El año 2000 una mirada retrospectiva

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Ed.SPLASH

Edward Bellamy

EL Aテ前 2000 una mirada retrospectiva Colecciテウn Utopテュas & Distopテュas


EL Aテ前 2000 una mirada retrospectiva Edward Bellamy

Colecciテウn Utopテュas & Distopテュas


Por la conquista de los sueños

© EditorialSplash Gran Vía de las Cortes Catalanas,60, 2n 08010 Barcelona Telf. 93 410 40 01 Fax 93 400 10 10 Edición: Noviembre 2011 Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción, sin la autorización escrita del propietario del copyright, la reproducción total o parcial de la obra por cualquier medio o procedimiento, electrónico o mecánico. Impreso en España/ Printed in Spain ISBN: 8-414237-001662-00108 Depósito legal: B-44245-2011


NOTA PRELIMINAR Edward Bellamy, un periodista del futuro

Edward Bellamy nació el 26 de marzo de 1850 en Chicopee Falls (Massachusetts). Fue hijo de un eclesiástico bautista y paso casi toda su vida en Massachusetts. Frecuentó las escuelas locales y, durante breve tiempo, el Unión College, donde estudio literatura. Después de haber permanecido en Alemania durante un año, pasó a estudiar leyes e ingresó en el periódico Union de Springfield, integrando luego, por espacio de algunos meses, la plantilla del Evening Post de Nueva York. En 1880 fundó y dirigió a lo largo de varios años el Daily News de Springfield, y empezó a escribir para varias revistas una serie de relatos que más tarde fueron reunidos y publicados en el volumen The Blind Man’s World (1898), aparecido poco antes de su muerte. Sus primeras novelas, The Duke of Stockbridge (1879), Dr. Heindenhoff ’s Process (1880) y Mrs. Ludington’s Sister (1884), revelaban la influencia de la prosa de Nathaniel Haw­thorne. Sus temas predilectos son escenas de la vida rural americana y la exposición de algunos fenómenos metapsíquicos. Se casó en 1882, y en 1888 publicó El año 2000 (Looking Backward), una novela utópica en la que describe una forma muy curiosa de socialismo de Estado. Esta obra, editada repetidamente y cuya venta superó el millón de ejemplares, se convirtió en la novela utópica más popular de los EE UU y fue traducida a varios idiomas, éxito que provocó una continuación, Iquality (1897), mucho más discursiva y de menor resonancia. En 1891 el autor fundó en Bostón una revista (The New Nation) destinada a defender las teorías socialistas expuestas en El año 2000, una aventura editorial que, sin embargo, no duró sino unos pocos años. No obstante, Bellamy pasó el resto de su vida intentando difundir los principios políticos de su libro, y propiciando un programa de gobierno de tipo reformista. Aparecieron por todo el país organizaciones para intentar implantar sus ideas, hasta que, por último, se fundó el partido Populista, hoy desaparecido.

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En los últimos meses de su vida Bellamy se trasladó al Colorado para poner remedio a su tuberculosis; murió, después de haber regresado a Chicopee Falls, el 22 de mayo de 1898.

«El año 2000» La influencia de El año 2000, la más famosa de las obras de Bellamy, fue enorme en el siglo XIX. Ocho años antes de su aparición, había publicado Dr. Heindenhoff ’s Process, que prefigura alguna de las tácticas de aquella obra: el «método» del doctor Heindenhoff es un artilugio mecánico que borra la memoria de aquellos que deseen «volver a empezar». La novia del protagonista, que ha sido seducida por un rival, es persuadida de probar el método y logra la transformación. Luego, Bellamy utiliza un procedimiento ya entonces algo manido: nos enteramos de que el doctor Heindenhoff y su método son simplemente un sueño del protagonista, quien despierta y descubre que su prometida se ha suicidado. El argumento del sueño, muy propio de la literatura gótica, se vuelve a utilizar en El año 2000, cuyo protagonista despierta en un mundo del futuro después de un sueño hipnótico —quizás eco del trágico destino del doctor Valdemar, según lo imaginó Poe— que lo traslada desde 1887 al año 2000. Literariamente, la confusión mental de Julian West ante aquella visión de una Boston futura es uno de los mejores logros de la obra, que por lo demás —demasiado preocupada, como es natural, en exponer ideas— es algo morosa.

una nueva promesa, igualmente nueva, de que la ciencia puede ayudar a procurar la felicidad del hombre. Esto otorgó al género utópico una verosimilitud de la que carecía, y que no desaprovecharon escritores ulteriores como William Morris o H. G. Wells, situando incluso este último —como paradigma de la futura ciencia ficción— una de sus utopías en un planeta gemelo de la Tierra. Lo cierto es que El año 2000 fue un serio modelo para muchas elucubraciones —sensatas o disparatadas— sobre una posible sociedad perfecta del futuro, aun las distópicas, que se proyectó en pleno siglo XX en las obras de distintos autores, entre los que se destacan las de George Orwell y Aldous Huxley. También es destacable su influencia en la proto ciencia ficción, especialmente en escritores didácticos como Hugo Gernsback y su Ralph 124C 41+ (1925). No abundaremos en más detalles sobre la obra, ya suficientemente explícitos en los prólogos de Théodore Reinach, que ejemplifica el impacto de la obra en su tiempo histórico, y de Erich Fromm, que representa una visión más actual (1960), con una perspectiva ya mayor del discurrir histórico.

Ya no hay ricos ni pobres, todos son económicamente iguales. Nadie trabaja más que los demás, ni por obligación ni por salario, sino que todos están al servicio del país y trabajan para el bien común, que es repartido en partes iguales. Todas estas maravillas del futuro han sido conseguidas sustituyendo el capitalismo privado por el capitalismo de Estado y organizando el mecanismo de producción y de distribución, igual que el gobierno, como organismos de interés general que no han de estar al servicio del lucro particular sino del patrimonio de todos. No obstante, esta comunidad socialista expone un pensamiento tan radicalmente opuesto al sentido común, que casi de inmediato sentimos una sensación de incomodidad: la utopía puede deslizarse fácilmente en la distopía. Sin embargo, no compartimos —como muchas personas del pasado y del presente— la fácil crítica negativa: el libro de Bellamy fue extraordinariamente popular, en especial en los EE UU, lo que sugiere que la receptividad a un pensamiento comunista era más fuerte de lo que generalmente se piensa. Pero, sobre todo, lo que diferencia —y potencia— El año 2000 de obras anteriores, es que la utopía ya no se desplaza en el espacio a un lugar remoto y aislado del resto del mundo —como la Amaurota de Moro, la Trapobana de Campanella, la Bensalem de Bacon o la Erewhon de Butler— sino en el tiempo: la nueva frontera ahora está en el futuro, en este caso en el año 2000. Y ese futuro se convierte en 8

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PRÓLOGO a la Iª edición francesa

En ciertas provincias de Francia es uso corriente que sea padrino —o madrina— del primer hijo el abuelo o el amigo de la familia que ha concertado el matrimonio. Sin duda por imitar esta tierna costumbre, se me ha hecho el honor de pedirme unas cuantas líneas de prólogo para esta novela norteamericana, cuya traducción, hecha por instancia mía, recibió primeramente la hospitalidad de la Revue Britannique. El año 2000 (Looking Backward), ha sido uno de los mayores éxitos de librería en estos últimos años. En Inglaterra y en los Estados Unidos, a los seis meses de su aparición, se habían vendido ya más de 400.000 ejemplares: se encontraba este pequeño volumen oculto en los pupitres de todos los colegiales y bajo los almohadones de todos los empleados de oficina. No tardó la obra en pasar los mares: la casa Tauchnitz acaba de recibirlo en su colección; se han publicado traducciones en alemán y en italiano; por último, en Francia, la señora Bentzon ha presentado un sustancial análisis de este libro a los lectores de la Revue des Deux Mondes. Tal éxito, hay que decirlo, no se debe exclusivamente al mérito literario de la obra, por notable que sea bajo varios puntos de vista; se explica también, y sobre todo, por las ideas que este librito pone en movimiento, por las pasiones que halaga, por las perspectivas que encausa. Por otra parte, el autor, Eduard Bellamy, hace tiempo acostumbra a hacer esto. Dos de sus novelas anteriores, Dr. Heindenhoff ’s Process y Mrs. Ludington’s Sister ya habían atraído la atención del público por la singularidad de las paradojas y por la hábil manera de poner en escena los últimos descubrimientos o las últimas ilusiones de la ciencia. Porque para Bellamy la ficción novelesca no es más que la envoltura bajo la cual la lección se disimula, o el ensueño o la quimera; como los diálogos de Platón (y espero que no ha de guardarme rencor por esta comparación), la novela sirve a este autor para vulgarizar ciertas ideas, lanzar ciertas doctrinas, verdaderas o falsas, pero siempre de actualidad y que excitan la curiosidad, ya se trate de fisiología, de espiritismo o, como en el caso presente, de socialismo. En una palabra, Bellamy es un novelista de tesis, y El año 2000 es su Utopía. Acabo de pronunciar la palabra utopía, nombre propio que ha llegado a ser genérico. En efecto ¡cuántas veces, desde la célebre fantasía de Tomás Moro, la novela ha prestado su cómodo marco para la crítica de la sociedad actual y para el cuadro ideal de la sociedad futura! Todo el mundo conoce, al menos de nombre, La Ciudad del Sol, de Campanella; la Océana, de Harrington; y El viaje a Icaria, de Cabet. En la mayor 10

parte de esas obras, o por mejor decir en esa obra única, olvidada sin cesar y sin cesar rehecha, el procedimiento consiste en llevar al lector a un país imaginario, isla desconocida o planeta inaccesible, en donde reina la edad dorada. Bellamy ha preferido otro artificio, cuya idea, por lo demás, se la han sugerido el «Rip Van Winkle», de Washington Irving, y L’homme de l’oreille cassée, de Edmond About. En lugar de transportarnos por el espacio, nos hace viajar por el tiempo. El autor supone que un joven de Boston, Julian West, que se durmió con un sueño hipnótico el año de gracia de 1887, se despierta el año 2000 (dejo al lector el placer de ver cómo termina ese sueño) en medio de una sociedad nueva, que su anfitrión, el venerable doctor Leete, se encarga de explicarle. La descripción de esa sociedad forma el verdadero asunto de El año 2000, una mirada retrospectiva —que, entre paréntesis, debería más propiamente llamarse una mirada hacia el futuro—, pues la ligera intriga amorosa que se intercala en la trama didáctica de la obra no sirve más que para distraer al lector, el cual estaría expuesto a cansarse de la abundancia de detalles técnicos en que se complace el cicerone de la nueva Atlántida. ¿Cómo se constituirá la sociedad en el porvenir? ¿Sobre qué bases descansará su organización? Según nuestro novelista, se pueden reducir a dos principales: 1.ª supresión o limitación estrecha del capital privado, por la abolición de la herencia, el dinero y el salario, por la concentración, en manos del Estado, de todas las ramas de la industria y el comercio; 2.ª aplicación a las profesiones liberales del principio del servicio militar universal y obligatorio. Examinemos rápidamente estos dos puntos. En virtud del primer principio, los particulares, al no poder legar sus bienes a sus hijos, ya no tienen interés alguno en acumular capitales destinados a morir con ellos. Por lo demás ¿cómo podrían conseguir eso, puesto que el Estado monopoliza todas las fuentes de la riqueza, siendo el minero único, el fabricante único, el único vendedor al por mayor y al detalle, y sin duda el único propietario de tierras y casas? La nación entera forma una vasta sociedad cooperativa de producción y de consumo. El Estado abre a cada ciudadano, o si se quiere, a cada accionista, un crédito uniforme, representado en dólares, que corresponde a su parte en el producto anual de la nación. Provisto de esa tarjeta, en la que se marcan sus compras, a medida que las hace, el ciudadano se procura en los almacenes públicos todo cuanto le es preciso para sus necesidades ampliamente calculadas. Gracias a la supresión de las huelgas, de los ejércitos permanentes, y los mil rodajes costosos y embarazosos de la antigua máquina social, el tesoro público, en el año dos mil, se habrá aumentado en proporciones tan considerables, que todos los ciudadanos podrán gozar de un agradable bienestar. No hay que decirlo, el lujo individual habrá desaparecido; en cambio, la suntuosidad pública, las diversiones y las munificencias en las que todo el mundo tendrá su parte, llegarán a proporciones inauditas; las galerías de bellas artes, los teatros, las grandes tiendas, los grandes restaurantes (donde se acostumbrará a tomar una comida por 11


cada dos) eclipsarán todas las instituciones análogas de nuestro tiempo. Porque es de notar, dicho sea de paso, que el legislador de la Salento norteamericana, que tantas cosas echa por tierra, no toca ni a la religión ni a la familia. Un cerebro anglosajón puede muy bien figurarse una sociedad sin ricos ni pobres, sin bolsa ni policía, y hasta sin pianos, pero no sin el sweet home y sin el sermón del domingo. Acabamos de ver lo relativo a la distribución de las riquezas; pasemos a su producción, es decir, a la organización del trabajo. Ella se desprende de este axioma: que la sociedad moderna es un ejército en el que cada soldado ciudadano debe hacer cierta cantidad de labor para merecer su sitio al sol. Este principio del trabajo obligatorio se aplica, el año 2000, con un rigor inflexible, no lleva consigo exenciones, salvo las que resultan de la incapacidad física, ni reemplazantes, o personeros de ninguna clase. Hasta los veintiún años, se instruye por cuenta del Estado a todos los jóvenes; esta educación es puramente liberal, pero en ella se incluye ya el estudio teórico de las diversas industrias. A los veintiún años se entra en el ejército del trabajo y en él se sigue hasta los cuarenta y cinco. Durante los tres primeros años, se emplea al joven conscripto, a voluntad de sus superiores, en diversas tareas manuales, principalmente en las de sirviente, que ya no se consideran humillantes ni inferiores; muchos miembros de la universidad han comenzado por ser camareros. Acto seguido, el joven, según sus aptitudes, opta por cualquier profesión industrial o liberal, cuyo aprendizaje tiene que hacer; se destinan medios especiales —privilegios honoríficos, reducción de horas de trabajo, etc.— para remediar la acumulación de personal en algunas carreras, o la dificultad del reclutamiento en otras. En cada oficio, el soldado industrial asciende, como hoy en el ejército militar, por sus notas y su hoja de servicios. El general de cada cuerpo nombra la oficialidad subalterna; los grados superiores, desde el de general hasta el de presidente de la república, se dan por elección; pero, en interés de la disciplina, los miembros del ejército activo no son ni electores ni elegibles; el derecho al sufragio y la entrada en los cargos públicos se reservan a los trabajadores retirados, es decir, a los ciudadanos que han pasado de los cuarenta y cinco años. A esa edad, en efecto, el ciudadano queda definitivamente liberado del servicio industrial, salvo los casos excepcionales en que se le puede reclutar otra vez; en adelante, sin trabajar, cobra su tarjeta de crédito anual. Pero, inútil es decirlo, unos retirados tan jóvenes no son necesariamente ni haraganes ni inválidos. Al contrario, la hora del retiro marca, para los talentos escogidos, el comienzo de las más nobles ocupaciones, el libre desarrollo de las facultades que hayan podido estar comprimidas hasta entonces en los marcos de una jerarquía rigurosa. Tal es, en sus líneas principales, el cuadro de la sociedad ideal, o mejor dicho de la sociedad futura, trazado por Bellamy. No hay que decir que en este rápido análisis he tenido que pasar en silencio muchos detalles importantes. ¿Cómo funcionarán la policía y las leyes? ¿Qué medios se emplearán para obligar al trabajo a los perezosos y a la economía a los disipadores? ¿Quién decidirá las vocaciones? ¿Quién regulará la remuneración de los artistas, de los profesores, de los literatos, de los sabios? ¿Cómo se organizarán las relaciones del comercio internacional? A todas estas preguntas y a muchas otras se encontrará respuesta en el libro de Bellamy, y si al lector no le satisfacen las soluciones propuestas tendrá libertad completa de imaginar otras al 12

capricho de su fantasía. Porque el debate, si es que lo hay, se debe fijar en los principios y no en los detalles y las aplicaciones del sistema. Se trata de saber si la sociedad futura se debe fundar sobre la libertad o sobre una esclavitud más o menos disfrazada; si, en el dominio económico, dada la naturaleza humana actual —algunos dicen que es eterna— no ha de poder jamás sustituir por completo el móvil del honor y de la ambición al del interés personal: si, en el dominio intelectual, el individualismo, con sus desigualdades y sus caprichos, pero también con sus goces delicados, los destellos del genio, el encanto de la variedad y la espontaneidad, están realmente llamados a desaparecer ante la uniformidad en lo mediocre y las vulgaridades doradas del arte oficial. El problema es complejo y quizá será diferente la respuesta, según que se pregunte «si es mejor que así sea» o si será así verdaderamente. Es indudable: la sociedad actual no es buena. No hay alma un poco bien puesta que no sufra al ver el espectáculo de las miserias y sobre todo de los vicios en que abunda. Nuestro autor la compara a una diligencia monstruosa y rebosando gente, en la que unos cuantos y escasos privilegiados, colocados en la imperial, a fuerza de empujarse con los codos, se hacen llevar por el arrastre del tiro de los proletarios, que sudan, resoplan y se encabritan bajo el látigo de un siniestro cochero: el hambre. La imagen está ennegrecida con alguna exageración, pero debe reconocerse que no falla por completo. Mas ¿dónde está el remedio? Si todo el mundo entra en el carruaje, éste tiene que romperse, o se detendrá. Si, por el contrario, se une a todos en el tiro, nadie quedará para gozar de las bellezas del paisaje. Todo lo más que se puede hacer es componer el camino y multiplicar los cambios de tiro. Norelly y Rousseau predicaban el retorno al estado natural; pero, al suprimir la civilización, se disminuye la suma de los goces totales de la humanidad, se rebaja su grado de perfección, sin aumentar la parte proporcional de los goces individuales. La escuela rusa que representa hoy la tradición de Jean-Jacques Rousseau, pero más fuertemente impregnada de cristianismo, no retrocede ante esas consecuencias; la escuela norteamericana, por el contrario, pretende conservar y hasta aumentar la preciosa herencia de la civilización que nos han legado los siglos pasados. Pero (el libro de Bellamy da fe de ello) no llega más que a formar una sociedad mortalmente uniforme, reglamentada, jerarquizada a todo trance, en una palabra, una Norteamérica que se parece extrañamente a China. La vida, el progreso, la libertad, todas las ideas tan queridas por los cerebros europeos modelados por Grecia, por el Renacimiento y la Revolución Francesa, todo eso falta en la pretendida sociedad ideal del año 2000, y si se ha de decir todo, salvo haber nacido almacenista o dependiente de tienda, en ella se aburrirá uno mortalmente. Pero, aun sin ser tan seductor como lo cree su autor, no resulta que este cuadro sea absolutamente quimérico. Es indudable que no bastarán cien años para concluir la revolución social de que Bellamy se ha hecho profeta; pero esa revolución, o mejor dicho, evolución, está en el orden de las cosas posibles, y hasta diré probables. Por ciertos indicios —alentadores según algunos, amenazadores para otros— parece fuera de duda que nuestras sociedades modernas caminan a grandes pasos hacia la 13


nivelación de las condiciones, lo mismo que hacia la nivelación de las inteligencias. Las apariencias contrarias, inclusive la desigualdad creciente de las fortunas, no permiten ilusiones a ese respecto; de hecho, la aglomeración de los capitales, de los instrumentos de trabajo, de los medios de acción, en manos de un número cada vez más restringido de archimillonarios o de poderosas compañías, facilita y presagia su concentración completa en manos del Estado. Del mismo modo, en el orden político la absorción de los pequeños señores por los grandes, al reducir el número de cabezas que cortar, preparó el triunfo de la monarquía en Francia, y de la idea unitaria en Alemania. No son menos significativos otros síntomas. La educación, cada día más difundida y cada día más utilitaria, el progreso de las ciencias aplicadas, el triunfo de la comodidad, del lujo y del arte a precio barato, el reinado del automóvil al alcance de todos, el metro, el sufragio universal, todo eso es ya «bellamismo» en acción, y el ensueño no está tan lejos de la realidad como al pronto parece. Tenemos ya casi todas las fealdades de la sociedad futura; sólo nos faltan sus bellezas: la reconciliación de las clases, la paz perpetua, el crimen abolido, la justicia, la humanidad y el desinterés floreciendo en todos los corazones... ¡Ojalá que esta parte de la predicción de Bellamy no sea la última que se cumpla!

Théodore Reinach

PRÓLOGO a la edición inglesa de 1960

I

Muy pocos, entre los lectores jóvenes de este libro, sabrán que El año 2000, de Edward Bellamy, es uno de los libros más notables publicados en Norteamérica. Primero, en términos de popularidad, después de La cabaña del Tío Tom y Ben-Hur, fue el libro más popular durante el cambio de siglo, habiendo sido editado por millones de ejemplares en Estados Unidos y traducido a más de veinte idiomas. Pero el hecho de que fuese uno de los tres libros más vendidos en su época poco significa en comparación con la influencia intelectual y emocional que tuvo esta obra a partir de su publicación en 1888. Estimuló el pensamiento utópico hasta tal punto que desde 1889 a 1900 se publicaron en Estados Unidos cuarenta y seis novelas utópicas y algunas más en Europa. Tres personalidades de primera magnitud, Charles Beard, John Dewey y Edward Weeks, componiendo por separado una lista de los veinticinco libros más influyentes publicados desde 1885, colocaron todos ellos la obra de Bellamy en segundo lugar, ocupando el primero Das Kapital, de Karl Marx.(i) A fin de apreciar lo que esta estimación significa, justo será decir que este libro atrajo e influyó profundamente en hombres como John Dewey, William Allen White, Eugene V. Debs, Norman Thomas y Thorstein Veblen.(ii)No es ninguna exageración

(i) Véase John Hope Franklin, «Edward Bellamy and the Nationalist Movement», en The New England Quaterly, vol. 11 (diciembre de 1938), pp. 739-72. Véase también Elizabeth Sadler, «One Book’s Influence: Edward Bellamy’s Looking Backward», en The New England Quaterly, vol. 17 (diciembre de 1944), pp. 530-55. (ii)  Véase Edward Bellamy, Selected Writings on Religion and Society (ed. Joseph Schiffman), The Liberal Arts Press, Nueva York, 1956, Introducción, p. XXXV. Véase también Sylvia E. Bowman, The Year 2000: A Critical Biography of Edward Bellamy, Bookman Associates, Nueva York, 1958. 14

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afirmar que las vidas de alguno de éstos, y de otros muchos, cambiaron con la lectura de la obra de Bellamy. Su impacto no solamente lo sintió un buen número de intelectuales, pues se trata de uno de los libros publicados en todos los tiempos que casi inmediatamente después de su aparición, originó un movimiento de masas. Entre 1890 y 1891, se crearon en Estados Unidos ciento sesenta y cinco «Clubs Bellamy», dedicados a la discusión y propagación de las opiniones expresadas en El año 2000. El partido Populista, que en su mayor auge logró más de un millón de votos en Norteamérica, estaba en gran medida influido por las ideas de Bellamy, y muchos de los votos se debieron a sus seguidores. El impacto de El año 2000 se debe, hasta cierto punto, a la notable visión del libro, a su punzante crítica de la sociedad del siglo XIX, y a su atractivo estilo, aunque esto solo no explica el gran éxito del libro. En la década de 1890, Norteamérica estaba abierta y lista para aceptar visiones de la «buena sociedad». Mientras que las novelas del siglo XX que intentan describir un cuadro del futuro, como la obra Un mundo feliz (Brave New World), de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell, describen una sociedad deshumanizada, gobernada por la sugestión hipnótica de las masas o el terror, los norteamericanos de finales del siglo XIX estaban dispuestos a creer en, y eran capaces de creer en, una sociedad que cumpliese las promesas y las esperanzas que están en la raíz de toda la civilización occidental. El año 2000, aunque en forma de novela de fantasía, es una parte intrínseca de la tradición norteamericana, pero, como todas las utopías,(i) expresa uno de los elementos más característicos de la civilización de Occidente. En efecto, mientras que la tradición judeocristiana comparte muchas ideas básicas religiosas y éticas con otras grandes religiones humanísticas del mundo, la utopía es el elemento que, casi con exclusividad, es un producto de la mente occidental. ¿Qué queremos decir aquí por «utopía»? Si bien la palabra se sacó del título de la obra Utopía, de sir Thomas More [Tomás Moro], del siglo XVI, el significado más general es que «utopía» es una sociedad en la que el hombre ha alcanzado tal perfección que es capaz de construir un sistema social basado en la justicia, la razón y la solidaridad. El principio y la base de esta

(i)  En esta Introducción se usan tres palabras a las que la gente reacciona de manera alérgica: utopía, socialismo y nacionalismo. Es interesante saber por qué en nuestra época estas palabras han perdido su significado original. Las tres tienen en común la cualidad de esperanzas e ideales perdidos: Utopía, en nuestro mundo materialista, significa ensueño en vez de la habilidad de planear y cambiarse en un mundo realmente humano; el Socialismo ha sido traicionado por los líderes reformistas de 1914 y por los jefes comunistas de los sistemas estalinistas y kruschevistas, en tanto que originalmente expresaba las metas de la utopía en una forma más realista y científica; el Nacionalismo se ha deteriorado hacia la idolatría del Estado-Nación, en lugar de conservar su significado original de una vida nacional libre y verdaderamente humana. Es necesario considerar el significado original de estos conceptos y captarlos nuevamente. 16

visión reside en el concepto mesiánico de los profetas del Antiguo Testamento. La idea esencial de este concepto es que el hombre, tras perder su primitiva y preindividual unidad con la naturaleza y con sus semejantes (simbólicamente expresado en la leyenda de la Caída y Expulsión del Edén), comienza a fabricar su propia historia. Su acto de desobediencia fue su primer acto de libertad. Empieza a tener conciencia de sí mismo como individuo separado, y de su separación de los demás hombres y de la naturaleza. Este conocimiento es el principio de la historia, pero la historia tiene su objetivo y su meta: que el hombre, llevado por la añoranza de una unión renovada con la naturaleza y con el hombre, desarrollará sus facultades humanas de amor y razón tan plenamente que con el tiempo alcanzará una nueva unión, una nueva armonía con la naturaleza y con el hombre. Entonces, ya no se sentirá separado, solo y aislado, sino que experimentará una expiación con el mundo en que vive y estará realmente en su hogar sin ser ya un extraño en su mundo. La idea profética es que el hombre construye su propia historia, y que ni Dios ni el Mesías cambian la naturaleza o le «salvan» a él. Es él quien crece, se despliega y se convierte en lo que potencialmente es; a esta nueva sociedad se la denomina «tiempo mesiánico». El período mesiánico se caracteriza por el final del conflicto y la lucha entre hombre y hombre y entre hombre y naturaleza, por la justicia y la paz universales, y por el fin del nacionalismo. Como lo expresó Miqueas (Miqueas 4: 3-5): Y juzgará entre muchos pueblos, y corregirá a naciones poderosas hasta muy lejos; y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra. Y se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedentre; porque la boca de Jehová de los ejércitos lo ha hablado. Aunque todos los pueblos anden cada uno en el nombre de su dios, nosotros con todo andaremos en el nombre de Jehová nuestro Dios eternamente y para siempre. El concepto mesiánico fue histórico: la fraternidad humana debe lograrla el hombre con su propio esfuerzo a fin de conseguir el conocimiento dentro de los tiempos históricos. El cristianismo tendió a cambiar este concepto en la dirección de una salvación puramente espiritual y no histórica; el pensamiento medieval estuvo dominado por este concepto de salvación, que no ha de realizarse en la historia sino en un futuro transhistórico, escatológico. Durante cientos de años la visión profética de la buena sociedad estuvo dormida, hasta que empezó el decisivo período de la historia occidental con el Renacimiento, cuando la semilla del pensamiento racional y teórico, trasladada de Grecia al suelo de Europa, comenzó a germinar. El Renacimiento fue la época durante la cual el hombre descubrió, como lo ha establecido Jakob Burckhardt, la naturaleza y el individuo, la época en que comenzó a hallar una nueva ciencia, en que se enteró de su 17


propia fuerza y de su capacidad para transformar la naturaleza a través del poder de su pensamiento. Surgió un nuevo sentido de fuerza y el hombre empezó a sentirse el dueño potencial de su mundo. Al llegar a este punto, se juntaron dos tendencias de la civilización occidental: la versión profética de la buena sociedad como meta histórica, y la fe griega en la razón y la ciencia. El resultado fue que la idea de la utopía renació, la idea de que el ser humano era capaz de transformarse y de edificar un nuevo mundo poblado por una sociedad humana justa y racional, un mundo en el que la justicia, el amor y la solidaridad se realizaran. Cada era: el Renacimiento, la Revolución inglesa, la Edad del Conocimiento, el siglo XIX, creó su propia utopía.(i)El siglo XIX tuvo una nueva forma de pensamiento utópico, diferente de la forma tradicional de la fantasía imaginativa: la de los escritos que expresaban el contenido mesiánico en sistemas de pensamiento filosófico y sociológico. Fourier, Robert Owen, Kropotkin, Hegel, y Marx son las figuras capitales que representan esta nueva forma de pensamiento científico-utópico. Esta es la tierra en que crecieron las utopías norteamericanas. Y son las raíces de la más importante de todas las utopías de Norteamérica: El año 2000, de Bellamy.

II ¿Quién es el hombre que escribió la clásica utopía norteamericana? Edward Bellamy nació en 1850, de una antigua familia de la Nueva Inglaterra. Procedía, tanto por parte de madre como de padre, de familias de clérigos que generalmente habían dado muestras de una cualidad independiente y descarriada.(ii)Su abuelo materno fue obligado a abandonar su pastorado en Salem, Massachusetts, después de unirse a los masones, y a su padre se le negó su púlpito en Chicopee Falls al cabo de treinta y cuatro años de servicio religioso. Fue educado según las líneas calvinistas, pero la fe tradicional de su familia no se grabó por largo tiempo en Edward Bellamy. Así, olvidó las doctrinas de la iglesia y se obsesionó, especialmente tras un viaje por Europa, con «la inhumanidad del hombre con el hombre». Pasó bien sus exámenes de abogacía, pero sus ansias por ocuparse del cambio social le convirtieron en periodista. A los veintidós años firmó su primera declaración: The Barbarism of Society. En esa época volvió a la esencia de la ense-

(i)  Véase Marie Louise Berneri, Journey Through Utopia, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1950. (ii)  Véase la Introducción de Schiffman a Bellamy, Selected Writings, p. XI y ss. 18

ñanza cristiana, la idea del amor y de la solidaridad humanos, y cuando sólo contaba veinticuatro años de edad, escribió un manuscrito, nunca publicado en su tiempo, The Religion of Solidarity,(i)en el que daba expresión a este sentimiento. Agobiado por su mala salud, que eventualmente le condujo a la muerte a la temprana edad de cuarenta y ocho años, viose obligado a abandonar su labor periodística y se convirtió en escritor independiente. A los treinta y seis años, en el trasfondo del Haymarket y las «diez mil huelgas», empezó a trabajar en El año 2000, que se publicó en 1888. Mas a pesar de haberse convertido en una figura de fama nacional, jamás perdió su profunda modestia y humildad, su devoción nunca desmentida a sus ideales, su amor por el hombre. Pese a sus dificultades de salud y económicas, siempre rehusó aceptar estipendios por sus conferencias dadas para propagar sus ideas políticas. Este fue el hombre, del que es necesario saber algo para comprender su obra.

III

¿Cuál es la naturaleza de la sociedad que Bellamy describió en El año 2000? Es una sociedad que, no por los inventos técnicos sino por la racionalidad de su organización, puede producir lo suficiente para satisfacer las necesidades económicas de todo el mundo. La gente no tiene una cantidad ilimitada de productos, ni están estimulados a consumir más y más constantemente. Si, por ejemplo, desean viajar, deben estar satisfechos con gastar menos en alojamiento o en vestuario, pero a nadie le falta la base para una vida humana rica y digna. Cada cual recibe la misma cantidad de dinero, sea cual sea su tarea laboral. Cada cual tiene derecho a una vida humana decente, no porque sobresalga en esto o en aquello, sino por ser un ser humano. «El mérito es una cantidad moral, la producción una cantidad material. ¡Singular lógica la que pretendiera resolver un problema moral con arreglo a un patrón material! (…) Su título es el hecho de ser hombre, y tal es también la base de su reclamación.» Todos los medios de producción se hallan en manos del Estado, sin que exista ningún amo particular de capital o negocio. Tanto la clase y la cantidad de trabajo que cada cual efectúa está determinado por la elección individual. La buena sociedad de Bellamy no tiene como objetivo el lujo y el consumo per se, sino la buena vida; y el trabajo, aunque libremente escogido, tampoco es el objetivo

(i)  Edward Bellamy, The Religion of Solidarity (ed. Arthur E. Morgan), Antioch Bookplate, Yellow Springs (Ohio), 1940. Esta obra se ha reimpreso en Bellamy, Selected Writings, con permiso de Arthur E. Morgan. 19


de la vida. Después de cumplir los cuarenta y cinco años de edad, todo el mundo está exento de realizar má s servicios económicos a la nación, con excepción de las labores realmente especializadas, tanto profesional como administrativamente que procuran placer y requieren una gran experiencia. El principio básico de Bellamy se apoya en que el sistema es «enteramente voluntario, todo resulta lógicamente de la libre operación de la naturaleza humana, evolucionando en condiciones racionales». Uno de los rasgos más sorprendentes de la utopía de Bellamy es el hecho de que la gente no sólo viva mejor materialmente, sino que sean diferentes psicológicamente. No existen los antagonismos individuales, pero sí un sentido de solidaridad y amor. Su principio es que deben aceptarse aquellos servicios que se desean devolver. La gente es sincera y no miente, existe la completa igualdad de sexos, sin necesidad de fraudes ni manipulaciones. Dicho de otro modo: es una sociedad en la que se ha conseguido la religión del amor fraternal y la solidaridad.

IV

Se han dirigido fuertes críticas contra la utopía de Bellamy. No sólo, como sería natural, ha sido criticada por los que se oponen a una sociedad socialista, sino que también la han censurado muchos de aquéllos cuyas simpatías se dirigen completamente a una sociedad sin propiedad privada en los medios de producción y de solidaridad mutua. Las dos críticas principales parecen estar plenamente justificadas. La primera y más importante se refiere al principio de administración jerárquico y burocrático que impera en la sociedad del año 2000. No es una democracia efectiva; sólo los que cuentan más de cuarenta y cinco años y no están relacionados con el ejército industrial tienen derecho al voto. La administración está organizada de acuerdo con los principios de un ejército. Aunque es cierto que la habilidad, la educación y la capacidad probadas son las condiciones para ascender jerárquicamente, se trata no obstante de una sociedad en la que la mayoría de ciudadanos están sujetos a las órdenes de los oficiales industriales, con escasas posibilidades de desarrollar las iniciativas individuales. El Estado de Bellamy está altamente centralizado, pues no sólo posee los medios de producción sino que también reglamenta todas las actividades públicas. Si esta crítica estuvo dirigida contra la utopía de Bellamy ya durante su vida, mucho más justificada parece estar a mediados del siglo XX, en una sociedad que cada vez se desarrolla más hacia una sociedad empresarial. Hemos sido testigos, tanto en la Unión Soviética como en los grandes países industriales de Occidente, del desarrollo de una clase de empresarios que no son los dueños legales de la empresa, sino sus dueños efectivos y sociales, sin estar sujetos al control de aquéllos cuya labor 20

dirigen. El individuo se transforma cada vez más en un tornillo de la vasta máquina burocrática, en una «cosa» dirigida por los burócratas. Bellamy no vio los peligros de una sociedad empresarial y burocratizada. No reconoció que el burócrata es un hombre que administra las cosas del pueblo, y que se refiere al pueblo como a una cosa. Bellamy no vio que una sociedad en la que el individuo no actúa como participante activo y responsable en su labor carece de los elementos esenciales de la democracia, y es una sociedad en la que el hombre pierde su individualidad y su iniciativa; que el sistema burocrático tiende con el tiempo a producir máquinas que actúen como hombres y hombres que actúen como máquinas. Este énfasis en un gobierno burocrático y centralizado parece ser, en realidad, el peor defecto de la utopía de Bellamy (un yerro que fue claramente visto y descrito en otra utopía importante: Noticias de Ninguna Parte, de William Morris), si bien justo es decir que en una época en que los amos particulares, empedernidos e irresponsables dirigían la producción, el peligro de una clase de empresarios diestros todavía no estaba a la vista, como les ha sucedido a los que viven en un período de sociedad empresarial. Otra crítica entre las formuladas no carece de mérito. Al parecer, la buena sociedad de Bellamy goza de un equilibrio perfecto, por lo que no necesita más desarrollos, no habiendo conflictos ni problemas humanos que trasciendan al orden existente. Pero también en esto es preciso considerar la época en que Bellamy vivió y escribió. Fue un período de gran riqueza y grandes necesidades. Un período de miseria y pobreza. Bellamy no fue realmente un filósofo ni un psicólogo, pero estuvo preocupado por la abolición de las condiciones que privan a la vida humana de su dignidad y al hombre de su capacidad para gozar de la vida. Quería demostrar lo que sería la vida si estuviese organizada racionalmente, y no le interesó el retrato del futuro del hombre, al trascender de este primer paso hacia la verdadera sociedad humana. Una tercera crítica dirigida contra Bellamy me parece menos justificada, fundada en la falta del suficiente conocimiento de sus ideas expresadas en otras obras suyas, no publicadas en su tiempo. La esencia de esta crítica la expresó uno de sus contemporáneos, al decir: «Ciertamente es una idea nueva que la virtud sea hija de la comodidad». Esto implica que en la sociedad de Bellamy la comodidad material es el principal objetivo de la vida y en la que se deja de lado el desarrollo humano y espiritual del hombre. En 1960, esta crítica parece merecer más atención de la que tuvo a finales del siglo XIX. La sociedad occidental se ha vuelto profundamente materialista. En contraste con el siglo XIX, cuando ahorrar era una virtud, el siglo XX ha convertido el consumo en la principal virtud. El propósito de la vida ha cambiado, de manera que el consumo de más y mejores cosas ha ocupado el lugar de la visión mesiánica de una sociedad de solidaridad y amor. Mientras el jarabe de pico está de acuerdo con las ideas religiosas tradicionales, lo cierto es que estas ideas se han convertido en una concha vacía. El objetivo de la sociedad contemporánea no es la perfección del hombre sino la perfección de las cosas, tanto en los países occidentales como dentro del sistema 21


comunista. El hombre bien alimentado, bien ataviado y bien entretenido, es nuestro objetivo, un hombre que tiene mucho y usa mucho, pero es poco. Muchos individuos de hoy día piensan que mientras iniciamos nuestra producción en masa como el medio de mejorar la vida humana, los medios se han convertido en los fines. Como dijo Emerson: «Las cosas están en la silla de montar y la humanidad cabalga». Sin embargo, la última crítica contra Bellamy, es diferente de las mencionadas antes. En esas áreas, Bellamy no veía problemas y peligros que sólo debían desenvolverse plenamente en los siguientes sesenta años. Aquí, se critica a Bellamy por un materialismo superficial que es extraño a su propio punto de vista. Aunque es cierto que en El año 2000 describió a hombres y mujeres de un desarrollo psicológico y espiritual más elevado que los de su tiempo, no destacó este aspecto tanto como hubiera debido hacerlo. Tal vez temió que acentuar los aspectos morales y espirituales debilitara el atractivo popular de sus otros escritos. Bellamy consideraba el amor de la especie humana como la esencia del espíritu religioso. El «motivo cardinal de la vida humana» —escribió en The Religion of Solidarity— es una tendencia y una inclinación a absorber o a ser absorbido o unido a otras vidas y a toda vida... Es la puesta en marcha de esta ley sobre las cosas grandes y pequeñas, en el amor de los hombres por las mujeres, y por uno al otro, por la especie, por la naturaleza, y por las grandes ideas que son el símbolo de la solidaridad, que forman la trama de la pasión humana... Como individuos, estamos constreñidos hoy día a un espacio muy limitado, pero como universalistas heredamos todo el tiempo y el espacio».(i) La filosofía de Bellamy era espiritual, fundada en que la experiencia de la unión completa fuera el objetivo básico de un misticismo ateo. Además, Bellamy poseía un profundo concepto del desenvolvimiento de la psique humana. Creía que el hombre en su historia pasa por un desarrollo en el que surgen en primer plano nuevas fuerzas y experiencias psíquicas, fuerzas que llevan a la perfección. Esta «tendencia del alma humana» —escribió en The Religion of Solidarity— a una realización más perfecta de su solidaridad con el universo... ya es... un asunto de historia. Debo llamar la atención hacia el hecho de que el amor sentimental de lo sublime y bello de la naturaleza, el encanto que los montes, el mar y el paisaje ejercen con tanta fuerza sobre la mente moderna a través de un sutil sentido de simpatía, es un crecimiento relativamente reciente y moderno de la mente humana. Los antiguos no sabían, o esto se dice, nada de esto. Es un hecho curioso que en ningún autor clásico se halle ninguna alusión a una clase de emociones y sentimientos que tanto espacio ocupa en la moderna literatura. En efecto, es casi en el espacio de un siglo que esta susceptibilidad del alma se ha ido desarrollando... Si la cultura ha podido añadir tal provincia

(i)  Citado en la Introducción de Schiffman a Bellamy, Selected Writings, p. XVIII 22

a la naturaleza humana en un siglo, seguramente no es de visionarios contar con un desarrollo futuro más completo, del mismo grupo, de las sutiles facultades físicas».(i) Ahora queda muy claro cuán profundamente relacionado está la idea de Bellamy con la de la gran tradición norteamericana, expresada en el pensamiento de Whitman, Thoreau, Emerson, y de este gran, pero menos conocido pensador, Richard M. Bucke. La experiencia religiosa de Bellamy es de amor y solidaridad, de unión, de esta sintonía del hombre con el hombre, del hombre con la naturaleza, del amor hacia la especie humana, del universalismo supranacional; creía que «no hay atributo más fuerte en la naturaleza humana que su hambre por la camaradería y la mutua confianza». La filosofía de Bellamy estaba hondamente arraigada en el espíritu del cristianismo. Se volvió contra la religión cristiana porque sintió que «la iglesia no ponía demasiado énfasis en la religión tal como le pertenecía, por ejemplo, en la traducción de la Regla de Oro de las relaciones humanas; que cantaba constantemente las glorias del Cielo y no denunciaba o intentaba corregir el mal y la maldad de aquí abajo».

V

Al discutir la utopía de Bellamy se presenta la pregunta: ¿Era socialista su objetivo? Apenas cabe dudar de que, en todos los elementos más esenciales, su utopía es socialista, y de que en muchos aspectos, pertenece al socialismo de Marx. Bellamy describe una sociedad en la que todos los medios de producción se hallan en manos del Estado, en la que hay una completa igualdad de ingresos, y en la que las clases han dejado de existir. Bellamy, igual que Marx, asumía que el capitalismo ha de conducir a una concentración cada vez mayor del capital y a la formación de empresas gigantescas, preparando de esta manera el camino para la nueva etapa: que toda la economía sea una colosal empresa dirigida por el Estado y por los directores por éste elegidos. Hay varios factores, sin embargo, en que la explicación de Bellamy difiere de la teoría de Marx: uno es que la nueva sociedad ha de llegar sin lucha de clases y sin el esfuerzo especial de la clase trabajadora para conseguir su emancipación. Otro punto de diferencia reside en la idea de un Estado totalmente centralizado sin una democracia efectiva. A este respecto, la utopía de Bellamy sería más semejante a

(i)  Íbid., p. XVII. 23


la forma de comunismo de Kruschev que al socialismo de Marx, con la única diferencia básica, no obstante, de que el objetivo de Bellamy no es la masa humana automatizada con un consumo siempre en aumento, como preconizaba Kruschev, sino un hombre capaz de sentir un amor fraterno y de una unión del hombre con la naturaleza. Mientras Marx sustentaba tendencias centralistas y creía necesario conquistar al Estado, e incluso fortalecer su poder durante un período de transición, su visión del socialismo era, claramente, su creencia de que el Estado se marchitaría y sería reemplazado por una sociedad de individuos libremente cooperativistas. Mientras que, en efecto, la utopía de Bellamy es esencialmente socialista, él nunca usó la palabra «socialismo» en su obra, ni se usó en el movimiento político que la misma originó. Llamó a este movimiento «nacionalista». Refiriéndose con esta palabra tanto a la nacionalización de todos los medios de producción como al hecho de que solamente esta forma de sociedad podría hacer surgir el rico florecimiento de la vida de una nación. Sin embargo, al parecer, Bellamy no fue en modo alguno un «antisocialista». Escribió una Introducción a la edición norteamericana de los Fabian Essays (1894), estableciendo que el «nacionalismo era una forma bajo la que el socialismo llegaba a oídos del público norteamericano».(i) Ratificó el credo fabiano sobre la propiedad popular de la industria y el comercio, y lo criticó solamente por no haber ido lo bastante lejos, especialmente acerca de la completa e igual distribución del ingreso. Sin embargo, la cuestión de si Bellamy era socialista tiene un interés que supera el de desentrañar cuál era su concepto consciente. Al leer hoy su libro, no sólo se plantean los problemas del desarrollo de la sociedad industrial durante los últimos setenta años, sino también el problema de lo qué ha sido del socialismo durante el mismo período. No es posible entender a Bellamy si no se entiende qué era el socialismo en el concepto de Marx y otros, y cómo ha ido cambiando y distorsionándose en estos mismos años. El socialismo, según Marx, no fue originariamente un movimiento para la abolición de la desigualdad económica, sino que su objetivo era esencialmente la emancipación del hombre, su restauración al individuo no alienado, disminuido, que entra en una nueva, rica y espontánea relación con su semejante y con la naturaleza. El objetivo del socialismo era que el hombre debía desprenderse de las cadenas que le ataban, de las ficciones y las irrealidades, y transformarse en un ser que puede hacer

(i)  Véase Richard M. Bucke, Cosmic Consciousness, A Study in the Evolution of the Human Mind (17ª ed.), E. P. Dutton, Nueva York, 1954.10 Arthur E. Morgan, The Philosophy of Edward Bellamy, King’s Crown Press, Nueva York, 1945, pp. 84-85. Citado en la Introducción de Schiffman a Bellamy, Selected Writings, p. XXXVIII. 24

un uso creativo de sus poderes de pensar y sentir. El socialismo quería que el hombre fuera independiente, o sea que se sostuviese sobre sus propios pies; y creía que el hombre podía conseguirlo si, como dijo Marx, «debe su existencia a sí mismo, si afirma su individualidad como un hombre completo en cada una de sus relaciones con el mundo: ver, oír, oler, gustar, sentir, pensar, desear, amar... en resumen, si afirma y expresa todos los órganos de su individualidad». La meta del socialismo era la individualidad y no la uniformidad; la liberación de las ataduras económicas, no la realización de los objetivos materiales como primordial preocupación de la vida. Su principio era que cada ser humano es un fin en sí mismo, y jamás debe de ser el medio de otro hombre. El socialismo deseaba crear una sociedad en la que cada ciudadano participase, activa y responsablemente, en todas las decisiones, y en la que pudiera participar por ser un hombre y no una cosa, por tener convicciones y no opiniones sintéticas. Deseaba construir una sociedad en la que el hombre controlara las circunstancias en vez de ser controlado por ellas. En el siglo XIX y hasta comienzos de la Primera Guerra Mundial, el socialismo, arraigado en la tradición del racionalismo moderno y el mesianismo profético, fue el movimiento humanístico y espiritual más importante de Europa y Norteamérica. ¿Qué le sucedió al socialismo? Sucumbió al espíritu del capitalismo que ansiaba sustituir. En vez de entender al socialismo como un movimiento para la liberación del hombre, muchos de sus adherentes y de sus enemigos en común lo comprendieron como un movimiento exclusivamente dirigido a la mejora económica de la clase obrera. Se olvidaron los objetivos humanísticos del socialismo, o sólo se juzgaron de labios afuera, mientras que, como en el capitalismo, todo el énfasis se ponía en los objetivos de la ganancia económica. Lo mismo que los ideales de la democracia han perdido sus raíces espirituales, la idea socialista perdió su más profunda raíz: la fe profético-mesiánica en la paz, la justicia y la fraternidad del hombre. Así, el socialismo se convirtió en el vehículo por el que los trabajadores podían alcanzar su sitio dentro de la estructura capitalista, y no trascendiendo de ella; en lugar de cambiar al capitalismo, el socialismo fue absorbido por el espíritu de aquél. El fracaso del movimiento socialista fue completo cuando en 1914 sus líderes renunciaron a la solidaridad internacional, eligiendo los intereses económicos y militares de sus respectivos países contra las ideas del internacionalismo y la paz, que habían figurado en su programa. La mala interpretación del socialismo como movimiento puramente económico, y de nacionalización de los medios de producción como su principal objetivo, tuvo lugar tanto en el ala derecha como en el ala «izquierda» del movimiento socialista. Los líderes reformadores del movimiento socialista de Europa consideraron como su principal objetivo elevar el nivel económico de los obreros dentro del sistema capitalista, y consideraron como la medida más radical la nacionalización de algunas grandes empresas. Sólo recientemente muchos han comprendido que la nacionali25


zación de una empresa no es en sí la realización del socialismo, puesto que para el obrero, estar dirigido por una burocracia privada no es básicamente distinto de ser dirigido por una burocracia pública. Los líderes del partido comunista de la Unión Soviética interpretaron el socialismo de la misma manera, puramente económica. Pero por vivir en un país mucho menos desarrollado que la Europa del Oeste, y sin una tradición democrática, aplicaron el terror y la dictadura para forzar la rápida acumulación de capital que, en la Europa occidental, tuvo lugar en el siglo XIX. Desarrollaron una nueva forma de capitalismo estatal, que resultó tener éxito económicamente y ser humanamente destructor. Edificaron una sociedad dirigida burocráticamente en que la diferencia de clases, tanto en el sentido económico como en del poder para mandar a los demás se refiere, es más profunda y más rígida que en ninguna de las sociedades capitalistas de hoy día. Definen su sistema como «socialista» por haber nacionalizado toda la economía, mientras que en realidad su sistema es la completa negación de todo lo que significa el socialismo: la afirmación de la individualidad y el pleno desarrollo del ser humano. A fin de lograr el apoyo de las masas que tuvieron que sufrir innumerables sacrificios debido a la rápida acumulación de capital, usaron ideologías socialistas combinadas con otras nacionalistas, y así consiguieron la colaboración, aunque a regañadientes, de los gobernados. De este modo, el sistema de la libre empresa es muy superior al sistema comunista porque ha conservado uno de los grandes logros del hombre moderno, la libertad política y, con ella, un respeto a la dignidad y la individualidad del hombre, que nos une a la fundamental tradición espiritual del humanismo. Nuestra libertad política nos permite las posibilidades de criticar y de proponer cambios para la construcción social, lo cual es prácticamente imposible con la política estatal del Soviet. Es de esperar, no obstante, que cuando los países soviéticos hayan alcanzado el mismo nivel de desarrollo económico que la Europa occidental y los Estados Unidos, o sea, una vez puedan satisfacer las demandas para una vida más cómoda, sus líderes no necesitarán el terror, sino que serán capaces de usar los mismos medios de manipulación que se usan en Occidente: sugestión y persuasión. Este desarrollo traerá la convergencia del capitalismo del siglo XX y del comunismo del siglo XX. Ambos sistemas están basados en la industrialización, y su objetivo es aumentar la eficacia económica y la riqueza. Son sociedades regidas por una clase rectora y por políticos profesionales. Las dos son totalmente materialistas en sus resultados, sin tener en cuenta el respeto simulado a la ideología cristiana en Occidente y al secular mesianismo en Oriente. Organizan a las masas en un sistema centralizado, en grandes fábricas, en partidos políticos de masas. En ambos sistemas, si continúan como hasta ahora, el hombre alienado, un hombre-autómata bien alimentado, bien ataviado y bien entretenido, gobernado por unos burócratas que tienen una meta tan nimia como la tiene el hombre-masa, reemplazará al hombre creador, pensador, sensible. Las cosas ocuparán el primer puesto y el hombre habrá muerto; hablará de libertad y de individualidad, mientras no será nada.

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Hay que comprender este desarrollo del socialismo para apreciar plenamente la visión de Bellamy. Pese a ciertos defectos y superficialidades, su visión fue la misma que la del socialismo humanístico: la transformación de la sociedad actual en una racional y planeada, de la que hayan desaparecido las desigualdades y las injusticias. Pero esta transformación económica y social sólo es un medio para el fin. Y el fin es la emancipación del hombre y la superación de su alienación. Es el cumplimiento del humanismo dentro de la sociedad industrial. Es la realización de los ideales espirituales en que se halla enraizada toda nuestra civilización occidental. Leer el libro El año 2000 hoy día es importante, no sólo porque nos da una visión imaginativa de cómo podría organizarse una sociedad racional, sino también porque nos muestra todos los problemas con los que nos enfrentamos hoy día. ¿Nos encaminamos a perdernos en un materialismo vacuo en que el peligro no es, como en el pasado, que el hombre sea un esclavo, sino que sea un robot? ¿O estamos yendo hacia la revitalización de los básicos anhelos del hombre occidental sin los que la sociedad occidental, a pesar de toda su riqueza, se halla en peligro de perecer por su falta de vitalidad y propósito? El hombre contemporáneo está fascinado por las visiones técnicas del viaje a la luna y a los planetas. Parece, en realidad, que esta clase de utopía científica es un pobre sustituto de la utopía humanista que conduce desde el mesianismo profético a Bellamy, la visión de la «buena sociedad» en la que el hombre hace de su mundo un verdadero hogar humano. Sin embargo, no es ciertamente más difícil esbozar planes para una sociedad organizada racionalmente y efectivamente humana, que lo es para construir bombas atómicas, misiles intercontinentales y viajes a la luna. Ningunos versos pueden encajar mejor en El año 2000, de Bellamy, que éstos de William Morris en The Earthly Paradise:

Soñador de sueños, nacido de mi época, ¿por qué debo esforzarme en enderezar lo torcido? Me basta con que mi susurrante rima golpee con un ala ligera el portal de marfil, contando un cuento que no importune a los que residen en la región de los sueños, arrullados por el cantor de un día vacío. Erich Fromm

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PREFACIO Sección histórica, Shawmut College, Boston, 26 de diciembre de 2000

el progreso que se logrará, siempre al frente y arriba, hasta que la especie consiga su destino inefable. Esto está bien, muy bien, pero a mí me parece que en ninguna parte podemos hallar un terreno más sólido para las anticipaciones más atrevidas del desarrollo humano durante los próximos mil años, que en El año 2000 sobre el progreso de los últimos cien años. Que este volumen tenga la fortuna de hallar lectores cuyo interés en el tema les incline a no tener en cuenta las deficiencias del tratamiento dado al mismo, es la esperanza en que el autor se hace a un lado y deja que el señor Julian West hable por sí mismo.

Viviendo como vivimos en el año final del siglo XX, gozando de las bendiciones de un orden social a la vez tan sencillo y tan lógico que parece ser el triunfo del sentido común, es sin duda difícil, para los que no han cursado exhaustivos estudios de historia, comprender que la presente organización de la sociedad tiene, en su totalidad, menos de un siglo de existencia. Ningún hecho histórico está, no obstante, mejor establecido que aquél, según el cual, casi hasta finales del siglo XIX, fue creencia general que el antiguo sistema industrializado, con todas sus raras consecuencias sociales, estaba destinado a durar, con posibles remiendos, hasta el fin de los tiempos. ¡Qué extraño e increíble resulta que tan prodigiosa transformación moral y material haya tenido lugar en un plazo tan breve! La facilidad con que los hombres se acostumbran, naturalmente, a las mejoras de sus condiciones que, cuando se anticipan, parecen no dejar ya nada más por desear, no podría quedar más bien ilustrado. ¡Qué reflexión podría estar mejor calculada para moderar el entusiasmo de los reformadores que cuentan como recompensa con la gratitud eterna de las edades futuras! El objeto de este volumen es ayudar a las personas que, mientras ansían obtener una idea más definida de los contrastes sociales entre los siglos XIX y XX, se hallan atormentados por el aspecto formal de los relatos que tratan este tema. Advertido por la experiencia de maestro de que aprender es una debilidad carnal, el autor ha tratado de aliviar la cualidad instructiva del libro moldeándolo en forma de una narración romántica, que desearía no quedara totalmente falta de interés. El lector, para el que las modernas instituciones sociales con sus principios subyacentes son algo cotidiano y normal, puede a veces encontrar las explicaciones del doctor Leete un poco triviales, mas debe recordar que para el invitado del doctor Leete no eran asuntos corrientes, y que este libro se escribió con el expreso propósito de inducir al lector a olvidar por el momento que así son para él. Una palabra más. El tema casi universal de los escritores y los oradores que han celebrado esta época bimilenaria, ha sido el futuro más que el pasado, no los avances logrados, sino 28

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EL AÑO 2000 una mirada retrospectiva

I

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i por primera vez la luz en la ciudad de Boston el año 1857. «¡Cómo! —exclamará el lector—. ¿Mil ochocientos cincuenta y siete? Sin duda se trata de un error. Quiere decir mil novecientos cincuenta y siete, claro.» Perdón, pero no hay ningún error. Eran las cuatro de la tarde del 26 de diciembre, un día después de Navidad, del año 1857, no 1957, cuando por primera vez respiré el viento este de Boston que, se lo aseguro al lector, poseía en aquel período las mismas cualidades penetrantes que lo caracterizan en el año de gracia actual, 2000. Esta declaración parece tan absurda, y más teniendo en cuenta que soy un hombre joven, aparentemente de unos treinta años de edad, que no se puede censurar a nadie por negarse a leer una palabra más de lo que promete ser una mera imposición sobre su credulidad. Sin embargo, le aseguro fervientemente al lector que no se intenta efectuar ninguna imposición y que, si sigue adelante con esta lectura, se convencerá por completo de esto. Si puedo, por tanto, asumir, con el afán de justificar mi aserto, que sé mejor que el lector en qué fecha nací, proseguiré con esta narración. Como sabe cualquier escolar, en la última parte del siglo XIX no existía la civilización moderna, ni nada parecido, aunque ya se estaban fermentando los elementos que iban a desarrollarla. Pese a todo, nada había ocurrido que modificase la inmemorial división de la sociedad en cuatro clases o naciones, como podrían ser llamadas debidamente, puesto que las diferencias entre ellas eran mayores todavía que las existentes entre las naciones hoy día, entre el rico y el pobre, entre el educado y el ignorante. Yo era rico y también educado, y poseía, por tanto, todos los elementos de la felicidad gozada por los más afortunados de la época. Viviendo en el lujo, y ocupado solamente en la consecución de los placeres y refinamientos de la vida, derivaba los medios de mi sostenimiento de la labor ajena, sin ofrecer ningún servicio a cambio. Mis padres y mis abuelos habían vivido de la misma forma, y yo esperaba que mis descendientes, si los tenía, gozaran asimismo de una existencia fácil. 30

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¿Mas cómo podía vivir sin servir al mundo? Preguntará el lector. ¿Por qué debía el mundo soportar en la mayor ociosidad a uno que podía prestar servicios? La respuesta es que mi bisabuelo había acumulado una gran suma de dinero con la que habían vivido desde entonces sus descendientes. La cantidad, como naturalmente inferirá el lector, era lo bastante grande como para sostener a tres generaciones de ociosos sin agotarse. Sin embargo, no era así. La cantidad no fue en su origen tan enorme. En realidad, era mucho mayor después de haber sostenido a tres generaciones de ociosos que al principio. Este misterio de usar sin consumir, de calentar sin combustión parece mágico, pero no era más que una ingeniosa aplicación del arte, hoy felizmente perdido pero llevado a la perfección por nuestros antepasados, de cargar el peso de uno sobre las espaldas de los demás. Del hombre que lo consiguió, logrando el fin que buscaba, se dijo que vivía de los intereses de sus inversiones. Aclarar ahora cómo los antiguos métodos de la industria conseguían esto nos demoraría demasiado. Sólo diré, pues, que los intereses de las inversiones eran una especie de tasa a perpetuidad sobre el producto de los seres dedicados a la industria, que la persona poseedora o heredera de dinero era capaz de imponer. Hay que suponer que un arreglo que hoy día nos parece tan antinatural y absurdo según las ideas modernas, nunca fue criticado por nuestros antepasados. El esfuerzo de los leguleyos y profetas de las edades más primitivas había sido abolir los intereses, o al menos limitarlos a la menor tasa posible. Todos estos esfuerzos, no obstante, fracasaron mientras prevalecieron las antiguas organizaciones sociales. En el momento en que escribo, la última parte del siglo XIX, los gobiernos han dejado generalmente de reglamentar este asunto. Al intentar dar al lector una impresión general de la forma en que la gente vivía en aquellos días, y especialmente sobre las relaciones entre sí de ricos y pobres, tal vez lo mejor será comparar la sociedad de entonces con un coche-diligencia prodigioso que las masas de humanidad tuviera enjaezado y arrastrase obstinadamente por un camino montuoso y arenoso. El conductor estaba hambriento y no se le permitían descansos, aunque el paso era necesariamente muy lento. Pese a la dificultad de llevar el coche por un camino tan dificultoso, la imperial del vehículo estaba totalmente llena de pasajeros que jamás se apeaban, ni en las cuestas más pronunciadas. Los asientos elevados estaban muy ventilados y eran cómodos. Libres del polvo, sus ocupantes podían disfrutar del paisaje a su gusto, o discutir críticamente los méritos de los caballos de tiro. Naturalmente, estos sitios eran objeto de una gran demanda y la competición por ellos era salvaje, buscando cada cual como primer objetivo de la vida asegurar un asiento en el coche y dejarlo como herencia a su hijo. Según el reglamento del carruaje, un hombre podía ceder su asiento a quien quisiera, pero por otra parte, eran muchos los accidentes por los que, en cualquier instante, podía perderlo totalmente. A pesar de ser tan cómodos, los asientos eran muy inseguros, y a cada súbito salto del coche las personas resbalaban en sus asientos y caían al suelo, donde al momento eran obligados a asirse a la brida y arrastrar el coche en el que poco antes iban tan ricamente sentados. La pérdida del asiento se consideraba, naturalmente, una gran desgracia, y la aprensión de que esto pudiera sucederles a ellos o a sus amigos era una nube constante que empañaba la dicha de los que viajaban. 32

¿Pero sólo pensaban en ellos mismos? se preguntará el lector. ¿No les resultaba intolerable su lujo comparado con los hermanos y hermanas que asían el arnés, y saber que su peso se añadía al esfuerzo y a la carga? ¿No sentían compasión por aquéllos cuya diferencia sólo consistía en la fortuna? Oh, sí, la conmiseración era frecuentemente expresada por los viajeros hacia los que tenían que arrastrar el carruaje, especialmente cuando el vehículo corría por un mal trecho del camino, como solía ocurrir constantemente, o cuando tenía que trepar por una colina especialmente empinada. En esos momentos, el desesperado arrastre del tiro, su agónico salto y hundimiento bajo las implacables punzadas del hambre, los numerosos desdichados que se desmayaban en el arrastre y eran pisoteados en el lodo, constituían un desastroso espectáculo, que a menudo ponía innegables acentos de sinceridad en la imperial del carruaje. Algunas veces los pasajeros solían alentar a los trabajadores del equipo de tiro, exhortándoles a tener paciencia, a mantener las esperanzas de una posible compensación en otro mundo por el rigor de su suerte, mientras otros contribuían a comprar bálsamos y linimentos para los baldados y heridos. Se convenía en que era una calamidad que el coche resultara tan duro de tirar, y había una sensación de alivio general cuando un trozo de camino especialmente malo se dejaba atrás. Este alivio no comprendía, en verdad, a todo el equipo de tiro, pues en aquellos malos parajes siempre había peligro de un vuelco en el cual todos podían perder sus asientos. En verdad, debe admitirse que el principal efecto del espectáculo de la miseria de los trabajadores en el enlace de los caballos era aumentar la sensación del valor de los asientos superiores, más desesperadamente que antes, de los pasajeros. Si éstos se hubieran sentido seguros de que ni ellos ni sus amigos podrían caerse de arriba, es probable que, más allá de la contribución en dinero para linimentos y vendas, muy poco se hubieran inquietado por aquellos que arrastraban el carruaje. Sé que estos principios parecerán crueles e inhumanos a los hombres de fines del siglo XX; pero he aquí las dos razones, ambas muy curiosas, que parcialmente, los explican. En primer lugar, se creía firme y sinceramente en que no había otra forma en que la Sociedad podía continuar, excepto cuando los muchos tiraban de la cuerda para que los muchos avanzaran, y no sólo esto, sino que incluso era imposible una mejora radical, se decía que no era posible evitar la dureza del camino, modificar los arreos, el carruaje mismo, la distribución del trabajo o del tiro. Así había sido siempre y siempre sería así. Era una pena, pero no podía ayudarse, y la filosofía prohibía malgastar la compasión en lo que está más allá de toda posibilidad de remedio. El segundo impedimento para todo progreso era una singular alucinación, que generalmente todos los viajeros de arriba compartían, y que consistía en que ellos no eran iguales a sus hermanos y hermanas que arrastraban el carruaje, sino de una pasta más fina, de alguna forma pertenecientes a un orden más elevado de seres que justamente esperaban ser arrastrados. Esta enfermedad ha existido, no hay la menor duda, porque yo mismo viajé, en aquel tiempo, en lo alto del coche, y yo mismo compartí esa misma alucinación común. Lo que hay de más curioso es que los peatones que acababan de subir al carruaje, y cuyas manos callosas tenían todavía las huellas de las cuerdas de que tiraban un momento antes, eran las primeras víctimas 33


de aquella alucinación. En cuanto a los que habían tenido la dicha de heredar de sus padres y abuelos uno de aquellos cómodos asientos de arriba, la convicción que estimaban de la diferencia esencial entre esta suerte de humanidad y el artículo común era absoluta. El efecto de tal ilusión, en los sentimientos de un individuo moderado para la sufriente masa de hombres, era una distante y filosófica compasión, algo bastante obvio. Lo que digo es la única atenuación que puedo ofrecer de la indiferencia que, en el período que he escrito esto, estaba marcada por mi propia actitud hacia la miseria de mis hermanos. En 1887 cumplí treinta años. Aunque estaba soltero, estaba prometido de matrimonio con Edith Bartlett. Viajaba ella, como yo, en lo alto del coche, es decir, para no hablar más en adelante con ejemplos, eso espero, que sirven a nuestro propósito de dar al lector una impresión general de cómo vivíamos entonces, diremos que su familia era adinerada. En aquella época en que el dinero era lo único que imponía todo lo que era agradable y refinado en la vida, esta cualidad habría bastado para atraer alrededor de una joven un enjambre de adoradores; pero Edith Bartlett unía, a las ventajas de la fortuna, la gracia y la belleza. Mis lectoras, lo sé, protestarán por esto. «¡Podía ser bien parecida —las oigo decir—, pero graciosa jamás, con las modas de entonces! Cuando el peinado formaba un andamiaje, de un pie de alto; cuando la extensión de la falda, en la parte baja del talle, desfiguraba, por medio de artificios mecánicos, las formas más que ninguna estratagema de costurera, ¿cómo arreglarse para estar graciosa con aquello?» Tienen razón mis lectoras; únicamente puedo contestarles que, si las mujeres del siglo XX son amables y vivientes demostraciones del feliz efecto producido por pliegues bien apropiados a las formas femeninas, mi recuerdo de sus abuelas me permite sostener que ninguna deformidad de traje puede conseguir disfrazarlas enteramente, y hacer francamente feas a las lindas. Esperábamos, para casarnos, a que acabasen la casa que yo hacía construir en uno de los barrios más deseables de Boston, principalmente habitado por los ricos; porque debe comprenderse que la moda comparativa de los diferentes barrios de la ciudad dependía, no de sus ventajas naturales, sino del rango social de los habitantes. Cada clase o nacionalidad vivía en sus propios barrios. Un hombre rico, bien educado, viviendo entre los pobres que no eran de su clase, parecía un extranjero aislado en medio de una raza extranjera. Según el cálculo de los arquitectos, debía estar todo presto para el invierno de 1886. Sin embargo, llegó la primavera, la casa no estaba aún concluida, y mi matrimonio fue aplazado para una época futura. Aquel retraso, a propósito para irritar particularmente a un novio muy enamorado, era debido a una serie de huelgas, es decir, a una cesación de trabajo concertada por parte de los ladrilleros, de los albañiles, de los carpinteros, de los pintores y de los gremios de otros oficios empleados en la construcción de la casa. En cuanto a las causas específicas de estas huelgas, no las recuerdo. Eran tan habituales en esa época, que nadie se tomaba el trabajo de buscar sus razones particulares. En unas u otras regiones industriales, la huelga había llegado a ser, por decirlo así, el estado normal después de la gran 34

crisis de 1873. En verdad, era cosa excepcional ver a una clase cualquiera de obreros trabajar firmemente en su oficio durante algunos meses sin interrupción. El lector que siga las fechas a que me refiero, reconocerá, en aquellas perturbaciones de la industria, la primera e interesante fase del inmenso movimiento que debía parar en el establecimiento del sistema industrial moderno, con todas sus consecuencias sociales. Hoy parece esto clarísimo hasta para un niño, pero en aquella época vagábamos en las tinieblas y estábamos lejos de darnos cuenta clara de lo que pasaba alrededor nuestro. Una sola cosa era evidente: que, desde el punto de vista industrial, el país iba por un camino equivocado. Las relaciones entre el obrero y el patrono, entre el trabajo y el capital, parecían de una forma inexplicable haber sido dislocadas. Las clases obreras parecían súbitamente como infectadas de un profundo descontento con su condición y de un ardiente deseo de ver mejorar su suerte, si sólo supieran cómo llevarlo a cabo. Por otra parte, con un acuerdo, los obreros pedían un salario más elevado, la reducción de horas de trabajo, mejor alojamiento, una educación más completa, una parte en los refinamientos y el lujo de la vida; demandas a que era imposible acceder, mientras el mundo no llegara a ser más rico de lo que era en aquel tiempo. Los obreros tenían idea de lo que querían, pero eran por completo incapaces de saber cómo llegar a ello. El entusiasmo con que se agrupaban alrededor de cualquiera que parecía poder iluminar su camino, daba una reputación inesperada a muchos que a sí mismos se llamaban guías, y de los cuales muy pocos poseían la menor noción del camino. Pero, por quiméricas que pudieran parecer las aspiraciones de las clases obreras, el entusiasmo que los trabajadores mostraron para ayudarse en las huelgas, que eran su arma principal, los sacrificios que supieron imponerse para hacerlas triunfar, no dejaban ninguna duda sobre la terrible seriedad de sus reivindicaciones. En cuanto al resultado final de la agitación obrera —ésta es la expresión que servía para caracterizar el movimiento de que acabo de hacer mención—, la opinión de las gentes de mi clase difería según el temperamento de cada cual. Las gentes ardientes pretendían, con mucha apariencia de razón, que era imposible que las nuevas esperanzas de la clase obrera se realizaran, sencillamente porque el mundo no tenía con qué satisfacerlas. Sólo porque las masas trabajaban muy duramente y vivían con privaciones, era por lo que la especie humana no moría de hambre, y no era posible ninguna mejora considerable de su condición, en tanto que el mundo, tomado en conjun­to, siguiera tan pobre. El conflicto, se decía, no era entre los capitalistas y los trabajadores, porque los primeros no hacían más que mantener la barrera de hierro que encerraba a la humanidad. Pronto o tarde, los obreros comprenderían (aquello no era más que una cuestión de cerebros más o menos duros) y se resignarían a soportar lo que no podían curar. Los menos ardientes admitían todo esto. Ciertamente, las aspiraciones de los trabajadores eran imposibles de satisfacer por razones naturales, pero había motivo para temer que no se darían cuenta de esta verdad ante de haber hecho trizas la sociedad. Tenían en su favor los sufragios y la fuerza, y sus jefes nos alentaban a servirse de ello. Algunos observadores pesimistas llegaron tan lejos, que predijeron un cata35


clismo social en breve plazo. Decían que la humanidad, llegada al último grado de civilización, estaba a punto de caer de cabeza en el caos, después de lo cual volvería a levantarse, daría la vuelta y comenzaría a subir de nuevo. Repetidas experiencias de este género en los tiempos históricos y prehistóricos, explicaban, acaso, las protuberancias y las gibosidades enigmáticas del cráneo humano. La historia de la humanidad, como todos los grandes movimientos, era cíclica, y volvía al punto de partida. La idea del progreso indefinido, en línea recta, era una quimera de la imaginación sin analogía en la naturaleza. La parábola del cometa acaso era todavía una imagen mejor de la marcha de la humanidad. Partida del afelio de la barbarie, la razón humana no había llegado al perihelio de la civilización más que para sumergirse una vez más, en lo bajo de su curso, en las tinieblas de la nada. Esta era, sin duda, una opinión extrema; pero recuerdo que serios hombres de entonces, al discutir las señales de los tiempos, se expresaban en términos muy semejantes. En la opinión común de los pensadores, la sociedad se aproximaba a un período crítico, del que podían resultar grandes cambios. Las crisis obreras, sus causas, su extensión, sus remedios, dominaban todos los demás asuntos en las conversaciones serias y en los periódicos. Nada demostraba mejor la enorme tensión nerviosa de los espíritus, que la alarma producida por los clamores de un puñado de hombres que se titulaban anarquistas, y se proponían aterrar al pueblo norteamericano e imponerle sus ideas con amenazas de violencia. ¡Como si una nación poderosa que acababa de reprimir la rebelión de la mitad de su habitantes, para mantener su sistema político, fuera a dejarse imponer, por el terror, un nuevo sistema social! En mi calidad de hombre rico, que tenía un gran interés en el orden existente de cosas, participaba, naturalmente, de los temores de mi clase. Las quejas que yo tenía en aquella época contra la clase obrera, cuyas huelgas retrasaban mi dicha conyugal, acentuaban aún más la viveza de mi antipatía.

II

E

l 30 de mayo de 1887 caía en lunes. Era uno de los días de fiesta anual de la nación a fines del siglo XIX; lo llamaban Día de Decoración, y el objeto de la fiesta era honrar la memoria de los soldados del Norte que habían tomado parte en la gloriosa guerra para la conservación de la unidad nacional. Los supervivientes de la guerra, escoltados por procesiones militares y civiles, con bandas de música a la cabeza, tenían la costumbre, en esa ocasión, de visitar los cementerios y depositar coronas de flores sobre las tumbas de sus camaradas, y la ceremonia era solemne y conmovedora. El hermano mayor de Edith Bartlett había muerto en la guerra, y

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el Día de Decoración la familia tenía la costumbre de hacer una peregrinación al monte Auburn, donde reposaba. Yo había pedido permiso para ser del paseo, y, al volver a la ciudad, a la caída de la tarde, me quedé a comer en casa de los padres de mi prometida. Después de la cena, en el salón, cogí un periódico de la tarde y supe que una nueva huelga de constructores iba a retardar aún más la terminación de mi desdichada casa. Recuerdo todavía muy bien mi irritación, así como mis imprecaciones, tan enérgicas como lo permitía la presencia de señoras, que proferí contra los obreros en general y los huelguistas en particular. Encontré, naturalmente, muchas simpatías de parte de las personas que me rodeaban, y las observaciones cambiadas en el curso de la conversación acalorada que siguió, sobre la conducta inmoral de los agitadores obreros, debieron zumbar en los oídos de aquellos señores. Se estaba de acuerdo en que los negocios iban de mal en peor, que se resbalaba por una rápida pendiente, y que no se podía prever lo que nos esperaba en breve plazo. —Lo más triste —recuerdo a la señora Bartlett decir— es que las clases trabajadoras del mundo entero parecen perder la cabeza al mismo tiempo. En Europa es todavía peor que aquí; seguramente que yo no querría vivir allá. El otro día preguntaba a mi esposo adónde podríamos emigrar si llegaran a realizarse las cosas terribles con que nos amenazan los socialistas, y me contestó que no conocía ningún paraje del mundo donde la sociedad pudiera ser considerada como estable, excepto la Groenlandia, la Patagonia y el Imperio Chino. —Estos diablos de chinos —añadió alguien— sabían bien lo que se hacían cuando se negaron a dejar penetrar en su país nuestra civilización occidental. Sabían mejor que nosotros adónde los llevaría. Veían muy bien que esta civilización no era más que dinamita disfrazada. Después de esta observación, recuerdo haber llevado aparte a mi novia y tratado de convencerla de que debíamos casarnos en seguida y emprender un viaje mientras la casa no estuviera dispuesta para recibirnos. Edith estaba encantadora aquella noche, el traje de luto que llevaba con ocasión del aniversario de la muerte de su hermano, hacía resaltar la pureza de su tez. Todavía la veo tal como se me apareció entonces. Cuando me despedí, me acompañó hasta la antecámara, y le di, como de costumbre, un beso de despedida. Ningún incidente particular, ningún presentimiento, ni en mí ni en ella, diferenciaron aquella separación de tantas otras que la habían precedido. ¡Ah, pero…! Para novios, era muy temprano cuando nos despedimos, pero no era una falta de atención de mi parte. Padecía yo mucho de insomnio, aunque mi salud fuera bastante buena, por lo demás, me sentía absolutamente fatigado aquella noche, por haber pasado, la víspera y la antevíspera, dos noches en claro. Edith lo sabía; ella fue quien insistió para despedirme a eso de las nueve, y me suplicó que me acostase en seguida. 37


La casa que yo habitaba había abrigado a tres generaciones de la familia, de la cual yo era el único representante directo. Era un gran edificio antiguo, todo de madera, amueblado muy elegantemente en un estilo antiguo, pero situado en un barrio abandonado por completo por la sociedad elegante desde que había sido invadido por las casas humildes y las fábricas. No era ciertamente una morada adonde yo pudiera pensar conducir a una joven, sobre todo a una joven de educación tan refinada como Edith Bartlett. Había puesto carteles de venta y no pasaba en ella más que las noches: hacía todas mis comidas en mi club. Un solo criado, un fiel hombre de color llamado Sawyer, vivía conmigo y me servía. No había en la casa más que un solo sitio del que me costara pena separarme: un dormitorio que hice construir en los sótanos. En aquel barrio central, lleno de una incesante batahola, si hubiera estado obligado a utilizar las habitaciones superiores, jamás habría podido cerrar los ojos en toda la noche. Pero aquella habitación subterránea era absolutamente inaccesible a los ruidos del mundo exterior. Cuando entraba en ella y cerraba la puerta, sentía alrededor de mí el silencio de la tumba. Para evitar la humedad del subsuelo, los gruesos muros de aquel sótano, así como el suelo, estaban revestidos de cemento hidráulico; y a fin de que aquella habitación pudiera servir al mismo tiempo de fortaleza contra los ladrones y el incendio, la había hecho cubrir con una bóveda de piedra herméticamente cerrada, mientras que la puerta exterior, de hierro, estaba revestida de una gruesa capa de amianto. Un pequeño tubo, que comunicaba con un ventilador situado sobre el tejado, aseguraba la renovación del aire. Parecería que, con precauciones tan minuciosas, el habitante de aquella alcoba debería disponer del sueño; sin embargo, rara vez me sucedía, aun en aquella tumba, dormir dos noches seguidas. Era tan rutinario, que una noche de insomnio apenas me trastornaba, pero cuando había pasado una segunda en mi sillón de leer en vez de mi cama, y no podía dormir, no me permitía continuar así por miedo a un desorden nervioso. De esta declaración se deducirá que tenía a mi disposición algún medio artificial para inducir al sueño en última emergencia, y el hecho es que lo tenía. Después de dos noches insomnes, y ante la proximidad de una tercera noche sin señales de modorra, hacía llamar al doctor Pillsbury. Era éste más bien un amigo que un médico, uno de los que en aquella época se llamaba un «irregular» o un «curandero». Titulábase a sí mismo «Profesor de Magnetismo Animal». Lo había encontrado en el curso de algunas investigaciones de aficionado, relativas al fenómeno del magnetismo animal. Creo que no entendía gran cosa de medicina; pero era seguramente un destacado mesmerizador. Era con este propósito, es decir, el de ser dormido por sus pases, que acostumbraba a hacerle venir cuando se avecinaba una tercera noche de insomnio. Por agitado que yo estuviese, física y moralmente, el doctor Pillsbury, después de algunos pases de manos, conseguía infaliblemente sumirme en un sueño muy profundo, que duraba hasta que me despertaba por un procedimiento mesmeriano aplicado en sentido inverso. Los procedimientos para despertar eran mucho más sencillos que los procedimientos para dormir, y el doctor había consentido, a petición mía, en enseñárselos a mi criado.

Mi fiel Sawyer era el único hombre en el mundo que sabía que el doctor Pillsbury venía a verme, y para qué. No hay que decir que a Edith, después de casados, le habría revelado cualquier día mi secreto. Hasta entonces había vacilado, porque en aquel sueño mesmérico había incontestablemente una sospecha de peligro, y yo sabía que ella haría objeciones. El sueño podría llegar a ser muy profundo, cambiarse en un trance rebelde a los procedimientos mesméricos, y terminar en la muerte. Pero mis experiencias me habían convencido de que, tomando las precauciones necesarias, el riesgo era poco o casi nulo, y esperaba convencer algún día a Edith. Aquella noche, pues, después de haberme separado de mi novia, me fui directamente a mi casa y enseguida hice que Sawyer fuera a buscar al doctor Pillsbury. Mientras llegaba, entré en mi dormitorio subterráneo, me vestí una confortable bata y me puse a leer el correo de la tarde, que Sawyer había dejado sobre mi mesa de lectura. Una de las cartas era del arquitecto de mi nueva casa, y confirmaba lo que yo había leído en los periódicos. Nuevas huelgas, según decía, iban a posponer indefinidamente el contrato de construcción, ya que ni los patronos ni los obreros consentían en ceder un paso antes de una prolongada lucha. Calígula deseaba que el pueblo romano no tuviera más que una cabeza, a fin de poder cortarla de un golpe; yo sentí los mismos deseos que Calígula respecto de los obreros norteamericanos. La vuelta de Sawyer, acompañado del médico, interrumpió mis sombrías meditaciones. Parecía que a mi criado le había costado mucho trabajo llevarme el doctor, que hacia sus preparativos para abandonar la población aquella misma noche. Después de su última visita, había oído hablar de una posición ventajosa que se le ofrecía en una ciudad bastante lejana, y había decidido aprovechar enseguida la ocasión. Cuando, un poco inquieto por esta confidencia, le pregunté a quién podría dirigirme en adelante para obtener el sueño, me indicó el nombre de varios mesmerizadores de Boston, asegurándome que eran al menos tan hábiles como él. Algo tranquilizado por esta respuesta, di orden a Sawyer de despertarme al día siguiente a las nueve de la mañana. Me acosté en la cama, vestido con mi bata, y me sometí a las manipulaciones del mesmerizador. A causa del estado particularmente excitado de mis nervios, tardé algún tiempo más que de ordinario en perder el conocimiento; pero al fin me sentí dulcemente invadido por una deliciosa somnolencia, que iba dominando mis sentidos.

III

-V -

a a abrir los ojos. Quizá convendría que no viera más que una persona a la vez.

—Entonces prométeme no decirle...

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La primera voz era la de un hombre, la segunda la de una mujer. Los dos hablaban en voz baja. —Deberé ver como se siente... —respondió el hombre. —No, no, prométemelo antes... —insistió la otra. —Deja que se haga como ella quiere —murmuró una tercera voz, igualmente femenina. —Bien, bien, te lo prometo —respondió el hombre—, pero vete en seguida. Se va a despertar. Se sintió como un roce de faldas y abrí los ojos. Un hombre de agradable aspecto, que podía tener sesenta años, estaba inclinado sobre mi cabecera; sus rasgos tenían la expresión de una gran benevolencia mezclada con una viva curiosidad. Me era completamente desconocido. Me incorporé sobre el codo y miré alrededor de mí. La habitación estaba vacía. Yo no había visto nunca antes una amueblada de aquella manera. Dirigí de nuevo mis ojos hacia mi acompañante, que sonrió. —¿Cómo se siente? —me dijo.

—Querido señor mío —respondió mi anfitrión—, le ruego que no se agite. Preferiría dejar esas explicaciones para más tarde; sin embargo, si insiste, trataré de satisfacerle, a condición de que tome esta droga, que le fortalecerá. Con esta promesa, bebí. Él continuó: —No es una cosa tan sencilla como parece, explicarle cómo ha venido aquí. Más tengo yo que saber de usted sobre este punto, que usted de mí. Acaba de despertarse de un largo sueño, o, más bien, de un letargo. Esto es todo lo que puedo decirle. ¿Dice usted que estaba en su propia casa cuando se durmió? ¿Puedo preguntarle cuándo pasó eso? —¿Cuándo...? —respondí—. ¿Cuándo...? Pues, anoche, ¡caramba!, a eso de las diez. ¿Qué ha sido de mi criado? Le había ordenado a Sawyer que me despertase a las nueve de la mañana. —No puedo informarle sobre eso —respondió mi anfitrión con singular expresión—; pero ciertamente es excusable que no esté aquí. Y ahora, ¿puede decirme con alguna más precisión cuando se durmió, quiero decir, la fecha?

—¿Dónde estoy? —pregunté a mi vez.

—Pues anoche, ¿no se lo he dicho ya? A menos que haya estado durmiendo todo un día... ¡Cielos! Esto no es posible, y sin embargo, tengo la sensación de haber dormido durante mucho tiempo. Me dormí el Día de Decoración.

—En mi casa —fue su respuesta.

—¿El Día de Decoración?

—¿Cómo he venido aquí?

—Sí, el lunes, el 30.

—Ya hablaremos de eso cuando esté un poco más fuerte. Entretanto, le suplico que no se inquiete. Está usted en casa de amigos, y en buenas manos, ¿Cómo se siente?

—Dispense, ¿el 30 de qué?

—Me siento un poco débil —respondí—, pero creo que estoy bien. ¿Querría usted decirme a que debo su hospitalidad? ¿Qué me ha sucedido? ¿Cómo he venido aquí? Sé que me dormí en mi casa.

—¡Pues de este mes, caramba! Porque supongo que no habré dormido hasta el mes de junio. —Estamos en setiembre.

—Ya tendremos tiempo para explicaciones más tarde —respondió mi desconocido anfitrión con una tranquilizadora sonrisa—. Vale más evitar toda conversación agitada en tanto que no esté usted del todo bien. ¿Quiere hacerme el favor de tomar algunas gotas de esta mixtura? Esto le hará bien. Soy médico.

—¡Setiembre! ¡No irá a decirme que he dormido desde el mes de mayo! ¡Cielos! ¡Eso es increíble!

Rechacé el vaso con la mano y me incorporé en el lecho, pero no sin esfuerzo, porque tenía la cabeza singularmente liviana.

—Sí.

—Insisto en saber ahora dónde estoy y qué han hecho de mí —dije.

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—Vamos a ver… ¿dice usted que se durmió el 30 de mayo?

—¿Puedo preguntarle de qué año? Lo miré pasmado, e incapaz, durante algunos instantes, de proferir palabra. 41


—¿De qué año? —repetí a media voz. —Sí, ¿de qué año? Después de esto podré calcular cuánto tiempo ha dormido. —Del año 1887 —respondí. Mi anfitrión insistió para hacerme beber otro trago de líquido, y después me tomó el pulso. —Querido señor mío —dijo—, su aspecto es el de un hombre instruido, lo que no era en su época tan corriente como en la nuestra. Habrá, pues, sin duda notado ya que ningún acontecimiento en este mundo es, después de todo, más maravilloso que otro. Los efectos son adecuados a las causas, y las leyes naturales obran siempre, y en todas partes, según una lógica inflexible. Espero que le sobrecogerá un poco lo que voy a decirle, pero tengo la convicción de que usted no dejará que se turbe la serenidad de su espíritu. Tiene el aspecto de un hombre de treinta años apenas, y no está en condiciones corporales diferentes de aquéllas en que se encuentra uno al salir de un sueño profundo un poco prolongado; y, sin embargo, estamos en el 10 de setiembre del año 2000, y ha dormido exactamente ciento trece años, tres meses y once días. A estas palabras, que me dejaron deslumbrado, acepté de mi anfitrión una taza de una tisana cualquiera; inmediatamente después me sentí entorpecido y volví a caer en un profundo sueño. Cuando desperté, la luz del día inundaba la habitación, que había visto por primera vez iluminada con luz artificial. Mi misterioso anfitrión estaba a mi cabecera; en el momento en que abrí los ojos no miraba hacia mi lado, y aproveché la ocasión para estudiar su fisonomía y reflexionar sobre mi extraordinaria situación, antes de que descubriera que yo estaba despierto. Había desaparecido el aturdimiento y mi espíritu estaba perfectamente lúcido. La historia de aquel sueño de ciento trece años, que había aceptado al momento y sin resistencia, en mi condición de postración, me pareció ahora una monstruosa impostura, cuyo motivo me era absolutamente imposible adivinar. Ciertamente había pasado alguna cosa extraordinaria para que yo despertase así en aquella casa extraña, con un acompañante desconocido, pero cuando trataba de encontrar el cómo, mi imaginación era absolutamente impotente. ¿Era víctima de algún complot? Todas las apariencias eran de ello, y, sin embargo, si alguna vez ha podido la fisonomía servir de indicio al carácter, ¿cómo admitir que aquel hombre a mi lado, con su expresión tan franca y tan distinguida, fuese capaz de tener parte en una especie de proyecto criminal? Me preguntaba en seguida si yo no era, por casualidad, objeto de alguna broma de mal gusto de parte de mis amigos, que habrían descubierto, no sé cómo, el secreto de mi cámara subterránea, y recurrido a todo aparato para hacerme comprender de una vez los peligros del mesmerismo. Pero había grandes dificultades en poner en práctica tal teoría; Sawyer no me habría hecho 42

jamás traición; ni yo conocía entre mis amigos alguno capaz de semejante broma, y, sin embargo, esta explicación, por inverosímil que fuese, era la única admisible. En la vaga esperanza de sorprender algún rostro familiar y burlón que me espiaba detrás de una silla o de una cortina, paseé mis miradas prudentemente alrededor de mí. Cuando se detuvieron sobre mi anfitrión, él también me miraba. —Se ha echado una siestita de doce horas —dijo alegremente—, y veo que esto le ha hecho bien. Tiene mucho mejor aspecto. Su tez está fresca, sus ojos claros. ¿Cómo se siente? —Jamás me he encontrado mejor —respondí, enderezándome. —Supongo que no habrá olvidado su primer despertar, y su sorpresa cuando le dije el tiempo que había estado dormido. —Creo que me hablado de unos ciento trece años... —Eso mismo. —Admitirá —dije con una sonrisa irónica— que la historia es algo más que inverosímil. —Admito que es extraordinaria —respondió—, pero dadas las circunstancias, ni es inverosímil, ni está en contradicción con lo que sabemos hoy del estado letárgico. Cuando el letargo es completo, como es su caso, las funciones vitales quedan enteramente suspendidas y los tejidos no se consumen. No se puede señalar ningún límite a la duración posible de un sueño letárgico, cuando las condiciones externas protegen el cuerpo contra los daños físicos. Verdad que su caso de letargia es el más largo del que haya memoria, pero si la casualidad no hubiera hecho descubrir la cámara en que yacía, y si ésta hubiera seguido intacta, no hay ninguna razón para que no hubiese permanecido indefinidamente en ese estado de animación suspendida, hasta el fin de eras remotas, hasta que el enfriamiento gradual del globo hubiera destruido los tejidos corporales y devuelto al alma su libertad. Si verdaderamente era yo víctima de una farsa, debía reconocer que sus autores habían elegido un admirable agente para llevar a cabo su impostura. Las maneras de este personaje eran dignas, y su lenguaje tan mesurado y tan elocuente, que fácilmente se le habría creído bajo su palabra, si se le hubiera ocurrido sostener que la luna era un queso. La sonrisa con que yo subrayaba su hipótesis de letargia, a medida que la desenvolvía, no pareció turbarle lo más mínimo. —Acaso —dije— tendrá la bondad de darme algunos detalles sobre las circunstancias misteriosas en que se efectuó el descubrimiento de esta cámara, y de su contenido. Me gustan mucho los buenos cuentos.

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—Ningún cuento —respondió gravemente— es tan extraño como la verdad. Es preciso que sepa usted que, desde hacía años, acariciaba yo el proyecto de hacer construir un laboratorio de química en el gran jardín unido a esta casa. El jueves último se comenzaban al fin las excavaciones en la bodega; fueron terminadas la misma noche, y los albañiles debían venir al día siguiente. Pero la noche del jueves llovió a mares, de suerte que, el viernes por la mañana, mi bodega no era más que una charca de ranas, y los muros casi se habían derrumbado. Mi hija, que me había acompañado a ver el desastre, me llamó la atención sobre un trozo de albañilería, puesto al descubierto por la caída de uno de los muros. Levanté un poco de tierra y, reconociendo que aquello formaba parte de una gran construcción, resolví continuar mis investigaciones. Los obreros encargados de escombrar descubrieron una bóveda oblonga de ocho pies de profundidad, y evidentemente colocada en un ángulo de los sótanos de una casa muy antigua. Una espesa capa de cenizas y de carbón indicaba que la casa había sido destruida por un incendio. La bóveda en sí misma estaba perfectamente intacta, y la cubierta de cemento como nueva. Había allí una puerta, pero no quería ceder a nuestros esfuerzos, y, para entrar, hubo que quitar una de las losas que formaban el techo. El aire que salió por aquella abertura era estancado, pero puro, seco y templado. Bajé con una linterna en la mano, y me encontré de pronto en una alcoba amueblada al estilo del siglo XIX. Sobre la cama yacía un joven. Estaba muerto, y debía haber muerto, según todas las apariencias, hacía más de cien años. Sin embargo, el estado extraordinario de conservación del cuerpo me chocó, así como a los colegas a quienes había hecho llamar. Jamás habríamos sospechado que nuestros inmediatos ancestros hubieran poseído tan avanzados procedimientos de embalsamamiento. Mis colegas médicos, apremiados por la curiosidad, quisieron entregarse inmediatamente a experiencias que les aclararan el secreto de aquellos procedimientos; pero yo lo impedí, sin otro motivo (al menos no tiene usted necesidad de conocer otro por el momento) que el recuerdo de lo que había leído sobre los extraordinarios progresos realizados por sus contemporáneos en el estudio del magnetismo animal. La idea de que pudiese usted estar únicamente en trance atravesó mi espíritu, y me pareció posible que el secreto de la integridad física, tan notable, de su cuerpo, fuese efecto, no del arte de embalsamar, sino de la misma fuerza vital. Sin embargo, me parecía a mí mismo tan excéntrica esta idea, que no quise exponerme a la risa de mis colegas, y les di otra razón para aplazar nuestras experiencias. Cuando se fueron, organicé inmediatamente una tentativa sistemática de resurrección, cuyo feliz resultado ya conoce usted. Aun cuando la historia era ahora todavía más increíble, las circunstancias del relato, así como las maneras dignas y la personalidad del narrador habrían hecho vacilar al oyente más escéptico, y yo comenzaba a sentirme turbado cuando, una vez terminado el relato, tuve un vislumbre casual de mi reflejo en un espejo que colgaba de la pared. Me levanté y fui hacia aquél. Vi que ni un rasgo de mi rostro había experimentado la menor alteración. Me veía tal y tan joven como el día en que había hecho cuidadosamente el nudo de mi corbata para ir a ver a Edith el Día de Decoración en 1887, es decir, a creer a aquel hombre, ¡ciento trece años antes! En aquel momento me hirió más vivamente la enormidad de la farsa que se representaba a expensas 44

mías. La indignación dominó mi cabeza al advertir las ultrajantes libertades que se habían tomado conmigo. —Está usted, sin duda, sorprendido —dijo mi acompañante— al ver que, después de haber dormido durante un siglo o más, sus rasgos no han envejecido ni una línea. Eso no debería sorprenderle. Ha sobrevivido este gran período de tiempo gracias a la suspensión total de las funciones vitales. Si su cuerpo hubiera podido sufrir la menor alteración durante el trance, hace mucho tiempo que habría sufrido la disolución. —Caballero —le dije mirándole frente a frente—, no alcanzo a comprender por qué motivo viene usted a contarme tan serio esta portentosa broma, yo no me siento capaz de adivinarlo, pero usted es, sin duda, demasiado inteligente para suponer que, a menos de ser un completo imbécil, pueda dar crédito a semejantes historias. Ahórreme la continuación de esta elaborada comedia y, de una vez por todas, dígame si rehusa o no decirme realmente dónde estoy y cómo he venido aquí. Si persiste, será preciso que vaya yo mismo a informarme, y nadie podrá impedírmelo. —¿De modo que no cree que estamos en el año 2000? —¿Cree usted necesario preguntarme eso? —Pues bien —respondió mi extraordinario anfitrión—, puesto que no consigo convencerle, se convencerá por sí mismo. ¿Está lo bastante fuerte para seguirme a lo alto de la escalera? —Estoy más fuerte que nunca —contesté con cólera—, y sabré probarlo si esta broma dura todavía mucho tiempo. —Le suplico, caballero —fue la respuesta de mi acompañante—, que no se aferre demasiado a la idea de que es usted objeto de una broma; porque, una vez convencido de la verdad de mi relato, la reacción podría ser muy violenta. El tono preocupado, mezclado con pena, con que pronunció estas palabras, y la absoluta ausencia de resentimiento con que recibió mis acaloradas palabras, me intimidaron singularmente, y le seguí fuera de la habitación presa de una extraordinaria mezcla de emociones. Me hizo subir dos pisos de escaleras, y después una tercera más corta, que acababa en un mirador situado en lo alto de la casa. —Por favor, mire a su alrededor —me dijo cuando estuvimos en la plataforma— y dígame si es esa la ciudad de Boston del siglo XIX. A mis pies se extendía una gran ciudad. Millas y millas de anchas avenidas, sombreadas por árboles y bordeadas de hermosos edificios que, en su mayoría, no formaban bloques continuos, sino que estaban dispersos en recintos grandes y pequeños. Cada barrio tenía grandes plazas abiertas cubiertas de árboles, en los que brillaban, bajo el 45


sol poniente, estatuas y fuentes. Soberbios edificios públicos de una grandeza colosal y de una arquitectura magnífica, desconocida en mi tiempo, alzaban por todas partes sus imponentes masas. Seguramente yo no había visto nunca esta ciudad, ni nada que pudiera comparársele. Alzando, al fin, los ojos al horizonte, miré al oeste: ¿no era el río Charles aquella cinta azul que se deslizaba sinuosamente hacia poniente? Me volví al este… aquél era el puerto de Boston, encuadrado entre sus promontorios e islotes, ni uno sólo faltaba a la cita. Entonces comprendí que se me había dicho la verdad, y la prodigiosa aventura de que yo era héroe.

IV

N

o perdí los sentidos, pero el esfuerzo que necesité hacer para representarme la posición que ocupaba me dio vértigo, y me acuerdo que mi acompañante tuvo que ofrecerme su fuerte brazo para que pudiera bajar del techo a un espacioso departamento situado en el piso superior de la casa; una vez allí, me hizo beber una o dos copas de buen vino y compartió conmigo una ligera colación. —Creo que ahora se encuentra mejor —dijo alegremente—. No había pensado emplear medios tan bruscos para convencerle, si su manera de obrar, aunque perfectamente excusable en las circunstancias presentes, no me hubiera obligado a ello. Debo confesar —agregó, riendo—, que sentía un poco de miedo a sufrir lo que se acostumbraba a denominar knock-out en el siglo XIX, si no actuaba con prontitud. Recuerdo que los bostonianos de su época eran buenos pugilistas, de modo que pensé en no perder tiempo. Supongo que ahora no me acusará de farsante. —Si me dijese —respondí profusamente turbado— que en vez de un siglo habían pasado mil años desde que vi esta población por última vez, ahora le creería. —No hace más de cien años—respondió—, pero más de un milenio en la historia del mundo ha pasado sin haber sido testigo de una transfiguración tan extraordinaria. »Y ahora —añadió, tendiéndome la mano con irresistible cordialidad—, dejeme que le dé la bienvenida al Boston del siglo XX y a esta casa. Soy Leete, el doctor Leete.» —Me llamo —dije estrechando su mano— Julian West. —Celebro mucho conocerle, señor West —respondió—. Sabiendo que esta casa está construida sobre el emplazamiento de la suya, espero que no le costará trabajo considerarla su hogar. 46

Después de mi colación el doctor Leete me ofreció un baño y ropas para mudarme, lo que aproveché con placer. Las grandes revoluciones que, al decir de mi anfitrión, habían ocurrido desde hacía un siglo, apenas habían afectado a la moda, porque, aparte de algunos detalles, mi nuevo traje no ofrecía nada intrigante para mí. Físicamente yo era el mismo, pero el lector se preguntará, sin duda, dónde estaba mentalmente, al verme así bruscamente caído en un nuevo mundo. En respuesta le diré que se suponga súbitamente transportado, en un abrir y cerrar de ojos, de la Tierra, digamos, al Paraíso o al Hades. ¿Qué experimentará entonces? ¿Volverían sus pensamientos inmediatamente hacia la Tierra dejada atrás, o bien, pasada la primera emoción, olvidaría, en medio de los asombros de una existencia nueva, su vida de otro tiempo, sin perjuicio de acordarse después de ella? Todo lo que puedo decir es que, si sus experiencias fueran las mías en la transición que he descrito, la última hipótesis sería la correcta. Pronto ocuparon mi espíritu, con exclusión de todo otro pensamiento, las impresiones de estupefacción y de curiosidad producidas por los nuevos espectáculos que me rodeaban. Por el momento parecía enteramente borrado el recuerdo de mi vida anterior. Tan pronto me sentí fortalecido por los buenos cuidados de mi anfitrión, me entraron ganas de volver al mirador; y henos aquí confortablemente instalados en buenas butacas, con la ciudad debajo y alrededor nuestro. Después que el doctor Leete hubo contestado a las numerosas preguntas que le dirigí, a propósito de muchos puntos de vista del paisaje que ya no encontraba y de los nuevos edificios que los habían reemplazado, me preguntó qué diferencia esencial entre el nuevo el antiguo Boston me impresionaba más fuertemente. —Para hablar de las cosas pequeñas antes que de las grandes —respondí—, creo verdaderamente que lo que me ha impresionado más, en una primera ojeada, es la completa ausencia de las chimeneas y de su humo. —¡Ah! —exclamó mi acompañante, con aire de vivo interés—. ¡Había olvidado las chimeneas, hace tanto tiempo que no nos servimos de ellas! Hace más de un siglo que están fuera de uso los groseros métodos de combustión de que dependían ustedes para producir calor. —En general —dije—, lo que me sorprende más en la ciudad es la prosperidad material de la parte de su población que implica su magnificencia. —Daría cualquier cosa por poder echar una sola ojeada sobre el Boston de su época —respondió el doctor Leete—. Sin duda las ciudades de entonces serían bien feas. Aun cuando hubieran tenido el gusto o el deseo de hacerlas espléndidas (y no tengo la descortesía de dudarlo), la pobreza general que resultaba de aquel sistema industrial tan defectuoso no hubiera dado medios de hacerlo. Además, el individualismo excesivo que reinaba en aquella época era incompatible con un verdadero 47


desenvolvimiento del espíritu público. Las pocas riquezas de que se disponía servían exclusivamente para el lujo privado. Hoy, por el contrario, el empleo más popular del excedente de la riqueza pública es el embellecimiento de la ciudad, que todos disfrutan en el mismo grado. Cuando volvimos a subir al mirador poníase el sol, y mientras hablábamos la noche caía sobre la ciudad. —Se hace de noche —dijo el doctor Leete—, bajemos; quiero presentarle a mi esposa y a mi hija. Estas palabras me hicieron acordarme de las voces femeninas que había oído susurrar alrededor de mí cuando regresaba a la vida consciente; y muy curioso de saber lo que podían ser las damas del año 2000, acepté la proposición del doctor con presteza. La habitación donde encontramos a la esposa y la hija de mi anfitrión, del mismo modo que todo el interior de la casa, estaba iluminada por una luz suave y acariciadora, que yo adivinaba ser artificial, aunque no pudiera descubrir la fuente de dónde procedía. La señora Leete era una mujer notablemente hermosa y bien conservada, aproximadamente de la edad de su marido, mientras que su hija, entonces en el primer florecimiento de la juventud, era la muchacha más encantadora que había visto en mi vida. Ojos azules y profundos, una tez delicadamente coloreada, rasgos perfectos, hacían de su rostro el conjunto más hechicero; y aunque el rostro hubiera carecido de encantos, la perfección de su talle le habría alcanzado un premio de honor entre las bellezas del siglo XIX. La dulzura y la delicadeza femeninas combinábanse en aquella adorable criatura con un aspecto de salud y de vitalidad que faltaba muy a menudo a las jóvenes de mi tiempo, las únicas con quienes podía compararlas. Por una coincidencia, insignificante en el conjunto de una situación tan anormal, pero de todos modos sorprendente, su nombre era Edith. La velada que siguió fue ciertamente única en los fastos de las relaciones humanas, pero se haría mal en suponer que nuestra conversación fuera en lo más mínimo penosa o difícil. En las circunstancias menos naturales es cuando los hombres se conducen con más naturalidad, por la sencilla razón de que semejantes situaciones excluyen todo artificio y toda convención. En todo caso, mi conversación de aquella noche, con aquellos representantes de otra edad y de un nuevo mundo, estuvo marcada por una sinceridad y una cordialidad tales como raramente produce un largo trato. Sin duda contribuyó mucho a ello el exquisito tacto de mis anfitriones. Por supuesto, no se habló de otra cosa que de la maravillosa aventura por cuya virtud había sido conducido allí, pero aquellas señoras hablaban con tan cándido y directo interés y una simpatía tan expresiva, que quitaron a la conversación la sensación de embarazo y de malestar que hubiera podido dominarnos. Se habría podido creer que tenían la costumbre de hablar con aparecidos de otra edad, con tanta facilidad y desahogo lo hacían. Por mi parte, no recuerdo que los mecanismos de mi mente estuvieran tan alertas y precisos como aquella velada, o que mi sensibilidad intelectual fuera más intensa. 48

Por supuesto, yo no era consciente de mi sorprendente situación, pues ésta se hallaba fuera de mi mente, pero sus principales efectos estaban produciendo en mí una exaltación afiebrada, una especie de intoxicación mental.(i) Edith Leete tomaba poca parte en la conversación; pero cuando, muy a menudo, atraía mi mirada sobre su rostro el mágico encanto de su belleza, encontraba siempre sus ojos fijos en mí con una intensidad absorbente. Era evidente que yo había excitado en alto grado su interés, lo que no era sorprendente, suponiéndola una joven imaginativa. Pero aunque su curiosidad era el principal motivo de su interés, ésta no me hubiera afectado tanto si ella hubiera sido menos hermosa. Tanto el doctor Leete que las señoras, parecieron vivamente interesados en el relato de las circunstancias en que me había dormido, durante aquella memorable noche, en mi cámara subterránea. Cada cual tenía su opinión para explicar cómo había yo sido olvidado allí, y la teoría en la cual acabamos por ponernos de acuerdo, es al menos plausible, aunque los detalles precisos de la verdad, por supuesto, nadie los sabrá jamás. La capa de cenizas encontrada encima de mi cámara, indica que la casa se había incendiado. Admitiendo que la conflagración ocurriera la misma noche en que me dormí, no es aventurado suponer que Sawyer pereció en el incendio o en uno de los accidentes que fueron su consecuencia, y el resto se adivina. El doctor Pillsbury y Sawyer eran las únicas personas en el mundo que conocían el secreto de la cámara; y el doctor había partido aquella misma noche para Nueva Orleans, y acaso no oyó jamás hablar del siniestro. Mis amigos y el público debieron necesariamente llegar a la conclusión de que yo había perecido igualmente en las llamas. Habría sido necesario hacer excavaciones muy profundas en las ruinas para descubrir en los cimientos el escondrijo que comunicaba con mi cámara. Con seguridad, si se hubiese edificado inmediatamente en el mismo emplazamiento, se habrían hecho excavaciones de aquel género, pero eran tiempos de crisis, y esta parte poco deseable de la ciudad debió haber evitado las construcciones. El doctor Leete me dijo que, a juzgar por el tamaño de los árboles del jardín que ahora ocupaba el lugar indicado, el terreno debió quedar abandonado, al menos, durante medio siglo.

(i)  Con referencia a este estado mental, debe recordarse que, excepto por el tópico de nuestra conversación, no había a mi alrededor nada que sugiriera lo que me había acontecido. En la manzana de mi casa en el viejo Boston podía haber encontrado círculos sociales más extraños a mí. La conversación de los bostonianos del siglo XX difería incluso menos de sus ancestros culturales del XIX, que esta última del lenguaje de Washington y Franklin, mientras las diferencias entre el estilo de los vestidos y el mobiliario de las dos épocas no eran tan marcados como los que cabría esperar en el transcurso de una generación. 49


V

C

uando, en el curso de la velada, las damas se retiraron, dejándonos solos al doctor Leete y a mí, éste me preguntó si estaba dispuesto a dormir, añadiendo que, si así era, mi cuarto ya estaba preparado; pero si yo me sentía inclinado a permanecer despierto, nada le placería más que mi compañía. —Soy pájaro nocturno —dijo—, y, sin adulación, puedo decirle que es casi imposible imaginar una compañía más interesante que usted. ¡No todos los días se tiene ocasión de conversar con un hombre del siglo XIX! Durante la velada, yo había aguardado, no sin aprensión, el momento en que me dejaran solo, al retirarse a dormir. Rodeado de aquella benévola gente extraña, estimulado y sostenido por su simpático interés, había conseguido conservar mi equilibrio mental, y sin embargo, en los intervalos de la conversación, sentí el sabor anticipado, el presentimiento, vivo como un relámpago, de la horrible sensación de aislamiento que me esperaba en cuanto ya nada tuviera para distraer mi pensamiento. Yo comprendía perfectamente que no cerraría los ojos esa noche, y espero que no se me acusará de cobardía, creo, si confieso que la idea de esa noche en blanco me espantaba. Cuando, en respuesta a la pregunta de mi anfitrión, le comuniqué francamente estas impresiones, éste me dijo que lo extraño sería que no me sintiera así, pero me rogó que no me preocupara acerca del sueño; cuando yo quisiera irme a la cama, él se encargaría de administrarme una dosis infalible que me aseguraría una noche excelente. Al otro día, sin duda, me habría de levantar con los sentimientos de un antiguo ciudadano. —Para esto —dije— necesitaría saber algo más de este nuevo Boston a donde he llegado. Me ha dicho hace un momento que, aunque no he dormido más que un siglo, se han producido en este intervalo más cambios en las condiciones de la humanidad que los que se produjeron de ordinario durante millares de años. Con el espectáculo de esta ciudad a mis pies, estoy bien dispuesto a creerlo; pero tengo curiosidad de saber en qué consisten esos cambios, o al menos los más importantes. Para comenzar, porque este asunto es inagotable, ¿qué solución, si solución hay, se ha encontrado para la cuestión obrera? Este era nuestro enigma de la Esfinge en el siglo XIX, y cuando me dormí, esta Esfinge amenazaba devorar a la sociedad, porque se hacía esperar la respuesta. No lamentaré haber dormido cien años para saber de usted la solución de este problema, si es que se ha encontrado. —Como no existe ya tal cuestión obrera —respondió el doctor Leete—, y ni siquiera habría formas de que surgiera de nuevo, creo que podemos alabarnos de haberla resuelto. Ciertamente, la sociedad habría merecido muy bien ser devorada si no hubiera llegado a resolver un problema tan sencillo. En suma, se puede decir que

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ni siquiera ha tenido necesidad de resolverlo: se ha resuelto solo. La solución fue el resultado de un proceso de evolución industrial, que no podía terminarse de otro modo. El papel de la sociedad consistía sencillamente en cooperar en esta evolución, cuando su tendencia se hubiera determinado con certeza. —Lo único que puedo decir —respondí—, es que en la época en que me dormí, no había sido reconocida ninguna evolución de esta clase. —¿No fue en 1887 cuando se durmió? —Sí, el 30 de mayo de 1887. Mi compañero me observó meditabundo durante algunos instantes, y después continuó: —¿Así que, según usted, en aquella época avanzada del siglo XIX no se sospechaba, en general, el carácter de la crisis que amenazaba a la sociedad? No estoy poniendo en duda su testimonio. La singular ceguera de sus contemporáneos, con relación a los signos de los tiempos, es un fenómeno comentado por muchos de nuestros historiadores, y, sin embargo, hay pocos hechos históricos tan difíciles de comprender, tan visibles y claros eran los síntomas de una próxima transformación. Sería interesante, señor West, que me diera una idea más definida de la visión que usted y sus contemporáneos del mismo grado de intelecto tenían del estado y las perspectivas de la sociedad en 1887. Debieron de sospechar, al menos, que la expansión industrial y aquellos desórdenes sociales, que aquel descontento de todo tipo por las inadecuaciones de la sociedad, y la miseria general de la humanidad, eran presagios significativos de un gran cambio. —Lo sospechábamos, en realidad, lo hacíamos —respondí—. Sentíamos muy bien que la sociedad perdía el ancla y que estaba a punto de quedar a la deriva. Se ignoraba adónde se estrellaría, pero todo el mundo temía los escollos. —Sin embargo —dijo el doctor Leete—, la dirección de la corriente era bien perceptible, si se hubieran tomado el trabajo de observar; no arrastraba la sociedad hacia los escollos, sino, al contrario, hacia un canal más profundo. —Teníamos un proverbio —repliqué—: «Una mirada hacia atrás, vale más que una mirada hacia adelante», cuya fuerza hoy, sin duda, valoro mucho más que antes. Todo lo que puedo decir, es que en la época en que me sumí en ese largo sueño las perspectivas de la sociedad eran de tal naturaleza, que no me habría sorprendido si, al mirar desde lo alto de su mirador, hubiera visto un montón de ruinas cubiertas de musgo, en vez de esta ciudad esplendente. El doctor Leete me había escuchado con mucha atención. Cuando concluí, movió la cabeza con aire pensativo. 51


—Lo que me dice —observó— será una reivindicación muy valiosa de Storiot, a quien se acusa generalmente de haber exagerado, al pintar, en la historia de aquella época, la tristeza y la confusión de los espíritus. Sin duda, era natural que un período de transición como el suyo estuviera lleno de trastornos y de agitación; pero, al ver cuán clara era la tendencia de las fuerzas puestas en juego, asombra que, en vez de la esperanza, prevaleciera el temor de los espíritus. —Todavía no me ha dicho cuál fue la respuesta de ustedes al enigma planteado — dije—. Estoy impaciente por saber por qué paradoja han podido nacer, de un siglo como el mío, la paz y la prosperidad. —Dispénseme —respondió mi anfitrión—, ¿fuma usted? —. —Esperó a que estuvieran encendidos nuestros cigarros, y resumió—: Me parece que tiene usted más ganas de hablar que de dormir, lo mismo que yo; aprovecharé la ocasión para darle una ligera noticia de nuestro sistema industrial actual, juntamente lo que se necesita para convencerle al menos de que no hay ningún misterio en el curso de su evolución. Los bostonianos de su época tenían la reputación de ser grandes preguntones. Permítame probarle que soy un digno descendiente. ¿Cuál era para ustedes el sistema más destacado del descontento de los trabajadores en su época? —Las huelgas, por supuesto —respondí. —Exactamente; ¿pero qué es lo que hacía tan formidables a las huelgas? —Las grandes organizaciones del trabajo. —¿Y cuál era el motivo de esas grandes organizaciones? —Los obreros afirmaban que se organizaban para sostener sus derechos ante las poderosas corporaciones. —Precisamente —dijo el doctor Leete—; la organización del trabajo y de las huelgas era en efecto, sencillamente, el efecto de la concentración, siempre creciente, del capital. Antes de que comenzara esta concentración, cuando aún el comercio y la industria estaban dirigidos por un número considerable de pequeños establecimientos, con modestos capitales, el obrero aislado tenía su importancia personal, y era relativamente independiente en sus relaciones con el empresario. Además, cuando un pequeño capital o una idea nueva bastaba para emprender un comercio, el obrero se elevaba con frecuencia al grado de patrono, y no había entre estas dos clases una barrera inflexible. Las asociaciones obreras no habían tenido razón de ser, y las huelgas generales no existían. Pero cuando a la era de los pequeños capitales y las pequeñas empresas sucedió el siglo de las grandes concentraciones de capital, todo esto cambió. El obrero aislado, que había sido un personaje relativamente importante frente del pequeño empresario, fue reducido a la insignificancia y perdió su poder contra aquellas poderosas corporaciones; al mismo tiempo, el camino ascendente 52

hacia el patronato le fue cerrado para siempre. El interés de la legítima defensa le hizo unirse con sus camaradas. »Los anales de la época de usted nos han mostrado qué grito de indignación se alzó de todas partes contra aquella concentración de capitales. Los hombres imaginaban que se amenazaba a la sociedad con una verdadera esclavitud, mayor aún que la que había sido impuesta por la raza, que iba a reducir a los hombres al papel de máquinas sin alma, incapaces de todo otro sentimiento que el de una insaciable rapacidad. Si echamos una mirada retrospectiva, no podemos asombrarnos de aquel grito de desesperación, porque la humanidad no había conocido nunca suerte más horrorosa que la que parecía prepararle la era del despotismo de las corporaciones. »Sin embargo, a pesar de todos aquellos clamores, iba muy de prisa la creciente absorción de las pequeñas industrias por los grandes monopolios. En los Estados Unidos, donde esta tendencia tardó más en desarrollarse que en Europa, no había, a fines del siglo XIX, ninguna esperanza, ninguna perspectiva de éxito para las empresas privadas, en cualquier ramo considerable de la industria, a menos de estar sostenidas por grandes capitales. Las raras industrias de ese género que subsistían aún parecían como supervivientes de otra edad, o simples parásitos de las grandes corporaciones, o existían en campos demasiado pequeños para atraer a los grandes capitalistas. Los pequeños industriales se veían reducidos a vivir como las ratas y los ratones, metidos en agujeros y rincones, contando, para existir, con su oscuridad, que los preservaba de la atención. A fuerza de fusionar las líneas de ferrocarriles, sólo unas grandes compañías monopolizaban todas las vías férreas del país. En la industria manufacturera, cada especialidad era acaparada por un sindicato. Estos sindicatos, agrupaciones, trusts o como se los llame, imponían los precios y aplastaban toda competencia, excepto si surgía otra gran coalición de bastante talla para luchar con ellos. De aquí, una lucha que terminaba, por lo general, por una consolidación mayor todavía. El “bazar” de la gran ciudad arruinaba a sus rivales de provincias con sus sucursales, y absorbía, en la misma ciudad, todos sus pequeños competidores, hasta que todos los negocios de un barrio fuesen centralizados bajo un mismo techo, con un centenar de antiguos patronos reducidos al papel de simples dependientes. No teniendo ya casa propia donde pudiera colocar su dinero, el pequeño capitalista, al mismo tiempo que se colocaba al servicio de la corporación, no encontraba otra inversión para sus economías que las acciones y obligaciones del sindicato, y caía así doblemente bajo la dependencia de éste. »El solo hecho de que la oposición desesperada de las clases populares a la consolidación de los negocios en algunas manos poderosas no consiguiera detenerla un instante, prueba que el fenómeno tenía razones económicas irresistibles. Los innumerables pequeños capitalistas, con su mezquina cifra de negocios, debieron ceder el puesto a las grandes aglomeraciones de capitales, porque pertenecían a una época de cosas pequeñas, de negocios pequeños, y no estaban a la altura de las exigencias del siglo del vapor, del telégrafo y de empresas gigantescas. Restaurar el antiguo orden de cosas, aunque esto hubiera sido posible, era volver a la edad de las diligencias. Por opresivo, por intolerable que fuera el nuevo régimen, sus mismas víctimas no podían 53


negar el prodigioso incremento de eficiencia que había dado a las industrias nacionales, que había conseguido realizar economías considerables en los gastos generales por medio de la concentración de dirección y unidad de organización, y confesar que desde que el nuevo sistema había reemplazado al viejo, la riqueza del mundo había aumentado en proporciones inauditas. Con seguridad aquel gran desarrollo había tenido, sobre todo, por resultado, enriquecer a los ricos y ahondar el abismo entre ellos y los pobres; pero de todos modos, el hecho estaba allí: se reconoció en adelante que, en lo que concierne a la producción de las riquezas, el capital era eficaz, en razón directa de su consolidación. Una vuelta al sistema de otros tiempos, con la subdivisión del capital, si esto fuera posible, podría traer mayor igualdad de oportunidades, con más dignidad y libertad individual, pero a costa del empobrecimiento general y de la paralización del progreso material. »¿No había, pues, medio de aplicar el principio poderoso y necesario de la consolidación del capital, sin tener que encorvarse bajo una plutocracia comparable a la de Cartago? Así que los hombres comenzaron a preguntárselo, encontraron la respuesta preparada. El procedimiento de las grandes aglomeraciones del capital, el sistema de los monopolios, al cual se había hecho una resistencia tan desesperada y tan vana, fueron al fin reconocidos en su verdadera naturaleza: bastaba completar su evolución lógica para abrir una futura edad de oro a la humanidad. »En los primeros años del siglo pasado, la evolución tuvo su coronamiento con la consolidación definitiva del capital de la nación entera. La industria y el comercio del país, arrancados de las manos de las corporaciones y los sindicatos irresponsables en manos de personas que los conducían a gusto de sus caprichos y sus intereses, fueron en adelante confiados a un sindicato único, que trabajara en interés del bien común. La nación, organizada como una grande y única corporación comercial, en la que debieron absorberse todas las otras corporaciones, llegó a ser el único capitalista en lugar de todos los otros capitalistas, el único patrono, el monopolio final que englobó todos los antiguos monopolios, grandes y pequeños, monopolio de provechos y de economías en el que todos los ciudadanos tuvieron su parte. La época de los trusts había acabado en El Gran Trust. En una palabra, el pueblo de los Estados Unidos tomó la dirección de sus propios asuntos, como cien años antes había tomado la de su propio gobierno, y se organizó para la industria, sobre el mismo terreno donde antes se había organizado para la política. Por fin, muy tardíamente en la historia del mundo, se reconoció aquella elocuente verdad de que nada es más esencialmente asunto del pueblo que el comercio y la industria, puesto que de ellos depende su vida. Confiarlos a particulares, que se aprovechan de ellos, es una locura del mismo género, pero mucho más fatal que la que consiste en entregar las riendas del gobierno político a reyes y nobles, que se sirven de ellas para su gloria personal.» —Un cambio tan extraordinario como el que usted describe —dije—, no habrá podido efectuarse, por supuesto, sin gran efusión de sangre, sin terribles convulsiones. —Al contrario —respondió el doctor Leete—, no hubo violencias de ningún género. El cambio había sido previsto mucho tiempo antes. La opinión pública estaba 54

madura; el grueso del pueblo conquistado para la idea. No era ya posible oponerse más que por la fuerza de los argumentos. Por otro lado, el sentimiento público respecto a las grandes compañías y su absorción, había perdido toda amargura, desde que se había comprendido su necesidad como un eslabón, una fase de transición en la evolución del verdadero sistema industrial. Los más encarnizados adversarios de los grandes monopolios estaban en adelante obligados a reconocer los preciosos servicios que éstos habían prestado en la educación económica del pueblo, hasta el punto de asumir el control de sus propios asuntos. Cincuenta años antes, la consolidación general de la industria del país bajo un control nacional, habría parecido una experiencia temeraria a los más atrevidos. Pero por una serie de lecciones objetivas, vistas y estudiadas por todos los hombres, las grandes corporaciones habían abierto al pueblo, en este punto, horizontes completamente nuevos. Durante años, habíase visto a sindicatos manejar recursos mayores que los de ciertos estados, dirigir el trabajo de centenares de miles de obreros con una eficacia y una economía impracticables en operaciones más pequeñas. Se había acabado por reconocer el axioma que dice: mientras más extenso es un negocio, más sencillo son los principios que lo deben regir; así como la máquina tiene más precisión que la mano, el sistema, con un gran acuerdo, puede reemplazar con ventaja al ojo del amo en los pequeños negocios, y logra más precisos resultados. Así pues, ocurrió que gracias a las mismas corporaciones, el día que se propuso que la nación asumiera sus funciones, esa proposición de ningún modo pareció impracticable, ni a los más tímidos. Seguramente, ese era un paso que llevaba más allá de todo cuanto se había visto hasta aquel día, una generalización más amplia, pero el hecho sólo de que de todas las corporaciones preexistentes, la nación quedaría únicamente en pie, allanó muchas dificultades, contra las cuales habían tenido que luchar los monopolios parciales.

VI

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l doctor Leete había dejado de hablar, y yo permanecí en silencio, tratando de formarme una idea general de los cambios sobrevenidos en la sociedad a consecuencia de la prodigiosa revolución que acababa de describirme. Al fin exclamé: —¡Qué formidable extensión, por decir lo mínimo, han debido tomar las funciones del gobierno! —¡Extensión!... —repitió—. ¿Dónde ve la extensión? —En mi tiempo —dije— se estimaba que las funciones propias del gobierno, estrictamente hablando, se limitaban a mantener la paz y a proteger a los ciudadanos contra el enemigo público, es decir, a los poderes de la milicia y la policía. 55


—¡Por amor de Dios! —exclamó el doctor—. ¿Quiénes son los enemigos públicos? ¿Acaso Francia, Inglaterra, Alemania, o bien el hambre, el frío y la desnudez? En su época, los gobiernos acostumbraban, a la menor desinteligencia internacional, a apropiarse de los cuerpos de los ciudadanos y entregar a centenares de millares a la muerte y la mutilación, malgastando sus tesoros como el agua; y todo esto, por lo general, sin ningún beneficio imaginable para las víctimas. Ahora ya no tenemos guerra, y nuestros gobiernos no tienen poder para hacerla, pero en su lugar protegen a cada ciudadano contra la miseria, el frío y la desnudez, y proveen todas sus necesidades físicas e intelectuales: sus funciones son dirigir su industria durante un número determinado de años. No, señor West, estoy seguro de que, después de haber reflexionado, comprenderá que era en su tiempo, y no en el nuestro, cuando las funciones gubernamentales habían tomado una extensión exorbitante. Hoy los hombres, ni por el mejor de los fines, concederían a su gobierno tanto poder para las empresas más nobles como daban entonces para las más desastrosas. —Dejando a un lado comparaciones —dije—, la demagogia y la corrupción de nuestros hombres públicos habrían sido considerados, en mi tiempo, como obstáculos insuperables a todo proyecto que les concediera la dirección de las industrias nacionales. Ningún sistema nos habría parecido más funesto que encargar a los políticos el control de la maquinaria de producción del país. ¡Ya eran demasiado el juguete de los partidos en lucha con los intereses materiales del país! —Tiene razón, sin duda —dijo el doctor Leete—, pero todo eso ha cambiado ahora. Nosotros no tenemos ni partidos, ni políticos, y en cuanto a la demagogia y a la corrupción, estas son palabras que tienen sólo una significación histórica. —La naturaleza humana debe haber cambiado mucho —dije. —De ningún modo —fue la respuesta del doctor Leete—, pero han cambiado las condiciones de la vida humana, y con ellas las motivaciones de sus acciones. La organización de una sociedad como era la suya tiene oficiales que están bajo la constante tentación de em­plear mal su poder en beneficio de sí mismos o de otras personas. Bajo tales circunstancias parecería extraño atreverse a encomendar a alguno de éstos cualquier asunto. Hoy en día, por el contrario, la sociedad está constituida de modo que no hay absolutamente forma de que un oficial, incluso enfermo, pueda lograr algún beneficio para sí mismo o cualquier otro por mal uso de su poder. Puede que sea tan malo como oficial como a usted le plazca, pero no puede ser un corrupto. No hay motivos para que lo sea. El sistema social ya no ofrece premios a la deshonestidad. Pero estas son cosas que usted no comprenderá sino poco a poco, cuando las conozca mejor. —Pero aún no me ha dicho cómo han resuelto la cuestión del trabajo. Hasta aquí no hemos discutido más que la cuestión del capital —dije—. Cuando la nación hubo asumido la dirección de las fábricas, de las manufacturas, de los ferrocarriles, de las granjas, de las minas, y, en general, de los capitales del país, todavía estaba en suspen56

so la cuestión del trabajo. Al asumir las responsabilidades del capital, la nación había asumido igualmente las dificultades de la posición de un capitalista. —Desde el momento que la nación asumió las responsabilidades del capital, estas dificultades se desvanecieron —respondió el doctor Leete—. La organización nacional del trabajo bajo una dirección única era la solución completa del problema que, en su tiempo y con aquel sistema, parecía con justo título insoluble. Cuando la nación fue el único patrono, todos los ciudadanos, en virtud de su ciudadanía, se convirtieron en empleados, entre los cuales se repartió el trabajo, según las necesidades de la industria. —En suma —sugerí—, ustedes han aplicado el principio del servicio militar universal, tal como se comprendía en mis días, a la organización del trabajo. —Sí —dijo el doctor Leete—; fue una consecuencia natural, tan pronto como la nación se había convertido en el único capitalista. Acostumbrado ya el pueblo a la idea de que todo ciudadano, físicamente apto, debía su servicio a la defensa de la nación, de forma igualitaria y absoluta, le fue igualmente natural la obligación de todo ciudadano a contribuir con su cuota de servicio, industrial o intelectual, al mantenimiento de la nación, aunque no fue hasta que la nación se convirtiera en el único empleador de los ciudadanos que fue posible prestar esta suerte de servicio con alguna pretensión de universalidad o equidad. Ninguna organización del trabajo era realizable, en tanto que su dirección quedara dividida entre algunos cientos o millares de individuos y corporaciones, que no querían ni podían llegar a un acuerdo de ningún tipo. Así es cómo, con demasiada frecuencia, un gran número de brazos que no pedían más que trabajar permanecían inactivos, mientras que aquellos que querían eludir parte o todos sus deberes lo conseguían muy fácilmente. —¿De modo, supongo, que el servicio es obligatorio para todos? —sugerí. —Es más bien una necesidad que una obligación —respondió el doctor Leete—. Es considerado algo tan natural y razonable, que ya nadie nota que es obligatorio. Sólo una increíble y despreciable persona tendría la necesidad de ser obligada. Todo el orden social descansa de tal modo sobre esta obligación, que aun admitiendo que un ciudadano pudiera conseguir sustraerse a ella, se encontraría sin ningún medio imaginable de mantener su existencia. Se excluiría a sí mismo del mundo, separado de todos sus iguales; en una palabra, en la situación de un suicida. —Y en ese ejército industrial, ¿el servicio dura toda la vida? —Oh, no; el período de trabajo comienza más tarde y se termina antes que en su época. Los antiguos talleres estaban llenos de niños y de viejos, mientras que nosotros hacemos que la juventud sea consagrada a la educación; y la edad de la madurez, en que las fuerzas físicas comienzan a debilitarse, está igualmente consagrada a un cómodo y agradable descanso. La duración del servicio industrial es de veinticuatro años, comienza, para todos, a la edad de veintiuno y termina a los cuarenta y cinco. 57


A partir de esta edad, ya descargados de la labor, los ciudadanos pueden durante diez años más ser llamados otra vez a las filas en circunstancias excepcionales para hacer frente a necesidades de trabajo imperioso, pero rara vez se hacen semejantes llamamientos; de hecho, puede decirse que nunca. Todos los años, el 15 de octubre, llega lo que nosotros llamamos el Día de Revista. Este día, los que han llegado a la edad de veintiún años son alistados en el ejército industrial, y, al mismo tiempo, los que han concluido sus veinticuatro años de servicio, entran en un retiro honroso. Este es entre nosotros el gran acontecimiento del año, el que sirve para calcular todos los demás, nuestra Olimpíada, salvo que es anual.

VII

P

ero una vez alistado su ejército industrial bajo las banderas —dije—, supongo que entonces es cuando empieza la dificultad, porque aquí termina la analogía con el ejército militar. Los soldados hacen todos la misma cosa, y ésta es muy fácil de aprender: la práctica manual de las armas, marchar y montar la guardia. Pero el ejército industrial debe aprender a practicar doscientos o trescientos oficios y profesiones diferentes. ¿Dónde se halla en el mundo un genio administrativo lo bastante infalible para asignar sabiamente a cada ciudadano de una gran nación su comercio o industria? -

—¡Pero, querido señor mío, la administración no tiene nada que ver en eso! —Entonces... ¿quién? —Cada cual por sí mismo, según sus aptitudes, lo importante es no descuidar nada para que cada ciudadano se dé cuenta cuál es su aptitud natural verdadera. El principio sobre el que descansa nuestra organización industrial es que las aptitudes naturales del hombre, ya sea intelectuales, ya físicas, determinan el género de trabajo a que puede entregarse con mayor provecho para la nación y a su mayor satisfacción personal. La obligación del servicio, bajo una u otra forma, es general, pero se cuenta con la elección voluntaria (sometida únicamente a algunas reglas necesarias) para precisar el género de servicio particular que cada hombre está llamado a prestar a la sociedad. Como la satisfacción individual durante el término de servicio depende de tener una ocupación a su gusto, los padres y los maestros vigilan desde la más tierna edad los indicios de tal o cual aptitud especial en los niños. El estudio del sistema industrial nacional, a través de la historia y rudimentos de todos los grandes oficios, es una parte esencial de nuestro sistema educativo. Aunque el aprendizaje manual está excluido de la cultura intelectual general que imparten nuestras escuelas, éste es desarrollado lo suficientemente como para dar a nuestra juventud, además de un conocimiento teórico de las industrias nacionales, mecánica y agricultura, una cierta familiaridad con herramientas y métodos de trabajo. Nuestras escuelas visitan 58

constantemente nuestros talleres, y con frecuencia realizan largas excursiones para inspeccionar una instalación industrial en particular. En su época un hombre no se avergonzaba de su total ignorancia de casi todos los oficios, excepto del propio, pero tal ignorancia no sería consistente con nuestra idea de colocar a cada uno en posición de seleccionar de forma inteligente la ocupación que más le apeteciera. Por lo general, mucho tiempo antes de entrar en el servicio, el joven ha hecho ya la elección de su carrera, se ha preparado para ella por estudios especiales y espera impacientemente la hora en que pueda alistarse en sus filas. —¿Pero es posible —dije— que el número de voluntarios para cada oficio concuerde exactamente con el requerido? En general debería haber escasez o excesiva demanda. —Siempre se espera que el suministro de voluntarios sea por completo igual a la demanda —respondió el doctor Leete—. La misión de la administración es velar de que sea así. Se observa muy de cerca la tasa del voluntariado para cada industria. Si hay un excedente sensible de voluntarios sobre las necesidades, se concluye que esta ocupación ofrece un atractivo mayor que las demás. Si, por el contrario, el número de voluntarios para un oficio tiende a descender por bajo de la demanda, se deduce que éste es más arduo. La administración debe tratar, al regular las condiciones del trabajo, de igualar las diferentes ramas de la industria, de suerte que todos los oficios presenten el mismo atractivo a los que tienen su vocación. Obtiénese este resultado modificando la duración de las horas de trabajo en las diferentes profesiones, según éstas sean más o menos fáciles, más o menos atractivas. Se exigen jornadas de trabajo más largas en los oficios fáciles, mientras que el obrero que hace un trabajo penoso, como el de las minas, por ejemplo, ve sus horas de labor reducidas al mínimo. No hay teoría a priori para determinar el grado de atracción de las diferentes industrias. Al aligerar tal oficio para recargar más tal otro, la administración sigue sencillamente las fluctuaciones de opinión entre los mismos obreros, manifestadas por la mayor o menor tasa de voluntarios. Se parte del principio de que ningún trabajo, en conjunto, debe parecer más duro a un obrero que el trabajo de su vecino. No hay ningún límite para la aplicación de esta regla. Si fuera absolutamente preciso, para atraer voluntarios a una categoría de obras particularmente penosas, se reduciría la jornada de trabajo en ella a diez minutos; si ni aun así ninguno desea hacerlas, se paraliza ese oficio, y punto concluido. Pero en la práctica, una prudente reducción de las horas de trabajo, y la concesión de algunos pequeños privilegios, bastan para asegurar todas las industrias necesarias al sostenimiento de la sociedad. ¿Una industria verdaderamente necesaria ofrece disgustos o peligros tales que ninguna compensación puede vencer la repugnancia del trabajador? La administración no tiene más que presentarla como «extremadamente ardua», declarar dignos de la gratitud nacional a los que se ofrezcan, para que desborden las demandas, porque nuestra juventud es muy ávida de gloria y no deja escapar semejantes ocasiones de distinguirse. Por supuesto, usted verá que la regla para la elección absoluta de la carrera implica la supresión de todas las condiciones peligrosas para la salud o la vida de las personas. La salud y la seguridad son condiciones comunes a todas las industrias. La nación no sacrifica ni 59


esclaviza a sus trabajadores por millares, como lo hacían en su época las corporaciones y los capitalistas privados. —¿Y qué se hace cuando hay exceso de candidatos para una rama en particular de la industria? —pregunté. —Se da la preferencia a los que han adquirido un mayor conocimiento de la profesión que desean seguir. Sin embargo, nunca sucede que un hombre verdaderamente deseoso de seguir una carrera y que se empeña en su deseo, le sea denegada una oportunidad. Entre tanto, si un hombre no puede, al primer intento, obtener la entrada en la profesión que prefiere, y sucede que —por lo general— tiene una o más preferencias alternativas, sigue aquélla por la tenga un mayor grado de aptitud, aunque éste no sea el más alto. Se espera que cada uno, en realidad, estudie sus aptitudes de modo que pueda efectuar no sólo una primera elección a una ocupación, sino una segunda o una tercera, de modo que, si al principio de su carrera o subsecuentemente, obligado por el progreso de las invenciones o cambios en la demanda, le sea imposible seguir su primer vocación, pueda encontrar un empleo que le sea razonablemente satisfactorio. Este principio de elección secundaria de una ocupación es muy importante en nuestro sistema. Añadiré que si sobreviene una necesidad súbita de nuevos brazos en una rama de industria donde faltan las demandas, la administración, mientras depende del sistema de voluntariado para completar esta ocupación como regla, siempre se reserva el derecho de llamar a los voluntarios especiales, o de ejercer la fuerza necesaria en algún cuartel. En general, sin embargo, encontramos todo lo que necesitamos para subvenir a las necesidades de este género, sacándolo cuándo y cómo es menester, de las clases obreras comunes o sin especialidad. —¿Cómo se recluta esa clase de obreros comunes? —pregunté—. Me parece que ningún voluntario debe entrar en ella por su gusto. —Es la clase a que pertenecen todos los nuevos reclutas durante los tres primeros años de su servicio. Sólo después de este período, durante el cual puede el recluta ser asignado a cualquier trabajo, a discreción de sus superiores, es cuando el joven tiene derecho a optar por una carrera especial. Nadie puede sustraerse a estos tres años de estricta disciplina, y es muy grato a nuestros jóvenes pasar de esta severa escuela a la libertad comparativa de los oficios. Si un hombre es tan estúpido que no logra obtener una ocupación por elección, permanecería siendo un obrero común; pero estos casos, como usted puede suponer, no son corrientes. —Una vez elegido y entrado en un oficio u ocupación —remarqué—, supongo que tiene que afanarse a ésta durante el resto de su vida. —No necesariamente —respondió el doctor Leete—. Los frecuentes y meramente caprichosos cambios de trabajo no se alientan o incluso no se permiten, pero cada trabajar tiene el derecho, bajo ciertas regulaciones y de acuerdo con las exigencias del servicio, a ser voluntario para otra industria en la que cree podrá desempeñarse 60

mejor que en su primera elección. En este caso su solicitud de empleo será recibida como si fuera voluntario por primera vez, y en los mismos términos. No sólo esto, sino que un trabajador puede, de igual modo, bajo adecuadas regulaciones y no demasiado frecuentemente, obtener una transferencia a un establecimiento de la misma industria en otra parte del país, que por alguna razón él prefiera. Bajo nuestro sistema un hombre descontento puede dejar su trabajo a voluntad, pero pierde al mismo tiempo su medio de sostén y debe afrontar los riesgos de una futura subsistencia. Encontramos que el número de hombres que desean abandonar una ocupación a la que esté acostumbrado, por una nueva, es pequeño. Suele ser la parte más baja de los trabajadores quienes desean cambiar, tan frecuentemente como nuestras regulaciones lo permiten. Por supuesto, las trasferencias o dispensas, cuando la salud lo exige, son siempre otorgadas. —Como sistema industrial, ese sistema puede ser muy eficaz —dije—, pero no veo cómo provee al reclutamiento de las clases profesionales, de los hombres que sirven a la nación con sus cerebros y no con sus brazos. No es posible, sin embargo, pasarse sin trabajadores del intelecto. ¿Cómo, pues, son seleccionados entre los que sirven como labradores y mecánicos? Esto implica un trabajo de selección muy delicado, un proceso de tamiz, me atrevería a decir. —En efecto —dijo el doctor Leete—. La cuestión es tan delicada, que nos dirigimos al individuo mismo para saber si servirá con el cerebro o los brazos. Al fin de sus tres años de trabajador común, a él toca decidir, de acuerdo a sus apetencias naturales, si se siente más dispuesto para un arte o profesión, o para ser granjero o mecánico. Si siente que puede trabajar mejor con su mente que con sus músculos, encuentra todas las facilidades para comprobar la realidad de su supuesta inclinación, de cultivarla, y, por fin, de seguir su vocación. Las escuelas tecnológicas, de medicina, de bellas artes, de música, de teatro, y cualquier profesión liberal superior, están siempre abiertas a los aspirantes, sin ninguna excepción. —¿Pero las escuelas no estarán llenas de jóvenes cuyo único motivo es sustraerse al trabajo? El doctor sonrió con aire algo severo. —Nadie, se lo aseguro, tendrá la tentación de presentarse en nuestras escuelas superiores con el propósito de sustraerse al trabajo —dijo—. La enseñanza que se da en ellas supone aptitudes reales en los estudiantes; en ausencia de estas aptitudes, les sería más fácil hacer doble trabajo manual que mantenerse a la altura de los cursos. Lo que sucede es que hay jóvenes que se equivocan honestamente acerca de su vocación, y, viéndose inadecuados para los requerimientos de la escuela, no tardan en reconocer su error y en volver sencillamente a las filas del servicio industrial; ningún descrédito cae sobre estos desertores. Nuestro sistema alienta a todos a desenvolver sus talentos ocultos, pero sólo en la prueba se manifiesta la realidad de esos talentos. Las escuelas profesionales y científicas de su época dependían de la retribución escolar de sus alumnos; parece que con frecuencia se daban indebidamente diplomas 61


a sujetos poco aptos que, sin embargo, llegaban a labrarse una posición. Nuestras escuelas son instituciones nacionales, y haber pasado sus exámenes es prueba indiscutible de aptitudes especiales, sin ningún cuestionamiento. »Esta oportunidad para una carrera profesional —continuó el doctor—, permanece abierta hasta la edad de treinta y cinco años; pasada esta edad los estudiantes no son recibidos, porque el período antes de la edad de licencia para servir al gobierno en sus profesiones sería muy corto. En su época, los jóvenes, obligados a elegir su carrera muy temprano, se engañaban frecuentemente acerca de sus vocaciones. En nuestros días se ha reconocido que las aptitudes naturales son más lentas de desarrollarse en unos que en otros, y por este motivo, aunque el derecho de elegir una profesión está abierto desde los veinticuatro a los treinta y cinco años, éste permanece abierto otros seis años más.» Al fin se puso sobre el tapete una cuestión que hacía tiempo quemaba mis labios; una cuestión que, en mi tiempo, era considerada como el obstáculo capital para la solución final del problema industrial. —Es extraordinario —dije— que todavía no me haya dicho una sola palabra sobre la manera cómo regulan los salarios. Siendo la nación misma el único patrono, toca, sin duda, al gobierno establecer el precio de los salarios, desde el del médico hasta el del trabajador de la tierra. Todo lo que puedo decirle es que este sistema jamás habría funcionado entre nosotros, y, a menos que haya cambiado la naturaleza humana, no veo cómo ha podido triunfar entre ustedes. En mi tiempo, nadie estaba satisfecho con sus ganancias o con su salario. Hasta cuando el obrero se sentía bien retribuido, creía que su vecino lo estaba más, y esto lo irritaba. Si el descontento, en vez de dispersarse en huelgas y en imprecaciones contra millares de patronos, hubiera podido concentrarse en un solo objeto, el régimen más fuerte del mundo no habría subsistido más allá de dos días de paga. El doctor Leete se echó a reír con ganas. —Exacto, exacto —dijo—, desde el primer día de paga ha­brían tenido una huelga general; y una huelga contra el gobierno es una revolución. —Entonces, ¿cómo se las arreglan ahora para no tener una revolución todos los días de paga? —quise saber—. ¿Se ha encontrado un filósofo prodigioso para inventar algún nuevo sistema de cálculo que dé gusto a todos y evalúe todos los servicios manuales e intelectuales en su justo y comparativo valor: músculo o cerebro, mano o voz, oreja u ojo? ¿O es que la naturaleza humana ha cambiado hasta el punto de que el hombre no cuida ya de sus propios intereses, y sí de los del prójimo? Uno u otro de estos hechos debe ser la explicación. —Ni lo uno ni lo otro, sin embargo —fue la hilarante respuesta de mi anfitrión—. Y ahora, señor West, no olvide que usted es, no sólo mi huésped, sino también mi 62

paciente, y permítame que le recete una pequeña dosis de sueño antes de continuar nuestra conversación. Son más de las tres de la mañana. —Su receta es, ciertamente, muy buena —dije—; falta que pueda ponerla en práctica. —Eso es cosa mía —respondió el doctor, dándome un vaso con algún brebaje que, así que puse mi cabeza en la almohada, me sepultó en un profundo sueño.

VIII

C

uando desperté, me quedé algún rato sumido en un agradable estado de semisomnolencia, gozando de una gran sensación de bienestar corporal. Las emociones de la víspera, mi despertar para encontrarme en el año 2000, la vista del nuevo Boston, mi anfitrión y su familia, todas las cosas extraordinarias que había oído, parecían borradas de mi memoria. Pensé que estaba en el dormitorio de mi casa, y en ese estado entre dormido y despierto, las sombras de pensamientos y de imágenes que flotaban ante mi espíritu pertenecían todas a mi vida de antes. Al ensoñar así, yo repasaba los incidentes del Día de Decoración, mi excursión, en compañía de Edith y sus padres, al monte Auburn, y la comida con ellos a nuestro regreso a la ciudad. Me acordaba del saludable aspecto de Edith, y llegué a pensar en nuestro casamiento; pero, apenas mi imaginación había bosquejado ese encantador tema, cuando mi ensueño, se interrumpió bruscamente con el recuerdo de la carta —recibida la noche antes— del constructor, que me anunciaba las nuevas huelgas y el retraso indefinido de la nueva casa. La nostalgia de estos recuerdos creció dentro de mí. Entonces recordé que tenía una cita a las once con el constructor, para discutir el asunto de la huelga, abrí los ojos y quise mirar la hora en el reloj que estaba al pie de mi cama. Pero no había tal reloj en ninguna parte, y cosa más grave, en seguida noté que no estaba en mi cuarto. De un salto me senté en la cama, y paseé mis ojos extraviados alrededor de aquella extraña habitación. Creo que deben haber pasado muchos segundos desde que me senté en la cama, incapaz de encontrar las llaves de mi propia identidad. Estaba como un alma en el limbo, un alma bosquejada, que aún no ha recibido las incisiones del cincel creador que le imprimen su individualidad y lo convierten en una persona. ¡Es extraño que la sensación de esta incapacidad fuera tan angustiosa!, pero así es cómo estamos hechos. Nada podría expresar el suplicio que experimenté mientras mis ojos tanteaban en el ilimitado vacío en busca de mi persona. Ninguna otra experiencia de la mente produce quizás algo parecido a esa sensación de absoluto paro intelectual debido a la pérdida de un eje mental, un punto de apoyo del pensamiento, y que se expresa en un momentáneo oscurecimiento del sentido de la propia identidad. ¡Espero no tener que volverlo a vivir otra vez! 63


No podría decir con precisión cuánto tiempo se prolongó aquel estado —que pareció una eternidad—, cuando de repente me acudió el recuerdo de todo, como un relámpago. Supe quién era y dónde estaba, cómo había llegado allí, supe que las escenas de la vida del ayer que acababan de pasar por delante de mi mente, se referían, en realidad, a una generación reducida a polvo hacía mucho, mucho tiempo. Salté de la cama, oprimiendo mis sienes con las manos para impedir que estallasen. Luego caí de bruces sobre la cama, ocultando la cara en la almohada, y quedé sin movimiento. Esta era una reacción inevitable después de la excitación mental y la fiebre intelectual, primer efecto de mi terrible experiencia. Era la crisis emocional, que había esperado, para estallar, a que yo tuviese plena conciencia de mi posición actual y de todas sus consecuencias. Apretados los dientes, jadeante el pecho, aferrándome a los barrotes de la cama con frenética energía, permanecí acostado, luchando para conservar mi razón. Todo danzaba en mi cabeza: hábitos de sentimiento, asociaciones de pensamientos, ideas de personas y de cosas, todo estaba en disolución, todo se confundía en un caos aparentemente inextricable. No había puntos de miras, nada era estable. Sólo quedaba la voluntad, pero ¿qué voluntad humana era bastante fuerte para decir a un mar alborotado: «cálmate»? No, no me atrevía a pensar. Todo esfuerzo de razonamiento que se sucedía, y la realización que éste implicaba, me provocaba un intolerable vértigo en la cabeza. La idea de que había dos personas en mí, de que mi identidad se había doblado, me perseguía. ¿No era esta teoría la solución más sencilla del enigma que me atormentaba? Sentí que iba a perder el equilibrio mental, que si seguía allí, sumergido en mis reflexiones, estaba perdido. Necesitaba distraerme a toda costa, al menos la diversión del esfuerzo físico. Salté de la cama, me vestí de prisa, abrí la puerta de mi cuarto y bajé las escaleras. Era apenas de día, y no encontré a nadie en la planta baja de la casa. Cogí un sombrero colgado en la antecámara y, abriendo la puerta delantera, que estaba cerrada con un descuido que probaba que el robo con fractura ya no era uno de los peligros del Boston moderno, me encontré en la calle. Durante dos horas caminé o corrí a través de las calles de la ciudad, visitando diferentes barrios de la parte peninsular de la población. Sólo un anticuario, al corriente de las diferencias que ofrece la ciudad actual de Boston, comparada con la de otra época, podría medir por qué serie de sorpresas enloquecedoras hube de pasar durante aquella mañana. La víspera, cuando la contemplaba desde lo alto del mirador, la ciudad me había parecido singular, pero no se trataba entonces más que de una primera impresión, de un aspecto general. Paseando por las calles fue como me di cuenta de lo completo que era el cambio. Los pocos puntos del viejo panorama que reconocí no hacían más que contribuir a que la impresión fuera más profunda, porque sin ellos hubiera podido creerme en una ciudad extranjera. Un hombre puede abandonar su pueblo natal en la infancia, y al volver a él cincuenta años después lo encuentra muy transformado. Se asombra, pero no se desorienta. Tiene conciencia del gran lapso de tiempo transcurrido, de los cambios que se han operado por todas partes, hasta en sí mismo. No tiene más que una débil reminiscencia de la ciudad, tal como la conoció en otro tiempo. Pero pensad que en mí no existía ninguna sensación del tiempo transcurrido. A no consultar más que con mi conciencia, apenas hacía algunas horas que me había paseado por aquellas calles, en las que cada detalle había sufrido una completa 64

metamorfosis. La imagen mental de la ciudad antigua, tan fresca y fuerte en mi espíritu, luchaba en intensidad con la imagen de la ciudad actual que se ofrecía a mis ojos; sucesivamente la una y la otra me parecían irreales. Todo aparecía borroso, como los rostros de una fotografía expuesta. Finalmente, no sé cómo, me encontré delante de la puerta de la casa de donde había salido. Sin duda los pies me condujeron instintivamente hacia el lugar de mi antigua morada, porque yo no tenía ninguna idea clara del itinerario. Ni en mi barrio ni en cualquiera otra parte de esta ciudad de una generación extraña me fue posible orientarme, sus habitantes no me eran menos extraños que los otros hombres y mujeres que había en la tierra. Si la puerta hubiera estado cerrada, la resistencia de la cerradura me hubiese dejado tiempo para reflexionar que nada tenía que hacer en aquella casa, y me habría vuelto, pero el pestillo cedió, crucé la antesala con paso extraviado y entré en una de las habitaciones abiertas. Allí, me dejé caer sobre una silla, cubriéndome con las manos los ojos ardientes, para alejar la sensación de horror y de extrañeza que me rodeaba. Mi confusión mental era tan intensa que sentía como náuseas. ¿Cómo describir la angustia de esos momentos, durante los cuales mi cerebro parecía derretirse, o la abyecta sensación de sentirme inerme? En mi desesperación me puse a sollozar, comprendiendo que si no venía alguien en mi socorro, perdería la razón. En aquel momento se dejó oír el roce de una falda, y abrí los ojos. Delante de mí estaba Edith Leete; su hermoso rostro expresaba una conmovedora pena. —¿Qué le ocurre, señor West? —dijo—. Estaba aquí cuando usted entró y vi su aspecto desesperado, y cuando le he oído sollozar no he podido contenerme. ¿Qué le ha sucedido? ¿Dónde ha estado? ¿Puedo hacer algo por usted? Mientras me hablaba —no sé si fue involuntario el movimiento—, me tendió las manos con un adorable gesto de compasión. Las estreché entre las mías y me así a ellas con el impulso instintivo del hombre que se ahoga y se aferra a la cuerda que le echan. Al contemplar su rostro radiante de piedad y sus ojos humedecidos por las lágrimas, mi espíritu cesó de girar. La tierna simpatía humana que vibraba en la suave presión de sus dedos, me había dado el sostén que yo necesitaba. Tuvo el efecto de traerme la calma y la paz, como si se tratara de un maravilloso elixir. —¡Dios la bendiga! —dije, después de algunos instantes—. Dios debe haberla enviado a mi lado en este momento. Creo que sin usted hubiera perdido la cabeza. A estas palabras, sus ojos se llenaron de lágrimas. —¡Oh, señor West! —dijo entre sollozos—. ¡Cuán sin corazón debe usted creernos! ¿Cómo hemos podido dejarle sólo durante tanto tiempo? Pero eso ya ha pasado, ¿no es verdad? Creo que ya está usted mejor. —Sí —dije—, gracias a usted. Y si permanece todavía un poco a mi lado, volveré bien pronto a ser el mismo. 65


—¡Ah, ahora ya no le abandonaré! —dijo, con un ligero gesto de sus rasgos, que expresaba más simpatía que millares de palabras—. No somos tan malos como parecemos. Apenas si he dormido esta noche, a fuerza de preguntarme cuál sería su despertar; pero mi padre aseguraba que su sueño sería largo, y que no convenía demostrarle demasiada simpatía al principio, sino tratar de distraerle y hacerle sentir que estaba entre amigos. —Y lo ha conseguido —respondí—; pero mire, señorita, es una gran sacudida brincar de siglo a siglo. Anoche parecía estar menos turbado, pero esta mañana he experimentado las más extrañas sensaciones. Mientras tenía cogidas sus manos y mis ojos estaban fijos en los suyos, me sentía casi con fuerzas para bromear un poco sobre mi situación. —¿Quién podía sospechar que iría a pasear solo por la ciudad tan temprano? —ella continuó— ¡Oh, señor West! ¿Dónde se ha metido?

—Entonces, convenido —dijo sonriendo, con los ojos todavía húmedos—. La vez próxima nos avisará y no irá a recorrer las calles de Boston, completamente solo en medio de desconocidos. Durante estos pocos minutos, mi emoción y sus lágrimas de pena nos habían aproximado de tal modo, que me pareció completamente natural la idea de que ya no éramos extraños el uno al otro. —Le prometo —añadió, con una expresión de encantadora malicia, que cambió en seguida por una mirada de entusiasmo—, le prometo, cuando acuda a mí, tener el aspecto tan afligido para usted como lo desee, pero no suponga por un solo instante que le crea verdaderamente digno de compasión, ni que deba estar mucho tiempo triste. Sé a ciencia cierta que el mundo de hoy es un paraíso, comparado con el mundo en que ha vivido y que dentro de poco tiempo no tendrá más que un sentimiento, el de la gratitud a Dios, que ha cortado tan bruscamente su vida anterior, para trasplantarla a aquí.

Le conté entonces todo lo que había sentido y visto en aquella mi primera mañana desde mi despertar, hasta el momento de su aparición. Durante mi relato, mostraban sus ojos viva compasión, y, aunque yo había devuelto la libertad a una de sus manos, me abandonó la otra, notando sin duda el bien que así me hacía. —Me imagino cuáles habrán sido sus sensaciones —dijo— ¡Eso ha debido ser horrible! ¡Y pensar que le habíamos dejado solo para batallar con usted mismo! ¿Podrá perdonárnoslo alguna vez? —Eso ya ha pasado. Usted ha ahuyentado todos esos fantasmas —dije. —¿Está seguro de que no volverán? —preguntó con mucha ansiedad. —Eso no puedo decirlo —respondí—. Todo lo que me rodea me parece todavía demasiado extraño. —Pero ¿al menos me promete no quedarse a solas con sus penas? —insistió ella—. Prométame venir a buscarnos, y trataremos de consolarle, de ayudarle. Quizá no podremos hacer gran cosa, pero siempre será esto mejor que tratar de sobrellevar esto en soledad. —La buscaré con gusto, si usted me lo permite. —¡Oh, sí, sí, se lo suplico! —dijo apresuradamente—. Yo haré cualquier cosa para ayudarle. —No tiene más que mostrarse compasiva, como hasta ahora —respondí.

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IX

E

l doctor Leete y su esposa, que llegaron en este momento, no se sorprendieron mucho al saber que yo había recorrido la población completamente solo durante la mañana, y quedaron muy contentos de verme tan tranquilo, después de semejante experiencia. —Su excursión ha debido ser singularmente interesante —dijo la señora Leete, cuando nos sentamos a la mesa, poco más tarde—, debió ver muchas cosas nuevas. —Diga más bien que todo lo que he visto me ha parecido nuevo, señora —dije—, pero lo que más me ha impresionado, acaso, ha sido no encontrar algún tipo de almacenes en la calle Washington, ni casas de banca. ¿Qué se ha hecho de los tenderos y de los banqueros? ¿Los han colgado, según el sistema que preconizaban los anarquistas de mi tiempo? —No hemos llegado a eso —dijo el doctor Leete—, tan sólo pasamos de sus servicios. Sus funciones son obsoletas en nuestro mundo moderno. —Pero entonces, ¿adónde se dirigen cuando necesitan de alguna cosa? —inquirí. —En nuestros días no hay ni compras ni ventas; el reparto de las mercancías se hace de otro modo. En cuanto a los banqueros, como no hay dinero, no tenemos necesidad de esa gente bien nacida. 67


—Señorita Leete —dije volviéndome hacia Edith—, me temo que su padre se burla de mí. No me ofendo, porque mi candor debe inspirar extraordinarias tentaciones. Pero, verdaderamente, hay límites a mi credulidad en lo que concierne a los cambios que se han operado en el sistema social.

que sirve para expresar el valor relativo de los objetos. A este efecto, los precios de las mercancías son siempre expresados en dólares y céntimos, como en su época. El precio de cada adquisición es revisado por el empleado, que pica en esta fila de casillas el valor de mi compra.»

—Mi padre no piensa en bromear, estoy segura —dijo Edith con una sonrisa tranquilizadora.

—Pero si quiere usted comprar cualquier cosa a un vecino, ¿puede transmitirle, en cambio, una parte de su crédito?

La conversación tomó entonces otro giro, si no recuerdo mal, por haber tocado la señora Leete la cuestión de las modas femeninas en el siglo XIX. Después de almorzar, el doctor Leete me llevó a dar una vuelta por el mirador, el cual parecía ser su paseo predilecto, y se reanudó la conversación sobre el tema anterior.

—En primer lugar —respondió el doctor Leete—, nuestros vecinos no tienen nada que vendernos, y, después, no puede ser efectuada ninguna transferencia semejante, porque el crédito es estrictamente personal. Para que la nación pudiera admitir una transferencia como la que usted dice, sería preciso que se informase de todos los detalles de la transacción, a fin de garantizar su equidad absoluta. Una de las mejores razones, si no hubiera otra, para la abolición del dinero, es precisamente que su posesión no implicaba un título legítimo en el poseedor. El dinero tenía el mismo valor en las manos del ladrón o del asesino que en las del hombre que lo había obtenido por el trabajo. Hemos conservado el intercambio de regalos, sólo por amistad, pero la compra y la venta son consideradas como absolutamente incompatibles con la benevolencia y el desinterés que deben reinar entre los ciudadanos, así como con el espíritu de comunidad sobre el cual descansa nuestro sistema social. Según nuestras ideas, el hecho de comprar y de vender es antisocial en todas sus tendencias. Es una educación en el egoísmo a expensas del vecino, y ninguna sociedad educada en estos principios podrá jamás elevarse de un grado muy inferior de civilización.

—Parece usted sorprendido —dijo— ante mi afirmación de que vivamos sin dinero ni comercio, pero reflexionando un poco, verá que entre ustedes el comercio y el dinero no eran necesarios más que porque la producción estaba abandonada a la iniciativa privada. Por consiguiente, entre nosotros, uno y otro han llegado a ser superfluos. —No comprendo muy bien esa deducción —respondí. —Es muy sencilla, sin embargo— dijo el doctor Leete—. En la época en que un número infinito de personas, sin relaciones entre sí, producían los mil objetos necesarios a la vida y al bienestar, necesitábanse cambios incesantes entre los individuos para subvenir a sus respectivas necesidades. Aquellos cambios constituían el comercio, y el dinero era su intermediario indispensable. Pero desde que la nación fue el único productor de toda suerte de comodidades, ya no tuvo razón de ser el intercambio entre individuos que podían obtener lo que necesitaban. Podía adquirirse todo en la misma fuente, y nada podía ser obtenido en otra parte. El sistema de la distribución directa en los almacenes nacionales sustituyó al comercio, y para esto era innecesario el dinero. —¿Cómo está organizada esa distribución? —pregunté. —De la manera más sencilla —respondió el doctor Leete—. Al comenzar el año se abre a cada ciudadano, y se inscribe en los libros públicos, un crédito correspondiente a su parte del producto anual de la nación. Se le entrega una tarjeta de crédito, por medio de la cual éste se procura cuando quiere, en los almacenes nacionales establecidos en todos los municipios, todo lo que puede desear. Como puede ver, este sistema suprime todo tipo de transacción comercial entre productores y consumidores. ¿Le gustará saber qué aspecto tienen nuestras tarjetas de crédito? »Observe —dijo, mientras yo miraba con curiosidad el trozo de cartón que me alargó—, que nuestras tarjetas de crédito representan cierto número de dólares. Hemos conservado la antigua palabra, pero no la sustancia. Este término, tal como lo utilizamos, no se refiere a nada real, no es más que una especie de símbolo algebraico, 68

—¿Y qué sucede si se gasta en un año más del crédito que se ha previsto? —Es tan amplia la provisión, que hay pocas probabilidades de agotarla —respondió el doctor Leete—. Sin embargo, en casos excepcionales se puede obtener un anticipo sobre la tarjeta de crédito del año siguiente, pero este anticipo está limitado a cierta cifra, y, para no estimular el préstamo y la imprevisión, el Estado le impone un descuento bastante considerable sobre su crédito. Por supuesto si un hombre demuestra ser un despilfarrador, podría recibir su asignación de forma mensual o semanal, o si fuera necesario no se le permitiría que la utilizara bajo ningún concepto. Si no se gasta la suma que se ha asignado, supongo que ésta se acumulará al crédito. —Esto también está permitido, hasta cierto punto, en previsión de un gasto extraordinario. Pero, a menos de aviso en contrario, se supone que el ciudadano que no agota su crédito no ha encontrado ocasión en qué emplearlo, y el sobrante es devuelto al tesoro público. —Este sistema no es muy a propósito para estimular los hábitos de ahorro en los ciudadanos —dije. —No se busca eso —fue la respuesta—. La nación es rica, y no desea que los ciudadanos se priven de ningún goce. En su día, los hombres eran dirigidos a guardar 69


bienes y dinero en previsión de una quiebra en los medios de sustento, y para sus hijos. Esta necesidad hacía de la economía una virtud; pero hoy ha cesado a la vez de ser necesaria y loable. Nadie se cuida ya del día de mañana, ni por él ni por sus hijos, pues la nación se encarga de la alimentación, la educación y el confortable sustento de todos sus miembros, desde la cuna hasta el sepulcro.

por sí mismos? Los oficios favorecidos se verían desbordados por los aspirantes, y éstos faltarían en los demás, hasta que fueran rectificadas las evaluaciones primitivas y restablecido el equilibrio. Pero, me apresuro a decirlo, nada de esto ocurre entre nosotros, porque ese procedimiento, por práctico que pueda ser, no forma parte de nuestro sistema.

—¡Pero esa es una garantía muy arriesgada! —dije—. ¿Cómo saber con certeza si el valor del trabajo de un hombre cualquiera compensará los desembolsos que la nación hace por él? Admitamos que la sociedad sea capaz de subvenir al sustento de todos sus miembros; sin embargo, éste gana más de lo que necesita para su sostenimiento, y aquél menos. Y hemos aquí vueltos a la cuestión de los salarios, de la que todavía no me ha dicho una palabra. Ahí fue precisamente donde, si lo recuerda, quedamos anoche en nuestra conversación, y le vuelvo a repetir que ahí es, en mi opinión, donde su sistema industrial nacional debería encontrar su máxima dificultad. ¿Como, le pregunto otra vez, cómo hacen para graduar, a gusto de todos, el salario comparativo o remuneración de una multitud de servicios, tan diferentes unos de otros, y tan inconmensurables, e igualmente necesarios para la vida de la sociedad? En mi tiempo, la ley de la oferta y la demanda regulaba el precio de los trabajos de todo género, así como de las mercancías. El patrono pagaba lo menos posible, y el obrero trataba de obtener lo más posible. Reconozco que no era éste un buen sistema desde el punto de vista ético; pero, al menos, nos daba una fórmula sencilla y cómoda para resolver una cuestión que debe presentarse diez mil veces por día, si se quiere que el mundo marche. Nos parecía que no había otra solución práctica.

—Pero, entonces ¿quiere usted decirme cómo regulan los salarios? —pregunté una vez más.

—Sí —dijo el doctor Leete—, pero, con todos sus defectos, no había otra solución bajo un régimen que ponía los intereses de cada ciudadano en perpetuo antagonismo con los de su prójimo. Malo habría sido para la sociedad no encontrar nunca un plan mejor, que esa organización que descansa sobre la máxima diabólica: «Tu necesidad es mi provecho». El salario de un servicio no dependía de su dificultad, peligro o dureza, pues en todo el mundo las faenas más peligrosas, severas y repulsivas eran las peor retribuidas, sino sola y exclusivamente por la necesidad más o menos apremiante de los que reclamaban ese servicio.

—Su título —respondió el doctor Leete— es el hecho de ser hombre, y tal es también la base de su reclamación.

—Admito todo eso —dijo—; pero con todos sus defectos, el sistema de regular los precios por la oferta y la demanda es un procedimiento práctico, y no puedo concebir con qué se ha podido sustituir. Siendo el gobierno el solo y único patrono, no puede haber ni mercados ni cotizaciones. El gobierno es quien debe fijar arbitrariamente la retribución de todos los servicios. No puedo imaginar una misión más compleja, más delicada, y más segura, incluso bien realizada, de provocar el descontento universal. —Dispense —dijo el doctor Leete—, pero creo que exagera la dificultad. Suponga que un consejo de hombres sensatos sea encargado de fijar los salarios de todas las profesiones en un sistema que, como el nuestro, garantiza el trabajo a todos y deja a cada cual la elección de su género de ocupación. ¿No se da cuenta que, por imperfecto que pueda ser el primer reglamento, los errores se corregirán bien pronto 70

El doctor Leete no respondió sino hasta después de algunos momentos de meditativo silencio. —Estoy bastante al corriente —dijo finalmente— del antiguo orden de cosas para comprender lo que usted quiere decir; y, sin embargo, la sociedad nueva es tan totalmente diferente de la antigua, que me siento un poco perdido cuando busco una respuesta que le parezca bien clara. ¿Pregunta usted cómo regulamos los salarios? La verdad es que no tenemos, en nuestra economía política moderna, nada que corresponda a lo que llamaban en su época salarios. —Quiere usted decir, sin duda, que no se pagan los servicios en dinero contante —dije—; pero me parece que el crédito asignado a cada cual, en esos almacenes nacionales, corresponde a lo que eran nuestros salarios. ¿Con qué título reclama el individuo su parte del presupuesto social? ¿Cuál es la base de la repartición?

—¡El hecho de ser hombre! —repetí con tono de incredulidad—. ¿Es posible que todos los ciudadanos reciban exactamente la misma parte del presupuesto social? —¡Seguramente! Los lectores de este libro, que no han visto funcionar en la práctica otra organización que la de hoy, y que no están acaso bien al corriente de la historia de los siglos pasados, no pueden imaginarse en qué estado de estupor me sumió la observación, sin embargo tan sencilla, del doctor Leete. —Verá usted —dijo sonriendo—, no sólo no nos servimos de dinero para pagar los salarios, sino que, como le he dicho, no tenemos nada que responda a su idea de salario. Esta vez yo había recopilado lo suficiente para expresar una crítica que, como hombre del siglo XIX, vino a mi mente, ante este, para mí, sorprendente convenio.

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—¡Pero —exclamé— hay hombres que trabajan dos veces más que otros! ¿Es que los obreros hábiles no se quejan de un sistema que los coloca en la misma situación que a los indiferentes? —Nunca les damos ocasión para quejarse de una injusticia —respondió el doctor Leete—, puesto que exigimos la misma suma de trabajo de todos ellos. —Me gustaría saber como pueden hacer eso, puesto que no se encuentran dos hombres cuyas capacidades sean exactamente iguales. —Nada es más sencillo —fue la respuesta del doctor Leete—. Exigimos a todos el mismo esfuerzo; en una palabra, les pedimos que presten a la sociedad el mejor servicio que puedan. —Pues bien, supongamos que todos hacen realmente todo lo que pueden —respondí—, no por eso será menos cierto que el producto resultante de un hombre puede valer dos veces que el de su camarada. —Es muy cierto —dijo el doctor Leete—; pero el producto obtenido no tiene nada que ver con la cuestión, que no es más que una cuestión de mérito. El mérito es una cantidad moral, la producción es una cantidad material. ¡Singular lógica la que pretendiera resolver un problema moral con arreglo a un patrón material! No hay que tener en cuenta más que la cantidad del esfuerzo, no la del resultado. Todos los que hacen lo que pueden, tienen el mismo mérito. Las capacidades individuales, por brillantes que sean, no sirven más que para fijar la medida de los deberes individuales. Un hombre especialmente dotado, que no hace todo lo que puede hacer, tiene menos mérito que un hombre inferior como capacidad, pero que da su máximo de esfuerzo. El Creador ha arreglado la misión de cada cual según las facultades de que lo ha provisto; nosotros no hacemos más que seguir sus indicaciones y exigir que sea cumplida la misión. —Desde el punto de vista filosófico, todo eso es muy bonito —dije—; pero parece duro que un hombre que produce el doble que otro (aun admitiendo que los dos hacen todo lo que pueden) obtenga la misma retribución. —¿De veras le parece eso duro? —respondió el doctor Leete—. Ahora bien, ¿sabe lo que me parece curioso a mí? Actualmente nos parece muy natural que un hombre que puede producir dos veces más que otro, con el mismo esfuerzo, en lugar de ser recompensado por hacerlo, debería ser castigado si no lo hiciera. Supongo que en el siglo XIX, cuando un caballo arrastraba una carga más pesada que la que podía arrastrar una cabra, se le recompensaría. Por nuestra parte, le habríamos administrado una buena corrección si no lo hubiera hecho, partiendo del principio de que la capacidad determina la misión. ¡Es asombroso cómo cambian éticamente los puntos de vista! —El doctor dijo esto y me guiñó un ojo de una manera tan cómica, que solté la carcajada. 72

—Supongo —dije—, que si nosotros recompensábamos a los hombres por los dones que han recibido de la naturaleza, mientras que considerábamos las capacidades de los caballos y de las cabras como determinando simplemente el servicio que se les podía exigir, es, sin duda, porque los animales, como no pueden razonar, hacen instintivamente todo lo que pueden, y porque los hombres tienen necesidad de ser estimulados con una remuneración proporcionada al resultado de sus esfuerzos. A menos que la naturaleza haya cambiado enteramente en cien años, me pregunto ¿cómo es que no se ven reducidos a la misma necesidad? —Lo estamos —respondió el doctor Leete—. No creo que la naturaleza humana haya cambiado en este punto. Nosotros tenemos, lo mismo que en el siglo XIX, necesidad de estimular a los hombres con incentivos especiales en forma de recompensas y ventajas, para que den el máximo de sus esfuerzos en cualquier rama de la industria. —¿Pero cuáles pueden ser esos estímulos —pregunté—, puesto que, sea cual sea la suma de su trabajo, la renta del ciudadano es la misma? Caracteres escogidos pueden ser estimulados por su devoción al bien público bajo tal sistema; pero el hombre ordinario se quedará dormido sobre el remo, diciéndose que no cambiará su suerte, ya se esfuerce, ya se abandone. —¡Cómo! —respondió mi compañero—. ¿Cree usted verdaderamente que la naturaleza humana no es sensible a otros aguijones que el temor a la miseria y la sed de lujo, que la igualdad de medios de vida los dejan sin posibles incentivos a su esfuerzo? ¡Sus contemporáneos no eran de esta opinión, aunque parecieran persuadidos de ello! Cuando se trataba de esfuerzos de la naturaleza más elevada y de sacrificio absoluto, contaban con otras muy diferentes palancas de la actividad humana. No era el interés, sino el honor, la esperanza de la gratitud humana, el patriotismo, el entusiasmo del deber, lo que se hacía brillar a los ojos del soldado cuando se trataba de morir por la patria, y no hay época en que el llamamiento dirigido a estos sentimientos no haya hecho surgir lo que hay de más noble y de más elevado en la naturaleza humana. Aun más: si analiza usted ese amor al dinero, la gran palanca moral de su época, verá que el miedo a la pobreza y ansia de lujo sólo eran uno de los elementos que entraban en la composición de este poderoso móvil. Entraba además en él la sed de poder, el apetito de una posición social, la ambición de notoriedad y de éxito. Verá que, aun aboliendo la pobreza y el temor que inspira, el lujo desordenado y las esperanzas que solicita, no hemos hecho desaparecer los motivos principales que, en su época, incitaban a la conquista del dinero, ni ninguno de los que inspiraban los esfuerzos supremos. Solamente que los móviles groseros, que ya no nos mueven, han sido reemplazados por aspiraciones más altas, desconocidas para la mayoría de los hambrientos de su tiempo. Ahora que ya no se trabaja más por cuenta propia, que toda industria se hace en provecho de la nación, el patriotismo, el amor a la humanidad, inspiran a nuestros obreros aquellos mismos sentimientos por los cuales morían los antiguos soldados. El ejército industrial es un ejército, no sólo por virtud de su perfecta organización, sino también por la ardiente abnegación que anima a sus miembros. 73


»Lo mismo que ustedes, por otra parte, nosotros llamamos en ayuda del patriotismo al amor a la gloria. Como nuestro sistema está fundado sobre el principio de obtener de cada hombre el máximo de sus esfuerzos, verá que los medios empleados para estimular el celo de nuestros obreros representa una de las partes esenciales de nuestro plan social. Entre nosotros, la actividad desplegada en servicio de la nación es el único camino que lleva a la reputación, a la distinción, al poder oficial. El valor de los servicios prestados decide el rango que el ciudadano ocupará en la sociedad. Comparados con ese estimulante moral, estimamos que los espantajos materiales de que ustedes hacían uso eran un expediente tan falible e incierto como bárbaro. El ansia de honor, incluso en aquellos sórdidos días, impulsa a los hombres a un esfuerzo más desesperado que lo que puede hacerlo el amor al dinero.» —Sería extremadamente interesante —dije— aprender algo de las disposiciones sociales que aseguran esos magníficos resultados. —El plan con todos su detalles —respondió el doctor— es, naturalmente, muy complicado, porque en eso descansa toda la organización de nuestro ejército industrial; sin embargo, bastarán algunas palabras para darle una idea general de él. En este momento fue agradablemente interrumpida nuestra conversación por la irrupción de Edith Leete en la plataforma aérea en que nos encontrábamos. Iba vestida para salir, y entraba para hablar a su padre de una comisión que éste le había encargado. —A propósito, Edith —exclamó el doctor en el momento en que su hija iba a dejarnos—, ¿el señor West no tendría curiosidad de visitar el almacén contigo? Le he contado algunas cosas sobre nuestro sistema de distribución y acaso le gustaría verlo funcionar en la práctica. »Mi hija —agregó, volviéndose hacia mí— es una compradora infatigable, y podrá informarle sobre los almacenes mucho mejor que yo.» No hay que decir que la proposición la encontré excelente, y Edith tuvo la bondad de decir que mi compañía le sería agradable, de modo que salimos juntos.

X

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i quiere usted que le explique el modo cómo hacemos nuestras compras —dijo mi acompañante, mientras caminábamos por la calle—, es preciso primero que me describa el suyo. He leído mucho sobre el asunto sin llegar a comprender bien el sistema antiguo. Por ejemplo, cuando tenían ustedes aquel inmenso número de tiendas, cada una de ellas con diferentes surtidos, ¿cómo po-

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día decidir una mujer lo que iba a elegir, en cualquier compra, antes de haberlas visitado todas? —Eso es lo que había que hacer. No había otro medio —respondí. —Mi padre dice que soy una compradora infatigable; pero creo que sería muy pronto una compradora fatigada si tuviera que hacerlo como mis abuelas —fue el risueño comentario de Edith. —Las idas y venidas de tienda en tienda constituían, en efecto, una pérdida de tiempo de que las mujeres verdaderamente ocupadas se quejaban mucho —dije—. En cuanto a la clase de las ociosas, aunque se quejaban también, creo que la cosa era para ellas un medio precioso de matar el tiempo, con el cual no sabían qué hacer. —Pero, dígame, con millares de almacenes de la ciudad que tenían los mismos artículos, ¿cómo las ociosas conseguían recorrerlos todos? —No lo conseguían, ciertamente —respondí—. Las grandes compradoras acababan por descubrir los buenos sitios, los almacenes donde podían esperar encontrar lo que necesitaban a buen precio. Esta clase social había hecho una ciencia de las especialidades de los negocios, y compraban con ventaja, siempre obteniendo lo mejor por el menor dinero. Se requería, sin embargo, una larga experiencia para lograr ese conocimiento. Las pequeñas compradoras, o mujeres demasiado ocupadas, iban al azar, generalmente sin fortuna, y no se libraban de comprar lo mínimo y peor al mayor coste. En general, era simplemente un asunto de oportunidad que las personas no experimentadas recibieran el valor justo de su dinero. —¿Pero cómo podían soportar una organización tan defectuosa, cuyos inconvenientes saltaban a la vista? —me preguntó Edith. —Era una consecuencia del conjunto de nuestra organización social —respondí—; conocíamos los defectos tan bien como ustedes, pero no veíamos el remedio. —Ya estamos en el almacén de nuestro barrio —dijo la joven, y franqueamos el gran portal de uno de los soberbios edificios públicos que yo había visto en mi paseo aquella mañana. Nada, en el aspecto exterior, habría hecho adivinar, a un representante del siglo XIX, que entrábamos en un almacén. No había exhibición de mercancías en las grandes ventanas, ni ningún dispositivo que anunciara publicidad o atrajeran al comprador. No había ningún tipo de signo o leyenda en el frente del edificio que indicara el carácter de los negocios que se llevaban a cabo allí; en cambio, la parte superior del portal estaba adornada con un grupo majestuoso de esculturas alegóricas, donde se destacaba, con el cuerno en la mano, una estatua de la Abundancia. Como en el siglo XIX, dominaba el bello sexo en la multitud que llenaba el almacén. Cuando entramos, Edith me dijo que cada barrio de la ciudad poseía uno de estos estable75


cimientos de distribución; ninguna casa estaba alejada de él más de cinco o seis minutos. Era aquel el primer interior de un edificio público del siglo XX que yo visitaba, y el espectáculo, como es natural, me impresionó vivamente. Me encontraba en una vasta galería, donde numerosas ventanas y una cúpula de cristal, cuyo remate estaba a cien pies de altura, derramaban la luz a torrentes. Debajo de ésta, en el centro, el surtidor de una fuente esparcía deliciosa frescura. En los muros y en los techos, frescos de colores delicados atenuaban, sin absorberla, la luz que fluía al interior. Alrededor de la fuente había un espacio ocupado con sillas y divanes, en los cuales muchas personas estaban sentadas charlando cómodamente. Inscripciones en las paredes indicaban a qué genero de artículos estaba consagrado el mostrador que había debajo. Edith se dirigió a uno de aquellos mostradores, donde había extendida una infinidad de muestras de muselina, y se puso a examinarlas.

En este momento vi que cada muestra tenía una etiqueta que daba, bajo una forma muy sucinta, los informes más completos sobre el material, la fabricación, la calidad y el precio de las mercancías, sin excluir ni un solo punto.

—¿Dónde está el empleado? —pregunté, porque no vi a nadie detrás del mostrador para atender al comprador.

—¿Quiere usted decir que todos los dependientes de su época engañaban al comprador? —preguntó Edith.

—Aun no he hecho mi elección —dijo Edith—, no tengo, pues, necesidad de él.

—¡Dios me libre de decir eso! —respondí—. Los había muy honrados, y esto era doblemente meritorio de su parte, porque cuando la vida de un hombre, la de su mujer y de sus hijos dependía de la cifra de su venta diaria, la tentación de engañar al parroquiano era casi irresistible... o de dejar que éste mismo se engañara. Pero, señorita Leete, la estoy distrayendo con mi charla.

—Pero, en mi tiempo, el empleado estaba principalmente destinado a ayudar a elegir al cliente —respondí. —¡Cómo! ¿Era el empleado el que indicaba a las gentes lo que necesitaban? —Sin duda, y muy a menudo las inducían a comprar lo que no necesitaban. —¿Pero las señoras no encontraban eso muy impertinente...? —preguntó Edith, sorprendida—. ¿Y qué les importaba a los empleados que se comprase o no? —Esta era su preocupación única, su único cometido —respondí—. Estaban allí para vender lo más que pudieran de mercan­cías, y, a este efecto, usaban de todos los medios, más o menos lícitos, fuera de la fuerza bruta. —¡Ah, es cierto! ¡Qué tonta soy al olvidarlo! —dijo Edith—. En su época, el dueño y sus empleados dependían de la venta para vivir. Hoy, por supuesto, todo eso ha cambiado. Las mercancías pertenecen a la nación. Están aquí a la disposición del público, y el dependiente no tiene otra misión que esperar las órdenes del comprador; pero no está, ni en el interés de la nación ni en el del dependiente, vender un metro o un kilo de cualquier mercancía que no ha de ser empleada inmediatamente. ¡Debía ser original oír hacer el elogio de un objeto que no se tenía deseo de comprar, o del que se dudaba su utilidad!

—¿De modo que el dependiente no tiene que decir nada sobre la mercancía que vende? —dije. —Absolutamente nada. Ni siquiera tiene necesidad de conocer el género. Todo lo que se le pide es ser bien educado y preciso cuando recibe los encargos. —¡Qué prodigiosa cantidad de mentiras se ahorran con este sistema tan sencillo! —exclamé.

—De ningún modo, mi elección ya está hecha. Dicho esto, tocó un botón, y el empleado apareció en seguida. Anotó el encargo con un lápiz con el que hizo dos copias, entregó una tarjeta a Edith y colocó la otra en un pequeño receptáculo, que luego arrojó en un tubo de transmisión. —Se nos entrega el duplicado del pedido —dijo Edith alejándose del mostrador, después de que el empleado apuntara el valor de la compra en la tarjeta de crédito que la joven le entregó—, a fin de que se pueda comprobar si existe error, de modo que cualquier equivocación pueda ser fácilmente rectificada. —Ha terminado muy pronto las compras —dije—. ¿Me atreveré a preguntarle si no habría encontrado algo mejor en otra parte? ¿O es que está usted obligada a proveerse en su distrito?

—Pero, en fin —dije—, aun un dependiente del siglo XX podría serle útil ofreciendo informes sobre las mercancías, aunque no intentara que fueran compradas —sugerí.

—¡Oh, no! —respondió ella—. Compramos dónde nos parece, aunque escogemos preferentemente el depósito más próximo a nuestra casa. Pero nada habría ganado con buscar en otro lugar. Todos los almacenes tienen los mismos surtidos de muestras, que representan todas las variedades de mercancías fabricadas o importadas en los Estados Unidos. Es por eso que podemos decidirnos con rapidez, y nunca necesitamos visitar dos tiendas.

—No —dijo Edith—, eso no es cosa del dependiente. Estas etiquetas impresas, cuya sinceridad nos garantiza el gobierno, nos dan todos los informes necesarios.

—¿Pero es que esto no es más que un almacén de muestras? El hecho es que no veo a nadie ocupado en cortar mercancías, ni en atar paquetes.

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—A excepción de algunos raros artículos, todo se vende por muestra. Las mercancías, con estas excepciones, están acumuladas en el gran depósito central de la población, adonde las expiden directamente los fabricantes. Nosotros encargamos según la muestra o la etiqueta indicadora de la textura, fabricación y cualidad. La ordenes son transmitidas al depósito, desde donde se distribuye la mercancía.

dos o tres horas antes de que sean entregadas las mercancías. Esto es lo que me sucedió este verano, durante mi estancia en el campo, y lo encontré muy incómodo.(i)

—¡Qué economía de transacciones! —dije—. En nuestro sistema, el fabricante vendía al distribuidor, el distribuidor vendía a casas al por menor, que revendían a su vez al consumidor, y, a cada nueva reventa, las mercancías tenían que ser manejadas y transportadas. Ahora no sólo se ahorra una transmisión de mercancías, sino que se eliminan enteramente el comerciante al por menor, con sus grandes beneficios y su ejército de dependientes. En el fondo, señorita Leete, todo este almacén no representa más que un complemento de una casa distribuidora, con un personal equivalente. Con este sistema simplificado, un hombre puede hacer el trabajo de diez de nuestros empleados de otro tiempo. ¡Se deben realizar fabulosas economías!

—No —respondió Edith—, salvo la lentitud en la distribución, los almacenes de muestras de los más pequeños pueblos ofrecen el mismo surtido para elegir que los demás; toman agua en la misma fuente: el depósito central.

—Lo supongo —dijo Edith—, pero, naturalmente, no hemos conocido nunca otro sistema. Es menester, señor West, que le diga a mi padre que le lleve un día al depósito central, donde se reciben todos los encargos y de donde se expiden los artículos a todos los clientes. Él me llevó allí hace ya tiempo, y quedé maravillada. Como organización, aquello es perfecto. En una especie de jaula está el encargado de las expediciones. Los pedidos, recibidos por las diferentes secciones del almacén, llegan hasta él por tubos de transmisión. Los ayudantes apartan el producto y colocan cada encargo en una caja separada. El empleado tiene delante de sí una docena de tubos neumáticos, cada uno comunicado al correspondiente departamento del depósito central. Echa la caja del encargo en el tubo especial que le corresponde y al cabo de algunos minutos cae ésta en el estante correspondiente en el almacén central, junto con todos los pedidos del mismo tipo de otros almacenes de muestras. Los encargos son leídos, anotados y enviados a la ejecución en un abrir y cerrar de ojos. Esta última operación es la que me ha parecido más interesante. Se colocan los fardos de telas en unos usos movidos a máquina, y el cortador, armado igualmente de una máquina, corta una pieza tras otra, hasta el momento en que, cansado, cede el sitio a otro; en todas las secciones se procede del mismo modo, con alguien que llena los pedidos de otro producto. Grandes tubos transmiten los paquetes a los diferentes distritos de la ciudad, desde donde son distribuidos a domicilio. Juzgará con qué facilidad se hace esto si le digo que mi compra llegará probablemente a casa en menos tiempo del que yo habría empleado en llevarlo de aquí.

—Porque —explicó Edith—, aunque las rentas sean las mismas, el gusto personal del individuo es el que decide en qué forma las gastará. A algunos les gustan las casas elegantes; otros, como yo misma, prefiere bonitas ropas; y otros más, la buena mesa. El alquiler que la nación cobra por estas casas varía según su tamaño, elegancia y ubicación, de manera que todo el mundo puede alojarse a su gusto. Para las grandes familias que representan muchas tarjetas de crédito que contribuyen a la renta, las grandes moradas; mientras que las familias poco numerosas, como la nuestra, prefieren las casas pequeñas y económicas. He leído que, en su época, sucedía que algunas personas tenían un tren de vida y de gastos que no estaba en relación con sus medios, por vanidad, para que las gentes creyeran que era más ricos de lo que en realidad eran. ¿Es esto exacto, señor West?

—Supongo que, en muchos otros conceptos, los almacenes de provincias deben ser inferiores a los de las grandes poblaciones... —sugerí.

Al mismo tiempo que seguíamos nuestro paseo, notaba con cierta extrañeza la variedad que ofrecían las casas en cuanto a las dimensiones y a su valor aparente. —¿Cómo ponen —pregunté— de acuerdo esta variedad con la uniformidad en las rentas de todos los ciudadanos?

—Me veo obligado a convenir en ello —respondí. —Pues bien, ahora eso sería imposible, porque son conocidas las rentas de cada cual, y se sabe que lo que gasta alguien de más por un lado debe economizarlo por otro.

—¿Pero cómo se procede con los distritos rurales, poco poblados? —pregunté. —El sistema es el mismo —explicó Edith—, los almacenes de muestras de las más pequeñas aldeas, así estén a veinte millas de distancia, están conectados por tubos con el depósito central del condado. La transmisión es tan rápida, creo, que el tiempo perdido es irrelevante. Pero, por razones de economía, sucede algunas veces que muchos pueblos se sirven del mismo tubo que conecta con el almacén central. De esto resulta cierta obstrucción, alguna pérdida de tiempo, y a veces hay que esperar 78

(i)  Se me ha informado que, la falta de perfección mencionada en el servicio de distribución de algunos distritos rurales, pronto será solucionada, y que cada uno de los pueblos tendrán su propio sistema de tubos. 79


XI

C

uando volvimos, el doctor Leete no había regresado todavía a casa y su mujer no estaba visible.

—Haga el favor de echar una ojeada al programa musical de hoy —me dijo, alargándome una hoja de papel impreso—, y escoja lo que usted desee oír. Acuérdese de que son las cinco.

—Debería excusarme —dijo la joven—. En nuestros días ya no se hace esta pregunta; pero he leído que en el siglo XIX hasta entre las personas mejor educadas había algunas a quienes no gustaba la música.

El programa tenía como fecha «12 de setiembre de 2000», y era, con seguridad, el programa más largo y variado que yo hubiera visto; y comprendía el más extraordinario rango de música vocal e instrumental: dúos, cuartetos y distintas combinaciones orquestales. Lo miraba cada vez más pasmado, cuando una rosada uña de Edith me señaló una sección especial, en la cual se agrupaban diferentes títulos con estas palabras: «5.00 hs». Entonces fue cuando comprendí que aquel programa prodigioso representaba el menú musical de todo un día, y estaba dividido en veinticuatro secciones, correspondientes a las horas. Había sólo algunas piezas de música a las «5.00 hs», y elegí una pieza de órgano.

—Pero no olvide tampoco —dije— que teníamos algunos géneros de música bastante absurdos.

—¡Cuánto me alegro de que le guste el órgano! —dijo la joven—. No hay música que convenga más a menudo con el estado de mi espíritu.

—Sí —dijo ella—, lo sé. Me temo que no debería haberme expresado así. ¿Le gustaría oír algo de la nuestra ahora, señor West?

Me hizo sentar confortablemente y atravesó la habitación, pude ver que tocó uno o dos botones, y de inmediato el cuarto fue invadido con la antífona de un gran órgano; invadido, no inundado, porque no sé por qué artificio el volumen musical estaba perfectamente adaptado a las dimensiones de la habitación. Escuché, casi sin respirar, hasta el fin. No esperaba una ejecución tan admirable, tan perfecta.

—¿Le gusta la música, señor West? —preguntó Edith. Le aseguré que, en mi opinión, la música era la mitad de la dicha de la vida.

—Nada me agradaría más que escucharla —dije. —¡Escucharme! —exclamó riendo—. ¿Pero se figura que voy a tocar o a cantar yo misma? —Eso creía, es cierto —respondí. Viéndome algo desconcertado, moderó su hilaridad y me ex­plicó: —No hay que decir que, en nuestros días, todos cantamos para formarnos la voz, y hay quien aprende a tocar un instrumento para su placer personal; pero la música profesional es mucho más grandiosa y más perfecta, y es tan fácil solicitarla cuando deseamos escucharla, que no pensamos en absoluto en cantantes o músicos aficionados. Lo más exquisito de la música está en el servicio musical, y contribuye principalmente al descanso y a mantener paz de todos. ¿Tiene ganas, realmente, de oír un poco de música? Le aseguré de nuevo que me agradaría. —Venga, entonces, al cuarto de música —dijo, y la seguí a una habitación toda acabada en madera, sin tapices ni alfombras, con un suelo de madera pulida. Yo esperaba nuevos artilugios como instrumentos musicales, pero no veía en todo lo 80

que me rodeaba nada que hiciera sospechar la presencia de un instrumento. Edith parecía divertirse intensamente con mi aire de estupefacción.

—¡Eso es grandioso! —exclamé, cuando la última ola de sonido se perdió en el silencio—. ¡Eso es Bach en persona! Pero, ¿dónde está el órgano? —Espere un momento, por favor —dijo Edith—. Quiero que escuche todavía este vals antes de responder a sus preguntas. ¡Lo encuentro tan encantador! —Y mientras ella hablaba, el canto de los violines llenaba la habitación, como la mágica armonía de una noche de verano. Cuando terminó esta segunda pieza, dijo la joven—: No hay nada de misterioso en esta música, como parece imaginar. No es ejecutada por hadas ni por gnomos, sino por buenas, honradas e increíblemente hábiles manos humanas. Hemos aplicado sencillamente la idea de la economía del trabajo, por la cooperación, al servicio musical, como a todo lo demás. Tenemos muchas salas de conciertos en la ciudad, acústicamente adaptadas a diferentes tipos de música. Estas salas están conectadas por teléfono con todas las casas de la ciudad cuyos habitantes quieran pagar una pequeña cuota, y, se lo aseguro, nadie se niega. El conjunto de músicos de cada sala es tan numeroso que, aunque el intérprete, o grupo de intérpretes, tenga una intervención muy pequeña, el programa de cada día dura las veinticuatro horas. Si lo observa usted bien, verá programas de cuatro de estos conciertos, cada uno de ellos de un género diferente de música, que se interpretan simultáneamente, y cada una de esas cuatro piezas, si lo desea, puede escucharla usted simplemente oprimiendo el botón que enlaza el cable conductor de su casa con la sala elegida, 81


para oír lo que le agrade. Los programas están coordinados simultáneamente de tal modo, que puede hacerse en cualquier momento del día, en las diferentes salas, una elección muy variada, no sólo entre música instrumental o vocal, sino también entre diferentes conjuntos instrumentales, e incluso entre diferentes motivos, desde el grave hasta el alegre, de modo que puedan disfrutarse todos los temas posibles. —Me parece, señorita Leete —dije—, que si hubiéramos podido inventar un medio de suministrar a todos música a domicilio, admirablemente ejecutada, ilimitada en cantidad, apropiada a todos los humores, que comenzara y cesara a voluntad, nos habríamos considerado en el límite de la felicidad humana, y cesado de rivalizar con improvisaciones. —Confieso que no he comprendido nunca cómo los aficionados a la música en el siglo XIX podían acomodarse a un sistema tan pasado de moda para procurarse su goce —respondió Edith—. La buena música, verdaderamente digna de ser oída, debía ser inabordable para la gran masa del público y obtenida, al precio de grandes dificultades, sólo por los favorecidos de la fortuna, y aun éstos debían acomodarse a breves períodos, arbitrariamente impuestos por una voluntad extraña, y en conexión con toda suerte de circunstancias no deseadas. ¡Sus conciertos, por ejemplo, y óperas!... Creo que aquello debía ser muy exasperante, y para unas pocas piezas que se quería oír, había que estar sentado durante horas escuchando algo que no nos interesaba. ¿Quién aceptaría una comida, por hambriento que estuviera, a condición de comer de todos los platos que trajeran a la mesa, le gustasen o no? Sin embargo, el sentido del oído me parece tan delicado como el del gusto. Creo que las dificultades que ustedes tenían para procurarse buena música, eran la causa de la indulgencia con que escuchaban a todos aquellos cantantes e instrumentistas aficionados que no conocían más que los rudimentos del arte, pero a los que, al menos, podían oír en su casa. —Sí —respondí—, para la mayoría de nosotros era ese tipo de música o nada. —Oh, bien —Edith suspiró—, cuando se reflexiona en ello, no asombra que muchos de sus contemporáneos se preocuparan tan poco de la música. Creo que yo habría hecho lo mismo. —¿La he comprendido bien —inquirí—, cuando ha dicho que los programas comprenden veinticuatro horas consecutivas? Eso parece según este programa, es cierto; ¿pero quien está dispuesto a oír música entre, digamos, la media noche y la mañana? —Oh, muchos —respondió Edith—. La gente escucha música en todo momento, y aun cuando a esas horas no existiera más que para los que sufren, los que velan, los que agonizan, ¿no sería esto suficiente? Todos nuestros dormitorios tienen un teléfono a la cabecera de la cama, que permite a las personas atacadas de insomnio procurarse a voluntad la música apropiada a su disposición del momento. —¿Hay un artilugio de este género en la habitación en la que yo estoy? 82

—¡Por supuesto! ¡Qué tonta soy, qué tonta, al no haber pensado en decírselo la noche pasada! Mi padre le enseñará hoy la manera de servirse del aparato antes de acostarse; y, con el receptor en el oído, podrá desafiar con un chasquido de dedos las ideas más negras, si éstas se permiten asaltarle de nuevo. Aquella tarde, el doctor Leete nos interrogó acerca de nuestra visita al almacén; y en el curso de las comparaciones que se establecieron entre las costumbres del siglo XIX y las de XX, surgió la cuestión de las leyes de sucesión. —¿Supongo —dije— que la herencia de la propiedad no es ahora admisible? —Al contrario —contestó el doctor Leete—, no hay ningún tipo de interferencia. Por lo demás, cuanto más nos estudie, señor West, más verá que hoy la libertad individual tiene menos trabas que en su época. La ley exige, es verdad, que todo ciudadano sirva a su país durante un período fijado, en vez de dejarle, como ustedes ha­cían, la elección entre el trabajo, el robo o la mendicidad. A excepción de esta ley fundamental, que no es, después de todo, más que una codificación de la ley natural —el mandato del Edén—, que ha sido hecha igual en su presión sobre los hombres, nuestro sistema social no particulariza en su legislación, es enteramente voluntario, todo resulta lógicamente de la libre operación de la naturaleza humana, evolucionando en condiciones racionales. La cuestión de la herencia le proporcionará un excelente ejemplo de ello. Como la nación es el único capitalista y el único propietario territorial, los bienes personales del individuo se reducen, naturalmente, a su crédito anual, así como a los efectos personales y a los objetos mobiliarios que pueda procurarse con su tarjeta de crédito. Este crédito, a la manera de las rentas vitalicias de su tiempo, cesa en el día de su muerte, prescindiendo de una suma fijada para los gastos funerarios. De todos sus demás bienes, dispone a su gusto. —Pero... ¿cómo logran impedir que en el curso de los años se acumule en las manos de tales o cuales ciudadanos una cantidad de bienes que interfiera seriamente con el sistema de igualdad? —pregunté. —Nada más sencillo —fue la respuesta—. Con la organización presente de la sociedad, la acumulación de bienes personales no sería más que una carga incómoda, desde el instante en que excediera las exigencias del bienestar individual real. En su época, cuando se tenía una casa atestada con vajilla de oro y plata, de raras porcelanas chinas, de muebles lujosos, se pasaba por rico, porque todos estos objetos representaban dinero, y podían de la noche a la mañana ser convertidos en moneda. Hoy, si suponemos que un individuo heredara, de un centenar de familiares a la vez, estaría en una posición similar, pero habría que compadecerlo. No siendo vendibles estos objetos preciosos, no tendrían para él valor más que por la utilidad o el goce estético. Por otra parte, como sus rentas son invariables, se vería obligado a consumir todo su crédito en arrendar casas para almacenar los bienes, y aún más para pagar el servicio de los que los cuidaran. Puede estar seguro de que el desdichado se apresuraría a distribuir sus posesiones entre sus amigos, posesiones que lo convertirían en pobre, y que ninguno de éstos aceptaría más de lo que pudiera fácilmente guardar en 83


su casa, y tuviera tiempo para atender. Como ve, prohibir la herencia de la propiedad privada, a fin de impedir las grandes acumulaciones, sería una precaución inútil para la nación. Es mejor dejar el asunto al interés de los individuos. Se va tan lejos en este punto, que los herederos abandonan de ordinario sus derechos sobre la mayor parte de los efectos de sus amigos muertos, no reservándose más que algunos objetos particulares como recuerdo. La nación toma a su cargo los bienes muebles, e ingresa los que tienen valor en el fondo general. —Hablaba usted hace un momento de retribuciones para los individuos al servicio del cuidado de las casas —dije—, y esto me lleva a preguntarle cómo han resuelto el problema de servicio doméstico. ¿Quién querría ser sirviente en una comunidad donde reina la igualdad social más completa? A nuestras mujeres les costaba ya bastante trabajo procurarse servidores, cuando todavía no habían sido proclamados estos principios igualitarios. —Precisamente porque nosotros somos todos iguales y nada podría comprometer esta igualdad; y porque servir es honroso en una sociedad fundada sobre el principio del servicio universal y recíproco, nos sería muy fácil procurarnos un cuerpo de servidores domésticos incomparables si tuviéramos necesidad de ello —respondió el doctor Leete—; pero no los necesitamos. —Bien, entonces, ¿quién hace las faenas domésticas? —pregunté. —No hay faenas que hacer —dijo la señora Leete, a quien yo había dirigido esta pregunta—. Nuestra colada se hace totalmente en lavanderías públicas a precios muy económicos, y se hace la comida en cocinas públicas. Nuestros trabajos de confección y de reparación de la ropa, todo esto se hace muy barato en los establecimientos públicos. La electricidad, por supuesto, toma el lugar de las estufas y la iluminación. Elegimos nuestras casas tan grandes como las necesitamos, y las amueblamos de manera que su cuidado nos dé el menor trabajo posible. Ya ve que no tenemos necesidad de sirvientes domésticos. —El hecho —dijo el doctor Leete, a quien yo había dirigido la pregunta— de que ustedes encontraban en la clase necesitada un plantel inagotable de sirvientes, de sirvientes a los cuales podían imponer toda especie de trabajos penosos y desagradables, no les estimulaba a buscar los medios de pasarse sin ellos. Pero ahora que cada cual, cuando le llega su turno, debe sus servicios a la sociedad, todos tienen el mismo interés, y un interés personal, en tratar de aligerar la carga común. Desde ese momento, en todas las ramas de la industria hemos asistido a un desarrollo prodigioso de los inventos que simplifican la vida, y uno de los primeros resultados obtenidos ha sido el arte de combinar, en los hogares, el máximo de comodidad con el mínimo de trabajo. »En los casos excepcionales de emergencia —continuó el doctor Leete—, como una limpieza completa, o una reparación, o un enfermo en la familia, tenemos siempre el recurso de recurrir al ejército industrial.» 84

—¿Pero cómo retribuyen a los que les ayudan, si no existe el dinero? —No les pagamos a ellos, por supuesto, pagamos a la nación que nos los presta. Sus servicios pueden ser obtenidos dirigiéndose a oficinas especiales, y el valor de su trabajo es apuntado en la tarjeta de crédito del cliente. —¡El mundo de hoy es un verdadero paraíso para las mujeres! —exclamé—. En mi tiempo, ni el dinero, ni un número ilimitado de criados, libraban a los dueños del cuidado de la casa; en cuanto a las mujeres de las clases «aptas para todo» y pobres, vivían y mo­rían mártires de este cuidado. —Sí —dijo la señora Leete—; todo lo que he leído sobre ese punto atestigua que, por miserable que fuera en su época la condición de los hombres, la de sus madres y esposas era mucho peor. —Los robustos hombros de la nación —dijo el doctor Leete— llevan ahora con facilidad la carga que abrumaba a las espaldas de las mujeres de aquella época. ¡Su miseria, como todas las demás miserias, provenía de la incapacidad de una acción cooperativa, consecuencia del exagerado individualismo sobre el cual estaba fundado el sistema social, de su incapacidad para percibir que se podía sacar diez veces más utilidad de sus semejantes, ayudándose mutuamente, que combatiendo los unos a los otros! Lo que me asombra no es que no vivieran más agradablemente, sino que pudieran vivir, ustedes que, según propia confesión, no tenían otro objeto que esclavizar a sus semejantes, y apoderarse de los bienes de los demás. —¡Vamos, vamos, papá! Si te muestras tan vehemente, el señor West imaginará que le estás regañando —intervino Edith, riéndose. —Y cuando se necesita de un médico —pregunté—, ¿se dirigen a la oficina apropiada y cogen el primero que les envían? —Esa regla no es muy aplicable en el caso de los médicos —respondió el doctor Leete—. Para servir de algo, los médicos deben, ante todo, conocer el temperamento y la condición de sus enfermos; así, dejamos a los interesados la libertad de llamar al médico que les plazca, como en su época. La única diferencia es que el médico, que trabaja para la nación y no para sí mismo, cobra sus honorarios apuntándolos en la tarjeta a una tarifa especial, graduada según la escala regular de los ciudadanos médicos. —Si los honorarios son siempre los mismos y un médico no puede rechazar enfermos —dije—, supongo que los buenos médicos deben estar abrumados de trabajo, en detrimento de los medianos. —En primer lugar, y aquí el médico retirado le ruega que dispense su espíritu de clase —respondió el doctor Leete con una sonrisa—, no tenemos médicos medianos. El que baraje algunos términos de medicina no tiene derecho, como antes, a 85


hacer experimentos en el cuerpo de sus conciudadanos. Sólo los estudiantes que han pasado exámenes severos y seguido los cursos en escuelas especiales, y en quienes la vocación se ha manifestado claramente, tienen derecho a ejercer. Añada usted que los médicos de hoy no tratan de hacerse una clientela en perjuicio de sus colegas. Ninguna ventaja encontraría en ello. Por lo demás, el médico debe rendir un informe regular de sus visitas en la oficina médica, y si no tiene ocupación suficiente, se le procura.

XII

T

enía tantas preguntas que hacer antes de formarme una idea, aun cuando fuera superficial, de las instituciones del siglo XX, y el doctor Leete mostraba una complacencia tan inagotable, que nos quedamos hablando durante varias horas después que las damas se retiraron. Sobre todo, recordando a mi anfitrión nuestra conversación interrumpida de la mañana, le expresé mi curiosidad por saber qué medios se empleaban en el ejército industrial para estimular de forma suficiente el celo del obrero, ahora que ya no se tenía, como antes, el aguijón del temor a la miseria. —Debe usted comprender, en primer lugar —respondió el doctor—, que el establecimiento de incentivos al esfuerzo no es más que un aspecto en la organización que hemos adoptado del ejército. El otro, no menos importante, es asegurar que los jefes de fila y capitanes del ejército industrial, y los grandes oficiales de la nación, se recluten siempre entre hombres de probada habilidad, comprometidos por su propio pasado a no dejar jamás decaer el celo de sus auxiliares. El ejército industrial se organiza con vista a estos dos aspectos. En primer lugar, tenemos el grado inclasificado de los obreros comunes, empleados en toda suerte de faenas, al cual todos los reclutas permanecen durante los tres primeros años. Este grado es una especie de escuela muy estricta, en la cual se enseña a los jóvenes los hábitos de la obediencia, subordinación y devoción al deber. Por otra parte, la naturaleza variopinta del trabajo realizado por esta fuerza favorece la graduación sistemática de los trabajadores con la mayor anticipación posible, incluso se guardan los informes individuales, y los excelentes reciben las distinciones que se corresponden con las penalidades de los negligentes. No es, sin embargo, una política para permitir el descuido o la indiscreción juveniles, cuando no profundamente culpable, que ponga trabas a las futuras carreras de los jóvenes, ya que, todos los que han pasado este grado inclasificado, sin ningún percance serio, tienen igualmente la oportunidad de elegir el empleo vital que más les apetece. Después de haber sido seleccionados, los jóvenes se convierten en aprendices. La extensión del aprendizaje difiere, como es natural, en las distintas ocupaciones. Al final, el aprendiz se convierte en un obrero completo, un miembro de su clase o corporación. Ahora los informes individuales de los aprendices ya no sólo indican su capacidad y estricto cumplimiento industrial, y la excelencia dis86

tinguida con adecuados honores, sino que es el promedio de su informe durante el aprendizaje común lo que da al aprendiz su lugar entre todos los obreros. »Mientras las organizaciones internas de las diferentes industrias, mecánicas y agrícolas, difieren de acuerdo a sus peculiares condiciones, todas concuerdan en una división general de sus obreros en primero, segundo y tercer grados, de acuerdo a la capacidad, y estos grados son en muchos casos subdivididos en primera y segunda clases. De acuerdo a su posición como aprendiz, al joven se le asigna su lugar como obrero de primero, segundo o tercer grado. Como es normal, sólo los jóvenes de gran capacidad pasan directamente del aprendizaje al primer grado de obreros. La mayoría va a parar a los grados inferiores, donde se desempeñan hasta que adquieren más experiencia, para enfrentar la periódica regraduación. Estas regraduaciones tienen lugar en cada industria a intervalos correspondientes con la extensión del aprendizaje en esa industria, de modo que el meritorio nunca necesita esperar demasiado para elevarse, ni puede algún otro dormirse en los laureles, so pena de bajar a una categoría inferior. Una de las notables ventajas de un grado elevado es el privilegio que ofrece al obrero de elegir a cuál de las distintas ramas o procesos industriales seguirá especialmente. Por supuesto, no se intenta que estos procesos sean desproporcionadamente arduos, pero con frecuencia hay mucha diferencia entre ellos, y el privilegio de la elección tiene una valoración muy alta. Tan pronto como sea posible, en verdad, las preferencias, incluso de los obreros más malos, son consideradas y asignados a su línea de trabajo, pues así se logra no sólo su felicidad sino también su utilidad. En tanto, sin embargo, los deseos de un hombre de baja graduación son consultados — tanto como lo permitan las exigencias del servicio— y considerados sólo después de que los hombres de grado superior han sido atendidos, y con frecuencia asciende al segundo o tercer intento, o incluso recibe una asignación arbitraria cuando necesita ayuda. Este privilegio de elección se dirige a cada regraduado, y cuando un hombre pierde su grado también se arriesga a cambiar el tipo de trabajo que prefiere por otro de menor apetencia. Los resultados de estas regraduaciones anuales son publicados en los periódicos, y aquellos que han ganado una promoción desde la última regraduación reciben las gracias de la nación y son públicamente investidos con el distintivo de su nueva categoría.» —¿Cuál es este distintivo? —pregunté. —Cada industria tiene su aparato emblemático —respondió el doctor Leete—, y éste, un distintivo metálico tan pequeño que podría pasar desapercibido sino se supiera dónde está, es la única insignia que los hombres del ejército utilizan, excepto cuando las conveniencias públicas exigen un uniforme característico. Este distintivo es igual para todos los grados industriales, pero mientras el distintivo del tercer grado es de hierro, el del segundo es de plata y el del primero de oro. »Aparte del gran incentivo de la ambición que resulta de que los puestos importantes de la nación no son accesibles más que a los hombres del primer grado, y el rango en el ejército constituye el único modelo de distinción social para la vasta mayoría que no son aspirantes en arte, literatura y en las profesiones liberales, tenemos toda87


vía otros estímulos de una naturaleza más modesta, pero igualmente eficaces, bajo la forma de privilegios e inmunidades en materia de disciplina, de los que disfrutan los hombres de los grados superiores. Estos privilegios e inmunidades, sin gran importancia material, producen, sin embargo, el resultado de mantener viva la emulación, de sostener constantemente en la mente del sujeto el deseo de alcanzar el grado inmediatamente superior al suyo. »Es de una importancia capital que no sólo los buenos obreros, sino también los medianos y los malos, puedan alimentar la esperanza de ascender. Como estos últimos son, con mucho, la mayoría, es aun más esencial no desalentar a la masa que estimular el celo de los notables. Es a este efecto que los grados están divididos en clases. Los grados, así como las clases, son numéricamente iguales en cada regraduación, y nunca hay —prescindiendo de los oficiales, de los inclasificados y de los aprendices— más de una octava parte del ejército industrial en la categoría inferior, y la mayoría de sus miembros son aprendices recientes, todos con la esperanza de ascender. Quienes permanecen durante todo el término de servicio en la clase más baja son una insignificante fracción del ejercito industrial, por lo general tan poco sensibles de su posición como de su capacidad para mejorarla. »Es incluso necesario que un obrero que obtiene la promoción a un grado superior tenga al menos una sensación de gloria. Mientras que la promoción requiere en general una excelencia de los informes del obrero, hay menciones honorables y distintas clases de premios por excelencias menores insuficientes para la promoción, y también para las acciones especiales y realizaciones individuales en las distintas industrias. Hay muchas distinciones menores establecidas, no sólo dentro de los grados sino dentro de las clases, y cada uno de los actos es una espuela a los esfuerzos del grupo. Se intenta que ninguna forma de mérito deje de recibir su recompensa. »En cuanto al que descuida su labor, o la hace positivamente mal, u otras desidias de parte de hombres incapaces de impulsos generosos, la disciplina del ejercito industrial es demasiado estricta para permitir una falta de este tipo. Cuando un hombre capacitado de cumplir con su deber se obstina en resistirse a él, es sentenciado a confinamiento en una celda solitaria, a pan y agua hasta que recapacite. »Los puestos inferiores en el cuerpo de oficiales, los de capataces auxiliares, o tenientes, son concedidos a hombres que hayan servido al menos dos años en la primera clase del primer grupo. Cuando esto deja un rango de elección demasiado amplio, sólo los miembros del primer grupo de esta clase son elegibles. De esta manera nadie llega al mando antes de la edad de treinta años. Llegando a oficial, el sujeto ya no avanza en razón de su trabajo personal, sino en razón del de sus hombres. El capataz es escogido entre los capataces auxiliares, según el mismo sistema de elección limitado a una clase reducida. Los nombramientos para los grados superiores son hechos de otro modo, que sería muy largo de explicarle ahora. »Naturalmente, este sistema de graduaciones que he descrito no habría sido aplicable a las pequeñas empresas de su siglo, donde con frecuencia apenas había em88

pleados como para proporcionar uno por clase. Recuerde que, en la organización nacional del trabajo, todas las industrias son conducidas por grandes corporaciones de hombres, es decir, muchas granjas o tiendas de su época reunidas en una sola. Ésta también pertenece exclusivamente a la vasta escala sobre la cual está organizada la industria, que coordina los establecimientos en cada parte del país, de modo que somos capaces de intercambios y transferencias para lograr que cada hombre esté lo más cerca posible del tipo de trabajo que pueda desempeñar mejor. »Y ahora, señor West, le dejaré que decida usted mismo si, con el mero bosquejo que acabo de darle, los que necesiten especiales incentivos para emplear sus mejores esfuerzos puedan ser iguales a los que carecían de ellos bajo su sistema. ¿No le parece que los hombres que se sienten a sí mismos obligados a trabajar, lo deseen o no, estarían en un sistema así fuertemente impulsados a emplear sus mejores esfuerzos?» Le contesté que si había alguna observación que hacer, era más bien al exceso que a la falta de incentivos de este género; la competencia establecida entre los jóvenes me parecía demasiado ardiente; de modo que, con todo respeto, aún mantenía mi opinión, ahora que estaba —gracias a la ya larga estadía en su casa— mejor informado de todo el tema. Pero el doctor Leete me rogó que considerara que la subsistencia del trabajador no depende de ninguna manera de su graduación, que el temor del hambre no viene a añadirse nunca a las contrariedades del amor propio que pueda experimentar; que las horas de trabajo son pocas, las vacaciones regulares, y que toda emulación cesa a los cuarenta y cinco años, a la mitad de la vida. —Será preciso —dijo— que vuelva sobre dos o tres puntos para rectificar las ideas falsas que pudieran nacer en su espíritu. En primer lugar, debe comprender que este sistema de preferencia que damos a los buenos obreros sobre los demás, no contraría en nada a la idea fundamental de nuestro sistema social, que atribuye el mismo mérito a todos los que hacen loables esfuerzos, sea el resultado grande o pequeño. Ya he mostrado que este sistema está montado para que los débiles reciban tantos alientos como los fuertes con la esperanza de elevarse, y que si seleccionamos los jefes entre los más capaces, es únicamente en interés público. »En segundo lugar, aunque la emulación desempeñe un gran papel en nuestra organización, no vaya usted a figurarse que las consideramos como una palanca capaz o digna de obrar sobre los más nobles hombres, o merecedores de ello. Los hombres escogidos encuentran un estímulo en sí mismos, no fuera de ellos, y miden sus deberes por sus propias capacidades, y no por las de otro. En tanto que sus logros, grandes o pequeños, son proporcionados a sus medios, encontrarían fuera de lugar que se les dirigiera una alabanza o un vituperio. Para tales naturalezas, la emulación parece un principio absurdo desde el punto de vista filosófico, y despreciable desde el punto de vista moral, porque sustituye la envidia a la admiración, y la alegría a la pena, en la actitud de cada cual respecto de los éxitos y los reveses del vecino. 89


»Pero todos los hombres, incluso en este último año del siglo XX, no son de este alto orden, y los estímulos destinados a la masa deben ser apropiados a su naturaleza inferior. A este gran número es al que se dirige nuestro sistema de emulación. Los que tienen necesidad de él lo aprovechan. Los que están por encima de su influencia, prescinden de él. »No debo omitir —resumió el doctor— que para los desheredados de cuerpo o espíritu que no pueden competir en condiciones equitativas con el gran contingente de los obreros, tenemos una clase especial, sin ninguna relación con el resto de la jerarquía: una especie de regimiento de inválidos, cuyos miembros no están sujetos más que a sencillos trabajos adaptados a su debilidad. Nuestros sordomudos, nuestros paralíticos, nuestros ciegos, nuestros enfermos y hasta nuestros locos, pertenecen a este cuerpo de inválidos y llevan sus insignias. Los menos enfermos hacen casi la obra de un hombre sano, los más débiles, por supuesto, no hacen nada absolutamente; pero casi no los hay tan desheredados que se resignen a la holganza completa. En sus intervalos lúcidos, incluso nuestros insanos están deseosos de hacer lo que pueden.» —¡Qué hermosa idea la del cuerpo de inválidos! —dije—. Hasta un bárbaro del siglo XIX puede apreciarla. ¡Qué delicada manera de disfrazar la caridad, y cuán reconocidos deben estar los beneficiados por ella! —¡La caridad! —repitió del doctor Leete—. ¿Cree usted que nosotros consideramos a los incapaces como objeto de nuestra caridad? —Bueno, naturalmente —dije—, puesto que son incapaces de proveer por sí mismos a su existencia. El doctor me replicó vivamente: —¿Y quién es capaz de bastarse a sí mismo? —demandó—. No hay nada de eso en la sociedad civilizada. En un estado social bastante bárbaro para desconocer hasta la cooperación familiar, el individuo es acaso capaz de subvenir a sus necesidades, y eso para una parte de su vida solamente; pero desde que los hombres se reúnen y constituyen una sociedad, por primitiva que ésta sea, eso se hace imposible. Cuanto más aumentan la civilización y la división del trabajo y de los servicios, más se acentúa y se hace regla universal nuestra mutua dependencia. Todo hombre, por independiente y solitarias que parezcan sus ocupaciones, no es más que un miembro de una vasta asociación industrial, tan grande como la nación, tan grande como la humanidad. La necesidad de dependencia recíproca implica el deber y la garantía del socorro recíproco; y el hecho de que no era así en su época constituía la crueldad y el absurdo esenciales de aquel sistema. —Todo es posible —repliqué—; pero no comprendo cómo se aplica eso a los que son incapaces de contribuir, aun en la más pequeña parte, a la producción industrial. 90

—Me parecía haberle dicho esta mañana, o al menos pensé haberlo dicho —respondió el doctor Leete—, que el derecho de un hombre al sostenimiento nacional depende de su calidad de hombre que hace lo que puede, y no a la cantidad de fuerza y salud que pueda tener. —En efecto, lo dijo —respondí—, pero yo entendí que la regla se aplicaba sólo a los obreros más menos hábiles, y no de los que no hacen absolutamente nada. —¿No son éstos también hombres? —Déjeme comprender, ¿de modo que los lisiados, los ciegos, los que no se valen por sí mismos, reciben la misma renta que el obrero más eficiente? —Claro que sí —fue la respuesta. —Creo que la caridad, entendida a esa escala —respondí—, habría sorprendido a nuestros más entusiastas filántropos. —Si tuviera en casa un hermano enfermo —replicó el doctor Leete—, incapaz de trabajar, ¿le daría menos comida, lo alojaría y vestiría menos bien que a usted mismo? Estoy seguro de que, por el contrario, lo mimaría con muchas atenciones, y no pensaría en llamarlo caridad. ¿Acaso no le ofendería que dieran a este deber el nombre de caridad? —Por supuesto —repliqué—, pero los dos casos no son paralelos. Hay un sentido, sin duda, en que todos somos hermanos; pero esta fraternidad general no puede ser comparada, excepto como una figura retórica, ni en sus sentimientos, ni en las obligaciones que impone, con la fraternidad natural, dictada por la voz de la sangre. —¡Ah! ¡He aquí a mi hombre del siglo XIX! —exclamó el doctor Leete—. Al oírle hablar de esa manera, señor West, nadie dudará del tiempo que ha dormido. ¿Quiere que le dé, en dos palabras, la clave del misterio de nuestra civilización comparada con la de su época? Hela aquí: es que la solidaridad y la fraternidad humanas, que en ustedes no eran más que frases sonoras, han llegado a ser, para nuestra mente y nuestra sensibilidad, lazos tan reales, tan eficaces como los de la sangre. »Pero, aun dejando aparte estas consideraciones, ¿por qué asombrarse tanto de que los ciudadanos incapaces de trabajar vivan del producto del trabajo de los que pueden hacerlo? Incluso en su época el servicio militar obligatorio servía para la protección de la nación, y equivalía a nuestro servicio industrial, y, sin embargo, no se pensaba en privar de sus derechos de ciudadano a los hombres incapaces de hacer aquel servicio. Se quedaban en su casa, protegidos por los que combatían, y no perdían por eso la estimación pública, ni nadie les discutía el derecho a vivir. Lo mismo sucede entre nosotros: las obligaciones del servicio industrial para los que son capaces de producir no funciona suprimiendo los privilegios de ciudadanía, que también son los de mantenimiento, para quienes no pueden trabajar. El obrero no 91


es ciudadano porque trabaja, trabaja porque es ciudadano. De la misma manera que en otro tiempo los fuertes de­bían batirse por los débiles, ahora que ya no tenemos guerras, deben trabajar por ellos. »Toda solución que deja un residuo irreducible no es en absoluto solución; y nuestra solución del problema de la sociedad humana no tendría valor si hubiéramos dejado a la puerta a los desgraciados, a los enfermos, a los impotentes, en compañía de las bestias, para que se las arreglaran como pudieran. Más valdría cien veces abandonar a sí mismos a los hombres fuertes y llenos de recursos, y a los rápidos de cuerpo y mente, que no a los otros. Por lo tanto, como le dije esta mañana, el derecho de cada hombre, mujer y niño no significa que la existencia descanse sobre bases menos llanas, amplias y simples que el hecho de que todos son de nuestra especie… miembros de la familia humana. La imagen de Dios es la única moneda que tiene curso entre nosotros; y no debe ser rechazada en ninguna parte. »Ningún aspecto de la civilización de su época repugna tanto a nuestras ideas modernas como la indiferencia con que se trataba a los desheredados de la naturaleza. Aunque no se tuviera piedad, ni sentimiento de fraternidad, ¿cómo no se comprendía que robaban a esos infortunados sus derechos más evidentes, al privarlos de lo necesario?» —No puedo seguirle por ese camino —dije—. Admito que tuvieran derecho a nuestra compasión, a nuestra benevolencia; pero ¿cómo podían, ellos que no producían nada, reclamar como un derecho una parte de los beneficios sociales? —Sin embargo —fue la respuesta del doctor Leete—, si aquellos trabajadores eran capaces de producir infinitamente más de lo que hubieran podido hacer un número igual de salvajes, ¿no es porque se aprovechaban de toda la herencia del pasado, de los progresos seculares de la especie, de las prodigiosas herramientas acumuladas por las generaciones precedentes, y que ustedes hallaron preparadas a su llegada? ¿Cómo adquirieron toda aquella ciencia y el conocimiento para usar aquellas herramientas, que representaban diez veces su parte de trabajo personal en el conjunto de la producción social? Los heredaron, ¿no es esto? Y sus infortunados e inválidos hermanos, ¿no eran sus coherederos con el mismo título? ¿Qué hicieron con su parte de la herencia? ¿No los engañaron arrojándoles algunas a migajas caídas de la mesa del festín, y no añadieron el insulto a la iniquidad, llamando caridad a la limosna? »¡Ah, señor West! —continuó el doctor Leete, pues yo no respondí—. ¡Justicia y fraternidad aparte, no puedo comprender cómo aquellos obreros podían tener amor al trabajo, cuando sabían de antemano que sus hijos, o sus nietos, si llegaba a faltarle la aptitud física o mental, serían privados de lo necesario! Es un misterio cómo padres de familia pudieron sostener un sistema semejante, en el cual sólo eran recompensados los dotados con fuerza corporal y poderío mental. Debido a las mismas discriminaciones de las cuales el padre se aprovechaba, el hijo, por el que aquel hubiera dado su vida, pero era quizá más débil que otros, podía ser reducido a la mendicidad. ¿Cómo podían tener el valor de engendrar hijos? Nunca he podido comprenderlo. 92

Nota. Aunque en su conversación de la noche anterior el doctor Leete había destacado los esfuerzos realizados para lograr que cada hombre eligiera y siguiera su natural inclinación al escoger una ocupación, hasta que no me enteré de que los ingresos del trabajador son iguales en todas las ocupaciones, no comprendí hasta qué punto se cuenta con él para llevar a cabo su tarea, y así, seleccionando el arnés que mejor le sienta, se descubre en qué oficio o profesión se desempeña mejor. El fallo de mi época, al no querer, de forma sistemática o efectiva, desarrollar y utilizar las aptitudes naturales de los hombres para las industrias y vocaciones intelectuales, fue uno de los grandes despilfarros, así como una de las causas más comunes de infelicidad de ese tiempo. La gran mayoría de mis contemporáneos, aunque nominalmente libres de obrar a su antojo, jamás eligieron sus ocupaciones, sino que se vieron obligados por las circunstancias a trabajar en algo para lo que resultaban relativamente ineficaces, por no estar, por naturaleza, capacitados para ello. El rico, en este aspecto, tenía muy pocas ventajas sobre el pobre. Éste, en efecto, al estar generalmente privado de educación, no tenía la menor oportunidad de dar a conocer las aptitudes naturales que podía poseer, y a cuenta de su pobreza no era capaz de desarrollarlas mediante su cultivo, aunque llegara a conocerlas. Las profesiones liberales y técnicas, salvo por casualidad, las tenía prohibidas, con gran pérdida para sí y para la nación. Por otra parte, el bienestar, aunque favoreciese la educación y la oportunidad, apenas estaba menos obstaculizado por los prejuicios sociales, que les impedía dedicarse a oficios manuales, incluso cuando eran aptos para ellos, y les destinaban, tanto si eran aptos como si no lo eran, a las profesiones más elevadas, con lo que se malograban tal vez unos excelentes obreros. Las consideraciones mercenarias tentaban a los hombres a buscar unas ocupaciones que les rindiera dinero, a pesar de no estar capacitados para ellas, en vez de buscar unos empleos menos remunerativos para los que sí estaban capacitados, siendo así responsables de otra gran perversión del talento. Todo esto ya ha cambiado. Una educación y unas oportunidades iguales necesitan sacar a luz todas las aptitudes que tiene un hombre, y ni los prejuicios sociales ni las consideraciones mercenarias le impedirán efectuar la elección de su labor vital.

XIII

C

omo Edith me lo había prometido, su padre me acompañó hasta mi dormitorio para iniciarme en el manejo del teléfono musical. El doctor Leete me enseñó cómo, haciendo girar una clavija, podía aumentar o disminuir a voluntad la intensidad de la música, que lo mismo llenaba la habitación que se apagaba como un eco lejano apenas perceptible. Si, de dos personas que compartieran el mismo cuarto, una quería dormir y otra darse el lujo de un concierto, era fácil contentar a ambas. —Esta noche le aconsejo que duerma, señor West, más bien que oír las bellas melodías del mundo —dijo el doctor, después de las explicaciones—. En relación a la 93


experiencia por la que ha pasado, nada puede reemplazar al sueño como tónico para su sistema nervioso. Mi aventura de la mañana estaba todavía muy presente en mi espíritu, y prometí seguir su consejo. —Muy bien —dijo—, entonces ajustaré el teléfono a las ocho de la mañana. —¿Qué quiere decir? —pregunté. Me explicó que, por medio de un mecanismo de relojería, podía uno disponer ser despertado con música a cualquier hora. Muy pronto noté que había dejado detrás de mí, al parecer, en el siglo XIX mis insomnios, lo mismo que otras cosas que me habían incomodado en otro tiempo, porque aunque esta vez no tomé ninguna droga, me dormí así que mi cabeza tocó la almohada. Soñé que estaba en el trono de los Abencerrajes, en la sala de fiestas de La Alhambra, ofreciendo un banquete a mis señores y generales, que al día siguiente debían seguirme, la media luna a la cabeza, contra los perros cristianos de España. La atmósfera, refrescada por los surtidores de numerosas fuentes, estaba cargada con el perfume de flores. Hermosas jóvenes, de redondas formas y labios de miel, danzaban con voluptuosa gracia al son de los cobres y de los instrumentos de cuerda. Allá arriba, detrás de las celosías de la galería, se veían brillar, aquí y allí, los negros ojos de las bellezas del harén, que contemplaban la flor de la caballería mora. El estrépito de los címbalos iba creciendo, el torbellino de la fiesta se animaba cada vez más, hasta que al fin, no pudiendo ya resistir al delirio marcial la sangre de los hijos del desierto, toda aquella nobleza morena se puso en pie de un salto, desnudando los aceros. Centelleaban millares de cimitarras, y el grito «¡Alá! ¡Alá!» estremeció los muros. En este momento desperté, era completamente de día, y la música eléctrica de la Marcha turca llenaba mi alcoba con sus alegres sonoridades. En el almuerzo, cuando conté la experiencia de la mañana a mis anfitriones, supe que no era una simple casualidad que la pieza que me había despertado fuese una marcha; era costumbre hacer tocar en una de las salas de concierto, a la hora del despertador, piezas de un aire vivo. —A propósito —dije—, esto me recuerda que todavía no le he preguntado acerca del estado de Europa. ¿Han sido renovadas igualmente las naciones del viejo mundo? —Sí —respondió el doctor Leete—, las grandes naciones de Europa, así como Australia, México y algunas partes de América del Sur, están hoy organizadas industrialmente como los Estados Unidos, que fueron los promotores de esta evolución. Las relaciones pacíficas de esos diversos países están aseguradas por una especie de unión federal de una forma muy laxa, que se extiende por el mundo entero. Un consejo internacional regula las relaciones mutuas y las cuestiones comerciales entre 94

los miembros de la unión, así como su política conjunta respecto de las razas más atrasadas, que son gradualmente educadas por instituciones civilizadas. Cada nación goza de la autonomía más absoluta dentro de los límites de su territorio. —¿Cómo efectúan las transacciones comerciales sin dinero? —dije—. Con el extranjero se necesita algún tipo de moneda , aunque se pase sin ella en el interior. —Oh, no. El dinero es tan superfluo en las relaciones exteriores como en el interior. Cuando el comercio extranjero estaba en manos de empresas privadas, el dinero era necesario para regular la multifacética complejidad de las transacciones, pero ahora las personas comerciales son las naciones mismas, obrando como individuos. De esta suerte, no queda más que una docena de comerciantes en el mundo, y estando vigiladas sus transacciones por el consejo internacional, basta a todas las necesidades un sistema tan sencillo como un libro contable. Cada nación tiene su oficina de intercambio exterior, donde se tratan sus negocios comerciales. Por ejemplo: la oficina norteamericana estima que América necesita tal cantidad de productos franceses para tal año, y envía una orden, en consecuencia, a la oficina de Francia, que por su parte obra del mismo modo. Todas las naciones siguen el mismo sistema. —Pero puesto que no hay competencia, ¿cómo se fija el precio de las mercancías extranjeras? —Cada nación da sus productos a las otras al mismo precio a que los vendería a sus propios ciudadanos —explicó el doctor Leete—. Así no hay mala inteligencia posible. No hay que decir que, en teoría, ninguna nación está obligada a consentir en este cambio de buenos procedimientos; pero este sistema es en interés de todas. Añado que si una nación suministra regularmente a otra cierta categoría de mercancías, no puede ser introducido ningún cambio en las relaciones recíprocas sin previo aviso, dado en tiempo hábil. —Pero, ¿y si cualquier país, que tenga el monopolio de determinado producto natural, rehusara suministrarlo a los demás, o sólo a uno de ellos? —Ese es un hecho que no se ha presentado nunca, porque haría infinitamente más daño al refractario que a sus vecinos. La ley exige que cada nación trate a los demás exactamente en la misma forma. Sin embargo, si —como usted ha sugerido— se encontrara una que quisiera prevalerse de un monopolio, sería aislada en todos conceptos del resto de la tierra; pero, lo repito, ese caso apenas es de temer. —Supongamos, sin embargo —dije—, que una nación que posea el monopolio de cualquier producto, del que exporta más que consume, aumente su precio de venta, y, por este medio, sin cortar la exportación, quiera sacar partido de las necesidades de sus vecinos. Es cierto que sus propios ciudadanos se verían obligados a pagar este producto más caro. Pero, en conjunto, el beneficio que realizarían sobre el cambio excedería el de su propio aumento de cargas. 95


—Cuando haya comprendido bien cómo se regula el precio de las mercancías hoy, verá que es absolutamente imposible modificarlo, excepto si el alza es ocasionada por la dificultad creciente del trabajo requerido para su producción —fue la réplica del doctor Leete—. Este principio es una garantía nacional e internacional; pero aun en defecto de una ley positiva, el sentimiento del interés común y la convicción general de que el egoísmo es una locura, está demasiado profundamente arraigado para permitir un acto de piratería como usted señala. No olvide que todos prevemos, en un plazo más o menos largo, la unificación completa del mundo entero en una sola nación. Esta última forma de sociedad tendrá ciertas ventajas económicas sobre nuestro sistema de naciones autómatas y federales. Mientras llega ese momento, estamos tan satisfechos del resultado obtenido por el funcionamiento del mecanismo actual, que dejamos de buena gana a nuestros descendientes el cuidado de acabar nuestra obra. Algunos, debo decirlo, incluso opinan de que nunca se podrá acabarla, y que el sistema federal, lejos de representar una solución provisional, es la única y la mejor solución posible. —¿Qué se hace cuando las cuentas de dos países no se equilibran? Suponga que nosotros importamos de Francia más de lo que exportamos para ella. —A fin de cada año —respondió el doctor— son examinadas las cuentas de todos los países. Si Francia es deudora nuestra, es probable que nosotros debamos a un país que deba a Francia, y así sucesivamente con todas las naciones. Una vez arregladas las cuentas por el consejo internacional, las diferencias que restan no pueden ser muy considerables. Sean las que fueran, el consejo exige que se salden en pocos años, hasta puede exigir que sea más pronto si el alcance es muy importante, porque no es de desear que una nación deba desmesuradamente a otra, lo que podría engendrar sentimientos de animosidad. Por exceso de precaución, el consejo internacional inspecciona las mercancías o los géneros intercambiados por las naciones, a fin de asegurarse de que son de perfecta calidad. —¿Pero con qué se salda, en fin de cuentas, las diferencias, puesto que no hay dinero? —Con artículos nacionales básicos… Antes de iniciar relaciones comerciales, se establece un acuerdo sobre la naturaleza de esos artículos, y se decide en qué proporción serán aceptados como saldo de cuenta. —Dígame ahora usted cómo funciona la emigración —dije—. Estando organizada cada nación como una compañía industrial cerrada, que monopoliza todos los medios de producción del país, me parece que el emigrante, aunque se le permitiera llegar, moriría de hambre. ¿No habrá ahora, pues, emigrantes? —Al contrario, hay una emigración constante, si entiende por esto la residencia permanente en país extranjero —replicó el doctor Leete—. La emigración está regulada por un simple convenio internacional de indemnizaciones. Por ejemplo: un hombre de veintiún años de edad emigra de Inglaterra a Norteamérica; Inglaterra pierde todos los gastos que ha hecho para su sostenimiento y su educación, y 96

Norteamérica gana un obrero por nada. Por consiguiente, Norteamérica debe una indemnización a Inglaterra. El mismo principio, que varía según los casos, se aplica de forma general. Si el emigrante se acercase al término de su servicio en el ejército industrial, la indemnización sería debida, por el contrario, al país que lo recibe. En cuanto a los impedidos, cada nación está obligada a alimentar los suyos, y si se expatrían, el país de origen es responsable de su manutención en el extranjero. Bajo el beneficio de este reglamento, el derecho de toda persona a emigrar es absoluto y sin restricción, en cualquier tiempo. —¿Y en cuanto a los viajes de placer y de turismo? ¿Cómo puede viajar un extranjero por un país cuyas personas no reciben dinero, y son mantenidos con medios de vida sobre bases que no le incluyen; y dónde seguramente no es válida su tarjeta de crédito? ¿Cómo paga su viaje? —Una tarjeta de crédito norteamericana —respondió el doctor Leete— es tan válida en Europa como lo habría sido en otro tiempo el oro americano, y precisamente en las mismas condiciones, es decir, que puede ser intercambiada por la corriente del país en el que está viajando. Un norteamericano de paso en Berlín lleva su tarjeta de crédito a la oficina local del consejo internacional y recibe en cambio, total o parcialmente, una carta de crédito alemana; la suma es anotada en la cuenta internacional, en el cargo de los Estados Unidos y en el crédito de Alemania. —¿Acaso estará dispuesto el señor West a venir a comer esta noche al Elefante? — dijo Edith, cuando nos levantamos de la mesa. —Es el nombre del restaurante central de nuestro barrio —explicó el padre—. No sólo se hace toda nuestra cocina en establecimientos públicos, como le dije anoche, sino que el servicio y la calidad de las comidas son muy satisfactorias cuando se toman afuera. Nosotros hacemos las comidas menores en casa, para ahorrarnos una salida; pero es una costumbre generalizada salir a cenar. Hemos esperado a que estuviese un poco más familiarizado con nuestros usos para llevarle allí. ¿Qué le parece? ¿Vamos hoy a cenar al restaurante? Dije que me gustaría mucho hacerlo. Poco tiempo después, Edith se acercó a mí sonriendo, y dijo: —Anoche, pensando qué podría hacer para que se sintiese más a gusto entre nosotros, hasta que se hubiera acostumbrado más a nuestras costumbres, se me ocurrió la idea. ¿Qué diría si le presentamos a algunas encantadoras personas de su época, con las que —me parece— estaba usted en muy buenas relaciones? Contesté, algo vagamente, que me sería muy agradable, pero que no veía muy bien cómo podría ella arreglárselas para lograrlo. —Venga conmigo —dijo siempre sonriendo— y verá si soy mujer de palabra. 97


Aunque bastante preparado a todas las sorpresas, debido a todos los shock recibidos, la seguí con alguna emoción a una habitación donde todavía no había yo entrado. Era un cuartito muy confortable, cubierto de estantes llenos de libros. —He aquí a sus amigos —me dijo Edith, señalándome uno de los estantes, y mis ojos se movieron sobre los lomos de los libros: Shakespeare, Milton, Woodsworth, Shelley, Tennyson, Defoe, Dickens, Thackeray, Hugo, Hawthorne, Irving y otros muchos genios literarios de mi tiempo y de todos los tiempos; ahora comprendía el significado de las palabras de Edith. Había cumplido su promesa en un sentido figurado, ya que una realización literal podría haber sido decepcionante. Me presentaba a un grupo de amigos a los que el siglo que había pasado desde nuestra relación había envejecido tan poco como a mí mismo. Sus espíritus era tan elevados, sus ingenios tan agudos, sus risas y sus lágrimas tan comunicativas, como cuando su conversación había llenado las horas de un siglo pasado. Ya no podía sentirme aislado, en tan buena compañía, por ancho que fuera el abismo de los años que me separaba de mi vida pasada. —Veo que está contento de que le haya traído aquí —exclamó Edith, radiante, al leer en mi rostro el éxito de su experimento—. Ha sido una buena idea, ¿verdad, señor West? ¡Que tontería no haber pensado antes en ello! Le dejaré ahora con su viejos amigos, pues sé que no hay para usted otra compañía mejor; ¡pero no deje que los viejos amigos le hagan olvidar los nuevos! —Y después de esta graciosa recomendación me dejó. Atraído por el nombre de uno de mis autores favoritos, cogí un volumen de Dickens y me senté a leer. Él había sido mi favorito entre los escritores del siglo —quiero decir del siglo XIX— y apenas pasaba semana de mi antigua vida sin que yo cogiera una de sus novelas para distraerme al menos una hora. Así, aunque cualquier libro que me hubiera sido familiar despertaba en mí una extraordinaria impresión, leído bajo las presente circunstancias, mi excepcional familiaridad con Dickens, y su consecuente poder para evocar las asociaciones de la anterior vida, daba a sus escritos un efecto que ningún otro me hubiera producido, intensificando, por la fuerza del contraste, mi apreciación sobre la extrañeza de lo que me rodeaba al presente. No obstante el nuevo y sorprendente entorno, la tendencia a convertirme en una parte de éste me otorgó casi desde el principio el poder de verlo objetivamente y medirlo por completo, lo que hizo que perdiera su extrañeza. Ese poder, casi dormido en mi caso, que las páginas de Dickens habían restaurado, me hacían volver por medio de sus asociaciones al punto de vista de mi anterior vida. Con una claridad que no había sido capaz de obtener antes, veía ahora las imágenes del pasado y del presente, como cuadros contrastantes, las unas junto a las otras. El genio del gran novelista del siglo XIX, como el de Homero, podía desafiar al tiempo; pero la ubicación de sus patéticos relatos, la miseria de los pobres, los errores del poder, la crueldad sin piedad del sistema de sociedad, había pasado a mejor vida tan completamente como Circe y las sirenas, Caribdis y los Cíclopes. 98

Durante la hora o dos que estuve sentado, con el libro abierto ante mí, no leí, en realidad, sino muy pocas páginas. Cada párrafo, cada frase, ponían en evidencia algún nuevo aspecto de la transformación del mundo que se había operado y hacía que se perdiera mi pensamiento por largos y muy ramificados caminos. Mientras que meditaba así en la biblioteca del doctor Leete, concebí gradualmente una idea más coherente del prodigioso espectáculo del que, tan extrañamente, era testigo. Me sentía presa de una profunda emoción en presencia del capricho del destino que había concedido a alguien, tan poco merecedor, o que parecía de cualquier manera al margen de todo esto, el raro privilegio entre sus contemporáneos de estar sobre la tierra en este postrero día. Yo nunca había previsto el nuevo mundo ni luchado por él, como muchos alrededor de mí lo habían hecho a pesar del escarnio de los imbéciles o las malas interpretaciones de los honestos. Seguramente hubiera sido más en concordancia con la justicia de las cosas, que una de aquellas almas proféticas y vigorosas hubiera podido ver el trabajo de su espíritu y sentirse satisfecha; el poeta que, por ejemplo, miles de veces mejor que yo, habiendo tenido una visión del mundo que yo contemplaba, cantó en palabras lo que, una y otra vez, durante estos últimos y admirables días, había corrido por mi mente. Me sumergí en el futuro, tan lejos como puede el ojo humano ver, y tuve la visión del mundo, y de todas las maravillas que habría; … Mudo el tambor guerrero, plegada la bandera de las batallas, en el Parlamento del hombre y de la Federación del mundo. Entonces el sentido común de muchos impedirá un inquieto dominio por el temor, y la tierra amiga dormitará, envuelta en ley universal… Porque, a no dudarlo, a través de las eras corre un creciente propósito universal, y los pensamientos de los hombres se amplían con la procesión de los soles.(i)

(i)  For I dipped into the future, far as humane eye could see,/ Saw the visión of the world, and all the wonder that would be;…// Till the war-drum throbbed no longer, and the battle-flags were furled./ In the Parliament of man, the Federation of the world.// Then the comon sense of most shall hold a fretful realm in awe,/ And the kindly earth shall slumber, lapped in universal law…// Yet I doubt no through the ages one increasing purpose runs,/ And the thoughts of men are widened with the process of the suns. (Tennyson, «Locksley Hall».) 99


Creo que, en aquella antigua época, él perdió por un momento la fe en su propia predicción, como suele ocurrir con los profetas en horas de depresión y duda; sus palabras han permanecido como un eterno testimonio del visionario corazón del poeta, de la comprensión que otorga la fe. Aún estaba en la biblioteca cuando el doctor Leete llegó a buscarme. —Edith ha tenido una excelente idea al traerle aquí —me dijo—. Tenía yo curiosidad de saber qué autor le atraería el primero. ¡Ah, Dickens! Según eso, ¿usted lo admira? Pues bien, he aquí un punto sobre el que está de acuerdo con nuestros autores modernos. Juzgado desde nuestro punto de vista, superó a todos los escritores de su siglo, menos por su genio literario que porque su gran corazón latía para los pobres, porque hacía propia la causa de las víctimas de la sociedad y consagraba su pluma a denunciar las torpezas y las crueldades de aquel sistema social. Nadie ha sabido como él atraer la atención de los hombres sobre las injusticias y las maldades del antiguo orden de cosas, y abrir sus ojos a la necesidad del gran cambio que se iba a operar, aunque él mismo no lo veía sino entre sombras.

XIV

U

na violenta tempestad había caído sobre la ciudad durante el día; y llegué a la conclusión de que ante la condición de las calles mis anfitriones tendrían que abandonar el proyecto de salir a cenar, aunque yo había entendido que se encontraba en la proximidad. Muy sorprendido me quedé, por consiguiente, a la hora de cenar, cuando vi llegar a las damas dispuestas a salir, pero sin impermeables ni paraguas. Cuando bajamos a la calle encontré bien pronto aclarado el misterio. Sobre las aceras había sido corrido un toldo impermeable que las transformaba en un corredor bien iluminado y perfectamente seco, por donde circulaba una multitud de damas y caballeros vestidos para la cena. En las esquinas, todo el espacio abierto estaba protegido del mismo modo. Edith Leete, junto a la cual yo caminaba, pareció muy interesada en saber algo que parecía enteramente nuevo para ella, que las calles de Boston de mis días estaban intransitables los días de lluvia, a menos de llevar paraguas, botas y abrigo. —¿De modo que las aceras no estaban cubiertas en absoluto? —preguntó. Lo estaban, le expliqué, pero de una forma espaciada y completamente asistemática, siendo los toldos propiedad privada. Ella me dijo que en el presente tiempo todas las calles estaban provistas contra las inclemencias del tiempo de la manera que yo veía, mientras que el aparato era enrollado de la misma forma cuando ya no era necesario.

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Y añadió que se consideraría extraordinariamente absurdo dejar que el clima tuviera la menor influencia sobre las idas y venidas de las gentes. El doctor Leete, que iba delante y había oído algo de nuestra conversación, se giró para decir que la diferencia entre la época del individualismo y la de la cooperación, en lo que a eso concernía, estaba caracterizada por el hecho de que en el siglo XIX, cuando llovía, las gentes de Boston abrían trescientos mil paraguas sobre otras tantas cabezas, mientras que en el siglo XX sólo un inmenso paraguas protegía a todas las cabezas. Mientras caminábamos, Edith dijo: —El paraguas individual es la imagen favorita de mi padre cuando quiere caracterizar el tiempo en que cada uno vivía sólo para sí y para su familia. Hay un cuadro del siglo XIX que representa una multitud bajo la lluvia, donde cada cual mantiene su paraguas por encima de su cabeza y la de su esposa, y obsequia a su vecino con las gotas que chorrean de aquél. Dice mi padre que ese cuadro debió ser para el artista una especie de sátira de aquellos tiempos. Ahora llegamos a un gran edificio, donde penetraba con nosotros una oleada de personas. El toldo me impidió ver a la fachada, pero, si se correspondía con el interior, que era incluso más fino que el almacén que yo había visitado el día anterior, debía ser magnífico. Mi acompañante dijo que el grupo principal que decoraba la entrada era especialmente admirado. Después de haber subido una escalera monumental, atravesamos un largo y amplio corredor, en el cual se abrían muchas puertas. Sobre una de ellas, que llevaba inscrito el nombre de mi anfitrión, entramos, y me encontré en un comedor muy elegante, donde estaba puesta la mesa para cuatro personas. Las ventanas se abrían a un patio donde había una fuente, con aguas que subían hasta gran altura y donde la música llenaba el aire con sus eléctricos fluidos. —Parece como si ustedes estuvieran en casa —dije cuando nos sentamos, y el doctor tocaba un llamador. —En efecto, lo que aquí ve es como un anexo de nuestra casa, un trozo desprendido del conjunto —respondió—. Mediante un pequeño recargo anual, cada familia del barrio posee en este vasto edificio un salón que le está exclusivamente reservado. En otro piso se encuentran salas a disposición de los huéspedes e individuos de paso. Cuando queremos cenar aquí, enviamos la víspera nuestras órdenes, después de haber elegido el menú, en vista de los informes publicados en los periódicos. El precio es más o menos elevado según el gusto de cada cual, pero, por supuesto, todo es infinitamente mejor y más barato de lo que podríamos preparar en casa. Hoy, uno de los intereses principales de nuestra gente es el catering y la comida que se prepara para ellos, y admito que nos envanecemos un poco de los progresos que hemos realizado en esta rama del servicio. ¡Ah, querido señor West, aunque otros aspectos de su civilización fueron más trágicos, imagino que ninguno de ellos debía 101


ser más triste que las malas comidas que se tenía que comer, a excepción de algunos privilegiados de la fortuna!

Me vi obligado a convenir en que era tal como ella lo había expresado. Felizmente, el doctor Leete vino en mi socorro.

—Sobre ese punto nadie se habría atrevido a contradecirle —dije.

—Para comprender el asombro de Edith —dijo—, debe usted saber que en nuestros días es un axioma de la ética que, aceptar un servicio que no se consentiría en hacer, equivale a pedir prestado sin ánimo de devolución, mientras que aprovecharse de la indigencia del vecino para imponerle un servicio de este género, es una acción comparable al robo a mano armada. Lo que hay de más deplorable en un sistema que divide la sociedad, o permite que sea dividida, en clases y castas, es que debilita el sentimiento de humanidad. La desigual distribución de la riqueza, y, aún con más efectividad, las desiguales oportunidades de educación y cultura, dividía a la sociedad de su época en clases que, en muchos aspectos, acaban por considerarse como otras tantas razas distintas. En el fondo, por otra parte, no es tan grande como parece la diferencia de este asunto del servicio. Aun en sus días, las damas y caballeros de las clases altas no habrían permitido a uno de los su propia clase que le prestase servicios sin esperanza de devolución. La diferencia está en que consideraban a los pobres y las gentes sin educación como hombres de otra especie. La repartición igual de las riquezas y de todos los goces ha tenido simplemente por efecto confundirnos a todos en una sola clase, que corresponde, como educación, a la clase de los privilegiados de su tiempo. Antes de que la igualdad de las condiciones hubiera pasado de la teoría a la práctica, las ideas de solidaridad y de confraternidad de todos los hombres no podían llegar a ser lo que son hoy: la convicción real y el principio de acción de la humanidad. En su época se empleaban las mismas frases, pero no eran más que frases.

El camarero, un joven de buen aspecto, que usaba un elegante uniforme distintivo, hizo su aparición. Lo observé con mucha atención, pues era la primera vez que tenía la oportunidad de estudiar particularmente la fisonomía de uno de los miembros activos del ejército industrial. Según lo que yo había oído decir, aquel joven debía haber recibido una educación completa, y ser el igual, en todos conceptos, de aquellos a quienes servía. Pero era evidente que ni uno ni otro mostraban el menor embarazo. El doctor Leete dirigía la palabra el joven con un tono no sólo —¿qué hombre bien educado lo hubiese hecho?— sin altanería, sino también sin apariencia de desdén; por su parte, el camarero hacía su servicio de un modo completamente natural, igualmente apartado de la obsequiosidad y de la familiaridad. Había en todo ello algo de la seriedad del soldado durante el servicio, sin la rigidez militar. Cuando el joven salió de la habitación, dije: —No puedo salir de mi asombro de ver un joven tan bien educado desempeñando funciones serviles. —¿Qué quiere decir la palabra «servil»? No la he oído nunca —dijo Edith. —Es una palabra ahora obsoleta —remarcó su padre—. Si no me engaño, se aplicaba a las personas que hacían por cuenta de otro faenas particularmente desagradables. ¿No es así, señor de West? —Eso es, poco más o menos —dije—. El servicio personal, tal como el de mesa, era considerado como servil, y una persona bien educada, antes habría soportado la última miseria que aceptar una ocupación de este género. —¡Qué extraña y artificial idea! —exclamó la señora Leete, muy sorprendida. —Pero se necesitaba, sin embargo, que se hiciera ese servicio —dijo Edith. —Evidentemente —repliqué—, pero imponíamos esos trabajos a pobres diablos que no tenían otra alternativa que servir o morirse de hambre. —Y se aumentaba el peso de la carga añadiéndole el desprecio —remarcó el doctor Leete. —No lo comprendo bien —dijo Edith—, ¿es posible que se permitiera a las gentes hacer por ustedes cosas que despreciaban y que jamás habrían consentido en hacer por ellos? No es posible que usted quiera decir eso, señor West.

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—¿Los camareros de los restaurantes son también voluntarios? —No —contestó el doctor Leete—, los camareros de restaurante pertenecen al grado de inclasificados del ejército industrial, a cuyos miembros se asigna de oficio las tareas que no exigen aptitudes especiales. El servicio de la mesa es uno de éstos, y todos los jóvenes reclutas pasan por él indistintamente. Yo mismo efectué ese servicio, en este mismo restaurante, hace unos cuarenta años. Una vez más, convénzase de que no se establece ninguna diferencia de dignidad, sin excepción, entre todas las profesiones que exige el servicio público. Nadie considera jamás al individuo ni éste tampoco se considera el servidor de aquellos que se lo agradecen, pero de los cuales no depende en modo alguno. No sirve más que a la nación. ¿Por qué hacer distinción entre las funciones de un dependiente de restaurante y las de cualquier otro trabajador? El hecho de que su servicio es personal nada significa para nuestro modo de ver. ¿No ocurre lo mismo con un médico? El mismo derecho tendría este dependiente de mirarme con orgullo porque le he servido de médico, que yo de despreciarle por haberme servido hoy de camarero. Después de cenar, mis anfitriones me hicieron los honores del establecimiento, cuya magnificencia arquitectónica y cuya suntuosa decoración me llenaron de asombro. Aquel restaurante monumental era al mismo tiempo un sitio de recreo y de cita para 103


todos los habitantes del barrio, y allí estaban reunidas toda clase de entretenimientos y distracciones. —Aquí ve, aplicado en la práctica —dijo el doctor Leete, cuando le hube expresado mi admiración—, lo que yo le decía en nuestra primera conversación, en el momento en que usted contemplaba la ciudad: el esplendor de nuestra vida en común, comparada con la sencillez de nuestra vida en el hogar, y el contraste que existe en este punto entre el siglo XIX y el XX. Para ahorrarnos estorbos inútiles, no tenemos en nuestra casa más que lo estrictamente necesario; en cambio, el aspecto social de nuestra vida es de un lujo superior a todo lo visto hasta ahora. Todas las corporaciones industriales y profesionales tienen clubs espléndidos, tan grandes como este establecimiento, así como villas en el campo, en la montaña, a orillas del mar, para el deporte y la temporada de vacaciones.

Nota. En la segunda mitad del siglo XIX, reinó la práctica de enviar a los jóvenes necesitados a alguno de los colegios del país para ganar algún dinero con el fin de pagarse los estudios, sirviendo como camareros en los comedores de hoteles durante las vacaciones veraniegas. Se afirmó, como réplica a las críticas que expresaban los prejuicios de la época al proclamar que los individuos que voluntariamente se dedicaban a tales menesteres no podían ser caballeros, que tenían derecho a alabar como justificación, con su ejemplo, la dignidad de todos los trabajos honestos y necesarios. Este argumento ilustra una confusión común en el pensamiento, de parte de mis contemporáneos. El tema de servir a las mesas no tenía otra necesidad de defensa que la mayoría de otras formas de ganarse el sustento en aquellos días, pero era absurdo hablar de la dignidad unida a cualquier clase de tarea bajo el sistema que prevalecía a la sazón. No hay nada reprobable en vender el trabajo al más alto precio que se pueda conseguir, y no es tampoco más digno que vender artículos al mayor precio que se pueda conseguir. Ambos procedimientos eran transacciones comerciales que debían juzgarse a nivel comercial. Al obtener un precio en metálico por un servicio, el trabajador aceptaba por el mismo la medida en dinero, y renunciaba claramente a ser juzgado por los demás. La sórdida mancha que esta necesidad impartía a la más noble y más alta clase de servicio la sufrían las almas generosas, pero no había forma de esquivarla. No había manera de evadir, por trascendente que fuese la calidad del servicio personal, la necesidad de regatear el precio en el mercado. El médico debe vender sus curaciones y el apóstol sus prédicas igual que el resto. El profeta, que ha presentido el significado de Dios, debe pedir el precio de su revelación, y el poeta cobrar sus visiones en letras de imprenta. Si me preguntaran el nombre de la más distinguida felicidad de esta época, comparada con aquélla en que vi la luz por vez primera, diría que parece consistir en la dignidad que se ha otorgado al trabajo, rehusando a poner precio al mismo y aboliendo el mercado para siempre. Requiriendo a cada hombre lo mejor de sí, se hace a Dios maestro de su trabajo, y honrando a la 104

única recompensa del resultado, se ha impartido a todo servicio la peculiar distinción de mi tiempo: la de soldado.

XV

C

uando, en el curso de nuestra visita de inspección, entramos en la biblioteca, cedimos a la tentación de dos lujuriosas sillas en cuero, que nos tendían los brazos, y nos pusimos a charlar en un gabinete rodeado de libros alineados.(i)

—Edith me dijo que usted ha pasado toda la mañana en casa con los libros —dijo la señora Leete—. ¿Sabe que le considero, señor West, como el más envidiable de los mortales? —¿Y por qué es eso? —interrogué a mi vez. —Porque todos los libros de los últimos cien años son nuevos para usted. En ellos encontrará mucha de la más absorbente literatura, que apenas le dejarán tiempo para comer, al menos para cinco años. ¡Ah, cuánto daría yo por no haber leído aún las novelas de Berrian! —O las de Nesmyth, mamá —añadió Edith. —Sí, o los poemas de Oates, o Pasado y presente, o En el comienzo… ¡Oh! ¡Podría nombrarle una docena de libros, que valen cada uno un año de la vida de un hombre! —declaró con entusiasmo la señora Leete. —Por lo que veo, debo entender que este siglo ha debido producir una notable literatura. —Sí —dijo el doctor Leete—; ha sido una era de florecimiento intelectual sin precedentes. Es probable que la humanidad aun no hubiese realizado una evolución material y moral tan vasta y tan rápida a la vez, como el paso del antiguo al nuevo orden de cosas en la primera parte de este siglo. Cuando los hombres comprendie-

(i)  No puedo celebrar suficientemente la gloriosa libertad que reinaba en las bibliotecas públicas del siglo XX, comparadas con la intolerable administración de las del siglo XIX, en las cuales los libros eran celosamente alejados del pueblo, y se podían obtener sólo por medio de pérdidas de tiempo y de tramites burocráticos calculados para desalentar cualquier gusto ordinario por la literatura. 105


ron la grandeza del beneficio providencial de que eran objeto, cuando reconocieron que el cambio que se había operado no era un simple mejoramiento en detalles de su condición, sino la ascensión de la especie hacia un nuevo plano de existencia, con una perspectiva de progresos ilimitados, sintieron en todas sus facultades la subida de una nueva savia, un impulso ardiente, más fecundo mil veces que el gran retoñar del Renacimiento medieval. Y siguió una era de progresos científicos, de descubrimientos técnicos, de producciones musicales, artísticas y literarias sin precedente en previas etapas del mundo.

embargo, dos diferencias notables. En primer lugar, el grado, tan elevado, de la cultura intelectual en el siglo XX, da al veredicto del público un valor concluyente del mérito real de la obra literaria, que en su época era casi imposible de tener. En segundo lugar, no existe nada que se parezca al favoritismo o a la intriga que interfiera con el reconocimiento del verdadero mérito. Todo autor dispone exactamente de las mismas facilidades para presentar su obra ante el tribunal popular. A juzgar por las lamentaciones de los autores de su época, ustedes hubieran apreciado grandemente esta igualdad absoluta de oportunidades.

—Y, puesto que hablamos de literatura —dije—, ¿cómo se publican hoy los libros? ¿Se encarga de ello la nación?

—Supongo —dije— que se seguirá el mismo principio para llegar a la comprobación del mérito en los otros campos de la producción intelectual, tales como la música, el arte, la invención, el diseño.

—Ciertamente. —Pero... ¿cómo se realiza? ¿Es que el gobierno imprime todo lo que se le presenta, a expensas de la nación o bien ejerce una censura y no publica más que los que aprueba? —Ni lo uno ni lo otro. El departamento editorial no ejerce ningún derecho de censura a todo lo que se le ofrece, pero imprime sólo con la condición de que el autor pague los primeros gastos, con cargo a su tarjeta de crédito. Debe pagar el derecho de llegar a oídos del público, y si tiene algún mensaje que decir, consideramos que ha valido la pena. Evidentemente, como sucedía antes, con rentas desigualmente repartidas, esta regla no permitiría ser autores más que a los ricos, pero siendo iguales los recursos de todos los ciudadanos, nuestro sistema sirve, sencillamente, para poner a prueba la sinceridad de la vocación literaria. Al precio de una prudente economía y de algunos sacrificios, se puede apartar, del crédito de un año, con que publicar un libro de tamaño ordinario. Una vez publicado el libro, la nación se encarga de su venta. —Supongo que el autor recibirá un porcentaje sobre la venta como en mi tiempo —sugerí. —Pero no de la misma manera que entre ustedes —respondió el doctor Leete—. El precio de venta de cada libro se calcula sobre su precio de coste, más un porcentaje para el autor. Éste determina a su gusto este porcentaje. Por supuesto, si lo coloca irrazonablemente alto, el libro no se venderá. El importe de este porcentaje es llevado a su tarjeta de crédito, y se le dispensa de todo otro servicio a la nación mientras este crédito baste para el sostenimiento de los ciudadanos que tendrán que sostenerle a él. Si el libro alcanza un éxito moderado, obtiene de esta manera una licencia de unos cuantos meses, de uno, dos o tres años, y si en este intervalo produce otras obras de éxito, su dispensa de servicio puede prolongarse tanto como la venta de sus obras lo justifique. Un autor de mucha éxito comprobado puede sostenerse con su pluma durante todo el período de servicio, y la medida del talento de cualquier escritor se determina por la voz del pueblo, cuya medida le otorga a éste la oportunidad de dedicar su tiempo a la literatura. Ya ve que desde el punto de vista del resultado, nuestro sistema llega a las mismas consecuencias que el suyo; hay, sin 106

—En principio sí —respondió—, aunque los detalles difieren. Así, para las artes y para la literatura, el pueblo es el único juez. Vota sobre la admisión de las estatuas y los cuadros en los edificios públicos, y su fallo favorable exime al artista de otras faenas y le permiten dedicarse a su vocación. De las copias que se soliciten de su trabajo, también se deriva un porcentaje similar al que recibe el autor por la venta de sus libros. En todas estas líneas del genio original el plan que se persigue es el mismo: abrir un amplio campo de prueba a todos los aspirantes y, desde que es reconocido un mérito transcendental, librarle de todas las trabas y dejarle libre su camino. La exención de cualquier otro servicio en estos casos no reviste, de ningún modo, el carácter de un don o de una recompensa; no es más que un medio, para la nación, de obtener servicios más eminentes. Por supuesto, tenemos academias literarias, artísticas y científicas, cuyo acceso no está abierto más que a los talentos incontestados, y constituye una prerrogativa de las más deseadas. El mayor de todos los honores, mayor que la presidencia misma, que no exige más que buen sentido y una consagración absoluta al deber, es la cinta roja, concedida por el voto popular a los grandes escritores, a los artistas, a los ingenieros, a los médicos y a los inventores de primer orden. Sólo pueden ostentarla un cierto número de ciudadanos, lo que no impide que la aspiración a la cinta roja turbe el sueño de todos nuestros jóvenes. A mí me ocurrió lo mismo que a ellos. —¡No te amaríamos más mamá y yo si no estuvieses condecorado! —interrumpió Edith—. Lo que no quiere decir, sin embargo, que no sea algo muy agradable de tener. —Hija mía, tú no podías elegir, tenías que contentarte con el padre que te tocó y resignarte —respondió el doctor Leete—, pero en cuanto a tu madre, ella jamás me habría aceptado si yo no le hubiera prometido que algún día llevaría la tinta roja, o al menos la azul. La señora Leete no contestó a esta broma más que con una sonrisa. —Ahora —dije—, hablemos un poco de los periódicos y las revistas. Admito que este sistema de publicitar los libros tenga grandes ventajas, tanto por su tendencia a 107


alentar la verdadera vocación literaria, como a desalentar, lo que no es menos importante, a los emborronadores de papel; pero no veo cómo pueda aplicarse ese sistema a las revistas y a los periódicos. Admito que se haga pagar a un hombre los gastos de la primera publicación, porque esto no es más que un gesto hecho una vez; pero nadie podría publicar a sus expensas un periódico todos los días del año. Los amplios bolsillos de nuestros capitalistas privados empleábanse en ello, y con frecuencia se agotaban antes de que pudieran cubrir gastos. Si, pues, hay periódicos, supongo que deben ser publicados por el gobierno a expensas del público, con directores oficiales que reproduzcan las opiniones del gobierno. Si este sistema político es verdaderamente tan perfecto que no hay nunca nada que criticar en la marcha de los asuntos, puede bastar este arreglo. De otro modo, estimo que tendría resultados deplorables la falta de una prensa independiente y no oficial que expresara la opinión pública. Confiese, doctor Leete, que una prensa libre, con todas sus consecuencias, era una de las compensaciones del antiguo sistema cuando el capital estaba en manos privadas, y que lo que han ganado por un lado, lo han perdido por el otro.

reclutamos suscriptores en número suficiente para cubrir los gastos anuales de la publicación, que son pequeños o grandes de acuerdo a la amplitud de su constitución. Las suscripciones son cobradas mediante las tarjetas de crédito de los suscriptores, lo que evita a la nación los gastos de publicación del periódico, y obra como un simple editor, sin responsabilidad ni derecho a negar su concurso. Los suscriptores del periódico eligen un director, quien, si acepta el puesto, es descargado de todo otro servicio mientras dura su nueva ocupación. En vez de pagarle un sueldo, como en su época, los subscriptores indemnizan a la nación por retirar un ciudadano del servicio general. Dirige su periódico exactamente como lo hacía uno de sus directores, con excepción de que no tiene cuentas que rendir a comandatarios, ni intereses privados que defender en detrimento del bien público. Al concluir el primer año, los suscriptores reeligen al director o ponen otro en su puesto. A medida que aumenta la lista de suscriptores, los fondos del periódico ganan en importancia y se mejora su situación por la adquisición de colaboradores distinguidos, tal como lo hacían en su época.

—Temo no poder darle ni aun ese consuelo —respondió el doctor Leete, riendo—. En primer lugar, señor West, la prensa no es de ningún modo el único, ni siquiera el mejor órgano para la crítica sería de los asuntos públicos. Las apreciaciones de sus antiguos periódicos en tal materia, nos parecen en general poco elaboradas e impertinentes, así como llenas de perjuicios y de animosidad. Si por esto se ha de juzgar a la opinión pública, aquella prensa da una idea poco favorable de la inteligencia popular; si es, por el contrario, la prensa quien formaba la opinión, era peor para los hombres de su época. Hoy, cuando un ciudadano quiere influir seriamente en la opinión, publica un libro o un folleto, de la misma forma que los otros libros. No quiere esto decir que carezcamos de periódicos y de revistas, o que estas publicaciones no tengan una libertad absoluta. La prensa está organizada de modo que sea una expresión mucho más perfecta de la opinión que lo habría podido ser en sus días, cuando el capital privado la controlaba y dirigía, para hacer dinero en primer lugar, y no preocupándose sino secundariamente de ser la expresión del pueblo.

—Pero, ¿cómo pagan a los redactores, a falta de dinero?

—Pero —dije— si el gobierno imprime los periódicos a expensas del público, ¿cómo puede dejar de controlar la política de éstos? ¿Quién nombra los directores, sino el gobierno? —El gobierno no soporta los gastos de los periódicos, no nombra sus directores, no ejerce la más ligera influencia sobre la política de éstos —replicó el doctor Leete—. Son los lectores del periódico los que costean su publicación, los que eligen al director y lo despiden si no es de su agrado. Espero que no dirá usted que una prensa así no es un órgano libre de la opinión pública. —Decididamente no —respondí—, pero ¿hasta dónde es practicable este sistema? —Nada más sencillo. Suponga que algunos de mis vecinos y yo deseamos tener un periódico que refleje nuestras opiniones, o consagrado especialmente a nuestra localidad, comercio o profesión. En tal caso hacemos gestiones a derecha e izquierda, 108

—El director estipula con ellos el precio de su trabajo. El importe es transferido a su crédito individual desde el crédito de garantía del periódico, y se les concede una exención del servicio por una duración proporcionada a aquel importe, absolutamente lo mismo que a los escritores. En cuanto a las revistas, el sistema es exactamente el mismo. Aquellos interesados en el proyecto de una nueva publicación consiguen suficientes subscripciones para funcionar durante un año; eligen su director, quien recompensa a los contribuyentes como en el caso anterior, y el departamento de redacción suministra la fuerza necesaria y el material para publicar, como algo rutinario. Cuando ya no se desean los servicios de un director, si éste no puede obtener durante algún tiempo otro trabajo literario, vuelve simplemente a las filas del ejército industrial. Añadiré que aunque, por lo general, el director es elegido sólo hasta el fin del año, lo normal es que siga en el cargo durante algunos años, los suscriptores se reservan el derecho de despedirlo en el caso de que pudiera dar un súbito cambio al tono de la revista. —De modo que un hombre, no importa con que objetivo, sea éste ocio, estudio o meditación —remarqué—, no puede librarse del arnés del servicio, si lo he comprendido correctamente, excepto de las dos formas que usted ha mencionado. Debe, si desea iniciar una producción literaria, artística o inventiva, indemnizar a la nación por la pérdida de sus servicios, o lograr que un número suficiente de personas contribuyan a tal indemnización. —Seguramente —respondió el doctor Leete—, hoy ningún hombre sano puede evadir su contribución al trabajo y vivir del aporte de los demás, tanto sea en el nombre de estudios o de simple haraganería. Al mismo tiempo, nuestro sistema es lo suficientemente elástico como para dar libre juego a todos los instintos de la naturaleza humana que no buscan la dominación o vivir del fruto de la labor del prójimo. No existe solamente la remisión por indemnización, sino también por 109


abnegación. Cualquier hombre de unos treinta años, con la mitad de su servicio ya realizado, puede recibir por el resto de su vida la mitad de la tasa de mantenimiento que reciben otros ciudadanos. Y es muy posible vivir con esta cantidad, cambiando los lujos y elegancias de la vida por otros que, quizá, le conformen más. Cuando se retiraron las damas esa tarde, Edith me trajo un libro y me dijo: —Si esta noche le cuesta conciliar el sueño, señor West, acaso le interese echar un vistazo a esta historia de Berrian. Se dice que es su obra maestra. Cuando menos, le dará una idea de lo que son las novelas de nuestros días. Seguí su consejo: en voz de acostarme, me senté en una butaca, y no paré antes de haber leído Pentesilea de cabo a rabo, cuando ya el alba blanqueaba el horizonte. Y aunque no dejé de admirar al gran novelista del siglo XX, confieso que en esta primera lectura quedé menos impresionado por lo que se encuentra en este libro, que por lo que no se encuentra en él. Los escritores de ficción de mi época habrían juzgado más fácil hacer cosa más difícil, que componer una novela de donde fueran excluidos todos los efectos sacados de los contrastes de la riqueza y la pobreza, de la instrucción y la ignorancia, de la grosería y el refinamiento, todos los motivos del orgullo y la ambición social, el deseo de ser rico y el temor de la miseria, junto con las sórdidas ansiedades para sí mismo o los demás; en una palabra, una novela de amor, pero de un amor no estorbado por los obstáculos artificiales que crean las diferencias de posición y de fortuna, un amor que no conoce otras leyes que las del corazón. La lectura de Pentesilea me sirvió más que cualquier explicación que pudiéraseme haber dado, facilitándome un impresión general de la fisonomía social del siglo XX. Ciertamente que los informes del doctor Leete eran extensos y exactos, pero me habían llenado el espíritu de impresiones múltiples e incoherentes, que hasta entonces yo no había logrado coordinar sino muy imperfectamente. Berrian reunió los rasgos dispersos y me presentó un cuadro armonioso.

XVI

A

l día siguiente me levanté un poco antes de la hora del desayuno. Cuando bajaba la escalera, Edith entró en la galería; salía de la habitación donde habíamos tenido la entrevista de la mañana que he descrito algunos capítulos antes. —¡Ah! —exclamó la joven con una expresión de encantadora travesura—; creía usted poder escaparse sin ser visto para una de esas excursiones solitarias que le ponen en tan bonito estado. Pero ya ve que me he levantado más temprano esta vez; por suerte le he atrapado.

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—Desprecia usted la eficacia de su tratamiento —le dije—, suponiendo que una correría semejante tendría aún tan malas consecuencias. —Me alegro de oír eso— dijo—. Estaba preparando algunas flores para la mesa de desayuno, cuando le he oído bajar, y creí detectar que había algo de subrepticio en los pasos de la escalera. —Me juzga usted mal —respondí—; ni siquiera tenía intención de salir. A pesar de sus esfuerzos para hacerme creer que nuestro encuentro era puramente casual, tuve en aquel momento una ligera sospecha de lo que supe más tarde era la verdad: aquella dulce criatura, cumpliendo el oficio de guardián que se había impuesto respecto de mí, se había levantado dos o tres días a horas indebidas para impedirme salir sólo y así evitar que yo volviera a ser afectado como la anterior vez. Le pedí permiso para ayudarle en su graciosa faena, y la seguí a la habitación de donde acababa de salir. —¿Está usted seguro —me preguntó— de que ha superado ya completamente esas terribles sensaciones del otro día? —No puedo negar que experimento todavía de cuando en cuando impresiones extrañas —respondí—, momentos en que no veo mi identidad personal muy claramente. Sería pedir demasiado que, después de mi pasada experiencia, no reaparecieran alguna vez esas confusiones. En cuanto andar por ahí hecho un loco como la otra mañana, creo que ese peligro ha pasado. —Jamás olvidaré su aspecto del otro día —dijo. —Si no hubiera salvado más que mi vida —continué—, encontraría acaso palabras para expresar mi reconocimiento, pero es mi razón lo que ha salvado del naufragio, y ninguna palabra podría dar la medida de la deuda que he contraído con usted. Yo hablaba con emoción, y sus ojos se humedecieron súbitamente. —Es demasiado creer todo eso —dijo—, pero es delicioso oírselo decir. Lo que he hecho es poca cosa, pero sé que he sentido mucha pena. Papá es de la opinión que nada debería asombrarnos cuando puede ser explicado científicamente, y éste es, parece, el caso del largo sueño de usted. Pero sólo con figurarme en su lugar, pierdo la cabeza. Sé que yo jamás lo habría podido soportar. —Habría podido hacerlo, si hubiera sido, como yo, sostenido durante la crisis por la simpatía de un ángel —le contesté. Si mi rostro expresaba un poco de lo que yo sentía en este momento por aquella adorable criatura, que había representado un papel tan angelical en mi existencia, ella 111


debió leer en mis rasgos una adoración respetuosa. ¿Fue la expresión, o las palabras, o ambas? No lo sé; lo cierto es que bajó los ojos y enrojeció.

—¿Conoce bastante bien su genealogía para decirme cuáles de sus abuelos vivían en Boston en mis días?

—Además de esto —le dije—, si su experiencia no es tan asombrosa como la mía, de todos modos debe haberse sentido bastante aturdida de ver que un hombre perteneciente a un siglo tan extraño, un hombre que parecía muerto hacía cien años, volvía a la vida.

—Oh, sí.

—Al principio nuestra emoción fue en efecto, indescriptible —dijo—, pero cuando comenzamos a ponernos en su lugar y a figurarnos cuánto más que nosotros debía usted estar impresionado, prescindimos de nuestros propios sentimientos casi por completo; al menos, esto es lo que yo hice por mi parte. La estupefacción no tardó en ceder a un interés que excedía a todo lo que yo había soñado antes. —¿Pero no le parece todavía sorprendente estar sentada a la misma mesa que yo, sabiendo quién soy? —Aun debe usted encontrarnos más extraños de lo que nosotros le encontramos — respondió—. Pertenecemos a un siglo que no podía prever, a una generación que no sospechaba siquiera antes de conocernos; mientras que usted es de una generación en que nuestros antecesores tomaron parte, cuya historia conocemos, cuyos nombres suenan a menudo en nuestras conversaciones. Hemos estudiado sus costumbres, sus manera de ser y de pensar; nada de lo que dice o hace nos sorprende, mientras que nosotros no decimos ni hacemos nada que no le parezca extraño. Como verá, señor West, si usted siente que puede, con el tiempo, acostumbrarse a nuestras maneras, no se sorprenda de que, desde el primer momento, apenas hayamos nosotros encontrado extrañas las suyas. —No había considerado la cosa de ese modo —respondí—. Hay mucho de verdad en su observación. Es más fácil mirar a mil años hacia atrás que a cincuenta hacia adelante. ¿Qué supone un siglo de pasado? Yo habría podido conocer a sus bisabuelos. Acaso los he conocido, en efecto. ¿Vivían en Boston? —Eso creo. —¿No está segura? —Sí —respondió—; ahora que lo pienso, sí. —Yo tenía numerosas relaciones en la ciudad —dije—; no sería extraño que conociera o supiera de alguno de ellos. Quizá los haya conocido bien. ¡Sería interesante que, por casualidad, pudiera hablarle de su bisabuelo! —¡Muy interesante!

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—Entonces, ¿querrá decirme sus nombres cualquier día? Estaba tan ocupada en arreglar un tallo rebelde, que no me respondió en seguida. Un ruido de pasos en la escalera anunció al resto de la familia. —Acaso algún día —dijo la joven. Después del almuerzo, el doctor me propuso llevarme al depósito central, para ver funcionar el sistema de distribución que Edith me había descrito. En el camino, no pude sustraerme al deseo de decir a mi acompañante: —Hace ya muchos días que disfruto de su hospitalidad en condiciones excepcionales, o, mejor dicho, sin condiciones. Si todavía no he aludido a este aspecto de mi situación es porque ésta tenía muchos otros aún más extraordinarios. Pero ahora que comienzo a sentir el suelo bajo mis pies y a darme cuenta de que estoy aquí y de que aquí debo seguir, permítame abordar este delicado asunto. —No se sienta inquieto por eso —dijo el doctor—. Es usted mi huésped, y cuento con que lo será largo tiempo aún. A pesar de la modestia que le distingue, debe admitir que un convidado como usted es una adquisición de la que nadie querría deshacerse con gusto. —Gracias, doctor —dije—. En efecto, sería absurdo de mi parte no aceptar con placer la hospitalidad temporal del hombre a quien debo no haber seguido esperando el fin del mundo, sepultado vivo en una tumba. Pero si debo ser un ciudadano permanente de este siglo, es preciso que tenga algún medio de sostén cualquiera. En otro tiempo, un hombre más o menos no era notado en la multitud inorgánica que componía la sociedad de entonces; de él dependía, si tenía alientos, crearse una posición. Pero hoy cada cual es una parte de un sistema con un lugar y funciones determinados. Yo me encuentro fuera del sistema, y no veo cómo hacer para entrar en él, excepto por derecho de nacimiento, o haber llegado como emigrante, procedente de cualquier otro sistema análogo. El doctor Leete se echó a reír de muy buena gana. —Admito —dijo— que nuestro sistema es defectuoso al no haber previsto su caso, pero es que nadie se esperaba un acrecentamiento de población tan insólito. Sin embargo, no tenga temor: antes de poco le procuraremos un lugar y una ocupación. Hasta el presente usted no ha tratado más que a individuos de mi familia, pero no vaya a creer que mantenemos su existencia en secreto. Al contrario, su caso, incluso antes de su resurrección, y sobre todo después, ha excitado el más vivo interés en 113


todo el país. En consideración a su precario estado nervioso, se ha juzgado prudente, desde luego, dejarme cuidar de usted; mi familia y yo mismo hemos tenido la misión de darle algunas ideas generales sobre el mundo nuevo en que se encuentra, antes de que comience a relacionarse de forma general con sus habitantes. En cuanto a la función que le está destinada en nuestra sociedad, es un punto sobre el cual no ha habido la menor vacilación. Pocos hombres pueden prestar a la nación tan grandes servicios como usted cuando abandone mi casa, aunque espero que lo haga lo más tarde posible. —¿Y qué géneros de servicios? —pregunté—. ¿Imagina usted, acaso, que tengo un oficio, un arte o especial talento? Le aseguro que no; jamás he trabajado una hora ni he ganado un dólar en mi vida. Soy fuerte y sano, y podría ser, acaso, un obrero común, pero nada más. —Aun cuando ese fuera el más eficiente servicio que usted podría prestar a la nación, vería que esa ocupación es tan respetada como cualquier otra —respondió el doctor Leete—, pero puede hacer algo mejor. Sabe mucho más que todos nuestros historiadores sobre lo que concierne a la historia social de fines del siglo XIX, que es, para nosotros, uno de los períodos más interesantes de la humanidad; y cuando, con el tiempo, esté lo suficientemente familiarizado con nuestras instituciones, y quiera enseñarnos lo que concierne a las de su época, encontrará en seguida una cátedra de historia a su disposición en uno de nuestros colegios. —¡Magnífico! En verdad, magnífico —dije, muy aliviado por esta proposición que me quitaba un peso del alma—. Si verdaderamente sus conciudadanos se interesan tanto por el siglo XIX, creo que es una ocupación hecha a mi medida. No pensé que allí habría una manera de ganarse el pan, pero, ciertamente, creo que puedo desempeñar ésta que usted menciona sin tener alguna especial cualificación.

XVII

N

ada había exagerado Edith al describirme el mecanismo del depósito central. Literalmente, me quedé entusiasmado al ver allí un ejemplo vivo de la prodigiosa multiplicación de poderío que es fácil dar al trabajo por medio de una organización perfecta. Cualquiera hubiese dicho que aquello era un molino gigantesco en cuya tolva se precipitan constantemente mercancías llegadas por vapores y trenes, y que salen por el otro extremo transformadas en paquetes de a libra o de a kilo, por metros o por pulgadas, por galones o por litros; en una palabra, de acuerdo con las necesidades personales, infinitamente complejas, de medio millón de individuos. El doctor, por medio de las indicaciones que le di sobre el método de venta al detalle que se usaba en mi tiempo, formuló en cifras los asombros resultados que, desde punto de vista de la economía, proporcionaba el moderno sistema. 114

Al regresar, dije por el camino a mi acompañante: —Después de lo que he visto hoy, unido a lo que me ha dicho y a lo que aprendí gracias al tutelaje de la señorita Leete en el almacén de muestras, comienzo a formarme idea bastante clara de este sistema de distribución, y a comprender cómo les dispensa de la necesidad de un intermediario de circulación. Pero me gustaría mucho saber algo más sobre el sistema de producción. Me ha hablado usted en general de la leva y la organización de su ejército industrial; pero ¿quién dirige sus esfuerzos? ¿Cuál es la autoridad soberana que decide lo que se producirá en cada departamento especial, de modo que haya provisiones suficientes de cada artículo, y sin ninguna pérdida de trabajo? Me parece que para llenar funciones tan complejas y tan difíciles se necesitan excepcionales aptitudes. —¿Lo cree usted así? —respondió el doctor Leete—. Pues bien, le aseguro que nada hay más sencillo, tan sencillo que los funcionarios de Washington encargados de este trabajo son, de ordinario, gentes de inteligencia mediana, y cumplen, sin embargo, su cometido a satisfacción de todos. Es verdad que es muy grande la máquina que dirigen, pero es tan lógica en sus principios, su mecanismo tan directo y tan sencillo, que marcha, por decirlo así, por sí misma, y sólo un imbécil podría trastornarla; y usted convendrá en ello cuando haya oído algunas palabras de explicación. Ya que tiene una bastante buena idea del funcionamiento del sistema de distribución, déjeme llegar hasta el final. Incluso en su tiempo, la estadística podía indicar el número de metros de algodón, de terciopelo, de lana, la cantidad de barriles de harina, patatas, mantequilla, el número de pares de zapato, sombreros y paraguas que consumía anualmente la nación. Estando la industria en manos privadas, las estadísticas de la distribución de las mercancías no había forma de obtener estadísticas de rigurosa exactitud, pero eran bastante aproximadas. Pero hoy, que es anotado cada alfiler que sale del depósito central, las cifras del consumo general por semana, por mes o por año, registradas por las oficinas de la distribución y al final de ese período, son de una precisión absoluta. Sobre estas cifras, dejando un margen para las tendencias al aumento o a la disminución, y para las circunstancias accidentales que pueden influir sobre la demanda, están basadas las estimaciones, digamos, con un año de anticipación. Estas estimaciones, con un apropiado margen de seguridad, una vez aceptadas por la administración general, la responsabilidad del departamento distribuidor cesa hasta que le hayan sido entregadas las mercancías. Hablo de estimaciones para un año entero, pero, en realidad, semejantes previsiones no son aplicables más que a los grandes artículos de consumo cuyo despacho puede ser considerado como regular. En la mayoría de las pequeñas industrias, cuyos productos están sujetos a las rápidas fluctuaciones del gusto y de la moda, la producción se mantiene escasamente por delante del nivel de consumo, y el departamento distribuidor efectúa frecuentes evaluaciones, sobre la base de la demanda estatal semanal. »Ahora todo el campo de la industria productora y constructora está dividido en diez grandes departamentos, cada uno de ellos representando un grupo de industrias conexas, y cada industria en particular está a su vez representada por una oficina subalterna, que dispone de informes completos de la fábrica y mantiene bajo su con115


trol, el presente producto, y sabe los medios de aumentar su fabricación. Las estimaciones del departamento distribuidor, una vez adoptadas por la administración, son enviadas, en forma de encargo, a los diez grandes departamentos, que las reparten a las oficinas subalternas que representan las industrias particulares, y éstas ponen sus hombres a la obra. Cada oficina responde del trabajo que le está asignado, y esta responsabilidad está asegurada por la inspección departamental y administrativa. El departamento distribuidor no acepta el producto fabricado sino después de haberlo examinado, y si, entrado el objeto al consumo, se descubren en éste fallos ocultos, nuestro sistema nos permite hacer subir la responsabilidad hasta la primera fuente, hasta el obrero que ha faltado. La producción de los artículos necesarios al consumo general está lejos, por supuesto, de requerir los medios que puede dar toda la fuerza nacional de trabajadores. Cuando está terminada la repartición de los trabajadores entre las diversas industrias, la suma de trabajo que queda sin empleo es utilizada en la creación de capital fijo bajo la forma de edificios públicos, de máquinas, de obras de arte, etcétera.» —Pero —dije—, se me ocurre una objeción: con un sistema que no tiene empresas privadas, ¿qué garantía hay de que los artículos especiales, de los cuales no hay más que escasa demanda, limitada a una pequeña minoría, serán siempre fabricados? En cualquier momento puede un decreto oficial privar a esas pequeñas minorías de satisfacer algún placer en especial, sencillamente porque no son los de la mayoría. —Eso sería, en efecto, una tiranía —replicó el doctor Leete—, y puede estar seguro de que no sucede entre nosotros, que amamos la libertad tanto como la fraternidad y la igualdad. Cuanto más conozca nuestra organización, más verá que nuestros oficiales son de hecho, tanto como de nombre, los servidores de la nación. La administración no tiene facultades para parar la fabricación de un artículo cualquiera mientras continúe en demanda. Cuando disminuyen las ventas, y por consiguiente la producción se hace más costosa, se aumenta el precio, y esto es todo; pero mientras que el consumidor quiera pagar, continúa la fabricación. Suponga ahora que se pida un artículo que no se ha fabricado nunca antes. Si la administración duda de que la demanda sea seria, una petición popular que garantice cierta base de consumo le obliga a emprender la fabricación del artículo solicitado. Un gobierno o una mayoría que quisiera dictar al pueblo, o hasta a una minoría del pueblo, cómo debe comer, beber o vestirse —según creo que hacían en su tiempo ciertos gobiernos de América—, sería considerada como un curioso anacronismo. Es posible que ustedes tuvieran motivos para tolerar estas usurpaciones de la independencia personal, nosotros no las soportaríamos. Me alegra que haya mencionado este tema, pues me ha dado la oportunidad de demostrarle cuánto más directo y eficiente es el control sobre la producción ejercido de forma individual por el ciudadano, que la de su época, que creo hubiera sido llamada iniciativa capitalista, en la que la mayoría de los ciudadanos apenas podía tomar parte. —Me ha hablado de subir el precio de los artículos de producción costosa —dije—; pero, ¿cómo se pueden establecer precios en un país donde no hay competencia ni entre los compradores ni entre los vendedores? 116

—Absolutamente como en su época —replicó el doctor Leete. Y como lo mirase con incredulidad, añadió—: No será muy larga la explicación. En su época como en la nuestra la cantidad de trabajo necesaria para la producción formaba la base legítima de los precios de un artículo. La diferencia de los salarios era entonces lo que hacía variar los precios de los artículos; ahora es el número relativo de horas que constituye la jornada de trabajo en cada industria, puesto que el sostenimiento del obrero cuesta lo mismo en todas los casos. Si el oficio es duro o difícil, y para atraer al obrero se ha reducido la jornada de trabajo a cuatro horas solamente, eso equivale a decir que se le paga cada hora el doble de lo que gana el obrero que trabaja ocho horas. El resultado, en cuanto al precio de la mano de obra, por consiguiente, como ve es exactamente el mismo que si el obrero, trabajando cuatro horas, recibiera un salario dos veces mayor que el de los que trabajan ocho horas. Ese cálculo, aplicado a las diversas fases de la fabricación de un artículo complejo determina su precio total en relación con los demás artículos. A más de los gastos de producción y de transporte, el precio de ciertas mercancías puede modificarse algunas veces por otro factor: la rareza. En lo que concierne a los productos esenciales, indispensables para la vida, y que siempre se pueden procurar en abundancia, ese factor está eliminado. Existen siempre grandes reservas de esos productos que permiten corregir, sin esfuerzo, las fluctuaciones de la oferta y de la demanda, hasta en el caso de malas cosechas. Los artículos de gran consumo disminuyen de precio cada año, y es raro que suban. Sin embargo, hay clases de artículos cuya producción, ya de un modo temporal, ya permanente, es inferior a la demanda, como por ejemplo, el pescado fresco o los productos lácteos, y los de una manufactura refinada o de un material escaso. Todo lo que se puede hacer en ese caso es compensar los inconvenientes de la escasez: cuando ésta es pasajera, elevando los precios por cierto tiempo; cuando es permanente, fijando en definitiva los precios a un nivel superior. En su época el alto precio de un artículo sólo afectaba a los ricos, pero hoy, que las rentas son las mismas para todos, sólo afecta a aquellos para quienes el artículo es más deseable, que son los que lo compran. Por supuesto, la nación, como cualquier otro catéter de las necesidades públicas, con frecuencia se queda con pequeños lotes de productos cuando hay cambios en el gusto general, climas inapropiados de la estación u otro tipo de causas. Sabiendo, sin embargo, que el vasto cuerpo de consumidores a los cuales tales productos pueden ser simultáneamente ofrecidos, es muy raro que se presenten dificultades para librarse de ellos con pérdidas insignificantes. Y ahora que le he dado una idea general de nuestro sistema productor, así como la distribución, dígame si lo encuentra tan complicado como esperaba. Admití que, en efecto, encontraba el sistema muy sencillo. —No creo separarme de la verdad —continuó el doctor Leete— diciendo que todos los hombres que dirigían en su época una miríada de empresas privadas, obligados a estar en guardia, por una vigilancia incesante, contra las fluctuaciones del mercado, las maquinaciones de sus rivales, la insolvencia de sus deudores, tenían sobre sí una tarea mucho más complicada y difícil que el grupo de funcionarios que dirigen hoy en Washington los asuntos de la nación entera. Todo esto prueba sencillamente, querido amigo, que es más fácil hacer las cosas bien que mal. Más fácil le es a un 117


general que domina la llanura desde lo alto de un globo, conducir un millón de hombres a la victoria que a un sargento dirigir un pelotón en los matorrales. —El general de este ejército, que incluye la flor de los hombres de la nación, debe ser el más destacado del país y, en realidad, hasta más grande que el presidente de los Estados Unidos. —Es el presidente de los Estados Unidos en persona —respondió el doctor Leete—, o, más bien, la función más importante de la presidencia es la dirección del ejército industrial. —¿Cómo es elegido? —pregunté. —Ya le expliqué antes —respondió el doctor Leete—, cuando le hablé de la potencia del principio de emulación en todos los grados del ejército industrial, que la línea de promoción para los meritorios consistía en franquear tres grados preliminares al grado de oficial, y que de aquí se podía subir del grado de teniente al de capitán, o capataz, y superintendente, con rango de coronel. Luego, con algunos grados intermedios en algunos de los oficios más grandes, viene el general de la corporación, bajo cuya intervención inmediata se hacen todas las operaciones comerciales. Este oficial está al frente de la oficina nacional que representa tal o cual rama de negocios, y en los que asume toda la responsabilidad respecto de la administración. El general de su corporación tiene una espléndida posición y debe satisfacer la ambición de la mayoría de los hombres, pero por encima de su grado —que, para seguir las analogías militares, ya familiares para usted— puede ser comparado al de general de división, o general en jefe, tenemos aún a los jefes de los diez departamentos o grupos de oficios conexos, que corresponden a los comandantes de ejército, o tenientes generales, y reciben cada cual las informaciones de diez a veinte generales de corporaciones diferentes. Por fin, por encima de estos diez oficiales, que forman su consejo, hay un general en jefe, que no es otro que el presidente de los Estados Unidos. »Es preciso que el general en jefe del ejército industrial haya pasado por todos los grados inferiores, incluso el de obrero común. Veamos de qué modo asciende. Como ya le he dicho, únicamente gracias a la excelencia de sus notas es como un trabajador franquea los tres grados de simple soldado para ser candidato al puesto de teniente, y de aquí hasta los de coronel, superintendente. El general de la corporación concede los grados inferiores al suyo, pero él no es nombrado, sino elegido por sufragio.» —¡Por sufragio! —exclamé—. Pero si es lo que echa por tierra la disciplina de las corporaciones, o tienta a los candidatos a intrigar para obtener los votos de los obreros colocados bajo sus órdenes. —Sería así, sin duda —respondió el doctor Leete—, si los obreros fueran electores, o tuvieran la menor influencia en la elección. Pero no tienen ninguna. He aquí una de las peculiaridades de nuestro sistema. El general de corporación es elegido entre los superintendentes por el voto de los miembros honorarios de la corporación, es 118

decir, de aquellos que han cumplido su tiempo de servicio y tomado su retiro. Como usted sabe, a partir de la edad de cuarenta y cinco años quedamos libres de nuestro servicio en el ejército industrial, y podemos emplear el resto de la vida a nuestro propia mejora o diversión. Naturalmente, las relaciones contraídas durante nuestra vida activa mantiene un fuerte encanto sobre todos. Los camaradas de nuestra juventud siguen siendo los camaradas de nuestra edad madura. Continuamos siendo miembros honorarios de nuestras corporaciones, y seguimos, con el interés más vivo y más cariñoso, sus éxitos y su reputación en las manos de la nuevas generaciones. En los clubs, mantenidos por los miembros honorarios de las distintas corporaciones, en los cuales realizamos nuestras reuniones sociales, aunque no hay tópicos de conversación, ésta gira constantemente alrededor de estos asuntos, y los jóvenes aspirantes a la presidencia de la corporación, que pasan por el tamiz de la crítica de sus viejos compañeros, están muy bien preparados. Reconocido este hecho, la nación confía a los miembros honorarios de cada corporación la elección de su general, y me atrevo a afirmar que ninguna sociedad del pasado pudo formar un cuerpo electoral tan perfectamente adaptado a su empleo por la absoluta imparcialidad, el conocimiento de las calificaciones especiales y de los expedientes de los candidatos, el cuidado por el bien general y la completa ausencia de intereses particulares. »Cada uno de los diez tenientes generales o jefes de departamento, es elegido, a su vez, entre los generales de las corporaciones agrupadas en departamentos, por el sufragio de los miembros honorarios del grupo. Hay, naturalmente, tendencia de parte de cada corporación a votar por su propio general, pero ninguna corporación ni ningún grupo tiene votos suficientes para hacer triunfar a un candidato que no fuera mantenido por la mayoría de las demás. Le aseguro que estas elecciones son siempre muy animadas.»

—El presidente se elige, supongo, entre los diez jefes de los grandes departamentos —sugerí. —Así es precisamente, pero, para ser elegible es necesario que esos jefes hayan estado antes un cierto número de años fuera de su despacho. Es raro que un hombre haya pasado por toda la escala jerárquica, hasta la presidencia de un departamento, antes de los cuarenta años, y al expirar el período de sus funciones, que duran cinco años, tendrá por consiguiente, cuarenta y cinco. Si tiene más, no por eso deja de terminar su período, si tiene menos se le licencia del ejército industrial en cuanto termina su servicio de general. No sería propio que volviera a entrar en filas. Se supone que ha de emplear el intervalo que ha de transcurrir hasta su candidatura presidencial en identificarse bien con la nación entera, en estudiar la condición del conjunto del ejército más bien que el grupo especial de corporaciones del cual antes era jefe. Se elige el presidente entre todos los antiguos jefes de departamento disponibles entonces, por sufragio de todos los ciudadanos que ya no forman parte del ejército industrial. 119


—Así pues, ¿el ejército no tiene derecho a elegir al presidente? —Ciertamente no; eso sería peligroso para la disciplina, ya que el presidente es el encargado de mantenerle en su calidad de delegado de la nación. Su interés mayor para este propósito es la inspección, un departamento muy importante para nuestro sistema; a la inspección llegan todas quejas o informes sobre los defectos en las mercancías, insolencias o ineficacia de los oficiales, o negligencias de cualquier tipo en el servicio público. La inspección, sin embargo, no espera las quejas. No sólo atiende denuncias para revisar y filtrar cada rumor sobre fallos en el servicio, sino que se ocupa de la sistemática y constante vigilancia e inspección de cada rama del ejército, para encontrar lo que funciona mal antes de que otro lo haga. Por lo general, el presidente frisa en los cincuenta años en el momento de su elección, y cumple sus funciones durante cinco años, estableciendo una honorable excepción a la regla del retiro a los cuarenta y cinco. Al fin de este término, se reúne un Congreso nacional para oír su informe, que acepta o rechaza. Si es aprobado, el Congreso suele elegirle para representar a la nación durante cinco años en el consejo internacional. Olvidaba decir que el Congreso oye igualmente los informes de los jefes de departamento salientes, y la menor censura les hace inelegibles para la presidencia. Es raro, por lo demás, que la nación tenga que expresar otros sentimientos que los de la gratitud hacia sus altos magistrados. En cuanto a su capacidad, el hecho de haber salido de las filas y de ser elevados, por pruebas tan variadas y tan difíciles, a su actual posición, es una prueba irrecusable de cualidades excepcionales. En cuanto a su probidad, ¿cómo dudar de ella en un sistema que no deja subsistir otra palanca moral que la ambición de merecer la estima de sus conciudadanos? No es posible la corrupción en una sociedad que no tiene pobres que corromper ni ricos para corromper, mientras que la demagogia o la intriga para la obtención de los puestos, nuestro sistema de promoción la hace absolutamente impracticable. —Hay un punto que no comprendo —dije—. ¿Son elegibles para la presidencia los miembros de las carreras liberales? Y si es así, ¿cómo son clasificados jerárquicamente con relación a los que se consagran a la industria propiamente dicha? —No son clasificados con ellos —contestó el doctor—. Los miembros de las profesiones técnicas, como ingenieros y arquitectos, están calificados con las corporaciones de constructores;, pero los miembros de profesiones liberales, como médicos y maestros, así como los artistas y los hombres de letras que obtienen dispensas de servicio, no forman ya parte del ejército. Los de este grupo son electores, pero no son elegibles para la presidencia. Siendo una de las principales funciones del presidente el mantenimiento de la disciplina industrial, es esencial que él haya pasado por todos los grados para comprender los deberes de su cargo. —Eso es razonable —dije—, pero si, de un lado, los médicos y los profesores están muy poco versados en las cuestiones industriales para ser elevados a la presidencia, supongo que a su vez el presidente no tiene suficiente competencia en las cuestiones médicas y pedagógicas para vigilar estos departamentos. 120

—Y no lo hace —fue la respuesta—. Excepto en la responsabilidad general del presidente para la observancia de las leyes en todas las clases, no tiene nada que ver en las facultades de educación y de medicina, que son controladas por consejos de regentes especiales, de los cuales no es aquél más que presidente honorario, con voto preponderante en caso de empate. Estos regentes, que, naturalmente, son responsables ante el Congreso, son elegidos entre los miembros honorarios de las corporaciones de educación y la medicina, es decir, entre los profesores y los médicos retirados de todo el país. —¿Sabe usted —dije— que ese método de elección por el voto de los miembros retirados de corporaciones, no es otra cosa que la aplicación a escala nacional del sistema de dirección por ex alumnos, del cual nos servíamos a veces en nuestros establecimientos de enseñanza superior? —¡De veras! —exclamó el doctor Leete con animación—. Esto es absolutamente nuevo para mí, y supongo que lo mismo ocurriría con la mayor parte de mis contemporáneos, que también esta­rían muy interesados. Ha habido grandes controversias sobre el origen de ese sistema, y por esta vez, habíamos creído que algo nuevo existía bajo el sol. ¡Bien, bien! ¡Y nos habían precedido sus establecimientos de enseñanza superior! He aquí una cosa interesante. Es preciso que me dé algunos detalles respecto a ese asunto. —En verdad, no podré añadir gran cosa de lo que ya he dicho —respondí—. Si nosotros tuvimos el germen de esa idea, nunca fue más que un germen.

XVIII

A

quella noche, después que se hubieron retirado las damas, me quedé con el doctor Leete hablando del efecto del plan que exceptuaba a los hombres del servicio a la edad de cuarenta y cinco años, un punto traído a colación por su relato de la parte que jugaban los ciudadanos retirados en el gobierno. —A los cuarenta y cinco —dije—, un hombre tiene todavía por delante diez buenos años de trabajo manual y veinte de trabajo intelectual. Ser retirado a esa edad, para una naturaleza enérgica, me parece que es más bien una pena que un favor. El doctor Leete se exaltó al oír esto. —Mi querido señor West —exclamó, lanzándose sobre mí—, no puede imaginar lo que sus ideas del siglo XIX tienen de gracioso y de extraño para nosotros. Sepa, oh hijo de otra especie y, sin embargo, de la misma, que el trabajo que cada individuo debe a la nación para asegurarse una confortable existencia material, no es de ningún 121


modo considerado como el empleo más interesante, el más importante ni el más digno de nuestras facultades. Es una obligación necesaria que hay que realizar antes de poder entregarnos a ocupaciones de un orden superior, a los goces intelectuales y espirituales, y cuya persecución es el premio de la vida. Sin duda que se ha hecho todo lo posible, por medio de una equitativa repartición de las tareas y estímulos de todo género, para aligerar esta carga molesta, y, excepto en un sentido comparativo, no es por lo general molesta, y con frecuencia también es inspiradora. Pero lo cierto es que ese trabajo obligatorio no es nuestra verdadera función, sino actividades más elevadas y amplias, y lo realizamos para quedar libres de entrar en lo que consideramos el principal fin de la existencia. »No quiero decir, por supuesto, que todos, ni siquiera que la mayoría de los hombres tengan esos gustos artísticos, científicos y literarios, o intereses eruditos que hacen del ocio la única cosa valiosa a sus poseedores. Muchas gentes emplean la última y más hermosa mitad de su vida en recreos de toda especie: en viajes, en distracciones sociales en compañía de sus amigos de toda la vida; un tiempo para el cultivo de todas las formas de idiosincrasias personales y gustos especiales, y la persecución de toda imaginable forma de diversión; en una palabra, un tiempo para la apreciación gozosa e imperturbable de todos los bienes de este mundo, que ellos han contribuido a crear. Pero cualquiera que sea la divergencia de nuestros gustos individuales, incluso en la utilización de nuestros placeres, hay un punto sobre el cual estamos todos de acuerdo: es considerar la fecha de nuestro retiro como el momento en que deberemos entrar en todo el gozo de nuestro nacimiento, el período en el cual por vez primera hemos obtenido realmente nuestra mayoría y nos hemos librado de la disciplina y el control, con la recompensa de nuestras vidas invertida en nosotros mismos. Cómo los jóvenes en su época esperaban con impaciencia los veintiuno, así los hombres de hoy en día esperan los cuarenta y cinco años. A los veintiún años se llega a ser hombre, pero a los cuarenta y cinco se renace a una nueva juventud. La edad media y lo que se llamaba vejez, nos parecen los períodos más envidiables de la vida. Gracias a las mejores condiciones de la existencia humana, y, sobre todo, gracias a nuestra existencia, libre de toda preocupación material, la vejez llega más tarde y su aspecto es más benigna que en tiempos pasados. Personas de mediana constitución viven comúnmente hasta ochenta y cinco o noventa años, y a los cuarenta y cinco somos más jóvenes, física y mentalmente, creo, que lo eran ustedes a los treinta y cinco años. ¿No es extraño que en el momento en que nosotros entramos en el período más agradable de la vida, ustedes pensaran ya en la vejez y vivieran de recuerdos? No se amaba más que la mañana; nosotros preferimos la tarde, que es la mitad brillante de la vida.» Después de este diálogo, recuerdo que la conversación tomó otro sesgo y recayó sobre el tema de las diversiones populares presentes comparadas con las del siglo XIX. —En un sentido —dijo el doctor Leete—, la diferencia es sensible. Nosotros no tenemos nada que se corresponda al deportista profesional, que era uno de los más curiosos aspectos de su época, no tenemos nada con que satisfacer a tales deportistas, ni premios para que nuestros atletas compitan por dinero, como ustedes. Entre 122

nosotros todo se hace por la gloria. La generosa rivalidad que existe entre las diferentes corporaciones, el leal cariño de cada obrero a la suya, sostienen una emulación constante para toda suerte de juegos y de competiciones, náuticas o terrestres, en los que los miembros honorarios —que ya han servido a su tiempo— se interesan tanto como los jóvenes. La semana próxima se verificarán las regatas de Marblehead, y podrá juzgar por usted mismo el entusiasmo popular que provocan. El famoso panem et circenses de los romanos nos parece hoy bastante razonable. Si el pan es la primera necesidad de la vida, el recreo es la segunda, y la nación debe proveer a la una como a la otra. Los norteamericanos del siglo XIX tenían la desgracia de carecer de una adecuada provisión, tanto para una necesidad como para la otra. Incluso cuando la gente de ese período hubiera gozado de un largo tiempo de ocio, creo que con frecuencia no sabían cómo pasarlo agradablemente. Nosotros nunca hemos estado en esa situación.

XIX

D

urante el curso de uno de mis higiénicos paseos matinales visité Charleston. Entre los numerosos cambios que habían transformado en un siglo la fisionomía de este barrio, demasiado numerosos para tratar de indicarlos, noté particularmente la desaparición de la antigua prisión del estado. Durante el desayuno di parte de mi descubrimiento al doctor Leete. —¡Ah, sí! Ese edificio desapareció antes de mi tiempo —dijo—, pero recuerdo haber oído hablar de él. Actualmente no tenemos prisión; todos los casos de atavismo son tratados en los hospitales. —¿De atavismo? —exclamé con asombro. —Sí —respondió el doctor Leete—; hace cincuenta años o más que se abandonó la idea de un sistema represivo respecto a esos infortunados. —No lo comprendo bien —dije—. En mi tiempo la palabra atavismo se aplicaba a ciertas naturalezas en las cuales se veía reaparecer de forma notable algún rasgo de un remoto antepasado. ¿Tengo que entender que el crimen es hoy considerado como la recurrencia de un rasgo ancestral? —¡Qué quiere usted! —dijo el doctor con una sonrisa semi graciosa, semi disculpadora—. Puesto que plantea la cuestión de forma tan explícita, me veo obligado a confesar que es precisamente así.

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Después de todo lo que ya sabía de los contrastes morales y sociales que existían entre los siglos XIX y XX, habría sido ridículo de mi parte mostrar la menor susceptibilidad al tema, y probablemente si el doctor Leete no hubiera hablado con ese aire apologético, y la turbación manifestada por su mujer y su hija, no habría enrojecido, como conscientemente lo hice. —Nunca he estado muy orgulloso de mi generación antes —dije—, pero, francamente... —Su generación es ésta, señor West —interrumpió Edith—. Es aquella en la cual vivimos, sabe, y nosotros sólo la llamamos nuestra porque vivimos ahora. —Gracias, señorita. Trataré de pensar así. —Y la expresión de su mirada, que encontró la mía, hizo desaparecer todas las señales de mi emoción—. Después de todo —añadí riendo—, he sido educado en la fe calvinista, y no debería asombrarme de oír hablar del crimen como de un rasgo de atavismo. —En verdad —dijo el doctor Leete—, el uso de esta palabra no refleja en absoluto a su generación, sino que —si mi hija me dispensa— aunque podamos llamarla «su época», esto no implica que nosotros pensemos que, aparte de nuestras circunstancias, la nuestra es mejor que la suya. En su época, las diecinueve vigésimas de los delitos, y comprendo en esta palabra las infracciones de todo género, eran el resultado de la desigualdad de las posesiones individuales. El pobre era tentado por la miseria, el rico por el placer de aumentar su ganancia o de conservar sus ganancias anteriores, todos tentados por la prosperidad. Directa o indirectamente, la sed de dinero —y el dinero significaba entonces todos los goces posibles— constituía el móvil único de todos los crímenes, la raíz de una vegetación emponzoñada, a la que sus leyes, su justicia y su policía, con gran trabajo podían impedir que ahogara a la sociedad entera. El día en que la nación llegó a ser el único depositario de la fortuna pública, y que, evitando la acumulación de las riquezas, abolimos la miseria y garantizamos a todos el bienestar, ese día cortamos esta raíz, y el árbol venenoso que cubría la sociedad con su sombra se secó, como la calabaza de Jonás, en un día. En cuanto el número comparativo, relativamente mínimo, de crímenes violentos contra las personas, que no tienen el lucro por móvil, atentados que, aun en su época, apenas eran perpetrados más que por las naturalezas ignorantes y brutales, casi son desconocidos en estos días, en el que la educación y las buenas maneras no son ya monopolio de algunos, sino que pertenecen a todos. Ahora comprenderá por qué nos servimos de la palabra «atavismo» cuando nos referimos al crimen. Y es porque no existiendo ninguna de las razones que motivaban los crímenes, cuando se presenta un caso aislado no podemos reconocer en él más que el retoño retrasado y monstruoso de un rasgo ancestral. Ustedes llamaban cleptómanos a los que robaban sin motivo racional, y, aun siendo claro el caso, encontrarán absurdo tratar a estos maniacos como a ladrones. Su actitud respecto a los verdaderos cleptómanos era precisamente la que nosotros adoptamos respecto a las víctimas del atavismo, una actitud de compasión y firme pero gentil reserva. 124

—No deben tener mucho que hacer los tribunales —observé—. Sin hablar de la carencia de propiedad privada, nada de disputas comerciales entre particulares, nada de herencias que repartir, ni de deudas que cobrar: no creo que, en estas condiciones, pueda haber el menor proceso civil; y, como no hay ya atentados contra la propiedad y hay muy pocos atentados contra las personas, me parece que se puede pasar casi absolutamente sin jueces ni abogados. —Nos arreglamos sin abogados, eso es cierto —respondió el doctor Leete—. Nos parecería poco razonable, en un caso en que el único interés de la nación es descubrir la verdad, pedir el concurso de personas que tienen un interés profesional en ocultarla o en disfrazarla. —Pero, ¿quién defiende a los acusados? —Si se trata de un criminal, no hay necesidad de defensor, porque la mayoría de las veces confiesa su crimen —respondió el doctor Leete—. El interrogatorio del acusado no es, como en su época, una simple formalidad. Es generalmente el fin del proceso. —¿Quiere usted decir que el hombre que no confiesa es absuelto? —No, no quiero decir eso. Nadie es acusado a la ligera, y si el acusado niega, no por eso deja de seguir su curso el proceso. Pero, lo repito, los procesos son raros, porque, en la mayoría de los casos, el culpable confiesa. Si niega y es probada claramente su culpabilidad, la penalidad es doble. La falsedad es tenida en tal desprecio entre nosotros, que los mismos criminales vacilan en acudir a ella para salvarse. —Esta es, ciertamente, la noticia más asombrosa que me ha dado hasta ahora —exclamé—. Si la mentira ha caído en decadencia, estamos verdaderamente ante «los nuevos cielos y la nueva tierra donde mora la justicia» que pronosticó el profeta. —Eso es lo que creen actualmente algunas personas —fue la respuesta del doctor—. Sostienen, en efecto, que hemos entrado en la era del millenium, y desde su punto de vista la teoría no deja de ser plausible. Pero, en cuanto a su asombro de que la mentira haya desaparecido, la realidad es que no había lugar para ella. Aun en su época, la falsedad apenas era admitida entre damas y caballeros, entre iguales. La mentira del miedo era el refugio de la cobardía, y la mentira del fraude la artimaña del timador. Las desigualdades humanas y el deseo de adquisición ofrecían un constante premio a la mentira. Incluso entonces, el hombre que no temía ni deseaba ser defraudado despreciaba la falsedad. Como ahora somos todos socialmente iguales, y ningún hombre tiene nada que temer de otro o ganar algo por engañarle, el desdén por la falsedad es tan universal que pocas veces, como le he dicho, incluso un criminal en otros aspectos encontrará deseable mentir. Cuando, sin embargo, hay un informe de no culpabilidad, el juez a designa dos de sus colegas para examinar y estudiar ambos aspectos de la cuestión. Cuánto difieren estos hombres de los abogados y los acusa125


dores a sueldo de su época, decididos de antemano a condenar o absolver, se puede juzgar por el hecho de que, mientras ambos no estén de acuerdo sobre la justicia del veredicto, la causa queda aplazada, y el menor equívoco en el tono de alguno de los jueces sería un escándalo inaudito. —¿Debo entender que es un juez el que decide? —Ciertamente; los jueces, a su turno, se ponen en la barra o en el asiento del juez, y se espera que obren con igual severidad ya estén presentando o decidiendo el caso. El sistema consiste en hacer que un tribunal de tres jueces estudien el caso desde tres puntos de vista diferentes. Cuando están de acuerdo sobre un veredicto, suponemos que se está tan cerca de la verdad como humanamente es posible. —¿Se ha, pues, abandonado el sistema del jurado? —Podía ser útil como instrumento de represión en el tiempo de abogados a sueldo, con un tribunal venal algunas veces y colocado en condiciones de investidura que comprometían a menudo su independencia, pero es inútil hoy. No se concibe que nuestros jueces obedezcan a otro móvil que al de la justicia. —¿Cómo son elegidos estos magistrados? —Son una honorable excepción a la regla que licencia a todos los hombres del servicio a la edad de cuarenta y cinco años. El presidente de la nación nombra actualmente los jueces entre los que han cumplido esta edad. Su número, por supuesto, es muy limitado, y el honor es tan grande que compensa con exceso esta prolongación del servicio, y aunque se puede declinar este honor, esto se hace raramente. Los jueces son nombrados por un período de cinco años, y no reelegibles. Los miembros de la Corte Suprema, que es la custodia de la Constitución, son escogidos entre los jueces de grados inferiores, cuyas funciones expiran ese mismo año, quienes designan, como último acto de oficial, a aquel de sus colegas en funciones a quien juzgan más digno de ese puesto. —Como no existe carrera judicial que pueda servir de práctica a la magistratura — dije—, ¿los jueces van directamente de la escuela de derecho al tribunal? —Nosotros no tenemos escuela de derecho —replicó el doctor, sonriendo—. La legislación, como ciencia especial, está obsoleta. Era un sistema de casuística con la elaborada artificiosidad del viejo orden de la sociedad requerido para interpretarlo, pero sólo unas pocas de las máximas legales más planas y sencillas tienen algún tipo de aplicación al existente estado del mundo. Todo lo que concierne a las relaciones de los hombres entre sí, es infinitamente menos complicado ahora que en su época. Nosotros no tendríamos ocupación para aquellos quisquillosos expertos que presidían y argumentaban en los tribunales. No suponga, sin embargo, que despreciemos a aquellas ilustres figuras del pasado, porque ya no las utilicemos. Al contrario, sentimos el mayor respeto, mezclado casi con terror, por aquellos hombres que eran los 126

únicos que llegaban a comprender y desenmarañar la interminable complejidad de los derechos de propiedad, y las relaciones comerciales y personales que comprendía aquel sistema. Nada, verdaderamente, puede dar una idea más sorprendente de la complejidad y artificiosidad de ese sistema que era necesario pasa apartar de otros objetivos a la crema intelectual de cada generación, a fin de proveer al reclutamiento de un cuerpo de sabios, capaces de hacer que las leyes fueran vagamente inteligibles a aquéllos cuya suerte dependía de ellas. Los tratados de aquellos grandes legistas, las obras de Blacktone y Chitty, de Story y Parsons, descansan tranquilamente en nuestros museos al lado de las obras de Duns Escoto y de sus camaradas escolásticos, como otros tantos curiosos monumentos de una rara sutileza intelectual, consagrada a asuntos igualmente remotos que ya no interesan al mundo moderno. Nuestros jueces son tan sólo hombres de edad madura, simples, ampliamente informados, juiciosos y discretos. »No me olvidaré de hablarle de una de las funciones importantes de los jueces inferiores —añadió el doctor Leete—; consiste en juzgar todas las quejas de falta de equidad presentadas por simples soldados del ejército industrial contra un oficial superior. Todas estas cuestiones son oídas y resueltas, sin apelación, por un solo juez, sólo se requieren tres jueces para los casos graves. La eficacia de la industria requiere la estricta disciplina del ejercito industrial, pero el derecho del obrero a ser tratado con justicia y consideración, está garantizado por el poder conjunto de la nación. El oficial manda y el soldado obedece, pero ningún oficial es tan elevado como para comportarse con altanería con un obrero, aunque sea de la clase baja. De todos los actos de grosería o brutalidad —entre los delitos menores— realizados por un oficial cualquiera en sus relaciones con el público, ninguno sufrirá más pronto castigo que este último. No sólo la justicia, sino también la educación en todo tipo de circunstancias, es impuesta por nuestros jueces. Sea cual fuere la importancia de un servicio, éste no puede excusar los procedimientos groseros o mortificantes.» Mientras el doctor Leete hablaba, advertí que en toda su explicación yo había oído hablar demasiado de la nación y nada de los gobiernos de los estados. Y le pregunté si la organización de la nación como unidad industrial había terminado con los estados. —Forzosamente —respondió el doctor—. Los estados ha­brían querido inmiscuirse en el control y la disciplina del ejército industrial que, por supuesto, exige una dirección central y uniforme. Por otra parte, la prodigiosa simplificación de la obra gubernamental, aunque los gobiernos estatales no se hubieran hecho inconvenientes por otras razones, hacía superfluas estas viejas ruedas. La misión casi exclusiva de la administración ahora es dirigir las industrias del país; no existen ya la mayor parte de las atribuciones anteriores de los gobiernos. Ya no tenemos organización militar, ni ejército, ni marina. No tenemos departamentos de Estado o tesoro público, impuestos de consumo o fuentes de ingresos, contribuciones o recaudadores de contribuciones. La única función propia del gobierno, como usted bien sabe, que aún permanece, es la judiciaria y el sistema policial. Y ya le he explicado cuán simple es ahora nuestro sistema judicial comparado con la enorme y compleja máquina que 127


era entonces. Por supuesto, la misma ausencia de crímenes y tentaciones hace que las obligaciones de los jueces sean tan livianas y reduce las de la policía a un mínimo.

XX

—Pero sin legislatura de Estado, con un Congreso que sólo se reúne cada cinco años, ¿cómo se realiza la legislación? —No tenemos —respondió el doctor Leete—, o, al menos, es casi nula. Es raro que el Congreso, cuando se reúne, tenga que examinar leyes de alguna importancia, e incluso entonces su poder se limita a recomendarlas al Congreso siguiente, a fin de que no se haga deprisa ningún cambio. Por lo demás, si reflexiona un momento, señor West, verá que nosotros casi no tenemos qué legislar. Los principios fundamentales que rigen nuestra sociedad han hecho desaparecer, de una vez por todas, las malas inteligencias que, en su época, exigían la intervención constante del legislador. »El 99 % de las leyes de entonces concernían a la definición y a la protección de la propiedad particular, así como a las relaciones entre vendedores y compradores. No tenemos ya propiedad privada, más allá de pertenencias personales, ni compras, ni ventas, y, por consiguiente, ha desaparecido la razón de ser de toda la legislación de otro tiempo. Entonces la sociedad era una pirámide colocada sobre su vértice: todas las leyes naturales de la gravitación humana ten­dían constantemente a derribarla; el equilibrio, o, por mejor decir, el desequilibrio (si me perdona este débil victimismo), no podía ser mantenido sino por un complicado sistema de puntales, sin cesar renovados, en forma de medidas legislativas. Un Congreso central y cuarenta legislaturas de Estado, que producían unas veinte mil leyes por año, bastaban apenas para hacer nuevas proposiciones con la suficiente rapidez como para reemplazar las que eran constantemente derribadas o se habían hecho ineficaces por algún desplazamiento de sentido. Ahora la sociedad descansa sobre su base, y tiene tan poca necesidad de sostén artificial como las montañas eternas.» —Pero, además de la autoridad central, hay al menos gobiernos municipales. —Ciertamente, y poseen funciones amplias e importantes, que consisten en proveer al confort y el recreo públicos, al embellecimiento de los pueblos y las ciudades. —Pero si no ejercen ningún control sobre el trabajo de la comunidad, y no tienen medios para contratar, ¿cómo pueden desarrollar su labor? —Cada pueblo o ciudad tiene el derecho de retener, para las obras de interés público, cierta parte alícuota del trabajo con que sus ciudadanos contribuyen a la nación. Esta parte, que se asigna en crédito, puede emplearse de la forma que se desee.

A

quella misma tarde, Edith me preguntó si por casualidad no había vuelto a la cámara subterránea donde me habían encontrado.

—Todavía no —contesté—. Si he de hablar con franqueza, creo que he evitado hacer una visita que podía hacer revivir los antiguos recuerdos y las emociones demasiado fuertes para mi equilibrio mental. —Oh, sí —me respondió—. Creo que ha hecho bien en mantenerse apartado. Debí haber pensado en las consecuencias. —No, me agrada que me haya hablado de ello. El peligro, si peligro había, no ha existido verdaderamente más que uno o dos días. Gracias a usted, a usted sobre todo y para siempre, ando ahora con paso tan firme, tan seguro por este nuevo mundo, que si quisiera acompañarme a la cámara, para alejar a los fantasmas, estaría dispuesto a volver esta tarde. Edith vaciló un instante; luego, al ver que yo no bromeaba, aceptó mi proposición. Desde la casa se veía, por entre los árboles, el terraplén de tierra producido por las excavaciones, y algunos pasos más nos llevaron al lugar. Todo había quedado en el mismo estado en que la obra se interrumpió por el descubrimiento del morador de la cámara, salvo que la puerta había sido abierta y la losa del techo reemplazada. Bajamos por las declives laterales de la excavación, cruzamos la puerta y nos encontramos dentro de la cámara débilmente iluminada. En el interior nada había cambiado desde aquella noche de hace ciento trece años, justo antes de que cerrara los ojos para hundirme en aquel largo sueño. Permanecí en silencio durante algunos minutos, mirando alrededor de mí. Noté que Edith me miraba a hurtadillas, con una expresión de temor y curiosa simpatía. Le tendí la mano, en la que ella puso la suya; su dulce presión respondió a la mía como para tranquilizarme. Al fin, murmuró: —¿No sería mejor que nos fuéramos? No creo conveniente que lleve esto más lejos! ¡Qué extraño debe parecerle todo! —Al contrario —contesté—, no me parece extraño; y esto es lo más extraño de todo. —¿No le parece extraño? —Edith se hizo eco de mis palabras. —De ningún modo —respondí—; las emociones de las que usted me cree evidentemente preso, y que yo mismo esperaba al volver a ver estos lugares, sencillamente no

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las siento. Me doy cuenta de todo lo que sugieren las cosas que me rodean, pero sin el trastorno que esperaba. Nadie puede estar tan sorprendido de esto como yo mismo. Desde aquella terrible mañana en que usted vino en mi socorro, he evitado pensar en mi vida de otro tiempo, de la misma manera que he evitado venir aquí, ante el temor de provocar efectos violentos. Soy para todo el mundo como un hombre que ha condenado a la inmovilidad un miembro herido, temiendo una sensibilidad extrema, y que, al tratar al fin de servirse de él, nota que está paralizado. —¿Quiere usted decir que ha perdido la memoria? —Nada de eso. Recuerdo todo lo relacionado con mi vida anterior, pero con una ausencia total de sensaciones agudas. Todo está presente en mi memoria, con perfecta claridad, como si sólo hubiera pasado un día desde entonces, pero mis sensaciones sobre lo que recuerdo son tan débiles como si sobre mi conciencia, como así ha sido, hubiera pasado un siglo, lo mismo que sobre mi cabeza. Quizá sea posible explicar esto. El efecto del cambio en el entorno es tal, que el lapso de tiempo pasado parece muy remoto. Cuando me desperté por primera vez de mi letargo, me parecía que mi vida de otro tiempo era de ayer, pero desde que me he familiarizado con todo cuando me rodea, y desde que empiezo a ver realmente los cambios prodigiosos que han transformado el mundo, ya no tropiezo con ninguna dificultad por comprender que he estado durmiendo durante un siglo. ¿Puede usted imaginar lo que significa vivir cien años en el espacio de cuatro días? En realidad, me parece que acabo de pasar por eso, y que es esta experiencia lo que provoca que mi vida de otra época tome un aspecto lejano y casi irreal. ¿Cree usted que esta pueda ser la causa? —Creo que sí —respondió Edith, pensativa—, y encuentro que todos deberíamos agradecer a Dios de que así sea, porque esto ahorrará bastantes sufrimientos, de eso estoy segura. —Imagínese —dije, en un esfuerzo por explicar, más a mi mismo que a ella, la extrañeza de mi condición mental—, que una persona oiga hablar de la muerte de uno de sus amigos muchos, muchos años, quizás el espacio de medio siglo, después del acontecimiento. Me figuro que sus sentimientos serían como los que hoy experimento. Cuando pienso en mis amigos de otro tiempo, en la pena que he debido causarles, es más bien con una melancolía razonada que con verdadera angustia; diríase que es una pena enterrada ya desde hace mucho, mucho tiempo. —Todavía no nos ha hablado de sus amigos —dijo Edith—. ¿Había muchos que pudieran llorarle?

No sé qué eco de la profunda simpatía que me atestiguaba aquella encantadora niña, tocó una fibra de mi corazón embotado. Mis ojos, secos hasta entonces, se inundaron de lágrimas, y cuando me serené un poco, vi que también ella había llorado. —¡Bendiga Dios su corazón compasivo! —le dije—. ¿Quiere ver su retrato? Durante toda la duración de mi largo sueño, había quedado sobre mi pecho, suspendido de una cadenita de oro, un medallón que encerraba el retrato de Edith: lo abrí y se lo entregué a mi compañera. Ella lo cogió apresuradamente, miró largo rato los rasgos de aquel rostro encantador, y después lo rozó con sus labios. —Sé que era buena, encantadora, digna, en una palabra, de sus lágrimas de ahora —dijo—, pero no olvide que su corazón ha dejado de sufrir hace ya mucho tiempo, y que está en los cielos desde hace casi un siglo. Esto era verdad; por viva que hubiera podido ser su pena, ¡hacía ya casi un siglo que había cesado de llorar! Calmado mi repentino acceso de dolor, mis lágrimas se secaron. La había amado tiernamente en mi vida de otro tiempo, ¡pero de esto hacía cien años! Por esta confesión, ¿se me acusará, acaso, de falta de sensibilidad? Creo que nadie ha podido atravesar una experiencia en algo semejante a la mía para tener el derecho de juzgarme. En el momento de abandonar la cámara, mis ojos se detuvieron en la gran caja de caudales que seguía en un rincón. Se la señalé a Edith, y le dije: —Esta era mi cámara de seguridad y mi dormitorio al mismo tiempo. Ahí, en esa caja, están encerrados muchos millares de dólares en oro y no sé cuántos títulos de valores. Aunque en la época en que me dormí hubiera podido adivinar la duración de mi sueño, habría, sin embargo, creído que el oro seguiría siendo una provisión asegurada para mis necesidades en cualquier país y en cualquier siglo por venir. Habría rechazado como una estupenda fantasía la idea de que pudiera llegar un tiempo en que ese oro perdiese su valor venal. ¡Sin embargo, me he despertado aquí, en medio de un pueblo donde con una carretada de oro no se compraría ni una rebanada de pan! Como era de esperar, no conseguí hacer comprender a Edith lo notable de este hecho. —¿Pero, por qué se habría de obtener pan por oro? —dijo sencillamente, con una ingenuidad asombrosa.

—Gracias a Dios, tenía pocos parientes, no más próximos que primos —respondí—. Pero había una, no una pariente, que me era más cara que todos los de mi sangre. Se llamaba como usted. Se hubiera convertido en mi esposa pronto. ¡Ay de mí! —¡Oh! —suspiró Edith junto a mí—. ¡La pena debió destrozar su corazón! 130

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XXI

E

l doctor Leete me había propuesto emplear la mañana del día siguiente en visitar las escuelas y colegios de la ciudad, reservándose el añadir sobre el terreno algunas explicaciones respecto al sistema pedagógico del siglo XX. —Comprobará —me dijo al salir, después del desayuno— muchas sensibles diferencias entre nuestros métodos de educación y los de ustedes, pero lo que más le impresionará es que el disfrute de una educación superior —en otro tiempo privilegio de una fracción infinitesimal de la sociedad— se encuentra hoy al alcance de todo el mundo. Creeríamos no haber realizado nuestra obra más que a medias, al igualar las condiciones materiales de la vida, si no uniéramos a ella los beneficios de la educación. —Pero los gastos deben ser enormes. —Aunque absorbieran la mitad o las tres cuartas partes de las rentas de la nación, nadie se quejaría —respondió el doctor Leete—, aunque tuvieran para comer una simple pitanza. Pero, en realidad, la educación de diez mil jóvenes no será jamás diez veces, ni siquiera cinco veces, más cara que la de un millar. El principio económico de la importancia de los gastos, en razón de la importancia de las empresas, se aplica igualmente al presupuesto de la instrucción pública. —En mi época la educación en los colegios era terriblemente costosa —observé. —Si no he sido mal informado por nuestros historiadores —respondió el doctor Leete—, no era la educación lo que costaba caro, sino las prodigalidades y las extravagancias que se unían a ello. Los gastos de educación propiamente dichos no parecen haber sido muy elevados, y hubieran sido aun menores si su patrocinio hubiera sido más grande. Entre nosotros la educación superior no es más costosa que en los cursos elementales, puesto que, a semejanza de nuestros obreros, los profesores reciben indistintamente los mismos honorarios. Hemos añadido sencillamente al sistema de educación obligatorio en uso hace cien años en Massachusetts una media docena de clases de perfeccionamiento que siguen nuestros jóvenes hasta la edad de veintiún años y les confieren lo que ustedes llamaban entonces la educación de un caballero, en vez de lanzarlos al mundo a los catorce o quince años, sin otro bagaje intelectual que la lectura, la escritura y la tabla de multiplicar. —Pero, independientemente de los gastos que acarreaban esos años adicionales de educación —repliqué—, nosotros habríamos temido no poder recobrar el tiempo perdido desde el punto de vista de las carreras industriales. Los hijos de las clases

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pobres comenzaban su aprendizaje a la edad de dieciséis años, o más jóvenes, y sabían su oficio a los veinte. —No creo que ese sistema fuese ventajoso, ni aun materialmente —respondió el doctor Leete—. Las grandes ventajas que da la educación en la práctica de toda clase de oficios, a excepción de los más groseros, compensan prontamente el poco tiempo consagrado a adquirirla. —Y temíamos también —continué— que una educación superior, haciendo a los jóvenes aptos para las profesiones liberales, los apartara de todo tipo de trabajo manual. —Era el efecto de la educación de su época, he leído en algún lado —respondió el doctor—, y esto no me asombra, porque el trabajo manual significaba el contacto con una clase grosera, inculta e ignorante, que hoy ya no existe. Era inevitable que existieran entonces esos sentimientos, pues todos los hombres que recibían una educación superior estaban por fuerza destinados al ejercicio de las carreras liberales o a la ociosidad elegante; si se encontraba semejante educación en alguien que no vivía de sus rentas ni de un arte liberal, veíase en seguida en ello la prueba de ambiciones frustradas, la señal de una vocación fallida; en una palabra, un signo de inferioridad más bien que de superioridad. Hoy, que la educación más elevada se estima necesaria para que un hombre pueda sostener su puesto en la sociedad, prescindiendo de su profesión, la preocupación ya no existe. —Después de todo —remarqué—, ninguna suma de instrucción puede suplir la imbecilidad natural u otras deficiencias mentales congénitas. A menos que no haya subido mucho el nivel de las capacidades mentales de mi época, una educación superior es trabajo perdido para una parte notable de la población. Nosotros opinábamos que era necesario una cierta cantidad de susceptibilidad a las influencias educacionales, antes de intentar que una mente sea digna de cultivo, así como se requiere una determinada fertilidad natural del suelo para invertir en su cultivo. —¡Ah! —dijo el doctor Leete—. Me alegro de que haya utilizado esa ilustración, pues iba a servirme de ella para exponer nuestras ideas modernas sobre la educación. Dice usted que no se debe invertir en un terreno pobre, pues su cultivo no reembolsará al labrador. Sin embargo, en su época se cultivaban muchos terrenos que, al principio, no cubrían los gastos de cultivo. Me refiero a los jardines, los parques, los campos de golf, y, en general, a todos los terrenos que se encuentran en tales condiciones que, dejándolos cubrirse de malezas y malas hierbas, se harían molestos y desagradables. Se les cultiva, sin embargo, y aunque producen poco, no hay terreno que, en cierto sentido, remunere mal al cultivador. ¿No sucede lo mismo con los hombres y mujeres con que nos relacionamos socialmente, cuyas voces resuenan constantemente en nuestros oídos, cuya conducta afecta de mil maneras nuestra sensibilidad… en una palabra, que forman parte de las condiciones de nuestra vida con el mismo título que el aire que respiramos, o cualquier otro elemento físico necesario a nuestra existencia? Digo más: si no estuviéramos en condiciones de dar 133


instrucción a todos, deberíamos más bien escoger, como objeto de este beneficio, las naturalezas imperfectas y poco favorecidas, en vez de las inteligencias privilegiadas, que pueden, en rigor, pasarse sin nuestra ayuda. »Para servirse de una frase corriente en su época, la vida no valdría la pena de ser vivida si tuviéramos que pasarla en medio de una población de hombres y de mujeres ignorantes, groseros y sin educación, lo que era la condición de los poco educados de su época. Un hombre bien lavado, ¿no se encuentra molesto en medio de una multitud que huele mal? ¿Se puede tener más que una limitada satisfacción en un piso palaciego, si las ventanas de los cuatro lados dan a un establo? Sin embargo, aquellos a quienes eran considerados afortunados en cultura y refinamiento de su tiempo, estaban absolutamente en esta situación. Sé que la clase pobre e ignorante envidiaba a la clase rica e instruida; pero, a nuestros ojos, los ricos de entonces, rodeados de miseria y de embrutecimiento, no nos parecen más favorecidos que los pobres. El hombre culto de entonces se parecía a un individuo metido hasta el cuello en un pantano nauseabundo, que se consolara con un frasco de esencias. Acaso comience usted a comprender ahora cómo consideramos nosotros la cuestión de instrucción superior universal. Nada es más importante, para todo individuo aislado, que sentirse rodeado de personas inteligentes y sociables. La nación no podría, pues, contribuir más eficazmente a su dicha, que elevando convenientemente a sus vecinos. Cuando esto no sucede, el valor de su propia educación se ve reducido a la mitad, y muchos de sus gustos que cultivaba se convierten en positivas fuentes de dolor. »Dar a los unos una educación muy elevada, y dejar a los otros en una profunda ignorancia, como ustedes hacían, era ensanchar aún más el abismo entre las clases y hacer de ellas algo así como especies naturales distintas, desprovistas de todo medio de comunicación. ¿Qué más inhumano que esta consecuencia de una educación desigual? Seguramente que el usufructo universal e igualitario marca, en verdad, las diferencias entre hombres, así como el talento natural marca una condición de la naturaleza, pero el nivel de los inferiores se hace singularmente más elevado. Queda eliminada la brutalidad. Todos los hombres tienen una noción de las humanidades, una apreciación de las cosas del espíritu. Todos son al menos capaces de admirar la cultura, aun más alta, a que ellos no han podido llegar. Pueden, desde entonces, gozar ellos y hacer gozar los demás, en cierto grado, si bien no en la misma medida, de los placeres e inspiraciones de la vida social refinada. La sociedad culta del siglo XIX… ¿qué era, después de todo, sino unos pocos oasis microscópicos en medio de un vasto, ininterrumpido desierto? Una sola generación de la sociedad moderna representa una mayor suma de vida intelectual que cinco siglos del pasado. »Mencionaría aún otro punto sobre este tema, un punto que nos parece obliga a imponer la universalidad de la mejor educación —continuó el doctor Leete—, y es el interés de la generación venidera en tener padres instruidos. En pocas palabras, nuestro sistema educacional descansa sobre tres principios: primero, el derecho de todo individuo a la educación más completa que la nación pueda darle para su propia estima, necesaria para el usufructo de sí mismo; segundo, el derecho que tienen todos sus conciudadanos a hacerle educar bien, como necesario al usufructo de su 134

sociedad; tercero, el derecho del hombre que va a nacer, a crecer en una familia inteligente y distinguida.» No haré una descripción detallada de todo cuanto vi en las escuelas ese día. Habiéndome dedicado bien poco en mi vida anterior a cuestiones pedagógicas, las comparaciones que yo hubiera podido hacer no tendrían más que un escaso interés. Sin embargo, me llamó la atención el amplio lugar que se daba a los ejercicios físicos, así como el hecho de que, en la clasificación de los alumnos, se tienen en cuenta las notas obtenidas en atletismo y juegos atléticos con el mismo título que las notas de ciencia y de literatura. —La facultad de educación —explicó el doctor Leete— es mantenida con la misma responsabilidad para los cuerpos como para las mentes a su cargo. El desarrollo físico más elevado posible de todos, así como el mental, es el doble objetivo de un currículum que se extiende desde los seis hasta los veintiún años. No me impresionó menos el comprobar la salud floreciente de aquellos jóvenes. Mis observaciones anteriores, relativas al aspecto físico de mis anfitriones y de las personas que había visto en mis paseos, me habían sugerido ya la idea de que había debido producirse un mejoramiento general del estándar físico de la especie desde mi época; ahora, cuando comparé aquellos jóvenes resueltos, aquellas doncellas vigorosas, con las caras que había visto en las escuelas del siglo XIX, no pude dejar de comunicar la observación al doctor, que me escuchó con vivo interés. —Su testimonio sobre este punto —declaró— es inestimable. Nosotros creemos en la existencia del progreso que acaba de comprobar, pero sólo podemos afirmarlo por consideraciones teóricas. Su situación actual, única en su género, le permite juzgar ese punto con una autoridad incontestable y su opinión, si la publica alguna vez, producirá, no lo dudo, profunda sensación. Por lo demás, sería verdaderamente extraordinario que no se hubiese mejorado la especie. En su época, la opulencia corrompía a una parte de la sociedad por la ociosidad del cuerpo y el espíritu, mientras que la pobreza minaba la vitalidad de las masas por el exceso de trabajo, la mala alimentación y las habitaciones insalubres. Los trabajos exigidos a los niños, las cargas impuestas a la mujer, debilitaban las fuentes mismas de la vida. Todas aquellas condiciones nocivas han cedido el puesto a condiciones favorables para la vida física; se cuida y se alimenta bien a los niños; el trabajo que se les exige es limitado en el período del mayor vigor físico, y no es jamás excesivo; los cuidados materiales, por sí mismo y por su familia, la inquietud del día siguiente, la batalla incesante de la vida con sus esfuerzos y sus cavilaciones, que arruinaban el cuerpo y el espíritu de hombres y mujeres, todo esto es desconocido en nuestros días. ¿No es natural que de semejante cambio resulte una mejora de la especie? Nosotros hemos recogido ya no pocas pruebas características de ello. La demencia, por ejemplo, que en el siglo XIX era un producto común a un tiempo terrible de aquella insensata existencia, la demencia casi ha desaparecido con su alternativa, el suicidio.

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XXII

N

os habíamos citado con la señora y la señorita Leete en el restaurante para cenar. Después de la comida, las señoras —que tenían algunos compromisos, nos dejaron solos, con nuestro vino y cigarros, discutiendo una multitud de asuntos diversos. —Doctor —dije en el curso de nuestra conversación—, moralmente hablando, sería insensato por mi parte no admirar su nuevo sistema social cuando lo comparo a todos cuantos le han precedido en el mundo y sobre todo al que florecía en mi infeliz siglo. Admitamos que yo volviera a caer de nuevo en un sueño mesmérico tan largo como el primero, y que el reloj del tiempo retrocediera en lugar de adelantar; si al despertar de nuevo en el siglo XIX, yo contara a mis amigos cuanto he visto en éste, todos estarían de acuerdo en que este mundo es un paraíso de orden, de dicha y de equidad. Pero mis contemporáneos eran gente muy práctica y, después de expresar su admiración por la belleza moral y el esplendor material de este sistema, se hubieran puesto a calcular y a preguntarme de dónde sacaban ustedes todo el dinero necesario para la felicidad de todos; porque, no hay duda, el sostenimiento de toda una nación bajo tal tasa de comodidad y de lujo debe absorber infinitamente más riquezas que las que podíamos producir en nuestro tiempo. Ahora bien, si yo pudiera explicarles suficientemente casi todos los rasgos principales de aquel sistema, me sería imposible presentarle datos sobre ese punto especial, y a eso (porque, lo repito, eran excelentes calculistas), me responderían que lo había soñado, y no creerían una sola palabra de todo mi relato. Sé que en mi tiempo el producto anual de la nación, admitiendo que se hubiera repartido tan igualmente como fuera posible, no habría dado más que trescientos o cuatrocientos dólares por cabeza; en otros términos, apenas con que poder atender las necesidades más estrictas de la vida, con poco o ningún confort. ¿Cómo es que ustedes disponen de una suma tan considerable? —Su pregunta está muy justificada, señor West —respondió el doctor Leete—, y no me ofendería que sus amigos, si llegara el caso, y a falta de una respuesta satisfactoria, declararan que toda su historia era un cuento para dormir. A decir verdad, es esta una pregunta a la que no podría contestar de un modo completo en una sentada, y, en cuanto a las estadísticas exactas que pueden apoyar mi exposición, deberé remitirle a los libros de mi biblioteca, pero sería una pena dejar que le pusieran en cuarentena sus antiguos amigos, en el caso de que les hablara de ello, por falta de algunas noticias generales. »Comencemos por un pequeño número de asuntos en los cuales realizamos economías que eran antes desconocidas. Ya no tenemos ni deudas nacionales, ni deudas de estado, de condados, de municipios, de ningún pago que hacer de esta clase. No tenemos gastos militares o navales en hombres ni en material, no teniendo ni ejército, 136

ni marina, ni milicias. No tenemos servicios de recaudación, ni ejércitos de asesores y recaudadores de impuestos. En cuanto a nuestros magistrados, policía, alguaciles y carceleros, la fuerza de que disponía en su época sólo Massachusetts, es suficiente hoy para toda la nación. No tenemos una clase de criminales que entregan la sociedad al pillaje. El número de personas, casi absolutamente incapaces de trabajar, tales como los enfermos, inválidos de toda clase, que constituían en otra época una carga tan grande para la clase válida, está hoy reducido a una proporción casi imperceptible, gracias a las condiciones de confort y de higiene, y con cada generación que pasa es eliminada casi por completo. »Otro punto en el que economizamos mucho, es la ausencia de dinero y de aquellos millares de ocupaciones relacionadas con las operaciones financieras que robaban muchos hombres a las profesiones verdaderamente productivas. No olvide tampoco, sin querer exagerar nada, que las prodigalidades desordenadas del hombre rico para su lujo personal ya no existen. Considere también que no tenemos ociosos, ni zánganos, tanto entre ricos como entre pobres. »Otro factor importante de la miseria de otro tiempo, era la pérdida de trabajo y de tiempo que acarreaban las faenas domésticas de lavado y cocina, y la realización separadamente de innumerables otras labores a las que aplicamos ahora el plan cooperativo. »Una economía más considerable que cualquiera de éstas —sí, de todas juntas— es la organización de nuestro sistema distribuidor, por el cual el trabajo, que necesitaba antes la intervención de un ejército de mercaderes, comerciantes, tenderos, gestores, corredores de comercio, viajantes de casas al por mayor y menor, de intermediarios de toda especie, con una pérdida infinita de energía en los transportes múltiples e interminables manipulaciones, se hace hoy con diez veces menos gente y sin que una sola rueda dé una sola vuelta inútil. Ya tiene una idea del funcionamiento de nuestro sistema. Nuestras estadísticas dicen que una decimoctava parte de nuestros trabajadores son hoy suficientes para este trabajo de distribución, que, en su época, absorbía a la octava parte de la población. ¡Juzgue usted si experimentaban pérdidas en las fuerzas productoras del trabajo! —Comienzo a comprender —dije— de dónde se saca esas riquezas tan superiores a las nuestras. —Dispénseme —replicó el doctor Leete—, pero apenas puede aún comprenderlo. Las economías de que le he hablado hasta ahora, tomadas en su conjunto, con el ahorro de trabajo y de material directo e indirecto que de ello resulta, representan acaso el equivalente de la mitad de aquella producción anual total. Pero estas cifras no merecen apenas ser mencionadas, en comparación con otras fuentes prodigiosas de despilfarro, suprimidas en nuestros días, que resultaban fatalmente del hecho de que las industrias de la nación estaban confiadas a la empresa privada. Por muchas economías que sus contemporáneos pudieran realizar en el consumo de los productos, por maravilloso que fuera el progreso de los inventos mecánicos, jamás 137


habrían podido salir del atolladero de la pobreza, mientras permanecieran fieles a ese sistema. »No se podría imaginar un método mejor calculado para derrochar la energía de los hombres. Pero, en honor de la inteligencia humana, hay que decir que ese sistema no fue inventado nunca, no era más que el modo de supervivencia de las eras primitivas, el legado de una época en que la falta de organización social hacía imposible toda especie de cooperación.» —Admito fácilmente —dije— que, desde el punto de vista ético, nuestro sistema industrial era muy malo; pero, como simple máquina de producir riqueza, nos parecía admirable. —Como le decía hace un momento —respondió el doctor—, el asunto es muy complejo para ser discutido aquí en todos sus detalles, pero si quiere conocer la principal crítica económica que nosotros, los modernos, dirigimos contra el antiguo sistema industrial comparado con el nuestro, hela aquí en algunas palabras: »Señalemos principalmente cuatro consecuencias desastrosas que acarrea el hecho de confiar la dirección industrial a individuos irresponsables ante el país, y privados de toda inteligencia, de todo concierto mutuo: primera, las pérdidas ocasionadas por errores empresariales; segunda: pérdidas resultantes de la competencia y la hostilidad mutua de los industriales; tercera: pérdidas ocasionadas por los excesos de producción y las crisis periódicas que acarreaban, de rechazo, la paralización de los negocios; cuarta: pérdidas procedentes, en todo tiempo, del capital y del trabajo sin empleo. Cada una de estas grandes causas, considerada aisladamente, bastaría para explicar la diferencia entre aquella pobreza y nuestra abundancia. »Consideraremos, en primer lugar, las pérdidas ocasionadas por los errores empresariales. En su época, la producción y la distribución de las mercancías se efectuaban sin acuerdo ni organización; no había medios de saber con precisión la importancia de la demanda de ciertos productos, ni la misma cifra de la producción. Toda empresa privada estaba, pues, expuesta a los riesgos. El empresario, como no tenía ninguna idea de conjunto del campo industrial tal como la posee nuestro gobierno, no conocía con certeza, ni las necesidades del público, ni las combinaciones imaginadas por los capitalistas rivales para satisfacerlas. Así, no nos sorprendemos, de ningún modo, al saber que había muchas probabilidades contra una de que una empresa dada fracasara, y que, con frecuencia, no se enteraban las gentes sino después de haber quebrado muchas veces. Suponga que un zapatero, para cada par de zapatos que fabrique, estropee el material y el tiempo necesario para cuatro o cinco pares; pues se encontraría, poco más o menos, en las mismas condiciones para hacer fortuna que sus contemporáneos con su sistema de empresas privadas y su término medio de cuatro o cinco quiebras por cada éxito». »La segunda gran causa del despilfarro, era la competencia. El campo de la industria, era un campo de batalla inmenso, grande como el mundo, en el que los trabajadores, 138

al atacarse mutuamente, gastaban medios y energías que reunidos en un solo esfuerzo —como entre nosotros— los habrían enriquecido a todos. En esta lucha jamás había cuartel, ni indicios de que los hubiera. Entrar con propósito deliberado en un campo de negocios, destruir la empresa de los primeros ocupantes, y plantar su pabellón sobre las ruinas, era un arranque que no dejaba nunca de excitar la admiración popular. No hay ninguna exageración en comparar estas especies de combates con el estado de guerra real, si se piensa en la agonía mental y física de los combatientes, en la miseria que se originaba al vencido y a los que dependían de él. Nada parece más insensato a un hombre de nuestra era, a primera vista, que el espectáculo de hombres ejerciendo la misma industria y haciéndose la guerra a cuchilladas, en vez de fraternizar como camaradas y colaboradores que aspiran a un mismo objetivo final. Parecería sencillamente una absoluta locura, una escena de manicomio. Sus contemporáneos, con su política de mutuo degüello, sabían muy bien lo que hacían. Los productores del siglo XIX no trabajaban, como los nuestros, para el interés común; cada uno, por lo contrario, no tendía más que a su propio sostén a costa de la comunidad. Sí, al trabajar de esa suerte, al mismo tiempo aumentaba la fortuna pública, eso era simplemente accidental. Era conveniente y muy común aumentar el capital privado por medio de prácticas nocivas para el bienestar general. Los peores enemigos del comerciante eran necesariamente los que trabajaban en el mismo artículo que él; porque, según ese sistema, que fundaba en el interés privado el móvil de la producción, cada productor particular no tenía otro deseo más que ver escasear el artículo de su fabricación. Tenía interés de que no se consumiera sino lo que él podía producir por sí mismo; todos sus esfuerzos ten­dían a asegurar ese resultado, arruinando y desalentando a sus competidores. Cuando había conseguido destruir a todos los posibles, su política consistía en entenderse con los supervivientes, los fuertes, y a cambiar la lucha entre competidores por la lucha de un sindicato contra el público. Se llegaba a ese objeto formando “un rincón” en el mercado, según su propia expresión, es decir, elevando los precios al último límite que el público podía soportar sin resignarse a prescindir de la mercancía. El sueño del productor del siglo XIX era tener el absoluto control de un artículo de primera necesidad, a fin de amenazar al público con el hambre, y fijar los precios en consecuencia. He aquí, señor West, lo que se llamaba en el siglo XIX un sistema de producción. Dejo a su criterio decidir si esto, en alguno de sus aspectos, no se parece más bien a un sistema destinado a impedir la producción. Un día que tenga tiempo, le pediré que me explique (porque nunca he llegado a comprenderlo) cómo sus contemporáneos, que parecen haber sido tan listos en otros conceptos, pudieron resolverse a confiar el abastecimiento de la nación a una clase de gente que tenía interés en hacerla pasar hambre. Le aseguro que lo que nos asombra no es saber que el mundo no haya prosperado en tales condiciones, sino que no haya muerto de inanición; y este asombro aumenta cuando se consideran las otras causas prodigiosas de despilfarro que caracterizan su época. »Además de la pérdida de trabajo y de capital por una mala dirección comercial, ese sistema estaba sujeto a convulsiones periódicas que se tragaban a todo el mundo, a los prudentes y a los locos, a los que degollaban con éxito y a sus víctimas. Aludo a las crisis comerciales que se sucedían, con intervalos de cinco a diez años, ani139


quilando la industria de la nación, arruinando a las pequeñas empresas, mutilando a las más fuertes, y seguidas por largos períodos de tiempos difíciles, durante los cuales los capitalistas recogían penosamente sus fuerzas dispersas, y los trabajadores morían de hambre o se amotinaban. Después venía una corta temporada de prosperidad, seguida a su vez de otra crisis con su cola de años de marasmo. A medida que el comercio se desarrollaba, haciendo a las naciones mutuamente dependientes, esas crisis llegaban a ser universales, mientras que la persistencia del malestar aumentaba, en razón de la extensión del territorio atacado por las convulsiones y de la ausencia de centros de apoyo. Cuanto más complicada se hacía la industria y más inmenso el capital que se empleaba, más se multiplicaban también aquellos cataclismos industriales, hasta que, a finales del siglo XIX, se llegó a tener dos años malos por uno bueno, y el sistema industrial, más extenso y más imponente que nunca, amenazó derrumbarse bajo su propio peso. Después de discusiones interminables, parece que esos economistas llegaron entonces a esta conclusión desesperante: que ya no se era más dueño de prevenir o controlar esas crisis, que de evitar un tornado o un año de sequía. No quedaba, pues, otro recurso que soportarlas como plagas necesarias y, cuando habían pasado, reconstruir, con nuevos gastos, el quebrantado edificio de la industria, como en las regiones volcánicas, después de un terremoto, se ve a los habitantes reconstruir sus pueblos sobre el mismo sitio devastado. »Sus contemporáneos estaban en lo cierto cuando consideraban las causas de la perturbación como inherentes a su sistema industrial. Esas causas, en efecto, venían de la misma raíz y el daño debía crecer en proporción al tamaño y el grado de crecimiento de la fabricación. Una de las causas de eso era la falta de todo control común de las diversas industrias y, por consiguiente, la imposibilidad de regular y coordinar su desarrollo paralelo. De eso resultaba que a cada instante ya no marchaban las unas al paso de las otras y que su producción no estaba en relación con la demanda. »En lo que concierne a la demanda no se tenía un criterio semejante al que nos da hoy la distribución organizada; el primer síntoma de que la medida estaba colmada en un grupo industrial cualquiera, era el derrumbe de los precios, la bancarrota de los salarios, el paro de la producción, la reducción de salarios o la despedida de los obreros. Estos procesos se producían constantemente en muchas industrias, incluso durante los que se llamaban años buenos, pero la crisis no sobrevenía más que cuando las industrias afectadas tenían cierta extensión. El mercado estaba entonces abarrotado de mercancías que nadie quería, más allá de cierta cantidad, a ningún precio. Los salarios y las ganancias de los que fabricaban esos artículos superabundantes se reducían, si no se suprimían; se paralizaba su facultad de comprar, como consumidores, otros tipos de mercan­cías y, como consecuencia de esto, había un excedente artificial de mercancías, que no abundaban naturalmente, hasta que sus precios bajaran también y que los fabricantes, ya fuera de combate, vieran secarse la fuente de sus ingresos. Entonces llegaba la crisis general, y nada podía detenerla hasta que se sumía en ella el equivalente del rescate de una nación entera. »Otra causa, inherente a ese sistema, que producía y agravaba a menudo las grandes crisis económicas, era el mecanismo del numerario y del crédito. El numerario era 140

necesario cuando la producción estaba en manos privadas; había que comprar y vender para procurarse las comodidades de la vida. Este procedimiento tenía, sin embargo, el inconveniente evidente de sustituir al alimento, los vestidos y otros objetos reales a una simple representación convencional de su valor. La confusión producida en los espíritus por esta sustitución, trajo el sistema del crédito con sus prodigiosas ilusiones. Habituados ya a recibir dinero por mercancías, los hombres aceptaron bien pronto promesas por dinero, cesaron de buscar, detrás de la representación, el objeto representado. El dinero no era ya más que el signo de riquezas reales; el crédito fue el signo de un signo. Había un límite natural en la cantidad de oro y de plata (el numerario propiamente dicho), pero no lo había en el crédito, y de aquí resultó que la extensión del crédito (es decir, de las promesas de dinero), dejó bien pronto de estar en relación con la cantidad de numerario y, con mayor razón, con el stock real de las riquezas. Con semejante sistema, crisis frecuentes y periódicas ve­nían impuestas por una ley tan absoluta, como la que derrumba un edificio que se sale de su centro de gravedad. Era una ficción creer que sólo el gobierno, y los bancos autorizados por él, emitían moneda; pero, en realidad, cualquiera que daba un crédito de un dólar, emitía numerario de un valor equivalente, y, por aquí, contribuía a aumentar la circulación hasta la próxima crisis. La gran extensión del sistema de crédito era uno de los rasgos característicos del final del siglo XIX, y la responsable, en gran medida, de las crisis comerciales, casi incesantes, que señalaron ese período. Por peligroso que fuera el crédito, no podía apenas pasarse sin él, porque, a falta de toda otra organización del capital, era el único medio de que se disponía para concentrarlo y dirigirlo hacia empresas industriales. El crédito contribuyó así poderosamente a exagerar el principal peligro del sistema individualista, dando a las empresas privadas los medios de absorber fracciones desproporcionadas del capital disponible del país y, de esta manera, de preparar el desastre. La empresas comerciales estaban siempre abrumadas de deudas con los banqueros y los capitalistas, y la brusca retirada de sus créditos, a los primeros síntomas de una crisis, tenía generalmente por efecto precipitarla. »La desgracia de sus contemporáneos es que estaban obligados a unir las piedras de su edificio industrial con una materia que el menor choque podía hacer explosiva. Era como un hombre empeñado en construir un edificio usando dinamita en lugar de argamasa, pues el crédito no puede compararse con nada más. »Compare su sistema con el nuestro, y verá cuán inútiles eran esas convulsiones comerciales, y cómo resultaban únicamente del abandono de la industria a la desorganizada dirección privada. El exceso de producción de mercancías, en ciertas especialidades, que era la pesadilla de su época, ya no es posible hoy, porque, gracias al lazo que hay entre la producción y la distribución, el abastecimiento es siempre proporcionado a la demanda, lo mismo que la velocidad de un motor se gobierna con su regulador. Incluso suponga usted que, por un error de cálculo, se haya fabricado una mercancía cualquiera en cantidad excesiva. La suspensión o la disminución del trabajo en las fábricas de ese artículo no tendrá por consecuencia poner en la calle a nadie. Los obreros despedidos encuentran inmediatamente ocupación en algún otro departamento de la vasta fábrica nacional y no hay otra pérdida de tiempo que la que 141


resulta de su traslado, mientras, en cuanto al exceso que se ha producido, la nación es bastante rica para absorberlo rápidamente, hasta que se restablezca el equilibrio entre la producción y la demanda. En semejante caso, nosotros no tenemos, como en el siglo pasado, un mecanismo complejo cuyos múltiples rodajes no sirven más que para aumentar miles de veces el desorden inicial. Como es lógico, no teniendo numerario, con mayor razón no se usa del crédito. No hay intermediario entre el comprador y cosas reales como harina, hierro, madera, lana y trabajo, de los que el dinero y el crédito eran en otro tiempo desleídas representaciones. En nuestros cálculos sobre el precio de costo no puede haber errores. Sobre el producto anual se toma el importe indispensable para el sostenimiento del pueblo y se provee al trabajo necesario para asegurar el consumo del año próximo. El residuo, en material y en trabajo, representa la suma que, con toda seguridad, puede gastarse en mejoras. Cuando son malas cosechas, el exceso es menor al cabo del año, y esto es todo. Aparte de las débiles influencias de causas naturales de este género, nuestros negocios no sufren fluctuaciones, y la prosperidad material del país prosigue su curso sin interrupción, de generación en generación, como un río que sin cesar ahonda y ensancha su cauce. »Sus crisis comerciales, señor West —continuó el doctor—, como cada una de las grandes calamidades que acabo de citar, eran suficientes por sí solas para mantener la rueda de molino sujeta al cuello; pero todavía tengo que hablarle de una de las grandes causas de la pobreza de su época: me refiero a la ociosidad de una parte notable del capital y el trabajo. Entre nosotros, la administración tiene el deber de utilizar cada onza de capital y de trabajo disponibles en el país. En su época no existía control general, ni del capital ni del trabajo, y, con frecuencia, quedaban sin empleo grandes cantidades del uno y del otro, y una gran parte no conseguía recuperarlo. “El capital —como usted decía— es tímido naturalmente”, y el hecho es que no podía ser más que tímido, so pena de ser temerario, en una época en que una empresa cualquiera tenía grandes probabilidades de fracasar. Aunque la seguridad pudiera ser garantizada, la cantidad de capital destinado a la industria productiva no sufría grandes incrementos. La parte del capital útilmente empleado estaba sometido a fluctuaciones constantes, según el grado de incertidumbre o de confianza en la estabilidad de la situación industrial, de modo que el rendimiento de las industrias nacionales variaba considerablemente de año en año. Pero, por la misma razón que la cantidad de capital empleado en tiempos de especial inseguridad estaba lejos de ser el mismo que se empleaba cuando había gran seguridad, una enorme proporción nunca se empleaba en absoluto, debido a que el riesgo industrial era siempre muy elevado en el mejor de los casos. »Notará también que la plétora de capitales que siempre buscaban colocarse con una seguridad relativa, envenenaba la competencia entre capitalistas, así que se presentaba una ocasión de ganancia. La ociosidad del capital, resultado de su timidez, acarreaba naturalmente una ociosidad correspondiente de trabajo. Además, cada cambio en la organización de los negocios, la menor alteración en las condiciones del comercio y de las manufacturas, sin hablar de las innumerables quiebras comerciales que ocurrían todos los años, dejaban constantemente a una multitud de gentes sin ocupación, durante semanas, meses y años enteros. Un gran número de los que 142

buscaban ocupación recorrían el país, y acababan por convertirse en vagabundos y criminales de profesión. “¡Trabajo!», tal era el grito de aquel ejército permanente de descontentos que, en las épocas de crisis, veía aumentar sus contingentes, hasta el punto de amenazar la estabilidad del gobierno. ¡Qué demostración más concluyente de la imbecilidad de un sistema de empresas privadas destinado a enriquecer la nación, que el hecho de que, en una era de pobreza tan general, y de carencia de todo, los capitalistas se veían obligados a degollarse los unos a los otros para asegurar una colocación segura a su capital, y que los obreros provocaban motines e incendios porque no encontraban trabajo! »Ahora, señor West —continuó el doctor Leete—, quiero que observe que todo lo que acabo de explicarle no es más que un cuadro de las ventajas negativas de nuestra organización nacional; no he hecho más que mostrarle los defectos y las prodigiosas imbecilidades del sistema de empresas privadas, de las que nos hemos desembarazado. Confesará usted que estas ventajas solas bastarían para explicar por qué nuestro siglo es más rico que el suyo. Pero apenas he mencionado las ventajas mayores que tenemos sobre ustedes, las ventajas positivas. Suponga el sistema de empresas privadas industriales exento de las grandes lagunas que acabo de señalar; suponga también que no existe despilfarro procedente de esfuerzos mal dirigidos hacia la demanda, ni incapacidad para tener una visión global del campo industrial. Suponga, además, que no hay esfuerzos neutralizados o multiplicados sin fruto, por el hecho de la competencia. Suponga también que no hay pérdidas ocasionadas por los pánicos y las crisis, por las bancarrotas y las largas interrupciones de la industria, ni por la ociosidad del capital y el trabajo. Imagine, en una palabra, que todos estos males que son esenciales a la conducción de la industria por capitales y manos privadas, pueden ser evitados por milagro, conservando entretanto el principio del sistema. Aun en este caso, sería aplastante la superioridad de los resultados de nuestra organización actual. »En su época había grandes manufacturas de tejidos. Habrá usted visitado, sin duda, aquellos vastos establecimientos que cu­brían, incluso entonces, hectáreas de terreno, empleaban millares de brazos y combinaban, bajo un mismo techo y bajo un mismo control, las cien distintas etapas de fabricación que transforman el fardo de algodón en un fardo de lustroso percal. Habrá admirado la inmensa economía de trabajo y de fuerza mecánica resultado de la perfecta armonía establecida entre el trabajo de cada rueda y de cada brazo. Y, sin duda, se habrá preguntado cuánto menor sería la producción realizada con el mismo número de obreros empleados en esa fábrica, si aquella fuerza estuviera dispersa y si cada obrero trabajara independientemente. ¿Me acusará de exageración si le digo que el máximo de trabajo producido por esos obreros, cuando trabajaban separadamente, aumentó, no sólo en un cierto porcentaje, sino que se multiplicó muchas veces cuando sus esfuerzos se reunieron bajo una sola dirección? Pues bien, señor West, la organización de la industria nacional bajo una sola dirección, para que todos los procesos queden interconectados, ha multiplicado en la misma proporción el resultado total hasta más allá del máximo obtenido por el antiguo sistema —aun haciendo abstracción de las cuatro grandes causas de que hemos hablado—, en la misma proporción que el producto de aquellos obreros 143


de la fábrica de hilados. La eficacia de la fuerza productiva de una nación, bajo el liderato de miríadas de cabezas del capital privado, aun cuando éstas no estuvieran en el estado de guerra permanente, es, comparada con lo que se obtiene bajo una sola cabeza, como la eficacia militar de una horda de bárbaros mandada por un millar de pequeños jefes, comparada con la de un ejército disciplinado bajo las órdenes de un solo general… como una máquina de combate, por ejemplo, del ejército alemán en tiempos de Von Moltke.» —Después de todo lo que acabo de saber —dije—, ya no me extraña que la nación sea mucho más rica ahora; lo que me asombra es que todos no se hayan convertido en Cresos. —No nos falta nada —replicó el doctor Leete—, vivimos con todo el lujo deseable. Esa rivalidad de ostentación que, en su tiempo, engendraba la extravagancia, sin contribuir al confort, no tiene razón de ser en una sociedad en que cada ciudadano dispone exactamente de las mismas rentas, y nuestra ambición se detiene en las cercanías de lo que suministra los goces de la vida. Podríamos, en verdad, tener mayores rentas individualmente, si nos agradara gastar así el exceso de nuestra producción, pero preferimos aplicar aquél a obras y placeres públicos a los cuales todos contribuimos: salas y edificios públicos, galerías de arte, puentes, estatuaria, medios de transporte, y las conveniencias de nuestras ciudades, grandes conciertos y obras de teatro, que suministran una vasta escala de diversiones al pueblo. ¡Todavía no conoce usted nuestro estilo de vida, señor West! Tenemos el bienestar en nuestros hogares, pero reservamos el esplendor y el lujo para el aspecto social de nuestra vida, para el que compartimos con nuestros camaradas. Cuando nos conozca bien a fondo, sabrá adónde va el dinero, como se decía en su época, y creo que admitirá que hacemos de él buen uso. »Supongo —observó el doctor cuando, al salir del restaurante, nos encaminábamos hacia la casa— que habríamos herido en lo más vivo a los adoradores del becerro de oro en el siglo pasado, al declarar que no sabían ganar dinero. Sin embargo, ese es el veredicto que la historia ha pronunciado sobre ellos. Su sistema de industrias desorganizadas y antagonistas era tan inepto desde el punto de vista económico, como abominable desde el punto de vista moral. El egoísmo era su sola ciencia, y en la producción industrial, el egoísmo se llama suicidio. La competencia, que es el instinto del egoísmo, es otro nombre para el desperdicio de fuerzas, en tanto que el arte de concertarse es el secreto de la producción eficaz; y la era de la verdadera riqueza no pudo comenzar más que el día en que la preocupación por aumentar la fortuna personal cedió el puesto al deseo de enriquecer el fondo común. Y si el principio de la coparticipación igual para todos los hombres no fuera el único fundamento humano y racional de la sociedad, nosotros deberíamos estimularlo sólo desde el punto de vista económico, en virtud de que no es posible ninguna armonía industrial hasta la desaparición de la influencia del egoísmo disolvente.»

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XXIII

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quella misma noche, mientras estaba sentado con Edith en el salón de música, escuchando algunos números del programa que me ha­bían llamado la atención, aproveché un momento de silencio para decir: —Tengo que hacerle una pregunta, pero temo ser indiscreto. —Le suplico que no tenga ese temor —respondió ella, alentadoramente. —Me hago el efecto de uno que ha escuchado detrás de las puertas, y que, habiendo cogido algunas palabras de una conversación que parecía referirse a él, tiene la audacia de darse a conocer y de pedir que se le repita lo que no ha comprendido. —¡Escuchar detrás de las puertas! —repitió la joven, estupefacta. —Sí —dije—, pero excusable, como creo que usted admitirá. —Todo esto es muy misterioso —respondió ella. —Sí —dije—, tan misterioso que, con frecuencia, me he preguntado si las palabras que voy a repetirle fueron pronunciadas, o si sólo las he soñado. Es preciso que me lo diga. He aquí de qué se trata: cuando desperté de mi sueño de un siglo, la primera impresión de que tuve conciencia fue un rumor de voces que hablaban alrededor mío, voces que reconocí más tarde por las de sus padres y la suya propia. Recuerdo haber oído al doctor Leete, en el primer momento, diciendo: «Va a abrir los ojos. Quizá convendría que no viera más que una persona a la vez». Después usted dijo, si es verdad que no he soñado: «Entonces prométeme no decirle...». Su padre parecía vacilar en hacerle esta promesa, pero usted insistió, y, habiendo intervenido su madre, el doctor acabó por ceder, y cuando abrí los ojos no vi a nadie más que a él. Yo era absolutamente sincero al confesar que no sabía si había soñado o no aquella conversación, porque no me cabía en la cabeza la idea de que aquellas personas pudieran saber acerca de mí cualquier cosa que ignorase yo mismo. ¡Yo, el contemporáneo de sus bisabuelos! Sin embargo, cuando vi el efecto que mis palabras ha­bían producido a Edith, comprendí que no era un sueño, pero que estaba en presencia de un nuevo misterio, más profundo que cualquiera de los otros que me habían sido descubiertos. Desde el momento en que comprendió el objeto de mi pregunta, Edith pareció presa de la mayor turbación. Sus ojos, siempre tan francos y que miraban tan de frente, bajaban ante mí con pánico, y su rostro se teñía de púrpura desde la frente hasta la nuca. 145


—Perdóneme —le dije así que me repuse del asombro en que me sumió su actitud—. ¿No era verdaderamente un sueño? Noto que hay aquí un secreto que me concierne y que me ocultan. Francamente, ¿no es un poco duro que un hombre en mi situación no pueda obtener todas las noticias necesarias sobre lo que le concierne?

—Señor West, dijo antes que yo he sido buena para usted. No lo creo yo así, pero si persiste en creer que así ha sido, prométame no intentar de nuevo hacerme decir lo que me ha preguntado esta noche, y prométame también no preguntar tampoco a ninguna otra persona sobre este asunto… ni a mi padre ni a mi madre, por ejemplo.

—Eso no le concierne... quiero decir, directamente —respondió la joven con voz apenas inteligible.

A esto no había más que una respuesta posible:

—Pero, sin embargo, me concierne de un modo o de otro —insistí—; es posible que sea alguna cosa que me interese. —Ni siquiera sé eso —replicó, aventurándose a mirarme y poniéndose más encarnada, pero una sonrisa tan singular que denunciaba cierta malicia, a pesar de su embarazo, tembló en sus labios—. No sé verdaderamente si eso le interesaría. —¡Pero si iba a decírmelo su padre —insistí en tono de reproche—. Fue usted quien se lo impidió! Él pensaba que yo debía saberlo. Edith no contestó. Estaba tan adorable en su confusión, que me sentí tentado a insistir, tanto para prolongar la situación como para satisfacer mi curiosidad original. —¿De modo que no lo sabré nunca? ¿No me lo dirá jamás? —dije. —Eso depende... —respondió después de una larga pausa. —¿De qué depende? —persistí. —¡Ah! Me pregunta usted demasiado —respondió. Luego, alzando la mirada a mi rostro con ojos inescrutables, las mejillas encendidas y la boca sonriente, que formaban un conjunto absolutamente hechicero, añadió—: ¿Qué pensaría si le dijera que eso depende de usted? —¿De mí? —hice eco a sus palabras— ¿Y eso cómo es posible? —Señor West, nos estamos perdiendo esa deliciosa música —me dijo por toda respuesta, y volviéndose hacia el teléfono, al toque de su dedo, surgió en el aire el ritmo de un adagio. Después se las arregló de modo que el concierto no nos dejara una oportunidad para hablar. Mantenía apartado su rostro de mí, aparentando estar absorta en la música, pero la ola de carmín que persistía en sus mejillas traicionaba su afectación. Cuando, al fin, consintió en reconocer que ya había yo gozado bastante del programa, y nos levantamos para salir, se dirigió directamente a mí y dijo, sin alzar los ojos:

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—Perdóneme que le haya causado un disgusto. Por supuesto que se lo prometo — dije—. Jamás habría preguntado si hubiera podido prever que le causaría pena. ¿Pero no encuentra justificada mi curiosidad? —Ciertamente, y de ningún modo le hago reproches por ello. —¿Y puedo esperar que algún día —agregué—, si no la atormento, me lo dirá usted misma? —Acaso —murmuró. —¿Acaso, solamente? Alzando los ojos, me dirigió una mirada rápida y profunda. —Sí —dijo—, creo que acabaré por decírselo algún día. Y aquí acabó nuestra conversación, porque no me dejó tiempo para decir nada más. Creo que, aquella noche, el mismo doctor Pillsbury habría sido impotente para hacerme dormir. Desde hacía algunos días, el misterio era mi alimento ordinario, pero nada me había intrigado tanto como aquél del que Edith me suplicaba que no buscara la clave. Había en esto un doble misterio. En primer lugar, ¿cómo concebir que pudiera ella conocer un secreto que me concerniera, a mí, un extraño de otro siglo? En segundo lugar, aun admitiendo que así fuera, ¿cómo explicar la emoción agitada que se apoderaba de ella cuando se trataba del asunto? Hay enigmas tan complicados que ni siquiera se conjetura una solución, y éste era uno de ellos. En general, tengo un espíritu demasiado práctico para perder el tiempo en resolver adivinanzas; pero un acertijo encarnado en una deliciosa joven, podrá ser todo lo complicado que se quiera, mas no por eso es menos fascinador. En general, sin duda, los rubores de las doncellas pueden ser seguramente asumidos para decir el mismo cuento a todos los hombres de todos los siglos y de todos los países, pero hubiera sido de mi parte una fatuidad absoluta atribuir a un motivo de ese género los rubores de Edith, considerando mi posición y el poco tiempo que nos conocíamos, y aún más teniendo en cuenta, sobre todo, que el misterio se remontaba a tiempos anteriores a nuestro primer encuentro. Y sin embargo, ella era un ángel y hubiera sido necesario no ser joven para que la razón pudiera hacer desvanecer de mi sueño, aquella noche, aquellos hermosos tintes rosáceos. 147


XXIV

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l día siguiente, bajé muy temprano, en la esperanza de encontrar sola a Edith; pero se frustró mi esperanza. Al no encontrarla en la casa la busqué en el jardín, pero tampoco estaba allí. En el curso de mis peregrinaciones, visité el cuarto subterráneo y me senté allí a descansar un momento. Sobre la mesa de lectura de la cámara había algunas revistas y varios periódicos, y pensando que al doctor Leete le interesaría hojear un diario de Boston del año 1887, y me llevé uno cuando volví a la casa. En el desayuno me encontré a Edith. Se ruborizó cuando la saludé, pero parecía enteramente dueña de sí misma. Una vez sentados, el doctor se divirtió mucho con el periódico que yo le había llevado. Como en todos los diarios de aquella época, se hablaba mucho de huelgas, de desórdenes obreros, de boicots, de programas de partidos obreros, y de salvajes amenazas anarquistas. —A propósito —dije al doctor, que acababa de leer en voz alta algunos de aquellos artículos—. ¿Qué parte han tomado los seguidores de la bandera roja en el establecimiento del nuevo orden de cosas? Recuerdo que en los últimos tiempos hacían mucho ruido. —No hicieron nada, salvo tratar de impedir ese establecimiento —contestó el doctor Leete—. Cumplieron muy bien esta tarea en tanto que duraron, porque sus discursos a los descontentos hicieron que los mejores proyectos de reforma social no encontraran oyentes. Una de las maniobras más hábiles de la reacción a la reforma, fue subvencionar a esas gentes.

para esto, sería tacharlos de una locura increíble.(i) En los Estados Unidos, menos que en otro país, ningún partido podría alcanzar sus fines antes de sumar a sus ideas a la mayoría de la nación, como lo hizo finalmente el partido nacional. —¿El partido nacional? —exclamé—. Debió formarse después de mi tiempo. Supongo que era un partido obrero. —De ningún modo —respondió el doctor—. Los partidos obreros, reducidos a sus propias fuerzas, jamás habrían podido realizar nada grande ni duradero. Sus bases como simples organizaciones clasistas eran demasiado estrechas para fundar sobre ellas proyectos de alcance nacional. Sólo hubo probabilidades de triunfar en la obra de reforma cuando la transformación del sistema social e industrial, sobre una base ética y con el fin de una producción más eficaz de las riquezas, fue reconocido como interés, no sólo de una clase, sino de todas las clases de la sociedad: ricos y pobres, cultos e ignorantes, ancianos y jóvenes, hombres y mujeres. Entonces fue cuando surgió el partido nacional para realizarla con arreglo a los métodos políticos. Este nombre fue adoptado, quizá, porque el objetivo del partido era nacionalizar las fuentes de producción y de distribución. En realidad, ningún otro nombre le habría convenido. ¿No era su programa realizar el concepto de la nación con una grandeza y una plenitud nunca antes concebidas, no como una asociación de hombres aspirantes a ciertas funciones políticas que no tocaban sino muy de lejos y muy superficialmente a su felicidad, sino como una familia, una unión vital, un árbol gigantesco que llega al cielo, y cuyas hojas son los hombres, nutridos con su savia y nutriéndola a su vez? Este era el partido patriótico por excelencia, que trataba de justificar el patriotismo elevándolo desde el instinto hasta una abnegación racional, haciendo del suelo natal una verdadera patria, una madre que hace vivir a su pueblo, y no un ídolo por el cual tenía que morir.

XXV

—¿Subvencionarlas? —pregunté, no sin extrañeza. —Ciertamente —respondió el doctor Leete—. Hoy, ningún historiador serio pone en duda que estuviesen pagados por los grandes monopolios para agitar la bandera roja, para hablar de pillaje y de incendio, todo a fin de alarmar a los tímidos e impedir toda reforma seria. Lo que más me asombra es que ustedes cayeran en el lazo tan cándidamente. —¿Qué razón hay para suponer que el partido de la bandera roja recibiera subvenciones? —Simplemente porque debieron comprender que, por un amigo, con su credo político hacían mil enemigos de las reformas sociales. Suponer que no estaban pagados

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a personalidad de Edith Leete, como es justo, me había impresionado vivamente desde el día en que, de tan singular manera, yo había llegado a ser un huésped en la casa de su padre; después de lo que había ocurrido la víspera, era natural que me preocupara de ella más que nunca. Lo que la caracterizaba, lo que más me había impresionado en ella desde el principio, eran su serena franqueza y su ingenua rec-

(i)  Admito que es difícil explicar de otro modo la conducta de los anarquistas, pero, al mismo tiempo, no hay duda de que la teoría de que estaban a sueldo de los capitalistas parece desprovista de todo fundamento. No puede ser sostenida por nadie, aunque parezca obvia ante un análisis retrospectivo. 149


titud, que más parecían los dotes de un muchacho de sentimientos nobles y puros que de cualquiera de las jovencitas que yo hubiera conocido. Gran curiosidad sentía yo por saber hasta que punto le eran personales esas cualidades, y hasta qué punto podía resultar de los cambios que se habían operado en la posición social de la mujer después mi época. Aproveché un momento en que me encontraba a solas con el doctor Leete, para llevar la conversación en esta dirección. —Supongo —le dije— que las mujeres de hoy, al estar libres de la carga de las faenas domésticas, no tienen otras ocupaciones que el cultivo de sus encantos y de su gracia natural. —En lo que nos concierne —respondió el doctor Leete—, los hombres encontraríamos, para servirme de una de las expresiones de su época, que ellas pagarían cumplidamente su parte en la vida con que se limitasen a ese papel, pero esté seguro de que tienen demasiado amor propio para consentir en ser exclusivamente las beneficiadas de la sociedad, siquiera fuera en recompensa de lo que la adornan. Seguramente saludaron con entusiasmo el sistema cooperativo, que las libraba de las labores caseras, no sólo porque éstas fueran excesivamente cansadoras en sí mismas, sino porque significaban un verdadero derroche de energía, comparadas con el plan cooperativo; pero no aceptaron ser relevadas de esta clase de trabajos sino a condición de poder contribuir, por otros medios más eficaces, así como más agradables, a la prosperidad común. Nuestras mujeres son miembros del ejército industrial con el mismo título que los hombres, y no lo dejan sino cuando las reclaman sus deberes de maternidad. Resulta de esto que la mayoría acaba por servir en la industria, en una o en otra época de su vida, durante cinco, diez o quince años, mientras que las mujeres sin hijos cumplen la duración completa del servicio. —¿De modo que la mujer no abandona necesariamente el servicio industrial desde que se casa? —inquirí. —No más que el hombre —replicó el doctor—. ¿Por qué demonios abandonarlo? Actualmente, las mujeres casadas están libres de las responsabilidades domésticas, y un marido no es un niño que tenga necesidad de una niñera. —Se consideraba como uno de los rasgos más lamentables de nuestra civilización, el trabajo excesivo que exigíamos a las mujeres —dije—; pero me parece que ustedes todavía sacan más de ellas que nosotros. El doctor se echó a reír. —En efecto, como a nuestros hombres. Y sin embargo, las mujeres de nuestro siglo son muy dichosas, y las del siglo XIX, a menos que las noticias que tenemos sobre ellas sean equivocadas, llevaban una existencia bien miserable. La razón por la cual las mujeres de hoy en día, aun siendo para nosotros tan excelentes colaboradoras, están tan satisfechas de su suerte, es sencillamente porque, en la organización de su trabajo, como en la del trabajo masculino, aplicamos el principio de dar a cada cual 150

el género de ocupación que mejor le conviene. Siendo las mujeres, físicamente, más débiles que los hombres y peor calificadas para cierto género de industrias, se tienen en cuenta estos datos para la elección de los trabajos que se les reservan y para las condiciones bajo las cuales lo realizan. En todas partes, las faenas más pesadas son ejecutadas por los hombres, las menos fatigosas por las mujeres. En ningún caso se permite a una mujer realizar una ocupación que no sea perfectamente adaptada a su sexo, tanto por su carácter como por la intensidad del esfuerzo exigido, Además, sus jornadas de trabajo son mucho más cortas que las de los hombres, se les concede frecuentes licencias y todo el reposo necesario a su salud. Los hombres de nuestra época comprenden tan bien que la belleza y la gracia de la mujer son el mayor encanto de sus vidas y el principal estímulo de su actividad, que si permiten a sus compañeras trabajar, es únicamente porque está reconocido que cierta cantidad de trabajo regular, de un género adaptado a sus medios, les es saludable para el cuerpo y para el espíritu durante el período de su mayor vigor físico. Creemos que la magnífica salud de nuestras mujeres, que las distingue de las de su tiempo, es debida, en gran parte, a que todas tienen ocupaciones saludables y que les interesan. —Según lo que acaba de decirme —dije—, he comprendido que la mujer forma parte del ejército industrial, ¿pero cómo puede estar regida por el mismo sistema de promoción y de disciplina que los hombres, cuando las condiciones de su trabajo son tan diferentes? —Obedecen a una disciplina del todo distinta —respondió el doctor Leete—, y constituyen más bien una fuerza aliada que una parte integrante del ejército masculino. Tienen una generala en jefe y viven bajo un régimen exclusivamente femenino. Esta general, así como las oficiales superiores, es elegida por el grupo de las mujeres que han terminado su servicio, de la misma manera que son elegidos los jefes en el ejército masculino y el presidente de la nación. La generala del ejército femenino tiene asiento en el gabinete del presidente y puede oponer su veto a todas las medidas relativas al trabajo de las mujeres, salvo apelación al Congreso. Olvidé decirle, al hablar de la magistratura, que tenemos juezas en la barra, nombradas por su generala. Los asuntos en que las dos partes son del sexo femenino, los juzgan magistrados mujeres; en las diferencias entre hombres y mujeres, el fallo debe ser pronunciado por dos jueces de sexo diferente. —¿De modo que la mujer parece organizada, en este sistema, como una especie de imperium in imperio? —Hasta cierto punto —respondió el doctor Leete—, pero admitirá usted que este imperium interior es de tal naturaleza, que no ofrece gran peligro para la nación. Una de las innumerables equivocaciones de aquella sociedad era no reconocer, en la práctica, la individualidad distinta de los dos sexos. La atracción amorosa entre hombres y mujeres ha impedido a menudo ver las profundas diferencias que en tantos puntos hacen a los dos sexos extraños el uno al otro, y capaces de simpatía sólo con el propio. Dando libre juego a las diferencias de sexo, mejor que tratando de borrarlas, como se empeñaban en hacer algunos reformadores de su época, es 151


como se puede a la vez proteger la dicha particular de cada sexo y la atracción que cada uno ejerce sobre el otro. En su época no había carrera para las mujeres, a menos que entraran en la vía, poco natural, de competencia con los hombres. Nosotros les hemos creado un mundo aparte, con sus emulaciones, sus ambiciones, sus profesiones, y le aseguro que se encuentran muy felices en él. Nos parece que las mujeres eran las víctimas más dignas de ser compadecidas entre todas las de la civilización de su época. Aun a tan larga distancia, nos sentimos llenos de conmiseración ante el espectáculo de sus vidas aburridas y atrofiadas, paralizadas por el matrimonio, por el estrecho horizonte que limitaba materialmente los cuatro muros de su casa, y moralmente un mezquino círculo de intereses personales. No hablo solamente aquí de las clases pobres, donde generalmente trabajaba hasta la muerte, sino también de las clases acomodadas, y hasta de las ricas. Para consolarse de las grandes penas, así como de los pequeños fastidios de la vida, no podían refugiarse en la atmósfera vivificante del mundo exterior de los asuntos humanos; los únicos intereses que les eran permitidos, eran los de la familia. Semejante existencia habría reblandecido el cerebro de los hombres o los hubiera enloquecido. Hoy, todo ha cambiado. Ya no se oye a las mujeres lamentarse de no ser hombres, ni a los padres desear tener hijos mejor que hijas. Nuestras hijas tienen tanto como nuestros hijos: la ambición de llegar a ser algo. El matrimonio no significa ya para ellas la prisión, y no las separa de los grandes intereses de la sociedad, de la vida activa del mundo. Sólo en el momento en que la maternidad despierta, en el espíritu de la mujer, nuevos cuidados, es cuando se retira del mundo por algún tiempo. Más tarde, cuando quiere, vuelve a ocupar su puesto entre sus camaradas, sin perder nunca el contacto con ellas. En una palabra: la mujer es hoy más feliz que jamás lo ha sido antes en la historia del mundo, y su capacidad de dar felicidad a los hombres ha aumentado en la misma proporción. —Me figuro —dije— que el interés que se toman las jóvenes en sus carreras industriales y en sus nuevas ambiciones, debe tener por resultado alejarlas del matrimonio. El doctor Leete sonrió. —No sienta inquietud sobre ese punto, señor West —replicó—; el Creador ha cuidado de que, a pesar de todas las modificaciones que los hombres y las mujeres puedan introducir en su condición respectiva, permanezca constante y siempre la misma la mutua atracción. ¿Cómo dudar de ello, cuando se ve que en una época como la suya, en la que la lucha por la existencia debía absorber todos los pensamientos de la gente, en la que el porvenir era tan incierto que parecía casi criminal contraer las responsabilidades de la paternidad, no se cesó de tomar y de dar mujeres en matrimonio? En cuanto al amor, uno de nuestros autores pretende que el vacío dejado en el espíritu de los hombres y de las mujeres por la ausencia de cuidados diarios, ha sido llenado enteramente por el amor. Sin embargo, creo que esto no es más que una ligera exageración. Por lo demás, el matrimonio es tan pequeño obstáculo en la carrera de una mujer, que las más altas posiciones en el ejército femenino están casi exclusivamente reservadas a las que han sido esposas y madres, porque sólo ellas representan su sexo en toda su integridad. 152

—¿Son distribuidas las tarjetas de crédito a las mujeres lo mismo que a los hombres? —¡Naturalmente! —Supongo que, en razón de las frecuentes interrupciones de su trabajo en relación con las responsabilidades familiares, el crédito a ellas asignado será más pequeño. —¡Más pequeño! —exclamó el doctor Leete—. No. En el mantenimiento de nuestro pueblo no hay diferencias para nadie. No hay excepciones a esta regla, pero si hubiera que hacer alguna en relación a las interrupciones de que usted habla, sería para aumentar el crédito de las mujeres, no para hacerlo más pequeño. ¿Qué servicio presenta más títulos a la gratitud nacional que el de dar el mundo y educar hijos para la patria? Para nosotros, nadie merece más el bien del país que los buenos padres. No hay misión menos egoísta, ni más desinteresada, aunque el corazón encuentre en ella su recompensa, que criar a los hijos que ocuparán nuestro lugar cuando desaparezcamos de este mundo. —Según lo que me dice, la mujer ya no depende del marido para su sostén. —Por supuesto que no —respondió el doctor Leete—, y lo mismo sucede con los hijos respecto de sus padres; no hablo más que de los medios de existencia, no de los cuidados amorosos. Cuando el hijo sea grande, el fruto de su trabajo enriquecerá al fondo común y no a sus padres, que habrán muerto, y, por tanto, es justo que sea mantenido a expensas del fondo común. Toda persona, mujer, hombre o niño, está en contacto directo con la nación, sin intermediario, salvo los padres, que, hasta cierto nivel, actúan como sus guardianes. En virtud de la relación de los individuos a la nación, de su pertenencia, todo individuo tiene derecho a ser mantenido por ésta; y este título no está relacionado ni afectado por sus relaciones con otros individuos que son otros miembros de la misma asociación. Hacer depender a una persona de otra por los medios de subsistencia, sería contrario al sentido moral, así como a toda teoría social y racional. ¿Y qué sería, bajo un régimen semejante, de la libertad y la dignidad personales? Bien sé que ustedes se consideraban libres en el siglo XIX. Pero la palabra no podía tener entonces el mismo sentido que hoy, pues de otro modo no habrían pensado en aplicarla a una sociedad en la que cada miembro, por decirlo así, estaba colocado, respecto de otras personas, en una relación de estrecha y humillante dependencia; el pobre dependía del rico; el obrero, del patrono; la mujer, del marido; el hijo, de los padres. En vez de repartir los productos de la nación directamente entre sus miembros, como lo exige la naturaleza y el buen sentido, se diría que se empleaba todo el ingenio en descubrir un complicado sistema de distribución, de mano en mano, que acarreara el máximo de humillación personal para todos los beneficiados. »En cuanto a la dependencia material de la mujer respecto del hombre, que entonces era usual, tal vez la hacía soportable el amor mutuo en el caso de un matrimonio; sin embargo, siempre debería haber allí algo humillante para las que tenían el corazón elevado. ¿Pero qué diremos de los innumerables casos en que la mujer, con 153


matrimonio o sin él, veíase obligada a venderse para vivir? Los contemporáneos de usted, tan ciegos para las falsedades más irritantes de su estado social, parecían haber comprendido que aquello no era lo que debería ser, pero únicamente por compasión deploraban la suerte de multitud de mujeres. No comprendían que había tanto engaño como crueldad en el acaparamiento por el hombre de todos los productos del globo, mientras que la mujer debía arrastrarse y mendigar para obtener su parte. Pero… discúlpeme, señor West, pero hablo y hablo como si no hiciera más de cien años que pasó todo esto, y como si usted fuera responsable de todo lo que deploraba, sin duda, tan vivamente como yo.» —Es necesario que yo comparta mi responsabilidad en el estado del mundo de entonces —respondí—. Todo lo que puedo decir, como circunstancia atenuante, es que antes de que la nación estuviese madura para el sistema actual de producción y de distribución organizadas, no era posible ninguna mejora seria en la condición de la mujer. La razón de su inferioridad era, como usted mismo dice, su dependencia material respecto del hombre, y no veo otra organización que pudiera a la vez liberar a la mujer del hombre y liberar a los hombres a los unos de los otros. Supongo que un cambio tan radical en la condición de las mujeres ha debido traducirse por algunas modificaciones en las relaciones sociales de los dos sexos. Esto será para mí asunto de un interesante estudio. —El cambio que acaso le chocará más —dijo el doctor Leete— es la entera franqueza, la ausencia de violencia que caracterizan actualmente esas relaciones, y que contrastan con las maneras artificiales e hipócritas de su tiempo. Los sexos ahora se encuentran con la serenidad de perfectos iguales, y si se cortejan, es sólo por amor. En otro tiempo, como la mujer dependía del hombre para su sostén, era la única y principal beneficiaria del matrimonio. Esta verdad era brutalmente confesada por las clases obreras, mientras que en la sociedad bien educada era suavizada y como disimulada mediante un sistema de convencionalismos, cuyo objeto era hacer creer precisamente lo contrario, a saber: que el hombre era el principal beneficiario. Para sostener esta ficción parecía esencial que él desempeñara siempre el papel de pretendiente. Así, nada era considerado como más chocante de parte de una mujer que mostrar sus sentimientos por un hombre antes de que él hubiera manifestado el deseo de casarse con ella. Sí, nosotros tenemos en nuestras bibliotecas libros, de autores de su época, consagrados únicamente al examen de esta cuestión: ¿puede una mujer, en circunstancias excepcionales, sin comprometer a su sexo, revelar un amor no solicitado? Todo esto nos parece singularmente absurdo, y, sin embargo, comprendemos que, dadas aquellas costumbres, el problema tenía su lado serio. Porque cuando una mujer, al hablar de amor a un hombre, lo invitaba, por decirlo así, a asumir la carga de su mantenimiento, se concibe que la dignidad y la delicadeza pudieran poner trabas a los arranques del corazón. Cuando frecuente nuestra sociedad, señor West, debe prepararse para ser bombardeado a preguntas sobre este punto por nuestros

jóvenes, que miran, naturalmente, con particularmente interés este curioso rasgo de las costumbres antiguas.(i) —¿De modo que las jóvenes del siglo XX confiesan su amor? —Si así les place —respondió el doctor Leete—; no se contienen más que sus pretendientes en mostrar sus sentimientos. La coquetería es tan despreciada en el hombre como en la mujer. La frialdad afectada engañaba raramente a aquellos enamorados, y en nuestros días les extrañaría absolutamente, tan en desuso ha caído ese artificio. —Una de las consecuencias de la emancipación de la mujer, que adivino desde luego —dije—, es que ahora sólo hay matrimonios de atracción mutua. —Eso no hay que decirlo —respondió el doctor Leete. —¡Una sociedad donde no hay más que matrimonios de amor! ¡Ay, doctor Leete, no puede imaginarse el asombro con que un hombre del siglo XIX oye hablar de un fenómeno semejante! —Puedo adivinarlo hasta cierto punto —respondió el doctor—; pero ese hecho tiene una significación mucho más profunda de lo que piensa. Significa que, por primera vez en la historia de la humanidad, el principio de la selección sexual, con su tendencia a conservar y a perpetuar los mejores tipos de la especie, y a eliminar los tipos inferiores, no encuentra ya obstáculos que contraríen su acción. Las necesidades de la pobreza, la necesidad de tener casa, no deciden ya a las mujeres a dar a sus hijos unos padres a quienes ellas no pueden amar ni respetar. El dinero y el rango social no apartan la atención de las cualidades personales. El oro ya no «adorna la estrecha frente del tonto». Los dones personales, mente y disposición —belleza, ingenio, elocuencia, amabilidad, generosidad, genialidad, valor— serán transmitidos a la posterioridad con seguridad. Cada generación pasa por una criba más fina que la precedente. Son preservadas las virtudes que atraen la naturaleza humana, y esterilizados los vicios que la alejan. Sin duda, muchas de nuestras mujeres mezclan la vanidad y el amor, y tratan de hacer buenos matrimonios; pero aun no dejan de obedecer a la ley natural, porque ya no se llama en nuestros días hacer un buen matrimonio a casarse con una fortuna o un título, sino a casarse con un hombre que se haya elevado por encima de los demás por el brillo o la solidez de los servicios

(i)  Debo decir que las advertencias del doctor Leete han sido en todo justificadas por mi experiencia. La cantidad e intensidad de diversión que los jóvenes de hoy, y las jóvenes especialmente, son capaces de extraer de lo que gustan en llamar curiosidades del galanteo en el siglo XIX, parecen ilimitadas. 154

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prestados a la humanidad. Éstos son los que hoy constituyen la única aristocracia cuya alianza puede enorgullecer. »Hace uno o dos días hablaba usted de la superioridad física de nuestra especie respecto de la de sus contemporáneos. Una causa de este progreso, más eficaz que todas las demás, ha sido la acción no interrumpida del principio de la selección sexual sobre las cualidades de dos o tres generaciones sucesivas. Creo que cuando haya hecho un estudio más profundo de nuestra sociedad comprobará un progreso no sólo físico, sino intelectual y moral. ¿Cómo había de ser de otro modo cuando no sólo trabaja libremente en la salud de la especie una de las grandes leyes de la naturaleza, sino que colabora en ello un profundo sentimiento moral? El individualismo, que en su época fue el alma de la sociedad, era, no sólo fatal para todo sentimiento de fraternidad humana, sino también para el sentimiento de responsabilidad de los vivos respecto de la generación del porvenir. Hoy, ese sentimiento de responsabilidad, desconocido en otro tiempo, es la gran ley ética, por excelencia, de la época; una intensa convicción del deber refuerza al instinto natural que empuja a buscar en el matrimonio lo que hay de más hermoso y más noble en el otro sexo. Así, ni uno de los estímulos que hemos imaginado para desarrollar la industria, el talento, el genio, la perfección en todos géneros, ni uno, digo, es comparable al que ejercen las mujeres que juzgan el combate, reservándose ellas mismas como recompensa del vencedor. De todos los látigos y espuelas, y cebos, y premios, no existe ningún otro como pensar en el radiante rostro que los holgazanes encontrarán apartado. »En nuestros días apenas hay más solteros que aquellos que no han sabido redimirse dignamente de los deberes de la vida. Preciso es que una mujer tenga valor, ¡bien triste valor!, cuando por piedad de uno de esos infortunados, desafía a la opinión de su generación —pues de otro modo es completamente libre— hasta el punto de aceptarlo por marido. Debo añadir que, más difícil que resistir cualquier otro elemento en esa opinión, será su sexo el que la juzgará más severamente. Nuestras mujeres se han elevado a toda la altura de su sentimiento de responsabilidad, como guardianes del mundo futuro a las que se les ha confiado las llaves del porvenir. Su sentimiento del deber a este respeto, confina con el sentido de una consagración religiosa. Es un culto en el cual inician a sus hijas desde la infancia.» Después de volver a mi cuarto esa noche, me quedé leyendo una novela de Berrian, que el doctor Leete me había prestado, y cuyo asunto recordaba el final de su conversación sobre las ideas modernas acerca de la responsabilidad parental. Imagínese el lector este asunto tratado por un novelista del siglo XIX: éste se habría empeñado en excitar la simpatía enfermiza del lector en favor del egoísmo sentimental de los amantes y su rebelión contra la ley no escrita que al fin ultrajan. No necesito describir —¿quién no ha leído Ruth Elton?— el curso diferente que sigue Berrian ¿Quién no recuerda la arrebatadora elocuencia con que desarrolla este tema: «Sobre los que van a nacer, nuestro poder es como el de Dios, y nuestra responsabilidad para con ellos es semejante a la suya para con nosotros. Así como nosotros nos desempeñemos con ellos, así nos tratará Él.» 156

XXVI

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i alguna vez hubo persona excusable de olvidar los días de la semana, esa persona soy yo. Creo que si se me hubiera dicho que el modo de contar el tiempo había cambiado totalmente, que en lugar de siete días la semana tenía cinco, diez o quince, lo habría creído sin la menor sorpresa, después de todo cuanto había visto y oído del siglo XX. La primera vez que me cuidé de saber qué día era de la semana, fue a la mañana siguiente de la conversación relatada en el último capítulo. Durante el desayuno, el doctor Leete me preguntó si tenía deseos de oír un sermón. —Entonces ¿hoy es domingo? —exclamé. —¡Sí! —respondió—. El viernes pasado fue cuando hicimos el feliz descubrimiento de la cámara enterrada a la que debemos el placer de su compañía. Se despertó por primera vez el sábado, un poco después de medianoche, y por segunda vez el domingo por la tarde, en plena posesión de sus facultades. —¿De modo que siguen celebrando el domingo y tienen todavía sermones? — dije—. Nosotros tuvimos profetas que anunciaron que una y otra costumbre serían abolidas mucho antes de la época en que vivimos. Tendría curiosidad de saber cómo se aviene la Iglesia con el resto de esta moderna organización. Sin duda hay una iglesia nacional, con sacerdotes oficiales. El doctor Leete soltó la carcajada, y su mujer y Edith se echaron también a reír. —¡Oh señor West! —dijo la joven—, ¿por quién nos toma usted? ¿No estaban acaso hartos de las iglesias nacionales en el siglo XIX, y se figura que las hemos restablecido? —Pero ¿cómo conciliar la existencia de iglesias privadas y de un clero independiente con la atribución al Estado de todos los edificios y el servicio industrial de todos los hombres? —respondí. —Las prácticas religiosas han cambiado mucho, naturalmente, en cien años —respondió el doctor Leete—, pero aunque hubiesen seguido invariables, nuestro sistema social se hubiera acomodado perfectamente a ellas. La nación facilita a toda persona o asociación de personas el uso de edificios mediante un alquiler, y en tanto que el inquilino paga, dispone del edificio. En cuanto a los sacerdotes, si hay un grupo de personas que deseen asegurarse los servicios particulares de un individuo, fuera del servicio general de la nación, pueden procurárselo —con el consentimiento del interesado, por supuesto— de la misma manera que nos procuramos nuestros editores, quiero decir, indemnizando a la nación, mediante sus tarjetas de crédito, por la 157


pérdida así ocasionada a la industria general. La indemnización pagada a la nación por el individuo se corresponde al sueldo pagado, en su época, al individuo mismo; y las variadas aplicaciones de este sistema dejan libertad de acción a la iniciativa privada en todos los detalles en que no es aplicable el control nacional. Vuelvo a nuestro sermón. Si desea oír hoy uno, puede, según lo desee, ir a la iglesia o quedarse en casa.

re que ella nos ponga en comunicación con el gabinete parlante del señor Sweetser? Puedo asegurarle un muy buen discurso.

—¿Oír un sermón quedándome en casa?

—Como usted desee —respondió mi anfitrión.

—No tiene usted más que seguirnos al gabinete de música y sentarse en una silla cómoda. Todavía hay gentes que prefiere oír los sermones en la iglesia, pero la mayor parte de nuestras predicaciones, lo mismo que nuestras audiciones musicales, se verifican en locales acústicos, enlazados por hilos telefónicos a las casas de los abonados. Veo en el periódico que esta mañana predicará el señor Barton, quien no predica más que por teléfono, y su audiencia alcanza a menudo a 150.000 personas.

Mientras su padre hablaba, Edith había tocado un botón, y la voz del señor Barton cesó de repente. Tocó después otro botón y la voz grave y simpática que me había impresionado ya tan agradablemente, llenó de nuevo la habitación:

—Aun cuando no fuera más que por la novedad de la cosa, me gustaría oír un sermón en esas condiciones —dije. Una o dos horas más tarde, mientras yo leía en la biblioteca, fue Edith a buscarme y la seguí al gabinete de música, donde me esperaban sus padres. Acabábamos apenas de sentarnos confortablemente cuando sonó una campana y algunos minutos después se oyó como la voz de un persona invisible que hablaba en el diapasón de una conversación ordinaria. He aquí lo que dijo aquella voz.

Sermón del señor Barton

«Tenemos entre nosotros, desde la semana última, un crítico del siglo XIX, un representante en carne y hueso de la época de nuestros bisabuelos. Sería singular que un hecho tan extraño no hubiera impresionado fuertemente a nuestra imaginación. Muchos de entre nosotros han encontrado en este acontecimiento una ocasión muy natural de reconstituir por el pensamiento la sociedad de entonces, de figurarse lo que debía ser la vida en aquella época. Al proponeros escuchar algunas reflexiones que he hecho a este propósito, creo, pues, seguir, más bien que torcer, el curso espontáneo de vuestros pensamientos.»

A estas palabras, Edith cuchicheó al oído de su padre; éste hizo un signo de asentamiento y se volvió hacia mí. —Señor West —dijo—, Edith cree que acaso experimentará usted alguna molestia escuchando un sermón sobre el tema que el señor Barton está desarrollando. ¿Quie158

—No, no —dije—; al contrario. Siento la más viva curiosidad de oír lo que va a decirnos el señor Barton.

«Me atrevo a afirmar que existe al menos un sentimiento común que ha hecho nacer en nuestros corazones esa mirada retrospectiva: el asombro, más profundo que nunca, ante los prodigiosos cambios que en el corto espacio de un siglo han bastado para producir en las condiciones materiales y morales de la existencia humana. No insistiré en el contraste entre la miseria en que entonces estaban sumidos la nación y el mundo entero, y el bienestar de que hoy gozan; después de todo, la diferencia no es quizá tan grande como, por ejemplo, entre la pobreza de este país durante el primer período colonial del siglo XIX, y la Inglaterra de Guillermo el Conquistador y de la reina Victoria. A pesar de que la suma de las riquezas de una nación no se correspondían, como ahora, con las de su pueblo, hay sin embargo paralelismos parciales, desde un punto de vista simplemente material, entre los siglos XIX y XX. Al considerar el lado moral de la revolución es cuando nos encontramos ante un fenómeno sin precedentes en la historia, por lejos que podamos remontarnos. Sería ciertamente excusable al exclamar: ¡He aquí al fin el milagro! Sin embargo, pasado el primer momento de sorpresa, si se examina con los ojos de la crítica ese pretendido prodigio, se nota que nada de esto tiene, menos aun de milagro, y que ni siquiera es necesario, para explicar el fenómeno, suponer un renacimiento moral de la humanidad, o la completa destrucción de los malvados y la supervivencia de los buenos. El fenómeno encuentra su explicación más sencilla y obvia en la reacción humana por la renovación de un medio ambiente. En otros términos, a una forma de sociedad fundada en los principios del seudointerés del egoísmo, y que no apelaba más que al lado brutal y antisocial de la naturaleza humana, se la ha sustituido con instituciones basadas en el verdadero interés del altruismo racional, y que apela a los instintos generosos y sociables de la humanidad. Amigos míos, si se os antojara ver a los hombres volver a ser las fieras del siglo XIX, no tendríais más que restablecer el antiguo régimen social e industrial, que les enseñaba a considerar a sus semejantes como su presa natural, y a encontrar su ganancia en la pérdida de su prójimo. Sin duda os diréis que, por apremiante que fuese, ninguna necesidad os podría decidir jamás a abusar de vuestra superioridad física o intelectual para despojar a otros igualmente necesitados. Pero, suponed que no se trate solamente de vuestra propia existencia. Sé que entre nuestros antepasados ha debido encontrarse más de uno que, por no alimentarse del pan arrancado a los otros, habría 159


preferido renunciar a la vida, si no se hubiera tratado más que de la suya. Pero no se le permitía hacerlo: tenía vidas queridas que dependían de él. Los hombres amaban entonces como se ama hoy. Dios sabe cuánto valor necesitaban para criar hijos, pero en fin, los tenían, y sus hijos, sin duda, les eran tan queridos como los nuestros lo son, y era preciso vestirlos, alimentarlos, educarlos. Las criaturas de más suave carácter se vuelven feroces cuando se trata de buscar el alimento de sus pequeñuelos, y en aquella sociedad de hambrientos, la lucha por el pan cotidiano exasperaba los sentimientos más tiernos. Para que vivieran los suyos, no había que titubear, el hombre tenía que sumergirse en la lucha impura, necesitaba engañar, estafar, suplantar, defraudar, comprar a bajo precio y vender lo más caro posible, arruinar el comercio del vecino, que no tenía otro medio de ganar el pan para su familia, necesitaba explotar a sus obreros, exprimir a sus deudores, timar a sus acreedores. En vano se buscaba y se lloraba, no había otro medio para sostener a su familia que tomar el puesto de algún competidor más débil, y arrancarle el pan de la boca. Los mismos ministros de la religión no estaban exentos de esa horrible necesidad. Mientras predicaban a sus feligreses contra el afán de lucro, ellos mismos se veían obligados, en consideración a sus familias, a velar por las ventajas pecuniarias de su vocación. ¡Ah, pobre gente, obligada a predicar a los hombres la generosidad sobre el egoísmo, cuando sabían que el practicarla, en ese estado de existencia del mundo, era condenarse a la miseria; recomendar leyes de conducta social que la ley de la legítima defensa obligaba todos los días a violar! ¡Al contemplar el espectáculo inhumano de la sociedad, aquella buena gente gemía por la depravación de la naturaleza humana, como si a la criatura más angelical le hubiese sido posible conservar su pureza en aquella escuela diabólica! ¡Ah, amigos míos, creedme: no es en el siglo afortunado en que vivimos, en el que la humanidad revela lo que hay de divino en su esencia, sino más bien en aquellos días nefastos, en que hasta la áspera lucha por la simple existencia, lucha en la que la misericordia era una locura, no llegó a desterrar por entero del corazón humano toda generosidad, toda misericordia. Se comprende el encarnizamiento de aquellos hombres y de aquellas mujeres, que en otras condiciones hubieran estado animados de los sentimientos más tiernos y más sinceros, para destrozarse mutuamente, en su rabia de procurarse dinero a toda costa, cuando se trata de darse cuenta de lo que significaba entonces la pobreza. La pobreza era para el cuerpo el hambre y la sed, los tormentos del calor y del frío; en la enfermedad, el abandono; en la salud, la labor incesante; para la naturaleza moral, la opresión, el desprecio, y el paulatino endurecimiento de la dignidad, los contactos groseros desde la infancia, la pérdida de toda inocencia infantil, de toda gracia femenina y de toda dignidad viril; en fin, para el espíritu, la muerte por la ignorancia, el embotamiento de todas las facultades que nos distinguen del bruto, la reducción de la vida a un círculo monótono de funciones físicas. ¡Ay, amigos míos! Si no se os ofreciera otra elección que una situación semejante o el éxito en la lucha por el dinero, ¿tardaríais mucho en volver a caer en el nivel moral de vuestros antepasados?

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Hace doscientos o trescientos años, se cometió un acto de barbarie en la India, en circunstancias particularmente horribles que eternizarán su memoria, no obstante el corto número de víctimas. Un grupo de prisioneros ingleses fueron encerrados en un local en el cual el aire que había no hubiera bastado para la décima parte de su número. ¡Aquellos desgraciados eran bravos soldados, leales camaradas de servicio, pero cuando la agonía de la asfixia comenzó a apoderarse de ellos, todo lo olvidaron y entablaron una lucha repugnante de cada uno para sí y de todos contra todos, para abrirse camino hacia uno de los escasos respiraderos por donde entraba un soplo de aire. Aquel era un combate en el que los hombres se convirtieron en fieras, y cuyo relato, hecho por unos pocos supervivientes, conmovió a nuestros antepasados hasta tal punto que durante un siglo encontramos referencias en su literatura como símbolo típico de los extremos del sufrimiento humano en todo su horror físico y moral. No sospechaban que el Agujero Negro de Calcuta, con su rebaño de hombres destrozándose y aplastándose unos a otros para conseguir un sitio en los respiraderos, vendría a ser para nosotros una impresionante imagen de la sociedad de su época. En ésta sólo faltan, para ser enteramente fiel, las mujeres, los niños, los ancianos y los inválidos, porque en el Agujero Negro de Calcuta no había, al menos, otra cosa que hombres avezados al sufrimiento. Cuando se piensa que el antiguo sistema social, del cual acabo de hablar, reinó hasta finales del siglo XIX y que el que ahora existe ya nos parece viejo, no podemos menos de sorprendernos por la rapidez sin precedente con que ha debido realizarse un cambio tan profundo, más allá de todas las previas experiencias que la especie debió haber experimentado. Pero, si se observa atentamente el estado de los espíritus durante la última parte del siglo XIX, ese asombro se disipa en grandes proporciones. Por más que no se pueda decir de una manera general que la verdadera inteligencia reinara por aquella época en ningún país, la generación de entonces era relativamente ilustrada, si se la comparaba con las que la habían precedido. Como inevitable consecuencia de ese grado comparativo de inteligencia, su resultado fue una percepción más viva que nunca de los males de la sociedad. Es verdad que aquellos males habían sido más crueles, mucho más, durante los siglos pasados. El progreso de la inteligencia popular era el que constituía toda la diferencia, lo mismo que la aurora revela fealdades que las tinieblas habían hecho parecer tolerables. La nota dominante de la literatura de aquella época era la compasión por los pobres, los desdichados, una protesta indignada contra el fracaso de la máquina social, impotente para atenuar la miseria humana. Esas explosiones de cólera nos muestran que los hombres mejores de aquel tiempo concebían, al menos por instantes, lo moralmente horroroso del espectáculo que los rodeaba, y que los más sensibles encontraban en la intensidad de sus simpatías una angustia casi intolerable. Por más que la idea de la unidad de la familia humana, el sentimiento real de la fraternidad, no fuese entre ellos el axioma moral que han llegado a ser para nosotros, no sería justo suponer que nuestros antepasados no concibieran ni sintieran nada semejante. Podría leerles más de un párrafo elocuente de sus escritores que demuestran que esta idea existía muy claramente para algunos, y sin duda, en estado vago para muchos otros. Además, no olvidemos tampoco que el siglo XIX se denominaba 161


cristiano, y el carácter absolutamente anticristiano de toda la organización comercial e industrial de la sociedad debía chocar, en cierta medida, a aquellos pretendidos seguidores de Jesucristo. Cuando uno se pregunta por qué, después que la gran mayoría de los hombres reconoció los abusos del sistema social que clamaban al cielo, los toleraban a pesar de todo, contentándose con discutir algunas reformas insignificantes, se llega a comprobar una verdad extraordinaria. Los mejores hombres de aquel tiempo estaban sinceramente convencidos de que los únicos elementos estables de la naturaleza humana, los únicos sobre que se podía fundar un sistema social, eran precisamente las tendencias más perversas. Se les había enseñado, y lo creían, que la rapacidad y el egoísmo eran el cimiento necesario de la humanidad, que todas las asociaciones humanas se derrumbarían el día en que se intentara reprimir o amortiguar esos sentimientos. En una palabra, creían esos hombres —incluso los que deseaban creer otra cosa— exactamente lo contrario de lo que hoy nos parece evidente; creían que el principio antisocial del hombre era el que constituía la fuerza cohesiva de la sociedad. Les parecía razonable que los hombres vivieran en sociedad sólo con el propósito de estafarse y oprimirse unos a los otros, y que mientras una sociedad que otorgaba amplio campo a que estas propensiones pudieran mantenerse, había muy pocas oportunidades para sostener la idea de una cooperación para el beneficio de todos. Parece absurdo creer que alguna vez se hayan tenido convicciones como las que eran seriamente sostenidas por los hombres; pero, sin embargo, está demostrado históricamente que no sólo pensaban así nuestros bisabuelos, sino que esa idea es responsable de los grandes retrasos que sufrieron las reformas sociales. ¡Ahí está todo el secreto del pesimismo literario de fines del siglo XIX, de su melancólica poesía, del cinismo de su humor! Nuestros abuelos comprendían bien que la situación de la especie era intolerable, pero no lucía antes sus ojos ninguna esperanza de un porvenir mejor. Ellos creían que la evolución humana había conducido a un cul de sac, y que ya no era posible avanzar. Esto se puede ver fuertemente ilustrado por los tratados que han llegado hasta nosotros, que pueden ahora ser consultados por los curiosos en nuestras bibliotecas, con todos los laboriosos argumentos de los pensadores de aquellos tiempos, por cuyo medio se ingeniaban en probar que a pesar de la profunda miseria de los hombres por no sé qué compensación de motivos, era sin embargo una vida que merecía ser vivida. El desprecio de sí mismo engendraba el menosprecio del Creador. La creencia religiosa estaba quebrantada por todas partes. Apenas si se escapaban algunos pálidos y furtivos resplandores de un cielo velado por la duda y el terror, para aclarar el caos del mundo. Nosotros sonreímos ante la idea de que los hombres puedan dudar de Aquél cuyo aliento respiran y temer las manos que moldearon su ser; pero, recordemos que los niños, valientes durante el día, tienen a menudo absurdos terrores en la noche. La aurora ya ha asomado desde entonces. Es muy fácil creer en la paternidad de Dios en el siglo XX. Os he indicado, brevemente, algunas de las causas que prepararon el espíritu de los hombres para la transformación del orden antiguo al nuevo, así como algunas causas 162

del conservadurismo desesperado que retardó su realización, cuando ya los tiempos estaban maduros. Asombrarse de la rapidez con que se operó el cambio, una vez que se vislumbró la posibilidad de ello, sería olvidar el efecto embriagador de la esperanza sobre espíritus alimentados durante mucho tiempo con la desesperación. La salida del sol, tras una noche tan larga y tan oscura, debió tener un efecto deslumbrador. Desde el día en que los hombres comprendieron que, después de todo, la humanidad no se había creado para quedarse eternamente enana, sino que por lo contrario su estatura entraba en el umbral de un desarrollo ilimitado, la reacción debió haber sido irresistible. Es evidente que nada pudo contener el entusiasmo que inspiraba la nueva fe. Esta vez por fin, los hombres saludaron una causa junto a la que palidecían todas las grandes causas de la historia. No hay duda que esta causa pudo haber tenido millones de mártires, pero no fueron necesarios. Un cambio de dinastía en un pequeño reino de otro tiempo costó acaso más vidas que la revolución que al fin puso a la especie humana en el camino recto. Es indudable que al que goza de los beneficios de nuestro siglo resplandeciente no le corresponde desear otro destino; sin embargo, frecuentemente he pensado en que de buena gana cambiaría mi parte de esta edad de oro y de serenidad, por un puesto en aquella tormentosa época de transición, en la que unos héroes echaron abajo la férrea puerta del porvenir, y revelaron a las miradas ávidas de una humanidad desesperada, en lugar del muro negro que cerraba su camino, una perspectiva de progreso cuyo fin, por su excesiva luz, nos deslumbra todavía. ¡Ay, amigos míos, quien pudiera decir que ha vivido entonces, cuando las débiles influencias fueron la levadura a cuyo toque los centuriones temblaban, aunque no se pueda valorar lo suficiente en esta era de realización! Vosotros conocéis la historia de la última, la más grande y la menos sangrienta de todas las revoluciones. En el espacio de una generación, los hombres abandonaron las tradiciones sociales y las prácticas de los bárbaros, y adaptaron un orden social digno de seres humanos racionales. Renunciaron a sus hábitos depredadores, se convirtieron en camaradas de trabajo, encontraron en la fraternidad el secreto de la felicidad al mismo tiempo que el de la riqueza. “¿Qué tendré para comer y para beber?... ¿con qué me vestiré?...” El problema era insoluble en tanto que el yo figuraba en su principio y su fin. Pero cuanto el punto de vista individual se cambió por el punto de vista fraternal, cuando se preguntaron todos: “¿Qué comeremos y beberemos nosotros?... ¿con qué nos vestiremos nosotros?...” las dificultades se desvanecieron. Para la masa de la humanidad, la tentación de resolver el primer problema había ido a parar en la pobreza y en la servidumbre, pero desde que la nación se convirtió a un mismo tiempo en el único capitalista y el único patrón, no solamente la abundancia sucedió a la pobreza sino que los últimos vestigios de la servidumbre del hombre con el hombre desaparecieron de la tierra. El principio de la esclavitud humana, tan frecuente como tan vanamente combatido, estaba al fin aniquilado. Los medios de subsistencia no se distribuyeron ya como una limosna, por el hombre a la mujer, 163


por el patrón al empleado, por el rico al pobre, se repartieron de un fondo común, lo mismo que en la mesa de un padre de familia. En adelante ya no era posible a un hombre utilizar a sus semejantes como instrumentos para su provecho personal. La estima pública fue ya la única recompensa posible. La arrogancia y el servilismo desaparecieron de las relaciones sociales. Por la primera vez, desde la Creación, el hombre se mantuvo erguido ante Dios. El temor de querer y la lujuria de ganar se convirtieron en motivos inútiles cuando la abundancia fue asegurada para todos y las posesiones excesivas hicieron imposible su consecución. No más mendigos, no más limosnas. En el reino de la justicia, la caridad llegó a no tener empleo. Los diez mandamientos vinieron a ser casi superfluos en un mundo en el que ya no había tentación para el ladrón, ni pretexto para la mentira, ni sitio para la envidia, ni ocasión para la violencia, cuando los hombres fueron desarmados del poder de injuriarse uno al otro. El antiguo sueño de libertad, igualdad y fraternidad, por tanto tiempo acariciado y por tantos siglos burlado, al fin se realizaba. Así como en el antiguo orden de cosas el hombre generoso, sensible y justo se encontraba, por esas mismas cualidades, colocado en una situación desventajosa en lo relativo a la lucha por la vida, en la nueva sociedad la frialdad, la avaricia y el egoísmo lo colocan fuera de los límites del mundo. Ahora que las condiciones de la vida por primera vez han cesado de operar como procesos forzosos para desarrollar las más brutales cualidades de los hombres, ahora que el premio que estimulaba al egoísmo se concede al desinterés, por fin se está en condiciones de ver lo que es la naturaleza humana, emancipada de las influencias pervertidoras. Las tendencias depravadas, que habían antes cubierto y oscurecido por completo a las mejores, perecieron como los hongos de las bodegas perecen al aire libre; las cualidades nobles se desarrollaron con una eflorescencia tan repentina que los cínicos se hicieron panegiristas y, por primera vez en la historia, la humanidad se enamoró de sí misma. Nosotros asistimos a esa revelación, que ni los teólogos ni los filósofos de los tiempos antiguos habían querido admitir, a saber: que la naturaleza humana, en sus cualidades esenciales, es buena; que los hombres, por sus inclinaciones y configuraciones naturales, son generosos, compasivos y amantes, están animados de arranques divinos hacia la ternura y el sacrificio, puesto que son la imagen del Creador, y no su caricatura. La opresión secular, pesando sobre las relaciones de la vida, no había conseguido borrar el fondo de nobleza que en la especie había, y ésta, libre de toda traba, como un árbol encorvado que se endereza, volvió a tomar repentinamente su rectitud natural. Para resumir esto en pocas palabras y por medio de una parábola, permitidme que compare a la humanidad de los tiempos antiguos con un rosal plantado en un pantano, regado con negra agua estancada y respirando vapores miásmicos de día, y que se estremecía con rocíos envenenados durante la noche. Innumerables generaciones de jardineros habían agotado sus esfuerzos para hacerlo florecer, pero, si bien acá y acullá se veía un capullo mal abierto, que tenía ya un gusano en el corazón, el trabajo de los jardineros continuaba siendo infructuoso. Algunos, hasta pretendían que la planta no era un rosal, sino un arbusto dañino que debía ser arrancado o quemado. Sin embargo, la mayoría de los floricultores opinaban que el arbusto pertenecía sin duda a la familia de las rosas, pero que una tacha indeleble se oponía a que abrieran 164

los capullos. Otros soste­nían que el arbusto era bueno, que todo el daño provenía del terreno pantanoso, y que, colocada en más favorables condiciones, la planta prosperaría mucho más. Pero esas personas no eran jardineros de profesión, y la gente del oficio los trataba de teóricos y de soñadores, opinión que, en su mayor parte, era compartida por el pueblo. Varios filósofos pretendían que, aun admitiendo que la planta pudiera prosperar en otra parte, habría más mérito para los capullos en florecer sobre un pantano que en un terreno más favorable. Los capullos que llegaban a madurar eran cada vez más escasos, sus flores más pálidas, e inodoras, pero representaban un esfuerzo moral mayor que si se hubieran abierto espontáneamente en un jardín. Los jardineros de profesión así como los filósofos morales ganaron la contienda. El rosal se quedó arraigado en el pantano, y continuó el antiguo método de cultivo. Sin cesar se aplicaban a las raíces nuevos abonos y variadas recetas, cada una de las cuales era preconizaba por sus abogados especialmente como la más eficaz para destruir los parásitos y eliminar el moho. Largo tiempo duró ese estado de cosas. De tiempo en tiempo, los unos creían descubrir una ligera mejoría en el aspecto del arbusto, en tanto que otros declaraban que desmejoraba. En suma, no había en él un cambio notable. Por último, en un período de desanimación general, se volvió a poner sobre el tapete el proyecto del transplante y esta vez, contó con el favor del público. “¡Probemos! —dijo la voz del pueblo—. Es probable que se encuentre mejor en cualquier otro lugar, y aquí es muy dudoso que pueda seguirse cultivando”. De modo que el rosal de la humanidad fue trasplantado a una tierra mullida, seca y cálida, donde el sol lo bañó, lo acariciaron las estrellas y lo meció el céfiro. Entonces notaron que era en verdad un rosal. Desaparecieron los parásitos y el moho, y el arbusto no tardó en cubrirse de maravillosas rosas rojas, cuya fragancia llenó el mundo. Prenda del destino que se nos ha es fijado, es ese deseo hacia la perfección que el Creador colocó en nuestros corazones, que nos hace encontrar insignificantes nuestros resultados de la víspera, y siempre más lejano el punto a donde queremos llegar. Si nuestros antepasados hubieran concebido la posibilidad de un régimen social en el que los hombres vivirían en la confraternidad más absoluta, sin codicias, sin disputas, y donde, mediante cierta suma de trabajo proporcionado a su salud y sus gustos, viviría sin más cuidado del día siguiente que las plantas regadas por fuentes inagotables… si hubieran podido concebir un régimen semejante, os digo, habrían creído entrever el paraíso, el cielo, y que después de esto ya no quedaba nada que desear. Pero nosotros, nosotros, que hemos llegado a esta cima que ambicionaban sus miradas, hemos casi olvidado ya —a menos que una ocasión extraordinaria como la de hoy nos lo recuerde— que la suerte de la humanidad no ha sido siempre ésta. Necesitamos un esfuerzo de imaginación para representarnos el régimen social de nuestros ancestros inmediatos: los encontramos grotescos. La solución del problema de la vida material, la desaparición de la inquietud y el crimen, lejos de parecernos el coronamiento de nuestros esfuerzos, no parece más que el preliminar de todo verdadero progreso. Hasta el presente hemos solamente sacudido una ligadura im165


pertinente e inútil que impedía a nuestros ancestros fijar la vista en el objeto real de la existencia. Nos hemos aligerado para la carrera, eso es todo. Somos como el niño que acaba de aprender a tenerse en pie y empieza a andar. El día en que el niño camina por primera vez es para él un acontecimiento. Quizás imagina que esto es una hazaña incomparable, y, sin embargo, un año después ha olvidado ya que no siempre supo caminar, que su horizonte no ha hecho más que ensancharse. Ciertamente, su primer paso no deja de ser un acontecimiento de consideración, pero sólo como punto de partida, no como fin. Su verdadera carrera empezará cuando haya entrado en la vía. La liberación material de la humanidad en el siglo último, con su convencimiento mental y físico, con su esquema de las meras necesidades corporales, puede ser considerada como un segundo nacimiento de la especie, sin que éste tenga que cargar para siempre con el peso injustificado del primero. Desde aquel momento, la humanidad ha entrado en una nueva fase de desarrollo espiritual, en la evolución de sus más altas facultades, cuya presencia en la naturaleza humana apenas sospecharon nuestros ancestros. En lugar del profundo pesimismo y del lúgubre desaliento del siglo XIX, el pensamiento vivo de nuestro presente era es una concepción entusiasta de los beneficios de la existencia actual terrestre y de los horizontes ilimitados la naturaleza humana. El perfeccionamiento físico, intelectual y moral de la humanidad es reconocido como fin supremo de todos los esfuerzos y de todos los sacrificios. Por primera vez ha emprendido seriamente la especie la realización del ideal que Dios puso en ella, y cada generación debe subir un escalón. Si me preguntáis lo que yo vislumbro para después de que hayan pasado generaciones innumerables, os responderé que el camino se abre ante nosotros, y que su extremo desaparece en la luz. El hombre debe volver a Dios, “que es nuestra morada”, bajo dos formas: el retorno de lo individual a través de la muerte, y el retorno de la especie al cumplirse la evolución, cuando el secreto divino oculto en el germen se haya descifrado a la perfección. Así, pues, con una lágrima para el tenebroso pasado, volvámonos hacia el porvenir deslumbrador, velemos nuestros ojos y marchemos hacia delante. El largo y fatigoso invierno de la humanidad ha terminado. La humanidad ha roto la crisálida. Los cielos se abren ante ella.»

XXVII

J

amás he podido explicarme por qué, durante mi vida de otro tiempo, la tarde del domingo me inspiraba siempre pensamientos melancólicos, apagando la incontable gama de colores todos los aspectos de la vida y proyectando sobre los objetos una especie de sombra de fastidio y de tristeza. Las horas, que en general me llevaban demasiado aprisa sobre sus alas, parecían perder su capacidad de vuelo, y hacia el fin del día, al desplomarse a tierra, yo tenía que utilizar todas mis fuerzas para arrastrarme. ¿Era esto una reminiscencia del hábito que había adquirido en otro

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tiempo, a pesar del cambio de mis circunstancias? Lo cierto es que caí en un estado de profunda depresión la tarde del primer domingo que pasé en el siglo XX. En la presente ocasión, sin embargo, no era una depresión sin causa específica, la simple y vaga melancolía de la que he hablado, sino una sensación inducida y ciertamente justificada por mi posición. Por las mañana, había oído el elocuentísimo sermón del señor Barton, que con sus constantes implicaciones hacia el enorme abismo moral que separaba el siglo al que yo había pertenecido y éste en el que me encontraba ahora, había tenido un fuerte efecto en acentuar mi sensación de soledad. Sus palabras sensatas y filosóficas no podían menos que dejar sobre mi espíritu una profunda impresión ante la mezcla de lástima, curiosidad y aversión que debía excitar a mi alrededor, en mi calidad de representación de una época aborrecida. La extraordinaria amabilidad con que había sido tratado por mis anfitriones, y sobre todo la bondad de Edith, me había impedido hasta ese instante reflexionar que su opinión real respecto a mí, en el fondo debía ser la misma que la de toda la generación a la que pertenecían. Que así fuera en cuanto al doctor y su amable esposa, pase, por más que eso me hacía sentir verdadera pena; pero la idea de que Edith compartiera ese sentimiento, ya era más de lo que podía soportar. El efecto abrumador que esa revelación produjo sobre mí, me hizo notar claramente lo que el lector quizá habrá adivinado ya: que yo amaba a Edith. ¿Era esto tan extraño? La ocasión de donde nació nuestra intimidad el día en que sus manos me arrancaron del abismo de la demencia; su simpatía, que era como el aliento divino, gracias al cual había yo podido soportar aquella nueva existencia; mi costumbre de mirarla como una especie de mediadora entre el mundo que me rodeaba y yo mismo en un sentido que incluso su padre no tenía… todas estas circunstancias habían predeterminado un resultado para el que, por lo demás, habría bastado el encanto de su persona y de su carácter. Era inevitable que llegara a ser a mis ojos la única mujer en el mundo, y esta frase tenía en mi boca sentido muy diferente que en la de un amante vulgar. Y ahora que me sentía de pronto penetrado de la vanidad de la esperanza que comenzaba a acariciar, sentía, no sólo los sufrimientos habituales de un enamorado, sino además la sensación de aislamiento y desolación, de una absoluta soledad, que ningún hombre antes de mí, por desgraciado que hubiera sido, pudo haber sentido. Es evidente que mis anfitriones notaron mi depresión, e hicieron todo lo posible por distraerme. Edith, sobre todo, sufría con mi pena, yo lo veía; pero con la perversión habitual de un corazón enamorado, que ha tenido un momento de locura al soñar que recibiría algo a cambio, yo no encontraba ya ninguna dulzura en una bondad que, en adelante, estaba convencido de que no era más que compasión. Después de haber estado encerrado en mi cuarto la mayor parte de la tarde, fui a dar una vuelta por el jardín. El cielo estaba cargado; el aire, templado y sereno, se impregnaba de olores otoñales. Encontrándome en la entrada de la excavación, bajé 167


a la cámara subterránea y me senté allí. «Hete aquí —murmuré para mí— el único hogar que he tenido. Quedémonos en él para no salir más.» Ayudándome con los objetos familiares que me rodeaban, busqué un triste consuelo en evocar las formas y los rostros que llenaban mi vida de otro tiempo. ¡Vanos esfuerzos! Ya no había vida en ellos. Hacía un siglo que brillaban las estrellas sobre la tumba de Edith Bartlett, y de todas las tumbas de mi generación. El pasado estaba muerto, aplastado bajo el peso de un siglo, y yo estaba excluido del presente. En ninguna parte había sitio para mí. ¡A decir verdad, no estaba muerto ni vivo! —Perdóneme por haberle seguido... Alcé los ojos. Edith estaba en pie en el umbral de la habitación subterránea y me miraba sonriendo, pero llenos los ojos de compasiva tristeza. —Despídame si le estorbo —dijo—, pero hemos notado que volvía a las andadas... Me prometió dejármelo saber cuando esto sucediera, y no ha cumplido su palabra. Me levanté y me acerqué a la puerta, tratando de sonreír, pero haciendo, creo, muy triste figura, porque el espectáculo de su belleza reavivó en mí, de una manera más punzante todavía, los motivos de mi desaliento. —Me sentía algo solo, eso es todo —dije—. ¿No le he dicho nunca que mi aislamiento es más profundo que lo fue jamás el de un ser humano, y que habría casi que inventar una palabra nueva para describirlo? —¡Ay, no diga esas cosas, no se deje invadir por tales ideas! —exclamó la joven, húmedos los ojos—. ¿No somos sus amigos? Si no quiere que lo seamos, suya es la culpa. Nada le obliga a aislarse así. —¡Ah, ese desdichado sermón! —exclamó ella, casi llorando de pena—. Yo no quería que lo escuchara. ¿Qué sabe él de usted? Se ha informado de su época por medio de libros viejos, nada más. ¿Por qué se preocupa por él, por qué ha de contrariarle lo que ha dicho? Él no es nada suyo, ¿no aprecia usted la diferencia? ¿No le es más preciosa nuestra opinión, la de los que le conocemos, que la de un hombre que no le ha visto nunca? ¡Ay, señor West, no sabe usted, no puede imaginarse cuánto sufro al verle tan desesperado! No puedo soportarlo. ¿Qué podría decirle? ¿Cómo convencerle de que se engaña por completo sobre la naturaleza de los sentimientos que nos inspira? Como el día de mi primera crisis, Edith vino hacia mí tendiéndome las manos en un gesto de socorro, y, como entonces, se las cogí y las estreché entre las mías; alzábase su pecho, y el ligero temblor de sus dedos, que yo apretaba convulsivamente, denunciaba la intensidad de su emoción. En su rostro leíase la lucha, angelicalmente 168

indignada, de la piedad contra los obstáculos que la reducían a la impotencia. Nunca, seguramente, tuvo la compasión femenina un aspecto tan delicioso. Tanta belleza y bondad unidas hacían fundirse mi alma, y me parecía que la única respuesta era confesarle la verdad. Sin duda, yo no tenía ni un rayo de esperanza; pero, por otra parte, no tenía ningún temor de disgustarla: era demasiado misericordiosa para esto. Así, acabé por decirle: —Sería mucha ingratitud de mi parte no contentarme con toda la bondad que me ha demostrado, y que me demuestra aún. ¿Pero es usted tan ciega que no comprende por qué no basta esa bondad para hacerme dichoso? ¿No ve que es porque he sido lo bastante loco para amarla? Al oír estas últimas palabras, enrojeció intensamente y sus ojos se bajaron ante los míos, pero no hizo ningún esfuerzo para desprender sus manos de mi presa. Durante algunos momentos quedó así en pie, algo anhelante; luego, ruborizándose más que nunca, pero con una sonrisa deslumbradora, alzó los ojos. —¿Está seguro de que no es usted quien está ciego? —dijo. Esto fue todo, pero fue suficiente; por increíble, por inexplicable que esto pareciera, comprendí que aquella radiante hija de una edad de oro, dejaba caer sobre mí más que su compasión: me daba su amor. A pesar de esta confesión, y en el momento mismo en que la estrechaba entre mis brazos, aun me parecía estar bajo la influencia de una alucinación de dicha: —Si estoy loco —exclamé—, ¡ay, quisiera estarlo siempre! —A mí es a quien debe usted creer loca —murmuró, desprendiéndose de mis brazos cuando apenas había yo gustado la miel de sus labios—. ¡Ay, ay! ¿Qué pensará de mí, que me arrojo así en los brazos de un hombre a quien no conozco más que desde hace ocho días? No quería descubrirme tan pronto, pero me ha afligido tanto, que ya no sabía lo que estaba diciendo. No, no, no conviene que se acerque a mí antes de saber quién soy. Después de todo, caballero, se excusará usted humildemente conmigo de haber pensado, porque sé que lo pensará, de que mi enamoramiento ha sido demasiado rápido. Después que sepa quién soy, se verá obligado a convenir en que mi deber era amarle a primera vista, y que ninguna joven de corazón bien nacido habría podido hacer otra cosa. Se me creerá fácilmente si afirmo que me habría pasado perfectamente sin sus explicaciones, pero Edith declaró que no habría más besos hasta que se hubiera justificado plenamente de toda sospecha de precipitación en la expresión de su afecto, y me vi obligado a seguir a la casa al encantador enigma. Cuando llegó al lado de su madre, cuchicheó algunas palabras al oído de ésta, se ruborizó y se fue, dejándonos solos. 169


Entonces descubrí que, por extraña que hubiera sido mi aventura, aun no conocía quizá su aspecto más extraño. Supe de la boca de la señora Leete que Edith era la bisnieta de mi amada perdida, de Edith Bartlett. Después de haberme llorado durante catorce años, ésta había hecho un matrimonio de conveniencia, del que nació un hijo, que fue el padre de la señora Leete. La señora Leete no conoció a su abuela, pero había oído hablar mucho de ella, y cuando su hija vino al mundo, le puso el nombre de Edith. Este hecho contribuyó a aumentar el interés de la niña, al crecer, por todo lo que concernía a su bisabuela, y, sobre todo, la trágica historia del novio de Edith Bartlett, muerto, según se crecía, en el incendio que destruyó su casa. Era ésta una de esas aventuras muy a propósito para despertar la simpatía de una niña novelesca, y el pensamiento de que la sangre de la pobre heroína corría por sus venas, aumentaba en mucho el interés que en ello se tomaba la joven. Entre los recuerdos de familia, había un retrato de Edith Bartlett, así como algunos de sus papeles, entre otros un paquete de mis propias cartas. El retrato era el de una encantadora joven cuya sola vista hacía nacer multitud de pensamientos tiernos y novelescos. Mis cartas dieron a Edith una idea muy clara de mi personalidad, y su reunión fue suficiente para hacer de aquella antigua y triste historia, a sus ojos, una realidad muy presente. Parece que decía con frecuencia a sus padres, a manera de broma, que no se casaría nunca de no encontrar un novio como Julian West, pero que ya no los había en esos días. Por supuesto, todo esto no era más que el sueño de una niña que aun no había conocido el amor, y nada serio habría resultado de ello sin el descubrimiento de la bóveda sepultada en el jardín de su padre y la revelación de la identidad de su inquilino. Cuando aquel cuerpo, aparentemente sin vida, fue transportado a la casa, el retrato encontrado en mi medallón fue reconocido inmediatamente como el de Edith Bartlett; y enlazando este hecho con otras circunstancias, supieron inmediatamente que yo no podía ser más que Julian West. Aun sin la esperanza de volverme a la vida —y nadie pensó en ello de inmediato—, me dijo la señora Leete que aquel acontecimiento había dejado en el espíritu de su hija una impresión indeleble. El presentimiento de alguna sutil voluntad del destino que enlazaba su suerte a la mía, ¿no habría ejercicio en semejantes circunstancias una fascinación irresistible sobre cualquier mujer? Vuelto yo a la vida, y pareciendo desde el principio que encontraba un encanto particular a su compañía, ¿se había apresurado demasiado Edith a responder a la simpatía que yo parecía atestiguarle? La señora Leete me hacía juez de ello; y añadió que aunque yo fuera de tal opinión, convenía no perder de vista que estábamos en el siglo XX, no en el XIX, y que ahora el amor crecía más de prisa y se expresaba más francamente que entonces. Al separarme de su madre, fui a buscar a Edith. Comencé por cogerle las manos y quedé largo tiempo delante de ella, sumido en muda contemplación de su rostro. Mientras la miraba, comenzó a despertarse en mí el recuerdo de aquella otra Edith, que había sido como anestesiado por el terrible accidente que nos separó, y mi corazón parecía como fundido por sensaciones muy tiernas y dolorosas, pero a la 170

vez dichosas. Porque la que resucitaba de una manera tan penetrante el recuerdo de la que había perdido, estaba también destinada a hacérmela olvidar. Se habría dicho que las miradas de Edith Bartlett se anegaban en las mías y me enviaban una sonrisa de consuelo a través de aquellos hermosos ojos. Mi destino era, no sólo el más extraño, sino ciertamente también el más afortunado que un hombre puede soñar. Realizábase en mi favor un doble milagro. Arrojado como un náufrago a la playa de aquel mundo extraño, no me encontraba solo y sin compañía. Mi amor, que yo consideraba perdido, había vuelto a tomar cuerpo para consolarme. Cuando, en fin, en un éxtasis de gratitud y de ternura, estreché a la deliciosa niña entre mis brazos, las dos Edith estaban como confundidas en mi corazón, y desde entonces nunca se han separado enteramente. Noté bien pronto que Edith, por su parte, también sufría una correspondiente confusión de identidades. La verdad es que nunca tuvieron dos amantes una conversación tan extraña como la nuestra aquella tarde. Ella parecía mucho más deseosa de oírme hablar de Edith Bartlett que de sí misma, de saber cómo había yo amado a aquélla, que de oír cómo la amaba a ella, recompensando las dulces palabras que yo dirigía a otra, con lágrimas y tiernas sonrisas y presiones de la mano. —No debes amarme demasiado por mí misma —dijo—. Seré muy celosa de ella. No permitiré que la olvides. Voy a decirte algo, que acaso te parecerá extraño: ¿no crees que las almas vuelven alguna vez a la tierra para realizar algún deseo de su corazón? ¿Qué di­rías si te confesara que algunas veces he creído que su alma revivía en mí… que mi verdadero nombre era Edith Bartlett y no Edith Leete? Nada sé de ello, sin duda; ninguno de nosotros puede saber quién realmente es, pero puedo sentirlo. ¿Te asombra esto, sabiendo hasta qué punto me interesaba por ti y por ella, aun antes de que tú llegaras? Ya ves que no tienes ninguna necesidad de esforzarte en amarme, con tal de que le seas fiel a ella. De igual modo, yo nunca tendré celos. El doctor Leete había salido aquella tarde, y no pude hablar con él hasta más tarde. Las noticias que le comuniqué no eran, sin duda, inesperadas, y me estrechó la mano cordialmente. —En cualquier otra circunstancia, mi querido West, me parecería que este paso había sido dado muy deprisa. Pero decididamente estas circunstancias se salen de lo ordinario. Para ser sincero por completo, acaso debería añadir que —agregó, sonriendo—, aunque consiento de muy buena gana en el acuerdo propuesto, no tiene usted motivo para estarme reconocido particularmente, mi consentimiento no es mas que una pura formalidad. Una vez revelado el secreto del medallón, supe que este desenlace era inevitable. Bien, si Edith no se hubiera encontrado aquí para rescatar la prenda de su bisabuela, realmente me temo que la lealtad de mi mujer hubiera sufrido un severo choque. Aquella noche la luna bañaba el jardín con su claridad y Edith y yo nos paseamos juntos hasta muy tarde, tratando de acostumbrarnos a nuestra dicha.

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—¿Qué habría yo hecho si no me hubieras mostrado simpatía? —exclamó la joven—. ¡Tenía tanto miedo! ¿Qué habría hecho, sintiendo que te estaba consagrada? Desde que volviste a la vida, estaba segura, como si ella misma me lo hubiera dicho, de que yo debía reemplazarla a tu lado, pero para esto era necesario que me dejaras hacerlo. ¡Ay, aquella mañana, cuando te sentiste tan terriblemente extraño entre nosotros, cómo ardía en deseos de decirte quién era yo. Pero no me atreví a despegar los labios, o dejar que mis padres... —¡Y era eso lo que no querías que me dijese tu padre! —exclamé, recordando la conversación que me parecía haber oído al salir de mi letargo. —Sin duda —dijo la joven riendo—. ¿Has necesitado todo ese tiempo para adivinarlo? Como papá es hombre, pensó que te sentirías entre amigos al decirte quiénes éramos. Él no pensaba en mí en absoluto. Pero mamá me comprendió, y entonces se hizo lo que yo quería. Jamás me habría atrevido a mirarte a la cara, si hubieras sabido quién era. Eso habría sido imponerme de una manera demasiado atrevida. Aun teniendo miedo de que juzgues así mi actitud de hoy, me he esforzado mucho en evitar tu censura, porque sé que en tu época se exigía que las jóvenes disimularan sus sentimientos, y tenía un miedo horrible a escandalizarte. ¡Dios mío, qué duro debía ser esto para ellas, siempre ocultando su amor como una falta! ¿Por qué creían que era tan malo amar, antes de haber obtenido permiso? ¡Permiso para amar! ¿Es que se disgustaban los hombres cuando las jóvenes los amaban? Es algo que una mujer jamás podrá comprender, estoy segura, ni los hombre tampoco. Yo no comprendo absolutamente nada. Es uno de los aspectos más curiosos de las mujeres de aquel tiempo que será preciso que me expliques. No creo que Edith Bartlett fuera tan tonta como las demás. Después de haber intentado en vano separarnos varias veces, insistió la joven en que lo hiciéramos; y ya iba yo a imprimir en sus labios el último beso, cuando me dijo con una malicia indescriptible: —Hay una cosa que me inquieta: ¿estás bien seguro de que perdonas a Edith Bartlett de haberse casado con otro? Los libros de la época nos muestran a los amantes mucho más celosos que enamorados, y por esto te hago esta pregunta. ¡Qué alivio sería para mí saber que no estás celoso de mi bisabuelo por haberse casado con el amor de tu corazón! ¿Puedo decir al retrato de mi bisabuela, cuando vaya a mi cuarto, que le perdonas su infidelidad? Esta salida de coquetería burlona, fuera o no la intención de mi interlocutora, me tocó en lo más vivo, y al tocarme me curó de un absurdo sentimiento que se parecía algo a los celos, y del cual había tenido conciencia vagamente, desde que la señora Leete me habló del casamiento de Edith Bartlett. Hasta en los momentos mismos en que yo tenía en mis brazos a su biznieta —tan a menudo están faltos de lógicas nuestros sentimientos—, no me había dado cuenta de que, sin ese casamiento, esta situación nunca habría ocurrido. Lo absurdo de ese estado de espíritu no tuvo su 172

igual más que en la prontitud de mi enmienda, cuando la maliciosa pregunta de Edith disipó la niebla de mis ideas. La besé riendo. —Puedo darle plena seguridad de mi más absoluto perdón —le dije—, pero si ella se hubiera casado con cualquier otro que no fuese tu bisabuelo, habría tomado la cosa de otra manera. Al volver a mi cuarto, no abrí el teléfono musical, como de costumbre, para transportarme dulcemente al reino de los sueños. Por esta vez, en mi pensamiento sonaba una música más armoniosa que la que pudieran tocar todas las orquestas del siglo XX, y seguí en ese encanto hasta cerca de la mañana, cuando me dormí.

XXVIII

—Me he atrasado un poco, señor. Pero despertarle me ha costado más trabajo que de costumbre. Era la voz de Sawyer, mi asistente. Me senté en la cama sobresaltado y miré a mi alrededor. Estaba en mi cámara subterránea. La suave luz de la lámpara que ardía siempre en la habitación cuando yo la ocupaba, alumbrada las paredes y los muebles familiares. A mi cabecera estaba Sawyer, que tenía en la mano la copa de jerez, que según la receta del doctor Pillsbury, debía reavivar las funciones vitales embotadas el salir del sueño mesmérico. —El señor debería tomarse esto de un trago —dijo, cuando lo miré con aire de pasmo—. El señor parece... algo débil, y esto le hará bien. Vacié la copa y comencé a comprender lo que me había sucedido. La cosa era muy sencilla. Toda aquella historia del siglo XX había sido un sueño. Había soñado con aquella raza de hombres ilustrados y sin inquietudes, y sus ingeniosamente sencillas instituciones, con aquel nuevo y glorioso Boston con sus cúpulas y pináculos, sus jardines y sus fuentes, con su confort universal. La amable familia a la que había aprendido a conocer tan bien, mi anfitrión y mentor el doctor Leete, su mujer y su hija, aquella segunda y más deliciosa Edith, mi prometida… todo eso, todo, no eran más que ficciones de una visión. Durante mucho tiempo conservé la actitud en la cual me había invadido esta convicción, sentado en la cama, mirando al vacío, absorto en la evocación mental de las escenas y de los incidentes de mi fantástica experiencia. Sawyer, alarmado por mi aspecto, preguntaba con inquietud qué era lo que yo tenía. Sacudido por su insistencia, acabé por reconocer el sitio en que me encontraba. Hice un esfuerzo para reunir mis ánimos y tranquilicé a aquel fiel servidor, diciéndole que me encontraba muy bien. 173


—He tenido un sueño extraordinario, eso es todo, Sawyer —dije—, un sueño verdaderamente ex-tra-or-di-na-rio. Me vestí maquinalmente, pesada la cabeza y muy inseguro, y me senté a tomar el café con bollos que Sawyer acostumbraba a prepararme antes de mi salida. En la bandeja había un periódico de la mañana. Lo cogí y mis ojos cayeron sobre la fecha, 31 de mayo de 1887. Sabía, por supuesto, desde el momento en que abrí los ojos, que mi larga detallada experiencia en otro siglo sólo había sido un pequeño sueño, y sin embargo no por eso dejé de experimentar una nueva sacudida ante aquella demostración palpable de que el mundo había envejecido sólo algunas pocas horas desde que me dormí. Recorrí la cabecera del periódico, y leí el siguiente sumario: Exterior. Guerra inminente entre Francia y Alemania. Las Cámaras francesas solicitan nuevos créditos para aumentar sus fuerzas militares. Probabilidad de que toda Europa se vea envuelta en una posible guerra.— Grandes penalidades de los obreros en paro de Londres. Exigen puestos de trabajo. Se preparan grandes manifestaciones. Inquietud de los poderes públicos.— Grandes huelgas en Bélgica. El gobierno se prepara a reprimir los desórdenes. Gran escándalo entre el personal femenino de las minas de carbón de Bélgica—. Confiscaciones generales en Irlanda. Interior. Epidémico aumento de las malversaciones. Sustracción de medio millón de dólares en Nueva York.— Apropiación indebida de un depósito por sus administradores. Huérfanos en la miseria.— Robo hábilmente urdido por un cajero: han desaparecido 50.000 dólares.— Dueños de minas de carbón deciden aumentar el precio y disminuir la producción.— Especuladores controlan el gran acaparamiento de cereales en Chicago.— Una camarilla hace subir los precios del café.— Enorme acaparamiento de tierras por sindicatos del Oeste.— Revelación de escandalosas corrupciones de funcionarios de Chicago. Sobornos sistemáticos.— Los juicios contra el concejal Alderman se transladan a Nueva York.— Grandes quiebras de casas comerciales. Temor ante la crisis.— Gran cantidad de robos y allanamientos de morada.—Asesinato a sangre fría de una mujer en New Haven.— Propietario muerto anoche por un ladrón.— Suicidio en Worcester de un obrero sin trabajo. Una gran familia queda desamparada.— Matrimonio anciano en Nueva Jersey pone fin a sus días antes que recurrir a la beneficencia.— Numerosos despidos de asalariadas en las grandes ciudades—. Sorprendente crecimiento del analfabetismo en Massachusetts.— Demanda de nuevos manicomios.— Actos del Día de Decoración. Discurso del profesor Brown sobre la grandeza moral de la civilización del siglo XIX. No podía caber duda de que me había despertado en el siglo XIX. ¿No era este el sumario diario de un periódico con su microcosmos completo, un resumen del espíritu del siglo, dignamente coronado por aquel último e inconfundible toque de fatuidad y autocomplacencia? Después de la terrible requisitoria que encerraba este compendio de la sangre vertida en un día, de la codicia y la tiranía generalizadas, hablar de la grandeza moral del siglo XIX era un cinismo digno de Mefistófeles, y, sin embargo, 174

de todos los que aquella mañana habían abierto el periódico, acaso era yo el único a quien sublevara este alarde de cinismo; incluso ayer yo no lo habría notado mejor que los demás. Aquel sueño singular había establecido la diferencia. No sabría decir cuánto tiempo estuve bajo su influencia y olvide lo que me rodeaba, reviviendo una y otra vez aquel vívido mundo de sueños, en aquella ciudad espectacular, con el simple confort de sus casas particulares y el esplendor de sus edificios públicos. Volvía a ver ante mí aquellos rostros libres de arrogancia o servilismo, de envidia o avidez, que no respiraban inquietud o febril ambición; volvía a ver las majestuosas formas de hombres y mujeres que nunca habían temblado ante un semejante ni dependido de sus favores, y que, según las palabras del sermón que todavía resonaban en mis oídos, se «mantenían erguidos ante Dios». Aunque sólo se trataba de un sueño, no me desprendí de él sino con un profundo suspiro y con la sensación de una pérdida irreparable, y salí de mi casa. Tuve que detenerme, y recomponerme, por lo menos una docena de veces, entre la puerta de mi casa y la calle Washington, tan extraño me parecía el Boston presente ante la persistente visión del Boston futuro. La suciedad y el olor nauseabundo de la ciudad, desde el momento que estuve en la calle, me impresionaron como si nunca los hubiera notado antes. Ayer todavía, sin embargo, encontraba muy natural que algunos fueran vestidos de seda y otros de harapos, que algunos pareciesen bien alimentados y otros hambrientos. Ahora, por el contrario, la resultante disparidad en el vestir y las condiciones sociales de las diferentes personas que se codeaban en las aceras me chocaba a cada paso, y lo que me chocaba aún más era la indiferencia completa del rico ante las angustias del desafortunado. ¿Eran seres humanos estos hombres que podían contemplar la miseria de sus semejantes sin que un solo rasgo de su rostro se les alterara? Y sin embargo, me daba perfecta cuenta de que no eran mis contemporáneos los que habían cambiado, sino yo mismo. Había soñado con una ciudad en donde todos los hombres vivían en comunidad como los hijos de una sola familia, protegiéndose mutuamente de las eventualidades. Otro rasgo de la fisonomía del Boston real, que me asombraba como asombran las cosas familiares vistas bajo una luz nueva, era el reinado de la publicidad. No había en el Boston del siglo XX esta costumbre, porque no era necesaria, pero aquí las paredes de los edificios, las ventanas, más de la mitad de las páginas de los periódicos que había en cada mano, hasta los mismos pavimentos, todo, excepto el cielo, estaba cubierto por la cháchara de individuos que se agotaban en inventar medios ingeniosos para atraer la contribución del público en provecho propio. Bajo todas las variaciones reaparecía este tema único: «Ayudad todos a John Jones. No importan todos los demás. Son unos ladrones. Yo, John Jones, soy el único hombre honrado. Comprad en mi casa. Empleadme. Visitadme. Escúcheme, John Jones. Miradme. No hay engaño. John Jones es el hombre y nadie más. ¡Qué los demás revienten de hambre, pero, en nombre del cielo, recordad a John Jones!» 175


No sé si fue la compasión o la repugnancia moral del espectáculo lo que más me impresionó, haciéndome el efecto de ser un extraño en mi ciudad natal. «¡Desdichados —estuve tentado a gritar—, que habiendo podido aprender a ayudaros mutuamente, estáis condenados a mendigar los unos de los otros, de arriba a abajo de la escala!» Esta horrible babel de desvergonzada arrogancia y mutuo descrédito; esta batahola ensordecedora de opuestas jactancias, de llamamientos, de ruegos; este asombroso sistema de imprudente mendicidad, ¿qué otra cosa es que el producto necesario de una organización social en la que el permiso de servir a la gente según sus medios, en vez de estar reconocido a cada hombre como un derecho esencial de la organización social, jamás es otra cosa que el precio de una penosa lucha? Llegué al sitio más transitado de la calle Washington y me paré, riendo con toda mi alma, con gran escándalo de los transeúntes. Nada del mundo me lo habría podido impedir, tan ridícula me parecía aquella interminable fila de escaparates, con frecuencia de la misma naturaleza, mostrándose hasta perderse de vista a los dos lados de la calle… multitud de ellos que, para hacer el espectáculo aún más absurdo, dentro de sus paredes vendían todos el mismo tipo de mercaderías. ¡Almacenes, más almacenes, aún más almacenes, millas de almacenes! ¡Diez mil almacenes para distribuir los géneros necesarios a los habitantes de una sola ciudad que, en mi sueño, recibían todos de un depósito único, a medida que iban siendo encargados por una de las grandes sucursales de cada barrio, donde el comprador, sin pérdida de tiempo ni trabajo, encontraba, bajo un solo techo, las muestras de todos los productos del mundo! Allí era tan mínimo el trabajo de distribución, que el precio no aumentaba más que en fracción imperceptible el precio de coste de las mercancías. En suma, no se pagaba virtualmente más que el precio de fabricación. Pero aquí nada más que la distribución de las mercancías, sólo las manipulaciones que sufrían, aumentaban el precio de coste una cuarta parte, una tercera, algunas veces a la mitad, si no más. El consumidor paga estos millares de instalaciones, su alquiler, su personal de administración, sus escuadras de vendedores, sus diez mil equipos de contables, representantes y empleados de comercio, y todo el dinero que se derrocha en anuncios, en luchas mutuas. ¡Qué procedimiento más infalible para reducir una nación a la mendicidad! ¿Eran hombres sensatos o niños los que yo veía a mi alrededor y que llevaban sus negocios de aquella manera? ¿Eran seres sensatos aquellos hombres que no notaban la locura que cometían recargando el precio de la mercancía una vez fabricada, antes de que estuviera en las manos del comprador? Si las gentes se sirven, para comer, de una cuchara que deja escapar la mitad del contenido desde el plato a la boca, ¿no tienen probabilidades de morirse de hambre? Había yo pasado miles de veces por la calle Washington y observado observado los usos y costumbres de los comerciantes, pero ahora me parecía que la atravesaba por primera vez, ¡tan nueva era la curiosidad que todo aquello me inspiraba! Vi con asombro los escaparates de almacenes llenos de mercancías dispuestas con el gusto más refinado, el cuidado más minucioso para atraer las miradas de los transeúntes. Vi aquella multitud de damas parándose para mirar, y a los propietarios espiando con ansiedad el efecto del anzuelo. Entré en un almacén y vi al encargado de planta y 176

ojo de águila supervisando los negocios, vigilando a los empleados, asegurándose de que no faltaban a su consigna, y esta consigna era hacer comprar, siempre, siempre, siempre —por dinero contante si el parroquiano lo tenía, si no lo tenía a crédito, aunque debiera comprar lo que no necesitaba, más de lo que necesitaba, y más de lo que sus medios le permitían comprar—. Por momentos perdía el hilo, y aquel espectáculo me pasmaba. ¿Por qué esa rabia por inducir a las gentes al consumo? ¿Qué hay de común entre esta caza al parroquiano y el comercio legítimo, que consiste en distribuir productos entre los que los necesitan? ¿No era el colmo del despilfarro imponer a los unos lo superfluo y privar a los otros de lo necesario? Ambas cosas empobrecían a la nación. ¿En qué pensaban aquellos empleados? Recordé en aquel momento que no obraban en calidad de agentes distribuidores, como los que yo había visitado en los almacenes del Boston soñado. Éstos no servían el interés público, sino su interés personal inmediato, y poco les importaba el efecto último de su proceder en la prosperidad general, con tal que aumentase su propio peculio, porque aquellas mercancías les pertenecían, y cuanto más vendieran, más provecho sacaban. Cuánto mayor fuera el gasto de la gente, cuántos más artículos que no deseaban se veían inducidos a comprar, mejor para los vendedores. Alentar la prodigalidad: tal era el objeto que se proponían expresamente los diez mil tenderos de Boston. Sin embargo, aquellos comerciantes y empleados no eran más malos que el resto de los hombres de Boston. Obligados a ganar su vida y a sostener sus familias, ¿dónde habrían encontrado un oficio que no les forzase a poner sus intereses personales por encima de todo lo otro? No se les podía pedir que muriesen de hambre, esperando un orden de cosas como el que yo había visto en mi sueño, en el que el interés de cada uno se confundía con el interés de todos. Pero ¡Dios mío! ¿cómo asombrarse, con un sistema semejante, de que la ciudad fuera tan sucia y fea, de que la gente estuviera mal vestida, y de que hubiera tantos andrajosos miserables que se morían de hambre? Poco después me dirigí al barrio meridional de Boston, donde se encuentran los grandes establecimientos de manufacturas. Había yo visitado aquel barrio centenares de veces, como la calle Washington, sin embargo, aquí, lo mismo que allí, comprendí por primera vez el significado de lo que veía. En otro tiempo me llenaba de orgullo saber que Boston poseía, al decir de las estadísticas, cuatro mil fábricas independientes; pero ahora, esta misma multiplicidad de establecimientos independientes era precisamente lo que me revelaba el secreto de la insignificancia del producto total de nuestra industria. Si la calle Washington me había producido el efecto de una callejuela en Bedlam, aquí me encontraba ante un espectáculo mucho más melancólico, que demostraba que la producción es una función mucho más vital que la distribución. Porque no sólo no trabajaban en concierto aquellos cuatro mil establecimientos, y por este solo hecho trabajaban en condiciones prodigiosamente desventajosas, sino que, como si este estado de cosas no implicase ya una pérdida suficiente de potencia, empleaban toda su habilidad en perjudicar los esfuerzos de los otros, rezando durante la noche y trabajando durante el día por la destrucción de las empresas rivales. 177


El estruendo y traqueteo de las ruedas y de los martillos que resonaban por todas partes, no era el zumbido de una industria pacífica, sino el choque de espadas manejadas por brazos enemigos. Estas fábricas y negocios eran otras tantas fortalezas, cada una con su propia enseña, con los cañones apuntados a los almacenes y las fábricas de enfrente, con sus zapadores preparando las minas para volarlos. En cada uno de aquellos fuertes reinaba la organización industrial más severa; los diversos batallones obedecían a una sola dirección central. No se toleraban ni las interferencias ni la duplicación del trabajo. Cada uno tenía una faena asignada y nadie permanecía ocioso ¿Por qué hiato la lógica explicaba, por qué pérdida de la razón se explicaba entonces la necesidad de aplicar el mismo principio a la organización de las industrias nacionales, tomadas en su conjunto? Si la falta de organización puede comprometer las eficacia de una sola empresa, ¿cómo no se comprende que este vicio debe producir sus efectos, infinitamente más desastrosos, cuando se trata del sistema general de la industria, mucho más grande en volumen y más complejo en las relaciones de sus partes. ¡Cómo se burlarían de un ejército que no tuviera compa­ñías, ni batallones, ni regimientos, ni brigadas, ni divisiones ni cuerpos, en una palabra, ninguna unidad mayor que el pelotón de un cabo, sin ningún oficial que un cabo, y en el que todos los éstos ejercieran una autoridad igual! Pues un ejército semejante formaban las industrias manufactureras en el Boston del siglo XIX. ¡Era un ejército de cuatro mil escuadras independientes, mandadas por cuatro mil cabos independientes, cada uno con su plan de campaña diferente! Acá y allá se veían grupos de ociosos, unos holgando porque no encontraban trabajo, otros porque no podían obtener la remuneración que consideraban legítima. Me acerqué a algunos de estos últimos, y me confiaron sus quejas, pero poco consuelo podía yo dirigirles. —Os compadezco con toda mi corazón —dije—; vuestro salario es bien mínimo, y, a pesar de esto, lo que me asombra no es que industrias dirigidas de ese modo os paguen tan mal, sino que puedan pagaros algo. Volviendo hacia la parte peninsular de la población, a eso de las tres estaba en la calle de los Estados, contemplando, como si nunca las hubiera visto antes, las oficinas de bancos y cambistas, y de otros establecimientos financieros, nada de lo cual había encontrado en mi sueño. Hombres de negocios, empleados de confianza, cobradores, iban y venían en aquellas oficinas porque estaban a pocos minutos de la hora de clausura. Me encontré frente al banco donde donde yo hacía mis negocios; atravesé la calle, y siguiendo a la multitud, me oculté en un rincón, desde donde observé al ejército de empleados que manejaban el dinero, y la cola de los clientes delante de la rejilla de las ventanillas. Un anciano caballero, a quien conocía, uno de los directores de la casa, al verme en aquella actitud contemplativa, se detuvo un momento. 178

—¡Qué espectáculo tan interesante, no es verdad, señor West? —dijo— ¡Qué máquina tan prodigiosa! Pienso lo mismo que usted. A veces me paro yo mismo para admirar todo esto. ¡Es un poema, señor, un verdadero poema! ¿No cree usted, señor West, que el banco es el corazón del sistema comercial! Hacia este corazón o desde este corazón corre, en flujo y reflujo incesantes, la sangre vital. He aquí el flujo de hoy. Mañana el flujo se producirá una vez más. Y satisfecho de su pobre ingenio, el director continuó su camino sonriendo. Ayer aun habría encontrado la comparación bastante exacta, pero después había visitado un mundo infinitamente más fluido que éste, donde el dinero era desconocido e inútil. Había comprendido que el dinero no tiene razón de ser en el mundo actual, sino porque el trabajo productor de la subsistencia nacional, en vez de ser considerado como de interés general y primordial, es abandonado a los esfuerzos temerarios de individuos separados. Este error original hace necesaria una serie de cambios interminables para llegar, cueste lo que cueste, a la distribución de los productos. El dinero permite realizar esos intercambios —para ver con qué equidad, bastaba con darse una vuelta por el barrio de los departamentos de alquiler de Back Bay— con ayuda de un ejército de individuos arrebatados a las ocupaciones productivas, en continua y ruinosa bancarrota de su maquinaria, y al precio de una influencia desmoralizadora sobre la humanidad, que justifica el calificativo poco honroso con que lo ha designado la sabiduría de los siglos: «Oro, fuente de todos los males». ¡El pobre y viejo director del banco confundía las palpitaciones de un absceso por los latidos del corazón! ¡Lo que él llamaba «una máquina prodigiosa» era un mediocre artificio imaginado para remediar un defecto que habría sido fácil evitar, pesada muleta destinada a un lisiado voluntario! Después de cerrarse los bancos, vagué sin objeto durante una hora o dos por el barrio comercial, y luego me senté en uno de los asientos de la Cámara, encontrando interés simplemente en la gente que pasaba, como un viajero que estudia el pueblo de un país extranjero, tan extraños se habían vuelto para mí desde ayer mis conciudadanos y sus costumbres. Yo había vivido treinta años entre ellos y jamás había notado hasta entonces lo cansado y consumido de sus rostros, tanto de ricos como de pobres, las refinas facciones del caballero o la máscara grosera del hombre inculto. Y era necesario que así fuera porque —hoy yo lo veía claro, más claro que nunca antes— cada uno, sin dejar de andar, se volvía para escuchar el fantasma de la Incertidumbre, que murmuraba a su oído: «¡Trabaja cuanto puedas, amigo mío; levántate temprano y no descanses hasta bien entrada la noche; robes con habilidad o sirvas fielmente, jamás llegarás a conocer la seguridad! Rico hoy, mañana puedes volver ser pobre. En vano dejarás millones a tus hijos, jamás podrás estar seguro de que tu hijo no llegará a ser el criado de tu criado, o que tu hija no tenga que venderse por un trozo de pan». Un hombre que pasó en ese momento me deslizó en la mano un folleto que recomendaba un nuevo sistema de seguro de vida. Este incidente me hizo pensar en el único medio —patético en su admisión de que la necesidad universal está tan pobre179


mente resguardada— que ofrecía, a aquellos hombres y aquellas mujeres, molidos de cansancio, una protección parcial contra la incertidumbre. Por ese medio, las gentes acomodadas podían procurarse una esperanza precaria de que, después de su muerte los que ellos amaban, durante cierto tiempo al menos, no se verían pisoteados. Pero eso era todo, y que sólo podían aprovechar los que tenían los medios para pagarlo. ¡Ah, cuán mísero me parecía ese simulacro de seguridad con que se contentaban los pobres hijos en la tierra de Ismael, donde cada mano se alzaba contra otra, al lado de lo que había visto en aquel país ideal, en el que cada miembro de la familia nacional estaba al abrigo de la necesidad, gracias a una póliza firmada por más de cien millones de sus conciudadanos! Tengo el vago recuerdo de haber estado algo después presenciando, desde las escaleras de un edificio de la calle Tremont, una parada militar. Pasaba un regimiento y, por la primera vez en aquel lúgubre día, experimenté otra emoción que la del asombro o la compasión. Aquí al menos había orden y lógica, un ejemplo de lo que puede realizar la cooperación inteligente. ¡Y decir que las personas que asistían a aquel espectáculo con el rostro radiante, no veían en ello más que un objeto de curiosidad! ¿Podían dejar de ver que esa acción combinada, esa organización bajo una dirección única, era lo que transformaba aquel puñado de hombres en una máquina temible, capaz de vencer a una multitud diez veces más numerosa? Y antes esta evidencia, ¿podían dejar de establecer una comparación entre los medios científicos empleados para la guerra y los medios tan poco científicos empleados para los trabajos de la paz? ¿No se preguntarían por qué y desde cuándo, parecía cosa más importante para la sociedad el buscar medios para matar a los hombres, en lugar de labores tan importantes como alimentarlos y vestirlos, y que un ejército bien entrenado parecía sólo adecuado para lo primero, mientras que esto último se dejaba en manos de la plebe.

palabrotas y de gritos, peleándose y revolcándose sobre los montones de basura que llenaban los patios de las casas. Nada de todo aquello era nuevo para mí. Con frecuencia había recorrido aquella parte de la ciudad, con frecuencia había experimentado repugnancia, mezclada con cierto asombro filosófico, al pensar en las misera que pueden soportar los hombres sin dejar de aferrarse a la vida. Pero las abominaciones morales de mi siglo aparecían hoy bajo un nuevo aspecto, lo mismo que sus locuras económicas, y ante la visión de otro siglo había caído de mis ojos una venda. No consideraba ya, con una curiosidad endurecida, a los tristes habitantes de aquel Infierno como criaturas apenas humanas. Reconocía en ellos a mis hermanos, mis hermanas, mis padres, mis hijos, carne de mi carne y sangre de mi sangre. El hormigueo de la miseria humana que me rodeaba ya no ofuscaba únicamente mis sentidos, sino que entraba en mi corazón como la hoja de un cuchillo, de suerte que no pude reprimir suspiros y gemidos. No sólo veía, sino que sentía con todo mi ser. Bien pronto, al examinar de cerca a aquellos desdichados, noté que todos estaban muertos. Sus cuerpos eran otros tantos sepulcros vivientes. En cada rostro brutal estaba claramente escrito el hic jacet del alma muerta en su interior.

Comenzaba a declinar el día, y las calles estaban llenas de obreros y de empleados que salían de los almacenes, de las tiendas y de las fábricas. Arrastrado por la parte más intensa de la corriente, no tardé en encontrarme —cuando comenzaba a oscurecer— en medio de una escena de suciedad y de depravación humana que no podía ofrecer más que el populoso e infecto barrio de South Cove. Había visto el despilfarro insensato del trabajo humano; aquí veía, en su forma más horrible, la miseria engendrada por ese despilfarro.

Mientras que mi mirada aterrada iba de una a otra de aquellas cabezas, me sentí acometido de una alucinación singular. Como un fantasma incierto y transparente superpuesto en cada una de aquellas máscaras groseras, vi la luz ideal que habría iluminado aquellos rostros, si hubieran vivido el espíritu y el alma. Sólo cuando vi aquellos rostros lívidos, cuando encontré sus miradas llenas de reproches justificados, fue cuando se me reveló todo el horror del desastre. Me sentí penetrado de remordimientos y de un dolor inconmensurable, porque yo era uno de los que habían permitido que las cosas fuesen así. Yo era de los que, sabiendo bien que existían aquellas cosas, no habían querido oír hablar de ellas, ni verse obligados a pensar en ellas; de los que habían seguido su camino como si aquellas cosas no existiesen, no buscando más que su placer y su provecho. Me parecía ver ahora sobre mis ropas la sangre de esta gran multitud de hermanos cuyas almas habían sido estranguladas. La voz de su sangre me acusaba desde el fondo de la tumba. De cada piedra de aquellas calles manchadas, de cada ladrillo de aquellos tugurios pestilentes, salía una voz que perseguía mi huida, gritándome: «Caín, ¿qué has hecho de tu hermano Abel?».

Por las puertas y ventanas ennegrecidas de aquellas cuevas se escapaban de todas partes bocanadas de aire fétido. Por los efluvios que exhalaban las calles y los pasajes, se habría podido creer uno en el entrepuente de un barco cargado de esclavos. Al pasar cogí al vuelo visiones de niños pálidos que agonizaban en una atmósfera malsana, mujeres de fisonomía desesperada, deformadas por las privaciones, que conservaban de la feminidad sólo una extrema debilidad, mientras que por las ventanas entreabiertas, repugnantes mujerzuelas lanzaban miradas descaradas. Como esas hambrientas manadas de perros sin amo que infestan las calles de los pueblos musulmanes, enjambres de niños repugnantes y medio desnudos llenaban el aire de

No recuerdo claramente lo que pasó después, hasta el momento en que me encontré en la escalinata de piedra esculpida de la magnífica casa que habitaba mi prometida, en la avenida Commonealth. Aquél día, en medio del tumulto de mis pensamientos, apenas había pensado en ella, pero ahora, obedeciendo a no sé qué impulso instintivo, mis pasos habían encontrado por sí mismos el camino familiar de su puerta. Cuando llegué estaban comiendo, pero me rogaron que entrara. Además de la familia, encontré allí varios invitados, todos conocidos míos. La mesa resplandecía con el servicio de plata y las costosas porcelanas chinas. Las señoras estaban ricamente vestidas y cubiertas de alhajas dignas de reinas. Aquella era una escena de costosa

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elegancia y de lujo desbordado. Los convidados parecían estar todos de excelente humor, y sonaban las risas a través de un fuego graneado de ingenio y de bromas. Después de haber vagado por aquella selva de miserias, en la que mi sangre se había transformado en lágrimas a fuerza de angustias y de penas, parecíame haber desembocado en algún claro, en medio de un divertido grupo de juerguistas. Permanecí sin decir nada hasta que Edith comenzó a burlarse de mi lúgubre aspecto. Me preguntó qué me dolía. Los demás de la reunión le hicieron coro y fui acribillado con pullas y sarcasmos. Todos querían saber en dónde había estado, qué es lo que había podido ver para llevar aquel aire de entierro. —Vengo del Gólgota —respondí al fin—. He visto la Humanidad pendiente de una cruz. ¿No sabéis qué espectáculo dibujan en esta ciudad el sol y las estrellas, cuando podéis pensar y hablar de cualquier cosa! ¿Ignoráis que a dos pasos de vuestra puerta hay una inmensa multitud de hombres y de mujeres, carne de vuestra carne, cuya existencia, desde el nacimiento hasta la muerte, no es más que una larga agonía? ¡Escuchad! Sus moradas están tan cerca de las vuestras que si acallarais vuestras risas oiríais sus voces desesperadas, los gritos suplicantes de los pequeños que se mueren de hambre, los groseros juramentos de los hombres saturados de desesperación, medio convertidos en brutos, el tráfico de un ejército de mujeres que se venden por el pan. ¿Qué tapón habéis puesto en vuestros oídos para no escuchar ese concierto de quejumbrosas lamentaciones? Por mi parte, no oigo otra cosa. A mis palabras siguió un silencio. Me había sacudido un estremecimiento de lástima, mientras hablaba, pero cuando miré a mi alrededor noté que, lejos de estar conmovidos como el mío, sus rostros sólo expresaban una dura y fría sorpresa, mezclaba en la fisonomía de Edith de una extrema mortificación, y en la de su padre una viva cólera. Las damas cambiaban miradas escandalizadas, mientras uno de los caballeros se había puesto las gafas y me estudiaba con aire de curiosidad científica. Cuando noté que aquellas cosas, que me parecían tan intolerables, a ellos no los conmovía en lo más mínimo, que las palabras que me deshacían el corazón no habían hecho otra cosa que indisponerlos contra mí, al pronto me quedé como aturdido, y luego abrumado por el asco y la pena. ¡Qué esperanza quedaba para los desgraciados, para el mundo, cuando los hombres serios, las mujeres tiernas, se quedaban insensibles ante tales infortunios! Entonces imaginé que quizá no me había expresado bien. Sin duda había expuesto el caso malamente. Se enojaban porque pensaron que les estaba dirigiendo reproches, mientras que, bien sabe Dios, en aquel momento no pensaba más que en el horror del crimen social, sin pretender atribuir las responsabilidades. Reprimí los arranques de mi pasión, intenté hablar con calma y lógica, a fin de modificar la impresión que había producido. Dije que no pensaba en acusar, a ellos o a la clase rica en general, de ser responsables de la miseria del mundo. Sin duda que lo superfluo que ellos derrochaban, tan alegremente, habría bastado para aliviar no pocos infortunios. Aquellas viandas costosas, aquellos vinos exquisitos, aquellas telas lujosas, aquellas alhajas chispeantes representaban el rescate de no pocas existencias. De seguro que no eran inocentes del crimen de prodigalidad, en un país mimado 182

por el hambre. Sin embargo, todas las prodigalidades de los ricos no podían más que atenuar, en una débil medida, la pobreza general. Había tan poco que repartir, que aunque el rico y el pobre compartieran una parte igual, cada uno no tendría, después de todo, más que un mendrugo que roer. Pero muy endulzado con la leche de la fraternidad. El trabajo de los hombres, expliqué, es la corriente fertilizante que hace habitante la tierra. Aquélla no es más que un débil río, y es necesario regular su uso por un sistema que distribuya cada gota de la manera más ventajosa, si se quiere que todo el mundo viva en la abundancia. Pero qué lejos está el sistema actual a todo sano método. Cada cual pretende servirse del precioso líquido a su gusto, no pensando más que en salvar su cosecha y en comprometer la del vecino, a fin de vender la suya más cara. Unos campos son inundados por despecho o por maldad, otros se secan, y la mitad del agua se pierde inútilmente. Si bajo semejante régimen pueden algunos conquistar el lujo, a fuerza de vigor y de malicia, el destino del mayor número es necesariamente la pobreza, y el de los débiles e ignorantes, la amarga miseria y el hambre perpetua. Cuando la nación hambrienta tome en sus manos las funciones que ha descuidado y reglamente, para el bien común, la corriente del río que alimenta la vida, florecerá la tierra como un jardín, y ninguno de sus hijos carecerá de nada. Describía la dicha material, la claridad intelectual, la elevación moral que rodearían entonces la existencia de todos los hombres. Hablaba con fervor de aquel bendito nuevo mundo lleno de plenitud, purificado por la justicia y dulcificado por la amable fraternidad, el mundo que yo había en verdad soñado, pero que tan fácilmente podía llegar a ser la realidad. Esperaba que los rostros que me rodeaban se iluminasen con una emoción semejante a la mía, y lejos de esto, se pusieron más sombríos, más irritados, más desdeñosos. En lugar de entusiasmo, las damas no mostraron más que repugnancia y espanto, mientras que los hombres me interrumpían con gritos de reprobación y de desprecio: «¡Insensato! ¡Miserable! ¡Fanático! ¡Enemigo de la sociedad!», tales eran algunas de sus vociferaciones; y el caballero que se había puesto las gafas para observarme, exclamó: «¡Dice que podemos vivir sin pobres! ¡Ja, ja!» —¡Echad a la calle a ese hombre! —exclamó el padre de mi prometida, y a esta señal, todos los nombres se levantaron y se dirigieron hacia mí. Me ahogaba de angustia al ver que lo que me parecía tan claro, tan esencial, no tenía significación para ellos, y que era impotente para hacerles cambiar de opinión. Mi corazón estaba tan lleno de llamas, que había esperado fundir témpanos. ¡Y después de todo esto sentir que el frío mortal cuajaba mis propias venas! No sentí odio hacia los que me acometían, sólo piedad, para ellos y para el mundo. Aunque desesperado, no me rendí, aún me revolví contra ellos. De mis ojos brotaban lágrimas. La emoción paralizó mi voz. Me ahogaba, sollozaba, gemía, y un instante después me encontré sentando en mi cama, en la casa del doctor Leete. El sol de la 183


mañana se filtraba a través de las ventanas entreabiertas y se proyectaba en mis ojos. Estaba jadeante. Las lágrimas corrían por mi rostro, vibraban todos mis nervios.

Tal como un presidiario fugado, que sueña que lo han vuelto a capturado y vuelto a encerrar en un infecto calabozo, y que al abrir al fin los ojos ve la bóveda del cielo sobre su cabeza, así fui yo, cuando me di cuenta de que mi vuelta al siglo XIX había sido el sueño, y mi presencia en el XX la realidad. Los crueles espectáculos de que había sido testigo en mi visión, y que tan bien podía confirmar por la experiencia de mi vida de otro tiempo, habían existido ¡ay de mí!, y su recuerdo debería conmover los corazones compasivos hasta el fin de los tiempos; pero todo aquello, a Dios gracias, había pasado para siempre. Desde hacía mucho tiempo el opresor y el oprimido, el profeta y el menospreciador, eran polvo. Generaciones se habían sucedido desde que riqueza y pobreza eran palabras olvidadas. Pero, en aquel momento, cuando pensaba con inefable gratitud en la grandeza de la salvación universal y en mi dicha de gozar de ella, sentí traspasado mi corazón por un sentimiento de vergüenza y de remordimiento, que me hacía bajar la cabeza y desear que la tumba me hubiese tragado con mis semejantes. Porque yo había sido un hombre de aquella época pasada. ¿Qué había hecho para contribuir a la liberación de que hoy me atrevía a regocijarme? Yo, que había vivido en aquellos días crueles e insensatos, ¿qué había hecho para ponerles término? Por todos estos conceptos, me había mostrado tan indiferente como todos a la miseria de mis hermanos, tan cínicamente rebelde a la idea de un mundo mejor, era como todos un adorador tan infatuado del Caos y de la Vieja Noche. En los límites de mi influencia personal, más bien había impedido que favorecido la emancipación de la especie que entonces se estaba preparando. ¿Con qué derecho saludaba esta nueva era que me cimbraba el rostro como un reproche? ¿Qué derecho tenía a saludar una salvación cuando me reprochaba regocijarme del día, cuando me había reído de la aurora? —Más te hubiera valido —sonó una voz en mi interior—, que esa pesadilla hubiera sido la realidad, y esta hermosa realidad el sueño; tenías mejor papel hablando en pro de la crucificada humanidad ante una generación burlona, que apagando tu sed en fuente que no has abierto, que cosechando frutos de árboles plantados por aquellos a quienes tú tirabas piedras. Y mi espíritu respondió: «Sí, eso hubiera sido preferible». Cuando por último, levanté la cabeza, distinguí por la ventana a Edith, fresca como la mañana, que había bajado al jardín a recoger flores. Me apresuré a ir a su lado. Me prosterné ante ella y, a sus pies, con la frente en el polvo, los ojos bañados en lágrimas, confesé cuán poco digno era de respirar el aire de este siglo de oro, y cuán infinitamente menos digno todavía de aspirar el perfume de la flor más hermosa que lo había adornado. ¡Dichoso aquel que, en un caso tan desesperado como el mío, encuentra un juez tan lleno de misericordia! 184

POSDATA La tasa de progreso mundial

Al director del Boston Transcript: El Transcript del 30 de marzo de 1888 contenía una reseña de El año 2000, en respuesta a la cual ruego se me permita decir unas palabras. Las descripciones de este libro, sobre las instituciones sociales e industriales radicalmente nuevas, y las ventajas que supuestamente goza el pueblo de Estados Unidos en el siglo XX, no es un obstáculo para pintar un grado de felicidad humana y desarrollo moral necesariamente inalcanzables por la especie, ya que ha habido tiempo suficiente para su evolución desde el presente estado caótico de la sociedad. Al no aceptar esto, el crítico piensa que el autor ha cometido un absurdo error, que desvirtúa seriamente el valor del libro en su condición de obra de imaginación realista. En lugar de la realización del estado social ideal para un período de unos cincuenta años en el futuro, sugiere que la cifra debería ser de setenta y cinco siglos. Hay ciertamente una gran discrepancia entre setenta y cinco siglos y cincuenta años, y si el crítico tiene razón en su cálculo sobre la probable tasa del progreso humano, el futuro del mundo es realmente desalentador. ¿Pero tiene razón? Opino que no. El año 2000, aunque bajo la forma de una novela de fantasía, intenta, con toda seriedad, ser una premonición, en concordancia con los principios evolutivos, de la siguiente etapa del desarrollo social e industrial de la humanidad, especialmente en este país; y el autor cree que ninguna parte de ello está mejor sostenida por el cálculo de probabilidad que la predicción que nos indica que el alba de la nueva era ya está al alcance de la mano, y que el pleno día la seguirá pronto. ¿Parece esto en principio increíble en vista de la grandeza de los cambios presupuestos? ¿Acaso la historia 185


no enseña que las grandes transformaciones nacionales, cuya preparación fue largo tiempo ignorada, una vez instauradas, se cumplieron con una rapidez y un impulso irresistible, proporcional a su magnitud, y no limitado por ella?

heredado desde la más remota antigüedad, derretido por el moderno espíritu humano, corroído por la crítica de la ciencia económica, estremece al mundo con unas convulsiones que presagian su colapso.

En 1759, cuando cayó Quebec, el poderío de Inglaterra en América parecía irresistible, y asegurado el vasallaje de las colonias. Sin embargo, treinta años más tarde tenía lugar la inauguración de la presidencia de la República Americana. En 1849, después de Novara, las perspectivas italianas parecían tan sin esperanza como en cualquier tiempo desde la Edad Media; y no obstante, sólo quince años más tarde, Víctor Manuel era coronado rey de la Italia Unida. En 1864, el cumplimiento del sueño milenario de la unidad alemana estaba aparentemente tan lejano como siempre. Siete años después, se había realizado, y Guillermo había asumido en Versalles la corona de Barbarroja. En 1832, unos presuntos visionarios constituyeron en Boston la primitiva Sociedad Antiesclavista. Treinta y ocho años más tarde, en 1870, ya dicha sociedad desmantelada, su programa se llevó totalmente a cabo.

Todos los grandes pensadores están de acuerdo en que el actual aspecto de la sociedad presiente grandes cambios. La única cuestión estriba en saber si los mismos serán para mejor o para peor. Los que creen en la nobleza esencial del ser humano se inclinan por lo primero, los que creen en su bajeza esencial por lo último. Por mi parte, me atengo a la primera opinión. El año 2000 fue escrito en la creencia de que la Edad de Oro se encuentra ya entre nosotros, y no detrás, y que no se halla muy lejos. Seguramente la verán nuestros hijos, y nosotros, que ya somos adultos, también la viviremos si lo merecemos por nuestra fe y por nuestras obras.

Estos precedentes, naturalmente, no suponen que esté en marcha una transformación industrial y social como la indicada en El año 2000; pero demuestran que, cuando las condiciones morales y económicas están maduras para ello, cabe esperar que avancen con gran rapidez. En ningún otro escenario cambian las escenas con una rapidez casi mágica como en el gran escenario de la historia, cuando suena la hora. La cuestión, por tanto, no estriba en cuán extenso debe ser el cambio de decorado para que se vea en escena la nueva civilización fraternal, sino en ver si existen indicios especiales de que está muy cercana una transformación social. Las causas que la han acercado están en función desde hace tiempo inmemorial. La tendencia dirigida hacia una verdadera realización de una forma nueva de sociedad, si bien es mucho más eficaz para la prosperidad material, también debe satisfacer y no herir los instintos morales, cada signo de pobreza, cada lágrima de compasión, cada impulso humano, cada entusiasmo generoso, cada auténtico sentimiento religioso, cada acto por el que los hombres otorgan efectividad a su simpatía mutua, uniéndose más estrechamente para lograr sus propósitos, a lo que han contribuido desde el comienzo de la civilización. Que esta larga corriente de influencia, incluso ensanchándose y profundizándose, está al fin a punto de arrasar las barreras que ya están minadas desde largo tiempo atrás, es al menos una obvia interpretación del actual fermento universal de los espíritus de los hombres respecto a las imperfecciones de las presentes disposiciones sociales. No solamente están los trabajadores del mundo entregados a algo semejante a una insurrección de carácter mundial, sino que ciertamente los hombres y las mujeres humanos, de cualquier condición, están a la expectativa, al borde de una verdadera revuelta contra las condiciones sociales que reducen la vida a una lucha brutal por la existencia, se burlan de todos los dictados de la ética y la religión, y hacen fútiles todos los esfuerzos de la filantropía.

Edward Bellamy

Como un témpano, que flota hacia el sur desde el helado norte, y gradualmente se va derritiendo en los mares más cálidos, hasta que al fin es algo inestable que durante millas va destruyéndose y finalmente choca y queda totalmente fundido contra las rocas de los acantilados costeros; así el bárbaro sistema industrial y social, que hemos 186

187


ÍNDICE

NOTA PRELIMINAR

7

PRÓLOGO a la Iª edición francesa

10

PRÓLOGO a la edición inglesa de 1960

15

PREFACIO

28

EL AÑO 2000

31

POSDATA

185




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