El corrido del quemado Fernanda Melchor
2002 El gordo, sin quitarse los lentes oscuros, comenzó a pasear sus manazas sobre el teclado. Voy a cantar un corrido que de mi memoria escapa Con florituras de acordeón, un bailecillo de sus dedos. Cantaré lo sucedido allá por Tatahuicapa Y Agustín movía la cabeza junto a la bocina, igual el taxista que nos condujo a la casa del gordo, también llamado Armando Terán (y su Magia Digital, anunciaba el rótulo sobre su puerta). El puro verbo fue el que nos hizo llegar hasta la casa del músico, después de haber pasado la tarde entera varados en la triste villa de Isla, buscando el expediente. Jacobo nos llevó en taxi hasta en centro de Playa y convenció a Terán para que nos tocara el corrido, escrito a finales de los noventa por un tal Panuncio Mendoza. Un violador y asesino de la muerte no se escapa De Veracruz a Tuxtepec, y de ahí a Playa Vicente y luego a Isla, y de regreso, sin encontrar nada, ni un papel, puros testimonios de oídas sobre el quemado de Tatahuicapa. 1996 La Unión Progreso Tatahuicapa, Veracruz. Población: 236 personas. El treinta y uno de agosto fecha que traigo en la mente Un sábado soleado. El agua del río estaba clarita. Daba gusto verla, ganas de zambullirse. Quizás más tarde, pensaron muchos, dirigiéndose a la faena. Quizás después de que la asamblea se reúna, allá en las canchas del pueblo. Se ejecutó un linchamiento cerca de Playa Vicente Un grupo de casas debajo de una loma. Una cancha de tierra, una iglesia, árboles de mango. Tatahuicapa es el pueblo que lo quemó con su gente. Los hombres, a caballo. Las mujeres, en grupos. Todos sobre el mismo camino lleno de piedras.
2002 De Playa nos fuimos a Cosamaloapan, al penal Morelos. Queríamos el expediente, la causa penal número 201-96 de la que nos había hablado el licenciado de Isla. Queríamos ver el video, el que estuvieron pasando en el noticiero local, el que obligó a las autoridades del estado a secuestrar el 4 de septiembre a la mitad del pueblo para hallar a los responsables, a los verdugos de aquel hombre que, vestido solo con una trusa roja, ardía amarrado a un árbol. Queríamos ver el expediente, la autopsia, las fotos, todo, sentirnos detectives por un fin de semana. Hubiéramos estado dispuestos a entrevistarnos con los linchadores, hablar con ellos, preguntarles sus motivos. 1996 Alguien replicaba las campanas de la iglesia. Una voz irreconocible salía de las bocinas colgadas sobre los árboles, penetraba las casas por las ventanas abiertas, por los corrales y los hoyos en los tabiques. “Se llevaron a doña Anita”, decían las señoras que volvían corriendo, llenas de espanto, por el camino que llevaba al río Lalana. En la orilla los hombres, machete en mano, se abrieron camino hacia los gritos. Decenas de rostros asomaban por entre las matas. La gente, de pie en los dos márgenes, señalaban hacia un hombre dentro del agua que miraba aterrado los palos que blandía la gente, un casi muchacho que llevaba todavía prendida, de los cabellos, a la señora Ana María. El cuerpo orondo de ella flotaba en el agua, bocabajo, junto a las prendas que pensaba lavar esa mañana. Un joven de veintiocho años era Rodolfo Soler Ladrón de ganado, violador y mariguano conocido por la comunidad, varias veces preso. Ése día que lo agarraron junto al cadáver de doña Anita lo llevaron a golpes a las canchas del pueblo, donde los hombres de la ranchería esperaban a que diera inicio la asamblea ejidal, como cada último sábado del mes. Amarraron a Soler con una cuerda de nylon y le dieron toques con un cable eléctrico hasta que se le chamuscaron los vellos de las piernas, para que confesara su crimen. No le importaba el tamaño o si era niña o mujer Y entonces llegó la autoridad: la secretaria del ministerio público, el comandante de la policía municipal y el de la policía judicial de Playa, con diez achichincles. El pueblo entero estaba presente en las canchas, incluyendo
las mujeres y los niños, que gritaban. Que se le linche, que se le mate, que se le queme, para que no salga en seguida, para que no regrese a causar peores daños, si no al rato las hijas no van a poder andar solas, si no va a regresar y va a seguir violando a las mujeres. Las autoridades fueron a la casa de Genaro Avendaño, marido de Ana María, a revisar el cadáver. Regresaron para consignar a Soler pero el pueblo había levantado un acta de juicio popular en la cual se acusaba y condenaba a Rodolfo Soler en virtud de una ley interna del ejido: “correr a los maleantes o matarlos, según su delito”. El acta termina con un Sufragio efectivo, no reelección y las firmas de los 154 adultos de Tatahuicapa. Pero lo quemaron vivo Ya no lo volverá a hacer La autoridad se marchó. Para entonces, Soler ya ni siquiera levantaba la barbilla del pecho. La multitud lo condujo a rastras hacia el cementerio. Genaro Borromeo, el hermano de la señora Ana, le amarró los brazos a un árbol con alambre de púa. El topil del poblado, el único que portaba un arma de fuego, le quitó el pantalón y se lo amarró al rostro; le vertió encima una lata de dos litros de gasolina. El hijastro de Ana María, Bulmaro Avendaño, le prendió fuego. Soler gritó por un par de minutos. La media hora siguiente solo se quejó. Ya en el suelo le vaciaron una segunda lata de combustible. Todo fue filmado por Cástulo Martínez, natural de Tatahuicapa que había trabajado como mesero en Estados Unidos y tenía una cámara VHS. 2009 Tatahuicapa: el fundillo de Veracruz, pensamos, mirando el mapa. Tres horas a Tuxtepec desde el puerto. Una más, en autobús de tercera, hacia Playa Vicente. Dos horas de brecha para llegar al poblado. Trece años después del doble crimen. Sobre los lados de la carretera, campos de caña y sembradíos de piña. Pongan atención muchachos no agarren ese camino Nadie nos quiere llevar al río. Los ojos negros de las mujeres nos acusan. Aquí todos son parientes y más vale no andarse con chismes. “No se metan donde no los llaman, muchachos, ¿qué no vieron Canoa?” había dicho el imbécil del licenciado, la última vez que acudimos a su oficina.