09 Salida hacia la Tierra

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INTRODUCCIÓN. Entre las diez lunas de Júpiter, "Ganímedes" es la tercera en orden de aproximación al planeta y la primera en importancia por su tamaño. Aunque es solamente un satélite, en la superficie de su globo (mayor que el planeta Mercurio) cabrían holgadamente todos los continentes de la Tierra. Ganímedes es notable en más de un aspecto. Es como un oasis en la vastedad del desierto cósmico; una isla de verdor más allá del abismo de 500 millones que separa a Marte del gigantesco Júpiter, espantosa fisura que sirve de frontera a la vida. Júpiter, inmenso globo de fuego, es un mundo sin vida, una imagen del pasado de la Tierra, pero que todavía verá transcurrir miles de millones de años antes de que su corteza se solidifique lentamente encerrando en su interior las fuerzas heredadas del sol. En el firmamento de Ganímedes, la gigantesca esfera de Júpiter brilla semejante a un enorme disco luminoso, 220 veces más grande que el disco del sol que los habitantes de la Tierra ven en su cielo. Júpiter es el sol que pone en movimiento la máquina de la vida cobijada en Ganímedes. El otro sol, el verdadero, el que es fuente de energía, de luz y de calor para los habitantes de Venus, de la Tierra y de Marte, el mismo que tiene esclavizado a Júpiter, no es en el firmamento de Ganímedes más que una pequeña estrella, con una luz y un calor 25 veces más débil que aquel que reciben los hijos del planeta Tierra. Ganímedes invierte 7 días terrestres en dar una vuelta completa alrededor de Júpiter, del que dista algo más de un millón de kilómetros. También son siete los días que tarda el satélite en realizar un giro completo sobre su eje. Esto quiere decir que Ganímedes presenta siempre a Júpiter el mismo hemisferio, y que en una mitad del satélite reina un día eterno. Las sombras de la noche no caen jamás sobre aquella cara de Ganímedes, donde brilla constantemente el colosal disco luminoso de Júpiter. En aquel hemisferio, calentado por un sol cuyos rayos no queman ni secan, prospera como en un invernadero una vegetación exuberante, capaz de humillar incluso a las lujuriantes selvas de Venus. Allí, los árboles elevan sus recios troncos hasta centenares de metros de altura, arañando con sus copas las nubes cargadas de lluvia que velan perpetuamente el cielo de Ganímedes. Las ramas, no obstaculizadas por la escasa fuerza de gravedad de este mundo, se extienden horizontalmente cubriendo grandes extensiones de terreno con su trémula techumbre de gigantescas hojas. Sobre tallos de dos pulgadas de grosor se abren exóticas flores de la dimensión de una rueda de carro. La naturaleza ha prendido también la llama de la vida animal sobre esta luna de Júpiter, creando bestias de un tamaño y una ferocidad enormes, desconocidas en todo el resto del Reino del Sol. La pequeña fuerza de gravedad de Ganímedes —aproximadamente la mitad de la que actúa sobre todo cuanto existe en la Tierra— permite a estas montañas de carne moverse con perezosa lentitud. Cuando dos de estos colosos se tropiezan y entablan lucha, el suelo se estremece cual si galopara sobre él un apocalíptico escuadrón de caballería. Este hemisferio de Ganímedes, donde brilla un día perpetuo y se dan cita las plantas y las bestias más extraordinarias, encuentra el reverso de su medalla en la cara opuesta del globo, iluminada y calentada solamente por el sol. Aquí, una región polar semejante a los campos de hielo de los polos terrestres, ofrece un sorprendente contraste con la riqueza de vida del otro hemisferio. El lejano sol que brilla en las profundidades del espacio ilumina apenas estos yermos glaciales, en los que no puede encontrarse el menor rastro de vida vegetal y sólo algunas especies de animales propias de las regiones polares. El hombre, suprema creación de la naturaleza, no ha aparecido todavía sobre Ganímedes, ni es probable que aparezca jamás, pero esto no quiere decir que ningún ojo humano se maraville ante los románticos encantos de este mundo extraterrestre. El hombre, criatura inquieta y audaz, ha surcado con sus aeronaves la espantosa fisura de 500 millones de kilómetros que separan a Júpiter y sus diez satélites del planeta Marte y ha hollado con su planta tanto el rezumante mantillo de las exuberantes selvas como la crujiente costra de hielo que cubre a Ganímedes. Sus esbeltas aeronaves han volado sobre las tierras y los mares de la luna de Júpiter, ojos humanos le han arrancado sus secretos, y han sido manos de hombres quienes han trazado sus primeros mapas y han provocado cataclismos artificiales que espantaron incluso a las bestias más salvajes... En realidad, el terrestre ha dejado escasas huellas de su paso en este mundo. Una naturaleza hostil, unida a la remota lejanía donde gravita Júpiter con su enjambre de satélites, le hizo abandonar la colonización de Ganímedes, apenas iniciada. La belleza exótica de este mundo es engañosa. La humedad que rezuma el hemisferio vuelto hacia Júpiter penetra hasta la médula de los huesos de los hijos de la Tierra que lo visitan. Una fetidez mortal flota sobre los pantanos donde indefectiblemente acaban por hundirse los grandes mastodontes. La muerte brota del seno de la tierra en forma de pútrido aliento al través de la espesa capa de materias orgánicas en descomposición posadas sobre el suelo, y vuela de un lado a otro alojada en los aguijones de grandes insectos, cuyos feroces ataques son más temibles que las brutales y ruidosas acometidas de los monstruos pedestres. Casi todos los grandes y pequeños reptiles son ponzoñosos. La atmósfera, extraordinariamente cargada de ácido carbónico,


envenena lentamente la sangre si no se hacen frecuentes inhalaciones de oxígeno puro. El hemisferio de Ganímedes donde reina un día eterno es un infierno, para vivir en el cual, no ha sido preparada la criatura terrestre. El hijo de la Tierra, en sus breves visitas a este oasis cósmico, prefirió siempre alojarse entre los campos de hielo de la cara opuesta del satélite. Aquí el frío es intenso, pero soportable. El notable desequilibrio térmico entre los dos hemisferios de Ganímedes da origen a violentas corrientes de aire, que barren estos helados páramos en un continuo huracán. El viento aúlla incansablemente al través de las blancas y desoladas llanuras. Las olas baten con furia en los ásperos acantilados. El hombre llegó a Ganímedes impulsado por su curiosidad insaciable, arañó el suelo, dejó aquí varios de sus esqueletos y se marchó llevándose un ingrato recuerdo de este mundo. Esto ocurría en el siglo XXI, cuando después de haber surcado con sus flamantes aeronaves los vacíos cósmicos existentes entre los planetas más cercanos al Sol, el hombre volvía sus ojos hacia lo existente más allá del último de los planetas hermanos de la Tierra. Ganímedes, desdeñado por los terrestres, era ocupado y explorado por la raza "thorbod", criaturas exóticas venidas al Reino del Sol desde un mundo perdido en las inmensidades del Universo para alojarse en el caduco y agotado planeta Marte, del que hacían su nueva patria. En la fecha que se desarrolla esta narración, año 4327 de la Era Cristiana, aquel puñado de apátridas del Cosmos que vinieron a establecerse en Marte dominan sin discusión en todo el Reino del Sol. Marte, Venus y hasta la misma Tierra han sucumbido bajo el peso de la horda invasora, y el Hombre Gris se enseñorea del vasto Imperio que sólo dos siglos antes dominaba la raza humana. En Ganímedes, 80 millones de terrestres gimen bajo el látigo thorbod extrayendo del subsuelo del satélite los preciosos metales que servirán para acrecentar el ya abrumador poderío de esta raza exótica, despótica, cruel y tenaz en la consecución de sus propósitos. Ganímedes es la insaciable tumba donde, en el término de pocos años más, acabará por perecer el último representante del género humano.

. CAPITULO I. HOMBRES MARCADOS.

. El Sol, cerca de la línea del horizonte, lanzaba oblicuamente sus mortecinos rayos y tendía sobre el campo de hielo, enormemente alargadas, las sombras de los fugitivos. El huracán, barriendo con prolongados aullidos la dilatada llanura, les daba también de espaldas ayudándoles en su carrera. Más que correr, los 18 terrestres parecían volar sobre la nieve compitiendo en velocidad con los ligeros matojos que el viento arrancaba y traía rodando desde los lejanos bosques de la zona de transición, donde acababan las especies vegetales y comenzaba el desolado páramo que cubría toda una mitad de Ganímedes. La pequeña fuerza de gravedad del satélite y el vigor de sus músculos terrestres permitía a Harold Davidson y sus acompañantes emular las proezas de los canguros, avanzando a saltos prodigiosos de cuatro o cinco metros de longitud. Dando cuatro brincos más poderosos, Harold —más conocido por "el Americano"— adelantó a sus compañeros y se detuvo sobre una de las ondulaciones del páramo. — ¡Alto, esperad! Los terrestres, dando saltos tan ágiles como los de los canguros aunque mucho menos elegantes, se reunieron en torno al americano y siguieron la dirección de la mirada de éste, volviendo los ojos hacia la oscura línea del horizonte que habían dejado atrás. — ¿Nos persiguen? —preguntó a gritos uno de los hombres oteando con recelo los confines de la llanura. —No creo —repuso Harold gritando también para hacerse oír entre el silbido del viento. — ¿Por qué nos detenemos entonces? ¡No me sentiré tranquilo en tanto no me vea en el refugio! — ¡Mira este! —gritó un hombretón soltando una áspera risotada —. ¿Crees que después de esto te dejarán vivir en paz los thorbod en el refugio ni en cualquier otro agujero de este maldito Ganímedes? ¡Descuida, amigo! ¡Removerán cielo y tierra hasta dar con nosotros y asarnos a la parrilla! Hablaban en un extraño argot, mezcla de todos los idiomas de la Tierra. Ninguno de los 18 hombres vueltos de cara al Sol era viejo. En otros tiempos, la vida del terrestre se prolongaba hasta los 200 años gracias a las comodidades, una alimentación adecuada y la formidable aportación de los conocimientos científicos, fruto de largas generaciones de laboriosos estudios. Pero desde que la "Bestia Gris" aherrojara a los hombres con los grilletes de la cautividad, nadie moría viejo en el Reino del Sol. La Plaga Gris había confesado sin ambages su propósito de exterminar completamente el género humano y andaba en franco camino de conseguirlo. Harold Davidson consultó su reloj de muñeca, preciosa máquina que desentonaba notablemente con lo mísero y tosco de sus vestidos hechos de pieles de animales del país. —Esperad un momento —dijo volviendo sus ojos pardos hacia el horizonte —. Faltan solamente treinta


segundos para que se produzca la explosión. El grupo se dejó caer sobre el hielo. Solamente Harold permaneció de pie, inclinado el cuerpo hacia delante para vencer el fiero empuje del viento. El Sol le daba de lleno en la cara iluminando unas facciones agudas, como cortadas con el hacha del hambre, las penalidades físicas y la tortura moral. Toda la parte inferior del rostro del americano estaba emboscada tras la maraña de una barba rubia, abundosa y descuidada, sobre la que brillaban como cristales pequeños trocitos de hielo. Junto a una nariz afilada brillaban profundos y febriles los ojos pardos. Un tosco gorro de pieles que le tapaba las orejas dejaba al descubierto una parte de la ancha y atormentada frente; y en esta frente, marcados brutalmente a fuego, se veían los extremos inferiores de una hilera de jeroglíficos. Eran números y letras thorbod, el estigma de la más humillante y odiosa esclavitud grabado en todas las frentes del género humano. Todos los hombres de aquel grupo mostraban sobre las cejas esa marca, lo que denunciaba su condición de esclavos. Durante treinta segundos, los terrestres esperaron con la respiración contenida y los ojos fijos en cierto punto del monótono horizonte. En el reloj de Harold Davidson las saetas del minutero derivaron el tiempo fijado para la explosión y emprendieron una segunda vuelta. El grupo esperó desasosegadamente un minuto más... luego otro... — ¡Aquel maldito reloj! —rugió uno de los componentes del grupo saltando en pie y braceando colérico —. ¡Me figuraba que se comportaría como un puerco a última hora estropeándolo todo! Harold encajó la mandíbula con fuerza, haciendo crujir los huesos, y dejó caer el brazo volviéndose hacía sus compañeros. —Vamos —dijo con voz donde temblaba toda su rabia e impotencia —. No podemos esperar más. La noche nos viene encima. Uno tras otro, los hombres fueron poniéndose de pie mascullando sordas maldiciones y lanzando furibundas miradas a la lejanía. De pronto, cuando Harold volvía la espalda al Sol dispuesto a reemprender la marcha, se encendió tras el combado horizonte la luz de una explosión atómica, una luz verde azulada, de un matiz increíblemente frío que iluminó durante un segundo la dilatada llanura con un resplandor jamás igualado por el distante y mortecino Sol. El suelo tembló sacudido por una fuerza brutal y el globo verde azulado se extinguió con tanta brusquedad como habíase encendido. La luz crepuscular del verdadero Sol pareció más mezquina a los terrestres después del deslumbrador fogonazo atómico. Un ronco alarido de triunfo brotó de las gargantas de los hombres, y como si este grito hubiera desprendido algo de la bóveda celeste, un cuerpo extraño cayó de las alturas y rebotó con gran pesadez y ruido a sólo unos metros de Harold Davidson. La sorpresa cortó de golpe las ruidosas manifestaciones de alegría del grupo. Harold dio un prodigioso salto hacia atrás, como si uno de los mortíferos reptiles voladores que tanto abundaban en la zona tórrida de Ganímedes hubiera caído desde una rama a sus pies, y el resto del grupo le imitó dispersándose en un abrir y cerrar de ojos. La extraña inmovilidad del cuerpo caído del cielo frenó el primer impulso del americano. Los débiles rayos del Sol arrancaron mortecinos chisporroteos del objeto. Las pupilas de Harold identificaron la harto conocida figura de un ser humano enfundado en una de las armaduras de cristal que los guardianes de los campos de trabajo utilizaban sobre la grey de penados. Como un rayo de luz se abrió paso en la mente del joven la verdad de lo ocurrido, y esta idea le hizo reaccionar de manera completamente distinta, abalanzándose sobre la figura yacente gritando: — ¡A él, muchachos... es un maldito thorbod! Dos saltos prodigiosos pusieron al americano junto al aborrecido enemigo. El joven se inclinó con rapidez, recogió del suelo un pequeño fusil ametrallador y dio un paso atrás apuntando al hombre de la vítrea armadura. El resto del grupo estuvo en un instante junto al americano y cayó como una nube de cuervos hambrientos sobre el thorbod, sujetándole de piernas y brazos, sentándose sobre el abombado pecho de la armadura de cristal y lanzando gritos de triunfo, como si le hubieran vencido tras una apasionada lucha a brazo partido. La primera sensación de extrañeza la experimentó Harold al notar el extraordinario peso del arma que empuñaba, excesivo incluso en un mundo donde la escasa fuerza de gravedad aligeraba notablemente los pesos. Casi al mismo tiempo escuchóse un grito de sorpresa, lanzado por uno de los terrestres que sujetaban al hombre de la armadura. — ¡Eh, chicos! ¡No es thorbod! Este descubrimiento atrajo rápidamente a Harold. — ¿Que no es un thorbod? Sus compañeros incorporáronse y se apartaron a uno y otro lado del caído, dejando una brecha para que los mortecinos rayos del sol alumbraran al ser encerrado en la armadura de cristal. Harold se arrodilló sobre el suelo y dobló la espalda para examinar de muy cerca las facciones de la criatura yacente boca arriba. Una sola mirada le bastó para cerciorarse de que aquello no era un thorbod, sino un terrestre como él mismo.


Al través del cristal que encerraba la cabeza del desconocido, Harold Davidson vio un rostro bellísimo, de una blancura nacarada y un óvalo perfecto. Las altas y arqueadas cejas y el lindo dibujo de los labios rojos hicieron comprender al yanqui la identidad de aquella criatura. — ¡Es una mujer! — ¡Cómo!! ! —exclamó un coro de voces. Las pardas pupilas del americano recorrieron rápidamente los contornos y relieves del cuerpo encerrado en el grotesco estuche de cristal. Al parecer, era muy joven y había sufrido un desvanecimiento a causa de la violenta caída. Vestía un traje muy ceñido, color azul eléctrico, y se cubría el cráneo con un casquete de cuero rojo rodeado de una tira de caucho para preservarle de posibles golpes contra la escafandra, y la armadura de cristal que encerraba el cuerpo de la muchacha difería poco del aspecto de las que solían usar los hombres grises o thorbod, aunque era fácil dé ver que ésta había sido construida expresamente con arreglo a la corpulencia y estatura del ser que la ocupaba. Al hacer el americano su sensacional descubrimiento, 17 frentes marcadas con el estigma de la esclavitud se inclinaron sobre la desvanecida mujer. — ¡Es una marrana! —gritó un jovenzuelo señalando con el dedo la frente blanca y limpia de la muchacha. — ¡Es verdad! ¡No lleva marca! —exclamó otro de los barbudos componentes del grupo. En el lenguaje vulgar y poco delicado de los campos de forzados eran llamados "marranos" los terrestres que, haciendo gala de una falta de escrúpulos desvergonzada, colaboraban con los thorbod en ciertas ocupaciones poco dignas, tales como conducir a punta de látigo los miserables rebaños humanos sometidos a un trato despótico y cruel por la Bestia Gris. A cambio de prestar a sus tiranos una adoración servil y hacer méritos tratando a sus hermanos de raza como bestias, estos "marranos" recibían de los thorbod algunas distinciones; entre ellas, las de no ser marcados a fuego en la frente, gozar de cierta libertad y estar bien nutridos y vestidos. Si existían en el Universo entero criaturas más odiadas que los thorbod, éstas eran sin duda los "marranos", a quienes sus hermanos de raza aborrecían, y despreciaban los hombres grises. — ¡Una sucia marrana! —bramó un astroso terrestre a quien llamaban el "Español"—. ¡Dame ese fusil, Americano! Las manazas del hercúleo español asieron el fusil por el cañón. Harold leyó en las pupilas de su compañero el imperioso deseo de matar y no soltó la culata de la ametralladora. — ¡Déjame el fusil! —rugió el Español. — ¡Quieto... calma! —jadeó forcejeando con el hispano —. No nos precipitemos... tal vez sea una fugitiva de las minas. — ¡Es una marrana! —chilló el Español —. ¡Y no hay un solo marrano que no tenga el alma de gusano! ¡Mátala! — ¡No seas bestia! —rugió Harold apartando a su compañero de un fuerte empujón —. Hay aquí algo extraño que sólo podremos averiguar conservando la vida de esa muchacha... si no ha muerto ya del porrazo. Los thorbod jamás han dado armas a los marranos... y ésta iba armada. Estaba sobre nosotros cuando sobrevino la explosión de la emisora de energía, y al cortarse la corriente se precipitó al suelo como un plomo... Pero ella nos había visto, sin duda. Y sin embargo, no disparó contra nosotros como hubiera hecho sin vacilar un marrano cualquiera. Estas razones parecieron confundir a los compañeros de Harold. El español, no obstante, insistió todavía: —Bueno, ¿y qué importa si desperdició la ocasión de ametrallarnos desde el aire? Tal vez no nos vio, o si nos vio se disponía a dispararnos de cerca... —Tal vez la traidora ha traicionado ahora a los thorbod —arguyó Harold —. ¿Y por qué hemos de matarla ahora mismo sin esperar a más? También podemos estrangularla más tarde, y no quiero estropear ese magnífico traje volador... si es que no se ha destrozado ya con la caída. Los terrestres se miraron unos a otros interrogándose con los ojos. —Bueno —gritó uno de ellos para hacerse oír sobre el mugido del huracán —. Lo que tengamos que decidir hagámoslo pronto. Estamos perdiendo el tiempo y la noche nos viene encima. El grupo continuó indeciso. Harold Davidson se terció el fusil a la espalda, volviendo a pensar en su extraordinaria pesadez, y se arrodilló junto a la muchacha. Con este acto decidió la suerte de la prisionera. Sus compañeros le rodearon dispuestos a ayudarle. —Creo que debiéramos de empezar por ver si realmente está viva aún —dijo Harold. —Bueno. Quitémosle los guantes para tomarle el pulso. Ninguno de los allí presentes había tenido ocasión de tocar jamás uno de aquellos trajes de cristal, pero guiándose por la lógica acabaron por encontrar el resorte que separaba los guantes de vidrio elástico de las muñecas de la armadura. Uno de los guanteletes cayó sobre el hielo. Harold tomó la fría muñeca de


la muchacha y le buscó el pulso. —Vive—aseguró levantando la cabeza. —Mala hierba nunca muere —gruñó el español —. ¿Y ahora qué? —Separaremos las otras piezas. Cada uno llevará un pedazo del traje y yo la llevaré a ella al hombro. Treinta y seis manos toscas, torpes por el frío, palparon aquí y allá buscando los resortes que permitían desmontar la armadura. Las piezas de vidrio no eran más pesadas que si hubieran estado hechas de acero, pero la aerodinámica caja que la muchacha llevaba adosada a la espalda dejó estupefactos a los terrestres con su enorme pesadez. Ya estaba desmontada la armadura, y la hermosa joven yacía cuan larga era sobre el duro hielo. El sol caía con creciente rapidez sobre la línea oscura del horizonte. El español, que era el elemento más forzudo de la escuadrilla, cargó sobre sus anchas espaldas la superpesada caja metálica, adosada a la cual iba la parte de armadura correspondiente al tronco y echó a andar con paso vacilante, resoplando y mugiendo como un buey. Dos compañeros le siguieron para relevarle durante el camino y los demás tomaron las restantes piezas de la armadura. Harold entregó el fusil a uno de sus compañeros, se inclinó y levantó del suelo a la muchacha. Para los músculos terrestres del Americano, formados para moverse sobre un planeta donde la fuerza de gravedad era poco menos del doble que la de Ganímedes y acostumbrados a mover grandes pesos en las minas de los hombres grises, la carga era liviana. El grupo anduvo rápidamente teniendo a sus espaldas el mortecino y declinante sol, que ya empezaba a tocar el borde oscuro del horizonte. La noche les alcanzó cuando todavía estaban a mitad de camino de su refugio, pero la marcha continuó en la oscuridad, sin más altos que los breves relevos para que la pesada caja fuera pasando de unas espaldas a otras. Cuando se cansó de llevarla en brazos, Harold se echó su dulce carga sobre un hombro y continuó andando. Tres horas más tarde, en mitad de una copiosa nevada, alcanzaban la mina abandonada que les servía de refugio. La llegada de los expedicionarios llevando consigo a la "marrana" causó extraordinaria sensación en el refugio. Se guarecían en la mina cerca de un centenar de terrestres entre hombres, mujeres y algunos niños, todos con las frentes marcadas por los enrevesados guarismos thorbod. Eran fugitivos de las minas que los tiranos explotaban en Ganímedes y sólo llevaban reunidos dos meses terrestres. La presencia de una "marrana" entre quienes habían sufrido en sus carnes el trato de estos traidores, estuvo muy cerca de acabar con la buena armonía de aquel grupo de desesperados, unido por los lazos que suelen formar el hambre y las fatigas fraternalmente compartidas. La mayoría, sobre todo las mujeres, mostrábanse de la opinión de sacarle los ojos a la "marrana" antes de que ella los abriera por sí, y colgarla luego de una viga. Otros se conformaban con ahorcarla solamente. Uno de los proscritos, que por haber auxiliado en las minas a muchos compañeros presumía de ciertos conocimientos médicos, se inclinó sobre la prisionera y la observó con mirada crítica; —Creo que no tiene ningún hueso roto —dijo —. La conmoción debió ser muy grande, pero no tardará en recobrar el conocimiento. Harold dejó a la muchacha en un rincón, sobre una yacija de paja podrida, y se acercó a la hoguera para participar en la mísera pitanza del grupo. Las condiciones de vida de estos hombres y mujeres no hubieran sido envidiadas ni aun por los primeros pobladores de la Tierra, pero así y todo eran mil veces preferibles a las que tenían que soportar los que trabajaban en las minas. Todo terrestre que empuñaba un pico, empujaba una vagoneta u horadaba las entrañas de Ganímedes bajo la mirada de los vigilantes thorbod, soñaba en una posible fuga de estas minas devoradoras de hombres y en la dicha de unos pocos días de libertad al través de las selvas o los campos de hielo del satélite. Las fugas no eran muy frecuentes, pero se producían al menor descuido de los thorbod. Casi todos estos conatos de rebeldía acababan ahogados en sangre, pero algunas veces, cierto número de penados conseguía escapar para dar comienzo a una nueva existencia, dura, corta y pródiga en penalidades, pero que para estos atormentados hijos de la Tierra revestía los caracteres seductores de una ilusoria libertad. Al abandonar las minas, estos desgraciados daban comienzo a una nueva existencia donde todo estaba en contra suya. El más elemental sentido de precaución les obligaba a un continuo cambio de refugio. Sin armas con que defenderse, salvo en las raras excepciones en que conseguían desarmar a sus centinelas, estos prófugos se convertían en unos eternos perseguidos. El hambre forzábales a salir a campo abierto en busca de alimentos, y era entonces cuando, más pronto o más tarde, eran cazados desde el aire por los aviones thorbod dedicados al sistemático aniquilamiento de todo bicho viviente que se moviera más allá de las altas cercas electrificadas de sus campos de concentración. Naturalmente, en su desigual lucha contra los thorbod, el hambre y la inclemente naturaleza de Ganímedes, los proscritos llevaban todas las de perder. Rara vez conseguían sobrevivir más de dos o tres meses al hambre, al frío, a los ataques de las fieras o a la implacable persecución de los hombres grises, y una de estas raras excepciones la constituía el grupo capitaneado por Harold Davidson, el


"Americano". Harold no era precisamente el mandamás de su grupo. Aquellos hombres y mujeres sabían perfectamente la suerte que les esperaba apenas iniciaran su escapatoria, aceptaban todos los sufrimientos a cambio de vivir unas postreras horas de libertad y no toleraban que nadie les diera órdenes después de haber ganado, a tan alto precio, la libertad. El americano no mandaba en su grupo, pero sus consejos habían salvado, en varias ocasiones, a la cuadrilla y esto le había dado cierta autoridad. Sus compañeros le respetaban tributándole la deferencia de un caudillo, si bien reservándose el derecho de protestar contra sus decisiones ni admitir su autoridad. Esta noche, la comida era algo más abundante de lo normal. Los que salieron de caza hasta la costa tuvieron la fortuna de capturar una especie de mamífero polar, animal de carne dura, pútrido olor y sabor amargo, pero que los hambrientos terrestres celebraban como un manjar de dioses. Una comida excepcional, unida a la captura de una aborrecida "marrana" con un traje volador y un fusil ametrallador atómico, hicieron sentir cierta euforia a cuantos tomaban asiento en torno a la fogata. Afuera aullaba el huracán barriendo el desolado páramo, pero en aquella plazoleta del interior de la mina se estaba al abrigo del viento y del frío. El mañana podía ser incierto, mas a nadie le preocupaban las peripecias del mañana. Sintiendo en el estómago el calor de una digestión abundante; los terrestres preferían hablar siempre del pasado. Ninguno de los allí presentes había conocido siquiera a nadie que hubiera vivido aquellos tiempos lejanos y felices. Davidson detestaba estas remembranzas porque luego, al caer en la cuenta que vivían un presente muy distinto, sus amigos y él mismo sentíanse infinitamente más desgraciados. Pero nadie podía evitar que de tarde en tarde se sacara aquel tema a conversación, y aun de haber tenido bastante autoridad para impedirlo, jamás hubiera osado prohibir este tema en sus conversaciones. Tenía poco que hablar respecto al presente ni al futuro, y si el despertar era amargo y doloroso... ¡era tan bonito soñar en aquel pasado feliz de la Humanidad! La dulce remembranza comenzó esta noche por donde comenzaba siempre; es decir, por la comida. La boca se les hacía agua a estos desgraciados, acuciados por un hambre eterna, al enumerar los placeres gastronómicos de sus ancestros. Los ojos brillaban de codicia al hablar de estas cosas. La vida merecía vivirse en aquellos tiempos, cuando cada individuo era libre de hacer lo que le viniera en gana, cuando la comida abundaba y no costaba nada conseguirla. Harold Davidson, con la barbilla sobre las rodillas y las manos rodeando sus largas piernas, escuchaba atentamente la acalorada conversación de sus amigos. Sospechaba que muchas de estas cosas, dadas como ciertas, eran simples productos de la fantasía, deformación de la verdad al ir pasando de boca en boca y de generación en generación a lo largo de muchas conversaciones como esta, desarrolladas en torno a las fogatas de los campos de trabajo mientras un presente amargo batía sus negras alas en torno a las cuadrillas de terrestres embebidas en la resurrección mental de unos tiempos felices que no habían de volver. Aun dudando de la autenticidad de aquellas maravillas, Harold Davidson no podía evitar el contagio de la ilusión que encendía un brillo febril en las pupilas de todos los presentes. Los niños escuchaban con las bocas abiertas, en aquel gesto milenario de asombro y curiosidad que ya habían tenido miles de millones de niños escuchando cuentos que siempre tenían por escenario países maravillosos. — ¡Pero mamá! —exclamó uno de los pequeños —. ¿Si los abuelos eran tan felices, por qué somos nosotros tan desdichados? La pregunta infantil abrió una profunda laguna de silencio. Los hombres, vueltos bruscamente a la realidad, fueron a clavar sus ojos tristes en las danzantes llamas de la fogata. La mujer lanzó una mirada de socorro en rededor. Harold se arrancó de su mutismo para acudir en auxilio de la madre. —Es difícil de explicar, Luisito. Parece que toda la felicidad excesiva acaba por perder a los hombres. Nuestros antepasados vivían demasiado bien, sin acordarse del peligro que se cernía sobre ellos. Los hombres grises, alojados en Marte, trabajaban incansablemente con los ojos puestos en la Tierra, mientras que los terrestres vivían de espaldas a Marte. Nuestros abuelos, avaros de la dicha y bienestar que gozaban, no quisieron arriesgarlo en una guerra abierta con los thorbod y trataron de entablar relaciones amistosas con la Bestia. El hombre creyó de buena fe que era posible vivir en paz con esas criaturas extrañas, y siguiendo su política de "vivir y dejar vivir", permitió que los hombres grises se hicieran fuertes en Marte. Cuando los terrestres comprendieron la falsía de las promesas de la Bestia era demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido. Las poderosas escuadras aéreas thorbod atacaron... y nos derrotaron por completo. — ¿Y nunca más volveremos a ser libres? —preguntó el muchacho con acento desesperado. Harold Davidson se encogió de hombros, esquivando responder con franqueza a Luisito. Este se volvió hacia su madre repitiendo la pregunta: — ¿Nunca más volveremos a ser libres y ricos, mamá? —Sí, hijo mío —suspiró la desgraciada mujer —. Algún día recobraremos la libertad. Miguel Ángel y


los que con él permanecen en el destierro volverán al Reino del Sol para romper las cadenas de nuestra esclavitud. — ¿Quién es Miguel Ángel, mamá? La mujer se apresuró a relatarle a su hijo la historia prodigiosa de Miguel Ángel Aznar. CAPITULO II VOCES QUE SURGEN DEL PASADO Miguel Ángel Aznar era el último personaje legendario de la Tierra. Todos habían escuchado centenares de veces el relato de sus portentosas hazañas, y aunque existían docenas de versiones distintas sobre su vida y milagros, todas coincidían en los puntos esenciales de la historia. Miguel Ángel, como todos los héroes legendarios, reunía sobre sí las cualidades de valentía, belleza, vigor, riqueza y sabiduría. Este hombre extraordinario vivió las trágicas horas en que la Humanidad se enfrentaba con la codiciosa Bestia Gris. Poseía una aeronave interplanetaria llamada el Rayo, nave fabulosa e invencible, especie de gigantesca esfera de un metal llamado dedona, que encerraba en su interior una maravillosa ciudad de cristal. Entre la estrepitosa derrota de los terrestres, Miguel Ángel Aznar y su maravilloso Rayo, fueron los únicos que pudieron apuntarse importantes victorias causando ellos solos más bajas entre las escuadras thorbod que todas las escuadras aéreas y los ejércitos de la Tierra juntos. Era proverbial que la Bestia Gris jamás se hubiera apoderado de la Tierra de haber existido más de un autoplaneta Rayo, pero de haber sido así, la leyenda no hubiera tenido oportunidad de cantar las épicas proezas de una máquina y un hombre que, al menos por entonces, no tenían igual en el Universo. En este detalle residía precisamente toda la gloria del héroe. En aquellos lejanos tiempos, el Rayo era la única aeronave capaz de volar más allá de las fronteras del Reino del Sol y adentrarse en las misteriosas profundidades del Cosmos. El material de que estaba hecha aquella máquina —la dedona— era todavía desconocido en el Reino del Sol. En la actualidad, los rebaños de esclavos terrestres extraían dedona del subsuelo de Ganímedes para la industria de sus dominadores thorbod. Estos poseían ahora naves del espacio similares al fabuloso Rayo, pero en los tiempos en que Miguel Ángel realizó sus proezas nadie, excepto el héroe, poseía una máquina igual. Miguel Ángel y su Rayo, tomaron parte activa en la guerra de los planetas, pero no pudieron impedir la derrota. Entonces, cuando las escuadras terrestres habían sido barridas del cielo por la aviación thorbod y la Humanidad se enfrentaba con un pavoroso porvenir, Miguel Ángel concibió salvar lo que pudiera de la catástrofe. Seguro de que la Bestia proponíase exterminar al género humano, Miguel Ángel hizo de su aeronave una segunda Arca de Noe. Metió en su Rayo algunas especies de animales domésticos, embarcó grandes cantidades de provisiones, tomó a bordo máquinas y herramientas, reclutó un puñado de miles de españoles, aseguró que se proponía buscar una segunda patria entre las estrellas y zarpó desapareciendo para siempre en las insondables profundidades del espacio. Aquí terminaba la leyenda de Miguel Ángel Aznar y su fabuloso autoplaneta Rayo. — ¿Y regresarán pronto, mamá? —interrogó Luisito. —No lo sé, hijo mío. Es creencia general que Miguel Ángel volverá algún día para liberarnos a todos y reconquistar el Reino del Sol. — ¿No se perdería en el espacio? —preguntó el niño con inquietud. —Dios no lo haya querido. — ¿Encontró Miguel Ángel la nueva patria? —Lo ignoramos —suspiró la madre —. Nadie ha vuelto a tener noticias de él ni de los que le acompañaban. Nadie sabe qué fue de ellos. —YO LO SE —dijo una voz armoniosa y cristalina que daba una entonación incluso humana al seco y desagradable idioma thorbod. Todos los ojos se volvieron hacia el lugar de donde había brotado la voz. Una figura esbelta, de líneas armoniosas y ágiles movimientos, se destacó del rincón en; sombras, acercándose al círculo de luz que arrojaba la fogata. — ¡La marrana! —exclamaron varias voces ácidas. Era, en efecto, la "marrana", quien siguió avanzando hasta llegar junto a la fogata y acarició con una mano la dura pelambre de Luisito. El muchacho repelió aquella caricia con brusquedad, yendo a buscar refugio entre los brazos de su madre. — ¡No me toques! ¡Eres una traidora... una marrana! Los grandes ojos de la joven miraron en torno. Eran los suyos unos hermosos ojos negros, rasgados, con chispitas de luz danzando en la insondable profundidad de las pupilas. Si dormida era bella, Harold la encontró despierta cien veces más hermosa. Junto a las sucias, desdentadas y piojosas mujeres del grupo, la "marrana" parecía una diosa mitológica de soberbia esbeltez, limpia y austeramente elegante dentro de su ajustado traje azul eléctrico. Sus tensas mejillas parecían colorearse con el fuego de una sangre rica y vigorosa que corría generosamente bajo la epidermis de transparencias nacaradas. —Creí que querías conocer el final del cuento —dijo a Luisito.


El niño la miró haciendo una mueca. —No importa —continuó diciendo la joven —. Te lo contaré. Miguel Ángel dejó el mundo que era su patria con lágrimas en los ojos. Sabía del Universo lo suficiente para adivinar que no iba a ser empresa fácil hallar en la inmensidad del Cosmos un planeta donde las condiciones de vida fueran propicias para la supervivencia y el progreso de los hijos de la Tierra. Sabía que, buscar un mundo de las mismas características de los planetas cercanos al Sol, era empresa mucho más ardua que la de encontrar una aguja en un pajar, y seguro de que, fuera cual fuere el destino del Rayo y sus tripulantes, él jamás tendría la dicha de volver a pisar la Tierra, lloró lágrimas de pena cuando su patria se empequeñecía en la distancia con el rápido vuelo del Rayo a través del espacio... Harold Davidson sintió sobre su frente algo parecido al contacto frío de una bocanada de aire salida de una tumba. Aquella "marrana" hablaba con la convicción de un profeta. Naturalmente, cuanto decía era producto de su imaginación, pero el hecho de que todos la escucharan en religioso silencio demostraba que su don de persuasión alcanzaba a todos por igual. —El Rayo —continuó diciendo la joven— se lanzó al espacio para llevar a cabo la hazaña más grande que conoce la historia de la Humanidad; volar durante cuarenta y dos años a velocidades astronómicas a través del Cosmos y dar con el planeta soñado, donde la criatura terrestre pudiera vivir en las mismas o parecidas condiciones que en su perdido mundo de origen. Porque el Rayo conducido por Miguel Ángel Aznar, alcanzó finalmente la tierra de promisión. — ¡Miguel Ángel se salvó! —chilló uno de los muchachos palmoteando de alegría. —Aquel mundo maravilloso —continuó diciendo la muchacha —, estaba habitado por seres humanos idénticos a nosotros, solamente que vivían muy atrasados respecto a la civilización de que eran portadores los tripulantes del Rayo. Los terrestres entraron en relaciones con aquellos indígenas, descubriendo también que, además de estar habitado por seres humanos, aquel mundo albergaba en su interior hueco una naturaleza de silicio, que había producido unas criaturas extrañas, extraordinariamente inteligentes y enteramente... de cristal. Harold Davidson abrió los ojos de par en par. Aquella "marrana" estaba resultando una narradora de aptitudes poco frecuentes, con una imaginación nada desdeñable. ¡Vaya con la muchacha! ¿De manera que una naturaleza de silicio con hombres de cristal? No estaba mal la ocurrencia. Harold depuso su gesto desdeñoso cambiándolo por una expresión de profunda curiosidad. Sus compañeros, habiendo caído por entero entre las redes seductivas de la inspirada fabulista, bebían prácticamente las palabras que iban brotando de los rojos labios de la joven. —No fueron fáciles los comienzos del resurgir terrestre en aquel planeta —aseguró la joven —. El Rayo había consumido en aquel viaje tan largo todo su combustible, pasando luego a quemar las cargas de plutonio y uranio de los depósitos de los aviones..., hasta las ínfimas cantidades de materia radioactiva contenida en las balas de los fusiles atómicos fueron devoradas por los Insaciables crematorios del Rayo. Cuando los terrestres desembarcaron en aquel extraño mundo, apenas si les quedaba energía eléctrica con que mover sus máquinas, pero el hijo de Miguel Ángel, que había nacido durante el viaje del Rayo y había heredado las virtudes que distinguieran a su padre, arremetió contra todas las dificultades y empezó a levantar el gran imperio tras haber derrotado a los hombres de cristal, tras una serie de aventuras muy largas de contar... —Entonces... ¿murió Miguel Ángel? —preguntó Luisito. —Sí, murió —aseguró la joven con gravedad imperturbable —. Murió a poco de haber llegado a Redención (así fue bautizado el nuevo mundo). Murió entre los brazos de su hijo, recomendando a éste que no olvidara jamás a los hermanos de raza que habían quedado cautivos de la Bestia Gris, en el remoto Reino del Sol. Fidel Aznar juró no olvidarlo y cumplió su promesa de hacer de Redención el Imperio de donde saldría el ejército que ha de liberar a la humanidad, reconquistará para los terrestres el Reino del Sol y expulsará de él a la Abominable Bestia Gris. Hoy, aquel mundo inculto, hermoso en su salvaje virginidad, está transformado por completo. Los españoles que lo colonizaron cruzaron su sangre con la brava y pujante de los nativos, creando una nueva raza donde están reunidas la inteligencia del hijo de la Tierra y el vigor y la innata valentía de los naturales de Redención. Fidel Aznar vio crecer ante sus propios ojos el magnífico Imperio y multiplicarse sus hijos, los hijos de sus hijos y los de sus compatriotas hasta convertirse en un pueblo numeroso como los granos de la arena del mar. — ¿Y el hijo de Miguel Ángel Aznar... también ha muerto? —preguntó Luisito con temor. —Vive. Es un venerable anciano de doscientos setenta y cinco años de edad, patriarca de toda una tribu de más de cuarenta y seis mil descendientes suyos, por rama directa. —Y ese ejército de Fidel Aznar... ¿es también tan numeroso? — ¡Oh, mucho! —rió la joven —. Sus aeronaves son tantas, que podrían formar una nube cuya sombra taparía completamente la ciudad más grande de la Tierra. Luisito y sus tiernos compañeros palmotearon de alegría. Harold sonrió y muchos de los hombres


gruñeron desapaciblemente. —Entonces —dijo Luisito acercándose a la esbelta "marrana"—. ¿Fidel Aznar y su ejército vengador llegarán pronto para matar a todos los hombres grises? —Sí, muy pronto. — ¿Cuándo? ¿Por qué no vienen ya? —Ya están aquí, Luisito —aseguró la joven gravemente —. Fidel Aznar y su poderoso ejército liberador han penetrado en el Reino del Sol. Harold Davidson hizo una mueca de disgusto y se puso en pie lentamente. — ¿Ha terminado ya su cuento, jovencita? —preguntó burlonamente. La "marrana" se volvió hacia él y le clavó en la frente marcada a fuego sus maravillosos ojos negros. —No —dijo con aplomo —. El cuento sólo terminará cuando la Bestia sea barrida del Reino del Sol. — ¡Oiga, joven! —gruñó el Americano —. No está hablando ahora con un niño. El cuento ha sido distraído, pero ya terminó. Aquí son ya muy pocos los que creen en la historia de Miguel Ángel y su prodigioso Rayo. Ni uno ni otro existieron jamás. — ¿Cómo lo sabe? —No lo sé. Lo supongo solamente. De todas formas importa poco si ese Miguel Ángel existió ni el Rayo escapó con algunos miles de españoles. Aunque fuera verdad se habrían perdido en el espacio. No volverán jamás. —Ya han vuelto, es decir, HEMOS VUELTO —aseguró la muchacha con aplomo. Harold Davidson contempló a la mujer con el ceño fruncido. —Por si todavía no lo ha comprendido, le diré que está entre evadidos de las minas thorbod y que aquí aborrecemos a los marranos como usted. Las tersas mejillas de la joven se colorearon. Una de sus cejas se arqueó amenazadoramente y en sus negras pupilas danzaron unas chispitas de cólera. — ¿Por qué me insulta? —preguntó —. ¿Me llama marrana a mí, cuando usted es un vivero de piojos? ¿Qué quiere decir eso de marrana? — ¡No te hagas la loca, guapa! —bramó una de las sucias mujeres avanzando amenazadoramente hacia la joven —. Sabemos quién eres y te vamos a sacar los ojos ahora mismo. — ¡Quieta! —gruñó Harold apartando a la mujer. Y mirando a la joven con severidad añadió —: Déjese de tonterías y díganos quién es usted y de dónde viene. —Mi nombre es Amalia Aznar —dijo la muchacha irguiendo su gallarda figura —. Soy capitán del Servicio de Información de la Armada redentora. Un silencio de muerte cayó sobre el grupo. Durante un largo minuto no se escuchó más ruido que el apagado aullido del viento afuera y el seco crepitar de los leños de la fogata. De pronto, Harold Davidson levantó la mano y cruzó con una brutal bofetada. La muchacha, pillada de sorpresa, retrocedió dando traspiés, se enredó en las piernas de un proscrito y cayó en el suelo cuan larga era. Una soez carcajada celebró la caída de la joven. Con los ojos inyectados de sangre, Harold avanzó dos pasos, se inclinó, asió a la muchacha del cuello y la puso en pie de un tirón. — ¡Dale, Americano! ... —chillaron las sucias mujeres dando saltos en torno a la pareja como desmelenadas brujas —. ¡Atízale fuerte a esa puerca... rómpele los dientes! Harold apretó la alabastrina garganta de la joven y acercó a la pálida faz la suya barbuda. — ¡Te he preguntado cómo te llamas, estúpida! —gritó salpicando de saliva la cara de la muchacha —. ¡No te hagas la loca...! El golpe no pudo trastornarte puesto que has sabido adornar tan bien tu sabroso cuento ¡Di de dónde vienes... pronto...! —Ya... se lo he... dicho —jadeó la mujer medio ahogada por la brutal mano que atenazaba su garganta —. Soy oficial... de la armada... — ¿De la Armada Thorbod? —No... De la otra... de la redentora... que manda el Abuelo... — ¿El abuelo? —Fidel... Fidel Aznar —jadeó la muchacha con la faz amoratada. Harold Davidson la empujó hacia atrás y la joven volvió a caer al suelo. Las mujeres soltaron un graznido y cayeron sobre su víctima como una nube de cuervos. Los hombres reían a carcajadas y el americano contemplaba la escena con el ceño fruncido. De improviso ocurrió algo inesperado. La víctima reaccionó de una forma espectacular y violenta. Una mujeruca salió proyectada por el aire, impulsada por las torneadas piernas de la joven y fue a caer en mitad de la fogata. Se armó un revuelo fenomenal. Los hombres corrieron a rescatar a la vociferante mujer, cuyas ropas ardían rápidamente. Los leños encendidos se desparramaron por el suelo, y en mitad de esta confusión, la que decía llamarse Amalia Aznar se desembarazó de sus fieras atacantes a puñetazos. Las mujerucas


salieron rodando por el suelo o volando por los aires a impulsos de los golpes y las "llaves" de jiu-jitsu de la muchacha, que libre de atacantes saltó ágilmente en pie como impulsada por un muelle. El español profirió un salvaje rugido y se precipitó sobre la muchacha. Esta le esperó con el flexible cuerpo echado hacia adelante, al estilo de los luchadores. Los brazos del español se cerraron en el aire. Un segundo después, la maciza mole del hispano salía proyectada violentamente por una hábil "lave" para ir a estrellarse ruidosamente contra la pared. La muchacha dio un prodigioso salto hacia el rincón donde Harold había dejado la ametralladora atómica. El americano comprendió sus intenciones y le interceptó el paso tirándole un bestial puñetazo contra el turgente busto. La muchacha acusó el golpe haciendo una mueca de dolor. Apretó con fuerza los rojos labios y avanzó resueltamente contra el yanqui disparándole un imparable directo a la nariz. Harold Davidson vio estallar ante sus ojos un millón de estrellas. Se vio tendido de espaldas en el suelo y ante él, pálida y amenazadora, a la muchacha con el fusil ametrallador firmemente empuñado. — ¡Quieto todo el mundo! —grito la bella encañonando a los sorprendidos proscritos —. ¡Al primero que se mueva lo mato! La actitud de la mujer no podía ser más belicosa ni resuelta. Se hizo un mortal silencio, sólo interrumpido por los ahogados sollozos de un niño asustado. Los chisporroteantes tizones de la fogata, dispersos por el suelo, alumbraban vagamente la extraordinaria escena de una víctima convertida en juez de sus agresores. El español yacía sin sentido junto a la pared. —Usted —dijo la muchacha encañonando al aturdido Harold —. ¡Levántese! El americano obedeció, sintiendo en los labios el sabor de la sangre que le manaba por la nariz. —A ver si nos entendemos —farfulló la muchacha paseando la centelleante mirada por la mugrienta concurrencia —. ¿Por quién me han tomado? Nadie respondió. La joven volvió a encañonar al yanqui. — ¡Hable usted! —ordenó con imperio. —Sólo existe en el mundo una especie de hombres y mujeres que no estén marcados en la frente por los thorbod —gruñó Harold entre dientes, irritado por un hondo sentimiento de inferioridad —. Son los marranos como usted. — ¿Quiere decir que llaman.... marranos, a todo aquel que no lleva en la frente esas marcas? — ¡Hágase la ignorante! Usted es uno de esos traidores que colaboran con los hombres grises. —Comprendo —sonrió la muchacha —. Pero yo no soy una marrana. Si llevo la frente libre de marcas es porque nadie de mi pueblo ha sido esclavizado jamás. Mi nombre es Amalia Aznar, como les he dicho antes. Soy capitán del Servicio de Inteligencia de la Armada Imperial y he venido a Ganímedes para conseguir información sobre las condiciones de vida que imperan en el Reino del Sol bajo el dominio de los thorbod. Me asombra que no me crean ustedes. Nosotros creímos que la Humanidad, si no había sido aniquilada ya, aguardaba con ansiedad el regreso de aquellos que un día partieron en busca de una nueva patria. —No esperará que creamos en esa fábula, ¿verdad? —preguntó Harold irritado y ansioso a la vez. — ¿Por qué no? Lo que he contado a los niños es la pura verdad. La insistencia machacona de aquella mujer empezaba a abrir una brecha en la terca incredulidad de Harold Davidson. El nunca había creído en la fábula de Miguel Ángel, pero conocía a mucha gente que daba por cierta su historia. Los thorbod, naturalmente, no hablaban de esto. La tradición había proyectado la leyenda a través de los años, deformándola hasta el punto de existir varias versiones bastante diferentes entre sí sobre el mismo tema. ¿Sería verdad que existió Miguel Ángel? ¿Cabría dentro de las humanas posibilidades, que un puñado de terrestres se lanzara al espacio en busca de una nueva tierra de promisión y regresaran al cabo de 1923 años? — ¿Quiere decir... que usted es uno de la familia de Miguel Ángel Aznar? Preguntó el yanqui. —Soy seis veces nieta de Miguel Ángel —aseguró la joven con desparpajo. Y como leyera la incredulidad en todos los rostros vueltos hacia ella añadió —: ¿por qué les extraña? El Rayo alcanzó un nuevo mundo donde aquellos españoles se multiplicaron y crearon el prometido ejército vengador, y ahora estamos de vuelta para liberar a la Humanidad. ¿No me creen? Sintió Davidson un torbellino en el cerebro. —Si eso es cierto —murmuró roncamente —, si usted es en verdad descendiente de aquellos hermanos nuestros... ¿Podrá probarlo? —Desde luego. Harold cerró los ojos y se tambaleó sobre sus temblorosas rodillas. — ¡No es cierto! —chilló rabioso —. ¡No puede ser cierto! ¿Dónde están esas miles de aeronaves capaces de cubrir con su sombra la mayor ciudad de la Tierra? Amalia Aznar sonrió compasivamente. —Necesitan ver para creer, ¿no es cierto? Perfectamente. Devuélvanme mi armadura de cristal. Si el aparato de radio no se ha estropeado, llamaré al acorazado Valparaíso para que venga a recogernos.


—Lo que hará usted será llamar a los thorbod —repuso Harold acremente. Aquí intervino uno de los hombres del grupo que había asistido en silencio a la conversación: —Déjala que utilice su radio, americano. De todas formas ella tiene el fúsil y no podemos impedírselo. — ¡Sí, dejadla! —gritó la madre de Luisito —. ¿Por qué no ha de ser cierto cuanto dice? Si fuera realmente una marrana, ¿por qué había de esforzarse en hacernos creer que es nieta de Miguel Ángel? —Porque quiere sacarnos de aquí —dijo Harold —. El fusil que tiene en las manos está cargado con proyectiles atómicos y para matarnos aquí dentro tendría que morir ella también. Lo que pretende es llamar a un crucero thorbod y hacernos salir fuera haciéndonos creer que es un aparato de ese fantástico ejército liberador. — ¡Qué tontería! —exclamó la joven riendo. Y arrojando la ametralladora sobre un montón de paja distante añadió —: ¿Se siente ahora más tranquilo? Los efectos de este gallardo ademán fueron conmovedores. — ¡Es una Aznar! —chilló la madre de Luisito viniendo a echarse a los pies de la joven y abrazándose a sus finas rodillas —. ¡Os digo que es una Aznar y que todo cuanto asegura es la pura verdad! ¡Hija mía... hija mía! ¡Que Dios te bendiga! Harold Davidson vio a las mismas mujeres que poco antes querían sacarle los ojos correr hacia la que pretendía ser la nieta de Miguel Ángel, y lanzando gritos echarse como perros a sus pies, besando con frenesí de iluminados las rojas y suaves zapatillas de la joven. — ¡Ángel de bondad! — ¡Ángel de salvación! Los gritos, los desgarrados sollozos, las risas histéricas y las invocaciones celestiales, mezclábanse en tremenda confusión. Las miserables proscritas se apoderaron de las manos de la muchacha y las cubrieron de besos y de lágrimas. Para sorpresa de Harold, la joven se echó también a llorar dejándose caer de rodillas y abrazándose a las sucias mujeres mientras murmuraba: — ¡Hermanas... hermanas...! Los niños lloraban a moco tendido por el simple hecho de ver llorar a sus madres. Los hombres, pálidos y aturdidos, se miraban unos a otros sin saber qué hacer ni qué decir. — ¡Vive Dios! —bramó uno de ellos llamado el "Chileno"—. ¿Qué hacemos aquí parados como idiotas? ¡A ver ese aparato de radio! Como un sólo hombre, todos se precipitaron hacia el rincón donde estaban amontonadas las piezas de la armadura de cristal. Harold, con movimientos maquinales, amontonó a puntapiés los dispersos tizones y añadió algunos leños a la fogata. Su aturdido cerebro esforzábase para calibrar la importancia que para el mundo entero podría tener el sorprendente retorno de esta rama de la humanidad enriquecida en el exilio. Luego se echó a reír para sus adentros. ¡Todo era una tontería! El regreso de los que un día partieran escapando de la opresión thorbod era demasiado hermoso para creerlo. Mientras Harold gruñía desasosegado, sus compañeros depositaban a los pies de Amalia Aznar su armadura entera y la rodeaban en apretado círculo, siguiendo con ansiedad e impaciencia todos los movimientos de la joven cuando manipulaba en su traje volador. Después de mover algunos resortes, la joven alzó su cara sonriente para decir: —Tenemos suerte. El aparato funciona. Se dejó oír un general suspiro de alivio. La muchacha empezó a hablar rápidamente. Hablaba en un idioma dulce y extraño, totalmente desconocido para los terrestres. Habló rápidamente durante dos o tres minutos y luego calló. Entonces, una voz clara y potente brotó de la armadura y habló en el mismo idioma utilizado por Amalia Aznar. Esta añadió unas breves palabras y dio por terminada la conferencia. —Pueden empezar a prepararse para abandonar esta leonera —dijo poniéndose en pie —. El acorazado Valparaíso estará aquí dentro de unos minutos. — ¿Dónde quieren llevarnos? —preguntó el "Chileno". —A nuestro autoplaneta. — ¿Dónde está? —Un poco lejos, aunque no demasiado para el Valparaíso. — ¿Nos vas a llevar al Rayo?, —preguntó Luisito mientras su madre le envolvía en una tela burda y áspera que las mujeres tejían en los campos de trabajo con los materiales que hallaban a mano. Amalia Aznar se echó a reír. —El Rayo se quedó en Redención —aseguró con cierta reminiscencia de ternura en el acento —. Por razones sentimentales figura a. la cabeza de la lista de nuestra Armada como "crucero en servicio activo", pero hace más de un siglo que permanece anclado en su base. Ahora está convertido en museo. En él pueden verse las viejas máquinas, aeroplanos y armas que pusieron en Redención la piedra fundamental de nuestro gran Imperio. — ¡Cuánto me gustaría verlo! —exclamó Luisíto. —A mí también —murmuró la joven. Los proscritos anunciaron estar dispuestos para salir. El español, que ya había sido puesto en antecedentes de la identidad de la muchacha y la miraba con admiración canina,


volvió a cargar sobre sus anchas espaldas la pieza más pesada de la armadura y echó a andar por la lóbrega galería seguido de todos los demás. El grupo pasó bruscamente de la abrigada e iluminada galería a la tétrica oscuridad que imperaba en el exterior. El huracán barría el páramo con incansable furia. En medio de la impenetrable oscuridad se escuchó la voz de Amalia Aznar. — ¡Esperemos aquí mismo! Guiándose por aquella voz, Harold Davidson se acercó a tientas a la joven. — ¿Cómo van a localizarnos sus amigos en esta oscuridad? —Es fácil. Nos encontrarán con el detector de rayos infrarrojos. El grupo esperó un buen rato bajo el brutal azote del huracán. El yanqui empezaba a sentirse crecientemente nervioso cuando, inesperadamente, sin que mediara anuncio alguno, cayó sobre él un deslumbrador chorro de luz blanquísima. El paso desde la oscuridad a este resplandor que robaba el color de los rostros fue tan repentino que Harold sintió en sus pupilas una punzante quemadura. Permaneció un minuto con los ojos cerrados, viendo a través de los párpados una luz rosada, de pronto, la luz se apagó de golpe. Harold abrió los ojos y miró en torno. Las tinieblas le envolvían por todas partes. Sintió una opresión extraña, la inexplicable sensación de que un peso invisible gravitaba sobre él. Creyó percibir un cambio notable en el zumbido del vendaval, pero antes que lograra definir ninguna de estas impresiones viose sorprendido por la súbita aparición de un disco luminoso sobre su cabeza. Aquel disco era de un vago color rojo, tendría unos tres metros de diámetro y del primer golpe de vista le pareció que estaba suspendido en el cielo a una altura indefinida, pero todavía considerable... hasta que comprendió su error. El disco estaba sólo a 30 metros de altura, y era un agujero circular bajo una mole maciza, cuyas dimensiones no podía calcular pero que se adivinaban inmensas por la agobiante presión que ejercía sobre quienes estaban debajo. Aquel agujero descendió suavemente, creciendo algo de tamaño. Una vibración extraña envolvió a Harold. La roja abertura siguió bajando. De aquel agujero salía un poderoso zumbido, que no tenía semejanza alguna con el del viento. Los terrestres sintieron con más intensidad el ahogo, como si tuvieran sobre sus cabezas toda una montaña. La roja pupila quedó inmóvil a cuatro metros sobre sus cabezas. Un lío cayó por ella y se desplegó en el aire. Era una sólida red de trama muy ancha. — ¡Arriba, muchachos! —gritó Amalia. Bajo el difuso resplandor que brotaba de la redonda pupila, los proscritos se lanzaron hacia la red y treparon por ella. Cuando Harold Davidson evocara más tarde estos instantes se asombraría ante la confusión de sus recuerdos. Se vio gateando red arriba. Sus pies, envueltos en trapos, luchaban torpemente con las mallas. Un par de manos le asían de los brazos y tiraban de él hacia arriba, dejándole de pie sobre un piso firme y liso. Los que le habían izado a bordo de la aeronave eran unos mocetones rubios, altos y fuertes, que vestían unos holgados "monos" color azul oscuro. Había también una docena de personajes que, a juzgar por sus lujosos trajes y sus brillantes cascos rematados por elegantes penachos de ondulantes plumas, parecían ser oficiales. Estos oficiales hablaban en un castellano del que ni el mismo español comprendía apenas nada. Los jóvenes de los monos azules empujaron a los proscritos hacia un callejón. Harold creía estar flotando en el aire, andar a tientas sobre un lecho de nubes algodonosas. Se vio andando a lo largo de un dédalo de corredores, envuelto en el zumbido que llenaba toda la nave, y casi enseguida, en mitad de un salón amplio, espacioso, brillantemente iluminado y amueblado con severa y sencilla elegancia. Todos los proscritos rescatados estaban reunidos allí, mirándose unos a otros con pasmo, sin atreverse a dar un paso por la habitación ni tocar ninguno de sus muebles, hablando en medroso cuchicheo... Al cabo de unos minutos entró una partida de enmascarados que vestían de blanco de pies a cabeza y se tapaban narices y bocas con sendas mascarillas atadas a la nuca. Los niños se echaron a llorar. Uno de los hombres se adelantó y les soltó un pequeño discurso en thorbod. Al parecer pretendían adecentarles, bañarlos, quitarles los parásitos y vestirlos con ropas nuevas y limpias. Los rescatados se dejaron hacer sin rechistar. Los hombres fueron llevados a un cuarto grande, de deslumbrante blancura, en donde imperaba un punzante y extraño olor y las palabras resonaban como en el interior de una caja vacía. Los enmascarados les hicieron desnudarse en un rincón. Los míseros harapos, pululantes de parásitos, iban cayendo a los pies de los proscritos. Los enmascarados los cogían con largas pinzas y los echaban en la llameante boca de un horno. Luego fueron llevados a una habitación contigua, donde les sometieron a varios baños y les cortaron los cabellos y las barbas. Poco más tarde, Harold Davidson contemplaba la imagen de un hombre desconocido que repetía todas sus muecas desde el fondo de un espejo. Aquel hombre era él mismo, con el rostro limpio de mugre y completamente rasurado y un corto cepillo de rubios e hirsutos pelos sobre el cráneo.


Les dieron ropas nuevas, limpias y ajustadas a sus tallas y les llevaron a reunirse con las mujeres y los niños. Al encontrarse los dos grupos se miraron unos a otros con sorpresa. A no ser por las ignominiosas marcas de sus frentes hubiera sido difícil la identificación de cada uno de ellos. Estaban tan cambiados que no se reconocían. Los hambrientos proscritos fueron llevados al comedor de la tripulación, capaz para un número mucho mayor de comensales. Allí, sobre las largas mesas de cristal, alineábanse casi todos los manjares que hicieran las delicias gastronómicas de sus felices antepasados, pero con gran desencanto por su parte encontraron estos platos muy inferiores a cuanto habían imaginado. Ni sus desfallecidos estómagos ni sus atrofiados paladares estaban acostumbrados a estos alimentos de suave y delicado sabor. Tendrían que transcurrir bastantes días hasta que pudieran gozar plenamente los placeres de una buena mesa. Poco después eran conducidos a los dormitorios. Un médico les distribuyó unas tabletas que les hizo tragar, asegurándoles que ellas les calmarían los nervios y les permitirían conciliar el sueño. Cuando el doctor se retiró, los excitados proscritos reanudaron de litera a litera sus sabrosos comentarios hasta que, unos tras otros, todos quedaron envueltos en una dulce somnolencia y se dormían sintiéndose por primera vez en sus vidas realmente felices y satisfechos.

. CAPITULO III. RUMBO A SATURNO.

. El acorazado Valparaíso, según aseguraban los hombres y mujeres de la dotación, volaba a través del espacio, rumbo a Saturno, pero a bordo de la aeronave no se experimentaba la más pequeña sensación de movimiento. El suelo era firme y ninguna abertura permitía echar una mirada afuera. Las luces brillaban con igual intensidad a todas horas y la vida se deslizaba tranquila y monótona, como si el Valparaíso, en vez de volar por el vacío interestelar, estuviera posado sobre tierra firme. Los proscritos fueron interrogados por los oficiales del Servicio de Información. Estos interrogatorios tenían lugar en una habitación de modestas proporciones, muy parecida a una clase de adultos por sus hileras de sillones, su estrado y su mesa con un encerado a cada lado. Las paredes estaban llenas de mapas y los asistentes quedaban envueltos en una discreta semipenumbra mientras la mesa permanecía brillantemente iluminada. Un grupo de oficiales, presididos por Amalia Aznar, tomó asiento tras la mesa. Davidson fue llamado para ocupar un sillón frente a los oficiales. —Queremos que comprendan ustedes —advirtió Amalia— que nos son indispensable sus informes para llegar a formarnos una idea cabal de cuáles son las condiciones de vida que imperan actualmente en el Reino del Sol y qué grado de progreso han alcanzado los thorbod desde que entraron en posesión de la Tierra y de Venus. La ayuda de ustedes será tanto más efectiva cuanto más imparciales sean en sus juicios. El interrogatorio comenzó por Harold Davidson. —Usted —dijo Amalia— era el cabecilla de este grupo, ¿no es cierto? —Entre nosotros no había capitán ni marinero—repuso el yanqui —. Cada cual era libre de hacer su voluntad. Cuando las opiniones estaban divididas y eran irreconciliables, las fracciones se separaban para obrar por su cuenta y riesgo... —Ejemplo. —Yo y algunos de mis compañeros éramos partidarios de la rebelión activa. No nos conformábamos en permanecer escondidos en un agujero, esperando a que las patrullas thorbod vinieran a darnos caza como conejos. Los thorbod tienen muy pocas emisoras de energía eléctrica en Ganímedes, y yo concebí la idea de atacar y destruir estas emisoras paralizando así el trabajo en las minas. Consulté la idea con mis compañeros y sólo diecisiete se mostraron dispuestos a secundarme. Yo no podía forzar al resto para que tomara parte en la aventura, ni los que eran contrarios a mi propósito podían impedir que intentáramos volar la emisora más próxima. De manera que mis diecisiete compañeros y yo nos fuimos solos, tuvimos suerte y destruimos la instalación. —Comprendido —dijo Amalia. Hábleme ahora de los thorbod... sin apasionamiento. —Los thorbod —dijo Harold —, no han dejado de realizar progresos durante la ausencia de ustedes, construyeron nuevas ciudades, levantaron las fábricas demolidas durante la guerra de los planetas y han robustecido su potencial bélico con nuevas aeronaves del estilo del Rayo de Miguel Ángel Aznar. — ¿Quiere decir que sus aeronaves son de dedona? —Sí. Empezaron a extraer dedona del planetillo Eros. Este planetillo hace muchos años que dejó de existir. Los hombres grises lo hicieron pedazos hasta extraerle toda la dedona que contenía. Ahora sacan dedona de las minas de Ganímedes. — ¿Todos los aviones thorbod son ahora de ese material? —No lo sé, supongo que todos; la Bestia no ha dejado de extraer dedona desde que ustedes se marcharon.


— ¿Qué tal son las actuales ciudades thorbod? ¿Conoce usted alguna? —Conozco Nueva York por haber nacido en ella. Hay que reconocer que los hombres grises han superado todo lo hecho por nosotros, construyendo una ciudad maravillosamente acondicionada y defendida. — ¿Una ciudad enterrada? —Sí. — ¿Por qué cree usted que los thorbod han continuado enterrando sus ciudades y siguen dotándolas de medios defensivos? ¿Contra quién se previenen? ¿Qué enemigo les amenaza? —Lo ignoro —repuso Harold —. He meditado muchas veces sobre ello. Al ver a ese pueblo extraño trabajar con tanto ahínco por acrecentar un poder que nadie le disputa, me he preguntado cual era el secreto impulso que los mueve a enterrar sus ciudades asegurar sus industrias vitales y almacenar enormes cantidades de pertrechos y víveres. Diríase que esperan el ataque de un enemigo poderoso que ha de llegar de algún punto del Universo para arrebatarles cuanto han conseguido. — ¿A nosotros, tal vez? —preguntó Amalia. Harold Davidson movió la cabeza negando. —No —dijo —, no creo que sea a los fugitivos del Rayo a quienes temen y esperan. Recuerde usted que los hombres grises llegaron al Reino del Sol allá por el siglo XX, procedentes de una estrella desconocida. Los terrestres nunca pudimos saber de dónde venían ni qué motivó su éxodo. Yo pienso que bien pudieran ser unos fugitivos del estilo de ustedes. Tal vez exista en alguna parte del Universo una raza más fuerte y ambiciosa que los thorbod. Tal vez estos tengan la certeza de que, más pronto o más tarde, aquellos que ya les expulsaron de su patria, llegarán a esta galaxia para arrebatarles su nuevo y floreciente Imperio. Lo cierto es que nuestros seculares enemigos, después de habernos eliminado como potencia, no se duermen sobre sus laureles y continúan trabajando afanosamente con los ojos puestos en el espacio. Si el propósito de ustedes es reconquistar nuestros planetas, pueden tener la certeza absoluta de encontrarse con un enemigo poderoso y apercibido. La hermosa faz de Amalia Aznar no se inmutó lo más mínimo. Harold siguió hablando. Describió las modernas y populosas urbes donde los hombres grises eran los amos y los terrestres los criados. Describió con todo lujo de detalles las actuales condiciones de vida del hombre. Cuando el Rayo zarpó y la Bestia se enseñoreó del planeta, la población terrestre era de unos 150.000 millones de almas. La población actual no pasaría de cuatro mil millones, y aun estos estaban llamados a desaparecer en el transcurso de dos nuevas generaciones como máximo. La Bestia Gris, al entrar en posesión del Reino del Sol había Procedido a la sistemática demolición de los pilares de la civilización terrestre. La Humanidad cayó desde las alturas de su máximo progreso a la oscura sima de la barbarie. Los idiomas y las costumbres de cada pueblo fueron desterradas, suprimida por completo la libertad, perseguida la religión, debilitado el espíritu de rebeldía, extirpada la esperanza... El hombre enfrentábase con su amargo destino, sin fuerzas para cambiarlo ni combatirlo. El Hombre Gris, en cambio, era por días más fuerte y agresivo. Mientras los pilares de la cultura caían demolidos, las bases de la civilización thorbod se afirmaban sobre los planetas conquistados. Nadie podía derribar su sólido Imperio. Amalia Aznar sonrió burlonamente. —Le he pedido a usted que no menospreciara al enemigo —dijo — . Pero tampoco es necesario que le exalte. —No le exalto —murmuró Harold enrojeciendo —. Ustedes me han pedido que diga cuanto sé y... —Usted no tiene atribuciones para desestimar la capacidad combativa del hombre. ¿Qué quiere decir eso de que "el hombre acepta su destino sin fuerzas para combatirlo"? El hombre ha luchado en todos los tiempos por su libertad y seguirá haciéndolo. Déle usted medios para combatir y veremos si se resigna a vivir esclavizado —cortó la muchacha secamente —. Por lo demás, hemos venido aquí para vencer a la Bestia Gris, y un ejército con moral no duda jamás de su victoria. No importa que el thorbod haya demolido nuestra cultura. La civilización cristiana renacerá de sus cenizas para alcanzar un esplendor mayor que el perdido. La ciega confianza de la joven irritó al yanqui. Había oído decir a la tripulación de la aeronave que volaban al encuentro del autoplaneta Valera. Aunque aquel autoplaneta fuera capaz de contener en su interior todas las islas Británicas continuaría siendo mezquino para alojar al ejército capaz de derrotar a la Bestia Gris; y Harold estaba seguro de que ninguna técnica humana sería capaz de construir una esfera de dedona de este tamaño. Las más grandes de los thorbod, consideradas como monstruosas, tenían a lo sumo seis kilómetros de diámetro. La severa reprimenda de Amalia dejó enfurruñado a Harold. Aseguró que no tenía nada más que decir y fue sustituido en el sillón por uno de sus compañeros. El interrogatorio prosiguió con largas horas de descanso, hasta que al cabo de dos días, todos los proscritos habían pasado ante los oficiales del Servicio de Información. Tres días después de haber salido de Ganímedes, Harold era conducido por un hombre de la tripulación hasta el pequeño despacho donde trabajaba Amalia Aznar.


Al entrar el yanqui, la muchacha levantó los ojos y le sonrió señalándole un sillón. —Siéntese, Davidson. Tenemos que hablar. El americano tomó asiento. —Comparada con las informaciones de sus compañeros —dijo la muchacha —, la de usted es cien veces más interesante y completa que todas las demás. Usted, sin embargo, no parece haber viajado mucho. ¿De dónde sacó estas descripciones del mundo actual? —En los campos de trabajo de Ganímedes se reúnen hombres y mujeres de todos los puntos de la Tierra. Ninguno de nosotros ha visto grandes cosas por sí. Generalmente, un terrestre no ha salido de su ciudad natal excepto para ser deportado a Venus, la Luna o Ganímedes. Pero si uno es curioso, hace preguntas o escucha lo que hablan los compañeros, puede llegar a saber tanto como si hubiera viajado por todas las ciudades de la Tierra. La inmensa mayoría de los hombres de un campo de forzados son gentes ignorantes, embrutecidas por un trabajo de bestias y que sólo anhelan el caldero de rancho y el breve descanso para dormir. Pero de tarde en tarde se encuentra alguno con personas inteligentes, ansiosas de libertad. Con estas gentes puede soñar uno en una quimérica revolución..., en un asalto a las bases aéreas thorbod para apoderarse de una de sus naves del espacio y huir no se sabe dónde... Todas esas cosas, en suma, que siempre tropiezan con la burla o indiferencia de los demás y nunca llegan a realizarse. — ¿Cómo escapó usted del campo de concentración? —Tenía yo quince años cuando fui deportado a Ganímedes y trabajé diez más en aquel planeta, hasta que un día, aprovechando un corte en el fluido eléctrico, que dejó inutilizadas momentáneamente las cercas, los proyectores eléctricos, los timbres de alarma y los trajes voladores de la guardia, arremetimos contra nuestros capataces, les matamos y nos dimos a la fuga. — ¿Usted y su centenar de amigos solamente? —Éramos más de quinientos los que escapamos, pero nos fraccionamos en varios grupos por considerarlo más seguro. Fue aquel un corte de corriente providencial. En los diez años que llevo en Ganímedes no se había producido jamás, ni los más viejos de aquel campo de trabajo tenían noticias de que hubiera ocurrido nunca cosa semejante. Fue una ocasión excepcional, que sólo muy pocos supimos aprovechar. Había en aquel campo más de diez mil hombres y mujeres que se quedaron indecisos. La guardia acudió rápidamente para contener con sus ametralladoras a la gente que empezaba a buscar la salida. Poco después llegó un autoplaneta que suministró la corriente necesaria para restablecer el orden. Las patrullas thorbod salieron en persecución de nosotros. En mi grupo iban muchas mujeres y niños. No podríamos ir muy lejos con este estorbo y nos refugiamos en una mina abandonada. Más tarde supimos que aquello fue nuestra salvación. Todos los demás grupos fueron alcanzados en pleno páramo y cazados en la oscuridad. — ¿Y luego? ¿Cómo se las compuso para volar aquella emisora? —No fue muy difícil. Yo pensé que si una avería en la emisora había originado tal confusión, un segundo corte de fluido tendría las mismas consecuencias. Alguien más conseguiría escapar de las minas como escapamos nosotros, pero no era probable que una avería igual se produjera en los próximos cien años. Ahora bien, cuando matamos a nuestros capataces "marranos" les quitamos cuanto llevaban encima y, entre otras cosas, teníamos un puñado de las pequeñas cápsulas atómicas que se utilizan en las minas para practicar barrenos, algunos metros de hilo de cobre y un viejo reloj despertador. La emisora estaba enterrada profundamente en el subsuelo de Ganímedes, preparada para resistir un violento bombardeo atómico, y tenía varias salidas y respiraderos hasta la superficie. Nos descolgamos por uno de los respiraderos abiertos, depositamos en el fondo las cápsulas atómicas unidas por un dispositivo rudimentario al despertador del viejo reloj... y nos apresuramos en poner pies en polvorosa. El resto ya lo conoce usted. —Sí. Les vi correr como diablos desde tres mil metros de altura y me acerqué con el propósito de presentarme a ustedes. El Valparaíso me dejó en el aire y se alejó mucho. Mi "back" o traje volador utilizaba la energía eléctrica de la emisora thorbod. Cuando estaba a veinte metros de altura sobre ustedes se produjo la explosión, cortóse la corriente y caí a tierra como un plomo. — ¡Y nosotros la tomamos por una "marrana"! —exclamó Harold —. Respecto al puñetazo... —Olvídelo —dijo Amalia sonriendo —. Mi puñetazo en su clásica nariz tampoco fue una caricia. — ¡Cielos, no! —exclamó Harold. —Estamos en paz. Un golpe más o menos carece de importancia en vísperas de dar y recibir muchos más. La reconquista del Reino del Sol no será cosa fácil. —No —refunfuñó el yanqui —. Los thorbod están preparados y cuentan con un ejército formidable. —No es su ejército lo que tememos, señor Davidson. Lo que complica nuestros planes es el hecho de que en la Tierra, aparte de varios miles de millones de hombres grises, viven también varios miles de millones de seres humanos. Es evidente que no podemos destruir a nuestros enemigos sin herir también a nuestros hermanos. Es más, cuando la Bestia Gris se vea acorralada se esconderá tras los pechos terrestres y nos amenazará con destruir los planetas desintegrando sus mares y sus atmósferas, dejándolos convertidos en mundos muertos y arrastrando en su supremo sacrificio a toda la Humanidad. El yanqui hizo una mueca de duda.


—Si he de ser sincero, no creo que llegue a planteárseles tan grave alternativa. Antes que se les conmine a la rendición tendremos que aniquilar su ejército, y eso... — ¿Sigue desconfiando de nuestra fuerza? El yanqui no respondió. Amalia pulsó la palanquita del radiovisor que tenía a un lado y ordenó al hombre cuya imagen, a todo color y en relieve, acababa de aparecer en la pantalla: —Cuando estemos a la vista de Valera haga el favor de conectar este radiovisor con la pantalla del cuarto de derrota —dijo Amalia. —Estamos ya a la vista de Valera, capitán —repuso el hombre. —En tal caso puede hacer la conexión ahora mismo. La imagen del hombre asintió y se borró de la pantalla. En su lugar apareció un rectángulo completamente negro, tachonado de estrellas y en mitad del cual brillaba una resplandeciente luna en cuarto menguante. — ¿Sabe lo que es eso? —preguntó Amalia. —Puesto que volamos en torno a Saturno, debe ser una de las lunas de ese planeta —repuso Harold mirando a la pantalla. —Hemos dado ya la vuelta a Saturno —dijo la joven —, pero eso no es ninguna de sus lunas. Es nuestro autoplaneta Valera. — ¡Imposible! —exclamó Harold —. ¡Si es un planetillo auténtico! — ¡Pues claro que es un planeta auténtico! —repuso Amalia echándose a reír —. Es todo un planeta que le hemos robado al mismo Sol que alumbra y mantiene esclavo a Redención. — ¡No puede ser! ¡Usted me está tomando el pelo! —protestó Harold. —Siempre tan incrédulo —murmuró Amalia —. Bien. Aguarde un poco y se convencerá por sí mismo. Harold Davidson, asido con fuerza a los brazos del sillón, clavó los ojos en la imagen del planeta. Este crecía velozmente de tamaño, llegando a ocupar toda la pantalla. El acorazado Valparaíso debía estar volando hacia aquel extraño mundo a una velocidad considerable. Pronto la imagen del globo fue tan grande que la pantalla sólo reflejó una parte de él. A medida que la aeronave caía sobre el planeta, la superficie de éste parecía subir y las imágenes cobraban mayor nitidez. En realidad había muy poco que ver. El mundo que salía al encuentro del yanqui era una simple esfera sin atmósfera, sin mares y sin montañas; un mundo muerto y árido, como existían muchos en el reino del Sol. Harold, desde luego, no podía creer que nadie fuera capaz de robarle un planeta a un Sol, como quien roba una manzana de un árbol. El mundo que estaba viendo no podía ser otra cosa que una luna de Saturno, pero lo que no comprendía, lo que le irritaba y desasosegaba a la vez, era el empeño de la hermosa Amalia Aznar en hacerle creer que aquello era nada menos que un mundo traído por el género humano desde un remoto sistema planetario solar. ¿Qué objeto tenía esta absurda broma? La chanza, si era chanza, no tenía ninguna gracia ni era propia de una mujer tan seria como Amalia Aznar. Y si no era broma, si aquel planeta era realmente un mundo que los hombres podían llevar de una parte a otra a su antojo, ¿qué prodigio sobrenatural aprestábase a mostrarse ante él? ¿Hasta dónde llegaba la audacia y el poder de aquel pueblo descendiente de hombres y mujeres terrestres? —No es posible—pensaba el yanqui aferrado al sillón. Y a continuación se preguntaba —: ¿Qué objetivo puede perseguir esta muchacha con una broma tan estúpida? Volvió los ojos hacia Amalia Aznar. Esta le miraba sonriendo con cierta conmiserativa piedad. —No pierda de vista la pantalla —aconsejó —. Va a descorrerse el telón. ¡Ojo! El yanqui hizo una mueca y volvió a mirar a la pantalla, esforzándose por aparentar indiferencia. La superficie del planetillo continuaba subiendo, ahora con menos rapidez. Ante los ojos del yanqui fueron destacándose los escasos relieves del planetillo. Vio una extensión circular de terreno completamente llana, y aquí y allá, esparcidos con regularidad una serie de grandes caparazones de un color gris plomizo. Eran las primeras muestras de la intervención del hombre sobre aquel mundo, y ellas desterraron del ánimo del joven la suposición de que se trataba de una luna de Saturno. La proa del acorazado debía estar apuntando hacia aquel círculo que se destacaba por su coloración plomiza de la desolada llanura de polvo cósmico. De pronto ocurrió algo que arrancó una exclamación de asombro de los labios de Harold. En el centro del círculo gris acababa de aparecer un agujero que se agrandaba con rapidez. La nave seguía descendiendo. El negro agujero continuaba ensanchándose hacia los bordes del disco, hasta que llegó a ser tan grande como toda la llanura circular. La aeronave descendió sobre la enorme y oscura sima... La negra pupila abierta en la superficie del planeta creció llenando toda la pantalla hasta que ésta quedó completamente a oscuras. Harold, sorprendiéndose bañado en sudor de pies a cabeza, se volvió a mirar a Amalia. —Pero... ¿dónde estamos ahora? —balbuceó. —Dentro de un túnel... una cámara neumática. Mire, ahora se enciende la luz roja. Eso quiere decir que


la compuerta exterior acaba de cerrarse a nuestras espaldas. Harold miró a la pantalla y vio que, en efecto, un difuso resplandor rojo había sustituido a la profunda oscuridad. —Dentro de un minuto —añadió la joven —, la luz roja será sustituida por la verde. Eso querrá decir que van a abrirnos las segundas compuertas. —Pero... ¿adonde nos lleva este tubo? —preguntó el yanqui. —A nuestro mundo particular —repuso Amalia echándose a reír. Este planetillo está hueco, ¿comprende? ¿Si comprendía? Harold Davidson temía estar soñando. Incluso llegó a decirse que todo esto era producto de una absurda pesadilla, de la que iba a despertar de un momento a otro encontrándose en su inmundo refugio de la mina abandonada de Ganímedes. — ¡Atención! —avisó la muchacha —. ¡Se abren las compuertas! Harold volvióse sobresaltado hacia la pantalla. La vio iluminada por una fluorescencia verde, y de pronto, un pequeño punto de luz apareció en el centro de la pantalla. Aquel punto fue ensanchándose con rapidez, hasta convertirse en un globo de fuego deslumbrador. El yanqui lanzó una exclamación de asombro.

. CAPITULO IV. UN MUNDO DENTRO DE OTRO MUNDO.

. A aeronave acababa de irrumpir en un espacio azul lleno de luz. Lejos, en el fondo de aquel espacio, brillaba un sol amarillo que cegaba a la cámara de televisión. La cosmonave bajó la proa y el sol dejó de deslumbrar a la cámara. Volaban sobre un extraño paisaje. El suelo era muy accidentado, formado de pliegues y pequeñas alturas, pero allá donde se mirara no se veía una sola roca desnuda. Todo aparecía cubierto de un verde oscuro, como de musgo. A lo lejos y a cierta altura sobre el suelo, se divisaban enormes nubarrones de un color gris oscuro. A veces, como relámpagos, surgían de estas nubes rápidos destellos como de pequeños espejos heridos por el sol. La aeronave se dirigía hacia esta aparatosa tormenta, pero a medida que se acortaban las distancias, Harold Davidson descubrió con asombro que la gris cerrazón estaba formada por miles de enormes aeronaves que flotaban inmóviles en el aire. Eran unas máquinas extrañas, a las que parecía haberse querido dar intencionadamente cierto estilizado parecido a las grandes ballenas terrestres. El crucero "Valparaíso" pronto estuvo volando por debajo de estas grandes masas grises. Como si realmente se tratara de nubes de tormenta, el sol quedó eclipsado y una impresionante semipenumbra cayó sobre la tierra haciendo aún más oscuro el verde del musgo que parecía cubrirlo todo. —Son nuestros acorazados siderales —dijo Amalia Aznar —. Los acorazados, los cruceros y los destructores forman círculos concéntricos alrededor de las esclusas de salida al exterior. — ¿Estamos realmente dentro del planeta? ¡Pero esto es inmenso! —exclamó Davidson. —Ciertamente, Valera tiene unas respetables dimensiones. Exteriormente mide tres mil doscientos kilómetros de diámetro, casi lo mismo que la Luna. Pero lo verdaderamente notable de Valera no está fuera, sino aquí dentro; un hueco de tres mil kilómetros de diámetro y una superficie de veintiocho millones trescientos mil kilómetros cuadrados, ligeramente inferior a la del continente africano. — ¡Es increíble! Ustedes no habrán hecho por sí mismos este planetillo, me figuro. —Bueno, nosotros solemos decir que "Dios hizo el Universo, y los redentores hicieron a Valera." Naturalmente, se impone una aclaración... Valera, uno entre el cortejo de planetas que giraban alrededor del Sol de Redención, era una rareza entre el resto del sistema. Aunque sólo tenía tres mil doscientos kilómetros de diámetro, su masa equivalía a la del planeta Tierra. Este hecho vino a llamar la atención del profesor Valera, eminente astrónomo de la colonia de Redención, quien dedujo que la densidad de la materia de que estaba hecho el planetillo era veinte mil veces mayor que la del agua. Una materia tan densa sólo podía ser el mineral conocido por "dedona". Este metal era el mismo del cual estaba hecho el casco del fabuloso "autoplaneta" Rayo. La más notable de sus cualidades era que, inducida eléctricamente, creaba un campo magnético de fuerza de signo contrario al de la Tierra, comportándose en conjunto como la "antimateria". Se suponía que Valera, desprendido de alguna remota galaxia por algún cataclismo cósmico, había viajado sin rumbo centenares de millones de años, hasta venir a caer por azar en las redes de la fuerza de atracción del Sol de Redención. El hallazgo de este planetillo había de constituir un golpe de fortuna sólo comparable a la que llevó al Rayo a descubrir Redención en el último y desesperado momento de su azaroso viaje de cuarenta y dos años desde la Tierra. Gracias a esta fuente abundante de "dedona", los redentores podrían construir más tarde su formidable


flota de combate con este mineral. Pero mientras la colonia se regocijaba con este hallazgo, mirando a un futuro lejano, Fidel Aznar concebía una idea casi quimérica. Si el planetillo estaba hecho enteramente de "dedona", y este misterioso mineral tenía la rara propiedad de crear un campo magnético cuando se le inducía eléctricamente, todo el planeta debería comportarse como el autoplaneta Rayo, en magnitudes mucho mayores, por supuesto, pero con idénticos resultados. El joven Fidel Aznar reunió a la plana mayor de científicos de la colonia y les expuso su plan. Este consistía, en líneas generales, en hacer de Valera un autoplaneta. Sería un mundo con capacidad para moverse y autogobernarse en el espacio, y mientras que de cara al exterior sería una fortaleza inexpugnable, en su interior hueco tendrían amplio acomodo ciudades, lagos, bosques y millones de tripulantes viviendo una vida completamente normal, mientras Valera viajaba de Redención a la Tierra llevando consigo el más formidable ejército expedicionario que jamás conociera la Historia. —Cuando el joven Aznar expuso su idea a su equipo de científicos, estos menearon pesimistas la cabeza —siguió relatando Amalia Aznar con regocijo. En teoría, debería ser realizable la idea. En la práctica, sin embargo, la empresa rebasaba con mucho las posibilidades materiales de la reducida colonia. ¿Qué desmedida potencia deberían tener las turbinas capaces de generar electricidad para magnetizar aquel pequeño mundo? ¿Qué enorme cantidad de reactores nucleares serían necesarios para accionar estas turbinas? ¿Qué dimensiones colosales deberían alcanzar los motores para mover y dirigir una masa equivalente a la del planeta Tierra? —Y no acababan aquí las dificultades—siguió diciendo la joven, como gozando en la enumeración de las que sus antepasados tuvieron que vencer. Valera, de aspecto hosco en el exterior, era en su interior hueco un mundo todavía más inhóspito. Yermo, frío y oscuro, sin aire, sin agua, sin vida... —Se calculó que serian necesarios los esfuerzos continuados de diez generaciones y la aportación masiva de la industria durante doscientos cincuenta años para llevar a cabo la gigantesca empresa de convertir el planetillo en un "autoplaneta". Es decir, en el más favorable de los casos, muy pocos de los que empezaran aquella obra la verían terminada. Sin embargo, un descubrimiento científico inmediato vino a dar nuevos argumentos a la idea de Fidel Aznar. Hasta entonces los reactores nucleares del Rayo, así como las plantas de energía eléctrica en general, utilizaban uranio o plutonio como combustible. Desde antiguo, las investigaciones de los científicos apuntaban las posibilidades de la "dedona" como materia fisionable. Pero este mineral no se encontraba en estado nativo en ningún lugar del mundo conocido. Su elaboración era mucho más costosa que la del plutonio, a partir del uranio, por transmutación de la materia. Pero con el hallazgo de Valera la cosa cambiaba. Allí, a mano, tenían los redentores una fuente colosal de energía para mover a Valera y sostener la vida albergada en él. —La "dedona" concentrada tiene un peso específico cuarenta mil veces mayor que el hierro —dijo aquí Amalia Aznar —. Un metro cúbico de "dedona" pesaría en la Tierra la friolera cantidad de trescientas doce mil toneladas. —Sé, por propia experiencia, lo que pesa la "dedona". Aun en estado impuro, tal como la extraemos de las minas de Ganímedes, y pese a la débil fuerza de gravedad de aquel satélite, hace chirriar las vagonetas como demonios —dijo Harold Davidson. —En Valera, las particulares condiciones del planetillo vinieron a simplificar enormemente los trabajos. — ¿Pero la fuerza de gravedad en este planetillo, no es más o menos igual que en la superficie de la Tierra? —preguntó Davidson. —En la cara externa, sí. Pero en el interior hueco de Valera las condiciones son muy distintas. Aquí dentro los cuerpos son ingrávidos. ¡No pesan nada! — ¿Por qué? ¿Cómo es posible eso? — Matemáticamente se demuestra que es así. Pero se lo voy a explicar de forma que lo comprenderá enseguida. Situemos un hombre en la cara exterior de Valera. Bajo sus pies tiene toda la masa del planetillo creando una fuerza de gravedad que tira de él hacia abajo. El hecho de que el planetillo sea hueco no importa en este caso. Hueco o no, la masa de Valera, debido a la enorme densidad de la "dedona", tiene valores iguales a los de la masa de la Tierra. Pero llevemos al mismo hombre al interior del planetillo y pongámosle de pie sobre su cara interna. Bajo sus pies tendrá todo él espesor de la corteza de Valera, y sobre su cabeza, formando una inmensa bóveda, el resto de la masa del planetillo. El volumen de "dedona" más próximo es el correspondiente al espesor de seiscientos kilómetros de la corteza que tiene debajo. El resto de la masa del planetillo está mucho más lejos, pero en cambio es mucho mayor que la que tiene directamente bajo sus pies. En esta situación, la masa que tiene por arriba y los lados, neutraliza a la fuerza que ejerce la masa que tiene debajo. El hombre no pesa nada en el


interior de Valera. ¿Me ha comprendido? —Creo que sí. Usted lo explica muy bien. Sin embargo, me pregunto, ¿cómo se puede vivir aquí dentro sin gravedad? —Las circunstancias son distintas ahora en el interior de Valera. Este gira sobre su eje, generando una fuerza centrífuga que se dirige desde el centro geográfico del planeta en dirección a la periferia, y nos empuja contra el suelo. De esta forma se crea una fuerza que tiene su valor máximo en una franja de dos mil kilómetros sobre la línea imaginaria del Ecuador, y va perdiendo intensidad a medida que nos alejamos de esta línea en dirección a los trópicos. Esto ocurre así porque la velocidad de rotación es máxima en el Ecuador, y prácticamente nula en los polos, donde el giro es muy lento. Es por esto que las bases de nuestra Armada Sideral están situadas en los polos. Aquí las grandes cosmonaves de casco de "dedona" flotan fácilmente en el aire en estado de ingravidez. Debido a estas particularidades, las aguas de nuestro pequeño mundo han ido a buscar por su propio peso los lugares más profundos sobre esa faja a lo largo del Ecuador valerano. Estas condiciones eran muy distintas en el interior de Valera cuando sus exploradores llegaron a él por primera vez, y no fueron modificadas en mucho tiempo mientras duraron los trabajos de transformación del planetillo. En aquella falta de gravedad, la superpesada "dedona" podía ser llevada de un lado a otro sin esfuerzo. La tarea empezó con la instalación de los gigantescos reactores nucleares en el interior. Con energía eléctrica en abundancia, los científicos construyeron y "lanzaron" al espacio el sol artificial. Este era una esfera de 25 kilómetros de diámetro en cuyo interior funcionaban dos reactores nucleares de proporciones gigantescas, que alimentaban los enormes focos distribuidos en su cara externa. Este sol se sostenía por sí solo en un punto neutro, donde todas las fuerzas tiraban por igual en todos sentidos. Los valeranos podrían haber iluminado su mundo por otros medios; por ejemplo, excitando eléctricamente un núcleo de iones, que esparcirían una luz semejante a la de las auroras boreales. Pero en beneficio de su salud, y el normal desarrollo de la vida vegetal, adoptaron un sistema de focos que emitían distintas radiaciones; rayos infrarrojos y ultravioleta entre una amplia gama, y que imitaba perfectamente a un verdadero sol. Con un sol de poder lumínico y calorífico controlado, que iluminaba por primera vez el desolado interior de aquel mundo vacío, los redentores incrementaron el ritmo de sus trabajos. —La colonia se entusiasmó tanto con la idea, que se decidió dar preferencia al acondicionamiento de Valera. La construcción de casas, de muebles, de electrodomésticos, podía esperar. Cuando Valera estuviera totalmente terminado y abandonara Redención con el ejército Expedicionario, la industria se dedicaría de lleno al desarrollo del planeta. Mientras tanto, los redentores adoptaron una forma de vida casi espartana. Se comía con frugalidad, se trabajaban ocho horas diarias sin distinción de sexo, y la práctica de los deportes y el fomento de las artes casi fueron olvidados en este tiempo. Todo el mundo en Redención vivía sólo para Valera. Las factorías habían establecido entre sí una a modo de competición. Cada semana se batían nuevas marcas de productividad. Se otorgaban premios a la mejor calidad de los productos, al ingenio creador de los investigadores, al mejor diseño... La técnica terrestre se superaba en Redención bajo el estímulo del desafío arrojado a la inventiva del hombre. La cada vez más potente industria, a la que se sumaban los brazos de los nativos y las nuevas generaciones surgidas de la mezcla de las dos razas, aportaban máquinas cada vez más avanzadas, más grandes, de mayor rendimiento. Por transmutación de la materia, las máquinas fabricaban en el propio Valera oxígeno y nitrógeno, molécula sobre molécula, en una paciente labor de lustros, llenando el vacío del planeta. Se construyó una gigantesca flota de transportes, enormes "discos volantes" de 12 kilómetros de diámetro, de casco de "dedona", que hacían constantes viajes entre Redención y Valera. Cuando esta flota fue tan numerosa que sobraba arqueo para todo lo que había que transportar, los redentores tomaban millones de metros cúbicos de agua de mar y volaban ochenta millones de kilómetros en el espacio para vaciarla en el seco seno de Valera, donde el calor del sol artificial la evaporaba inmediatamente. Posteriormente, estos gigantescos transportes acarrearon millones de metros cúbicos de tierra a Valera para formar con ella una capa de suelo vegetal donde arraigarían las plantas. Dos siglos de descomunales esfuerzos, de sudor y de sangre, enterraron los redentores en aquella empresa sin igual. Muy pocos de los que empezaron el proyecto lo vieron llegar a su fin. —Pero valió la pena —dijo Amalia Aznar —. Los redentores hicieron un supremo esfuerzo para que Fidel Aznar pudiera celebrar su doscientos aniversario, haciendo coincidir esta fecha con un acontecimiento nacional. Tal acontecimiento consistió en la inauguración oficial del Valera... como si dijéramos su botadura. Un día memorable nuestro Fidel Aznar apretó el botón que puso en marcha simultáneamente a todos los reactores nucleares y los motores de impulsión en el exterior del


autoplaneta. Valera dio un tirón... ¡y se liberó de la fuerza de atracción del Sol que le había tenido sometido millones de años! El resto fue relativamente sencillo. En otros 25 años Valera completó sus instalaciones. Su atmósfera alcanzó la composición y densidad apropiadas, se montaron sus defensas exteriores, se levantaron las ciudades, se formó la Armada Sideral, se llenaron los lagos, se plantaron los bosques. —Los bosques crecieron durante estos últimos treinta años, y durante este tiempo no hemos parado de trabajar, construyendo nuevos buques, torpedos atómicos y nuestro Ejército Autómata. Mientras la joven hablaba, había quedado atrás la nube de acorazados grises. Desde hacía largo rato volaban bajo otra nube, ahora verde, formada de largas y estilizadas aeronaves en forma de esturión. —Son nuestros cruceros —informó Amalia Aznar. Y señalando a una nube roja que se aproximaba rápidamente, añadió —: Y allí nuestros destructores. La nube roja era, si cabía, más densa que las dos anteriores, y como aquellas ocultaba completamente el sol. Eran unos aparatos muy curiosos, en forma de tiburón. Para acentuar todavía más este parecido, los destructores habían sido pintados en la proa imitando los malignos ojos y la terrible boca, con dientes en forma de sierra, de los temibles escualos de los mares de la Tierra. El Valparaíso volaba a gran velocidad entre el suelo y aquella nube compacta de máquinas de guerra. Los destructores quedaron atrás y Davidson advirtió ciertos cambios en el paisaje. Se acercaban al trópico valerano, y la creciente fuerza de gravedad ejercía su influencia en la flota. Al oscuro musgo sucedían espaciados matorrales, estos se hacían más espesos, luego fueron sustituidos por arbustos y, finalmente, aparecieron los primeros árboles. El bosque, con árboles de enorme corpulencia, se iba haciendo más espeso por momentos. Se vieron las primeras aves. Después de unos minutos de espera, Davidson vio acercarse una enorme y llana extensión azul. Primero no cayó en la cuenta, luego descubrió con asombro que era un mar. ¡Un mar como el Mediterráneo en el interior de aquel mundo! La cámara de televisión que captaba las imágenes, no apuntaba perpendicularmente hacia abajo, sino oblicuamente hacia adelante. El yanqui pudo ver de esta forma la orilla opuesta de aquel mar. En su rápido vuelo sobre las tranquilas aguas, el Valparaíso se acercaba a la orilla. Harold vio la línea verde oscura de un exuberante bosque, y sobre este bosque, centelleando al sol como si toda ella fuera un ascua, los esbeltos rascacielos de una maravillosa ciudad de cristal. Unos breves minutos bastaron para que la aeronave llegara a la orilla del lago. Una hermosa playa de rubias arenas se mostró a los maravillados ojos del americano. La playa hormigueaba de semidesnudos bañistas, viéndose también gran cantidad de parasoles de lona festoneados de alegres colores y muchos quioscos con grandes terrazas sembradas de veladores y de sillas. El acorazado pasó sobre la playa y sobrevoló el bosque. Los árboles de una especie desconocida, levantaban sus gigantescas copas a gran altura. Nubes de pájaros exóticos surcaban el espacio en bulliciosas y colorinescas bandadas. Una autopista muy ancha corría a través de esta selva y por ella, a una y otra parte de la valla blanca que la dividía en dos partes, iban y venían pequeños y veloces automóviles. La carretera, recta como un huso, llegaba hasta la sorprendente ciudad de cristal. Esta no ocuparía menos de 600 kilómetros cuadrados, viéndose en ella más de 50 pisos. Las avenidas, tiradas a cordel, eran enormemente anchas, teniendo todas una hilera de artísticos jardines en el centro. A uno y otro lado de los jardines corrían los automóviles tocándose unos con otros. En mitad de la urbe se veía un parque que era toda una selva y un lago por el que navegaban infinidad de canoas de recreo. Por las aceras, tan anchas como muchas calles de Nueva York se movían muchedumbres humanas abigarradas de color... — ¡No puedo creerlo...! ¡No puedo creerlo...! —murmuraba Harold devorando con los ojos aquellas sorprendentes imágenes. El Valparaíso sobrevoló una extensión de terreno completamente lisa y se inmovilizó a la vista de un edificio. Empezó a descender con suavidad. Lo último que vio Harold en la pantalla fueron unos cuantos automóviles azules que venían hacia el acorazado. Luego, la pantalla quedó a oscuras un segundo y dio paso a la imagen del mismo operador que hiciera la conexión. —Terminado, capitán —anunció —. Nos disponemos a aterrizar. Si no desea alguna cosa más, corto. —Gracias. Puede cortar. La imagen se desvaneció y Amalia se puso en pie. — ¿Qué tal? —Preguntó con la burla danzándole en las negras pupilas —, ¿Qué me dice ahora? Harold parpadeó cual si saliera de un sueño. —Esa ciudad... esas aeronaves... el mismo planetillo —balbuceó —. ¿Existen realmente o forman parte de los trucos de una película fantástica? — ¡Toma! ¿Creerá usted que son pintados? —rió la joven. Y como Harold hiciera una mueca de duda,


añadió —: Venga usted conmigo. Cuando salían del despacho, el zumbador del radiovisor obligó a la muchacha a volver a entrar. Harold esperó en el pasillo, viendo andar arriba y abajo a gran número de aviadores que habían cambiado sus sencillos "monos" azules por otros trajes más vistosos; calzones negros ceñidos con la costura roja, altas botas de cuero rojo, una blusa verde, muy holgada, y unos cascos bruñidos rematados por una especie de cepillo también colorado. A juzgar por su animación, estaban francos de servicio y disponíanse a desembarcar. Amalia salió del despacho, asió al yanqui de un brazo y le obligó a andar. —Tengo una buena noticia para usted —dijo mientras devanaban el laberinto de corredores —. El acorazado Acapulco, de la Décima Flota, ha rescatado más de medio millar de fugitivos de los campos de trabajo de Ganímedes. Al parecer huyeron aprovechando el corte de la corriente provocado por usted. Un crucero de la Tercera flota recogió también algunos forzados en la zona de transición... Todos ellos vienen hacia Valera y he recibido orden de llevarles a ustedes a Ciudad Arcángel. Habían llegado a una amplia cubierta inferior, a uno de cuyos lados abríase una puerta por la que entraba la brillante luminosidad del día. Esta vez sí que no podía dudar el yanqui de cuanto veía por la puerta abierta. Al pie de la escalerilla de cristal estaban los automóviles azules que viera por televisión. Empujado por un grupo de tripulantes que desembarcaban, Harold descendió torpemente la escalerilla y pisó tierra firme. El suelo no era de tierra en realidad, sino de una materia dura, lisa, maciza y de color plomo. En torno al yanqui, los aviadores del Valparaíso movíanse como una bandada de exóticos pájaros, asaltando alegremente los grandes autocares azules que se tragaban como monstruos insaciables a esta inquieta juventud. Harold volvióse para mirar al torrente de calzones negros y blusas verdes que descendían por la escalera. Entonces vio por primera vez al navío que le trajo desde Ganímedes. Ante aquella maciza mole sintióse de una pequeñez e insignificancia abrumadora. El Valparaíso era una más de aquella especie de ballenas metálicas y estriadas vistas desde el aire. Tendría, desde luego, medio kilómetro bien cumplido de eslora y era tan alto como un edificio de 20 pisos. Por la escalerilla, confundidos con la tripulación, bajaban sus compañeros de fatigas, mirando en derredor con ojos dilatados de asombro. Amalia Aznar reapareció a su lado sonriendo. — ¿Y ahora? —preguntó —. ¿Todavía desconfía de lo que ven sus ojos pecadores? —Estoy... abrumado —confesó el yanqui —. ¡Esto es maravilloso! La joven se echó a reír. Llevó al confundido grupo de terrestres hasta un gran autocar y les invitó a subir—. Cuando hombres, mujeres y niños estuvieron acomodados en las filas de cómodos sillones, Amalia hizo una señal al yanqui para que le siguiera y subió a su vez yendo a tomar asiento junto al conductor femenino del automóvil. Harold sentóse junto a la muchacha y la conductora puso la máquina en marcha. El autocar adquirió pronto gran velocidad lanzándose sobre la tersa superficie del aeródromo en dirección al edificio central de la base. Dos autocares semejantes, atestados de aviadores, les precedían volando más que corriendo sobre la lisa llanura. El automóvil pasó junto a los edificios, los dejó atrás y siguió adelante. De nuevo sorprendió a Harold el amplio panorama que alcanzaba a ver, y preguntó a la joven sobre sus causas. —Estamos en el interior hueco del planetillo que vimos por televisión —explicó Amalia —. Así como en la superficie exterior del planeta el campo visual está limitado por la curvatura del horizonte, aquí ocurre todo lo contrario. La superficie interior de Valera es cóncava. Prácticamente, el ojo situado sobre cualquier punto de la superficie interior puede ver todo el resto del planeta. Con un telescopio apuntando hacia arriba, usted podría ver, aparentemente cabeza abajo, las ciudades situadas en los antípodas. Esta es la razón de que el horizonte se levante en vez de hundirse en la lejanía, como ocurre sobre todas las superficies curvas. La carretera saltaba algunos ríos de cristalinas aguas sobre magníficos puentes de acero, y serpenteaban por entre colinas pobladas de bosques. De vez en cuando, las tranquilas aguas de un lago espejeaban al sol hiriendo las atónitas pupilas de los proscritos. Los árboles contiguos a la autopista desfilaban como una valla de apretados postes. El bólido azul zumbaba por la amplia pista. Pero nadie conducía al bólido; al menos, ningún piloto humano. La conductora femenina habíase cruzado de brazos mientras el radar, manteniendo el coche entre las dos cercas metálicas que bordeaban la autopista, lo conducía con impresionante seguridad a lo largo de kilómetros y kilómetros de limpia y pulida carretera. Para distraer su ocio, la conductora puso en marcha el aparato de televisión. En la pantalla aparecía un gigantesco estadio donde se jugaba un reñido partido de fútbol. —Estamos jugando la final de la Liga entre los veinte equipos de las veinte Flotas aéreas de Valera — explicó Amalia ante la mirada de curiosidad de Harold —. Ciertamente, el pueblo redentor no vive solamente para el odio y la guerra.


En el horizonte centelleaba al sol Ciudad Arcángel.

. CAPITULO V. PLANES DE INVASIÓN.

. Transcurrieron quince días en la medida del tiempo terrestre antes que Harold Davidson volviera a ver a Amalia Aznar, Luego que ésta le dejó alojado con sus compañeros en una hermosa quinta de las afueras de Ciudad Arcángel, se desvaneció como una sombra absorbida por los 80 millones de habitantes de aquel mundo fantástico. Contra lo que el yanqui creyera en un principio y el esclarecido apellido de la joven le hiciera suponer, la identidad de Amalia Aznar era completamente desconocida para la inmensa mayoría de los tripulantes del gigantesco autoplaneta. Esto era fácil de comprender si se tenía en cuenta que pasaban de 300.000 los descendientes de Fidel Aznar y que por lo menos dos terceras partes de esta multitud de Aznares se contaban entre los altos jefes, almirantes, oficiales y simples pilotos de las Fuerzas Aéreas Redentoras que tenían por base a Valera. Ejemplos de familias tan numerosas se repetían con prodigalidad anonadadora tanto en Valera como en el remoto planeta Redención, donde habíanse quedado cerca de dos mil millones de almas que hablaban el español y descendían de los 6.500 exilados de la Tierra llegados a aquella galaxia para continuar en su lejanía la brillante civilización que tenía por cuna el Reino del Sol. Así como había una numerosa familia apellidada Balmer, donde todos o casi todos sus individuos eran expertos electricistas; una familia apellidada Valera, que contaba con grandes y afamados astrónomos, y otra llamada Ferrer, de la que habían salido los más ilustres ingenieros mecánicos; la familia Aznar se distinguía por su estirpe castrense y la consideraban sin discusión como la flor y nata de la Flota Sideral Redentora. Los miembros de la familia Aznar, que se titulaban a sí mismos "La Tribu" y tenían su propio emblema nobiliario (un rayo cruzando una flecha), eran cosmonautas. Como el autoplaneta Valera cumplía en la actualidad una misión esencialmente guerrera y casi la totalidad de sus tripulantes eran soldados, "La Tribu" en peso pululaba por los inmensos corredores y despachos del majestuoso Ministerio de la Guerra, dirigía maniobras en los vastos campos de la instrucción o estaba presente, bien fuera como oficial o soldado raso, en muchas de las poderosas unidades de la Flota Aérea. Buscar una Amalia Aznar entre esta muchedumbre de Aznares, sobradamente numerosos para agotar y repetir varias veces todos los nombres del santoral, venía a ser como tratar de dar con una aguja en un pajar. Ciertamente, podría darse con la muchacha sabiendo su cifra —especie de matrícula con letras y números que cada redentor llevaba añadida a su nombre cristiano para evitar lamentables confusiones —, pero Harold Davidson ignoraba la "matrícula" de su hermosa salvadora y, por otra parte, tampoco existía ninguna causa que justificara esta búsqueda. Harold recordaba, con cierto sentimiento de nostalgia, las luminosas pupilas de la hermosa descendiente de Miguel Ángel, y sin embargo prefería vivir lejos del peso de aquella mirada. La arrolladora personalidad de Amalia Aznar le abrumaba. Junto a ella, ¿qué era él sino un tosco, brutal e ignorante retoño de una raza en plena decadencia? Los primeros días de estancia en Valera fueron pródigos en toda especie de gratas novedades y emocionantes experiencias. Todo cuanto los esclavos soñaban en torno a las tristes fogatas de los campos de forzados palpitaba hecho realidad en torno a los rescatados de Ganímedes. Se les trataba a cuerpo de rey, rodeándoles de toda clase de comodidades. Los médicos y enfermeras que regentaban la quinta (una casa de reposo en realidad), se desvivía por atender a sus menores caprichos, siendo evidente la satisfacción y el orgullo que sentían a cada una de las exclamaciones de sorpresa de los aturdidos proscritos. A cambio de esta vida regalada, los proscritos tuvieron que soportar algunas ligeras molestias. El pueblo redentor estaba ansioso de saber cómo se vivía en la Tierra bajo el dominio de la Bestia Gris. Harold Davidson y algunos de sus compañeros más despiertos tuvieron que contestar a una serie de interminables preguntas ante la cámara de una estación televisora. El relato de las desventuras de la Humanidad cautiva conmovieron de una manera extraordinaria a los tripulantes del fantástico autoplaneta a la vez que excitaron la sed de revancha y el odio mortal que estos descendientes de españoles sentían contra la Bestia. Abrumados por la simpatía, la piedad y la curiosidad de los redentores, los terrestres acabaron por sentir en sus excitados nervios la repercusión de tantas emociones. Todo era demasiado grande, demasiado maravilloso y excesivamente bello para aquellos desgraciados nacidos y educados bajo el látigo thorbod. Por prescripción facultativa se suspendieron temporalmente las excursiones por el campo, las instalaciones militares del autoplaneta y las ciudades que tanto impresionaran a los proscritos. Durante tres días, Harold Davidson permaneció echado indolentemente en un sillón extensible de la terraza bajo un toldo festoneado de discretos colores, con la mirada perdida en la verde superficie de un tranquilo y encantador lago. El reposo le permitió ordenar sus pensamientos, y la sosegada meditación vertió en su


excitado espíritu la paz de que tan necesitado se hallaba. Fue en el tercer día de reposo cuando reapareció inopinadamente Amalia Aznar. La joven cruzó rápidamente la terraza y fue a detenerse ante el yanqui. Vestía un uniforme azul celeste compuesto de pantalones masculinos de montar muy ajustados a las rodillas, chaquetilla corta y ceñida, y altas y relucientes botas de cuero gris. Llevaba la cabeza cubierta por una gorra blanca con visera charolada, barbuquejo de oro y la insignia de las Fuerzas Aéreas Redentoras. Del cinto de cuero gris le colgaban, balanceándose al extremo de una cadena de oro macizo, una espada corta y sin ninguna utilidad práctica. Sobre los hombros descansaban unas chapas de acero con las estrellas de capitán, y en el brazo derecho ostentaba la insignia particular de "La Tribu"; un círculo azul celeste con un rayo y una flecha cruzados. — ¿Cómo se encuentra usted? —preguntó la muchacha estrechando la ruda mano del terrestre. —Bien... bien... gracias —balbuceó Harold, todavía asombrado de la aparición. Amalia Aznar arrastró un sillón y se dejó caer en él exhalando un suspiro de alivio. —Maravillosa paz —observó paseando la mirada de sus incomparables pupilas negras sobre la tersa superficie del lago —. Confiemos en que esto termine pronto y todos podamos gozar de ella. — ¿Al decir "esto" se refiere a la supuesta invasión de la Tierra? —interrogó Harold. Amalia volvió sus grandes ojos hacia el yanqui y lanzó sobre éste una mirada de profundo asombro. — ¿A qué si no me había de referir? —Preguntó con extrañeza; como Harold hiciera una mueca ambigua, añadió —: ¿Qué le hizo suponer que abandonaríamos nuestros propósitos después de haber viajado durante treinta años a través del espacio para volver al Reino del Sol? — ¡Psé! —bufó Harold alzando los hombros —. Las cosas indudablemente no andan por esta galaxia como ustedes esperaban. La Bestia, lejos de dormirse sobre sus laureles, ha continuado trabajando con ardor para acrecentar y conservar en forma un ejército. No es un enemigo inerme ni desapercibido el que va a combatir, y eso, naturalmente, debe percutir en los planes de invasión del ejército redentor. ¿Me equivoco? —Desde luego que se equivoca —dijo Amalia sonriente —. Nunca confiarnos en encontrar a nuestro regreso a una raza de hombres grises decadente y corrompida al estilo de los grandes pueblos que, después de haberse desembarazado de sus más grandes enemigos, se entregaron al vicio y a la molicie. Eso no cuenta con los thorbod. Estábamos seguros de encontrar una Bestia robustecida tras dos milenios de paz y prosperidad y concebimos la futura invasión de la Tierra en los términos y circunstancias más difíciles que se pudieran producir. Nada de cuanto ocurra nos pillará de sorpresa, esté usted seguro. —Eso es muy fácil de decir —rezongó Harold —. "Esté usted tranquilo", Lo estaría si supiera dónde apoyan ustedes su ciega confianza en la victoria. He recorrido una buena parte de este planetillo en los últimos días y he visto cosas realmente admirables, pero nada nuevo o extraordinario que anuncie el triunfo de este ejército sobre el ejército thorbod. —No es en nuestros arsenales donde debe buscar usted el arma secreta que nos dará la victoria —repuso la muchacha sonriendo con aquella ecuanimidad que tenía el poder de exasperar al yanqui —. El triunfo de un ejército sobre otro se debe, en la mayoría de los casos, a pequeñas diferencias. En el siglo pasado, los thorbod hicieron pedazos a las fuerzas aliadas de la Tierra y Venus porque sus proyectores de rayos Zeta tenían un alcance ligeramente superior al nuestro, que les permitió barrer del cielo los aparatos aliados cuando los suyos todavía estaban fuera del radio de acción de los terrestres. Es una desgracia que los informes de ustedes no puedan darnos una idea del alcance actual de los rayos desintegrantes de los thorbod, pero estamos seguros que los nuestros les llevan mucha ventaja. — ¡Ah! —exclamó Harold —. ¿De manera que todas sus esperanzas se apoyan en la confianza de que sus proyectores de Rayos Zeta tienen un alcance superior a los thorbod? ¿Y si estuvieran equivocados y los hombres grises los hubieran aventajado en sus progresos manteniendo la diferencia de alcance que les dio el triunfo según usted? —No esperamos que suceda así —dijo Amalia —. Pero aunque los hombres grises nos igualaran o aventajaran, sería lo mismo. No es solamente en ese aspecto en que somos superiores. Sus Rayos Zeta, aunque fueran doble poderosos que los nuestros, resultarían impotentes contra nuestras corazas de "dedona". Y por muchos progresos que lleve hechos la técnica thorbod nos cabe la absoluta certeza de que no ha podido alcanzar ni remotamente el grado de densidad de la dedona que forma la masa de Valera. — ¡Ah! —volvió a exclamar Harold, pero esta vez en un tono que implicaba cierto alivio —. Esa ya puede ser una ventaja de consideración si está segura de lo que dice. —Lo estoy —afirmó Amalia. Y como adivinando el temor que todavía alentaba en la profundidad de los ojos del yanqui, añadió —: No se preocupe por nuestra evidente inferioridad numérica señor Davidson. Grandes soldados, estrategas y sabios, se han ocupado antes que nosotros por estos problemas, y ellos saben sin duda mejor que nosotros lo que llevan entre manos. Nuestros planes de


invasión no sólo han seguido adelante durante varios días, sino que ya están casi completamente terminados. De ello he venido a hablarle. — ¿A mí? —exclamó Harold estupefacto—. ¿Por qué? ¿Qué tengo yo que ver en sus planes de invasión? No soy soldado. —Todos somos soldados —le interrumpió la joven gravemente —. Usted, sus amigos, yo y los cuatro mil millones de almas que gimen en la Tierra bajo el látigo de los thorbod... todos somos piezas de la máquina de guerra que triturará entre sus engranajes a la Abominable Bestia Gris. Nadie, ni un hombre, ni una mujer, ni un niño, pueden sentirse ajenos a la cuestión que se dirime en esta galaxia. Somos peones de una misma cruzada universal contra el enemigo de nuestra raza y de nuestra civilización. Hemos de luchar todos, y usted luchará también. —Sí... sí, claro que lucharé —balbuceó Harold enrojeciendo —. No he querido decir que me considera dispensado de participar en la guerra, sino que ignoro por completo los propósitos de ustedes y qué forma podría serles útil mi aportación personal. Jamás disparé un fusil atómico ni tengo la menor idea de cómo se pilota un avión. Lo único que hice toda mi vida fue manejar pico y pala, y empujar vagonetas en las minas de la Bestia... Esto es lo que quería decir. Soy un bruto ignorante, espero si alguien se molesta en enseñarme lo que pueda aprender... ¿Cómo no? ¡Seré un soldado más dispuesto a morir si es preciso con tal de barrer de esta galaxia esa Peste Gris! —Será un soldado más —aseguró Amalia sonriendo —. Pero no un combatiente vulgar. Enseñarle a pilotar un crucero sería una tarea larga e inútil. No son buenos experimentados pilotos lo que nos faltan, sino agentes secretos. — ¿Quiere decir que van a hacerme espía? —preguntó Harold intranquilo. —Poco más o menos. Ya sabe que nuestra mayor preocupación la constituyen esos cuatro mil millones de seres humanos que viven en la Tierra junto con los thorbod. Es imposible atacar ese planeta sin causar daño a nuestros propios hermanos de raza y, por otra parte, esa muchedumbre humana puede ser la llave que abra las puertas de la fortaleza thorbod desde dentro. ¿No cree? —No sé si comprendo lo que me está queriendo decir —murmuró Harold avergonzado de su poca brillante intuición. —Pues es bien sencillo. La Tierra está dominada por la Bestia Gris, pero allí viven también cuatro mil millones de seres humanos; cuatro mil millones de almas que rebosan odio mortal contra el thorbod y sólo aguardan cuatro mil millones de oportunidades para llevar a cabo cuatro mil millones de venganzas sangrientas... Harold Davidson hizo una mueca desdeñosa. — ¿Qué tiene usted que oponer a esto? —preguntó Amalia alzando una ceja. —Nada —murmuró Harold —. Lamento que haya de ser así, pero prefiero confesar que no opino lo mismo que ustedes. La Humanidad terrestre ha perdido la esperanza y se enfrenta con su triste destino sin fuerzas para torcerlo ni combatirlo. —Eso cree usted. Nosotros estamos seguros de lo contrario y consideramos a la Humanidad cautiva como un Ejército en potencia; un ejército que nos iguala o supera en ardor combativo y que sólo necesita una palabra de aliento, un puñado de jefes y unos millares de ametralladoras para salir de su aparente indiferencia y saltar al cuello de los hombres grises. En nuestro programa de invasión, ese ejército cautivo es un tanto definitivo a nuestro favor y estamos decididos a jugarlo. Para resumir; usted y los compañeros rescatados en Ganímedes serán los caudillos del ejército rebelde. Antes de consultarle a usted lo he puesto en la cabeza de la lista de hombres y mujeres que volverán a la Tierra de incógnito para desarrollar las acciones subversivas preliminares. Tal vez hice mal. Tal vez esté equivocada y no quiera usted luchar... Si es así, no tiene más que decirlo. Amalia Aznar se puso en pie, irguió su gallarda figura y miró ceñuda al yanqui. —Temo que haya vuelto a interpretar mal mis palabras —murmuró Harold poniéndose también en pie y enrojeciendo hasta la raíz de sus rubios cabellos —. Ya le dije una vez que, en ocasiones, muy de tarde en tarde, se tropieza uno en las minas thorbod con hombres donde todavía alienta una llama de rebeldía. Le narré cómo esos hombres sueñan en actos sediciosos imposibles y me incluí entre ellos. Le dije antes que lucharía como un soldado más. ¿Por qué me obliga a repetírselo? Soy un estúpido ignorante y mis opiniones, aparte de que no valen nada, no alteran los planes de invasión de ustedes. ¿Quieren que vuelva a la Tierra para armar revoluciones y organizar sabotajes? ¡De acuerdo, podemos empezar cuando usted diga... ahora mismo si quiere! Amalia Aznar continuó mirando al yanqui con el ceño fruncido. — ¿Lo dice de corazón? —preguntó —. ¿De verdad no le importaría arriesgar la libertad que acaba de recuperar? — ¡Naturalmente que me importa! —gruñó Harold —. Por nada del mundo volvería a una mina thorbod... Harold Davidson volvió los ojos hacia el lago y contempló soñadoramente las verdes y tranquilas aguas,


el cielo azul y luminoso, la masa verde y exuberante de los bosques y la cercana urbe de cristal que chisporroteaba bajo un sol eufórico y luminoso. Amalia Aznar plegó sus rojos labios en una mueca de desdén y echó a andar diciendo: —Está bien. Volveré mañana por su respuesta. — ¡Eh... alto! —gritó Harold dándole alcance y asiéndola por un brazo —. ¿Dónde va con tanta prisa? —Voy a charlar con sus compañeros para proponerles la misma aventura mientras usted se decide por una cosa u otra. —Por tercera vez me confunde, señoría Aznar —dijo el yanqui resentido en la voz y la mirada —. No estaba sopesando los pros y los contras de su invitación, sino meditando sobre lo maravilloso que es disponer de uno a su antojo... poder decir "sí" o "no"... ser dueño de sí mismo... libre de decidir su propia suerte... Nada hay en el mundo tan hermoso como la libertad. Eso lo sabemos bien los hombres que hemos nacido de esclavos y hemos continuado esclavos sin esperanzas de redención. ¿Cómo puede dudar de mí? Si yo tuviera el poder de desdoblarme en mil hombres y contar con mil vidas, las dedicaría todas al logro de esta dicha para toda la Humanidad. Es una causa digna de luchar por ella, y yo lucharé con todas mis fuerzas cuando usted diga, como ustedes lo hayan decidido y en cualquier punto del Universo... incluida la Tierra. En la hermosa faz de Amalia Aznar resplandeció una sonrisa de gozo. Sus negras y chispeantes pupilas se clavaron como dardos en las de Harold mientras su mano, larga, blanca y fina, estrechaban con fuerza la ruda y áspera del terrestre. — ¡Bravo, señor Davidson! —exclamó —. ¡Ya sabía yo que podía contar con usted!

. CAPITULO VI. SALIDA HACIA LA TIERRA.

. Terminado el período de instrucción, los terrestres fueron llevados a la Base de la Tercera Flota. Aquí, Harold entró por primera vez en los pormenores de la estratagema de que se valdrían los redentores para llevar a los 350 proscritos y a otros 500 agentes secretos redentores a la superficie de la Tierra. Seguros de que las patrullas thorbod descubrirían cualquier escuadra que rebasara la órbita de Júpiter, los jefes redentores decidieron introducir al propio Valera dentro de las fronteras de la Bestia haciendo creer a ésta que se trataba de un planeta vagabundo que iba a cruzar la órbita terrestre. La súbita intrusión de un nuevo planeta en el Reino del Sol, daría origen a una serie de perturbaciones que afectarían en gran manera a la patria de la Humanidad. Como en la célebre batalla de Gabaón, el Sol se inmovilizaría sobre un hemisferio de la Tierra, mientras que en el hemisferio opuesto se alargaría la noche en algunas horas. Grandes mareas hincharían los océanos inundando las tierras bajas. Las ciudades terrestres no correrían ningún peligro aunque quedaran sepultadas bajo las aguas. Cerradas herméticamente, las populosas urbes respirarían del oxígeno de sus grandes depósitos y se alimentarían de las reservas de sus almacenes esperando pacientemente que volvieran a bajar las aguas. El daño sería mucho mayor en las ciudades e instalaciones fabriles desparramadas por el antiguo lecho del mar Mediterráneo. Las aguas del océano Atlántico brincarían sobre el gigantesco dique de contención del estrecho de Gibraltar y el mar Mediterráneo recuperaría el espacio que la codicia del hombre le arrebatara siglos atrás. Las populosas urbes del lecho del Mediterráneo quedarían sepultadas bajo las aguas sin esperanza de salvación. La humanidad y la naturaleza hubieron de unir sus esfuerzos durante un siglo para sacar el agua de aquel charco; una con poderosas bombas, la otra con su lenta e impecable evaporación. Si la Bestia Gris tuviera que salvar aquellas ciudades por el procedimiento de volver a sacar el agua del Mediterráneo, necesitaría otro siglo cuanto menos. La evacuación de aquellas urbes ocuparía a millones de hombres grises y a toda la flota aérea thorbod de grandes y pequeños autoplanetas. La Bestia, con la avaricia que le era peculiar, trataría de salvar el mayor número posible de sus preciosas fábricas. No era probable que salvara también a los desgraciados esclavos terrestres que vivían en el lecho del Mediterráneo. A lo sumo les dejarían en libertad de buscar la salvación por sus propios medios en los puntos más altos de la depresión o en las montañas de los países que en breve volverían a ser bañados por el revivido mar. Otros fenómenos alterarían la tranquilidad de la Bestia. Las comunicaciones por radio quedarían interrumpidas, el radar enloquecería, las brújulas señalarían direcciones disparatadas y descendería notablemente la tensión de la energía eléctrica emitida por las estaciones emisoras thorbod. Estas interferencias serían producidas por el autoplaneta. Valera, devorando millones de kilómetros con la velocidad de un auténtico bólido, se acercaría a la Tierra. Una densa capa de vapores le envolvería enmascarando sus defensas de superficie a la tensa inspección de millares de potentes telescopios situados en la Tierra. Los hombres grises no le quitarían ojo de encima, siguiéndole con sus instrumentos ópticos a lo largo de un buen trecho de su excéntrica órbita.


Cuando Valera llegara a las proximidades de la Tierra, un millar de cruceros siderales abandonarían las tibias entrañas del planetillo para lanzarse al espacio. Saldrían por el hemisferio opuesto a la cara del globo vuelta hacia la Tierra y se alejarían rápidamente en dirección contraria a su verdadero objetivo. Se contaba con que los telescopios thorbod, absortos en la contemplación del extraño planetillo, no caerían en la cuenta de que "algo" se desprendía de Valera para adentrarse en el espacio, y regresar hacia ésta por el hemisferio occidental, donde reinaría la noche. La flotilla de cruceros se aproximaría a la Tierra volando dentro del cono de sombra que ésta proyectaba en el espacio. Los detectores ópticos no podrían ver los aparatos redentores en la oscuridad. Únicamente el radar sería capaz de descubrirles; pero el radar thorbod estaría neutralizado por las antenas absorbentes de la Flota. Los ecos del radar no regresarían a los receptores de la Bestia para dar cuenta de lo que habían encontrado en el espacio, y en esta inmunidad transitoria, un millar de aeronaves en forma de esturión ganaría la atmósfera terrestre y se zambullirían en el océano Atlántico y el océano Pacífico para ir a posarse en el fondo submarino. De allí, navegando bajo las aguas, los cruceros redentores partirían hacia las costas donde, en la complicidad de la noche, serían desembarcados los agentes secretos. La espera duró 60 días. Durante este tiempo, todos los que iban a tomar parte en la expedición, permanecieron en la base de la Tercera Flota con orden de no alejarse de ella. Las estaciones de televisión del autoplaneta, después de informar ampliamente del plan de invasión, daban cuenta de lo que iba pasando de hora en hora. El autoplaneta volaba ya a través del espacio por una órbita calculada al milímetro y medida en fracciones de segundo. Todo se desarrollaba según lo previsto. "Nos encontramos a tantos millones de kilómetros de la Tierra" —decía el boletín de noticias. Aunque imaginara este momento lleno de inquietudes y nerviosismos, Harold se encontraba completamente sereno cuando los altavoces le llamaron para que fuera a ocupar su puesto. Un autocar le llevó con un grupo de agentes secretos redentores hasta el crucero Tampico. A bordo de la aeronave estaban ya el contralmirante don Federico Aznar, jefe de la expedición, su plana mayor y Amalia Aznar, nieta del contralmirante. Faltaban dos horas para la salida y este tiempo fue aprovechado por los maquilladores para transformar a los agentes redentores en mugrientos esclavos terrestres. Las caracterizaciones eran una obra de arte. Cuando Harold fue dejado de las manos de sus maquilladores, volvía a ser el proscrito de enmarañada barba, cabellos lacios y tiznada faz de Ganímedes. En un pasillo, el yanqui tropezóse con Amalia Aznar, ya disfrazada. — ¿Qué le parezco? —preguntó ella riendo. Harold estudió con mirada crítica el disfraz. Este consistía en unos calzones masculinos deshilachados y remendados y en una blusa por cuyos desgarrones asomaba la morena piel de la espalda. La blanca y sana dentadura de Amalia aparecía amarilla y careada. Sobre la ancha frente mostraba el ignominioso estigma de la esclavitud, impuesto por la Bestia Gris a toda la humanidad cautiva. Los pies los llevaba envueltos en trapos y metidos en unas rudas abarcas de goma. —Está bien —dijo Harold —. Pero cuando lleguemos a la Tierra deberá deponer su aire orgulloso. Ningún terrestre anda con la frente alta. Se acercaba el momento de la partida. En la hora fijada, el Tampico puso en marcha sus generadores atómicos, se elevó y fue a introducirse con otros veinte cruceros en uno de los largos tubos de lanzamiento. Harold no supuso que el Tampico acababa de salir disparado de su tubo hasta unos minutos más tarde. Fue entonces cuando sintió un peso molesto en el estómago. Era miedo. Miedo de no regresar jamás a este mundo fantástico donde por primera vez pudo sentirse hombre, donde las gentes reían y cantaban libres del temor a la Bestia, donde las frentes limpias se erguían orgullosas y el cuerpo y el espíritu se esponjaban bajo la brillante luz de la libertad. Pensó que había tenido en sus manos las cuerdas de su destino, la ocasión única de decidir su propia suerte, y que acababa de perder esta oportunidad en un momento de flaqueza, renunciando a su propia libertad por conseguir la de una humanidad estúpida y egoísta, que jamás le agradecería su sacrificio. A continuación sintióse avergonzado de sus pensamientos. También otros hombres corrieron riesgos para rescatarle a él y a sus compañeros. Aquellas gentes que le rodeaban, hombres y mujeres libres, habían dejado un mundo de ensueño para volar treinta años a través del espacio sin más objeto que redimir a la Humanidad. Nadie les llamó; nadie les obligaba a arriesgar sus vidas por el bienestar y la felicidad de un mundo que les ignoraba. Y sin embargo, estaban aquí, lejos del paradisíaco mundo creado por su esfuerzo, emprendiendo con entusiasmo la gigantesca tarea de reconquistar el Reino del Sol para el hombre. Comparándose a estos hombres y mujeres, Harold sintióse pequeño y mezquino. Y de esta insignificancia y ruindad nació en su espíritu el inquebrantable propósito de no desfallecer jamás a lo largo de la aventura que acababa de comenzar. En la pantalla de televisión, volando en pos del Tampico, podía ver un millar de esbeltos cruceros. Después de adentrarse varios miles de kilómetros en


el espacio, la escuadra viró poniendo proa a la Tierra. Mientras la flota frenaba el impulso adquirido y volvía atrás, buscando el cono de sombra de la Tierra, transcurrieron algunas horas. De pronto sonaron en toda la nave los cláxones de alarma. La tripulación corría por los pasillos y el laberinto de escaleras, se cerraban las sólidas puertas de los compartimentos estancos. Harold Davidson se asustó y abandonó su camarote para ir en busca de Amalia Aznar. La encontró en una de las salas de descanso, junto con un grupo de antiguos esclavos, todos siguiendo atentamente le que ocurría en la pantalla de un receptor de televisión. — ¡Nos han descubierto! —exclamó Harold excitado. —En efecto —contestó la joven muy tranquila —. No han podido detectarnos con el radar, luego tiene que haber sido con un detector de rayos infrarrojos. En la pantalla del televisor, sobre un fondo negro, brillaban unos puntos de luz fluorescente. Del altoparlante de la sala surgió una orden: — ¡Prepárense para lanzar torpedos! Davidson sabía que los torpedos de la Armada Sideral Redentora estaban hechos de "dedona", cómo las mismas aeronaves. Esta sería la primera vez que las armas redentoras iban a enfrentarse con los proyectores de Rayos Zeta de la Bestia Gris. La técnica "thorbod" había desarrollado esta vieja arma hasta límites insospechados. Sin embargo, los redentores confiaban en que los Rayos Zeta no podrían detener a sus torpedos. Ahora se iba a ver. — ¡Atención, el enemigo dispara con Rayos Zeta! —dijo una voz tranquila por los altoparlantes. — ¡Preparados para disparar torpedos! —dijo otra voz. — ¡Distancia, cien mil kilómetros! — ¡Lancen torpedo por proa! Siguió una breve pausa. La pantalla del televisor se iluminó con miríadas de estrellas. De pronto se vieron largos penachos de llamas alejándose velozmente. — ¡Los torpedos han salido! —anunció una voz impersonal, probablemente la de un artillero electrónico. Harold Davidson restregó impaciente sus pies envueltos en trapos sobre la lujosa moqueta roja que cubría totalmente el piso. — ¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó —. La patrulla thorbod radiará nuestra posición a la Tierra y ya no será posible la sorpresa. —Olvida usted que la interferencia de Valera hace imposible las comunicaciones por radio —repuso Amalia sin mirarle —. Podrían denunciarnos utilizando señales luminosas de "láser", pero creo que no vamos a darles tiempo. De cualquier forma, es un riesgo que hemos de correr. De momento, lo que importa es ver qué ocurre entre nuestros torpedos y los Rayos Zeta thorbod. A través de la televisión pudieron ver perfectamente cómo los potentes Rayos Zeta del enemigo se clavaban como dardos en la nube de torpedos. —No llegarán, es imposible —murmuró Harold para sí. Vio a Amalia Aznar retorcerse nerviosamente los dedos. Los torpedos iban impulsados por motores de combustible líquido, cuya potencia no había podido ser superada, al menos en distancias cortas, por los motores iónicos ni fotónicos. El poder de aceleración de estos motores antiguos era realmente muy grande. A la velocidad que ya llevaba la flotilla Sideral se sumó el impulso de los motores cohete... En unos minutos el enjambre de torpedos estuvo sobre las aeronaves thorbod. El objetivo de aproximación permitió ver a los torpedos robot cuando se abalanzaban violentamente sobre los buques de la Bestia Gris. El espacio, en cuanto abarcaba la pantalla de televisión, se cubrió de cegadores relámpagos verde azulados. — ¡Blanco! —gritó Amalia Aznar pegándose con el puño en la palma de la mano —. Les hemos hecho pedazos, seguro. Pero en realidad no podía saberse con certeza si las explosiones eran motivadas por el estallido de los torpedos al dar en el blanco, o por la explosión de su carga atómica provocada por los Rayos Zeta del enemigo. El altoparlante de la sala anunció con voz tranquila: —Los torpedos alcanzaron el blanco. Todo despejado por proa. Mientras en toda la nave se abrían puertas y se escuchaban voces alborozadas, Davidson y sus compañeros permanecían silenciosos y como encogidos, olvidados por todos en la sala de descanso. Aquellos redentores eran como niños; alegres, ruidosos y molestos. Bien se advertía que eran jóvenes e inexpertos. A Harold Davidson le fastidiaban con sus vistosos uniformes, sus caras barbilampiñas y su


jactancia. ¡Veríamos que quedaba de toda su presunción cuando la Bestia les asestara su puño! Había en Davidson como un secreto deseo de ver a estos jóvenes redentores vapuleados y asustados, sólo para burlarse de ellos. Pero esto no iba a ocurrir; no al menos aquel día. Con todo y su inexperiencia, los cosmonautas redentores parecía que iban a lograr su propósito. Aniquilada en un abrir y cerrar de ojos la patrulla "thorbod", la flotilla de cruceros se dirigía hacia Tierra colando dentro del cono de sombra que esta proyectaba en el espacio. La Bestia Gris tenía una serie de plataformas espaciales que giraban en torno a la Tierra en una órbita de satélite. En aquellos momentos las estaciones espaciales se hallaban muy ocupadas sirviendo a las comunicaciones, ya que la interferencia de Valera en la radio impedía utilizar este medio, y la Bestia Gris tenía que servirse del "láser" y el alfabeto de señales luminosas para informar a su Estado Mayor de lo que ocurría en toda la Tierra como consecuencia del paso de Valera. En las pantallas de radar de la flotilla redentora apareció una de aquellas grandes plataformas espaciales. Media docena de torpedos, disparados por el Tampico, bastaron para hacer pedazos el observatorio espacial. El último obstáculo había sido eliminado. La escuadra redentora redujo considerablemente su velocidad al penetrar en la atmósfera. En este momento, la formación separóse en varios grupos que fueron a buscar los puntos de amaraje señalados por el mando. El Tampico siguió, con un centenar de cruceros, hacia el Atlántico Norte, enderezó su proa y voló unos minutos a ras de las olas. Repiquetearon los timbres. El Tampico se detuvo, quedó un segundo suspendido sobre el mar y se dejó caer suavemente. Las aguas del océano se abrieron para recibirle en su húmedo seno y cerrarse nuevamente sobre él. Arrastrado por su enorme peso, que aumentaba a medida que se disminuía la intensidad de la inducción eléctrica que le daba flotabilidad y ligereza, el Tampico descendió hasta los trescientos metros de profundidad y volvió a poner en marcha sus eyectores. Navegaban ahora como un submarino, sólo que a una velocidad jamás igualada por uno de estos navíos. Con el Tampico, el resto de la escuadra se zambulló en el mar tomando rumbos distintos. Unos partieron hacia las costas de Europa y África. Otros hacia las costas de Groenlandia. Otros hacia América Central y América del Sur. Allá en el océano Pacífico, el resto de la escuadra se separaba también marchando unos cruceros hacia las costas occidentales de Norte y Sudamérica, otros hacia la China y Japón, otros hacia Australia y otros, en fin, hacia la India y África Oriental. Después de una hora de navegación submarina, el Tampico se detuvo. Repiquetearon nuevamente los timbres. Harold percibió un suave roce en el casco del crucero, bajo sus pies. —Listos —dijo un oficial que pasaba por la cámara donde Harold había presenciado todo por televisión —. Estamos posados sobre un fondo de roca, a cien millas de Portland, Estados Unidos de América. Prepárense para desembarcar. Emergeremos dentro de media hora. Harold y Amalia corrieron a enfundarse en sus trajes voladores, con los que se proponían llegar a Nueva York por el aire. No llevarían más equipo que un par de pistolas ametralladoras "Vindicadoras y un "teleprint" para comunicar con el Tampico y el contralmirante Aznar. El "teleprint" o telescritor era una trivial máquina de escribir unida inalámbricamente a un segundo teclado registrador de idéntico modelo que el primer aparato. La Bestia conocía el alfabeto Morse y todos los idiomas de la Tierra, pero sus inteligentes descifradores de clave se volverían locos si interceptaban un mensaje transmitido en lengua redentora, que era la que Amalia utilizaría. Enfundados en sus trajes, Amalia y Harold fueron a estrechar la mano del contralmirante y salieron por una escotilla hasta el techo de la cabina del Tampico. Los oficiales del S.l. les seguían llevando sus pistolas ametralladoras "Vindicadoras" y el telescritor. Al llegar a lo que accidentalmente era cubierta, los oficiales entregaron a Amalia y Harold las pistolas y el telescritor. A excepción de la difusa luz roja que brotaba por la escotilla, las tinieblas de la noche les envolvían por todas partes. Chascaban las olas al golpear los flancos del Tampico. Una brisa fresca y húmeda soplaba del noroeste arrebatando las palabras de despedida de las bocas de los oficiales. Un aviador revisó la escafandra del yanqui para asegurarse de que estaba bien encajada. — ¡Listo, amigo! —gritó golpeándole con los nudillos en el caparazón de vidrio. Harold se tentó el telescritor, sujeto a la cintura con una correa, tomó la pistola ametralladora e hizo una señal a Amalia. Esta estrechó las manos de sus compañeros y fue a situarse junto al yanqui. — ¡Adelante! —Salieron despedidos a un tiempo por el aire, hasta que al llegar a cierta altura quedaron inmóviles. Ambas escafandras estaban en contacto por radio. —Ahora hacia el oeste —dijo Amalia —. Encendamos las luces de situación para no perdernos. Una débil lucecita roja brilló en la parte posterior e interior de las escafandras, dando un fantástico aspecto a los rostros de los aviadores. Aquel resplandor no sería visible a más de cien metros distancia,


pero les permitía distinguirse el uno al otro evitando que se extraviaran en la oscuridad. Pusieron en marcha los proyectores de partículas ionizadas. Harold sintió como si una mano ruda le empujara por la espalda proyectándole hacia adelante. Con la mano derecha sobre el antebrazo izquierdo, regulaba la velocidad haciendo girar un botón de cristal. Vio que la mancha roja de la escafandra de Amalia le adelantaba y procuró alcanzarla haciendo girar más y más el botón. Sintió cómo el aire, al golpearle en las piernas, se las echaba hacia atrás obligándole a adoptar una postura horizontal con respecto al nivel del mar. Alcanzó a Amalia cuando el botón ya no podía girar más a la derecha y el eyector atómico daba cuanto podía de sí. Volaban entonces a razón de mil kilómetros a la hora. A esta velocidad no tardaron en ver asomar por el tenebroso horizonte las luces de Portland, ciudad que dejaron a la derecha para seguir su vertiginosa marcha hacia el Oeste. Diez minutos más tarde veían los brillantes focos eléctricos de la importante base aérea thorbod del lago Winipesaukee. Charlaban incesantemente por radio mientras volaban. Amalia Aznar hacía partícipe a su compañero de la honda emoción que le embargaba en estos momentos. Ella había nacido a bordo de Valera y, como todos los tripulantes del autoplaneta que contaban menos de 30 años, no había pisado jamás el bendito suelo de Redención. Todo cuanto sabía de este nuevo mundo lo aprendió en libros y en revistas cinematográficas. Otro tanto le ocurría con la Tierra, patria de sus antepasados. Por esto sentía ahora tanta emoción al pensar que, por fin, ella iba a realizar el dorado sueño de muchas generaciones de hombres y mujeres, iba a pisar por primera vez el suelo por el que suspiraba el pueblo redentor. Harold no estaba muy seguro de comprender las emociones de la muchacha. El había nacido en la Tierra y vivió en Nueva York hasta que la Bestia le desterró a Ganímedes. Ningún recuerdo grato conservaba de la época de su vida pasada en este mundo. Contrariamente a lo que decía sentir Amalia, él hubiera preferido no tener que volver jamás a un planeta donde todo era ingrato para el terrestre. La Tierra era un mundo muy hermoso sin duda alguna, pero no para los seres humanos que vivían en ella actualmente. La conversación quedó interrumpida cuando vieron venir rápidamente hacia ellos las luces de otra base thorbod en el Lago George. Estaban ya cerca de su emplazamiento antiguo, en las proximidades de los Montes Adirondacks. Un poco más allá del Lago George se veía ya en el cielo el amarillo resplandor de una populosa urbe. —Nueva York —señaló Harold. A partir de este momento permanecieron encerrados en un mutismo local. Ella paladeando sin duda la emoción inigualable del momento en que pisaría por vez primera el suelo de la madre patria; él, reviviendo en el recuerdo los años de su triste infancia, vividos en aquella ciudad maravillosa, siempre célebre por su belleza. Iban frenando velocidad y perdiendo altura a medida que se acercaban a Nueva York. —Usted es el guía —dijo Amalia saliendo de su largo mutismo —. Yo le sigo. —Apaguemos las luces —dijo Harold. Harold condujo a su compañera hacia el amontonamiento de barracas y miserables chozas donde habitaba la población terrestre. Como antaño, una alta y sólida cerca de acero envolvía a la ciudad. Aquella cerca estaba fuertemente electrificada y era a modo de una frontera entre la Bestia Gris que vivía en la capital y el ancho cinturón de miseria que le rodeaba por todas partes. Una línea de poderosos focos eléctricos jalonaba esta valla. En contraste con la fastuosa iluminación de la urbe, las tinieblas envolvían la desordenada masa de casuchas desparramadas a capricho a su alrededor. Los terrestres, que vivían de los inmundos desperdicios de la capital y de los mendrugos que les arrojaba la Bestia, dormían también en la limosna de luz que Nueva York les hacía al irradiar su fantástico resplandor por el espacio. Quitando energía eléctrica a sus "backs", Amalia y Harold descendieron con suavidad de plumas hasta que sus pies tocaron el suelo, en los límites del arrabal. Al difuso resplandor amarillo que irradiaba la ciudad thorbod, Harold vio cómo Amalia se arrodillaba en el suelo para quitarse rápidamente sus guanteletes de vidrio y coger puñados de tierra. ¡Tierra... por fin tierra...! —murmuró la muchacha roncamente, estrujando aquella granujienta sustancia entre sus dedos.

. CAPITULO VII. LA VOZ DE LA LIBERTAD.

. A Luna, en cuarto creciente, navegaba como una barquilla de plata sobre las blancas cumbres de los montes Adirondacks y tendía las sombras de Amalia Aznar y de Harold Davidson muy alargadas sobre la nieve que cubría la cima del cerro. En la inmediata hondonada, sumida en sombras, cerca de cuatro


mil hombres y mujeres esperaban entre los abetos la llegada del crucero Tampico para tomar parte de su alijo y transportarlo a hombros hasta la no lejana ciudad de Nueva York. Amalia Aznar, sentada sobre el derribado tronco de un abeto cubierto de musgo, inclinábase sobre el diminuto aparato receptor emisor de onda ultracorta que tenía en las rodillas. Harold Davidson, jugueteando con la linterna eléctrica de rayos infrarrojos que tenía entre las manos, volvióse para lanzar una mirada a hurtadillas sobre la muchacha. De la aventura de Ganímedes, de la estancia del yanqui en el autoplaneta Valera y de los veinte días de estrecho contacto que llevaban en Nueva York, había ido surgiendo día a día en el corazón de Harold un avasallador sentimiento que no tardó en identificarse como sufrido y callado amor. Era, desde luego, un amor platónico. En el acongojado ánimo del yanqui, Amalia Aznar ocupaba un pedestal tan alto y tan fuera de su alcance que era locura soñar siquiera en un posible y milagroso acercamiento, a la imagen de su amor. Cada día que transcurría, después de cada conversación con la muchacha, Harold descubría con horror y asombro que la cima sobre la que estaba encaramado el objeto de su pasión crecía en altura y tamaño ante sus ojos. Para el yanqui, que leía con dificultad los caracteres de la escritura thorbod, que desconocía por completo los signos gráficos de su propia lengua materna y recién acababa de aprender las cuatro reglas elementales de aritmética en la escuela redentora, la inteligencia de Amalia Aznar era indudablemente, no ya prodigiosa, sino sobrehumana. Al comparar su ignorancia con la vasta cultura de Amalia, Harold sentíase empequeñecido, separado de ella por un abismo mucho mayor que el existente entre el Reino del Sol y la remota galaxia donde gravitaba aquel nuevo mundo llamado Redención. La física, la química, la astronomía, la electrónica, las matemáticas; todos los conocimientos en suma que el hombre había adquirido en el transcurso de largas generaciones, estaban cuidadosamente ordenados y almacenados en aquella morena cabecita que tanto adoraba Harold. Además de estos vastos conocimientos, comunes en la inmensa mayoría del pueblo redentor, Amalia Aznar habíase especializado en idiomas. Todos los hombres y mujeres de aquel extraordinario pueblo hablaban, leían y escribían con idéntica soltura los idiomas thorbod, español y redentor; es decir, el que ya hablaban los indígenas de Redención cuando los exilados de la Tierra llegaron allá como colonizadores. Además de estos idiomas, Amalia se expresaba con idéntica perfección en inglés, francés, chino, japonés, alemán y árabe. Harold Davidson sabía que, a pesar de esto, su adorada sólo era una inteligencia corriente entre el pueblo redentor, donde había miles de hombres y mujeres que superaban en mucho la cultura de Amalia Aznar. Pero esto mal podía consolar al yanqui. Cualquier niño de cinco años de los que iban en Valera era un sabio si se le comparaba con un terrestre. Tal vez con el transcurso del tiempo llegara Harold a igualar en conocimientos a un niño redentor, pero el abismo existente entre él y Amalia continuaría siendo enorme. Por otra parte, para cuando Harold llegara a comprender solamente los rudimentos de las materias que ella trataba con tanta desenvoltura, Amalia habría encontrado ya entre su pueblo el hombre con el que uniría para siempre su existencia. En el ánimo de Harold, la certeza de que Amalia Aznar jamás sería suya gravitaba con intensidad arrolladora, impulsándole a buscar en la acción el olvido de su secreta pena. Si allá en Valera había sido un presunto agitador de tibios ideales, aquí, en la Tierra, era un profeta de la cruzada redentora cuya actividad subversiva no encontraba límites ni hallaba punto de reposo. En general, la misión de Harold y Amalia estaba resultando un completo éxito. Harold había tenido que reconocer, y lo reconoció a poco de llegar a Nueva York, que en el fondo del espíritu humano lucía aún, escondida e inextinguible, la esperanza de recobrar su condición de hombre. Las primeras jornadas fueron difíciles. Harold encontró en los míseros arrabales donde había sido empujada la humanidad a dos de sus cinco hermanos. Carlos y Pedro, así se llamaban los hermanos de Harold, mostraron tanto asombro como éste alegría en el encuentro. El agitador les narró sus sorprendentes aventuras sin omitir detalle. Como era de esperar, Carlos y Pedro se negaron a creer lo que su redivivo hermano les iba contando con palabra cálida. No tardaron sin embargo en creerle. Circulaban rumores sobre algunos hechos ocurridos con motivo de la proximidad de aquel nefasto planeta errante. Algunas aeronaves "thorbod", enviadas para explorar el misterioso planeta, no habían regresado, ni nunca se supo más de ellas. Algo más concretos eran los rumores acerca de una patrulla sideral "thorbod" que había detectado la presencia de unas aeronaves no identificadas. Lo último que se supo de la patrulla era que estaba siendo atacada por torpedos. Al parecer, también se habían utilizado torpedos para borrar del cielo una plataforma satélite de comunicaciones. Corrían noticias poco concretas acerca de unas aeronaves misteriosas que parecían haber llegado a la Tierra aprovechándose de la enorme confusión y los cataclismos que originó el paso


de aquel maldito planeta. Al cabo de dos semanas de frenética busca, los aviadores thorbod se daban por vencidos al no hallar rastro de aquellas aeronaves, y las idas y venidas de la flota, las comunicaciones de los boletines de noticias y los comentarios que hacían entre sí los thorbod, llegaban en forma de confuso rumor al oído de los terrestres que vivían en torno a las ciudades de la Bestia. Aquellos rumores, así como la catástrofe ocurrida en el lecho del Mediterráneo, donde las aguas habían vuelto por sus fueros anegando a muchas ciudades, favorecieron en forma inesperada la labor de los agentes secretos procedentes de Valera. Los terrestres, siempre dispuestos a celebrar cualquier catástrofe que afectara a sus aborrecidos opresores, acogieron con regocijo las nuevas del desconcierto thorbod. Cuando los rumores de la preocupación de la Bestia llegaron a los arrabales de Nueva York, Amalia Aznar y Harold Davidson encontraron un terreno abonado donde había de germinar con rapidez la semilla de la esperanza de que eran portadores. Su historia, narrada a los hermanos de Harold con algunas horas de anticipación a los rumores de la catástrofe de la cuenca del Mediterráneo, a la desaparición de una escuadra thorbod y a la febril búsqueda de una flota fantasma, coincidía maravillosamente con las noticias que iban llegando de la ciudad. Los neoyorquinos, predispuestos a creer en cualquier hecho maravilloso que acabara con el poderío thorbod, creyeron a pies juntillas la fantástica relación de los agentes secretos redentores. Otro tanto ocurría en las demás ciudades, donde otros agentes desarrollaban misiones idénticas a las de Amalia y Harold. El espíritu de rebeldía, adormecido tras dos milenios de dominación thorbod, despertaba en los corazones humanos abriendo sus puertas a la esperanza. El rumor de que habían llegado mensajeros anunciando la próxima liberación de la Tierra por un poderoso ejército descendiente de los españoles que, según la tradición, escaparan en el autoplaneta Rayo, se extendió rápidamente por los míseros arrabales de las urbes thorbod. La leyenda de Miguel Ángel Aznar resucitó. En cada pecho terrícola un corazón palpitó ilusionado. Llevaban Amalia y Harold una semana en Nueva York cuando ya se hizo sentir la falta de los aparatos receptores de radio que en enormes cantidades transportaba el crucero Tampico. El Tampico permanecía en el mismo sitio donde le dejara Harold al emprender el vuelo hacia la capital del imperio thorbod. Había soltado una boya de plástico que sostenía el cabo de dedona de una antena, y por esta antena recibía los mensajes emitidos en teleprint desde todas las ciudades de Norteamérica, donde estaban operando los agentes redentores. Otros cruceros recibían los mensajes llegados desde diversas partes del mundo y los retransmitían con sus poderosas emisoras al Tampico, donde el contralmirante Aznar tenía establecido su Cuartel General. Del Tampico emanaban también todas las instrucciones para los agentes desparramados por la redondez del planeta. Durante quince días, mientras la flota thorbod registraba palmo a palmo los continentes y los océanos de la Tierra en busca de la flotilla fantasma, los cruceros redentores no se movieron de sus puestos, dedicándose exclusivamente a recibir mensajes y a contrarrestar con sus "jaulas" absorbentes los ecos del "sonar" thorbod que buceaban en su busca. Cuando la flota gris se dio por vencida y abandonó la búsqueda, el contralmirante don Federico Aznar consideró que había llegado la hora de volcar el contenido de sus cruceros sobre los arrabales de las ciudades donde sus agentes estaban reclutando miles de afectos a la causa redentora. A este efecto, envió un mensajero provisto de "back"" a cada ciudad. Estos mensajeros llevaban consigo una emisora de radio de onda ondulante ultracorta y lamparillas eléctricas que emitían rayos infrarrojos para hacer las señales convenidas a los cruceros. Amalia Aznar alzó la cabeza e hizo una seña a Harold. — ¡Ya están aquí! —exclamó alegremente —. ¡Acabo de entrar en contacto con el Tampico! Harold dejó de jugar con la lamparilla de rayos infrarrojos y se acercó en dos zancadas a la joven. Esta, volviéndose a inclinar sobre el aparato, se ajustó los auriculares y empezó a hablar rápidamente en lengua redentora. Harold no entendía una sola palabra de aquel enrevesado idioma, pero podía imaginarse sin gran esfuerzo lo que hablaban la muchacha y el radiotelegrafista del Tampico. El crucero deslizábase al hurto por entre las montañas Adirondacks y daba cuenta a Amalia de su situación aproximada. Al cabo de unos minutos, Amalia hizo una seña a Harold para que le diera la linterna. El yanqui se la entregó y la joven la apuntó hacia el norte pulsando el botón que la encendía y apagaba. El ojo humano no podía ver los destellos infrarrojos de aquella linterna, pero los aparatos ópticos del Tampico la veían perfectamente e interpretaban sus señales dirigiéndose hacia ella. Cinco minutos más tarde, Harold veía una mole oscura surgir del horizonte, sobre las nevadas cumbres de los Adirondacks. Era el crucero Tampico, silencioso como una sombra. Atraído por la luz infrarroja, el aparato estuvo en un momento sobre la hondonada sumida en la oscuridad, se detuvo, quedó un segundo inmóvil en el espacio y descendió suavemente hasta que quedó fundido en las impenetrables sombras de la hondonada.


Amalia Aznar recogió la emisora y se puso en pie echando a correr ladera abajo. Harold la siguió con el corazón golpeándole en el pecho. Todo iba saliendo a las mil maravillas. El Tampico llegaba al fin con su cargamento de aparatos de radio y de pistolas ametralladoras. La "Voz de la libertad" daría comienzo a sus emisiones de contenido explosivo que, difundidas por millones de aparatos de radio distribuidos por todo el mundo, pondrían en pie de guerra a la casi totalidad de los 4.000 millones de almas humanas ansiosas de revancha. Los neoyorquinos reclutados por Amalia y Harold, con la eficaz cooperación de los hermanos Davidson, rodeaban como una nube de abejas excitadas al Tampico. Este, dejando oír el zumbido de sus motores atómicos, había quedado suspendido a un metro de altura sobre el fondo de la hondonada, y por sus muchas puertas abiertas saltaban a tierra los astronautas ansiosos de pisar la patria de sus antepasados. Pero difícilmente conseguían hollar con sus plantas la nieve que cubría la añorada tierra. Los terrícolas, apenas iban apareciendo por las puertas, los tomaban entre sus brazos y los zarandeaban en el aire con apretones fraternales y roncos gritos de júbilo. Ni Harold ni Amalia habían contado con estas efusivas demostraciones de alegría. Mientras los redentores eran paseados a hombros sobre la multitud delirante, varios centenares de terrestres asaltaban al Tampico, lo invadían tumultuosamente y se abrazaban riendo y llorando a los tripulantes que quedaban dentro. En mitad de esta confusión, Amalia consiguió subir a bordo, acercarse a los micrófonos y hacer funcionar los altavoces. — ¡Hermanos...! —gritó. Un rugido de entusiasmo le respondió. — ¡Hermanos! —repitió Amalia en lengua thorbod —. ¡Silencio, por favor... silencio! Los terrícolas fueron callando. El sordo rumor de la multitud descendió como el mugido de una marea súbitamente aplacada. —Por favor, hermanos —siguió diciendo Amalia a través de los altavoces —. La tripulación del Tampico os agradece este caluroso recibimiento, pero vuestras cariñosas muestras de afecto no pueden prolongarse sin riesgo para todos nosotros. El mundo es todavía de la abominable Bestia Gris. En días no muy lejanos, cuando hayamos barrido al Hombre Gris de la faz de la Tierra y el planeta entero sea nuestro, tendréis sobradas ocasiones para entregaros a la fiesta y al jolgorio. Ahora os rogamos serenidad y silencio. Nos queda mucho por hacer antes que rompa el día. Hemos de descargar al Tampico y llevar parte de su contenido a Nueva York ocultando el resto para transportarlo en noches siguientes... Vamos... ¡manos a la obra! Un sordo murmullo de aprobación flotó sobre los excitados terrícolas. Los redentores pudieron al fin hollar con sus plantas la madre Tierra y se comenzó la descarga del alijo. Harold Davidson dejó a sus hermanos dirigiendo la descarga y subió al crucero para reunirse con Amalia y entrar juntos en el despacho del contralmirante Aznar. Este era un hombre alto, rubio y corpulento como la inmensa mayoría de los Aznares. Pese a su aparente juventud, era abuelo de Amalia y de cuarenta nietos más, todos ellos soldados. El contralmirante besó a Amalia en las mejillas, invitó a Harold a sentarse y le tendió una caja de cigarrillos. En la Tierra habíase perdido la costumbre de fumar desde que la Bestia entró en posesión del Reino del Sol. Harold aceptó el cómodo sillón de plástico, pero rechazó sonriendo el cigarrillo. — ¿Cómo andan las cosas por las demás ciudades, contralmirante? —preguntó Amalia. —Bien, estupendamente bien —aseguró don Federico lanzando una bocanada de humo hacia el techo —. Como en Nueva York, el éxito de nuestros agentes ha sido completo en todas las partes del mundo. Es confortante comprobar que, pese a todo, la humanidad no ha perdido la fe en Dios y en la justicia. El día de libertad, esta humanidad ansiosa de revancha, se alzará en peso contra la Bestia y la ahogará en un mar de sangre gris. — ¿Cuál será ese día, abuelo? —interrogó Amalia —. ¿Habéis fijado ya la fecha de la invasión? —No de una manera definitiva, pero calculamos que se producirá, días arriba, días abajo, por las vísperas de Navidad. El Sumo Pontífice nos ha suplicado que activemos nuestros preparativos para que la cristiandad pueda celebrar este año el nacimiento de nuestro señor Jesucristo... y nosotros deseamos también que el mundo haya recobrado su libertad para las Pascuas... Ya sabes que nuestro ejército está preparado para invadir la Tierra en cualquier momento. La designación exacta de este momento no depende de las fuerzas armadas, sino de lo que vosotros progreséis aquí en la Tierra. —Yo creo que en otro mes tendremos la operación madurada —dijo Amalia —. Todavía estamos en el período preparatorio de la campaña psicológica y el éxito es ya enorme. Cuando la Voz de la Libertad dé principio a sus emisiones y llegue a todos los rincones del mundo, no habrá hombre ni mujer, niño ni anciano terrestre, que no esté dispuesto a dar su sangre por el triunfo de nuestra cruzada. Este debe ser el momento de la invasión. Demorarla significaría someter los nervios de nuestros hermanos a una


tensión excesiva. No hay que olvidar que, en viéndose armados, los terrícolas pueden impacientarse si la invasión se retrasa y empezar antes de hora la matanza de hombres grises. —He pensado en esa posibilidad —repuso el contralmirante—. Por eso os recomiendo que no hagáis el reparto de armas hasta que un mensaje mío por telescritor os anuncie el día y la hora en que coincidirán el levantamiento y la invasión. —Eso no es posible —dijo Harold terciando en la conversación —. No tenemos ningún almacén lo bastante espacioso para tener guardadas tantas armas, y, por otra parte, mis paisanos se sentirán más esperanzados si pueden acariciar de vez en cuando sus pistolas ametralladoras. —Bien. En tal caso repartan las armas, pero conserven el control de las municiones. No podemos arriesgarnos a que esas "Vindicadoras" se disparen voluntariamente o accidentalmente, sembrando la alarma y descubriendo el pastel a los thorbod. Las municiones ocupan poco espacio y es más fácil tenerlas guardas en sitio seguro. Harold aprobó con profundos movimientos de cabeza. Después de cambiar impresiones con el contralmirante, Amalia y Harold saltaron a tierra para tomar parte en el desembarco del alijo. Entre otras cosas, aquella hondonada había sido preferida a otras para el desembarco porque en las laderas de los montes se abrían varias profundas cavernas donde podría ocultarse la parte del equipo descargado que sería llevado a Nueva York en noches sucesivas. Las cajas eran muchas y su descarga entretuvo a la gente más de lo que Harold deseaba. Apenas el alijo estuvo oculto en las cuevas, el Tampico se elevó en el aire para desaparecer como una sombra por la misma dirección que había venido. Harold tomó una de las cajas envueltas en tela impermeable, la echó sobre sus robustas espaldas y volvióse hacia la larga fila de cerca de 4.000 hombres que esperaban con sendos bultos a sus pies. — ¡Carguen, muchachos... y en marcha! —grito estentóriamente. Los terrestres se inclinaron todos a un tiempo, tomaron los bultos, los echaron sobre sus hombros y rompieron a andar hacia la ciudad de Nueva York. Veinticuatro horas más tarde, ocho mil terrestres neoyorquinos repetían la afortunada expedición y entraban en los arrabales de la populosa urbe doblados bajo las preciosas cajas que contenían miles de pistolas ametralladoras y una exorbitante cantidad de diminutos receptores de radio, no mayores que un paquete de cigarrillos. Por ser éste el día que la "Voz de la Libertad" daría comienzo a sus emisiones de onda ultracorta y porque nadie quería perderse el programa, la expedición salió apenas hubo cerrado la noche, tomó parte del alijo almacenado en las cavernas de la hondonada y regresó a marchas forzadas entrando en los arrabales de Nueva York a las cinco de la madrugada. Excepto las cajas de munición, que fueron llevadas al barracón donde Amalia Aznar y los hermanos Davidson tenían establecido su cuartel general, cada cual se llevó el paquete que llevaba a su casa, ocultándolo hasta el momento de un posterior reparto de receptores y armas. Una atmósfera de nerviosa expectación flotaba sobre los arrabales aquella madrugada. Apenas Harold entró en el barracón cortó las cuerdas de un paquete y quitó la envoltura sacando a la mortecina luz de una bujía de sebo un montón de bien ordenados y embalados receptores de radio. Mientras sus hermanos levantaban una trampa del suelo y bajaban las cajas de munición a la cueva que había debajo, Harold manipuló en el receptor y lo dejó sobre la mesa que ocupaba el centro de la habitación. Siguieron unos cinco minutos de nerviosa espera. Las cajas eran estibadas apresuradamente en el fondo del sótano mientras los ojos se volvían ansiosamente hacia el diminuto aparato de radio que descansaba sobre la mesa. De esta cajita brotaron una serie de pitidos modulados que cortaron la respiración a todo el mundo. Es la contraseña —explicó Amalia. La trampa del sótano se cerró de golpe. Medio centenar de hombres y mujeres astrosamente vestidos se reunieron formando apretado círculo en torno a la mesa. La contraseña terminó y siguieron unos segundos de tenso silencio. De repente, el altavoz del receptor dejó escapar un chorro de vibrantes notas musicales. Era una marcha viril y estrepitosa, alegre y arrogante; el himno del ejército redentor. La Bestia aborrecía la música. Desde que los thorbod se enseñorearan del Reino del Sol, ninguna composición musical había acariciado los oídos terrestres. Ahora, los neoyorquinos abrían sus oídos de par en par mientras los rostros daban muestras de alegre sorpresa. La marcha trepidó triunfalmente durante tres minutos y cesó con un retumbante golpe de bombo. Una voz clara y potente habló en lengua thorbod, la única permitida por la Bestia en todos su dominios. —Esta es la "Voz de la Libertad", emisión del ejército redentor dedicada a toda la raza humana. ¡Queridos hermanos nuestros! Desde el propio Reino del Sol os saludamos. Surgimos de la lejanía y el olvido, donde hemos morado anhelando este momento y nos sentimos dichosos al aseguraros que con nosotros vuelve el espíritu vengador de aquellos antepasados que un día emprendieron la penosa ruta del exilio con lágrimas en los ojos y, en los labios, la firme promesa de regresar para destruir al secular enemigo de nuestra raza. No venimos solos. Traemos con nosotros la formidable máquina bélica que


romperá vuestras cadenas. La invasión de la Tierra es inminente... Un gutural rugido de entusiasmo ahogó por unos instantes las palabras del locutor. Luego, los ojos y los oídos se abrieron de par en par a las sorprendentes nuevas que la "Voz de la Libertad" iba dejando caer en aquella choza como chorro de agua sobre un yermo fértil, sediento de lluvia... CAPITULO VIII ¡INVASIÓN...! El hombre gris era una criatura extraterrestre, corpulenta, de figura parecida a la del hombre humano, aunque fisiológicamente distinto. La Bestia no tenía corazón ni pulmones. Su sangre, blanca y fría, circulaba espontáneamente por todo el organismo absorbiendo el oxígeno vital a través de los poros de la cenicienta piel. La cabeza de estas criaturas era de horrible fealdad y aproximadamente el doble de grande que la del terrícola. Bajo una frente abombada, donde germinaban pensamientos incomprensibles para las criaturas terrestres, brillaban redondos, fríos y enormes, un par de ojos de pupila y color diverso; amarillos, rojos, azules o verdes. Debajo de los ojos tenían los hombres grises una trompetilla carnosa y movible y, finalmente, debajo de ésta, una boca redonda, horrible, armada de dos hileras de colmillos de forma triangular. Hombre gris y hombre humano eran enemigos irreconciliables. La Bestia despreciaba al terrícola. Este había demostrado ser un enemigo poco temible en la guerra y, vuelto a su condición de ser ignorante, después que se le hubo privado de todo medio de instrucción, la Bestia le había borrado de la lista de sus enemigos considerándolo indigno de ser tenido por tal. Este olímpico desdén iba a costar caro a los hombres grises en un futuro próximo, pero ellos lo ignoraban cuando el autoplaneta Valera, a los dos meses de haber cruzado la órbita de la Tierra, retornó sobre el camino andado mostrándose de nuevo ante sus sorprendidos ojos. La Bestia, que jamás había mostrado miedo alguno durante su larga lucha contra los nativos del Reino del Sol, tembló de terror a la vista de aquel planeta. En sus movimientos pausados y seguros, mientras acortaba la distancia que le separaba de la Tierra persiguiéndola a través del espacio, el desconcertante planetillo no era aquel que dos meses atrás pasara como una ráfaga ciega por las proximidades del mundo. Una inteligencia desconocida, temida ante el poder de que hacía gala, guiaba aquel planeta con tanta seguridad como si se tratara de una máquina construida por el hombre. La Bestia tembló. En algún punto remoto del espacio los hombres grises tenían o habían tenido una patria. Alguien les expulsó de ella obligándoles a emprender el largo éxodo que finalmente les conduciría al Reino del Sol y al dominio de Marte, Venus y la Tierra con todos sus satélites. A este enemigo, sólo de ellos conocido, atribuyó la Bestia la capacidad de llevar por el espacio un planeta haciéndole tomar los rumbos que dictara su capricho. Apenas los observatorios descubrieron al planeta y lo identificaron como el mismo que cruzara la órbita terrestre dos meses antes, la Bestia apresuróse en enviar una poderosa escuadra exploradora a su encuentro. La escuadra se aproximó al misterioso planeta y se detuvo a prudencial distancia. Como nada ocurriera y nada pudieran ver a través de la envoltura gaseosa que enmascaraba la faz de aquel mundo, dos pequeñas aeronaves se acercaron. Y entonces ocurrió lo que la Bestia temía. Una nube de rápidos torpedos de impulsión cohete surgió de la bruma y cayeron por sorpresa sobre las aeronaves "thorbod". Inútilmente trataron estas de esquivar al enemigo, al mismo tiempo que intentaban detenerlo con sus Rayos Zeta. Pero los Rayos Zeta en esta ocasión resultaron ineficaces. Los torpedos llegaron hasta las naves "thorbod" y las destruyeron. Aquellos aparatos, como todos los de la Flota Sideral thorbod, llevaban los cascos recubiertos de dedona, el maravilloso metal que repudiaba la fuerza de atracción de los planetas y resistía impávido los mortales "Rayos Z". Por primera vez en la historia, los hombres grises se pusieron en fuga ante sus enemigos, regresando a la Tierra para dar cuenta de su terrible experiencia. La reaparición de Valera fue el primer anuncio de la invasión que tuvieron los terrestres. En el cielo de Nueva York, el planetillo brillaba con un tamaño y un fulgor dobles que los de Venus. En las vísperas de Navidad, el propio contralmirante don Federico Aznar se presentó en Nueva York acompañado de su plana mayor. Su presencia fue acogida por los neoyorquinos como feliz augurio. El contralmirante venía a dirigir personalmente el alzamiento de Nueva York. —Sólo porque Nueva York es la capital del imperio thorbod y porque van a ocurrir aquí grandes cosas —dijo el contralmirante. Fue aquélla una noche muy agitada para todos los neoyorquinos. Las municiones fueron repartidas con profusión, así como millares de afilados cuchillos de cristal. La "Voz de la Libertad", en la que aseguraba ser su última emisión, anunció la llegada inminente para el mediodía de una formidable flota redentora que formaría una nube sobre Nueva York. Aquella noche, varios proyectiles cohete disparados desde el mar estallaron a gran altura sobre el cielo


de Nueva York. Una espesa nube de octavillas, redactadas en lengua "thorbod", invitaba a las autoridades locales "a rendir la ciudad al Ejército de Liberación que desembarcaría sobre la ciudad al mediodía de mañana". Los "thorbod" pensarían que era necesario ser estúpidos, o bien sentirse muy seguros de sí mismos, para hacer una proposición tan audaz. Los hombres grises se apresuraron a tomar sus medidas de precaución, y la primera de estas fue salir en busca del rebaño humano que vivía en los míseros arrabales. Si Nueva York era atacado por hombres humanos, la Humanidad sufriría también las consecuencias en su propia carne. La Bestia creía conocer las flaquezas del hombre y estaba segura que aquel ejército redentor se detendría ante el temor de aniquilar a la misma humanidad que se proponía redimir. La astuta Bestia caía al obrar así en la diabólica trampa preparada por los terrestres. El hombre gris ignoraba todavía que las reses que se proponía meter en su propia ciudad para tenerlas más seguras habíanse convertido en leones. Los hombres que concibieron el plan de invasión habían tenido buen cuidado en buscar para las emisiones de "La Voz de la Libertad" una onda que los thorbod no habían utilizado jamás, y la terrible confabulación que se urdía y fermentaba en los hacinamientos humanos que envolvían las ciudades thorbod no había trascendido lo más mínimo. Por primera vez la humanidad entera se apretaba en bloque para participar en una causa común. Ningún secreto compartido entre tantos millones fue tan bien guardado como el de la futura invasión. Había entre los terrícolas millares de "marranos" que colaboraban con los thorbod. La inmensa mayoría de estos "marranos" estaban también en el secreto de la invasión, pero ni uno solo de ellos osó denunciar el complot a la Bestia. Aquellos traidores aborrecían a la Bestia como cualquier otro terrestre, y al percibir en sus oídos el rumor de la sorda tempestad que se acercaba, corrieron a ponerse del lado de sus connaturales, suplicando perdón para sus anteriores crueldades. Los hombres grises actuaron con la rapidez que les caracterizaba. Apenas el suelo y los alrededores de Nueva York habían quedado cubiertos por los octavillas, cuando una numerosa tropa thorbod, provista de "backs" y armada de ametralladoras, envolvió como una nube los arrabales de su ciudad. A la brillante luz de los reflectores, los altavoces dejaron oír sus gritos ordenando a la muchedumbre que formara en ordenadas columnas. Las tropas, surcando el aire en todas direcciones, iban repartiendo latigazos aquí y allá empujando a los remisos. Bajo la cruda luz de los proyectores, hombres, mujeres y niños salían corriendo de sus chozas para formar en columna en mitad de las callejas. Veíanse centellear por todas partes el vidrio de las armaduras thorbod. Los "marranos" ponían orden en las formaciones a punta de látigo, rumiando excusas a cada golpe. En Nueva York, donde la Bestia no disponía de bastantes almacenes y subterráneos vacíos donde encerrar al cerca de medio millón de terrícolas, la humanidad fue alojada en las calles y plazas de la red urbana subterránea con gran número de centinelas de vista. La Plana Mayor revolucionaria (el contralmirante, su nieta, los oficiales y los hermanos de Davidson) vio transcurrir las horas sentada sobre el asfalto de una ancha calle subterránea. En los portales se erguían los centinelas thorbod, arma al brazo y látigo en mano, sin quitar sus redondos ojos de la inquietante multitud. Mientras Harold se mordía las uñas, presa de nerviosismo, allá en la superficie iban desarrollándose los acontecimientos según se anunciaran en el programa de invasión. A las dos de la mañana —hora de Nueva York— el autoplaneta Valera pasaba a 1.500.000 kilómetros de la Tierra. En todo el hemisferio occidental, el fantástico mundo era perfectamente visible como una nueva Luna en cuarto menguante. A esta hora le envoltura de vapores que ocultaba la superficie de Valera se disipó. Millones de lentes telescópicas, fijas en él, pudieron verle la faz y, en ésta, gran número de caparazones grises y de redondeles completamente llanos, parecidos a eras que tuvieran doce kilómetros de diámetro. Entre estos grandes circos se veían otros más pequeños. Ni una sola aeronave se mostraba a los asombrados ojos de la Bestia. La superficie de aquel globo aparecía monda y lironda como una bola de billar, sin más accidentes que los caparazones, insignificantes con relación al volumen del planeta. Pero a los cinco minutos, los ojos thorbod, pegados a sus telescopios, percibieron algún movimiento sobre la superficie del planetillo. Las grandes eras, de doce kilómetros de diámetro, separándose de la superficie de Valera y flotaron en el espacio. Eran en total 500 colosales discos de 1.000 metros de espesor que, apenas despegaron, echaron a volar a través del espacio dejando sobre la corteza de Valera otros tantos huecos. Simultáneamente, en la cara del planetillo, iluminada por el Sol y visible desde la Tierra, se abrieron a modo de pupilas. De estos negros agujeros empezaron a salir disparados como proyectiles unas esbeltas aeronaves en forma de tiburón que, entrando en formación impecable, pusieron rumbo a la Tierra en pos de los discos voladores. La Bestia presenciaba, muda de asombro, aquel constante vomitar de aeronaves. Nada menos que 800.000 tiburones pintados de rojo salieron de las entrañas de aquel globo. A continuación, brotaron por los mismos agujeros otras aeronaves en forma de esturión, más grandes que los tiburones y de color


verde. Unos 700.000 esturiones en total, y en seguida salieron unos navíos gigantescos, grises, estriados y en forma que recordaba la de las ballenas terrestres. Los hombres grises calcularon en medio millón el número de estos colosales cetáceos que, dando muestras de gran ligereza, volaron en formación cerrada hacia la Tierra. Las aeronaves de la flota redentora sumaban en total dos millones. La Armada Thorbod era, por lo menos, el doble, pero la Bestia comprendía ahora su equivocación al menospreciar la inteligencia creadora y la tenacidad de la raza humana. Aquellos dos millones de aparatos que navegaban hacia la Tierra mostraban en sus tranquilos movimientos la seguridad de quien se sabe técnicamente superior. La Bestia perdió la serenidad por primera vez desde que llegara al Reino del Sol. Tenía casi absoluta certeza de que todos sus esfuerzos para contener la ola invasora serían inútiles, y, sin embargo, lanzó su Armada contra la flota atacante. Con buen criterio, los almirantes thorbod eligieron las proximidades de la Luna para hacer frente al invasor. Temían al gigantesco Valera, tanto más cuanto que era muy poco lo que se sabía de él. En aquellos momentos todavía los almirantes thorbod confiaban en la contundencia de sus Rayos Zeta. También los buques siderales de la Bestia Gris estaban armados de torpedos de cabeza de combate nuclear. Pero al contrario que los redentores, que disponían de cuanta "dedona" necesitaron para fabricar también sus torpedos de este metal, las fuentes de dedona de los thorbod eran muy limitadas. Los torpedos thorbod estaban hechos de una delgada chapa de dedona y fueron destruidos en el espacio por los Rayos Zeta de la Armada Redentora en el largo camino que aquellos tuvieron que recorrer en el espacio antes de llegar hasta los buques enemigos. Los thorbod tenían una Flota concebida para luchar al viejo estilo. Los redentores, al contrario, habían preparado su estrategia sobre el supuesto de una lucha entre torpedos, dando por descontado que ni sus Rayos Zeta serían capaces de destruir las aeronaves thorbod, ni los thorbod podrían destruirles con sus Rayos Zeta, por mucho que hubieran mejorado esta arma. En efecto, los Rayos Zeta tuvieron en este encuentro un papel muy limitado, reducido exclusivamente al que jugaron los redentores contra los más protegidos torpedos thorbod. Los torpedos redentores se mostraron en todo muy superiores. Eran unas máquinas costosas, de 20 metros de longitud, cada una de ellas provista de un cerebro electrónico que las guiaba al blanco. Estos torpedos se movían en el espacio a tremenda velocidad, buscaban el choque con los torpedos enemigos y colisionaban con aquellos destruyéndose ambos. La guerra espacial, tal como la habían concebido los almirantes redentores, sería en el futuro una lucha de desgaste, en la que el vencedor sería aquel que pudiera poner mayor número de torpedos en el espacio. Los torpedos luchaban primero entre ellos, y sólo cuando nadie se les oponía, se dirigían definitivamente contra el buque. Los buques redentores también estaban mejor construidos que los thorbod, eran más grandes, más manejables y rápidos, cargaban mayor número de torpedos y llevaban un casco de dedona mucho más grueso. La batalla duró escasamente dos horas, tiempo que los mortíferos torpedos redentores tardaron en dar cuenta de los torpes buques de la Bestia Gris. Desde la tierra, millones de hombres grises presenciaron la catástrofe. Su orgullosa Armada había sido barrida del cielo en un abrir y cerrar de ojos. Era la mayor hecatombe de aparatos registrada en una sola batalla. La Bestia frunció sus repulsivos labios y se aprestó a la defensa de sus ciudades. En el espacio acababan de ser derrotados, pero si el ejército invasor pretendía adueñarse de la Tierra, tendría que disputársela palmo a palmo. Sus ciudades habían sido construidas a prueba de bombas atómicas, de gases y de Rayos Zeta. La flota redentora pasó a través de la nube de polvo a que fue reducida la Armada Thorbod y descendió sobre la Tierra. Momentos antes de penetrar en la atmósfera, la flota se dispersó en varias direcciones, quedando solamente un grupo central que puso rumbo a los Estados Unidos para descender sobre Nueva York. Los gigantescos "discos volantes", con su acompañamiento de destructores y cruceros, penetraron en la atmósfera terrestre, impasibles bajo la densa rama de los proyectores de Rayos Zeta del enemigo. Cuando los colosales "discos" se encontraban a mil metros sobre Nueva York, cubriendo el sol en forma de nube, se abrieron centenares de escotillas que dejaron caer continuos chorros de extrañas máquinas sobre la ciudad. Era el Ejército de invasión de los redentores, un ejército autómata totalmente hecho de dedona, algo que la Bestia Gris no tenía y contra el cual no podía luchar. Grandes esferas erizadas de cañones, extrañas máquinas que se movían sobre hileras de patas en lugar de ruedas... un original y fantástico ejército conducido por control remoto que descendía del cielo y se depositaba en tierra ordenadamente para en seguida atacar las defensas de la ciudad con una lluvia de proyectiles nucleares.


. CAPITULO IX. EL PRINCIPIO DEL FIN.

. Al escucharse en los subterráneos de Nueva York la explosión que ponía fuera de combate las defensas de superficie, los 400.000 terrestres apelotonados en las calles y plazas saltaron en pie. Los centinelas thorbod dieron muestras de inquietud mirando al techo. Luego levantaron sus látigos ordenando a la gente que se echara otra vez en el suelo. El contralmirante Aznar extrajo del bolsillo su reloj. —Falta un minuto para las doce —dijo con voz ronca —. Esa explosión debe haber sido la voladura de las defensas exteriores... Harold extrajo de entre las ropas su pistola ametralladora, desplegó el culatín e introdujo un cargador en la escotadura de la recámara. La mano le temblaba ligeramente. Escuchóse el chasquido de un látigo. Un centinela, echando espumarajos de rabia por su asquerosa boca, arremetió contra las turbas repartiendo azotes a diestra y siniestra. Diríase que se ensañaba con estos terrícolas vengando en ellos la afrenta que su raza acababa de recibir de la raza terrestre. Los neoyorquinos no pudieron contener sus nervios por más tiempo. Una docena de escuálidos brazos cogieron al thorbod por el cuello y lo sepultaron en una montaña de carne agitada por la cólera y el odio. Otro centinela vio desde un portal el ataque de que era víctima su compañero y se echó la ametralladora a la cara... Antes de que llegara a apretar el gatillo, una "Vindicadora" tableteó con rabia acribillando al thorbod. Aquellos disparos fueron como la carga de dinamita que hace saltar el dique de un pantano. Sesenta mil pistolas ametralladoras y cien mil cuchillos de cristal salieron a la luz desde los harapos donde habían permanecido ocultos. La multitud cayó como una tromba sobre los centinelas y los arrolló, desparramándose por todos los sitios. Más tarde, cuando en tiempos venideros tratara Harold de revivir los pormenores de esta cruenta lucha a través de los subterráneos de Nueva York, se sorprendería ante la confusión de sus recuerdos. Se vio entrando en un portal, saltando sobre el cadáver de un thorbod y subiendo a saltos una escalera. Tras él venían sus amigos produciendo un mugido semejante al de una marea. La Bestia, atraída por el fragor de los combates que se libraban en los pisos bajos de su ciudad, acudió rápidamente. Harold, Amalia, el contralmirante y un centenar de neoyorquinos terrícolas, todos armados de ametralladoras, encontraron al fin uno de los gigantescos ascensores que llevaban a los pisos altos. El ascensor estaba llenándose de hombres grises. Las "Vindicadoras" crepitaron, lanzando un chorro de proyectiles —algunos atómicos— dentro de la gigantesca jaula... Los hombres grises caían despedazados, y los que no habían muerto en la explosión veían caer sobre ellos una ola de enloquecidos terrestres... Los afilados cuchillos de cristal cortaban las gargantas thorbod como mantequilla... saltaban chorros de un líquido asqueroso, blanco, pegajoso y frío... el ascensor cerraba sus puertas y se ponía en marcha. Amalia Aznar se apoyaba en el brazo de Harold. Estaba blanca como papel mascado. Le daba náuseas el macabro espectáculo de aquella gran plataforma cubierta de restos de hombres grises retorciéndose convulsivamente. Los terrestres iban rematando a las Bestias a golpe de cuchillo. El odio acumulado en el corazón humano durante siglos se manifestaba de pronto como un violento tifón largamente demorado. En todas las ciudades subterráneas, la caza del hombre gris se llevaba a cabo con igual crueldad que en Nueva York. Nada era capaz de contener a los terrícolas en la suprema hora de su revancha. El ascensor se detuvo en seco. Habían llegado al piso superior. Las puertas se abrieron de golpe y los terrestres se dieron de cara con un centenar o más de bestias que iban a tomar aquel ascensor para acudir a los pisos bajos. Las dos olas de carne chocaron. Rodaron aquí y allí parejas de hombres grises y humanos unidas estrechamente en el frío abrazo de la muerte. Los cuchillos chisporroteaban bajo los focos eléctricos, la sangre roja y la sangre blanca se mezclaba en el suelo... Una barra de acero, arrancada de la plataforma del ascensor por las anteriores explosiones, fue a caer en manos de Harold. Manejando esta barra como una maza, Harold salió de la jaula machacando pelados cráneos de bestia, abriéndose paso hacia la sólida compuerta de dedona que cerraba la salida. Sus dos hermanos y el contralmirante aparecieron a su lado, luchando como fieras. El contralmirante alcanzó un cuadro de mandos y movió algunos conmutadores. El gigantesco caparazón de plomo y cemento que cubría la puerta giró sobre su eje, descubriendo una abertura por donde entró la luz del día. El contralmirante se lanzó escaleras arriba, seguido de Pedro y Carlos. Harold iba a seguirles cuando cayó en la cuenta de que hacía un buen rato que no veía a Amalia. Volvióse y vio que la pelea tocaba a su fin a favor de los terrestres. Vio también a la joven tendida en mitad de un charco de sangre. — ¡Amalia! —gritó con acento desgarrador abalanzándose sobre el cuerpo de la muchacha.


Le levantó la morena cabecita con sus manos tintas en sangre y comenzó a besar como un loco los labios yertos. Inesperadamente, Amalia abrió los ojos y le sonrió. No era suya la sangre del charco donde yacía. Harold se echó atrás enrojeciendo hasta la raíz de sus rubios y alborotados cabellos. —Creí... creí que la habían matado —balbuceó. —Cualquiera diría que le desilusiona mi resurrección —dijo ella sonriendo dulcemente. Y como él no respondiera le tendió una mano diciendo —: Vamos, ayúdeme. La cabeza me da vueltas. Harold tiró de su mano y la puso en pie. La muchacha se tentó la cabeza y señaló a la puerta. Harold le dio su brazo para que se apoyara y subieron por la escalera saliendo a una semipenumbra extraña, semejante a la de un día nublado. Harold alzó los ojos y lanzó una exclamación de júbilo. La escuadra redentora estaba inmovilizada sobre Nueva York. Unos cien mil destructores, cruceros, acorazados y discos volantes tapaban por completo el Sol dejando toda la ciudad sumida en la sombra, en estos momentos, una espesa nube de hombres enfundados en trajes voladores de cristal y armados de ametralladoras brotaba de los acorazados y los portaaviones para descender como flechas hacia la ciudad. Era la infantería del Aire del Ejército Redentor, la tropa de asalto que acudía en auxilio de los terrestres. Aquella tropa, moviéndose con rapidez y pericia, puso su planta en la superficie exterior de la metrópoli thorbod y corrió a introducirse por las aberturas que iban dejando los caparazones al girar sobre sus ejes. Harold permaneció unos minutos mirando cómo aquellas magníficas tropas descendían en masa del cielo para entrar al asalto en la capital del Imperio Thorbod. Súbitamente, una parte considerable de la Flota se elevó alejándose de la ciudad. — ¡Cómo! —exclamó Harold —. ¿Se marchan ahora? — ¿Marcharnos? —interrogó Amalia clavando sus maravillosas pupilas en las del yanqui —. ¡Nada de eso! Hemos invadido la Tierra y nadie nos expulsará de ella. La Flota no se marcha. Solamente se eleva para patrullar el espacio. Tememos que los hombres grises que residen en Marte y en Venus opten por desintegrar la atmósfera y los mares terrestres convirtiendo este planeta en un mundo muerto. ¿Comprende? Ellos son así. Lo que no pueden disfrutar lo destruyen para que no lo aprovechen otros. — ¿Cree que serían capaces de hacer eso aun a costa de las vidas de los noventa mil millones de thorbod que habitan en la Tierra? —Naturalmente. De todas formas no pueden salvar ya a esos noventa mil millones de thorbods. Pero no tema. Nuestra Flota destruirá en el espacio cualquier aeronave o proyectil dirigido que intente alcanzar la atmósfera de este planeta y hacerla estallar. Amalia irguió su gallarda figura y miró rectamente al Sol, que volvía a asomar entre las aeronaves redentoras. Bajo sus pies, la ciudad vibraba en sacudimientos bestiales, como si un volcán pretendiera abrirse paso a través de las formidables capas de plomo y cemento con que los hombres grises habían recubierto su ciudad. La lucha proseguía tenaz y encarnizada por los profundos subterráneos, donde ocho millones de hombres grises acorralados disponíanse a vender caras sus vidas. Era, con todo, el principio del fin. Harold, por primera vez en su vida, miró al horizonte pensando en el porvenir. —Señorita Aznar —murmuró —. Cuando esto acabe... ¿qué hará usted? Ella se volvió para sonreírle. —Todavía nos queda mucho por hacer. La Bestia Gris domina también en Venus, en Marte y en Ganímedes. Hemos venido al Reino del Sol para expulsar definitivamente al Hombre Gris y no nos consideraremos liberados de nuestra promesa hasta que el último thorbod expire entre nuestras manos. —Sí... ya, pero ¿y después de eso? Amalia se encogió de hombros. —Después de eso me licenciaré y procuraré ser una amante esposa y una pacífica madre. — ¿Se casará? — ¡Naturalmente que me casaré! Harold asintió y puso los ojos en el suelo. Una mano ingrávida se apoyó en su brazo. Al levantar la mirada se encontró ante las resplandecientes pupilas de Amalia Aznar. —No sea tonto, Harold —dijo la muchacha —. Sé que usted me ama... y sé también que este amor pesa sobre usted como una maldición. Sé que usted no quiere quererme, pero no puede evitarlo, ¿verdad? Lo adiviné hace tiempo. Y como me consta que usted jamás se atrevería a declararse... ¡tendré que hacerlo yo...! Le amo, Harold! En el libro del recuerdo de Harold, esta página tan trascendental de su existencia también estaría llena de borrones. Recordaba haber proferido un rugido salvaje estrechando a Amalia sobre su corazón. Recordaba el primer beso de aquellos rojos labios... y recordaba, como un telón de fondo, a un oficial redentor que descendía del cielo provisto de "back" y decía al pasar junto a ellos: —Tal vez les interese saber que la Bestia Gris acaba de solicitarnos un armisticio. Bajo sus pies iba cesando la violenta convulsión de la orgullosa metrópoli thorbod. De las innúmeras


puertas brotaban los terrestres lanzando gritos de alegría: — ¡Victoria... victoria! FIN.


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