada interpre-


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tante, se dará una diferente interpretación icónica. En cambio, la interpretación simbólica, ésta que no es icónica, es mucho más pertinente o segura o confiable. Los signos simbólicos son susceptibles de interpretaciones indiciarias o icónicas, pero esas interpretaciones indiciarias e icónicas no son confiables; en cambio, la interpretación que se atiene meramente al valor simbólico, sí es confiable. Es confiable la ley, la convención por la cual hemos tirado al árbitro y lo hemos sustituido por algo confiable. Convención se llama a aquello que todos han aceptado. –Yo puedo no aceptarla, pero si sé que se trata de una convención, entonces la comprendo. –Lo más singular del individuo no pasa por el fondo simbólico, sino por lo icónico y lo indicial. Ahí es donde me voy a reconocer más yo, aun dentro de la cultura, pero al mismo tiempo con una identidad que viene vinculada a la historia. –Claro. Pero hay un proceso, que va de lo indicial a lo simbólico, y que enriquece lo indicial y lo icónico, partir, otra vez, de lo simbólico. Es este proceso que estamos viendo en el texto. Hay una teleología. La certeza sensible es la más rica, pero es la más pobre. Es incrementada y completada por lo universal de la percepción que constituye la cosa. La cosa a su vez es contradictoria. Tiene que ser superada. Vamos a pasar al entendimiento, en donde ya se ponen funciones generales, de la razón, del pensamiento. Leyes de comprensión de la relación entre los objetos, y leyes que rigen la constitución de los objetos, y su comportamiento entre sí. Todo esto en realidad enriquece la certeza sensible, que es la piedra de toque. Índices e íconos están en el fundamento, pero para que constituyan un fundamento verdadero, tienen que ser enriquecidos retroactivamente por el carácter simbólico. […] No se ha modificado en cuanto certeza sensible, se ha modificado en cuanto comportamiento, porque, mediante esta modificación, a pesar de que yo siga sabiendo que la tierra es plana, yo puedo tomarme un avión y dar la vuelta al mundo.


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–Es como si fuera menos certeza la certeza sensible… –¡No, no, no! Sigue siendo tan cierta como siempre. Lo que se modifica es la conducta social de la especie, no de mí, como individuo, que sigo percibiendo siempre las cosas que percibo. Pero desde el punto de vista general, como conocimiento universal, se posibilitan otras cosas. Lógicamente, que si yo pienso que la tierra… –Nadie se pone a correr el sol que está en el horizonte… –Pero es que hay hechos históricos. Si Colón se largó a hacer el viaje que hizo, es porque de alguna manera dejó de lado la certeza sensible de que la Tierra es plana, porque si no, se iba a caer, como creían muchos de los marineros de Colón. Sin embargo, él dio la vuelta, contorneó la esfera. Se equivocó porque creyó que había llegado a la India, y había un continente… La conducta, la posibilidad de desarrollo histórico de la conducta humana se modifica a partir del conocimiento simbólico. –Porque nuestra conducta no depende solamente de la certeza sensible. –Si dependiera de las certezas no podríamos sobrepasar el mundo de la inmediatez, que es el mundo indicial o icónico. –Siempre es para enriquecer aquella primera certeza… –Además, enriquezco el plano de lo simbólico mediante una especie de retrogradación, de retrocesión de la comprensión. La simbolización pura como pura convención, como pura abstracción, es un instrumento operativo, es un instrumento para operar. El símbolo me abre a lo universal y con el símbolo yo procedo, pero procedo con mi sensibilidad, con mi sentimiento, con mi deseo, con la inmediatez de mi percepción sensible. Lo pongo a mi servicio. El símbolo, en definitiva, enriquece los otros dos caracteres de la significación.


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Hoy propuse este tema, que queda abierto, y en vista de que el tiempo nos era un poco más favorable porque decidimos prolongar las reuniones, no hicimos una lectura del texto, pero esta lectura tiene que ser hecha de todas maneras. La próxima vez vamos a terminar de ver la percepción a través de este concepto contradictorio, vamos a buscar las contradicciones manifiestas en el texto y vamos a pasar al entendimiento, la fuerza del entendimiento, fenómeno y mundo supra-sensible. Allí ya vamos a estar en la última etapa de la constitución científica de la visión de la realidad. Después de esto va a venir la autoconciencia, la constitución de la autoconciencia, que es un salto cuántico en la constitución de la conciencia. Hasta ahora estamos viendo la conciencia en la relación sujeto-objeto. En la autoconciencia vamos a ver la constitución del sujeto-objeto como una entidad única y contradictoria en sí misma, puesto que conciencia de sí implica el progreso, el despliegue de una cualidad que hasta este momento no se puso en evidencia. Pero no se va a constituir como autoconciencia por el simple hecho de que vuelva sobre sí porque se le da la gana, sino que vuelve sobre sí en el acto del reconocimiento recíproco. Y eso nos va a introducir en la problemática de la interacción entre autoconciencias, que es lo que constituye, propiamente hablando, la historia humana. El tema de hoy no está cerrado. Está abierto. Yo quería añadir algo acerca de las funciones del lenguaje que mencionó Abadi, y que nos van a permitir perfilar un poco mejor el concepto de signo y de significación. Lo que mencionamos eran elementos de la comunicación. Las funciones mismas no son estos elementos, sino la relación entre estos elementos, es decir, a qué se refiere el mensaje. La pregunta es ésta: ¿el mensaje se refiere a qué cosa? ¿Se refiere al referente? La función es referencial. ¿Se refiere al emisor? La función es emotiva. ¿Se refiere al receptor? La función es conativa, trata de influir sobre el otro. ¿Se refiere al código? La función es metalingüística. ¿Se refiere al canal? La función es fática. ¿Se refiere a sí mismo? La función es poética. Es una clasificación importante que nos permite entendernos rápidamente, porque aludir a una función lingüística nos permite rápidamente


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clasificar el tipo de mensaje con el cual estamos teniendo que ver. Cuando yo decía recién, de acuerdo a la pregunta de Marucco, si el interpretante se inclina en un sentido o en otro, evidentemente éste tiene en cuenta al mensaje como tal, es decir, desentraña la característica del mensaje como significante. En la relación comunicativa hay muchas confusiones de hecho. Hay mensajes que son manifiestamente referenciales. Casi todos lo son, casi todos los mensajes se presentan como referenciales. Y, al cabo, si presto atención al mensaje mismo, me doy cuenta de que en realidad no es referencial, que lo referencial es una nube constitutiva del mensaje pero éste en realidad es conativo, porque el tipo ese me estuvo diciendo todo eso porque me quería pedir plata. Hay un dibujo de Steinberg, muy bueno, en donde está un jefe de oficina en el escritorio y alguien que evidentemente es un solicitante, y el gerente o el jefe de la oficina le responde. Hay un globo que sale de la boca del jefe en el dibujo, que está lleno, absolutamente lleno de palabras. El otro escucha atentamente, pero la forma del globo es NO. Si hubiera prestado atención a la forma general del mensaje, el otro hubiera advertido que no tenía ninguna posibilidad de conseguir lo que pretendía. Las interferencias de interpretación en cuanto a la calidad del mensaje son decisivas. Podríamos decir que la función poética como tal, no la función lírica, sino poética en cuanto mensaje que se refiere a sí mismo, tendría que tener una cierta prioridad en la tarea interpretativa. Hay un momento en que es preciso prestar atención al mensaje mismo, porque es únicamente de allí de donde vamos a extraer la posibilidad de inclinarnos hacia lo simbólico, hacia lo icónico, hacia lo indicial. Denme el signo y veremos después la posibilidad de una interpretación, pero que el signo esté presente en toda su realidad. Lo voy a dar vuelta, lo voy a mirar, de arriba, de abajo, es mi posibilidad, la única que tengo. Yo no soy dueño del emisor. Yo no soy dueño de mí mismo como receptor, no sé las cosas que tengo, ni mis presupuestos, ni todo eso. Lo único que tengo delante de mí es el mensaje. Esto es todo con lo que cuento para interpretar. A partir de allí, se va a generar una interpretación. Tengo que tener en cuenta la cosa misma, y en este sentido se identificaría la función poé-


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tica con la función que Kant (y también Bacon) adscribía a la ciencia: tender a la cosa misma, en primer término, en cuanto realidad presente y observable. –Con respecto a la Aufhebung, hay un gesto que traduce sus significados de anular y conservar al mismo tiempo. –Hay un gesto judío… Hay un libro de David Efrón, semiólogo muy importante6, argentino. Tiene un libro muy importante, que dio el punto de partida para un estudio sistemático del lenguaje gestual, que no existía. Lo que se proponía, en realidad, era refutar la teoría de los nazis (pues lo escribió antes de la Segunda Guerra Mundial) acerca del carácter necesario e insuperable de la herencia racial, que habían desarrollado en Alemania estudios acerca de los gestos típicos de los arios y los judíos. Entonces, Efrom estudió los gestos en la colectividad judía de Nueva York. Pero no solamente en el gheto sino también en las clases que ya formaban parte de la clase media y en la universidad. La demostración era obvia: no hay absolutamente nada de herencia. Se trata de un código. Porque él quería refutar a los nazis, pero se encontró con otra cosa: se encontró con que los gestos son un código, que además tenían que ser nombrados y descriptos. Además tenían, lo mismo que la palabra, carácter icónico, carácter simbólico y carácter indicial, y tuvo que darles nombres a los gestos. A partir de ese momento se creó en los EE.UU. toda una escuela, muy importante, del estudio del lenguaje gestual, de las relaciones a través de la gesticulación y de mayor refinamiento en cuanto a la clasificación de la gestualidad. En el libro de Efrom, están descriptos los gestos típicos judíos, y están clasificados como “emblemas” (gestos que pueden traducirse mediante una verbalización), otros gestos de carácter indicial, que expresan una función emotiva del emisor (esto lo agrego yo, aplicando los conceptos de Jakobson) y otros gestos que él llama “batuta”, es decir, que acompañan el desarrollo del pensamiento: no indican nada sino que diseñan una figura ideal que vendría a corresponder al pensamiento en cuanto producción de ideas, 6

Efron, D., Gesto, Raza y Cultura, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1970.


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que no representan la idea icónicamente sino que acompañan la productividad interior del pensar. –…palabras que no pueden traducirse a otro idioma y sí al lenguaje gestual. –Eso es muy importante. –¿La cosa en sí no será la que me determina a que yo pueda después ver lo indicial, lo icónico, lo simbólico? –Claro, pero hay un ida y vuelta. El mensaje, como tal, es recibido como mensaje, por lo tanto, yo lo recibo de acuerdo a mi predeterminación. Me determina en la medida en que me dice algo, pero yo vuelvo sobre él, y una vez que me he enterado de lo que me dice el mensaje, atiendo a su carácter de mensaje. Entonces, lo niego, lo contradigo, lo niego en su realidad. “No importa lo que usted me dijo, porque ya sé que usted me dijo esto, pero a mí me importa cómo lo dijo, en qué momento lo dijo, y en relación con qué se produjo ese mensaje”. Cambio la realidad del mensaje. Lo considero en su función poética, en su propia realidad, como un cartucho que implica una referencia, pero esta referencia pasa a segundo plano, se convierte en fondo, y pasa a ser figura el mensaje como tal. Y entonces se abre una nueva posibilidad de interpretación, pero ésta no es la última, porque también tengo que considerar el mensaje con su contenido. [...] –…“en sí”, para Kant es una cosa independiente del conocimiento. Por lo tanto, de esto no sé nada. De la “cosa en sí” no puedo decir absolutamente nada. De una cosa independiente de mi conocimiento, independiente del sujeto, nada puedo saber. Pero sí puedo hablar de una cosa en sí, cuando la considero en sí misma, como si fuera independiente de la relación, en este caso, entre emisor y receptor. Puedo hacer una abstracción. En sí misma, la cosa procede de este modo. Pero para esto yo he tenido que retirarme de la relación. Por eso Hegel dice: para nosotros, o en sí, la conciencia hace tal


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cosa, ella se olvida de su etapa anterior, ella ignora lo que en verdad está haciendo, porque la tomo en sí, está frente a mí la conciencia. La conciencia soy yo, pero me desdoblo y digo: la conciencia hace esto. Esto me permite comprender algo más, no solamente de la conciencia sino de mí mismo, que soy la conciencia que observa a la conciencia, no a esta conciencia particular, sino a la conciencia como necesariamente se comporta en lo real y en relación con lo real. [...] –Pienso que debe ser “vernein” (“negar”). De acuerdo al contexto, se habla del no, del nein, en realidad. Es decir, la negación como anulación de algo que está presente. Como una nada determinada. La negación nunca es negación en abstracto, sino que es negación de un contenido. En este sentido, diría Freud que el inconsciente no conoce la negación. No es tanto que no la conoce sino que no la ejercita, diríamos. El inconsciente es positivo. En la dinámica la negación es exterior porque viene de afuera. La negación es el principio de realidad.


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DESDOBLAMIENTO DE LA AUTOCONCIENCIA Y DIALÉCTICA INTERSUBJETIVA EN HEGEL1 –…Una vez superada la figura anterior, la conciencia olvida que lo que está viviendo es el resultado necesario de lo anterior. A cada paso, se caracteriza a sí misma como una nueva conciencia, como una conciencia fresca. Abadi– Desdoblamiento de la conciencia y una conciencia cada vez más rica, más fresca, más viva, porque se apropia de la otra conciencia y la transforma en ella, en la nueva. Pero el fenómeno de la autoconciencia, ¿no implica un momento en que la conciencia toma conciencia de ese proceso por el cual se generó? –Hay dos maneras de tomar conciencia, como hay dos maneras de conciencia. Hay una conciencia que registra y hay una conciencia para la cual una cosa está bien y otra esta mal. En el Génesis se dice: “no has de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal”2. La conciencia se desdobla. Una conciencia que registra, una conciencia abstracta, objetiva, en la cual yo digo: ahí está la mesa, esto es una luz, y simplemente registro el mundo exterior como objeto, aparentemente carente de valor, de 1 En este texto se reúnen tramos de varias clases de un curso dado a psicoanalistas sobre la Fenomenología del Espíritu, noviembre y diciembre de 1980. (N. del E.) 2 Gen 2:17. (N. del E.)


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carga afectiva. En otros casos, yo soy consciente de haber hecho una macana: dije que iba a venir a tal hora y no vine, etc.: la conciencia moral, la conciencia del deber. ¿Pero es que entonces hay dos conciencias? ¿Realmente hay dos conciencias? Sí y no. Para la conciencia hay dos conciencias. Abadi– Claro, porque si no hubiera dos, no habría conciencia. –Exacto. Pero la conciencia que tiene conciencia de las dos conciencias es una. Y en el fondo ella sabe que estas dos conciencias son un producto de ella misma, que se desdobla en dos conciencias. Por una parte registro, y por otra parte considero que esto está bien o mal; por una parte me considero culpable, y por otra parte no tengo ninguna culpa de que las cosas sean como son y como las leo en el periódico. Abadi– Entonces usted le está dando más importancia a la conciencia unitaria, que dice que se da cuenta de que es una conciencia. –En el fondo. Abadi– Cuando yo me pregunto si en esta valoración de la conciencia unitaria no hay algo del orden de lo ideológico. Usted da a entender que es más verdadera la conciencia que sabe que es unitaria, ¿no es así? Yo tengo la intuición de que Freud, Lacan, etc., tienden a plantear que es una dualidad irreductible la que da cuenta de la condición humana, y que, en ese sentido, el intento de apuntar a una unificación de la conciencia es un anhelo que no se logra nunca, porque somos irreductiblemente dos conciencias. Yo no sé si esto que usted dice es solo prejuicio ideológico o si realmente hay esta conciencia unitaria que sale de su escisión o existen dos conciencias irreductibles y que anhelan una cierta unión, pero lo único que logran es una articulación. – Yo creo que no anhela la unión. Justamente, la característica de la conciencia es conocimiento de que son dos. Cuando de una persona se trata, siempre da a entender la alteridad. Es una porque es dos.


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–¿Puedo desplazar un poquito el tema a lo que preguntaba Abadi y después retomar lo que vos dijiste? Somos dos conciencias: Abadi y Alejandro. Y Abadi me dice: “vos valorizás la unidad de la conciencia”. En otras palabras: “lo que vos decís sobre que hay una conciencia que valoriza y otra que registra, es en realidad un engaño para vos, porque vos en realidad considerás que hay una sola conciencia”. Abadi– Exacto. Eso digo. –Lo que yo dije no fue exactamente eso. Lo que yo dije es que hay una conciencia que registra y otra que valoriza. Pero ellas están determinadas como desdoblamiento por una conciencia. Es decir, yo conciencia me desdoblo y en última instancia no soy consciente de mi unidad. De lo único que puedo ser consciente –y es lo que estoy tratando de hacer ahora– es de mi desdoblamiento. Abadi– Comprendí perfectamente. Solo planteo la posibilidad de ver las cosas desde un enfoque opuesto (sobre el cual no hay ninguna garantía), que sería que no es que esas dos conciencias son el resultado de un desdoblamiento, como dice usted, sino que de entrada se dan dos conciencias porque de entrada hay una dualidad que nos constituye (padre y madre, naturaleza y cultura, etc.), y que por tanto somos, desde el vamos, irreductiblemente duales. Pero ser duales nos impediría vivir, entonces todo el intento de vivir es un intento de articular esos dos para hacer de ellos uno, intento vano y nunca plenamente logrado, porque nunca se daría esa una unión sino que se darían unas uniones o un atisbo de articulación. Eso es lo que quise decir. Ahora, cuando dije antes que Freud opinaría así… Depende, según dónde se lea. Hay partes en que parece decir esto que estoy diciendo. Pero en las partes en donde dice que, en función de la represión, una conciencia se desdobla en consciente e inconsciente, más bien parece darle la razón a usted. Quizás sea una cosa que va más allá de la ideología y que sea más caractereológica e inconscientemente determinada, pero yo me veo siempre tentado de pensar que hay una dualidad irreductible y que intentamos establecer un puente entre ambas.


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–Por ejemplo, en una conciencia desdoblada, en una conciencia mefistofélica, hay una absoluta incomunicabilidad entre las mitades establecidas. La escisión del yo. Respecto de lo que usted decía, la tentativa de establecer un vínculo, un puente, esto es lo que yo podría llamar la cultura, es decir, el desarrollo de la conciencia intersubjetiva. No es que la unidad se establezca. Evidentemente, el desdoblamiento es originario y el puente es el proceso, es el tránsito. “La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra autoconciencia”3. Es decir, yo soy en la intimidad y para mí mismo en la medida en que soy otra autoconciencia, en la medida en que tengo otro frente a mí que me justifica, que me autoriza, desde el punto de vista ontológico, a ser lo que soy. El asunto es quién reconoce a quién. Lo importante es que en el reconocimiento hay un desnivel, en el cual se da lo esencial y lo no esencial. Se reproduce el movimiento de la conciencia ante el objeto, en el cual, por ejemplo, el objeto es lo esencial y el saber, la conciencia, es lo inesencial, porque el objeto es lo que es independientemente de que yo lo sepa o no. Acá estamos en un nivel mucho más complejo. Después, en ese mismo movimiento del conocimiento, se da la inversión del proceso. En donde resulta que el objeto no es lo esencial, sino que lo esencial es que yo sepa de él. Lo esencial es el saber, porque el saber lo constituye como objeto. En este caso, está el fenómeno del reconocimiento. Pareciera que las dos autoconciencias están en el mismo nivel de la balanza. Y que una reconoce a la otra. El proceso es mucho más complejo. El proceso se produce como un reconocimiento de la una por la otra más bien que de la otra por la una. Es decir, hay alguien que reconoce y alguien que es reconocido. El reconocimiento es conocimiento de sí mismo y conocimiento de lo otro, por eso su nombre. Y además el reconocimiento quiere decir gratitud; vale decir, yo reconozco a quien me reconoce. Quien me reconoce obtiene, diríamos, como una especie de pago mi reconocimiento. Yo lo reconozco, 3

Hegel, G. W. F., Fenomenología del Espíritu, FCE, México, 1966, p. 113. (N. de E.)


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estoy reconocido, porque me reconoció. Lo gratifico con mi reconocimiento, pero mi reconocimiento es de otro orden, el más importante es el reconocimiento de quien me reconoció, porque quien me reconoció es el que me hizo aparecer como autoconciencia. – Y ahí está lo de “esto que yo digo, es lo que yo digo”. Esa palabra es lo que yo quiero que sea esa palabra. Ahí hay un desnivel en el reconocimiento… –Sí, sí, estamos hablando de emisor-receptor, la interlocución, la comunicación… Es decir, hay alguien que impone la palabra. – Estamos llegando al amo y al esclavo… – Suavemente… –Sigamos un poquito: “El concepto de esta unidad de la autoconciencia en su duplicación…”. Fíjense ustedes, hay dos autoconciencias. Realmente. Una que reconoce, otra que es reconocida, o si se quiere que se reconocen recíprocamente. Pero Hegel dice: duplicación de la autoconciencia. El concepto de esta unidad de la autoconciencia en su duplicación, de la infinitud que se realiza en la autoconciencia, es una trabazón multilateral y multívoca [tiene muchos procesos, muchos avatares]. De tal modo que, de una parte, los momentos que aquí se entrelazan deben ser mantenidos rigurosamente separados y, de otra parte, deben ser, al mismo tiempo en esta diferencia, tomados y reconocidos también como momentos que no se distinguen o tomados en esta diferencia, y reconocidos siempre en su significación contrapuesta [o, diríamos, complementaria]4

En otras palabras: esta duplicación de la autoconciencia constituye una verdadera unidad, pero para que sea consti4

Ibid. (N. del E.)


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tuida tienen que diferenciarse absolutamente como dos autoconciencias. Tenemos la conciencia de que somos dos. – ¿Dos… internamente? –Lo que pasa es que hemos saltado muchos procesos de la duplicación de la conciencia hasta llegar a la autoconciencia. Pero la autoconciencia se constituye como tal cuando hay otra autoconciencia. Esta duplicación de la autoconciencia es una unidad. Entonces tenemos que verla al mismo tiempo como unidad y como desdoblamiento. – ¿La relación intersubjetiva sería una unidad? –Claro, una unidad. Que es lo que llamamos comunicación, en términos modernos. – Es decir, uno solo no existe. La unidad son dos. –La unidad son dos. – Ahora, esa autoconciencia escindida, ¿no puede reconocerse a sí misma como autoconciencia en el proceso de escisión? –No. ¿Cómo podría ser? Si lo que ella tiene es un objeto. Lo que siempre tuvo la conciencia fuera de sí es un objeto. Su propio cuerpo es un objeto. Ella misma es un objeto. Para la conciencia sola –diríamos teóricamente aislada, en estado puro– lo único que hay es ella y otra cosa. Por lo tanto, no puede reconocerse a sí misma, solamente conoce. Solo en cuanto reconoce, entonces se establece a sí misma como autoconciencia. Cuando yo reconozco a la otra autoconciencia, entonces yo me constituyo en autoconciencia. Ojo que estoy avanzando un poco: primero se muestra que, cuando la autoconciencia es reconocida, es autoconciencia. Yo digo más: la culminación del proceso es que, cuando yo reconozco a la otra autoconciencia, yo me constituyo como autoconciencia.


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– Si yo no lo reconozco a Alejandro, yo no me constituyo como autoconciencia. –Exactamente. ¿Por qué? Porque si él no me reconoce, entonces yo soy objeto, y el sigue siendo conciencia. ¿Está claro? Yo soy cosa, y por lo tanto él no es todavía autoconciencia. – Pero primero me tengo que sentir reconocido como autoconciencia. –Claro, por eso dice acá Hegel, con bastante claridad, que es una “trabazón multilateral y multívoca”. Con lo cual además nos está diciendo: ojo que vamos a entrar en un capítulo muy difícil, que tiene muchas interpretaciones, que tiene muchos lados a considerar, una duplicación permanente de sentidos, que es lo que va a constituir el objeto de nuestro estudio en este momento. Si alguien me reconoce a mí como autoconciencia, yo soy autoconciencia y el otro es más autoconciencia que yo. Hay un desnivel. – ¿Es un desnivel que puede desnivelarse o que puede mantenerse como desnivel? –Es un desnivel que genera un proceso. Un proceso que tenderá a la unidad, o sea a la liquidación de la dualidad. Si yo reconozco a alguien como amo, este amo se constituye en autoconciencia. Pero, al mismo tiempo, se inicia el aspecto contradictorio de la relación: él depende de mí para ser autoconciencia. – Pero para hacer autoconsciente el desnivel sigue estando… –Claro, pero hay un proceso. En este proceso, ¿qué hace el amo? Me hace trabajar, para él. Él consume. Él devora. Yo, en cambio, tengo que postergar, tengo que establecer un tiempo entre la elaboración y el consumo. Es decir, yo trabajo. Por lo tanto, yo transformo la naturaleza mediante el trabajo para el amo.


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¿Pero qué pasa? Que el proceso, entonces, margina a la autoconciencia del amo. Porque la autoconciencia del amo no es productiva, no se desarrolla. Subsiste y permanece simplemente como autoconciencia reconocida. En cambio, el otro es el que produce la transformación real del objeto, y por lo tanto de sí mismo, porque cuando él hace el objeto, es él el objeto. Es decir, la cosa que yo produzco… soy yo mismo, objetivado; está ahí, ante mis ojos. – Ahora, si se da cuenta de este proceso, y de que está siendo marginado, y de que está constituyéndose, el amo dice “basta, no te reconozco más como esclavo”… Lo que quiero decir es que se puede interferir en el desarrollo. Si amenazo con quitarte el lugar de esclavo que es tu lugar, y dejar de ser… –Es muy sencillo: si yo soy esclavo y el día de mañana decido dejar de trabajar y matar al amo, entonces yo soy el amo. No pasa nada. Simplemente subsiste un amo y un esclavo. Ha cambiado de lugar la autoconciencia, pero no se ha cumplido un proceso. El proceso, es decir la Historia, se produce por lo que el esclavo hace como transformación de la naturaleza. Está utilizando la amplitud de significaciones del lenguaje. Y nos está mostrando que lo que se llama desdoblamiento no se produce solamente en la interioridad del sujeto, sino que se manifiesta, se exterioriza, se concretiza, se cristaliza en dos cosas absolutamente opuestas e independientes, que son dos autoconciencias. Es decir, yo me desdoblo (como esquizofrénico), pero también me desdoblo en cuanto me comunico con otra autoconciencia. Estos sentidos se superponen. En este movimiento, vemos repetirse el proceso que se presentaba como juego de fuerzas. Es decir, cuando la conciencia se enfrentaba al mundo como objeto y describía la fuerza, la fuerza como replegada de sí misma y la fuerza como expansiva. Los dos momentos de la fuerza que en realidad constituían los dos extremos de una misma realidad. Entonces, ¿qué entendemos nosotros en esta relación particular que constituye el núcleo fundamental de la sociedad humana como tal, la intersubjetividad? Nos relacionamos como autoconciencias, somos y nos definimos el uno frente al otro.


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Hay una concepción de esta relación […] que considera que entre las autoconciencias lo que se produce no es la subjetividad de la una sumada a la subjetividad de la otra, sino más bien un espacio intermedio, algo que se define justamente como un entre5: lo que el otro hace de mí y lo que yo hago del otro. Esto nos introduce, entonces, a la dialéctica hegeliana. Abadi– Dos preguntas. Yo, el otro, y como dijiste, un tercero. ¿A ese tercero lo podemos llamar relación? –Sí, provisoriamente llamémoslo relación. Abadi– La segunda pregunta es esta: hay una autoconciencia… Yo soy en función del otro que me. Acá es la pregunta es ¿que me qué cosa? ¿Que me mira? ¿Soy en función de la mirada del otro, o de la interlocución del otro…? –El término que aquí se traduce del alemán es reconocimiento. Reconocimiento, que implica una especie particular de conocimiento. Porque hay dos maneras de entender el reconocimiento: reconocer es conocer lo ya conocido (así lo entendemos espontáneamente: reconozco lo que he visto y vuelvo a ver), pero acá el re- de reconocimiento implica una transformación esencial del conocimiento. Yo no conozco meramente un objeto como tal, y por tanto no me relaciono con él en la forma sujeto-objeto, en la cual el sujeto de alguna manera recibe y a la vez determina las características del objeto, sino que toda mi autonomía, toda mi independencia se presenta duplicada en otra autonomía y en otra independencia. Es un juego de espejos. “…que deben ser reconocidos siempre en su significación contrapuesta”. Yo significo al otro y el otro me significa a mí. En este carácter semiótico, que aparece por primera vez en el texto hegeliano, vemos en qué consiste la duplicación de las autoconciencias: mi significación me es atribuida por un interpretante; yo, a mi vez, soy un significante para un interpretante. Estamos en una relación semiótica estricta. ¿Qué significo yo para vos, cuál es mi significación, y qué significás 5

Cf. a propósito, en este libro, “Gombrowicz entre nosotros”. (N. del E.)


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vos para mí? La pregunta que se hace en la relación amorosa está mostrándonos esta dialéctica del reconocimiento. Estamos en esta particular dialéctica de dobles sentidos. Abadi– Si inclusive la condición de enemigo sirve para definir en función del otro, entonces quiere decir que ese vínculo tan contradictorio que se llama hostilidad sin embargo me da vida, en cuanto sujeto del otro y sujeto para el otro, no es solamente en función de que alguien me ama que existo. Pero esto es contradictorio de acuerdo a nuestra concepción de las relaciones afectivas (tal vez errónea), según la cual el odio es algo desunitivo o desestructurante en una relación. –¡Abadi, Abadi… usted se adelanta, como siempre! Yo no quiero interrumpir la ilación del texto, pero voy a dar dos o tres puntualizaciones para ver que estamos en tema. Indudablemente, el amor, tal como lo concebimos, en una evolución histórica de la especie humana no es lo primitivo y determinante. Decir algo así como que el hombre es lobo del hombre es un lugar común, que sin embargo apunta a una realidad fundamental que está ínsita en la naturaleza humana. Es decir, lo primordial es la contradicción, la oposición, el enfrentamiento. La lucha a muerte. Nos enfrentamos como dos autoconciencias y en este enfrentamiento la autoconciencia asume su carácter esencial que es la negatividad. Es decir, como autoconciencias civilizadas toda nuestra educación tiende a superar nuestra negatividad esencial. Pero la negatividad es lo esencial: esto es lo que comprendemos como filósofos leyendo el texto que muestra los avatares de la conciencia. La conciencia no sabe de sí misma, se olvida de su verdadera naturaleza esencial. La conciencia cree que es buena, la conciencia cree que ama, la conciencia cree que desea el bien y bienestar de la otra autoconciencia, cuando en realidad su fundamento es la autoconciencia, la afirmación de sí como existente, y por lo tanto la negatividad, la negación de todo otro que no le dé su autonomía. Pero no nos adelantemos. El doble sentido de lo diferenciado se halla en la esencia de la autoconciencia que consiste en ser infinita o inmediatamente lo contrario de la determinabilidad en la que es puesta.


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Yo soy consciente de mí y por lo tanto soy lo contrario de mí mismo. Yo sufro y tengo conciencia del sufrimiento, y por tanto soy lo contrario del sufrimiento (como podría decir Schopenhauer: sé que sufro y el placer de saber que sufro es más fuerte que el sufrimiento mismo). En mi determinabilidad, en mi aquí y ahora, me estoy contradiciendo, y esta contradicción es la esencia del ser consciente. Yo sé lo contrario de lo que soy, soy lo contrario de lo que sé. Al comprobar lo que soy, soy otra cosa que, por lo tanto, supera, incluye, etc. Es un Aufhebung permanente de la autoconciencia.


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UN EPÍGRAFE El pensador que habla es como el guiador. No va en coche sino a caballo, se adelanta lo suficiente como para que el cochero tenga tiempo de rectificar el rumbo, pero se mantiene siempre a la vista. No muestra el camino, no hace gestos, se limita a sortear los obstáculos un poco antes y un poco más fácilmente que el pesado carro que lo sigue. Los pasajeros no entienden por qué tiene que haber un guiador. En el fondo, les parece superfluo. En los tramos llanos, sin baches, del camino, el guiador piensa lo mismo. Pero en la oscuridad, cuando desaparecen los contornos, cuando es preciso decidirse por unos centímetros a la izquierda o a la derecha, cuando hay que atender a los impulsos del caballo tanto como a las propias ideas, el guiador siente la exaltación de la aventura, el placer del terror, la suprema tensión de la conciencia, la lúcida ebriedad de descubrir los más ínfimos indicios significativos. En esos momentos, es como un dios: él y los pasajeros lo sospechan.


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“Canta el cielo desierto ¡Dios ha muerto!…” Canta el cielo desierto ¡Dios ha muerto!… Canto la muerte de mi Dios: mi muerte. Yo soy mi Dios, el cielo me pervierte y en el placer en muerto me convierto. Una palabra trae la otra, el verso me hace hablar por hablar, digo que muero por el placer de hacer lo que no quiero: rimar el verso con el universo. Pero lo escribo y queda: gran invento la escritura, que desde su partida contó el pan, el aceite, el alimento, la propiedad, la producción, la vida, y finalmente cuenta la partida: la escritura final es testamento.


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MONTAIGNE Y LA FILOSOFÍA COMO FICCIÓN1 El propósito de este escrito es tomar como punto de partida el ensayo de Miguel de Montaigne Apología de Raimundo de Sabunde, en el que se establece el carácter de invento o ficción de todos los sistemas filosóficos y aún de las ciencias más exactas, para mostrar hasta qué punto en nuestro Seminario de los Jueves, nos acercamos a la verdad a través de la fantasía y el juego. Nos dice Montaigne en ese ensayo: Han querido los sabios pesarlo todo, examinarlo todo, y han hallado tal labor adecuada a la natural curiosidad que forma parte integrante de nuestra naturaleza. Algunos principios sentáronse como evidentes para beneficio y provecho de la paz pública, como las religiones, por eso las doctrinas, que constituyen el sostén de los pueblos, no las ahondaron tan a lo vivo, a fin de no engendrar rebeldía en la obediencia de las leyes ni en el acatamiento de las costumbres. Platón, sobre todo, presenta al descubierto esa tendencia; pues cuando escribe según sus ideas, nada sienta como evidente; pero cuando ejerce de legislador, adopta un estilo autoritario y doctrinal, en el cual ingiere sus invenciones más peregrinas, tan útiles para llevar la persuasión al vulgo, como ridículas para la propia convicción individual, convencido de lo blandos que somos para recibir toda suerte de impresiones, sobre 1 Presentado en el Seminario de los Jueves, dirigido por Tomás Abraham, el 01/11/2001. El eje temático del Seminario para ese año fue “la filosofía como ficción”. (N. del E.)


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todo las más osadas y singulares. [...] En su República, dice de una manera terminante “que para provecho de los hombres hay con frecuencia necesidad de engañarlos”2

Todos hemos comprobado en la lectura de los diálogos platónicos que, en verdad, como dice Montaigne, “cuando escribe según sus ideas [Platón] nada sienta como evidente”. Un típico ejemplo de esta modalidad es el Crátilo, donde Sócrates apoya la pretensión de Crátilo acerca de la plena concordancia entre la forma de las palabras y su significado, contra Hermógenes que sostiene el carácter convencional de la relación entre signo y significado como fundamento de todos los lenguajes humanos. Sócrates se lanza jocosamente a establecer una serie de etimologías y derivaciones, en su mayor parte arbitrarias y peregrinas, con lo cual más que apoyar a Crátilo conduce la reflexión del lector a afirmar la tesis de Hermógenes sobre el carácter artificial, de pura convención, y añadiríamos conveniencia, de la relación entre los sonidos del lenguaje y la imagen que evoca su significado. Incluso cuando Platón pone en boca de Sócrates, en el Fedón, una argumentación profusa para sostener la inmortalidad del alma, lo rebuscado y complejo de estas razones debieran equipararse al juego dialéctico de Sócrates en el Crátilo. Más bien la charla de Sócrates parece destinada a confortar a sus afligidos discípulos que a sentar dogmáticamente la inmortalidad del alma. La argumentación alude y contornea la cuestión sin persuadirnos; tal la generación de algo por su opuesto: el dormir que produce el despertar o viceversa y, sin transición, la muerte que suscita otra vida. Tampoco nos convence aducir la naturaleza invisible y simple del alma, como si se tratara de una unidad numérica que, en rigor, y después de Kant –confesadamente platónico– sabemos que, como toda unidad, no es más que una categoría del entendimiento, destinada a ordenar el caos de las sensaciones (algo que sería bueno que recordaran, de cuando en cuando, los físicos, lanzados a buscar las unidades últimas de la materia). Y hablando de Kant: la prueba de la preexistencia del alma, fundada en la reminiscencia, que también aduce Platón poniéndola en boca de Sócrates, a favor de una 2

Montaigne, Ensayos, Libro Segundo, XII.


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existencia transtemporal del alma, resulta más adecuada a un fundamento racional si pensamos tal “reminiscencia” como una manifestación de conceptos puros del entendimiento o categorías, según el esquema kantiano. Antes, Descartes se acercó confusamente a estos conceptos mediante la invención de las “ideas innatas”. Como nos dice Montaigne: La debilidad de los humanos argumentos en este punto pruébase singularmente por las fabulosas circunstancias que los filósofos idearon para dar cuerpo a la idea de nuestra inmortalidad [...].

Menciona después como muy extendida la idea de Pitágoras de la metempsicosis o transmigración de las almas, y añade: No quiero olvidarme de consignar la objeción que los discípulos de Epicuro presentan a esta transmigración de las almas de un cuerpo en otro y que bien puede mover a risa. Dicen así: “¿Qué acontecería si el número de muertos superase al de nacidos? Porque en este caso las almas que se quedaran sin vivienda tropezarían unas con otras al querer procurarse nuevo estuche”. Pregúntanse también: “¿Cómo pasarían el tiempo mientras aguardaran lugar donde meterse?”.

Refiriéndose a Sócrates y a su incomparable vigor ante la muerte, Montaigne nos dice de él rotundamente: “No porque su alma sea inmortal sino porque él es inmortal.”3 Las reflexiones de Montaigne, dispersas y desordenadas a lo largo de sus ensayos, casi de carácter aforístico, fundamentan mejor que la obra de cualquier otro pensador el carácter fundamentalmente artificioso y ficcional de toda filosofía. No es casual que el genio de Shakespeare haya abrevado en sus Ensayos, y que en el Museo Británico se guarde un ejemplar anotado por éste. No sería extraño que algunos rasgos de Hamlet, sus divagaciones, su ingenio en que se mezclan humor y escepticismo, su incertidumbre ante el destino, fueran inspirados por 3

“De la fisonomía”, libro III.


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algunos pasajes de los Ensayos. Quizá también podríamos cargar a cuenta de Montaigne la decisiva predilección del dramaturgo por Plutarco, que le inspirara figuras como las de Julio César, Antonio y Cleopatra o Coriolano. Molière, también asiduo lector de Montaigne, pudo recoger algunas sugerencias para pergeñar su Misántropo o el maligno e implacable Tartufo. El moderado escepticismo de Montaigne, que se refleja en su divisa “Que sais-je?” (“¿Y yo qué sé?”), contrapartida del “Sólo sé que no sé nada” de su admirado Sócrates, es, entre otras cosas, el punto de partida de Descartes y su duda metódica que dio nacimiento a la filosofía moderna. También Pascal parte de este Ensayo de Montaigne para tratar, afanosa e infructuosamente, de construir contra Montaigne una apología del cristianismo. Mucho más cerca de nosotros, y en el mismo camino emprendido por nuestro autor, se erige el pensamiento de Nietzsche en su notable ensayo de 1873, “Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral”, donde nos dice: Aquel instinto de metáfora, fundamental en el hombre y del cual no se puede prescindir en ningún momento, porque se prescindiría del hombre entero, no ha sido cohibido ni domado, porque de sus engendros volatilizados, los conceptos, se forma un nuevo mundo consistente y regular que vale lo que una fortaleza. Quiere proporcionarse un nuevo campo de acción, un nuevo cauce, y lo encuentra en el “mito”, y en general en el “arte”.

En este ensayo, nos anticipa lo que será una de las marcas centrales de su pensamiento: la primacía de la estética sobre la lógica, la ética y la metafísica. También el viejo Kant hizo preceder la Estética Trascendental, vale decir, el orden de lo sensible, a la enumeración categorial de los conceptos puros del entendimiento. La consecuencia a que nos conduce la primacía de la estética en Nietzsche es la valorización de la mentira como privilegiado medio de toda auténtica creación en el arte. Quizá debiéramos remontarnos hasta el propio Platón, que en su distinción entre mundo sensible y mundo inteligible hace preceder lo sensible como etapa necesaria e imprescindible para acceder al elevado orden del espíritu. No obstante, al modo dogmático y apodíctico que subraya Montaigne, Platón expulsa a los poe-


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tas de la República, porque “mienten demasiado”. Todo el citado ensayo de Nietzsche puede considerarse un compendio condensado y rotundo de la sapiencia y hondura desparramadas y sueltas en los Ensayos de Montaigne; una y otra vez subraya éste el carácter ficcional de toda filosofía. Confronta la escandalosa contradicción entre los diversos sistemas, sólo en apariencia conclusos e irrefutables, y, lejos de conciliarlos como hace Hegel en su Historia de la Filosofía, mediante un concepto dialéctico de evolución en provecho de su propio sistema, Montaigne exhibe la trampa y la presuntuosa seriedad con que tratan de persuadirnos esas construcciones conceptuales, los intríngulis lógicos que no tardan en resolverse en aparatosas tautologías. Su criterio, el colador con que discierne todos esos castillos conceptuales, es, en el fondo, el mismo empleado por Nietzsche en su crítica del valor de los valores morales: en qué medida favorecen la vida o por el contrario atentan contra ella, hasta qué punto nos hacen mejores, más fuertes contra el infortunio, el sufrimiento, la enfermedad y la inexorable muerte. Esto último, la fortaleza y la dignidad ante la decadencia, la vejez y la muerte, es una constante ocupación de Montaigne. Selecciona y espiga las mejores máximas en Séneca, en Plutarco, en los estoicos y en los epicúreos. Aprovecha, como Nietzsche, su flúido manejo del latín, que hablaba desde su infancia, y que le permitió frecuentar los clásicos latinos y la cultura antigua mejor aún que la de su tiempo. Su estilo deshilvanado, con digresiones –cada una de las cuales es de por sí tema y punto de partida para otras reflexiones–, el modo de perfilar la cuestión, que nos descubre más lo que deja de decir que lo que dice, la referencia constante a su modo de vivirla, son rasgos de su escritura que nos hacen conversar con él mientras lo leemos; todo ello cumple el primer mandamiento de la Escuela del Estilo4 de Nietzsche: “Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivir”. En realidad, cumple todo el decálogo nietzscheano, y hasta puede uno imaginarse que, más que atender a Moisés, el autor de esas prescripciones tuvo a la vista los Ensayos. 4

“Diez Mandamientos de la Escuela del Estilo”, escritos por Nietzsche para su amiga Lou Andreas Salomé.


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Vale la pena transcribir el segundo de estos mandamientos, porque, a mi entender, condensa lo más propio de la escritura de Montaigne: “El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres comunicar tu pensamiento (ley de la doble relación).”5 ¿Quién es esa persona determinada, el interlocutor imaginario y privilegiado de los Ensayos? A primera vista, el primero que se me ocurre es su amigo del alma, el único que menciona una y otra vez en todo el libro, Etienne de La Boétie, cuyo pensamiento –nos dice Montaigne– “honrará el resto de esta obra”. Mucho habría que decir de esta amistad, el solo verdadero amor de su vida, del que da cuenta y resume en esa célebre y enigmática frase “porque él era él y porque yo era yo”, más adecuada –como comenta André Gide– para definir una pasión amorosa entre un hombre y una mujer. De todos modos, añade Gide, la influencia de la severidad y rigidez moral de La Boétie hubieran quitado mucho del encanto y alta libertad de espíritu que tienen para nosotros los Ensayos, si no se hubiera producido la temprana e inesperada muerte del amigo. Pienso, variando la reflexión de Gide, que, si bien La Boétie es el interlocutor imaginario y constante de Montaigne, su pensamiento se dirige cada vez más, no en la dirección de los ideales morales y religiosos de La Boétie, sino justamente en contra, liberándose progresivamente de esa influencia restrictiva, hasta culminar en los notables ensayos finales, donde campea, abiertamente, un auténtico paganismo, similar al de Goethe, que nada tiene que ver con su catolicismo superficial y de conveniencia, profesado en relación con las sangrientas guerras religiosas que sacudían a la Francia de aquel tiempo. Tal como, invariablemente, ocurre en la historia del pensamiento y según la matriz tensional entre Padre e Hijo, las ideas más fecundas, las más innovadoras, auténticos acontecimientos históricos, se generan a partir de un modelo personal, determinado y concreto, y se perfilan, finalmente, contra el modelo originario. Comenzando por Platón/Aristóteles, las parejas prolíficas se suceden en todas las épocas: Manes/Agustín, y, más 5

Esta ley anticipa la teoría de la recepción, de Bajtín, tan importante en la lingüística moderna y en el análisis del discurso.


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cerca nuestro, Kant/Schopenhauer o Kant/Hegel, Hegel/Marx, Schopenhauer/Nietzsche, sólo para dar algunas pocas muestras ejemplares. En realidad, los interlocutores innumerables y continuos de Montaigne somos nosotros mismos, sus lectores, siempre sorprendidos por sus variaciones de humor, por las asociaciones peregrinas, arbitrarias y a menudo geniales, de las consideraciones de un hombre común y sencillo, idéntico al lector ordinario, sometido al tráfago vulgar de la vida cotidiana. Como Pascal, cuyos Pensamientos están atravesados de cabo a rabo por Montaigne, podemos exclamar: “no está en Montaigne sino en mí mismo” y “en mí encuentro todo lo que veo en él”. Hace poco, tuve un accidente brutal cuando fui atropellado por un colectivo. Quedé indeciblemente magullado y estropeado hasta los huesos. A poco estuve de perder la vida, y nunca me hallé, hasta ese momento, en contacto tan inmediato con la súbita realidad de la muerte. De los días que siguieron sólo recuerdo, por ráfagas, los espasmos de un sufrimiento intolerable. En algún momento, para distraer el dolor, eché mano del libro de Montaigne que siempre suelo tener a mi alcance. Lo abrí por cualquier parte, tal como suelo hacerlo, porque no se presta su manera de escribir para una lectura sostenida y sistemática. A las pocas páginas, toparon mis ojos con la narración de un terrible accidente, sufrido por él mismo, cuando fue atropellado a toda velocidad por un jinete que montaba un caballo gigantesco: “De te fabula narratur”. Punto por punto describe Montaigne, prolijamente, los detalles de ese tremendo golpe; la inconsciencia primero, el recuerdo vago y, poco a poco, el despertar a la realidad y los insufribles dolores. “El recuerdo de este suceso, –dice– cuya huella tengo fuertemente grabada en mi alma, me representa la apariencia e idea de la muerte tan cerca del natural que me concilia de algún modo con ella.” Yo añadiría que, a partir de esa experiencia, puedo marcar dos épocas en mi existencia: antes y después. Por si fuera poco, en los primeros días de mi convalecencia, estallaron en Nueva York las Torres Gemelas y fue como si una onda expansiva, a partir de mi ínfimo y particular estropicio, se extendiera al planeta entero, a partir de ahora tambaleante y amenazado de la extinción, sobre su faz, de toda vida orgánica. Mucho más que un desdén o un rechazo de la filosofía o un


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escepticismo despectivo ante la ciencia, que nos conduciría a venerar, como algunos intelectuales “dispépticos”, al brujo de la tribu, Montaigne nos muestra a cada paso su aprecio y aun su admiración ante la ciencia y la filosofía, claro que no como reducto y ciudadela de la verdad, sino sólo y fundamentalmente como arte del pensar. Se solaza y le divierte el ingenio y la agudeza de un razonamiento bien construido, o de un argumento contundente, pero sólo en la medida en que apuntan a una mejora en la técnica del vivir, a una eficacia de las relaciones intersubjetivas, de la educación, de la salud, y, en suma, de la existencia a secas. El buen vivir: he aquí el principio y el objetivo de toda ciencia humana y de toda filosofía. Sus mejores atributos son, para Montaigne, la libertad y la alegría: “Nada hay –nos dice– más alegre, divertido, jovial, y estoy por decir que hasta juguetón. No pregona la filosofía sino fiesta y tiempo apacible; una faz triste y transida proclama que de ella la filosofía está ausente.”6 Pienso en Spinoza, para quien sólo tres afectos configuran la condición del hombre: deseo, alegría y tristeza. El más excelso, la alegría, resulta de todo cuanto aumenta nuestra potencia de obrar; distingue a los individuos mejores y más sanos y al gozo que acompaña la producción de auténticos valores; es el bien mismo que nos otorga la Naturaleza infinita, benigna y todopoderosa. Lejos de un engañoso progreso de la evolución histórica, violentamente refutado por las regresiones a la barbarie, cada vez más atroces, se da por el contrario una cierta permanencia en el orden del arte y también en el de la filosofía. El devenir parece respetar el encanto intemporal de algunas obras del ingenio humano, desde los bisontes de las cuevas de Altamira hasta las caprichosas deformaciones de Picasso; el canto gregoriano, Mozart, Stravinsky, se mantienen vigentes; tal como el Partenón, las catedrales del Medioevo, la vertiginosa arquitectura contemporánea; Homero, la Biblia, Shakespeare, Tolstoi, Proust y todos los que trabajaron la palabra, seguirán seduciéndonos. Pero también el pensamiento disfruta de esta benevolencia del tiempo; desde los presocráticos hasta Kant, Marx o Nietzsche, sus ideas quizá se mantendrán entre los escombros y el destrozo de los bombardeos, al menos mientras la 6

Libro Primero, XXV: “De la educación de los hijos”.


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especie humana sobreviva. Modas y renacimientos marcan periódicos retornos del arte y del pensamiento. Los extraños y siempre atrayentes Ensayos de Montaigne han conocido estos vaivenes. Quizá el género –si hay alguno que pueda alojarlos– fue iniciado por las Confesiones de San Agustín. Pero Montaigne alcanza una modernidad y un interés que no decaen en ninguna época. Entre otros, Jean-Jacques Rousseau siguió sus pasos en sus propias Confesiones; comienza declarándonos “quiero mostrar a mis semejantes a un hombre en toda la verdad de la naturaleza, y ese hombre seré yo.” Lo último que conozco del género, lo más afín a mi temperamento, es el profuso, zigzagueante y frecuentemente genial Diario de Gombrowicz. Devoto de Montaigne en su juventud, adopta su actitud vital, haciendo de sí mismo el tema de su obra, lo mismo que guió la empresa de Goethe en Poesía y Verdad: formarse, conocerse, y dar cuenta de sí mismo a través de la escritura; perfilarse, reflexionar sobre la propia creación y ofrecer al público una imagen lo más completa e indiscreta posible de la propia vida, inextricable mezcla de invención y verdad. Espejo y regocijo para el lector. Escuela inagotable de sabiduría privada, personal y, sobre todo, sencillamente humana.


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SPINOZA CON DELEUZE1 “Un lector avisado –nos dice Montaigne– descubre a menudo en los escritos de otro, diversas perfecciones que las que el autor puso y percibió allí.” “Avisado” aquí vale como “perspicaz” y “experto”. Se trata de sorprender lo inhabitual, la liebre que salta en el texto, para perfilar con eso un concepto nuevo. Es la comparación que se me ocurre para la lectura que Deleuze hace de Spinoza. Naturalmente, en esa lectura subyace una admiración y un verdadero amor por el pensamiento de Spinoza. Para Deleuze “en Spinoza, la vida no es una idea, una cuestión sólo teórica. Es una forma de ser, un mismo y eterno modo en todos los atributos.” Deleuze es prolijo y sigue paso a paso los enlaces lógicos que dan a Spinoza su potencia de pensar y su univocidad expresiva, que Deleuze despliega en los tres libros en que, por lo que sé, glosó con rigor a Spinoza2. Antes que todo, comienzo con algo que muchos hemos oído: “Deus sive Natura”, la fórmula que, para Spinoza, expresa la sustancia infinita de infinitos atributos. Dos solos atributos, Extensión y Pensamiento, están al alcance de la finitud de 1

Presentado en el Seminario de los Jueves, de Tomás Abraham, el 13/11/2003. Publicado en: Tomás Abraham y El Seminario de los Jueves, La Máquina Deleuze. Sudamericana, Buenos Aires, 2006. (N. del E.) 2 Spinoza y el Problema de la Expresión (1968), Spinoza: Filosofía Práctica (1981), En Medio de Spinoza (1982). (N. del E.)


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nuestro entendimiento, sometido a la duración incierta, al miedo, a la esperanza y el deseo. Estado de razón y estado de naturaleza El estado de razón, función del entendimiento, no de la imaginación generadora de signos multívocos, concierne a la finitud de los modos, esto es, al hombre como tal. Las leyes de la Naturaleza, en cambio, son infinitas y regulan el juego alternado de composiciones y descomposiciones de la duración universal. Este juego se resuelve en una composición resultante que hace de la previa descomposición una mera condición para un acuerdo por afinidad entre las ínfimas partes evanescentes, infinitesimalmente pequeñas que, para el cálculo cuantitativo, componen la extensión. Pero la razón, pese a su finitud, manifiesta –dice Deleuze– una tendencia por la que las esencias buscan multiplicar los encuentros (“occursus”) que favorecen una composición de relaciones con otro cuerpo que es útil a ambos y, por tanto, generan un tercero más potente que las esencias individuales desligadas. Éste es –señala Deleuze– el esfuerzo de la razón, mediante el cual se aproxima, asintóticamente, a la trabazón perfecta de las infinitas leyes que componen la Naturaleza. Algo contribuye –agrega– a este esfuerzo de la razón por equipararse a la infinita complexión legal de la Naturaleza. Esta contribución viene de la mano de una organización de otro orden, de una composición de potencias colectivas, sociales: se trata de la Ciudad. Ella, la “buena” ciudad que, a pesar de todos los encuentros fortuitos, es el mejor ámbito donde el hombre se hace razonable; esto es, consciente y dueño de su derecho natural a mirar por su utilidad y a cumplir con su deseo de persistir en su ser. Más tarde, en su Filosofía del Derecho, Hegel establecerá que sólo en el ámbito del Estado el individuo es racional, libre y dueño de su derecho natural. Mutatis mutandi, el Estado por la Ciudad, la afinidad de los conceptos huele al rancio e inconfesado spinozismo de Hegel. Deleuze subraya que, en una ética ontológica como la de Spinoza, se trata del Ser que Es, de la sustancia infinita que se


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expresa en infinitos atributos: no se trata, pues, de un modo finito y evanescente sino de la sustancia misma. Ella se expresa ante nosotros como potencia de infinitas efectuaciones. Cada esencia es un grado de potencia, una cantidad intensiva, en eso que nos representamos, por analogía con el nuestro, del entendimiento divino. “Ir hasta el final de lo que se puede –dice Deleuze– es la tarea propiamente ética”. Recuerdo otra vez a Montaigne y a su venerado Sócrates, cuya divisa era, justamente, “según mis fuerzas”, esto es, “voy hasta el final de lo que puedo”; apotegma sapiencial que prefigura la captación de Spinoza de un “conatus” de la razón por alcanzar la plena trabazón legal de la Naturaleza. ––––––––––––––––––––––––––––––– Vuelvo a la referencia que hice al comienzo acerca del modo particular que Deleuze emplea para glosar a Spinoza. No cabe duda de que fecunda y enriquece alternar la lectura de Deleuze con la de Spinoza. Guiados por Deleuze, descubrimos nuevos y sugestivos enfoques en la Ética, en el Tratado Teológico-Político y en el de la Reforma del Entendimiento, que leí hace tiempo con una admiración equivalente a la impresión que me produjeron Kant, Nietzsche o Schopenhauer. La lectura que hace Deleuze de Spinoza es tan original y nomádica, que mi exposición quizá no resulte demasiado estriada y lineal, sino más bien nómada.

Spinoza: Filosofía Práctica Bien comienza Deleuze su libro sobre Spinoza citando a Nietzsche; más de un rasgo enlaza el pensamiento ético del solitario de Amsterdam con el polémico moralista de Engadina. Por mencionar sólo uno: el aumento de la “potencia de obrar”, en Spinoza, que determina alegría, y, en Nietzsche, la “voluntad de poder”, que no se trata, como aclara Martín Buber, del deseo del poder por el poder mismo, “el gran aguafiestas de la historia universal”, sino la capacidad de realizar lo que se pretende y se puede, de instaurar lo nuevo, de aumentar, como dice Spinoza, la potencia de obrar.


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En una nota de Sánchez Pascual a su traducción de la La Genealogía de la Moral, transcribe las siguientes palabras de Nietzsche de una carta a Overbeck: “¡Estoy asombrado, completamente asombrado! ¡Tengo un precursor, y qué precursor! Yo casi no conocía a Spinoza: el que ahora sintiese necesidad de conocerlo ha sido una ‘acción instintiva’.” Por mi parte, añadiría que Goethe hubiera llamado a esta “acción instintiva” una “afinidad electiva”. Las tres tesis de Spinoza: la denuncia de la “conciencia”, la de los “valores”, y la de las “pasiones tristes” son las tres grandes afinidades con Nietzsche, como establece Deleuze. En cuanto a la primera, la “conciencia” (para Nietzsche sólo una “superficie”) no es otra cosa para Spinoza que el registro, en modo alguno continuo y permanente, de las acciones del cuerpo. Éste, como todo cuerpo en general, es extenso y guarda con el pensamiento una estrecha relación de paralelismo psicofísico. En cuanto a los “valores”, Deleuze los considera dentro de una moral axiológica, a la que distingue de una ética, como la de Spinoza, de carácter ontológico. Los valores morales son trascendentes: “La ética –afirma Deleuze– sustituye la oposición (Bien-Mal) por la diferencia cualitativa de los modos de existencia (bueno-malo). La ilusión de los valores está unida a la ilusión de la conciencia”. El título de este capítulo de Deleuze, “Desvalorización de todos los valores, principalmente del bien y del mal”, le sirve para subrayar la consonancia de Spinoza con Nietzsche, mediante la transcripción de un concepto de la La Genealogía de la Moral: “Más allá del Bien y del Mal –dice Nietzsche– esto al menos no quiere decir: más allá de lo bueno y lo malo”. Sabemos hasta qué punto llega en Nietzsche la afinidad con Spinoza: la “transvaloración” nietzscheana que denuncia especialmente la producción de antivalores por obra del resentimiento, del odio y del deseo de venganza. La tercera coincidencia Spinoza-Nietzsche es la desvalorización de las “pasiones tristes”. Éstas provocan la aparición de personajes siniestros: el déspota, que requiere para consolidar su dominio las pasiones tristes del sometido, la humillación, el resentimiento...


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“La ética –sostiene Deleuze– dibuja el retrato del hombre del resentimiento, para quien toda felicidad es una ofensa, y que hace de la miseria o la impotencia su única pasión.” Basta mencionar el resentimiento para advertir cuánto de Spinoza resuena en la crítica de los valores de Nietzsche. El resentimiento, por obra de la voluntad de poder, sublima en humildad y compasión el deseo postergado de venganza y la crueldad imaginaria. De allí brotan los valores del rebaño: la igualdad, la sumisión, y, finalmente, el nihilismo, como consecuencia de la renuncia a la voluntad de poder. Hay un rasgo de Spinoza que lo emparienta singularmente con Nietzsche. Dice Deleuze: “El modelo del envenenamiento como resultado de una mala combinación de los elementos del cuerpo, sirve a Spinoza para ejemplificar a Blyemberg la acción de lo malo.” Nietzsche, por su parte, se proclama fisiólogo en su crítica de los valores morales3. Seguramente comprendió muy bien esta particular relación de tristeza que se produce entre los cuerpos. La ignorancia (no la socrática, consciente de sí misma, ni la de Nicolás de Cusa, proclamada por él como desideratum de sabiduría) nada tiene que ver con la cerrazón mental atribuida por Spinoza al vulgo, el cual no alcanza a explicarse un acontecimiento desacostumbrado, pues lo atribuye a causa divina o sobrenatural. Ignora, e ignora que lo ignora, este hombre masa del “rebaño”, para hablar como Nietzsche, que nada puede acontecer contra la vigencia eterna de las leyes de la Naturaleza. El desconocimiento de la causa que alega el hombre común, lo lleva a encumbrar el suceso como prodigio o milagro. Es lo que está en la base de la fe supersticiosa en lo inexplicable para el lerdo caletre del rebaño. Del mismo modo afirma nuestro solitario pensador, “...que insiste... y labra un arduo cristal: el infinito mapa de Aquél que es todas sus estrellas”, para decirlo con Borges. Recuerdo que Spinoza nos descubre que conocemos, sí, nuestros propios actos y la vehemencia del deseo que nos arras3 En el prólogo de La Genealogía de la Moral, dice Nietzsche: Necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores.


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tra, y nos consideramos libres porque ignoramos la causa ignota que nos motiva. A un paso estamos del develamiento por Freud del sistema inconsciente. Acerca de las nociones comunes Inicia Deleuze sus reflexiones con un enfoque pesimista –no distante, en este punto, de Spinoza– acerca de la mayor parte de los hombres que viven sometidos a la superstición, consecuencia de ideas inadecuadas. Esta visión opresiva del spinozismo cede a una vislumbre de claridad para despejar y reconocer la idea inadecuada. Tal esclarecimiento es potenciado por la dicha, estado de alegría que, como tal, incrementa la potencia de obrar. La dicha, no obstante, sigue obedeciendo a una causa externa. No se eleva aún a albergar dentro de sí su propia causa, en otras palabras, no alcanza a ser activa.

Spinoza y el Problema de la Expresión ¿Por qué habla Deleuze del “problema de la expresión” en el pensamiento de Spinoza? Parece evidente que, más que una cuestión lingüística o semántica, se trata de una dificultad propiamente filosófica. Deleuze evacua, en pocas líneas, los aspectos lingüísticos del asunto. “La palabra ‘expresar’ –nos dice– tiene sinónimos, como ‘manifestar’”, y añade la forma latina de “manifestar”: “ostendere”, que Spinoza usa en el Tratado de la Reforma para referirse a los atributos que manifiestan la esencia de Dios. Por mi parte, agrego que “expresar” viene del latín exprimo, -is, -ere, expressi, expressum, que significa, fundamentalmente, exprimir, sacar, extraer. También, traducir. También pronunciar distinta y claramente; declarar formalmente. En español, la primera acepción del verbo latino se limita a la voz “exprimir”; la otra variante: “expresar” corresponde a las segunda y tercera acepciones latinas, y deriva de la raíz del perfecto, no de la del presente. En francés, en cambio –y es la lengua en la que piensa Deleuze–, una sola forma, “exprimer”, se encarga de los dos senti-


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dos. El más general –segundo con respecto al latín– es “expresar o manifestar”. La segunda acepción, como tecnicismo o forma literaria, es la de extraer el jugo de una fruta. No sólo en francés “exprimer” significa “expresar” y en una segunda acepción “exprimir”: “exprimer le jus d’un citron”. También en alemán “Ausdruck”, “expresión”, se corresponde con un verbo, “ausdrücken”, que significa “exprimir” y, en sentido figurado, “expresar”. Diversos usos para una misma palabra, polisemia, en términos de Deleuze “multivocidad”. Spinoza debió utilizar habitualmente el latín, como todo hombre cultivado que quería comunicar sus pensamientos en esos tiempos. El uso de una lengua culta, es decir, desarrollada, mantiene en potencia, en el eje paradigmático, todas las significaciones posibles para su puesta en enunciado ni bien lo requiera el acontecimiento que suscite el discurso. Quiero decir que, de modo preconsciente, todas las acepciones determinan, quizá unas más que otras, el matiz particular con que cada hablante marca un sentido predominante en el vocablo que escogió articular. La “expresión” connota, por la metáfora que le da origen en latín (se exprime un tubo, el cual entonces “expresa” el dentífrico), un sentido de “presión”, fuerza que supone el proceso de “exprimir”. En términos de Spinoza, una potencia que, al implicar el atributo del Pensamiento, se torna decididamente expresiva. Los signos del lenguaje constituyen, de ese modo, representaciones equívocas de los atributos y, por tanto, de la propia sustancia infinita, es decir Dios. Se trata, para Spinoza, nada menos que de formular una expresión absolutamente unívoca mediante signos del lenguaje incurablemente ambiguos y multívocos por naturaleza. En esto, creo yo, consiste el problema de la expresión para Spinoza. La “presión”, la dificultad, el esfuerzo o conatus, es partir de la multivocidad de los signos hasta culminar en una expresión unívoca, capaz de dar cuenta de las más complejas operaciones de la razón, las requeridas para alcanzar el “amor dei intelectualis” y una vida exenta, en lo posible, de pasiones tristes. ¿Qué hay en la “expresión” de Spinoza, que subraya Deleuze, que corresponda al primer sentido del verbo latino? Por una parte, se me ocurre la “presión” que ejercía sobre el ánimo de Spinoza la necesidad de compartir, mediante la escri-


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tura, la alcanzada claridad de la sustancia eterna. Expresión clara y distinta, pero, sobre todo para Spinoza, adecuada –que alcanzó, finalmente– de una sustancia infinita, la Naturaleza, de cuya existencia tenemos la misma patencia inmediata que la del propio ego cogitans, puesto que mi existencia depende de esa madre universal. La dificultad, el problema, aquello contra lo que había que presionar con toda la fuerza de su lucidez, era, en palabras de Deleuze, ¿por qué el pueblo es tan profundamente irracional?, ¿por qué se enorgullece de su propia esclavitud?, ¿por qué los hombres luchan por su esclavitud como si se tratase de su libertad?, ¿por qué es tan difícil, no ya conquistar, sino soportar la libertad?, ¿por qué una religión que invoca el amor y la alegría inspira la guerra, la intolerancia, la malevolencia, el odio, la tristeza y el remordimiento?

La “expresión” de Spinoza se dirigía, polémicamente, contra ese pueblo que, como dice Deleuze, se corporizaba en los dirigentes judíos, católicos, calvinistas y luteranos. Todos los círculos bienpensantes y los mismos cartesianos rivalizaban en denunciar el Tratado Teológico-Político, verdadera anti-Biblia de Spinoza. Expresarse del modo más claro posible, con nítida precisión, como los axiomas, postulados, demostraciones y escolios de la Geometría euclidiana, constituía el mejor ataque contra ese frente de mentes obtusas, a quienes Spinoza proporcionaba una posibilidad de liberarse de la ignorancia culposa y el error de juicio constante en las dificultades de la vida. Para ellos, ninguna presión mayor que la que ejercía la novedad de sus conceptos y la particularidad de él, de Spinoza, con que procuraba un punto de vista nuevo, una perspectiva original y única, un ojo copernicano, una visión del Todo que transformaba la marcha del pensamiento. La transformaba a tal punto que él mismo, cosa pensante, modo finito y fugaz, se diluía con la infinitud impersonal de una mónada leibniziana, frente al Uno incircunscribible, la sustancia absoluta, “Deus sive Natura”. ¿Hasta qué punto los signos son multívocos? Deleuze subraya este carácter, una y otra vez; nos dice, por ejemplo: “[...] Estos signos indicativos fundan un orden completo de signos convencionales


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(lenguaje), que se caracteriza por su equivocidad, o sea, por la variabilidad de las cadenas asociativas en las que entran”. Y, más adelante: “[...] la unidad de todos los signos consiste en que forman un lenguaje esencialmente equívoco e imaginativo que se opone al lenguaje de la filosofía, hecho de expresiones unívocas.”4 Spinoza, por su parte, nos dice en el §36 del Tratado de la Reforma del Entendimiento: Pues como la verdad no necesita ningún signo, y como para suprimir toda duda basta poseer las esencias objetivas de las cosas o, lo que es lo mismo, las ideas, resulta que el método verdadero no es buscar el signo de la verdad después de la adquisición de las ideas, sino el camino para buscar, en el orden debido, la verdad misma o las esencias objetivas de las cosas, o las ideas (todos estos términos significan lo mismo).

Pienso en la notable clasificación de los signos de Charles Sanders Peirce, quien, según las tres últimas categorías kantianas de la modalidad (posibilidad-existencia-necesidad), estableció una tríada –que se ramifica– de tres signos básicos: íconos, índices y símbolos. Los íconos dependen de la semejanza entre el signo como tal (que implica la percepción de algo audible, visual, olfativo, táctil o gustativo) y su objeto designado. Es notorio que la semejanza es ante todo posible (según la categoría kantiana de la posibilidad), no real; además parece, y el parecido es siempre discutible. El reino de los signos icónicos es el arte. Y la mentira, el embellecimiento, es esencial al arte. El signo icónico es una representación, la del teatro, por ejemplo, fundada en un juego de simulaciones, en que el engaño se acepta para gozar de la intriga. La belleza o la fealdad no existen, para Spinoza, en la Naturaleza, a causa de la finitud y el error que condicionan el entendimiento humano. La misma causa provoca la irresistible deformación a que el arte somete a la Naturaleza. No menos engañosa es la condición del índice, el segundo de los signos de Peirce. Un síntoma es un índice, y se requiere una ciencia, la semiología médica, para desentrañar la supuesta 4

Deleuze, Spinoza: Filosofía Práctica, cap. 4: “Índice de los principales conceptos de la ética”.


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causa entre la confusa manifestación de los síntomas. Sueños, premoniciones, adivinación del porvenir, augurios por el vuelo de las aves, son índices tan ambiguos como esos “signos indicativos” que, como decía Deleuze, fundan el lenguaje. Y esto nos lleva a la tercera clase de signos, el símbolo, que es el reino propio de la equivocidad y la mentira. Umberto Eco definía el signo como algo que, fundamentalmente, sirve para mentir. La expresión, según Deleuze, solo es posible en la medida en que se mantenga una estricta univocidad del lenguaje. El “problema de la expresión” para Spinoza, es el de formular una verdad pura del entendimiento mediante palabras que, por naturaleza, son signos ambiguos, multívocos y falaces. Menuda tarea para un pensador tan escrupuloso y amante de la verdad como Spinoza. Por lo demás, conocía muy bien Spinoza las trapacerías del lenguaje. En ese sentido, al igual que Nietzsche, era un consumado filólogo. En el Tratado Teológico-Político analiza la palabra hebrea “rúaj”, que significa “viento”, metáfora de “espíritu”. Las acepciones innumerables marcan un sentido distinto cada vez que la Sagrada Escritura emplea el vocablo “espíritu”. Los sentidos que encuentra Spinoza explican (“expresan” diría Deleuze), mediante un acabado análisis, lo que nos dice el texto en cada caso. Según Deleuze, el uso del vocablo “expresión” y sus derivados es, tanto para Spinoza como para Leibniz, un argumento decisivo para superar la influencia de Descartes. Y acá debemos recordar la prueba ontológica de la existencia de Dios. La implicación de esencia y existencia en la definición de Dios de Spinoza coincide, en apariencia, con la llamada “prueba ontológica” de la existencia de Dios formulada en el Proslogion de San Anselmo. En los mismos términos fue aceptada, más allá de toda duda, por Descartes, en el Discurso del Método (cuarta parte) y en la quinta de las Meditaciones Metafísicas. Más tarde, lo será también por Hegel. Sólo la refutará Kant con el argumento de los cien táleros imaginarios contra los que tengo en el bolsillo. Hablando de Kant y su intuición pura del espacio como Extensión, viene a punto mencionar la prueba geométrica de que los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos: basta extender los tres segmentos de los lados sobre una línea horizontal, lo que nos da los 180 grados. Hace-


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mos uso aquí de la intuición pura a priori del espacio, que debemos a Kant. Ella nos permite “ver” las figuras en el espacio y trazarlas con la sola participación de la mente. La tiza da cuerpo objetivo, imperfectamente, a la idea platónica del triángulo. Kant nos hace pensar en Spinoza. Su método geométrico es el mejor despliegue de la intuición espacial kantiana. Retrospectivamente, el pensador alemán algo le debe a su célebre antecesor holandés. Quizá husmeando este vínculo, el viejo Kant, cuya mente ya acusaba un serio envejecimiento, vuelve una y otra vez a evocar a Spinoza en numerosos pasajes de su Opus Postumus. Exclama, por ejemplo, “Todo es y existe en Dios. ¿Puede la razón alcanzar lo infinito, más allá de los límites de toda experiencia?” Deleuze nos habla de un “desplazamiento de la prueba ontológica” en la medida, añade, en que “...el spinozismo entero... es una superación de lo infinitamente perfecto como propiedad por lo absolutamente infinito como Naturaleza.” Podríamos añadir aquí que esa “Naturaleza” con mayúscula que menciona Deleuze, es la otra “expresión” –siguiendo su propia tesis– de Dios, sustancia única de infinitos atributos. La existencia de la Naturaleza es, para cualquier pensante, la patencia del Objeto, ante la que el Sujeto topa con la evidencia con la que él mismo, como cosa pensante, existe. Con respecto a la existencia de la Naturaleza, la prueba ontológica sería superflua para una mente ingenua. Peirce, a lo sumo, la categoriza en el orden indicial como resistencia, único y fundamental carácter de la existencia, segunda categoría de la Modalidad kantiana, como enlace necesario que produce simultáneamente la dualidad SujetoObjeto o Yo-Mundo. La fórmula de la existencia del Yo para Fichte, quien leyó mucho y no muy bien a Spinoza, será: “El Yo se pone a sí mismo y pone también, al mismo tiempo, el No-Yo” (o Mundo, para Fichte). Comenta Deleuze la frase de Spinoza “No sabemos ni siquiera lo que puede un cuerpo” que, en la Ética se expone en el escolio del libro III que sigue a la proposición 2, donde nos dice que ...la experiencia no ha enseñado a nadie hasta aquí lo que el cuerpo, por las solas leyes de la Naturaleza, en cuanto se la considera sólo como corpórea, puede obrar, y lo que no puede, sin ser determinado por el alma.


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La pregunta por el poder o potencia del cuerpo vale por sí misma, en la medida en que aporta una visión holística o totalizadora del individuo entero, cuerpo y mente. No estamos lejos de las ocasiones de atracción o rechazo entre individuos, de los conflictos entre individuos-cuerpos, conflictos que están en la base de la formación de comunidades sociales, macro-individuos como las patrias o naciones, que se enfrentan entre sí, pactan acuerdos o se hacen la guerra. Amor y odio, pasión alegre o triste, que en la acción guerrera culmina en la descomposición de las relaciones que componen un cuerpo viviente. Descomposición de relaciones es muerte, y la existencia infinita de la sustancia produce, como Naturaleza extensa, una cadena continua de composiciones y descomposiciones, lo que llamamos vida del universo. Amor y odio son pasiones que enfrentan a dos individuos en circunstancias de vida o muerte. La sociedad se forma a partir de estos conflictos que componen o descomponen las esencias individuales. La historia los relata, los individuos que la leen están ellos mismos a merced de la historia. La curiosidad y el interés de esta lectura se deben al hecho de la identificación que cada uno siente con el suceso histórico que le concierne. Todo conflicto, como todo juego, tiene reglas, y el desarrollo incierto de la obra o del juego determina que se gane o pierda. Resulta –aquí cito a Deleuze– que “...si dos individuos componen enteramente sus relaciones, forman naturalmente un individuo dos veces mayor.” A este respecto, nos dice Spinoza: ...si, por ejemplo, dos individuos, enteramente de la misma naturaleza, se unen el uno al otro, componen un individuo dos veces más potente que cada uno por separado. Nada, pues, más útil al hombre que el hombre... Tal es la composición: se trata de una relación esencial donde ambos ganan. Pienso en la composición madre-hijo o en la de amante-amado. Las reglas de la relación se crean al mismo tiempo que la relación se cumple. Un individuo en relación con otro: el tercer término es la relación misma. Como en el misterio de la Santísima Trinidad; el Padre y el Hijo se aman recíprocamente y de esta relación “procede” el Espíritu Santo.


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La glosa de Deleuze al texto de Spinoza me hace pensar en otra figura conceptual del mismo orden. Se trata de la esfera del “entre”, en cuya concepción concuerdan Gombrowicz y Martín Buber. El primero, en su obra artística, incluido el notable y montaignano Diario, verdadera “máquina de guerra”, en la relación “entre” autor y lector, máquina destinada a desmontar críticamente la propia obra, para duplicar el efecto sobre la recepción del lector. Martín Buber, filósofo, define el “entre”: éste se produce ...no arrancando de la óntica personal ni tampoco de las dos existencias personales, sino de aquello que, trascendiendo a ambas, se cierne “entre” las dos... Más allá de lo subjetivo, más acá de lo objetivo, en el “filo agudo” en que el “yo” y el “tú” se encuentran, se halla el ámbito del “entre”.

En cuanto a Gombrowicz, toda su obra muestra una acentuación continua de la esfera del “entre”. En su teatro, digamos en El Casamiento, que es un sueño del protagonista Enrique (de a ratos príncipe heredero de Polonia) aparece su onírico amigo Pepe. Enrique le propone un extraño arreglo: para lograr su propósito de destronar al Rey Padre, Pepe debe matarse con un cuchillo. En ese clima absurdo de las pesadillas, Pepe responde: “¿por qué no? Puedo hacerlo. ¡‘Entre’ dos todo se puede!” Concluye Buber: Si consideramos el hombre con el hombre, veremos, siempre, la dualidad dinámica que constituye al ser humano... si acertamos a comprenderlo como el ser en cuya dialógica, en cuyo “estar-dos-en-recíproca-presencia”, se realiza y se reconoce cada vez el encuentro del “uno” con el “otro”.

Los escolios Por consejo de Deleuze, seguí, en la lectura de la Ética, una línea discontinua constituida –dice Deleuze– por la línea quebrada de la cadena volcánica de los escolios. El consejo –en sus


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palabras– es que “puede ser interesante leer la segunda Ética bajo la primera, saltando de un escolio a otro”. La lectura “saltando”, pero no “salteada”, depara la visión de un pensamiento viviente de Spinoza. Dice Deleuze que el escolio tiene tres caracteres: “positivo, ostensivo, agresivo”. Deleuze resume, en primer lugar, lo que considera “el primer gran escolio de la Ética”, en el libro I, Proposición 8, Escolio 2. En este escolio analiza Deleuze los giros imprevistos que muestran un carácter expresivo de otro estilo que el de la sucesión rigurosa de definiciones, proposiciones, axiomas o demostraciones que remiten unas a otras en trabazón lógica. Encuentra sucesivamente en el escolio los caracteres que señaló: positivo, ostensivo y polémico o agresivo. Yo diría que la estructura del escolio, con los caracteres que señala Deleuze, comparten su expresividad con lo positivo del Tratado de la Reforma del Entendimiento, que expone el método de una investigación sistemática de la verdad. Lo ostensivo de los libros II, III y IV de la Ética está centrado en las peripecias de los modos: alma, afectos, servidumbre humana. Lo polémico o agresivo se muestra en el Tratado Teológico-Político, donde se esgrime una razón contundente para refutar la superstición, la ficción teológica y la práctica de una vida de sometimiento, acompañada de pasiones tristes. No menos polémico se muestra Spinoza en su correspondencia. Aun en la argumentación científica, supuestamente objetiva, polemiza con Boyle, y abiertamente con Blyemberg, sobre el mal, y con el ingrato y ofensivo Burgh. Quiero decir que, como indica Deleuze, los grandes giros de la Ética son, de hecho, presentados en los escolios que muestran la positividad del método spinoziano, la ostensividad de los desarrollos teóricos que exponen las impotentes pasiones humanas, y el carácter polémico del Tratado Teológico-Político y del Epistolario. Quiero ejemplificar la estructura de los escolios, con el que abre el libro III, “Del origen y de la naturaleza de los afectos”. Éste sigue a la proposición II: “Ni el cuerpo puede determinar al alma a pensar, ni el alma al cuerpo, al movimiento ni al reposo, ni a nada más (si lo hay).” Este escolio se fundamenta en la noción de “paralelismo”, así llamada por Leibniz. Sin emplear esta denominación, Spi-


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noza aplica esta noción a fondo en la explicación de la igualdad de principios que origina dos series independientes que se corresponden término a término. Deleuze considera que el paralelismo debe afirmarse sólo de los modos, y excluye la intervención de un Dios trascendente que sincronizaría, uno a uno, los términos de ambas series: Pensamiento y Extensión, y, en el caso de los modos, alma y cuerpo. De este punto deriva una fórmula que Spinoza mismo presenta como oscura. Ocurre en el escolio del Libro II, que sigue a la proposición 7ª: “El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas.” En el escolio, Spinoza nos dice que ...ya concibamos la Naturaleza bajo el atributo de la Extensión, ya bajo el atributo del Pensamiento, o bajo otro cualquiera, hallamos un mismo orden, o sea una sola y misma conexión de las causas, esto es, que se siguen las mismas cosas unas de otras.

Y termina el escolio con la confesión de oscuridad que suscita su propio discurso; allí nota Spinoza: Luego, de las cosas tal como son en sí mismas es, en realidad, la causa Dios en cuanto consta de infinitos atributos. Pero al presente, no puedo explicar esto más claramente.

Pienso que esa “oscuridad” se debe, quizá, a algo que para nosotros, modos finitos que balbucean la filosofía, nos resulta difícil de comprender: la infinidad de los atributos, de los que conocemos sólo dos, Extensión y Pensamiento. Digo yo (y esto lo agrego al releer el manuscrito): ¿no estuvo tentado Spinoza, alguna vez, de imaginar uno, al menos uno, de los infinitos atributos de la sustancia, aparte de los dos únicos con que se nos muestra escasamente la infinita Naturaleza? Digo esto para confesar que yo mismo he sucumbido a esa verdadera tentación de San Antonio. Lo más que he logrado fantasear son algunos universos oníricos, alternativos, de ciencia-ficción. El hecho de compartir, nada menos que con Spinoza, esta tentación de modos finitos –él y yo– me colma de alegría autovalorativa, me equipara, por un instante,


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con un pensador que sobrepasa con creces mi potencia de pensar. –––––––––––––––––––––––––––––– Veamos ahora en Spinoza algo que Deleuze ha señalado en Kafka: el subyacente sentido del humor. Como narra Deleuze en su “Vida de Spinoza”, en la carta 32 a Oldenburg, Spinoza le dice: Imaginemos ahora, si le place, que en la sangre vive un gusanito dotado de vista para discernir las partículas de la sangre, y de razón para observar cómo cada una de estas partículas, al chocar con otra, retrocede o le comunica una parte de su propio movimiento. Éste gusanito viviría, sin duda, en la sangre, como nosotros en esta parte del universo.

La imaginación de Spinoza contradice aquí su estilo mesurado y, en lo posible, exento de metáforas. Imagina un ser diminuto, insignificante, pero dotado de discernimiento y razón, un junco pensante, como el de Pascal. Contra sus hábitos de pensamiento, da pábulo Spinoza a la fantasía, y piensa, como el gusanito, desde su propia finitud, desde su nada. La existencia desnuda, inerme, ante la pavorosa nada, parece un rasgo de anticipación en Spinoza, que marcará después a la filosofía, por obra de Pascal y Kierkegaard, Sartre y Heidegger. El propio Deleuze habla de un existencialismo en Spinoza, pero, con respecto a la Naturaleza, nada le resulta a éste más ajeno que el romanticismo con su culto a la Naturaleza a través del arte, contemplable sólo en un cuadro, en un relato, o sobre la escena, si es posible, acompañada la representación con música. No es que Spinoza fuera sordo para la música, como parece que lo fue Kant. Digamos que, más bien, sus armonías predilectas eran las que resuenan en el entendimiento por la irrupción de una idea adecuada, de un axioma, de una demostración, exactamente enunciados: poesía de las construcciones especulativas, belleza de la configuración geométrica de conceptos, música de las consonancias y disonancias de los modos finitos en sus composiciones y descomposiciones continuas.


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No obstante, “a veces dormita el bueno de Homero” y a Spinoza me gusta descubrirle sus facetas humanas, tal como aparecen en su correspondencia. Pienso, por ejemplo, en las cartas que intercambia con Burgh, joven discípulo predilecto de Spinoza, que se convirtió súbitamente al catolicismo y cayó en manos de los jesuitas. Entre los insultos, insolencias e intentos de convertir a Spinoza, Burgh le pregunta “¿cómo sabe que su filosofía es la mejor entre todas las que alguna vez fueron enseñadas en el mundo, se enseñan aún ahora o serán enseñadas alguna vez?” Con referencia a eso, Spinoza, en una demorada respuesta, le dice “Eso podría preguntarle yo, con mucho más derecho. Pues yo no presumo haber descubierto la mejor filosofía sino que sé que conozco la verdadera”. Más adelante agrega que: “el orden de la Iglesia Romana, que usted elogia tanto, es, lo confieso, político y lucrativo para muchos y no creería que hubiera otro más conveniente para engañar al pueblo y constreñir el ánimo de los hombres”.

La risa de Spinoza Pienso igualmente en la anécdota que relata su biógrafo Coledus, quien refiere que disfrutaba con las luchas de arañas: “Buscaba arañas, a las que hacía luchar entre ellas, o bien moscas, a las que lanzaba a la tela de araña y contemplaba después estas batallas con tanto placer que algunas veces no podía contener la risa”.

Deleuze señala tres razones que lo llevan a creer en la autenticidad de este episodio. Se basa en la exterioridad de la muerte necesaria, en la composición de relaciones en la Naturaleza, en la relatividad de las perfecciones (cómo la crueldad de la guerra, por ejemplo, puede mostrar un cierto grado de perfección si se lo relaciona con otra esencia, como la del insecto). Las razones de Deleuze son válidas, pero me pregunto hasta qué punto la risa de Spinoza no fue motivada por una especie de compensación psicológica, a causa de las humillaciones, los ataques malévolos, la excomunión de la Sinagoga, el asesinato de los hermanos De Witt, la deslealtad de Burgh,


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y tantos agravios como experimentó hasta que la tisis lo llevó a la muerte. Spinoza, para Hegel y Schopenhauer En el resumen terminológico que hace Deleuze en Spinoza: Filosofía práctica, remite la afirmación o determinación a la negación: “omnis determinatio est negatio”. Según Deleuze, Spinoza elimina radicalmente la negación, la estatuye como abstracción y ficción. En palabras de Deleuze, “Spinoza se basa en la diferencia entre la distinción, siempre positiva, y la determinación, negativa: toda determinación es negación.” Hegel, refiriéndose a Spinoza, en sus Lecciones sobre la Historia de la Filosofía dice que “debe señalarse como algo muy característico y peculiar que Spinoza, en su carta 50, dice que toda determinación es una negación.” Notoriamente, interesa a Hegel la contradicción, para él dialéctica, entre ambos términos, como en su Lógica, la contradicción entre el Ser y el No-Ser. La solución estará en un tercer término, el Devenir. ¿Acaso pensó Hegel que Spinoza debió hallar una síntesis entre afirmación y negación que condujera a un tercer término? ¡Nada de eso!: la negación simplemente no es. A Dios, o a la Naturaleza, nada falta. Como nos dice Deleuze: “Toda privación es una negación, y la negación no es.” En otra parte, comenta Hegel: “Spinoza llama a la infinitud filosófica, a lo que es infinito en acto, la absoluta afirmación de sí mismo. Y es absolutamente exacto. Lo que ocurre es que habría podido expresarlo mejor, diciendo: ‘es la negación de la negación’” Con esto último, Hegel trata de convertir el pensamiento de Spinoza en conceptos dialécticos de su propio sistema: agua para su molino. Por otra parte, la apodíctica afirmación hegeliana de que “todo lo racional es real y todo lo real es racional” es una simplificación apodíctica del axioma spinoziano: “el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”. Paralelismo, no causalidad entre Extensión y Pensamiento, entre alma y cuerpo. Otro pensador, violentamente opuesto a Hegel, hace lo mismo que él, si bien se trata –como dice Nietzsche– de su enemigo predilecto. Schopenhauer no deja de tender sobre el lecho


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de Procusto de su propio sistema el pensamiento de Spinoza. En sus Estudios Filosóficos nos dice Schopenhauer en sus propias palabras: “La ‘extensio’ es la voluntad, y la ‘cogitatio’ es la representación”. Añade después que “la Natura naturans es también la voluntad, y la Natura naturata la representación”. Si, como piensa Deleuze, la filosofía consiste en la invención de conceptos, puede que, de una lectura errónea, surjan nuevas claves conceptuales. Es el caso de Hegel y Schopenhauer, que leyeron mal a Spinoza y concibieron, por eso mismo, nuevas visiones de sus propias ideas. Quizá, en la historia del pensamiento, la profusión de sistemas opuestos se debe a una lectura equivocada que un filósofo hizo de otro. No es el caso de Deleuze, que, como dije al comienzo, lee bien a Spinoza, y a partir de esa lectura crea conceptos que espolean el pensamiento.


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IV T: Señor Rússovich, ¿por qué y para qué la filosofía? R: (Rússovich hace una pausa y sus palabras se ralentizan) Cuando a uno le hacen este tipo de preguntas, uno tiende a responder con algo que no es precisamente filosofía sino que se refiere al modo en el que uno vive la filosofía. Y en ese sentido, como se trata de un sentimiento, se podría homologar al sentimiento erótico: si sabes por qué amas, no amas. Hay un elemento, que en última instancia debería rastrearse en el orden del inconsciente con Freud o con quien sea: ese elemento determina nuestra elección. En ese sentido pienso, con Spinoza y Schopenhauer, que la libertad de la voluntad es ilusoria. Pasa que no conocemos las determinaciones de nuestros actos, porque la voluntad siempre se determina por el motivo más fuerte, y actuamos y vivimos como si fuéramos libres, pero claro que esta ilusión de libertad es lo más importante con lo que contamos como seres humanos, es lo que nos permite una cierta autonomía y sobre todo la conciencia de nosotros mismos, de ser quienes somos y de incidir de alguna manera sobre nuestros contemporáneos, porque la filosofía como tal es una clase de amor. “Amor a la sabiduría”, se dice, pero amor al fin. Entonces, en última instancia, quizás mis motivaciones estriben en algo que de algún modo no es filosófico sino puramente afectivo, a lo mejor infantil, ya no lo sé, pero sé que es de esa naturaleza, que de la misma manera en que me puede gustar una mujer me puede gustar un texto o el pensamiento, por-


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que me excitan, porque me estimulan. Más allá de eso es difícil hablar. Y cuando digo eso, digo lo que decía Gombrowicz: “no creo en una filosofía no erótica”. Kant, Hegel, los grandes abstraccionistas de la filosofía, tuvieron que hacer caso omiso de la sexualidad para desarrollar su propio trabajo. Lo hicieron bajo el signo del ideal ascético. Pero la filosofía viviente no ignora, y no sólo no ignora, sino que cuenta profundamente con la sexualidad y con lo más profundo de nuestra naturaleza volitiva. Una gran filosofía no puede ignorar esos resortes de la condición humana. El sexo, el amor, el verdadero interés que produce lo que nos seduce, un pensamiento bien tramado, una elocución clara, una palabra dicha en el momento adecuado. Todo eso, el arte de pensar y el estilo que se obtiene mediante ese trabajo, eso es lo que para mí constituye lo estimulante, lo excitante de la filosofía.


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SEMIÓTICA Y PSICOANÁLISIS1 Me propongo desarrollar una charla más o menos informal, y acercarme a algunos conceptos de la ciencia de la semiótica, tal como fue inaugurada por Charles Sanders Peirce. En verdad, la obra de Peirce, que se desarrolló a lo largo de toda su vida, es muy extensa, compleja, en cierto modo de difícil acceso, debido a las publicaciones no ordenadas cronológicamente que se hicieron de sus obras. A pesar de ello, en general, ha suscitado mucho interés, y actualmente, cada cuatro años, a partir de 1975, se realizan congresos internacionales de semiótica. Hoy en día, ésta constituye una especie de actividad interdisciplinaria que se propone abarcar, a partir de la clasificación general de los signos, distintas actividades, como la arquitectura, el arte, la medicina, el psicoanálisis. Justamente, hablando aquí con Álvaro2, le recordaba que uno de los que se interesaron particularmente en la obra de Peirce fue Jacques Lacan y, en gran medida, su clasificación tripartita de lo real, lo imaginario y lo simbólico sigue más o menos de cerca la clasificación en tríadas de Charles Sanders Peirce. Esto, en lo que se refiere al interés 1

Conferencia pronunciada ante integrantes del grupo Quimera, integrado por psicoanalistas, que convocaba a personajes destacados en el mundo cultural para hablarles sobre un tema de su especialidad, ca. 2002. (N. del E.) 2 Álvaro Vives, psicoanalista, integrante del Seminario de los Jueves y de Quimera. (N. del E.)


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que puede suscitar su obra, y que ha dado mucho estímulo a diversas investigaciones. Quizás, lo que más o menos ha llegado, o se ha difundido, con relación a su clasificación de los signos, es la que define íconos, índices y símbolos. Yo voy a tomar algunos fragmentos de la obra de Peirce desarrollando, en la medida de lo posible, estos conceptos y, al mismo tiempo, poniendo de manifiesto en qué medida se relaciona Peirce con la filosofía: con la filosofía medieval, con Duns Scoto, con Hegel. Y no hay que olvidar que la actual filosofía, digamos, la más difundida en Estados Unidos, es el pragmatismo, y el fundador de este pragmatismo fue justamente Charles Sanders Peirce, a pesar de que, en cierto modo, renegó de sus continuadores, particularmente William James. Y, entre otras cosas, el pragmatismo, más que una ciencia de orientación pragmática y utilitaria, se refiere a problemas como el de la verdad que, tanto para Peirce como para Hegel, constituye no un elemento único más o menos inalterable o inamovible, sino un proceso que culmina en lo que Peirce llama un “interpretante final”. Un interpretante final es una definición operativa de un elemento. Peirce da como ejemplo la definición del litio, porque Peirce fue, fundamentalmente, un matemático, astrónomo, geógrafo y lógico. Su obra se anticipa bastante a partir de lo que se llama “lógica de las relaciones”, en lo que hoy día constituye la lógica contemporánea. En muchos aspectos, podemos decir que Peirce se adelanta a su tiempo, y realmente su obra ofrece muchos puntos de interés para diversas disciplinas. Un tema central es el carácter fundamentalmente triádico de las categorías de Peirce. Para clasificar los signos, estableció tres categorías que llamó “neopitagóricas”: primeridad, segundidad y terceridad. Según esa definición, la primeridad constituye aquello que es independiente de cualquier relación con un segundo, con otro. La segundidad se refiere a aquello que es, pero que lo es en una relación esencial con otro o con otra cosa. Y la terceridad es aquello que depende, para ser lo que es, de lo primero y de lo segundo, con los cuales establece esta relación semiótica que Peirce llama un “signo”. En esa relación tripartita se produce la clasificación que quizás sea la más conocida o difundida de Peirce: íconos, índices y símbolos. Los tres, en partes diferentes, constituyen lo esencial


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de todo signo, o –como lo llama Peirce refiriéndose al signo como tal, es decir, al que ocupa el segundo lugar– “representamen”, representación, lo que en el sentido más amplio constituye el carácter central de todo signo. Lo primero, el ícono, es una representación, a su vez, una cualidad que no tiene la existencia de algo que necesariamente haya de ser percibido. Un color rojo o violeta percibido por nosotros mismos ya constituye un elemento encarnado, es decir, una segundidad. Pero la cualidad misma del color, aquello que lo constituye como posibilidad, es lo que implica este carácter del color como primero. Lo segundo, lo llamado por Peirce segundidad, es la existencia como tal, la existencia que se define precisamente por la contraposición, por el esfuerzo, por aquello que nos opone una resistencia. Cuando empujo una pared, hay dos cosas o, mejor dicho, tres: la pared como tal –como objeto–, la presión de mi mano y la acción de empujarla. Esto es lo que constituye el carácter del segundo signo, el índice. El índice se caracteriza porque hay una relación existencial entre dos elementos, una vinculación intrínseca que hace que, para nosotros, el uno pueda constituirse en signo del otro, como ocurre con el humo y el fuego y, en general, con todos los llamados “síntomas”: algo que está en nosotros pero no es nosotros. Algo que percibimos como dolor, como molestia, como obsesión, como comportamiento tanto o más inusitado, que está, como decía, en el cuerpo pero no es el cuerpo, mas se refiere a él y, por lo tanto, constituye un signo indicial que, cuando se trata de un conjunto de signos asociados, es lo que se llama “síndrome”. El dolor en la pierna derecha y molestia en el estómago puede ser un síndrome o síntoma de apendicitis, pero, para establecerlo como signo, es necesaria la terceridad, vale decir, la ley o regla según la cual interpretamos este signo y le damos una referencia, un objeto. Por lo tanto, en el acto del diagnóstico se produce el signo en sus tres fases: como cualidad del objeto o posibilidad, como signo o representamen (este dolor determinado), y como interpretante, vale decir, aquello que el médico o el profesional reconoce como lo que debe ser interpretado según una norma, según una regla de interpretación. Con relación a esta temática de íconos, índices y símbolos, la formulación es técnica y conviene atenerse al


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lenguaje que ha formado el propio Peirce para designar las operaciones lógicas que constituyen el fundamento de su clasificación de los signos: Un signo o representamen es un primero que está en una relación triádica genuina tal con un segundo, llamado su objeto, que es capaz de determinar un tercero, llamado su interpretante, para que asuma la misma relación triádica con su objeto, que aquella en la que se encuentra él mismo, el interpretante, con respecto al mismo objeto.3

Hay una imbricación, entonces, entre objeto, representamen e interpretante que constituye la totalidad de todo signo. Lo que ocurre es que, en cada uno de estos signos, predomina uno de los tres rasgos. O bien es fundamentalmente icónico, como un retrato, como una representación, como algo que se construye, precisamente, en una relación de similitud o similaridad, que es lo propio del ícono, de toda iconicidad... Un ícono no necesita ser necesariamente una representación idéntica o similar al objeto que representa. Bien puede ser un diagrama, como ocurre con el álgebra, en donde los signos constituyen un diagrama de relaciones numéricas; o bien puede ser un diagrama en el sentido en que, a los pies de la cama de un enfermo, se establece una serie de líneas que indican los ascensos y descensos de la temperatura, de tal manera que, de un solo vistazo, tenemos, a través de este signo icónico diagramático, una comprensión, vale decir, somos interpretantes de este diagrama que nos permite ponernos en relación con el objeto de que se trata: la temperatura del paciente. En general, el ícono ocupa una posición primera en todo lenguaje, en toda habla, en toda expresión, manifestación o comunicación. Nos manejamos con palabras que, de por sí, tienen carácter icónico. En los antiguos jeroglíficos egipcios, una figura constituía el representamen de una idea que, a su vez, requería de un índice o de un indicador característico que añadía, a la idea representada por el ícono, un rasgo particular que permitía, en3

Peirce, Ch. S., Écrits sur le Signe, Rassemblés, Traduits et Commentés par Gérard Deledalle, Éditions du Seuil, Paris, 1978..


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tonces, la interpretación adecuada. Todavía el idioma chino recurre a ideogramas, que no son otra cosa sino trazos que representan, no un sonido, como ocurre en nuestras lenguas occidentales, sino una idea. Lo mismo ocurre en la lengua hebrea, que se caracteriza no por una inscripción o escritura ideográfica, sino por un conjunto de tres consonantes que constituyen el vehículo de una idea determinada. Las vocales que se añaden en la lengua hebrea son determinaciones indiciales que nos permiten pasar de la raíz significativa de tres consonantes a su función gramatical: si se trata de un verbo, de un sustantivo, de un adjetivo, etc. Es decir, que en el lenguaje ocurren distintas posibilidades de utilizar estas características del signo. En este momento, me estaba refiriendo a la escritura, algo que constituyó un extraordinario invento en la historia de la civilización porque otorgó al signo como tal una cierta permanencia, la posibilidad de trascender la comunicación inmediata de la palabra que vuela y se pierde. En realidad, las primeras escrituras que conocemos se refieren a transacciones intersubjetivas, a recuentos, a clasificaciones, a resúmenes de mercancías y, sobre todo, a la propiedad y a lo que constituye todavía hoy lo que llamamos estrictamente “escritura”. Cuando vendemos una casa, o la compramos, es necesario recurrir al escriba, al escribano, para que esta transferencia de bienes o propiedades constituya un acto legal, jurídico, a partir del cual se determinarán los roles respectivos de comprador, vendedor, deudor, etc. Con relación a esta permanencia, a esta relativa inmutabilidad de lo escrito y, sobre todo, a esto que en la escritura constituye el fundamento de toda legalidad en las relaciones intersubjetivas, se constituye eso que Friedrich Nietzsche llama culpa, atendiendo también al lenguaje, puesto que, en alemán, Schuld significa, al mismo tiempo, “deuda” y “culpa”. Una deuda que contraemos, consciente o inconscientemente, con alguien al cual tenemos que satisfacer, una deuda que constituye el núcleo de este sentimiento particular que llamamos “culpa”. Esto, en relación con el signo como representamen permanente, y, en particular, con el símbolo, ya que lo más elevado en nuestra relación intersubjetiva, el lenguaje como tal, esta fundamentalmente compuesto de símbolos. Símbolos


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que, como tales, constituyen algo general, una regla que comparten los hablantes y que nos permite, entonces, una interpretación, como signos interpretantes que somos, que nos constituye en interpretantes del otro; sólo que el otro no es un simple hueco, lugar o bolsa en donde van a introducirse las palabras que emitimos, habladas o escritas, el otro es aquel que determina el mensaje del emisor, en tanto que receptor. Vale decir, que no es cualquiera el mensaje que dirigimos al otro; el mensaje que yo les estoy dirigiendo ahora los tiene en cuenta como oyentes, sé aproximadamente de quiénes se trata, me dirijo de un modo determinado y no de otro. Ustedes están determinando, tanto como yo, o quizás más que yo, mi discurso. Esto fue establecido por un lingüista ruso extraordinariamente perceptivo de las relaciones del lenguaje, Mijaíl Bajtín. La comunicación, entonces, se realiza siempre por medio de signos icónicos, indiciales o simbólicos. Peirce presenta la división fundamental de los signos clasificándolos en íconos, índices y símbolos. Y, si bien ningún representante o signo propiamente dicho funciona efectivamente como tal hasta que no determina un interpretante, se convierte en un representamen no bien es capaz de hacer esto, y su cualidad representativa no depende necesariamente de que haya determinado alguna vez, en forma efectiva, un interpretante ni que haya tenido nunca un objeto. Se trata del carácter primero, aquello con lo cual nos encontramos no como realidad, sino estrictamente como posibilidad. El carácter de las categorías de Peirce, según él mismo lo aclara o establece, se refiere a las tres últimas categorías de la tabla kantiana. Son las que Kant llama de la Modalidad: Posibilidad, Existencia y Necesidad. Posibilidad o imposibilidad; Existencia o inexistencia; y Necesidad, ley o regla. La primera, la Posibilidad, corresponde al ícono; la segunda, la Existencia o resistencia o realidad, corresponde al índice; y la tercera, la ley o regla, la Necesidad, según la cual nos movemos en un universo legal en donde se establecen las conductas respectivas recíprocas (lo que determina fundamentalmente lo social), corresponde al símbolo. No solamente el lenguaje, sino todos aquellos signos que, por su naturaleza simbólica, permiten tanto la comunicación hu-


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mana como el establecimiento de relaciones permanentes, fugaces, o de cualquier índole, que constituyen, como tal, el entramado de lo social. Vamos, entonces, a hablar de la interpretación, el tercer paso a que nos convoca todo signo. Hubo una lectura que influyó temprana y poderosamente en Charles Sanders Peirce, y que recomiendo: las Cartas para la educación estética del hombre de Friedrich Schiller, el gran poeta y dramaturgo alemán. Allí descubrió Peirce el desarrollo del concepto de juego. El juego, como sabemos, está constituido fundamentalmente por lo que Peirce llamaría una “terceridad”, una necesidad, ley o regla, las reglas del juego. Para aprender a jugar al truco, para aprender cualquier tipo de juego, es preciso, primero, conocer las reglas. Espontáneamente, cuando juegan los chicos, dicen: “Bueno, dale que yo soy el vigilante y vos sos el ladrón”. A partir de esta regla de repartición de roles, se produce lo que constituye el placer del juego, vale decir, la libertad, aquello en donde cada uno toma parte ya habiendo introyectado las reglas y sin tenerlas en cuenta como elemento fundamental. Este procedimiento lo llamó Peirce “abducción”, contraponiéndolo a la deducción lógica y a la inducción. La deducción es la que nos permite pasar de lo general, de la regla, a lo particular. La inducción, a la inversa, es lo que nos permite pasar de un conjunto de hechos individuales a una hipótesis general. Pero a estas dos operaciones lógicas, le agregó Peirce la abducción, y a veces la llama “retroducción”. La matriz de toda abducción es, fundamentalmente, la noción de juego, una especie de ensoñación lúcida que nos permite atender al representamen, es decir, al signo manifiesto, no en lo que se refiere a su constitución legal, es decir, a aquello que se exhibe como signo; más bien, en este caso, la atención se dirige a aspectos que funcionalmente no parecen ser los más importantes, sino a representámenes que, en modo alguno, pertenecen a la intención significativa de quien emite el signo. Muy a menudo, nos fijamos en detalles que, en sí mismos, no corresponden al todo de una personalidad, sino que son accesorios circunstanciales o contingentes.


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Un peirciano norteamericano, Thomas Sebeok, comparó, teniendo en cuenta algunos episodios de la vida de Peirce, su método abductivo con el de Sherlock Holmes. El mismo Peirce descubrió, mediante abducción, durante un viaje, al que le había robado el reloj. El desarrollo de su pensamiento no estaba fundado en las suposiciones que puede hacer un policía, sino en detalles contingentes y aparentemente sin importancia en cuanto a la identificación del posible sustractor o delincuente. Si atendemos a los relatos de Conan Doyle, él mismo dice haber aprendido su método, el método de Sherlock Holmes, de un profesor que tuvo en la escuela de medicina, en donde se ponía en evidencia que, más que el síntoma ostensible, este profesor tomaba en cuenta elementos aparentemente insignificantes: el modo de prender un cigarrillo, el hecho de que el pantalón del paciente tuviera manchas de barro, la risa, ciertos gestos, nada que fuera específicamente fundado en la ley de interpretación del síntoma tal cual se da en los tratados de medicina. Vale decir que Sherlock Holmes (Conan Doyle) aplicaba lo que, en términos de Peirce, se llamaría abducción a la determinación de signos, es decir, se constituía en interpretante de signos que, en modo alguno, estaban destinados a ser tales signos, ya que no estaban dirigidos a la comunicación. No eran elementos sígnicos que estuvieran en relación con el propósito comunicativo del otro. Y, por lo tanto, las deducciones que hacía el detective a partir de estos signos subsidiarios o involuntarios, constituían los elementos principales de su condición de interpretante. En general, Peirce llama al estado anímico, que en inglés es amusement, algo que podríamos traducir como diversión, entretenimiento, un modo no directamente dirigido a la interpretación, sino más bien a la recepción no responsable y asumida de signos, de detalles, de circunstancias, que, en una especie de atmósfera que rodea al propósito de interpretar, nos permite utilizar, sin esa responsabilidad del diagnóstico y de la clínica, elementos que, arbitrariamente, más bien pertenecerían a la descripción poética y no a la descripción clínica y científica. Una ensoñación que, sin embargo, está constituida por una regla fundamental de interpretación. Es lo que subyace a la abducción. Pero, al mismo tiempo, muchas veces nos sorprende que alguien interprete con toda certeza un


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rasgo, un elemento, una circunstancia, un acontecimiento, atendiendo no a sus rasgos fundamentales sino, precisamente, a aquellos rasgos accesorios que no han sido producidos deliberadamente como signos para ser interpretados. La abducción es lo que le permitió a Peirce introducirse en forma, diríamos, colateral en la filosofía; y más bien atendiendo a su instinto, a su perspicacia espontánea y no a las reglas y a las condiciones que imponen la interpretación en los textos de filosofía. Antes, me he referido al concepto de Nietzsche de deuda o culpa, porque una es metáfora de la otra. Una metáfora parte de lo conocido, de lo corriente, de lo que inmediatamente sabemos, para alcanzar lo desconocido y, fundamentalmente, lo abstracto. Por ejemplo, la palabra “pensar” proviene del latín pensare (pesar), que significa simplemente tomar el peso de algo, es decir, establecer una comparación: si yo levanto esta taza, comparo la taza misma con el esfuerzo de mi brazo para levantarla. Tomar el peso sirvió a los latinos para denominar esta actividad de pensar que, como tal, es abstracta y siempre algo desconocida para nosotros. Quiero decir con esto que la abducción de Peirce tiene mucho que ver con la construcción metafórica, y pertenece al primero de los signos, al ícono, que representa algo en la medida en que es similar o, en algún aspecto, semejante a lo representado. La palabra “crítica”, por ejemplo, es una palabra que en griego denominaba la operación de colar, tomar un objeto y hacerlo pasar a través de un colador o “criterio” –que tiene la misma raíz de “crítica” y de “crisis”– de tal manera que retenemos un elemento y descartamos otro. Esta construcción en la cual, precisamente, demuestran su ingenio los poetas, nos retrotrae a la producción de la metáfora. Por eso, Peirce llama a la abducción también reproducción, porque nos retrotrae a un signo primario o primitivo que se manifiesta no de modo ostensible sino de modo poco claro, y se requiere una atención más dirigida al contorno que al centro de la cosa, una atención que tiene en cuenta lo singular y, sobre todo, aquello que no está producido notoriamente con la intención de significar. Nos refiere Peirce innumerables ejemplos de abducción, pero lo más importante es que él mismo produjo, a lo largo de sus años, su teoría de la semiótica, este proceso que llamó “semio-


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sis” (el tránsito de lo icónico y lo indicial a lo simbólico, vale decir, a la interpretación final), utilizando algo que, aparentemente, constituía un sistema sumamente complejo de categorías. Recordemos que el primer autor de una tabla de diez categorías fue Aristóteles; pero la que en definitiva se ha impuesto como tabla categorial es la de Kant. Doce categorías a las que llamó conceptos puros del entendimiento, vale decir, aquello con lo cual venimos provistos en tanto que seres racionales. Estas categorías son las de la Cantidad, las de la Cualidad, las de la Relación y las de la Modalidad. Más tarde, Hegel recogió buena parte de la experiencia kantiana en forma crítica, como lo hizo el mismo Peirce, es decir, reteniendo algo y descartando el resto. Las categorías kantianas siempre son tríadas, y tienen entre sí una relación similar a la que Peirce da a sus clasificaciones de signos. Ninguno de estos signos, como tales, es autónomo: siempre necesita de los otros dos para constituirse en verdadero signo. Las categorías de la Cualidad, de Kant, son: Unidad, Pluralidad y Totalidad. La relación entre las dos primeras produce la tercera (o interpretante), es decir, la totalidad es la unidad de la pluralidad. Las categorías de la Cualidad son Realidad, Negación y Limitación, en las cuales la limitación es la negación de la realidad. Las categorías de la Relación son Sustancia y Accidente, Causa y Efecto, y Comunidad o Reciprocidad causal entre sustancia y accidente. En cuanto a las categorías de la Modalidad, que son la Posibilidad, la Existencia y la Necesidad, esta última nace de la existencia real de una posibilidad. Lo que extrajo la crítica de Peirce, abductivamente, de todas las categorías kantianas son, precisamente, las tres últimas, las de Modalidad: Posibilidad, Existencia y Necesidad, ley o regla, que implica, necesariamente, una interpretación, una captación del todo de la cosa, tal como se presenta con sus características esenciales y secundarias. Es lo que Platón llamaba eidos o idea. Platón construyó esta metáfora. Para los griegos, eidos era lo que llamamos nosotros “pinta”, “facha”: “éste tiene facha de atorrante”. Captamos una totalidad indiscriminada, pero en esa totalidad hay ya algo que, inmediatamente, para nosotros, puede convertirse en índice, en síntoma, en elemento sig-


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nificativo, no para el sujeto que manifiesta el signo sino para nosotros, que lo configuramos de otra manera que la del ícono, tal cual se nos presentó como facha, pinta, eidos o idea. Vale decir que, en la abducción, se nos abre un camino que, por lo general, nunca está contemplado en las operaciones lógicas. Yo quisiera que, a partir de algunas de las cosas que pude poner de manifiesto, como ya alguien se me acercó con una pregunta, se estableciera entre nosotros un tipo de comunicación más abductiva que la que, hasta este momento, ha presidido esta charla, en la cual yo expuse una serie de conceptos teóricos. Muchas veces, lo que más enriquece una charla es el diálogo, la pregunta, la observación, la asociación casual con otra cosa. Todo eso que constituye una auténtica dinámica comunicativa. –No me queda claro este asunto: ¿cómo se pasa de un ícono a un índice? –El índice constituye, decíamos, una relación existencial, se da juntamente con la otra cosa. El ícono podría ser una columna de humo que se me presenta en su realidad icónica, porque en sí mismo forma parte de lo que me rodea, implica un cierto carácter distinto de lo normal, algo que nos sorprende. Por ejemplo, no es lo mismo escuchar en la calle el ruido de los automóviles, porque esto constituye el ícono habitual de la calle, que ver una columna de humo elevándose de una ventana de un departamento. Entonces, otra de las características del índice es su carácter sorprendente, algo que inmediatamente nos llama la atención. Eso que inmediatamente nos llama la atención, lo relacionamos con otra cosa –en este caso particular, el fuego– y lo relacionamos porque estamos en posesión de un concepto puro del entendimiento o categoría que Kant llama, en este caso, Causalidad. La causalidad implica siempre dos cosas, algo que genera y algo generado. –Pero una vez que se aísla un signo, una presencia, lo primero que vamos a enfrentar en la interpretación es que necesito otro signo. Lo que nos resulta muy difícil de pensar es que haya una relación existencial entre uno y otro.


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–La relación existencial es una relación de coexistencia necesaria, tal cual como se da en la causa y el efecto. Por lo tanto, en este sentido, los índices privilegiados en la medicina son los que se llaman “síntomas”. Hay una ley de interpretación de los síntomas que está codificada… –¿Existencial quiere decir que no es cualquier posibilidad? –No es cualquier posibilidad. Es una posibilidad que está arraigada en la existencia como tal. Es la posibilidad que corresponde a una causa que necesariamente arrastra un efecto determinado. –Una aclaración, simplemente. Perdón, pero ¿eso es experiencial, esta relación necesaria de causa-efecto? ¿Es un efecto de experiencia? ¿Cada vez que hay humo es porque hay fuego? –Sí. No hay, según Peirce, un conocimiento que sea primero. En general, se da, ya desde la infancia, una continuidad en la cual un conocimiento genera otro conocimiento; estriba, o sea, se apoya a favor o en contra de otro conocimiento anterior. Esto es lo que llamamos “experiencia”. Una experiencia pertenece al terreno de la indicialidad. Cuando yo me refería al índice como algo que tiene carácter plenamente existencial, no simplemente posible, me refería al esfuerzo. Peirce dice que podemos abundar mucho en la definición de qué cosa es, desde el punto de vista crítico, un esfuerzo: en realidad, basta con que el idioma denomine algo como “esfuerzo” para que sepamos perfectamente de qué se trata. Es decir, lo propio de la experiencia es encontrar una resistencia. –Es decir, que la experiencia supera la lógica. Cuando digo “existencia” no me refiero a la cuestión empírica. A lo que definiste como “abducción” nosotros lo llamamos “atención flotante”. –Claro, porque es una conexión existencial. Y esta conexión existencial es la que determina la posibilidad de un interpretante que no se funda en razones formales o técnicas, sino en algo que constituye eso que vos llamaste “atención flotante”, y que es lo que a mi modo de ver se acerca más a


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la abducción en el sentido de Peirce, es decir, tránsito de un ícono a la percepción de que ese ícono no está solo, de que está determinado por otra cosa y por el interpretante, aquello que llega en tercer lugar (digo en tercer lugar en sentido lógico más que en sentido temporal). No es que al ícono lo sucedan índices y después el interpretante o símbolo, sino que el todo se produce casi simultáneamente. Es más, yo puedo corregir una interpretación a la vista de un elemento indicial, al cual le había atribuido falsamente otro interpretante. Y esto se produce como un todo, es decir, como el todo que constituye temporalmente el signo. El signo es algo que, de modo teórico, lógico o mental, produce necesariamente una modificación, una conducta diferente. El conductismo (o behaviorismo) en Estados Unidos, es una especie de reducción a un dualismo estímulo-respuesta que se produjo como escuela de psicología y que, en realidad, es una de las posibles consecuencias del pensamiento de Peirce. Sólo que, muchas veces, una teoría, por lúcida y críticamente adecuada que sea, puede degradarse en manos de los que manipulan la cosa en forma simplista o con un propósito directamente utilitario. –Yo estaba pensando en esta cuestión de la posibilidad de la abducción. Había comentado que, dentro de unas reglas de juego marcadas, se daba al juego, digamos, la mayor libertad posible. Lo que comentaba Francisco aporta en este mismo sentido. En algún otro sentido, me parece que esta idea de la libertad es una idea que hace al ánimo y a la posibilidad de llegar a una interpretación abductiva. En un sentido contrario, que me parece que lo ilustra bastante bien, están los algoritmos que se usan donde la libertad es mínima, por ejemplo, en las terapias intensivas, en medicina, donde la urgencia, la emergencia y la dificultad de este estado anímico de juego no puede ser una condición imperante. Con lo cual, a lo que recurren los médicos, en este caso, es a una serie de pasos pre-formados que terminan en una conducta al estilo causa-efecto de la formación conductista, a la que, creo, usted hacía referencia. Con lo cual, me parece que lo que quería tratar, no sé si lo planteé bien, es esta alusión a la libertad en el tema de la abducción: una libertad, obviamente con reglas, pero de juego al fin, digamos.


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–Sí, de juego con las reglas. Creo que… creí escuchar allá, en el fondo, algo que está relacionado, decía, la química de la mirada… –La clínica de la mirada. –…que yo relaciono… No es casual, entendí bien porque entendí mal. Efectivamente, yo creo que estamos sometidos, como dice Jean-Paul Sartre, a la mirada del otro. La mirada del otro nos determina y, en definitiva, para Sartre el infierno son los otros. Es decir, estamos soportando este continuo efecto químico y a veces corrosivo, como lo entendí al principio, de la mirada. –Pensaba, en realidad, en los partos, en la terapia intensiva, y en la libertad del juego. No es cualquier libertad, no es cualquier interpretación la posible. O sea, que ese juego también tiene ciertos límites, que la libertad es limitada. –Claro, pero el juego se refiere a la actitud del interpretante. En un caso urgente, evidentemente se impone una determinada respuesta que, por lo general, en la medicina, en los hospitales, etc., está codificada. Vale decir, hay elementos que constituyen una respuesta inmediata a una situación, a una perturbación, a algo que implica una acción precodificada, pero también nos da cierto grado de libertad. Tenemos que dar algunos pasos que están configurados, yo respondo al estímulo de una manera determinada, pero, al mismo tiempo, me permite el paso de una situación a otra. Yo tenía calor y me saqué el saco. Hay una serie de elementos que aparentemente son automáticos, pero, cuando yo me saqué el saco, tuve en cuenta que estaba frente a ustedes, que se me iban a ver los tiradores, en fin, una serie de detalles que me permitieron hacerlo pero, al mismo tiempo, dentro de una cierta regla de comportamiento que, sin embargo, implicaba finalmente la libertad. Bien, si no hay más preguntas o comentarios, terminamos aquí. Muchas gracias.


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FUNDAMENTACIÓN FILOSÓFICA DE LAS CATEGORÍAS SEMIÓTICAS. EL PENSAMIENTO DE PEIRCE CONSIDERADO COMO UN INTERPRETANTE DEL PENSAMIENTO DE KANT1

Es para mí un tema recurrente el análisis de las categorías entendido como un problema constante a lo largo de toda la historia del pensamiento humano. Si entendemos por “categoría” un elemento último de la composición de un todo, veremos reproducirse los intentos de obtener un número finito de elementos para dar cuenta de la configuración de un infinito ilimitado, en empresas tan heterogéneas y en dominios tan distantes entre sí como el de la escuela pitagórica, con la consagración del número como clave de interpretación universal (el eco de esta empresa resuena en las palabras de Galileo: “La Naturaleza es un libro escrito en caracteres matemáticos”), y el de la cábala hebrea que, mediante las veintidós letras del alfabeto, presume interpretar la mecánica combinatoria que da origen al universo material ilimitado y a la infinitud del universo del discurso. Más ceñido al método científico experimental es el trabajo de Mendeleiev, creador 1

Presentado originalmente en francés, en el V Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica, Berkeley, California, junio de 1994. Publicado, con algunas modificaciones y exceptuando los tres primeros párrafos, en Intersecciones. Revista de la Facultad de Ciencias Sociales, n˚ 1, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Olavarría, 1995. (N. del E.)


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de la tabla periódica de los elementos. En términos estrictamente filosóficos, la primera tabla de categorías fue pensada por Aristóteles (en forma algo rapsódica y descuidada, según el sentir de Kant) a partir de las formas expresivas de la lengua griega (Benveniste 1966: 63). Lo que cuenta en todos los casos es que, en definitiva, se trata de signos: números, grafemas, fonemas, ecuaciones algebraicas y aun leyes de la naturaleza que la investigación física del macrocosmos tiende a reducir a una entidad cada vez más amplia y más abarcativa. Por lo demás, en el otro extremo del espectro, en el microcosmos, aparecen sin cesar nuevas unidades últimas supuestamente indescomponibles, las llamadas subpartículas. ¿No será más bien que esta búsqueda de categorías llevada a cabo por el entendimiento humano resulta de una particular configuración de algo que, siguiendo a Peirce, llamaríamos “cuasi mente” y que, por primera vez, fue sistemáticamente deducida por Immanuel Kant en su tabla de doce categorías? El pensamiento de Charles Sanders Peirce es un signo, quizás el más desarrollado, del pensamiento kantiano, un “Interpretante” en sentido estricto. En la misma medida, el concepto peirciano de Interpretante es aplicable a la propia crítica kantiana, que también puede considerarse un signo más desarrollado del pensamiento de Leibniz, junto con el de Locke, el de Hume y el de Berkeley. La fuerza innovadora de la “revolución copernicana” de Kant debía producir, casi necesariamente, otros Interpretantes: Fichte, quien por primera vez llamó “tesis-antítesissíntesis” al proceso de un Yo absoluto que se pone a sí mismo y pone también, al mismo tiempo, su No-Yo, un Otro absoluto que es materia o naturaleza, para crearse una resistencia u oposición reactiva. De la confrontación resulta la práctica de la Razón, la acción moral. De mayores consecuencias en la historia social de la modernidad es el Interpretante hegeliano: la tríada dialéctica, generada a partir de las tricotomías kantianas, se concibe como una forma dinámica o movimiento lógico inmanente del flujo histórico. El módulo motriz es, en cada salto evolutivo, la Negación originaria y originante que articula, resuelve y supera las contradicciones del devenir de la Naturaleza y del género


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humano. En esta secuencia del pensar signada por “la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo” (Hegel, 1966: 16), irrumpe la crítica de Karl Marx (1969) como el Interpretante dinámico más fecundo de la dialéctica hegeliana. La Negación traspasa del orden de la Posibilidad al orden de la Existencia y la lucha revolucionaria, para culminar en Ley innovadora de las relaciones sociales. En abierta oposición a Hegel, Arthur Schopenhauer arranca a su vez de la obra kantiana. El núcleo de su pensamiento Interpretante conserva sólo tres de las determinaciones que, según la Crítica de la Razón Pura, configuran la facultad cognoscitiva del Sujeto trascendental: la idealidad del Tiempo, la del Espacio y la de la categoría de Causalidad. Desarrolla, en cambio, como principio trans-empírico absoluto lo que interpreta como idea central de la Crítica de la Razón Práctica: la “Cosa en sí” es la Voluntad. Inicia de este modo una metafísica de la voluntad, opuesta a las tradicionales metafísicas pre-kantianas del conocimiento. El último interpretante de esta metafísica de la facultad de desear es el trabajo de investigación “genealógica” de Friedrich Nietzsche, maestro del “arte de la interpretación” (1992: 26), cuya crítica de la producción del valor moral es contemporánea y, en más de un sentido, complementaria de la crítica de la producción del valor económico de Karl Marx. Con excepción de este último y de Charles S. Peirce, todos los nombrados han intentado ignorar la barrera infranqueable erigida por Kant: no sobrepasar los límites de la experiencia, único dominio en que puede ejercerse el conocimiento como un proceso infinito de investigación y producción de la verdad de lo real. Entre la demanda de Locke (1956: 728) de una Semeiotiqué que nos ofrecería “quizás otra clase de lógica y de crítica”, y el cumplimiento por obra de Peirce de esta tarea, se yergue la divisa de Kant que veda el acceso a las cosas tales como son en sí mismas, independientes de toda relación cognoscitiva. Entre el objeto y el sujeto del conocimiento se interpone la representación. Y el estudio del modo de representarse el objeto, es decir, la cualidad de ser Representamen, es la doctrina “quasi” necesaria o lógica de los signos; la Semiótica se instaura así, a la manera kantiana, como una prospección fenoménica o “ideoscópica”, destinada a


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componer diversos sistemas de signos mediadores para la comunicación de toda experiencia posible. Peirce nos dice (1987: 221) que su método “surgió por el estudio de las categorías de Kant y no de las de Hegel”. Cabe preguntarse por qué la docena de categorías kantianas se reducen para Peirce a solamente tres. Entendido el pensamiento de Peirce como Interpretante del de Kant, quizá podrían deducirse ciertas implicaciones del concepto mismo de Interpretante. Aun aceptando la antipatía de Peirce y su rechazo in toto del sistema hegeliano, podemos tomar de éste el concepto de la Negación que se expresa en el triple sentido –simultáneo, para Hegel– del verbo alemán aufheben2: anular-conservar-elevar. Según esta condensación lógica (tres cartas para un solo envite sintagmático), un Interpretante anula, conserva y eleva el pensamiento-signo que desarrolla. Así Peirce anula la tabla kantiana, a la vez que conserva las tres últimas categorías (forma pura de la tríada), elevándolas al rango de la forma auténtica de la operación de todo signo. DIAGRAMA DE LAS CATEGORIAS KANTIANAS

Cantidad

Cualidad

Relación

Modalidad

Unidad

Realidad

Substancia

Posibilidad

Pluralidad

Negación

Causalidad

Existencia

y Dependencia

y No-existencia

Comunidad

Necesidad

causal recíproca

y Dependencia

Totalidad

Limitación

y Accidente

e imposibilidad

Una mirada al diagrama de las doce categorías kantianas permite descubrir relaciones, digamos horizontales: todas las primeras de cada tríada –Unidad, Realidad, Substancia, Posibilidad– son Primeridades, en el sentido de Peirce. Un aspecto notable, en relación con esto, es que la Posibilidad (la primera categoría peirciana) es el todo2

En castellano “levantar”.


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poder-ser, la potencia absoluta, esto es, el poder del Padre, en términos teológicos. Hay una coincidencia del triadismo agustiniano, kantiano, hegeliano y peirciano: el primero, el Padre, con el atributo substancial del poder, es el Ser en y para sí de Hegel, llamado también Substancia por Spinoza o Voluntad por Schopenhauer y Nietzsche. La tríada kantiana culmina en las tres ideas trascendentales o regulativas: Dios, Libertad e Inmortalidad. La segunda es la única susceptible de un cierto modo de experiencia, al menos como postulado de la decisión moral racional; la realidad de las dos restantes es una inferencia nacida de la certidumbre espontánea de la libertad de la voluntad en el acto reflexivo de una negación del impulso volitivo: contra-voluntad, en que el deseo inextinguible sustituye su objeto intencional por la pura forma de la ley, configurada según las categorías del entendimiento. Es el tránsito de la pulsión subjetiva a la generalidad objetiva de la categoría, autonegación de la voluntad que quiere sólo la Forma –tal como ocurre en el orden de la creación estética– independiente de todo contenido o interés individual. Tal es la figura del imperativo categorial –o “categórico”, en términos de Kant–, escueta y única fórmula de la autonomía con respecto a cualquier codificación fundada en supuestas revelaciones extraempíricas, norma subjetiva elemental, capaz de regular el comportamiento y fundar los hábitos de humanización del animal social. En cuanto a San Agustín, ciertos aspectos del misterio de la Trinidad se le revelan de modo sugestivamente pitagórico. En el capítulo IV del cuarto libro del De Trinitate, "Sobre la perfección del numero seis", nos dice: “Esta relación del uno al dos tiene su origen en el número tres: uno y dos son tres, y todo esto que dije nos lleva al número seis: uno, más dos, más tres, son seis...” (Agustín, 1948: 335). No se me oculta que en el curso de este trabajo me atengo a ciertas líneas de confluencia que vinculan sistemas y visiones del mundo y de la vida radicalmente opuestos en otros aspectos. Pero es privilegio del pensar “abductivo” –como lo denomina Peirce, inspirado por Friedrich Schiller (1969: 74)– el libre juego que establece arbitrariamente nuevos enlaces formales a partir de las limitaciones de una regla necesaria en


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sí, en este caso la forma de las relaciones triádicas, articulada por una lógica intrínseca, tal como la enuncia Kant: 1) la Condición (o Posibilidad pura), 2) lo Condicionado (la Existencia concreta) y 3) la Relación (Necesidad de la síntesis) entre lo Condicionado y su Condición (1951: 223, nota 1). Mediante este juego abductivo, aparece a lo largo de la historia del pensamiento humano cierta forma triádica o trinitaria de concebir el Todo. Las conjunciones entre la doctrina trinitaria o teológica, la concepción pitagórica, las tres Críticas kantianas y la Semiótica de Peirce son de tal naturaleza que bien vale la pena señalar alguna de ellas. El Padre es la Posibilidad, la Primeridad, el todo-poder-ser que ha sido: es el pasado. Es el creador que produjo el tiempo tridimensional (Simultaneidad-Sucesión-Permanencia). Sus atributos son la Unidad, la Realidad y la Substancialidad. Es el Ícono. El segundo es el Hijo, el Representamen. Proviene del Padre pero está ya en el tiempo, es el presente. Es la categoría de la Existencia, del hecho, de la lucha y la contradicción viviente. Se trata de la Pluralidad (de las cualidades encarnadas), de la Negación (el estar en lugar de) y de la Causalidad (el hecho de ser un resultado). A propósito de esta segunda categoría, que, en cuanto signo, corresponde al Índice, hay que señalar que la Causalidad, la lucha, la resistencia (el sentimiento de hallar un obstáculo absoluto) se experimenta en el grado más alto cuando se trata de un sujeto frente a otro sujeto. Cada uno es para el otro y para sí mismo, un otro. Es el acontecimiento de la co-existencia, el dominio de la praxis, de la ética en sentido estricto. Co-nacimiento de dos en presencia uno del otro, el “entre” que hace al hombre real, no al hombre solo ni al hombre en general, que no existen en ninguna parte. Esta categoría, “a causa” de la Causalidad, es la experiencia real. Corresponde a la instancia existencial de la indicialidad. Marca el ser en este momento, aquí, en el sentido de la haecceitas de Duns Escoto. Ser determinado, Dasein, principium individuationis. Es la carne, el pecado original, el trabajo creador de valores, el sufrimiento y la muerte. Discurre en la fugacidad del tiempo, en el instante puntual inaprehensible.


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Hay una primacía de la Segundidad que se manifiesta decididamente en la teología y en la filosofía. El Hijo, carnal, Dasein o Existencia, debe ser algo más que una Posibilidad. De otro modo, Kant no hubiera podido apelar a esta categoría para refutar la prueba ontológica de la existencia de Dios. El Hijo es el Representamen, el signo por antonomasia, la Cualidad materializada, semejante al Padre invisible del pasado. Es el ahora de la encrucijada témporo-espacial y su forma puede ser justamente la de una cruz sobre una tumba, que indica el lugar determinado donde yace algo que alguna vez fue un signo. De hecho, cualquier cosa –no necesariamente una cruz– puede emplearse como emblema, una estela, por ejemplo, para cumplir la misma función indicial. En todo caso, qua signo, exhibe su lado icónico: forma material visible de representar el Objeto inexistente, y su lado simbólico, en tanto resulta de una convención social. Puede decirse que el Índice es el primer mediador puntual en el orden del tiempo; patentiza el rasgo más conspicuo de la “quasi mente”: la gravedad de la existencia, la condición permanente del “estar”, atónita ante el Objeto todopoderoso que la constriñe y circunscribe como Sujeto sometido a un cuerpo –el “objeto inmediato” de Schopenhauer– y, por tanto, a la secuencia inexorable que va del dolor del deseo a la efímera satisfacción del no-deseo y, en definitiva, al tedio y a la nada. Es posible negar la voluntad en el intento de alcanzar el nihilismo del Nirvana. O bien, aceptar la vida sin pesar y a pesar del sufrimiento: regocijarse “de todo corazón”, como el Zaratustra de Nietzsche. Es una opción. Y la clase de filosofía que se adopte depende de la clase de ser humano que se es. Es un concepto de Fichte (1975), que remite, en última instancia, al “carácter inteligible” kantiano, elegido por el sujeto fuera del tiempo, del espacio y de toda categoría, en un acto absolutamente libre. Finalmente, la última categoría, la Necesidad, Ley o Terceridad, es la condición del deber-ser, de una regla para el porvenir ilimitado. Es la mediación universal, el Eros subyacente a todo enlace, configurador de todas las síntesis a


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priori. Spinoza la llama “cupiditas coeundi”3 (1944: 19); los Padres de la Iglesia, “Espíritu Santo”; Schopenhauer, la Relación por antonomasia, expresión de la voluntad de supervivencia de la especie; Freud, “libido” o manifestación indiferenciada de las pulsiones del Ello. Para Kant, es simplemente el concepto que nace de la relación entre lo Condicionado y su Condición. En términos de Peirce, es el hábito, la confluencia de las cuatro terceras categorías de la tabla kantiana: 1) Totalidad, que resulta de la Unidad de la Pluralidad. 2) Limitación, producida por la Negación de la Realidad. 3) Comunidad, como generalidad de la Causalidad recíproca entre la Substancia y el Accidente. 4) Necesidad, que nace de la Existencia real de una Posibilidad. En todos los casos, el substrato esquemático que hace posible la aplicación de las categorías a los objetos de la experiencia es, en palabras de Kant, “el tiempo mismo en calidad de correlato de la determinación de un objeto, en cuanto a la cuestión de saber si y cómo pertenece al tiempo” (1920: 180). Se puede, y aun se debe, considerar las tres categorías semióticas de Peirce en un movimiento lógico regresivo: la Terceridad las orienta teleológicamente. Pero la Segundidad (el Representamen o Signo propiamente dicho) es la única categoría realmente dada a la intuición inmediata; da cuerpo a las cualidades puras, por una parte, y por lo demás, es la condición sine qua non del Interpretante, es decir, de la Terceridad del signo. Tanto la Cualidad pura como la Ley son, una y otra, abstracciones lógicas, inferencias necesarias, a partir de la Segundidad concreta, viviente y obsistente del fenómeno constituido como representación. El Interpretante es, pues, un desarrollo (que implica la Negación hegeliana) y, muy particularmente, la consecuencia pragmaticista que culmina en un verdadero hábito. El pensamiento kantiano, tal como se muestra en la tabla de las categorías y en sus relaciones intrínsecas, configura un hábito triádico como tendencia, intención reflexiva y método 3

Deseo de copular.


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de una especulación unitaria: el pensamiento que vive, crece y se manifiesta como signo. El signo, así considerado en su totalidad, es el pensamiento mismo, desarrollándose en la semiosis ilimitada de la experiencia. El pensamiento de Peirce es un Interpretante ejemplar, el mejor ejemplo de lo que quiere decir "Interpretante" según su propio concepto.

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RÚSSOVICH, Alejandro 1979, “Le signe dans la Théorie de la Connaissance”, en Panorama sémiotique,The Hague. París. New York: Mouton Publishers. 1982 “Le co- de la connaissance”, en Actas del II Congreso Internacional de Semiótica (Viena, 1978), The Hague. París. New York: Mouton Publishers. 1990 “Tout près de l'objet en-soi”, en Cruzeiro Semiotico Nª 13, julio 1990. 1992 “Sur la signification de l'identité”, en L'homme et ses signes, Berlín: Mouton de Gruyter. SCHILLER, Friedrich [1876] 1945, La Educación Estética del Hombre. Trad. por Manuel García Morente. Buenos Aires: Espasa Calpe Argentina. SCHOPENHAUER, Arturo [1819] 1950, El Mundo como Voluntad y Representación. Obras, Tomo I. Traducido por Eduardo Ovejero y Maury. Buenos Aires: Librería El Ateneo Editorial. SPINOZA, Baruch [1677] 1944, Tratado de la Reforma del Entendimiento. Trad. del latín por Oscar Cohan. Buenos Aires: Editorial Bajel.

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REFLEXIONES ACERCA DEL CONCEPTO DE FAMILIA1 ¿Qué representa la “familia”? Si preguntara por el significado, debería dirigirme a los inventores del vocablo, los romanos, quienes llamaban de ese modo al conjunto de siervos de una casa, a la gente que vivía en una casa bajo el mando del señor de ella. Junto con el Derecho, que heredamos de Roma, tenemos esta definición, que sigue vigente en nuestros diccionarios. Deriva de “famel”, el esclavo, y, en última instancia, de la condición que reduce al hombre a la esclavitud y a las bestias a la domesticidad, el latín “fames”, el hambre. Pero mi pregunta no se dirigía al significado sino a la representación, y una representación es algo distinto de una definición. Definir es marcar el fin de un proceso de conocimiento, delimitar y cerrar, en la forma abstracta del concepto, el flujo viviente de imágenes que pone en movimiento toda verdadera pregunta, la pregunta que se formula desde la inseguridad y la ausencia de sentido. Entiendo que, con esta charla, se inicia un curso destinado a alcanzar una imagen más clara y coherente de esa noción obvia e imprecisa a que echamos mano cuando tratamos de iniciar una reflexión sobre lo que nos toca más de cerca. Antes que ciudadanos, antes que profesionales, antes de que recibiéramos cualquier marca de identificación social, antes 1

Conferencia ante un grupo de psicoanalistas, en Buenos Aires, el 16 de abril de 1991. (N. del E.)


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aún de que se nos distinguiera con un nombre propio, fuimos, somos y terminaremos siendo miembros de una familia. Uno de los más célebres hijos ilegítimos de que se guarda memoria se dio a conocer como “Hijo del Hombre”, el único título que, en justicia, puede otorgarse a un ser humano. Ser padre, hermano, esposo, primo, sobrino, cuñado o pariente, es cosa que se puede ser o no ser; la única condición esencial e ineludible es la de ser, simplemente, hijo. Las formas de la familia como núcleo social son diversas, no es seguro que alguna vez terminen de estudiarla los antropólogos, y no hay razón alguna para considerar como esquema universal la configuración de la familia romana, aun cuando seamos, precisamente, en lo que atañe a las formas jurídicas y lingüísticas, descendientes de los romanos. Comienzo, pues, preguntando por una representación, por una imagen, por algo que nos toque los oídos o los ojos. En otras palabras, por una palabra. Y la palabra “familia”, como toda palabra, es miembro de una familia de palabras, de un paradigma lingüístico: “matrimonio”, algo que tiene que ver con la madre; “patrimonio”, que hace referencia al padre; “hijuela”, que es la porción del patrimonio que toca a cada miembro de la familia, según las prescripciones de la ley. A primera vista, lo principal parece ser el matrimonio (no sé por qué no se llama “matrimonia”, es algo que habría que investigar). El matrimonio, monogámico o poligámico, pero nunca amorfo, es la articulación primaria entre cultura y naturaleza o, si se quiere, entre institución e instinto, generadora de lo que, siguiendo a Hegel, podríamos llamar Espíritu, y constituye la sacralización, que por eso mismo es negación de la unión sexual. La ambivalencia que Freud encuentra en la palabra latina “sacer” (sagrado, de donde proviene “sacerdote”), la ambivalencia, decía, se manifiesta aquí como negación de lo que se consagra. Venerado y proscrito. Yahvé y Satanás. Placentero y abominable. Como cristiano, pero también podría decir como judío o musulmán, la primera imagen que se me ocurre es evocar la de mis padres, retozando en el jardín del Edén. No sabían lo que estaban haciendo, y cuando lo supieron, la cosa ya estaba


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hecha. Resultó irremediable precisamente porque lo supieron. Lo malo está en saber lo que está mal, lo malo estuvo en hacerlo a sabiendas, y, lo que es peor, a escondidas. Yo comencé esta charla preguntando, es decir, pidiendo una imagen ejemplificadora de esa obviedad que es la familia. Ahora pienso, y expreso, lo que se me ocurre a propósito del matrimonio, de la institucionalización de un vínculo primordial, tal como aparece representado en un relato del que me apropio porque lo comprendo, o más bien, porque él me comprende. Yo soy el fruto, bendecido por el Estado y por la Iglesia, de esa travesura de Eva y Adán. Quiero pensar que también ellos comenzaron preguntándose, porque el preguntar está a medio camino entre la inocencia y la malicia. Y si fue así, yo me pregunto ahora ¿por qué la severidad del castigo, por qué el hambre, el dolor y la muerte? ¿Por qué se fijó un precio tan espantoso a la sabiduría? En este punto, el punto que cierra el signo de interrogación, me propongo, les propongo (y estoy seguro de que en este lugar será bienvenida la propuesta) recurrir a la ayuda de ese maestro indiscutido del preguntar, de la misma calaña que Sócrates, y que fue el fundador del psicoanálisis. Ordenando algunos apuntes para esta charla, me pareció particularmente adecuado echar un vistazo, desde el punto de vista de la filosofía, a ciertas reflexiones acerca de la naturaleza de la prohibición ancestral, tal como aparecen en Tótem y Tabú. Cualquiera que sea su organización, la familia está destinada (encuentra su sentido, ya que, como es sabido, “destino” es un anagrama de “sentido”) a evitar el incesto, vale decir, el sinsentido de invertir el orden temporal, haciendo de la consecuencia una causa: del hijo un esposo y padre de hijos que son sus hermanos. Lo que me resultó más sugestivo de esta indagación es, justamente, el acento que allí se pone en lo que yo llamaría un enlace misteriosamente necesario entre prohibición y representación, entre culpa y sabiduría, entre idea y acción. Comienzo por el final y cito a Freud tal como él mismo concluye, señalando que el paralelismo entre los primitivos –más cercanos a Adán– y el neurótico –más próximo a nosotros– no es, en modo alguno, completo.


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Es preciso tener también en cuenta las diferencias reales. Cierto es que ni el salvaje ni el neurótico conocen aquella precisa y decidida separación que establecemos entre el pensamiento y la acción. En el neurótico, la acción se halla completamente inhibida y reemplazada totalmente por la idea. Por el contrario, el primitivo no conoce trabas a la acción. Sus ideas se transforman inmediatamente en actos. Pudiera, incluso, decirse que la acción reemplaza, en él, a la idea. Así, pues, sin pretender cerrar aquí [es decir, si lo leemos bien: “pretendiendo cerrar”] con una conclusión definitiva y cierta la discusión, cuyas líneas generales hemos esbozado antes, podemos arriesgar la proposición siguiente: “En el principio era la acción”.

Esta proposición final es una réplica de las palabras con que Goethe pretendió, a su vez, rectificar el comienzo del Evangelio de San Juan: “En el principio era el verbo”, es decir, el Logos, la palabra, la representación, la idea y, podríamos añadir nosotros: “Y en el final fue la palabra, que dijo que en el principio era la acción”. Para leer el texto de Freud, empleo ciertas categorías lógicas que, en lo que concierne a mi tarea filosofante, resultan particularmente útiles. Me refiero a la llamada “ciencia de los signos” o Semiótica, fundada por Charles Sanders Peirce, más o menos al mismo tiempo que Sigmund Freud, del otro lado del Atlántico, fundaba el psicoanálisis. “Un signo o representamen –dice Peirce– es algo que está en lugar de otra cosa, bajo cierta relación o en algún aspecto”. Se dirige a alguien, es decir, crea en la mente de esa persona un signo equivalente o, quizá, un signo más desarrollado. Este signo que crea se llama interpretante del primer signo. Está en lugar de algo: de su objeto, no en todos los aspectos sino con referencia a una especie de idea, que Peirce llama fundamento del representamen. Se trata, como podemos observar, de una definición cuya forma es estrictamente lógica y, como tal, describe o muestra –no demuestra ni explica– la naturaleza esencial de todo signo posible, más específicamente, señala las fases de un procedimiento general mediante el cual se rigen las ideas que nos hacemos acerca del acontecer real y la acción o conducta que resultan, de hecho, de una interpretación.


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Afirma Peirce que el hombre mismo, como tal, es un signo. Esto hemos de entenderlo considerando que el sujeto es, aun sin proponérselo conscientemente, objeto de la interpretación de otro, siempre representante e interpretado, en un triple movimiento continuo: representamen de un objeto para un interpretante. Este movimiento en tres fases, lógicamente simultáneas, es lo que Peirce llama semiosis. Cada uno de los elementos es signo de por sí y para los otros, y los tres juntos constituyen a la vez el signo. Si queremos buscar una estructura lógica análoga, podemos remontarnos a los profundos análisis de los lógicos medievales sobre el llamado “misterio” de la Santísima Trinidad. Lo dicho hasta aquí de modo tan difícil, permite acercarnos, así lo espero al menos, a la forma singularmente diáfana y penetrante de la semiosis freudiana. Tomemos, por ejemplo, la duplicidad aparente de la representación –o idea– y prohibición: “aquel que realiza el acto prohibido –nos dice Freud– viola el tabú y se hace tabú a su vez”. Semióticamente hablando, podemos decir que, quien transgrede, se comporta según la idea que se hace del objeto prohibido, y se vuelve, a su vez, objeto de una prohibición equivalente, para otros que comparten con el transgresor la misma representación del objeto marcado por la prohibición. Otro ejemplo se presenta con la tríada: rey, súbdito, ministro. O, si queremos –se me ocurre–: Dios, pecador, sacerdote. El ministro puede tocar al rey porque está ocupando un lugar intermedio o vicario, como el sacerdote, y a través de él, el súbdito o el pecador, según el caso, puede establecer una relación mediata con el objeto intocable. De cualquier modo, se trata del concepto fundamental de mediación, que ocupa un lugar prominente tanto en la dialéctica de Hegel y de Marx como en la semiótica de Peirce y aun en especulaciones tan olvidadas como la teología medieval. Otro rasgo notablemente fecundo desde el punto de vista lógico es el concepto de ambivalencia, tomado de Breuer, y que Freud emplea con un extraordinario rendimiento especulativo, para perfilar lo que podríamos llamar forma o figura del inconsciente. En palabras de Freud, “actos, medidas y prescripciones”… que corresponden “a veces simultáneamente al deseo y al contradeseo”.


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Por mi parte, puedo acotar que la ambivalencia no es, como podría pensarse, un rasgo accesorio de la representación: puede alcanzar un grado más o menos notorio, pero siempre está presente en toda representación, en cuanto constituye su modo de manifestación como fenómeno significativo. La representación se actualiza o, lo que es lo mismo, vuelve a hacerse presente en la imagen o representamen que, como el dios Jano, o como el adivino Tiresias, mira a la vez lo pasado y lo por venir. Sobreviene cargada con la determinación del renunciamiento o la frustración que tuvo lugar alguna vez, y al mismo tiempo, con la posibilidad de satisfacción del deseo, inherente por esencia al futuro. Escuchemos esto: “La inobservancia de una renunciación es expiada por una renunciación distinta”, o sea, en términos semióticos, el interpretante del primer signo se transforma en representamen del mismo objeto, esto es, en signo más desarrollado. Para decirlo con palabras de Freud: “el deseo prohibido se desplaza en lo inconsciente sobre otros objetos”. He aquí otro párrafo: El tabú ha acabado por constituir […] la forma general de la legislación y ha entrado al servicio de tendencias sociales más recientes que el tabú mismo. Tal es, por ejemplo, el caso de los tabúes impuestos por los jefes y los sacerdotes para perpetuar sus propiedades y privilegios.

Freud señala, como de pasada, y sin enfocar particularmente el análisis del concepto, la propiedad, que constituye el segundo componente nuclear de la familia: el patrimonio. Será otro el intérprete que se dedicará a este aspecto de la problemática familiar. Más adelante, tendremos ocasión de volver sobre esto. El proceso de representar está, por lo demás, configurado doblemente: por una parte, es el acto de poner algo en lugar de otra cosa, transferir o desplazar el valor de una presencia por otra, y, en segundo lugar, este desplazamiento, lejos de ser un simple escamoteo o apariencia de movimiento, constituye un nuevo objeto, capaz de suscitar uno o una multitud de interpretantes diversos. Quizá lo más digno de reflexión es que la representación –y con esto reanudo algunos hilos sueltos dejados por Kant


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en el oscuro capítulo del esquematismo en la Crítica de la Razón Pura– la representación, digo, configura el orden de la sucesión que llamamos Tiempo. Lo que quiero decir –y lo subrayo– es que la concepción del tiempo en términos de pasado, presente y futuro es el resultado y no el origen de la representación. Destaco, de este modo, que no es el tiempo el que hace posible que algo retorne, se presente y perdure sino, a la inversa, es la representación la que hace posible el tiempo como tal, como nos habituamos a concebirlo. Hacemos el presente en la medida en que recordamos, es decir, fijamos algo en la nada del pasado, donde todo ya ocurrió para siempre, y proyectamos hacia adelante la posibilidad pura, donde todavía no ocurre nada y, por lo tanto, se abre un espacio continuamente disponible para la satisfacción imaginaria del deseo. Cuando dije que representar es el acto de poner algo en lugar de otra cosa, transferir o desplazar el valor de una presencia por otra, tenía en mente, de modo especial, el concepto de la transformación del valor de uso en valor de cambio, donde la forma dinero representa la fuerza de trabajo encarnada en la mercancía, concepto que, a su vez, representa el ingente trabajo de interpretación llevado a cabo por Karl Marx en relación con los modos de producción del valor. Ninguna interpretación es inocua, y ésta en particular no lo fue para la estructura política del mundo contemporáneo. Nuevas interpretaciones, que son siempre nuevas negaciones, se suceden hoy ante nuestros ojos, pero dejo estos zapatos en manos de otros remendones más hábiles o con mejores herramientas que las mías. Tocamos con esto un punto que, estrictamente hablando, no se puede tocar: la llamamos Realidad y es como el horizonte, que siempre está a la vista y nunca se puede alcanzar. Tal es, también, y no puede ser de otra manera, el carácter omnipresente e inabarcable de la familia: una configuración patente, obvia y archiconocida. El problema está en ella y nosotros lo padecemos, porque si no fuera por ella, casi no tendríamos problemas. Edipo resolvió el acertijo de la Esfinge pero no el problema de su familia. No quiso verlo, y así le fue. Dejó de lado la prohibición. Ocupó el lugar del rey, y, a partir de ese momento, comenzó un juego de permutaciones


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que conducían, todas, a la nada, a la disolución de la estructura social. Quizá el personaje más patético de la tragedia es el que resulta de ese vínculo imposible, Antígona, cuyo nombre podría traducirse como la “contra-engendrada”, último eslabón solitario del encadenamiento fatal de transgresiones. No es casual que sea justamente una representación, una obra de teatro, la que inspiró el análisis interminable que sigue envolviéndonos a todos en la misma red de interpretaciones sin fin. Como la semiosis es infinita y el análisis, interminable, tanto la una como el otro pueden y deben interrumpirse a una hora oportuna. Para mí, al menos, ha llegado el momento de la interrupción. Permutamos el rol: ahora tienen ustedes la palabra.


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ACERCA DEL SIGNIFICADO DE LA IDENTIDAD1 Para examinar el significado de la identidad, he escogido las reflexiones de tres pensadores: un teólogo, un lógico y un artista. San Agustín, Charles Sanders Peirce y Witold Gombrowicz, respectivamente. Cada uno de ellos ha forjado su propio lenguaje y, deliberadamente, he leído los textos de Agustín con los ojos de Peirce o con los de Gombrowicz, tal como ustedes escucharán mis palabras con otros oídos que no son los míos. Dicho esto, comenzaré empleando el ícono más corriente de la identidad: “A es igual a A”. A primera vista, se nos presenta un desdoblamiento. Para que una A sea igual a sí misma, es preciso que se duplique, reflejándose en otra A distinta de ella. Accedemos a la identidad a través de la diferencia, acreditamos nuestra identidad personal mediante un documento que no es sino un resumen o compendio de diferencias personales: fotografía, impresiones digitales, señas particulares indiciales o icónicas, todo cuanto ayude a que uno pueda ser reconocido por otro. Al parecer, la identidad personal es, en el fondo, una verdadera “otroidad” impersonal. Soy “por” otro. En palabras de Hegel: “La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra auto1

Conferencia pronunciada en Barcelona, en el V Congreso Internacional de Semiótica (Barcelona y Perpignan), el 1º de abril de 1989. (N. del E.)


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conciencia; es decir, sólo en cuanto se la reconoce”2.Y más adelante: “Se reconocen como reconociéndose mutuamente”3. Por lo demás, el examen de todo cuanto existe como cosa unitaria, separada y distinta, nos muestra que lo simple no es, como quería Descartes, y, en general, toda concepción atomística, un elemento último e “indescomponible”. Véase, si no, la búsqueda incesante, cada vez más sofisticada, de unidades últimas en la física contemporánea. Tras la ruptura del átomo de Demócrito, nos vemos lanzados a una carrera tras las partículas elementales, que, a su vez, se descomponen en subpartículas. El descenso hacia las profundidades del microcosmos se muestra, para espanto de nuestra imaginación, como un regressus ad infinitum. Este regressus ad infinitum implica la búsqueda de una unidad última. Una unidad última que, en definitiva, coincide con esta categoría monística de la identidad. ¿No será más bien que deberíamos buscar la unidad precisamente como resultado de un proceso y no como punto de partida? El lenguaje nos lo aconseja sabiamente: en el comienzo hubo dos cosas y no una sola, una abertura que se cerró como la boca en el bostezo, que es lo que indica la palabra “caos”, vinculada con “jasma”, que quiere decir “bostezo”. El comienzo de la serie numérica no es el uno sino el dos. La lengua española lo dice de otro modo: “uno” es no sólo el nombre sustantivo de una entidad indescomponible sino también la primera persona de indicativo del verbo “unir”, la acción de vincular, por lo menos, dos cosas, “uno dos”. En el origen hay dos cosas y la acción que las reúne. En términos teológicos: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el tratado De Trinitate, de San Agustín, se echa de menos, a veces, un análisis más desarrollado de la persona del Espíritu Santo. Más que nada, le preocupan el Padre y el Hijo, quizá porque no puso liberarse del todo de la seducción del dualismo maniqueo, el primer amor de su juventud. No menos duro resultó, para Peirce, renunciar al confortable dualismo de la satisfacción estética de la simetría. Parece 2

Hegel, G. W. F., Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, pág. 113. 3 Ibid., pág. 115.


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que a muchos físicos contemporáneos les ocurre lo mismo. Hablando de las tres categorías de la primeridad, segundidad y terceridad, Peirce confiesa sinceramente a Lady Welby: Esta noción es tan desagradable para mí como para los demás, y durante años intenté desdeñarla y refutarla, pero hace tiempo que me ha conquistado por completo. Por más desagradable que sea atribuir tal significado a los números y a una tríada, sobre todo, resulta tan verdadera como desagradable.

Para un artista como Gombrowicz, la cuestión se presenta en otros términos. Sabe, porque lo sufre en su actividad configuradora de íconos, que éstos no surgen misteriosamente dentro de un yo encapsulado y hueco, sino que brotan de su lucha incesante, dolorosa, apasionada, contra una forma que le es impuesta desde afuera. Cada obra de arte es un vestigio de esta confrontación con la forma. Gombrowicz la descubrió por todas partes, no sólo en la esclerosis de todos los academicismos, sino en la educación, en la cultura, la religión, las ideologías, los mitos que nos conforman, deformándonos, metiéndonos en la horma que nos hace una “facha”, una ”pinta” determinada. El hombre solo no existe, bien lo vieron Marx, Peirce, Hegel y muchos otros que pensaron en profundidad la relación interhumana. Lo que Gombrowicz subraya es que el vínculo, el Espíritu Santo, consiste en el hecho fundamental de que uno hace al otro, y éste, a su vez, modifica al que lo hace. El Padre es engendrado por el Hijo, es éste, el joven, el inmaduro, quien lo consagra y le otorga su hueca omnipotencia. El hombre se configura “entre”, no dentro de los sujetos. También lo percibieron Martín Buber y Pirandello, entre otros. No es en mí donde nace mi forma, mi “facha” o, para decirlo a la alemana, mi Gestalt. La forma me define ante mí mismo y ante los otros, puede ser mía, pero ¿quién es el que dice “mía”? ¿Dónde está, qué es ese yo inaprensible que llama “mía” a mi facha, que se recubre de una identidad impuesta desde afuera, “forrado” de valores, titubeando entre el prestigio y la vergüenza, sabio, idiota, heroico, cobarde, responsable, irresponsable? Desde alguna parte, acuñada en mi memoria, la voz algo gangosa, irónica, de Gombrowicz, me responde: “Inútil, Russo, preguntar, da lo mismo. La cosa no


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está en usted ni en mí, está ‘entre’ nosotros. Yo ante usted, usted ante mí, nos hacemos, no somos dos, somos ‘entre’”. En definitiva, se trata de la célebre cuarta pregunta de Kant: ¿Qué es el hombre? ¿Qué es la identidad personal? ¿Hay realmente un sujeto que no sea mero sujeto del lenguaje? El que habla, el que se comunica, ¿existe fuera del acto comunicativo? O más bien ¿es allí, justamente, donde existe, en el “entre”, en la perpetua actualidad de la acción comunicativa? Hay, sin embargo, una cosa, entre todas, que se distingue porque se individualiza a sí misma, recuerda haber sido y desea seguir siendo. Como nos dice Spinoza, el deseo es la esencia misma del hombre, es decir, un esfuerzo por medio del cual trata el hombre de perseverar en su ser. También Leibniz, y, más tarde, Hegel, hallarán en la intimidad de esta forma particular que es el hombre, ese deseo de “mismidad” que lo singulariza. “Apetición” en la mónada leibniziana, “apetencia” en la autoconciencia hegeliana. Gombrowicz, a su vez, nos confiesa: “No sé cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Así sé, al menos, lo que no soy. Mi yo no es otra cosa que mi voluntad de ser yo mismo”. Peirce, por su parte, afirma taxativamente: “La existencia personal es una ilusión y una farsa”. En otro contexto, añade: El hombre individual, al manifestarse su existencia separada, sólo por ignorancia y error, en la medida en que no es nada al margen de su prójimo y de lo que él y ellos deben ser, es sólo una negación.

En la historia del pensamiento, esta problemática ha sido inaugurada, de modo incomparable, por las Confesiones de San Agustín. Allí nos habla desde su interior, desde el lugar donde, según él, habita la verdad. Nos cuenta las vicisitudes de su tránsito del dualismo maniqueo a la unidad del Dios cristiano. Éste, y no otro, es el interlocutor a quien dirige las preguntas más apremiantes. ¿Quién es él, este Agustín que habla y quién y cómo es aquél a quien interroga? En sentido estricto, la forma dialógica del texto constituye una figura de la conciencia desgarrada o desdoblada de la fenomenología hegeliana, una sola autoconciencia, escindida entre la mutabilidad de su condición, de su encarnadura efímera, y la inmutabilidad del Otro absoluto, omnisciente y perfecto.


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Ignora la desgarradura insondable que parece separarlos y, por eso, puede dialogar con Él, como dialoga un hijo carnal con su Padre Omnipotente. Como Job, que a pesar de todo, no se atreve a maldecirlo; como Abraham, que regatea con el Señor acerca de la cantidad de justos que pueda haber en Sodoma. Dialécticamente hablando, San Agustín no cree en Dios. Quiero decir que no sabe hasta qué punto su Dios es su concepto. Sabe, eso sí, porque está escrito, que, como Adán, también él está hecho a imagen y semejanza del Padre. Es un ícono, digamos, en términos peircianos, del objeto, o bien, que lo encarna, que es un representamen del Padre. Y también que se comporta como un interpretante idóneo, capaz de describir y explicar, bajo cierto aspecto, la naturaleza una y trina del Otro. Este despliegue sígnico fluye y subyace a lo largo del extenso tratado De Trinitate En el otro texto, el diálogo De Magistro, donde Agustín, como padre, investiga con su hijo Adeodato la esencia del lenguaje, se llega a la sorprendente y anticipadora conclusión de que el significado de un signo es otro signo. En el tratado De Trinitate, se aproxima asintóticamente a su objeto supremo, el Dios uno y trino, a través de la interpretación de distintos signos o representámenes, imágenes y alusiones del Antiguo y el Nuevo Testamento y, sobre todo, de los vestigios que encuentra en el auto-examen de su propio yo, un complejo de tres condiciones que lo conforman como tal “yo”: lo que recuerda, lo que entiende, y lo que aguarda. Tres momentos que, como el tiempo tripartito del ayer, el hoy y el mañana, representan otra teofanía, otra contrafigura de la Trinidad. Agustín, “ese hombre tan serio en sus luchas espirituales”, como dijo Husserl, dedica a dilucidar el misterio del tiempo buena parte de sus Confesiones. Sigue vigente su formulación, tan bien pergeñada, de su lucha por la esencia del tiempo: “Cuando no me lo preguntan, lo sé, y cuando me lo preguntan, no lo sé.” Charles Sanders Peirce, por su parte, dedicó largos y penosos años a consolidar las consecuencias científicas de su conversión del dualismo lógico al triadismo semiótico. Como Agustín, como Pablo en el camino de Damasco, fue deslumbrado por un signo, y el signo no era otra cosa que él mismo, un representamen material encarnado, fluyente y transitorio, del objeto inaprensible, su propia quasi mente a la cual sólo


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podía acercarse a tientas, interpretando, describiendo y clasificando todos los signos habidos y por haber. Viene a la memoria el autoanálisis de otros insignes interpretadores de signos, entrañablemente relacionados con el Padre: José, hijo de Jacob, en el relato del Génesis; Franz Kafka, en Praga; Sigmund Freud, en Viena, y nosotros mismos, ahora, semióticos, en Barcelona. Yo ante ustedes, cada uno un signo, enigma para sí y espejo para los otros, sentados en la atenta o aburrida actitud del interpretante. Dije “yo ante ustedes”, mejor hubiera dicho “bajo vuestras miradas”, interpretando vuestros fugaces signos gestuales, ojos, visajes, modelando una forma que sólo es mía en parte, recortando fragmentos de un discurso que, una vez lanzado, se vuelve hacia mí y me imprime una “facha” a la que tendré que adaptarme. Aún no sé si me sentará. Tendré que mirarme, a solas, en el espejo de algún otro. (Aplausos) No espero ninguna pregunta, puesto que creo haberlas formulado yo a través de este trabajo. Michel Balat– Quiero decirle que su exposición es maravillosa… ¡realmente extraordinaria! A. R.– ¡Muchas gracias! M. B.– ¿Puedo hablar en francés? A. R.– ¡Sí, sí! M. B.– Querría hacerle una pregunta…4 A. R.– ¡Sí! M. B.– Hay un momento en que, quizá a causa de la lengua, no comprendí el pasaje que usted hizo entre la reflexión sobre la unidad del Ser, tal como usted la había planteado, y la identidad…

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El diálogo que sigue de aquí hasta el final es traducción del francés. (N. del E.)


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A. R.– Sí. Es justamente el misterio, para Agustín, de la Trinidad. Para nosotros, es el misterio del signo triádico, es decir, una sola cosa, una partícula unitaria, la persona, el yo, son todas denominaciones, me parece, de la misma cosa; la voluntad de captar una sola cosa primera, última y, en definitiva, el esclarecimiento de lo que pasa dentro de nosotros y alrededor de nosotros. Pero, justamente, el problema parece resolverse mediante una disociación, es decir, verbi gratia, el cuerpo y el alma, lo infinito y lo perecedero. Por doquier, se ve el sistema diádico sobre el cual reposa la construcción que nos hacemos del universo. Por su carácter simétrico, el dualismo es una posición confortable. Agustín era maniqueo. Tenía un Dios bueno y un Dios que era una abominación. Era muy simple, dos únicos principios. Para la lógica y los lógicos era lo mismo, dos instancias, el binarismo que resuelve las dificultades, la ecuación en el álgebra, en las matemáticas. Eso es lo que constituye para mí la base de toda fe, se puede descansar porque es una elección muy fácil: hay que elegir el bien, todos los hombres deben amarse los unos a los otros, simplemente. Amor y odio, combatir el mal, es el fundamento de toda posición activa. Pero la cosa no parece ser tan simple. La unidad se descompone pero no hay solo dos posibilidades porque la descomposición implica una acción, justamente la acción de descomponer. Hay una mediación: el todo se compone de modo triádico porque la apertura y el cierre implican un movimiento, y el movimiento, la acción de ligar, de reunir, la relación es el tercer término. Esto lo podemos ver con gran profundidad en la reflexión teológica, en la Edad Media, a partir, justamente, de la obra de San Agustín. Nos encontramos ahora, en la semiótica, la tarea de seguir con este tema… Pero no sé si aporté alguna claridad a su pregunta… M. B.– ¡Oh, sí! ¡Muchas gracias! A. R.– Como dije que no habría preguntas, espero que algún otro me señale otro defecto… Muchas gracias.


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MUY CERCA DEL OBJETO EN SÍ1 “…para que algo sea un signo –nos advierte Peirce– es preciso, como se dice, que ‘represente’ otra cosa, llamada su objeto”. ¿Por qué las comillas? Aparentemente, para destacar el uso corriente del término, como se dice: todo el mundo sabe o cree saber lo que quiere decir “representar”. Yo también; por el momento acepto, pues, las comillas. Más tarde, volveremos sobre este pequeño asunto de la representación. Lo más importante, me parece, es esta entidad que la cosa representa: se la nombra –enfatizada– el objeto. Tenemos acceso al objeto a través del representamen, el mediador universal, el signo. Heme aquí en el lugar del intérprete, tratando de producir interpretantes que esa palabra, objeto, de la frase de Peirce, ha suscitado en mí. Y Peirce retoma su texto: “…todo signo tiene, en acto o virtualmente, lo que podemos llamar un precepto de explicación, según el cual podemos comprenderlo como siendo, por decirlo así, una especie de emanación de su objeto” (soy yo quien enfatiza). Plotino desliza, vagamente, en mi recuerdo, esa idea del alma que no es más que una emanación del ser divino: se me antojan las procesiones del Hijo y del Espíritu Santo, emanaciones del Padre… Con todo, hay cosas más cercanas que emanan de un objeto, que saltan a los ojos; otros aún que penetran la nariz, invadiendo nuestra intimidad. 1

Publicado, en francés, en Cruzeiro Semiotico (Associaçâo Portuguesa de Semiótica) Nº 13, “Do Objecto-I”, julio de 1990 (por invitación). (N. del E.)


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Sobre un estante de mi biblioteca, una ratita de bronce está royendo las páginas de un libraco titulado Les odeurs de Paris. Esta mañana, estaba mordisqueando palabras sobre los escritos de Peirce, y la imagen de la ratita se instaló en mi “casi” espíritu ni bien mis ojos cayeron sobre esta frase: “…los olores tienen una notable tendencia a ‘presentarse’, es decir, a ocupar todo el campo de la conciencia, al punto que uno vive al momento en un mundo de olores”. Muchas veces pensé en esta “presentificación” de los olores, sobre todo cuando tienen el poder de evocar. No es que uno se encuentre en un instante preciso de su propio pasado, porque sabe bien que ya no existe; vamos más bien hacia ese momento, en la dirección del porvenir. La vida se despierta como presentimiento. A partir de aquí, el instante comienza a dilatarse, a volverse un representamen más desarrollado. La dilatación no llega todavía a un interpretante neto. Hay aún que exprimirlo, extraerle todo el jugo, como Proust de su magdalena. Una ligera inversión se ha producido, en el orden del tiempo, por obra de una débil emanación del objeto. Un pequeño signo (el nombre que se da –“yo”– recuerda quizá que tiene siempre algo que ocultar) ha encontrado otro signo que lo seduce, algo que desentrañar, una adivinanza para Edipo. Es un verdadero hallazgo topar con un representamen de este tipo. Nos lleva hacia el mañana: basta alimentarlo para que se expanda por sí mismo. Poco a poco, nos entregará aspectos inesperados, rasgos que se arreglan, ellos solos, para componer una historia, algo que contar a los demás, nada que ver con esa cadena de episodios que exige la mayúscula. El signo “yo” se sintió tocado por una emanación, en otros términos, por un signo indicial. Puede decir: “este olor me indica que…” o bien “me sugiere…”. Pero es preciso que haya, previamente, una información que concierna a la cosa emanante, o sea, el señalamiento de la causa (la palabra “cosa” viene del bajo latín causa; permítanme mezclar, en la ocasión, “cosa”, “causa” y “objeto”; esto no enreda mucho el sentido, tiempo habrá de hacer las distinciones). Apenas el intérprete haya olfateado la presencia del objeto, podrá identificarlo: “es eso, la misma cosa que…”. Pero no es exactamente la misma o, mejor dicho, es la misma porque no es, en modo alguno, la misma. El signo acrecienta un


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poco, casi imperceptiblemente, la re-presencia del objeto, sin contar la corriente del tiempo, que arrastra ese mundo humano donde se despliega la representación. El signo, pues, nos informa, es cierto, pero, tristemente, como los lazos del amor, no nos entrega el alma del objeto: No puede dar a conocer ni a reconocer el objeto; porque eso quiere decir… objeto de un signo; aquello cuyo conocimiento es presupuesto para poder comunicar indicaciones suplementarias que le conciernan.

Uno se pregunta: ¿cuál es la vía de conocimiento directo e inmediato –si es que hay una– del objeto? El signo, único proveedor de todo conocimiento posible, no nos da más que indicaciones suplementarias. ¿Habrá que machacar sobre la “cosa en sí” más allá, según Kant, de la percepción sensible? Al parecer, la única puerta practicable, abierta al objeto mismo, a su presencia inmediata, sea la mística o, quizá, el disfrute estético –como lo prescribe Schopenhauer– si creemos a los que hicieron la experiencia; en cuanto a mí, la segunda vía está más a mi alcance. Peirce, por su parte, puso la estética en su clasificación tripartita de las ciencias normativas (aunque confesaba, en una carta a William James, que no entendía casi nada de problemas estéticos). Se puede decir, al hilo de su pensamiento, que la aísthesis griega está en relación estrecha con la Primeridad de los “sentimientos” o cualidades puras, cuyo rasgo más notorio es no concernir para nada a la conciencia. Cuando la cualidad pura llega a la conciencia, ha perdido ya su pureza; ha sufrido el proceso de inferencia, un proceso por lo demás sustraído a la apercepción del yo: “…no hay conciencia (en el sentimiento) porque es instantáneo y, además, una cualidad no es consciente”. No se puede captar el instante, carpere diem, porque habitamos la continuidad: “…la ausencia de partes últimas en lo divisible”. Hace mucho tiempo, en épocas de la fe, se podía contar con la ubicuidad de un objeto por antonomasia: inaccesible de modo inmediato. Sólo los místicos –condenados lo más frecuentemente por el único intermediario oficial del objeto en-sí–, tenían la audacia de anudar con este objeto relaciones


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directas. El Maestro Eckhart, que, según palabras de la Bula de condenación de Juan XXII, “quiso saber más de lo que convenía”, nos dice: Pasemos a lo que es el objeto del puro desapego. No de esto ni de aquello. El desasimiento tiende a una pura nada, pues tiende al estado más alto, en el cual Dios puede obrar en nosotros enteramente a su antojo.

He aquí el camino hacia el objeto: es el despojamiento de todo “esto o aquello”, hay que desembarazarse de toda apetencia, vaciarse de todos los objetos del deseo para dejar lugar al objeto único. No se encuentra ante nosotros, en el exterior, sino en la pura nada. El Maestro Eckhart no nos dice cómo hacer ese vacío, queda a cargo nuestro encontrar la manera. A partir del siglo XVIII, ese objeto se ha vuelto finalmente un concepto abstracto, un punto de referencia para cerrar la serie de condiciones de la razón. A partir de ese punto de vista, Newton se consideraba, sobre todo, un teólogo; Einstein consideraba que Dios no trampea en el juego de las leyes de la Naturaleza. Por el contrario, habría que poner del lado de los místicos a los ateos más rabiosos, como el “divino” Marqués que no podía nunca, en el éxtasis, prescindir de Él. Parece que el abordaje al objeto es una maniobra muy difícil, casi imposible, para la filosofía. En opinión de Schopenhauer, es una cosa reservada a los santos –y, a lo más, durante algunos instantes felices– a los artistas, en el desamparo de la creación. El objeto, en ese caso, es, por cierto, el deseo absoluto, la voluntad de vivir, siempre oculta tras el velo de Maya de la representación. Ignoro lo que pasa en el éxtasis sin palabras, pero puedo decir, en cambio, lo que me ocurre en mis encuentros con las palabras. Cuando estoy a la búsqueda de un arreglo armonioso de términos, de una Forma convincente, me viene a la cabeza la aseveración de Platón: “hay algo que quieren las cosas”. Hay algo que quieren las palabras. No soy yo, es ella misma, la palabra, la que me exige darle un sentido, cualquiera que sea, el que le corresponda, un interpretante adecuado, porque ella no es el objeto, sólo su representamen; más exactamente, el portavoz del objeto y su instancia no es más que una emanación de la falta de significación del objeto, siempre en busca


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de un interpretante, el tercero, el salvador, que insuflará la vida de un verdadero representamen a la materia del objeto. ¿Acaso podemos representar a Dios? Ciertos intermediarios oficiales lo prohíben; la cosa es, para ellos, ciertamente posible, aunque no sea para nada conveniente. Vale la pena, en verdad, reflexionar sobre este extraño vínculo entre la transgresión y la representación. Puesto que no se puede negar el ser presente –está siempre ahí–, se ocupan en borrar sus rasgos y, llegado el caso, tratan de impedir su aparición. La interdicción de representar al Objeto se extiende hasta el hecho de pronunciar Su Nombre; pero la perífrasis, tanto como el eufemismo, no son más que ardides para gozar o sufrir en secreto el poder del objeto viviente. Moderno iconoclasta, Karl Marx reveló el carácter fetichista de la mercancía, en visible relación con la vieja idolatría. Es sólo una relación social determinada de los hombres entre sí que reviste aquí para ellos la forma fantástica de una relación de las cosas entre sí. Para encontrar una analogía a este fenómeno, hay que buscarla en la nebulosa región del mundo religioso. Allí los productos del cerebro humano toman el aspecto de seres independientes, dotados de cuerpos particulares en comunicación con los hombres y entre ellos mismos… Sólo con el tiempo el hombre trata de descifrar el sentido del jeroglífico, de penetrar los secretos de la obra social a la cual contribuye, y la transformación de los objetos útiles en un producto de la sociedad, lo mismo que el lenguaje.

Hay, pues, por encima de todo, un fetichismo de las palabras, cuya práctica es regulada por la retórica, tal como la economía política se aplica a encontrar las leyes de la transubstanciación de los objetos en valores de cambio. Pero la crítica científica debe preservar los caracteres del fenómeno como materia prima del análisis y el conocimiento de las leyes nada puede cambiar a la obsistencia de un hecho. Josué pudo ordenar al sol que se detuviera para ganar una batalla, pero ésa no era ciertamente la intención de Copérnico. Con ciertas reservas, creo que se puede hablar de una actividad propia del objeto. Según el uso, aunque de un modo deliberadamente oblicuo, llamo “objeción” a esta actividad


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del objeto; en ese sentido, la piedra ob-jetada por David fue una réplica aplastante para el pobre Goliat. Más específicamente, Peirce nos habla de un objeto dinamoide o dinámico “que es la realidad que, por un medio u otro, llega a determinar el signo a su representación”. La dinamización alcanza también al interpretante, que se vuelve dinámico porque “es el efecto que el signo, en tanto que signo, determina realmente”. Desde el Crátilo hasta Heidegger, los filósofos han sido atraídos por el juego de las etimologías, a veces tiradas de los pelos; al respecto, viene a punto la advertencia de Peirce en “Moral terminológica”: “El mundo científico y el mundo filosófico están, empero, infestados de pedantes y de pedagogos que tratan de imponer continuamente una especie de magistratura sobre los pensamientos y otros símbolos”. No obstante, reconoce que “la ciencia se enriquece de continuo con nuevas concepciones, y a cada nueva concepción científica es preciso atribuirle un término nuevo o una nueva familia de palabras a él emparentadas”. Según este criterio, ha creado muchos términos o resucitado otros pertenecientes a la nomenclatura medieval, formados a partir de prefijos o de raíces griegas o latinas. Tal el caso del objeto dinamoide, dotado de la fuerza de producir efectos verificables en el dominio de lo real. Se sabe que el término objeto nombra algo puesto delante, pero el peso de la expresión depende sobre todo del prefijo “ob-”, cuya función prepositiva expresa la idea de estar “delante”, pero también la de ser la causa, el motivo, que manifiesta la relación de dos cosas en el universo de la obsistencia. Esta última expresión deriva del verbo latino obsistere, que quiere decir oponerse, resistir, impedir, hacer frente a algo, estar o ponerse delante, poner trabas, obstaculizar; son todas variantes de la “objeción”, la acción propia del objeto, la causa o, más familiarmente, la cosa. Es por eso que pedí antes el permiso de mezclar las tres acepciones. Ahora bien, la representación de la cosa es una tarea del espíritu cuyo análisis ha sido el más espinoso para los pensadores (Peirce incluido), que han dirigido la reflexión a ese punto. Peirce nos cuenta que empleó más de diez años para estudiar el libro II de la Crítica de la Razón Pura. Quizá convenga echar un vistazo al texto kantiano para comprender este largo asedio. Me atengo sólo al primer capítulo, donde Kant se dedica a desentrañar un punto cardinal del proceso


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de la representación: “…explicar cómo conceptos puros del entendimiento pueden aplicarse a los fenómenos en general”. La marcha del método kantiano, que marca el comienzo de la trisección de los conceptos2, se muestra aquí sin vueltas: Ahora bien, es claro que debe haber un tercer término que sea homogéneo, de un lado, a la categoría, del otro a los fenómenos y haga posible la aplicación de la primera al fenómeno. Esta representación intermedia debe ser pura (sin ningún elemento empírico) y es preciso que sea, de un lado, intelectual, y del otro, sensible. Tal es el esquema trascendental.

Este capítulo es uno de los más oscuros de la obra kantiana y Kant mismo lo confiesa: Este esquematismo de nuestro entendimiento, relativo a los fenómenos y a su simple forma, es un arte oculto en las profundidades del alma humana, y del que será siempre difícil de arrancar el propio mecanismo [Handgriffe] a la naturaleza, para exponerlo al descubierto ante los ojos.

El desarrollo del esquema concluirá, en la taxonomía peirciana de los signos, en el establecimiento del ícono como mediador universal del flujo semiótico: La única manera de comunicar una idea es por medio de un ícono; y todo método indirecto para comunicarla debe depender, para su establecimiento, de la utilización de un ícono.

Kant, por su parte, declara: Las categorías, sin esquema, no son más que funciones del entendimiento relativas a los conceptos, pero ellas no representan ningún objeto. Su significación les viene de la sensibilidad que lleva a cabo el entendimiento, aunque restringiéndola. 2

En una nota al pie de página en la Crítica del Juicio, Kant escribe que “se ha encontrado como digno de reflexión que mis divisiones en la filosofía siempre caen en tres. Pero esto está incluido en la naturaleza de la cuestión… la división debe ser necesariamente una tricotomía, según las exigencias de la unidad sintética, que son, a saber: 1) la condición; 2) lo condicionado; 3) el concepto que nace de la unión de lo condicionado con su condición.”


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No iré hasta establecer un paralelismo estricto entre el esquema y el ícono, pero uno y otro tienen al menos dos rasgos en común: ambos comparten el dominio de la representación ante el objeto, y el privilegio de ser indispensables para efectuar la comunicación de las ideas; en el caso del esquema, al sujeto trascendental (el yo vacío que acompaña todas las representaciones); en el caso del ícono, al quasi3 espíritu de la lógica peirciana. El esquema universal que permite –según Kant– la subsunción de las intuiciones empíricas bajo las categorías es “el tiempo como condición formal de lo diverso, del sentido interno y, por ende, del vínculo de todas las representaciones”. ¿No será, más bien, que el tiempo mismo, concebido en términos de presente, pasado y futuro, sea el resultado y no el mediador de la comunicación? Viéndolo así, no es el tiempo el que hace posible que algo retorne, se presente y quede, sino al revés, la representación misma hace posible el tiempo como tenemos el hábito de concebirlo. Construimos el presente en tanto que recordamos algo, es decir, marcamos puntos en la nada del pasado, donde todo tuvo lugar –y para siempre– y proyectamos hacia delante la posibilidad pura, donde nada ocurrió todavía, donde se abre un espacio del que siempre podemos disponer para la satisfacción imaginaria del deseo. El tiempo, pues, interior o inmanente, es un producto de la semiosis representativa. He aquí una abducción que merece reflexión a partir de la doctrina kantiana del esquematismo. Una de las diferencias entre el ícono y el esquema se hace evidente cuando se trata de su aplicación al arte, la actividad productiva de objetos que, a primera vista, no tiene el carácter falaz de la mercancía. Kant ha consagrado la tercera de sus Críticas al estudio del fenómeno estético, el juicio teleológico quasi universal y necesario, que se aplica tanto al arte como a los productos del arte y a los de la naturaleza, en tanto que Peirce no se ha dado jamás, explícitamente, al aná3

Esa palabra latina, que hubiera encantado a Kant, expresa, en la lengua original, un cierto grado de comparación, y no sólo de aproximación como en francés, de modo que la expresión “quasi-espíritu” remite a algo semejante a una entidad psíquica, no a un insólito “próximo-espíritu”. Peirce ha escogido el término latino por una intención significativa resueltamente icónica.


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lisis semiótico o lógico de la belleza. Aunque acordó el primer lugar a la estética entre las ciencias normativas, lo que equivale a cederles el campo de las cualidades o talidades que “son puros quizás no necesariamente realizados”. Se trata aquí del sentimiento, y éste “no es nada más que una cualidad y una cualidad no puede ser consciente: ella es una pura posibilidad”. Hay que notar bien que ese sentimiento no es propiedad de un sujeto interior que pueda exteriorizarlo u ocultarlo según la noción corriente; es más bien un atributo de los objetos en general, que pueden actualizar en sí mismos la posibilidad de las cualidades puras: La gente se pregunta… cómo puede ser que la materia inanimada excite sentimientos en el espíritu. Por mi parte, en lugar de preguntarme cómo es posible esto, estoy más dispuesto a negar totalmente que esto sea posible… Y prefiero creer que un sentimiento de rojo fuera de nosotros es lo que hace nacer un sentimiento correspondiente de rojo en nuestros sentidos.

Lato sensu, el objeto estético “ob-jeta”, se hace presente por sí mismo, se propone ante nosotros y, desplegando todos sus encantos, despierta el polimorfismo arcaico del deseo: esbozos de imágenes fugitivas, una nostalgia sin motivo, en la que se exhala el objeto como un olor vagamente conocido. Nada que ver con el “desinterés”, el desapego del apetito sensual que era, para Kant, la condición esencial del efecto de la obra de arte. Lo que quiero decir es que el objeto se propone –en el doble sentido de ponerse delante y de tener la intención– ejercer el privilegio de una primeridad, de estar “presente, inmediato, fresco, nuevo, inicial, original, espontáneo, libre, vivo, consciente y evanescente”. Son éstas, palabras de Peirce, de las que un crítico de arte echará mano hablando de una melodía, de un cuadro o de cualquier forma de belleza encarnada, una representación producida expresamente para merecer esos adjetivos. Digo “expresamente” porque la intencionalidad del trabajo del artista tiende siempre a reflejar, penosamente, la apariencia de una primeridad. De este modo, ser objeto quiere decir, ante todo, estar sometido al lecho de Procusto de la forma –icónica, indicial, simbólica– para llegar a ser un interpretante dinámico para la mente de intérpretes innumerables. El creador no es


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más que el primer intérprete y su tarea es una lucha incesante contra la obsistencia: tonos, rasgos, palabras. Su trabajo es segundo, ocurre en el reino de la existencia bruta, y la obra que resulta, en tanto que final, pertenece a la terceridad, sobre todo porque el juicio de gusto es apodíctico. A despecho de todo esto, la obra remite, de tiempo en tiempo, a la cualidad originaria durante los trances “evanescentes” de sufrimiento o de placer del intérprete eventual. He releído este escrito. Me fastidia. No el texto, sino el hecho de releer. Las palabras quedan como eran, pero, a cada lectura, no son exactamente las mismas. El proceso de producción de interpretantes podría continuar al infinito. Llegado un momento, hay que poner un punto-representamen final. El momento es inminente. Mientras aguardo, haré, de apuro, algunas observaciones: las citas textuales, muy largas, para mi gusto. Pero allí están, enraizadas en la página. Las elegí, un poco al azar, y ahora reclaman el beneficio de la adopción. Y, en definitiva, el Arte: ¿por qué es tan imponente? ¿Hay que hacer esfuerzos, fatigarse sin reposo para llegar a ser para otro y, en consecuencia, para uno mismo, un auténtico conocedor? ¿Cuándo llegará esa ocasión única de gozar solo, tranquilo, la magnificencia que el oro jamás podrá pagar? ¡Lo sé bien: es un momento imposible de alcanzar, porque siempre estará el Otro, el que yo llamo autoconciencia, para burlarse de mí! Con todo, no pierdo la esperanza de ocultarle alguna cosa, por pequeña que sea. Cuando menos. REFERENCIAS C. S. PEIRCE, Écrits sur le signe, reunidos, traducidos del inglés al francés y comentados por Gérard Deledalle, París: ed. du Seuil, 1978. Le Pragmatisme, textos escogidos y presentados por Gérard Deledalle, París: ed. Bordas, 1971. E. KANT, Critique de la Raison Pure, trad. francesa con notas de A. Tremesaygues y B. Pacaud, París: ed. Félix Alcan, 1920. Crítica del Juicio, trad. del alemán al español por Manuel García Morente, Buenos Aires: ed. El Ateneo, 1951. Maître ECKHART, Oeuvres, Sermons, Traités, traducidos del alemán al francés por Paul Petit, París: ed. Gallimard, 1988. K. MARX, Le Capital, Libro I, trad. francesa de J. Roy, París: ed. Garnier-Flammarion, 1969.

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EL SIGNO EN LA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO1 La función de los signos se ha considerado, hasta ahora, como una mediación entre el emisor y el receptor en el proceso de la comunicación. Intentaré examinar aquí algunos aspectos de esta función mediadora en el proceso del conocimiento. Con este objetivo, adopto, en términos generales, la nomenclatura de C. S. Peirce, fundada en los grados de contigüidad, de semejanza o de arbitrariedad que caracterizan la relación significante. La concisión exigida por los límites de esta ponencia excluye la consideración de las diferencias que se pueden señalar cuando se trata de “conocer”, o bien de “comunicar” por medio de un signo, del trastrocamiento que se produce en los sentidos de los signos cuando se pasa de la mediación cognitiva a la comunicativa. Primera mediación: el Índice De pronto, el Objeto se hace presente por la intermediación de un signo, el Índice, que despierta a la conciencia poniéndola en estado de alerta. Se trata, por ejemplo, del dolor. Sufro, y el sufrimiento manifiesta la presencia del Objeto: mi propio cuerpo. Existe una contigüidad inmediata entre el Ín1

Ponencia presentada, en francés, en el Primer Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica, en Milán, 1974. (N. del E.)


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dice y lo que éste indica: el dolor está en mi cuerpo, le pertenece; pero también hay una contigüidad inmediata entre el dolor y yo: soy yo el que sufre, es mi dolor el que siento. El Índice revela así tanto el cuerpo como el Yo: de pronto aparecen uno en presencia del otro. Sin embargo, no se trata de una relación simétrica, pues es el Yo el que siente la presencia del otro, en tanto que el cuerpo dirige hacia el Yo la punta, el aguijón del signo: el Objeto es lo que significa lo que el Yo debe saber. Por medio del Objeto, el Yo se hace consciente de sí en tanto que sujeto de sufrimiento, sometido al dolor, limitado y circunscrito por el Objeto. El Yo, aquí, no es sino el objeto del Objeto que lo atenaza. El Índice es la tenaza. Muerde la unidad homogénea de lo real y la cortadura resultante marca el comienzo del proceso cognitivo. Pero el Índice tiene la propiedad de ser inmediato: reúne el Sujeto con el Objeto y, aunque oponiéndolos, los mantiene juntos; la grieta entre ambos términos es virtual, como la que junta los labios de una herida. Lo esencial de todo signo –y por lo tanto del Índice– es que no es una “cosa”, sino una relación, siempre orientada hacia el término que recibe la determinación. Esta orientación de la relación significante puede llamarse el “sentido” del signo. Segunda mediación: el Ícono Al fin de la primera mediación, el Sujeto llega a la plena conciencia de sí; en este momento, se reconoce como distinto del Objeto. Esta diferenciación anula la simple contigüidad produciendo una abertura que el Índice ya no puede cerrar, aunque persista o se renueve. El dolor, el hambre, la necesidad, pueden seguir oprimiendo al Sujeto; pero durar quiere decir pasar, renovarse implica haber pasado. El Índice permanece en la memoria y, a partir de un conjunto de trazos mnemónicos, de índices grabados en la memoria individual o social, se destaca el Ícono, a imagen y semejanza del Objeto primitivo. Es cierto que, resultado de una síntesis de índices, la imagen icónica no es sino una configuración parcial, unilateral, del objeto; registra solamente los rasgos que dependen de la manera particular en que el Objeto ha tenido incidencia


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sobre el Sujeto. La imagen surge del pasado y se proyecta sobre el presente; el Sujeto reconoce el Objeto por la imagen. Hay que subrayar, no obstante, que el pasaje de “conocer” a “reconocer” invierte el sentido del signo; en el primer caso, el Yo recibe la verdad palpable de la materia –lo que a veces se llama la objetividad de las sensaciones, es decir los Índices–. En el reconocimiento, en cambio, el Yo se enfrenta al Objeto del cual destaca los objetos que se convierten así en las cosas “lanzadas hacia delante”. Ahora es el Sujeto el que encierra al Objeto en el cerco de la forma. Sin embargo, no hace más que restituir lo que él había recibido del Objeto original. Primera mediación: el Símbolo La imagen icónica, que surge del pasado, permanece adherida al presente, es decir al Objeto. Aquí “adherir” significa “atribuir”. El Ícono es lo que el Sujeto atribuye al Objeto. Pero, para que esto se produzca, es necesario que la cosa misma no cambie. Para la imagen icónica, el Objeto queda inmutable; permanece tal como es, con toda su consistencia ontológica vis-à-vis del Sujeto, que imagina al Objeto como lo que era. La transformación misma del Objeto sería puramente imaginaria. Frente a lo Inmutable surge el sentido de la distancia; a menudo, lo que percibimos a lo lejos nos parece inmutable. Lo que ocurre es que la imagen ha producido la distancia, el enfrentamiento, la lucha abierta, donde se confrontan el Ícono parcial y la realidad total del Objeto. Una vez más, como en la primera mediación, el Sujeto debe someterse a la actividad determinante del Objeto. Después de muchos encuentros, la presión del Objeto transforma y recompone la imagen icónica primitiva. El objeto –la cosa, el fenómeno– se abre cada vez más ante el Yo y despliega ante él sus cualidades más íntimas, despojando al Ícono de todos los rasgos contingentes con los cuales el Sujeto pretendía representar al Objeto. La impronta acuciante del Objeto concluirá con el Ícono concreto, dotado de numerosos rasgos heterogéneos. Después de su última reducción, el Ícono será un manojo de rasgos esenciales: el concepto abstracto, me-


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diación final del proceso cognitivo. Llamamos Símbolo a la forma separada del Sujeto, objetivada, de este concepto abstracto. El Símbolo no indica ni representa nada. No revela de antemano la presencia o la ausencia del Objeto. Excluye toda relación de contigüidad o de semejanza entre los términos que enlaza. Índices e Íconos son contenidos concretos y contingentes, miembros de una articulación aleatoria entre Sujeto y Objeto. El Símbolo, por el contrario, es una forma reguladora, dotada de una necesidad interna que el Objeto impone al Sujeto. Éste concibe así el Símbolo como la más alta relación posible con el Objeto. En adelante, el Sujeto ya no dependerá más de la presencia ni de la ausencia del Objeto, sino solamente de su posibilidad en la perspectiva de la Historia. Conclusiones La cuestión principal implicada en el problema del conocimiento es la de determinar la génesis de los signos en un proceso de desarrollo dialéctico. En el estudio del proceso de la comunicación, los signos constitutivos del mensaje tienen carácter objetivo y dotado de significación, en la medida en que están insertos en un código. A este respecto, hace tiempo que se ha estudiado el problema, y se puede decir que el análisis estructural, en lo que concierne a los sistemas de comunicación, resulta insuficiente en cuanto a la génesis de los signos, y, en consecuencia, de los códigos. Esta insuficiencia proviene, en gran medida, del hecho de que el método estructural privilegia la sincronía, y solamente a partir de un método dialéctico, válido para considerar el proceso histórico y, en general, todos los fenómenos considerados desde el punto de vista de su desarrollo, es posible dar cuenta de la génesis y de la evolución de los signos. Desde el punto de vista estructural, la oposición y la diferencia se conciben como los principios esenciales constitutivos de todo sistema, pero son considerados como categorías formales y vacías, y por ende estáticas: pueden, sin duda, explicar las relaciones internas de un sistema dado, pero no constituyen un principio de razón suficiente para explicar la


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formación de este sistema, o, eventualmente, el nacimiento de un nuevo sistema. Desde el punto de vista dialéctico, la oposición y la diferencia son principios dinámicos que dan cuenta de las transformaciones cualitativas producidas a lo largo de luchas continuas entre elementos contradictorios. Al final de cada etapa de este proceso, surgen productos objetivos, susceptibles de fijarse en un sistema coherente, cuya significación dependerá de sus respectivas posiciones en el sistema. Una consideración más profunda podrá poner en evidencia cómo un signo cognitivo tiene una función exactamente inversa a la del mismo signo en un proceso de comunicación. Así, por ejemplo, el Índice cognitivo es la manifestación de la presencia del Objeto, como un dato inmediato de la conciencia. El signo está orientado hacia el Sujeto, lo que quiere decir que éste, ausente de sí, es el significado, en tanto que el Objeto, presente, es el significante del signo. El suceso decisivo en la comunicación es la objetivación de los signos. Un Índice (la vista de humo) se hace objetivo en ausencia del Objeto (el fuego) en la medida en que el signo reemplaza al objeto. A partir de aquí, la presencia del Índice permitirá al Sujeto determinar la presencia probable del Objeto. La objetivación, que permite poner el Índice en el lugar del Objeto, es la condición esencial de la comunicabilidad del signo. Así el Sujeto podrá producir por sí mismo, con su propio cuerpo, diversos índices –sonidos, gestos, huellas– que conducirán a otro Sujeto a la presencia de una ausencia significante. A la inversa del Índice cognitivo, el Índice comunicativo no es sino la presencia manifiesta del Sujeto, en tanto que el significado es la contigüidad o la inminencia de la presencia del Objeto desaparecido. Para el resto, y como C. S. Peirce lo estableció con respecto a los signos comunicativos, hay que recordar que ya no hay más signos cognitivos “puros”. En cada caso, únicamente se puede señalar cuál es su carácter principal, sin olvidar que cada uno de los signos cognitivos implica a la vez, y en proporciones diversas, características propias de otros signos.



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EL CO- DEL CONOCIMIENTO1 Los tres términos del procedimiento En la preparación del trabajo que presenté en el anterior Congreso de Semiótica, en Milán2, tuve el impulso de desentrañar la relación, muy dudosa, entre yo mismo y mis signos. Mas la forma escrita de un contacto tomó la forma de una descripción impersonal y abstracta, donde yo, que era el sujeto y el objeto, el actante y el veedor del enlace, había desaparecido sin dejar la menor huella. ¿Cuál fue el camino que mi yo recorrió hasta desaparecer entre las palabras? A decir verdad, no es más que un ejemplo del proceso general descripto en esta relación, en la cual la producción de signos se muestra necesariamente ligada a la del conocimiento. 1- “Tener conciencia de un objeto”, “conocerlo”, son expresiones que remiten a una relación estructural de orden diádico, pero, de hecho, los términos de que se trata –sujeto y objeto– no se encuentran en una relación simultánea. Para describir el sentido del conocimiento, hay que seguir la marcha a lo largo del desarrollo cognitivo. 2- El segundo término no es sino un mediador significante, conservado y anulado a cada nivel más alto y abstracto, 1

Ponencia presentada en el II Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica, Viena, 1979. Publicado en las Actas de ese Congreso, (Mouton Publishers, Nueva York, 1983). (N. del E.) 2 Primer Congreso Internacional de Semiótica, Milán, Palacio de los Congresos, junio de 1974. (N. del E.)


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donde colisionan, invirtiendo el sentido del movimiento, el objeto y el sujeto. 3- El sujeto, que es, a la vez, el autor y el producto del conocimiento, es este hombre determinado, yo mismo, maltratado o halagado por mis signos, pero, en todo caso, determinado por un signo perentoriamente indicativo, que me muestra, simplemente, que yo existo. Para cumplir esta tarea, nada mejor que la acción del dolor. Imposible no darse cuenta. Uno puede gritar, expresarse. “Decir mi sentimiento”, como decía Goethe. Siempre se puede contar la propia historia particular, y hasta darse el placer de publicarla. Para eso, es preciso dirigirse a los demás como objetos del deseo, según la dirección de la proyección icónica. Porque se trata de íconos, de imágenes, de metáforas, fantasías, cuyas reglas están comprendidas en la retórica de todas las artes. Para obtener el reconocimiento de los demás, hay que saber manejar el propio instrumento. Mas, si el sujeto quiere girar hacia el objeto para conocerlo tal cual es –ni Dios omnipotente ni Dios complaciente–, si quiere conocer la cosa misma, no sólo un fenómeno sino la causa que lo determina, en tal caso, él será pasible de una experiencia nueva. Aproximándose, toca el objeto, penetra la corteza individual, contingente del fenómeno. Encuentra por doquier, en la naturaleza, en sí mismo y en los otros, que el objeto no es más importante que él, ambos sometidos a la misma existencia fugaz y perecedera que no llama la atención. Él apunta a la razón de ser, la ley constitutiva del objeto. Éste pierde, en consecuencia, todos sus rasgos distintivos y, en su lugar, no queda más que una razón de ser en general, la razón propiamente dicha. Desde entonces, la razón retendrá el carácter de objetividad que pertenecía al objeto. Ella misma no pertenece a nadie, y el sujeto, ese yo determinado, no puede acceder al nivel de la significación universal si, antes de entrar, no “abandona toda esperanza” de ser reconocido en el paraíso terrestre.

Gestalten morfemáticas En cuanto al problema del “co-” del conocimiento –que he propuesto como tema de esta charla–, puede hallarse fá-


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cilmente el sentido del morfema “co-”, a partir de una abstracción de las significaciones donde se encuentra esta sucesión de dos sonidos: consonante y vocal. El “co-” tiene su propia significación en los códigos que han recibido la herencia del latín. El latín, como el español, tiene dos formas del “co”: una es cum, es decir, “con”, que expresa la operación lógica de unir dos fragmentos de significación. Y la otra forma, inseparable, el “co-” propiamente dicho, que realiza la significación intencional de la forma cum. De hecho, se puede prestar atención a la forma fónica o a la forma escrita. Ambas significan la misma operación lógica. En cuanto a mí, prefiero la forma escrita, en razón de su relativa inmovilidad, que me permite recibir tranquilamente lo que ella me indique, y producir libremente íconos interpretantes para, al fin, alcanzar el contenido conceptual. A este nivel, se puede hallar un signo de carácter simbólico, capaz de arribar a un concepto general de orden lógico, en este caso la indicación de un procedimiento lógico –la juntura– que hay que realizar cada vez que se halle el “co-” en una expresión dada. De una manera libre, es decir, arbitraria, puedo “ver” diversas Gestalten interpretantes de esta articulación visual entre una forma abierta y una forma cerrada. ¿Qué es lo que se puede ver aquí? ¿Una boca mordiendo algo? ¿Quizá una medialuna? ¿Un imán atrayendo un fierro? Y así sucesivamente. En cierto momento, llegaremos a un grado tal de sobrecarga de la dinámica gestáltica que desencadenará un cambio cualitativo a un nivel más alto. Así se constituye una configuración gestáltica abstracta que circunscribe los rasgos pertinentes y se obtiene de manera más económica la misma configuración significante. Se puede decir que, si se quieren reconocer los rasgos que indiquen la intención en una configuración significante, digamos, “arbitraria”, hay que asumir la marca del interpretante final, esto es, del árbitro absoluto: la misma actitud que determinó la producción de ese signo. Hay que asumir el propio deseo, tenerlo ante nosotros mismos, para estimar el impulso de esos operarios anónimos que han producido y producen todos los signos, desde los motivados por la necesidad del trabajo –como las herramientas–, o por las propie-


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dades de la materia –como las obras de arte–, hasta los símbolos de la ciencia, los más independientes del objeto. Aparte, hay que establecer la unidad del significante. Cada segmentación de la unidad objetiva: una imagen vista, un sonido distinto, un olor particular, una consistencia reconocible al tacto, un sabor definido, debe considerarse una totalidad autosuficiente, capaz de llamar la atención de una conciencia real. Cada significante muestra la fuerza de toda Gestalt: una configuración, en el aspecto fenomenológico, subsiste más allá de la conciencia. Esta manera de encarar el ser del significante evidencia que, como toda Gestalt, está siempre dotada de sentido. Puede decirse, así, que conocer no es más que hallar una significación que, a su vez, abre la posibilidad de reencontrarla en circunstancias siempre diversas. Su campo es la naturaleza cambiante y sometida al azar, contra la fijeza de la significación, que permite el establecimiento de un código o sistema de signos, regido por leyes de diferenciación y de correspondencia que es dable encontrar en el lenguaje articulado. Conocimiento vs. significación Para definir la relación entre conocimiento y significación, tenemos a mano algunos conceptos ya incorporados a la ciencia de los signos. Entre esos conceptos, encuentro como uno de los más fecundos, la noción del origen instrumental del signo, entendido como mediación entre el hombre y la naturaleza en la actividad del trabajo. Se trata de la formulación de Luis Prieto. Si se trata de hundir un clavo, empuño el martillo y, sin pensar, golpeo, porque previamente he aprendido a usarlo. Según el concepto de Prieto, podemos decir que conozco la significación del martillo. Sea cual fuere el modo de definir esta relación, está claro que tengo este conocimiento porque he tenido la experiencia de la operación respectiva: la significación universal, que me permite emplear esta palabra y en general todo otro instrumento susceptible de cumplir una significación. Cuando conozco un objeto, este objeto es una significación particular, determinada por la significación


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universal, es decir, el concepto de conocer. A la inversa, todo conocimiento es la puesta en obra de la operación universal de significar o de ser significado. Los signos se presentan a la consideración científica como mediadores de la comunicación entre los hombres. Ellos son los instrumentos, diseñados para satisfacer la necesidad de comunicación a todo nivel de la actividad humana. En la historia de las ideas, la cuestión del origen del lenguaje se ha planteado muchas veces. La respuesta hay que buscarla más en el porvenir que en el pasado. Es la teleología propia del trabajo la que da, en cada caso, la razón suficiente.


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Alejandro y Rosa María con sus nietos Tomás y Martín.


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V Advertir que las ideas están, como las palabras, en nuestras manos; podemos combinarlas, no está prohibido. Las palabras no son las cosas, están en lugar de ellas, son signos, y con los signos, en la medida en que nosotros somos creadores de signos y en la medida en que nosotros somos un signo –como dice Peirce– está en nuestras manos el trabajo con las ideas. No algo que deba hacerse según ciertas normas, no. Hay una posibilidad inmediata con las ideas que es el juego, como con el lenguaje, a ver qué queda. ¿Por qué tengo que aceptar siempre las mismas cosas, los mismos conceptos? Aunque suene a frase hecha, la práctica de pensar es cuestión práctica. Hay filósofos que se han dejado llevar por el lenguaje y han creado una barrera difícil de saltar para acercarse a ellos. Sobre todo por la forma en la que trabajan su terminología. Pero otros no. Y esos son los que subsisten, los que en todos los tiempos constituyeron un punto de referencia. Son [esos] con los que advertimos que todas las manifestaciones humanas tienen que ver con el pensamiento y tienen que ver con el diálogo, tienen que ver con el trabajo de establecer relaciones entre ideas, de ejercer la crítica no sólo sobre lo que nos rodea, sino también sobre nosotros mismos; en qué medida aceptamos conceptos o ideas o fórmulas o recetas que se dan como válidas y que no hemos examinado antes de utilizarlas… Insisto: los que han influido poderosamente son los que escriben con la mayor claridad. Son los que han hecho de la comunicación racional un arte.


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Alejandro con Rita Gombrowicz, en París, trabajando en el “Testimonio” para el libro de Rita: Gombrowicz en la Argentina.


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GOMBROWICZ ENTRE NOSOTROS1 Ahora, Gombrowicz es su obra. Todo está allí, no es un recuerdo sino una presencia. No me gusta recordar y menos aún recordarme, pero él fue mi amigo y una parte de mi vida le concierne. Nos conocimos una noche en el invierno de 1946. Nunca me había ocurrido nada semejante, toparme sin más ni más con lo más querido: la verdad encarnada en una naturaleza demoníaca; crueldad, cinismo liberador, aire fresco, salud, inteligencia sin concesiones. Despótico, infantil, artificial, espontáneo, imagen viva e insondable de la libertad humana. Parodia de sí mismo, construyéndose y construyendo al otro en cada gesto, con cada palabra, con la mirada inquieta, burlona, huidiza, implacable. ¡Dios mío, quién hubiera podido resistirse! Al día siguiente vino a cenar conmigo al hotel donde yo vivía, bajo las luces de neón del cine Ocean, y me propuso mudarme a una habitación desocupada junto a la suya en la calle Venezuela. Brevemente, con pocas palabras, quedó fijado el estilo que habría de regir nuestra convivencia durante los siete años que siguieron. El tono fundamental era la alegría, una especie de humor despiadado que nos arrojaba el uno contra el otro sin perdonarnos nada, porque nada había que perdonar. Nunca he reído tanto como en aquellos días, nunca sentí tan vivamente el alivio de entre1

Publicado originalmente en La Opinión Cultural, 1969. (N. del E.)


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garse, desdeñando toda mísera defensa, a un combate continuo, leal, encarnizado; victoria, derrota y recompensa, todo a un tiempo. Ante los demás uníamos nuestras fuerzas formando una especie de cupla irritante y provocadora, comportándonos de modo algo aparatoso, él como “maestro” y yo como obsecuente discípulo. Era una combinación infalible porque, paradojalmente, yo asumía el rol de la “madurez”: seriedad, honestidad, espíritu reflexivo y filosófico. Mi apoyo incondicional desconcertaba e indignaba: “¡Cómo es posible que usted, justamente usted, apruebe y convalide a… a… a un hombre como éste!”. Trabajábamos en la traducción de El Casamiento. Todas las noches, en el café Rex, que yo detestaba, embotado por el humo o tiritando cuando alguien abría los enormes ventanales, bostezaba y buscaba rabiosamente la palabra, que dijera, en español, lo que él decía en francés, en polaco o en su inefable castellano, preciso, directo, equivocado, con un estilo soberano, seguro, sembrado de errores llenos de sentido que yo trataba de preservar. Nos levantábamos al mediodía. Después de un desayuno más o menos magro, él se sentaba en la cama a meditar y yo en la mesa de mi cuarto a preparar mis exámenes de filosofía –Kant, Hegel, Kierkegaard, Nietzsche–. Salvo las páginas del Diario que enviaba a la revista Kultura, nunca me leía sus escritos hasta que no tuvieran su forma definitiva, pero sí me hablaba profusamente de los problemas “estructurales” que la obra le creaba. Eran tensiones, paralelismos, hundimientos pavorosos, parálisis, irrupciones vertiginosas. Un juego implacable que se jugaba a sí mismo y nos hacía temblar. Yo exclamaba “¡No, no, Gombrowicz, no, por Dios santo!” y él, sentencioso, severo, resignado, pero firme ante la monstruosa fatalidad de la Forma: “Sí, Russo, sí, ¡no hay remedio!”. De pronto, la insistencia, la presión insoportable, el callejón sin salida, se adelgazaban, apuntaban hacia un giro imprevisto pero tan necesario como todo lo precedente. Un rasguido, un chasquido abrían paso al ridículo imposible. La risa nos hacía brotar lágrimas de los ojos. Era una fiesta. Él se marchaba al Banco Polaco y yo a mi no menos absurda oficina en el Ministerio de Defensa Nacional. Más tarde nos


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encontrábamos en un restaurante de la avenida 9 de Julio donde hacíamos la única comida, propiamente dicha, del día. Comía él con buen apetito, metódica y ceremoniosamente, “por respeto a sí mismo”, decía. Era una hora sagrada y regocijante, no exenta, sin embargo, de sobresaltos. Podía ocurrir, por ejemplo, que irrumpiese de pronto Pancho Oddone, turbulento e imprevisto, huyendo de alguna gresca descomunal, sin un centavo y nos arrancara con violenta dignidad un plato de sopa. A veces dábamos largos paseos: la Costanera, San Isidro, la quinta de Cecilia en Mercedes. No teníamos reloj, llevábamos por dentro un tiempo propio, un ritmo hecho de sorpresas y cierta inquieta, confiada expectativa con que nos acechábamos el uno al otro. El chiste era un cuchillo rápido, brillante, de doble filo, que nos cortaba hasta el hueso, librándonos de la espesa sangre del hastío. A mis carcajadas respondía con una risa prieta, contenida, que se escapaba irresistible por entre los labios apretados en las comisuras, como cediendo cómicamente a la derrota de su dignidad. Bajaba los párpados, trataba de componer su empaque aristocrático, se resistía. Y entonces el otro: más, un poco más todavía, el cuchillo se hundía en esa carne viva, verdadera, cruda, humana, lo más sabroso del mundo. Era preciso llegar hasta el centro de esa vida, partirla y compartirla. ¡Ah! ¡Cómo se lo amaba entonces! Poco a poco yo enfrentaba mi propio destino. Llegó el día en que me casé y me fui a vivir a la calle Añasco. La época en que, como dice de mí en su Diario, que transcribo del borrador sin corregir: “…entraba poco a poco en la edad madura, terminada la filosofía, empiezaba el estudio de la medicina, se casaba con Rosa María (otra, digna de mención, incarnación de la nueva Argentina)…” Gombrowicz, especialmente en su Diario, escribía tal como hablaba, por eso sus propias palabras vienen a entremezclarse con estas imágenes sueltas en una especie de diálogo inconcluso. La cosa consiste en que algo entre Alejandro y mí no anda bien. Nuestras relaciones, antes, se basaban en el juego. Nuestra amistad consistía en un chiste permanente. Pero desde algún tiempo el chiste entre nosotros feneció. Quedó intacta la amistad, pero qué hay con eso, si ya no estamos tan armonizados (zgrani) como antes. Ah,


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mucho afecto, respeto, cariño… pero todo esto en serio, sin mueca… y estamos incómodos con esto! Las cosas llegaron a tal punto que, cuando hablamos por teléfono, surgen silencios en los cuales nos hundimos… Así que yo me siento indolente (niezreczny) frente a él! Y, cuando él me vuelve indolente (uniezrecznil) por esta apertura (szpara) penetra en mí toda la indolencia del mundo, todas las turbiedades… Y toda la rebelión de mi sentimiento en Goya nacía indudablemente del deseo de una brutalidad saludable (que cura). Alejandro! Aprovecho que estoy hablando en público para decirte algo muy personal: tendré en brevedad romper contigo. Volverme contra ti. Maltratar tus sentimientos. No puedo ser alguien aquí, sobre el papel, cuando allá, en la calle Añasco, existe alguien frente a quien yo soy indolente (nijaki).

*** Ningún animal, batracio, crustáceo, ningún monstruo imaginario, ninguna galaxia me son tan inaccesibles y ajenos como yo. (¿Una idea fútil?). Te has esforzado durante años en ser alguien. ¿Y qué has llegado a ser? Un río de acontecimientos en el presente, un torrente impetuoso de hechos fluyendo en el presente hacia el momento frío que padeces y que no logras referir a nada. El abismo: he ahí lo único tuyo.2

¿Quién es Gombrowicz? Lo primero que se nos ocurre es responder con lo que fue aquél, a quien llamábamos con ese o con otros nombres, tratamos de ensamblar recuerdos, anécdotas, rasgos escogidos para dibujar una imagen que en el mejor de los casos es nuestra propia imagen, nuestro proyecto de Gombrowicz. Contamos una historia, que como toda verdadera historia sólo alcanza a enriquecer la pregunta, nos acerca un poco más a la esfinge y allí nos deja, librados a nosotros mismos. Quizá sea mejor decir que, a veces, yo soy Gombrowicz, pero también lo son Humberto y Virgilio, Betelú, Di Paola, Gómez, Cecilia, Lolita, Aldo y quién sabe cuántos más que 2

W. G., Diario Argentino, Sudamericana, Buenos Aires, 1968, pág. 196.


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todavía andamos, sin llegar a ser. Lo son y lo serán, además, en número incontable, todos cuantos le presten su propio yo, fascinados por su obra, “extrañas y desconocidas fachadas de extraños, desconocidos fachendos que me vais a leer…” ¿Quién, pues, soy yo, tú, él o ella cuando somos Gombrowicz? Somos lo que queremos, quiero decir, lo que amamos, lo que no tenemos –sólo el burgués satisfecho cree ser lo que tiene–. Pero no basta con amar, simplemente. Nada más estéril que la nostalgia complacida en sí misma. El amor vivo se mueve, irrumpe y prueba lo que ama, se lo lleva a la boca. Sabe. ¿Qué amaba Gombrowicz? Él mismo nos lo dice: amaba la juventud. No la idea de la juventud, no la promesa, no el porvenir ni la esperanza, porque el porvenir es esperanza de madurez, fijación, seguridad, posesión mezquina de un codiciado “yo”. Amaba a la juventud humana, oscura, aplastada por todos los valores de la cultura, sofocada por la seriedad, la historia, las precedencias y las consecuencias, deslumbrada por la majestad de las ideas que su propio ser provoca y genera sin saberlo, que se refieren sólo a ella aunque parecen dirigirse a Dios, a la Humanidad, al Destino Sagrado del Hombre. Valor “en sí”, la juventud no lo es, sin embargo, “para sí” misma. La madurez, carente de belleza, “produce” la belleza juvenil; sólo a través del maduro el joven es consciente de sí, se reconoce como valor. La mediación, lo que a la vez comunica y separa al joven del adulto es la Forma. Como el agua a los peces, la forma nos incluye, nos limita y determina, nos vivifica y nos mata. Existir es formarse, informarse, deformarse, conformarse y no conformarse. Ser “ser” es ser forma. No hay salida, no hay modo alguno de eludir el conflicto, porque el conflicto nos constituye; en esta lucha se configura el mundo humano, emerge o se hunde la cultura, se crea y se desvanece a cada instante la inaprensible “esencia” del hombre. La madurez, la inmadurez, la forma, son los grandes temas que resuenan con mil matices, con tonos iridisados, violentos, armónicos, disonantes, obsesivos, a través de la obra escrita de Gombrowicz, fragmento privilegiado de la obra total que fue su vida. De aquí arranca toda la fuerza configuradora que estos temas alcanzan en sus escritos. Se trata de un con-


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flicto personal, vivido y sufrido hasta sus últimas consecuencias. Eso que Nietzsche quería para sí mismo, “vivir su filosofía”, fue para Gombrowicz su modo privado y público de existir, su pan de cada día. Convivir con él me ponía de continuo ante esa rara identidad de vida y obra. Su voluntad de forma imprimía a toda su actitud, a cada uno de sus gestos, un sello particular de deliberación y autoconciencia. Sus ademanes cortantes, nítidamente perfilados, su voz de inflexiones marcadas, de timbre perentorio, irónico, levemente nasal, eran piezas diseñadas para el juego o, más bien, duelo perenne con la forma. Para decirlo con las palabras con que describe a uno de sus personajes: “…no hacía más que ‘comportarse’, ‘se comportaba’ sin parar…”. Sólo que, acentuando lo convencional del signo, poníalo por eso mismo en evidencia, desnudo y libre, apuntando de modo inquietante hacia algo todavía no formado, hacia esa tierra de nadie donde se engendra el Significado. Digo “tierra de nadie” porque lo que allí surge no pertenece al individuo aislado; si así fuera, nada podría explicar la existencia del lenguaje, de las múltiples formas co-dificadas de la co-municación. No es “en” mí donde nace mi forma, mi “pinta”, mi facha o, para decirlo a la alemana, mi Gestalt, no fui yo quien la inventó. La forma que me define ante mí mismo y ante los otros puede ser “mía”, pero ¿quién dice que es “mía”? ¿Dónde está, qué es ese “yo” inaprensible que llama “mía” a mi facha, que se recubre de una identidad impuesta desde afuera, “forrado” de valores, titubeando entre el prestigio y la vergüenza, sabio, idiota, heroico, cobarde, responsable, irresponsable? Desde alguna parte, acuñada en mi memoria, la voz de Gombrowicz me responde: “Inútil, Russo, preguntar. Da lo mismo. La cosa no está en usted ni en mí: está entre nosotros. Yo ante usted, usted ante mí, nos hacemos; no somos dos, somos ‘entre’.” Cierta vez cayó en mis manos un libro, ¿Qué es el Hombre?, de Martin Buber3. Con claridad y rigor incomparables concluía Buber estableciendo el concepto del entre casi con las mismas palabras de Gombrowicz. La diferencia era de estrato 3

Cf. en este libro “Buber y Kant”. (N. del E.)


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existencial: Gombrowicz sufría y plasmaba en obra de arte lo que Buber pensaba. Le pasé el libro y lo leyó, primero con desconfianza y poco a poco con encanto y entusiasmo creciente; aún conservo el ejemplar, subrayado por él vigorosamente. Le escribió enseguida a Jerusalén, enviándole un ejemplar de El Casamiento. Buber le contestó con una hermosa carta, en polaco, donde, entre otras cosas, le decía que encontraba el mundo de El Casamiento mucho más grande que el de Pirandello. Cito aquí algunas de las frases de Buber subrayadas por Gombrowicz: El hecho fundamental de la existencia humana es el hombre con el hombre. Lo que singulariza al mundo humano es, por encima de todo, que en él ocurre entre ser y ser algo que no encuentra par en ningún otro rincón de la naturaleza. El lenguaje no es más que su signo y su medio, toda obra espiritual ha sido provocada por ese algo. Es lo que hace del hombre un hombre; pero, siguiendo su camino, el hombre no sólo se despliega sino que también se encoge y degenera. Sus raíces se hallan en que un ser busca a otro ser, como este otro ser concreto, para comunicar con él en una esfera común a los dos, pero que sobrepasa el campo propio de cada uno. Esta esfera, que ya está plantada con la existencia del hombre como hombre pero que todavía no ha sido conceptualmente dibujada, la denomino la esfera del “entre”. Constituye una protocategoría de la realidad humana… […] Un abrazo verdadero y no de pura formalidad, un duelo de verdad y no una mera simulación; en todos estos casos, lo esencial no ocurre en uno y otro de los participantes ni tampoco en un mundo neutral que abarca a los dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentido más preciso, “entre” los dos, como si dijéramos en una dimensión a la que sólo los dos tienen acceso. […] Más allá de lo subjetivo, más acá de lo objetivo, en el “filo agudo” en el que el “yo” y el “tú” se encuentran, se halla el ámbito del “entre”.

En esta extraña, inexplorada franja de lo interhumano vivimos, creemos y creamos todo cuanto pueda crearse. Es nuestro dominio porque allí somos dominados por fuerzas


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que nos sobrepasan. Ferdydurke, El Casamiento, La Seducción, Cosmos, los tres volúmenes del Diario abren una perspectiva radicalmente nueva donde se sitúa el drama; es preciso acomodar los ojos a este enfoque desacostumbrado que altera sutilmente los módulos, las relaciones de valor, las reglas habituales del acontecer humano. Como Isaías, Gombrowicz viene a decirnos: “reconoce tus ídolos”, observa la materia con que los fabricas, es tu propia sustancia. Juega con ellos, si quieres, pero no te engañes, no te dejes arrebatar con esa estúpida seriedad con que te adoras a ti mismo en ellos. La atmósfera del planeta se hace irrespirable por el hedor del incienso con que les rindes culto. Sangre, pólvora, gases, radiaciones mortíferas se elevan de los altares que eriges a la Raza, la Patria, la Civilización, la Ciencia, la Propiedad, el Honor, el Arte. Destaco estas ideas –en particular el concepto del entre– porque creo que son las que llevarán más lejos la obra y la influencia de Gombrowicz en los tiempos venideros. Pienso que la crítica actual se limita a glosar algunos rasgos de esa obra, sin advertir su verdadera originalidad, eludiendo la problemática expresa de Gombrowicz, lo que efectivamente aporta al mundo del hombre. Estructuralistas, psicoanalistas, marxistas, se apropian de su figura, analizan su obra y, como en una fonda española, terminan por encontrar allí lo que ellos mismos llevaron. Todo esto hace mucho por su fama, pero, en verdad, no mucho por la comprensión y la eficacia de su obra y su vida. Quien quiera saber algo de él, que lo lea. Allí están sus libros, para eso los escribió, para eso vivió. Quien quiera conocer a un hombre verdadero que se acerque y lo toque. Que se lo lleve a la boca.


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LA VISIÓN DEL MUNDO DE GOMBROWICZ Y SU RELACIÓN CON LA ARGENTINA1 Aunque Gombrowicz considera la filosofía como un andamio descartable para construir sus obras, hasta en su Diario2, su mirada sobre la realidad del mundo y de la vida fue inspirada, principalmente, por el punto de vista de Schopenhauer. Su metafísica era la de la voluntad, el centro de donde irradian las objetivaciones de la voluntad de vivir, desde la piedra hasta el hombre, los múltiples matices del deseo, esperanzas, amor, odio y, sobre todo, el sufrimiento, el lote asignado a cada entidad por el solo hecho de existir. Al final de su vida, tuvo la intención de escribir una obra sobre el dolor, que tendría, como personaje central, una mosca. Tal como él mismo nos lo cuenta en Trans-Atlántico3, con un estilo esclerosado y un lenguaje sabiamente deformado, desde su llegada a Buenos Aires Witoldo comienza una vida absolutamente nueva, que ejercerá un notable efecto sobre el carácter de sus textos escritos en la Argentina. La experiencia de una vida profundamente ligada a un pueblo, a la juventud de las calles, la más baja, no podía más que provocar en su alma resonancias que aparecerán en su 1

Conferencia pronunciada en el Congreso “Gombrowicz - nuestro contemporáneo”. Universidad de Cracovia, 22 de marzo de 2004 (traducción del francés a cargo del autor). (N. del E.) 2 W. G., Diario, Alianza Editorial, Madrid, 1988. 3 W. G., Trans-Atlántico, Seix Barral, Barcelona, 2003


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literatura. La novela Pornografía4 (que, en su primera edición en español se llamó La Seducción) y, sobre todo, el Diario, están llenos de influencias argentinas, para no hablar de Cosmos5, que relata los mismos conflictos de su vida en el Banco Polaco, sus peleas con la Secretaria del Director, precisamente el problema que configura el personaje de Fuks. Podrían encontrarse muchos otros casos, pero los más claros son la versión al español de Ferdydurke por un “Comité de Traducción”, así como la de El Casamiento6, que el autor redactó en español con mi ayuda. Pero su relación con la Argentina no fue solamente la de un emigrado obligado por las circunstancias de la Segunda Guerra Mundial. Los temas esenciales que se desarrollan en todos sus escritos: el conflicto entre inmadurez y madurez, la omnipotencia de la Forma, y la perpetua formación del individuo por fuerzas que provienen de otros hombres –la intersubjetividad formante y deformante que Gombrowicz llama la esfera del “entre”– constituyen problemas permanentes que definen la joven cultura argentina ante la madurez europea. Estas obras descubren un verdadero continente de la subjetividad que había permanecido tan oculto para la cultura oficial como lo fue América para Europa antes del viaje de Colón. En su penetrante análisis, Bruno Schulz compara el descubrimiento de la esfera de la inmadurez con la revelación freudiana del inconsciente y, sin duda, la comparación es acertada. En ambos casos, se considera la infancia como la clave de interpretación para comprender el comportamiento diurno cotidiano del adulto. El protagonista de Ferdydurke, de treinta años, se ve súbitamente infantilizado, reducido a la condición de adolescente7, por un implacable pedagogo, conducido a la escuela y sometido a la humillante condición de un chiquillo. Esta situación se resume en la cita de Dante: “En medio del camino de mi vida, me encontré en una selva os4

W. G., Pornografía. Seix Barral, Barcelona, 1968 con el título La Seducción, 2002 con el título Pornografía. 5 W. G., Cosmos, Seix Barral, Barcelona, 2002. 6 El Casamiento, ediciones EAM, Buenos Aires, 1948 (Trad. de A. R.) En 1971, editorial Seix Barral, de Barcelona, publicó otra versión española con el título El Matrimonio. 7 W. G., Ferdydurke, Seix Barral, Barcelona, 2003.


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cura”. Y añade Gombrowicz: “Y, algo peor aún, aquella selva... era VERDE!”. Así comienzan las aventuras de Pepe, alter ego del autor, que, a partir de esta novela, empleará siempre la primera persona en sus relatos. La historia de las desopilantes peripecias del protagonista, que oscilan entre la angustia y el ridículo, muestra un estilo humorístico notablemente inspirado por Rabelais y el Pickwick de Dickens, influencias reconocidas por Gombrowicz más de una vez, que se manifiestan claramente, por ejemplo, en el duelo de muecas entre Sifón y Polilla, parodia del duelo entre Panurgo y el teólogo inglés Thaumasta así como en el personaje de Pimko, que comparte muchos de los rasgos de Mr. Pickwick. En Ferdydurke, ya se dibujan los rasgos que componen el héroe gombrowicziano: un hombre contemporáneo hundido en las fluctuaciones de un destino insondable, sometido a la Forma que los demás le imponen. Sin Patria ni Dios, peregrino solitario en un opresivo paisaje de pesadilla, pero, a la vez, portador de una profunda verdad humana, de un llamado liberador que puede inducir un cambio real del lector atento y perspicaz: el hecho de mantener distancia ante la Forma, de no identificarse con la facha aplicada sobre él por los otros. La versión española de Ferdydurke, lo mismo que la de El Casamiento, constituyen verdaderas reescrituras de ambas obras. En la primera, hay numerosos añadidos que no estaban en el original polaco. El Casamiento es una transubstanciación dramatizada de la propia actitud del autor; una afirmación obstinada de sí mismo, de su necesidad de expansión y de una verdadera grandeza. Desde su juventud, parece haber comprendido, de una vez por todas, que el gran arte se forma en relación con las fuentes siempre manantes de los temas que acosan al género humano. Él mismo nos señala esas fuentes para El Casamiento: Shakespeare, Goethe, Calderón, Molière o Jarry. Quizá la cualidad particular de un artista resida –parafraseando a Borges– en la creación de sus precursores. Y es verdad que, tras la lectura de El Casamiento, puede que hallemos


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algunos rastros gombrowiczianos en Hamlet, Fausto, La vida es Sueño, igual que en Tartufo o en Ubu Rey . En cuanto a Calderón, pueden señalarse algunos paralelismos o isotopías. La vaga frontera entre el sueño y la vigilia hace nacer la atmósfera opresiva de La Vida es Sueño y de El Casamiento. La diferencia entre las dos obras reside en el hecho de que, en la primera, la inconsistencia proviene de la irrupción violenta de otra realidad sin ningún motivo racional: Segismundo, que, desde su nacimiento, conoce sólo la penumbra tenebrosa de un calabozo, se ve súbitamente, sin transición, coronado rey frente a una corte deslumbrante. El devenir de la acción hace que se despierte en la misma sórdida mazmorra. A partir de aquí, la vida perderá, para él, el espesor de lo real para volverse una alucinación incomprensible. El príncipe Enrique, por el contrario, sabe que sueña, sabe que habita el mundo schopenhaueriano de la representación. La horrible presencia abominable de la guerra, la inminencia de la brutalización y de la muerte, tanto como la súbita explosión escénica que transforma la miserable fonda en el lujoso salón del trono de un rey intocable, no son más que una incesante divagación onírica. El nudo, en las dos obras, es el conflicto entre el Rey padre y el Príncipe heredero, y es evidente que, tanto en Calderón como en Gombrowicz, las simpatías se dirigen hacia el joven príncipe y no hacia el decrépito rey padre. Por lo demás, no parece casual que ambos sean príncipes herederos de Polonia. Gombrowicz conocía bien la pieza de Calderón (de hecho, muchas veces hablaba de esa genial fantasmagoría), pero hay que decir que su valorización de La Vida es Sueño venía marcada por la admiración que suscitaba en Schopenhauer, que la consideraba como la más explícita concreción artística de su libro capital, El Mundo como Voluntad y Representación. Segismundo, Hamlet y Fausto son contrafiguras espectrales del Enrique de El Casamiento. En verdad, ciertos atributos del Rey padre, en El Casamiento, recuerdan jocosamente la figura grotesca y malévola de Ubú Rey. Estas presencias contribuyeron, en diversos grados, a la construcción del drama de Gombrowicz.


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La primera edición del texto español de El Casamiento comienza con un claro y notable Prefacio del autor que incluye reflexiones de peso, en una típica actitud creadora: la inversión del punto de vista. Es la inversión o revolución copernicana de Kant, y también la de Descartes. Es la transvalorización de Nietzsche. Gombrowicz opera del mismo modo, despliega la misma estrategia metódica: no la Forma sino la forma de la Forma; no mi verdad sino mi manera de decirla. Encontramos la verdad cuando descubrimos la no-verdad esencial de toda pretensión de ser verdadero, auténtico, espontáneo. Las “Notas al pie de página” enriquecen el texto con una primera interpretación. No hay que olvidar que fueron escritas tras concluir la versión española. El texto primitivo, según la situación de un Yo que sueña, se puede comparar a una producción onírica y, tal como se produce en el relato de las peripecias de una pesadilla, la reflexión tiende a racionalizar el acontecer, introduciendo una lógica intrínseca de motivaciones que se expresan en imágenes y situaciones aparentemente incoherentes y absurdas. Los episodios no dramáticos que preceden al drama, ofrecen una trama de motivaciones concretas que, en la pieza, se desarrollan en secuencias que combinan el poder de la imaginación onírica (extrañamente análogas a la creación artística, tal como nos sugieren los “climas” de Kafka) con un plexo de ideas generatrices, sobre todo en los monólogos hamletianos. Pero la motivación más profunda es la recurrencia de temas que obran como verdaderos motivos musicales. Éstos despliegan la formación continua del propio Yo por fuerzas que lo sobrepasan, fuerzas que nacen no “en” sino “entre” los hombres. La acción de El Casamiento está constelada de ideas. Contrariamente al llamado “teatro del absurdo”, el de Gombrowicz es un teatro que, como los de Goethe y Calderón, expresa directamente las ideas y no sólo a través de metáforas. El Yo creador de sueños, más allá de un vehemente deseo de ser él mismo, único, singular (deseo de persistir en su ser, como decía Spinoza), nada tiene realmente propio, porque no es él quien se define: su forma procede de otra parte y no del fondo oscuro de sí mismo. Procede de una zona descono-


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cida e imprevisible: el teatro puramente humano, sin deus ex machina, donde se entabla el drama de la relación esencial entre dos seres, ninguno de los cuales es un Yo autónomo y soberano. Es la esfera del “entre”, como la denomina también Martín Buber. Allí se engendran las fuerzas configuradoras del sujeto, la sartriana mirada del otro nos implanta una “facha”, una Forma que nos aprisiona. Pornografía propone un nuevo tratamiento de la vieja dicotomía Naturaleza/Cultura. Aquí la oposición radical es Juventud/Madurez, ascenso y descenso de la existencia mortal. Un trozo del Diario sirve como prefacio a la novela en la última edición de Seix Barral8. Y bien, en Pornografía (según mi viejo hábito, pues Ferdydurke está nutrido de eso), revelo otro objetivo del hombre, sin duda más secreto y menos legal: su necesidad de No-plenitud… de Imperfección… de Inferioridad… de Juventud…

Ciertas categorías filosóficas pueden ayudar a una interpretación. No hay que olvidar la advertencia del autor: Naturalmente, en Pornografía, busco menos tesis filosóficas, que despejar las posibilidades artísticas y filosóficas del tema. Exploro ciertas “bellezas” propias de tal conflicto.

Pero una crítica coherente no puede ignorar la ascendencia filosófica de un artista, aun si él subraya su desconfianza del pensamiento abstracto. A menudo, en la literatura universal, se constata la impronta de una concepción metafísica del mundo sobre algunas obras de arte. Es típico el caso de Dante, que se sirvió de la escolástica medieval justamente para contradecir el espíritu mismo del cristianismo. Su “comedia” nada tiene del amor que es base de la fe cristiana, salvo el enamoramiento por Beatriz, que no contamina. Su odio a los florentinos es implacable. Pero hay que decir que su maestría del lenguaje es arrebatadora. Por lo demás, Gombrowicz lo señaló en su ensayo Sobre Dante, un escrito breve pero formidable, obra de su estada 8

Edición de 2002. (N. del E.)


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en Europa, que marca su dimensión humanista, en la mejor tradición de Erasmo, de Rabelais y de Montaigne. (Está en buena compañía: Nietzsche también, en la La Genealogía de la Moral, tiene palabras de indignada protesta contra esa eternidad del sufrimiento infernal). Otro ejemplo, muy diferente, es la obra de Goethe, que abrevó en el sistema de Spinoza, para alcanzar su sentimiento cósmico de la Naturaleza. Nostalgia de la Juventud en el viejo doctor Fausto. “Necesidad de No-plenitud… de Imperfección… de Inferioridad…de Juventud…” en los dos adultos de Pornografía. Dada la admiración de Gombrowicz ante el “Genio de Danzig”, es presumible que haya heredado del maestro la veneración por el “Genio de Weimar”. Es, pues, natural acercar la obra de Gombrowicz, que habitaba el terrible cosmos de Schopenhauer, a la obra de Goethe, que reposaba sobre la infinitud apacible del mundo de Spinoza. En tren de establecer afinidades entre el arte de Goethe y el de Gombrowicz, la novela del primero Las Afinidades Electivas presenta una cierta correspondencia con Pornografía, del segundo. En ambos casos, se trata del entrecruzamiento “químico” de dos parejas (dos jóvenes y dos adultos) que se atraen por obra de la Naturaleza, una atracción rigurosamente prohibida por la Cultura. En la novela de Goethe, la Cultura está representada por la moral burguesa del siglo. Naturalmente, la Cultura triunfa a pesar de todos los encantos que la prosa de Goethe otorga a los dos jóvenes pecadores. El castigo es virtual: ambos mueren de amor, un fin no menos convencional que el del joven Werther, condenado al suicidio por Goethe. En Pornografia, las afinidades adquieren un sentido demoníaco que liga esta novela más bien con el Fausto. Fryderyk es el Mefistófeles de Witold, la lúcida y pragmática conciencia de la operación técnica, del creador de nuevas situaciones teatrales; su especialidad es la mise en scène. A través de él, la Cultura se desacraliza, Fryderyk despoja de sentido las formas maduras, aparentemente inmutables, del poder del Adulto, que se rebaja a venerar lo todavía no formado, la adolescencia torpe y desmañada, desprovista de todo valor social, pero dueña de la


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única belleza humana posible, la de la juventud. En esta iglesia “baja”, interhumana, se crean combinaciones químicas nuevas: el adolescente se encanta a sí mismo porque encanta al adulto, ya infectado por la muerte. Es “para sí” porque es “para otro” y sabe que el viejo lo sabe, que lo “saborea”. Pero las afinidades importan a causa de las diferencias que implican los modos respectivos para encarnar las ideas de una obra artística. El autor se pregunta: ¿Pornografía es algo como una “metafísica”? Metafísica significa “trans-física”, “trans-carnal” y mi intención era alcanzar ciertas antinomias del espíritu a través de la carne.

La “carne” no es más que el oleaje de las palabras, el élan poético, el espesor de las metáforas, las deformaciones, las alusiones evocadoras. La propia Naturaleza en persona interviene en la aventura novelesca. Algo lejana, parece flotar por sobre la trama, aunque no deja de manipular los hilos. En una de sus cartas, Fryderyk dice: “Hay que conocer a la vieja puta. ¿sabe Ud. en quién pienso? En la Naturaleza”. Asociamos la Naturaleza con otras representaciones; ante todo, con la Gran Madre Cibeles, la tierra, que, como Madre universal, pertenece a todos, es la prostituta cósmica. Por lo demás, la Tierra-Naturaleza es una hembra y el varón que la somete es el hombre mismo, la especie inteligente que penetra y surca su corteza en el curso del trabajo ancestral que llamamos Cultura. He aquí la Cultura que entra en escena como el Otro de un Otro. Un lazo equivalente al que liga la pareja WitoldFryderyk. Witold, el narrador, que ignora tanto como el lector lo que va a pasar, es algo ingenuo, está más cerca de la naturaleza. Fryderyk, en cambio, es la frialdad de la inteligencia que penetra las apariencias. Él sabe. Prevé. Es astuto, capaz de combinar estratagemas para engañar a la Naturaleza. O, al menos, para aprovechar sus distracciones. [...] ella es siempre muy categórica, cortante, etc., en sus intervenciones, pero después es como si su interés de pronto cayese, se relaja y, entonces, uno puede volver a escondidas a sus propios asuntos, contando con una cierta indulgencia de su parte…


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Es, de veras, pintoresca la imagen de una Naturaleza distraída. Pero no es más que el efecto retórico de personificar (como lo hacían los griegos) las fuerzas del universo y el destino. La Gran Madre prostituida se humaniza, se vuelve bonachona cada vez que aparta los ojos de los asuntitos mundanos… “Aliquando bonus dormitat Homerus”. Gombrowicz comparte la concepción del mundo de Arthur Schopenhauer que, lo mismo que Spinoza, reconoce el poder implacable de la causalidad. Empero, el Genio de Danzig concede, sin embargo, al individuo la posibilidad de un escape en medio de ese universo rígidamente sometido a la Voluntad de Vivir: puede recurrir al arte, único medio de eludir la fatalidad del tiempo, y de la misma “cosa en sí”. Tiempo, Espacio, y Causalidad se desvanecen para dar lugar a un relámpago de lo absoluto incondicionado. Nuestro autor no sólo abrevó en la visión schopenhaueriana de la vida y de la naturaleza; en verdad, hizo mucho más: vivió en su propia carne esta imagen del mundo. Obsesionado por la falta de sentido del sufrimiento de todos los seres vivos, compuso su obra con los temas de ese registro pesimista y desolado, pero supo agregarle la risa rabelesiana y la música de una escritura de gran estilo. Vivir las ideas en la propia carne quiere decir perseguirlas a través del laberinto del sexo para “alcanzar –como él lo dice– ciertas antinomias del espíritu a través de la carne”. En Trans-Atlántico, el sufrimiento de la carne, impuesto recíprocamente, implica la renuncia a la dignidad humana. Escogí una secuencia, en particular, de Trans-Atlántico, la de la “Orden de los Caballeros de la Espuela”, que puede servir como muestra del clima que el escritor atribuye a la Nación. Nos fuerza a meter allí la nariz, a respirar la atmósfera de la novela cuando nos impone –querámoslo o no– imaginar una situación de hombres mutuamente entreclavados, obligándose a sí mismos a infligir a su prójimo un gran sufrimiento carnal y la terrible humillación de ser tratado como un caballo, recibiendo a su vez el mismo gran dolor y humillación de parte del otro, mediante una aguda espuela en la pantorrilla. Es la trampa en que caen todos los que pertenecen a la Orden de los Caballeros de la Espuela: un círculo


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que bien puede compararse a uno de los abismos del infierno dantesco. Llegado a este punto, Witold exclama: “En ese momento comprendí que no había Esperanza” (“Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”). Es una especie de masoquismo recíproco, más próximo a las obras de Bruno Schulz, quien seguía las huellas de Kafka. En verdad, hay un aire kafkiano en la situación aberrante. La condición humana se funda en la crueldad esencial, activa y pasiva, de los seres vivos en ese mundo agobiante. Cada uno es a la vez demonio torturador y condenado al castigo perenne. Algo más acentuada, es la misma trampa de la existencia cotidiana, el encarnizamiento del dolor que, para Schopenhauer, constituye la vida como objetivación sensible de la Voluntad de Vivir. La Argentina lo padeció cuando los militares tomaron el poder imponiéndonos una dictadura atroz. Fueron las torturas, el terror, el sufrimiento y la desaparición. La palabra “desaparecido” forma parte, desde entonces, del lenguaje internacional. Al mismo tiempo, lo colectivo recluyó al individuo en la cerrada prisión de la ideología o de la creencia en lo sobrenatural. Cada cual es una ruedita de la máquina del Estado todopoderoso, nadie piensa más allá de lo que ha sido fijado por el poder. Una situación similar a la de Polonia durante la segunda guerra: la muerte, la brutalización, el holocausto. Tal es, yo creo, el sentido insondable de la escena de las Espuelas hundidas en la carne. Imposible moverse: para impedir el dolor, hay que quedarse quieto. Durante horas, se quedan inmóviles. Es la presión de lo colectivo sobre el individuo aislado, abandonado a sí mismo. Cada uno impone al otro la obligación de sacrificar su dignidad, su “sí mismo”, para rebajarse al nivel inferior. Es el nacionalismo ciego, que hace de la Nación una Madre intocable, la Polonia de Trans-Atlántico, nuestra Argentina en tiempos de la dictadura. En Cosmos, no se trata de la Nación, sino de la formación de una realidad. Todo comienza con el tedio, la lasitud infinita de la vida cotidiana, de lo que se sabe ya de una vez para siempre. Es la posibilidad de que ocurra cualquier cosa, nada hay predeterminado a la existencia. Cada cosa, aislada,


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tiene un sentido particular en potencia, pero el Todo (el cosmos propiamente dicho) se muestra desprovisto de sentido. Súbitamente, porque sí, sin motivo manifiesto, comienza la existencia: una cosa está ligada con otra en virtud de una cierta oposición binaria. La diferencia crea la analogía y la analogía se resuelve en diferencia: dos personajes, dos bocas (la una normal, la otra sinuosa), dos objetos que cuelgan (un gorrión de un alambre, un palito de un piolín) y todo parece organizarse. La existencia es un hecho… ¿pero hacia qué apunta la existencia? ¿Qué hay allí, en lo oscuro del devenir, a dónde va a parar la flecha del tiempo? (En el espacio en blanco del cielorraso, ha aparecido, de pronto, una flecha). Ninguna existencia determinada por la pura oposición tiene significado en sí y por sí misma. Para que haya sentido, tiene que haber otra existencia; entre ambas –la una por medio de la otra–, por acción recíproca, algo quedará firme y estable. Habrá un sentido necesario. Algo acontecerá y, por sobre todo, será dicho. Una palabra, un logos organizador, un Verbo divino: lo que ocurre será relatado, devendrá escritura, novela. Y así llegamos al lenguaje estructurado. Es la palabra escrita, la ley y el orden, la regularidad del acontecer regido por normas. La escritura permanecerá, para eso fue inventada. Los elementos dispersos, las letras sueltas, se han articulado en prosa o en poesía, un libro ha nacido, una Biblia, una buena novela. El autor tiene plena conciencia de esta autoformación del relato; en sus Conversaciones con Dominique de Roux9 afirma: “Esta novela tiene por tema la formación misma de esta historia, es decir, la formación de una realidad… Cosmos es una novela que se crea a sí misma, escribiéndose.” A lo largo de esta historia, los episodios arriesgan, a menudo, decaer en el caos. Pero los pasajes del Diario que remiten a ésta no tienen nada de caóticos: “Es una obra que definiría de buen grado como una ‘novela sobre la creación de la realidad’. Y como la novela policial responde justamente a esta definición –tentativa de organizar el caos– Cosmos adopta, en cierta forma, la de un relato policial”. 9

W. G., Testamento. Conversaciones con Dominique de Roux, Anagrama, Barcelona, 1991.


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No una novela entre otras del mismo género, sino una especie aparte, algo que posea una diferencia específica que la distinga de un relato de Edgar Poe o de Conan Doyle, esas innumerables aventuras multiplicadas a partir de la pareja Holmes-Watson. En Cosmos, Witold y Fuks son detectives anómalos, que no saben lo que buscan, y que ignoran quién será el culpable de un crimen que nadie cometió todavía. Lo que los tiene en suspenso es la pregunta sobre el sentido de todo lo que pasa, sobre lo que llamamos Realidad. Se trata, nada menos, que de inquirir el origen del Todo, una pesquisa cosmogónica. Hesíodo es uno de los más remotos precursores: Así, antes de todo, fue el Caos, después la Tierra de amplio seno, sentada y para siempre ofrecida a todos los vivientes, y Eros, el más bello entre los dioses inmortales…

Estas palabras concuerdan con las tres obsesiones de Gombrowicz: la juventud, la madre y el sexo. Más exactamente, la inmadurez, Polonia y la perversión erótica. Describir, o lo que es lo mismo, escribir el caos, es, por definición, imposible, es más, parece un trabajo de Hércules. Y pintar el cosmos no es menos desesperante: describir el Todo vale tanto como escribirlo todo. Equivale a abarcar el infinito, encerrarlo en palabras. “Ardua tarea”, dice el autor. Y un poco antes: “¿Cómo relatar algo sino a posteriori? ¿Es que realmente no se puede expresar nada en el momento de su nacimiento, cuando se trata aún de algo anónimo?” Y yo agrego: algo no bautizado todavía. Sigue el autor: ¿Es que nunca nadie será capaz de trasmitir el balbuceo del instante que nace; uno se pregunta por qué razón, si hemos salido del caos, no podemos nunca entrar en contacto con él. Apenas fijamos en algo nuestros ojos y ya, bajo nuestra mirada, surge el orden… las formas… No importa. Que sea como quiera.

Podría haber agregado: da lo mismo, seguiré intentándolo. El mundo de Cosmos, como, en general, de toda la obra de Gombrowicz, está dotada de una sutil inconsistencia: ¿sueño, realidad? Nunca se sabe.


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Unas palabras sobre el modo aparentemente descuidado, indolente, de la prosa del relato: al contrario, es reflexiva al más alto grado, somete la bajeza, la abyección, la estupidez de la juventud, la inmadurez, a la Forma lograda, convincente, a las palabras vivientes hasta el detalle más pequeño. Recordemos que el asunto, como dice el novelista, concierne a la formación de la realidad, y, a fin de cuentas, a la construcción misma del relato. Quiere decir que cada giro es, a la vez, rebuscado e inusitado para el propio escritor –placet experiri–, hay que disfrutar la propia experiencia. Quizá bosquejar una historia “que se crea a sí misma escribiéndose” procura una aventura azarosa que crea el placer experimental de la escritura y, a la vez, de la lectura. Al final, ayudando el Azar, se obtendrá un rosario de imágenes, capaz de provocar algunos sobresaltos al lector. Los temas vuelven, es verdad; pero no son exactamente los mismos: una intromisión singular, más bien graciosa, desvía el flujo de las alternativas; el simple fluir del tiempo y la obsesión del autor sostienen los leitmotivos. Desde el comienzo, se entrevé el paisaje de Zakopane, lugar de vacaciones no lejos de Cracovia. La naturaleza se muestra en todo su salvaje esplendor, hasta la materia inerte: sol, tierra y arena, piedras; es el entorno continuo, el clima del relato: ...las montañas que desde hacía tiempo se nos aproximaban, cayeron repentinamente sobre nosotros por todas partes, comenzamos a penetrar por la garganta de un valle; por lo menos la bendita sombra llegaba desde los acantilados, coronados en lo alto por un verde absoluto…

Siempre, y particularmente en esta novela, el autor se instala a sí mismo solo en medio de la naturaleza. En todo caso, lo que pasa son choques; se tropieza con alguien entre los demás. La acción depende de eso. En el mejor de los casos, la cosa se presenta como un acertijo: ¿Quién y por qué ha colgado el gorrión? ¿Quién y con qué fin dibujó la flecha en el cielorraso? Los indicios se entretejen en un tejido casi inextricable. Quizá a espaldas del autor, la Cábala se instala en la narración: “¿Cuántas frases se pueden formar con las veintio-


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cho letras del alfabeto? ¿Cuántos significados podían extraerse de esos cientos de yerbajos, terrones y pequeños detalles?” (Según la Cábala, las veintidós letras del alfabeto hebreo hacen la virtual infinitud del universo del discurso, del mismo modo que los elementos químicos, a través de su combinación, componen el universo de la materia, tal como puede verse en la Tabla de Mendeleiev). A medida que avanza la lectura, se impone el hecho de hallarse en un mundo extraño, desconocido, inquietante, pero, a la vez, totalmente familiar y cotidiano. Se pueden reconocer las cosas más banales, la multiplicación al infinito de menudos detalles que tejen nuestra existencia de todos los días. La vasta infinitud, inabarcable, del instante huidizo retorna, sin embargo, enriquecida por nuevos hallazgos combinatorios. Y no es sólo el Witold del relato quien se entrega a la Cábala de múltiple combinatoria; es su doble, León, la contrafigura de Witold, su réplica demoníaca, quien se encarga de sacar las consecuencias más audaces de las situaciones (como el Fryderyk de Pornografía); es él, erotómano impenitente, quien alcanza el clímax de la acción con su masturbación rebuscada y espectacular, verdadero punto culminante, donde se anudan todos los hilos del relato. Para terminar, una lluvia torrencial cae sobre las montañas, empapa los personajes y cae como un telón que cierra la última escena de la novela. La frase final retoma la infinitud de lo cotidiano: “Hoy, en el almuerzo, comimos pollo con arroz.”


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SCHULZ/GOMBROWICZ. UNA POLARIDAD DIALÉCTICA1 La consigna para estas charlas de los jueves es la de producir o suscitar una reflexión sobre “tensiones”. Claro que, tratándose de un grupo filosófilo, esa reflexión sólo puede referirse a una cierta tirantez, no entre elementos de la Naturaleza, sino entre dos autoconciencias. El concepto mismo de “tensión” implica la existencia de dos elementos: una peculiar relación entre opuestos, una polaridad de fuerzas, de cuyo choque se generará una tercera, resultante que no es una mera suma dinámica, sino que incluye una dirección, un sentido que la constituye como un auténtico tercero. ¿En qué consiste, cuál es, pues, la esencia de toda tensión? Lo primero que me viene a la cabeza, quizá por su fuerza poética, son las palabras que Platón pone en El Simposio en boca de Heráclito: “Los hombres ignoran que lo divergente está de acuerdo consigo mismo. Es una armonía de tensiones opuestas como la del arco y de la lira.” La armonía, tanto como la flecha, es el resultado dinámico de la tensión y, como tal, es otra cosa, un elemento nuevo que configura una acción o acontecimiento, una consecuencia que se inscribe en la percepción de un acorde musical, o en el vuelo implacable de la flecha. 1

Publicado originalmente en Tomás Abraham y el Seminario de los Jueves, Tensiones Filosóficas, Sudamericana, Buenos Aires, 2001. (N. del E.)


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Más que un paralelogramo de fuerzas en que la resultante es una suma mecánica, la resolución de una tensión espiritual compone una figura dialéctica: dos elementos se oponen, pero la relación que los enfrenta es, a la vez, constitutiva de los polos en pugna. Más bien habría que pensar en términos de potencial eléctrico: positivo y negativo sólo existen en y por la tensión que les da sentido. Este diagrama triádico se corresponde con la relación intrínseca que guardan las doce categorías kantianas en cada uno de los cuatro grupos. No sólo la posterior dialéctica hegeliana sino la notable clasificación categorial de los signos de Charles Sanders Peirce, derivan directamente de la estructura nuclear de sólo tres formas que guardan entre sí el nexo necesario de toda tricotomía a priori –en palabras de Kant– “[...] según las exigencias de la unidad sintética, que son, a saber: 1) condición; 2) condicionado y 3) el concepto que nace de la unión de lo condicionado con su condición.”2 Todo esto: diagrama triádico; carácter constitutivo de la tensión, que configura los elementos en pugna; tránsito o pasaje de una autoconciencia a la absolutamente otra mediante el gesto codificado en lenguaje; todas las reflexiones que puedan hacerse acerca del eidos o forma esencial –fenomenológicamente hablando– de la tensión; todo no es sino un bosquejo abstracto, una contrafigura ectoplásmica de la relación concreta que se entabla entre dos almas en carne y hueso. La tensión constituye entonces algo que no tiene igual en la Naturaleza y se erige ante ella como un otro absoluto: lo que llamamos Cultura. Una tensa relación concreta me servirá para ilustrar mi aporte reflexivo a esta serie de “tensiones”: el duelo o certamen singular protagonizado por Witold Gombrowicz y Bruno Schulz, como resultado de una pública provocación por parte de Gombrowicz. La carta-desafío de Witold lo retrata por entero: el problema de la Forma, su problema, desde que el pequeño Witek pergeñaba su propia forma contra la odiada, falsa y autocomplacida forma de la madre. Él mismo lo confiesa al comienzo 2

Kant, I., Crítica del Juicio, El Ateneo, Buenos Aires, 1951, pág. 223 (Introducción, Cap. IX).


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de ese largo diálogo-testamento con Dominique de Roux: “Ella [mi madre] fue la que me empujó al puro despropósito, al absurdo, que más tarde llegó a ser uno de los elementos más importantes de mi arte.”3 Esta Forma, en nombre de la cual reta a Bruno a entrar con él en singular combate, es, fundamentalmente, la forma humana, social, la “facha” o máscara (en el sentido de Nietzsche) que nos fabrican los demás pero que, a nuestra vez, aplicamos a los otros. Witold comunica a Schulz que “la mujer de cierto doctor, encontrada por azar en el tranvía nº 18” dijo que “Bruno Schulz es o un enfermo depravado o alguien que posa. Lo más probable es que pose. Sólo finge.”4 Adoptando el estilo protocolar del duelo (recuérdese el de Filifor y Anti-Filifor en Ferdydurke) añade Witold: “Pues bien, te disparo el pensamiento de esta mujer. Notifico públicamente, oficialmente y formalmente a tu persona que la esposa del médico te juzga un loco o un farsante. Y pido que tomes posición respecto a la Esposa.”

Se trata, justamente, de la Forma de Bruno. Ha sido alcanzada, touchée por el juicio de una Esposa varsoviana. Y lo peor es que esta deformación grosera de la delicada forma de Schulz, duele. Gombrowicz lo dijo de sí mismo: “[...] no sé cuál es mi forma, lo que yo soy; pero sufro cuando se me deforma. Así, sé, al menos, lo que no soy. Mi ‘yo’ no es otra cosa que mi voluntad de ser yo mismo.”5 Lo que, entre otras cosas, revela el texto es esta noción, vivida y sufrida, no sólo en la actividad artística, sino en la existencia cotidiana, de la Forma como problema radical. Para un artista –y Witold y Bruno lo eran en grado emi3

W. Gombrowicz Conversa con Dominique de Roux. Lo Humano en Busca de lo Humano. Siglo XXI, México, 1970, pág. 25. En 1991, editorial Anagrama, de Barcelona, lo publicó con el título Testamento. Conversaciones con Dominique de Roux. 4 Las citas de las cartas de Schulz y Gombrowicz están tomadas de la Revista La Caja, Nº 1, Buenos Aires, septiembre/octubre 1992, págs. 16-17, "Cartas Polacas" (trad. de Liliana Villar). 5 De Roux, D., op. cit., pág. 84.


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nente– la Forma es, ante todo, una cuestión esencial: toda pulsión estética tiende, como motivo más fuerte del deseo procreador, a la Belleza, tal como nos mostró Platón y volvió a pintarnos Schopenhauer en El Mundo como Voluntad y Representación. Todas las artes bellas, aun las artesanías más humildes, están motivadas por este deseo provocador, sensual, de la belleza de la forma. (“Formosa” era la forma misma exhibida en toda su seductora apariencia). Ambos, Schulz y Gombrowicz, rendían culto, cada cual a su modo, en ese altar en que muchedumbres ofrecen sacrificios, casi todos inútiles. Pero la diferencia es que para Witold la Forma significaba, sobre todo, forma humana, social, o, más precisamente, interhumana. En este punto, es preciso introducir un rasgo crucial de la Forma gombrowicziana: el concepto categorial del “entre” en la definición de toda relación humana esencial. La formulación más acabada de este concepto, en términos estrictamente filosóficos, se debe a Martin Buber, quien, en un pequeño libro –¿Qué es el Hombre?6– recorre a vuelo de pájaro la historia del pensamiento de Occidente, según las respuestas que distintos sistemas y concepciones del mundo dieron a la cuarta pregunta kantiana. Hegel, Marx, Feuerbach y Nietzsche; Heidegger y Max Scheller: ninguno de ellos alcanza a discernir, según Buber, esa esfera del “entre” donde se generan los valores, las formas, hormas o normas que configuran desde fuera, en términos de Gombrowicz, nuestras respectivas “fachas” o máscaras. Pero el “entre” de Gombrowicz difiere del de Buber en que para éste la antinomia entre la alteridad radical del Yo y el Tú se resuelve en la medida en que ambos enfrentan –uno a través del otro– la presencia ignota y redentora de Dios, o el Tú Absoluto. Para Gombrowicz, en cambio, esta instancia simplemente no existe después del “Dios ha muerto”, algo tardíamente decretado por Nietzsche (a quien Buber llama, no sin cierta propiedad, “un místico de la Ilustración”). Para Gombrowicz, la esfera del “entre” es un fermentario incesante de formas, estilos de ser, aparatos de dominación, dioses, ideologías, mitos de redención capaces de engendrar 6

Buber, M., ¿Qué es el Hombre?, FCE, México, 1940.


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las más sublimes pero también las más atroces deformidades de la condición humana. En la obra de Gombrowicz, el “entre” constituye el motor principal que genera la acción en El Casamiento: en el desenfreno de una pesadilla, Enrique –como el Segismundo de Calderón– crea un mundo absurdo pero regido también por una lógica secreta. El “otro” –Pepe–, producto del sueño de Enrique, determina y crea la "forma" de Enrique. Aparece el mundo realmente humano: los hombres, como los encandilados habitantes de la caverna de Platón, desconocen que el único Dios que realmente existe es el hombre mismo para sí mismo. Mitos, dioses, ideologías, no son más que sombras, tras las cuales yace la simple verdad de lo “interhumano”. En La Seducción7, la forma solemne de la misa ante Dios Padre se deteriora y se hunde ante dos nuevos dioses: las nucas radiantes, bellísimas, de dos adolescentes, Henia y Carol. A partir de allí, la tirantez de la forma joven sobre la pareja de viejos machos, infectados ya por la muerte, determina la estructura dinámica del relato. En Trans-Atlántico8, la espléndida novela que transcurre en Buenos Aires, la “Hijatria” prevalece y anula definitivamente la pretenciosa y obsoleta forma de la “Patria”. La respuesta de Bruno Schulz a la provocación de Witold es una pequeña obra maestra de ingenio, un texto sutil donde asoma la notable orfebrería estilística de los escritos que llegaron hasta nosotros. La “forma” predilecta de Schulz era, decididamente, la Belleza. Hablando de él dice Gombrowicz en el Diario: De hecho, lo veía siempre dedicarse al arte, impregnarse de él, con un ardor y un recogimiento que jamás he visto en nadie más que en él –un fanático del arte, un esclavo–. Había entrado en esa orden, se había sometido a sus rigores y obedecía humildemente a las más duras exigencias para alcanzar la perfección.9

7

W. G., La Seducción, Barcelona: Seix Barral, 1968. Posteriormente, se publicó con el título original Pornografía, Seix Barral, Barcelona, 2002. 8 W. G., Trans-Atlántico, Seix Barral, Barcelona, 2003. 9 W. G, Journal. Tome II, Gallimard, París, 1995, pág. 212. La traducción es nuestra.


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De parte de Schulz, la réplica fue una finta que le permitió desplegar su elaborada prosa. Querrías atraerme, querido Witold [comienza Bruno] a la arena rodeada por una muchedumbre curiosa, querrías verme, toro desencadenado, corriendo tras el trapo agitado por la esposa del doctor, mientras su bata de color púrpura te serviría de capa detrás de la cual me esperarían tus estocadas.

Más adelante, golpea en un compartimento del alma particularmente sensible para Witold: el honor, la honra, toda la artificial y falsa bravura que obliga a los absurdos ceremoniales del duelo: ¿Y qué pasaría si me mostrase como un toro fuera de las convenciones, un toro sin honor y sin ambición, si desdeñase la impaciencia del público, si volviese la espalda a la señora esposa del doctor que empujas hacia mí, y si te atacase con la cola valerosamente erguida? No para hacerte desplomar, mi noble toreador, sino para tomarte del cuello, si no fuese megalomanía, y llevarte fuera de la arena, fuera de sus normas y de sus códigos.

En definitiva, la salida sería cordial y amistosa. Se alejarían de la arena trenzados en esas profundas e iluminadoras charlas que, como cuenta Gombrowicz en su Diario, los llevaban a lo largo de las viejas avenidas de la ex Varsovia. Muchos años después, cuando su literatura había alcanzado resonancia mundial, Gombrowicz tuvo que enfrentar a una homóloga de la señora del doctor, no una muñeca imaginaria como la que Witold enarboló ante Bruno, sino una impertinente y a todas luces limitada lectora que juzgaba ininteligibles las obras de Gombrowicz escritas para una “[...] pseudo-élite, grupo superior, la vanguardia, que me parece ser más bien la retaguardia de nuestra literatura [...]”10 Gombrowicz encara alegremente la polémica con la señora Szubska. Después de todo, se había adiestrado en las mesas de café de Varsovia, donde jovenzuelos imberbes, in10

Jelenski, C., y de Roux, D., Gombrowicz, Cahier de l'Herne, París, 1971. La traducción es nuestra.


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maduros, embobados ante sus paradojas e histriónica ironía, le ofrecían el campo ideal para su permanente juego, profundamente serio y comprometido con la forma. Más tarde, repetiría esa esgrima en las noches del café Rex de Buenos Aires. Haciendo un balance de aquel “duelo” en su Diario, decía, entre otras cosas: [...] Pero yo proclamo desde hace tiempo que el juicio emitido por aquél que es inferior nos toca y nos lastima como “un zapato que aprieta”; no es verdad que a nosotros, los “escritores”, esto no nos afecte [...] Hubiera resultado, sin duda, más interesante si yo hubiese tomado esta guerra más en serio, pero el hecho mismo de haber lanzado un desafío público a Bárbara exigiéndole reconocer su inferioridad y mi superioridad, no carece de importancia. Esta polémica –me permito señalarlo modestamente– es única en la historia de la literatura.11

La opinión que un tonto, alguien francamente inferior, emite sobre nosotros, es justamente lo que molesta. El sufrimiento que nos infiere un juicio estrecho encoge y deforma nuestro fluctuante yo. La autoestima se yergue y contraataca, y ese combate con lo bajo, con lo inferior, que al mismo tiempo peligrosamente nos atrae, es la enconada lucha por una forma propia, libre y distinta. Es preciso saber que la forma nunca es nuestra del todo, que la autenticidad, la naturalidad, la expresión espontánea, son otros tantos mitos con que nos adormece la tendencia gregaria a renunciar a la propia diferencia para pertenecer a un conjunto que nos contenga –gremio, religión, bandera, partido– donde ya no hay lugar para preguntas porque todas las respuestas están formuladas de una vez para siempre. En el prefacio de El Casamiento, Gombrowicz nos exhorta a tomar distancia frente a la forma, con ese tono sapiencial de un moralista transvalorador que acentúa, como Nietzsche, como Oscar Wilde, como Goethe, el artificio y la libertad productora de formas que renuevan y enriquecen el incierto e inestable destino del individuo. Que la Naturaleza imita al 11

Ibid., pág. 109.


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Arte es una convicción perspicaz que comparten estos pensadores. La Naturaleza no es sino un invento del Arte, de la Filosofía y de la Ciencia. Pensad [nos dice en ese prefacio] en lo imposible que es ser inmediato, en la incesante deformación que sufrimos, en lo inhumano de nuestra humanidad y en todo este dolor de una creación a ciegas en que participamos desde el nacimiento. Pensad que no sabéis todavía defenderos contra las fuerzas que surgen de vuestra convivencia, y ni siquiera las sabéis reconocer. Meditad en la dignidad afrentada, en la impotencia de la moral, en las esperanzas frustradas y fijaos que en tanto no manejéis mejor el temible poder de la Forma, siempre estaréis condenados a la mentira, la crueldad y la estupidez.12

Esas fuerzas que surgen del “entre” son las que determinan la máxima tensión espiritual entre los desterrados hijos de Eva. Según aquella unidad sintética formulada por Kant, en la tensión Schulz/Gombrowicz la condición es el desafío de Gombrowicz y lo condicionado la réplica de Schulz. La síntesis, esto es, lo que nace de la unión de lo condicionado con su condición, es la recíproca influencia que ejercieron el uno sobre el otro en la progresiva formación del propio estilo, a partir de modelos clásicos en Gombrowicz y de la fuerte impronta de Kafka en Schulz. Una tensión similar se dio en la clásica pareja Goethe/Schiller. En lo que atañe a Gombrowicz, la polémica es un eco, como dijimos, de la tirantez entre la forma de la madre y la del hijo que, como lo dice él mismo, hizo surgir uno de los elementos más productivos de su arte. Bruno Schulz, por su parte, reiteraba la decisiva relación con el padre, quien terminaría encarnándose en el personaje principal de sus relatos. Hay otras tensiones, nacidas no entre personas de carne y hueso, sino –si así puede hablarse– entre pensamientos. Hegel y Kierkegaard, Kant y Schopenhauer, Hegel y Marx, Schopenhauer y Nietzsche... oposiciones violentas, mundos inconciliables. La sorda tirantez, más o menos consciente, entre padre e hijo, es el esquema de estas tensiones en una 12

W. G. El Casamiento, ediciones EAM, Buenos Aires, 1948 (traducción de A. R.), pág. 6.


Schulz/Gombrowicz. Una polaridad dialéctica

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relación esencial. Y aquí también la forma diagramática es dialéctica: el triple paso de la negación o Aufhebung hegeliana configura la dramática dinámica del pensamiento: anular, conservar y superar al otro. La transubstanciación abstracta de la lucha por la existencia en la Naturaleza da cuenta de la confrontación fecunda, crítica y creadora de nuevos mundos del espíritu, que se produce entre pensamientos afines en cuanto a su nivel, pero irreconciliablemente distintos en su adhesión apasionada a una visión propia e innovadora del mundo. Una tensión clásica, paradigmática de los multíparos encuentros entre pensamientos, es la que produjo la violenta negación con la que Nietzsche rompió su dependencia del padre Schopenhauer. Nietzsche rechaza las consecuencias prácticas de la doctrina de la Voluntad de Vivir: autonegación de la voluntad, nihilismo, y supremo valor moral de la compasión. Conserva, sí, la metafísica de la Voluntad, herencia del abuelo Kant, también conservada y dilapidada por ese gruñón hijo de Kant que fue Schopenhauer. Otros hijos que disfrutaron la herencia y se enriquecieron con ella fueron, sin embargo, menos agradecidos que el pesimista de Danzig. A diferencia de él, trataron, en lo posible, como Hegel, Fichte, Schelling y otras figuras del star system del idealismo alemán, de disimular el ubérrimo legado del viejo Kant. La superación alcanzada por Nietzsche hizo de él un pensador original, estrictamente moderno, y un crítico genial de la génesis de los valores morales, tal como Marx, hijo y negador de Hegel, lo fue con respecto al valor económico. Nos es imposible pensar la historia de la modernidad sin las profundas transformaciones morales y políticas provocadas por la tensión que padecieron esos dos Hijos del Hombre.


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Alejandro y Gombrowicz en la cubierta del barco que los llevaba a Goya.


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LA AMISTAD CON GOMBROWICZ1 Era abril de 1946. Me encontraba en el café La Fragata con Adolfo de Obieta, José Patricio Villafuerte y Virgilio Piñera. Estaba al corriente del trabajo de traducción que hacían con Ferdydurke. Pero de Gombrowicz sólo sabía que era conde –algo probablemente falso–, que era raro, que recurría a todo el mundo para conseguir unos pesos o para que lo invitaran a comer. Se hablaba de él más como personaje que como escritor. Esperaba, en consecuencia, encontrar a alguien pintoresco cuando lo vi entrar por primera vez en La Fragata. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de un viejo impermeable; un sombrero gris, viejo y sucio. Tras saludarnos de modo un tanto altivo, se sentó a nuestra mesa. Me fijé en que no tenía aire de pobre. Su ropa contrastaba con su rostro y sus gestos muy distinguidos. Gombrowicz no tenía aspecto de artista y no parecía, en todo caso, uno de esos intelectuales con los que acostumbraba reunirme en Buenos Aires. Hablaba de literatura, de la vida y de las personas con sarcasmo e ironía. No recuerdo exactamente lo que nos dijo aquella tarde. Sobre todo prestaba atención a su manera de hablar. Lo observaba con tal intensidad que se dio cuenta y me lanzó una rápida 1

Publicado originalmente en el libro de Rita Gombrowicz Gombrowicz en la Argentina, como “Testimonio de Alejandro Rússovich”. Se reproducen las notas al pie de aquella edición, con algunas pequeñas modificaciones. (N. del E.)


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mirada de reojo. Después se levantó para ir al Rex. Entonces también me levanté uniéndome a él. Los demás se quedaron. Gombrowicz ya estaba en la vereda y no parecía advertir que yo lo seguía, aunque al mismo tiempo se diría que me esperaba sin mirar. Le dije: “Quiero hablar con usted”. “Bien, ¿y qué me quiere decir?” –me respondió con un tono seco, como si sintiera una especie de pudor por encontrarse solo conmigo. “Sólo le quería decir que es usted la primera persona capaz de expresar con tanta lucidez lo que yo mismo siento y no consigo formular”. “Bueno, eso es normal, ya que usted es muy joven y yo ya soy maduro. Sentiría lo mismo ante cualquiera que haya vivido” –me respondió–. “No, eso no es cierto, conozco a muchos intelectuales que saben un montón de cosas, pero usted es diferente”. Quería decirle que conseguía expresar con toda claridad su originalidad. Acababa de encontrar a alguien único, incomparable, inclasificable. Estaba fascinado. Nos dirigimos hacia el centro. Su modo de caminar daba impresión a la vez de fuerza y ligereza. Tras su aparente rigidez se ocultaba una flexibilidad sorprendente. Más tarde, no me extrañó enterarme de que había jugado mucho al tenis en su juventud. Ya era tarde. Seguíamos andando. Si yo hablaba, Gombrowicz me respondía con monosílabos, a no ser que callase. Después, de modo inesperado, me dijo: “¿Tienes algo que hacer ahora? ¿Vas a alguna parte?”. Le respondí: “No, tengo todo el tiempo del mundo”. Entonces, Gombrowicz me preguntó: “¿Quieres venir conmigo?”. Y nos dirigimos a la calle Venezuela. Volví a ver a Gombrowicz en el Rex algunas semanas más tarde. No volvimos a hablar de nuestro primer encuentro. Me trataba nuevamente de usted como continuaría haciéndolo, pero había algo más personal que con los otros. La traducción de Ferdydurke ya estaba terminada y la iban a imprimir. Gombrowicz lo controlaba todo, escribió el prólogo, donde aparezco entre los numerosos traductores. En realidad, no hice nada; únicamente participé en las discusiones finales. Al incluir mi nombre, Gombrowicz quería mostrar que yo también formaba parte del grupo Nuestra amistad se incrementaba.


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Después, Gombrowicz se puso a escribir El Casamiento. La idea de escribir esta obra venía de lejos. Ya durante la guerra pensaba en ella. Pero sólo después de la traducción de Ferdydurke al español tomó forma el proyecto. Cansado de Ferdydurke, quería escribir algo diferente, de otro género. Pensó vagamente en el teatro. Al trabajar, fue poseído de una auténtica pasión por su texto, al que se entregó por completo, escribiendo sin reposo. A veces, me hacía partícipe de algunas situaciones difíciles de resolver. Pero, en general, hablaba poco de su trabajo aunque discutiera ocasionalmente la estructura de la obra. La terminó a fines de 1947, comienzos de 1948. Traducción de El Casamiento2 Algunos meses más tarde, en la primavera de 1948, empecé a traducir El Casamiento al español. El texto polaco sólo existía mecanografiado3. Nos instalábamos todas las noches en el café Rex, que yo detestaba. El humo me atontaba, tiritaba cuando abrían los grandes ventanales. Bostezaba, tratando obstinadamente de encontrar la palabra española que expresara con exactitud lo que Gombrowicz me decía en francés e incluso en polaco –que, por otra parte, yo no entendía. Pero me explicaba todos los matices de la palabra polaca en su español inefable: preciso, directo, evocador. Satisfecho de la experiencia con Ferdydurke, trataba encarnizadamente de conseguir lo que buscaba. El estilo de su español era seguro, soberano, pero cometía bastante a menudo faltas sabrosas que me hubiera gustado dejar tal cual. Pienso que mi traducción es importante en la medida en que transmite bien el pensamiento de Gombrowicz. 2 Esta traducción, agotada desde hace mucho tiempo, apareció en las ediciones EAM, Buenos Aires, 1948. Laura Yussem la utilizó para su puesta en escena, en el Teatro San Martín, de Buenos Aires, en 1982. Otra traducción al español, debida esta vez a Javier Fernández de Castro, fue publicada en 1973 por Barral Editores, de Barcelona, con el título de El Matrimonio. 3 El Casamiento fue publicada por primera vez en polaco por el Instituto Literario de París, en el mismo volumen que Trans-Atlántico, en febrero de 1953.


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Durante la traducción, me daba cuenta de que confería mucha importancia al ritmo de la frase. Incluso llegaba a bailar ciertas escenas. Era extraordinario, porque Gombrowicz no bailaba jamás. Con su silueta un tanto rígida, uno no se lo podía imaginar, como decía Halina Grodzicka “bailando un fox-trot con Radziminska4, por ejemplo”. Tenía demasiado sentido del ridículo para bailar delante de otros. Y, sin embargo, lo he visto bailar –sólo cuando estábamos solos en casa– con escenas de este tipo: ¡Qué agradable en el five o'clock del rey Llevar un flirt liviano en forma discrecional! Embriaga y fascina de las mujeres el dorso ¡Y de los hombres el torso!

Gombrowicz recitaba el texto con entonaciones musicales y, al mismo tiempo, se movía de una manera completamente ridícula con gestos lentos y distorsionados. Exageraba expresamente para sugerir el estilo deforme de la dignidad escarnecida. Determinadas réplicas de El Casamiento son para decirlas en prosa; otras son realmente versos rimados y deben ser recitadas de distinta manera, y están dispuestas de modo particular en el libro. Su intención era dar un tono poético casi puro. Releímos Hamlet juntos, y Gombrowicz se inspiró en esta obra para El Casamiento, porque quería crear situaciones simétricas a las de Hamlet, pero en un plano puramente formal. A veces, trabajábamos en el Rex en voz alta, en medio del ruido. Allí se hablaba fuerte y, cuando se producía un silencio, había que bajar la voz. Trabajábamos también durante nuestros paseos por la Costanera. Pronunciábamos las palabras en voz alta para ver el efecto que producían. Gombrowicz quería que fuera a la vez artificial y convincente. Puso mucho de sí mismo en la obra: ideas personales, filosóficas, políticas. Es realmente un drama total. Una vez terminada la traducción (julio-agosto 1948), redactar el prólogo –que él consideraba indispensable– era la mejor manera que Gombrowicz tenía de tratar de tomar conciencia del sentido global de esta obra vasta y caótica. Gom4

Josefa Radziminska, una polaca que ha vivido en Buenos Aires.


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browicz lo escribió todo por sí mismo: prefacio, comentarios, notas, presentación en la solapa, en fin, todo lo que hay en el libro. Escribía en el Rex y yo lo ayudaba. Su autopublicidad formaba parte de su propia mitología. “Sé lo que hay que decir sobre mí” –decía, y tenía razón. Sin referencia a su pasado, a sus obras tragadas por la guerra, ¿en qué se podía apoyar? En nada, absolutamente nada. La aparición de Ferdydurke en español había sido su primera tentativa por emerger, pero el libro había pasado casi inadvertido. Era necesaria la creación de un Gombrowicz de la preguerra en Polonia para conseguir hacerse conocido en Argentina. Habíamos elegido el título de El Casamiento y no La boda –palabra más atrayente– porque casamiento significa el acto legal de casarse, mientras que boda se refiere a los festejos. Tras largas discusiones, optamos por casamiento, que se correspondía mejor con el sentido de la obra. Cuando, al fin, el libro estuvo listo, nos pusimos a la búsqueda de un editor. Witold no quería insistir con Argos, dado que Ferdydurke había sido un fracaso. Entonces, consideramos las posibilidades que se ofrecían. Calculamos cuánto nos costaría si recurríamos a los servicios de la pequeña imprenta de la facultad de Filosofía, donde yo estudiaba. También pensamos en “Philip Morris”, un personaje del Rex que poseía su propia imprenta, donde editaba una revista sobre el cuidado del ganado. “Philip Morris” era un suizo-alemán que vivía a la inglesa. Elegante, serio, puntual, sólo fumaba Philip Morris –lo que resultaba muy chic en aquella época–, de ahí su apodo. Siempre quería jugar al ajedrez con Witold y nunca ganaba. Nunca. No conseguí convencerlo de que imprimiera El Casamiento gratis. Nos propuso unas condiciones ventajosas, pero no teníamos ni un centavo. De modo que Witold se dirigió a su amiga y mecenas Cecilia Debenedetti. Su amigo “el príncipe” Odyniec5 debía participar en los gastos, pero creo que quien financió la edición fue Cecilia6. El Casamiento fue, entonces, publicado en diciembre de 1948 en las ediciones EAM, dirigidas por Cecilia Debenedetti. Era una casa de ediciones exclusivamente musicales. En su larga ca5 6

Stanislaw Odyniec, polaco emigrado a Argentina antes de la guerra. No se han encontrado rastros de la colaboración financiera de S. Odyniec.


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rrera, Cecilia sólo ha publicado dos libros de literatura: una biografía de Stravinski escrita por un francés y El Casamiento. En el caso de El Casamiento, el objetivo de Cecilia sólo era hacerle un favor a Witold. La tirada fue de mil o dos mil ejemplares como máximo. Sin duda, a causa de la inexperiencia de las ediciones EAM con este tipo de publicaciones, el libro fue mal distribuido. Recuerdo haber ido yo mismo a las librerías –en concreto a las de la avenida Corrientes– a dejar diez ejemplares que se vendían a comisión. Mi mujer, Rosa María, que trabajaba con Cecilia en esta época, me ha contado que algunos meses después, Sarraceno, uno de los dos directores, había querido verificar en las librerías el estado de ventas y nadie sabía nada. No encontraron ni los ejemplares, que probablemente habían sido relegados a un rincón. Lo peor es que no hubo ni una crítica, ni una sola. Ni en Sur, ni en La Nación (donde ya había colaborado Gombrowicz), en ninguna parte. Y sin embargo, yo mismo he ido a llevar el libro a los periódicos y revistas literarias más importantes. Un amigo se encargó personalmente de entregarle el libro a un colaborador de Sur. Ni una sola reacción. Los auténticos “ferdydurkistas” capaces de comprometerse a fondo eran, aparte de mí, “los cubanos”, y por desgracia estaban ausentes. Los demás, sea porque no tenían ningún poder en el mundo literario argentino, sea por otras razones, no podían o no querían comprometerse. Muchas personas estaban seducidas por la personalidad de Gombrowicz, pero ¿a quién le gustaba de verdad su obra, quién creía realmente en Ferdydurke? Muy pocos, casi nadie. Pero todavía fue peor con El Casamiento. Si un solo hombre, con suficiente prestigio, hubiera luchado por defender el valor de Ferdydurke, Gombrowicz sin duda habría conseguido destacarse de un modo u otro. Pero El Casamiento cayó en el vacío más absoluto. La obra no fue apreciada más que por algunos amigos o conocidos. Más tarde, a Canal Feijóo7 parece que le gustó. Era todo. Me acuerdo de haberle llevado yo mismo un ejemplar a Jacinto Grau, un dramaturgo español conocido. Exiliado por la Guerra Civil, Grau era una figura legendaria entre sus compatriotas –refugiados como él– que tenían la costumbre 7

Bernardo Canal Feijóo, escritor argentino.


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de reunirse en un café de la avenida de Mayo. Allí fui a conocer su opinión sobre El Casamiento. Grau se puso a hablar de Dostoievski, a decirme cuánto le gustaría hablar ruso. Traté de explicarle que Gombrowicz no era ruso pero, imperturbable, Grau seguía con Dostoievski. También se había imaginado, a causa de mi nombre, que yo era ruso. Era una aberración. Me marché sin conseguir sacarlo de su confusión y sin conseguir nada de él. Las auténticas reacciones llegaron después del envío del texto polaco. Buber8, por ejemplo –a quien Witold había mandado su manuscrito mecanografiado–, le escribió una hermosa carta9. En Polonia, su familia y algunos de sus amigos acogieron El Casamiento con entusiasmo. Algunos polacos de Buenos Aires, como Swieczewski, Szwejs10 y otros demostraron una admiración sincera. Pero, en cualquier caso, es un argentino, Jorge Lavelli11, quien está en el origen de la carrera mundial de El Casamiento. Gombrowicz no se dejó desanimar y emprendió inmediatamente la traducción de El Casamiento al francés, a partir del texto en español. Buscábamos alguien que nos ayudase y encontramos por medio de unos amigos a dos jóvenes francesas, hijas de diplomáticos que vivían en el elegante barrio de Belgrano. Ibamos por la tarde, con gran misterio, a casa de los diplomáticos. Nunca vimos a los padres. Imaginábamos cosas fantásticas. Witold besaba la mano de las jovencitas, que la retiraban enseguida. Era una vieja costumbre polaca, decía él. Una se llamaba Odile y Witold le recitaba: Odile, ma soeur, de quel amour blessée Vous mourûtes au bord où vous fûtes laissée. 12 8

El filósofo Martin Buber. Carta del 9 de julio de 1951. [También publicada en Gombrowicz en Argentina (N. del E.)] 10 Karol Swieczewski y Satanislaw Szwejs. 11 Jorge Lavelli ganó el primer premio del concurso de compañías jóvenes en París, por la puesta en escena de esta obra, en junio de 1963. La representación se volvió a realizar en enero de 1964, en el teatro Récamier. Actualmente, El Casamiento integra el repertorio de la Comédie Française. 12 “Odile, hermana mía, ¿de qué amor herida agonizas en la orilla donde fuiste abandonada?” 9


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Y hacía todo tipo de bromas como esa. Las francesitas eran ricas. Witold no tenía dinero pero, sin embargo, se proponía compensarlas por su trabajo. Una tarde, cuando íbamos camino de su casa, encontramos seis gatitos recién nacidos. Nos los metimos en los bolsillos para regalárselos. Witold les da uno, las jóvenes contestan: Gracias. Después otro, después otro... Estaban estupefactas. Con todo, creo que Gombrowicz hizo que revisara el texto de la traducción un periodista francés del Paris Match, un tipo llamado Debeney que le había presentado nuestro amigo Francisco Oddone. El texto se pasó a stencil para contar con varias copias. Su objetivo era darlo a conocer en Francia, pues Gombrowicz estaba convencido, y con razón, que debería editarse en París. Recuerdo que mandó un ejemplar a André Gide con la frase siguiente: “He aquí, Sr. Gide, un libro que necesita su apoyo”. Pero Gide nunca respondió. Por el contrario, Albert Camus le dirigió una carta bastante elogiosa13. Creo que también mandamos un ejemplar a JeanLouis Barrault, ya que Gombrowicz quería que se representase su obra. Sin embargo, cosa extraña, Gombrowicz jamás iba al teatro y decía, mientras escribía El Casamiento: “Eso me facilita el trabajo. Así continúo con mi idea sin ser distraído”. La única ocasión, que yo sepa, en que entró en un teatro en Argentina, fue para ver El proceso, de Kafka, en la versión francesa de Gide y con puesta en escena de JeanLouis Barrault. No recuerdo la fecha exacta. Sé que habíamos terminado la traducción española y nos encontrábamos en pleno proceso de difusión de El Casamiento. Como Witold quería encontrar a alguien que la pusiera en escena, cuando Barrault vino a Buenos Aires nos dijimos: “¿Por qué no él?”. Gombrowicz era un perfecto desconocido para los franceses. No se había traducido ninguna de sus obras. La traducción francesa de El Casamiento no se había iniciado. Fuimos a la recepción en honor de Barrault en el patio de la vieja casa donde se encontraba la sociedad de escritores14. Era primavera y había mucha gente. Witold fue presentado a Barrault 13

Carta publicada en el Cahier Gombrowicz. Sociedad Argentina de Escritores (SADE), en esa época en la calle México, cerca de la Biblioteca Nacional. 14


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por un escritor argentino. La conversación fue cordial y animada. Witold se daba importancia y Barrault estaba encantado. Desgraciadamente, en aquella época yo entendía muy bien el francés de Witold ¡pero no el de Barrault!. Me acuerdo de algunos fragmentos de las frases. Barrault era una persona muy abierta y simpática. Witold le contaba que acababa de terminar una obra de teatro pero dio a entender que no teníamos suficiente dinero para asistir al espectáculo y Barrault nos regaló dos entradas. Durante la representación, Witold, muy atento, se mantuvo en silencio. Al salir, dijimos casi al tiempo: “Es una pena que el decorado no corresponda al texto”. La puesta en escena era excelente, el tono justo, pero el decorado era una ilustración del absurdo en un estilo surrealista. “Hubiera ido mejor una simple mesa y unas sillas” –dijo Gombrowicz. Y nos fuimos al Rex a comentar durante horas la puesta en escena de Barrault. Hablábamos de la posibilidad de una representación de El Casamiento, tal vez por Barrault. Soñábamos. Imaginábamos ciertas escenas. En un momento determinado, Witold dijo: “Yo no soy tan melancólico y aburrido como Kafka” –pues confiaba en la vitalidad de su obra. Traslado a la calle Venezuela La traducción nos había acercado mucho y un día Witold me dijo: “Russe15, acaba de quedar una habitación libre al lado de la mía en la calle Venezuela. Es muy cómoda. ¿Quiere mudarse a ella?” Yo me alojaba en el Luxor, una pensión del centro, en la calle Lavalle. Estaba cerca de mi trabajo y me gustaba su ambiente bohemio. Me sentía perfectamente bien allí y no tenía ninguna gana de mudarme. Witold insistió. Creo que deseaba, después de esos años de soledad, contar al fin con alguien con el que hablar, vivir. Ciertos aspectos de mi modo de ser no se le habían pasado por alto: alegría, facilidad, bondad; habla de ellos en su Diario. Ante mi negativa, se creyó obligado a precisar: “Entiéndame bien, Russe, no habrá jamás nada entre nosotros. En absoluto se trata de 15

Gombrowicz llamaba “Russe” a Alejandro.


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ese tipo de relaciones sentimentales entre dos hombres: eso es de muy mal gusto”. Le respondí que eso no era un inconveniente para mí pero que me encontraba bien en el Luxor. Y después, para terminar, me dejé convencer. ¡Por suerte! Por suerte, desde luego, porque pronto me di cuenta de que tenía razón. Podíamos discutir, pasear, intercambiar libros, hacer proyectos. Mi necesidad de amistad quedaba totalmente cubierta. Durante los primeros años fui completamente feliz. Y él también era feliz conmigo, puedo asegurarlo, pero a su manera hermética, naturalmente, sin manifestarlo jamás. Yo no estaba sorprendido, sabía que era un poco seco y distante en la expresión de sus sentimientos. La pensión de la calle Venezuela era dirigida por una alemana. Frau Elsa –así la llamábamos–. siempre se había ganado la vida, desde su partida de Alemania en 1925, subarrendando habitaciones de sus sucesivas casas. En la de la calle Venezuela tenía alquiladas diez. Estaba en el primer piso. Los inquilinos eran todos alemanes, con excepción de nosotros dos. Por lo general eran obreros, más algunos empleados o pequeños comerciantes. Frau Elsa era una “buena alemana”, patriota pero no hitleriana. En todo caso, desde el comienzo, Witold adoptó con respecto a ella una actitud un tanto fría, desdeñosa, desagradable. Por su lado, cuando hablaba de Witold, Frau Elsa nunca decía “Señor” sino este polaco. No le gustaba. Era una mujer corpulenta, fuerte, valiente y, al mismo tiempo, muy tímida. Asustada por Witold se dirigía a mí todas las veces que tenía que hacerle algún reproche. Siempre servía de intermediario entre ellos. La habitación de Witold era bastante grande, con un pequeño balcón que daba a la calle. La mía era pequeña y sin luz. Éramos los únicos que desayunábamos en la pensión. Witold probablemente había exigido ese tratamiento especial. Como se levantaba tarde, incluso cuando trabajaba en el Banco Polaco, ese desayuno le servía de almuerzo, y así se ahorraba una comida. Frau Elsa traía café, leche, pan, manteca y un huevo duro. La escasez de comida solía ser un motivo de disputas entre ellos. Ella no se atrevía a pedir directamente un aumento del alquiler y se sentía explotada. Luego, poco a poco, fue reduciendo todavía más el desayuno y Witold decía: “¿Por qué nos da usted menos café con leche


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cada día?” –y después añadía en mi dirección–: “¿Cree que su avaricia tendrá límite?”. Teníamos derecho a utilizar la cocina pero nunca lo hacíamos. Salvo para preparar el mate que me gustaba tomar de vez en cuando. ¡Pero Witold jamás! Era una costumbre bárbara, propia de indios, decía él. Se negaba a probarlo. Witold ocultaba el hecho de que se alojaba en casa de una alemana. Su primo, Gustavo Kotkowski, le había encontrado esta pensión en 1945. Era limpia, barata y cerca del centro. Witold vivió en ella hasta su partida a Europa en 1963. ¡Durante 18 años! Era probablemente debido a los polacos por lo que ocultaba la nacionalidad de Frau Elsa; al menos en los primeros tiempos. La guerra acababa de terminar. Después, su Trans-Atlántico apareció en Kultura, en 1951, una revista leída por sus compatriotas de Buenos Aires. Si por casualidad nos encontrábamos con sus amigos polacos, me guardaba bien de pronunciar el nombre de Frau Elsa. En esta época, no recibía visitas en casa. Más tarde, sobre todo en los últimos años, sé que algunos de sus amigos iban a verlo. Pero durante el tiempo en que estuve con él, es decir, hasta 1953, eso nunca pasó. Hubo tres excepciones, creo: tres recepciones que dimos. Me acuerdo de una vez que estuvieron Ada y su marido16 con otras dos personas. Eso tuvo lugar en su cuarto, más grande y más chic que el mío a causa de su gran armario de roble americano. Mi puerta estaba abierta. Habíamos rogado a Frau Elsa que encerase el piso. Me prestó unos visillos que guardaba para las grandes ocasiones. Compramos jamón y pastelillos. Witold estaba radiante. Se había hecho limpiar el traje, lustrar los zapatos, e iba y venía entre su habitación y la mía para arreglar los últimos detalles. El ambiente debía ser alegre, pero también intelectual. Me tocaba a mí aportar los libros. Tenía unos volúmenes bien encuadernados de la obra de Kant. Era preciso elegir lo que convenía mejor a las circunstancias, lo que causaría sensación. Sobre una mesita había papeles dispuestos como por casualidad, y había un libro abierto en una página donde se podían leer algunos títulos con facilidad... Todo estaba en función de la personalidad de los invitados. Nos divertimos 16

Ada y Henrik Lubomirski.


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mucho. Fue una fiesta extraordinaria. Con la princesa Ada y el príncipe Henri todo fue bien. Recuerdo que Witold me había dado consejos muy precisos sobre lo que debía decir para conseguir unas reacciones calculadas. Y él seguía haciendo las mismas reflexiones de siempre, tan obsesivas sobre los príncipes y la aristocracia. La segunda recepción fue para “los cubanos”. Habíamos invitado a más gente. Virgilio y Humberto volvían de Cuba y nos habían traído de regalo, una botella de ron Bacardí. Yo había comprado algunas bebidas más, pero no vodka. No se conseguía en Buenos Aires y Witold contaba que, a veces, los polacos compraban alcohol en las farmacias y le añadían corteza de limón. Elegante, distinguido, Witold se comportaba como un hombre de mundo. Antes, habíamos preparado los temas de discusión y Witold dirigía diestramente la conversación. Todo iba perfectamente, pero poco a poco, sin darnos cuenta, nos habíamos bebido todas las botellas y estábamos algo borrachos. La atmósfera de la velada era relajada. Nos pusimos a hablar de cosas raras, un poco locas. ¡La puesta en escena que habíamos preparado con tanto cuidado se había ido al diablo! Dimos la tercera recepción con ocasión del cumpleaños de Witold, en septiembre de 1949, creo. Estuvieron Frydman, los Nowinski, los Berni, Nicolás Espiro y su hermana Beba, Pancho17 y otros. Por desgracia, he olvidado los detalles. Me acuerdo de que salió tan bien como la primera vez. Fue una pena que no recibiéramos más a menudo. Porque, en el fondo, era un auténtico ejercicio con la Forma, una manera excelente de vivir. En casa no era como en el Rex, era una fiesta “a la antigua”, como le gustaban a Witold. Me imagino que su hospitalidad y su gusto por recibir le venían de sus tradiciones familiares. Si no recibimos más a menudo no fue a causa del dinero. Aquellas pequeñas recepciones no costaban mucho. Fue por otras razones que se me escapan. Claro, sobre todo al principio, vivíamos en la pobreza. Lo que nos permitía sobrevivir era el sentido que Witold tenía para la organización. Sin él, yo me gastaba todo el dinero. Nunca llegaba a fines de mes. Pero él –tal vez a causa de sus 17

Francisco Oddone.


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años de miseria y también por temperamento– tenía sentido de la economía. Era una persona metódica y organizada. Después de que empezara a trabajar en el Banco Polaco, cuando tuvo dinero de un modo regular, aunque al principio se tratara sólo de pequeñas cantidades, me obligó a llevar las cuentas al día. Eso nos ayudó mucho porque si, por ejemplo, debía comprar algo “extra”, recurría a mis padres para no desequilibrar nuestro presupuesto. Witold ganaba un poco más que yo, que trabajaba en el Ministerio de Defensa mientras estudiaba filosofía. Íbamos al restaurante todas las noches. Los restaurantes en aquella época eran muy baratos. Se trataba de la única comida auténtica de la jornada. Witold comía con buen apetito, de una manera disciplinada y ceremoniosa “por respeto hacia sí mismo”, según decía. Incluso cuando no comíamos lo mismo nos lo dividíamos por igual. Jamás hubo mezquindades entre nosotros. Me prestaba dinero con frecuencia. Sabía que podía contar con él para pequeños préstamos que le devolvía. Metódico, mesurado, nunca cometía “locuras”. Con todo, a veces no nos alcanzaba el dinero. Encontrábamos diversas soluciones. En los casos extremos me acuerdo haber comido la comida de Fifi, el perro de Frau Elsa. Le preparaba cosas apetitosas que dejaba en un plato en el suelo y cuando yo volvía hambriento me las comía. Enseguida oía ladrar al perro y gruñir a Frau Elsa. Por supuesto, esto no era frecuente. Queríamos mucho al perrito y Witold se apenó cuando murió. Decidimos, en los momentos más difíciles, ir menos al restaurante. Comprábamos provisiones baratas que comíamos en casa: salchichón, queso, pan. Le habíamos pedido a Cecilia Debenedetti una canasta que en invierno dejábamos en el balcón. Pero teníamos discusiones con Frau Elsa porque nuestro vecino se quejaba de que venía un olor a muerto de nuestro balcón. Nos gustaba mucho un queso muy fermentado de olor insoportable que se llamaba “liptauver”. Como se trataba de un queso alemán, hice que Frau Elsa lo probara y se apaciguó. También teníamos la costumbre, de la que participaban “los cubanos”, de hacer que nos invitaran lo más a menudo posible; por ejemplo, Witold trataba de que lo invitara Cecilia Debenedetti, o Graziella Peyrou o los Berni. Y yo, mi tío,


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que era coronel y me había conseguido ese trabajo en el Ministerio de Defensa. Witold también tenía amigos polacos: los Grodzicki, los Grocholski y, más tarde, los Swieczewski y otros. Solíamos conseguir que nos invitaran a cenar gratis unas diez veces al mes. Cuando invitaban a uno, el otro debía de hacer lo posible para que también lo invitaran a él y no tener que ir solo al restaurante. Pancho cuenta que Witold exigía que no fuéramos juntos por la calle por si acaso alguno encontraba quien le invitase... “Puede invitar a dos, pero no a tres” –decía Witold. Era un modo de vivir muy pobre, pero nunca estábamos tristes ni deprimidos por cuestiones de dinero. El humor era el único modo que teníamos de superar los problemas. No conservo de esa época un recuerdo triste, al contrario. Se habla de pobreza, pero en esa época fue la primera vez que Gombrowicz tuvo algo de dinero. Liberado de la miseria, con la conciencia tranquila, no tenía necesidad de buscar ayuda. Le resultaba importante no depender de los demás. De ese modo, y poco a poco, fue dejando de hacer que Gruber y otros le pasasen ropa. Compraba camisas y trajes a muy buen precio en una tienda popular, El Coloso, en la esquina de la avenida de Mayo y la calle Perú. En cuanto se las lavaba, las camisas encogían y perdían el color. Los sombreros eran todavía demasiado caros para pensar en adquirirlos. Adoraba los sombreros y consideraba que eran la parte más importante de la elegancia masculina. “Un caballero sin sombrero no es un caballero” –decía. Para él, el sombrero señalaba el rango que una persona ocupaba en la escala social. Recuerdo que me dibujaba, sobre un papel, una corona gran-ducal y otros sombreros heráldicos. Witold siempre ha llevado sombrero; primero los que le daban, luego los que se pudo comprar. He vivido prácticamente siete años con Gombrowicz. Es imposible acordarse de todo. Trato de recordar los aspectos más significativos de su vida en esa época. Pienso, por ejemplo, en su gusto por los paseos largos, sobre todo de noche, durante kilómetros y kilómetros. Era muy andariego. Íbamos a la Costanera. No nos quedaba lejos. Bajábamos por la calle Belgrano que desembocaba directamente al puerto. Mirábamos los barcos. Había boliches en los que Witold siempre comía un bife con un huevo “a caballo”, como se prepara


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aquí. También íbamos a visitar a Cecilia Debenedetti a su quinta de Mercedes. No podíamos viajar lejos debido a la falta de dinero. Recuerdo también que le gustaba realizar pequeñas mejoras en su habitación. Un día, estábamos en casa de Cecilia Debenedetti que, por entonces, pintaba, y Witold se quejaba de que no tenía cuadros. “Tome los que quiera” –dijo Cecilia señalando los cuadros que había en un rincón. Tomamos tres. Uno pintado por Cecilia, que representaba una mujer desnuda tendida en un diván con las manos y los pies apenas apuntados. El otro era un retrato de Cecilia pintado por Berni. El tercero –de autor desconocido– se llamaba “Panorama di Sorrento”. Era un cuadro naif auténtico que me gustaba mucho. En un determinado momento, Witold colgó todos los cuadros al revés, bien alineados. También recuerdo la historia del gatito maltratado por unos chicos en la calle, que Witold recogió. Le gustaban los animales y no soportaba verlos sufrir. Frau Elsa, que en el fondo era buena, aceptó darle de comer. Witold estaba enfermo con frecuencia. Casi siempre, se trataba de enfermedades psicosomáticas. Yo le había aconsejado una dieta para el hígado y, durante cierto tiempo, tomaba té de boldo. Las corrientes de aire del Rex le provocaban a menudo tortícolis. Frau Elsa le hacía fricciones con alcohol. Después, un día, le aplicó azufre, que crujía al frotarlo sobre la piel. “Cuando el azufre cruje –le decía Frau Elsa– el dolor se va”. Hice crujir decenas de barritas sobre sus tortícolis, pero el dolor no se iba. Witold también padecía eczema, sobre todo en la cabeza. No era visible pero le molestaba. Una cosa que debilitaba su estado general era el abuso de cigarrillos, que fumaba en cadena aspirando profundamente el humo. Yo le aconsejé que probara con una pipa. Lo que hizo poco a poco. No podía dejar el tabaco. Distracciones: lecturas y tertulias en el Rex Nuestras dos ocupaciones principales eran la lectura y nuestras tertulias en el Rex. Una de las lecturas favoritas de Gombrowicz –aparte de la filosofía y la historia– eran las bio-


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grafías o mejor, las autobiografías, sobre todo si eran ingenuas, “escritas con el corazón”. Las sacaba prestadas de la biblioteca del Banco Polaco, me las resumía (pues estaban en polaco) y expresaba sus impresiones. Me acuerdo de la autobiografía de una amante de Rasputín que le había impresionado mucho. Lo que le interesaba era ver un acontecimiento histórico desde un ángulo más privado. En el plano filosófico, tomemos el ejemplo de Buber, que ilustra bastante bien nuestros intercambios de lecturas. Un día, un libro titulado ¿Qué es el Hombre?18 me cayó en las manos. Buber definía con una claridad y un rigor incomparables el concepto del “entre”, utilizando casi las mismas palabras que Gombrowicz. La diferencia se encontraba en el plano existencial. Witold sufría en su carne y transformaba en obra de arte lo que pensaba Buber. Excitado, le pasé el libro. Al principio lo leyó con desconfianza y después con un entusiasmo creciente. Todavía conservo el ejemplar vigorosamente subrayado por su mano. Lo mismo pasó con la Forma. Señalé a Witold el carácter dinámico que –a partir de la teoría de la Gestalt– es esencial para toda Forma y se manifiesta como una tendencia a completar o cerrar lo que está abierto, inacabado, como en el mundo de Gombrowicz (lo inmaduro, lo verde, lo joven). Gombrowicz se apoderó de esa idea, que en el fondo era la suya, con pasión, y la asimiló por completo. Nuestras lecturas siempre eran puntos de partida para largas y ricas discusiones. Algunas se referían a libros como Por el camino de Swann, o a autores como Gide. Un amigo me había prestado el Diario de Gide en francés. Witold se mostraba desdeñoso con respecto a Gide, “ese francesito y sus historias de homosexuales” –decía. Como no había leído casi nada de él, hablaba más bien de la idea que se había hecho. Insistí para que leyese el Diario, y al final fui yo el que no pudo terminar el libro porque Witold no quería separarse de él. Sus comentarios se referían a la significación del diario como género literario. Descubrió un nuevo medio de expresión –un instrumento– y reflexionaba sobre el modo de utilizarlo. Fue en cuanto es18

Buber, M., ¿Qué es el Hombre?, FCE, México, 1950. [Cf. en este libro el texto “Buber y Kant”. (N. del E.)]


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critor que leyó el Diario de Gide. Por otra parte, siempre leía como un creador, un artista. Esa lectura hizo que tuviera la idea de escribir su propio Diario, tan distinto, sin embargo, del de Gide. Gombrowicz leía también, a menudo, novelas polacas o Memorias del siglo XVII en Polonia. Trataba de traducirme pasajes de ese estilo esclerótico que le encantaba. Con todo, Polonia era un tema que raramente evocaba. Tal vez la cosa estuviera ligada al hecho, que he observado muchas veces, de que su actitud cambiaba de un modo evidente cuando se encontraba ante un polaco. Una tensión se apoderaba de él. Se hubiera dicho que entonces se encontraba súbitamente en una situación que superaba en mucho las circunstancias reales del encuentro. Yo pensaba, al mirarlo, que tal vez se sentía como delante de su padre o de su madre, o ante su vida anterior en Polonia. La presencia de un polaco le recordaba esos problemas de “polonidad” tan agudos en su vida y en su obra. Se notaba el doloroso esfuerzo que hacía para estar a la altura frente a todo eso... Sus lecturas eran muy variadas, hasta tal punto que incluso leía el Reader's Digest. Lo que le interesaba eran los resúmenes del final de la revista. Nos asombraba la maestría con la que estaban redactados; el de Moby Dick, por ejemplo, nos impresionó. Justamente acabábamos de leer esa novela. Para Gombrowicz, un escritor debía saber resumir su propio pensamiento. No hablo aquí de ciertos autores –los que más han contado– que Gombrowicz ya había leído y asimilado, como Shakespeare, Rabelais, Montaigne, Dostoievski y otros. Esos escritores formaban parte de su vida. Sobre todo, Shakespeare. Witold tenía la manía de hacer siempre las mismas citas. “Russe, ¿no cree que me repito?” –me decía. Yo le respondía: “Es lo mejor que puede hacer”. El personaje del rey Lear, por ejemplo, siempre acudía a nuestra mente cuando estábamos deprimidos. Un autor que a menudo ha estado en el centro de sus reflexiones era Thomas Mann. De un modo general, Mann ha sido un modelo para él; diría que el modelo por excelencia. Witold decía: “Es preciso ver cómo Mann hace de sí mismo un genio, cómo fabrica con todos sus elementos, para los


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otros, la imagen de su genio; y, finalmente, cómo se identifica con esta imagen. Encontró la manera de convencer a todo el mundo de que es un genio”. A Witold le gustaba toda su obra y, por encima de todo, su novela corta Tonio Kröger. No he visto a Gombrowicz comprar libros jamás, aunque a veces se quejaba de no contar con los recién publicados para hablar de ellos en su Diario. Se los prestaban. Molestándose un poco habría podido encontrar libros útiles en las bibliotecas o en casas de amigos. Pero el hecho es que rechazaba de entrada las obras reconocidas, ésas que “había que leer”. En el fondo, Gombrowicz encontraba placer en la mala literatura, es decir, en cosas imperfectas que le daban gana de completarlas, de realizar una obra lograda. Por la noche, después de cenar, íbamos al Rex. Llegábamos hacia las diez y casi siempre nos sentábamos en la misma mesa cerca de los grandes ventanales por los que veíamos la avenida Corrientes hasta el Obelisco. El local estaba muy animado. El ambiente del Rex era muy agradable. No estábamos obligados a jugar al ajedrez. Cuando Witold quería jugar una partida, el camarero le traía el tablero y las piezas. Caso contrario, discutíamos. Se había formado un grupo de jóvenes. Estaban Nicolás Espiro (“Tito”), Francisco Oddone (“Pancho”), Mauricio Kagel y otros. Pancho era un estudiante que tenía problemas con su familia. A menudo lo invitábamos a que pasase la noche en nuestra casa. Dormía en el sofá de mi habitación ya que, por lo general, Witold se negaba a compartir la suya con nadie, ¡por miedo a ser estrangulado mientras dormía! Pancho era alegre, divertido y siempre estaba rodeado de amigos que traía al Rex para participar en nuestras discusiones. Era muy vivo. Witold y yo habíamos decidido presentar un frente común ante los demás. Yo hablaba de filosofía y Witold me apoyaba. Cuando él defendía un argumento, yo también lo apoyaba. Esta “estrategia” los sacaba de quicio. Pancho se enojaba a menudo porque Witold se burlaba de su inmadurez. Cada una de aquellas sesiones resultaba inolvidable. Cuando el grupo dejaba el Rex, analizábamos, Witold y yo, las conversaciones de la noche. ¡Fue una pena que no hubiéramos tenido un grabador en aquella época! Hablábamos de cosas serias, pero con humor, provocación, ironía. Era como en los


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diálogos de Platón. Estaba el personaje principal, Witold, y los demás: los jóvenes. Sé que se preparaban antes de llegar al Rex para estar “a la altura”. Algunos temas de conversación duraban varios días. Witold estaba encantado con aquel grupo. Juego y amistad Para volver a mi relación personal con Gombrowicz; a veces me reprochaban que era demasiado sumiso. Que quería dominarme, lo sabía yo perfectamente. Pero lo aceptaba porque prácticamente era la única manera de mantener una relación con él. Y eso era posible, porque yo era joven. Tenía veintiún años cuando lo conocí. Yo no pensaba en nuestra amistad en términos de sumisión y de dominio, sino más bien de diferencias. Lo aceptaba por completo tal cual era. Por mi parte, aprendía, me desarrollaba, evolucionaba. Witold en su borrador define nuestra amistad de un modo demasiado simplista: dice que él era el maestro, yo el alumno. Era algo mucho más complicado y lleno de matices. Al principio, fue preciso ajustar algunos de nuestros modos de comportamiento, definir el estilo de nuestra amistad. El primer hecho característico que me viene a la memoria es la historia del pavo. Witold siempre ha tenido la costumbre de poner apodos, sobre todo a los jóvenes, subrayando así ciertos rasgos ridículos de su personalidad. Un día empezó a llamarme en público pavo; lo que no había hecho nunca, cuando estaba sólo conmigo, en nuestra vida cotidiana. Al principio yo estaba sorprendido, después me pareció de mal gusto. Y como Witold lo repetía sin parar, me encontré en un estado de rabia contenida. Se dio cuenta e insistió todavía más que antes. Una tarde, en un café de la avenida Corrientes, nos fijamos en un hombre que ayunaba por dinero. Lo habían metido dentro de una especie de jaula de cristal que habían colgado del techo. El público podía contemplar noche y día a “Urbano el ayunador” y comprobar que ayunaba. Aquel personaje nos intrigaba cada vez más. Íbamos a verlo todos los días aunque teníamos que pagar un peso (lo que para nosotros era caro). Con motivo de una de esas visitas,


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de repente me acordé de un relato de Kafka donde también hay un personaje que ayuna, pero por falta de apetito19. Al final del relato ya nadie se interesaba por él, y lo barren junto a la basura. Le conté esta historia a Witold que me respondió: “No sea pavo”. Yo me puse pálido de rabia y le dije: “Si me llama otra vez de ese modo será el fin de nuestra amistad.” Witold cambió de expresión hasta tal punto que casi lamenté haber sido tan brutal. Poniéndose colorado y sonriendo, me dijo: “No se enoje, Russe, nunca hubiera imaginado que era usted tan sensible, tan impresionable.” Y nunca volvió a adoptar una actitud semejante hacia mí. En lugar de molestarme, podría haberlo tratado de la misma manera. Yo había sido incapaz de reaccionar con humor. Pero creo que tuve razón. Cuando se bromea sin cesar, la amistad se arriesga a ser superficial. Durante sus discusiones filosóficas con Gómez, o literarias con Dipi20, se originaba una situación como de lucha, una parodia de duelo que, vista desde afuera, resultaba atractiva. Pero todo el que la emprendiera debía tener cuidado del modo en que se defendía y saber expresar el contenido auténtico de su pensamiento. Entonces se convertía en un juego. Entre nosotros no había competencia, sino una armonía fundada en el intercambio de ideas. Cuando una de nuestras discusiones iba bien, Witold repetía siempre “Motus animi continuus”. Según él, era la fórmula de Cicerón para calificar este tipo de acuerdo espiritual. Imitación A causa de su fuerte personalidad había personas en su entorno que imitaban, bien su pensamiento, bien su conducta o sus sentimientos, y a menudo lo imitaban (como siempre se lo imita) mal, porque en ellas parecía una obsesión, mientras que en mí era diferente. Yo lo imitaba abiertamente poniendo en juego todo mi talento de actor. Siempre he tenido cualidades de mimo. En cierta ocasión, en el colegio de 19 Kafka, F., “Un artista del hambre”, en La Condena, Emecé, Buenos Aires, 1952 20 Jorge di Paola.


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jesuitas, me había labrado un gran renombre imitando a mis profesores y también al rector, el marqués de Castillejos, una especie de asceta. Pero con Witold, era justamente yo, cosa extraña, quien representaba en la vida, las cualidades de seriedad, por oposición a su estilo de clown. Lo que no me impedía imitarlo impúdicamente ante todo el mundo, cosa que ponía a mis amigos del Rex fuera de sí. Jóvenes como yo, querían afirmarse y se imaginaban que renunciaba a mi personalidad, a mi originalidad. Pero para mí, la cosa sólo era un juego y estaba encantado. En principio, tenía la satisfacción de triunfar en mi papel de actor y, además, no me sentía obligado a aparentar una personalidad que todavía no tenía. Tal vez fuera una forma de pereza. Pues, como todo el mundo, tenía ganas de afirmarme, aunque me parecía que imitándole ganaba tiempo, podía respirar un poco. ¡Era irresistible! Además, era sincero ante los demás y ante mí mismo. Witold para mí era un hombre extraordinario. Por lo tanto, nada más natural que tratar de convertirme en una persona exactamente igual a él, es decir, demostrar mi dependencia, mi comprensión y mi fascinación, de un modo exagerado, tal vez. Insisto: mi actitud era sincera. Por la imitación se “entra” a otra persona y se la comprende mejor. Lo que me recuerda el relato de Edgar Allan Poe “William Wilson”, donde un niño gana siempre a un juego imitando perfectamente a su adversario21. Al poner una cara como la del otro, este niño hace que, en su corazón y en su mente, nazcan los sentimientos y pensamientos de su rival. La imitación tiene también relación con el psicodrama, que pone el acento justamente en la inversión de papeles. Al imitar a Gombrowicz, yo cambiaba de rol. Witold se reía ante mis interpretaciones. Nunca lo imitaba de un modo caricaturesco, nunca me pasaba de la raya. Al adoptar su tono, su modo de mirar, sus gestos, podía expresar pensamientos de Witold y no los míos. Estaba “forrado” de Gombrowicz. Incluso llegaba a prolongar sus pensamientos, y eso era precisamente lo que lo hacía reír. Pero al mismo tiempo, sentía cierto pudor de verse desnudado de ese modo delante de los otros. Sin duda, se trataba de una situación un tanto incómoda, y también ridícula. Sin embargo, yo sólo 21

“William Wilson”, de Nuevas historias extraordinarias.


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lo hacía cuando el ambiente se prestaba a ello; por ejemplo, durante las discusiones en el Rex. Si alguien asumía una posición radical y la discusión se “enrarecía”, entonces me ponía a hablar a lo Gombrowicz y la discusión se terminaba. Gritaban: “¿Cómo puede ser usted tan servil? No tiene dignidad”. Me insultaban. Si me hubieran podido abofetear, lo hubieran hecho. Yo, sin embargo, estaba encantado. ¿Cómo empezó eso? Difícil de decir. Sin duda entre nosotros, cuando estábamos solos en casa. A veces, Witold entraba en mi habitación recitando en alta voz unos versos de Mickiewicz. Lo escuchaba en silencio. Un poco después yo abría la puerta de su habitación y repetía, exactamente en el mismo tono, casi las mismas palabras polacas (que no sabía lo que querían decir). Witold exclamaba: “Russe, ¿pero qué está haciendo?”. Y luego reía. O bien, yo le contaba, por ejemplo, mis aventuras con chicas de la universidad. Estaba seguro de tener éxito en éste o aquel caso, pero Witold manifestaba su oposición de inmediato y me aconsejaba lo contrario. Para refutar sus argumentos, yo continuaba diciendo exactamente lo que yo quería decir pero con la voz, el tono y los gestos de Gombrowicz. Defendía mi propio punto de vista pero como si fuera él quien lo formulaba. Era una manera empírica de imitarle. Pero, en la vida cotidiana, no estaba obsesionado. Más tarde, me ocurrió que a veces lo hacía estando sólo. Si tenía un problema, ya psicológico ya intelectual, y a nadie con quien hablar, entonces esbozaba unos gestos semejantes a los de Witold, me expresaba en voz alta como lo hubiera hecho él. Y, en general, encontraba rápidamente la solución. Su influencia ¿Su influencia? Es una cuestión mal planteada. Gombrowicz me ayudó personalmente y todavía me ayuda. Pero si debo hablar de su influencia, puedo decir que fue negativa. Siempre negativa, ya que Gombrowicz para mí ha sido un límite absoluto. Me encontraba ante él como delante de un muro. Y no una negación pasiva, sino activa. Parecía que siempre sentía ganas de destruirme. Sí, así es como sentía su


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presencia: como una negación activa, un hostigamiento sin reposo de mi verdad, de mi responsabilidad. Quería dominar al otro. Hegel dijo que el desarrollo en el plano del espíritu sólo se produce a partir de la negación; que la negación es la auténtica fuerza creadora. Con Witold tenía que encontrar en mí la fuerza para superar su negación. Aquello a menudo resultaba muy estimulante. Cuando me refiero a mis imitaciones, a mis distintos comportamientos con su Forma, se trata del aspecto estimulante, dinámico, de esta confrontación con la negación. Gombrowicz siempre ha sido para mí la encarnación de una verdad humana que, en general, queda disimulada por las buenas costumbres y convenciones. Si conseguía imponerme a sus ataques, me sentía renovado y más fuerte. Pero cuando se producían, me sentía aniquilado y sufría. Su negación se manifestaba por el rechazo total de mis ideas y mis opiniones. No digo que fuera un drama constante, pero sí una lucha sin cesar que estaba presente en nuestra amistad. Después de esos años tan enriquecedores, tan excepcionalmente armoniosos, a pesar de todo, algo empezó a deteriorarse entre nosotros. Witold me reprochaba que lo “descuidaba”. En efecto, me iba alejando progresivamente de él. En principio, había dejado de ir al Rex. No jugaba al ajedrez y, como nuestro grupo se había dispersado –sobre todo por motivos políticos– ya no tenía motivos para ir. Y además, había conocido a Rosa María, que ocupó rápidamente un lugar importante en mi vida. Witold reaccionó ante mi alejamiento con susceptibilidades y reproches. No acerca de mi vida (ni hubiera podido ni osado), pero me hacía observaciones sobre detalles, pequeños problemas a resolver con Frau Elsa referidos a la pensión, por ejemplo. Su actitud hacia mí se volvió superficial, como si ya no tuviéramos un pasado de profunda amistad y de solidaridad total. En su momento, todos esos hechos poco importantes me irritaban. Pero, en realidad, ocultaban otros más significativos. Ahora que veo más claro en mi pasado, puedo explicar las razones de nuestro comportamiento. Yo lo dejaba de lado porque, en el fondo, me sentía rechazado. En primer lugar, nunca habíamos definido nuestra amistad. Ante los demás era preciso ocultar por completo que vivíamos juntos para


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que no se pensara que... Y finalmente, ocultarnos ante nosotros mismos el sentido de nuestra amistad. Sabíamos cómo había comenzado y cómo habíamos renunciado a una determinada intimidad para que fuera posible nuestra amistad. Pero Witold nunca quiso hablar sino a través de su Diario y sin nombrarme jamás. Sabía que se dirigía a mí en cierto sentido, y de ese modo podía captar ciertas imágenes que podían clarificar nuestra propia situación. Pero nunca existió una conversación auténticamente sincera entre nosotros. Notaba constantemente esa falta de claridad. Por ejemplo, habíamos hecho planes para el porvenir: alquilar o comprar un piso con un crédito del banco, o ir a Europa, tal vez. Pero esos proyectos no se llevaron a cabo. Yo no veía nada concreto. Estaba cansado de esta frustración en el plano de los sentimientos. Deseaba más claridad y verdad entre nosotros. Otra explicación que se me ocurre ahora es que él me excluía de muchas cosas, por ejemplo de todo lo que se refería a cuestiones polacas. Nunca me hablaba de eso, ni de los polacos de Buenos Aires. Sólo casualmente conocí a algunos. Y lo mismo pasó con ciertos argentinos que nunca me llegó a presentar, como Mastronardi, Roger Pla, Ernesto Sabato, etc. Sólo después de la partida de Witold a Europa llegué a conocer a Sabato, por ejemplo. Por lo tanto, forzosamente me debía sentir excluido. En fin, me ocultaba todo lo que se refería a su vida erótica, a su mundo “privado”. Y sin embargo, éramos amigos de verdad. Lo compartíamos todo: el dinero, las dificultades, sus problemas de salud. Yo hacía lo imposible por ayudarlo. Por su parte, él siempre estaba dispuesto a sacarme de dificultades en cualquier circunstancia. Pero la parte más secreta y la más humana de su vida quedaba disimulada detrás de un telón de acero. Necesitaba conocer su personalidad, entera. Más de una vez le he empujado a hablarme de su “Retiro” –sin hacerle nunca preguntas, claro está–. Por otra parte, yo estaba al corriente. Simplemente quería conocerlo un poco mejor. Nada que hacer. Así como me había dado lo mejor de sí mismo, me ocultaba cosas que creía negativas. Por mi parte, en consecuencia, le ocultaba mis afectos familiares: le ocultaba muchas cosas porque sabía que él hacía lo mismo. Witold tenía la costumbre de tratar los asuntos sentimentales en broma.


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Cuando mis sentimientos hacia Rosa María se volvieron serios, comprendió que tenía que cambiar de tono. Se dio cuenta, con sorpresa, que podría dejarlo, irme... Habíamos llegado a un punto crítico de nuestra amistad y hubiéramos debido explicarnos. En lugar de eso, Witold me escribió una carta y la dejó en mi habitación. Esta carta era tan dura, tan dolorosa, que no recuerdo exactamente lo que decía; probablemente porque quiero borrarla para siempre de mi memoria. Se trataba de una ruptura definitiva. Ponía fin, brutalmente y para siempre, a nuestra amistad. Era una reacción –ante mi distanciamiento progresivo– dictada por un sentimiento de soledad y también por su orgullo, sin duda. Bajo todos los reproches que me hacía en esa carta con respecto a mi “negligencia” hacia él, notaba un único reproche auténtico no formulado: el de haberlo traicionado. Comprendo ahora que esperaba de mí un sentimiento absoluto. Yo estaba desesperado, desamparado ante esta decisión tan radical. Hubiera querido hablar con él, preparaba frases, pero me mantenía mudo en su presencia. Estaba demasiado emocionado. Evidentemente, porque no se trataba de hablar sino de modificar mi decisión. Sin embargo, no me podía volver atrás, estaba comprometido siguiendo otro camino. En fin, conseguí decirle que no adoptase una actitud extrema. Nos reconciliamos porque comprendió que yo sufría. Nuestra amistad podía continuar, me dijo, a condición de que cambiara de actitud con respecto a él. Y eso fue posible. Dejé la calle Venezuela y me casé con Rosa María en septiembre de 1953. Rosa María aceptaba, no sólo esta situación, sino además la persona de Witold. Sin embargo, aunque mi amistad con Gombrowicz seguía siendo agradable, “existían silencios entre nosotros”, como escribió él en su borrador. Imposible llenarlos. Sentía una especie de resistencia creciente hacia él. Venía regularmente a casa, a veces iba a reunirme con él al Rex, pero hubiéramos podido vernos mucho más a menudo. Durante esos diez años que precedieron a su partida para Europa, en 1963, nos tratábamos con afecto. Pero yo no sentía la necesidad de verlo y esa falta era un problema incomprensible para mí. Había bloqueado por completo en mí la idea de su soledad. Tenía la impresión, no de haberlo trai-


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cionado (como sugería él en la carta) sino, en cierto modo, de haberme traicionado a mí mismo en lo que hasta entonces había sido el sentido de mi vida. Me sentía culpable, aislado. Fueron años muy difíciles. Con el tiempo intenté modificar mi actitud, pero sería demasiado largo para contarlo aquí. He mantenido con todo cuidado a Witold lejos de mis problemas. Nunca supo nada de ellos. Continué comportándome normalmente con él. Pero sabía que notaba que yo no conseguía clarificar ni resolver muchas cosas dentro de mí. He considerado que este testimonio no tendría sentido si no decía “toda la verdad”. Eso no ha resultado nada fácil, pues, a veces, me he sentido disminuido e incluso humillado, pero era preciso, sin duda, para comprender lo que fue mi amistad con Witold. Buenos Aires, febrero de 1979


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LA DESPEDIDA1 Hacía ya algún tiempo que sabía que Witold se iba a marchar. Iba a verlo con más frecuencia que de costumbre. Me pidió que fuera a buscar alguna cosa a su habitación. Aquello era muy melancólico porque, manifiestamente, Witold pensaba que no volvería nunca a la Argentina. Iba a “reconocer el terreno” –era su expresión– para verificar si podía vivir en Europa. Su partida me pareció definitiva. Esta impresión provenía sobre todo de ciertos detalles. Hubiera podido dejar el tocadiscos, sus pocos muebles y algunas cosas más en casa de unos amigos hasta su regreso. Su actitud era la del que está a punto de morir y deja lo que posee: esto para tal, esto para tal otro. Fui, pues, a buscar las dos pequeñas bibliotecas que había fabricado yo mismo hacía un tiempo (todavía las tengo). Lo ayudé a poner los libros en un sofá. En esos momentos, los últimos que pasé con él, notaba que era la última ocasión de decirle algo, pero no sabía qué. Sentía un deseo muy intenso de llenar ese espacio vacío que había entre nosotros. Tal vez él haya sentido la misma necesidad porque fuimos muy afectuosos el uno para con el otro. Pero sólo hablamos de cosas concretas: el pasaje, el barco, cosas así. Enervado, cansado, como disgustado, en el fondo sufría pero no dejaba ver más que pequeños malestares físicos. Me dijo la fecha de su partida y me pidió que me informara de la hora exacta, “porque 1

Publicado originalmente en el libro de Rita Gombrowicz Gombrowicz en la Argentina, como “Testimonio de Alejandro Rússovich”. (N. del E.)


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con los barcos nunca se sabe”. Telefoneé a la compañía de navegación. Me informaron mal. Me proponía llegar con adelanto para que mi hijo Adrián, que tenía seis años entonces, visitara el barco, pero cuando llegamos al puerto, el barco ya se movía suavemente y habían soltado las amarras. Adrián me tomaba de la mano y nos pusimos a correr entre la multitud, a lo largo del muelle. Queríamos distinguir a Witold en cubierta desde donde lanzaban miles de serpentinas, entre gritos y confusión. No conseguí distinguirlo. Adrián estaba muy decepcionado, Witold era su padrino. Agarré una de las serpentinas como si fuera el único lazo que podía mantener con él. Todavía nos quedamos un rato viendo cómo se alejaba el barco. Después, con lágrimas furtivas que ocultaba a Adrián, volvimos a casa.


VI “Gombrowicz o la seducción”1 Me ocupo de sus obras, de la vida que hicimos en común, porque eso es para mí lo más vivo de él. Me interesa fundamentalmente su obra, y la abordo desde el punto de vista de la filosofía. Le soy deudor de muchas cosas, de muchos aspectos, sobre todo de una concepción del mundo y de la vida, en las cuales coincidimos profundamente. Cuando comencé a escucharlo me di cuenta de que formulaba, de forma mucho más precisa y aguda que yo mismo, cuestiones que me eran propias y que yo nunca había logrado perfilar claramente. Para mí fue un cambio profundo haberlo conocido, y motivo de un gran crecimiento espiritual, a pesar de que yo sigo mi propio camino, no soy un artista, trato simplemente de pensar y de moverme en el aire, algunas veces enrarecido, del pensamiento.

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El título de este apartado es el mismo que lleva una película de [Alberto] Fischerman donde Alejandro Rússovich colaboró como actor. (Nota original de la entrevista realizada por Nicolás Terranova)


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En la casa de Ernesto Deira, en ParĂ­s, junto a un cuadro del pintor.


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VANGUARDIA Y VIDA COTIDIANA1 Nada parece vincular estos conceptos que, a primera vista, más bien se excluyen recíprocamente, sobre todo si pensamos la vanguardia en términos de ideas o en un arte de avanzada. Entendemos por vanguardia lo nuevo, original y precursor: la figura de Sócrates que nos diseña Platón fue, es y será un paradigma de toda vanguardia. Padeció y murió por hacer del hombre mismo el núcleo del enigma cósmico. Algo similar generalmente ocurre a otros vanguardistas como Giordano Bruno, quemado a causa de la belleza y audacia de su pensamiento. El hombre común, sometido a los hábitos y la normalidad de lo cotidiano, rechaza cualquier quiebra del contrato social que amenace su precaria seguridad burguesa. Toda auténtica vanguardia surge, justamente, contra lo cotidiano. Hábitos, costumbres, normas, tienden a regularizar la existencia y no dan lugar a la irrupción de lo insólito. La inexorable causalidad de la naturaleza excluye del acontecer la más mínima infracción a sus leyes eternas. Lo contrario sería un milagro. (No es lugar aquí para pensar críticamente la condición del milagro. O el significado del término “milagro”. Me remito a Baruch de Spinoza, en el capítulo VI, “De los milagros”, de su Tratado Teológico-Político donde, final1

Ponencia presentada en el V Congreso Internacional de la Federación Latinoamericana de Semiótica, en Buenos Aires, el 28 de agosto de 2002. (N. del E.)


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mente, viene a afirmar lo que decíamos hablando de “la inexorable causalidad de la naturaleza”). No sólo en el orden de la Extensión sino, paralelamente, en el orden del Pensamiento, impera la causalidad inflexible. Sólo la ignorancia de la verdadera causa puede hacernos ver, en la espontaneidad de nuestras decisiones, la realidad ilusoria de la libertad. Conocemos nuestros actos y podemos prever sus efectos, pero ignoramos sus motivaciones que permanecen en lo profundo, fuera del alcance de la conciencia de sí. Freud fundará, más tarde, en ese concepto, la postulación del Inconsciente. ¿En qué consiste, según esto, la libertad de nuestros actos? Libertad de... Sin el “de”, ¿qué sería de la libertad? La condición es la dependencia, la libertad lo condicionado. La dependencia, la esclavitud, son el fundamento, la substancia, a la que pertenece, como accidente, la libertad. La libertad es accidental, insólita, novedosa, quiere ser única. Es la vanguardia en todos los tiempos: ayer, hoy y mañana. Paradojalmente, la única libertad que nos es dada es la del pensar. Ejerciéndola, descubrimos el orden inmutable del universo, el imperio sin límites de la causalidad, otra forma de la Necesidad, ley o regla, tercera de las categorías kantianas de la Modalidad. Éstas son también, en el mismo orden, las tres categorías semióticas de Peirce: Posibilidad, Existencia (o Dasein) y Necesidad, Ley o Regla. De aquí se deriva su más conocida división de los signos (quizá también la más productiva teoréticamente) en Íconos, Índices y Símbolos. La clasificación está fundada en categorías, esto es, en modos necesarios o en una estructura apriorística del pensar, que puede conocerse a partir de la reflexión sobre sí mismo. No cabe duda de que fue Kant, en la historia del pensamiento, quien primero vio la dimensión del problema del conocimiento y le dio una solución sistemática, que la ciencia contemporánea utiliza más de una vez como instrumento (por ej. Saussure, quien considera la estructura apriorística, necesaria y universal de la Lengua, similar a los conceptos puros a priori del entendimiento, frente a la variación incesante, imprevisible y azarosa del Habla, que corresponde a la multiforme sensación kantiana, organizada por


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las categorías. También Peirce, quien funda la Semiótica mediante la definición de todos los signos posibles, como resultado de una lógica categorial triádica de extracción explícitamente kantiana). Kant representa la reflexión del pensar sobre sí mismo. Esto provocó la desdeñosa observación de Hegel, según la cual conocer el conocimiento, conocer antes de conocer, viene a ser como el propósito de aquel que quería aprender a nadar sin meterse en el agua. Goethe, por su parte, pone en boca de Mefistófeles la máxima que rige su acción práctica, la eficacia de su obrar: “Nunca –asegura– pensé sobre el pensar”. Y... sin embargo, ¡cuánto es lo que conocemos ya, de entrada, en la medida en que hacemos uso práctico de la razón! Ella no es, según Kant, sino una estructura de funciones puras a priori ad experientiam (previas a la experiencia) destinadas a ordenar la infinita variedad de lo sensible, el caos impredecible de la sensación, para configurar un cosmos ordenado, uno y diverso, que llamamos Naturaleza. Comencé diciendo que la vanguardia y la vida cotidiana aparentemente se excluyen. Me referiré a dos obras literarias donde la contradicción entre lo habitual y lo nuevo se resuelve dialécticamente en un producto que, tematizando lo cotidiano, se resuelve en un texto de singular valor estético. Son obras de avanzada que influyen en la literatura y en la filosofía aportando una nueva concepción del mundo y de la vida, susceptible de interpretaciones innumerables. ¿Cómo se presenta la cotidianidad en la literatura? Desde la más remota antigüedad, pueden espigarse imágenes vívidas de episodios corrientes: registros de transacciones comerciales, inventarios, hipotecas... Las tablillas de arcilla de sumerios y babilonios revelan las ocupaciones corrientes, lo puntual y concreto según el curso regular de la existencia social. En realidad, se trata de la superficie, de prácticas habituales que, a través de signos más o menos perdurables, nos dan una visión de las relaciones comunes que se entablaban en las culturas más diversas. Pero quizá lo más representativo sea el relato literario pormenorizado de los detalles más íntimos, los actos y los pensamientos que tienden a expresar lo privado y la subjetividad.


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Miguel de Montaigne, quien nos relata los más menudos acontecimientos de su vida cotidiana, sus hábitos, sus manías, la fluctuación inquieta de su humor, sus contradicciones, incertidumbres, el sabio escepticismo de sus opiniones, es, no cabe duda, un precursor, un instaurador de lo nuevo, un vanguardista. De sus Ensayos se nutrieron Descartes, fundador de la filosofía moderna, y Pascal, el primero que inicia la reflexión existencial, que comprende pensadores como Kierkegaard y, más cerca, Heidegger y Sartre. En Montaigne, se resuelve y supera la contradicción entre cotidianidad y vanguardia: de la experiencia y la observación de sí mismo, de los entresijos de su existencia diaria, surge un relato revelador que nos identifica con sus vivencias, su empírica sabiduría que describe el objeto inmediato más cognoscible, como que se trata de su propio “yo”. “Los demás forman al hombre; yo lo recito”, nos dice. Las ínfimas menudencias, las asociaciones que le brindan sus profusas lecturas de los antiguos latinos, a partir de la diaria rutina de su vida (en una torre, circundado de libros, en su castillo de Montaigne) son la materia de sus Ensayos. Divaga en ellos siguiendo los meandros caprichosos de su fantasía. El título, por lo general, nada tiene que ver con el tema que constituye la médula del Ensayo. El “De los vehículos”, por ejemplo, comienza detallando los inconvenientes que encuentra en los diversos carruajes y embarcaciones que empleó en sus viajes; en general, prefiere el caballo. Pero de aquí pasa, sin transición, a la crítica más acerba, la más precisa y certera, con criterio humanista, racional y universal, de las atrocidades, del genocidio impune de los conquistadores del nuevo mundo, que apareció de pronto, ante los ojos atónitos, apreciativos y codiciosos, de los europeos. En el Libro III, cap. 2, en el ensayo titulado “Del arrepentimiento”, explica: Yo no pinto el ser, pinto solamente lo transitorio; [...] de día en día, de minuto en minuto: es preciso que acomode mi historia a la hora misma en que la refiero, pues podría cambiar un momento después; y no por acaso, también intencionadamente.


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El motus animi continuus que preconizaba Cicerón como hálito y nervio del orador, es lo que Don Miguel nos dice que traslada al papel. “Pinto solamente lo transitorio”. Hoy hablaríamos de la “corriente de la conciencia” y, mucho más hacia atrás, del Devenir de Heráclito, contra cuya inexorable irreversibilidad intenta erigir la cultura los inventos humanos. Para asegurar la permanencia nace la escritura, las artes plásticas, y todos los recursos tecnológicos modernos: fotografía, cine, grabación del sonido, video, etc., etc. La literatura, en especial, conlleva un anhelo de permanencia, plenamente consciente en los poetas y escritores de todos los tiempos; la amada, el donante o mecenas, se prometen esta inmortalidad vicaria de la representación artística. No obstante, y esto nos consta –nos lo muestra nuestra vívida experiencia cotidiana– solamente la fama garantiza una cierta supervivencia. En última instancia, es la Especie, que Schopenhauer puso de moda como explicación metafísica de la ínfima importancia del “yo” –de mi “yo”, que es lo único que tengo– frente al supremo poder de la Especie, objetivación de la Voluntad de Vivir que existe en un tiempo infinito. Nuestros genitales, ejemplifica Schopenhauer, nos avergüenzan porque revelan nuestra insignificancia individual, en ellos bulle la Voluntad de Vivir. Claro que el solitario pensador de Danzig gozaba lo indecible, aunque pesimista y cascarrabias, proclamando la banalidad absurda de la existencia, “porque el delito mayor/ del hombre es haber nacido”, como decía Calderón. Pero, en definitiva, su propia vida confortable y burguesa, su frecuentación de las putas de Danzig, le permitían enunciar con alegre placer intelectual las más atroces crueldades de la Naturaleza y el valor negativo del placer, frente a lo positivo del sufrimiento y, a lo sumo, después de la fugaz satisfacción del doloroso deseo, el tedio gris y el aburrimiento. Muy distinto es el temperamento saludable y vivaz de Montaigne. Celebra la sexualidad en uno de sus ensayos finales, uno de los más célebres, llamado “Sobre unos versos de Virgilio”. Allí nos dice: ¿Qué hizo la acción genital, tan natural, necesaria y justa para los hombres, para que no osen hablar de ella


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sin avergonzarse, y para excluirla de las conversaciones serias y morigeradas? Resueltamente pronunciamos matar, robar, traicionar, y aquello no nos atrevemos a proferirlo sino entre dientes.

Dedicándose cada vez más a su querido “yo”, Montaigne tiene gran estima por los placeres corporales –“alimentos terrestres”, los llama André Gide– y nos cuenta, por ejemplo, el gusto que le da rascarse con un palito cuando le pica el orificio de la oreja (confieso que a mí también me complace y seguramente lo hacían ya los hombres de las cavernas). Pero lo singular de Don Miguel es que se tome el trabajo de contárnoslo. Si, además, acaba de citar a Séneca o a Lucrecio, su indiscreta revelación nos resulta, con todo, significativa: nos muestra un alma que se complace en la aceptación normal del propio cuerpo y sus goces naturales, un espíritu pagano, pre-cristiano, formado en la lectura de los epicúreos, los escépticos o los estoicos, que celebraban este mundo y esta vida, como lo que presta pleno sentido a la existencia humana. Otra representación literaria de la vida cotidiana es el Diario de Witold Gombrowicz. Aparte de su reconocida veneración por Montaigne, su Diario, si le cabe algún género, corresponde al peculiar modo que marcan los Ensayos. Idéntica atención a sí mismo, análogo discurrir deshilvanado y creador de su propia imagen, igual autoexamen del objeto inmediato que es su propio “yo” reflexivo. Lo cotidiano es la substancia misma del relato; en el primer tomo de la edición española de su Diario, Gombrowicz declara: “Publico lo que antecede para que sepáis cómo soy en mi vida cotidiana”. Por lo demás, la confrontación de dos fragmentos muestra, si no la imitación, sí la semejanza de temperamento y una cierta co-afinación anímica. Dice Montaigne en el libro III, capítulo 11, en el Ensayo “De los cojos”: En el mundo no he visto monstruo ni portento más expreso que yo mismo: nos acostumbramos por hábito a todo lo extraño, con el concurso del tiempo; pero cuanto más me frecuento y reconozco, más mi deformidad me pasma y menos yo mismo me comprendo.


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Puede leerse en el Diario Argentino de Gombrowicz, recientemente reeditado: Ningún animal, batracio, crustáceo, ningún monstruo imaginario, ninguna galaxia, me son tan inaccesibles y ajenos como yo. (¿Una idea fútil?). Te has esforzado durante años en ser alguien, y ¿qué has llegado a ser? Un río de acontecimientos en el presente, un torrente tempestuoso de hechos fluyendo en el presente hacia el momento frío que padeces y que no logras referir a nada. El abismo, he ahí lo único tuyo.

Tanto el Diario de Gombrowicz como los Ensayos de Montaigne comparten, en un aspecto, el destino del Quijote: Cervantes publicó la Segunda Parte cuando la celebridad del personaje lo consagraba en toda España como best seller con toda la fama y el aplauso jocoso de innumerables lectores. Montaigne, a su vez, al cabo de las sucesivas ediciones de sus crecientes Ensayos, tomó conciencia de su propia figura literaria, y la extensa difusión de sus escritos lo impulsó a decir más de lo que se hubiera atrevido antes del público reconocimiento de su obra. Gombrowicz, por su parte, cobra progresivamente conciencia de su forma literaria, a medida que las entregas de su Diario a la revista polaca Kultura multiplican sus lectores. Frente y contra el público –primero, naturalmente, los lectores polacos– proyecta en el Diario su figura, buscando la resonancia, la adhesión o el rechazo de los destinatarios. Dice, en un fragmento del Diario, donde, en bastardilla, habla de sí mismo como de otro: “[...] en realidad, él no sabe qué hacer con ese Gombrowicz que, desde hace algún tiempo se le aparece en los periódicos extranjeros, ya internacional, europeo, ya casi universal [...]” “[...] y no le es lícito, en un asunto tan personal, tan suyo, entrar en unos caminos ya trillados, él tiene que encontrar aquí su propia solución, y a la pregunta ‘¿cómo ser grande?’ debería dar una respuesta totalmente particular.”

De todos los estilos de “grandeza” a que pasa revista, lo único que le resulta aceptable es la estrategia de Thomas


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Mann, con su ambigua manera de articular lo bajo con lo alto, en palabras de Witold: “[...] la grandeza con la enfermedad, el genio con la decadencia, la superioridad con la humillación, el honor con la vergüenza [...]”. Claro que ese perturbador acoplamiento le suscitaba su propio tema –análogo– de la seducción por la inmadurez, la juventud, la belleza de lo torpe y todavía no formado. Digamos, de paso, que este truco de desdoblarse en narrador y otro personaje, es el mismo procedimiento estilístico que en La Seducción marca la disociación en Witold y Fryderyk; en Cosmos, Witold y Fuks (que se profundiza en Witold y León); en El Casamiento, Enrique y Pepe, y en general, quizá el origen de este desdoblamiento esquizofrénico radique en su infancia, en aquella rabia que le producía la doble personalidad de su madre. era por naturaleza –nos dice–: impulsiva ingenua caprichosa de una cultura más bien mundana anárquica miedosa golosa enamorada de las comodidades se imaginaba que era razonable lúcida disciplinada intelectual organizada valiente frugal ascética heroica incluso

En Buenos Aires, Witoldo llevó por mucho tiempo una existencia oscura, desconocido, en la miseria; pero guardaba en reposo, por dentro, su irrenunciable vocación por la escritura. Una doble vida: cuando, en la pizzería de Morón, se supo que había aparecido con su firma un escrito en el suplemento literario de La Nación, la risueña popularidad de que gozaba entre los jóvenes parroquianos se trocó en respeto y distancia.


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Por lo demás, actuaba, encarnando un personaje ficticio, artificial y casi payasesco. Su Yo profundo, el simple yo semejante a cualquier otro, jamás lo exhibía. Amor, debilidad, inmadurez, ternura, morían al nacer tras la máscara irónica, burlona, de su “forma” pública “Gombrowicz”. Al final de su vida, en el llamado Testamento concluye: En mi vejez, la vida se me ha vuelto más fácil. Navego con seguridad entre mis contradicciones, mi voz se ha hecho más firme, sí, sí, me he hecho mi agujero, desempeño mi papel, soy servidor. ¿De quién? De Gombrowicz. [...] Desembarazarse de Gombrowicz, comprometerlo, destruirlo, he aquí algo que sería vivificante... pero no hay nada más arduo que luchar contra el propio caparazón.

En los autores que sobresalen en este género –que a falta de algo mejor llamaremos antropocéntrico–, tal como se da en todo gran arte, se opera una transubstanciación de lo banal, lo obvio que sucede a diario, en singularidad, en punto de vista obstinadamente fijado en la idea o modelo según se lo muestran sus ojos y todos los sentidos de su cuerpo. Se trata de una singularidad buscada y explícita, de lo que es tal cual es, que ignora la moralidad; sólo la intención estética impulsa a fabricar el objeto único que es la obra de arte. Lo cotidiano como tal frecuentemente se ve transpuesto en denso y original relato, como en la obra de Kafka, donde lo banal, lo consuetudinario y corriente sirve, precisamente, para la irrupción del absurdo, que se abre en esa oscura pesadilla, en ese vértigo del sinsentido que se apodera naturalmente de nuestro ánimo, en una visión perturbadora que aceptamos como una nueva dimensión del destino. Estoy muy lejos de agotar el tema. Sobre todo, sería menester un desarrollo pormenorizado de las categorías estéticas –modos necesarios, susceptibles de adiestramiento– que permitan una relación más libre con la forma, menos supeditada a las normas consagradas y que, más que una mejor relación con el arte, apunte a una estética del despliegue del propio “yo”, que conduzca la existencia de tal modo que alcance el sentido de una obra de arte.


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Disfrutando de la paz campesina, en familia, con su hijo Adrián y su nieto Tomás

Alejandro con su hija Paula y su nieto Tomás, en el campo de Corrientes.


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ÍNDICE ÍNDICE Dedicatoria .................................................................. 5 Agradecimientos (Rosa María y Kikí Elorza) .................. 9 Una clase inaugural de filosofía en el CBC (1996) ........... 11 I. “Advertir que cualquiera puede pensar…” .................. 21 Notas sobre la especulación y la literatura (1952) ........... 23 Episodio del Ministerio de Defensa (1953) ..................... 27 Sobre la libertad en la enseñanza (1951)......................... 37 II. “Sé que en general mis clases son bien recibidas…” ........ 43 En torno al esquematismo kantiano (1995)..................... 45 Agustín y Kant (1996)................................................... 55 Buber y Kant (1996)...................................................... 69 III. “Hay pensadores que ofrecen una particular intensidad…” .................................................. 85 “Cuando pienso que pienso no consigo…” (s/d) ............ 87


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La contradicción (1980) ................................................. 89

Desdoblamiento de la autoconciencia y dialéctica intersubjetiva en Hegel (1980) .................. 113 Un epígrafe (s/d) ......................................................... 125 “Canta el cielo desierto ¡Dios ha muerto!…” (s/d) ......... 127 Montaigne y la filosofía como ficción (2001) ................. 131 Spinoza con Deleuze (2006) ......................................... 139 IV. “¿Por qué y para qué filosofía?” .............................. 159 Semiótica y psicoanálisis (c. 2002)................................. 161 Fundamentación filosófica de las categorías semióticas. El pensamiento de Peirce considerado como un Interpretante del pensamiento de Kant (1994) ................... 175

Reflexiones acerca del concepto de familia (1991) .......... 185 Acerca del significado de la identidad (1989) ................ 193 Muy cerca del objeto en sí (1990) ................................. 201 El signo en la teoría del conocimiento .......................... 211 El co- del conocimiento (1979) ..................................... 217 V. “Advertir que las ideas están, como las palabras, en nuestras manos…” .................................................. 223 Gombrowicz entre nosotros (1969) ............................... 225 La visión del mundo de Gombrowicz .......................... y su relación con la Argentina (2004) .......................... 233 Schulz/Gombrowicz. Una polaridad dialéctica (1998) .... 247 La amistad con Gombrowicz (1979) ............................ 257


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La despedida (1979) ................................................... 283 VI. “Gombrowicz o la seducción” ................................ 285 Vanguardia y vida cotidiana (2002) ............................. 287


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