Libro I

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Una poesĂ­a,

un cuento.


Indice Amnesia Alturas Caballero de la triste figura A Dulcinea del Toboso Fuego Tiempo de hombres Solo Azar Se busca Cuando llegue el día La cita Voy a caminar Hombres y dioses Cruzar El tres de las dos A la mujer de la calle Pasos La otra muerte Los muertos Don Quijote y su verdad Cuerpo y alma Una propuesta Como el viento Canción del Faro Estación Cementerio de gusanos Tu dueño 56 Sur Tu y yo Quiero Cuchara sucia-limpia en re menor Sangre del alma Vidas separadas El pasillo Ser hombre B-612 Una puerta A mi mano Poeta Cartas Te amo Te quiero vivir así Anochece

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de mi sangre todo el fuego que llevo adentro?

Amnesia Parece mentira pero no recuerdo ni el más apasionado de tus besos

Es extraño... ni el más apasionado ni el más dulce ni el más largo ni el más intenso

Es extraño es algo que sólo siento pero no imagino haber sido aquella tarde el que acercó sus labios para darte el primero

Parece que nunca hubiera estado entre tus brazos Parece que nunca hubiésemos juntado nuestros deseos

Ni siquiera puedo explicarlo incluso yo tampoco entiendo acaso sentí el temblor de tu roja boca sobre mi cuerpo?

Parece que nunca me hubieras besado ¿Fuiste tú o fue un sueño?

¿Fuiste tú o fue una ola la que golpeó mi alma, la que arrasó mi playa y me dejó sin puerto?

Parece mentira pero no recuerdo

Es extraño pero no recuerdo Siento unos besos arrancados que se me fueron pero no llevo beso alguno entre mis manos ni que sienta crujir tras mis zapatos ni que me cubra como un sombrero Ni siquiera uno ni un sólo beso ¿Fuiste tu o fue una ráfaga de viento la que extendió implacable más allá de los ríos

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ALTURAS ¿Cuánto más podrá durar...? Aunque eso... ¿qué importa ahora? En mi vuelo lento y suave, voy empujando la brisa. Y allá en las alturas, detrás de las inmensas rocas que sobresalen, vuelvo a verlos. No creo que me hayan divisado... mi plumaje se confunde con los pedazos de nieve, y la montaña me refugia. Ellos, en cambio, en sus camperas rojas, se distinguen vivamente del blanco eterno que los rodea... Ahora me detengo, a esperar el final. Los antebrazos y las manos apretadas arman un puente entre los dos. Creo que se romperá. Tarde o temprano no será más un puente... Se miran. El de arriba no habla. Sólo deja escapar algunas lágrimas, que bajan por su rostro quemado de sol hasta perderse en la barba mojada y sucia. El de abajo ha dicho algunas cosas para animarlo, pero ahora vuelve al silencio. Atina a mirarse la bota derecha, para ver si sigue apoyada en un pequeño escalón de piedra, que Dios ha puesto ahí para dejarlos hablar un rato... Sabe que no será por mucho tiempo. Sólo cabe esperar que se parta en pedazos, y lo deje a la suerte de un brazo tembloroso. Me impresiona verlos a miles de metros, en medio del abismo. No logro entender qué vienen a buscar acá, donde nada tienen... sólo el viento helado, la nieve, y la soledad que trae tanto silencio... Ya queda poco, puedo sentirlo. Los brazos empiezan a ceder por milímetros,... y no sé si quiero ver lo que sigue. La ropa mojada tampoco ayuda. Sus manos buscan con desesperación un pedazo de tela seca, para sujetarse, ahora más que nunca. Pero el escalón vuela hacia el abismo, y los deja a merced de los segundos que restan. Ya no hablan. Creo que una mirada lo ha dicho todo. Y el de abajo se suelta, para irse solo... Escucho el viento, con su sonido de siempre, avisándome de la tormenta que viene. Ya debo bajar a buscar el alimento para mis crías... Pero esperaré hasta no escuchar más ese llanto entrecortado que llega a mis oídos... El silencio volverá,... inevitablemente. Como en aquel tiempo..., recuerdo, en que nadie subía hasta aquí. Y todo era paz.

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Caballero de la triste figura Una vieja ilusión hecha armadura te puso en pie sobre la injusticia y fuiste a combatir a la milicia de toda la razón y la cordura, Caballero de la Triste Figura, el tibio sobrenombre te acaricia, que así quieren los hombres,con malicia, llamar a quien gobierna la locura. Yo conozco el secreto de tus dones, y la oculta razón de tu demencia discreto paladín de la inocencia y defensor de absurdas ilusiones, te nombro caballero en consecuencia sólo caballero, de los Leones.

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A Dulcinea del Toboso Tú, la sin par Dulcinea del Toboso, reina por obra de un extraño encanto, cubriendo tus miserias con el manto que puso sobre ti un extraño loco. No eres ni serás la tal doncella, ni tales tus encantos prodigiosos, ni el blando arrullo de tus claros ojos, ni el porte, ni tu talle de princesa. Que al hombre como al noble Don Quijote, enturbia su razón de la belleza el mal hechizo que obra por la fuerza del mismo Satanás y de sus cortes. Así, cual caballeros de la Mancha, tornamos el sentido en los amores y a Dulcineas ingratas nuestros dones ofrecemos, cual corderos a sus lanzas. Sosiégate, ya, endemoniada hembra! que el hombre advertido de su falta y en cada rasgo o virtud que se te exalta halla el hilo de un manto que lo ciega.

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FUEGO

Poco puedo hacer ahora, más que esperar. La cinta me aprieta la cara cada vez más, y casi no siento los ojos. El olor a sangre me marea, ...me hace perder el equilibrio. Será cuestión de minutos, espero. No puedo evitar acordarme de algunas cosas... Los primeros juegos, la maceta que rompimos aquella tarde, el dolor de mamá agonizando en su cama,... el aroma de las mañanas, y también el abuelo, que se sentaba por horas a mirarnos jugar. Y papá... siempre tan serio, tan lejano. Con el alma cortada desde que su amor se fue. Son muchas cosas... Mientras van llegando a mi memoria, oigo los pasos inevitables, marcando pesadamente el ritmo de los últimos segundos. Sólo resta esperar. Gritarle ahora, sería estúpido... y sé que lo arrastraría conmigo adonde quiera que me esté por ir. Eso no sería justo... Pero me mortifican las dudas. ¿Me reconocerá, después de todos estos años de estar separados...? ¿Logrará hacer mi voz algo en sus recuerdos...? No lo sé... el tiempo a veces se transforma, se lleva a las personas por parajes insólitos, y nos devuelve sólo sombras de quienes le entregamos... A veces, creo que preferiría la muerte... Ahora el grupo se ha parado frente a mí. Puedo percibir cada movimiento. “—Es cuestión de tiempo...”, —nos decía mamá en su lecho de muerte. “Deben saber esperar, y el perdón llegará,... tarde o temprano llegará.” Cuanta razón tuvo. Creo que llegó tarde, pero sin duda llegó... Detrás de esta vincha roja que me impide verlo, lo siento nuevamente parte mía. Muy a pesar del tiempo. Después de todo, sólo fue una guerra por esta dolida patria la que nos separó, y nos colocó en cada bando. O quizás fue más que eso... aún no lo sé. Sólo quedan algunos segundos. Siento que él es el primero de la izquierda, aunque no pueda verlo... Ahí estará, con su bayoneta lustrada y su uniforme impecable. Listo, y esperando la orden. No creo que sepa quien soy... Y si lo sabe, seguramente él también me ha perdonado. Ahora, siento que me duermo. Y ya no siento nada más.

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Tiempo de hombres Es tiempo de volver a sentir dentro del alma, de no tratar de ver con los ojos de la cara y encontrar nuestra respuesta sin ensayos de palabras. Y no te asustes, hombre, si no sientes tus entraĂąas no espante tu raciocinio la oscuridad de tu casa si descuelgas a tu Dios del altar en donde estaba. Baja de esa escalera, desanda ya esa montaĂąa, destruye el alto santuario, desciende de la tierra llana que hallarĂĄs dentro del polvo lo que en los cielos buscabas.

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Solo Como estas manos, como estos ojos como estos libros pequeños que guardo como todo el frío de todos los años Así estoy, como todo como el mar inmenso como extraño como un reloj sin tiempo, como una nube de paso como sin cielo como mil estrellas como mil estrellas que no tienen dueño Así estoy, como extraño sin patria y sin bandera como tristeza o como viento que no descansa Como una vela que no se apaga Como lo eterno después de todo Así estoy, como tristeza. Que no sorprenda, estoy solo.

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AZAR El cincuenta pasa cada vez más retrasado. Carlos ojea su reloj con impaciencia... Son las ocho menos cuarto de la mañana, y ya es seguro que llega tarde a la fábrica. Al rato, ve aparecer por la avenida la silueta despintada del micro, y nuevamente su imaginación se lo lleva por un momento. —“Quizás sea hoy...” —piensa con esperanza. Muy lejos de allí, sobre una gran mesa, los viejos fuman y beben. Ya es bastante tarde, y esperan que el siguiente agite el cubilete y juegue de una vez. Pero él se toma su tiempo, y mira a sus colegas unos instantes. —¿Ciudad...? — pregunta. —Avellaneda... en Argentina— le responde una voz detrás del enorme libro marrón. Mientras él agita con fuerza, y sonríe en silencio como quien va a hacer un gran tiro, María camina pausadamente por una vereda cercana a la vieja avenida. Va tranquila, porque esta mañana cuenta con suficiente tiempo, y duda entre tomar el cincuenta o irse directamente caminando... Es hermosa. Su cabellera azabache se confunde por momentos con el vapor denso de la mañana, esa niebla inentendible de las calles del sur,... y su andar es poco menos que un regalo para los ojos. Carlos ya viene viajando un poco entredormido en el quinto asiento del pasillo... Vuelve por un momento a sus recuerdos, y a las bromas con sus amigos sobre aquella vieja obsesión. —“... me la voy a encontrar en el micro... en el cincuenta... Estoy seguro. Y será morocha...”—les dice siempre. Los muchachos de la cuadra le siguen el juego. —Carlos... ahí viene el cincuenta... ¡ Corré...! Pero él sonríe y contesta con serenidad: —No..., no, así no tiene sentido. El encuentro tiene que ser espontáneo. No puedo andar subiéndome a todos los micros de la ciudad... Sus amigos no pueden creer que él hable en serio. Después vienen algunos chistes más, y la cuestión termina ahí. Arriba del paño verde ya están todos los dados. El más anciano se inclina y empieza la lectura: —A ver... veamos: Avellaneda... micro de la línea cincuenta, sí,... está bien... van Sara, su hijita Mariela, Juan, Ricardo y Andrés, Susana,... el chofer, y el tal Carlos... que va ya casi dormido en el quinto asiento del pasillo. Después de unos instantes de silencio, levanta la vista con tristeza y algo de resignación. —Nada...— dice en voz baja, casi para sí mismo. —¿Seguro...?— pregunta otro. —Sí... seguro... aquí no hay ninguna María. Los demás constatan. Los nombres son correctos.

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María se ha tentado repentinamente con el vestido de una vidriera a unos metros de la esquina. Le preocupa pensar que tendría que ahorrar unos cuantos meses para poder pagarlo, y mientras saca cuentas, el cincuenta se va acercando. Unos quince minutos después, Carlos está por llegar al trabajo. Muy pocas cuadras le quedan hasta la fábrica. Se levanta y camina lentamente por el pasillo, para tocar el timbre. Inspecciona tristemente con la mirada a los pasajeros, en un último intento por encontrarla, mientras el micro empieza a detenerse. Nada... Ella no está. “Esta vez tampoco será...” —piensa, sonriendo un poco de sus propios delirios. “Bueno... al menos mis amigos me siguen la corriente y hacen bromas con que algún día sucederá... Eso me ayuda,... hasta me hace pensar que puede ser cierto...” Los Dioses empiezan a bostezar. Algunos ya se han ido a dormir. El siguiente a la derecha recoge los datos y los vuelve al cubilete con una mano, mientras con la otra apaga el cigarrillo. —Esto ya me está aburriendo un poco... —dice uno de ellos terminando su whisky. —¿Ciudad...?— pregunta el que le toca tirar. —Amsterdam, en Holanda— le contesta otro, con un gran libro marrón entre las manos. Tira con fuerza. Los dados llenos de nombres, nuevamente se desparraman por el paño. —Bueno... veamos...— dice el más anciano mientras se acerca con desgano a la mesa. Y así sigue el juego, como eternamente... Carlos entra a la fábrica, sonriendo nuevamente de sus propias ocurrencias. María camina a demasiadas cuadras de allí, apurando un poco el paso, pero con una alegría muy especial. Y unos minutos después, con su hermoso vestido nuevo, entra puntualmente a trabajar.

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Se busca Mujer, buena presencia, con labios de rosas y dientes de perlas que sea suave sutil y etérea quizá como el aire quizá como estrella, Mujer con palomas sobre su cabeza y un cordón de oro hundido en la tierra, Que tenga en sus manos un ramo de menta y un ramo de rosas con espinas muertas. Que sus ojos sean como son las siestas Como el tibio sol tras la puerta abierta Y que sea madre cuando esté sin ella y que sea hija cuando vaya a verla Que no tenga piel cuando esté muy cerca Que yo pueda ver lo que nadie vea y que sea miel para que yo beba de sus pechos blancos toda su pureza Mujer... con secretos míos y evidencias nuestras que se haga trino, canto de sirena, cuando por las noches robe su inocencia y que me ame siempre aunque yo le duela porque voy a amarla hasta que me muera.

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Cuando llegue el día Cuando llegue el día que nos halle solos tristes, desencontrados, que los días sean todos que parezcan que ninguno me has amado Cuando llegue el tiempo del adiós vacío y del hola fatigado de tus besos y los míos que se mueran cual si nunca fueran dados. Cuando llegue el día toma una rosa fresca y quítale su perfume, luego, cuando esté seca, que sea el mar su última incertidumbre. Deja que el mar la trague pero no mires cuándo, dale la espalda urgente y aléjate caminando, que el que olvida es más feliz que el que siente. No quiero que digas nada, sólo vete sin hablar, pues no hay palabras consuelo en los males del amar, que el amor es silencioso en su duelo. No pidas perdón al cielo por mí y por mi cobardía en tu contra y la de Dios, tan sólo dile a la vida que yo digo que me voy.

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LA CITA La taza negra de café..., pero mirá vos, la taza negra de café... Cuánto tiempo, por Dios. Todavía la recuerdo así, nítidamente reflejada en el espejo grande de la cómoda... Le falta el platito porque creo que dos o tres días antes a mí se me había roto bajando la escalera. Nunca la pude olvidar..., justo ahí, frente al espejo del dormitorio... Tiesa, innecesaria, absurda, llevándose nuestras discusiones igualmente absurdas a su abismo negro de café frío...., bien, bien al fondo. Si casi me disgustaba que estuviera presenciándolo todo, pero qué estúpido, mirá en las cosas que pensaba. Ahora ahí la tenés, muerta, siendo testigo sólo de estos monótonos días que han pasado y pasan como en una tonta procesión, sin nadie en la casa..., con este silencio espantoso que parece que lamiera todo y se pegara a las paredes, a la alfombra sucia, a las fotos de los dos cuando todavía... Pero bueno, de todos modos ya compramos tacitas nuevas con Cecilia, asi que mejor ésta no me la llevo..., la voy a dejar, aunque mejor la saco de la cómoda y la pongo acá en el pasillo con las cajas. Lo que sí me vendría bien es el mantel blanco del living..., no creo que Doña Sofía lo necesite, y si no cualquier cosa me va a avisar, seguro, como aquella vez que me pidió las llaves de aquí para hacer copias nuevas porque la Peti las había perdido..., mirá que perder las llaves de su propia casa...., no, no, si hay que ser despistada, che, hay que ser una perdida como ella...., porque lo que es Cecilia, ahí está, siempre controlando todo al detalle, lo que hay, lo que no hay,... llena de libretitas y anotadores, y claro, así nunca nada se pierde, porque si ponés un poco de atención en lo que estás haciendo las cosas no se te pierden, no hay vuelta que darle, no se te pierden...Por suerte eso ya pasó..., con lo que me costó superarlo..., pedirme las llaves para hacer una copia, no, si es increíble, la petisa es increíble. Mirá el pasillo, mirá el pasillo,... se ve que ni lo han tocado los de la inmobiliaria. Sigue todo desordenado, tal cual el último día, las cajas de embalaje ahí contra las paredes,... no, parece que no han venido a limpiar nada estos tipos. Cada vez que subía la escalera hacía igual... así, me acuerdo, con la mano derecha primero en el pasamanos para hacer la calesita, el envión y pum..., tres escalones de un salto y arriba , eso..., y ahí nomás el cuadro éste del descanso, y las flores que ella siempre regaba. Eso sí,... ¿ves?. Eso sí,... ahí está, de sus plantas no se olvidaba nunca la Peti, si a veces hasta se le chorreaba el agua por la pared de tanto que les ponía,... porque las amaba, me acuerdo, adoraba sus plantas y las del jardín también. Parecía estar esperando la tarde para regarlas... Cómo le gustaba todo eso,... y claro, nunca se le iba a escapar la regada diaria... qué se le iba a pasar... y la verdad que tenía algo de razón en que a mí me importaban un bledo sus plantas, pobre, que yo todo el día escribiendo o leyendo mis libros, cuando la respuesta de la vida está en este aroma, tontito, o no te das cuenta, me decía, que eso es más fuerte que todos tus libros,... ja, ja,... y dale y dale otra vez con nuestra guerrita arriba de mi sillón, y de ahí a la alfombra, invariablemente a la alfombra, y besos hasta qué se yo qué hora y yo después atrasándome con las entregas al editor... La Petisa, era tremenda, ella, sus plantas y las guerritas arriba de mi sillón, ahí se cerraba todo su universo y creo que éramos felices, la verdad, porque tampoco hay que ser rencoroso y pensar que menos mal que nos separamos y todo eso que uno dice para convencerse de las cosas,... qué se yo, lo que pasa es que no andábamos bien en algunos temas, yo me ponía como muy insistente y ella quería que le diera libertad y no la asfixiara, bueno,... y todo eso que a mí me exasperaba porque si quería ser libre que no estuviera conmigo y punto, qué tanta vuelta... No como Cecilia..., que sabe encontrar su lugar y respetarme, y se da cuenta que todo lo tenemos que hacer entre los dos, precisamente porque somos éso, una pareja y no otra cosa , yo siempre le decía eso a la Peti, pero ella agarraba los almohadones y se tapaba la cabeza haciéndome burla, moviendo la cola como si fuera un perrito, en el piso, muerta de risa.

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En cambio con Cecilia todo es maduro, charlado, como debe ser, porque ya estamos bastante grandecitos para no poder ponernos de acuerdo en cosas básicas, qué sé yo, en puntos esenciales para la convivencia, en reglas que los dos respetemos de entrada... Bueno, pero mirá vos cómo termino siempre hablando sólo cuando pienso en la Peti,... decí que no hay nadie a la vista sino van a pensar que estoy medio loco... Pero qué va a haber alguien acá,... si esto está más desierto... y los de la inmobiliaria no piensan venir , parece, mirá el baño, todo sucio, pero qué tierra entra acá, por Dios, y claro, si no cierran esta ventanita que ..., a ver..., eso, listo, ahora por lo menos no se va a seguir ensuciando todo, que si no es por mí yo no sé qué hubiera sido de las limpieza de esta casa, porque era el único que se preocupaba..., qué vergüenza, mirá, ella que era la mujer no tenía la menor disposición para ordenar y limpiar, y yo siempre pendiente de esas cosas... “ Sí, claro, vos ordenás todo por fuera pero mirá tus cuentos, Pablo - me decía -... ahí tirás toda la mugre y todo el caos que tenés en la cabeza, o no...?” Y qué se yo,... viéndolo desde ahora quizá sea cierto, pero también es cierto que a ella mis cuentos le encantaban, me pedía todo el tiempo nuevas historias y las leíamos los dos tirados acá en el pasillo, qué cosa de locos, en el pasillo en vez de ir a sentarnos más cómodos abajo, donde está el living con los sillones... La Peti insistía en que fuera aquí mismo, porque le daba un toque especial que estuviéramos los dos sentados en un lugar que no es para sentarse, como tus cuentos, me decía, que siempre andan poniendo todo patas para arriba y cuestionando las cosas cotidianas, bueno, entonces hagamos honor a eso y sentémonos siempre acá a leerlos juntos, querés...? La verdad que tenía razón con eso, asi que nos poníamos aquí, al lado de la salida de la pieza y se venía todo el ritual de la lectura,... yo leía pausado, tratando de dejarla a ella asimilar cada parte del relato y la Peti nunca decía nada hasta que terminaba. Hacía una pausa, se encendía un cigarrillo (ése, la verdad, era el único cigarrillo de toda nuestra convivencia que yo realmente amaba, casi lo esperaba... los demás eran irritables y molestos, dejando toda la casa llena de olor y cenizas que para colmo se dispersaban de nada con las correntadas de aire que siempre había). Encendía el cigarrillo y se apoyaba un poco en la pared y un poco en mí, no decía nada, se iba en sus pensamientos y pitadas. Yo ahí tenía un poco de miedo, la verdad, porque pensaba que no iba a tener valor para decirme que no le gustaba o hacerme alguna crítica, pero en el fondo sabía que era sincera y que de alguna manera me iba a hacer saber si algo del cuento no le cerraba demasiado, qué se yo,... ese instante era como de entrega al verdugo, un apoyar la cabeza en la guillotina para que después viniera ella y me tomara el cuello delicadamente con las dos manos, me sacara de ahí despacio y me entregara esa sonrisa cómplice en medio del pasillo como dando a entender que en el fondo me amaba por eso, por mis cuentos, por mi facilidad para irme de allí cuando quisiera y empezar a crear personajes (los personajes son los que te crean a vos, te denuncian, me decía)... Por eso me amaba , creo yo. Bueno, pero mejor me levanto de este pasillo que ya me debo haber manchado toda la espalda, a ver,... no, menos mal, está limpia, pobre Cecilia, que siempre me lava todo sin chistar, me da lástima a veces..., por ahí estamos en casa los fines de semana y no sabemos bien qué hacer, a mí ya no se me ocurren programas, porque aparte del cine y a veces del teatro aquí ya no hay mucho por hacer, qué se yo, me da no se qué, pobre Cecilia. ¿Y si mejor el programa lo hacemos nosotros?, me decía siempre la Peti y se sacaba la remera o la camisa, porque ella sabía que me volvía loco en corpiño, me sacaba totalmente de

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mí, y entonces cualquier cosa era posible.... y no porque termináramos siempre en la cama..., a veces hacíamos cualquier cosa , no sé, jugábamos a los dados o cocinábamos, pero ella así, semidesnuda, lo cual dejaba todo patas para arriba en nuestras cabezas, y cocinar no era entonces sólo cocinar, era esperar a ver qué hacía el otro en esa situación, porque su corpiño era una especie de llave, de vía libre para el paso siguiente, era el primer peldaño de la escalera...., para dejarnos salir un poco de todo esto, sacarnos la quitina que se nos pegaba a la piel durante toda la semana y jugar con nosotros mismos hasta la noche o el amanecer. Mirá,... todo vacío el ropero..., qué van a estar los corpiños acá, qué iluso de mi parte creer que los iba a dejar, como si nada hubiera ocurrido en todo este tiempo..., aparte desde el principio de la enfermedad desaparecieron de la casa, o los habrá guardado ella en algún lado, qué se yo, seguramente para ir tapando toda esa época, lo cierto es que el pecho le dolía cada vez más, pobre, y me parece que el consejo del médico para que no usara sostén la desmoralizó como nada, a pesar de lo que yo le decía..., que no se lo tomara así, tan a la tremenda, pero claro, yo no sabía todo lo de su charla con el médico, y los días pasaban y yo me daba cuenta que algo estaba andando mal, porque la Peti nunca hacía esas cosas ni tenía esa cara..., después pasaron algunas semanas, vinieron las discusiones finales y ella que me empezaba a decir que se quería ir de esta casa, y bueno..., todo lo demás que creo nunca hablamos lo suficiente. Acá en el jardín está todo igual, las plantas secas pero todo en su lugar... El juego de hamacas y las pequeñas acequias que ella inventaba para regar mejor... un poco descuidado todo, pero casi intacto. Se ve que desde aquellos días nadie ha andado por acá. La verdad que duele todo esto, pero bueno, suerte que ya es el pasado. Ahora con Cecilia estamos con los proyectos de la casita nueva en las afueras y pienso que en unos meses más ya vamos a estar mudados... Me parece que de acá no voy a necesitar nada más, a ver..., no, solamente me queda llevarle la foto de la pared a Doña Sofía que tanto me la encargó, pobrecita la vieja, algún recuerdo quiere tener de su hija, desde hace tiempo que me viene pidiendo la foto del pasillo, yo no sé qué fijación tiene con esa foto..., pero bueno, mejor se la llevo y listo. Espero que los de la agencia vengan esta misma semana y terminen los trámites para ver si podemos vender todo de una vez... Bueno, acá está la foto, la verdad que salimos lindos los tres,... seguro que la Peti está en puntas de pie para salir a la misma altura que nosotros..., siempre hacía lo mismo. Bueno,... listo. Pensar que quizá esta sea la última vez que cruce este jardín para salir por la puerta de metal,... a la Peti cada tanto le gustaba salir por acá, me decía que yo era un rutinario porque indefectiblemente usaba la puerta de adelante... Lo que no me acuerdo bien es cuál era la llave, creo que ésta triangular,... no, no esa es de la piecita del fondo... Pero... ¿qué pasa...? ¿Y esos ruidos ? A ver... vienen de la puerta de adelante,... creo,... no sea que alguien se quiera meter...., mirá qué mala pata, justo cuando a mí se me da por venir..., pero no..., parece que no hay nadie, debe ser mi imaginación nada más... no tiene sentido, ¿quién va a ser entrando por adelante como si nada en la casa... ? No,... no creo que nadie se haya metido, se ve todo quieto desde acá, parecía un ruido como de llaves abriendo la puerta, pero debe haber sido el que estaba haciendo yo,... bueno, en fin, mejor ya me voy, que Cecilia me debe estar esperando en la casa para ir al cine... Me dijo que estuviera tipo ocho porque la película empieza nueve y veinte y entre que nos preparamos y todo,... es mejor hacer las cosas con tiempo y no llegar cuando ya empezó, porque si hay algo que la pone de mal humor a Cecilia es llegar tarde, dice que así uno pierde el argumento y después no entiende nada, que es mejor llegar temprano,... y tiene razón.

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Voy a caminar Caminaré hasta cansarme hasta que la planta de mis pies se confunda con la tierra hasta que el frío se me haga carne y el tiempo se me olvide entre la piel caminaré por el mundo mientras pueda. Visitaré las casas y los templos conoceré a los hombres y sus sueños seré un perro en una esquina y en otra seré un alma que se inclina y no detendré mi andar, si muero pues ando sin vestidos y sin cuerpo. De tanto caminar me haré sendero y sobre mí pasarán las historias pasajeras abrigaré el caminar de otras plantas y al llenarme de pisadas de las almas sentiré hasta el dolor de las estrellas sentiré hasta lo infinito de los cielos. Voy a caminar como buscando sin encontrar más de lo que quiera sabiendo que si voy amando camino en un camino de regreso, volviendo en el camino del recuerdo te encontraré al final como te viera.

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Hombres y Dioses Estaba vacío, sin Dios, con creencias vagas y sentimientos medios; amaba a Dios como se ama al mundo y al hombre sin conocerlo. Y Dios no estaba, no lo veía con los ojos del alma ni tampoco con los del cuerpo. Sólo veía iglesias y obispos, predicadores, rabinos y monjas de convento; sólo cruces o estrellas, rosarios y cadenas con medallas valiosas adornando nuestros cuerpos... Los hombres estaban y yo adorando Dioses muertos. Arranqué mi cadena, me liberé del oro y la plata y de los dioses de hierro; con mil cruces hice una hoguera, me deshice de la madera que aplastó a Jesucristo y lo arrastró por el suelo. Con las hojas de una Biblia hice una flor y sometí el papel y las palabras, les di forma de amor, como Dios hubiese querido verlos. Desapareció entonces la imagen del Dios externo,

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del dios lejano, subido en un altar o montado en una nube por el cielo Dios se hizo hombre y el hombre se hizo Dios... y lo vi dentro de los hombres muy adentro, en sus horas mĂĄs crudas, cuando sufren o se humillan, o son humildes y se olvidan, cuando rompen sus corazas, cuando bajan sus espadas y sus orgullos de acero y se dejan ver hombres, Dioses, Ăşnicos y verdaderos.

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“La realidad no existe” Andrew J. Wilkins (1746 - 1813)

CRUZAR ¿Y qué culpa tenía yo del tanguito ése, tan dulce... tan amargo, tan cadencioso y sensual en la radio del Café, que se escapaba a la calle cada vez que alguien entraba a tomar algo? ¿Qué culpa tenía,... digo yo? Pero así empiezan estas cosas para mí, casi siempre así, y de tanto percibirlas en los oídos y en la piel, ya les he empezado a perder el miedo... Cuando aspiré por última vez, alcancé a ver las brasas ardientes y agonizantes, mostrándoseme no mucho después de la nariz, avisando que ya era hora de la dura despedida. Entonces sí, tomé la colilla del cigarrillo entre los dedos, sin piedad, y traté una vez más lo de siempre, el golpe seco contra cualquier objeto que se me cruzara,... aquella vez un grueso poste de madera, creo que de la luz. Allí impactó fuertemente, y la pequeñísima batalla de la puntería estaba ganada: cientos de chispitas reventaron contra la madera, y el ínfimo cadáver blanco comenzó su triste descenso final hacia las baldosas rotas y viejas que adornaban, a su modo, la esquina del Café. Yo no pensaba dejar que ese sudor que me empapaba el cuello y la espalda le quitara placer al tremendo impacto que tantos puchos de entrenamiento me había costado. Entonces, por un momento, olvide esa molesta humedad pegajosa de media mañana (que en cualquier otra situación — yo ya me conozco bien — hubiera degenerado seguramente en una mala contestación o un mal gesto contra el primero que pasara). Y así fue cayendo la colilla, como caen todas las cosas en este previsible mundo,... pero ese derrotero hacia el abismo era mi gran victoria, y yo, el verdugo implacable, la veía con placer desplomarse sin remedio, pasando en instantes a formar parte definitiva del paisaje urbano de piedritas y tierra con pasto, que rodeaban con desgano al viejo poste de luz. Pero el tanguito me seguía desde el Café, porque todo el tiempo la gente entraba y salía, y cada vez que se abría esa puerta llegaba de nuevo a mí, bañándome de añoranzas y de miedo. Yo sabía muy bien que de algún modo se tendería el puente, y cuando eso ocurriera, estar de éste o de aquel lado sería un cruce de sensaciones raras y dolorosas, donde mis decisiones no contarían demasiado... Intentando perder de una vez esa peligrosa musiquita quise concentrarme en la colilla tan recientemente muerta, alargando un tiempo el pasado, el mínimo gozo de chispas y puntería, hasta que la melodía ciudadana abandonara el bar a mis espaldas, y me permitiera seguir tranquilo por este tan conocido y gris lado del puente. Pero fue inútil. A poco de intentarlo, pude divisar un micro acercándose a dos o tres cuadras, y entonces lo percibí con más claridad, más nítido,... casi palpable. Mi eterno puente... Así, entonces, el largo jueguito con el cigarrillo se empezaba a perder agónicamente en mi pasado, poniéndose borroso, pasajero, casi intrascendente. Y al mismo tiempo el tanguito seguía cadencioso, el micro se acercaba inapelablemente al rojo del semáforo, y el puente se extendía más generoso que nunca. Y yo seguía ahí, muerto de miedo, en un instante vano y crítico, como parado en la esquina misma del tiempo.

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Tango... tango, musiquita vana... suavecita, de radio de ciudad, que seguro estaría sonando en cada radio, pensaba yo,... en cada rinconcito de la urbe, llenando con acordes tristes miles de momentos distintos, pero tan extraña y terriblemente simultáneos. Y así, poco a poco, con los compases marcados del bandoneón y del piano, como tantas veces antes, voy sintiendo ese andar cruzando hacia el otro lado por este tiempo extraño, que se desgaja en notas oscuras, en melodías que van y vienen y que escucho cada vez más nítidamente, casi arriba mío, mezclándose con un airecito suave y fresco que ahora me empieza a bañar la nuca deliciosamente. Casi como desde siempre, voy acompañando la musiquita con el zapato derecho, delicadamente, entregándome a los encantos de la orquesta y garabateando en mi cuaderno, sintiendo bajar la melodía hasta mí desde atrás o desde arriba, ya no lo sé bien, con esa brisa fresca que hace tan agradables estos viajes de media mañana... Y lentamente voy viendo cómo la ciudad sigue andando, sigue desovillándose en su tiempo, en sus típicos personajes, imágenes urbanas que me invaden por todos lados, ayudadas por ese tanguito insistente que me regala la radio,... múltiples sensaciones que se mezclan en mí todo el tiempo, raramente, de un modo caótico,... como esos agentes de policías con sus perros caminando por la plaza, o como la señora barriendo la vereda y conversando con el diariero, o quizás como el tipo aquél, parado en la esquina del Café, que acaba de tirar su cigarrillo contra el poste de luz y lo mira caer al piso,... un poco ido en sus pensamientos, meditando vaya a saber sobre qué cosas de la vida, mientras nuestro micro espera con paciencia el semáforo rojo, y yo sigo anotando en mi cuaderno estas sensaciones ciudadanas, todo con el suavecito fondo de tango que me llega por la radio, y ese aire fresco que tanto disfruto desde mi butaca durante estos viajes,... mientras la gente a espaldas del tipo, casi permanentemente entra y sale del Café.

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El tres de las dos La calle bosteza su sueño, se duerme el viento en un árbol, arrulla paciente la Luna, las estrellas y los astros. Espías secretos de noche cautos se mueven los gatos entre ramas silenciosas, entre acequias y canastos Una musiquilla vana se eleva con cíclico canto, de frac amarillo y negro, es la orquesta de semáforos que inocentes van en ayuda con sus soles fabricados a pintar la noche oscura pues el sol está cansado. Son las dos de la mañana en un día de trabajo, parece que no hay un alma que no suba los peldaños de la escalera que lleva a Morfeo los encantos. Entonces se corta el silencio, como la piedra en el lago, la calma perturban las ondas de un motor distante y vago. El tres de las dos, el tres es el último contacto!

Tras de sí se cierra el puente y hay que volver caminando. Ansiosos sus pasajeros quien sabe qué van pensando... tal vez mañana la vida renueve su calendario sentado en aquella esquina canta bajito un borracho; por robar un beso el novio quiso quedarse un rato, dos amigos de la infancia se funden en un abrazo; los impasivos de siempre, mirando de tanto en tanto el reloj que pareciera confundirse con sus manos. Todos los personajes de esta escena de teatro, montando sus ilusiones todas al mismo caballo, calesita irrenunciable a la noria vueltas dando. Aquellas tristísimas sombras que no han podido tomarlo ya vuelven, milicia errante, ya se vuelven caminando.

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A la mujer de la calle La noche, como dibujada, se sintetiza en una esquina de rasgos pálidos, tenues, paleta muda, infinita, de cien colores opacos de mil pequeñas poesías. La honda obsecuencia de un muro, la tímida voz de una tiza, inmóvil, tiesa, enmarcada, breve historia de la vida. Se yergue profunda y ausente, estéril campo de brisas, quien sabe adónde, guardada huye fugaz su sonrisa. Un montón de cosas superfluas un umbral de ilusión consternida qué de ansiedad pasajera! qué de pasión fugitiva! Grotesca inocencia del cielo cuán triste se ve desde arriba! ya pasan lascivos ladrones, ya roban su alma de niña... Desnuda vuelve a su puesto bañada de luna y sombría, la oyen llegar las baldosas, sus tacos altos se afirman, el viento pregunta la hora, la hora en su celda vacía. Otra vez colores inciertos, su tibio cuerpo se enfría, ,mar de mediocres pasiones, breve historia de la vida.

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PASOS Desde hace más de media hora que me siguen en silencio, y si no hago algo rápido todo esto va a terminar mal... muy mal, estoy segura, tal cual le pasó a la pobre tía Liliana aquella vez en el campo con ese puestero borracho..., Don Mario, aunque sé bien que aquel lejano recuerdo es por ahora sólo una escapatoria para lograr olvidarme de ellos, que siguen ahí, exactamente media cuadra detrás mío, con una paciencia como de lobos hambrientos, y yo recién tomando conciencia de mi falda negra con este tajo al costado, notando también que la tarde ya no es más tarde, es noche que se acerca apurada, imprevista, y todo entonces empieza a cerrarse herméticamente, a una velocidad espantosa: los negocios, los subtes, las puertas de las casas, los edificios... y poco a poco me voy deteniendo en una esquina para que parezca al menos por un rato que nada de esto me importa, y así dejarlos pasar de largo..., porque no sé, quizás sea sólo una fantasía mía, y los pobres tipos no quieran hacerme nada, ...aunque ahora lo pienso mejor... y decido ponerme lentamente a caminar otra vez, como si nada ocurriera,... pero más nerviosa, porque sé que ese tiempo que me detuve ellos lo aprovecharán concienzudamente, me harán notar que no están jugando a las escondidas..., seguro, si hasta me imagino sus manos mugrientas tirándome de la ropa, ...no lo sé, no quiero saberlo..., trato de pensar en cualquier cosa que no sea esta carrera solitaria y demencial, pero en el fondo sé bien que es inútil, porque tarde o temprano van a llegar, porque caminan mucho más rápido, porque siendo mujer y en esta zona soy una presa fácil, aunque tal vez sólo quieran robarme y nada más, quizás no se quieran aprovechar como yo creo..., la verdad no sé..., sigo caminando rápidamente, doblando tantas esquinas como puedo,... pero claro, no hay caso, son sabuesos implacables, ahí están, a media cuadra, si hasta se me ocurre que me siguen por el olfato,... ya no sé qué pensar, ni que habrá pensado la tía Liliana cuando Don Mario finalmente se le tiró encima aquella tarde, qué desastre, qué experiencia espantosa, pobrecita, como para no hacer una amnesia y negarlo todo desde el principio..., como para no venirse a vivir aquí a la ciudad al año siguiente,... la tía Liliana, pobre, tan confiada en que esas cosas nunca le pasarían acá, y miráme a mí, muerta de miedo, a casi treinta años de esa tarde en el campo, recordándolo todo,... convenciéndome quizás de lo que tanto me dicen en el internado, esa historia de que mi verdadero nombre es Liliana y de que me deje de fingir con otras cosas,... bueno, y todo lo demás que siempre me dicen ahí..., pero que a mí nunca me convenció, la verdad, porque yo sé muy bien que soy Laura, que siempre fui Laura y que ese viejo borracho nunca me tocó,... mientras estos tipos siguen ahí, siempre a media cuadra, caminando en sus trajes blancos y con esa maldita ambulancia siguiéndolos a paso de hombre, como siempre, esperando agarrarme de nuevo para llevarme allá, otra vez a mi pieza gris, a los mil pasillos vacíos, para empezar de nuevo con la historia ésa,... aunque no sé..., a veces me da miedo pensar que si siguen así de insistentes, tarde o temprano me van a terminar por convencer.

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La otra muerte

Esta, la de la vida, la que prescinde de luctuosos discursos, la que no tiene féretro ni entierro, la que no separa a los hombres en dos mundos, la que se vive al mismo ritmo fatal de los muertos. La de un millón de amaneceres vacíos, la de un mar sin horizonte, un mar con tormentas atroces o agudas calmas que te llevan al hastío. La del frío, la de la noche, la de la luna sola, la de las hadas dormidas en los cuentos, la de los hombres y mujeres iguales, la de hombres y mujeres transcurriendo. Esta, la de este lápiz, la de esta absurda necesidad de amarte, la de búsquedas perdidas, sin encuentros... Esta, la de la vida de los que debieron marcharse y no se fueron.

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LOS MUERTOS —A mí esto ya me tiene un poco harta... — me confesó, acomodándose los tirantes del vestido rojo, y sentada sobre el parquet. No le contesté nada, porque supuse que tendría razón... Una lágrima empezó entonces a deslizarse por su perfil, y para no incomodarla, rápidamente me puse a hablar con el viejo de la izquierda. —¿Y usted...?— le pregunté en tono de confianza. —... bueno... no sé, para mi esto no es tan molesto —me dijo—, pero después de muchas veces, es cierto que te empezás a cansar... y no te digo nada si perdés... eso es espantoso... Aquella era mi primera vez, y tenía algo de miedo por lo que me habían estado relatando los más viejos. Pero pese a todo, allí estábamos: miles de pequeños personajes sentados contra la pared de un salón enorme. Recuerdo el hermoso piso de parquet... estaba tan bien lustrado que el reflejo duplicaba nuestras imágenes todo el tiempo... De a ratos aparecía El Guía, allá, en lo alto de la mesa, y gritaba para toda la sala los títulos de los cuentos... Se levantaban entonces grupos enteros con sus disfraces, y con cierta resignación caminaban hacia el lujoso escritorio de roble viejo, adonde esperaba silencioso el jurado. Algunos personajes marchaban confiados, quizás porque en eventos anteriores habían tenido buenos resultados. Otros, en cambio, iban un poco resentidos, o quizás desanimados... Es difícil describir bien ese aquelarre interminable que iba y venía todo el tiempo de la mesa al parquet... Tampoco me explicaba muy bien la diferencia enorme de tamaño entre ellos y nosotros (para mí no tenía razón de ser, porque de todos modos los del jurado no podían vernos ni oírnos), pero me fui acostumbrando poco a poco a las inmensas patas de la mesa, y a nuestras ínfimas dimensiones. Era una procesión permanente, casi exhausta: grupos que iban y venían con caballos, armas, vestimentas y adornos de todo tipo, mientras nosotros esperábamos con ansiedad el llamado. Recuerdo también que alcancé a hablar con dos o tres personajes más en la sala, pero poco a poco fui notando que había un clima como de recelo, o de cierta competencia, y decidí volver en silencio a mi lugar. Pasados unos minutos, la bailarina española de al lado mío repentinamente se puso de pie: —“¡Yo siempre te amaré...!” —gritó en un tono chillón y burlesco, haciendo muecas con la cara, y moviendo nerviosamente la cadera y los brazos para los dos lados, como si fuera una marioneta. Todos rieron mucho en el salón (sobre todo los más antiguos), y la aplaudieron con ganas. Alguien le ofreció entonces un whisky, pero ya no había tiempo... Inmediatamente se dirigió a la mesa, liderando a su grupo de personajes, y empezaron a trepar por la gigantesca pata hasta llegar a la pila de carpetas. Una vez allí, ella saludó moviéndose otra vez como un títere: todos la vitorearon ruidosamente, agitando sombreros, gritando y silbando. —Es incontrolable,... y muy popular —me dijo con cierta admiración el viejo de mi izquierda, mientras se ponía un yelmo oxidado en la cabeza — ...lleva muchos años en esto, creo que cuarenta. Imagináte... ya todos la conocen. —¿Cuarenta años repitiendo solamente eso de “...yo siempre te amaré?...”

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—...cuarenta años... ¿Es increíble, no? —dijo casi para sí mismo. —Por Dios... qué aburrimiento... —No te lamentes tanto por ella..., a vos también va a llegarte ese cansancio, tarde o temprano. Y no importa demasiado lo que te toque decir... —...sí, claro— alcancé a agregar, mientras él lentamente subía a su caballo. Hizo un silencio largo y se volvió a mirarme, con ojos tristes. Sentí que estaba por hacerme una confesión, o por decirme algo importante. —Lo peor es perder, porque simplemente no sabés qué hacer con tu vida... —balbuceó con la voz entrecortada— ...Es terrible... Es como si nada tuviera sentido..., no sé. Por eso ella se burla siempre de su propio texto, que es tan ridículo,... tan cursi. Nunca han ganado nada... ¿entendés? —Ah... claro... Me sentí un idiota por no haber observado todo eso antes, y esperar a que él me lo tuviera que explicar. —Chau,... y suerte. Ya es nuestro turno... Ah... y bienvenido— dijo un poco con cara de tragedia. No supe si agradecerle o no, y me quedé mirándolo en silencio. Poco a poco se fue perdiendo con su caballo negro entre las tumultuosas filas de ida y vuelta: ya eran miles los personajes que engrosaban el camino hacia la mesa. —Por Dios, cada vez son más...— comenté en voz alta, y con cierta inocencia. —Y claro... —me contestó uno, sentado más allá—, pensá que ya se está haciendo de noche, y los del jurado quieren terminar esto cuanto antes. —Sí... la verdad... —dije, por decir algo. —No... la verdad nada— me replicó otro, bastante enojado—. Su cansancio no tiene por que influir en el veredicto... Si no, estamos todos a la deriva... entregados al capricho de ellos... a sus ganas de leer... y a la hora que marquen los relojes... ¿o no te das cuenta? Me molestó un poco que me hablara así. Sólo atiné a asentir con la cabeza, pero al rato, reflexionando, le encontré algo de razón: no debía ser muy agradable que justamente cuando llega tu turno los miembros del jurado empiecen a bostezar y te hagan pasar rápido, quizás porque querer irse a cenar... Estaba pensando en eso, cuando El Guía apareció de nuevo y gritó con mucha fuerza desde arriba: —“Los muertos” ...”Los muertos”... Sentí un escalofrío en la espalda que no voy a olvidar más: por fin nos había llegado el turno. Ninguno tenía experiencia previa entre nosotros, así que nos fuimos agrupando casi instintivamente... De a poco empezamos a enfilar hacia la mesa, como habíamos visto que hacían todos. Era increíble el carrusel de personajes que volvían, la mayoría tristes y desilusionados. En medio de ese tumulto sentí nuevamente su voz inconfundible: —¡Yo siempre te amaré...!— dijo suavemente, pero en el mismo tono de burla que hacía un rato. Me di vuelta, y allí estaba: mirándome con una sonrisa triste, en silencio, como queriendo darme fuerzas en mi primera experiencia.

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—Suerte— me susurró al oído, y siguió caminando lentamente, metida en su vestido rojo de bailarina española. No me dio tiempo a contestarle nada. Me quedé paralizado por su rostro demacrado, y empecé a prever lo que pasaría si no éramos seleccionados alguna vez. —Vamos, vamos— me empujó suavemente el viejito que trabajaba en mi cuento—, vos tené confianza,... la trama nuestra es buena... ya vas a ver... —Eso espero— le contesté amargamente. La caminata duró unos veinte minutos. Llegamos a la pata de la mesa y empezamos a subir. Una vez arriba, nos fuimos metiendo prolijamente entre las carpetas, como nos indicaba El Guía, y allí permanecimos, hasta la lectura final. Pasó un rato bastante largo. —Leé éste...— comentó entusiasmada una de las viejas, sacándose los anteojos y acercándole nuestro cuento al de su derecha. Cuando el tipo lo terminó, hizo un gesto como de sorpresa, o quizás de simpatía. —La verdad...— reflexionó en tono de broma, como en complicidad con ella—, ...cómo deben sufrir los pobres personajes esperando nuestro veredicto... debe ser angustiante. Rieron juntos por la ocurrencia del autor, y el tipo puso el manuscrito en una pila muy corta que tenía al lado suyo. —“Los muertos” —le dictó la vieja. Él lo anotó en una lista y continuó con otros cuentos. Lo último que recuerdo es la inmensa muchedumbre de personajes sobre el parquet, algunos sentados, otros recién llegando, y otros abandonando tristemente la sala. Alcancé a verla a ella, con su vestido rojo, sola contra la pared y bebiendo lentamente un whisky. Jamás volví a encontrármelos, ...claro. Ahora estamos en el taller de una editorial, y vaya a saber qué será de nosotros en el futuro... No sé... a veces tengo esperanzas de encontrarla en algún otro concurso de cuentos... Estaba tan linda con su vestido rojo de bailarina española, con sus ojos cansados, su expresión triste, casi riéndose de sí misma y de su estúpido destino... Nunca podré olvidarla, estoy seguro. Nunca... Y mucho menos aquí, eternamente metido en “Los muertos”. Desgajando una y otra vez esta historia de personajes que esperan con angustia el llamado irreversible. Sentados todos en fila, sobre el parquet del salón.

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Don Quijote y su verdad ¡Qué tonto fue Don Quijote! entre molinos de sal quiso matar la muerte con su espada de cristal. Corcel de invisible porte, montado en ese ideal a dónde fuera, inocente, con molinos a luchar. Niño de grandes facciones, ojuelos de soledad, entre el cielo su celeste tibia y aguda verdad. Desafiantes van sus soles, capitán del viejo mar, ante el trémulo imponente de la absurda realidad. Las nubes, blancas, se esconden Sancho perdido está; el caballero valiente hundió su espada a matar. Los brazos del monstruo informe atraparon sin piedad aquella lanza de fiebre latiendo en la humanidad. Topara en el muro enorme imposible de franquear, el que separa a las gentes el mundo de aquí y allá Mientras se ríen las flores de su triste ingenuidad Dulcinea, ¡tan ausente ! Dulcinea, ¿dónde estás?

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Cuerpo y alma Si pudiera separarme de mi cuerpo si pudiera convertirme en todo alma yo podría amarte, libre, como aman el Amor Universal los hombres muertos Si pudiera yo enterrarme en el silencio si pudiera hundir mis ojos en la nada yo podría como un ave abrir mis alas y volar, y hacer mi nido entre tus sueños Pero soy un hombre y libro la batalla de ser un cuerpo y un alma al mismo tiempo, ser amor, paciente y fértil, como el agua, ser pasión, voraz y ardiente, como el fuego, y mi cuerpo y mi alma se desmayan y se abrazan fuertemente en un "TE QUIERO".

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UNA PROPUESTA Era de noche, y llovía bastante. —¿No le parece, ...al menos, más sensato?— insistí, ya para cerrar la charla. Creo que sintió vergüenza, o quizás cansancio. Miró nuevamente por la ventana empañada, y se perdió en el paisaje oscuro de esa Praga de fines de abril. No me contestó nada. —Mejor esperemos a que él venga... —me dijo al rato, sin dejar de mirar hacia afuera. Se acariciaba la barba nerviosamente, esperando que el Caballero llegara a salvarlo de la situación, y con la otra mano tamborileaba sobre la mesa. Por un momento me pareció estar presionándolo demasiado, y haberme excedido en mi manía de lograr que las cosas se hicieran bien. Llegué a recriminarme por haber pedido semejante cita, y recordé entonces a mi esposa, harta de mis consejos, de mi eterno perfeccionismo. Pensé por un momento en decirle al Viejo que ya no se afligiera, que sólo había sido mi opinión y nada más, pero cuando estuve a punto de hacerlo, apareció el Caballero. Enfundado en su sobretodo negro, entró al bar. Se sentó a la mesa y pidió un whisky doble. Tenía la cara blanca de frío, y se lo notaba algo cansado. Se me ocurrió que el trato entre ellos sería distante, o quizás hostil. Mantuve un discreto silencio, pero ambos me sorprendieron: —¿Cómo ha estado...?— preguntó el Caballero, con una leve sonrisa, mientras se quitaba el sobretodo y la bufanda. —Bien...— contestó el Viejo, sonriendo. —Disculpe..., encantado— dijo luego, mirándome, y estirando su mano derecha, todavía helada. Creo que me hubiera dado miedo saludarlo en alguna otra ocasión, pero estábamos tan cómodos los tres en ese cafecito de Praga, con la chimenea cerca y esa musiquita de fondo... que no tuve problemas. Le estreché la mano y me acomodé mejor en la silla, porque hasta ese momento había estado algo tenso. Era una situación bastante rara para mí. —Y... ¿cómo andan tus cosas...?— preguntó el Viejo, con algo de ironía. —Bien... bien— contestó el Caballero mientras sacaba un largo cigarrillo del saco — imaginesé... cada vez tengo más gente... La carcajada fue instantánea. Reímos con muchas ganas, y recuerdo haberme sentido un privilegiado al poder integrar semejante reunión. —Vos siempre tan elegante...— comentó el Viejo, mientras le miraba un prendedor plateado que llevaba en el saco. El Caballero sonrió. Ceremoniosamente encendió el cigarrillo, y poco a poco el color le volvió a la cara. El bar seguía casi vacío: sólo un par de matrimonios, cerca de la puerta, y los dos mozos, charlando en el mostrador con el dueño del lugar.

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—Pensé que sería bueno vernos cada tanto...— dijo el Viejo, como justificándose por haber organizado esa reunión en pleno invierno. —Mejor tome el café, que se le va a enfriar...— contestó el Caballero con tranquilidad. Luego, se volvió a mirarme. —Bueno... mi amigo... ¿cómo es todo este asunto? Sentí nervios, pero decidí ser concreto porque sabía muy bien que no iba a tener otra oportunidad igual. —Me parece que esto ya no tiene sentido... Usted sabe,... todo esto del bien y el mal...— le dije mientras jugueteaba con la tapa del whisky. Inmediatamente miré hacia afuera, intentando que me siguiera con la mirada, observara las personas que caminaban por la calle, y así se diera cuenta de qué le estaba hablando. Noté entonces que el clima cambiaba un poco en la mesa. No dijo nada, y tomó su vaso, lleno hasta la mitad... Después de un largo trago, miró al Viejo. —¿A usted qué le parece...?— lo inquirió seriamente. —Mirá...— contestó, sin dejar de observar las gotas de la ventana— ...algo de razón tiene. Todo esto está muy gastado... No hablamos más por unos cinco minutos, porque no había nada que aclarar: los tres sabíamos perfectamente cuál era el centro del problema. El Viejo finalmente rompió el silencio, que ya se estaba tornando algo incómodo. —Bueno... tomemos una decisión. Él ya se tiene que volver al velorio, que está a una cuadras de acá— dijo señalándome. Noté una mirada cómplice entre los dos, como de que ya estaba todo arreglado, o algo así,... y me sentí muy mal. Agarré entonces el llavero de al lado del cenicero, como para irme... —No sería buen negocio...— me dijo el Caballero tomándome el brazo, y como enseñándome algo obvio— ...usted tiene que entender, ya está todo armado así. Imagínese empezar desde el principio... Es una inversión monstruosa,... ni se lo imagina. Miré al viejo, como buscando su confirmación, pero seguía perdido en las frías calles de la ciudad, con una expresión triste, como de batalla perdida. —Él también tiene algo de razón...— me dijo entonces sin siquiera mirarme— ...habría que empezar todo de nuevo... y la verdad es que yo ya estoy un poco cansado. Lo noté mal, como con ganas de terminar la charla... y no insistí. Por supuesto, no tenía ningún sentido discutir con ellos. —Bueno...— dije un poco molesto, y convencido de haber estado perdiendo el tiempo— ...ya tengo que irme. El Caballero se levantó de inmediato, y fue a pagar al mostrador, dejándonos solos un momento. Noté en el Viejo cierta vergüenza.

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—Está bien... está bien...— le dije palmeándole la espalda, para tratar de reanimarlo— ...era sólo una propuesta. No es para que lo tome así, tampoco... Caminamos los tres en silencio. Unos minutos más tarde, llegamos a la puerta de mi casa. Había mucha gente. La carroza fúnebre recién se metía en el puente, y los choferes bajaban para ir a buscarme. —Justo...— comenté, mientras los saludaba— ...ya me están por llevar. Me miraron sin decir nada, como esperando a que entrara para poder irse de una vez. —Es una buena idea, de todos modos— me dijo el Viejo a modo de epílogo de nuestra charla, o quizás como consuelo. Entré a la sala donde me velaban, segundos antes de que cerraran el cajón. —Siempre queriendo hacer las cosas bien,... siempre con sus propuestas alocadas— repetía llorando mi esposa, abrazada a unas tías que la acompañaban. Observé por la ventana: todavía permanecían allí parados, charlando. Por un momento creí que esperaban para ver salir el féretro, pero un instante después se saludaron para irse. El Caballero se enfundó bien en su sobretodo, palmeó cariñosamente al Viejo en la espalda, y se fue caminando para el lado del Puente del Rey Carlos. El Viejo, apoyado en un farol, y sin dejar de tocarse la barba, lo vio marcharse. Sentí un poco de lástima por él. Al rato empezó a caminar, cansadamente. No exactamente adónde iba... Creo que hacia la parte de la Ciudad Vieja.

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Como el viento La frescura del viento y la presteza del tiempo...

el tiempo es silencioso pero intriga los momentos, se agazapa,como un gato, esperando,al acecho del paso de un hombre joven para convertirlo en viejo. mostrandole sus miserias con la risa del espejo. encerrado en sus santuarios de agujas y minuteros con numeros misteriosos y tan frios como el hielo

como el ave y la maquina, como el cielo y el infierno, como la risa y el dolor, como el olvido y el recuerdo ambos dominan la tierra y se hacen due_ÂĽâ€œos del cielo ambos degradan la piedra y lo terreno;

el tiempo mueve a la tierra y en su devenir siniestro devora las ilusiones y vomita sus tormentos vistiendose de huracan contra ese vil movimiento

el viento con sus mil alas y su incontenible deseo de arrancar a todo el mundo de los dominios del tiempo. ambos viven en el aire y apoyan su pie en el suelo;

el viento detiene el andar absurdo y loco del tiempo y destruye sus santuarios y profana sus preceptos y se hace rey a si mismo sin vasallos y sin siervos hace libres a los hombres, refresca sus pensamientos despeina al engominado, quita importantes sombreros y canta cuando las aves se silencian por el miedo;

el tiempo,almidonando, con sus relojes modernos y su camisa de nubes manchandosele de negro. el viento robandose los hollines de los techos, zambullendose en el mar y volviendo limpio al cielo. el uno es mas temible como un soldado de hierro que pisotea las flores y los frutos de este huerto.

como el viento,que es brisa y tornado al mismo tiempo. como el viento soy y he de serlo como el mar,la fragancia y el deseo

el otro hace sus ramos de naranjo y limonero, como un poeta sin manos enamorando al sereno.

como la luz, como el sol, como el viento...

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Canción del Faro A la tierra vamos de los sueños en nuestras barcas llevamos mil empeños hemos luchado tanto! y lo seguimos haciendo Es el mar oscuro es la noche cerrada es un cielo sin estrellas y un ilusorio punto, una playa soñamos nuestra tierra ...A la tierra vamos de los sueños... Hay un inmenso faro, lo sabemos por ese horizonte extraño que no vemos, una luz será un milagro esa senda seguiremos ...en nuestras barcas llevamos mil empeños... No dejes que se nos pierdan que este mar de realidad voraz se quiere tragar nuestra empresa y el hacernos naufragar es su meta ... hemos luchado tanto y lo seguimos haciendo... Soñador, hermano enciéndenos un destello cuando tú estés soñando se enciende el faro y lo vemos y cantamos contra el viento: A la tierra vamos de los sueños...!

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ESTACIÓN Los caños viejos que sostenían el techo - ya negro de tanto humo - me arrancaron una sensación muy triste, como de batalla perdida. No sé por qué insistí otra vez con aquello de la piedad por las cosas..., era algo recurrente que me invadía cuando tomaba contacto con algún objeto herrumbrado o vencido. Para colmo la tarde ya tornaba en crepúsculo, y de eso a la melancolía había un solo paso. Las estaciones inglesas siempre me produjeron gran respeto, más que nada sus relojes señoriales, tan ayudados por la vasta tradición de la puntualidad sajona... Nada me indicaría mejor la hora que ellos, así estuvieran en un pequeño paraje en medio de la montaña argentina... sin nadie que controlara su funcionamiento ni su fidelidad: eran relojes ingleses, y ahí terminaba toda discusión para mí. Siete y cuarenta y dos, exactamente. Ni siquiera me traicioné con el reloj de cadena que me había regalado mi abuela. La antedicha admiración me bastó para aceptar fatalmente esa hora, y me dediqué entonces a disfrutar el romance del sol con las montañas. Sentí que ya estarían cansados de nosotros los humanos, que esa costumbre suya de atardecer era ya tan milenaria que sólo esperaban vernos partir como alguna vez sucedió con los dinosaurios. Me supe nada ante tanta inmortalidad, y ni siquiera la compañía de tres o cuatro personajes - esperando como yo el tren - me hizo poner mejor. "No hemos hecho nada bien..., hemos desperdiciado casi todo durante la existencia, y ellos nos darán un justo final", pensé mientras la noche se empezaba a adueñar de lo poco que quedaba de luz... Pocas veces mi temor a la naturaleza había llegado a tanto. Desde chico experimenté una enorme sensación de deuda con todo lo que me rodeaba, y sufría en exceso cuando me enteraba de cualquier abuso hacia un animal o una planta. Por eso descartaba la venganza final, la justicia divina contra tanta desidia de los hombres... Con el tiempo aprendí a controlarme y a darle en verdad su justa medida a esa obsesión. Pero aquella tarde en la estación de la montaña eso volvió a mí con la intensidad propia de las cosas de la infancia, donde todo es demasiado importante y decisivo. De algún modo intuí que yo también debería pagar mi parte de la deuda. El otoño era intenso, casi rabioso. Todo colaboraba para formar un paisaje bellísimo, que se me ocurrió tan irrepetible como cada hombre. Crucé las piernas con desgano y desistí una vez más de seguir con la lectura de un viejo libro de cuentos, aprestándome a percibir con todos mis sentidos la proximidad de la locomotora. El horario indicaba que en poco más de media hora estaríamos frente a su imponente figura, y en todo caso imaginármela avanzando en medio de la precordillera me devolvió algo de confianza respecto de los hombres... Crear semejante máquina de la nada misma era realmente meritorio, eso era irreversible en mi análisis. Pero cómo compensar esa habilidad y esa inteligencia para sobrevivir con la destrucción, el daño y la insensibilidad que en todo habíamos mostrado durante la historia... El resultado final era el mismo. Por más excepciones que encontrara en favor de la humanidad, la naturaleza tenía ya sobradas razones para terminar con nosotros de una vez. La máquina no llegaba, y el minutero se acercaba acompasadamente a su lugar de destino. Tomé mi maleta con la mano derecha para disfrutar en la palma el cuero de su manija, sin moverme de donde estaba, y sentí algo de sueño. Noté cómo moriría cualquier chance de atardecer en unos pocos segundos. El viaje no era de lo más común, es cierto. Debía tomar el tren en medio de las montañas para viajar hacia un poblado más grande del otro lado de la cordillera, y por momentos temía que la máquina no se detuviera en aquella pequeña estación. Mi buen amigo el doctor Demario me acercó hasta el lugar y tanto insistí en que no se quedaran a acompañarme junto a su esposa, que aceptaron volver a casa antes de que comenzara a anochecer. Logré ser diplomático y educado y

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pasé por encima de las férreas costumbres de la pareja. Me desesperaba la idea de tener que hacerlos quedar allí hasta que apareciera la locomotora, más sabiendo que su viaje de vuelta sería duro: el doctor no estaba bien de la vista y doña María no sabía conducir el viejo Ford. Los convencí que me dejaran, pero no dejó de sorprenderme su afirmativa. Por otro lado - es cierto mi necesidad de soledad había quedado insatisfecha durante diez días de permanentes atenciones en la cabaña del doctor, tanto de su parte como de su familia y sirvientes. Ellos me tenían por un amigo de la familia aparte de ser un viejo paciente, y debo reconocer que me hicieron olvidar las dolencias durante la estadía. Pero quería al menos esos minutos de tranquilidad solitaria antes de tener que compartir forzadas amabilidades con los demás pasajeros. Jamás hubiera imaginado este desenlace. Lo cierto es que la primera sospecha la tuve en una especie de atmósfera extraña que había en el ambiente. No hice nada, pero me recliné en el asiento para observar más detenidamente a quienes serían mis ocasionales compañeros de viaje. Una señora muy anciana, una niña de unos diez años y tres hombres como de mi edad... Si bien en una rápida vista no parecían tener nada fuera de lo común, me llamó la atención que a ninguno de ellos- ni siquiera a la pequeña - se quedaran a despedirlos. La madre de la chica estuvo sólo unos minutos con ella. Me pareció exagerada la manera en que lloraba esa señora, y sospeché alguna tragedia familiar. Le arregló insistentemente el vestido y el pelo rubio y se fue. Los hombres parecían haber llegado solos, y la viejita apenas si podía moverse sola, de modo que era extraño que nadie la hubiera llevado hasta allí o se quedara a ayudarla. El tren no llegaba. Por un momento intuí que los demás sabían algo que yo desconocía, y eso me incomodó. La niña estaba sentada prolijamente y sus zapatitos apenas tocaban con la punta el suelo. Se veía excesivamente calma y paciente para una criatura de su edad, pero le resté importancia al asunto. A las ocho y dieciocho parecía que la locomotora ya no llegaría a horario, porque calculé que el lugar donde seguramente la divisaríamos por primera vez - al lado de unos sauces bastante lejanos - quedaba sin duda a más de dos minutos de la estación... De modo que inevitablemente cruzaría por mucho el horario de las ocho y veinte que debía cumplir. Cuando sacaba esas cuentas, adiviné el perfil negro y la humareda quejosa acercándose hacia nosotros. La noche era ya total, pero el color azabache y reluciente de la máquina hacía que todo lo demás palideciera inmediatamente. Parecía haberle robado esa oscuridad a las profundidades más tenebrosas. Sentí un temor infantil, pero de inmediato mis razonamientos de adulto me pusieron a resguardo. Miré el reloj de la estación nuevamente y comencé el jueguito exasperante de esperar que el tren llegara a horario. Hubiera hecho cualquier cosa por detener al tiempo y permitir que se cumpliera la meta en el lapso previsto, pero a medida que lo veía acercarse descarté totalmente esa posibilidad. Supe que la derrota era inminente. Me dediqué entonces a apreciar la majestuosidad del gigante de hierro que se acercaba, y me dije que una vez más la naturaleza imponía sus reglas... El tiempo ganaba, el hombre llegaba segundo. Poco a poco se fueron acercando al andén los hombres y la ancianita. La pequeña permanecía en su asiento, como si nada ocurriera. Ambas cosas me inquietaron: quería que la niña se apurara y que alguien ayudara a la señora, pero mi extrema timidez me clavó ahí mismo y apenas escuché los frenos del tren avancé un par de pasos para estar listo y subir. En un último intento por ganar mi carrera pueril al tiempo me di vuelta para chequear el reloj, y un instante antes calculé por cuánto había perdido el tren. "No más de cuatro o cinco minutos", me dije. Pero el minutero estaba clavado en el cuatro, y el milagro se tornaba realidad. Eran las

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ocho y veinte en punto, y la máquina ya estaba detenida frente a nosotros. Sentí una mezcla rara de alegría y extrañamiento, y de ningún modo podía entender cómo había ocurrido. Traté de recordar, de revisar los últimos momentos, sumar lo mínimo que habían tardado las distintas situaciones desde que lo vimos, y nada parecía adecuarse a la lógica. Me resigné a esa absurda victoria y volví a mis compañeros de viaje. Los hombres subieron lentamente sin siquiera pensar en la anciana y su pesado equipaje. Eso me enojó lo suficiente como para acercarme a ella y ofrecerle mi ayuda, pero pareció no verme ni oírme, porque levantó con asombrosa fuerza su maleta y subió sin problemas al tren. Un pensamiento me congeló ahí mismo. Me quedé paralizado, intuí lo peor y apenas podía divisar la cara del guarda del tren esperando a que suba. Repentinamente el doctor Demario apareció por el otro lado de la estación junto a la madre de la niña y ambos la llevaron hasta el Ford. La madre lloraba en medio de ahogos, pero parecían esta vez lágrimas de alegría... La situación era tan extraña que corrí hacia ese lugar a ver qué pasaba, aún a riesgo de perder el viaje. Ninguno de los tres notó que me dirigía hacia ellos y rápidamente subieron al auto a pesar de mis gritos. Me sentí solo. El guarda no parecía impacientarse por mi corrida, y con una sonrisa amable sostenía la puerta del vagón que me correspondía. En ese momento lo supe con una certeza fatal. Quise confirmarlo en cada una de las caras que me miraban desde las ventanillas del tren, pero me bastaron dos o tres. Sus ojos huecos me llenaban de resignación y de certeza. El reloj aún marca las ocho y veinte. El andar de la máquina es infinitamente suave. No me pidieron mi pasaje, claro. Y creo que el viaje será más largo de lo pensado.

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Cementerio de gusanos ¿A qué vendrán ? - se preguntó-

Tal vez no lo sepan tal vez nunca lo imaginen, en esta sucia cueva no hay ángeles ni serafines y no se oye más que el incesante arar de nuestros cuerpos grises.

Me conocen? Saben quién soy? No, seguramente, seguro que no... Tal vez esto sea algún pariente, pero no es hombre ni es vida, es tan solo y simplemente, simplemente comida.

Y porqué vienen? Qué los impulsa a buscar lo que no existe? O es un último homenaje a lo vano? O no pueden desprenderse de lo humano?

Entonces...porqué vienen? y dejan morir esas flores; silenciosos se detienen y desgranan sus sermones

Si yo fuera hombre y no gusano no vendría a verme a mí,

Y porqué vienen? Si aquí no hay más que ratones, y yo que hace ya mucho que escucho sus oraciones

iría por ahí, a ver la vida de mis hermanos, como hombre que sería no vendría a ver gusanos!

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Tu dueño Niñita de ojos azules esta tarde fui tu dueño; me viste hombre, seguro, desde el fondo de tus sueños, cargando sobre mi espalda una bolsa de recuerdos. Ese hombre que tu viste tan olvidado y resuelto que tenía entre sus ropas y en un pañuelo revuelto el olor que dan las olas de un amor en cada puerto. Ese hombre que tu viste con labios de cien mil besos, con barba desordenada y algunos cabellos menos, que en sus manos apretaba unas caricias del tiempo, capaz de matar al sol y retar a los infiernos. Ese hombre que tú viste y pareció ser tu dueño naufragó entre tus ojos y durmió sobre tu pecho porque se le hizo niño el corazón descubierto y quiso que fueras mujer y también quiso estar muerto, que aunque era primavera, el mundo le fue un desierto. Esta noche, es seguro, al recostarse en su lecho, al hablarle a su conciencia y responderle a sus ecos, la dirá a todo el mundo que no quiere ser tu dueño, que solo quiere ser tuyo como son tuyos sus sueños; le pedirá a Dios muy fuerte al día verte de nuevo y ser niño ante tus ojos, esclavo de tus anhelos.

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56 SUR La medida de las cosas es siempre la medida de las cosas, y poco importa la pobre incidencia de un viaje —un sencillo, un cotidiano viaje en micro— desde una esquina del centro hasta mi casa en el sur... Menos importa aún la sensación de que el tiempo es lineal, y de que mis cuarenta y ocho años han tirado por la borda con cuarenta y ocho años de cosas que jamás fueron, que se quedaron para siempre fuera de este micro,... este micro que, en cambio, si soy yo, sí es mi presente de regularidades, de cosas concretas y palpables,... sobre cuatro ruedas obedientes que van desde una esquina en el centro hasta mi casa en el sur. Tampoco importa que ella suba ahora, como desde siempre, los dos escalones que hay hasta el chofer, y hasta esa posibilidad oscura e irreal que me hiela los huesos,... dos escalones listos para impulsarla en un salto sobre el tiempo, cayendo directamente en mi humanidad sorprendida, indefensa, y víctima de su propio orden. Las señoras de negro que tengo enfrente, pobres, jamás imaginarían, desde sus mundos pequeños de chismes y decadencias, que ella está por voltear otra vez la secuencia ordenada de todo, causando un desastre horroroso y abismal en este cincuenta y seis quejoso que nos lleva a nuestros hogares (esta tumba errante, cómplice de lata de las cosas diarias...). No saben nada las señoras, definitivamente no saben nada... Ni tampoco el tipo de al lado de ellas, ni los chicos que viajan atrás... Entonces, sí, ella avanza. Pero nada puedo hacer para evitar la trizadura de esa delgadísima capa de realidad que cubre todas las cosas... Se me acerca en pasos lentos, graves, pesados, casi como cumpliendo una condena impuesta. Yo la espero en silencio, rogando que el orden se imponga de alguna manera otra vez, y que ésto sólo sea otra estúpida jugada de mi imaginación de mal escritor... (porque todo bien podría acabar en risas cómplices, en recuerdos mutuos, en certezas de lo bien que la pasamos, de aquel noviazgo de juventud, de que nunca te olvidé, pero miráme ahora, que ya estoy vieja y con chicos, te acordás, qué lindos días pasamos, qué cosa, cómo pasa el tiempo, y vos cómo estás). Pero yo sé bien que ella no se detendrá jamás en ese momento inerte, mediocre y cómodo que ayuda a empujar el tiempo hacia adelante. Entonces me resigno, y le hago el espacio de siempre. Y otra vez el juego de las miradas cruzadas, de los pactos ocultos, de los sueños truncos. Otra vez el juego, y entonces ella, que se sienta muy a mi lado... mientras los demás pasajeros del cincuenta y seis viven ese caótico instante como uno más, y siguen hundiéndose en su tiempo congelado, con relojes, mañanas y ayeres inapelables. Tiemblo como una hoja, como todos los días a esta recontramaldita hora, y vuelvo a entregarme indefenso al ritual, a la demencia, a los roles, al espanto. Y ella se sienta, me toma la mano, me besa, me cuenta lo de siempre, que su flor preferida es el clavel, como ése que llevo en el saco, pero qué casualidad, besándome adolescentemente, apoyando la cabeza en mi hombro, tratando con el alma que el micro nunca llegue a la esquina, a esa esquina en la que el tiempo, disgustado, pone todo nuevamente en su lugar, y vuelta entonces a los tres hijos, y al esposo de tanto tiempo, y a la casa de tantos años inútiles... Esos largos y absurdos treinta años después de un amor que quizás nos dejó mal... un poco inciertos, un poco difusos. Como con miedo al tiempo... El mismo miedo dulce y grave a este pasado extraño, y cada vez más borroso... Y a la suave demencia de tener que tomar siempre el cincuenta y seis.

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Tu y yo Tu piel mi piel

y en cada olor te huelo y en mis olores te hallo

tus ojos mis ojos

en cada recuerdo te encuentro y encuentro mi nombre olvidado en cada sonrisa te siento y en cada llanto te extraño

tus labios mis labios No estoy en mi cuerpo porque te amo y al amar me voy de mí, sin dejar un rastro

tus sueños mis sueños

Conozco el camino que me lleva hacia ti conozco las cosas que te hacen feliz

tu ilusión mi ilusión tus desengaños mis desengaños

Conozco los cómo y conozco los cuándo pero si quiero volver en mí, por el pasado ignoro los dónde los cómo, los cuándo y no sé ser feliz y pierdo la huella que nunca he trazado

No estoy en mi camino porque te amo y al amor no voy sólo y siempre camino a tu lado Estoy sentado en tu silla y si te vas me levanto transito por todas partes y me duermo en tu regazo

tu tiempo mi tiempo tus soles mis soles

Soy el polvo de tus libros soy cada anónimo ruido soy cada brazo extendido y el perfume del ocaso

tus años mis años

De día, soy sol que te guía

No estoy en mi mundo porque te amo y al amar nunca llevo ninguna línea en mis manos.

De noche, soy Luna soy cielo, soy astro

Desnudo, he ido a amarte sin olores, sin recuerdos y sin sonrisas ni llantos Me marcaste el cuerpo entero

Yo soy el arrullo constante y soy la sombra caminante que te cuida velando tus ojos cerrados

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y mi vida no es mi vida y tus dĂ­as

son mis dĂ­as y mis noches, tu descanso.

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Quiero Yo quiero enseñarte el secreto del otoño, quiero hacer que el invierno de hielo se derrita y haga cauces de agua cristalina; y quiero mostrarte la primavera como un jardín inmenso que tiene en el fondo al verano.

Quiero que me entiendas que me llaman tus manos con palomas, que miro a tus ojos, y su intriga me congela que busco para mí tu rosa en los jardines y al querer tenerla busco enseguida la presencia de tu boca.

Y tengo que explicarte que el otoño son tus manos, que el invierno son tus ojos que la primavera florece entre tus piernas y arde el verano en los rojos besos de tus labios.

En ella termina el ciclo de la vida y también comienza En ella arde el verano como un diciembre de fuego que se anuncia; más abajo enero se hace playa con mar, con arena, con médanos y a tus piernas llega con tormentas el húmedo febrero.

Que tus manos me acarician como hojas que se caen de algún árbol, que tus ojos son de hielo, impensable y frío, que me miran sin que yo pueda entenderlos, que tus piernas guardan miles y miles de secretos y entre ellos una rosa que se abre al contacto del rocío, que se enciende cuando el sol se pinta de crepúsculo en tu boca.

Allí llego, a tus piernas y recuerdo a algún poeta indio que decía: En la época de lluvias parece que el cielo se acerca a hacerle el amor a la tierra.

CUCHARA SUCIA - LIMPIA 44


EN RE MENOR Porque seguramente en esa tonalidad la quiso escribir el tal Ludwig de Austria. Aunque claro, muy poco le importa eso a Leonor a esta altura de las cosas... Y bueno, tampoco es para menos. Todo listo: Agua fría y caliente. CD: Play. • Primer movimiento (seamos cronológicos): Montaña interminable, cíclica y tenaz de platos sucios en la cocina de siempre (más la colaboración desinteresada de cucharas, ollas, cuatro colillas apagadas y ese arroz mojado y de aspecto horrible que siempre queda pegado en todos lados). La descripción termina para evitar que Leonor vomite, y también porque necesita tiempo para acordarse de él,... de esos otros ratos frente a esos mismos platos sucios que, claro, entonces no eran ni por asomo una montaña insoportable, sino sencillamente un conjunto de objetos apilados mientras él la besaba y la abrazaba por atrás, y ella lo adoraba con el alma. Ahora todo es diferente, pero al viejo Ludwig poco parece importarle. Arremete sin piedad, con ataques de vientos y timbales imprevisibles, puntiagudos y dolorosos, que hacen entonces que el plato con grasa esté interminablemente sucio, que limpiarlo sea inacabablemente una odisea. Pasa un buen rato. Ludwig parece calmarse en un pizzicato suave, y ella aprovecha para cambiar de utensilio antes que sea tarde, esperanzándose en una ensaladera blanca que hace poco compró. Hace poco, muy poco (“ya habíamos terminado hacía un mes, por lo menos”, piensa mientras la refriega y la mira). La ensaladera no le hace ningún daño, y por eso no la trata mal. Ahora un poco de detergente, con mucha suavidad... . Aunque agarrársela con los objetos parezca una estupidez soberana, a Leonor eso poco le importa, ella sí que se las agarra... Sigue con delicadeza limpiando, mientras él no tiene más remedio que esperar sentado algún otro recuerdo doloroso, para volver y meterse en la cabeza de Leonor. Ludwig sigue con violines y violas y algunos vientos suaves, un poco desentendido de todo. Parece que también esperará agazapado ese otro momento de nostalgia para desbandarse impiadosamente con toda su orquesta. • Segundo movimiento: Las cosas, ahora, aparentemente controladas. “Después de todo hay que seguir con la vida, que tantas cosas hermosas me regala a diario, el aire fresco por las mañanas, los días de sol...” piensa Leonor, por pensar cualquier cosa y ayudar a que esa otra Leonor resurja, mientras delicadamente rodea un vaso con los dedos. Pero los recuerdos llegan por todos lados, como en un ataque de escuadrillas. “El sol,... el sol... ése mismo que él tantas veces prometió darme envuelto en celofán rojo, para lograr así la Mayor Naranja Del Mundo y regalármela,... por Dios, qué ocurrencias tenía...” Ahora el pobre vaso sufre presiones de bronca, raspaduras de uña y en general un pésimo lavado. Ludwig sonríe y sigue insistentemente con ese leit motiv exasperante que parece no terminar más, como no termina para ella el dolor.

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Basta para el vaso, entonces. Ahora los tenedores,... aunque el europeo insista con lo mismo, ahora toca por fin a los tenedores. • Tercer movimiento: Desciende la montaña lentamente, ayudando a que todo esto acabe pronto. Desciende casi hasta los grifos, y promete un café posterior en la cama, novela o película de por medio, y los cariños consabidos a la gata. Pero por ahora, cabe seguir... Y enfrentarse heroicamente a los violines eternos del austríaco, y a los recuerdos agolpados en vaya a saber qué zona del cerebro de la tenaz lavadora (que si pudiera, clausuraría gustosa hasta nuevo aviso). Recuerdos agolpados, siempre. Hacinándose hasta la putrefacción... Y eso a Leonor le da miedo, porque preferiría sacarlos ahora, a que poco a poco se vayan descomponiendo por dentro. La montaña, increíblemente, baja. Aunque Ludwig sufra y se incline transpirando casi hasta caerse sobre sus músicos tratando de arrancarles crescendos infernales, la montaña baja. Y la victoria es ya casi de ella. • Cuarto y último: Parece retroceder el austríaco y avanzar el silencio y la paz, parecen brillar los tenedores paraditos en el vaso largo, parece todo volver a tomar forma. Los oboes insinúan la agonía y la bandera blanca del final, y Leonor se agiganta en sus cuarenta y dos años, que si antes eran de vejez y de frustración, ahora quisieran acomodarse a la vida, a sus plantas, a las esperanzas de la cercanía de la noche, de su café y de su novela preferida junto a la gata. Sólo quedan esos dos ceniceros, Leonor... Uno de cerámica, importado y delicado,... qué divina la tía Sonia, siempre me trae algo cuando se va de viaje, con lo caro que le sale, debería llamarla un día de estos,... pobre. Y listo con ése, ahora el otro,... ahora sí, mi amor, el otro, el que dejaste inevitablemente para el final, ése que yo mismo llenaré de recuerdos, de terribles ataques de cellos, timbales y contrabajos, porque el austríaco cruel también supo de dolores en el alma, y espera conmigo esos últimos diez segundos en que nada en el mundo parecía cambiar las cosas, y vos muy confiada caminando por la cornisa del abismo, pisás justo ese cenicero mal acomodado, y el final a toda orquesta, de una fuerza endemoniada, acompaña tu caída al abismo profundo, y es el fondo ideal para la escena trágica y para ese hilo denso, rojo y persistente que insiste en colarse entre los pedazos de vidrio hasta llegar al desagüe del lavatorio, hilo espeso y obediente, natural vertiente de tu cuerpo agotado, que se niega a olvidar, en un final austríaco, fatal y definitivamente en re menor.

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Sangre del alma Abriste, amor, en mi espíritu llagas de herida inocencia y el amor ya no es eterno y no es eterna su fuerza Brotó, amor, de mi alma la sangre del alma muerta y supe que todo es vano que en vano al tiempo se enfrenta Llevé, amor, por nosotros sangre de amarga impotencia y supe que en esas lágrimas se me iba el alma entera Mataste,amor, a ese niño que corría entre mis venas y abriste una puerta al mundo y el mundo se entró en ellas Cayó, amor, de mis ojos todo el dolor de mi pena y estoy vacío, sin sangre, la mirada fría y seca Seré, amor, para siempre llanto de hombre que espera sin lágrimas, sin sollozos el llanto, amor, de tu ausencia.

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Vidas separadas Qué pasó con nuestras vidas que hoy deambulan solitarias y no se encuentran nunca, ni se buscan, ni se hallan Adónde se fue el pasado con su alegría y su gracia, adónde, si era presente y el futuro no era el hoy sin el mañana Adónde están nuestras noches que eran nuestras, tan nuestras como la magia que creaban nuestros cuerpos envueltos por dos miradas Adónde se fue la locura, la risa de tus ojos, el calor de las palabras... el agua que yo bebía de la fuente de tu alma Porqué se instaló el cansancio en nuestra mesa y ocupó mi silla y se robó el vino que la alegraba Porqué se encarnó el demonio en nuestras manos cerradas, se hizo serpiente en tus brazos y en los míos y presente en las palabras Por qué se pobló de nubes nuestro cielo y se quemó nuestra casa, porqué se marchitó el jardín y se inundó nuestra infancia Qué le pasó a nuestras vidas si eran una y hoy son dos que se marchan...

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EL PASILLO Siguen golpeando. La madera cruje cada vez más agónicamente, pero sé que resistirá un tiempo más... Hacia la siete de la tarde ya no me quedaba mucho por hacer en la ciudad, y después de las últimas compras decidí regresar. Aunque con un leve temor (sabiendo que, extrañamente, estaba tocando el fin de una etapa y empezando otra, quizás final) volví al viejo edificio, perdido en medio de la ciudad, tan dueño de su propia realidad,... como un enorme ataúd opaco, donde las paredes nuevamente se sumarían monótonas, blancas, asfixiantes,... para verme asomar una y mil veces... Quise sentir míos los últimos pasos en la alfombra gris del pasillo (la vieja y sucia alfombra gris) con un pisar ceremonioso, lleno de lentitudes, de amortiguaciones suaves, ...como despidiéndome de ella y a la vez obedeciendo algún presentimiento lejano. La puerta me esperaba... dura, inevitable, final, tan blanca como siempre... Cerrarla y escuchar el chirriar de las bisagras oxidadas era un ritual tan delicado como doloroso... En el silencio de ese pasillo cada mínimo ruido molestaba lo suficiente como para destrozar en miles de pedacitos transparentes el endeble equilibrio urbano que por momentos se creaba y colmaba todo aquello. Ahí quedé parado, entre despierto y perdido. Abandonado otra vez a mi propia mente y a la sensación inexplicable de ya no poder irme más de ese lugar. Abrí la puerta. Entré, y dejé lista la ranura de siempre. Poco faltaba para el anochecer (aunque eso no pesaba en mi desarmado mundo interno, donde jamás existieron las horas importantes...). Observé una vez más por la hendija. Muy lentamente los colores empezaban a metamorfosearse... Las cosas volvían a tomar ese tono muerto y árido que me aterraba, y el pasillo pasaba a ser la misma caja desnuda, hueca y pálida de cada noche. Me preocupaba más que nada por los del “A” y por la anciana del fondo. El espacio de la puerta no me dejaba ver mucho, pero era bueno para percibir algunos movimientos de ellos, camuflados a veces por ruidos o por sombras oportunas,... y algunas otras ayudados también por mi propia distracción. El cerrojo con cadena quedó puesto desde que pisé el departamento por primera vez, y me salvó todo el tiempo de esa perversa suma de puertas y vecindades que tanto me atormentaba. El pasillo... ¿Cuántas veces en esos días soñé con perderlo como un mal recuerdo de una vez y para siempre, estrechándome en un abrazo final con los del A, los del C y la señora del fondo...? Pero eso nunca ocurriría... Por más que tratara de ser amable y buen vecino, yo sabía que sobre esas baldosas viejas y la alfombra del pasillo caminaban ellos, y que nada los haría cambiar de actitud... Cuando llegué con la mudanza lo noté en sus miradas, y me tuve que resignar al trato apenas diplomático primero, y bastante frío después... Recuerdo que la última en quitarme el saludo fue la anciana: dijo que no podía entender qué hacía yo mirando todo el día por la hendija de la puerta hacia el pasillo, que si no tenía otras cosas que hacer, que de quién desconfiaba tanto... y algunas otras cosas. Por un momento pensé que ella no se había dado cuenta del asunto, y que por eso se enojaba tanto conmigo. Pero luego

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entendí que, lógicamente, estaba implicado en todo, y que era el eslabón perfecto para que el plan les funcionara. Lamentando un poco perder el contacto con ella, me recluí detrás de mi enorme puerta blanca, que me protegía permanentemente de sus confabulaciones y estrategias para entrar y echarme de allí. No puedo olvidar el universo que percibía durante horas y horas a través de la hendija: las puertas del “C” y el “E”, justo en diagonal con la mía, y apenas de perfil la del “A”...; el pasillo, la alfombra gris y casi todo el ascensor, con su cartel de “4to. Piso”, sucio y desgastado por los años. A la izquierda, la salida para las escaleras, y la piecita para dejar la basura. Fueron muchos días y noches analizando cada milimétrica mutación en ese pequeño mundo... los ruidos repetidos como en procesión, unos atrás de otros, las sombras acostumbradas, los olores mezclados... la brisa que entraba por la ventana y el casi permanente silencio. El silencio del pasillo... Más adelante comprendí qué sería mejor diagramar horarios de vigilancia, porque permanecer todo el tiempo detrás de la puerta me agotaría demasiado... (ellos disimularían aún más de los acostumbrado, estarían alerta al momento de tener que pasar caminando... y quizás así lograrían confundirme). A poco de estudiarlos, llegué a la conclusión de que los del “C” se iban casi siempre temprano, como a las ocho de la mañana, y volvían alrededor de la una: ella usualmente con paquetes y cosas, él con su portafolio y las llaves, haciendo al llegar un tintineo particular (para avisarme de algún modo que cerrara mi puerta, creo yo, porque ninguna otra cosa justificaba ese ajetreo histérico y desproporcionadamente ruidoso hasta el mismo momento de acercar las llaves a la cerradura...). Los del “A” resultaron mucho menos predecibles: a veces salían a media mañana, como a las diez o diez y media... Otras veces nadie se movía de la casa hasta la tarde... ni los chicos, ni los padres, ni la empleada. Traté entonces de justificar de alguna manera el silencio en ese departamento buscando en mi imaginación ocupaciones extrañas que explicaran esos horarios tan irregulares, y el cansancio consiguiente, que los mantendría dormidos o callados tantas horas... La señora del fondo no fue ningún obstáculo: todos los días a las seis de la mañana abría la puerta y salía a regar su pequeño malvón, la única planta que había en la ventanita con rejas negras, al final del pasillo. Luego tomaba el desayuno, y encendía la radio. Hasta las once no se movía de allí, y creo que tejía o hacía algo por el estilo el resto del tiempo, porque cada tanto se sentían espaciados movimientos de sillas y armarios. A las doce, salía con sus gatos y volvía a las dos en punto. Por la tarde se quedaba en el departamento, y a las siete prendía el televisor mientras preparaba la cena para ella y sus gatos. Eso era todo. Jamás incumplió el ritual, los horarios eran sagrados al punto de la exageración, casi contados por segundos. Tener controlados todos esos tiempos fue algo que me tranquilizó mucho,... era poder manejar ciertas variables de sus comportamientos a mi gusto, algo que ellos nunca podrían evitar... Todo lo que hicieron fue mirarme mal, (sobre todo después de la primer semana de haberme mudado), darme la espalda o a veces dedicarme algún insulto, como los chicos del A cuando volvían tarde o pasados del alcohol... qué mirás viejo de mierda... meté la cabeza que te la vamos a patear... y cosas así. Pero poco a poco me fui acostumbrando. La primera noche después de las compras fue bastante tranquila. Por un rato pensé que quizá todo era sólo producto de la imaginación, y que mis vecinos vivían normalmente, sin siquiera fijarse en mi,... pero unas horribles carcajadas interrumpieron esa idea para siempre. Venían del C.

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Cerré bien (sabiendo con toda certeza que ya no abriría nunca más) y me quedé atento para evitar la invasión. Tenía el sillón contra la puerta, por las dudas que quisieran entrar empujando o pateando la entrada, y lo arrimé un poco más, de manera que quedara bien pegado a la pared. Inmediatamente anoté en mi cuaderno el suceso. De ese modo lograba tener todo registrado con la hora, personas y demás detalles importantes. Era de cien hojas, y lo había comprado antes de la mudanza. Al dividirlo comprendí que no dedicaría la misma cantidad a todos los vecinos: era obvio que la anciana del fondo tendría más que suficiente con las veinte páginas finales... Los del A y los del C, en cambio, se repartían el resto por igual: cuarenta hojas cada familia, distribuida en dos partes: la individual, en rojo, para los hechos en los que sólo uno era protagonista, y la colectiva, en verde, cuando dos o más estaban implicados. El “E” estaba desocupado. Nada podía pasar allí. Las risas terminaron, y esperé unos cinco minutos a que embistieran contra la vieja madera, pero nada sucedió. Poco a poco me fui alejando, busqué un cuchillo en la cocina y lo puse en el respaldo del sillón, por si acaso tuviera que cortarle los dedos a alguien cuando se agarrara del borde de la puerta para entrar: calculé que si empujaban con fuerza lograrían romper la cerradura, pero la cadena de la puerta los detendría al menos tres o cuatro segundos más y en ese momento el cuchillo vendría bien. Me sentía tranquilo al verlo allí, al lado de la puerta, y eso me permitió distanciarme unos metros para cocinar. Pensé que estar diez o quince minutos alejado no sería gran problema... A esa hora todos seguramente estarían también cenando o, cuando mucho, planeando juntos cómo tirar mi puerta abajo. Por las noches leía un rato, hasta que el sueño me ganaba. El reloj sonaba cada media hora y me mantenía alerta. Lo apagaba, caminaba por el departamento para controlar que todo siguiera en su lugar, y volvía a acostarme. Así pasaron cinco jornadas enteras. Los golpes, empezaron al anochecer del sexto día. Creo que los recibí con cierto regocijo... Mis cálculos finalmente habían sido acertados, y estaba preparado para resistir todo lo necesario. Todavía tengo en los ojos el temblequear de los adornos cuando con puñetazos intentaban trizar la madera. El mueble de la biblioteca, que puse para reforzar el sillón, tiritaba con cada impacto, y los libros se sacudían hacia todos lados. Tomé nota de la hora en mi cuaderno, y confirmé durante los días posteriores que los golpes se repetían siempre entre las doce y la una de la mañana, espaciados por cinco o seis minutos. Empecé a preocuparme por mis alimentos, porque seguramente ya no iba a poder salir de allí,... pero de algún modo me reconfortaba pensar que en tanto pudiera resistir, llegaría un punto en que sería aceptado entre ellos... Una extraña sensación de placer me hacía sentir ya casi parte del grupo en ese cuarto piso. Deduje que el ritual de los golpes y las patadas era más una buena noticia que otra cosa, y me dispuse a racionar los mejor que pude cada comida y a esperar todo lo posible. El décimo día se violentaron mucho. No hice nada, me quedé en silencio como las otras veces y esperé a que terminaran. Luego de eso, pasaron unas cuantas noches sin atacarme, y moví apenas los muebles para abrir la puerta hasta el ángulo que me permitía la cadenita. —Buenos días— dijo la ancianita pasando hacia el fondo, en camisón y con una jarra de agua en las manos, pero con un tono que me hizo sentir algo raro, como que había estado esperando por horas para verme salir.

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Me congelé de miedo. Ni siquiera pude contestarle el saludo. Observé nuevamente el pasillo, tan desnudo y quieto como siempre,... casi muerto. Escuché cómo el agua caía lentamente en la maceta del malvón, y traté de tranqulizarme. Pero en el último instante, antes de cerrar, pude entrever que la puerta del “E” estaba cerrada. Me molestó mucho no poder controlar lo que ocurría allí... quien había ocupado ese departamento, cuando,... porqué... Un visceral sentimiento de invasión me fue ganando, y no lo pude manejar. Alguien había osado entrar al pasillo... a mí pasillo... a nuestro pasillo de tantos días y noches... Esperé las doce. Cuando todo era oscuridad salí en dirección al E, totalmente enceguecido. Creo que no me importó que los demás vecinos pudieran golpearme o invadir mi departamento... En cuanto estuve frente a la puerta empecé a darle tremendos puñetazos y golpes con la frente y los pies. Casi instantáneamente otras manos y pies se sumaron, y así logramos romper la puerta. Todo estaba en completa oscuridad. En pocos segundos molimos a golpes al tipo en el piso. La ancianita esperaba en la puerta con la jarra llena entre las manos, y cada tanto miraba hacia el final del pasillo, donde estaba su malvón apenas iluminado por la luz de la luna. Cuando el tipo dejó de temblar en el parquet le cerramos la puerta y cada uno volvió a su departamento. Extrañamente sentí el placer de tener que volver a cuidar de mí. Hace ya unos días que golpean. Los muebles resisten bien, pero eso no me preocupa. De todos modos la comida es muy poca. Tarde o temprano tendré que dejarme deslizar por este viejo sillón hasta quedar entredormido y acurrucado en el piso. Apenas podré oír los golpes desde allí... Aunque quizás también consiga ver el momento en que ellos logren entrar,... para que sí, ya por fin, mi enorme y blanca puerta quede para siempre cerrada al pasillo.

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("Sucede que me canso de ser hombre" - WALKING AROUND - P.Neruda)

Ser Hombre Yo también me canso de ser hombre y me canso en las mañanas, en las interminables tardes, en la noche que se acaba, que se muere y nos invade Y me canso de mis ojos que sin quererlo yo lo miran todo y no puedo olvidar el deseo de cegarme Me canso de mi piel y de mis ropas me canso del dolor que da la carne me canso de ser la celda y al mismo tiempo el prisionero y la absurda ilusión de liberarme Del tiempo, que me recorre, del pasado, que no me deja del odioso futuro, que se aleja y se oculta de mí y me obliga a estar entero y no olvidar la esperanza aunque ya es tarde Me canso de creer que soy eterno y ver cómo se caen agonizantes las canciones, los poemas y los cuentos los amores..., las ilusiones... nuestros sueños... Me canso, así como tú te has cansado de amarme...

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B-612 No hay más que ver en todo el Universo he conocido a gentes con todos sus trajes y sueños en planetas diferentes, diferentes soledades, no hice más que ver diferentes universos Y todos eran iguales y todos eran pequeños en unos los hombres grandes en otros, vastos cerebros; las gentes, dormidas en sus ciudades en unas, casas y mares en otras, sombras y puertos en todas hombres y tiempo No hay más que ver sino buscar el recuerdo, hallarme por todas partes; en todo habrá de correr mi sangre en todo habré de beber la arena que huele a amarte será éste mi regreso éstas serán mis verdades Toda tú eres universo toda tú, eres sangre toda tú, eres lo eterno y todo tu cuerpo sabe a volver a hallarte, otra vez, brillante a grito ardiente de sed a nombre huele tu cuerpo a mi nombre, Universo.

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UNA PUERTA Oviedo, creo que se llamaba el tipo. U Odiseo..., quizá. Ya no lo recuerdo bien. Lo que sí retengo en detalle es su historia : el pobre diablo pasó lastimosamente sus primeros veintitrés años de vida, sin ningún tipo de rumbo... y eso lo destrozó hasta lo indecible. Nada se podía hacer a esa altura en pos de recuperarlo. Apenas supe del asunto, sentí que era tarde... Sus disgustos y lamentos todavía deben estar pegados a estas altas y húmedas paredes. Aquí mismo, en este pequeño café de San Telmo, me contó parte de su vida. Y ayudado por un perseverante whisky con que me invitó, llegué a las lágrimas frente a tanta desdicha. Pobre Oviedo,... qué manera de insultar... Es curioso, ahora que lo pienso ... ni siquiera intentó explicarme razonablemente las causas y los porqué de ese suceso por el que estaba pasando. Por alguna razón, dio por descontado que yo no le preguntaría nada para no interrumpirlo. Y así fue,... aunque de todos modos a medida que avanzaba fue tornándose para mí totalmente viable todo aquello que le ocurría. Terminada la charla, se fue para siempre en la segunda esquina del bajo. Aún retengo algunos párrafos: - Lo mío fue absurdo desde el principio, creamé... --- se confesó. Piense en esto un momento : usted sabe positivamente, desde muy chico, que debe continuar la vida de otro tipo..., de modo que el mismo día y a la misma hora de su nacimiento, el inevitablemente debe morir... y aparte de eso sabe también que, en cierto modo, su misión es seguir las cosas que él venía realizando...., me entiende ? Tomó un poco de su trago mientras observaba alrededor nuestro y volvió a mirarme. - Bueno,... eso es precisamente lo que me ocurrió a mí... Así empezó nuestra conversación. Hizo una pausa que nunca olvidaré y me miró muy fijo, como probándome. Sentí que si lo cortaba con alguna intervención me descartaría como interlocutor, de modo que también me quedé así, quieto, mirándolo. Prosiguió entonces como si ese paréntesis nunca hubiera existido. - Pero resulta que el desgraciado vive hoy, veintitrés años más tarde de lo que le corresponde... y claro, yo no tuve nada que hacer durante todo ese tiempo,... todo se ha atrasado irremediablemente, mi vida no tiene ahora ningún sentido... he vivido en una permanente tortura, esperando que Medina tenga la gentileza de morirse... No le pregunté cómo es que sabía el nombre del tipo, ni siquiera porqué tenía tanta seguridad de que precisamente ése era su destino. Descarté que estuviera ebrio: lo noté tan seguro de lo que decía, y tan enojado cuando me contaba sus malos trances, que inmediatamente di por hecho que, en efecto, el tal Medina había incumplido con su parte viviendo tantos años más y había generado esa serie de embrollos inarreglables en la existencia de Oviedo. - Ya nada tiene sentido para mí,... comprendamé - insistió antes de darle otro sorbo a su fernet , casi como disculpándose conmigo por tantos años tirados a la nada.

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- Está bien, está bien, no se preocupe... - alcancé a balbucear. -A Medina lo conocí de pura casualidad - siguió -. En verdad al principio yo no sabía que el tipo era doctor, ni su nombre, ni nada. Simplemente intuía que cuando me lo cruzara no iba a dudarlo ni un instante. - ¿Y fue así?- intervine con miedo. - Tal cual. Yo estaba por entrar a trabajar en un lavadero de autos cerca de Avellaneda, ahí, antes de cruzar el Riachuelo. Me acuerdo que ya me había puesto el mameluco en una piecita. Iba caminando hacia el primer cliente, que tenía una vieja rural amarilla, y justo vi de reojo que otro auto estaba por salir, ya limpito. Frené para esperar que pasara, y ahí venía el tipo, manejando, con su barba muy elegante, trajeado, pensando en vaya a saber qué cosas... Puso el guiñe correctamente, dobló hacia la izquierda, para el lado del centro, y se fue. - ... - Usted no me va a creer, pero fue como si me hubieran dado una puñalada en el alma. Me quedé ahí, helado, y un instante más tarde ya lo estaba persiguiendo en taxi... qué inconsciente, en pleno centro, con la poca plata que tenía, como para andar gastando estaba yo..., pero claro, no me iba a poner a dudar en ese momento... Encima dejé colgado al cliente y al dueño del lavadero, que me había dejado encargado todo porque se iba un rato..., qué desastre, se imaginará que nunca más volví... espero que no le haya pasado nada, pobre tipo... En ese punto yo ya no dudaba en lo más mínimo del relato, y menos necesidad tenía aún de preguntar detalles. Lo dejaba desgajarse en descripciones y personajes... Sentía una profunda lástima por él y una persistente sensación de injusticia por lo que le había ocurrido. - Bueno, la cuestión es que lo seguimos hasta el puerto. Diga que llegué justo con la plata que tenía encima, sino flor de lío que se me arma con el taxista... le pagué y empecé a caminar despacio y disimuladamente hacia el auto de Medina. Pero me extrañó mucho que habiendo tanta paranoia en la ciudad por los robos y la violencia, el tipo ni se moviera a medida que yo me acercaba. No había nadie más en ese lugar, solo autos estacionados y los cascos gigantes de los barcos... Seguí decidido caminando hacia él, pero cuando la distancia era ínfima y ni siquiera se daba vuelta, le aseguro que sentí terror. Es imposible que le explique el silencio que hubo entre los dos en ese momento. Yo a sus espaldas, a treinta centímetros como mucho, y el tipo con total tranquilidad cerrando el auto. Eso me paralizó, no pude reaccionar. Frente a mis narices, se fue del lugar como si nada hubiera ocurrido. Caminó hasta un edificio lujoso de ahí cerca y desapareció en la entrada, sin darse vuelta siquiera una vez en todo el trayecto..., no sé, como si yo no existiera. Ahí fue donde vi una carpeta en su auto, con una calcomanía de médico que decía “Doctor Luis Medina, pediatra” Se sirvió un poco más de fernet y por un momento pareció seguir el relato por dentro, abandonándome a mi propia suerte. Lo percibí en cada gesto, tragándose palabras y suspiros... Me mantuve en silencio. Cuando volvió a nuestra charla, sintió vergüenza por ese lapsus y bajó la mirada. En ese instante comprendí que mi discreción ya no tenía más sentido, y que continuar en esa postura de espectador silencioso era excesivo. -¿... y se quedó ahí a esperarlo...? - lo ayudé.

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- No, no... - reaccionó como con miedo a perder protagonismo en su relato ---... me fui de inmediato porque no podía digerir ese momento. Necesitaba un café urgente, y sobre todo mucho tiempo para estar solo y pensar. A esa altura del encuentro, ya sentía un inexplicable afecto por el pobre Oviedo. No terminaba de creer que semejante cosa fuera posible, pero me sentía un privilegiado al ser testigo de tamaña historia. Con vanidad pensaba que al menos de ese modo tangencial y azaroso, yo había sido también parte de su vida robándole algunas horas de charla en un café perdido de Buenos Aires. -¿Y...? ¿Qué decidió hacer?- No,... no decidí nada... qué voy a decidir - me dijo avergonzado -. Estuve como idiota mirando el fondo de la taza de café durante no sé cuánto tiempo. Noté que se le seguir.

quebraba

la voz. Hice con esfuerzo un silencio prudente y lo dejé

- Nunca más lo vi... Volví cientos de veces a ese lugar, pregunté por su auto y por él, pero nadie sabía nada. - Y después... ¿comprobó que efectivamente era quien usted creía...? Me odié instantáneamente por preguntarle eso. Me miró como arrepintiéndose de estar ahí conmigo... Pensé que se levantaría ofuscado y dejaría el bar, pero un instante después me dio, tácitamente, la última oportunidad: - Mire - aseveró con una seguridad abominable - yo no estaba equivocado. Era él... Quedé tieso como un niño al que están retando... Apenas le pude sostener la mirada, y me imagino que mi rostro se habrá encargado de entregarle una mínima mueca de asentimiento. La tensión de las miradas era tal que un mozo que se acercaba decidió esperar a unos metros hasta que alguno de los dos por lo menos hablara. Sé que el pobre Oviedo sintió impotencia por mis dudas, y por un momento se me ocurrió pensar que yo no había sido su único interlocutor. En un instante ínfimo vino mi cabeza una obviedad : otros ya lo habían escuchado y oportunamente se lo habían sacado de encima..., conmigo el tipo estaba viviendo la misma situación de rechazo y dudaba entre levantarse e irse del Café o arriesgar un poco más. - No quiero relatarle por todo lo que pasé..., sería interminable - continuó lentamente. Imagínese lo que quiera, cualquier situación, y le aseguro que ahí he estado yo. Sufrí todo el espanto posible,... hasta que, bueno, decidí terminar con esto. No dudé ni un segundo que se detuvo para escuchar mi pregunta. - ¿Decidió matarlo... ? - El tipo no tenía ningún derecho a hacerme eso... - se justificó nervioso -..., ningún derecho - Y...¿ cómo fue... ? - No, no, todavía no es... mañana mismo tengo que encontrarlo. - ¿Mañana?- reaccioné impresionado

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- Sí,... - me contestó relajándose en la silla de madera - ...mañana es el día para todos nosotros... No entendí de qué hablaba. A medida que contaba el dinero para pagar, razoné sus palabras lo más rápido que pude, pero no llegué a ninguna conclusión. - ¿ Quienes son “ todos nosotros”...? - arriesgué mientras se iba. No me dijo nada, y noté en su semblante una inmensa tranquilidad. Sentí, extrañamente, que algo había resuelto el problema y que ya no me necesitaba. Se perdió en la segunda esquina del bajo. Creo que iba silbando. Caminé esa noche hasta mi departamento, y los lugares comunes de la vida cotidiana me hicieron borronear esa historia cada vez más, casi hasta perderla en el olvido. Ya han pasado muchos años de aquella charla. Sentado solo en la misma mesa del Bar, recreando esta historia en mi viejo cuaderno de notas, sé que Oviedo tenía razón. Todos en verdad continuamos la vida de algún otro..., poco y nada tienen que ver los parentescos y todos esos lazos a los que estamos acostumbrados... Esta noche silenciosa, parecida a aquella tan lejana, termino de entender lo que ciertamente ocurrió con Oviedo. Algo se quebró para siempre con nuestro diálogo..., debí haberme levantado a tiempo de la mesa, como hicieron los demás... irme antes que terminara el relato. Debí sospechar mínimamente la puerta que les estaba abriendo... Pero le creí, y ya es tarde. Estoy cansado. Siento que el whisky de esta noche me lleva por lugares de nostalgia y de absurdo... Noto a un muchacho desaliñado que me mira desde la entrada del Bar a medida que esta historia llega a su fin... Pareciera estar esperando a que la termine... Está serio y tenso. No se mueve, no hace nada, salvo clavarme los ojos como reclamándome algo... Creo que ya es mi tiempo.

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A mi mano No tiembles mano si llega a ti en algún día la misión de poner fin a todos éstos que ocurrieron en mi vida No tema tu condición carnal, tus músculos y nervios pues es la idea que estando cerca tu final esté cerca de mí otro comienzo. No olvides nunca lo que oí de aquel Maestro; será mejor entrar sin ti en aquel mundo que hundirme en este vano con todo el cuerpo.

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El poeta El poeta es un pintor que pinta con letras la vida, en su paleta se mezclan la tristeza y la alegría, se confunden las pasiones y los tiempos se imaginan. El poeta sabe de amores los hace suyos y pinta y el color se hace canciones para que vuelen y vivan, porque el arte del poeta es de todos los artistas. Y lo que ven sus ojos es bello y bueno a la vista, y todo son ilusiones y en sueños de fantasía, pero a veces el poeta quisiera ver lo que pinta. Yo no sé si soy poeta, si pinto o canto a la vida, pero a esas cosas que escribo a veces les tengo envidia y antes que ser poeta quisiera ser poesía.

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CARTAS Querido Luis: Me palpo con la mano la barba de tres días y maldigo mi falta de voluntad para arrastrarme aunque sea diez pasos hasta el baño y terminar de una vez con esta pinta de linyera, mientras mi gata se sigue ensañando con el cesto de mimbre que guarda la ropa sucia... Nada en el mundo me quitará esta inmovilidad que me apresa hasta los huesos y me congela aquí mismo... Yo me conozco. Así, sentado frente al monitor de la computadora no seré capaz siquiera de mirar de reojo la absurda carta que hace unos minutos llegó a mis manos... prefiero seguir con este jueguito de la barba, tan concreto y tangible como el vidrio húmedo de la ventana que tengo al lado y las teclas grises de mi máquina, ínfimos lugares de comodidad y refugio que me mantienen de este lado de las cosas. Empiezo entonces a pensar un poco más en mí,... y me digo que quizá semejante idea sólo provenga de esta ajetreada imaginación, de mis intensas ganas de salirme de todo esto y de correrme aunque sea unos centímetros a la izquierda o a la derecha de la realidad, no sé, salirme de cuadro, ponerme un rato fuera de foco de lo cotidiano. Vos me conocés... Pero sé que esa percepción que tuve al observar al cartero no fue caprichosa... Algo había en ese hombre, por Dios, Luis, lo sé como pocas cosas he sabido en la vida... Aunque para no enroscarme demasiado con esas sensaciones absurdas, opté por abrir de una vez el sobre y olvidar su sonrisa (casi inhumana, como robada de otro contexto, de otras modalidades de la existencia...) Por tanto tiempo busqué ese otro lado de las cosas, Luis, que creo merecerme todo lo que está ocurriendo... Desperté al monstruo después de estar molestándolo durante años, y pienso entonces que de algún modo obtuve lo que tanto quise... Creo que, ahora sí, es tiempo de decirte lo indecible, lo absurdo: acaba de llegarme una carta de mí mismo escrita dentro de quince años,... sí, tal como te digo... tal como lo leés... Al principio me dejé llevar por la fácil idea de que había sido una broma (estúpida, genial, pero broma al fin...). Sin embargo, al adentrarme en lo que decía entendí que esa primera hipótesis era tan frágil como cobarde de mi parte. Volvió entonces a mi recuerdo la expresión del cartero, su especial modo de mirarme, de moverse, de respirar... y así, claro, las fichas empezaron a encajar mejor en el rompecabezas. No sé si ponerme a contarte lo que él (es decir yo mismo) me comunica a través de esas líneas. Es algo complejo. Con ironía me habla de cruzar límites en el tiempo y en uno mismo, de la imposibilidad de controlar la aparente realidad que nos rodea, en fin temas arduos como ésos...

Mientras la leía, el ruido del ascensor dejando el tercer piso con el cartero dentro se me mezclaba con la sensación de haber percibido en el tipo algo así como una inmensa tranquilidad por el deber cumplido. Me siento un idiota al relatarte todo esto, pero sé que si no me descargo por algún lado, voy a terminar mal...

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No quiero más ese otro lado, Luis... Tengo miedo, mucho miedo. Tiro Papeles, relatos y cuentos absurdos a la basura. Necesito como nada cuotas enormes de realidad y de cosas palpables, concretas. Me siento como un niño huyendo de las abejas furiosas después de haber estado molestándolas con un palito por horas... Pasa el tiempo, y sigo esperando que abra el correo. Desde las diez de la noche de ayer, totalmente en vela y con las luces de la casa encendidas, espero a que finalmente den las ocho para liberarme de esta pesadilla. Caminaré con ansias las tres cuadras hasta allí, Luis. Y sé perfectamente que lo veré otra vez con su mirada extraña, perdida, atendiendo amablemente a la gente, poniendo estampillas y cobrando... Como sé también que cuando me vea llegar con esta carta para vos, no se sorprenderá. Simplemente sonreirá al comprobar que algo, irremediablemente, se ha quebrado... Y que tendrá que recorrer otra vez quince años y tres cuadras para llegar a la misma dirección, encontrarse con alguien tanto más joven que yo, enfrascado en sus cuentos y sus ideas absurdas, y entregarle esta maldita carta.

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Yo te amo Cuando el pulso del tiempo se detiene entre tus manos, cuando el mundo de tus ojos se cierra hacia los humanos, olvidada entre tus sueĂąos yo te amo. Cuando parece que el viento se pasa la noche velando, yo me hago viento y vuelo y a tus oĂ­dos te canto, y cuando canto siento que te amo. Cuando nadie se da cuenta, cuando todo se ha callado, yo canto como los muertos que aman sin ser escuchados; cuando piensas estar mĂĄs sola yo te amo.

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Te quiero vivir así Te quiero vivir así sin rumbo sin un lugar a donde ir sin saber, casi, a quien amo; quiero vivirte no como esclavo yo quiero ser libre así te quiero vivir desde otro mundo como si todo pudiera pasar. Como si ya todo hubiera pasado Te quiero vivir sin respirar ni entender, a veces perdido, soñando, no quiero vivirte como he vivido no quiero morirme sin haber volado Te quiero vivir así solo con todas mis cosas sin contar los años sin hacer promesas sin plantar, ni crecer sin historia sin presente y sin pasado quiero llevar una vida de ésas que no he podido entender antes no sé cuando Te quiero vivir así por instantes aunque sean pocos o me estén matando.

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ANOCHECE Todo en penumbras, nostálgico..., ocre. Ni siquiera el incesante ruido de la antigua estación de trenes me molestó aquella tarde. Seguí silbando para terminar el “Blues de la Ciudad Vieja”, que tanto me acompañaba por aquellos años, y agradecí otra vez al gran Satchmo por haber creado semejante maravilla. Una especial sensación de paz me llevaba por las calles del bajo en dirección a mi pequeño departamento, y se endulzaba de a ratos con el recuerdo de la sonrisa eterna del viejo Armstrong. A veces bromeaba conmigo mismo y pensaba que al salir del trabajo sólo debía poner el piloto automático y mi cuerpo, a pesar de la molestia que me causaba caminar, me llevaría a destino como un caballo agotado que lo único que desea es llegar a su fardo de pasto y a su establo. Era una de las pocas cosas alegres que me daban tantos años recorriendo las mismas cuadras, baldosa por baldosa, esquina tras esquina, apenas notando una leve metamorfosis en el paisaje a medida que pasaban las semanas y los años. Recuerdo la gracia que me causó lo absurdo de esa paz repentina en mí. Era realmente injustificada,... extraña por completo a mis sesenta y tres años de ilusiones destrozadas, en medio de una vida repleta de asuntos sin resolver, vacía hasta el límite. Pero no me resistí, y aproveché astutamente (creo que en verdad respeté) esa decisión de mi cuerpo. La sentí como algo divisorio, como un recreo de sol y brisa en medio de tanto tiempo de llovizna opaca,... como una bisagra que quizás separaba cosas importantes. Así entonces, mientras prendía el último cigarrillo, me dejé llevar por las veredas, casi a ciegas. No sé bien cuántas cuadras caminé hasta que lo vi entre las decenas de personas que a esa hora salían de trabajar. Unos pasos más adelante, llegando a la primera calle, empezó a separarse del montón entre saludos y deseos de buen fin de semana con sus compañeros. No tengo claro por qué lo diferencié tan rápido entre toda esa gente, pero me fue imposible dejar de observarlo en su caminata cansada, probablemente rumbo a su casa al igual que yo. Empecé a seguirlo a cierta distancia esperando no tener que desviarme de mi recorrido. Su manera de caminar era de algún modo familiar para mí. Las cuadras coincidían, y me permitieron continuar con mi sutil juego privado, sabiéndome inspector secreto de esa otra vida, cuando en verdad la mía ya no tenía mucho por dar. Cada esquina en común era un pequeño festejo de adrenalina que me aseguraba al menos unos metros más de convivencia silenciosa con aquel muchacho cansado, resignado vaya a saber a qué cosas de su propia existencia. Poco a poco me fui abstrayendo y sólo me importaba coincidir en el itinerario con ese personaje que acababa de encontrar. Nos acercamos al parque. Luego de las seis cuadras que habíamos hecho hasta allí, no quería resignar mi acostumbrado impass en el bebedero, pero si era necesario me privaría de él con tal de no perderle los pasos. Bordeó por el lado derecho, cerca de la avenida, y se dirigió con decisión hacia el eterno chorrito de agua que tantas noches me había suavizado el andar. Bebió durante unos segundos, se secó con la manga y recomenzó sus pasos lentamente, como juntando fuerzas a medida que avanzaba. Esa lentitud me dio tiempo para poder tomar yo también algo de agua y no perderlo entre las sombras de los enormes árboles. No recuerdo bien si había o no mucha gente a esa hora. Creo que estaba tan concentrado en él que hasta una manifestación en plena calle me hubiera pasado desapercibida. De las quince cuadras hasta mi departamento ya llevábamos nueve de trayecto común, y de algún modo eso me acercó más a él... Me veía inevitablemente en su caminar resignado y en su actitud casi vencida. Tuve ganas de inventar cualquier cosa para iniciar una charla, pero mis

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propios prejuicios me detuvieron... Difícilmente yo hubiera aceptado hablar con un extraño en medio de la noche, de modo que desistí y opté por continuar mi improvisada persecución. El tipo caminaba con cierta dificultad, aunque noté que eso era progresivo, porque cuando lo encontré saliendo de trabajar no tenía problemas para andar. Supuse entonces que en el algún momento detendría la marcha para descansar, y decidí alejarme un poco y no incomodarlo. Quedé a unos treinta o cuarenta metros de su silueta, y así me mantuve. Repentinamente paró en un kiosco y compró cigarrillos. Sacó uno del paquete nuevo y lo prendió con un encendedor que colgaba ahí mismo. La calle que habíamos tomado apenas si tenía algunas luces esparcidas, y el silencio empezaba a ganarlo todo. Miré la hora, y pensé por un instante en Raisa, mi vieja gata negra. Ya debía estar hambrienta, reclamando mi llegada con arañazos a la añosa puerta marrón, y maullidos en medio de la quietud de la noche. Pero de algún modo me reconfortó saber que en unos minutos estaríamos cenando los dos, en nuestra eterna y pactada soledad. Sabía que ella me recibiría pegándose lentamente a mis piernas y que en pocos segundos tendría su plato rebosante mezclándose con mi rutinario silbido de blues. Alejé con tristeza y dolor el recuerdo de mi esposa, y me dije que quizá la gata no había notado esa ausencia porque de todos modos nunca le había faltado su plato lleno. El viejo grupo de edificios donde yo vivía se alzaba enorme delante de un sol rojizo y agonizante, recortándose en negro. Lo miraba cada tanto, mientras intentaba no perder pisada a mi personaje. Con algo de alegría y extrañamiento advertí que el tipo enfilaba hacia los mismos monoblocks que yo, y rápidamente empecé a descartar edificios con la mente. Me dije que sin dudas él debería vivir en el C3 o el C4, que por ser los más alejados del mío yo casi ni visitaba... Después de quince años viviendo allí me quedaban algunos vecinos por conocer, aunque tampoco descartaba alguna mudanza reciente. Se movía con cierta rapidez dentro de los jardines y pasillos que comunicaban los edificios entre sí, y no me costó deducir que en verdad caminaba hacia el mismo lugar que yo. Disminuí aún más la marcha para dejarlo moverse con tranquilidad, sin escuchar mis pasos persistentes detrás, y recién volví a apresurarme cuando comprobé que ya había entrado en el hall y tomado el ascensor. Entendí tristemente que mi juego había terminado, y que probablemente en los próximos días conocería al nuevo vecino. Rezongué contra mi propia falta de cuidado apenas descubrí que el número iluminado en el visor de planta baja era justamente el ocho, y que teniendo una persona nueva en mi propio pasillo ni siquiera había notado su llegada. Si no me esmeraba un poco más en ser educado con la gente cercana, pensé, terminaría perdiendo la relación con ellos, eso era seguro. En el viaje hacia el octavo se mezclaron en mí la imagen de la gata hambrienta y una especie de rápida deducción sobre cuál sería la puerta de su departamento. Me afligí por las molestias que pudiera estar causando Raisa a los vecinos, e intenté opacar sus probables maullidos abriendo y cerrando fuertemente la puerta del ascensor. Pero el silencio que siguió a ese movimiento mío fue tan profundo que por un instante pensé que algo había ocurrido con el pobre animal. Me apresuré hasta mi puerta en ayuda de lo que pudiera estar pasándole, pero al arrimar la llave a la cerradura un agrio presentimiento me paralizó.

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Quedé totalmente clavado ahí, como obedeciendo algún mandato que venía desde muy dentro mío y que me advertía que no tocara esa puerta por nada. Sentía que apenas rozándola con mis manos rompería un orden ya formado, equilibrado, compacto. Algo me detenía desde mi propia historia, y simplemente no podía transgredirlo. El miedo me fue ganando desde la punta de los pies. Un instante después percibí nítidamente detrás de la puerta ese ronroneo agradecido a que me tenía acostumbrado Raisa cuando empezaba a comer. Y luego de eso, el inevitable sonido de unos pasos lentos sobre el viejo parquet de mi cocina. Mientras me pasaba la mano por las facciones afiladas y las empapaba de un sudor helado, intuí con horror que tenía que llegar entonces aquello que cada noche la gata acostumbraba escuchar de mis labios mientras comía... Pero me negaba a prestar mis oídos a ese infierno. En un intento desesperado por salir de la pesadilla busqué con los ojos algo que me indicara que en realidad me había equivocado de piso o de puerta. Pero eso sólo duró un instante. Supe entonces con profunda resignación que mis pasos debían volver sobre sí mismos. Y supe también que mis dedos presionarían por última vez el botón negro del ascensor para la partida final. Caminé por el pasillo con dolor por todos esos años absurdos, y de algún modo entendí que el tiempo había dictado sentencia. Me sentí un prófugo de mi propia vida, al igual que los reos que escapan corriendo desesperados por los campos esperando con angustia el sonido de las balas a sus espaldas. Y en medio de una melancolía extraña, mezclado suavemente con el sonido de las vajillas y ese sinfín de ruiditos de departamento, escuché con horror desde mi puerta el inconfundible silbido de un blues, alcanzándome por la espalda, tanto más triste que en otros tiempos.

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