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Ayers Rock
from Ayers rock
by Homo vespa
A los cuatro años se tienen certezas envidiables: la leche tibia da sueño; no existen números después del 30; el agua es un desconcierto de gotas que salta de la tina; el mundo huele a los brazos de la madre, al abrigo del padre, al rincón en que se juega.
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Cachetes llega al parque con sus botas azules repletas de dibujos de tiburones, algas y pulpos. Brillan: son plásticas, submarinas y relucientes. No hay tifón, tormenta o huracán que las amedrente. Debajo del brazo, el pequeño lleva una caja plateada con el Quijote grabado en la tapa que sirve para guardar especímenes de plantas a las que algún día dará nombre. Regalo de la fortuna, hoy la caja resuena con 10 cochecitos: Lamborghini, Fórmula Uno, Porsche, entre otros, se agitan en un escándalo metálico en el vientre que los contiene.
Es tarde. El parque está solo. Las resbaladillas y los columpios son aventuras conocidas. En un extremo yace una montaña de tezontle, ese hueco remedo de piedra tan lleno de aire que parece haber sido soplado por algún dios travieso. Al pie del promontorio, Cachetes abre los ojos como si en ellos se descubriera de nuevo el asombro. El niño no duda: recuerda bien las fotos de un libro viejo, algún documental en video. Frente a él, se yergue el Ayers Rock: un enorme monolito que se levanta como un fósforo en el desierto quemado de Australia. Una cabeza de fuego en el medio de la hoguera.
Con sus coches bajo el brazo, Cachetes corre por la falda encendida de la montaña. Intrépido asciende, evita con un movimiento de zigzag a los canguros de los alrededores. Se cae una, dos, tres veces. Se levanta en un respiro. La pendiente es pronunciada. El niño avanza lento; no se detiene. Mientras escala, recuerda a los hombres semi-desnudos con extraños dibujos blancos en el cuerpo que vio en el documental. Ellos contaban que el Ayers Rock en realidad se llama Uluru y es la morada de Uonambi, la serpiente arcoiris cuyo cuerpo está hecho de un tiempo que sólo se encuentra en el lugar de los sueños.
Cachetes no necesita entender para saber que Uonambi espera agazapada en el fondo de la montaña de tezontle del parque de su casa. Con un salto ágil, el chico por fin alcanza la cumbre. En el punto más alto, la caja cae y los cochecitos escapan por las cordilleras en cabriolas de infinitos colores. Es Uonambi que sale de su escondite: saluda de mano al niño y deambula sonriente por la casa en que ha vivido por miles de años.
Las manos pequeñas persiguen al pardo oscuro del Porsche, al azul intenso del Lamborghini, a la estela multicolor del Fórmula Uno. El tezontle vuela; Uluru ríe; Cachetes se revuelca: Uonambi le habla al oído. Los colores invaden cada despeñadero, cada colina, cada hondonada de Uluru. La tarde se extingue. El viento enfurece y la noche acecha. El pequeño escucha el llamado de la madre. Debe regresar con prontitud. Toma su caja, recoge los coches, y se desliza por la ladera de la montaña. Cuenta sus juguetes con rapidez. Se percata de que falta un auto. Busca, revuelve, cuenta una y otra vez del uno al nueve.
El niño examina con atención la montaña. En el lado derecho descubre al extraviado; como dibujando coordenadas, sus ojos nuevos precisan perfectamente donde está el Porsche. Cachetes mira de reojo al montículo de piedras rojas bajo el cual yace el coche apenas perceptible. Quiere recogerlo pero se detiene en el último momento. Guiña un ojo a Uonambi y voltea a otro lado con la firme convicción de olvidar al Porsche. Otro niño descubrirá su color.
Cachetes regresa a casa: sabe que tiene nueve cochecitos en su caja, que siempre tuvo nueve, que nueve es el único número que existe esa tarde. El sol en retirada asiente. Él sabe que a los cuatro años se inventan las certidumbres que valen la pena. No hay mejor certeza que la de enterrar tesoros sin darse cuenta dónde.
Texto: Luis Ramírez Trejo (Homo-vespa)
Edición y diseño: Javier Clériga (Xavoténcatl)
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