Cantata (mujeres de la tierra)

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MarĂ­a Florencia GimĂŠnez de Castro

Cantata mujeres de la tierra

V i a j er a

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Índice Ilustración Clarice, por Juan Pez

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Clarice

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Zamba

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Clementine

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Mareas

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Telar de alfombra, la tierra

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Cauac

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Rococó

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Sobre la Autora

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Por ser mujer sos la tierra, y yo por hombre soy rĂ­o.

Jorge Cafrune, Anocheciendo zambas.

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Clarice – Juan Pez

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Clarice Clarice está sentada. Tiene los ojos cerrados. Poco tiempo. Gira la mirada hacia arriba, a la derecha, donde dicen que miramos cuando estamos imaginando algo.

Clarice sonríe. ¿Murmura o quizás canta? Recita poemas, está desnuda y necesita abrigarse. Es una mujer hecha de viento, anda robándole piel a las palabras. Respira otro aire, con olor a tierra seca, a polvillo, a yesca.

A veces, el rojo.

Clarice empieza a sentir frío, su voz es ahora un susurro. Acomoda el cuerpo, extiende los cabellos, se deja caer. Calla, va quedándose dormida.

El círculo, Clarice. Silencio.

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Zamba Me acuerdo de algunos viernes, en verano, cuando la tierra estaba húmeda. Subía a la máquina, en la parte de atrás. Papá la ponía en marcha y los pajaritos empezaban a amontonarse tras su paso, tratando de agarrar todas las lombrices que la rastra iba removiendo. Creo, que desde ese lugar preferencial, aprendí que hay pájaros de todos los colores: azules, verdes, marrones, negros, rojizos. A veces me distraía un poco, y la abuela decía que eso era peligroso. Ella me pedía que me agarrara fuerte. Yo lo hacía cada vez que me acordaba. Otras veces, me dedicaba a contar cuántas lombrices saltaban y eran cazadas. Pero me terminaba encorvando algo más de lo que debía. Menos mal que desde ahí se veía la casa. La abuela ahí estaba, mirándome, abriendo la boca muy grande, para silabear a-ga-rra-te mientras amontonaba parte de la cortina con el puño de la mano. Papá no se daba cuenta de lo que pasaba, él iba adelante, yendo y viniendo en zig zag, mirando los cerros. Siempre nos movíamos más lento cuando estábamos de frente al Aconquija. En cambio, cuando teníamos que girar hacia la ruta, lo hacíamos rápido. Entonces tenía que sujetarme bien fuerte, se me acalambraban un poco las palmas de las manos y algún que otro mosquito tenía la suerte de picarme e irse volando despacio. Las últimas veces ya había aprendido a ponerme algo de tierra seca en los brazos, porque a los mosquitos no les gustaba posarse sobre mi piel cuando estaba con polvillo. Zequi fue el que me enseñó esa trampa, porque cuando él se cansaba de ladrarles se iba a rechinar al charco de barro. Volvía después muy contento, corriendo y ya no lo molestaban más. Se ponía también a cazar las lombrices, yo lo dejaba un ratito. Después: ¡Shú shú, juera! Porque me espantaba los pájaros y así no tenía gracia.

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Me quedaba ahí toda la mañana. Hasta que la abuela salía a la puerta con la cuchara de madera y la hacía sonar contra la regadera. Ése era el llamado a almorzar. Zequi siempre estaba sentado de antemano al lado de ella, esperando que hiciera el ruido, para también acompañarlo con ladridos. A mí me gustaba, una vez que la veía de espaldas, saltar desde la chapa y hundir los pies en la tierra. Después corría rápido porque papá me retaba y no quería que me gritara muy de cerca. Mamá llegaba cuando ya todos estábamos sentados a la mesa. Estiraba el delantal de maestra y lo dejaba colgando en la ventana de la habitación. Me encantaba cuando la abuela hacía humita, yo le pedía que le pusiera un poquito de azúcar a la mía. Después de comer todos se iban a dormir a la siesta, Zequi también. Yo me quedaba despierta y aprovechaba para irme en bici campo adentro. Allí me disponía a intentar bailar zambas como hacía mamá. No me animaba a robarle el pañuelo y usaba en su lugar una hoja ancha de ficus. Me reía sola porque no me salían bien los movimientos, todavía los sentía extraños a mi cuerpo. De a poco iba dejando que la brisa me hiciera dar vueltas hasta caer en el pasto. La travesura apenas duraba hasta un ratito antes de las tres. Entonces ya tenía que volver rápido para acostarme. Así, en casa todos pensarían que yo también había dormido la siesta. Venían a despertarme cuando eran casi las cuatro, para merendar. La abuela hacía tortillas y compraba la leche recién ordeñada. Mamá después me tomaba lección y me enseñaba cosas nuevas. La noche era fresca, a veces teníamos visitas en casa. Traían empanadas, tomaban vino y tocaban alguna zambita. Mi tío tocaba la guitarra, papá el bombo y mamá cantaba. Con la voz dulce me decía: eres la tempranera, niña primera, amanecida flor, suave rosa galana. De a poco empezaba a sonreírme, con las mejillas rellenitas de orgullo, la más bonita tucumana. Papá, que no solía cantar, empezó Al bailar esta zamba fue y así la invitó a bailar con su pañuelo a mamá, que rendido te amé. Yo los miraba y me daba cuenta de que yo no podía todavía. Me faltaba mi compañero. Mía ya te sabía, cuando por fin te coroné. Sonreían entre ellos y después me espiaban.

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Más tarde mamá me llevaba de la mano hasta la cama. Mirábamos por la ventana, a ver si a través de las copas de los nogales se veía la luna. Lunita, lunera, la saludábamos. Después me regalaba un beso en la frente y me decía que esa música la iba a llevar siempre en mi voz, porque éramos nosotras. Me sonreía suave y corría la cortina que hacía las veces de puerta, apagando así la luz de mi cuarto. De a poco escuchaba cómo las voces, la música y el crujir de los vasos se hacían más tenues, me iban arrullando.

Siempre recordaba esos días cuando salía de viaje, lejos también de la ciudad. Me había ido del campo, buscando más oportunidades. Pero cada vez que subía a la ruta, ya estaba de vuelta en el amarillo, el verde y el marrón, los colores de mi tierra. Esta vez íbamos camino del sur, en un viaje de largas horas. Yo me iba con el té de manzanilla a la parte de atrás de la camioneta y me quedaba con la cabeza apoyada en la ventana. Un día de éstos, cuando termine la gira, voy a ir a visitar a mamá al campo. La noche iba avanzando, la sentía en el frío de la ventana y un poco en los pies. Me levanté a buscar una de las camperas para abrigarme. Estaban todos guitarreando adelante, no se daban cuenta de mi silencio. Quizás por estar tan acostumbrados a escucharme cantar. La vocecita dulce como la de la mamá decía el tío José. Sonreía al pensar en esas noches con la luna más grande de nuestro país. Fui rápido por la campera de Mauricio y volví a mi asiento. Él estaba tocando el acordeón, no le iba a dar frío. Y si le agarraba, que viniera a buscarme a mí. Desperté cuando ya era la segunda mañana, Mauricio no estaba a mi lado y se escuchaban voces que venían de adelante. Me estiré la ropa, el pelo negro recogido. Y caminé por el pasillo despacio, bostezando al llegar hasta ellos. Me miraron todos, menos él que estaba cebando los mates con cuidado. Ahí ta la chinita. Siéntese, mija. Me decía el tío José. Mauricio levantó la mirada, en silencio y le pedí que me pasara la guitarra. Le canté Como un pájaro libre, de libre vuelo, como un pájaro libre, así te quiero. Él

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siguió quieto, callado, dudando. Yo trataba de despertarle los ojos con mi voz, los míos ya no querían acobardarse más. Dejé de cantar, me puse a tararear, hasta que por fin se levantó diciendo: ¿Tamo bien con el tiempo, qué no, José? Vamo a parar esta noche en un restorán bien bonito. Todos aprobamos la propuesta. Después, el tío José y mis primos me miraron, cómplices con su silencio, se había dejado entrever mi vergüenza. Hice sonar más fuerte la guitarra, ¡Esa, una chacarera doble, mija! La gira la habíamos empezado algunas cuántas semanas atrás y nos quedaban todavía unos meses más. Habíamos por fin tenido suerte con un disco hecho a pulmón con el tío y mis primos. De boca en boca y de radio en radio, de a poquito nos fuimos haciendo un lugar en las peñas y de ahí, a los teatros municipales. Decía el tío José que la mamá había sido bien bruja por haberme hecho cantar desde chiquita. Andábamos descubriendo nuevas ciudades, en el centro, oeste y sur. El norte lo íbamos cargando nosotros. Y el este lo trajo a Mauricio. Lo conocí en una peña en Paraná, aunque él era de Paso de los libres. Tocaba el acordeón, chamamé desparramaba por todo el litoral. Dio su primer Sapucay y lo quise para mí. Nos dijo que una gira entera nos podría acompañar, después se tendría que volver. Necesitaba su tierra. El tío José me contó después que Mauricio le tenía miedo, o más bien algo de recelo, a confiar en el amor de una mujer. Quizás por la triste historia de la que había sido testigo con su padre, o por el engaño del que él había sido víctima algunos años atrás. Desde entonces había empezado a tocar chamamé orillero, esa mezcla rara entre chamamé y tango. La música lo obsesionó, y así se fue perfeccionando, hasta empezar a recibir invitaciones de casi todas las peñas en el litoral. Fue eligiendo a cuales ir a tocar, desoyendo consejos, porque no quería dejarse llevar por nada. Solo él era el dueño de su destino. Eligieron un restorán de la ruta, con las cortinas a cuadros y algunas mesas afuera. Entraron despacio, palmas y salió un hombre para darnos la bienvenida. Le traemos música, compay, ¿habrá unas buenas presitas para nosotros? La sonrisa del hombre fue instantánea y llamó a la hija para

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que nos preparara la mesa y las bebidas. El tío José fue hasta la parrilla a ver la carne. Con mis primos nos fuimos sentando, Mauricio tardó en llegar porque fue trayendo algunos instrumentos. Lo quise seguir pero mejor depué, depué, cuando toque bailar una zambita. Casi no probé la comida. Quería estar ligera para él, pero cuando empezaron a tocar chamamé y bailecito parecía que Mauricio se olvidaba de la invitación. Corrí a la camioneta, tomé mi violín y los interrumpí en un silencio coplero. Toqué una zamba, para que me mirara, también la canté, y por último sonreí, para que se animaran a tocar otrita y hacernos el espacio para bailar. Le dejé el violín a mi primo y me fui hasta el centro del salón. Iba a ser nuestra primera zamba, estaba nerviosa, como nunca antes. La hija del dueño estaba apoyada en el mostrador cuando empezamos a bailar. Si es dulce como esa niña. Tenía la misma cara y los mismos gestos que yo cuando era chica. El tío José le hacía señas para que nos mirara los pies y los brazos. Ella no le hacía caso, estaba prendida al aire de los pañuelos, siguiéndoles el recorrido entre nosotros. Viendo cómo se enroscaban, los liberábamos y se extendían. Eran pájaros, de distintos colores, el mío era carmín y el de él, azul. Y airosa cuando la bailan. Mauricio me miraba con los ojos secos, y yo le contorneaba la piel de mis párpados y de mis hombros. El violín nos hacía girar con movimientos repentinos, después, suave, arremolinaba el pañuelo en mi pecho. Si te gana el corazón. Él me perseguía y yo le acercaba apenas la punta de mis pies y de mis brazos. Cuando estaba empezando a callar la zamba, nos acercamos, con el torso enfrentado y él dejó que los pañuelos cayeran entre nosotros, desde las manos hasta el pecho. Esa zamba es tucumana. Finalmente fue silencio, y se animó a susurrarme en el oído que a la noche iría por mí otra vez. La niña se subió de un envión al mostrador, sonriente porque ella había sido la primera en darse cuenta: no era sólo un baile. Después ellos se quedaron guitarreando, yo charlé un ratito con la pequeña, que había quedado fascinada con el baile. Le regalé mi pañuelo, para que practiqués en las tardecitas, con un chico que te guste. Y me fui a la camioneta.

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En la madrugada sentí un brazo sobre mis hombros. Era Mauricio, sonriéndome, con un poco de aliento a vino y las yemas de los dedos algo aplastadas. Me chistó para no despertarme del todo. Me susurraba unas lindas coplitas, bien pícaras, de ésas en las que hay que tener la palma de la mano cerca para que no se noten las risas. Ahí me di cuenta. No me quería dormida a mí, quería que el resto lo estuviera, para que nosotros fuésemos los únicos despiertos, y en movimiento. Lo separé. Vaivén: él va y me dice ven, en la parte de atrás de la camioneta, como dos adolescentes. ¿Me bailás otra zambita si yo te la recito? Y empezó: Si es redondita y jugosa, separaba la tela de mi falda, de mi camisa, para hacerle espacio a sus manos, lo mismo que una naranja, me daba escalofríos, la piel se volvía como la cáscara del cítrico, si es noche cerrada el pelo y me desprendía la hebilla. En seguida volvía a mi cuerpo, tenía las puntas ásperas de algunos dedos. Después de recorrerme, finalmente me daba la razón: esta moza es tucumana. Yo me movía despacito, sobre sus piernas. Él iba, al respaldo del asiento y yo volvía. Éramos el silencio, lo suave, y nos quedábamos así, prendidos del cuerpo. La zamba es como un camino, distancia por dentro, destino de andar, enamorando pañuelos... le susurré cuando ya estábamos con el aliento aliviado, un momento antes de quedarnos dormidos. El resto de los días Mauricio siguió comportándose igual. Era un diurno silencio. En las peñas había algunas miradas cómplices, relajadas cuando tocábamos. Yo cantaba sin mirarlo y cerraba los ojos cuando era una zamba. Sólo teníamos las noches para hacerlas intensas. Las últimas veces ya ni siquiera nos importaba si alguno de mis primos o mi tío estaban despiertos. Era el momento en el que por fin Mauricio se dejaba ser. Y lo hacía solamente conmigo. Aunque nunca me habló de su pasado, ni de sus miedos. Me sentía intrigada y quería seguir sintiéndome así, por eso no le preguntaba, por eso acallaba todos mis impulsos cuando estábamos bajo el sol. Para que después él me buscara en la madrugada. De a poco fueron pasando las semanas. Primero cuatro, como siempre, luego fueron seis, ocho, y hasta once. Me miraba la panza, todavía no se notaba. Pero no sabía qué hacer, tenía miedo, quizás

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él también. Pensé que lo mejor podía ser esperar hasta el último día para contarle, faltaba poco tiempo. Las últimas noches yo había estado muy quisquillosa según Mauricio. Y eso no le gustaba, me pedía que no lo dejara solo por la noche, que necesitaba su zambita. Pero ya no me recitaba y yo le hablaba poco. Ese domingo fui todavía más cuidadosa con las palabras que elegí para revelarle lo que me estaba pasando. Me miró con los ojos mojados, como nunca lo había hecho. Dijo que estábamos muy lejos, los dos asentados en nuestras tierras. Pero teníamos la música para hacerla llegar. ¿Como las sombras del pañuelo, le va anudando distancias? Le pregunté, cantándole esos versos, para que no se sintiera con culpa. Mauricio sin embargo completó la letra: si te consuela y te miente, esa zamba es tucumana. Entonces mi mirada también se volvió húmeda. Levantamos la sonrisa, pero de un solo lado, porque no sabíamos muy bien qué hacer. Fuimos dejando la vista perdida entre las sombras de los árboles que se veían a través de la ventana. Luego su mano me cubrió con todos los dedos el vientre. La mía apretaba bien fuerte un pañuelo, sobre su pecho. Ese jueves fue la última peña, estuvimos en Bahía Blanca. El tío José trataba de convencer a Mauricio para que después viniera con nosotros, y le dejaron la dirección de mi casa en Famaillá. Pero entre burlas y despistes él se encargaba de dejar en claro que se volvía a Corrientes. Apenas podía contestarles, tenía la voz quebrada, o más bien, acobardada. Nosotros no hablamos, tampoco nos miramos, él solamente giraba para buscarme la panza y volteaba la vista hacia otro lado, mordiéndose las uñas. Después se acercó al tío José, le proponía una zamba que no teníamos pensado interpretar. Le pidió que la tocaran ellos, para bailarla conmigo. Empezó a sonar la tempranera. Nuestros pañuelos iban lentos, suaves, tristes, como la zamba. Lloro amargamente, aquel romance adolescente. Cerraba los ojos, me dejaba llevar por el recuerdo de esa primera noche en la camioneta. Los volvía a abrir y él seguía ahí, tratando vanamente de perseguirme. Dura tristeza oscura, gentil amor que no supe retener. Me escapaba, girando alrededor de él, para que me tomara por la cintura y me dijera Oye, paloma mía, esta tristísima

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elegía. Quedaban prendidos los pañuelos y sellada nuestra despedida. Esa noche nos agasajaron con unas habitaciones del club donde tocamos. Ellos en una y yo tenía un cuarto para mí. Estuve escuchando las guitarras, el bombo y el acordeón hasta quedarme dormida, todavía con las luces encendidas. En la madrugada nadie vino a despertarme. Y por la mañana Mauricio ya no desayunó con nosotros en el bar del club. Recién entonces les conté al tío y a mis primos. Volvimos callados a la camioneta, les dije que no quería ir a casa, en la ciudad, seguiría camino con ellos hasta Famaillá. El tío José me dio un abrazo dulce. La vuelta hasta el Tucumán no fue silenciosa, me contaron lo poco que sabían de Mauricio, me di cuenta de que él nunca me había dicho dónde vivía. ¿Ellos quizás...? No les pregunté, sólo suspiré. Hablamos de las fiestas, los carnavales y Semana Santa, después deberíamos descansar y empezar a pensar en la próxima gira. Quizá hasta un coro tengamo, ¿qué no? Jajaja bromearon. Llegamos a los dos días, de tardecita casi. Me bajé en la casa, ellos siguieron camino. Toqué el timbre, y mamá, como hacía la abuela antes, se asomó por la ventana. Estaba asombrada con mi visita, hacía largos años que no pasaba por ahí. Tenía algunos alumnos en la cocina. Seguía enseñando, aunque ahora eran clases particulares. Le dije que la esperaría afuera. El campo se veía más chico, habrían ido vendiendo algunas hectáreas de a poco, y el arroyo parecía haberse evaporado entre los brotes de soja. En la parte de atrás de la casa se veía una chapa oxidada. Recordé los pájaros y empecé a mirar alrededor. Se apoyaban algunos en los alambres que dividían el campo, eran tordos, negros. Me senté a esperar los colores mientras rascaba la tierra, buscando las lombrices para usarlas de señuelo. Recién al rato volvió mamá, riéndose porque me había embarrado como cuando era chica y tenía que regañarme. Nos sentamos a tomar unos mates, papá llegaría más tarde. Le conté todo lo que había hecho en la ciudad, aunque obvié quizás algunos detalles. Pero ella sabía que yo había vuelto por otra cosa, instinto de madre, mija. Y ahí le hablé de Mauricio, se iba a enterar por boca del tío

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José si no. Mamá me miró, sonriendo de a poquito y me abrazó. Me preguntó si él no iba a volver. Le dije que era un hombre de su tierra y nuestro lenguaje era la música. Si volvíamos a hacernos piedra y camino entonces sí. Mamá me dijo que nos cuidaría, después ella le contó a papá, y él no me habló durante algún tiempo. Hasta abril, dos semanas después de Semana Santa. Atolondrada llegó Aimé, con el nombre del viento del sur que la trajo hasta mí. Y, como cuando estaba en la panza, una vez afuera, también quería seguir escuchando a su abuela cantar, mientras yo tocaba el violín y el abuelo, el bombo. Aimé es el viento de un pañuelo, es la pasión de una zamba. Todos los viernes venían por la noche el tío José y mis primos a guitarrear. También empezaron a hablar de volver a salir de gira. Yo estaba llena de dudas, no por Aimé, sino por la nostalgia, la distancia va conmigo, como un largo andar. El tío José hizo hasta lo imposible por convencerme, mis padres también me incentivaban a largarme otra vez a vivir de nuestra zamba. Por fin acepté, pero con la única condición de que fuese recién en septiembre, cuando vuelven las flores y el calorcito primaveral que protegería a mi niña. Finalmente llegó el día. El tío José estacionó la camioneta en la puerta de casa y se hizo anunciar con la melodía de una chacarera doble. Dijo que ya teníamos varias peñas listas para recibirnos otra vez. Lo contaba con una mirada cómplice hacia mi pequeña, todavía algo abrigada entre ponchos. Ese viernes habían llegado bien temprano, todavía se veía el atardecer en el horizonte. Estaban mis papás, el tío José y mis primos, con las guitarras y el bombo. Pero fue después de comer que empezaron a guitarrear. Entonces yo salí de la casa, me largué a caminar, cantando despacito. Veo el campo, el fruto, la miel. Y estas ganas de amar. Sentía cómo se me cerraba la garganta. No me puede el olvido vencer. Se veían unas luces en la ruta. Un auto se detenía para escucharme cantar. Hoy como ayer, siempre llegar. Alguien se bajaba para responderme: en el hijo se puede volver.

La zamba mía se hizo carne en la voz de Mauricio. En este cuento sonaron las siguientes zambas: La tempranera, Benarós – Guastavino. Como un pájaro libre, Gleijar – Reches. Si llega a ser tucumana, Perez – Leguizamón. Zamba de la distancia, Tejada Gómez – Matus. Zamba para no morir, Lima Quintana. Se sugiere volverlas a escuchar en la voz de la negra, Mercedes Sosa.

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Clementine Como todos los lunes por la mañana, ella estaba sin ganas de quitar los ojos del hueco de la almohada. Estiraba las piernas y se contraía, se tapaba un poco más. El despertador sonaba cada vez más fuerte. Recién se levantó a las diez. Lo apagó apresurada y empezó a vestirse de sopetón, rápido, sin hombreras y salió corriéndo a la calle. En la avenida el tranvía se alejaba, repleto de gente, y sin ánimos de detenerse en las próximas cuadras. Entre rezongos tuvo que tomar la bicicleta. Tenía algo flojo porque al girar hacia la derecha avanzara frenando. Todavía no estaba arreglada y le habían dicho que era una cosa de nada. Comenzó a pedalear sin sentarse, balanceando la bicicleta a un lado y al otro, muy rápido. El del fiat topolino le espiaba las piernas. El portero casi le mojaba un pie por mirarla. Y ella, esquivándolos, pensaba en la comida que se había dejado en casa. A mitad de camino se distrajo con un ventanal. Parecía un cuadro, un Renoir, pero de este siglo, o más bien de un par de décadas atrás. Clementine seguía pensando en pintores, hasta que por fin se dio cuenta de que tendría que ser un fotógrafo de bares, conversaciones de pareja, de miradas. Los veía en una toma coloreada, aunque ella prefería las de color sepia. Estaban detrás del vidrio, sentados allí con el fin de espiar al resto de la gente que paseaba por la vereda, la calle, que cruzaba el paso de cebra. No pensaban en que ella podía estar ahí, inmóvil, capturando sus movimientos. Desde la esquina, Clementine se subía la bufanda hasta la nariz para respirar un aire tibio. Le parecía que los tonos de voz de ellos eran fríos y opacos, sus miradas eran

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tenues, las sonrisas estaban por la mitad, torcidas, limitadas por la rigidez de sus entrecejos. Él la miraba hablar, le seguía el ritmo a los labios pero no había el más mínimo sesgo de deseo. Ella tenía el rostro sombrío, no parecía ser su amante. Estaban en un bar, postrados en dos sillones anaranjados forrados en cuero. Tenían dos cafés en la mesa de madera, enfriándose. Clementine los miraba y se acordaba de sus padres, de algunas noches en que el silencio los habitaba. Les dejaba una desazón gris en los ojos. Gris como el humo del tabaco de su madre. Y vio que la mujer del bar tenía un cigarrillo temblequeándole en la boca. Ellos dos, en el bar, parecían desconcertados, sin saber qué hacer. Hasta que la vieron, detrás del vidrio. Al mirar hacia la calle, la luz les aclaró los rasgos. La vieron incómoda, con la bufanda en alto, ya estaría haciéndola transpirar. A Clementine le era imposible seguir respirando encerrada allí. Se dio cuenta entonces de que la habían descubierto. Estaban mirándola. Sacó rápido las manos de los bolsillos y empezó a pedalear. Ella parecía un ángel, y les sonrió al pasar. Después se miraron entre ellos y acercaron las manos al centro de la mesa, tirando de ellas para por fin soltar un beso, tímido. Era tan simple. Clementine se alejaba pedaleando y pensaba en que cuando sonreía, de repente era fácil hacer a un lado todo resquemor y encender unas locas ganas de comerse a besos a quien estuviera enfrente. Se mordía el labio y llevaba la lengua hecha torbellino sobre la derecha. Calambres. Acalambrarme la sonrisa en la cara. Como fue aprendiendo a hacer, para darle airecito puro a su mamá. Con los guantes a medio sacar, ató la bicicleta en el farol frente al local y levantó la cortina de rejas. Ya tenía listas las chatitas para hacerlas rechinar en el pasillo del anticuario. Lo habían encerado hacía poquito. Después se sentó a esperar historias antiguas. Quería tener un lunes sepia, con barcos, pañuelos, y algún otro detalle más que se le estaba escapando. El primer cliente recién entró una hora después, tenía el diario La Prensa descansando bajo el brazo. Finalmente fue él quien le dejó en claro cuál era el detalle que se le estaba pasando por alto.

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No tenía bigotes, pero en algún pasado cercano los tuvo porque se rascaba sistemáticamente el pliegue derecho de la nariz. Ella torcía la cabeza, y tanto se inclinaba, que terminó metiendo la punta de algunos cabellos en la taza de té con miel. Al darse cuenta, volvió a erguirse y miró la ausencia de pelo en su bozo: ¿Y ahora por qué se habrá sacado su bigote? Si es por creer que a las mujeres ya no les gusta, no debería dejarse llevar por la moda. Si está acá es porque quisiera volver a tenerlo. Él seguía ahí, mirando entre el polvo algunas vasijas y detrás del vidrio, adornos de nácar. Ella dejaba que investigara todo, que se sirviera del lugar para recordarse a él también. Déjeselo otra vez, a mí me gustan los hombres con bigote. La miró sorprendido, agachó la cabeza, Gracias, y salió del local. Clementine en seguida salió a asomarse, y él, al llegar a la esquina, se detuvo. Cuando giró, ella notó que comenzaba a sonreír y que con el arco de sus dedos se cubría el bozo, desapareciendo detrás de la esquina. Clementine quedó apoyada contra la pared, con la punta de los pies apenas asomados en la vereda. Al entrar nuevamente, se sentó apoyando el codo en la mesa, la mano en el brazo, la mejilla en la mano y todas, todas las ganas de volver a verlo, con bigote, pesaron tanto que se dejó caer sobre la mesa. Quizás él sabría francés, Bonjour, madame. Bonjour, monsieur. Hablarían algunas horas en ese idioma y serían las más suaves de todo el día. Francés, dulce, sensual, mon amour. Después escucharían música y los llamadores de la entrada del local distrayéndolos de vez en vez. Hasta que por fin él le prometería la nuit, Clementine. ¿Por qué no pensar que podría tener ese idioma para siempre con ella? En una película estrenada hacía pocos meses atrás, parecía que el amor solamente era posible en un lugar: París. Clementine comenzó a cantar a media voz As time goes by. Y así, de a poco, se fue alejando cada vez más de la tierra. Las notas de su voz la elevaban en el aire, la llevaban. Sentía el aroma a perfume francés. Quedaba allí, detenida en el tiempo, en su pasado, en la ciudad de las luces...

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Su padre, Jean Pierre, la llevaba en bicicleta por el adoquinado hasta las colinas del Sena para que corriera al encuentro con su madre. Gianna vendía sus pinturas en Montmartre, a veces le llevaba varios días terminarlas y debía posponer ventas. Pero no le importaba, siempre alcanzaba el tiempo para pintar a piacere. Lo que demoraba su trabajo a veces era tener que quitar el tabaco de sus óleos. Y de sus pulmones, cuando quería correr para abrazar a Clementine. Después debía guardar largos minutos de silencio. Jean Pierre tomaba las maderas, hojas, pinturas y las colgaba de la bicicleta. Iba mordiéndose el labio, pinchándose con el bigote. Andaba con los ojos grises, preocupado porque ya no era suficiente el dinero para continuar con el alquiler. Sin embargo, el joyero era casi un padre para él, y sabía que seguramente lo podría esperar unos días más. Algunas tardes Gianna se quedaba pintando en la casa mientras Jean se iba a trabajar. Entonces se dedicaba a describirle a su piccolina algunas postales de su tierra: Génova, una ciudad al lado del mar. Su familia estaba a algunos kilómetros del puerto. Cuando les escribí contándoles de tu llegada me respondieron: Clementina? Senti: Carina, Clementina! Decían el nombre raro, a la italiana, pero sonaba divertido. Con estas historias ambas se reían, sentían las dos una risa cálida. Jean Pierre y Gianna vivían en Porte d'Ivry, en una simple casa blanca donde tenían una habitación para dormir y otra para comer. Le alquilaban el lugar al dueño de la joyería donde Jean trabajaba, en el centro de París. La casa quedaba algo alejada de Montmartre, por eso, para que su retorno no fuese tan largo, se acercaban hasta el Sena. Una tarde, el joyero le dijo a su único empleado que ya no seguiría en el negocio, habría de retirarse. Ya no podía aspirar a nada más. Pero Jean Pierre sí, él tenía que luchar por su futuro, aunque eso significara irse a otro lugar. Dicen que hay todavía sitios en los que se puede crecer, e incluso sanar. Al oír esa última palabra Jean bajó la mirada, callado. El joyero le entregó un saco de perlas, le estrechó la mano fuerte y lo dejó ir, al otro lado del mar. Ese día, por la tarde, Jean Pierre corrió más rápido que Clementine hasta los pies de su ma

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chèrie. L'Amerique! le gritaba y mostraba cómo le brillaban los bolsillos con perlas. Miraban los dos a su pequeña y las otras mujeres que cargaban atriles se acercaban para saludarla: L'Amerique, bon voyage, ma petite. Clementine le sonreía a su mamá, y ella lo besaba a Jean Pierre como nunca lo había hecho. Fue ése quizás el momento en el que habría empezado a gestarse esa magia prendida de la sonrisa. Clementine no entendía muy bien por qué tenían que irse tan rápido, pero le entusiasmaba verlos así y esa misma noche prepararon sus pequeñas valijas. Al día siguiente se puso su chaleco preferido, tomó su oso de peluche y ayudó a cargar algunos bolsos hasta la estación de tren. Dejábamos esa casita blanca. El viaje fue cálido, el tren iba lleno y mamá me había abrigado con muchísima ropa. Ella decía que era mejor viajar en invierno porque gran parte del equipaje se lleva encima. Al llegar al puerto, vi un barco enorme, lleno de gente sacudiendo pañuelos blancos. También había hombres con papeles y tintas en la entrada a los tablones que se subían al barco. Mamá me abrazaba fuerte y me sonreía. No tosía casi. 21/Février/1927 Jean Pierre Chardon et famille. Nous aurons toujours París dijeron. Viajaron en un barco colmado de italianos. Ellos decían que los franceses pronunciaban una ere algo extragña. Jean Pierre tenía el gamulán y la pequeña Clementine estaba apichonada entre los pliegues del corderito. Cuando Gianna empezó a toser corrió al sector interno y se sentó en una banca de madera. El viento fuerte, muy fuerte y gris, le golpeaba los pulmones y hacía que le costara respirar. Jean la miraba. Ésa habría sido una de las cosas que Clementine heredó del padre, mirar dentro de las personas, mirarlas tristes. Jean Pierre tenía los ojos grises, por eso Gianna le esquivaba su azul. Tenía miedo de perderse, de naufragar. Él luego entraba, junto a Clementine, cuando la volvía a ver calma. Piccolina, le susurraba y dejaba que se apoyara en el huequito del pecho de su mamá. Desde entonces Clementine siempre le sonrió, para que ella se sintiera un poco menos dolorida en los hilitos de viento que le soplaban

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dentro de los músculos. A veces sólo quería acalambrarse la sonrisa en la cara.

Clementine se fue alejando despacio del huequito, como lo hizo por la mañana al despertar. Seguía cantando As time goes by. Pensaba en el estreno de la película. Las mujeres se habían arreglado más que de costumbre. Tenían sombreros con pájaros, flores y hasta con plumas. Los hombres, con sus trajes de sastre, trataban de verse parecidos a Humphrey Bogart. Clementine fue a ver el estreno porque sabía que se trataba de una historia de amor. Pero recién la sintió suya cuando vio que París era l'amour. Y escuchó que decían esa frase con la que Jean Pierre y Gianna se habían despedido de su tierra, aunque en otro idioma: We'll always have Paris. Cuando miró el reloj de madera ya eran casi las seis. El día se había pasado rapidísimo entre este orilla y la otra. El local se veía como antes, no faltaba nada ni sobraba tampoco. Los lunes por lo general no iba nadie, porque todos los museos están cerrados, pensarán que los anticuarios también. Se fue caminando por calle Defensa hasta su casa, paseando la bici por el empedrado. Sus papás en Buenos Aires siempre caminaban así, amontonados en la vereda estrecha. Ella iba en el medio, entre ellos, así la protegían. Siempre vas a tener alguien que te cuide, ma chérie. Eso le decían. También lo escuchó a Jean Pierre recordárselo a Gianna cuando tenía sus ataques de tos. Clementine, por su parte, se colgaba de la cama y se arropaba para darle calorcito en el pecho. Le gustaba quedarse así cuando Gianna se ponía a pintar lo que le habían encargado. Por lo general eran jardines, sombrillas, la provence de Monet. Pero cuando pasaba algún tiempo sin recibir pedidos, Gianna podía pintar como en Montmartre. Ésas eran sus mejores creaciones y a ella le gustaba esconderlas en distintos lugares de la casa. Sólo su piccolina sabía dónde los guardaba para que los cuidara después. Así había empezado a germinar en Clementine su amor por el arte. Y claro, todos los óleos de Gianna se lucían en su casa. También comenzó a mirar anticuarios, sabiendo que quizás ese tipo de lugar, se volvería su cable al cielo azul de París.

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Con el paso de los días Clementine prestó cada vez más atención al ventanal. Y lo vio pasar asiduamente por su vereda. Iba él, con el gamulán, el pañuelo y su incipiente bigote. Era bien porteño, tenía el andar pedante. Le encantaba esa mirada tímida y altanera que empezó a tener con ella después de las primeras dos semanas.

Otros días, el aire de Buenos Aires le parecía un poco más francés. Como el de un lunes en el que Clementine vio varios coches negros, finos, como el que manejaba Jean Pierre. Recordó a un francés con el que compartían camarote, le había enseñado a su papá lo básico como para poder trabajar de chofer. Y así fue: Jean Pierre manejaba para el Señor y la Señora. Mientras él iba y venía por la Recoleta, Retiro y Palermo, su familia vivía en un cuartito. En una casa con varios patios, por calle Balcarce, donde había otras familias. A Gianna le gustaba pasarse el día entero ahí, podía hablar en italiano con sus vecinas. Pero sus ataques de tos iban empeorando, tanto que Jean Pierre pensó que quizás era la forma en la que tenía que respirar para hablar en esa otra lengua, eso podía ser lo que la agitaba más. Su francés, en cambio, era suave. Clementine mientras tanto aprendía cocoliche. También algunas tardes estudiaba Castellano con Raimunda, su compañera de banco, en el patio del conventillo. Uno de esos días, vio a su padre aparecer corriendo con Gianna en brazos. Era la tos, otra vez esa terrible tos. Y de la mano con la que se cubría la boca después de toser, vio caer algunas gotitas de sangre. Se quedó en el patio mirándolos, recibiendo el abrazo de su compañera. Jean Pierre le indicó quedararse en casa. Lo vio alejarse del patio echando gritos en francés. Él solamente quería volver a París. Allí estaría mejor, la protegería. Ahí entendería cómo cuidarla. Esa noche no volvieron. Por la mañana Jean Pierre fue a buscar a Clementine y la llevó al hospital. Cuando entramos en el salón papá me abrazó, fuimos hasta la habitación, había muchísimas mujeres, pero mamá era la más linda. Aunque estaba muy blanca y me costaba mucho sonreírle, me dolía verla así. Me arrimó al huequito, como siempre. “Piccolina, ti ricordi dove

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sono?” Sí. Las pinturas, sí. Me contó que ella conoció a papá en París, por eso lo pintaba. Y yo, su piccolina, era París. “Sarà così: sempre Parigi per noi.” Nos miraba, tenía los ojos suaves. Jean Pierre le besó las dos manos juntas, entrelazadas con las mías. Y nos quedamos así todo el tiempo que pudimos, hasta que se dejaron caer, los bracitos de mamá. Gianna solía tener las uñas apenas pintadas, rosaditas. Clementine lo notó esa última tarde y empezó a pintarse. Tenía diez años. Después comenzó a hacerle las manos a todas las adolescentes que se atropellaban frente a su banquito, en el patio de su casa. Había una forma en particular que le gustaba mucho: las puntas blancas. Raimunda empezó a decir que Clementine había inventado ese estilo y lo llamó la francesita. Jean Pierre, mientras tanto, pasaba casi todo el día manejando. Un día recibió la noticia de que el Señor comenzaría a viajar a los Estados Unidos y lo necesitaba también allí. Por eso tuvo que encomendarle a Clementine que empezara a trabajar. Ya era grande, tenía diecisiete años, y él no iba a estar tan seguido en casa. A ella le resultó fácil conseguir empleo, simplemente tuvo que pintar unas francesitas y Raimunda le dijo que visitara el anticuario de su papá, con una sonrisa, hablale en francés, siempre me dijo que le encanta cómo suena. Clementine trabajó allí desde entonces. En ese mismo lugar donde lo esperaba a él, para verlo pasar otra vez, con algo más de bigote. Quizás un día dejaría de espiarla por el ventanal y se animaría a entrar. Por fin lo hiciste un martes, preguntando por una tintorería, para tu traje. Éste es el lugar menos indicado para preguntar cómo quitarle el polvo a algo. Te sonreí. Después me dijiste que tenía un encanto especial en mi sonrisa. Antes de que te animaras a besarme te pregunté si sabías hablar algo de francés. “Ma chèrie”, me respondiste, sonriendo, un segundo antes de que te besara. Le contó después que muchas veces se había quedado mirándola, quieto, apoyado en el ventanal. A veces ella ni siquiera se daba cuenta de que él estaba ahí. Vos parecías no estar del todo acá. Y cantabas en otro idioma. Clementine se reía tímida. Entonces le contó de su París. Y la de él, la de

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América. Habló hasta que él la interrumpió en su relato: ¿cuántos idiomas escuchaste cuando tenías nueve años? Clementine se asombró con la pregunta, le encantó. Nunca se lo había planteado, era tan común vivir entre dos lenguas y narrar en una distinta. Pensaba, hacía memoria, pero nunca le pudo responder con exactitud. Luego se largaron a caminar por calle Defensa, él la acercó a su hombro, ella se acomodó mientras hacía equilibrio con la mano que llevaba la bicicleta por encima del adoquinado. Pensó apenas un segundo en el París de Jean Pierre y Gianna, de color sepia, pero en seguida regresó a su huequito, al oírlo cantar: la ventanita de mi calle de arrabal, donde sonríe una muchachita en flor, quiero de nuevo yo volver a contemplar, aquellos ojos que acarician al mirar. Él le sonrió y ella fue por fin la que tuvo esas locas ganas de besarlo. Como en una fotografía coloreada. Arremolinó la lengua de los nervios, pero ya sin calambres. Se sentía suave, como las luces que empezaban a encenederse en los faroles. Garúa. Clementine ya no quería hablarle en otro idioma, ahora ellos eran Buenos Aires.

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Mareas A ella todos los veranos le gustaba jugar en la playa a la rayuela. El cielo era del mar. Usaba prendas claras, colores que se confundían con su sonrisa de bambula, de algodón, de piel. Así andaba riéndole al océano, comiéndose de a mordiscos el viento azul. No le alcanzaban las piernas para caminar todo lo que quería, para mirar y descubrir. Ya mis pies cansados no pueden llegar. Y a veces, las manos tampoco, no tenían el oleaje incorporado en su balanceo, no lograban crear olas en su voz, en su cuerpo. Le parecía inalcanzable. Pero se acercaría hasta la escollera para respirar mar. La piel amarilla se volvería arena, para pasear como Alfonsina, por la orilla lejana del mar. Uno de los pescadores la espiaba con el caer de la tarde. Olivia tenía la mirada perdida. Cuando por fin lo divisó, él le arrimaba una sonrisa amistosa. Estaba camino de vuelta del mar. Su lancha y sus húmedos abriles no resistían las gramíneas de la noche. A su amarillo ya no se le podían trepar más sombras. Al llegar a su casa, Olivia se sentaba frente a la cocina a pintar acuarelas. Sus pies se ponían nerviosos, también le crujían las vértebras cuando quería erguir su figura para buscar la luz que todavía quedaba del día. Cerraba los ojos y sentía el silencio brumoso de la playa. Si era verano se comía una pera, de ésas que se derretían en el mismo instante en que rozaban los dientes. Si era invierno, se tomaba un té y esperaba sentir cómo el líquido le recorría las líneas rectas del pecho. Algunas veces, sentía la infusión en los brazos. Pintando, le robaba colores a las texturas del sol sobre su eterno azul. Sus acuarelas eran tan profundas que cualquiera podía soñar con un día atreverse y raptar la bailarina de rayuelas. Olivia

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en ese momento era del mar, y quería que Dulcinea la acompañara en su balanceo. ¿Cómo no querer llevarla consigo hasta el centro del mar? Treparla a su lancha y echarse paso a una eterna vida marinera. Todos los lunes se sentaba a pintar, mezclando tabaco entre los colores de su paleta y sintiendo el susurro de palabras con sabor a sal. Dulcinea desde su cuarto la miraba mientras ahuecaba el dedo meñique sobre la mejilla. Después se volvía a esconder en su cama, al escuchar pasos acercándose a la puerta de entrada. Era el pescador que le sonreía a Olivia desde el mar. Entró en la casa y se acercó a ella, pidiéndole prestado un poco de tabaco. La miraba fumar, cada porción de humo que escupía por la boca parecía mimetizarse con sus ensueños. –Seguís con la mirada perdida. ¿Estás acá? Le sonríe. El vaivén, lo que va y viene, entre la orilla, la profundidad y la montaña. Olivia se dejaba llevar. Recordaba cuando, entre las piedras, ella soñaba con el mar. Entre la tierra y los pájaros, el viento tenía un eco azul, más allá de la cordillera, a galope por la estepa. Sentía el vibrar acobardado de las orillas, manchando de blanco las costas curiosas de arenisca marrón. Las conocía tan solo de oírlas a kilómetros de distancia. -En el sur el viento sopla tan fuerte, que llegan los sonidos costeros ¡en seguida! -Vos le pertenecías, Olivia, por eso. Y ella volvía a estar allí. Tenía a tímidas penas unos diecinueve años, le gustaba usar una remera que nunca dejaba de hacerla brillar, el short de jean y unas alpargatas de yute robadas a su madre. Con esa ropa se trepaba a la ruta y viajaba en camionetas hasta el sendero de la montaña. También tuvo su primera vez con la remera aún puesta entre el cielo retazado de verde. Me dice que tengo una risa hermosa, me dice eso y me hace reír hasta querer esconderme detrás de la carcajada. Él me lo dice y me busca con la yema de los dedos detrás de mi boca. Me lo dice y me busca con la

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yema de los dedos por el contorno de mi boca. Me lo dice y me busca dentro de mi boca, acallando mi risa. Me dice que tengo un silencio hermoso. Me dice eso y trato de no reírme para que en ese silencio se esconda y se enamore de mí. Para que en mi silencio habite solo su voz. Todavía podía sentir su olor en la ropa. Tenía las manos inquietas, buscaba cómo enfrentar a su madre para anunciarle la partida. Ya era una mujer y necesitaba conocer el mar. Él le había contado que era una montaña de agua, que tenía aludes azules y marrones por todo su contorno. Un eje errático y un desdén plegado a las piedras y a los pies de los caminantes. Esperó a que su madre se dormitara frente a la salamandra y le pidió que le prestara una frazada, porque a donde iba era un lugar desconocido. La miró con los ojos tímidos y llenos de amor. Su madre temblequeaba entre las cuerdas vocales de Olivia. Luego, le sonrió confundida para decirle: a tu voz le falta sal. La estaba dejando ir, pero anclándose en su garganta. La miraba hasta que por fin le colgó un abrazo inmenso. Después, del bolsillo del short, sacó un papel rayado, con letras azules y lo apretó casi tan fuerte como su boca, lo agrietó casi, casi, como su labio: Que te alcance para todos esos días que no te voy a poder abrazar. Y se fue. Cuando llegó a la orilla, soltó una piedra sobre la arena y jugó a la rayuela, haciendo cielo en el mar. Por eso, Olivia al mirar hacia horizonte, buscaba entre los recovecos de las nubes, un puntilleo de marrones cerros. Los quería sentir. Pero la montaña siempre callaba, esperando que un día, entre el sendero sigiloso de un arroyo de deshielo, ella se animara a nadarla. –Me dejé llevar... Y sonría enternecida, entre las arruguitas izquierdas de sus labios mientras trataba de esconderse. Su amigo la miraba con ternura y le brindaba su hombro de apoyo. Entonces Olivia le propuso: –Podríamos merendar en el mar hoy, ¿no? –Pero, ¿y qué hacemos con Dulcinea? –Ojalá se le anime a la orilla, entonces volvemos.

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Ella se levantaba con la mirada pálida, se cambiaba el delantal y los guantes. Mientras él volcaba el tabaco quemado sobre un plato pequeño, Olivia se asomaba a la habitación lindera. Dulcinea tenía una pierna descubierta, con el pie fuera de la esquinita de la cama. Miraba la sábana y pensaba en la marea. A ver si esa tardecita mi pequeña quita los ojos tristes del dintel. Al despertar, Dulcinea no encontró a nadie en casa, y entre el miedo y el deseo, se acercó a la playa a mirar el mar. El pescador la vio desde la lancha. Parecería que el cielo la hizo de otro color. Su piel no era como la ajena. El mar seguía frente a ella, esperándola. Dulcinea estaba atenta al vaivén de la lancha y de la red que colgaba de a pedacitos desde el ala izquierda. Olivia la miraba, levantaba las cejas. También esperaba que su hija se echara a nadar. –¿Cuántos años tiene? –Ya casi. Dulcinea arrancaba las conchillas de la arena. Le picoteban los muslos. Lamía algunas y volvía a levantar la mirada. Nada más que el mar y su temperatura igual al otro aire. Cuando se puso de pie, el viento sopló más fuerte. Los granitos de sal, que se escapaban del mar, le contagiaban los ojos de niebla. No veía casi nada, pero comenzaba a caminar. Avanzaba, hasta largarse a andar mares. Olivia trepó las manos al bote y asomó su vestido al mar, acercándolo a la orilla. Quería esperar un poco menos. Miraba a su pequeña menear los brazos y las piernas, llenar de curvas anaranjadas la superficie del océano. Era más atlántica que nunca. Dulcinea se reía a tientas mientras Olivia le sonreía. Querían bañarse en sal, de a sorbos. Dulcinea se menea y se menea debajo del sol. Con las manitas llenas de granos de arena se raspa el cabello. Y se menea, se menea. Bajo el mar, tiene la boca llena de sal. Y raspa las olas, raspa. Raspa hasta que se agarra bien fuerte. Del grito desesperado de Olivia. Entonces por fin sintió el movimiento. Su voz agitaba las aguas. Dulcinea y su piel de arena, le

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entregaban su color al océano, creando una grieta que violentaba los colores del agua, los tornaba oscuros. La lancha se movía cada vez más y las gramíneas de la noche trepaban a los ojos de Olivia. Sus lágrimas eran de sal. Sonreía, ya era parte del mar. Dulcinea, su acuarela.

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Telar de alfombra, la tierra Awaq era morena, tejedora. Su abuela le había enseñado el oficio. Ella tenía que abrigar con ponchos a su familia. Después comenzó a tejer alfombras. Para cuidar a la pacha y mantenerla calentita. Creaba para ella, ésa era su cosecha y su forma de protegerla. Awaq escondía, guardaba, ofrendaba, sus telas en zurcos de tierra. Después debió tejer para su esposo. La abuela eligió un hombre de rostro sincero, de piel labrada y manos ásperas. Con la espalda mediana y abundante cabellera. Habitaron una casa abrigada en alfombras sobre la tierra. Con paredes por las que se colaban las arañas. El catre tranpiraba su madera revestida en ponchos. Un martes de verano, sintieron mucho calor. Húmedos. Podían oler la llegada del agua de rocío, de la nubecita. La niña chaya. Todos la esperaban corriendo descalzos. Descalzos como ellos, transpirando, escondidos entre los pliegues del otro. Afuera se escuchaban los golpecitos de pintura sobre los negocios. Sentían el andar adornado de pompones de las cabras. La abuela gritaba: vamos a enflorar para que se alegren las cosas. Awaq miró dulce a su hombre, dispuesta a cuidarlo, a saciarlo. Sonreía y se dejaba abrir como una flor. A los dieciseis años estaba acostada, con él. Abrió los ojos y un zurco de tierra. Hecho de su carne. El hombre se adentraba, empujaba dentro de ella. Alimentaba su cuerpo. Ella estaba abrigada, adentro y afuera. Recordaba el olor de los sahumerios, esperando para la celebración. Pensaba en la cosecha y le sonreía suave a su hombre. Él estaba concentrado, ceñido a la piel, pero sabiéndola mirar. Le decía, ia, ia, yanay, mi morenita. Y ella se moría de ganas de decirle todo lo que lo quería, lo agradecida que estaba y lo hacía cerrando los ojos, abrazándolo fuerte, cubriéndolo

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con sus telas. Así, terminaban de enraizarse. De repente, en pleno mediodía, empezó a oscurecer. La claridad gris, de un martes de chaya. Su tierra abrió la boca, recibía las gracias. Él todavía dormía. Awaq se levantó, fue hasta la cocina, tomó algunos polvitos. Y salió a la calle, echando colores para los ponchos. Para la pacha. Con el paso del tiempo, se fue el color, llegó el silencio. De a poco se removían las raíces, acomodándose para salir. Cuando el solsticio de invierno, las voces auguraron un nuevo año de cosecha y se plegaron, con el cielo abierto, a la tierra sedienta. Awaq, tejía más que de costumbre. No sólo para su hombre, también colgaba ponchos de sus hombros, para cubrirse en el vientre. Ya habían pasado varios meses desde aquel martes de chaya, y crecía, en ella. En Agosto, como siempre lo hizo, el primer día del mes, Awaq limpió la casa entera, preparó té de ruda y regó de yuyos: chacha y pupusa, todo el ambiente. Su hombre ya se había ido, temprano. Con la mochila llena de ofrendas, dispuesto a alcanzar con piedras la bendición de seguir caminando. Awaq salió después, tapada no con ponchos, sino con las alfombras que había tejido para el solsticio de invierno. Al cruzar la plaza vio a su abuela. La paseaban en el carro entre las casitas coloradas, rociando de polvo, cantos y alcohol a todo el gentío. La miró, agradecida por sus enseñanzas y siguió camino hasta el cruce, balanceándose, con el peso ya inquieto en su vientre. Lo contuvo, fue hasta el abra, el punto más alto del camino, donde él la esperaba. Ahí estaba, otra vez. Abrió los ojos y un zurco de tierra. Estaban los dos solos. Esperando. Awaq sentía que ése era el momento en el que se regaría de piel, de agua y de sangre, todo el suelo. Con las piernas abiertas, abrió los ojos más que nunca al cielo, secándose. Iba enrojeciendo, empezaba a brotar de su cuerpo. Brotaba de ella hilos de tierra y carne. Cambiaban de color. Ya estaba solamente a medias, adentro. Awaq siguió abriéndose, más allá de sus espacios, volviéndose grieta. Con los ojos sequísimos, lograba llorar, acompañar, inducir al que ya casi no estaba adentro. De la tierra brotaba polvo. Algo caliente, rojizo, empezaba a vertirse sobre ella, y se erizaba. Así le abría paso, se hacía más suave.

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Recién entonces aparecieron las manos ásperas del hombre y sus dientes raídos. Mordió el hilito de piel para separarlas y tomarla entre sus brazos. Vida, mujer y tierra. Ellas estaban con los ojos abiertos. Las tres, regaditas de sal, de dulce rojo sangre. Savia y carne. La mujer, ya no sólo tejedora, se levantó. Su hombre le entregó la vida. Awaq no limpió los cueros, no dejó de vertir sobre el zurco, su agua. Él sirvió entonces a la pacha. Cigarrillos, vino, chicha y hojas de coca. Después la invitó a su morenita a que hiciera lo mismo. Ella entonces ofrendó otra vez, con el brazo con el que sostenía la nueva vida, su mejor telar. Y agradecida, susurró para la pacha.

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Cauac Amontonaba papeles y papeles entre pipetas, cristales, buscando hacerle espacio a sus brazos y, de a poco, a su cabeza y manos. El cansancio le vencía el cuerpo. El marco de los lentes se clavaba en los pómulos. Cuando despertara tendría trazadas dos líneas coloradas debajo de sus grises ojeras. Así estaba cuando ella entró. Dejó la bandeja sobre una repisa y se acercó. Le acariciaba sus cabellos, con los pelos entre las uñas, adentrando los dedos en el cuero cabelludo. Eso siempre le dio paz, lo dejó dormido y descansado. Ella lo miraba y le sonreía triste. No le alcanzaba ya con llenarse los ojos de papeles y cristales. Se había venido de tan lejos, del extremo sur de Latinoamérica, y estaba ahí, rodeado por cuatro paredes. Tiene que ir a la selva, pensaba. Naida también quería que la llevara con él. Soñaba con conocer ese lugar del que tanto había oído hablar. En boca de Eliseo y en las leyendas ladinas que recorrían a toda su raza, la mitad de su familia. La sangre mestiza se agitaba bajo su piel. Eliseo despertó cuando ya era de noche, se limpió los labios de saliva y se acomodó una parte del pelo. Había un sector lacio, sonrió pensando que lo habían acariciado, recordaba haber soñado que le hacía el amor. Giró hacia sus repisas y allí vio una bandeja con té helado y tostadas resecas. Se levantó despacio. Tomó la bandeja y se fue hasta la cocina, pero desde el corredor vio la puerta entreabierta de su cuarto. Ahí estaba ella, dormida, eterna, era siempre una caricia de ensueños, no se veían hacía quizás semanas con los ojos despiertos. Con el amanecer Naida se levantó y fue al baño. Eliseo intentó abrir la puerta. Ah, ¿estás ahí, amor? Al escuchar que se volvía a alejar, salió a buscarlo. Cuando entró al estudio, él se giró hacia la puerta extrañado. Se había olvidado el color de sus ojos. Azul. Se dejó besar, abrazar, y cuando él lo quiso hacer, ella le dijo que era el momento de que se fueran a la selva. Sí, es como el color azul

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del río pensaba en silencio mientras la miraba. Hoy son azules. Tenía los ojos color del tiempo. La miró un poco más de lejos y no le respondió. Sólo quería hundirse en ella, en ese azul blando que lo atraía. Ese día ya no hubo cristales, sólo piel. Bien temprano, al día siguiente, Eliseo se vistió de beige, mientras ella lo miraba desde la cama. Tomó el portafolio, lo llenó de papeles, libros y optó por dejar las pipetas en el laboratorio de casa. A media mañana se fue hasta la universidad, a dejar aviso de su viaje y tomar los instrumentos que le harían falta. Eliseo volvió tarde, con la ropa arrugada, las manos grises y la suela de los zapatos manchadas con barro. Se sentó en el living a revisar las cajas. Sacaba los microscopios, miraba las pipetas, todos los instrumentos estaban en perfecto estado, solamente había algunos un poco sucios, con algo de polvo. Fue hasta la cocina. La tetera de anís estaba en la mesa, casi vacía, y Naida, al lado, dormía. Le acomodó el pelo, le llevó las manos alrededor de su cuello y la alzó para llevarla a la cama. La dejó allí y mientras limpiaba sus materiales no dejó de pensar en el azul de sus ojos. Fue a dormir recién a las dos horas. Cuando ella sintió su aliento, se acomodó debajo de su respiración. Con el tiempo le fue explicando cómo sería su viaje. Naida, para acompañarlo con los preparativos le entregó su botiquín: una caja de madera, algo ligera. Y, encima de ella una bolsita llena de sobrecitos de té. –¿Cuándo nos iremos? Eliseo estaba todavía algo nervioso y eligió no responderle, siguió ordenando. Naida ya no soportaba su indiferencia, se estaba enfermando por dentro, el silencio ajeno le transformaba la carne. Estaba trémula. Eliseo sentía a su alrededor el aire gélido, intenso, como las corrientes de viento antes de la lluvia. Todas las ventanas estaban cerradas. Buscó el azul en los ojos de Naida para darse cobijo, pero ella los tenía grises, casi negros. No pestañeaba y parecía respirar en seco. Fue solamente su mirada lo que hizo que Eliseo sintiera miedo. El negro de Naida, en él,

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era el desasosiego. Se sentía intranquilo. Y ella volvió a preguntar: –¿Cuándo nos iremos? Eliseo no quería llevarla, pensaba que la podía perder. Pero ya no resistía más, escapó de los ojos de Naida y miró hacia la ventana, el viento se había hecho ya tormenta. Le dijo que partirían en una semana. El martes viajaron. El camino estaba agrietado, había algunas partes en las que todavía no llovía hacía largas semanas. Los saltos que daba la camioneta hacían que ella dormitara al lado de los bolsos, apoyándose apenas sobre la ventana, debajo del rayo de sol. Eliseo pensaba en su proyecto de investigación, por fin realizaría un trabajo de campo intenso. En ese lugar en el que todo los días a las tres en punto de la tarde comenzaba a llover y podía incluso no detenerse hasta las siete u ocho de la noche. El suelo prácticamente era de musgo y entre las raíces de los árboles se abrían arroyos de agua dulce por donde muchas aves se dejaban caer, cambiando de color en sus plumas, en sus extremidades. Eliseo quería ver y estudiar qué era lo que provocaba eso. Por qué el suelo y las hojas de los árboles hacían que este fenómeno no encontrara descanso. Necesito ver la transformación. Y miraba a Naida. –¿Dónde vamos a acampar? –A unos pocos kilómetros del lugar, pero vamos a ir cambiando semana a semana. También pasaré algunas mañanas en los árboles. Necesito muestras de todo el sector. Es pequeño, sólo un par de kilómetros cuadrados. Luego de varias horas de viaje por fin llegaron al lugar donde empezarían la caminata selva adentro. Acomodaron las mochilas, los bolsos entre sus brazos y la espalda. Con la ropa apretada, comenzaron a caminar. Eliseo, con el entrecejo fruncido, miraba los árboles, su transpiración y los seres que se acercaban a lamerlos. Ella veía los colores y tardaba un poco más en respirar. Pensaba en los charquitos escondidos que estarían calcinándose en el hueco de las hojas. Podría hacerme un té de

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anís con dos o tres panzas de papel verde. Aunque, considerando el calor, parecía ser una mejor idea buscar entre el verde de la selva algo de zapote. Él caminaba rápido, alejándose. Pero en seguida se daba vuelta y le indicaba que apretara un poco más el paso. Ella pensaba que quizás podría dejar el camino y perderse por ahí. Sonreía con vergüenza y aceleraba su andar. Eliseo no dejaba de notar sus ojos azules y el color verde de la selva en su ropa. Parecía que en cualquier momento podía desaparecer. Por eso él giraba hacia ella, para estar seguro de que seguía ahí, tras sus pasos. Anduvieron unas horas más protegiéndose de los reflejos del sol, caminando al ras de los robles amarillos. Hasta que empezó a cubrirse el cielo y el viento se tornó frío. Ya estaban llegando al lugar donde la selva había decidido que se quedaran. Campamento. Acomodaron las cajas de comida para que estuvieran bien refrigeradas, a la sombra, sobre algunas piedras. –Podríamos quedarnos a vivir en un lugar así, ¿no? –Le dijo Naida, sonrió, y se dio vuelta. El plan de Eliseo era ir cambiando de lugares, ir mudando. Y el de ella también, aunque todavía no se había dado cuenta. –¿Te gusta acá? –Sí, me siento muy bien, ¿por qué no me trajiste antes? –Pensé que te podía dar miedo. –No, está bien. Así tenía que ser. Sonreía y pensaba Quizás fue mi nahual... Fue de a poco acallándose y abriendo con más fuerza sus ojos. Se despegó del suelo y alzó los brazos. Saciaba su piel con la frescura del lugar y, con su cuerpo, con su mirada, trataba de abarcar todo lo que la rodeaba. Eliseo, sentado en una piedra, la admiraba. Veía cómo sus ojos se estaban tornando de otro color. Azul profundo, azul con destellos grisáceos. Tenía los ojos grises. Se derretía su azul, ya casi incoloro, por sus mejillas. Se arrodillaba, dejaba que sus lágrimas se unieran a las líneas de agua que se deslizaban entre las raíces de los árboles.

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–Sos más linda después de llorar. Ya había empezado a llover. Ese día fue por fin reconocerse. Con el paso de los días Eliseo fue acomodándose mejor para hacer sus observaciones. Bien temprano, antes del amanecer, elegía su esquinita en la selva, cargaba con su segundo desayuno, el almuerzo y también tomaba algunas frutas de los árboles que le había indicado Naida. Se sentaba, preparaba sus instrumentos y se quedaba quieto durante varias horas, hasta las tres de la tarde. Entonces empezaba a dejarse mojar y se contorneaba para observar mejor el fenómeno. Una hora bajo la lluvia y luego volvía. Entraba en la carpa para dejar sus materiales y apuntar sus observaciones. Le daba un beso en la frente a Naida mientras ella elegía la comida de media tarde. Eliseo se quedaba allí hasta las seis y media. A veces pasaba el día entero sin pronunciar una sola palabra. Y con el caer de la tarde, caminaba hasta su refugio otra vez para ver si había algún cambio significativo. El piloto apenas se mojaba por quince minutos. Los pliegues de su frente no llegaban siquiera a estirarse y quizás pestañeaba unas siete u ocho veces, nada más. Volvía y Naida lo esperaba con té de anís. Le pedía que, mientras lo tomaba de a sorbos, le contara lo que había visto. Cuando llovía era cuando a ella más le intrigaba la selva, pero él la veía tan frágil que no quería que saliera, pensaba otra vez en que podría perderla. Ella le dijo que cuando encontrara una pluma azul de quetzal, la usaría de listón en el pelo, así él la podría ver, enseguida, caminando entre el verde. Azul como sus ojos, pensó. Tenía los ojos de quetzal. Después de algunos días, al salir otra vez, por la tarde, el murmullo de la lluvia constante hizo que no quisiera hablar. Por eso, después de los rutinarios quince minutos, decidió no regresar. Se quedó en su esquinita, mirando hacia arriba, apenas mojándose las pestañas. Se fue trepando de a poco. En las copas de los árboles, los cantos de los pájaros parecían tornarse cada vez más suaves. Quería llegar hasta ellos. Cantaban como si estuvieran respirando distinto, ahogando algunas cuerdas vocales. Miraba los árboles, la savia tenía más de un color. Corría el agua entre los árboles

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cada vez a mayor velocidad. Se escapaban algunas plumas. Eran azules, amarillas, verdes. Algunas llegaban hasta el suelo, llenando de color al musgo. Eliseo se detuvo en su ascenso. Nunca se había quedado tanto tiempo ahí. No se quería ir. Naida, preocupada por la demora, salió de la carpa, tenía algunos saquitos de té colgando de los dedos, y vio un destello azul a pocos metros. Estaba apichonándose con la lluvia. Vigiló que Eliseo no estuviera llegando y corrió hacia allí. Era una pluma. De quetzal, se la ató al pelo y miró hacia arriba. El cielo se hacía más oscuro pero las gotas de las hojas se veían grises, casi plateadas. Empezó a caminar, apretó fuerte los saquitos de té dentro de su mano, así quedaban calentitos. Siguió un camino que había visto andar a Eliseo. En silencio, con el murmullo de la lluvia. Despacio, respirando lento. Eliseo comenzó a seguir con la mirada todas las plumas que parecían derretirse entre los árboles. Iban cambiando, poco a poco, de colores. La mayoría se tornaban algo más opacas. Debajo de un enorme roble vio una pluma azul moverse, pero suspendida entre la lluvia. Pensó que la perdía. –¡Naida! Ella entonces giró hacia él. Atrás, arriba. –Te dije que me encontrarías fácil así, amor. Seguía con los ojos debajo de la lluvia, en dirección a él. Le gustaba sentir el agua en su piel, hasta quería que se adentrara en sus ojos. Me mira y no pestañea. Sus ojos estaban grises, pero no era ese desdibujado gris de una llovizna. Las plumas, era el color que las plumas azules terminaban por tomar al caer de los árboles. Cuando caen con más fuerza. Al darse cuenta de eso el cielo empezó a tronar. Y Eliseo se apresuró a llegar hasta el suelo. Naida seguía mirando la lluvia, sonreía más, parecía desplegarse, despegarse de la tierra, como ese primer día en la selva. Él ya estaba otra vez en la tierra, inmóvil, como siempre, observando, a cobijo del agua. La lluvia se transformaba también. Era más intensa, se hacía tormenta.

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–Cauac, amor. Como en mi calendario. Soy tormenta, ¿puedes sentirlo? Él calló y ella lo miró, con la sonrisa tranquila, pidiéndole que se quedara quietecito allí. Ella iba a subir al árbol, le intrigaba ver lo que estaba pasando allá arriba. Solo tendría que esperarla un ratito y ella volvería. Le mostraba que tenía el té de anís listo, entre sus manos. Eliseo la seguía tratando de descifrar, quizás por eso no había querido llevarla a la selva. Naida empezó a treparse, arañando y adentrando sus dedos en los pliegues de los árboles. Estaba descalza, tenía la camisola verde. A pesar del ajetreo del viento, seguía su quetzal recogido al pelo. Eliseo veía la tormenta. Ella sintió la primera pluma deslizarse por sus piernas, haciéndole algunas cosquillas. Apresurada, sintiendo algunos escalofríos, la acomodó sobre su empeine. Y volvió la vista hacia la tormenta. El gris de los ojos de Naida empezaba a cubrirse de agua, parecía ir desapareciendo su pupila. A ella poco le importaba, se sentía más fresca. Fueron cayendo algunas plumas más, de guacamayos, tucanes y algunas pequeñas como las puntas de la cola del momoto: el pájaro tho, que con sus timoneras iba marcando el tiempo. Quizás indicando que ése era el momento. Naida se enganchó el vestido con algunas astillas del árbol y de un tirón se desprendió la tela de su cuerpo. La tormenta se hacía puro movimiento. Los árboles se agitaban con violencia. Algunas hojas quedaban prendidas a la piel húmeda de Naida. Ella se iba pegando al tronco del roble, esperaba que cayeran más colores, más plumas, sobre su espalda. Se sentía todavía descubierta, el agua comenzaba a recorrerla. Un río, mi náyade. La miraba casi despidiéndose de ella. Veía cómo la tormenta, cerrada y oscura, seguía dejando caer todas las gotas juntas en la línea azul de su espalda. Ella agradecía con su sonrisa. De a poco fue separándose del árbol, suspendida en colores, con sus uñas acarició la cabeza de él. Se estiraba por fin y le regalaba a Eliseo su té. Él acercó su mano a la cara, sintiendo el olor a gotitas de anís. En ese momento la dejó ir, y Naida empezó a volar.

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La tormenta empezó a desvanecerse. En un segundo el cielo mostró su azul estrellado. Silencio. Eliseo pensaba en Naida, en su esencia ladina. El tiempo maya es circular, es cíclico, y ella volvió a la naturaleza. Su ciencia le parecía obsoleta después de haber tenido esa revelación. Aunque algo era cierto: en ese lugar los seres se transformaban. Se daba cuenta de que, de alguna manera, su presentimiento y su miedo a perderla estaban justificados. Recordó que al llegar a la selva, Naida le había dicho que así tenía que ser. Miró el musgo, las plumas que había visto resbalar desde los árboles se iban escondiendo. Azul. Caía un listón de quetzal. No se escondía en el musgo, quedaba esperándolo, entre dos arroyos improvisados, entre las raíces de un árbol. Eliseo sonrió y miró al cielo. Cauac pensó, la transformación constante. Y decidió que volvería a la selva cuando el viento fuese otra vez de la tormenta.

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Rococó ¿Galatea o Dafne? No importa, es Häendel, en el teatro, y con entrada gratuita. De a poco la gente empieza a llegar. El tren está colmado de músicos que bajan en la estación Lucca. Apenas dura media hora el viaje. En realidad ése último tramo es de treinta minutos, algunos quizás vengan de combinar otros destinos. Hay pasajeros que salen rápido por haber olvidado timbrar el boleto. Bajan del vagón y caminan. Hay quienes se quedan en la estación, esperando una compañía. Todavía no es necesario ir directamente al teatro, es temprano y hay tiempo para ir a darle una vuelta entera a la muralla. En Lucca, el aire de arriba, y también el de afuera, choca contra la cara de los que pedalean, y quieren hacerlo más rápido, de los que caminan y buscan apretar el paso. Quieren sentir el viento, cada vez más fuerte. Miran el reloj, quizás sin querer, deben ya bajar a las calles y atar la bicicleta de frente al teatro. Ellos se arreglan la camisa, el pantalón y guardan la boina en el bolsillo. Las mujeres se estiran ante ellos, para que queden prendidos de sus piernas. Deciden seguirlas, pero primero deben pasar por la boletería, allí se les asignará una entrada. Un boletero se acerca, con una sonrisa de confianza, al muchacho de la camisa desabrochada. Le pregunta si no le parece tiempo de animarse a ir a platea. Tras decirle esto le muestra una corbata y se la ofrece. Benjamin Britten le agradece cortante, en realidad prefiere ir al paradiso, como siempre lo ha hecho. Non è possibile! Dai, prende il tuo biglietto per andare sú. Escaleras. Las cortinas están abiertas, la luz empieza a titilar, se apura. Cuando llega ve varias personas en el piso, busca un espacio en el lado izquierdo y se deja caer sobre la pared. Se apagan

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las luces por completo. Al volver, lo hacen con los primeros acordes. Las cantatas de Häendel le hacen pensar en el ballet. Pero no en un ballet de tutú blanco. Cierra los ojos y la ve. Ella aparece de amarillo, tiene los ojos color ámbar, el pelo oscuro, suelto, desprendido, ligero. El vestido cae, se despliega, le recorre la piel y se arremolina entre sus piernas. Le puede espiar las uñas, son anaranjadas y cuando las eleva, las acompaña con sus pestañas. Tiene unas gotitas doradas en la punta de los ojos. La mira otra vez, bien de cerca, y le ve los labios apenas delineados. Sonríe cuando tiene que inclinarse. Viene y se va. Ahora irrumpen las voces. Le cantan y se queda arinconada escuchando. Le están describiendo su historia. Y ella me la quiere contar a mí. Me mira, está bailando para mí. Con los brazos, contorneando sus manos. Vuelve a abrir los ojos y la orquesta sigue ahí, la soprano continúa cantando. Ella ya no baila en ese escenario. ¿A dónde se habrá ido? Afuera, Apollonia camina rápido, a contracara del viento, descalza para volverse algo más ligera. O quizás por la costumbre de bailar apenas calzada. Piensa en Galatea, y en todas las nereidas, en las ninfas. Siempre las imaginó como las bailarinas más perfectas: naturaleza y movimiento. Puras, simples, sólo piel. Ella quisiera ser así, volverse etérea. Pero sus pies siguen apretando el paso hasta por fin llegar al teatro. Se vuelve a calzar y entra. Le indican que vaya al paradiso. Escaleras. Ya puede escuchar la voz de la soprano. Las cortinas todavía están algo abiertas. Se apresura a arreglarse el vestido y estira todo el negro de su pelo sobre la espalda. Busca un espacio donde ubicarse. Hay un lugar al lado de un muchacho apoyado contra la pared. Se acomodan los dos. Benjamin cruza la pierna derecha por delante de la izquierda para que ella tenga espacio para poder separar los pies y dejarse caer hacia donde quiera. Apollonia mueve la cadera hacia su lado y dobla el brazo derecho por detrás. Él le mira los pies, las puntas hacia los costados, entonces la distingue: tiene los pies de una bailarina. Sube otra vez la mirada, recorriendo el contorno de su cuerpo, hasta llegar a sus ojos. ¿Los habría cerrado antes o se sintió avergonzada

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por él? Los hombros tienen un movimiento ligero que desemboca en sus manos. Una bailarina de cantatas, una bailarina barroca. Y vuelve la mirada hacia la orquesta. Ella trata de no moverse demasiado, pero la música le recorre el cuerpo, tiene ganas de soltarse a bailar. Apollonia, con los ojos apenas cerrados, siente cómo el muchacho de al lado la está observando. Tiene la mirada ajena sobre el cuerpo. Quisiera bailar para él. Pero ahora sólo le puede regalar un suave desliz, siguendo el sonido de las cuerdas del archilaúd. Hasta que, al sentir que él se vuelve hacia su cara, decide cerrar un poco más los ojos. Su piel tirita. Pero la mirada ajena se va, Apollonia respira aliviada y se queda observando la orquesta, con un leve vaivén. Después de poco más de un hora, Benjamin piensa en Galatea, la nereida siciliana, y sonríe al ver a su bailarina. Apollonia le devuelve el movimiento de labios, algo tímida, dejando caer algunos cabellos sobre su cara. Finalmente la invita a tomar algo. Ella asiente. Bajan las escaleras, salen del teatro y comienzan a adentrarse en la ciudad. Caminan unas cuadras, Benjamin sigue prendido de los pies de ella. También la mira balanceando los brazos entre los pocos rayos de luz que todavía resisten a la noche. Así va describiendo en su piel la tierra. Apollonia es la figuración del vestir del suelo, los cabellos todavía más negros. Sonríe y sus ojos se tornan amarillos, un sutil brillo de sol. De a poco se van dejando absorber por el tibio viento de domingo. Entran en una trattoria. No tienen hambre, pero comparten unas bruschettas e vino rosso, chianti classico. Benjamin es el primero en presentarse, le cuenta que es inglés, es fácil darse cuenta por su acento. Músico, aficionado de los vientos. Ella es bailarina, del coro de teatro clásico. Es de la Sicilia y viaja en otoño. Después comienzan los ensayos y en primavera, las presentaciones en Siracusa. Benjamin no deja de sorprenderse, logró descifrarla simplemente a través de Häendel. Le pregunta por la música clásica, si le gusta. En realidad, a ella lo que más la atrae es la mitología, il mio nome, sai? Apollo-nia. Pero al descubrir que también había cantatas de ninfas y nereidas sintió curiosidad. Desde entonces trata de asistir a todas las que puede.

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Il barocco ti piace? Sí, mucho más que el renacimiento, è più passionale le dice, y deja la lengua suspendida entre los labios. Benjamin le responde que si quiere puede ir todavía más allá del barroco. Puede ser Rococò. Apollonia se entusiasma, se muerde los labios, quiere llamarse así. Pero para que él la renozca, primero tiene que verla danzar. Se levantan de la mesa y se largan a caminar por las calles de Lucca. Con el vino, el viento y las telas purpúreas de su vestido, ella comienza a bailar para a él. Una mujer hecha de viento. Así, él se va dejando llevar de las narices, hasta donde ella quiera. La sigue, van levantando polvo, como el otoño. En invierno atraviesan el país. Escapan de las nevadas. Desde la Toscana, pasan por Umbria, se adentran en Lazio, y llegan por fin, a principios de Marzo, a la Campania. Desde el puerto de Nápoles parten, Apollonia dice amar el mar, no quiere cruzar por tierra, es mejor hacer noche en el Mediterráneo. Benjamin carga con todos sus instrumentos, en algunas valijas sólo tienen partituras, y lleva también una pequeña, con ropa y algunos regalos que Apollonia lleva para la familia. Dejan las cosas en el camarote y suben a cubierta, ya de noche. Allí él comienza a tocar Vivaldi en su flauta traversa, y Apollonia tiene todo el espacio necesario para convertirse en viento. Después, como suele pasar, Benjamin se distrae en su respiración por espiarla, y queda sin aire para el instrumento. Ella, despacio, con el movimiento de sus piernas, se lo lleva contra su piel. Está llegando el frío de la madrugada, andiamo in camera, amore. Luego de unas pocas horas llegan a Palermo y deben tomar el bus hasta Siracusa. Si todavía no son las dos de la tarde, habrá tiempo para pasar por el mercado de Ortigia. Después caminarán algunas cuadras más, y entre calles estrechas, y tras una puerta de hierro donde aparece un patio, subirán escaleras arriba, a la izquierda, y será la casa con la ventana cubierta de azaleas, en la que se quedarán. Primavera, después verano. Y otra vez primavera, porque en Sicilia hay solo dos estaciones, las de Deméter. Esa es una de las cosas que más le gustó a Benjamin, por haberse vuelto algo reacio al frío, ya no extrañaba su

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gris Inglaterra. Con la calidez de la isla puede soltarse a hacer música para los turistas desde la piazza, e incluso andar de una trattoria en otra. En abril, Apollonia comienza a ensayar y Benjamin se queda componiendo en la casa, o en la costanera. Quiere regalarle un ballet, para que ella después le dedique una coreografía. Una historia que no haya tenido música. Piensa en componer tan solo un acto, intenso. Investiga en la biblioteca de Siracusa y trata de leer todas las tragedias, las metamorfosis y las comedias que no están en casa de Apollonia. Porque quizás ella no las conozca, no las ha bailado aún. En mayo se inician las presentaciones del Teatro Gredo di Siracusa. Este año Apollonia es parte del coro de Las Bacantes, de Eurípides y Los persas, de Esquilo. Benjamin la va a ver todos los atardeceres. Después de la tercera función comienza a retirarse un momento antes de que termine la obra. Hacia el final de la temporada, va dejando de asistir. Apollonia se preocupa al verlo angustiado. Benjamin y sus instrumentos, frente a ella, guardan silencio. Para acompañarlo en su creación, empieza a narrarle aquellos mitos que más le gustan. Él le pregunta por los que nunca bailó. A partir de entonces comienzan a investigar juntos. Así, Benjamin Britten empieza a darle música a las metamorfosis de Ovidio que Apollonia le va recitando: Pan, Niobe, Narciso, Phaeton... pero las historias no son las correctas, y cada una de ellas se va llevando meses. Pasa un año entero. Hasta que un día Apollonia, al llegar a la casa y verlo dormitando al lado de la ventana, decide no entrar sino irse a la costanera de Ortigia, a esperar el atardecer. No ve a nadie caminando todavía por allí. Se acerca al mar para escucharlo. Queda suspendida, descalza. Benjamin despierta, toma un instrumento y camina hacia la costanera, también quiere refrescarse un poco con el anochecer, tiene la camisa transpirada, quiere el viento en las axilas. Entre los pasillos de Ortigia llega a divisar a Apollonia sobre la costa y aprieta el paso. Tiene brillos dorados en su vestido amarillo. Al verlo cierra los ojos. Retrocede, despacio, está casi en el límite de la tierra, llegando a la fonte Aretusa. Empieza a encorvar la espalda, hacia atrás, evitando

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el contacto con las rejas, estirando los brazos, hacia la fuente. Benjamin llega hasta ella, la toma por la curva de su cintura y se vuelven a mirar. Apollonia le pregunta si ya le había hablado de la sexta metamorfosis de Ovidio, la de Aretusa. Fue cuando ella conoció el mar. Él la mira, esperando que le narre ese mito. Apollonia le dice que ella era una náyade cazadora que, con la ayuda de Artemisa, logró escapar de un dios fluvial y hacerse mar en Ortigia. Sonríe dulce otra vez, para que él se de cuenta de que es ella quien le está narrando su propia metamorfosis. Benjamin Britten se apresura a tocar el oboe para Apollonia. Ella yergue su figura, se desprende de los hierros que rodean y protegen a la fuente y vuelve a bailar, para él. Entonces se da cuenta de que es la misma escena que vio, con los ojos cerrados, en el paraíso de Lucca. Son del viento. En la música y en la piel. Así, ambos empiezan a componer su ballet rococó.

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Sobre la autora

M. Florencia nació la noche de un domingo, cuando el solsticio de invierno. Tenía la piel púrpura, de a poco fue volviéndose morena. La cobijaron en el barrio de Caballito, Buenos Aires, la sonrisa dulce de una tucumana y el orgullo tanguero de un porteño de ayer. Una tarde, después de la siesta, descubrió que trepándose a la cama tenía una biblioteca llena de libros para explorar. Cortázar apareció allí, y con él los puentes a esa otra orilla. No, no era solamente París, era su propia imaginación. Entre letras de Sabina y una garganta con arena, fue adentrándose en las historias con música. Todavía hoy, y mañana también, siguen indisolubles en su literatura, la letra y la melodía. Encontró su eco adolescente hermanado en Pink Floyd. Y entendió su esencia con Luis Alberto Spinetta y el folklore latinoamericano. Ella es. Porteña: guía de turismo. Latinoamericana: licenciada en letras. Mujer: creadora. Todo gracias a la tierra. Es ella.

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