Fondo de Ojo

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fondo de ojo

Mabel Palavecino

Javier Llaxacondor

Alejandro Palavecino

Edición Limitada de 50 ejemplares impresos en Ars Lucís Taller de Grabado Serigrafia sobre papel Conqueror de 300g

40 ejemplares numerados y firmados 1/40 a 40/40

1 ejemplar firmado Bon à Tirer

4 ejemplares firmados y numerados Pruebas de Artista P/A 1/4 a P/A 4/4

1 ejemplar firmado Prueba de Taller P/T

1 ejemplar firmado Prueba de impresor P/I

3 ejemplares firmados y numerados Fuera de Comercio F/C 1/3 a F/C 3/3

25 tintas Golden Acrylic

Ars Lucis Noviembre 2023

Colección de Objetos Extraordinarios

Alejandro Palavecino Mabel Palavecino Relatos Rayas

Javier LLaxacondor Nelson Plaza Acertijos Curador

P rimera r evelación

Qué es una línea sino el aleteo frágil que deja la ruta de las mariposas emigrando desde el espacio en blanco hasta la instalación total del alma en este territorio revelado.

Despierta como un mínimo big bang en una esquina. Tiembla en la punta del lápiz impaciente y estira su primera antena. Desde acá miramos indiscretos tratando de adivinar el derrotero que se inaugura para avanzar en el océano blanco del papel.

Y entonces estira una pierna diminuta y se lanza como en un grand jeté súbitamente poseído para continuar en una fiesta de arabescos hasta dejarnos sin aliento. Ya la línea se ha lanzado como un río que crece hasta que se vuelve curvas. Desde acá, sentimos su peso y nos atareamos en el cansancio a que nos invitan.

Acá. En ese preciso momento, nos miramos, porque esperamos que las curvas espejeen nuestras cejas, las pupilas ególatras, algún mentón desnudo. Pero ellas tienen su propia agenda que no obedece a seno o cadera conocida. Sí los pies, sí dedos innombrables. Sí geometrías revoltosas.

Mientras, acá, nuestras cabezas han recorrido el camino de las espirales que se juntan como si fuéramos el ojo único de una mosca postapocalíptica.

Y es en este ojo donde se inaugura el color, es en el fondo de ese ojo donde el pincel nos baila la fiesta de las manchas. En ese momento final bajamos los párpados para despertar a esta primera revelación.

Es roja, negra y amarilla

Línea no es

Océano tampoco

Si le haces cosquillas

Ríen, en silencio, los pies

e queco

Cargado de rostros, de plumas coloreadas, cargado de rumbos que miran hacia atrás como a escuela de raíces, o hacia adelante en intrigas vacilantes. Todo está allí como al final de la ventana de un caleidoscopio. Por ejemplo, esa leyenda que acarrea en su espalda y que ahora nos asienta:

Habla Isidro:

—Aquí te traigo, amor, agua para tu sed, comida para tu ser. Cruzado he las líneas de defensa. He sido invisible a los lanceros que asedian tu ciudad sitiada. Amor, guárdame tus sueños hasta después de las batallas, guárdame tus besos que yo guardaré tu vida con estas secretas vituallas.

Cuarenta mil bravos sitian la ciudad que los invasores defienden, pero yo, Isidro Cochehuanca, conozco rutas que sólo el amor revela.

Aquí te dejo —se decía, como hablándole a Paulita—, esta comida protegida por el Equeco que dejé en tus manos. Así sabrás como encontrarla y que mi vida nada vale si no la vivo contigo.

Muchas noches, una larga comba en el sendero de la vida sobrellevó Paulita nutrida por el cariño de su amado, hasta que los bravos renunciaron a tomar la ciudad y el ejército invasor recuperó sus callejuelas polvorientas para instaurar su poderío.

Después de la última batalla el Equeco se alojó para siempre allí. Los nuevos vecinos mutilaron su falo desmesurado como tributo a los dioses ocupantes que empinaron sus casas en lo que fue su territorio.

Una dama apedrada

Sienta su fría mirada

En el gélido lago

Que su soledad protege

Nadie la mira

Nadie la quiere

Para la gélida dama

Todo desaire es un halago

n umismática

Faltaba una, pero no era eso lo que realmente preocupaba a fray Xavier Gómez de Alcalá. Había recorrido un largo camino para llegar a Santiago de la Nueva Extremadura. En Lima se había embarcado en el Galeón de Manila que se dirigió a Valparaíso a recoger y entregar carga que había cruzado el Pacífico y mares que vagamente figuraban en la cartografía de la marinería española. Desde el puerto se dirigió en una caravana de carretas hasta la aduana de Santiago donde debía reportarse con su congregación, la Orden de la Merced.

A su llegada entregó a sus superiores las instrucciones que se enviaban desde Barcelona, pero no mencionó que, en el bolsillo cosido en el interior de su hábito, llevaba también cuatro monedas tan humildes que él sentía que no resquebrajaban sus votos de pobreza. Sin embargo, tenían el valor de una revelación. En su anverso no llevaban grabada la corona española o el rostro del rey Felipe. Cada una era distinta y acarreaban cuatro rostros femeninos. Una herejía que podía ser castigada con la cárcel o la expulsión de la hermandad o quizás la muerte. Su secreta misión era entregarlas a la orden clandestina de los templarios escapados de las purgas eclesiales. Los rostros representaban hijas, madres y abuelas del linaje de Jesús. La quinta, la que le faltaba, llevaba la imagen de la última generación conocida, la que los templarios creían había huido a América.

Para encontrarse con ellos debía viajar al otro lado de La Frontera, cruzar el Bío Bío hasta el Fuerte de San Diego de Tucapel. Durante la travesía sorteó todo tipo de peligros y enfrentó las dudas de la congregación con convicción y valor. Fue al cruzar el Bío Bío, justo al poner pie en la ribera sur, cuando hombres armados asaltaron la caravana. La batalla fue corta, sin pérdida de vidas que lamentar. Al final los asaltantes se llevaron tres caballares y varios animales de ganadería. Solo cuando se disipó el humo del fuego de los arcabuceros y el polvo que levantó la huida de los atacantes, fue que notaron la ausencia de Xavier Gómez de Alcalá. Nunca se supo el motivo de su rapto o fuga. Años después, muchos años después, los rostros de las mujeres que adornaban las monedas que acarreó el fraile hasta ese sur profundo aparecieron grabadas en cartones clandestinos. Cuatro, sólo cuatro. Falta esa quinta, que todavía sigue cubierta por la nube en sepia del sigilo.

Si la mendicância fuera un valor

Sería una moneda

Si la revelación fuera una moneda

Sería un poema

¿Quién soy?

l e célérifère

El día que Sophie Lempereur conoció a François de Sivrac pudo haber sido histórico. El destino no lo permitió y, bien lo sabemos ahora, eso fue lo mejor para los dos. Sophie conducía una bicicleta Gitane que había comprado en una venta de garage apenas un par de meses antes. Un verdadero vintage que la llenaba de orgullo. Él pedaleaba una Legnano con sus sellos y timbres originales todavía visibles a pesar de los años. Aunque no era de competencia, juraba que había pertenecido a Ercole Baldini el del Giro de Italia del 58.

Lo diré simplemente: chocaron. Él iba apurado corriendo hacia el norte y ella, algo menos apremiada, pero distraída, iba al oeste. Se insultaron dignamente un par de segundos y sin mediar más aspavientos pasaron a revisar los daños que pudieran lamentar. Luego se fueron a un café. Ambos eran jóvenes y apuestos. Ella olvidó la mancha en su vestido y él las rayaduras nuevas en su Legnano.

No tenían mucho que decirse así que hablaron de bicicletas. François le contó cómo había adquirido la suya y le habló de Baldini como si fuera un conocido cercano. Sophie le comentó lo orgullosa que se sentía de su Gitane y confesó que su linaje se hallaba atada a la historia de las bicicletas francesas en una larga genealogía.

—Debes haber oído, entonces, del conde de Sivrac, mi antepasado, el inventor del célérifère –dijo excitadísimo François, mirándola a los ojos casi como en una declaración de amor. —Por supuesto, la bicicleta sin pedales que se impulsaba con los pies –contestó ella. El falso invento y el falso conde que nunca existieron.

Acto seguido le pidió su número de teléfono para mandarle la cuenta de la tintorería por las manchas de aceite en su falda y lo dejó mirándola partir, la cuenta aún por pagar y el café todavía humeante mientras pedaleaba sin apuro, desapareciendo en la curva de la esquina.

Pequeño equilibrista concéntrico

Sinuosa lógica redonda Escapan de tus brazos de culpa gravámenes como disculpas

u memulo

Cada noche soñaba una palabra. Palabras que sin ella saberlo se le amanecían a cualquier hora del día y crecían y crecían hasta florecer en sus sueños en una crujidera alfabética que llenaba su dormir de inquietudes.

Una vez soñó con la palabra acerico. Lo recordaba perfectamente, porque despertó con el temor de vivir para siempre en esa condición, afanada en agujas y alfileres. Cada noche era un descubrimiento, como cuando se le apareció petricor. Amó esa palabra porque vino a ella una temporada especialmente seca que terminó interrumpida por el rugido temible de un trueno. Ese bramido del cielo desató una lluvia que todos los patos del huerto agradecieron con sonoros parpeos interminables.

Pero ¿umemulo? ¿A cuento de qué? ¿Para ella? ¿Para Sofía Úrsula Castillo Véjar, nacida y criada entre sembradíos chilotes? Esta palabra, umemulo, le sonaba a aderezo para costillar al palo, o a ulular de sirenas de lanchas bajo la niebla.

Sofía Úrsula, no hacía mucho, había despedido a su segundo marido. El hombre había preferido morirse a seguir lidiando con las marejadas encapotadas por las que había piloteado, la vida entera, su barca pesquera.

En su sueño, umemulo ululaba como vientos tradicionales y en vez de vaca era un cordero el sacrificio que se ejecutaba en su patio. En vez de río africano, era en su canal del sur de Chile donde ella, a sus 64 años practicaba el baño ceremonial zulú para que Alberto de Dios Cabral Domínguez se enterara que las varas que empuñaba en su mano (reemplazando las lanzas bantú) eran una señal. Que si él se lo pedía, que sí, que ella estaba dispuesta a aceptarlo como su legítimo esposo hasta que la muerte terminara por separarlos.

Podría ser un mensaje

Pero es un silbido

Podría ser un sueño

Pero es el olvido

Si algo anuncia

Se queda dormido

l os a mantes de v aldaro

–Yo quería abrigarte. Quería arrebatarte lejos de la nieve que lentamente nos cubría mientras la vida se nos iba. Pero aquí estamos, con mi lanza inútil, bajo este manto de hojas con que intentamos resistir el frío, ovillados como en el comienzo. Tanto caminar para llegar a este momento final. Ahora, mi única arma, amada mía, es el beso menos deseado.

Eran tiempos en que había muy poco que olvidar, porque todavía no había mucho que recordar, pero tanto había por vivir, tanto que recorrer, tanto que aprender a sentir.

Amaba perderse a lo largo del agua y ver jugar las comadrejas en torbellinos incesantes, pero el invierno se dejaba caer como el peso del agua acumulada en la leña vieja. Poner los pies en la corriente del río era un placer que debía esperar hasta que volvieran las abejas.

– Yo quería protegerte, pero qué pueden las fuerzas del humano contra la bravura del viento. Déjame arrebozarme en tu aliento, amada, ahora que el frío penetra la piel que cubre nuestra piel y los colores caen humedecidos. En este quiebre definitivo, abrázame y déjame posar en ti, amada, el beso menos deseado.

Trina la esfera, como rueda el pajarito

Si no estepa, Es abismo

Esa voluntad pagana Que para todo da lo mismo

¿H ace ruido un árbol al caer si nadie está a H í P ara escuc H arlo ?

Un piano fabricado en la capital del estado alemán de Baden-Württemberg abandonado a los pies del Vesubio no tendría nada de particular a primera de oídas, pero si se advierte que este Vesubio no se encuentra en Nápoles, sino en el sur profundo de Chile, en el Archipiélago de Chonos, la primera pregunta que nos asalta es ¿Cómo se las arregla un piano para viajar desde Stuttgart, cruzar el océano y terminar alojado donde Chile se cae a pedazos? ¿Cómo se las arregló para trepar los acantilados de Isla Luz y navegar su caprichosa geografía cruzada de esteros salvajes para asentarse en una cabaña afincada a los pies de un pequeño monte presuntuoso?

Sofía Micaela Lara Coñuecar no tenía respuesta alguna a esas preguntas, ni jamás se había preocupado de ellas, pero desde el mismísimo día que junto a su hermana Lucerina Inés había descubierto ese piano en la cabaña abandonada, se había fascinado con él. Como no sabían cómo se llamaba un instrumento como ese, sólo le llamaban Krauss, tal como indicaba el sello dorado en el atril.

Como todos los veranos, desde hacía muchos años, caminaban lo que había que caminar y secretamente se reunían con las hermanas Mayorga, quienes cruzaban el Canal Vicuña desde Isla Humos, donde vivían, para venir a celebrar la vida vivida. Sofía ejecutaba con Krauss piezas que solo ellas conocían. Piezas que habían nacido y crecido de la boda entre sus dedos y el teclado. Alrededor de Krauss, las Lara y las Mayorga reían, hablaban sin parar, inventaban letras a las melodías de Sofía y refrescaban sus labios con aguardientes con sabor a murta, maqui y calafate.

De tanto refrescar sus labios, el calor inundaba sus cuerpos y surgía la necesidad de despojarse de sus pesados abrigos chilotes para terminar desnudas bailando sin pudor. Sofía se arriesgaba en notas inexploradas que ella trataría de recordar después que el aguardiente se hubiese disipado. Sin embargo, ahora que la fiesta la cubría, las notas comenzaban a escaparse y brincaban divorciadas. Poco a poco sus dedos se volvían lentos y el piano comenzaba a negarse y resistir.

El bosque que las protegía y las cercaba se volvía oscuro. Para ellas ofrecía ramas secas que alimentarían el fuego transformándose en el nuevo centro de atención de las festejantes. Otra música venía a reposar en sus oídos y lentamente los párpados caían como pesados telones frente a la fogata. La única pregunta que siempre ocupaba a Sofía en esos minutos finales acaecía como una tradición ¿Hace bulla Krauss al sonar si nadie está aquí para escucharnos?

Vienes del bosque como la lluvia

Suena tu ausencia como un bosque

Remedias tus goteras con una fogata

Restregando la soledad en tu alpargata

l a r ueda de la f ortuna

Las artes de Nelson Mamani Rojas eran antiquísimas. Tenían gusto a respuestas como candados sin llaves. Dominaba, aseguraba, el arte de leer las hojas de té (la teomancia decía él), la chiromancia y el tarot; pero también la geomancia, la astrología, la numerología. Se comentaba que secretamente practicaba la aruspicina. Decía conocer las artes de la astragalomancia, antropomancia y la hidromancia, disciplinas, aseguraba, había aprendido leyendo antiguos códices griegos y caldeos. Sin embargo, lo que atraía su clientela era el letrero pintado en una tabla de madera de pino que se balanceaba en un solo clavo en cualquier pared que él declaraba como su consulta: “Seré el puente entre este mundo y el otro si usted decide cruzar donde lo esperan sus amados”.

La gente prefería que le leyeran el tarot, porque la ajada baraja les daba más seguridades que la lengua apurada de Mamani. Sus clientes querían saber de sus difuntos; pero, sobre todo, querían saber que sabían sus finados de sus futuros y, si fuera posible, si no fuera mucho pedir, algún datito para salir de la pobreza.

Era por eso que él se había vuelto un experto en apartar la carta del arcano mayor: La Rueda de la Fortuna. La carta con la que les podía hablar de los vaivenes de la vida. Si el cliente se veía en bancarrota extraía la carta de pie y los despachaba con un par de buenas noticias que los liberaba de sus acumuladas depresiones. Si, por el contrario, prometían algunos billetitos extras para él, la carta vendría invertida y prolongaba la cita con augurios preñados de inquietudes.

El teniente de carabineros Oscar Araya Cortés pertenecía al segundo grupo, pero también al subgrupo de clientes con los que el adivinador sabía que se jugaba el pellejo. Lo que atormentaba al policía, esos días aciagos, era la fidelidad de su amante. Habían iniciado su romance un escaso par de meses atrás, cuando cumplía sus funciones profesionales en la localidad de Alto Hospicio. Lo que atribulaba a Mamani era que el teniente no se convenciera de su discreción. El desierto del norte de Chile es amplio y un agorero puede perder fácilmente el rumbo si las cartas son indiscretas, si el adivino es ligero de lengua y si sabe poco de geografía.

Pero esa tarde, como si tuviera vida propia, el arcano mayor insistía en caer invertido por más que Mamani barajara las cartas y peor, aún, a su lado siempre insistía la Reina de Copas con su corona apuntando al piso. La peor de las suertes para el oficial y, bien lo sabía Nelson Mamani Rojas, para él también. No sólo porque enfrentaba la furia de un hombre armado; sino que, por el azar de los azares, las cartas con las que se ganaba la vida le venían a anunciar que la mujer, por quien él recorría los áridos pueblos nortinos, andaba en amores secretos con un agente de la ley.

La luz tapa la oscuridad

La oscuridad es la luna que ilumina alguna soledad

¿ d ónde , amor , P uedo conseguir el P asa P orte P ara entrar a ese P aís donde el sueño te H a robado ?

Finalmente se desviste, tiritando de dudas y ansiedad. La mente en blanco. Lentamente se desnuda de sus túnicas reales, de sus medias y sus peines. Humedece sus labios con natas de Bombay, suaviza su espalda con linimentos de Alejandría, aceita sus muslos con ungüentos de países lejanos, lava sus pies en perfumes de Persia. Las sirvientas colorean sus mejillas con polvos de Babilonia y atan su cabello en un leve turbante, tan leve que sobre el rostro de su rey caerá como una sutil cascada de murmullos negros. Al salir estimulan sus pezones con un toque de hielo que la despierta de frío. Durante tres años, imaginó toda suerte de noches nupciales; pero nunca tuvo tiempo para soñar la suya. Esta noche, su cuerpo agotado de aplazar mil veces la muerte se rinde a un rey definitivamente enamorado.

Allí la encuentra Shahriar, vestida sólo con la belleza de sus cuentos fantásticos. Liberada de su condena, Sherezade, en su noche mil dos, dormida en la cama real, vuela por primera vez en la alfombra de los sueños vacíos.

Si el cero fuera la luz Y la unidad geométrica de tu cuello, la soledad

Usarías un ungüento isósceles Como si filmaras un comercial

l a r onda de J osie b liss

¡Oh maligno!, ¿Qué perras lamen tus húmedos huesos fríos? ¿Quiénes son las ratas que asaltan tus trenes bajo las lluvias de tu Araucanía torrencial? ¿Por qué te alejas para ocultarte en los bosques de tus sueños sureños?

Los pies de Josie Bliss eran como dos morenas gotas de sudor que caían silenciosamente felinas sobre las alfombras que rodeaban el lecho de su amante. Sus largas piernas, como la daga que cargaba entre sus manos, eran finas y onduladas. Las flores con que adornaba su negra cabellera brillaban blancas como la luz de un farol en la oscuridad birmana. Pero en su alma, terribles adjetivos se acumulaban como temblores de tierra. Los dejaba ir contra el mosquitero que acorazaba a su amante. La rabia y las dudas hacían brillar el cuchillo contra la blanca gasa de su bata: O lo entierro yo esta noche en tu pecho o tú lo entierras junto al cocotero para que yo no lo encuentre mañana, se decía, casi muda de celos. —Sólo si mueres se acabarán mis temores.

Caminaba alrededor de la cama, clavando en el vacío la carne infinitamente amada sin llegar nunca a consumar su crimen. Cegado por el deseo y la angustia Neruda seguía esta ceremonia desde su lecho. El paroxismo salvaje de Josie Bliss lo ahogaba; pero una ternura irrefrenable lo retenía junto a ella.

¿De quiénes son las cartas, maligno, que hoy he quemado en mi cocina? ¿Con qué secretas mujeres te amancebas en mi ausencia? Sé que quieres irte entre las hojas de té que embarcas para tu país natal, se decía. —Y otra cuchillada, orinada de rabia y ceguera, se hundía en el aire. Cada golpe de cuchillo era un soplo de viento que entraba en el aposento, que frágil al comienzo, crecía arrebatado a medida que la rabia aceleraba su ira. El mosquitero se agitaba como las velas de una minúscula carabela y todo el navío se tambaleaba y crujía como un gordo bailarín. Con cada blasfemia se inflamaban más y más las velas y se aceleraba el andar del galeón que ya comenzaba a cruzar la habitación y se abría paso a través de los muebles de la sala, dejando una espumareda de libros derramados, candelabros. Finalmente, al frente de una estela de vajillas rotas, de sarongs vacíos y zapatos sin dueño, bamboleándose en un oleaje de celos y ansiedades, el lecho cruzó la puerta y saltó a la calle. La barca y su viudo capitán navegaron las calles de Rangún y se echaron a la mar hacia el Golfo de Martabán. En algún lugar ya comenzaba a salir el sol; pero para Josie Bliss esa noche… esa noche sería interminablemente penúltima.

En vez de cabello, Enredaderas

En vez de raíces psicodélicas, Un cuello

Soy la actriz más triste de este país

Si tratas de hacerme sonreír

Una lágrima dulce

Irá tras de ti

l a o bsesión de la e sfera

A don Nelson Muñoz Colina, predicador del verbo, oriundo de Coronel, le gustaba escribir sus sermones en la máquina de escribir que había rescatado del basurero de la Escuela de Niños Nº1, donde había trabajado como albañil y carpintero. La había reparado con ingenio y piezas que el mismo pudo fabricar. Le faltaba la a, pero sabía que el espacio en blanco correspondía a esa letra de tal manera que leía sus escritos sin titubeos. Le gustaba escribir, tanto como le fascinaba leer La Biblia y los tomos de la Enciclopedia Salvat que adornaban el living de su casa. Una colección careada por el tiempo y el descuido. A pesar de que eran varios los tomos faltantes, a él no le importaba. Los que tenía lo alimentaban y fascinaban.

Quizás el personaje más cautivador que pudo encontrar entre esos libros era Jenófanes de Colofón, el rapsoda griego que tuvo la costumbre de ganarse la vida recitando elegías homéricas por los pueblos del Asia Menor. Don Nelson se identificaba con el rapsoda, porque también él tenía una relación conflictiva con los textos en que basaba sus prédicas. Jenófanes había propuesto cambiar los dioses de Homero, que espejeaban las bajezas humanas, por la simpleza de la esfera. De la misma manera, el predicador le quitaba al dios, que él pregonaba, todo lo que de humano lo bajaba de su podio divino: los celos, la rabia, la pasión. Dios, para Don Nelson Muñoz, debía estar por sobre esas imperfecciones.

Dios es la esfera que a todos nos abraza, predicaba; teniendo cuidado extremo de jamás nunca nombrar a Jenófanes. Como el griego, el coronelino creía que todo saber era revelado. La a invisible de sus escritos era una manifestación de esas revelaciones. Era el signo que él podía mirar donde otros veían vacío. Una tarde de particular inspiración desapareció la ñ en su teclado. La búsqueda fue inútil. Fiel a su filosofía lo entendió como una señal que debía descifrar. Reflexionaba escribiendo, por lo que no fue raro que, de tanto machacar su Remington, terminara por caer también la barra del espaciador. Si el teclado fuera el universo la línea invisible que unía esos tres puntos formaban una U. Para completar el círculo (aunque imperfecto) sólo faltaba que cayeran el cinco y el seis. Tanto deseaba esa señal que tecleó como nunca. Casi sin venir a cuento y con cualquier pretexto incluía en sus sermones el cinco y el seis, el cincuentaiséis, el sesentaicinco. Sus dedos caían con entusiasmo sobre esas teclas tercas. Hasta que el seis, agotado por la insistencia del predicador, se dio por vencido y se lanzó también al piso no sin antes dejar su huella final en el papel, tres veces repetido: 666, el número de la bestia. Tres pequeños candados abiertos como venganza final.

Ningún camino -Agreste o de olvidoEs malo para su paso

Si sueña un destino pierde el amarillo Con tal de que nada detenga su esférico abrazo

c amándula

“Hermanas, entre las labores que las beatas de Las Rosas tomamos más a pecho, después de la oración y el recogimiento en la reflexión, se hallan la cobranza de la renta de los cuartos de los muros exteriores del convento de Las Carmelitas Descalzas y el rescate de mujeres descarriadas de los barrios de Santiago”. La voz de la beata rectora resonaba imperativa; pero ya la imaginación de Sofía María Antonia navegaba por otros barrios, por otros menesteres, lejos del beaterio donde había llegado para escapar del enlace que sus padres habían acordado con don Juan Andrés de Ustáriz y Cano. Miró hacia la calle como si fuera la última vez. Lo que de alguna manera era cierto. Hacerse beata la recogía a una vida de pobreza, castidad y obediencia. Sin embargo, esta decisión urgente había sido, quizás, el último acto de rebeldía de su vida.

A los diecisiete años Sofía apenas conocía Santiago y mucho menos sabía de la vida. Pero había elegido el beaterio, porque le pareció mejor que la dictadura de su padre y que una vida junto a Juan Andrés, que la negoció con su familia de la misma manera como negociaba el ganado que vendían sus gañanes en la plaza principal.

Por las mismas razones, prefirió pasar la noche en su nuevo hogar en vez de volver con su familia, como le estaba permitido a las beatas. El recogimiento a la hora de las vísperas y de las completas, las oraciones de la noche, la llenaron de paz. Le permitieron casi olvidar. Olvidar que Juan Andrés había quedado atrás, definitivamente atrás. Casi olvidar que su noche nupcial había terminado en una ceremonia de la que ella no se hubiese creído capaz cuando el obispo le sacó a tirones el sí que la desposaba al hombre que había reflotado los negocios de su padre.

Habían viajado en una pequeña caravana hasta el Valle Central, internándose entre cerros y algarrobos, quillalles y peumos para llegar, ya entrada la noche, directamente al cuarto de su marido. Un hombre del que apenas sabía algo más que su nombre. Entre cuatro velones, que con menguado entusiasmo marchitaban la oscuridad que la cercaba, Sofía María Antonia se aferraba al fatigoso rosario, que llevaba al cuello, como a un salvavidas.

Fue el rosario, pesado como un ancla, el que interpuso frente a la figura de su marido que se le venía encima con los pantalones resbalando bajo sus rodillas. Fue en legítima defensa, le diría a su confesor, que le clavó el rosario entre las piernas a Juan. Que ella no sabía si fueron los padrenuestros o las avemarías las que estragularon los testículos del hombre. Quizás fueron los misterios dolorosos. Ella no sabría decirlo.

Sólo supo que debía recorrer peumos, quillalles y algarrobos para volver a Santiago, para escapar de la hacienda que fue su casa por un día y que se sumergió en el beaterio para escapar de la casa que fue suya por todo lo que había sido hasta ese día su vida. Que la vida junto a las hermanas sería su cruz y su corona. Aparte de eso nada más tenía que decir.

Si nací sin cuello

Lo sabe solo el marinero

Si mi baile no es angustia para el pordiosero

Que el mar haga de él un ballenero

Cuello imperecedero

Que uno y otro se enamore

De lo injusto y de lo bello

12 s erigrafías 12 r elatos 12 a certi J os i nfinitas r es P uestas
Ars Lucis

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