Ediciones Madame Cornucopia
2013
[ ] Un aullido de un perro, o de un lobo, o tal vez sea aquel famoso Fénix, de plumaje resplandeciente, persiguiendo una conversación al calor de una chimenea, con una alfombra de pelo sintético con cabeza de oso, una gran copa de coñac y un deslumbrante piano blanco del que se suicidan las notas más estridentes jamás pronunciadas. No te muevas de la esquina, decía Tolstoi, hasta que dejes de pensar en el oso blanco, no te muevas de la esquina hasta que deje de ser esquina, de ser tres, o cuatro, depende del lugar, ¡¡después podrás hablar hacia dentro!!, mínimo tres, disparos, el oso ya no es blanco, puedo irme, ¿he dicho blanco?, tengo que quedarme. Ya no recuerdo porqué estoy aquí, creo que venía a contar algo a esas personas que me observan atentamente, parecen de cera, no sudan, yo parezco un manantial al borde del desborde. Empezaré cuando su ojos comiencen a derramarse sobre los platos llenos de ostentosos alimentos, ostras rellenas de miel de carnero. 1. 2.. 3...
El acto comienza cuando ya no queda nada sobre las mesas, vacías, áridas, manteles con cardenales que parecen las notas de una composición que jamás podrá tocar el pianista que lleva 4 minutos 33 segundos acariciando, incesantemente, los cabellos de la mujer marmórea que se eleva sobre un pedestal de paja. Dos paredes, un suelo de espejo, cuatro paredes y dos techos, en ellos dos lámparas con tres espejos, ocho salones, no hay suelo, personas manteniendo el equilibrio con los pies pegados a otros pies, yo sigo pronunciando el discurso, las palabras por las que me pagan, comienzo a tener la boca llena, se amontonan y caen, un pequeño mono las recoge del techo que hay bajo mis zapatos.
Algo se ha parado, todos vuelven a mirar hacia mí. Grito hasta que las uñas de mis manos se desprenden de la carne, un perfecto banquete, mis dedos se encogen, mis brazos también, desaparecen, no puedo pasar las páginas donde se encuentran mis anotaciones, sigo hablando y el público se aproxima. Se pegan al atril, extienden sus manos, tal vez me las ofrecen a cambio de mi generosidad, unos dedos en mi cuello, aprietan, doy un paso hacia atrás. Caigo de rodillas, el espejo se rompe. Me despierto y vuelvo a estar delante de una multitud sentada en sillas de dos patas, sus caras no tienen ojos ni bocas, sólo narices que no paran de sangrar. Quiero hablar pero soy incapaz de articular el más mínimo sonido, me acaricio, no tengo boca, sigo, me vuelvo a acariciar, no tengo ojos, solo una nariz que puede sentir el dulce olor de las orquídeas.
[ ] Suena la ovación y te preparas para saltar al vacío, al deseo constante de tocar la manzana prohibida, la manzana podrida, agujereada por un gusano verde almizclero. Come, come, come. Hacia dónde vuelan los cuervos de tres ojos también se dirige la sombra azul de un silencio militar, un silencio que pretende quebrar el fuego de la hoguera inquisidora que consume cualquier estandarte de la diferencia. La distinción entre cuerpo, vísceras, sangre, palabras, recuerdos que viajan en un mar redondo cuyo centro se encuentra en la periferia.
Cabrón, cuernos de cera de abeja, pezuñas de bronce que emponzoñan la tierra fértil de los deseos, de los placeres que nunca más volverán a flotar sobre la tensa superficie del agua. Aplausos y más aplausos y más aplausos y más aplausos, silencio. Todo se ha simplificado, todo consiste simplemente en encontrar la piedra que sostenga toda la arquitectura de una vida, sus vanos, sus arbotantes de hueso y marfil, sus arcos danzantes y sus cúpulas punzantes capaces de desgarrar las alas de la lechuza que avisa de la llegada inminente de una noche sin luciérnagas.
En mitad del velo negro se escuchará el bramido del macho que anhela encontrar la crisálida de cristal, el crisol de lana, las crines de los equinos que tiran del carro de un auriga sin cabeza. Es el tiempo donde las hormigas blancas se pierden entre unos almendros sin fruto, sin hojas, sin ramas, sin raíces, sin troncos y sin nidos de pájaros. Un desierto que crece en el interior de los granos de arena; hacia dentro, hasta desaparecer de la vista de los mitológicos TITANES, de los cíclopes que han sido cegados por una aguja de rojo cereza, mostrando una oquedad donde desfilan danzando los caprichos de Goya. ¿Dónde están las manos que servían para trabajar? ¿Dónde está el trabajo que servía para tener manos? Hay que llenar los recipientes de los que beberemos mientras nuestros hijos se amamantarán de la leche que chorrea de los pechos de una zorra negra, hasta alcanzar un estado de embriaguez que les permita guardar aquellas ilusiones que ya hemos perdido.¡¡¡Cuánto tiempo perdemos en regresar a los lugares que han sido consumidos por tanta vorágine!!! Todo se resume en tirar y empujar; me han dicho alguna que otra vez cuando me miraba en el espejo negro que devuelve la visión de aquel Edén, de aquel primer paraíso donde todo era lo que era, donde podíamos encontrar los huevos de codorniz navegando sobre en un mar dorado a primera hora del día.
[ ] Hacia el céfiro cabalgan las hojas ocres, de los árboles raídos, por la noche poemas de un saxofón cuyas teclas, apretadas por los vigorosos músculos de una ofidio blanco, dejan emanar el dulce canto de las sirenas aladas. Tal vez no haya más recuerdo que el instante, tal vez no haya nada antes ni después de lo que nuestros ojos ven, pero ¿qué intentamos contemplar cuándo somos ciegos? Las alas, del reducido insecto, zumban en los oídos de aquellos que se mecen en la única realidad, agudos vaivenes que pretenden romper, rasgar, seccionar, abrir la quebradiza superficie de un tamiz que los protege, que los mantiene aislados de la vergüenza, del gran león blanco, de aquello que nunca jamás querrían conocer, reconocer, ser reconocidos. Los ojos se abren, el velo oscuro se desvanece tras la cálida luz de una bombilla ajada, quemada por las veladas dilatadas de la soledad. La cera se estremece, se ablanda en un instante, se licua, desciende por las mandíbulas de los insomnes, ojos abiertos, ¿cuántos? Dos por cabeza y uno por cada frente vacía de sueños.
Las alas han dejado de sonar, el silencio parece no querer seguir escuchándose a sí mismo. En la ventana abierta, la noche helada parece mirar al infinito de una ciudad ahorcada por una cuerda de plata. No se atreve a entrar, la luz se apaga, las alas vuelven a jugar. La brecha se vuelve sólida, transparente, tierna, infectada por dos oráculos incapaces de llegar a un acuerdo, mutilados, lisiados para firmar cualquier tregua, que no esté empañada con el líquido rojo que brota de los ojos cristalinos de un jabalí asustado. Nunca se llega al cielo, sin antes probar sobre los hombros el gabán de cadenas.
[ ] Botella vacía, posos de vino rancio que servían de manto fértil para la insignificante vegetación, para el mínimo bosque hacinado entre los colores de una vidriera, de un templo iluminado por los labios de una cabra. Sobre el dintel de mármol, una reloj de doce agujas acompaña con sus horas a los aleteos del colibrí. Ritmos especulares rotos por la ambición de ser libre, libre del suelo, libre del tiempo, liberarse de la libertad. Sobre la mesa unas cartas dejan correr la tinta azul oscura, casi blanca, de las palabras, de los llantos alegres de un rey liberado de su angustia. El vino ha corrido por las tragaderos bárbaros de los comensales, de los bufones ciegos y sordos, que desean reír tras sus máscaras de cuero. En la esquina, Sileno se lacera el muslo de donde nace Dioniso.
La cena se termina, o tal vez no ha empezado, las migajas corretean por la superficie de madera al compás del viento del Norte, esperando ser fecundadas, alumbrar un vástago, el sacrificio del rey está próximo. Entre las flores, los muros hablan de tiempos mejores, de hombres gloriosos que portaban las cabezas de los becerros sobre picas doradas, de figuras iluminadas por unos ojos divinos. El polvo lo niega todo, todo lo cubre con un ligero manto de serenidad que sirve de alcoba a una oronda oruga, fumadora de presente, única sabedora de los embustes de los tiempos ilustres.
[ ]
Sobre la balaustrada de un balcón de la noche, un gato con sombrero de copa rojo y cinta dorada, regala sus huellas de azufre a las nubes. Guardadas en pequeñas bolsas de té, son transportadas a lomos de mochuelos blancos, que nada más cruzar el jardín de los 87 deseos, caen en picado hacia el viejo embarcadero del río, flanqueado por tres enormes atalayas de corcho negro. Polillas ciegas, amarradas por el canto de un cencerro, caminan en procesión muda hacia el cauce tranquilo de una vida sin retorno. Sus manos atrofiadas por el áspero trabajo de la rutina, buscan acariciarse lejos de las miradas panópticas, sin dejar la cadena, sin parar su función.
De los barcos, gris oscuro, columnas ondeantes que asoman desde las altas torres de metal, suena el grito de una gaviota herida en el pecho, miradas entrelazadas en un punto carmín sobre fondo blanco. El mugido de las bocinas desgarra el aire que cubre la superficie líquida, la cortina de bruma que oculta los cuerpos tornasolados de las libélulas, el grácil vuelo de los salmones y el constante latir de un tren de hojalata. El polvo rojo lo tinta todo, los cargueros zarpan cuando la mercancía se aposenta en sus grandes estómagos de madera, entre los barriles de ron y las jaulas de espejos, donde los monos se susurran secretos al oído. El día amenaza tras el horizonte, la actividad es censurada, repudiada con cada canto del gallo, solo un pescador resiste en la orilla, sin rostro, con una pipa de boj de la que sale un humo con olor a limón.
TRES CUENTOS
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e
DOS PALABRAS
Encuentro arrĂtmico
Espol贸n ahumado
Cenizas vitrificadas
Pezuña esférica