LA MASCARILLA Luis garcía Orihuela El sujeto apareció de pronto y cruzó la explanada mirando a uno y otro lado mientras tomaba toda clase de precauciones a cada paso que daba. Iba bien pertrechado de artefactos protectores por todo el cuerpo. En su espalda cargaba una mochila que se antojaba pesada, pero que a todas luces se notaba estaba acostumbrado a cargarla. El rostro permanecía oculto por la mascarilla que le protegía de la atmosfera contaminada que inundaba con su presencia calles y montañas. Ya no habían cielos azules y poéticos, ahora eran tonalidades de grises, de blancos lechosos los que cubrían todo el horizonte estuviese uno dónde estuviese. De seguro se sabía una presa codiciada y expuesta en aquel claro del bosque por el que debía de pasar. Aunque el disparo lo debía de efectuar desde más de ochocientos metros de distancia para no ser descubierto por él, no podía correr el riesgo de fallar y darle a la cabeza. Un tiro difícil, ya que mi arma comienza a dejar de ser precisa a partir de esa distancia de los ochocientos metros. El premio gordo no era la comida que pudiese llevar, las armas o la munición. El gran premio era la mascarilla que llevaba puesta, el artículo más codiciado y escaso por todo el planeta.
A pesar de los protectores antipolución puestos en el rostro, (fabricados artesanalmente por mí, con restos de aquí y allá), pude comprobar como al disparar mi Dragunov SVU recortado, sonaba como un segundo disparo casi al unísono. Sentí que los pelos se me erizaban bajo el casco y vi caer abatido mortalmente al portador de la mascarilla. Había, al menos, un segundo emboscado, y con un arma de largo alcance como mínimo tan buena como la mía o puede que incluso más. Pensé que si yo no le había descubierto a él, tampoco parecía fácil pensar que él lo hubiera hecho conmigo. Mi camuflaje era muy bueno y acorde al lugar en el que me hallaba. Aún así, la confianza era el cáncer de cualquier francotirador. Exponerse ante un visor de mira telescópica de precisión aunque tan solo fuera por menos de un segundo, podía significar la sentencia de muerte. En poco más de dos horas anochecería, y aunque mi rival por la presa pudiera llevar visor de infrarrojos, era un riesgo inevitable que tendría que correr si quería cobrar mi premio y hacerme con la ansiada mascarilla. Era eso o abandonar la partida y darla por terminada. Estaba convencido de que mi adversario no lo haría, y yo tomé la firme decisión de que al menos no se lo pensaba poner fácil. Durante el tiempo que estimé pasado de unas dos horas, o quizás algo más, oscureció. Las sombras comenzaron a fusionarse en una sola y envolver el cuerpo del muerto como si fuera un lienzo de luto.
Los problemas no tardarían en surgir. Lo sabía bien. De hecho ya estaba comenzando a notar los primeros síntomas. La rigidez de la postura estando tendido en el suelo, aunque la había estudiado antes de apostarme, llegaba un momento en que se hacía dolorosa y los miembros podrían quedarse dormidos. Por otra parte las necesidades fisiológicas antes o después harían acto de presencia, creando pues una necesidad imperiosa a la par de arto molesta. Mi plan consistía en acercarme reptando en cuanto fuera noche cerrada y arriesgar el todo por el todo. La mascarilla bien valía el esfuerzo. La proeza nunca fue el acertar en el disparo, sería el hacerme con la mascarilla. Llevaba
recorrido
apenas
unos
veinte
metros
en
probablemente más de una hora de tiempo, cuando entonces el factor suerte jugó a mi favor. Por una vez la maldita contaminación que estaba diezmando a la población más que las balas, me sonrió. Mi emboscado contrincante tosió. Fue una tos breve y contenida, apenas audible para alguien que estuviese alejado, pero no para mí que estaba pendiente y a poca distancia de él sin saberlo hasta ese mismo momento. Disparé casi como acto reflejo hacía dónde había partido el sonido de la tos. Rodé acto seguido varias vueltas por el suelo sin soltar mi Dragunov esperando así poder eludir el impacto del disparo de mi contrincante en el caso de yo no haberle dado. Volví a disparar y escuché. Solo el sonido de la noche y de mi
corazón logré escuchar. No le había matado yo. Lo había hecho la contaminación al provocarle el ataque de tos. Tomé del otro cuerpo mi ansiado premio por el que había arriesgado mi vida, La mascarilla estaba intacta y era de buena calidad. Me quité con rápidos gestos los andrajos que llevaba protegiéndome el rostro y los tiré a un lado. Escuché un leve ruido y un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Caí en la cuenta de que había pasado a ser un objetivo.
Allan kardec Ouija. Un ruido. Temblor de manos. Todo es emboscada en las mesas. Letras. Frases hechas. Calles. Las palabras se deslizan Por mis labios. La copa está llena. Mi nombre es aquello que incita A escribir cuando hay nieve. Una invitación a la nada o al lugar De todos. Depende del lugar. Del más allá. Estoy en las habitaciones de las hojas. Una lágrima. Me deslizan. Sin soles ni vientos por el suelo. Aquí todo flota. es noche El mundo duerme Mientras los crujidos hablan.
Tusitala Enterrado entre las rocas Mirando el mar y muy sediento He soñado esta noche Que escribía un cuento Sobre la bebida y todos sus excesos. Un cuento sobre La pérdida del espacio y Del tiempo. Sobre mil espectros Que me roban el tesoro oculto De mis versos. Un cuento Sobre la resurrección de cadáveres Sobre un medicamento que Multiplica su persona y su silencio (Bastón en mano desde lo más Profundo). Su esposa quemó su llanto Un cuento sobre extranjeros Por esta ciudad Con las manos ardiendo E incluso un cuento sobre todos Los demonios del averno. Sobre eso quise escribir Sin saber que al fin fui tusitala -el que no está cuerdoUna roca mirando hacia la costa En los mares del sur. (A Robert Louis Stevenson)
CON FLORES Y VODKA Y si te espero sin callarme para que me muerdas la boca Si te espero como si no hubiera mañana y si del presente nos quedara menos de una media gota. Y si espero con flores y vodka Para que acaricies mi alma con tus versos asesinos, de los que tanto me fascino Y besar tus ojos como solo lo haría una loca, así sin trucos baratos de amores de un rato, Quedémonos como amantes clandestinos, con rumbos inciertos y los mismos instintos. Y si te espero con flores y vodka Y te regalo caricias sucias para aniquilar del camino las angustias Y me brindas una melodía, de esas que son de pasión y melancolía Y si a la orilla del librero me abrazas con esos brazos tuyos tan voraces ,que son de mis males las medicinas más eficaces.
Y si te espero con flores y vodka Mientras me resisto, e insistes, te seduzco y desistes ,pero llegamos al mutuo acuerdo de entregarnos a un cálido y explosivo encuentro, habitas mi piel con un sabor a noche, y a té con miel. Y si te espero con flores y vodka mientras mis alegrías te cuento y tus tristezas ahuyento y si nos volvemos el poema aquel de García Lorca que en el corazón se siente aquel que dice:”Pero sigue durmiendo, vida mía. ¡Oye mi sangre rota en los violines!” ¡Mira que nos acechan todavía y si te espero con flores y vodka para decirte que te adoro y te sigo aunque seas mar y yo roca y que si en esta vida te quiero en otra si volviera a nacer también lo haría. Anne Avalos
El sexo Empezar hablar de sexo me incomoda cuando lo tengo que hacer con la gente que no le tengo una gran confianza. Mi gran confianza tiene que ver con el tiempo, amistad, el amor por regla general es la amistad, pues es una combinación excelente.
Cuando el amor está involucrado, hablar de sexo tan
carnalmente es un poco delicado ya que puedes pasar por insensible. Hoy voy a contarles un relato de una chica que le gustaba mucho jugar con sus encantos, no voy a decir el sexo porque no era eso. Podía pasar sin él, pero le encantaba seducir a los demás. No le importaba el género si le gustaba la persona se involucraba. Oh, me arrepentí, moriré con ese secreto sexual. Solo quiero decir mi opinión del sexo y del amor. El sexo es una cosa íntima cuando estamos pensando en el sexo o teniendo sexo estamos pensando en nosotros como si fuera un acto necesario, pero no como ir al baño o hacer alguna necesidad porque eso sería demasiado soez, pero los seres humanos necesitamos tocarnos,
refregarnos,
mimarnos
un
masaje,
hacer
deporte,
contemplar una puesta de sol, contemplar el mar cualquier cosa que sea mimo es como tener sexo. Incluso nosotros mismos podemos proporcionárnoslo Yo me digo por la noche, "buenas noches bonita, no te preocupes, todo va ha salir bien” y me doy la mano, la izquierda con la derecha las apoyo a la cara y me duermo Somos seres sociables necesitamos salir, tocarnos amarnos y no buscar extinguirnos. Clara Bologna
Llegué al lugar del hecho alrededor de las 22.00. Para ser más preciso, a las 22.15. La puntualidad no siempre me dio certeza, pero sí un cierto alivio. Como si llegar temprano fuese el preludio de la verdad. (Ese tesoro deseado, al menos desde la mirada perversa de mi coraza). Al fin y al cabo, el cuerpo, cansado de esperar, termina vomitando su evidencia. Entonces me replanteo lo del tiempo, y caigo en la esfera de la duda, sí, de esa duda que alimenta mi obsesión. Está lloviendo, de manera intensa. Jean Jaures es un desierto mutilado por el agua. Una lámina blanca cae a pedazos sobre el asfalto impávido. Su crujir es una exaltación. En las cercanías se escuchan gemidos de amantes que improvisan su placer ante el manto húmedo de esta lúgubre ciudad. Una luz de escasa intensidad promueve la liturgia prohibida de dos cuerpos entregados al grito mezquino de un tiempo que se ahoga. Me quedo pensando en esta escena, tal vez porque aún me restan dos minutos más para entrar a la siguiente, la cual será diferente y similar a tantas otras. Regreso a aquello de lo que entiendo que es mi realidad. Dirijo mi vista al edificio que es hoy mi destino. Cruzo la avenida, por esas horas desolada. Subo los cinco escalones de ingreso, custodiados por dos grandes andamios. Al parecer, estancados. No registran evidencia de haber sido utilizados por ninguna persona de mantenimiento desde hace años. La estructura es añeja, de los años cuarenta. Calculo esto por el espesor agrietado de sus paredes y por el diminuto ascensor de puertas corredizas negras, con capacidad para tan solo dos personas. Todo en su armonía es lamentable. Un deterioro progresivo y susceptible al preludio de cualquier tragedia. Debería tomar el ascensor. Aunque solo lo observo con la sutileza que me provoca esta fobia maldita. Estos edificios parecen llevar consigo el signo de la muerte. Un sello que, impregnado en sus paredes, agudiza mi percepción. Existe en el ambiente un repugnante olor a abandono. No puedo dejar de ser obsecuente a este olfato quisquilloso. Apuro mis
pasos para evitar que mis fosas nasales absorban esta humedad empecinada. El tránsito me lleva hasta una escalera generosa de mármol de Carrara. Subo el primer escalón. El contacto con esa tarima álgida repercute en mis pies solitarios, que ahora se tornan fríos. Casi mortuorios. El crujido que dejan mis zapatos de charol al rozar estos trozos de escarcha es un alarido salvaje que perfora mis oídos. Los escalones son treinta y dos. Una cima que mi ansiedad y yo pretendemos alcanzar a cualquier precio. Siempre es así. Lo pienso y hasta me da risa. Jamás termino de acostumbrarme a esta necesidad de escarbar el misterio, de desmenuzarlo, para luego devorarlo, y así nuevamente alimentar mi ego. Creo escapar, pero voy metiéndome aún más en la piel de la barbarie. Me llamo James Barton y, aunque suelo acariciar la muerte con lujuria, siento también por ella una indiscutible pena. Una compasión lejana y amorfa, pero pena al fin. La puerta es la C, del séptimo piso del edificio Bristol. El muro sellado es de madera carcomida, un descuido del hombre más que del tiempo. La golpeo con ansias, como queriendo derrumbarla. Como si al hacerlo despojara la desidia que envuelve este lugar. Como si ese golpe seco fuese a darme los primeros indicios de verdad. Mi profesión me obliga a encontrarla, aunque con mis uñas tenga que escarbar los ladrillos de estas vallas decrépitas. Me instalo frente a la puerta que tengo delante. A segundos del primer golpe, asoma una mujer de unos sesenta y tres años, cubierta por una bata gris y con unas zapatillas de cordones negros a medio atar. Detrás de sus ojos empañados en lágrimas, asoma un azul de color intenso. Como si existiera una segunda capa que los cubriera. Me detengo a apreciarlos con cierta admiración: una de las virtudes que aún llevo conmigo. —Buenas noches, soy el oficial inspector de División Cuarta de Stand Grove. Con la credencial distintiva que se eleva soberbia desde mi mano derecha, me anuncio con cortesía limitada. Aprovecho
esa liturgia para extraer, del bolsillo interno de la campera, un anotador improvisado y una pluma negra Iridinoid, mi preferida por años. Como diría mi abuelo, en mis recuerdos de infancia: «Artilugios para despistar a la gilada». —Buenas noches, inspector, soy Anastasia, la mamá de Aurora. ¡Bueno, lo fui hasta ahora! — exclama la mujer de voz acongojada y de ojos ahogados por el llanto. Sus lágrimas cubren el surco de su rostro níveo e insípido como el agua. Me detengo unos segundos. A esta altura no puedo permitirme distracciones. El campo, o sea el departamento, se encuentra avistado por innumerables personas. De este universo debo sustraer a los fundamentales, y eliminar a quienes se apersonan para contar chismes en la feria del domingo. Existe en este habitáculo una esfera inconclusa de aire viciado. Una masa que permite olfatear el miedo. Una vez más, mis sentidos se agudizan para escarbar el terror acumulado en la mirada de los presentes. Camino tres pasos hacia adelante, mientras los visitantes acompañan con la vista mi breve trayecto. Es como subir al escenario y, sin saber el libreto, comenzar a improvisar. Nadie sabe lo que diré y, sin embargo, están todos atentos. No se percibe más ruido que el de sus propios latidos. La habitación se encuentra provista de ocho personas. Tres de ellas, menores de edad; cinco, entre los cuarenta y sesenta años. De los adultos, tres son del género masculino. La primera impresión es la que me registra la imagen, en esta antesala de terror. Porque, aunque aún no haya llegado hasta la víctima, sé que me encontraré con algo desgarrador. Si hay algo que nunca perdí, ese algo es la lógica de la percepción. Creo que jamás lo haré mientras continúe siendo el rey de este juego macabro.
La puerta de la habitación se encuentra cerrada. No con llave: simplemente asomada. Voy camino hacia allí, mientras una ola de miradas atónitas implora que no lo haga. Tumban sus miradas al piso, como si se les escapara del cuerpo. Mientras, yo avanzo sin piedad. Oprimo mis manos y giro el picaporte; su tornillo desajustado roza mi guante negro. Deshilacha la punta del dedo pulgar. La abertura se abre mientras emite un rugido de fiera hambrienta. Estoy dentro de la habitación de que lo en vida fue Aurora. Hoy un cuerpo amorfo yace sobre su cama. La figura de una mujer de unos cuarenta años posa indiferente ante cualquier murmullo. Yace boca arriba, como queriendo suplicarle al cielo una explicación. Como diciendo que ya no le hace falta ese manto tibio de sangre que la está cubriendo. Que ya no tiene frío, ni tiene miedo, ni tiene nada. Me acerco a ella, mientras cierro la puerta que invita a los curiosos. Me aferro a su soledad y a la impotencia de darle de manera inmediata una explicación. Pero necesito hablar con ella. Su cuerpo irá dándome las respuestas. Como en un acto de amor, será consecuente a mis intenciones, que no son otras que la firmeza más cruel y sensata de lo que en verdad ocurrió. No dejo de mirar su silueta desnuda. Sus signos vitales dejaron de existir hace aproximadamente tres horas. El aura aún permanece en la habitación; la percibo, aunque no soy creyente. Siento la necesidad de crear un dios que implore y se haga cargo de esta crueldad. Tomo sus manos que aún resisten al sudor acumulado. Miro sus ojos claros que insisten en el cielo. Desorbitados y abiertos a la duda, seguirán dando evidencia. Su boca entreabierta es un hueco donde se esconde su último aliento. La última palabra lanzada al aire y retenida en esta habitación dormida. Sus piernas son dos muelles abiertos al horizonte más oscuro y miserable. Sus pechos desnudos, un campo de batalla agrietado. Un grito apuñalado aún yace en el aire de este reducto de infierno. Una súplica que no llegó a destino, que masticó esa fiera asquerosa que hoy es mi objetivo. Por eso
estoy aquí: para desmarañar este desorden de sábanas que destapan el último gesto. La imagen atormentada que albergó el rostro de Aurora. No quedará impune. Soy, en el arte de esta profesión, un depredador. Mastico a mi presa hasta asfixiarla. Merodeo la causa, hasta encontrar la guarida. Allí donde habita la verdad. Soy un lobo sanguinario que se esconde y aguarda las huellas en el lodo de la torpeza. Esa debilidad que la fiera manifestará inevitablemente. El ventanal de la habitación se encuentra entreabierto. Siento un frío definido por un viento que asoma. Es delgado. Consecuente a la dimensión que existe entre cada gajo de abertura. No mayor que cinco centímetros. Suficiente para distraerme. Acudo a cerrar la ventana, mientras escucho un crepitar desde la madreselva crecida del balcón. Mi sentido agudizado por la desconfianza me permite tomarme atribuciones, que a veces distorsionan el sentido común. Pero estoy solo en esta causa: aún no han llegado refuerzos. Me encuentro en la realidad suprema de advertir que el tiempo es limitado. Que no puedo ahondar por tantos vericuetos. Que debo ser cauteloso y esperar a que el cuerpo hable, desde su templo más silencioso y desde su verdad infinita. Mientras tanto, escucho voces que provienen del comedor. Sí, han llegado los forenses y el cuerpo policial. Junto a los familiares y curiosos, han trazado un terreno de posibilidades. Una geografía que habrá que comenzar a trabajar. Es hora de ahondar en las primeras preguntas. Salgo de la escena y me aproximo a una de las cinco personas adultas que allí se encuentran. Comienzo con la tertulia rigurosa de indagaciones. Primero por las banales, para ir tomando el pulso de confianza necesario. La presa no debe sospechar que será devorada. En esta incertidumbre se ampara el resultado. Mis ojos alertan alteraciones colectivas. Miradas que como ríos confluyen en el cauce de la complicidad.
Seguro, el miedo desplazará de su tablero la pieza elemental. Pero el juego nunca es del todo factible. Prosigo con las preguntas a cada uno de los visitantes y, mientras hilvano la primera hipótesis, voy anticipando próximas estrategias. Un nudo que iré desenmarañando con esta paciencia felina que me caracteriza. La noticia de la muerte fue anunciada por el portero quien, luego de varios llamados, ingresó al departamento y se encontró con el peor de los cuadros. Luego, el llamado obligatorio, los vecinos, la madre y dos primas de la víctima que por esos días habían llegado al vecindario de visita. Los hombres, amigos circunstanciales, y hasta ahora piezas elementales de una complicidad que se huele. Una postal familiar que se incendia ante la mirada inquietante y prejuiciosa de la moral. Todo va encajando de manera minuciosa, aunque los detalles de alcoba no juegan en este cuadro, no dejan de perturbarme. Estoy a punto de interrogar a quien me llamó la atención no bien saqué la lapicera de mi campera. En ese momento, un viento proveniente de la habitación hace epicentro en la sala. Sacude la puerta de manera violenta, la abre y la cierra, manifestando un golpe seco. Entonces recuerdo que la ventana quedó entreabierta y que los cinco centímetros podrían haber ampliado ese perímetro de grieta, golpeándola de par en par. Es una posibilidad pero, hasta no ingresar, la duda me exacerba, por lo que ingreso de inmediato y veo que los gajos de la abertura se encuentran exactamente en la misma dimensión. Un espesor que no debería alterar el curso del viento. Todo sigue en su lugar, menos la evidencia más concreta, el único cuerpo que podría darme fiel testimonio de la tragedia ya no yace en su cama. De manera inexplicable, Aurora no está en esta habitación. Tampoco las personas detrás de la puerta, ni el placer de dos almas entregadas al deseo, en este pueblo secular y deshabitado.