El horror a través de los siglos

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El horror A travテゥs de los siglos Miguel Civeira

ツゥ Miguel テ]gel Civeira Gonzテ。lez 2012

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CONTENIDO

VOLUMEN I: LA ANTINGÜEDAD

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1.- El amanecer del hombre

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2.- Pazuzu

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3.- El sacerdote de Isis

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4.- Mokèlé-Mbèmbé

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5.- Fobos

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6.- El Monte de los Cráneos

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VOLUMEN II: LA EDAD DE LAS TINIEBLAS

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7.- Loch Ness

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8.- Gashadokuro

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9.- Nicolò

61

10.- El Flautista de Hamelin

68

11.- Baba Yaga

78

12.- Meşterul Manole

85

VOLUMEN III: LA ERA DE LOS IMPERIOS

91

13.- La luz del día

92

14.- La mujer que llora

103

15.- Liérganes

116

16.- El diablo en Jersey

124

17.- Here there be monsters

131

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VOLUMEN IV: LA EDAD DE LA RAZร N

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18.- El sarcรณfago

144

19.- Springheeled Jack

147

20.- Samhain

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VOLUMEN V: EL SIGLO XX

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21.- Sahkil

194

22.- Gassmensch

204

23.- There are such things

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24.- Atรณmico

238

25.- Nadie escucharรก tus gritos

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26.- El horror, el horror

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27.- Thriller

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VOLUMEN VI: EL FIN DE LOS TIEMPOS

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28.- El hรกlito del desierto

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29.- La Noche Infinita de Todos los Santos

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30.- El Amanecer de la Muerte

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Volumen I La Antig端edad

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EL AMANECER DEL HOMBRE Europa, hace 20,000 años Los supervivientes huyen. Los demás han muerto, él está seguro. ¿Quedaría alguien más con vida? Por muchas lunas se han empeñado en fugarse, siempre hacia el poniente, a través de bosques oscuros y espesos, y praderas heladas, casi sin oportunidad para descansar o tomar alimento, sin hallar jamás a otras gentes como ellos. ¿Serían, acaso, los últimos? Onerosa idea, le resulta insufrible y su sencilla mente la combate cuando se le presenta. No, debe quedar alguien más, alguien con quien refugiarse, alguien con quien unir fuerzas. Es vital que así sea, pues su mujer, fuerte pero agotada, y su hijo, una pequeña y débil criatura, no resistirán mucho más tiempo. No pueden vivir huyendo. No pueden vivir siempre con el temor de que aquéllos los alcancen. Son crueles, piensa, se complacen en matar y en causar dolor… y también son astutos, taimados, sigilosos… Podrían estar observándome desde la espesura, desde lo alto de la colina, desde atrás de esa roca y no lo sabría hasta que ya estuvieran sobre mí… Ninguna de las bestias que por eras ha depredado a su gente es tan terrible, tan sanguinaria como ellos, pues en sus seres existe una crueldad innatural, un afán de exterminio, un estado constante de locura asesina. Acosado por estos pensamientos y por recuerdos de los suplicios que su propio pueblo sufrió a manos de los otros, él se ha vuelto temeroso de las sombras, del crujir de la hojarasca, del ulular del viento; lo consume el miedo 6


absoluto y perenne. Cada noche ha sido una pesadilla; cada momento de reposo él se siente acechado. Sólo la esperanza de encontrarse con los suyos lo alienta a seguir adelante. Una tarde, hace apenas dos días, la familia se encontró a la orilla del bosque que había estado atravesando por días. Hombre y mujer se quedaron boquiabiertos al contemplar el espectáculo que se desplegaba frente a ellos. Formas que no correspondían a nada que hubiesen visto o soñado se erigían más allá de los árboles y proyectaban sombras frías y depresivas sobre ellos. En su escaso vocabulario no existe palabra para ciudad. Movidos por un temor reverencial e incomprensible, estuvieron a punto de volver sobre sus pasos, pero el padre, después de ponderarlo unos segundos, consideró preferible aventurarse a lo desconocido y no permitir que sus perseguidores les ganaran terreno. Así, avanzaron con cautela, rodeando los límites del vasto complejo de estructuras ciclópeas, la mayoría de ellas derruidas y cubiertas por la vegetación. Por fin superaron el extraño paisaje y, andados algunos pasos, el padre dirigió una última mirada hacia atrás. En el umbral de un edificio vislumbró a un hombre parecido a ningún otro. Pudo entender que era alto, pálido y lampiño, que estaba desnudo y que sus ojos eran grandes, negros y profundos… pero para el resto de sus atributos no tenía conceptos. En todo el ser había una mezcolanza de sensaciones, entre las que predominaban un profundo cansancio y una noción vaga de antigüedad inconcebible. El hombre extraño le devolvió la mirada con indiferencia y se ocultó bajo las sombras del edificio. Él no dijo nada de lo ocurrido a su mujer y continuaron la marcha. La noche los encontró en una pradera agradable, donde soplaba una cálida brisa. Recolectaron algunas bayas y encendieron una fogata. La madre 7


y el niño se quedaron dormidos mientras el padre veló sin más protección que la de su garrote. En su mente inquieta rondó lo que había visto esa tarde. Pensó que quizá existen en el mundo cosas más grandes incluso que los seres que lo persiguen. Además, habían pasado muchos días sin encontrar señales de aquéllos; quizá por fin los había perdido. Esa noche se permitió dormir. Lo despertaron los rayos del sol y la necesidad de seguir huyendo. Levantó a su mujer e hijo y, tras un frugal desayuno, emprendieron la huida siempre hacia el poniente. Pero ahora, en sus pasos apresurados había cierto optimismo, una vaga esperanza que paliaba sus temores. Así pasó el día, la tarde y llegó la noche, tranquila y cálida, como la anterior. Una vez más se dio el lujo de descansar, pero en esta ocasión despertó más temprano, antes del amanecer, instado por un presentimiento feliz, por la idea de que pronto encontraría lo que buscaba. Con los primeros albores de la mañana reanudaron la marcha. El astro rey apenas se asomaba por el horizonte cuando llegaron a este lugar, donde los tres se vieron frente a una extensión de vastedad jamás imaginada. En su vocabulario no existe palabra para océano. Ahora, el hombre lo contempla abrumado por su infinitud. Ha visto lagos inmensos y ríos caudalosos, pero todos ellos fijados por límites perceptibles. Ni siquiera el cielo, siempre enmarcado por las copas de árboles o el perfil de las montañas, se había presentado ante él en tal extensión. Lo que tiene frente a sí es ilimitado en todas sus dimensiones. Entonces, tras unos momentos de contemplación absorta, comienza a llorar quedamente, pues comprende que no ya hay dónde buscar, que él y su familia son los últimos de su estirpe. Con suma lentitud, juntos se vuelven y dan la espalda al mar.

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De pronto un silbido agudo mutila el aire. El niño, con una saeta clavada en el pecho, cae muerto de los brazos de su madre. Ella da un grito y se inclina para recoger a su criatura, pero una segunda flecha sega su vida en un instante. Todo ocurre demasiado rápido, sin que el padre pueda entenderlo; desconcertado, dirige su mirada hacia el oriente. Allí están ellos, a unos centenares de pasos, con el sol naciente y victorioso resplandeciendo a sus espaldas. Más altos y erectos, menos corpulentos y velludos, de cabezas más pequeñas, de ropas mejor elaboradas y armas más sofisticadas, de miradas menos piadosas y sonrisas más crueles: los otros hombres. Embriagado de ira y de dolor, el padre se lanza sobre ellos blandiendo en el aire su garrote. Un dardo silba y se encaja en su hombro, pero él sigue corriendo; uno más se inserta en su pierna; una tercera y una cuarta flechas se clavan en su pecho y en sus costillas. Él, débil y cansado, se deja caer por tierra. Los otros hombres se le acercan y ríen al verlo vencido, agonizante. Uno de ellos apoya la punta de una lanza sobre su pecho y, sin ceremonia alguna, empuja con todas sus fuerzas a través del corazón. Así muere el último de una raza milenaria y los otros, los nuevos, los herederos, inician su lenta e inevitable expansión por la Tierra…

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PAZUZU Sumeria, Siglo XL a.C. Grande es la hija de An, que tortura a los niños; su mano es una red, su abrazo es la muerte. Ella es cruel, violenta, iracunda y predadora; es una raptora, una ladrona, esta hija del Cielo. Toca los vientres de las mujeres en labor de parto y con tirones extrae a los bebés de las preñadas. La hija de An es una de los dioses, es su hermana; sin hijos propios en el vientre, sin leche en su seno, su mente es la de una pantera y su voluntad la de un asno, ruge como el león y aúlla como los chacales, arrulla a las serpientes y simula amamantar a los cerdos. Grande es la hija de An, que tortura a los niños; grande y terrible es Dimme, en verdad. Dimme no sigue los designios de los dioses, por placer ejerce crueldad contra la raza de los hombres, por propia locura y despecho se roba a los niños, roe sus huesos y bebe su sangre para aplacar su sed. Muchos antiguos Utukku causan males a la humanidad, son terribles y aterradores; dolor y locura dejan a su paso, pero tan sólo siguen los designios de los dioses de voluntad inexorable y sabiduría incomprensible. Dimme sólo conoce su propia maldad.

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Hermosa doncella es Lilith, la puta de Inanna, que brinda placer impío a los hombres. No apenas el cuerpo de un mancebo produce semen, cuando Lilith se le aparece y le entrega su carne, a cambio de la semilla de vida que siembra en su vientre, donde engendra a los Edimmu, hijos del desierto. Cabalga desnuda en los vástagos de Zu, hijo de Siris; hermosos son sus pechos, torneadas son sus piernas, amable es su rostro y dulce es su aliento. Tan grande como su belleza es su maldad; de los hombres dormidos engendra a los Edimmu, mismos que después los atormentan y les traen desgracias. ¿Quién sabe si el demonio que aparezca junto a tu lecho no será producto de tu propia semilla, engendrado en Lilith? Muchos son los Utukku que atormentan a los hombres; los malvados son llamados Edimmu y son hijos de Lilith. Son criaturas del desierto que beben sangre, como Allû, el apestado, y como Gallû, el que aúlla en el Infierno. Odioso para hombres y dioses es el hijo de Lilith; Allû es llamado en voz baja por sabios y magos. Allû, el Utukku que asesina a los hombres, el malvado que los viste de pústulas, el hijo de Lilith, el portador de la lepra, el engendro de la prostituta, que vaga por las llanuras. Ronda las calles con forma de perro sarnoso y en la noche entra por las ventanas de las casas 11


para aterrorizar a hombres, mujeres y niños que dormían en paz, con temor de los dioses. Tú que duermes junto a una ventana, teme de pronto volver la cara, abrir los ojos ¡y encontrarte con el abominable rostro de Allû! Poderoso es el hijo Hanbi, rey de los demonios; su diestra apunta al cielo, su vuelo porta dolor. Él trae el viento del sur y del oeste, trae la sequía y la plaga, dirige a los demonios, lleva a los insectos a devorar las cosechas. Su voluntad es viril, su furia la del perro, vuela como el águila y atrapa a sus presas, ataca como el escorpión y procrea como las víboras. Viola a las vírgenes, las posee y las enloquece, las somete a la voluntad de las Blasfemias. Debilita y corrompe las almas de los hombres. Es el portador de las desgracias, es sabio temerle. Grande es el hijo de Hanbi, rey de los demonios, grande, inmenso y potente es Pazuzu. Pazuzu sigue los designios de los dioses, es su hermano, su heraldo, su igual. Por voluntad de los dioses trae la sequía; la hambruna y la plaga vienen por orden suya. Pero por puro placer personal corrompe doncellas, las viola, las tortura, las conduce a la Blasfemia, sólo para alimentar su deseo de dolor. 12


Magno es el odio que tiene Pazuzu por Dimme, grande es su poder contra Lilith y los Edimmu. Las mujeres que no quieran ver perdidos a sus hijos, para que sean pasto de la grande y odiosa hija de An, deben encomendarse a Pazuzu, señor de los demonios. Los hombres y mancebos que no quieran copular inmundos con la puta de Inanna, de naturaleza horrible cuan hermoso es su sexo, y procrear demonios que lleguen a llamarlos “padre”, deben someterse a la voluntad de Pazuzu, hijo de Hanbi. Aquéllos que no deseen encontrarse con el apestado, o con el que aúlla en la noche oscura, que oren, que invoquen al gran Pazuzu, el dios demonio enloquecido. Pazuzu viola a las mujeres, doncellas y casadas, penetra sus cuerpos como las serpientes y las atormenta, trastorna sus rostros y los deja putrefactos como la muerte. Pazuzu se complace en causar dolor y espanto, trae la hambruna y las plagas, pero sirve a los dioses; destruye los hogares y mata a los hombres, pero obedece a los dioses. Pazuzu es grande, Pazuzu es poderoso, debe ser honrado, pues él es el único que aleja a Dimme, a Lilith y a los Edimmu, pues él es tan terrible que los más malvados le temen. Somos desdichados los mortales, pues debemos elegir, escoger entre el dios demonio loco que trae la destrucción, o sus enemigos, la que devora a los niños, la mujerzuela, y los Edimmu, bebedores de sangre, amantes del desierto. 13


Mas no tenemos opción, este mundo no es nuestro, no es hogar de los hombres mortales, sino campo de juegos para los dioses eternos, que anunciaron “dejaré que los muertos asciendan y devoren a los vivos y los superen en número”. Éste es un mundo aterrador, pletórico de horrores; en las casas, calles, llanuras, montañas y ríos, no hay lugar donde el mal no habite, y es sabio rodearnos de lo menos terrible. Invoca, pues, a Pazuzu, cuando el mal llegue a tu puerta, invócalo y ofrécele tu casa, tu persona y tu alma, y cuando Pazuzu sea tu dueño, ten por segura una cosa: ningún mal te atormentará ya jamás, ningún mal, excepto aquéllos que Pazuzu disponga.

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EL SACERDOTE DE ISIS Egipto, siglo XIV a.C. La fría oscuridad de grutas que surgen desde las entrañas del mundo; el calor húmedo y envolvente de las selvas al sur; el aroma salado de los mares al norte y al este; la arena áspera y ardiente llevada por el viento de los desiertos circundantes; la dureza de las garras y colmillos de bestias ignotas; el bronce helado golpeando su cuerpo; el sabor de la sangre mezclada con sudor; el miedo… el miedo vivo y tangible ante lo que había visto y vivido; el viaje de meses, a través de tierras extrañas, bajo soles diversos, siempre hacia el norte, de vuelta al hogar… Todo estaba marcado en su espalda morena surcada de cicatrices, en sus ojos oscuros y silenciosos, en su semblante severo y poderoso. Pero, se preguntaba, ellos, sus jueces, sus carceleros, sus verdugos ¿serían capaces de verlo? Yo soy Arlhotep, Sumo Sacerdote del Templo Isis. Renuncié a las riquezas y a los placeres mundanos; renuncié al poder y al amor. Consagré mi vida a la Diosa Madre para hacer su voluntad por siempre. Más golpes en la cara y en las costillas, más sudor y sangre, más frío y metal. Y de nuevo preguntas estúpidas de hombres estúpidos, con el disco dorado de Atón colgado al cuello, ansiosos por escuchar una mentira de contrición. Pero Arlhotep, postrado frente a sus enemigos, sólo sabía responder con la verdad. La mía es una casta especial de hombres santos, siervos de Isis desde tiempos anteriores a la construcción de las todopoderosas pirámides y de la esfinge omnisciente. En el antiguo Templo de Isis sólo hay un sacerdote por vez. Cada uno de ellos entrenó a un solo aprendiz para que ocupase su lugar 15


cuando el maestro muriese, y así se ha perpetuado la dinastía desde tiempos que nadie recuerda, hasta mis años como servidor de la Diosa. Arlhotep no ignoraba que los sacerdotes consagrados al culto de otros dioses, y algunos de otras órdenes menos antiguas devotas de Isis, lo miraban con suspicacia y recelo. Les ofendía el aura de santidad con la que se vestían los siervos de Isis; les irritaban su secretismo y su independencia; les atemorizaba la sospecha de que ellos practicasen auténticos milagros, y no elaborados trucos como los de que ellos mismos se valían para impresionar a la plebe. Pero el Templo de Isis era muy respetado por su antigüedad y nadie se habría atrevido a desafiar el pacto que desde siglos remotos, a través de las dinastías, sostuvo con la casa de los Faraones. Por eso, Arlhotep no alcanzaba a comprender lo que había sucedido. Los sacerdotes de Isis siempre fueron muy respetuosos y pacíficos; nunca tenían conflictos con otras castas sacerdotales ni con los poderes terrenos. Arlhotep sabía que los egipcios adoraban a dioses inexistentes, que eran hipócritas o se engañaban a sí mismos, pero estaba consciente de que la función de tales cultos era mantener el orden, y nunca interfería con ellos. Arlhotep sólo se preocupaba por servir a Isis. No puedo dejar de reconocer que en el mundo existen muchos dioses. Muy pocos de ellos le son benévolos al género humano; otros tantos dan beneficios sólo a sus fieles seguidores; muchos le son por completo hostiles a cuanto existe en la Tierra. Pero para muchos más, la inmensa mayoría, la raza humana y la vida misma les son del todo indiferentes. Isis es una de las pocas diosas que ama a toda la humanidad.

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Arlhotep entendía bien que ninguno de los dioses era remotamente parecido a las representaciones que los hombres hacían de ellos. No tenían carácter femenino ni masculino, ni sus verdaderos nombres podían ser expresados en lengua alguna inventada por los mortales. Los fieles de Isis la llamaron así para poder comunicarse con ella y le atribuyeron una naturaleza femenina en concordancia con su carácter amoroso, protector, maternal. No puedo decir más. El conocimiento que me fue revelado a través de los misterios de Isis podría trastornar la mente de hombres menos fuertes. No pocos de mis antecesores fueron corrompidos o perdieron la razón por culpa de estos secretos. En tales casos, el aprendiz tuvo que dar muerte al maestro. Así sucedió con el sacerdote que me instruyó. Otros hombres y mujeres, ajenos al culto de Isis, han intentado adquirir los poderes para luchar contra la Blasfemia, pero de igual modo enloquecieron, provocaron mucho más daño que bien y debieron ser eliminados. -¿Así que confiesas que el culto estuvo lleno de hombres malvados y perversos? ¿Confiesas haber asesinado a tu propio maestro y que esto era una práctica común? No entienden. Los deberes del sacerdote de Isis van mucho más allá de la administración de los templos y el oficio de los ritos. Debe asegurarse de fortalecer el culto de Isis para que su poder proteja a los hombres de la Muerte. Debe combatir a quienes practican la Blasfemia, para no que no se debilite el poder de la Diosa. Por largas temporadas abandoné el magno Templo de Isis en Sebennitos y lo dejé al cuidado de mi joven aprendiz y de las vírgenes que nos asisten. Viajé a rincones lejanos de Egipto, y más allá, en una lucha sin fin contra lo que no debe de ser.

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-¡Falsas historias con las que has atemorizado a los incautos para mantener tus privilegios! Abandonaste tu supuesto templo sagrado para visitar lupanares y celebrar orgías en tierra extranjera. ¡Confiesa! ¡Yo viajé a la Hélade, donde diezmé a los vástagos de Licaón, una raza de hombres que, en pacto con Fobos, tienen el poder de convertirse en bestias caninas! ¡Yo conjuré a los Edimmu, hijos de Lilith, en los desiertos de Mesopotamia! Los debilité de tal forma que tardarán muchos siglos en recuperar su poder. ¡Yo vencí a los Abismales de Sicilia, hechiceros infrahumanos que predican la Blasfemia! Los expulsé de sus asentamientos en tierra y los envié a los abismos marinos de los que fueron escupidos. Mi última misión me llevó a las selvas del sur, más allá del reino del Punt, a combatir a la última población de los Arcanos, que hombres no son, sino la raza más vieja de cuantas pueblan la tierra. Decenas de miles de años antes de que los primeros hombres aparecieran, ellos levantaron prósperas e inmensas ciudades, de las que no quedan sino ruinas, en las que hasta hace poco aún merodeaban algunos individuos enloquecidos, acólitos de la Muerte. No. No llevo a cabo estas hazañas yo solo. Como sacerdote de Isis tengo la facultad de convocar a un contingente de los mejores guerreros de Egipto para acompañarme, y no estoy obligado a informar nada, ni siquiera al Faraón. Siempre los escogí no sólo de entre los mejores combatientes, sino de entre los más virtuosos, honestos y fieles a los dioses. Los armé con lanzas y hachas de plata y los bendije en nombre de Isis, para que la benévola Diosa los protegiese del mal.

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Con el amuleto de su deidad patrona colgado al cuello, ni Arlhotep ni sus soldados tenían nada que temer contra los horrores que han infectado este mundo. Pero el poder de Isis no interfiere con el orden natural de las cosas, y nada puede hacer contra el odio, la codicia y la ceguera de los hombres mortales. -En misiones secretas cuya naturaleza nadie conoce arriesgaste muchas veces las vidas de nuestros mejores guerreros. En tu última locura, los sacrificaste a todos. De treinta guerreros que llevaste esta vez, ninguno volvió. Era cierto. La expedición contra los Arcanos fue más terrible de lo que Arlhotep había imaginado. Ninguno de los treinta guerreros que lo acompañaron salió vivo de esa batalla. Solo, tras dos largos años de ausencia, Arlhotep se vio obligado a regresar a Egipto. Cuando por fin alcanzó Sebennitos, herido, hambriento y exhausto, las cosas habían cambiado por completo. Del antiguo Templo de Isis no quedaban más que escombros. No halló rastro del aprendiz ni de las vírgenes que servían en el templo. Indagó entre los pobladores, pero nadie quiso dirigirle la palabra. Poco después, los guardias lo encontraron, lo golpearon y lo llevaron prisionero hasta este lugar oscuro en que ahora lo juzgaban, frente a ese advenedizo, ese hombre barbado, vestido con las más finas ropas de los nobles egipcios, que portaba un báculo de oro con el disco de Atón en la punta. El nuevo sumo sacerdote de Atón escuchó en silencio la última declaración de Arlhotep. Después, con una mirada, hizo que todos en la sala se pusieran en movimiento. Los guardias levantaron al sacerdote de Isis y lo condujeron por un largo pasillo hasta un lugar nuevo, un sitio iluminado por el sol que resplandecía en los millares de objetos dorados que adornaban el

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lugar. En la cima una escalinata, tan alta como un hombre, el Faraón se sentaba en su trono. -¡Arlhotep!- habló el monarca –Sacerdote de Isis, ¿sabes ante quién te presentas? Yo sirvo a mi señor, el Faraón Amenhotep IV… -¡Falso! Mi nombre es Akenatón, servidor del Dios único y verdadero. Han terminado los días en que nuestro pueblo, ignorante y condenado, idolatraba a los falsos dioses. ¿Los falsos dioses? -Sí. El único Dios es Atón, el Sol, el Padre Celestial, Creador de todo lo visible y de lo invisible… ¿Es verdad lo que estoy escuchando? ¡Nadie puede ser tan ingenuo como para creer que existe solamente un dios! -¡Blasfemas! Su Alteza nunca ha enfrentado a una Blasfemia… -¡Silencio!- ordenó el Faraón y Arlhotep recibió de un soldado un golpe tal que lo hizo callar –Tú, Arlhotep, has sido especialmente necio y perjudicial para nuestro pueblo, el elegido por Atón. Con el pretexto del culto a la falsa diosa Isis has mantenido secretos y le has negado total obediencia a tu Faraón. Con mentiras has enviado a valientes guerreros egipcios a los confines de la Tierra para saciar tus ambiciones. He servido siempre a la Diosa Madre y he hecho su voluntad en beneficio de todas las gentes que habitan este reino y los demás… 20


-¡Te aferras a tus falsedades! Pero te daré una oportunidad. Todos los sacerdotes del reino han reconocido a Atón como el dios verdadero y ya se están instruyendo en los misterios de su culto. Abraza tú también la verdadera fe y serás perdonado, aquí y en la otra vida. ¿Atón? ¿Quién es éste a quien mi soberano ha decidido adorar tan de súbito? El Faraón hizo una seña con la mano, y el hombre barbado emergió desde atrás del trono. -Éste es Moisés. Es el sumo sacerdote de Atón. Él te enseñará todo lo que debes saber sobre el dios verdadero. Moisés le habló al postrado y sangrante Arlhotep: –Atón es el único Dios, el Creador del mundo y de los hombres. Por muchos siglos la verdad ha estado oculta, pero ahora él habla de nuevo a su pueblo, a sus creaciones, para que conozcamos la verdad y cantemos los himnos de su gloria. ¡Atón me ha hablado!- la voz del sacerdote retumbó en el salón y muchos de los presentes se estremecieron -Se me presentó en el medio del desierto, como una zarza que ardía sin quemarse jamás y me ordenó predicar a los hombres la verdad de su Palabra. Su poder infinito me permite realizar milagros en su nombre. ¡Contemplad la magnificencia del dios verdadero! Tras invocar el poder de Atón, Moisés levantó su cayado y golpeó el suelo con él. De pronto, la vara se convirtió en un áspide. Pero entre las exclamaciones de asombro y las alabanzas al dios verdadero, se escuchó la leve risa de Arlhotep.

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¿Convertir palos en serpientes? ¿He allí el poder de Atón? Este simple truco podría ser realizado por hechiceros nóveles… ¡No! ¡Que mi Faraón escuche lo que debo decir! Este dios del que hablan no es más que otro de esos advenedizos y ambiciosos. Conozco a los de su clase: es joven, casi infantil, y caprichoso, sediento de adoración y sacrificios. Sólo un dios necio sería tan arrogante como para negar la existencia de los otros. ¡Pero Atón es débil, no podrá defenderlos! Si insisten en adorar a este único y egoísta dios, se quedarán sin la protección de los dioses antiguos y poderosos que aún guardan la Tierra… ¡Isis! ¡Sólo Isis tiene el poder y la voluntad de salvaguardarnos de la Muerte! -El dios verdadero triunfará sobre la muerte y nos llevará al Paraíso.anunció Moisés. No hablo de la suspensión de la vida, no hablo de la muerte del cuerpo físico. Estoy hablando de la Muerte absoluta… Por orden de Moisés, un soldado golpeó el rostro de Arlhotep con la empuñadura de su lanza. -Ya que por lo visto te niegas a abandonar tus creencias blasfemas, serás condenado a morir en vida y sin posibilidad de resurrección. ¡Llévenselo! Con empujones y golpes, Arlhotep fue llevado a una cámara de embalsamamiento, donde lo ataron a una mesa de disección. ¡Pueden matarme, pero no cometan la estupidez de acabar con el culto de Isis! ¡Sólo ella puede protegernos! Si imponen el culto de este dios vanidoso, la condenación más absoluta caerá sobre todos…

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-Oh, pero no vamos a matarte, Arlhotep.- dijo Moisés con una sonrisa – Tu destino será mucho peor. Ya que te aferras a tu herejía, te sepultaremos según tu arcaica costumbre. ¡Serás enterrado en vida! Sufrirás de un eterno suplicio encerrado en ese sarcófago. La maldición de Atón te impedirá morir. Tu alma estará encerrada en un cuerpo putrefacto por toda la eternidad.- y arrancó el talismán de Isis del cuello de Arlhotep. Trato de hablar, trato de gritar, pero gruesos vendajes sujetan mi boca. Los embalsamadores, otrora sacerdotes de los antiguos dioses y ahora lacayos de Atón, cubren mi cuerpo con aceites y esencias propias de nobles difuntos. Quiero gritar cuando veo la daga. Hacen una incisión en mi abdomen, mi carne se abre, pero la sangre apenas escurre. Por esa abertura introducen pinzas frías y tiran de mis entrañas… Me retuerzo, pero estoy bien sujeto. ¡El dolor, madre, el dolor! Jalan, siguen jalando; mis intestinos se desprenden, los veo salir de mi cuerpo. Veo salir todos mis órganos, uno por uno. Nunca acaba. ¿Por qué vivo? ¿Por qué puedo sentirlo todo? Ahora fuerzan unas largas pinzas por mi nariz… Presionan… Tiran… Siento que partirán mi cráneo desde adentro… Mi cerebro… puedo verlos, puedo sentirlos extraer mi cerebro… Ya no soy… ¿Soy…? Soy Arlhotep… el Sumo Sacerdote de Isis… Atón… la Muerte… el Amanecer de la Muerte… Todo mi cuerpo… excepto mis ojos… envuelto en vendajes… estoy muerto… ¿estoy muerto…? Estoy en un sarcófago… con la efigie de Anubis, el Chacal… Tanto dolor… tanta hambre… Moisés… veo… tu rostro… frente a mí… -La maldición de Atón no te dejará morir, Arlhotep. Recuerda eso. Recuerdo… mente sin cerebro… alma en cuerpo muerto… mi cuerpo momificado… mi alma se pudrirá en mi cuerpo… La oscuridad eterna se cierra sobre mí… Arlhotep, Sumo Sacerdote de Isis… Consagrado para hacer 23


su voluntad… su voluntad… por siempre… por siempre… siempre… siem… ssssss… El sarcófago fue enterrado en una cámara subterránea excavada bajo el desierto. Los esclavos que la construyeron fueron muertos allí mismo, y los soldados que dieron muerte a esos esclavos fueron asesinados en sus lechos a los pocos días. El sitio en que yacía el Sumo Sacerdote de Isis fue olvidado por siempre. Pero los lacayos de Atón no pudieron disfrutar de una prolongada victoria. Los sacerdotes de los antiguos dioses egipcios se rebelaron contra la tiranía de Akenatón, unos por verdadera fidelidad a sus deidades, los más por recuperar la posición privilegiada que les aseguraba el régimen politeísta. Akenatón murió envenenado y los sacerdotes que se habían convertido sinceramente al culto de Atón fueron exterminados. El siguiente soberano, Tutankhamón, restituyó el culto a los antiguos dioses, que sobrevivió en Egipto por muchos siglos más. Pero los secretos del verdadero culto de Isis se perdieron para siempre y ya nadie llevó a cabo la misión de la Diosa Madre. Se dice, además, que Moisés logró escapar junto con los esclavos hebreos y que los instruyó en el culto de Atón. Mientras, en su agonía eterna, Arlhotep sabía que en los rincones más oscuros del mundo las Blasfemias recuperaban fuerzas y que en los confines de la existencia la Muerte proseguía su avance.

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MOKÈLÉ-MBÈMBÉ Cuenca del Congo, Siglo X a.C. Aprendan, jóvenes, de la historia que les cuenta este anciano junto al fuego. Si son juiciosos, aprenderán de este relato una valiosa lección, especialmente aquéllos que quieran ser grandes guerreros y cazadores cuyas hazañas pervivan en la memoria de nuestra gente. “El mundo está poblado de monstruos”, me dijo una vez el hombre sabio de la tribu cuando yo era muy joven. En ese tiempo yo era un mozo inquieto y curioso, con ansias de conocer las tierras más allá del bosque, las montañas y el gran río que rodean nuestra aldea. Me entretenía escuchar historias de viajeros que habían visto las inmensas aldeas de piedra hacia el Oeste, donde se pone el sol, frente a la Gran Agua. Se decía que a no muchos días de marcha hacia el Norte y el Este, había un sitio visitado por hombres de una tierra lejana que venían en busca de las piedras brillantes y las llevaban a su reino, en donde había tribus grandes y poderosas que construían montañas de piedra, en una región llana en la que casi no se veían árboles, y más allá, donde un jefe sabio y poderoso gobernaba en la opulencia. Yo quería conocer todo eso, pero sentí que antes de estar listo para un viaje tal, debía entrenarme para ser un gran cazador, un rastreador experto, un guerrero que pudiera procurarse forma de subsistir durante muchos días en la selva, listo para enfrentar todos sus peligros. Mi padre me enseñó lo básico, pero yo no quería ser sólo un buen cazador, sino un guerrero extraordinario, como los héroes cuyas historias se cuentan alrededor de la hoguera. Para probar mi valía, decidí viajar al Sur, más allá de las tierras de los pigmeos, donde se cuenta que viven los monstruos más terribles y espantosos. 25


“Más grandes que los elefantes y los hipopótamos, más feroces que los leopardos y los leones”, me aseguró el hombre sabio, pero no supo decirme más, porque él nunca los había visto, sino que había oído de ellos por los pigmeos. Tales advertencias no me desanimaron, sino que me alentaron a seguir con la empresa, de modo que una noche salí a hurtadillas de mi choza armado con mi lanza y mi arco, y me dirigí hacia el sur. Durante diez días de caminata no encontré nada que fuera digno de ser narrado. Atravesé la selva cada vez más espesa, más verde, rebosante de vida en todas las direcciones y tremenda por las noches. Me procuré comida durante el día y dormí en los árboles después de la caída del sol. Maté a algunas serpientes y una noche escuché el rumor apenas audible de un leopardo que se abalanzó sobre alguna presa desconocida. Al onceno día de marcha una voz repentina me obligó a detenerme bajo la amenaza de ser atravesado por innumerables dardos: estaba rodeado por los pigmeos. Su lengua no me era desconocida y pude darles a entender que venía en paz, en una expedición de caza. No me dispararon, pero me desarmaron y me llevaron preso a su aldea. Algunos de ellos se negaban a creer que alguien tan joven como yo se aventurara tan lejos de su aldea y sin compañía. Ellos pensaban que debía ser miembro de alguna partida de exploración que estuviera acechando su aldea. No habría sido la primera vez que nuestra gente arrojara a los pigmeos de sus tierras. Así es, jóvenes. Nosotros, los bantúes, no somos la raza más antigua junto al Río que se traga a todos los ríos. Los pigmeos estuvieron aquí mucho tiempo antes que llegáramos. Después de que Bumba vomitara el mundo, nuestra gente vivió más al norte por muchísimo tiempo antes de venir a las

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cercanías del Río, no hace muchas generaciones. Esta misma jungla que nos rodea fue alguna vez hogar de los pigmeos. Ellos dictaminaron darme la muerte y yo, sin más opción, les revelé el motivo real de mi expedición. Cuando escucharon que quería ver y enfrentarme a los monstruos que viven al Sur, algunos se rieron, mientras otros se estremecieron. El hijo del jefe me condujo entonces a una choza y allí me mostró el horrible tesoro que guardaba con una mezcla de orgullo, veneración y espanto. Se trataba del cráneo de uno de esos monstruos. Era más grande que un hombre, ¡enorme! La cara era alargada, con un pico como de águila, un enorme cuerno sobre la nariz y muchos más sobre la testa. Era algo verdaderamente apabullante. Los pigmeos me dijeron que pertenecía a Emela-Ntouka, el asesino de elefantes. Lo había cazado un ancestro suyo, muchas generaciones antes. Fue necesaria la fuerza de toda la tribu y se perdieron las vidas de muchos guerreros para derrotarlo. El hijo del jefe me explicó que la ferocidad EmelaNtouka se comparaba con la del leopardo y que se había ganado su nombre porque se decía que le habían visto matar elefantes. Mas había monstruos mucho peores en las junglas del Sur, de los cuales el más terrible era MokèléMbèmbé, el que detiene el curso de los ríos. Me dijo que era una locura avanzar. Las demás bestias eran poderosas, sí, y vivían por largos años, pero finalmente envejecían y morían. Se les podía matar. Mokèlé-Mbèmbé, en cambio, era algo más. “Mbwiri, que posee a los hombres y los enferma puede ser repelido con bailes y cantos; Los Obambo que asustan en la oscuridad de la selva, también pueden ser apaciguados con rituales. Pero no hay hombre vivo que sepa cómo

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aplacar a Mokèlé-Mbèmbé, el que detiene el curso de los ríos” me dijo, y nunca olvidaré sus palabras. El hijo del jefe me instó a volver a mi aldea y no seguir con una búsqueda suicida, pero yo me mantuve firme y él no tuvo más remedio que devolverme mis armas y dejarme partir hacia el Sur. Antes de marcharme recibí del hijo del jefe una descripción de los monstruos que según las historias de sus abuelos habitan esas tierras, además de este talismán protector, que hasta hoy llevo puesto. Anduve por el bosque durante otros diez días, siempre hacia el Sur, hasta que emergí a un extenso claro. Ustedes saben cómo es la selva, siempre llena de ruidos, sobre todo por las noches. Pero allí todo era silencioso. Como las noches anteriores, dormí en la rama de un árbol. A media noche escuché un rumor que me despertó sobresaltado y sentí que alguien me observaba. Algo se movía en la copa del árbol, sobre mi cabeza. No pude verlo bien, pero no parecía más grande que un mono, de modo que no me alarmé. Al día siguiente reemprendí mi camino. Por momentos creí perderme en la espesura y temí haberme quedado atrapado en parajes oscuros de selva voraz, en los que, como en el claro de la noche anterior, reinaba el silencio. En varias ocasiones me sentí observado y alguna vez me pareció ver, con el rabillo del ojo, una figura pequeña y oscura que saltaba sobre los árboles. Al atardecer llegué a la orilla de un arroyo, cuyas márgenes estaban cubiertas por exuberante vegetación. Y, no lejos del arroyo, una gran fosa hedionda se extendía por una larga distancia. Cientos, miles de huesos enormes se encontraban desparramados y amontonados hasta los bordes de la fosa. Huesos más altos que un hombre, y gigantescas púas y placas 28


puntiagudas más filosas que cualquier lanza. Nubes de moscas revoloteaban sobre la fosa y mareas de gusanos se retorcían entre los huesos. La peste que manaba de aquel agujero era insoportable. Entonces creí escuchar un fuerte sonido, como de chapoteo en el arroyo. Me volví y alcancé a ver una sombra enorme que nadaba y se sumergía en las aguas turbias y oscuras. No quise ver más, así que rodeé la fosa y me alejé de allí a toda prisa. Poco después alcancé una llanura descubierta; calculé que debía caminar por la mitad de un día antes de llegar al siguiente grupo de árboles. Pero escuché una voz, apenas un susurro lejano, que me decía “vuelve”… Miré hacia atrás y vi, posado en una roca, un pequeño lagarto. Su forma y su tamaño correspondían con la sombra que antes había visto acechándome. Recordé viejas historias sobre Obrigwabibika, los enanos mágicos que pueden transformarse en lagartos y que cuidan las selvas y los ríos. Pero luego dudé de haber oído lo que había oído, no le di importancia al asunto y emprendí mi marcha a través de la llanura. Cuando el sol alcanzó el cenit, encontré varios montones de piedras muy extrañas, en las que estaban grabadas imágenes que yo no podía comprender. Muchas de ellas mostraban monstruos horribles, que debían ser gigantescos, pues sobrepasaban las copas de los árboles. Algunas más mostraban hombres, y unas pocas, que me estremecieron, eran imágenes de hombres que no eran hombres y que no podría empezar a describir. Observaba estos montones de piedras cuando de pronto escuché un chillido que me desgarró los oídos. Entonces, la luz del día se extinguió y el aire se tornó frío, como si hubiera anochecido de pronto. Algo había cubierto el sol. Por un instante fue como una noche inmediata se hubiera cernido sobre mí. Después, la cosa o animal que voló sobre el mundo ya no estaba, ni había 29


señales de ella. Recordé entonces el nombre de Kongamato, el destructor de botes, el monstruo volador de quien los pigmeos me habían hablado. De pronto escuché otro rugido, sin duda de un depredador, y sentí sus pisadas retumbantes acercándose a gran velocidad. Corrí sin mirar atrás. Sabía que esa cosa estaba cada vez más cerca… me pareció que pude sentir su aliento fétido en mi nuca. Entonces vi mi salvación: una pequeña abertura en lo que parecía ser la ladera rocosa de una colina. Me apresuré hacia ella y me deslicé adentro. Apenas estuve adentro cuando cesaron las pisadas y los rugidos. Llegué a preguntarme si en realidad no habría imaginado todo eso. Cuando estuve seguro de que lo que fuera esa cosa que me perseguía no estaba ahí, salí de mi escondite y pude entonces darme cuenta de que no me había metido en una gruta o madriguera. Era una especie de choza, grande, más grande que la de los jefes más poderosos y ricos, armada con cientos de piedras colosales, y cubierta de hierbas y tierra. Rodeé la choza, observando sus cuatro paredes; en una vi más imágenes talladas de los hombres que no eran hombres. Se les veía torturar y matar con deleite a monos de algún tipo que nunca había visto. En la siguiente, hacían lo mismo con simios, y en otra, con seres que no eran ni simios ni hombres, sino alguna cruza extraña y horrible. En las imágenes que llenaban la última pared, los hombres que no eran hombres alimentaban a sus colosales bestias con hombres verdaderos; sentí repulsión y miedo. Estaba observando los extraños grabados en la piedra, perdido en ellos, sin memoria de los prodigios y horrores que había contemplado esa misma tarde, cuando una voz me sobresaltó. “Has llegado a un lugar al que ningún hombre debía llegar... ¡vuelve ahora!”. Pero, no sé por qué, continué hacia adelante. 30


La noche me alcanzó, y el lugar quedó inundado por los rugidos de enormes bestias que combatían y hacían estremecerse a la tierra misma. No me sentí seguro ni en las alturas de los árboles, y pasé la noche cubriéndome los oídos, pues tales gritos me robaban el valor y el deseo de vivir. Al amanecer continué la marcha y al mediodía me encontré con un gran brazo del Río. El agua corría libre y veloz, y el murmullo del torrente alegró mi corazón. Me di cuenta de lo agotado que estaba y me permití sentarme a descansar a la orilla del Río dador de vida. Pues del Río viene la vida, jóvenes. Las plantas crecen gracias a él, pues la lluvia es el agua que el Cielo le devuelve al Río. Los animales se alimentan de las plantas, y nosotros devoramos a ambos. Al matar obtenemos vida; al morir, la damos, pero al final, todo vuelve al Río. Reflexionaba sobre todo esto que les digo cuando noté que el rumor del agua ya no llegaba hasta mí. La corriente se había detenido. Pronto el caudal comenzó a disminuir lentamente y me pareció que el agua se ponía roja. Pero no era el agua, sino que en ella se reflejaba el cielo, que desde el horizonte hacia el cenit había tomado el color de la sangre. No había viento, ni nubes, ni un solo ruido. Sentí miedo como nunca antes lo había sentido, y me supe inválido e indefenso como un bebé abandonado en medio de la jungla. No podía moverme, ni respirar, ni pensar. Pero con todo el temor que me invadía, algo me obligó, casi contra mi voluntad, a volver lentamente la cabeza. Entonces lo vi. Mokèlé-Mbèmbé, el que detiene el curso de los ríos. Lo último que escuché fueron mis propios gritos de terror. No sé qué pasó después. Cuando desperté, varios días después, me hallé de nuevo en la aldea de los pigmeos. Me dijeron que me habían encontrado inconsciente entre unos arbustos, no muy lejos de allí. El buen hijo del jefe me 31


acogió y me instó a que contara mi aventura. Pero yo no quería recordar y apenas hube recuperado mis fuerzas emprendí el camino de regreso a casa. Después de esa experiencia me volví un muchacho tímido y enfermizo. Envejecí prematuramente: no soy tan anciano como aparenta mi faz. Olvidé la idea de volverme guerrero y me hice chamán, para aprender todos los conjuros contra los demonios. Y los aprendí, pero aún ese conocimiento no consigue brindarme sosiego. Nunca volví a alejarme de la aldea. Aún hoy le temo a la selva durante las noches, todavía los ruidos nocturnos me sobresaltan y me impiden conciliar el sueño. No me pregunten qué es lo que vi; tratar de recordarlo es doloroso. Maldad, tinieblas… y muerte, es todo lo que puedo decirles. Aprendan de mi historia, jóvenes cazadores, aspirantes a guerreros. Yo fui afortunado, pues me ayudó algún espíritu bondadoso. Pero sea que ustedes se pierdan por buscar la gloria en absurdas pruebas de valor. No sea que se topen con Mokèlé-Mbèmbé y, como yo, abandonen por siempre toda esperanza en la vida.

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 Atenas, finales del siglo V a.C. Escenario Una catacumba subterránea en Atenas. A la extrema derecha, un altar construido con cráneos, flanqueado por trípodes que arden. En la pared del fondo están encadenadas las mujeres del coro. Hay huesos y manchas de sangre por todos lados. El miedo, denso, flota en el aire. Los personajes entran y salen por la izquierda. Personajes ENCAPUCHADO, siervo de Fobos EUTELPIS, hija de un rico ateniense CORO de mujeres cautivas DEIMOSKÓTONES, oficial espartano Hoplitas espartanos

CORO.- ¡Dioses inmisericordes! ¿Por qué no se apiadan de mí? ¿Por qué permanecen inactivos contemplando nuestro sufrimiento sin dar señal de su existencia? Hemos estado cautivas muchos días y noches aquí, en la oscuridad de estas mazmorras, hemos visto horrores insoportables. ¡Ah, si tan siquiera se nos concediera la muerte! Entra Eutelpis, como arrojada a la mazmorra; tiene huellas de golpes y malos tratos, y solloza asustada.

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CORO.- ¿Qué es esto? ¿Una nueva víctima para el malvado que nos tiene aprisionadas? ¡Pobre de ti, bella doncella! Aún en mi dolor me apiado de ti, pues lo que he sufrido no se lo deseo a mortal alguno, ni siquiera a los terribles espartanos que allanan nuestras tierras. Habla, ¿quién eres? EUTELPIS.- Soy hija de un señor principal de esta ciudad. ¿Por qué me encuentro aquí? No lo sé. Fui raptada por un captor desconocido cuyo rostro nunca alcancé a ver, y ahora estoy aquí, en esta horrenda catacumba, y no sé qué destino me aguarda. (Retrocede hacia la izquierda, descubre el macabro altar y se sobresalta) CORO.- ¡Pobre niña, dos veces desdichada! Creciste entre lujos y comodidades e ignoras lo que es dolor y el miedo. ¡No hay peor forma de conocerlos que en este lugar sin esperanzas! EUTELPIS.- Decidme, mujeres, ¿qué lugar es éste? ¿Y quién os tiene tan cautivas y maltratadas? Pues es evidente que no habéis visto la luz del sol ni probado alimento en muchos días. CORO.- Dices bien, pero la oscuridad y el hambre no son tan horribles como lo que hay aquí. El hombre, si hombre es, que aquí nos tiene es tan cruel y malvado como jamás se ha visto. ¡Es el agente del miedo, el sacerdote de Fobos! Se escucha el rugido indescriptible e innatural de un monstruo EUTELPIS.- ¡Por Zeus! ¿Qué bestia tan horrible produce semejantes gritos que me llenan de espanto? CORO.- Son las criaturas que nuestro captor guarda en el calabozo detrás de esta pared. Nunca las hemos visto, pero somos obligadas a escuchar sus 34


detestables bramidos. Así vivimos, presas de ese hombre loco, no conocemos más emoción que el miedo. Y de pronto llega sin avisar, no sabemos en qué momento, y toma a alguna de nosotras para llevarla a la mazmorra. Ahí la tortura de formas que no imaginamos y después las ofrece a los monstruos. Al terminar, trae sus restos mutilados al altar de Fobos y los inmola para satisfacer el hambre del terrible dios. ¡Y nosotras debemos escuchar los alaridos de agonía de nuestras compañeras y observar los impíos sacramentos de nuestro captor! EUTELPIS.- ¿A cuántas ha matado ya? CORO.- Los huesos que ves a tu alrededor dan cuenta de ello. EUTELPIS.- ¡Ay, mísera de mí! ¡Padre, padre! ¿No pueden tu poder y tus riquezas venir a salvarme? ¡Preferiría morir antes de ser sometida a los tormentos de los que hablan estas mujeres! ¿No hay aquí filosa daga o tensa cuerda con la que podamos piadosamente quitarnos la vida? CORO.- En vano llamas a tu opulento padre, niña. Desgarradas están nuestras gargantas de pedir salvación a los dioses, y si de ellos ya no esperamos nada, de los mortales aún menos. Se escuchan rugidos horribles, pero distintos a los primeros. Eutelpis se cubre los oídos con la mano y se tira al piso, presa del terror. CORO.- ¡Ay! ¡Ay! ¡Y con las manos encadenas ni siquiera podemos cubrir nuestros oídos para no escuchar estas blasfemias! ¿Cuándo se nos permitirá morir? ¿Cuándo acabará este horror?

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Entra el Encapuchado, cubierto de pies a cabeza con una túnica negra. Su andar es desgarbado. En la mano derecha lleva una hoz ensangrentada y en la izquierda una antorcha. Crece el miedo que reina en la atmósfera. ENCAPUCHADO (Al Coro).- ¿Aún guardas esperanzas en la muerte? Mujer simple, lo que aquí has vivido no es nada comparado con lo que te aguarda después de la vida. (Se dirige a Eutelpis, que se incorpora). Y tú joven aristócrata, prepara tu alma para sentir miedo como no creíste que podías sentir, prepárate para dejar de lado todas tus esperanzas. ¡Pues están en el templo de Fobos! (Dicho esto, deja la antorcha en un sostén de la pared y la hoz sobre el altar). EUTELPIS.- ¿Quién eres, hombre malvado? ¿Qué mal te hecho yo para que me robes de la casa paterna y me traigas aquí para atormentar mi mente con amenazas de suplicio y tortura? ENCAPUCHADO.- Ningún mal me has hecho, joven doncella, pero eso no importa. Las leyes de los hombres –que, por otro lado, nunca se cumplendictan que se otorgue mal por mal y bien por bien. Las leyes de los dioses son distintas y ellos no conocen mal ni bien. EUTELPIS.- ¡Blasfemas! ¡Los dioses son justos y aman el bien! ENCAPUCHADO.- No me aburras con tus ideas infantiles sobre la divinidad. Y en cuanto a mí, soy un humilde siervo de Fobos. ¡Oh, Fobos, el más grande entre los dioses! Tú todo lo mueves. Por miedo a sus enemigos los hombres hacen la guerra, por miedo a la destrucción firman la paz. Por miedo a las fieras y al clima construyeron sus primeras moradas. Por miedo al látigo trabajan los esclavos. ¡La simple acción de vivir no es más que una respuesta al miedo a la muerte! 36


CORO.- ¡Hombre cruel y monstruoso! ¿Por qué trajiste a esta pobre muchacha para hacerla sufrir? ¿No has arruinado ya bastantes vidas? ¿Cuándo se saciará tu sed de sangre, de dolor y de gritos? ENCAPUCHADO.- ¡Fobos nunca está satisfecho! Es mi deber como su fiel sirviente sembrar miedo y cosecharlo. Y debo agregar que disfruto mucho de mi oficio. EUTELPIS.- ¡Cobarde! ¡De mujeres indefensas te aprovechas! ¿Qué mérito hay en causarle temor al sexo débil? ¡Cobarde eres, te digo! ENCAPUCHADO.- ¿Cobarde? ¡Cobarde fui! Viví y crecí con miedo. Era un niño temeroso y un hombre sin temple. Temía a la oscuridad, a las bestias, a las armas, a la furia de los hombres. Temía a la muerte y al dolor. Pero un día, muchos años atrás, antes de que tú nacieras, la plaga azotó Atenas. Vosotras sois muy jóvenes para recordar. La plaga era… ¡era hermosa! ¡Fiebres, dolores, hemorragias, diarreas, migrañas, pústulas! Todo eso sufría cada uno de los enfermos. ¡Días gloriosos los de la plaga! Los hombres se volvieron contra sus hermanos, se dedicaron a la obscenidad y a la perdición, prodigaron su caudal y no pensaron en el futuro. El mismo Pericles falleció por esta enfermedad y se acabó la era dorada de Atenas. Yo mismo me vi enfermo y lleno de dolores y lesiones deformantes. Supliqué a los dioses que me salvaran, o que aliviaran mi dolor permitiéndome morir. Recé a Zeus, A Apolo, a Atenea, a Asclepio… Incluso le rogué a dioses extranjeros, pero ninguno tuvo el poder o la voluntad de responder. Entonces encontré a Fobos. ¡Oh, Fobos, grandioso! No es hijo de Ares, dios pequeño, como dicen los poetas. Fobos es más antiguo que Zeus y que Cronos y Urano, dioses ridículos y mezquinos, pues Fobos nació del Caos 37


mismo. Él me salvó de la plaga y me hizo el honor de convertirme en su siervo. A cambio, yo le proporciono el miedo de los mortales. ¿Cobarde me llamas? Sabe que en un principio rapté mujeres y niños porque pensé que en ellos sería más fácil provocar el terror a través de la tortura. Después pasé a atormentar valerosos varones, soldados, líderes y piratas… Creí que habría gloria en observar la mirada de impotente espanto en los ojos de un fiero guerrero. Pero me equivoqué. Es mucho más fácil quebrar el espíritu de un hombre y hacer que se suma en el miedo sin esperanzas. Pero la mujer… ¡Ah, la mujer es fuerte! Su alma no se quebranta con facilidad. Soporta mejor el dolor y conserva la esperanza ante las mayores dificultades. ¡Y sus gritos son tan melodiosos, y su piel tan hermosa es más tentadora para mutilar! Por eso volví a ellas, porque su miedo es más placentero para Fobos. EUTELPIS.- ¿Qué dices? ¿Has torturado y matado a inocentes niños? ENCAPUCHADO.- Por Fobos que sí, lo hice, y me complací en sus gritos y expresiones de horror. Incluso logré que el miedo enloqueciera a ciertos hombres y los hice matar a sus propios hijos. ¡Oh, qué deleite encontré en las súplicas de los pequeños! “¡Padre, padre, no me mates!”, decían, pero sus progenitores, con el juicio trastornado, aplastaron sus pequeños cráneos con piedras y hundieron filosas hojas en sus carnes. EUTELPIS.- ¡Hombre loco! ¡Hombre cruel! ¡Mil veces te maldigan los dioses! ENCAPUCHADO.- Niña tonta, hombre ya no soy. Y tus dioses nada pueden contra Fobos, que vela por mí.

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Se escucha un nuevo bramido monstruoso. Las mujeres gritan y se retuercen, pero el Encapuchado permanece impávido. ENCAPUCHADO.- Escucha, hija de la aristocracia, el canto de los monstruos de Fobos. EUTELPIS.- ¿Qué seres horribles guardas en tu calabozo? ¿Son, acaso, quimeras u otras bestias similares las que esperan alimentarse con nuestra carne? ENCAPUCHADO.- ¡Niña simple! ¿Crees que los monstruos que pueblan el mundo son como los describen los poetas, con partes de animales pegadas grotescamente unas sobre otras? ¿Te figuras que las criaturas que moraban el Laberinto de Minos eran cosas tan simples como hombres con cabeza de toro? Y no se alimentarán de tu carne, sino de todo lo que eres. ¡Ya llegarás a conocer a estos engendros del miedo! Pero ahora, otra será la que llegue a su destino. El Encapuchado va hacia el altar y recoge su hoz. Después camina hacia las cautivas y libera una cadena del extremo que está sujeto a la pared. Tira de la cadena obligando a una de las mujeres a levantarse. CORO.- ¿Qué haces? ¡No! ¡No te atrevas a separarnos! ¡Esto es impío y blasfemo! ENCAPUCHADO.- ¡A callar! Vamos. Se va el Encapuchado llevando a rastras a su víctima y dándole de golpes. EUTELPIS.- ¡Por piedad! ¿Qué destino le aguarda? 39


CORO.- Quisieran los dioses que no lo supiésemos ya… Se escuchan alaridos de indescriptible dolor de la mujer, acompañados de una orquesta de rugidos y aullidos de muchos monstruos ignotos. Las mujeres del coro gritan de miedo y se retuercen encadenadas. Eutelpis se arroja de nuevo al piso, cubriéndose los oídos y se queda temblando en posición fetal. Cuando el abominable concierto se detiene, las mujeres y Eutelpis recuperan relativa calma. Eutelpis se incorpora. EUTELPIS.- ¡Y yo creí que el furioso asedio en que Esparta tiene a nuestra patria era lo que había que temer! ¡Temía que al caer las defensas de Atenas me viese yo prisionera y esclava de los lacedemonios y que mi padre perdiera sus riquezas! Ahora se me presentan nuevos e insospechados temores. No sé que es peor: el conocimiento del horrendo fin que tendrá mi vida, o la tortura que ese malvado hace a nuestras almas y mentes al hacernos esperar. CORO.- Eso mismo me pregunto yo todos los días. ¿Será peor llegar al suplicio de una vez o la agonía de la espera? Entra el Encapuchado, bañado en sangre, cargando un montón de jirones de carne y piel, con algunos huesos. Los pone en el altar de Fobos y arroja algunos trozos de carne al fuego. El olor a carne quemada inunda el área. ENCAPUCHADO (Hacia Eutelpis).- Y ahora, hija del rico ateniense, que has escuchado la clase de horrores que mi dios todopoderoso ha reservado para ti, ven a encontrarte con tu destino. (La sujeta con violencia y entre jalones y empujones se la lleva por la izquierda)

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EUTELPIS.- ¡No! ¡Dioses no! ¡Sálvenme! ¡Zeus, abáteme con tu rayo para que perezca antes de ser sometida este suplicio! ¡No, por favor, no! (Sigue gritando mientras desaparece de escena). CORO.- ¡Demasiadas muertes, demasiadas torturas hemos escuchado! ¡Demasiadas amigas y amigos hemos visto partir! Tenemos esperanza en la muerte, pero ¿y si ese hombre tiene razón y tras ella hay horrores más terribles que los que hay en vida? Sería entonces dichoso quien permanezca en este mundo soportando estos suplicios. Pero no. Ese hombre es malvado y busca trastornar nuestro juicio y matar nuestras esperanzas. Tengamos fe en que aún la morada de Hades guarda un lugar de paz… Empieza de nuevo el concierto de sonidos monstruosos y de gritos de dolor. Las mujeres del coro gimen y se retuercen. Estos abominables ruidos duran por minutos interminables hasta que se detienen de golpe. CORIFEO.- Muerto ha, sin duda, la pobre hija del rico ateniense. Entra Eutelpis, herida y ensangrentada, caminando errática y trastabillando. Sostiene en su mano la hoz sangrante del Encapuchado. CORO.- ¿Pero cómo? ¿Te ha dejado vivir? ¿Es que piensa matarte de poco en poco para prolongar tu agonía por más tiempo? EUTELPIS.- No amigas, he sido yo quien lo ha herido. CORO.- ¿Cómo? Habla, niña. EUTELPIS.- Me condujo a un calabozo más horrible que éste, un sitio oscuro e inmundo. Allí me ató a una mesa, en la que pretendía atormentarme hasta causarme la muerte. La primera parte de su plan se vio cumplida, como 41


seguramente habéis escuchado. Me cortó y me apuñaló con su hoz hasta que quise morir mil veces. Pero este asesino no había atado bien mi diestra y aprovechando un breve instante de distracción suya, liberé mi mano, tomé su hoz y le di una estocada en el costado. El villano retrocedió por el dolor y yo pude escapar. CORO.- Pero, ¿y los monstruos que con nuestras compañeras ha alimentado? EUTELPIS.- No hay tales, sino máquinas. Máquinas activadas por la fuerza de un arroyo subterráneo y que, con trompetas, tubos, timbales y otros instrumentos que no puedo describir producen los rugidos odiosos que hemos escuchado. Era justamente mientras ese villano se distrajo operando sus máquinas que encontré oportunidad para herirlo y huir. No hay más monstruo aquí que la locura y la maldad de las que son capaces los hombres. CORO.- ¡Bendita seas, niña! ¡Ahora libéranos y escapemos juntas de esta lúgubre prisión? Eutelpis se doblega, gime de dolor, y se postra. EUTELPIS.- No tengo fuerzas, ese hombre me ha matado… Pero ¿qué es eso? Se escucha un estruendo que proviene desde la superficie, gritos enardecidos, estrépito del metal chocando y el rumor de muchos pasos. CORO.- Suena como un ejército. EUTELPIS.- ¡Tal debe ser! Es el ejército lacedemonio que entra en nuestra ciudad. ¡Oigo sus pasos muy cerca! ¡Ah, valientes espartanos a los que 42


antes temí más que al Hades, pero que ahora son la encarnación de la esperanza! ¡Quieran los dioses que las tropas de Esparta encuentren esta catacumba y vengan a liberarlas! ¡Ay, amigas! Muero ya, pero me voy con dos dichas. Una, la de saber que no hay aquí más monstruos que ese hombre, simple mortal al fin, al que pude herir. La otra, la esperanza de que pronto seáis vosotras liberadas. ¡Adiós amigas, muero ya! Eutelpis cae muerta al suelo. Entra el Encapuchado, sujetándose el costado herido. ENCAPUCHADO.- Estúpida niña. Me ha herido, pero no de muerte. ¡Ahora ustedes pagarán por su insolencia! Entra Deimoskótones, general espartano, seguido por dos hoplitas. Todos están completamente armados. DEIMOSKÓTONES.- ¿Qué es esto? ¿Qué lugar es éste? CORO.- Oh, valiente espartano, somos víctimas de este hombre cruel que se ha complacido en torturarnos en cuerpo y alma para después darnos muerte. Mira a esa niña que yace en el suelo, víctima de la maldad de este asesino. DEIMOSKÓTONES.- Vil gusano y no varón es quien ejerce violencia contra mujeres indefensas. ¿Quién eres, villano? ENCAPUCHADO.- ¿Quién soy? ¡Te mostraré! El Encapuchado se coloca de frente a los espartanos y a las cautivas, dando la espalda al auditorio, y se levanta la capucha. ENCAPUCHADO.- Éste es el regalo de Fobos. ¡Contemplad! 43


Las mujeres emiten los peores alaridos que se han escuchado; Deimoskótones grita también y se cubre con su escudo; los dos hoplitas huyen espantados. El Encapuchado se cubre de nuevo la cara. CORO.- ¡No es posible! ¡No es posible! ¿Qué son esos rasgos inhumanos? ¿Qué es esa mueca deforme que emula una sonrisa? ¡Miedo, miedo, miedo! ¡Jamás podré sentir otra emoción! DEIMOSKÓTONES.- ¡Eres un monstruo! Deimoskótones atraviesa al encapuchado con su lanza y éste cae por tierra, aunque aún vivo. ENCAPUCHADO.- Puedes matar este cuerpo débil, espartano, pero no puedes vencer a Fobos. He cultivado el miedo en estas mujeres, y el miedo emana de ellas y contamina todo lo que se les acerca. ¡Ya nunca conocerás otra emoción que el terror! DEIMOSKÓTONES (agitado, tembloroso, resoplando y sudando frío).- Es verdad. Tengo miedo. Me siento invadido por un terror que nunca había experimentado. No es natural este sentimiento, como no es natural el rostro que vi hace unos instantes. ¿De dónde viene el terror? ¿Cómo me libro de él? (se vuelve hacia las mujeres del coro) ¡Ustedes! ¡Ustedes están contaminadas con miedo! ¡Este terror ultraterreno emana de ustedes! Enloquecido y desesperado, Deimoskótones con su lanza procede a masacrar a las mujeres cautivas, que gritan aterradas y elevan súplicas incoherentes, mientras el hierro brutal penetra sus cuerpos. Al final, queda Deimoskótones bañado en sangre.

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DEIMOSKÓTONES (arroja a un lado sus armas y se sumerge en la desesperación).- El temor no se va. No puedo respirar, no puedo vivir. ¡No soporto este pánico que me embarga! ¡Piedad! ¡Piedad! (se va corriendo y dando gritos lastimeros). El Encapuchado, herido y sangrante, se arrastra por el suelo y, con voz moribunda y entrecortada, se dirige al auditorio. ENCAPUCHADO.- ¿Lo veis? El triunfo de Fobos es inevitable. Permití a esas mujeres tener un instante de esperanza, para después redoblar sus miedos. Es así como Fobos juega con los mortales. Y vosotros, ¡¿creéis poder evadir la influencia omnipresente de Fobos?! El Encapuchado ríe y su carcajada oscura y terrible se hace más estruendosa conforme las llamas de antorchas y trípodes se extinguen y la escena se oscurece. Fin.

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EL MONTE DE LOS CRÁNEOS Judea, siglo I ¡Padre, tú que tienes el poder, sálvame! ¡Padre, tú que puedes, líbrame de este destino! ¡Padre, si lo que quieres, puedes ahorrarme este suplicio! ¡Padre! ¿Qué es esto que jamás había experimentado? ¡El dolor, padre, el dolor! ¡Mírame! Los clavos me atraviesan las manos y los pies, las espinas laceran mi piel. Me azotaron, padre, me golpearon con látigos y con palos, desgarraron mi carne con púas y garfios. ¡Y tú permaneciste observando sin hacer nada! ¿Cómo puedes contemplar mi sufrimiento sin intervenir? ¿Con esa misma indiferencia miras el dolor de todos los mortales? Estoy muriendo, padre, y no quiero morir. ¡No quiero morir! ¡No quiero este sacrificio! ¿Es en verdad necesario? ¿No te bastó con haber traicionado y violado a mi madre? ¿Con esto volveré los corazones de los hombres hacia ti? ¿Con esto los salvaré de la Muerte? ¿Cómo puedo salvarlos de la Muerte, padre, si no puedo salvarme yo mismo? ¿Tú podrás, padre? ¿Tú podrás traerme de vuelta? Oh… ¡No! ¿No te das cuenta? Mi vida y obras no han servido de nada, la Muerte viene en camino… ¡Puedo sentirla apoderarse de mí! No podemos vencerla. Pronto dejaré de existir. ¡La he visto! ¡No…! No puedo, padre, no puedo. Oh, si supieras el tormento que vivo, si pudieras conocer el miedo que me posee. ¡No veo esperanza, no veo salvación! ¿No lo entiendes, padre? ¡No podemos vencer! Ese lugar que has creado para aprisionar a tus enemigos… ¡No podrá contenerla!

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Pero… tú ya lo sabías, ¿verdad? Oh… ahora lo entiendo. No te interesa vencer a la Muerte, no te interesa recuperarme de su poder. Sólo me entregas para saciar tu sed de sacrificios. Voy a morir, oh Padre, voy a morir. ¡Ya lo sé! Siento el frío, el silencio y la oscuridad entrando por mis heridas. Moriré de forma absoluta. Y entonces harás que los hombres digan mentiras, los harás decir que hice milagros, que resucité a los difuntos, que yo mismo volví a la vida después de morir. Ellos te adorarán por tales embustes, y mi cuerpo mutilado permanecerá en una sepultura olvidada y sin nombre. ¡El dolor, padre, el dolor! Si de todos modos me vas a sacrificar, ¿no podrías dejarme morir ya? Pero claro… Necesitas el sacrificio, necesitas el sufrimiento, necesitas que todos miren este espectáculo de tortura y demencia. ¡No! ¡¿Cómo puedes hacerme esto?! ¡Soy tu hijo! Soy tu hijo… una parte de tu ser encarnado. De nada te sirve mi sufrir. No podemos vencer, padre, ¿no te das cuenta? Oh… Oh, no… Ahora lo veo… Estás loco, estás loco. ¡Hombres, vean a mi padre! ¡Está loco, está loco! Ansía adoración y holocaustos. Promete su protección sólo a quienes se someten a su voluntad. Para los demás, ¡la condenación eterna, mientras él permanece sentado en su trono de cráneos y mártires hasta el Amanecer de la Muerte! ¡Padre, detente, no sabes lo que haces! Estoy muriendo, muero ya… No encuentro esperanza de descanso ni sosiego… Todo lo que hay frente a mí es oscuridad y frío… Sé que estoy por morir, es más de lo que puedo soportar… pero me obligas a mantenerme despierto, me obligas a sentir, tal es tu maldición… No… Muero, muero ya… ¡Ah!… ¿Qué es eso? ¡No…! ¡NO! ¡¡El horror, el horror!! ¡Padre, padre! ¡¿Por qué me has abandonado?!

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Volumen II La Edad de las Tinieblas

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LOCH NESS Caledonia, siglo VI “Nunca te internes solo en el bosque, pues es ahí donde vive la hermosa gente, la antigua gente, y sobre ti puede caer toda su furia”, solía decirle su madre, pero él lo olvidó. Se apartó de los otros niños y deambuló distraído entre la húmeda espesura de árboles y arbustos. Perdido en sus divagaciones y fantasías, vio de pronto frente a sí a un hermoso corcel de pelaje negro reluciente. El animal le fascinó de tal manera que él no dudó en acercársele. El caballo se mostró manso y se dejó acariciar por el muchacho, que al fin se animó a subir a su lomo. Sería una gran sorpresa para todos en la aldea cuando él llegara cabalgando ese animal tan magnífico. Pero apenas el chico se asentó sobre el caballo, éste se encabritó y emitió un bramido antinatural y espantoso que se escuchó incluso en la aldea. El caballo echó a correr con todo y jinete, galopando más veloz que la muerte. Trató de saltar y arrojarse desde el lomo de la bestia, pero algo incomprensible lo mantenía sujeto, encadenado a la piel del monstruo; incapaz de desmontar, el niño lloró, rezó y gritó por ayuda. El animal alcanzó la orilla del Lago y con un solo salto inmisericorde se arrojó hacia las aguas y desapareció bajo la superficie. Ahí, en esos abismos de obscuridad primigenia, el niño quiso sentir que se ahogaba, pero la piedad de una agonía silente no le fue concedida, pues decenas de fauces monstruosas lo mordieron y desgarraron su piel y carcomieron su carne y bebieron su sangre. Y el agua del Lago, tranquila como siempre, siguió reflejando el color del cielo.

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Por aquellos días llegó Colum Cille desde Irlanda, con la misión de extender el Reino de Dios entre los pictos y los escotos de Caledonia. El rey Bridei lo recibió con hospitalidad y le dio permiso de predicar en sus tierras. Así llegó a una aldea, no muy lejos del Lago, donde sus habitantes escucharon con atención e interés a la historia de las obras y milagros del Hijo de Dios y de los santos varones que le siguieron, mas no estuvieron dispuestos a renunciar al culto de sus propios dioses. Los pictos hablaron a Colum Cille de la gente hermosa, la gente antigua, que habita y protege los bosques y las montañas. El santo les explicó que no eran más que demonios de la corte de Lucifer, pero ellos no quisieron creerlo. Los pictos le contaron de las selkies, las mujeres-foca que atraen a los hombres con sus encantos y luego los devoran en cuerpo y alma, y Colum Cille dijo que no eran más que sirenas, presentes en todos los mares del mundo. Le hablaron de los kelpies, los caballos acuáticos que raptan y se alimentan de las personas. El santo les dijo que todos esos demonios se irían de sus tierras en cuanto abrazaran la Fe verdadera. Entonces los pictos decidieron darle a Colum Cille la oportunidad de probar el poder de su Dios. Le contaron del monstruo que infestaba el Lago y que había matado a muchos niños, mujeres y hombres de la tribu. “Es como un kelpie, pero no es un kelpie común”. Algunos guerreros, unos pescadores y un hombre sabio condujeron a Colum Cille y a sus seguidores frente al Lago, al sitio en que el monstruo había sido avistado por última vez.

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“En ocasiones se ve su cabeza asomándose sobre el agua; otras veces se puede distinguir su silueta nadando bajo la superficie”, le dijeron. “¿Desde cuándo vive este monstruo en el Lago?”, preguntó el santo. “Desde antes que tu Dios sembrara el Jardín del Edén”, contestó el sabio picto y Colum Cille sintió un escalofrío. El santo envió a uno de sus seguidores, Luigne moccu Min, a nadar en el lago para atraer a la bestia. Así lo hizo el fiel converso, confiado de la sabiduría y santidad de su maestro y del poder de su Dios. Se echó al agua negra y helada, y estuvo nadando por un buen rato antes de que los hombres en la orilla empezaran a gritarle y a hacerle señas. Luigne miró detrás suyo y vio la cabeza del monstruo; era como la de un caballo, pero más larga, con la piel negra, desnuda y lustrosa como la de una foca. Su elegante cuello equino se balanceaba hacia adelante y atrás con cada movimiento que hacía su cuerpo oculto bajo el agua. Luigne, presa del terror, comenzó a nadar lo más rápido que pudo hacia la orilla. En tierra, Colum Cille se santiguó, se puso de hinojos, juntó las manos y elevó los ojos al cielo: “Señor, detén a esta bestia maligna”, y luego agregó, dirigiendo la mirada hacia el Lago “No sigas adelante. No toques al hombre. Regresa enseguida”. Pero el monstruo siguió nadando sin dar muestras de que la oración del santo lo hubiese afectado en lo absoluto. Pronto alcanzó a Luigne, sujetó su pierna de una mordida y entre gritos y pataleos lo arrastró hacia las profundidades, mientras la superficie apenas burbujeaba de sangre. Los hombres en tierra se volvieron en silencio hacia Colum Cille, a quien dolía más la humillación que la muerte de su discípulo. Por primera vez en la vida, el santo albergó dudas sobre el poder de su Dios. Pero de inmediato recuperó su fe arrinconada y se convenció de que no había rezado con 51


suficiente fortaleza. Resolvió enfrentarse al monstruo en su propio terreno. Pidió una lancha y dos voluntarios. Nadie se ofreció. Él solo abordó el bote y remó adentrándose en el Lago. Se encontraba ya lejos de la ribera cuando vio que a su lado nadaban otros mostrencos como el que había matado a Luigne. Decenas de ellos se deslizaban con la cabeza sobresaliendo del agua y bufando vapor ardiente. Colum Cille fingió ignorarlos. Cuando consideró que se había adentrado lo suficiente, se puso en pie sobre la barca, levantó las manos al cielo y exclamó, “Padre Todopoderoso, libra este Lago de tus enemigos y de los enemigos del hombre, para que aquí, en tierra de paganos, se te adore como es debido”, tras lo cual pronunció serie tras serie de padrenuestros, avemarías y demás oraciones, algunas de ellas hoy olvidadas. Los monstruos acuáticos produjeron un coro de chillidos agudos y dolorosos que hicieron al santo perder el equilibrio y lo obligaron sentarse en el fondo de la embarcación; después, las criaturas acuáticas se sumergieron. Colum Cille pensó que había triunfado sobre los enemigos del Señor y sonrió orgulloso. “Demos gracias al Señor”, gritó “¡Aleluya!”. Pero ningún sonido le respondió. Por un instante, fue como si todo hubiese quedado en quietud sepulcral. Nada se movía, nada emitía rumor alguno. El santo miró hacia el agua; por un momento creyó que su vista lo engañaba, porque el cambio era muy gradual, pero luego se convenció de que el Lago se estaba tornando rojo. Entonces miró el cielo, que parecía cubrirse de sangre, y entendió que el Lago reflejaba su color. Los monstruos volvieron a la superficie y nadaron en círculos alrededor de la lancha. El agua comenzó a borbotear y pronto el Lago estuvo en ebullición; la barca se sacudió amenazando con arrojar a su tripulante. Entonces, de entre las aguas terribles e 52


iracundas, surgió el verdadero Monstruo, gigantesco como el salón de un rey. Era de color negro y parecía estar hecho de fango y cieno. El Monstruo extendió sus alas, que cubrieron el horizonte y entonces Colum Cille no pudo ver otra cosa sino la negrura profunda y fangosa del ser que tenía ante sí, y mirarla era como quedarse ciego y perder el alma en la oscuridad. Del agua emergieron esqueletos de los hombres, mujeres y niños devorados por el Monstruo y sus vástagos, y estos espectros flotaron formando espirales a su alrededor. El santo apenas pudo reunir la fuerza de voluntad para persignarse. “Dominus reget me et nihil mihi deerit…”, rezó Colum Cille de rodillas, mas el rezo fue interrumpido por el rugido del Monstruo, un bramido abominable que hizo que el santo cayera de espaldas. Lo más atroz no era el rugido que escuchaba con los oídos, sino el que escuchaba con la mente, pues el Monstruo le hablaba directo a ella y le transmitía ideas de muerte, locura y destrucción. Durante un instante interminable, Collum Cille perdió casi toda su fe y esperanza, y le costó toda su fuerza de voluntad emitir las palabras sagradas. “Dominus reget me et nihil mihi deerit, in loco pascuae ibi; me conlocavit super aquam refectionis educavit me…” y de nuevo el Monstruo rugió y esta vez Colum Cille pudo sentir en lo más profundo de su alma lo que decía… Muerte… Yo soy la Muerte… La Destrucción Absoluta… La Desolación Infinita… El pasado y el fin. ¡YO SOY EL DRAGÓN! El santo estalló en lágrimas como un niño aterrorizado, se llevó las manos a la cabeza y suplicó misericordia. Mas la fe que aún guardaba en su interior le permitió recuperar la compostura, se levantó de nuevo y le gritó al Monstruo, “¡No te temo! ¡Mi Señor triunfa sobre la muerte! Dominus reget me et nihil mihi deerit, in loco pascuae ibi; me conlocavit super aquam 53


refectionis educavit me, animam meam convertit deduxit me super semitas iustitiae propter nomen suum, nam et si ambulavero in medio umbrae mortis…”. De nuevo el monstruo lo interrumpió con su bramido, aunque esta vez Colum Cille no perdió su entereza y retomó su rezos “Pater Noster, qui es in Caelis… sed libera nos a malo…” Los engendros en el agua y los espectros en el aire se burlaron de sus ruegos con escandalosos craqueteos que simulaban carcajadas y el Monstruo siguió emanando terror y desesperación. El santo pensó en una alternativa final, en un último intento; colocó las manos sobre la superficie del agua -pequeños monstruos emergieron y le mordieron los dedos, pero él los ignoró- y rezó, confiado en el poder que su Dios le había conferido “Exorcizo te, creatura aquæ, in nomine Dei Patris omnipotentis, et in nomine Iesu Christi, Filii eius Domini nostri, et in virtute Spiritus Sancti: ut fias aqua exorcizata ad effugandam omnem potestatem inimici, et ipsum inimicum eradicare et explantare valeas cum angelis suis apostaticis, per virtutem eiusdem Domini nostri Iesu Christi. Amén”. Entonces se escuchó un trueno omnipresente, el Monstruo aulló y sus vástagos soltaron los dedos del santo y se revolvieron entre chillidos, los espectros se desvanecieron, el cielo se aclaró, el agua quedó en calma y las criaturas se hundieron en ella. Y el Monstruo, antes de deshacerse en montones de fango y cieno lacustre, emitió un último silbido de muerte y desolación. Colum Cille remó, exhausto como estaba, hasta la orilla, donde los pictos lo recibieron con vítores y exclamaciones, y no pocos se postraron ante él, le besaron los pies y le suplicaron que los bautizara. El sabio picto se acercó al santo cristiano y le preguntó cómo había logrado derrotar al Monstruo. “Bendije el agua del Lago. Ahora toda ella está purificada y servirá 54


para bautizar a tu gente, buen hombre”, “Pero, otras aguas llegarán al Lago, aguas del río y de la lluvia, aguas que no están benditas. ¿No es así?”, “Sí”, respondió Colum Cille desconcertado, y añadió tras una pausa “Pero el Monstruo ha sido derrotado”. “Por ahora”, agregó el sabio picto con una sonrisa triste, se dio la vuelta y se colocó al final de la fila de los que esperaban ser bautizados.

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がしゃどくろ Honshu, siglo X ¡Huesos, huesos, huesos! ¡Huesos hasta donde la vista alcanza! Osamentas de hombres, mujeres y niños esparcidas por todo el campo; cráneos, costillas, mandíbulas, pelvis y fémures con marcas de violencia y enfermedad; restos de los habitantes de Kondō, a los que él, Takeshi no Miyamoto, había condenado a una muerte horrible y sin esperanzas. Huesos, huesos y más huesos sobre una tierra árida y devastada era todo lo que se presentaba ante sus ojos. Miyamoto contempló horrorizado el panorama que tenía frente a sí, gritó con desesperación y se dejó caer sobre los huesos polvosos que tapizaban el páramo. Casi dos años antes Miyamoto, ebrio de ambición, se había unido a la rebelión de Taira no Masakado contra el poder de Suzaku-teenō, el Emperador que tenía su corte en Heian-kyō. Miyamoto era entonces el señor de Kondō, una pequeña extensión de tierra en la que apenas se encontraban algunas aldeas más o menos prósperas. Ah, pero él, Miyamoto, vivía en un suntuoso y fortificado castillo desde donde disfrutaba de las riquezas que arrebataba a sus gobernados. Cuando Masakado se levantó en armas, Miyamoto no le envío a sus mejores samuráis, aquéllos que custodiaban su castillo, sino que reclutó por fuerza a todo varón capaz de sostener una lanza y los mandó a engrosar las filas del rebelde.

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Masakado se apoderó de Hitachi, Shimotsuke y Kōzuke y se declaró Shinnō de las tierras conquistadas. Entonces Miyamoto, desde la opulencia de su castillo se congratuló de su destino como gran shōgun del nuevo Emperador. Pero Masakado fue derrotado y muerto en la batalla de Kojima y entonces las fuerzas del Emperador Suzaku, al mando de Taira no Sadamori, iniciaron una campaña de exterminio contra los aliados y seguidores del rebelde. El perdón no llegó ni para aquéllos que se rendían y los samuráis más honorables no tuvieron más remedio que recurrir al seppuku, el suicidio ritual, por haber traicionado a su Emperador. Pero Miyamoto no era honorable. No podía rendirse para soportar los suplicios que le esperaban ni tenía el corazón para pensar siquiera en el seppuku. Por ello, Miyamoto se preparó para el asedio. Los guerreros que aún le eran fieles recorrieron las aldeas de Kondō y recolectaron todos los víveres, animales, cosechas, leña, ropas, utensilios y herramientas que pudieron y los llevaron al castillo, dejando a las viudas y a los huérfanos condenados a morir de inanición. Viudas y huérfanos eran, pues ninguno de los hombres de Kondō sobrevivió a las batallas contra las fuerzas imperiales. No fueron Sadamori ni Fujiwara, grandes generales del ejército imperial, los que dirigieron sus fuerzas contra el castillo de Miyamoto, pues no lo consideraban más que una amenaza menor. Fue un pequeño ejército, comandado por un capitán llamado Osamu no Miyazaki, el que asedió la fortaleza. Miyasaki ignoró los padecimientos de los pobres de Kondō. Su ejército no se ocupó de saquear las aldeas, ni de violar a las doncellas, pero tampoco escuchó las súplicas de las viudas y los huérfanos cuando el hambre cayó sobre ellos. Mientras Miyasaki y su ejército permanecían día y noche 57


alrededor del castillo, y mientras Miyamoto y sus samuráis se daban banquetes en la comodidad y seguridad de la fortaleza, los habitantes de Kondō fueron muriendo de hambre uno por uno. Si el ejército de Miyasaki hubiese prestado atención a los asuntos de la moribunda plebe, habría escuchado historias horripilantes de canibalismo: madres que se comieron a sus hijos muertos, hijos que no esperaron a que sus debilitadas madres terminasen de morir para empezar a mordisquear sus cuerpos y otros individuos más decentes que prefirieron alimentarse de ratas e insectos que con mucho trabajo lograban atrapar. Pasaron muchos meses, casi un año completo, antes de que el hambre alcanzara el castillo de Miyamoto. Algunos de sus guerreros desertaron y fueron a suplicar a Miyasaki un poco misericordia y comida. No recibieron ni una ni la otra, sino que fueron lapidados hasta morir, y entonces los que quedaban en la fortaleza optaron por probar suerte con las armas. No pasó mucho tiempo antes de que Miyasaki considerara que era momento de tomar el castillo por asalto. Los pocos samuráis que quedaban estaban muy débiles para luchar aunque, eso sí, lo hicieron con valentía. Miyasaki mismo apresó a Miyamoto y lo condujo a empujones a las puertas del castillo, desde donde lo arrojó a un charco de lodo. Fue entonces que sucedió el prodigio. Un viento potente y polvoso, que parecía provenir de todas partes y de ninguna, azotó la fortaleza y desde todos los puntos cardinales llegaron rodando miles de huesos. Cráneos, mandíbulas, dientes, costillas, falanges, vértebras, huesos de brazos y piernas rodaron por el suelo y en unos instantes cubrieron toda la tierra alrededor del castillo. Miyasaki interpretó el prodigio como un mensaje divino y ordenó que su ejército marchara, dejando a Miyamoto abandonado entre los esqueletos. 58


Ahora Miyamoto estaba allí, en una llanura de osamentas, llorando y temblando de miedo. Miyasaki le había permitido conservar su katana, mas él no tenía valor para darse la muerte. Pero algo más terrible que fenecer lo aguardaba… El suelo vibró y con cada tremor los huesos chocaron entre sí produciendo una música delirante y funesta. El cielo se oscureció de pronto, como si nubes negras se hubieran congregado furiosas en un instante sobre la cabeza de Miyamoto. El aire soplaba frío y nauseabundo y en él se escuchaban voces, no risas ni lamentos, sino algún sonido enfermizo que por momentos recordaba a unas y a otros. Y ante el terror de Miyamoto se alzó una montaña de huesos que se apilaron unos sobre otros, como si esa marejada de osamentas quisiera cobrar vida, forma y voluntad. Entonces surgió Gashadokuro, gigantesco y espantoso, todo hecho de huesos. De miles de huesos estaba formado su esqueleto, de cientos cráneos estaba hecho su cráneo, con milares de dientes estaban construidas sus fauces. Y su cara sin carne era una burla impía de la sonrisa humana, y sus brazos terminados en garras se extendieron hacia el cielo en un remedo impío de plegaria. Miyamoto estaba demasiado horrorizado como para gritar o huir. Gashadokuro lo miró con las cuencas vacías, emitió una carcajada hueca, polvorienta y reseca, lo tomó con unas de sus gigantescas zarpas y lo colocó frente a su boca descarnada. Entonces Gashadokuro succionó y Miyamoto sintió cómo cada trozo de su ser era arrancado por un aliento inexistente. Los ojos se salieron de sus cuencas, la sangre se secó en sus venas, su piel se desgarró como harapos y sus nervios se le desprendieron y se fueron volando hacia las mandíbulas vacías de Gashadokuro. Pero Miyamoto no murió ni aún cuando sus órganos y vísceras le fueron arrancados, sino que estuvo vivo para 59


saberse y sentirse como un esqueleto sin carne. Y entonces, el gigante lo dejó caer y sus huesos se confundieron con los huesos de las cientos de víctimas de su locura y ambición. Y Gashadokuro mismo se deshizo y se unió a aquellos huesos, que se dispersaron por toda la comarca, y entre los que por siempre permaneció atrapada la consciencia de Miyamoto, padeciendo tormentos indecibles hasta el fin de los tiempos.

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NICOLÒ Sicilia, siglo XII La taberna era oscura, húmeda y maloliente, agradable para los rudos marineros que la dotaban de artificial alegría con sus canciones, perjurios y camorras. Afuera, el mar nocturno aullaba y salpicaba sobre el puerto con hálito violento y chorros de tormenta, como el bramido iracundo de las miles y millones de criaturas que lo habitan; la lluvia repiqueteaba en las paredes y las ventanas, protestando colérica y amenazante. Dentro, los cinco capitanes que compartían una mesa de honor no paraban de reír, cantar e injuriar. Conforme la noche avanzó, las anécdotas jocosas y obscenas de alta mar y de puertos lejanos cedieron poco a poco a las historias de sucesos extraños, inexplicables y, algunos de ellos, inquietantes. Uno de aquellos lobos de mar, el mayor de todos, con canas en las sienes y cicatrices que dejaron las batallas contra los corsarios moriscos, habló: -Yo era un joven marino cuando ocurrió lo que les voy a narrar. Mi nave se encontraba a medio camino entre Sicilia y la Bahía de Nápoles, cuando el vigía miró a lo lejos una figura que se nos acercaba a gran velocidad. Por su forma de nadar y su tamaño, supuso que se trataba de un delfín y al principio lo ignoró. Poco más tarde, dirigió de nuevo su mirada hacia el misterioso nadador y notó que se les había acercado una distancia nada despreciable. Un tiempo después, los privilegiados ojos de aquel muchacho pudieron apreciar la figura marina con claridad y, para su asombro, descubrió que se trataba de un hombre. “¡Hombre al agua!” gritó alarmado y muchos de los marineros en cubierta corrimos a popa a ver al infortunado. “Ha quedado muy atrás”, dijo el capitán, “No hay nada que podamos hacer por él”. Pero el nadador se acercaba cada vez más, a pesar de que navegábamos a gran 61


velocidad con el viento a nuestro favor. El primer oficial parecía conocerlo, por lo menos de nombre, y ordenó que se bajara una escalera para que pudiera subir. Se llamaba Nicolò y tenía fama de ser el mejor nadador del mundo. -¡Ah!- exclamó un capitán más joven –He oído hablar de ese hombre. Creí que era sólo un cuento. ¿Lo llegaste a ver de cerca? -Sí.- contestó el hombre mayor -Le entregó un mensaje urgente al capitán (nunca supe su contenido) y tras beber y comer un poco, se lanzó al agua de nuevo y nadó de vuelta hasta Messina. -¿Quieres decir que nadó desde Messina hasta alta mar y después de regreso?- preguntó otro lobo de mar -¡Increíble! -Pero tan cierto.- contestó el primero –Como que esta cicatriz me la hizo la cimitarra de un moro y esta otra, los dientes de una puta. Los capitanes echaron estruendosas carcajadas alcohólicas. -Pero ¿cómo era este Nicolò?- insistió uno cuando pararon las risas. -Nunca podría olvidarlo… Era un joven de unos veinte años, alto y delgado, pero musculoso, con una fina cabellera rojiza y unos ojos…- el maduro capitán pareció perderse en divagaciones –unos ojos profundos como el mar. -Yo serví en la nave de cierto capitán siciliano.- dijo otro de ellos –No sé por qué lo había olvidado hasta ahora, pero me contó acerca de ese tal Nicolò. Lo llamaban “el hombre pez”. Siendo un niño llegó con su madre, una mujer hosca y solitaria, a vivir a Messina. El capitán me dijo que de niño vivía no muy lejos de la casa de Nicolò y que se había hecho un buen amigo del 62


muchacho. Me dijo que Nicolò amaba, sobre todas las cosas, nadar… y que era el mejor nadador de todos. Su madre murió cuando él era un mancebo y vivió desde entonces a base de atrapar langostas y encontrar perlas. Podía aguantar la respiración más que ningún otro y nadar por horas y cubrir largas distancias sin cansarse. Por eso, a veces lo contrataban para llevar mensajes de un puerto a los barcos que ya habían zarpado. -Yo nunca había oído el nombre Nicolò.- señaló otro de los juerguistas –Pero sí escuché historias del famoso hombre-pez de Messina. Oí que era de una familia de nobles caídos en desgracia… Que su padre era un noble de Catania que atrapó a una sirena y se la llevó a su casa, donde la tuvo escondida hasta que se le cayeron las escamas y reveló que debajo de ellas tenía piernas de mujer… junto con todo lo que debía tener- el capitán añadió un guiño ebrio y sus camaradas rieron. –Después se casó con ella y tuvieron a un hijo, el hombre-pez de Messina. Debe ser el mismo del que estamos hablando. -¡Bah! ¡Ésa es una historia ridícula! Una verdadera estupidez.- exclamó una voz aguardentosa, torpe, senil y atribulada, cuyo dueño era un anciano harapiento y hediondo que con el mismo trabajo balbucía y cojeaba hacia la mesa de los capitanes. -¿Quién es este pordiosero?- demandó uno de ellos. -Yo lo conozco- dijo otro –Es un pobre loquito que ronda estas tabernas y cuenta sus historias a quien le invita una copa. Déjenlo sentarse, que nos divertirá un rato. -Mis capitanes,- dijo el viejo aceptando la generosa oferta de esos caballeros -Los hombres se engañan al pensar que las sirenas son hermosas 63


doncellas. A lo largo de mis años como hombre de mar he visto cosas, tan extrañas y aterradoras, que harían quedar lo que ustedes narran como simples chisme de viejas. Existía otra historia, capitán, pero muy pocos se atrevían a contarla y ya nadie la recuerda…- para aumentar la emoción, el viejo tomó un largo trago de la copa de vino que le habían servido -Decían que la madre de Nicolò era la hija de un noble de Catania que en una ocasión se paseaba por la playa con su ama de compañía, cuando del mar salió un hombre monstruoso cubierto de escamas. La dama de compañía salió huyendo, pero el monstruo atrapó a la joven noble… y la violó allí mismo. Después regresó al mar y nunca se le volvió a ver. De esa unión impía nació Nicolò. Para mí, ésa es la verdad. Los capitanes más jóvenes se burlaron sin tapujos de los delirios del vago, pero el mayor de todos, dijo con seriedad: -En realidad, esa historia tiene más sentido, según lo que yo sé. También he viajado por este ancho mundo y he visto toda clase de cosas extrañas… Por eso siempre he pensado que sólo los hombres más valientes deben y pueden surcar los mares. -¿Los valientes?- estalló el viejo -¡Los tontos, dirá, mi capitán! El mar no es dominio del hombre. Hay cosas allí, bajo las negras aguas, cosas antiguas y poderosas que se arrogan el imperio del océano. Cuando entendí esta verdad, me retiré del mar y de las naves para siempre. -¿Qué disparates dice este viejo?- exclamó un capitán –En cualquier caso, ¿qué sabes tú de Nicolò. -Yo estuve allí.- contestó sombrío entre sorbos de vino -La fama de Nicolò se extendió por toda la costa siciliana hasta que llegó al interior, a la 64


corte del rey Ruggiero. Éste viajó a Messina con la intención de conocer al famoso nadador. Nicolò se presentó ante su majestad con las ropas más dignas que su humilde condición le podía permitir, pero en seguida el rey pudo ver que el joven era muy pobre. Su Majestad exigió ver una demostración de las habilidades del joven. El rey navegó en su galera real hasta el punto intermedio entre Messina y Reggio Calabria. Nicolò no tuvo problema alguno en nadar hasta allí. Yo lo sé. Yo lo vi. Era entonces primer oficial de esa galera. El rey ordenó a Nicolò que le trajera la perla más grande que pudiera encontrar en esa zona. Y así lo hizo el joven: se sumergió por unos minutos y después volvió, ¡sosteniendo en la mano una perla del tamaño de los cojones de un buey! Entones, el rey sacó de su tesoro una copa de oro con joyas y perlas incrustadas. El vago apuró su copa de vino y el más viejo de los capitanes le sirvió otra, con tal de escuchar la historia hasta el final. -Recuerdo bien las palabras que el rey le dirigió a Nicoló: “Este cáliz es más valioso que todas las perlas que has sacado a lo largo de tu vida. Si la recuperas del fondo del mar, será tuya”. Nicolò aceptó el reto… ¡ingenuo! Pues el rey puso una condición “No debes sacarla de cualquier lugar. La arrojaré a Caribdis, y de ahí debes recuperarla”. Los capitanes se estremecieron, tal como Nicolò y todos los presentes se habían estremecido ante la petición del rey. El viejo continuó su historia. -Después de pensarlo un momento, el nadador aceptó. La galera real navegó hasta encontrarse a sólo unos centenares de pasos del terrible estrecho donde se forman esos espantosos remolinos. Nuestro capitán no osó acercarse más. Con ayuda de una pequeña catapulta los hombres del rey arrojaron la 65


copa hacia Caribdis. El cáliz cayó lejos del centro, pero la fuerza del remolino no tardó en succionarla y hacerle desaparecer bajo la furiosa corriente. En seguida, Nicolò se lanzó al agua y nadó hacia Caribdis. De nuevo la copa se vació y de nuevo fue llenada. -Pasó más de una hora, en que no perdimos de vista la superficie del mar. Nicolò se apareció de pronto junto a la proa del barco, con la copa en la mano; yo mismo fui de los que lo ayudaron a subir, pues el joven estaba exhausto, trémulo y… aterrado. Apenas abordó la nave, jadeando se dejó caer sobre cubierta. “Dime lo que has encontrado allí abajo” ordenó el rey. Y recuerdo las palabras de Nicoló como si yo mismo hubiera visto lo que narró: “Majestad, he visto cosas tan horribles que no me atrevo a describir. No quiero… no puedo… Creo que mi amor por el mar… se ha desvanecido para siempre”, pero el rey insistió y el muchacho no tuvo más remedio que obedecer “Bajo el remolino hay un abismo tan profundo que nunca pude ver el fondo. En él habitan monstruos marinos gigantescos, y en sus laderas hay ciudades esculpidas en coral”. “¡Magnífico!” exclamó el rey “¡Mi reino tiene ciudades submarinas!”. Y entonces Nicoló le contestó, muy serio “No majestad, allí abajo ya no es su reino.” El rey se airó, pero al sencillo muchacho no le importó y dijo “Esas ciudades son más viejas que los barcos de los marineros griegos y fenicios que yacen en las arenas del fondo… Están habitadas por hombres monstruosos, como demonios, que practican la brujería y adoran… no sé a qué…” Éstas son palabras que nunca olvidaré: “Fue uno de ellos quien me entregó la copa. Esa… cosa… me dijo… ¡En nombre del Cielo! No quiero ni recordarlo”. Y quisiera olvidarlo yo también. El viejo harapiento calló por más de un minuto, meciendo las heces de vino en su copa. 66


-¿Y bien?- preguntó el capitán más viejo -¿Qué sucedió? El vago tardó antes de responder: -Nicolò fue llevado bajo cubierta, donde pudo descansar por unas horas. Despertó agitado, gritando por causa de horrorosas pesadillas sólo para encontrarse con que la galera real se hallaba aún en alta mar. Sentí pena por él cando me ordenaron conducirlo de nuevo ante la presencia del soberano. “Bien, Nicolò, confío en que ya has recuperado tus fuerzas”, dijo el rey “¿Estás listo para una segunda visita?”. Y el pobre muchacho palideció. Suplicó que no lo obligaran a volver “Majestad, allí abajo vive un ser sin nombre… Ellos me han dicho cosas horribles. No con palabras, sino con… la mente. Me reclaman, quieren que me quede a vivir con ellos en ese mundo horrible. No, majestad, no puedo hacerlo”. Pero el rey le dio a elegir entre dos opciones: bajar de nuevo y volver para ganarse un cofre de monedas de oro, o ser quemado vivo por brujería. -¡Pobre muchacho!- musitó el capitán más viejo. -Nicolò consideró por un momento si era menos terrible enfrentarse a los suplicios de un juicio por brujería o a los horrores que moraban en el abismo, pero creo que finalmente vio en la bolsa de monedas la salida a su onerosa pobreza y la posibilidad de un retiro tranquilo, lejos del mar… como el que yo mismo he anhelado… Él sólo tendría que enfrentarse al abismo una vez más. Decidido, Nicolò saltó del barco, nadó hacia Caribdis y se hundió en al agua.- el anciano guardó un silencio largo y doloroso antes de concluir, Nunca más volvió a emerger. El viejo ebrio terminó su última copa y se alejó de la mesa, dejando a los cinco hombres pensativos y taciturnos. Ninguno lo admitió, pero esa noche, en el viento fiero que viene del mar, creyeron escuchar voces… 67


EL FLAUTISTA DE HAMELIN Baja Sajonia, Principios del siglo XIII Hans volvió con la niebla. Su mirar tenía el color de la helada y en sus mejillas brillaba la escarcha. Era dos inviernos mayor que cuando había partido; su cara y brazos estaban surcados por marcas de hierro candente. Pero era Hans, y la gente de Hamelin lo reconoció y agradeció al cielo cuando se le vio aparecer con andar perdido por el sendero que lleva hacia el pueblo. Cuando Hilda supo del regreso de su hijo, corrió a su encuentro por las calles lodosas de Hamelin. El muchacho no respondió a los llamados y no reaccionó al abrazo de su madre. Inmóvil y frío, con la mirada naufragando en el fango, exhaló un suspiro de vaho. Hilda condujo a Hans a su casa y el muchacho, privado de voluntad, se dejó guiar. Al llegar a casa, las hermanas y el hermano de Hans salieron a recibirlo. Sólo el mayor, Freder, lo recordaba. Las niñas eran demasiado pequeñas para evocar aquel otoño en que el Flautista, esgrimiendo una orden del Papa y otra del Emperador, había llegado a Hamelin para llevarse a todos los varones mayores de catorce años. Mas incluso para Freder, que tenía viva en la memoria la imagen de su hermano mayor, esa criatura torpe y sin voluntad resultaba extraña. Sólo Hilda reconocía en él a su hijo perdido. Para Hamelin, pueblo de mujeres y niños, el regreso de Hans era un milagro. Nunca antes había vuelto un niño de los que se había llevado el Flautista. El retorno del mozo significaba esperanzas para las madres que aún miraban hacia la niebla y esperaban ver surgir la silueta de sus muchachos y para aquellas que temían escuchar de nuevo la música dulce de la flauta. 68


A Hilda le bastaba con saber que su Hans había vuelto a casa. Su corazón triste y exhausto no necesitaba más que ver al muchacho arropado en su cama al caer la noche. La anciana dio un beso en la mejilla a su hijo y lo dejó en una habitación para él solo, un lujo que pocos se podían dar en Hamelin. -Su hermano está muy cansado.- dijo Hilda a los niños, que se asomaban curiosos a la pieza en la que Hans yacía –Necesita reposar. Recen y agradezcan a Dios que esté de vuelta. Por las noches, nadie salía de sus casas. Las ratas deambulaban voraces por las callejuelas; el tapeteo de sus ágiles patitas y el arrastre de sus colas por el lodo resonaban en las silenciosas tinieblas. En los hogares, las madres rezaban y hacían rezar a sus hijos, “Dios mío, que acabe la guerra. Dios mío, que vuelvan a casa.”, tras lo cual iban todos a sus camas. Hilda y los niños dormían sueños supersticiosos de edades oscuras, cuando un alarido quebró la noche. Las niñas lloraron aterradas al tiempo que su madre corría hacia el cuarto de Hans, de donde provenían los gritos. Allí estaba el muchacho, sentado en su cama, aullando de horror hacia el cielo, temblando sudoroso, agitando los brazos para apartar alguna presencia amenazante. Hilda abrazó a su muchacho, pero él no le dio descanso a su garganta y siguió combatiendo las sombras que lo acechaban entre sus párpados. La anciana acariciaba los cabellos pajizos del hijo y llorando le decía: -Dios mío, hijito, ¿qué te han hecho? ¿Qué te han hecho?

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Permaneció con él hasta que de forma súbita se calmó y se quedó dormido. Los alaridos nocturnos de Hans no se daban todas las noches, pero eran frecuentes y nunca menos terribles. En poco tiempo Hilda se acostumbró a pasar las noches en vela, primero esperando a que se presentara el episodio de pánico y luego tratando de calmar a su hijo. Los niños se acostumbraron a estos ataques y pronto aprendieron a evitar que los gritos y gemidos de su hermano interrumpieran su sueño. Durante el día, Hans deambulaba sin rumbo por la casa o se quedaba quieto, de pie o sentado, mirando algún punto vacío. Sólo comía si se le daba la sopa en la boca y se orinaba y defecaba en sí mismo. Entre las mujeres de Hamelin hubo quien murmuró que habría sido mejor perder al hijo que recuperarlo de esa manera, pero Hilda daba constantes muestras de resignación y hasta gratitud. Cierta vez, Hilda y sus hijas hacían las faenas del hogar, mientras Hans permanecía recostado en su cama, mirando vacuo a través de la ventana. Hilda entró al cuarto de Hans para revisarlo, y notó que algo se movía bajo la cobija que cubría las piernas del muchacho. La mujer apartó las sábanas y encontró a las ratas. Ratas negras, erizadas, de ojos rojos y agudos dientecillos. Decenas de ellas, como una sola gran masa peluda y palpitante, royendo la carne y huesos de su hijo, mientras él se mantenía pasivo e impávido, mirando el fango más allá de la ventana. Las ratas volvieron sus diminutos ojos brillantes y malévolos hacia Hilda y chillaron furiosas. La mujer, espantada, con una escoba descargó golpes sobre la cama tratando de atinar a las bestezuelas. Las ratas saltaron ágiles y escaparon por un agujero en la pared. Hilda creyó escuchar que se reían. 70


La mujer se volvió hacia su hijo; en partes de sus piernas las ratas le habían roído hasta la médula, pero Hans no mostraba señal de dolor, y muy poca sangre brotaba de las heridas. Hilda se dejó quebrar, se derrumbó de rodillas junto a su hijo y lloró de impotencia, espanto y desesperanza. A partir de entonces la anciana dispuso que siempre alguno de los hermanos de Hans permaneciera cerca de él para cuidarlo de las ratas. Las piernas del muchacho habían quedado inservibles, gangrenadas y despedían un olor putrefacto que a veces inundaba todo el pueblo, pero milagrosamente la gangrena no había trepado más allá de sus muslos, y Hans se mantuvo en su perenne condición de semivida. La vigilancia de Hilda evitó que las ratas siempre acechantes se abalanzaran sobre Hans para terminar con su festín. El muchacho, por su parte, siguió padeciendo ataques nocturnos. *** Freder tenía un corazón gemelo en una joven llamada Lea. “Lea la leona” le decía Freder por su fuerte temperamento y su poco usual fuerza de voluntad. Al igual que Freder, Lea tenía trece años, y como él, había visto a sus hermanos mayores ser llevados por el Flautista. A veces, cuando Lea concluía las faenas hogareñas y Freder había terminado de ordeñar a la vaca y alimentar a las gallinas, ambos subían a una colina que dominaba el pueblo y permanecían horas hasta el anochecer, ya fuera conversando de infinitos temas, o simplemente en silencio, observando el humo salir por las chimeneas de Hamelin. Sus respectivas madres ya no los reprendían por perder el tiempo de esa manera, conscientes que el dulce idilio de los niños podría ser roto en cualquier momento por la música de una flauta.

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Llegó el otoño y los bosques se volvieron rojos. No muchos años antes, las madres de Hamelin prevenían a sus hijos sobre vagar en los linderos del bosque, que por esas fechas se llenaban de brujas, fantasmas y demonios. Pero ahora, nada importaba, cualquier miedo era insignificante comparado con la abominación que cada año llegaba del sur. Ese otoño, sin embargo, no se apareció el Flautista, y Lea y Freder pudieron disfrutar de sus correrías por las colinas y bosques que rodeaban el pueblo. Freder cumplió catorce años la primavera siguiente y algunos muchachos más lo alcanzaron durante el verano. La angustia expectante de las madres de Hamelin se hizo presente, y las miradas vigilaban el horizonte a la espera de ver aparecer una silueta alta y oscura, y los oídos se mantenían atentos a cada silbido del viento. Pero pasó el tiempo y no hubo señales del Flautista. La gente de Hamelin empezó a recuperar la confianza en que el horror había pasado, en que ya no se llevarían a más de sus hijos y en que quizás, sólo quizás, algunos de ellos podrían volver a casa. Volvió el otoño y Freder y Lea reanudaron sus correrías. Sentados en la cima de la colina, mirando hacia el pueblo, se acurrucaron el uno junto al otro y se hablaron en voz baja. Por primera vez en sus años de adolescencia negada, Lea se permitió soñar con el futuro. Se volvió hacia Freder, admiró su rostro y, entonces, sin esperar más, le asentó un beso en la mejilla. Luego se puso de pie frente a su amigo y lo tomó de la mano. -¿Quieres verme?- le preguntó en un susurro y el joven asintió perplejo. Con lentitud y cautela, temblando un poco, con rubor y palidez alternándose en su rostro, Lea comenzó a levantarse la falda, y Freder, con las

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facciones heladas y los ojos abiertos de par en par, la contemplaba con expectación. Entonces sonó la música. Primero leve, lejana, distante. Una música dulce y dolorosa de insondable origen, de notas de miel, que se mecían como canción de cuna, pero que eran etéreas, malignas, deformes. La música creció en los oídos de Freder, y Lea, al ver su mirada, supo que él ya no era suyo. El muchacho se levantó sin decir palabra y, sin volverse a ver su amiga, empezó a andar hacia el pueblo. Lea no pudo detener a Freder, quien caminó llevado por una fuerza que lo arrastraba hacia la música. Ella siguió a su amigo hasta la plaza del pueblo, donde estaban reunidos otros seis muchachos de catorce años, rodeados por madres y hermanas llorosas que les suplicaban no hacer caso de la música. Y en medio de esos muchachos sin voluntad y con la mirada fría y extraviada, estaba el Flautista. Más alto que ningún hombre que cualquiera hubiese visto en Hamelin, su cuerpo todo, a excepción de manos y cara, estaba cubierto por pesados pliegues de una tela tan oscura que no reflejaba la luz. Quien miraba la túnica del Flautista sentía perderse en un abismo. Cubría su cabeza con un gorro de piel más negra que la de cualquier animal conocido. Su cara era larga, inexpresiva y color de niebla. Sus labios, delgados y violáceos, se torcían de pronto en ambiguos y crueles gestos. Entre las manos huesudas, casi traslúcidas de palidez, sostenía su instrumento, dorado, largo, que brillaba no por los reflejos del sol, sino por lo que parecía ser una luz propia. Lo guardó entre los pliegues infinitos de su túnica y de ella extrajo dos folios enrollados, una orden del Papa y otra del Emperador, que ordenaba que los niños de Hamelin marcharan a la guerra. 73


Hilda llegó corriendo a la plaza y se echó a los pies de su hijo; le rogó que no se marchara, que no la dejara, que ignorara la música del Flautista. Pero Freder ya no era más Freder, sino un ser sin voluntad ni razón. Las madres de Hamelin no pudieron impedir que los siete mancebos se formaran en fila, ni que se fueran caminando al ritmo de la música, guiados por el Flautista. La desesperación se apoderó del pueblo, y algunas madres enloquecidas se arrojaron al lodo a gritar, retorcerse, a hacerse daño. Sólo Hilda y Lea siguieron a la comitiva hacia el final del pueblo. Allí, el Flautista se detuvo, le dirigió una mirada indiferente a la mujer y luego otra hacia a la humilde y ruinosa casa de Hilda. Entonces dijo con voz de bronce: -Te escapaste. Me olvidaba de ti. Hilda recordó a su otro hijo y, olvidándose de Freder, emprendió a toda prisa el camino de regreso a casa. Tropezó y cayó en el lodo dos veces antes de llegar, y cuando por fin cruzó el umbral del cuarto de Hans, lo único que encontró fue una vorágine de ratas, todas juntas como si fueran un solo organismo monstruoso, chillando y contorsionándose sobre los huesos carcomidos del pobre Hans. Hilda no soportó la impresión ni el dolor y, con un grito, cayó inerte al suelo. Las ratas dejaron de roer los huesos descarnados de Hans para darse un banquete con la madre. *** Lea estaba determinada a seguir a la comitiva del Flautista hasta encontrar una oportunidad de rescatar y recuperar a Freder. Así, siempre a una centena de pasos detrás de ellos, Lea emprendió el mismo camino que el Flautista y los muchachos. Junto con aquel contingente, Lea visitó varias aldeas, de las que hurtaba víveres mientras el Flautista se robaba a los 74


mancebos. La compañía pronto se convirtió en un pequeño ejército de niños raptados y cuando atravesaban el descampado, Lea sobrevivía de los restos de comida que dejaban atrás. Comía cuando ellos dormían y casi nunca se permitía conciliar el sueño. El extraño grupo y la joven que lo seguía atravesaron los bosques rojizos del otoño y las antiguas selvas del sur, cuya edad se puede intuir en los murmullos del viento y desde cuyas penumbras acechan criaturas anteriores al tiempo de los hombres. Pasaron las noches en amplias llanuras, en las que la luz de las estrellas era tan clara que parecían los ojos vigilantes de seres insondables. Y así siguió Lea por más tiempo del que pudiera calcular, caminando más distancia de la que podía concebir, hasta que llegaron frente al desierto. Allí las arenas guardaban secretos terribles de tiempos remotos y el viento murmuraba historias de horror y locura. Ésta no era la tierra del señor Jesucristo, sino de dioses y profetas locos, de espíritus poderosos y malignos atrapados en botellas y de ciudades más antiguas que la memoria. El desierto es el reloj de arena de dioses desconocidos. A la orilla del desierto se detuvo el Flautista, oteó en la distancia y vio una nube de arena en el horizonte. Sonrió. De entre los pliegues de su túnica extrajo espadas, media centena, una para cada uno de los muchachos que lo acompañaba. Repartió las armas y dio una orden simple a los jóvenes: -Maten a tantos como puedan antes de morir. Cuando la nube de polvo los alcanzó, Lea pudo ver al enemigo contra el que se lanzaba a los mozos. Eran hombres horribles de piel oscura, peludos y rabiosos como bestias, que embestían profiriendo gritos abismales. Montaban 75


monstruosos caballos deformes y gibosos del color de la arena y blandían espadas curvas y tridentes. Los muchachos del Flautista y el ejército enemigo chocaron con gran estruendo y la nube los cubrió. Lea esperó angustiada hasta que el polvo por fin se disipó y aparecieron los cadáveres semienterrados en la arena; la joven se apresuró a internarse entre los restos de la batalla: los muchachos del Flautista habían vencido. Entre cuerpos desmembrados encontró a Freder, herido en una pierna, pero vivo. Lo ayudó a incorporarse y, aprovechando la distracción de los sobrevivientes, se lo llevó de ahí lo más rápido que pudo. No se quedaron para atestiguar el momento en que el Flautista abrió su túnica y de ella surgió un colosal torrente de ratas que devoraron a los muertos y a los heridos, hombres y bestias por igual, mientras una docena de sobrevivientes miraba impasible. Lea guió a un Freder lastimero y sin voluntad por senderos desconocidos a través de antiguos bosques y selvas. No tenía ya la intención ni la esperanza de encontrar la ruta de vuelta a Hamelin; sólo sabía que debía ir hacia el norte, lo más lejos del Flautista, de su desierto y de su guerra. Prosiguieron por varios días, sobreviviendo de las viandas que Lea robaba de granjas y poblados. Pero la fatiga pronto alcanzó el ánimo de Lea, avejentó su virginal figura y marchitó sus fuerzas, y una noche, recostada bajo un árbol, la joven lloró de agotamiento y desesperanza, ante la mirada inexpresiva de Freder. Entonces ambos jóvenes escucharon la odiosa música. Freder se incorporó y la siguió, y esta vez Lea, demasiado cansada para intentar detenerlo, se limitó a caminar tras él. El Flautista y sus doce muchachos no tardaron en encontrarlos.

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-Por favor.- suplicó Lea –Freder está herido, ya no le sirve de nada. Los labios del Flautista se abrieron como fauces para dejar salir una carcajada cavernosa y obscena. -Niña tonta. Éstos son mis niños. Me pertenecen. Por siempre. Entonces tocó su melodía y desde la primera nota los muchachos se abalanzaron sobre Lea, y la sujetaron con fuerza y la golpearon y apretaron su carne y arañaron su piel y arrancaron sus ropas. Lea gritó y suplicó piedad al Flautista, imploró ayuda a su Freder, que contemplaba la escena, inmutable como quien mira un espacio vacío. Los niños del Flautista tomaron a Lea con violencia y profanaron su cuerpo y su boca. No demostraban placer alguno en lo que hacían, sólo seguían la música del Flautista e ignoraban los alaridos de dolor y de horror de la niña. Al final el Flautista cesó su música, y los niños dejaron a Lea, violada y sangrando sobre la hierba. El Flautista tocó una melodía distinta y una montaña cercana se abrió dejando ver en su interior aquel lugar donde habitan las ratas retorciéndose en un trono negro que preside la abominación infinita, plaga de ratas y rata ella misma, rata y ratas desde todos los puntos de vista. El Flautista guió con sus notas a los niños hacia aquel inframundo y la montaña se cerró tras ellos, dejando fuera a Freder, que con mirada inerte miró a Lea agonizar y morir en medio de dolores indescriptibles en un charco de sangre y semen. Cuando todo hubo terminado, el joven, cojeando, siguió su camino.

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БАБА-ЯГА Tierras de Nóvgorod, Mediados del siglo XIII Guyuk, jinete de las Hordas Azules de Batu Khan, cargaba en su memoria la imagen de charcos viscosos de sangre, huesos y vísceras, únicos restos del magno ejército que estuvo a punto sitiar a la Gran Nóvgorod. Ante sus ojos rasgados permanecía imborrable el recuerdo de cientos de soldados y caballos tártaros aniquilados. En sus oídos aún resonaban los alaridos que emitieron sus desvalidos compañeros de armas. En su corazón latía el terror perenne, sembrado allí por un estruendo que ningún hombre debería jamás escuchar. Lejos de su tropa y herido en un brazo, Guyuk caminaba a través de senderos ásperos y oscurecidos por las sombras antinaturales de árboles deformes. El tártaro podía sentir el hedor de pantanos cercanos, peste que se agudizaba con la caída de una noche prematura. Conforme Guyuk se internaba en el bosque, los cuervos bajaban de los árboles para beber del rastro de sangre que el guerrero dejaba a su paso, y lo seguían con la esperanza de darse un festín más opulento. Cuando la noche se hubo cerrado sobre Guyuk, un cambio en la dirección del viento le trajo el inconfundible olor a humo. A pesar de la oscuridad que no le permitía ver ni siquiera las estrellas, Guyuk encontró su camino entre zarzas y arbustos espinosos hasta que pudo divisar a lo lejos la luz de una cabaña. Elevó rudas plegarias hacia Tengri, dios del cielo, y decidió pedir alojo y comida en la casucha. Si el habitante de la cabaña no era dócil y servicial, Guyuk tomaría lo que necesitaba por la fuerza, pues aún conservaba su cimitarra. 78


El guerrero aceleró el paso, pero apenas había avanzado un poco cuando su pie izquierdo fue atrapado por la materia putrefacta y viscosa de un charco pantanoso. El tártaro se sujetó con presteza a una rama para no ser succionado hacia tumba tan indigna y con toda la fuerza que le permitió el brazo herido, tiró para escapar de la trampa mortal. Con mucho esfuerzo logró librarse entre el graznido de los cuervos que revoloteaban a su alrededor y lo invitaban a dejarse vencer. Guyuk creyó escuchar risas confundidas con el chillido de las aves. Libre al fin, el tártaro reanudó su camino hacia la luz distante. Así llegó a un claro donde se alzaba una empalizada más alta que un hombre. Cada uno de los postes que la formaban estaba coronado por una bola de algún material duro y quebradizo. Guyuk aguzó la vista para analizar el extraño muro, pero retrocedió espantado al darse cuenta de que los postes estaban hechos de huesos y que las esferas que los coronaban eran cráneos humanos. Como guerrero de las huestes de Batu Khan, Guyuk había visto osarios en muchas ocasiones, más de una vez conformado por las víctimas de su propia espada. Alrededor de la tienda del Khan era común ver cráneos de enemigos empalados en estacas. El mismo Guyuk había presenciado empalamientos y otros suplicios menos misericordiosos. Pero por alguna razón, la vista de esos huesos y cráneos llenaban al guerrero de miedo inefable, de una extraña sensación de que aquello no debía de ser. Un balido repentino lo sobresaltó. Miró a través un espacio que se abría entre los huesos de la empalizada y se sobresaltó al ver decenas de pares de ojos redondos, brillantes y rojizos. Eran cabras, cabras negras de mirada bermeja, como Guyuk pudo reconocer tras recuperar la calma. Y detrás de aquel cúmulo de sombras, vio el resplandor que lo había llevado hasta allí, en 79


una cabaña sobre un pequeño montículo. El tártaro rodeó la empalizada en busca de un acceso. Todo lo que encontró fue un tronco, un solo tronco entre cientos de estacas de hueso. La punta del tronco era roma y sobre ella no había cráneo ni ningún otro ornato. Guyuk trepó y se dejó caer del otro lado. La casucha estaba ahora a sólo unos pasos y él pudo observarla bien; era una cabaña de leños, no muy grande, con una chimenea de piedra de la que salía un humo negro y espeso. Guyuk desenvainó su espada, se abrió paso entre las cabras hasta la puerta de la cabaña y la abrió con una patada al tiempo que exclama un grito de guerra. Dentro, no había más que una anciana iluminada a medias por la luz de la hoguera. -Hola, Guyuk.- saludó la vieja y sobre una mesa colocó un tazón de leche hervida y un plato con patas de pollo cocidas. Sin prestar atención al hecho de que la vieja conociera su nombre y le hablara en su lengua, el tártaro guardó la espada y se lanzó sobre la leche y el pollo. La figura deforme de la mujer se acercó cojeando al hambriento jinete y entonces él pudo ver su cara arrugada y llena de úlceras y agujeros por los que asomaban larvas de insectos. La vieja sonrió enseñando los pocos dientes deformes y negros y dejó escapar una bocanada de aliento fétido. Guyuk se echó hacia atrás de un salto y tuvo que reunir todas sus fuerzas para no vomitar lo acababa de comer. -No me temas.- dijo la anciana. –No te haré daño. Siéntate y termina de comer.- Guyuk obedeció, pero ahora comía más despacio y de cuando en cuando dirigía miradas suspicaces a su anfitriona. -Ahora cuéntame.- dijo la vieja -¿Qué pasó en el Lago Brosno?

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Guyuk respondió más para sí mismo que para la vieja -El ejército de Batu Khan acampaba a orillas del lago. ¡Estábamos listos para atacar Nóvgorod! Pero cuando llevamos a nuestros caballos a beber, un monstruo salió de las aguas… Un monstruo colosal… Sin forma… Su rugido era más espantoso que el estruendo de cualquier batalla, y mataba con mayor crueldad que los tigres de la estepa. Una de sus zarpas me alcanzó e hirió en el brazo. El ejército fue desbaratado y en la huida me separé de mis compañeros… -¡Y así se salvo Nóvgorod! Gracias al Dragón de Brosno. ¡Qué ironía! -¿De qué hablas vieja? ¿Qué es lo que sabes de todo esto? -Yo sé, mi joven guerrero, que la Muerte ha sembrado bestias en los rincones más oscuros el mundo y que esas bestias acechan para cumplir Su voluntad… Guyuk reflexionó por unos instantes –Mi abuelo me habló alguna vez de Allghoi Khorkoy, un monstruo que vive en el desierto de Gobi. Dicen que es como un gusano enorme y color sangre, que escupe un veneno que quema y corroe todo lo que toca. Mi abuelo dijo haberlo visto matar y devorar a toda una caravana de camellos… -Ahí lo tienes, valiente Guyuk. Guyuk se levantó de golpe y llevó su mano a la empuñadura de su espada –Eres una bruja, ¿verdad? La mujer se rió a carcajadas y afuera las cabras la acompañaron con balidos frenéticos; a Guyuk le pareció que el fuego de la hoguera se hizo más bermejo y tembloroso cuando la vieja reía.

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-¿Bruja? Joven guerrero, tú no entenderías quién o qué soy. Pero te puedo decir que soy la última que lucha por retrasar el advenimiento de la Muerte. Hubo otros antes que yo; el más grande fue vencido hace milenios en una tierra lejana, y ahora bajo la arena lleva una inexistencia miserable que no es vida ni muerte… Escucha: el horror acecha en las profundidades del mar, en los rincones más antiguos del mundo y también desde la oscuridad de las estrellas. -No entiendo. -No tienes que entender. La vieja le dio la espalda y caminó hacia el fondo de la cabaña. Guyuk, sin quitar la mano de la empuñadura de su espada la siguió con la vista. La mujer se inclinó sobre una canasta que estaba en el suelo y cuando se volvió hacia Guyuk, el tártaro pudo ver que llevaba en los brazos a un hermoso niño de unos cinco años, rubio, de cutis terso y sonrosado. El niño dormía el sueño del inocente y en su bella faz se podía leer tranquilidad. El duro corazón del guerrero se conmovió ante tal ternura. La bruja colocó al niño en un mortero de piedra, grande como un perol, tomó en sus manos un enorme pilón de madera, lo alzó sobre su cabeza y, antes de que Guyuk entendiera lo que estaba pasando, lo dejó caer con fuerza sobre la cara del niño dormido. -¡No!- exclamó el guerrero cuando se vio salpicado con la sangre y sesos del pequeño -¡Maldita bruja!- y desenvainó su espada, pero una debilidad repentina le impidió moverse y lo hizo desplomarse. Impotente, Guyuk observó desde el suelo cómo la bruja molía y machacaba el cuerpecito inocente de aquel bello niño.

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Cuando terminó, la vieja vertió los restos del pequeño en el perol que colgaba sobre la hoguera y una vez hecho esto se volvió hacia el joven guerrero y le sonrió con la cara cubierta de sangre. -¿Cuál es el problema, jinete tártaro? Tú has visto matar y has matado a decenas de niños inocentes. Los has arrebatado de los senos que los alimentaban y los has arrojado al suelo, para luego complacerte en los cuerpos de sus horrorizadas madres y hermanas. ¿Por qué te espantas al ver a una vieja preparar su cena? Guyuk intentó hablar, pero de su boca sólo surgieron gemidos lastimeros. La anciana se acercó a él y lo ayudó a sentarse. -Hay destinos peores que fallecer, fiero Guyuk. Pero incluso los infiernos más terribles son efímeros, pues los dioses que los crearon y los mantienen serán derrotados o destruidos algún día. Incluso el reinado del poderoso Tengri declinará. Hay demasiadas fuerzas en combate, Guyuk, muchas de ellas verdaderamente horribles, tan espantosas que sería imposible, incluso para mí, comprenderlas del todo… Algunas de ellas son las Blasfemias, que violan el orden natural del mundo y ofenden a los pocos dioses benévolos que aún lo guardan. Pero la única fuerza constante es la Muerte, la Destrucción Absoluta, la Desolación Infinita. Y yo debo salvar a cuantos niños me sea posible. -¿Salvarlos? -Sí, pues la Guerra se alimenta de los niños. Los llama y se apodera de ellos. Los llama al desierto y a la selva y a los campos de lodo, y ellos no pueden ignorar su llamado. Por eso yo debo salvarlos… Por eso debo salvarte, hermoso Guyuk. 83


Entonces Guyuk se sintió cada vez más débil, pero con la debilidad venía una extraña sensación de bienestar, de tranquilidad y seguridad; la herida que le había hecho el monstruo ya no le dolía. La cabeza le daba vueltas, pero lejos de causarle náuseas, el movimiento lo arrullaba. Miró a su alrededor y le pareció que la cabaña, la mesa, los objetos y la misma vieja bruja crecían. Miró sus manos y vio que no eran ya ásperas y callosas, sino tersas y rechonchas; tocó su rostro y sintió que le faltaban las barbas. Finalmente, se dejó caer sobrecogido por una necesidad irresistible de dormir. Antes de cerrar los ojos por completo, vio a la vieja que le sonreía y antes de perderse en el sueño sintió que ella lo cargaba en sus brazos. -Ya, ya, pequeño Guyuk.- le susurró -Duerme, duerme en paz. Baba Yaga te cuida.

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MEŞTERUL MANOLE Valaquia, principios del siglo XIV La iglesia de Curtea de Argeş es más antigua de lo que dicen los registros, como puede percibirse al penetrar en las penumbras de su nave, por el color de la piedra y el olor a humedad. De ello pudo darse cuenta el emisario del voivoda cuando visitó la iglesia. La verdadera historia de su construcción la guardan las leyendas que cuentan los valacos más viejos, y no había nadie más anciano que el decrépito sacristán. El emisario entró acompañado de algunos soldados y varones principales; el viejo sacristán lo esperó de pie junto a una pared en la que estaba tallada en bajorrelieve la grotesca imagen del Dragón Balaur. Sin que fuera necesario preguntarle, el anciano empezó a relatar la historia: *** Nadie recuerda el año preciso de la construcción, pero su origen se remonta a más de un siglo antes de que el Empalador cruzara el Danubio y venciera a los turcos en sus tierras… En Valaquia gobernaba Negru Vodă, y en ese entonces no había arquitecto más afamado que Manole, así que el voivoda le encargó que construyera una iglesia y un monasterio en Curtea de Argeş. Manole era un hombre orgulloso y altivo; había nacido en el seno de una familia humilde y a fuerza de trabajos y sacrificios se había convertido en el mejor arquitecto del país. Él y sus nueve aprendices presentaron al voivoda un diseño imponente y majestuoso. El soberano lo aprobó y Manole puso manos a la obra. Cientos de siervos fueron puestos a trabajar en la construcción y se trajeron toneladas de cantera desde lejanas canteras. Manole no temía usar el 85


látigo ni las amenazas de muerte y tortura para espolear a sus albañiles, quienes mantenían la cabeza baja y las manos diligentes para no provocar la crueldad de su amo. Él mismo no se esforzaba menos, pues permanecía en el sitio de la construcción desde el amanecer hasta el crepúsculo, no sólo supervisando, sino que trabajaba en la construcción con sus propias manos. Una mañana, cuando Manole, sus aprendices y los siervos llegaron al sitio de la obra, se encontraron con que muchos de los muros levantados se habían venido abajo. El arquitecto ordenó de inmediato redoblar esfuerzos para reconstruir lo perdido y al final de la jornada, el equipo logró cierto avance. Pero a la mañana siguiente encontraron los muros derrumbados una vez más. De nuevo el arquitecto y sus trabajadores repararon los daños y, para encontrar al culpable, Manole ordenó a un albañil que se quedara a velar la construcción toda la noche. Al otro día, la obra había sido desbaratada y el velador había desaparecido. Nunca lo encontraron, a pesar de que Manole puso un precio sobre su cabeza. El arquitecto decidió entonces dejar a toda una patrulla de siervos al cuidado de la obra, pero al amanecer halló de nuevo la construcción derrumbada y ni rastro de los guardias. El pueblo comenzó a murmurar acerca de maldiciones, de la presencia de los strigoi, que beben la sangre de los vivos, y de los vârcolaci, demonios que se transforman en lobos para atacar a sus víctimas. Unos decían que los şbolani, las ratas gigantes del infierno, roían los basamentos, y otros que los antiguos brujos Solomonari, aprendices y adoradores del demonio Uniilă, habían maldecido la construcción para evitar que una iglesia se alzara en sus dominios. Manole, por supuesto, no creía en tales supercherías, y castigó con dureza a quien se atreviera a mencionarlas en su presencia.

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El arquitecto pidió al voivoda una guardia de diez hombres armados y se comprometió a acompañarlos toda la noche para vigilar la construcción. El príncipe consintió, pero también hizo a Manole una terrible advertencia: si no completaba la iglesia a tiempo, condenaría a él y a sus aprendices a una muerte lenta y dolorosa, a los horribles suplicios cuyas técnicas había heredado de sus ancestros hunos, y arrojaría sus cuerpos al descampado, negándoles cristiana sepultura para que fueran devorados por los cuervos. Manole, temblando de miedo, no tuvo más remedio que jurar que llevaría a cabo el proyecto y se preparó para montar guardia durante toda la noche. Con el alba llegaron los nueve aprendices de Manole, y lo encontraron entre las paredes derruidas de la iglesia, completamente solo, con el rostro pálido y la mirada perdida. No había rastro alguno de los guardias armados. Los aprendices se acercaron a Manole y le hablaron. El arquitecto tardó en responder y sus palabras eran lentas y confusas. Cuando los aprendices le preguntaron por el paradero de los guardias, Manole exclamó que era momento de ponerse a trabajar de nuevo y ordenó espolear a los siervos para que antes de la puesta del sol se hubiese levantado un muro. No se sabe bien de qué habló Manole con sus aprendices. Se cuenta que un albañil llegó a escuchar, por accidente, que el arquitecto les decía en secreto, con voz trémula, temeroso de oídos humanos y de “otras voluntades”, que conocía la forma de evitar que lo construido durante el día fuera destruido por las noches: había que hacer un sacrificio humano. Tanto los aprendices como el espía quedaron horrorizados por lo que decía su maestro y lo juzgaron loco. Pero Manole les recordó la amenaza de Negru Vodă y les habló de la infame crueldad de los príncipes hunos y los aprendices no pudieron más que estar de acuerdo con el plan del arquitecto. Éste les dijo que para asegurar el 87


éxito del proyecto debían capturar a los primeros viajeros que pasaran por la construcción y emparedarlos vivos en el muro que se estaba levantando. Ellos consintieron. Se dice que el albañil trató de alertar a sus compañeros, pero nadie le hizo caso. Otros dicen que murió esa misma tarde, cuando una piedra cayó de forma de repentina sobre su cabeza. Poco después se vio aparecer una carreta en la lejanía, que se acercaba por el camino. Manole avisó a sus aprendices que estuvieran listos para aprehender a los viajeros. Puede vuestra merced imaginar cuán grande fue el espanto y la desesperación del arquitecto cuando vio que la carreta llevaba a su mujer, Ana, y su hijo, Radu. ¡Manole se arrojó de rodillas y rogó al cielo que una tempestad o algún otro prodigio impidieran la llegada de su familia hasta el sitio de la construcción! Pero no hubo respuesta y el arquitecto observó en agonía el lento avanzar del vehículo por el sendero. Al fin llegaron esposa e hijo, sonrientes e ignorantes del destino que los aguardaba y saludaron con amorosos gestos al hombre que habría de matarlos. Manole no se atrevió a verlos a los ojos y ordenó a los aprendices que encadenaran a las víctimas para proceder a emparedarlas. Ellos obedecieron reluctantes y repugnados, pero teniendo siempre en mente la amenaza del voivoda, como una voz que les susurraba todo el tiempo, cumplieron con las órdenes de su maestro. Ana, forcejeó, gritó y suplicó que tan siquiera tuviera piedad de su hijo, pero el pequeño Radu tuvo el mismo destino que su madre. Manole ignoró los gritos de su mujer y los sollozos de su pequeño hijo, quien no comprendía lo que estaba pasando. Los aprendices pusieron piedra tras piedra, hasta que las víctimas quedaron fuera de la vista y sus gritos no se escucharon más… *** 88


El viejo sacristán terminó su relato; su dedo nudoso y amarillento señalaba la efigie de Balaur en la pared. El emisario comprendió que ello marcaba el sitio donde había sido sepultada la mujer y su hijo. -¿Es verdad que tarde por la noche se escuchan los llantos de Ana y el niño?- preguntó. -Quizá vuestra merced quiera pasar la noche aquí para comprobarlo…fue la respuesta del anciano. -¿Y qué pasó con Manole? -La iglesia y el monasterio se completaron a tiempo. Manole y sus aprendices fueron congratulados por Negru Vodă, quien estaba feliz y sorprendido por la majestuosidad e imponencia del edificio. Para entonces el voivoda, al igual que todo el país, conocía los detalles del sacrificio que se había llevado a cabo para lograr semejante maravilla, pero decidió no hacer nada al respecto. No obstante, ahora que la fama de Manole se extendía por toda la región, Negru Vodă temía que el maestro arquitecto pudiera llegar a construir un monumento igual o mejor para otro noble. Por ello, le preguntó a Manole si sería capaz de repetir su gran obra y éste, lleno de soberbia, respondió que sí, con lo que selló su destino. -¿Fue ejecutado? -Negru Vodă ordenó a sus soldados que forzaran a Manole y a sus aprendices a subir al techo de la misma iglesia que ellos habían construido y del que era imposible bajar sin escalera. Allí los abandonaron para que murieran de hambre y por las inclemencias del tiempo, y ordenaron que ninguno de los feligreses que asistía a misa se atreviera a prestarles auxilio o a 89


dar muestras de compasión. Manole no tardó en enloquecer por la culpa y el dolor, y se arrojó al suelo. Dicen que sobrevivió tres días de horrible agonía, tullido, maltrecho, con los huesos rotos y los órganos perforados, y que mucho antes de morir las ratas y las aves ya comenzaban a roerlo. De los aprendices se cuenta que murieron de hambre y sed entre aullidos espantosos y que sus huesos se blanquearon sobre el techo de la iglesia. Cuando el anciano terminó su historia, una carcajada cruel resonó por toda la iglesia e hizo helar la sangre de todos los presentes. Uno de los hombres que acompañaba al emisario salió de entre las sombras y se descubrió como el voivoda reinante, Vlad el Empalador, aquél que sembró bosques de cadáveres empalados; aquél cuyos ejércitos eran temidos hasta por los inhumanos turcos; aquél que era apodado Hijo del Dragón; aquél que extirpaba los senos de las madres y en ellos metía las cabezas de sus bebés recién nacidos; aquél de quien unos decían que era de la raza de los strigoi, y otros que compartía su cena con los vârcolaci. Ese día, poco antes de dar la espalda a su fe y hacer de la sangre su alimento, visitó de incógnito la iglesia de Curtea de Argeş, pues quería conocer la historia de Manole, su esposa Ana y su hijo Radu. Y ahora, en la oscuridad de la iglesia, ante la figura temerosa del sacristán y la efigie terrible de Balaur, Vlad el Empalador reía deleitado.

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Volumen III La Era de los Imperios

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LA LUZ DEL DÍA La Gran Chichimeca, Mediados del siglo XVI De los más cien hombres que partieron conmigo, apenas quedamos veintitrés, contando a los dos guías indios que se nos unieron en el camino. Esta expedición en busca de la antigua Cíbola ha resultado un fracaso, aún más, un desastre; ahora sólo nos importa sobrevivir. Hemos encontrado de nuevo aquel río que, los indios aseguran, desemboca en un mar no muy lejos de aquí. Espero que pronto alcancemos el océano y, siguiendo la costa, arribemos a territorio civilizado. He extraviado mi bitácora original en una de tantas escaramuzas contra los indios de estas desoladas regiones, por lo que la narración detallada de nuestra expedición se ha perdido. No tendría caso narrar de nuevo nuestro sufrimiento en las tierras salvajes del Norte, donde hemos sido masacrados por hordas de salvajes y diezmados por el hambre. Una atroz jaqueca febril, que parece freír por dentro el cerebro de quienes la padecen, acabó con las vidas de muchos mis hombres. Pobres infelices, el calor implacable y la inmisericorde luz del desierto los atormentaba a tal grado que pedían la muerte entre sollozos. Quisiera, sin embargo, que hubiese quedado registro de las maravillas que encontramos y de las hazañas valerosas de los hombres que me acompañaron. Soy un hombre curioso y me mueven tanto el espíritu de aventura y el hambre de novedad como la sed de riquezas. En mi bitácora tomé nota de los caracteres de los territorios que hemos explorado, de los diferentes pueblos indios que hemos conocido y de los diversos animales y plantas que hemos visto. Todo ello se ha perdido para siempre.

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Me limitaré, pues, a resumir el relato de nuestra malhadada expedición. Partimos de la ciudad de Méjico en octubre del año pasado. Marchamos hacia el norte hasta llegar a los lindes del desierto, siguiendo el mismo camino por el que alguna vez pasara la expedición de Coronado. Nuestra intención era viajar hacia el noroeste, en vez de seguir la ruta hacia el oriente que escogió el conquistador. Marchamos siempre al margen del desierto, a lo largo de llanuras más acogedoras hacia el este de aquél, sin atrevernos a penetrar en la árida y luminosa extensión al poniente. Dos veces nos atacaron los indios que moran estas praderas y en ambas ocasiones logramos repelerlos, pero con graves pérdidas. El desierto es inmenso, mucho más grande de lo que pensábamos, como nos dimos cuenta tras días y días de marcha. La gran extensión del sur es más bien rocosa, salpicada de riscos y peñones, pero el extremo norte es arenoso, como dicen que son los desiertos de Arabia y del África. Norte y sur son separados por un río débil y estrecho. El río quiebra hacia el norte, separando así también el desierto arenoso de las llanuras. Fue a las orillas de este riachuelo donde nos atacaron los monstruos. Emergieron inesperadamente de la arena y saltaron sobre nosotros, matando de inmediato a muchos de mis hombres. Eran dos dragones grandes cual caballos, de color negro con manchas rojas; su cuerpo era más bien robusto y rechoncho, sus colas y hocicos eran gruesos y redondeados. Se movían con lentitud y arrastraban sus vientres, pero eran capaces de escupir veneno a gran distancia. El veneno causa un dolor insufrible y paralizante, como pude ver en los infortunados que fueron alcanzados por la maldita substancia. Disparamos a los monstruos con nuestros arcabuces y ballestas, pero ni balas ni flechas penetraban su piel.

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Mientras los dragones se daban un banquete con varios de nuestros hombres y caballos, el resto emprendió la huida. Encontramos refugio en el campamento de unos indios de la llanura que temen y veneran a aquellos monstruos. Nos dijeron que la variedad gigante fue muy común en otros tiempos, pero que ahora la mayoría son muy pequeños, de uno o dos codos de longitud. No nos hemos vuelto a topar con tales criaturas. Los indios, una tribu que vive en pabellones de cuero y usa plumas en la cabeza, fueron amistosos, a condición de que prometiéramos salir de sus tierras sin tardanza. Les expresamos, a través de nuestros intérpretes, que nuestro destino estaba más al norte. Preguntamos por la ciudad dorada de Cíbola, y nos hablaron de un antiguo lugar que se encuentra en medio del desierto, del que sólo se sabe por leyendas muy antiguas. Nos advirtieron que nos mantuviéramos alejados de ahí. Dejamos a los indios y seguimos al norte. No habíamos andado unas leguas cuando fuimos atacados por una tribu enemiga de aquélla que nos había alojado. Después de un largo combate logramos repelerlos, pero quedamos reducidos a treinta y dos hombres. Decidí entonces abortar definitivamente la expedición y regresar por donde habíamos venido. De nuevo nos encontramos a orillas del río y una vez más fuimos atacados. Los indios eran muy numerosos y estaban bien armados, por lo que decidimos retirarnos de la refriega. Estábamos rodeados por todos los flancos, excepto por la retaguardia, que encaraba al desierto. Nos internamos en él y aunque algunos de los indios nos persiguieron, no fue por mucho tiempo y pronto regresaron por donde habían venido. En la refriega y la huída perdimos a nueve hombres más y a los pocos caballos que nos quedaban. Después de andar durante dos días por el desierto, volvimos a encontrar el riachuelo, y 94


decidimos seguir su cauce, en dirección al oeste, para así encontrar el mar. A estos breves párrafos queda reducida la gran aventura de Pedro Hernández de Torrecilla y ahora nos encontramos exhaustos, hambrientos y heridos. Sólo nos queda encontrar la salida... *** Hemos seguido el río por días y días y no parece llegar a ningún lado. Si no supiera que es imposible, diría que hemos pasado por el mismo lugar muchas veces, como si el río formase un anillo. Debemos aceptar que estamos perdidos. Es una fortuna tener agua a nuestro alcance, pues sé que de lo contrario habríamos perecido en poco tiempo, ya que el calor en este lugar es tal que duele respirar y el sol abrasa la piel y la cuaja, dejándola dura y cuarteada como cuero viejo. La saliva se vuelve lodo en nuestras bocas y nuestros ojos sufren y lloran con el reflejo de este sol inmisericorde en la roca y la arena. Las jaquecas, leves o insufribles, nos afectan a todos. Nuestro Señor debió haber concebido este lugar como un sitio de castigo cuando lo creó. *** Hemos llegado al pie de una colina rocosa. Desde que la vimos a la distancia, corrimos hacia ella, ansiosos por su sombra, pues junto al río no hay nada que nos cubra de los azotes del sol, salvo algunos nopales y árboles de muy escaso follaje. En cuanto alcanzamos la colina, nos acurrucamos, agradecidos por el alivio que la sombra nos proporcionaba. La colina, como dije, es completamente rocosa y no crece ni una brizna de hierba en toda su superficie. Se levanta solitaria en medio de una planicie árida. Hemos descubierto la entrada a una gruta y quizá la exploremos más tarde. 95


*** El Señor nos proteja: no cabe duda que estamos en territorio del Maligno. Imaginad el vaho o vapor que parece emanar del suelo y nubla la vista en los lugares más calientes. Se le ve en las llanuras muy yermas, pero también en las calles empedradas de ciudades muy calurosas cuando las azota el sol de medio día, o en los caminos que no gozan de la bendición de la sombra. Es como humo transparente, como agua flotante que se interpone entre el observador y lo que observa. Seguro lo habéis visto en alguna ocasión. Dios nos guarde: justo así son los que nos persiguen. Hace apenas unos momentos, dos de mis hombres fueron hacia el río en busca de agua. Entre la colina y el río se extiende una explanada de rocas, arena y matorrales que los hombres debían salvar. Ya venían de regreso cuando vimos ese vapor moverse alrededor de ellos. Pensamos que era un simple espejismo del desierto, hasta que vimos atónitos cómo esa cosa levantó a uno de los hombres en el aire y lo hizo pedazos. Literalmente, le arrancó trozos del cuerpo, algunos tan grandes como puñados y otros tan pequeños como granos de arena. Deshizo por completo a aquel hombre, dejó su carne tirada en el piso e hizo volar su sangre como llovizna llevada por el viento. El otro hombre corrió despavorido, pero el monstruo lo alcanzó y lo despedazó también. He estado en decenas de batallas y nunca había escuchado a un hombre gritar así. Los demás corrimos hacia la gruta y nos introdujimos en ella. El último hombre en pasar por el estrecho agujero fue cogido del pie por uno de los demonios y jalado hacia el exterior. Mis hombres huyeron internándose en la cueva, pero yo me quedé junto a la entrada y pude atestiguar lo que hicieron los demonios. El hombre estaba suspendido en el aire por las invisibles manos 96


de los monstruos, cuando la sangre de sus venas comenzó a salir y a rociar el espacio como una nube bermeja, tal como si las criaturas la succionaran para llenar sus vientres traslúcidos. El infeliz quedó hecho un cadáver seco en unos instantes y su sangre se dispersó en el viento. Entonces, no sé cómo, supe que me habían visto. Retrocedí hacia el interior de la gruta y vi cómo uno de los demonios vertió su substancia en el haz de luz que penetraba, como si fuese humo llenando una copa. Pero no pasó de ahí, se quedó en el área iluminada y entonces salió de nuevo. Después seguí el rastro de mis hombres y los encontré en una espaciosa galería, tan grande como la nave principal de una catedral. En ella, pequeñas habitaciones cuadradas habían sido construidas con ladrillos de adobe, como los edificios indios que describen las crónicas de Coronado. Cada una era un poco más alta que un hombre; el largo y la profundidad eran de la misma medida. Pregunté a mis soldados dónde habían obtenido las antorchas con las que se iluminaban, y me dijeron que las habían hallado allí mismo. Interrogué a nuestros indios sobre el origen de tal lugar, y aseguraron que nunca habían oído hablar de esta ciudad subterránea. Acampamos en la caverna, en medio de esas abandonadas habitaciones. La gruta se extiende mucho más allá de esta galería; quizá la explore más tarde. *** Llegada la noche me aventuré a asomarme fuera de la gruta. No vi señales de los demonios. Ordené entonces a dos de mis hombres ir buscar agua al río. Se mostraron reacios en un principio, pero me ofrecí a acompañarlos. Fuimos y volvimos sin complicaciones y con nuestros cueros 97


repletos de agua. Mis hombre bebieron hasta saciarse y entonces una segunda partida fue enviada al río. Esta vez no fue necesario que los acompañara y, al igual que nosotros, la segunda partida volvió sin encontrarse con obstáculo alguno. He decidido que, ya que hemos descansado todo el día, reanudemos nuestro camino de inmediato. *** He causado la muerte de más de mis soldados. Sólo quedamos seis cristianos y los dos indios. Sucedió que estuvimos caminando toda la noche a lo largo del río. No mucho después del alba, el sol se había convertido en nuestro enemigo y torturador. Y con el sol, llegaron los demonios. Uno de mis hombres fue arrebatado por ellos y despedazado en el aire. Vi cómo le arrancaron la mandíbula, las orejas, los ojos y los dedos. Los demás abandonamos la carga y corrimos de regreso hacia la colina. Pero por mucho que corríamos esas cosas eran mucho más veloces. Sólo podíamos ganar un poco de terreno cuando se detenían a matar a uno de los nuestros. Uno por uno, tomaron a mis hombres y los descuartizaron inmisericordemente en el aire, y tiñeron el viento con su sangre. Sólo nosotros seis y los indios alcanzamos la gruta, pero no tenemos provisiones, ni agua. Fui el único que conservó su carga, pues me aferro con devoción a este diario. Estamos atrapados aquí y probablemente moriremos, pero si es así, no quiero que se pierda la relación las últimas hazañas de Pedro Hernández de Torrecilla. Seguiré escribiendo hasta el final. *** Me aventuré a explorar las profundidades de la cueva, con la esperanza de encontrar otra salida. La galería con las construcciones de adobe conduce, a 98


través de un amplio portal, a una bóveda mucho más grande, tan alta que una torre de campanario podría construirse allí sin problemas, y tan espaciosa, que una aldea entera cabría en ella. En medio de la bóveda se encuentra una pirámide, como aquéllas del Méjico o del Yucatán, pero hecha de ladrillos de adobe y no de piedra. Consta de varias escalinatas que culminan en una plataforma en la que se ha erigido una choza construida con vigas de hueso y recubrimiento de piel de zorros, liebres y otros animales. Subí las escaleras hasta la choza, donde casi me hace caer del susto un viejo indio que ahí tiene su morada. El indio se extrañó de encontrarse con nosotros tanto como nosotros de toparnos con él. A través de nuestros indios, que a grandes rasgos conocían su idioma, el viejo nos contó que era el último de una raza que hacía cientos de años que había ido a vivir al desierto, huyendo de las guerras. Su pueblo tenía leyendas de una migración muy anterior, de miles de años atrás. Se decía que esa gente había encontrado la abundancia en medio del desierto. Así, este pueblo más joven decidió seguir el mismo camino. Pero en estas inhóspitas tierras fueron atacados por los demonios, a los que el viejo llamaba “el hálito del desierto”, y que diezmaron a su gente. Los supervivientes tuvieron que refugiarse en las grutas bajo la colina. Días después siguieron su camino y al fin encontraron la ciudad, construida con ladrillos de adobe y llena de edificios altísimos y pirámides colosales. Pero estaba por completo abandonada y las arenas del desierto cubrían sus calles. Allí fueron atacados de nuevo por los demonios y tuvieron que refugiarse en almacenes subterráneos. Al anochecer abandonaron la ciudad y regresaron a la colina. Al principio enviaron hombres para contactar a sus tribus hermanas de las llanuras, pero los mensajeros nunca regresaron. Al final se asentaron en las grutas y fundaron una pequeña aldea. 99


Era evidente que los demonios sólo se aparecían de día y que necesitaban de la luz del sol, por lo que nunca se les veía durante la noche ni osaban entrar en las cavernas. Los indios tuvieron que adoptar, entonces, una vida nocturna. Tras el paso de varias generaciones, casi todos ellos se volvieron ciegos. Los que nacían con vista eran elegidos para ser brujos, como el mismo viejo que nos narraba esta historia. Después de muchos años de prosperidad, los indios se vieron afectados por enfermedades y deformidades que los llevaron a la decadencia, la locura y la lenta extinción. Él mismo inhumó a los últimos sobrevivientes, y ahora aguardaba paciente la muerte misericordiosa. El viejo indio nos explicó que hay un laberinto de galerías y cámaras debajo de la colina y que ahí construyeron una población muy próspera. No podían practicar el cultivo del maíz, pero sí de hongos y tubérculos que crecían en la oscuridad. Además, en una de las galerías más profundas había acceso a un río subterráneo, del que se podían extraer peces y otras criaturas acuáticas, y durante la noche podían salir a cazar liebres, aves u otros animales, y recolectar frutos, hojas y jugo de los cactos. Pregunté al viejo por una forma segura de salir del desierto y dijo que no había manera porque los monstruos vigilaban constantemente los alrededores de la colina. Había, sin embargo, una leve esperanza. Si viajábamos a paso veloz durante toda la noche, al amanecer alcanzaríamos la ciudad perdida. En ella podríamos resguardarnos en los almacenes subterráneos durante el día y, cuando cayera la noche, seguir hacia el sur hasta llegar al mar. Nada nos aseguraba que los demonios no nos seguirían hasta allí, pero era más seguro que cruzar el desierto en cualquier otra dirección. He decidido tomar esa ruta. 100


*** Ahora estoy en la ciudad perdida, escondido en un cuarto oscuro y sin ventanas en uno de los monumentales edificios, ya que nos fue imposible encontrar los almacenes subterráneos de los que hablaba el viejo indio. Él nos abasteció con cueros llenos de agua y algunas raíces y setas. Antes de despedirme del brujo, le ofrecí bautizarlo para salvar su alma, pero él quiso morir protegido por sus falsos dioses. Que el Señor se apiade de él. Apenas anocheció, salimos de la gruta a toda velocidad, en dirección hacia el sur. La noche fue tranquila, pero el temor de que el día nos sorprendiera en el camino nos impedía sosegarnos. Estaba despuntando el alba, cuando a lo lejos distinguimos el perfil de la ciudad. Emprendimos la carrera contra el sol, pero fuimos demasiado lentos. Cada paso que ganaba la luz era un abismo de terror que se abría al oriente. Cuando los primeros rayos luminosos nos alcanzaron, mis hombres comenzaron a morir. Los demonios tomaron a cada uno de ellos en el aire y los destruyeron. A uno de mis hombres lo deshicieron como si fuera de arena, a otro lo hundieron bajo las rocas y a uno más lo despedazaron vivo. Al final, sólo los dos indios y yo entramos en la ciudad. Es una visión maravillosa y terrible. Está llena de edificios más altos que los campanarios de las catedrales. Sus pirámides son titánicas, tanto o más grandes que las de Méjico o las del Yucatán. Las paredes internas y externas de las torres están cubiertas de grabados de monstruos y demonios, entre los que abundan los dragones como aquéllos que nos atacaron junto al río. Una gran estatua de oro que representa uno de esos dragones se alza en la cima de una pirámide colosal en el centro de la ciudad. Sí, aquí hay oro. Hay oro por todas partes, en joyas, vasijas e instrumentos desconocidos para mí. Las puertas de algunos 101


edificios están hechas del precioso metal. No me cabe duda, ésta es Cíbola, la ciudad de oro, y yo la he encontrado; soy su descubridor, su conquistador… Fuimos incapaces de encontrar los almacenes subterráneos y lo que describo es apenas lo que pude ver en mi huída por la luminosa, cegadora y sofocante ciudad. A uno de los indios lo atraparon los monstruos y lo azotaron contra las paredes de los edificios hasta molerlo. Al otro lo atraparon poco después y lo elevaron hasta la cima de la gran pirámide, le arrancaron el corazón del pecho y lo hicieron rodar las escalinatas del maldito templo. Apenas tuve tiempo de entrar en un edificio y ocultarme en la cámara oscura en la que ahora me refugio. Estoy esperando la noche para poder escapar. Oh, nunca había odiado tanto la luz del día como ahora… Las criaturas están a fuera… las escucho rasgando la puerta del cuarto… Ahora la golpean tratando de derribarla… Están susurrándome algo… Me llaman… Oh Dios, Padre misericordioso, apiádate de mí… Golpean… Me llaman… La tinta se acaba... La puerta de oro está cediendo… La luz, la odiosa luz está penetrando… con ella, sus manos, sus garras… La puerta cae… ¡Se hace la luz…!

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LA MUJER QUE LLORA Nueva España, finales del siglo XVI El joven fray Bernal de Acevedo hizo el largo viaje desde Xochimilco hasta Huejotzingo, en las vecindades de Puebla de los Ángeles, con la intención de entrevistarse con fray Rodrigo de García. El anciano fraile se había negado durante mucho tiempo a aceptar la visita de su joven confraterno, pero un buen día Bernal recibió una misiva en la que fray Rodrigo le concedía una entrevista en el convento franciscano de Huejotzingo. Así, fray Bernal llegó a dicho convento justo cuando el sol alcanzaba el cenit, y fray Rodrigo lo recibió en su propia celda, donde se sentaron en sendos bancos incómodos frente a una austera y rústica mesa de leño. -Te preguntarás porqué he decidido tan de súbito aceptar tu visita, cuando en semanas anteriores me había rehusado enérgicamente a recibirte.decía el anciano mientras el joven asentía silenciosa y respetuosamente -Bien, he optado hacerlo para salvar tu buen juicio, pues por tus misivas tengo la sospecha de que está en peligro. Ahora, cuéntame todo lo que sucede en tu pueblo. Fray Bernal dudaba sobre cómo empezar –Veréis, padre… Como sabéis los hermanos franciscanos tenemos por misión llevar la Palabra del Señor entre los indios y mestizos de Xochimilco… En particular, yo estoy encargado de un barrio en el que hay muchos de los últimos… mestizos, quiero decir. La gran mayoría de ellos son niños, hijos bastardos de madres indias engañadas o incluso violadas por soldados españoles. Mi trabajo es educar a los niños y a sus madres para que no vuelvan a sus prácticas idólatras.

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-Bien, bien. En tus misivas hablas de una dificultad para cumplir tu misión y aunque sospecho en qué consiste, quiero que me lo digas tú mismo. –Temo que no me creáis… -Te prometo no dudar de tu honestidad. Fary Bernal tomó un largo respiro -Una noche, hace ya varios meses, después de visitar la vivienda de una pobre india, madre de cuatro hijos mestizos, pasaba junto a uno de los canales, cuando sentí mucho frío repentino. Me volví, miré a mi alrededor y entonces vi un resplandor azul pálido que se asomaba detrás de una esquina. No supe porqué, pero me llené de espanto y comencé a rezar a la Virgen y a los Apóstoles, pero pronto mi temor se convirtió en tristeza… en una melancolía muy profunda, cuando escuché un lamento. Doblando la esquina se apareció entonces el origen de ese resplandor.- el joven fraile bajó la voz –Era una mujer muy bella, de aspecto maternal y luminosa, pero muy triste, y venía clamando un llanto lastimero que iba así…- Fray Bernal lo dudó un segundo antes de repetir las palabras que había escuchado -¡No-cocone! ¡No-cocone!- el joven fraile se estremeció mientras las pronunciaba -Y ese llanto me entristeció tanto, que me llevé las manos a los oídos y salí corriendo de allí… El fraile hizo una pausa y en su expresión se podían ver mezclados el miedo y la tristeza más intensos. Era claro que el joven se abochornaba ante la probabilidad de que su mayor no le creyera, pero también tenía miedo de algo más -Continúa.- ordenó fray Rodrigo.

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-Al día siguiente reflexioné sobre lo que decía esa aparición y me di cuenta que su lamento rezaba ¡Mis hijos! ¡Mis hijos! Pero, ¿qué era lo que había visto esa noche? Al principio pensé que se trataba de un fantasma, pues hay muchas historias en España de apariciones con forma de mujer que lloran por sus hijos. Averigüé entre mis hermanos franciscanos si alguien podría arrojar alguna luz sobre este extraño prodigio. -Y permíteme adivinar lo que te dijeron nuestros hermanos.interrumpió fray Rodrigo –Te contaron la historia de una mujer india que fue seducida por un soldado español en los días de la guerra contra los aztecas. El español le prometió hacerla su esposa y llevarla a España cargada del oro que obtuviera como botín de guerra, y ella, enamorada, permitió que aquel bruto engendrase dos o tres hijos en ella. Pero poco después de la victoria del ejército de Cortés, el soldado regresó a España, sin siquiera despedirse de su mujer e hijos. Ella, loca de celos y desamor, no podía ver ya a los ojos verdes de sus críos sin recordar la traición del vil soldado español, por lo que perpetró el abominable crimen de dar muerte a sus propios hijos. Pero al instante se arrepintió y salió a la calle dando gritos espantosos, llorando por sus hijos muertos. ¡Ay, mis hijos! ¡Ay, mis hijos!, gritaba. Después de morir, la mujer siguió vagando por las oscuras callejuelas de Xochimilco, llorando por sus hijos. -Ésa fue la historia que los frailes me contaron, es verdad.- dijo el joven fraile -La mayoría de ellos la consideraba un cuento de indios y soldados ignorantes, pero algunos se estremecieron cuando la mencioné. En fin, pasaron algunas semanas y me olvidé de aquel espectro, pero una noche me lo volví a topar. Me encontraba viajando por uno de los canales en una lancha guiada por un indio remero, cuando vi surgir a la mujer de las aguas; ascendió 105


como un vapor luminoso, y quedose flotando sobre la cristalina superficie. El remero y yo estábamos tan espantados que nos quedamos inmóviles cuando el espectro inició su canto lastimero. Como la vez anterior, al oír el lamento de esa aparición me llené de tristeza, de una tristeza tan profunda que olvidé lo que era la felicidad y perdí toda esperanza de sentir alguna emoción que fuera distinta a ese dolor agudo y sin límites del que mi alma era presa. Me dejé caer en el fondo de la barca y lloré, lloré como un niño… No, como un niño no, porque cuando un niño llora lo hace con la esperanza de que su madre venga a consolarlo, pero yo, en esa tristeza tan absoluta incluso me olvidé de Dios… Fray Bernal guardó silencio y suspiró como alguien que lleva un enorme peso aplastando su alma. Fray Rodrigo colocó una mano paternal sobre el hombro de su joven hermano y lo invitó a proseguir. -No sé en qué momento la aparición se fue. Sólo recuerdo haberme encontrado llorando y recuperar poco a poco la compostura. El indio remero estaba tan triste y desolado como yo, con su cara morena empapada de lágrimas y sus rasgos tiesos en una expresión de compungimiento. Cuando logramos calmarnos, seguimos nuestra ruta por el canal, hasta llegar al muelle que era nuestro destino. No dijimos palabra en todo el trayecto, pero al desembarcar le pregunté al indio sobre lo que acabábamos de presenciar, y él se negó por completo a decir nada al respecto y me advirtió que no debemos hablar de cosas que espantan, porque ello las atrae… -¡Y es sabio ese indio!- exclamó fray Rodrigo –Hay gran verdad en lo que dice. Hablar, escribir o leer sobre las cosas oscuras de este mundo es como invocarlas y provocar que sus sombras se congreguen a nuestro alrededor. Ponemos en peligro la santidad de este convento al hablar de estos

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temas, pero confío en que aquí el imperio de Dios es tal que ninguna fuerza terrible debería ser capaz de penetrar… Pero continúa tu historia. -Por las semanas siguientes estuve haciendo pesquisas entre los indios más viejos para encontrar alguna información sobre esa mujer que llora. Ellos me dijeron una historia muy diferente a la que cuentan los españoles. Me aseguraron que la mujer que llora no es otra que Tonantzin, una diosa a quien ellos consideran su madre. Según los indios, Tonantzin llora inconsolable desde los días de Moctezuma por la derrota de sus hijos y su reducción a la esclavitud y la servidumbre. -¿Y tú qué opinas al respecto? -Pienso que este espectro, sea lo que sea, es un peligro para españoles e indios por igual. Muchos indios están convencidos de que esa aparición es la diosa Tonantzin y mientras sea así, será difícil apartarlos de sus creencias bárbaras y acercarlos a la luz del Señor. -¿Pero qué piensas tú de esa mujer que llora? -Veréis, padre, yo solía creer que el demonio no se le aparece a los hombres ni posee sus cuerpos, sino que los tienta hacia el pecado y la maldad. Yo pensaba que los indios, en su ignorancia y simpleza, adoraban a dioses falsos e inexistentes, y no compartía la opinión de muchos religiosos que creen que los indios adoran al diablo. Pero después de haber visto y oído esa espeluznante aparición, no puedo más que pensar que el demonio se presenta en la forma de la diosa para apartar a los indios del camino del Señor y condenar así sus almas. Como el Maligno no puede provocar buenos sentimientos en los hombres, terror y tristeza es lo que emana de esta aparición. Por eso os escribí y os informé de este suceso antes que a nadie, 107


porque sé que vos y vuestro maestro fray Guillermo de Balbuena conjurasteis al demonio que infestaba las ruinas del templo de Huichilobos. -Y yo te respondí, una y otra vez, que lo mejor que podías hacer era olvidarte por completo de este asunto y predicar la Palabra a los indios sin pensar en esa mujer que llora ni en sus apariciones. -Pero mientras ese demonio se aparezca a los indios y les haga creer que es una diosa que los ama, será casi imposible convencerlos de que Dios es el único y así salvar sus almas. Como siervo de Dios no puedo permitir, ni vos podéis, que el demonio engañe de esa forma a estos pobres indios y los condene al infierno. ¡La salvación de las almas de los nativos de esta tierra es nuestra responsabilidad! -Y es por esa determinación tuya que decidí al fin concederte esta entrevista. Veo que estás decidido a luchar contra una fuerza que desconoces. Permíteme, pues, explicarte su naturaleza. Quería salvarte de conocer los horrores de los que he sido testigo, pero no me dejas más opción. Fray Rodrigo se santiguó tres veces, rezó en murmullos varias oraciones, y luego procedió a contar su historia. *** Corría el año de 1523, si no me equivoco. En ese entonces yo era un joven novicio que acompañaba y servía a fray Guillermo de Balbuena. Como sabes, él era el más reputado exorcista de la Orden, habiendo conjurado a más de una veintena de demonios que infestaban recintos o atormentaban a pobres almas infelices. Por ello fue llamado a la Ciudad de México, para usar sus conocimientos en contra de un demonio muy poderoso que acechaba entre las 108


ruinas de templo del tiránico Huitzilopochtli, como bien sabes. Las autoridades españolas habían ordenado la destrucción del templo un par de años antes, pues tenía la intención de usar sus piedras para construir la nueva ciudad española. Pero aunque los esfuerzos de los trabajadores españoles y los esclavos indios lograron convertir el magnífico templo en un montón de piedras y escombros, una presencia terrible se hizo sentir desde el primer golpe de mazo. Muchos hombres, españoles e indios, murieron de forma inexplicable durante el largo proceso de desmantelamiento. El hombre que se quedaba solo, o que tan siquiera se perdía de la vista de sus compañeros por un instante, aparecía muerto, mutilado de forma impía y con horribles expresiones de terror y sufrimiento. Incluso después, cuando el templo fue reducido a ruinas, las muertes continuaron y tanto indios como españoles se referían a ese lugar con temor y reverencia. Los indios comentaban que su señor Huitzilopochtli vivía y estaba enfurecido por los actos de profanación y sacrilegio que cometían los españoles. Nosotros, por supuesto, estábamos convencidos de que un demonio, enemigo de la nuestra misión evangelizadora, infestaba el templo para mover a los pobres nativos hacia sus prácticas idólatras. Con esto en mente se presentó fray Guillermo, con todo el poder de su admirable fe. Yo lo acompañaba cargando un fardo con crucifijos, libros, reliquias y otros instrumentos del bien. Sólo éramos él y yo, esa maldita tarde en la que entramos en las ruinas del templo de Huitzilopochtli, el sediento de sangre. Mi maestro entró por delante y yo, apenas puse un pie en las ruinas, sentí el poder una voluntad antigua y violenta, y pensamientos de muerte y destrucción llegaron a mi joven mente. Fray Guillermo colocó una de sus gentiles manos sobre mi hombro y me dijo que buscara la calma que da el 109


pensar en Dios, porque era justamente mi desasosiego lo que el demonio pretendía. Fray Guillermo procedió entonces a rociar el área con agua bendita, pero en cuanto el líquido tocaba las rocas, se convertía en bermejas gotas sangre que se escurrían por todas partes. Fray Guillermo rezó en latín, pero las rocas rebotaban el eco en lengua mejicana, que yo no conocía y que me parecía proferir odiosas blasfemias. Entonces mi maestro ordenó que rezara junto con él, y rezamos y rezamos con todas nuestras fuerzas, pero yo sentía que Dios no me escuchaba, porque se encontraba muy lejos, separado de nosotros por barreras que el Maligno había levantado para proteger sus dominios. Fray Guillermo sacó del fardo un crucifijo y ordenó a los demonios, en nombre de Dios, que se alejaran de ese lugar y que dejaran de atormentar a las pobres almas que allí moraban, tras lo cual procedió a sembrar el área con hostias consagradas. Nos volvimos a arrodillar y rezamos, y entre cada oración fray Guillermo ordenaba que los demonios se fueran, y así nos mantuvimos firmes en nuestros puestos hasta que oscureció. Pero cuando cayó la noche se escuchó un trueno espantoso y la tierra tembló y las estrellas del cielo se oscurecieron, y entonces las rocas del templo comenzaron a volar y a construir muros alrededor nuestro, hasta que nos vimos encerrados en una cámara de piedra, frente al altar sangrante del terrible Huitzilopchtli. No había puertas ni ventanas en esa cámara, oscura excepto por una sola hoguera frente al altar. Yo podía oír con claridad el resonar de cascabeles y el aliento de poderosos pulmones que soplaban a través de enormes caracoles, y podía sentir el olor del copal quemándose y de la carne chamuscada. Estaba aterrado, pero mi maestro me instó a tener calma pues lo que veía no eran más que ilusiones creadas por el Maligno. Y entonces fray Guillermo, con todas sus fuerzas, clamando con voz tal que impondría la 110


autoridad de Dios sobre cualquiera de sus enemigos, ordenó una vez más que los demonios abandonaran el templo. Pero las órdenes de fray Guillermo no fueron obedecidas, sino que una voz potente y estruendosa se rió de ellas. Luego las paredes comenzaron a chorrear sangre, y las hostias consagradas que aún estaban en el suelo se convirtieron en corazones sangrantes, y el altar se alzó en una escalinata que se extendía infinitamente hacia la oscuridad, desde la que rodaron decenas y decenas de cuerpos mutilados. La sangre lo cubría todo y pronto nos vimos rodeados por las entrañas de las miles de víctimas que los aztecas sacrificaron a su abominable dios. Sin embargo, fray Guillermo se mantuvo firme, aunque veía nuestros pies sumergidos en un charco de sangre y yo estuviera temblando y llorando de miedo. Me dijo repetidamente que me calmara y que mantuviera mi fe en el triunfo final de Nuestro Señor. Sacó entonces del fardo un libro antiquísimo, de tiempos romanos, que había sido utilizado, me dijo, por los primeros discípulos de los apóstoles. Fray Guillermo abrió el libro y leyó en arameo conjuros y oraciones que yo no entendí, porque no conocía tal lengua. Apenas pronunció la primera palabra los truenos y temblores reiniciaron más furiosos que antes, la lluvia de sangre se convirtió en tifón y los ríos de entrañas se volvieron océanos, mas fray Guillermo no retrocedió, sino que se mantuvo firme y siguió rezando con toda su fuerza y toda su fe. El horror de la escena fue demasiado para mí y perdí el conocimiento. Cuando desperté me encontraba otra vez en las ruinas del templo con las estrellas brillando sobre mi cabeza y el frío viento nocturno soplando entre las piedras. Me incorporé, miré a mi alrededor, y vi la figura de fray Guillermo tendida en el piso. Corrí hacia él y me arrodillé a su lado, temiendo 111


que hubiese muerto, no por él, sino por el horror de verme solo en esa tierra maldita. Pero fray Guillermo seguía vivo y me dijo con voz trémula y agonizante que Hutzilopochtli aún vivía, pero que estaba muy débil y que era mi deber rematarlo. Me instruyó para rezar todas las oraciones que supiera y así lo hice, pero no sentía que tuviese ningún efecto. Sin embargo, al final se dio en mí una extraña sensación, como si pasara de un lugar desconocido y amenazante a uno familiar y acogedor. Un colibrí bajó del cielo, volando con dificultad, como herido, cayó al suelo y se quedó inmóvil. Desconcertado, me volví hacia mi maestro, quien me dijo con enigmáticas palabras que Huitzilopochtli había muerto y que Dios había llegado para ocupar su sitio en este lugar; entonces fray Guillermo expiró también. Solo y desorientado, me quedé contemplando el cuerpo del que fuera un gran hombre de Dios, hasta que escuché el lamento de la mujer que llora. Alcé la mirada y allí estaba ella, resplandeciendo con un aura azulosa, llorando a gritos lastimeros con la expresión más absoluta de congoja que yo hubiese contemplado o podido imaginar. Su llanto me llenó de la tristeza que tú mismo experimentaste, esa tristeza sin fin, que me hizo olvidar que existe cualquier otra emoción y que me dejó sin esperanzas de volver a sentir alegría. No huí ni pretendí evadirme del dolor que esa mujer me transmitía, sino que me quedé escuchando sus lamentaciones y compartiendo su sufrimiento. Entonces comprendí porqué llora esa mujer… Llora por sus hijos, no los indios, sino toda la humanidad y aún más, todos los seres vivos de la creación, pues pronto la Muerte caerá sobre ellos. ¿No lo entiendes? Yo tampoco comprendí en un principio. Verás, yo acababa de presenciar la muerte de un dios. No de un demonio, no de uno de los ángeles que se rebelaron contra el Señor. Yo presencié la muerte de 112


Huitzilopochtli, pues él estaba vivo y era tan real como Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Contemplé la muerte de un dios, algo que ningún mortal debía presenciar… ¿Piensas que lo que digo es blasfemia y herejía? No. Yo le soy fiel a Dios, pero he aprendido que su dominio es limitado y que en las tierras en las que no se le conoce gobiernan los otros dioses. Dios nos ha encomendado la tarea de expandir su imperio y llevarlo allí donde los otros dioses tienen su trono. Así es, hermano Bernal; existen y existieron miles de dioses. ¿En cuántos dioses creen los hombres del mundo? Claro, muchos de ellos son en realidad las mismas deidades adoradas bajo diferentes formas y nombres, y otros tantos son invenciones de mentes con poca imaginación. Pero aún así, ¡cuántos son! Y ésos son sólo los dioses de la Tierra, que aún faltaría contar los de las otras esferas… Existen legiones y legiones de dioses, muchos de ellos terribles, crueles y absolutamente malvados. Esta así llamada Nueva España es tierra de los otros dioses y el nuestro aún tiene poca presencia y poder aquí. Mira las selvas y bosques que nos rodean: en ellas habitan los chaneques, horribles enanos que espantan a los viajeros para robarles el alma. En las cuevas y grutas, los nahuales aún usan el poder de sus dioses para convertirse en bestias y acechar a sus enemigos. Todavía hay lagos y cuerpos de agua en los que moran los ahuizotes, que comen carne, pero que no son animales. Es por todo esto que tras la muerte de Huitzilopochtli vine a encerrarme a este convento apenas se estableció, para estar en un espacio en que Dios, y sólo Dios, tiene poder. No entiendo, ni creo que tú puedas entender, cuáles fuerzas son bondadosas y cuáles son malévolas. Yo sirvo a mi Dios y eso me basta. Lo que sí comprendo es que hay una fuerza constante, y que esa fuerza es la 113


Muerte. No me refiero al fallecimiento, al abandono del cuerpo por el alma, sino a la muerte absoluta, la extinción de todo cuanto es y existe. Y Tonantzin alguna vez fue la esperanza contra ella, pero su poder se ha debilitado por causa del avance de nuestro joven Dios sobre la tierra, y Tonantzin se ha vuelto loca por la tristeza y la desesperación, porque sabe que ya nada ni nadie podrá detener la llegada de la Muerte. Tonantzin… en otros tiempos y lugares ha sido llamada con otros nombres... Tonantzin ama todo lo que existe, a diferencia de nuestro Dios, que sólo ama a quienes lo aman. Y contra la Muerte, nuestro Dios no tiene poder. Por eso Tonantzin llora por nosotros, sus hijos, todas las noches y así será hasta que ella misma deje de existir. *** Fray Rodrigo guardó silencio y fray Bernal lo miraba con una mezcla de miedo y repulsión. Por fin el joven fraile se animó a hablar. -Lo que habéis dicho es blasfemia, padre. Habéis permitido que vuestra experiencia frente al demonio os trastornase el juicio. Sólo hay un Dios, y es Nuestro Señor, quien triunfó contra la muerte y promete la vida eterna. -La eternidad es algo relativo, hermano. -No quiero escuchar más herejías.- dijo fray Bernal al tiempo que se incorporaba de golpe -En este momento me vuelvo a Xochimilco. Si no puedo contar con vuestra ayuda, yo mismo me enfrentaré al demonio que confunde las almas de los indios. -Tu lucha será inútil, joven fraile, no se puede ahuyentar a los otros dioses tan fácilmente como se hace con los demonios. Se necesita un poder y un rito especial, el mismo que usaron los primeros cristianos para despoblar la 114


tierra de ninfas y espíritus paganos, además de una fe inquebrantable en el triunfo final del Señor. Pero si lo que quieres es agrandar el rebaño de Dios, misión que comparto, hay otros métodos. Yo mismo sugerí al señor Obispo que mandara a hacer una pintura en la que se conjuguen las imágenes de la Virgen y de Tonantzin, e ir enseñando a los indios a adorar a la primera y abandonar a la segunda. Tengo entendido que dicha pintura se está elaborando, si es que no está completada ya. Fray Bernal, que no quería escuchar ni una palabra más, atravesó la celda con largos y furiosos pasos y ya estaba a punto de salir por la puerta cuando la voz del viejo fraile lo detuvo. -Sé que he servido bien a mi Dios y confío en haberme ganado el Cielo.- dijo fray Rodrigo, exhausto –Pero, ¿qué será de mí, cuando Dios y su Cielo no existan más?

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LIÉRGANES Cantabria, siglo XVII María saboreó el agua de mar que inundaba sus fosas nasales, arrastrada por la corriente que la sacudía y aporreaba contra los arrecifes. Su piel se quemaba al contacto con las medusas y pececillos negros de dientes filosos le mordían los dedos. Había dejado de luchar contra la oscuridad profunda del océano y esperaba pronto morir ahogada cuando un rostro luminiscente se apareció en el abismo. María dejó escapar burbujas de alarido cuando la cosa blasfema que tenía frente a ella alargó una mano escamada y membranosa, la sujetó del cabello, la atrajo hacia su cara triangular y viscosa y encajó su boca llena de dientecillos afilados en los labios de la joven. Ella cerró los ojos y gritó por dentro. Entonces sintió un ardor que subía por su vientre. Aquella noche de tormenta y viento ululante, María despertó por los llantos de su bebé y pronto olvidó su pesadilla en la actividad de amamantar al pequeño. Meses después, dio a luz a un segundo hijo, al que llamó Francisco. Pasaron los años y otros dos varones llegaron a la familia, para orgullo de don Francisco de la Vega, padre de los cuatro. Pero Francisco el padre murió cuando aún era mozo el hijo que llevaba su nombre. Se ahogó en el Miera una noche sin luna cuando salió de su casa por motivos desconocidos y sin avisar a nadie. El mayor de los hermanos murió poco después, en cama. Amaneció cubierto de agua salada que le chorreaba por la boca y la nariz. Estaba inflado como si se hubiese ahogado. La familia y los vecinos estaban tan asustados

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como confundidos. El cura local practicó un torpe exorcismo del cadáver y se le sepultó junto a su padre. Sin más hombres que se hicieran cargo de la familia y siendo los hijos menores aún muy niños, María decidió enviar al joven Francisco a aprender el oficio de carpintero en Bilbao. Francisco era un muchacho serio, callado, tranquilo y obediente. Jamás su ánimo sereno se turbaba por la cólera, el miedo o la alegría. Apenas demostraba su contento con leves sonrisas y suaves miradas. Cuando las faenas del hogar y del corral estaban terminadas, Francisco no iba junto a los otros adolescentes a la taberna o al lupanar, sino que se sentaba en el Puente Romano a la luz de la luna y veía discurrir las aguas. Sólo demostraba entusiasmo cuando iba a nadar con sus hermanos al río. Si le causó algún pesar el tener que alejarse de su familia, Francisco no lo manifestó y obedeció diligente a su madre. En la villa de Bilbao el mozo se convirtió en un hábil aprendiz de carpintero que cumplía con precisión las órdenes de su maestro. En los trozos de madera que sobraban de la construcción de los muebles, Francisco solía tallar imágenes de peces, crustáceos, ballenas y delfines. Maese Lope le dijo sonriendo una vez que si hubiese nacido en otro lugar quizá su futuro habría estado en la ebanística y no en la humilde carpintería. Francisco sonrió y le agradeció el cumplido a su maestro, pero agregó con humildad que a él le gustaría más ser marinero o pescador. En una ocasión, Maese Lope entró al cuarto de Francisco y encontró una extraña colección de esculturas en madera, que representaban imágenes monstruosas de criaturas marinas: peces con cuerpos diminutos y mandíbulas enormes, serpientes marinas con garras en las aletas, bestias que el carpintero sólo podía comparar con dragones, sapos bípedos con los cuerpos cubiertos de 117


espinas, cangrejos con rostros extrañamente humanos y un hombre alado de cuya cabeza salía una maraña de tentáculos retorcidos… Y entre todos ellos sobresalía la imagen de un ser batracio, giboso, pero erecto, con rostro triangular y garras membranosas en vez de manos. Las figuras parecían tan reales y tan vivas que Maese Lope sintió escalofríos. Estaba a punto de salir de la habitación cuando se topó con Francisco. Lo regañó por esas monstruosidades que había tallado. ¿Es que acaso quería que lo acusaran de brujería o algo así? Le preguntó con énfasis por la imagen del monstruo con cabeza triangular. Francisco sólo dijo que se trataba del Obispo. Maese Lope, pensando que el joven había hecho una caricatura del señor Obispo de Calahorra, se echó a reír, le dio al muchacho unas palmadas en la espalda y le dijo que tenía mucho talento porque en verdad esa cosa se parecía a su Eminencia. Pero luego le advirtió con severidad que no volviera hacer imágenes por el estilo, a menos que quisiera que la Inquisición cayera sobre él. Maese Lope echó las esculturas al fuego y Francisco obedeció su mandato. Al igual que en su natal Liérganes, Francisco era sereno, taciturno y solitario, y casi nunca se unía a los otros muchachos de su edad, excepto para ir de pesca o a nadar; entonces se volvía un mancebo alegre y vivaz, un excelente compañero de juegos. Era el mejor nadador y un pescador singular. Podía aguantar la respiración por muchos minutos y bucear en aguas profundas. Podía nadar contra la corriente y atrapar peces con las manos desnudas. La víspera del día de San Juan, Francisco y otros muchachos fueron a nadar a la Ría. Se desnudaron, dejaron sus ropas junto a la orilla y se lanzaron al agua. Nadaron desde el medio día hasta el atardecer, momento en que todos 118


salieron del agua, excepto Francisco, quien se quedó chapoteando. Sus compañeros lo urgieron a salir en vista de que ya estaba oscureciendo, pero él sólo les dirigió una sonrisa y se dejó llevar por la corriente hasta perderse de vista. Los muchachos no se preocuparon, sabían que Francisco era un excelente nadador. Pero cuando pasaron las horas, decidieron ir a buscarlo; quizá habría salido río abajo. Caminaron toda la noche hasta llegar a la desembocadura sin encontrar rastros del

muchacho. Pensaron

que

probablemente ya había regresado al pueblo y fueron a buscarlo allí, pero nadie lo había visto. Hicieron una búsqueda exhaustiva que duró toda la noche, examinaron la Ría, la villa y sus alrededores, pero no pudieron encontrar al mancebo y al final lo dieron por ahogado. Maese Lope fue el encargado de viajar Liérganes para informarle a la familia. María lloró desconsolada por su segundo hijo perdido. Dos años más tarde, en la víspera de la fiesta de Santa Juliana, a las afueras de Santillana del Mar, unos pastores encontraron a una muchacha tirada e inconsciente cerca de la entrada de una gruta. El vientre de la moza indicaba que ella estaba en los últimos días de su embarazo y los pastores decidieron llevarla al Convento de San Idelfonso. Cuando la muchacha recobró la consciencia, empezó a gritar y a convulsionarse. Las monjas dominicas supusieron que estaba poseída y mandaron por un sacerdote para que la exorcizara. El padre procedió con la sagrada liturgia para expulsar a los demonios Rociada con agua bendita y asediada con rezos en latín, la joven no hacía más que retorcerse y babear. Al final, se quedó quieta, como exhausta y murmuró una palabra que apenas pudo entender la monja que permanecía a su lado: Liérganes. Entonces, un chorro de líquido salió disparado de entre las 119


piernas de la moza. Las monjas y el sacerdote supusieron que estaba a punto de dar a luz y corrieron a prepararse para recibir al bebé. Pero de entre las piernas de la joven no salió ningún niño, sino una anguila y después una babosa, seguida de pulpos, calamares, medusas y demás criaturas viscosas que emergían no paridas, sino vomitadas por el infortunado cuerpo. El horror que sintieron las monjas fue tal que salieron huyendo de la habitación, dejando solo al exorcista. Cuando los seres del mar dejaron de salir, el sacerdote se atrevió a acercarse a la muchacha. Había muerto. La enterraron en el cementerio e incineraron a las criaturas, no sin que antes se hiciera un ritual para purificar todo el convento, en especial el cuarto en el que había estado la joven. Después mandaron a unos mensajeros hacia Liérganes, para obtener información. Nadie en el pueblo había escuchado de una muchacha con las señas dadas por los mensajeros y éstos tuvieron que regresar a Santillana en la misma oscuridad en la que habían partido. Nunca se aclaró el misterio. Tres años después de este incidente, unos pescadores de Bilbao se encontraban en la desembocadura de la Ría, cuando vieron a lo lejos una figura humana que los miraba. Pensando que se trataba de un nadador, lo saludaron, pero la criatura se sumergió y no volvió a salir. Al día siguiente, los pescadores lo encontraron de nuevo. El ser los observaba quieto y en silencio, apenas manteniendo la cabeza por encima de la superficie. Cuando los pescadores intentaron acercársele, desapareció bajo el agua. En una ocasión, uno de los pescadores le arrojó un trozo de pan y la criatura se acercó a éste, lo cogió con una mano, se lo llevó a la boca y luego se sumergió para no dejarse ver por el resto del día. Entonces, los pescadores decidieron tenderle una trampa; dejaron unos pedazos de pan flotando sobre el agua, y cuando la 120


criatura se acercó a comerlos, le arrojaron una red y la capturaron. El ser casi no se resistió. Cuando lo sacaron del agua, vieron que era un joven de unos veinte años, con el cuerpo lampiño, la piel amarillenta y el cabello rojizo muy pálido. Además, una línea de escamas le recorría el espinazo. El muchacho no hablaba y sólo emitía gemidos y gruñidos. Pensando que podría estar poseído, los pescadores lo llevaron al convento de San Francisco. Un exorcismo fue oficiado por don Domingo de la Cantolla, secretario del Santo Oficio. Durante el proceso, el joven se mantuvo acostado en una cama, quieto, silencioso y con la vista clavada en el techo. Al final, balbució una palabra: Liérganes. Don Domingo envió a fray Juan Rosendo de San Francisco a acompañar al joven hasta la aldea de Liérganes para obtener mayor información. El viaje transcurrió sin incidentes, y cuando llegaron a Liérganes y empezaron a hacer averiguaciones en el pueblo, un local sugirió que el joven podría tratarse de Francisco de la Vega, desaparecido cinco años atrás. Fray Juan llevó al mancebo a la casa de la viuda María, quien en seguida reconoció a su hijo perdido y se arrojó a sus brazos. El color de su cabello y el de su piel habían cambiado, pero sin duda era su hijo. Francisco no se inmutó. El joven volvió a vivir con su solitaria madre, pues los dos hermanos menores vivían en otros pueblos ejerciendo diferentes oficios. Era, como siempre había sido, un chico obediente y silencioso. Jamás hablaba; sólo sabía decir tres palabras: pan, vino y tabaco, pero las pronunciaba arbitrariamente, sin relación a los objetos. Andaba desnudo si no se le vestía y sólo salía de casa para asistir a misa si se le llevaba. Comía con abundancia sólo si se le ponían los alimentos enfrente y luego permanecía varios días sin probar bocado. 121


Una vez una muchacha se acercó con curiosidad a la casa De la Vega y Francisco se le tiró encima con evidentes intenciones de violarla. Fueron necesarios cinco hombres para sujetar al joven. Aquel suceso extrañó sobremanera a los lugareños, pues nunca antes, ni después, Francisco intentó atacar a una mujer. Los años pasaron con el ritmo de las mareas. En cierta ocasión llegó a Liérganes uno de los hijos menores de María, para visitar a su madre y hermano. Una mañana fue encontrado muerto en su cama, cubierto de agua salada, como si se hubiese ahogado en el mar y después devuelto a su lecho. No pasaron tres años antes de que el último hermano de Francisco sufriera su propia tragedia. Una noche desapareció del pueblo en que vivía y su cadáver fue hallado diez después, en Liérganes, en el fondo de un pozo que se creía seco desde hacía varios años. María se quebró y se deshizo, pero se consoló con la presencia de su único hijo. Los lugareños murmuraban inmisericordes sobre María y su familia, y evitaban todo contacto con ellos. Las casas cercanas a la De la Vega fueron abandonadas y María y Franciso se quedaron cada vez más aislados del mundo. Otros seis años pasaron. Llegó una furiosa tormenta que azotó toda la región. Durante dos días las nubes oscuras no permitieron ver el sol y el cielo se convirtió en una penumbra sin fin. Entonces, durante unas horas nocturnas de calma chicha, Francisco salió de su casa, desnudo, y se encaminó con dirección al río. María despertó sobresaltada, sin saber por qué, se asomó a la calle y, al ver a su hijo, corrió para detenerlo. En cuanto la mujer, ahora envejecida, alcanzó a Francisco, con la intención de hacerlo volver, un agudo dolor en el vientre la doblegó. María abrió la boca de par en par, como si le faltara el aire, y emitió sonidos guturales y entrecortados. De pronto vomitó 122


algo. Era un molusco vivo que se retorcía en agua salada sobre la hierba. María no tuvo tiempo de horrorizarse o sentir asco, pues otra vez el impulso de vomitar se apoderó de ella, y la hizo postrarse para expulsar de su boca más criaturas babosas, que no le dieron la oportunidad ni de respirar. Un lugareño observaba la escena a lo lejos, desde su ventana, sin atreverse a salir, cuando las náuseas, calambres y espasmos se apoderaron de él y también empezó a vomitar bestezuelas acuáticas. Su esposa, que dormía cerca de esa misma ventana, despertó por los dolores de estómago y, antes aún de recuperar consciencia, comenzó a vomitar y a vomitar… Esa noche, entre el aullido del viento y el tronar de los relámpagos, todos los hombres y mujeres del pueblo expulsaron viscosidades reptantes en una agonía indescriptible. Francisco, sereno, llegó hasta el río y se lanzó a sus negras aguas para jamás volver a ser visto.

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EL DIABLO EN JERSEY Nueva Jersey, Siglo XVIII Han pasado ya muchos años y se sigue hablando del Diablo de Jersey en los Yermos Pinares de esta colonia de Su Majestad. Todavía hay quien dice encontrarse con sus ojos de azufre en la oscuridad del bosque y quien lo culpa de la muerte de perros y ganado. Cuando desaparece un niño, en seguida se murmura la presencia del Diablo. Lo cierto es que en algunas noches nubladas y oscuras se escuchan extraños gritos en la espesura del impenetrable bosque. No soy un hombre supersticioso y en un principio no creí en la historia del espectro que supuestamente rondaba los despoblados y los caminos. Sin embargo, los años pasan y las evidencias se acumulan, mientras mis creencias, antes firmes, se sacuden con el peso de la edad y la amargura de la experiencia. Lo más importante es que el tiempo sigue transcurriendo y nada parece poner fin a ese horror que acecha entre las penumbras de los Yermos Pinares. Hablaré de lo que sé y dejaré a un lector futuro, de un siglo quizá menos inculto, tomar sus propias decisiones. Sé que estos bosques son antiguos y tienen mala fama desde antes de que llegara el hombre blanco a estas tierras. Los indios tiene desde hace siglos un nombre para este sitio, “Popuessing”, que significa “lugar del dragón”. Los exploradores suecos lo llamaban “Drake Kill”, o “arroyo del dragón”. Ignoro por qué desde tan antiguo se le conoce a estos lares con tales nombres, dado que la historia del Diablo de Jersey no comienza sino con los Leeds. Me consta que Japhet Leeds llegó a los Yermos Pinares desde un lugar que nunca mencionó. Muchos habitantes de estos inhóspitos sitios son prófugos de la ley, bandidos, mercenarios y miembros de religiones o grupos 124


políticos perseguidos, por lo que nadie pregunta por el pasado de nadie. Sin embargo, la llegada de Leed despertó curiosidad por su extraño aspecto y porque su único equipaje era un poco de ropa y un montón de libros. Nadie que yo conociera llegó a ver de cerca esos libros ni a averiguar su contenido, pero hubo quien murmuró que Leeds practicaba la brujería y que por eso venía huyendo de quién sabe dónde. Lo cierto es que Leeds fue un hombre honrado y tranquilo que en muchos años nunca dio motivo de quejas a sus vecinos. Se hizo de una cabaña derruida en el lindero del bosque, la reparó y vivió allí de la leña, la caza y algunos cultivos. El hombre prosperó alejado de los ebrios y los malandrines, por lo que se ganó la mano de Deborah Smith, hija de otro próspero granjero. Sé a ciencia cierta que Deborah dio a luz a doce hijos, lo que le ganó el apodo de Madre Leeds. Lo sé porque yo bauticé a los doce niños. El último parto fue difícil para la madre y me consta, como consta a la partera también, que ella dijo, entre el delirio causado por la fiebre, que si tenía un hijo más sería el demonio. Ignoramos sus palabras, pero siempre las tuve en mi memoria, en especial cuando Madre Leeds quedó encinta por decimotercera ocasión. Esta vez Japhet Leeds no permitió que nadie, sino la partera, estuviera presente durante el parto. Es por ello que no se sabe con seguridad qué ocurrió. Como la cabaña de Leeds estaba en el bosque, lejos de cualquier otra, apenas algunos alcanzaron a escuchar gritos de dolor, que interpretaron como los naturales gemidos de la madre dando a luz. Un grito, sin embargo, fue escuchado por muchos, un grito de horror seguido de un chillido que algunos describen como “innatural”. Los vecinos, con ánimos de ayudar o con simple curiosidad, llegaron cuan rápido pudieron a la granja de los Leeds, derribaron la puerta de la casa y se toparon con una escena por demás aterradora. Madre 125


Leeds yacía muerta en su cama con sangre chorreándole de entre las piernas, mientras que la partera estaba tirada en el suelo; su cuerpo había sido mutilado de forma indescriptible. No había señales de Japhet Leeds ni del recién nacido, pero un rastro de sangre llegaba hasta la chimenea e incluso subía por ella. Esto me consta, pues estuve allí. Esa misma noche, varios vecinos vieron algo que pasó volando junto al campanario de la iglesia, y algunos más dicen haber escuchado un chillido ultraterreno. Así empezó la historia del Diablo de Jersey. Los doce niños Leeds se mudaron con sus abuelos, la madre fue sepultada y en el pueblo no se supo más de Japhet. Cerca de un mes después comenzaron los avistamientos. De noche o de día, cazadores y viajeros decían haber visto a un monstruo en la espesura del bosque. Los testigos, hasta la fecha, no se ponen de acuerdo sobre la apariencia de este demonio. Todos dicen que tiene una cabeza alargada y gruesa, y un par de ojos rojos y brillantes en los que, dicen, asoman la maldad y la locura, además de un par de patas deformes que algunos describen como pezuñas y otros como zarpas de lagarto. En efecto, se han encontrado, y yo mismo he observado, huellas de cascos en lugares inaccesibles para hombres y animales. Por supuesto, un punto de acuerdo entre todos los testimonios es que el monstruo tiene alas y vuela. Luego iniciaron las muertes. Primero morían sólo animales chicos, gallinas, ovejas, perros… Después empezaron a encontrarse los cadáveres de vacas y caballos. Finalmente, niños y muchachas, y aún hombres adultos, comenzaron a desaparecer. Algunos cuerpos fueron hallados, siempre con mutilaciones espantosas. La gente se volvió temerosa; toda desaparición o muerte de persona o animal era atribuida al Diablo de Jersey. Yo creía, sin 126


embargo, que detrás de la mayoría de las muertes debían estar los lobos y los bandidos. Pero hubo algunas muertes, con rasgos tan grotescos, que no pude evitar estremecerme. Pero, de haber en realidad un emisario del maligno en estas tierras, ¿cuál es su intención? El demonio, siempre he pensado, no se le aparece al hombre para espantarlo, sino que busca tentar su alma hacia el pecado. La aparición de Satán o uno de sus sirvientes asustaría tanto a una comunidad que todos se volverían hacia la fe del Señor, como de hecho ha sucedido en los últimos años, en los que cada vez más feligreses asisten a mi parroquia. ¿Acaso quiere asustarnos? Es verdad, el Diablo de Jersey ha causado muchas muertes, pero no más, estoy seguro, que la violencia habitual de esta región tan apartada. Además esta criatura, si es real, sólo merodea por los bosques y los caminos, y rara vez se deja ver cerca de las aldeas. ¿Por qué entonces nos produce tanto miedo? Pues el miedo flota sobre nuestra población como la neblina y nunca nos deja libres de su influencia. Quizás lo que aquí sucede no tiene nada que ver con Dios o el demonio. Cinco años llevaba el Diablo de Jersey aterrorizando esta comunidad cuando los habitantes me pidieron que conjurara al demonio. No creo en exorcismos ni en ninguna de esas supersticiones papistas, y traté de explicárselo a mis feligreses, pero ellos no escucharon razones. Por tanto, efectué una misa especial. Los habitantes de los Yermos Pinares no tenían noción de cómo es un ritual de exorcismo, así que me limité a presidir una serie de rezos para tranquilizarlos. Esa misma noche, ocurrió algo terrible: la pequeña hija del granjero Jabediah Williams desapareció y se encontraron huellas de cascos cerca de su casa. Como en ocasiones anteriores, formé una partida de búsqueda para dar 127


con la niña, pero el fracaso de expediciones anteriores y el miedo que tenía la gente por el Diablo de Jersey provocó que muy pocos voluntarios se nos unieran. Sólo el granjero Williams, su hermano Jerome, algunos vecinos y yo nos adentramos en el bosque. Jamás podré olvidar esa noche. Había una luna llena bermeja y unas cuantas nubes negras que no alcanzaban a oscurecer la noche. Llevábamos antorchas y algunos de nosotros estaban armados con tridentes. Jebediah y Jerome Williams portaban sendos mosquetes. Nos separamos en grupos y parejas para registrar el área y así nos introdujimos en ese bosque antiguo y salvaje en el que la vegetación crece retorcida y con violencia. El hermano del granjero y yo seguimos el curso de un riachuelo hasta llegar al pie de una colina. Entonces lo vi. En la cima, recortado contra la luz de la luna estaba… esa cosa. Era grande como un hombre, pero su postura no erguida, sino inclinada hacia adelante. Tenía un par de grandes alas membranosas que salían de su espalda. Estaba parado sobre sus dos patas traseras, grandes y gruesas, y sus patas delanteras eran más pequeñas y terminaban en garras. Tenía una larga cola puntiaguda que se mecía y torcía como la de una víbora. Su cabeza era alargada y gruesa como la de un caballo y había algo espantosamente reptil en la criatura. Williams y yo nos quedamos atónitos y aterrados ante tal visión, pero yo logré controlar el miedo y le ordené a mi compañero que abriera fuego contra el monstruo. Williams apuntó, pero el disparo nunca sonó. El golpe de un hacha cayó sobre la cabeza de Williams, tumbó al desdichado y regó de rojo y marrón todo al alrededor. Un hombre apareció de entre las sombras y atacó a Wiliams con más y más golpes furiosos de hacha. Retrocedí espantado, pero no tuve fuerzas para salir huyendo; tropecé y caí de espaldas. Cuando el hombre terminó de mutilar el cadáver de Jerome 128


Williams, se volvió hacia mí, y con el resplandor de mi antorcha reconocí a Japhet Leeds. Estaba desnudo, con el pelo, las barbas y las uñas largas, cubierto de lodo, pero supe que era él y estuve seguro cuando me habló. -¿Quieres matar a mi hijo? Entonces alzó el hacha en el aire y yo ya estaba rezando mis oraciones cuando se escuchó el tronar de un mosquete. Leeds cayó al suelo, sin vida. Acto seguido, la cosa que estaba en la cima de la colina emitió un chillido aberrante, un sonido que nunca quiero escuchar otra vez en la vida, y emprendió el vuelo. Instantes después se me unieron Jebediah Williams, que había hecho el disparo contra Leeds, y sus compañeros. El buen granjero no tuvo oportunidad de llorar a su hermano muerto, porque yo sugerí que de inmediato subiéramos a la colina y así lo hicimos. Allí encontramos a la pequeña niña Williams, aún viva y por lo visto ilesa, y la llevamos a su casa. A la mañana siguiente volvimos a buscar los cadáveres de Jerome Williams y de Japhet Leeds; sólo el primero fue encontrado. La niña Williams por su parte, nunca volvió a ser la misma; nunca hablaba y le tenía pavor a los exteriores y a la noche. Murió antes de cumplir los diez años. Bien, eso es todo lo que sé, lo que puedo asegurar. Han pasado veinte años desde el nacimiento del último hijo de Madre Leeds y aunque tras la muerte de Japhet ha habido menos asesinatos y desapariciones, éstos todavía se presentan de vez en vez, así como aún aparecen animales muertos y mutilados. A veces llega algún forastero que nunca había oído la historia y cuenta en la taberna o en la posada que ha visto a un extraño monstruo en el camino. Muchos dicen que han abierto fuego contra la figura voladora y que

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no le han causado el mínimo daño. Nadie sabe cómo librarse de él y hay quien murmura que el monstruo secuestra mujeres para engendrar en ellas su prole. Nunca podré estar seguro de qué es el Diablo de Jersey, ni si es real, pero sé lo que vi, lo que presencié y lo que sentí, y que constantemente revivo en mis pesadillas. De algo estoy seguro, mucho después de que yo muera y de que muchas generaciones pasen a la historia, sea lo que sea que ronda por los Yermos Pinares, hombre, bestia, monstruo o demonio, este Diablo de Jersey seguirá sembrando el terror.

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HERE THERE BE MONSTERS Pacífico Sur, finales del Siglo XVIII Diario del doctor James Hopkins a bordo del HMS Australia

15 de abril Hoy inicia el viaje por el que he esperado mi vida entera. Parto a bordo del HMS Australia, bajo el comando del capitán Francis Moorcock, en busca de la legendaria Terra Australis Incognita, que ni el osado James Cook pudo encontrar. Viajo en esta sloop-of-war como cirujano de profesión y naturalista de afición. Estoy sumamente emocionado al pensar lo que tengo por delante: nuevas tierras llenas de especies desconocidas y pueblos salvajes aún sin documentar. No muchos hombres pueden ser los primeros en explorar regiones desconocidas de los misteriosos Mares del Sur.

5 de octubre Hemos llegado a las costas de Tahití, donde pasaremos unos días reabasteciendo nuestra nave. El capitán ha dado permiso a los marineros para que visiten las aldeas y se diviertan. Tahití es un paraíso terrenal de hermosas playas y sol vivificante. Los nativos que la habitan son gente noble y pacífica, de fácil trato para los europeos. Pero mucho ya se ha dicho de esta isla. La verdadera aventura se encuentra mucho más al sur.

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23 de octubre Esta mañana divisamos tierra. Por un momento el capitán pensó que se trataba de la Terra Australis, pero al aproximarnos más nos quedó claro que se trataba de una isla. No la hemos circunnavegado, pero no parece ser muy grande. La costa suroeste, que es la que tenemos frente a nosotros, debe medir unas cuarenta millas de cabo a rabo. Una pequeña y estrecha península sobresale del cuerpo de la isla y se interna en el mar por lo que calculo deben ser unas tres millas. Aclaro que éstos son cálculos hechos a simple vista y que podrían estar equivocados. Nos hemos estacionado frente a la isla a una distancia prudente, pues hemos visto, a través de los catalejos, que está habitada. El capitán Moorcock ha tenido experiencias desagradables con los salvajes de los Mares del Sur y no quiere arriesgar la tripulación. Tendré que conformarme con observar la isla desde lejos, lo cual no resulta fácil, ya que por la mañana y por la tarde una densa neblina la rodea. Sólo tenemos el cielo despejado durante las horas del medio día. La costa peninsular parece ser la única en la que un desembarco podría ser viable. Sus playas son suaves, de arena negra, de evidente origen volcánico, como debe serlo toda la isla. Varias formaciones rocosas de gran tamaño y con forma de picos emergen del agua alrededor del cuerpo principal de la isla, lo que haría difícil la navegación por esa zona. La isla, naturalmente, ha sido bautizada como Moorcock Island.

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24 de octubre He pasado el día observando la isla. Sin duda los nativos han notado nuestra presencia, porque están muy inquietos. Han tenido hogueras encendidas y han estado tocando sus tambores todo el día. He hecho un descubrimiento asombroso: los nativos viven entre las ruinas de lo que debió haber sido una ciudad gigantesca construida con piedra. La arquitectura asemeja en proporciones y formas a las del antiguo Egipto o de Babilonia, pero con un estilo muy particular. Entre los edificios se cuentan torres y caseríos, así como plataformas de lo que debieron haber sido monumentos colosales. Una enorme muralla de piedra separa la península del resto de la isla. ¿Qué pueblo habría sido capaz de construir tales maravillas en esta región incivilizada del mundo? El capitán es de la opinión de que los ancestros de los nativos fueron los arquitectos y que, tras largos años, su pueblo entró en decadencia, dando como resultado la partida de salvajes incivilizados que ahora pueblan Moorcock Island. Pero yo me resisto a creer que un pueblo capaz de construir maravillas ésas pudiera degenerar en una tribu salvaje y primitiva. Mis observaciones en cuanto a la naturaleza isla son las siguientes. Presenta una vegetación tropical exuberante y espesa, que forma una tupida selva detrás de la muralla de piedra. No he visto ninguna bestia terrestre en la península y los nativos no parecen poseer ningún tipo de animal domesticado, ni cosechas, aunque vi un campo de lo que parecen árboles frutales cerca de su aldea. Su alimentación parece basarse casi por completo en la pesca, pues los vemos dedicar largas horas del día a esta actividad. Por cierto, el agua aquí es límpida y transparente, lo que permite ver la gran variedad de peces que pueblan estos mares. Hay una notable abundancia de tiburones y mantarrayas, 133


y variedades de peces que en otras regiones son pequeños, aquí son dos o tres veces más grandes. También hay muchos pulpos, medusas, anémonas, cangrejos y otros invertebrados. Creo haber descubierto nuevas especies. En cuanto a la vida animal en la isla lo único que he visto y de lo que puedo dar noticia es de lo que me pareció un ave enorme sobrevolando las copas de los árboles selváticos. Pero luego de observar bien al animal, llegué a conclusión de que debía tratarse de un murciélago o, quizá, un reptil volador desconocido. Espero con ansiedad a que el capitán se resuelva a desembarcar para conocer mejor la naturaleza de este lugar ignoto.

25 de octubre Esta mañana tuvimos un fiero combate con los salvajes que habitan la isla. Fuimos atacados durante la noche por una flotilla compuesta de grandes canoas de guerra. Aprovecharon las nieblas para asaltarnos con flechas incendiarias. Sus números se contaban en cientos, pero no estaban preparados para enfrentarse a nuestras armas de fuego. Aquí debo reconocer la inteligencia y prudencia del capitán Moorcock, quien nos ordenó a todos estar alerta ante la violencia con la que los nativos percudían sus tambores. En verdad, el sonido de sus percusiones y gritos, evidentemente parte de un ritual de guerra, era tal como para horrorizar a un hombre civilizado. Acompañaban sus tambores con un grito rítmico y profundamente extraño que sonaba algo así como gong o hong. De cualquier forma, los nativos nos sorprendieron, pero no nos encontraron inermes ni indefensos. En cuando las primeras flechas cayeron sobre el HMS Australia, el capitán ordenó a todos preparar sus mosquetes y disparar los cañones. Así, 134


hundimos muchas canoas antes siquiera que alcanzaran la nave. Muchos salvajes, sin embargo, lograron abordar y ahí los marinos tuvieron que defenderse con bayoneta y espada. Pero el capitán había apostado hombres sobre el castillo de proa, listos para disparar sobre los nativos en cuando pusieran un pie sobre cubierta. Al mismo tiempo, ordenó levar anclas, levar velas y dirigir la nave lo más lejos posible de la isla, para así privar a los salvajes a bordo de la esperanza de recibir ayuda de su gente. Después de un largo combate logramos repeler a los atacantes. Yo me refugié en la cabina del capitán durante la escaramuza, pero él me relató que fue en extremo violenta; veintiún de nuestros murieron en la refriega. Estos salvajes son un pueblo en particular vicioso y maligno.

26 de octubre Nos hemos alejado de la isla y estamos fuera del alcance de los salvajes. Cualquier intento de desembarcar en Moorcock Island está por completo descartado. No obstante, he convencido al capitán de que circunnaveguemos la isla para observar lo más que se pueda de ella. Mientras tanto, me he dedicado a estudiar el cuerpo de uno de los salvajes que murieron en la batalla. Son una raza única en el mundo. Su piel lampiña es de un tono tan oscuro que casi parece negro. No había visto piel tan oscura ni en los nativos de África. Pero estos hombres no tienen rasgos africanoides. Son dolicocéfalos y tienen narices aguileñas, frentes amplias y labios delgados. Su complexión es delgada, pero muscular y su estatura es como la un europeo mediterráneo. Tienen cabellos negros rizados que arreglan en trenzas y ojos con un iris tan oscuro que se confunde con la pupila. La piel 135


de las palmas de sus manos, las plantas de sus pies y sus labios es apenas más clara que la del resto de su cuerpo. Sus uñas no son transparentes, sino de un color negro sólido. Sus dientes, lo más sorprendente de todo, son negros como ébano lustroso. El capitán, en una actitud por demás decepcionante, me ha impedido hacerle una disección para conocer sus órganos internos, alegando que sería una actitud poco cristiana. Pero he aprovechado la herida de bala que tiene en el pecho para “asomarme” al interior del salvaje. Extraje fragmentos de costillas y del esternón que rompió la bala. Los huesos de este salvaje son, lo aseguro, completamente negros.

27 de octubre Hemos anclado frente a la costa noreste de la isla, es decir, en el extremo opuesto al de la península que habitan los nativos. Entre nosotros y la isla se alzan picachos rocosos que hacen imposible desembarcar de este lado. Me limitaré entonces, a describir lo que he visto desde aquí. Moorcock Island están cubierta de una densa selva, con árboles inmensos. Hay algunas colinas, entre la que destaca una que se yergue hacia el centro de la isla. Es evidente que la antigua civilización que la pobló alguna vez se extendía por toda su geografía, pues he visto las ruinas de murallas y torres ciclópeas que se elevan sobre las copas de los árboles más altos. Me embarqué en una lancha para acercarme lo más posible a la isla, pero los marineros que me acompañaban no quisieron acercarse mucho a los picos rocosos, a pesar de que el mar estaba tranquilo. Pude ver, no obstante, que muchas rocas, pertenecientes a antiguos edificios, pueblan el fondo de las aguas poco profundas cercanas a Moorcok Island. 136


Ordené a un marino que bajara al fondo para obtener una estatuilla que sobresalía del fondo arenoso. El marino se sumergió y fue atacado por un pececillo desconocido, que resultó ser mortalmente venenoso. El pobre infeliz empezó a sufrir convulsiones en cuanto regresó a la lancha, y su cuerpo de hinchó y se cubrió de ronchas al instante. Murió antes de que lográramos regresar a la nave. Pero su muerte no fue en vano, logró recuperar la estatuilla. Está tallada en una piedra verde desconocida, de unas quince pulgadas de altura y cinco de ancho, y representa a lo que debió ser un dios zoomorfo que adoraba la antigua raza de Moorcock Island. El ídolo tiene forma de un batracio bípedo y jorobado, con garras en las manos y el dorso cubierto de espinas. Su cabeza tiene forma triangular, y su boca tiene labios gruesos que dejan entrever una hilera de dientecillos filosos. Nunca había visto un ídolo tan excepcional ni tan magistralmente detallado. Extrañas bestias vagan por esta isla. He vuelto a ver más ejemplares de esos animales voladores que describí con anterioridad. Ahora estoy seguro de que se trata de reptiles, parecidos (y perdóneseme la falta de rigor científico al decirlo) a dragones. También vimos otro animal prodigioso. Pasó nadando por debajo del HMS Australia y lo pudimos observar detenidamente a través de las aguas cristalinas de este mar austral. Era como un lagarto, más grande que una lancha, que nadaba atrapando peces y otros animales marinos con las fauces abiertas. No vimos de dónde surgió, pero nadó hasta la orilla y al llegar a ella ¡se paró sobre sus patas traseras!, tras lo cual se internó corriendo en la selva. ¿Es posible que los mitos de los dragones se basen en bestias como las que hemos visto? Los marineros ignorantes, desde luego, están asustados y quieren alejarse lo más pronto posible de esta isla. El capitán, de nuevo decepcionante, les ha prometido que mañana partiremos. 137


28 de octubre Ya ha quedado fuera de vista, para mi pesar, esa maravillosa isla y navegamos con dirección al sur en busca de la Terra Australis. Por fortuna, he podido hacerme con algunos raros especímenes de nuevas variedades de lepidópteros y coleópteros que volaron hasta el barco. De cualquier modo, espero poder regresar algún día a este extraño e inaudito lugar, con un ejército bien armado que pueda reducir a esos viciosos salvajes para así poder estudiar a gusto la naturaleza y arqueología tan particular de Moorcock Island. Sin embargo, estoy seguro de que maravillas aún más extrañas nos esperan al sur. Produce un entusiasmo indescriptible el aventurarse en regiones a las que ningún hombre civilizado ha llegado, estas zonas que los antiguos mapas de ignorantes cartógrafos marcaban con la leyenda Aquí habrá monstruos.

31 de octubre Escribo estas líneas con desesperación y desesperanza. Desde el día 29 y hasta hace apenas unas horas fuimos azotados por una terrible tormenta. Los mástiles han sido derribados por la furia del viento y del agua. Nunca había escuchado truenos tan absolutos ni había visto relámpagos tan cegadores. La mayor parte de la tripulación ha muerto, incluido el capitán, quien fue arrojado al mar por una ola. El HMS Australia está en pésimas condiciones y el agua se está filtrando. Estamos yendo a la deriva. Las brújulas enloquecieron y ya no funcionan, sino que las agujas giran frenéticas sin detenerse. Perdimos muchos víveres en la tempestad. Los supersticiosos marineros me odian y culpan por las desgracias. Me han obligado a deshacerme del extraño ídolo que encontré 138


en la isla. ¡Insensatos! No saben que el conocimiento vale más que unas tristes vidas humanas. El cielo amaneció rojo y sin nubes. El mar, tranquilo como una laguna, refleja el color del cielo. Los marinos dicen que estamos cerca de los confines del mundo. Su ignorancia y superstición me exasperan. Sin duda el fenómeno puede ser explicado por la latitud y el clima en los que nos encontramos.

1 de noviembre ¡Los prodigios nunca cesan! Desde la muerte del capitán, Gibson, el primer oficial, quedó al mando. Hace unos momentos estaba sobre cubierta dándonos instrucciones sobre el racionamiento de la comida cuando de pronto surgió del mar un tentáculo gigantesco, que lo atrapó y se lo llevó bajo al mar. El pobre hombre gritaba y pataleaba por su vida, pero no pudo hacer nada. ¿Será éste el fabuloso pulpo gigante del que hablan las leyendas? Los marineros, por supuesto, hablan de demonios, pero yo estoy seguro de que la criatura que se llevó a Gibson es pertenece al mundo natural, si bien es extraordinaria. No hay viento y el agua está tranquila. Vamos flotando lentamente a la deriva. Nos queda poco alimento, pero hay agua suficiente. El cielo y el mar siguen de color rojizo.

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2 de noviembre Al atardecer estábamos tratando de pescar cuando fuimos atacados un grupo de extrañas criaturas. Eran peces monstruosos, grandes como perros, con fauces desproporcionadamente grandes para sus cuerpos. Movían sus aletas como alas de insecto y como tales zumbaban. Volaron sobre el barco y se lanzaron sobre los marineros. Les arrancaban grandes trozos de carne y luego regresaban al mar. Mataron e hirieron a muchos. Los que pudimos nos refugiamos bajo cubierta, donde el agua nos llegaba hasta las rodillas. Ahí abajo, en la oscuridad, oímos cómo los monstruos zumbaban y gruñían y los miserables que se quedaron arriba daban horrorosos alaridos mientras los devoraban vivos. De pronto, el aullido de dolor de uno de nuestros hombres se unió a los alaridos de los que estaban sobre cubierta. Una cosa en el agua lo había mordido. Después de él otros fueron mordidos y en seguida empezaron a convulsionarse y a hincharse como globos. El resto de nosotros prefirió enfrentarse a las criaturas de arriba que a la bestia desconocida que nadaba por allí, y subimos. Decidimos refugiarnos en la cabina del capitán, pero en el camino dos hombres fueron alcanzados por los peces voladores. Será mejor quedarnos en la cabina mientras podamos. Los marineros aseguran que ya no estamos en el mundo y que después de esa tormenta hemos pasado al Infierno.

3 de noviembre ¡El horror! ¡El horror indescriptible! Anoche nos atrevimos a salir de la cabina para verificar nuestra posición, pero en el cielo negro rojizo no brillaban estrellas. Fue cuando esas cosas subieron al barco. Hombres 140


monstruosos con escamas de pez, manos palmeadas y garras en los dedos abordaron el HMS Australia. Junto a ellos iban unas monstruosas criaturas diminutas, como mantarrayas bípedas que avanzaban dando saltos como ranas. Atacaron a los hombres, pero no me quedé a ver qué sucedía. Me encerré en la cabina del capitán y monté una barricada frente la puerta. ¡Los alaridos de dolor y espanto que emitieron esos pobres hombres…! Lo más espantoso de todo fue cuando vi, entre todos esos monstruos, una figura enfermizamente familiar: ¡se trataba del ser representado en el ídolo que encontramos en Moorcock Island! Estuve toda la noche pertrechado en la cabina, con el mosquete apuntando hacia la puerta, esperando que en cualquier momento entraran los monstruos a enfrentarse conmigo. He rezado por primera vez en años. Ahora es de día, y creo que las bestias marinas han abandonado la nave. Dios, quisiera llegar a tierra.

5 de noviembre Ironía del destino, el viento me ha traído de nuevo a Moorcock Island… Ese nombre es absurdo: no podemos llegar y ponerle nombres a cosas que existían mucho antes de nosotros. La isla no tiene nombre… Divago. El barco encalló en un banco de arena cercano a la península que habitan los salvajes. Me decidí a salir de la cabina hace unos minutos y observé la costa. El cielo y el mar seguían rojos y los nativos encendieron hogueras y empezaron a tocar sus infernales tambores. Y de entre las ruinas más allá de la selva, provenían luces, que no parecían estar generadas por fuego… De pronto escuché un ruido detrás de mí y vi que dos lagartos marinos, como los que anteriormente 141


había visto, estaban trepando por la borda con la clara intención de abordar la nave. Aterrado, corrí a refugiarme en la cabina. Uno de los lagartos me persiguió, pero logré escabullirme por la puerta antes de que me alcanzara. Aquí he estado desde entonces. Ya es de noche y la música demencial de los aborígenes ha alcanzado niveles orgiásticos. Lo peor es ese abominable grito, hong o gong... No cabe duda, los salvajes se acercan en sus canoas, pues el ruido de los tambores se oye más próximo. Tong… bong… ¿Qué es lo que dicen? Venderé cara la vida; no les será fácil capturarme… Dios, ese rugido… ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que están invocando esos salvajes? Ahí estuvo de nuevo… Proviene de la isla, pero se oye tan claro como si estuviera aquí cerca. Los nativos lo festejan… Debe ser una criatura inmensa. Es indescriptible. Ese rugido… lo captan mis oídos… pero lo percibe mejor mi mente… ¿Estoy enloqueciendo? Dios mío… Me está hablando… Muerte… él es la muerte… La destrucción… el fin… No… No puedo pensar… Pues llegará el día en que los monstruos caminen sobre la Tierra y las ciudades del hombre perezcan bajo sus pasos… No sé lo que escribo… No puedo pensar… Mi mente ya no es mía… Kong Kong Kong

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Volumen IV La Edad de la Raz贸n

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EL SARCÓFAGO París, principios del siglo XIX El sarcófago había sido encontrado por el equipo científico que acompañó a Napoleón en su expedición militar a Egipto y fue llevado a París cuando las tropas francesas se vieron obligadas a retirarse. Costó un enorme esfuerzo para su descubridor, el orientalista Jean de Toussaint, llevarlo a Francia después de la derrota en Egipto, sobre todo cuando los británicos reclamaban como propiedad de la Corona todos los descubrimientos franceses en este país. De cualquier modo, el sarcófago llegó a París y fue alojado en el Musée du Louvre. Toussaint, sin embargo, murió a las pocas semanas, víctima de unas fiebres contraídas en África y el sarcófago se quedó embodegado por varios años, sin que nadie le prestara atención. Jacques Cartier, un joven arqueólogo, aprendiz no muy brillante de Silvestre de Sacy, redescubrió el sarcófago por casualidad cuando hacía inventario en las bodegas del entonces rebautizado Musée Napoléon. Cartier mantuvo su descubrimiento en secreto y sólo se lo reveló a un amigo suyo, de nombre Philippe de Passant, un joven revoltoso y en absoluto carente de toda seriedad. Cartier, deseoso de impresionar a su amigo, lo invitó una noche a develar los secretos del recién descubierto sarcófago. Se reunieron en el museo muy tarde en la noche, cuando ya casi nadie quedaba en él. Con la autoridad que le daba conocer al director Vivant, Cartier entró sin dificultades acompañado de su amigo, para después dirigirse a la cámara en la que guardaba su tesoro. Allí, con mucha ceremonia y pompa, ante la expresión divertida de Passant, Cartier abrió el sarcófago.

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Dentro estaba una momia casi deshecha. Jirones de tela y carne seca colgaban de sus miembros, retorcidos de forma tal que daba testimonio de inefable agonía. Espantado por esta visión, Cartier se echó para atrás ahogando un grito. Passant, en cambio, se rió de la reacción de su amigo. La parecía singularmente cómico que un hombre como Cartier, acostumbrado a tratar con momias, se horrorizase ante la visión de este triste cadáver. -Parecería que se retorció en su encierro.- observó Cartier –Como si lo hubiesen enterrado vivo. Passant se acercó a la momia hasta casi tocarla con la nariz. Luego se volvió hacia Cartier le dijo, riendo: -¿Enterrado vivo? Es como si tu amiguito aún estuviera con vida… En ese momento, los músculos resecos de la momia se tensaron y ésta se sacudió de pies a cabeza con un ligero espasmo. Passant no pudo evitar emitir un chillido y dio un salto hacia atrás. Él y Cartier se quedaron por largos segundos mirando de fijo a la momia inmóvil. De pronto Passant se echó a reír. -¡Vaya susto! Este amigo tuyo es en verdad divertido. ¿Qué crees que haya causado esos espasmos? -No lo sé.- respondió Cartier, aún sobresaltado –Quizá fue debido a la acción del oxígeno en su carne deshidratada… Passant se acercó de nuevo a la momia y le dijo -¿Qué pasa, amiguito? ¿El aire está muy frío para ti…? 145


Con un silbido, el cadáver se arrojó veloz sobre Passant y lo sujetó del cuello con sus manos secas y quebradizas. La momia abrió una boca llena de dientes amarillentos y deformes y le dio una gran mordida al joven en la coronilla. Passant gritó y suplicó ayuda de su amigo, pero éste se quedó inmóvil viendo cómo todo sucedía. Por más que su víctima forcejeaba, la momia no la dejaba escapar y seguía infligiéndole mordidas por todas partes, hasta que una de ellas desgarró la garganta de Passant y éste cayó desangrándose al suelo. Ante la mirada atónita de Cartier, la momia procedió a devorar a su víctima. Sería imposible decir cuánto tiempo pasó Cartier observando a la momia arrancar grandes trozos de carne del cuerpo de Passant y llevárselos a la boca. Por minutos delirantes escuchó el desgarre de los tejidos de su joven amigo y el masticar del cadáver momificado que se deleitaba con ellos. De pronto, la momia se detuvo y se incorporó; miró a su alrededor como quien despierta de un largo sueño. Entonces dijo algo en su antigua lengua egipcia, que Cartier no comprendió, y salió caminando de la cámara, sólo para caer convertida en polvo cuando apenas había dado unos pasos. A la mañana siguiente, los trabajadores del museo encontraron un sarcófago vacío, un cadáver parcialmente devorado, un montón de polvo y vendajes desgarrados, y al joven Jacques Cartier, acurrucado en un rincón carcajeándose y repitiendo una misma frase sin sentido: -Atón está muriendo… Atón está muriendo… ¡Y Arlhotep se fue a dar un paseo!

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SPRINGHEELED JACK Londres, década de 1830 Noche prematura. Niebla espesa. Silenciosos relámpagos. Truenos lejanos. En las afueras de la ciudad. El mayordomo tomó la capa y el sombrero de míster Peabody y lo condujo al salón de fumar donde ya lo esperaban otros ilustres personajes. -Buenas noches. Les ruego disculpen mi retraso.- Peabody había llegado siete minutos tarde. En el salón de fumar estaban sentados en sendos poltrones Lord Pennyworth, el noble joven y romántico; míster Waterstone, el comerciante que había viajado por todo el mundo, y el doctor Van Hausen, que se calificaba a sí mismo como librepensador. -Adelante, Peabody.- dijo Pennyworth –Sir Richard aún no se presenta. Afuera de la mansión de sir Richard Ferguson una tormenta azotaba los caminos que bajaban hacia Londres. La oscuridad del cielo sólo era interrumpida por eventuales relámpagos. -Los espíritus están inquietos.- dijo Pennyworth con una lánguida sonrisa. –Siempre lo están en estas noches de tormenta. Waterstone asintió con la cabeza y Van Hausen bufó con fastidio. Peabody se sentó en un sillón y pidió una taza de té al mayordomo. Unos segundos más tarde se apareció sir Richard en el umbral del salón.

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-Buenas noches, caballeros. Les ruego que disculpen mi tardanza.- pero sus invitados sabían que al excéntrico caballero le gustaba hacerse esperar y amaba la teatralidad. -¿Cuál será el tema de nuestra tertulia, sir Richard?- preguntó el médico. -Me alegra que pregunte, doctor.- dijo el aludido tomando asiento en un cómodo sillón -El nuestra tertulia versará en torno a una serie de sucesos que han estado perturbando las nebulosas calles de nuestra ciudad por los últimos meses. Un fenómeno que combina el misterio con el terror y que quizá no esté exento de implicaciones políticas. Me refiero al fenómeno de Springheeled Jack. ¿Realidad o fantasía? ¿Natural o sobrenatural? ¿Qué opinan ustedes, queridos amigos? -¡Bah!- exclamó Van Hausen –¿Qué hay que decir? No se trata nada más que de un caso de locura masiva. Todas esas “apariciones” y “ataques” no son más que las ilusiones de mentes vulgares y confundidas. -Yo no estaría tan seguro, mi querido doctor.- dijo lord Pennyworth – Una o dos personas pueden alucinar. ¿Pero tantas y en tantos lugares? No lo creo. -Quiero hacer hincapié en lo que usted mencionaba, sir Richard, en cuanto a las implicaciones políticas.- mencionó Peabody –En verdad creo que las hay. -En lo personal,- acotó Waterstone –He visto muchos sucesos raros en mi vida, y creo que sería ingenuo descartar de antemano cualquier posibilidad. -¡Oh, por favor!- espetó el médico.

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-Caballeros, veo que todos se apresuran a opinar. Pero ¿conocen de verdad todo lo que hay que saber referente al fenómeno de Springheeled Jack? -Admito que no.- dijo Van Hausen –No suelo ocuparme en averiguaciones de este tipo. -Debo decir que yo sólo he escuchado rumores muy difusos. No tengo noticia de todos y cada uno de los… avistamientos.- confesó Peabody. -Yo no presto atención a lo que dicen los diarios.- dijo Pennyworth con orgullo –Prefiero escuchar las historias que cuenta la gente humilde, cuyas ideas no han sido contaminadas por los dogmas del racionalismo. -En lo particular,- dijo el comerciante -he tratado de mantenerme ignorante en lo posible de este asunto. En la India atestigüé algunas cosas horrorosas y no quiero que este tipo de preocupaciones me acosen en mi querida Inglaterra. -Muy bien, caballeros.- dijo sir Richard tomando una copa de brandy que le sirvió el mayordomo –Me tomaré entonces la libertad de informarles puntualmente acerca de todo lo concerniente al caso de Springheeled Jack. – sir Richard se colocó sus espejuelos, abrió frente a sí un cuaderno de notas y comenzó a narrar, echando ocasionales vistazos a las páginas manuscritas… *** La primera noticia que tengo sobre Springheeled Jack la encontré entre los diarios de mediados del año pasado. Una nota reporta sobre un hombre de negocios que caminaba por la calle casi a media noche, cuando vio una sombra atravesar la avenida a gran velocidad para luego dar un salto imposible sobre la barda de un cementerio y perderse en la oscuridad. A este reporte 149


siguen otros similares. En todos ellos, pobladores de Londres de todas las clases sociales y edades declaran haber visto una figura correr a gran velocidad y dar saltos imposibles para una criatura humana. Guardo en mi hemeroteca privada un testimonio especial que quiero compartir con ustedes. En él se dice que el reverendo Emil Shepherd estaba de rodillas orando en su habitación cuando sintió un extraño escalofrío. Levantó la mirada hacia la ventana y distinguió, de pie sobre el tejado de la casa vecina, una silueta humana recortada contra la luz de la luna llena. El reverendo se puso de pie y caminó hasta la ventana, extrañado por la presencia de una persona en un sitio tan peligroso. Abrió la ventana y se asomó para llamar a aquel hombre, ¿un deshollinador o un albañil, quizás? Pero en cuanto el reverendo pronunció las primeras palabras, el ser en el tejado se volvió y corrió hacia él a toda velocidad emitiendo un chillido que el religioso calificó de “infernal”. Shepherd, espantado, se metió en la habitación y con rapidez cerró la ventana. La criatura chocó contra el vidrio y luego dio un salto impresionante. El reverendo escuchó los pasos del ser corriendo sobre el tejado de su propia habitación hasta que no se oyó más. Quizá la criatura dio otro salto y siguió sus correrías por los tejados, ¿quién lo sabe? Lo importante es que cuando la cosa se impactó contra el vidrio, el reverendo pudo verlo por un segundo: describe que toda su cara, de tamaño humano, estaba ocupada por una boca inmensa y monstruosa, llena de dientes torcidos y aserrados. El resto de su cuerpo, dijo Shepherd, parecía ser humano. Reproduzco esta descripción porque es única y significativa. No hay ninguna otra descripción de Springheeled Jack que suene siquiera similar. Por favor, querido doctor, no me interrumpa, ya podrá usted dar su punto de vista escéptico sobre el caso. Como decía, ya para entonces se le había dado aquel 150


epíteto a nuestro fantasmal personaje. El origen del mote, proviene, como sabréis de la sugerencia que hizo algún periodista de que Jack podría tratarse de un simple mortal que se las ingenió para montar resortes en los tacones de sus botas, lo cual explica su antinatural capacidad para dar saltos. Entiendo que usted es de esta opinión, míster Peabody, pero muchos testimonios contradicen tal teoría. De cualquier forma, hasta antes de octubre del año pasado, sólo había habido avistamientos de Springheeled Jack, nunca ataques. Eso cambió el día 31 del citado mes. Una jovencita de nombre Mary Stevens, iba en dirección a la casa en la que trabajaba como sirvienta, después de visitar a sus padres. Según dijo la muchacha, estaba caminando por la calle cuando escuchó una serie carcajadas enloquecidas cuyo origen no pudo dilucidar. Miss Stevens aceleró el paso, pero una figura saltó desde la oscuridad de un callejón y la sujetó con manos poderosas y frías como tenazas de metal. Miss Stevens describe a su atacante como un hombre alto, anormalmente pálido, envuelto en una capa negra y raída, con un sombrero de copa sobre su oblonga cabeza y cuyos ojos brillaban de color rojo. El hombre se reía como un degenerado y sujetaba a la chica con fuerza; entonces procedió a arrancarle la ropa con sus garras mientras le besaba y mordía la cara. Los gritos de Miss Stevens terminaron por atraer a un grupo de hombres, ante la vista de los cuales, el atacante dio un salto y desapareció. De inmediato los vecinos del lugar se organizaron en una partida de búsqueda y registraron cada callejón de las cercanías con la intención de darle caza al misterioso agresor, pero no pudieron encontrar nada. A la media noche siguiente, en las cercanías de la casa donde trabajaba miss Stevens, un cochero circulaba por la calle cuando vio que una figura aterrizó, quién sabe desde dónde, en medio del camino. El caballo se asustó 151


tanto que el cochero perdió el control y el carruaje se volcó, patinó y fue a estrellarse contra una barda. La figura dio otro salto y desapareció de la escena, dejando al caballo muerto por desangramiento y al cochero gravemente herido. Éste dice que jamás olvidará las carcajadas demoniacas del ser que se le atravesó. Ahora, ustedes recordarán la asamblea popular a la que convocó nuestro Alcalde, sir John Cowan, en enero de este año. Pues bien, en esta sesión se dio a conocer que un ciudadano anónimo había escrito una carta al Alcalde denunciando a un bromista desconocido. La carta del ciudadano anónimo reporta que dicho “bromista” se le había aparecido a sus víctimas usando tres disfraces distintos: el de un fantasma, el de un demonio, y el de… ¡un oso! De sus dos primeros disfraces, dice que los ha usado para asustar a señoritas de tal forma que dos de ellas perdieron por completo la razón. Sobre el tercer disfraz del bromista, cuenta de un jardinero que podaba el césped de su amo al anochecer cuando de pronto fue atacado por un oso negro que había salido de la nada. El jardinero huyó y se escondió dentro de la casa. Más tarde, acompañado por otros sirvientes, registró el lugar y no encontraron rastro del oso. Ahora bien, comprendo que uno pueda disfrazarse a la perfección de diablo o de espectro; lo hemos visto en el teatro. Y que una aparición repentina y bien planificada podría espantar al más valiente de los hombres, no digamos ya a señoritas nerviosas. Pero ¿qué disfraz de oso puede ser tan excelente que logre engañar y asustar a un hombre adulto? Todo es muy extraño y sin embargo, no encuentro aquí relación directa con Springheeled Jack. Oh, por favor, señor Peabody, le ruego me permita terminar de hablar antes de expresar sus opiniones. 152


También en enero de este año, un deshollinador dijo haber visto… algo. Se encontraba dicho trabajador en el tejado de una casa cuando vio a un ser acuclillado en una chimenea lejana. La criatura estaba cubierta de la cabeza hasta las rodillas con manto negro que cuidaba de mantener cerrado con una de sus manos. Pero las piernas desnudas de la criatura eran velludas y tenían una forma de lo más extraña: las rodillas eran gruesas y estaban ligeramente dobladas, y los tobillos eran anormalmente largos. El deshollinador, que había sido marinero y estado en Australia, comparó las patas del ser con las de un canguro. La criatura se volvió hacia el buen hombre y profirió una carcajada espantosa. El susto hizo que el deshollinador cayera del tejado hasta un balcón que por suerte sólo estaba unos pies más abajo. Tirado de espaldas, el testigo pudo ver que la criatura pasaba por encima de él dando salto y que se perdía en la oscuridad de un callejón aledaño. El fenómeno toma tintes más extraños con lo que sucedió el siguiente mes. La noche del diecinueve de febrero, la joven Jane Alsop se encontraba en la casa paterna cuando escuchó un silbato de policía seguido de una voz varonil que clamó “¡Ayuda! ¡He atrapado a Springheeled Jack y necesito ayuda!”. Miss Alsop abrió la puerta de la casa y enseguida una silueta oscura cayó sobre ella. Se trataba de un hombre con la cara pálida y la expresión tiesa e inexpresiva, vestido con ropa delgada y ajustada, que miss Alsop describió como “aceitosa”. Sus manos estaban enguantadas, pero en los dedos estaban colocados conos filosos de metal, a manera de dedales, que el atacante usó como garras para abrir la ropa de la joven. Los gritos de miss Alsop atrajeron a sus familiares, ante los cuales huyó el misterioso agresor dando saltos imposibles y profiriendo carcajadas diabólicas.

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Otros reportes aseguran que Springheeled Jack no parecía un ser humano, ni nada parecido, sino que lo describen como una sombra encapuchada, apenas con sustancia material, que salta por los callejones y las azoteas chillando de forma sobrenatural. Tengo el testimonio de un marinero quien, junto con su camarada, escuchó el chillido y vio a la criatura columpiándose de cornisa a cornisa. El marinero asegura que su camarada perdió la razón después de escuchar el chillido. Pero la mayoría describe a Springheeled Jack como un hombre, con un aspecto caballeresco incluso, y hay quien afirma que el ser se comunica en perfecto inglés. Algunos testigos aseguran que Jack tiene patas de macho cabrío. Sumados a estos testimonios hay varios reportes de gente que ha visto osos negros, panteras y caballos negros con los ojos flameantes corriendo a gran velocidad por la calles del centro de Londres a media noche, aunque no estoy seguro de cómo o si estas historias se relacionan con Springheeled Jack. Éstos son los principales testimonios y si nos quedáramos sólo con ellos pensaríamos que podría tratarse de un bromista, muy pesado pero inofensivo, cuya única intención es causar pánico. Los reportes que les presenté hablan de gente que vio a este… diablo, o como quieran llamarle. Es decir, son relatos de gente que ha sobrevivido a los encuentros con Springheeled Jack. Pero me pregunté ¿y si alguien se ha topado con este demonio y no ha vivido para contarlo? Entonces empecé a investigar. A lo largo y ancho de Londres ha habido una serie de homicidios extraños en los que nadie parece haber reparado. Cuerpos decapitados de por lo menos dos hombres han sido hallados flotando en el Támesis. Nueve jovencitas fueron encontradas horriblemente violadas y sus cadáveres muestran las huellas de cuchillos… o garras. Una señorita cuya identidad no 154


ha podido ser averiguada fue encontrada con vida y desnuda ante una iglesia. La joven presentaba indescriptibles heridas y, según un examen médico, había sido brutalmente violada. La señorita no pudo dar testimonio porque había perdido la razón y no hablaba. Dos niños pequeños de un orfanato amanecieron muertos sin que se supiera que estaban enfermos. Ambos tenían marcas en el cuello como si los hubieran sujetado con fuerza, pero esa presión no parecía haber sido suficiente para haberlos estrangulado. Es como si su atacante sólo los hubiera sostenido del cuello mientras les hacía… algo más. Otros niños han sido encontrados en condiciones similares en toda la ciudad. Siempre se trata de niños varones en perfecto estado de salud que amanecen muertos sin señal de quién o qué les hizo daño, más que unas marcas leves en el cuello. Como estos niños, al igual que las señoritas violadas y asesinadas, pertenecían a las clases bajas, no se han hecho averiguaciones al respecto. Por cierto, estas muertes ocurrieron en zonas en las que Springheeled Jack había sido visto en días anteriores o posteriores. Pero parece que soy el único que ha hecho la conexión. Caballeros, les dejo las evidencias, los relatos, las historias. Somos hombres educados y creo que podremos, con el uso de nuestra capacidad de raciocinio, encontrar la explicación de este extraño fenómeno que aterroriza a nuestra ciudad. *** Sir Richard calló y por unos instantes los únicos sonidos que se escucharon en el salón fueron el aullar del viento y el repiqueteo de la lluvia. -No es bueno hablar de cosas macabras.- dijo míster Waterstone – Hablar de ellas las despierta y las atrae. 155


-Tiene usted razón.- añadió Lord Pennyworth –Es bien sabido que hablar de fantasmas o leer sobre ellos en las situaciones propicias puede provocar que se le aparezcan a uno. Existe un castillo en Irlanda que… bueno, ya les contaré en otra ocasión. Volvamos al tema de Springheeled Jack. ¿Qué opina usted, mi querido doctor? Van Hausen tenía el seño fruncido y la expresión fatigada –Todo este asunto no es más que un caso de alucinaciones en masa; locura colectiva, eso es todo. Ocurre un suceso extraño y de inmediato la imaginación le da interpretaciones irracionales. Después, todo suceso mal entendido es visto a través del cristal del mito que el primer suceso generó. Usted mismo, sir Richard, reconoce que en este caso hay una multitud de sucesos tan disímbolos que no se entiende cómo podrían estar relacionados, además de las tan diferentes y disparatadas descripciones que se han hecho de Springheeled Jack. ¿Cuál de todas es la correcta? ¿Cuál es la relación entre tantos extraños sucesos? La respuesta a ambas preguntas es: ¡ninguna! Es la imaginación de la gente la que trata de relacionar todo lo que capta con sus propias supersticiones, en este caso, el demonio saltarín. -¿Y cómo explica usted los asesinatos?- preguntó sir Richard. -Es simple. Londres está lleno de criminales. Asesinatos y violaciones se cometen todos los días. Como la gente ignorante tiene en la cabeza que el tal Springfield Jack merodea las calles, enseguida piensa que cualquier suceso tiene que ver con él. -Ése es el punto de vista escéptico. ¿Usted qué opina, Peabody? -Bueno, yo no subestimaría tanto a los londinenses como el buen doctor. No creo que tantas personas hayan alucinado más o menos el mismo asunto. 156


En lo personal pienso que este Springheeled Jack es una persona de carne y hueso, un bromista con algo de experiencia de trucos teatrales. Mis sospechas se dirigen hacia el Marqués de Waterford, amigo suyo, Lord Pennyworth, según tengo entendido. -Lo he tratado, sí, pero lo considero un tipo grosero y vulgar. No es mi amigo. -En efecto, el Marqués ha tenido problemas antes por sus actos descarriados de vandalismo, borrachería y bromas muy pesadas, y es bien sabido que ha intentado forzar a dos damas de la sociedad a sostener relaciones licenciosas con él. También he escuchado rumores de que ha llegado a violar a jovencitas que se ponen a su servicio y que a partir de hace dos años escoge a las sirvientas de sus palacios entre lo más bajos lupanares de Dublín. Creo que el Marqués de Waterford es quien, disfrazado como Springheeled Jack, se ha divertido aterrorizando a los londinenses y atacando a las señoritas. -¿Y cómo explica usted los asesinatos?- inquirió Lord Pennyworth –El Marqués es sin duda un individuo depravado, pero no lo creo capaz de cometer esos brutales crímenes que se le atribuyen a Springheeled Jack. -Yo tampoco.- aceptó míster Peabody –En este punto concuerdo con el doctor. Unos asesinatos han ocurrido, como ocurren siempre, quizá con más intensidad, y da la casualidad que se dieron en la misma época en la que el bromista hacía de las suyas. La gente, asustada y supersticiosa, relaciona una cosa con la otra, aunque no estén conectadas de forma alguna. Lord Pennyworth dio entonces su parecer –Las explicaciones del doctor y de míster Peabody son intrigantes. Sin embargo, yo tengo la firme creencia 157


de que este fenómeno no se puede explicar con razonamientos fríos y estáticos. Creo que en el caso del llamado Springheeled Jack nos enfrentamos a un ser de otras esferas… ¡No se ría, mi buen doctor! Pienso que seres semihumanos provenientes de otros planetas podrían tener las características que se le atribuyen a Jack: ojos brillantes, piel pálida, dedos como garras. Su capacidad innatural para dar saltos impresionantes podría ser el resultado del efecto que la poca gravedad de la tierra tiene sobre él. Y en cuanto a los asesinatos, es posible que esta criatura sea antropófaga o que se alimente de la energía vital de sus víctimas, como hizo con esos niños.- después, milord añadió con una sonrisa de satisfacción -¿Qué les parece? Original, ¿no? -¡Todos están equivocados!- exclamó de pronto míster Waterstone para sorpresa de sus contertulios, pero de inmediato, más tranquilo, se disculpó. – Por favor, dispénsenme. Me he dejado llevar. Pero en verdad creo que ustedes no ven más allá. Yo he viajado por África y la India y en mis años mozos serví en el ejército de Su Majestad en América. He visto alrededor del mundo cosas muy extrañas. ¡Ritos demoniacos perpetrados por tribus perdidas, ruinas de ciudades tan antiguas que no deberían existir, libros con saberes prohibidos que enloquecerían al más cuerdo de los hombres con sólo leerlos! Este Springheeled Jack pertenece a esta clase fenómenos sobrenaturales y espantosos. Su naturaleza es desconocida y la cantidad de datos tan contradictorios sobre él es un claro indicio de que no podemos comprenderla. Cada quien lo ve como su limitado cerebro puede entenderlo… -Por favor, míster Waterstone.- intervino Van Hausen -¡Eso es ridículo! -No. Les parece ridículo porque son hijos de la Ilustración, porque no han constatado que en lugares a los que no llega la razón suceden cosas

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monstruosas. Oh, si hubiesen visto lo que yo he visto. ¡Lo que no desearía volver a ver…! -Por favor, amigo Waterstone, contrólese.- exigió sir Richard con firmeza. -Oh.- suspiró Waterstone mientras se limpiaba el sudor de la frente –Les ruego indulgencia. Pero deben entender… No, lo mejor no será hablar más de esta cuestión. *** En efecto, no se habló más del asunto por esa noche. Los caballeros discutieron, distraídos y sin interés, otros temas y tópicos. Pasada la media noche, la tormenta dio lugar a un denso mar de niebla y un potente frío se apoderó del salón. Llegó el momento en que los contertulios de sir Richard comenzaron a despedirse y uno tras otro abandonaron la mansión. Míster Peabody fue el último en despedirse. -Ha sido una velada placentera, sir Richard, como siempre. -Hasta luego, mi buen amigo, descanse. Ligeramente adormilado, Peabody observaba el camino a través de la ventana de su carruaje. Un bostezo le hizo casi cerrar los ojos, justo en el momento en que creyó ver algo allí afuera. Peabody aguzó la vista y se concentró en las tinieblas. Algo cayó de pronto a unas yardas frente a su ventana, causándole un sobresalto, y de forma igualmente repentina remontó las alturas. Peabody creyó escuchar que a lo lejos alguien o algo se reía…

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SAMHAIN Nueva Inglaterra, década de 1880 Tienes miedo. Estás aterrado. No puedes respirar. Huyes a toda la velocidad que permite tu cuerpo infantil. Pero no es suficiente; las piernas te pesan y tus lentas zancadas no cubren la distancia que deberían con la rapidez que necesitas. El maíz devora todas las dimensiones; no puedes ver más allá de los altos tallos y las mazorcas; estás casi ciego de verde y sepia. Sientes la cosa que te persigue detrás de ti, puedes percibir su aliento fétido sobre tu hombro. No quieres volverte para ver. Todo está tan oscuro. No sabes hacia dónde correr. Los tallos de maíz de súbito se transforman en llamas ardientes. Estás atrapado, quieres escapar, pero no hay hacia dónde. Corres, es todo lo que puedes hacer, pero el calor te asfixia y las llamas te laceran. Escuchas los pasos, lentos, pero constantes, como de botas caminando sobre duela. Es absurdo, estás en el campo y lo sabes bien. Tu deseo es encontrar una salida antes de morir abrasado. Tu deseo es morir abrasado antes de que te encuentre esa cosa. Súbitamente llegas a un claro circular donde lo único que crece es un poste al que está clavado un espantapájaros. Lo miras, le temes. Temes su desgarbo y su expresión inhumana. ¿Quién puede culparte? Eres sólo un niño pequeño e indefenso en medio de la noche, perdido en un laberinto incomprensible. Pero por más grotesco que sea el espantajo, no es como esa maldita cosa que está detrás de ti. Detrás de ti. Entonces te percatas de su presencia. No quieres volverte, pero una fuerza desconocida te obliga a hacerlo. Y allí está, frente a ti, con su elegante traje oscuro de siglos pasados y su larga capa negra, y la hoz filosa que brilla a la luz de una luna bermeja, y la linterna que ilumina su rostro

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deforme, su mirada vacía y esa horrible mueca que emula una sonrisa. Lo ves alzar la mano que porta la hoz, ves el filo caer sobre ti. Gritas. Desperté jadeando, boca abajo, casi ahogándome en mi propia saliva y sudor. Otra maldita pesadilla sobre el hombre con cabeza de calabaza. Me incorporé y permanecí sentado en la cama. Una parte de mí, la más optimista, agradecía que sólo se hubiese tratado de un sueño. Molly seguía dormida. Para entonces debía haberse habituado a mis terrores nocturnos. Me levanté, salí del cuarto y caminé hacia la habitación que teníamos acondicionada como estudio y biblioteca. Me senté frente a la mesa, remojé la pluma en el tintero y comencé a escribir. A veces, cuando escribía cuentos de horror, sobre todo durante las noches, mi mente sugería entidades que me observaban desde la ventana o desde el umbral de la puerta. En ocasiones la idea de estar siendo observado y de que si me volvía encontraría de frente a una presencia espantosa me obsesionaba a tal grado que no podía pensar, ni siquiera moverme. Me costaba un esfuerzo enorme dominar el pavor y seguir con mi trabajo. Aquella noche me sucedió en dos o tres ocasiones. Había logrado escribir de corrido por unos minutos cuando escuché unos pasos suaves sobre la duela. Me volví sobresaltado. Era ella. -¡Dios!- exclamé –Molly, casi me matas. -¿Estás escribiendo?- fue toda su respuesta, adormilada y ojerosa. -Sí. -¿Tuviste una pesadilla? -Así es. 161


-¿La calabaza? -La calabaza. -En serio, Michael, ¿no crees que un hombre con cabeza de calabaza es más bien una imagen chusca que aterradora? -Desde luego. Pero en el sueño la mente y las emociones funcionan de forma distinta y lo que en un estado de conciencia perfectamente lúcido no me provocaría más que curiosidad, en la embriaguez onírica me produce terror. Molly bostezó largamente -¿No puedes venir a la cama? Debes descansar… mañana tienes esa cita con John Stevenson. -Debo aprovechar el estado de ánimo en el que me dejó la pesadilla… Además, podré dormir en el tren durante todo el trayecto hasta Boston. -¿Y qué escribes? -No sé, aún no decido qué giro dará el cuento. -¿Por qué no haces un cuento sobre la calabaza? -Porque un cuento de terror sobre un hombre con cabeza de calabaza sería ridículo, ¿no crees? -¿Y por qué le tienes tanto miedo? -Verás, en la ficción es mucho más difícil provocar terror que en la realidad. Hay cosas que darían miedo en la vida real pero que si tan sólo las leyeras en un relato no producirían el mismo efecto. Te pondré un ejemplo: si yo escribiera un cuento sobre una ardilla gigante que habla, no le daría miedo a nadie, sería un relato chusco, satírico. Pero si en este momento, por esa 162


puerta que está detrás de ti entrara una ardilla gigante y te dijera “Buenas noches, madame”, ¿acaso no te espantarías y huirías aterrada? Incluso si te dijeras a ti misma que tal ser no podría existir y que debe tratarse solamente de una alucinación, el darte cuenta de que estás perdiendo la cordura a tal nivel que ves ardillas parlantes te llenaría de espanto. Y es que nuestra razón es lo que le da orden al mundo que nos rodea. La locura, el ya no saber qué es real y qué no lo es, se presentaría como el horror supremo… -Pero a la calabaza no la ves en vida real tampoco… -De cierta forma, sí. -Estás teorizando mucho y yo sólo te hice una pregunta. Me voy a dormir. Buenas noches. -Buenas noches, querida. Después de escribir y desechar varias páginas me resigné a que no podría llevar ese cuento en una dirección que me satisficiera. Descarté el opio. Lié un cigarrillo y salí a fumar al pórtico. Frente a mí, al otro lado del camino, se extendía un vasto maizal que, bajo la luz de la luna creciente, casi llena, brillaba con un resplandor azuloso y espectral. No muy lejos un espantapájaros se balanceaba con el viento. Más allá, al oeste, se veían aún algunas luces de granjas lejanas y al este se alcanzaba a apreciar la silueta oscura de All Saints Hill. Mi pueblo natal… Fundado por inmigrantes irlandeses en el siglo dieciocho, creció abruptamente con la llegada de parias que huían de las revueltas y motines de Nueva York en tiempos de la Guerra Civil. Era un pueblo bastante anodino, lleno de gente simplona y estrecha de miras, aunque, 163


eso sí, muy alegre y amistosa. Molly se desempeñaba como maestra de la escuela elemental, mientras que yo poco contribuía a la economía familiar con mis escasas ganancias como escritor y corrector de textos. Mi especialidad eran los cuentos macabros y mi anhelo era convertirme en un gran escritor como Poe o Maupassant, pero agobiado por la necesidad de dinero y el cinismo de los editores, aún me encontraba bastante lejos de lograr mis objetivos. Quizá, pensaba, al día siguiente conseguiría que John Stevenson accediera a publicar un libro en el que estaba trabajando y en el que fincaba mis esperanzas de fama y prestigio literario. En realidad, me era imperativo que así pasara, pues Molly y yo teníamos deudas y problemas económicos prácticamente desde que nos casamos. Di unas cuantas fumadas más, arrojé el cigarro al suelo, lo apagué con la punta de mi pantufla y me fui a dormir. En una casa vieja y oscura, tapizada de hojas secas, una ventana recibe los golpes suaves, monótonos, de una rama marchita mecida por el viento. El ruido despierta al viejo señor O’Reilly, que se ve obligado a descender a la planta baja, con sólo una débil vela que ilumina su camino, para asegurarse de que nada turbe el sueño de su esposa enferma. Pronto identifica la rama y la ventana y se promete a sí mismo que al día siguiente la cortará, pues esta noche ya no hay nada qué hacer. Está listo para volver a su cama y encontrar refugio del frío nocturno, cuando escucha otro ruido, sin duda distinto al que produce la rama. Camina hacia la puerta de entrada y el sonido se escucha más fuerte y más claro, como si alguien llamara con suavidad. El viejo O’Reilly duda, ¿ha escuchado bien? Quizá sea otra rama. Pero los golpes se presentan decisivos y sonoros detrás de la puerta; sin duda alguien llama. Quita entonces las aldabas y un 164


empujón violento abre la puerta de par en par. Antes de que el viejo pueda recuperar el equilibrio, la hoz cae sobre él. La señora O’Reilly tarda en despertarse, a pesar de los rumores de golpes y de los gritos ahogados en sangre. Se sienta en la cama y llama a su esposo con un susurro seco y enfermizo. Por toda respuesta obtiene los pasos de unas botas pesadas sobre el piso de madera. La puerta de la habitación se abre y la vieja se ve obligada a cubrirse los ojos para protegerse de la brillante luz de la linterna. Ni siquiera tiene tiempo de gritar. Estás perdido en un bosque marchito cuyo suelo está cubierto por una densa hojarasca otoñal que cruje bajo tus pasos. Una luna sangrienta chorrea luz escarlata sobre el bosque. Árboles podridos llenos de alimañas te miran desde todas las direcciones con gestos detestables. No sabes hacia dónde huir. La espesura de las ramas secas y espinosas te impide respirar. Quieres gritar, pero ningún sonido emerge de tu boca. De pronto tropiezas con una raíz nudosa y áspera, caes de bruces y te cubres de raspones y cortadas. Entonces sientes detrás de ti la presencia del ser que te aterra, del dueño de tus pesadillas. Levantas el rostro y ves su silueta recortada contra la luz de la luna. Te toma de los cabellos y te levanta en el aire; te eleva hasta la altura de su faz deforme y te permite asomarte al vacío absoluto de sus ojos. Entonces, con su hoz, hace un corte lento a lo largo de tu cara. Me despertó el empleado del ferrocarril. Me dijo que había estado gritando en mis sueños y me informó que pronto llegaríamos a Boston. En los pocos minutos antes de la llegada del tren a la estación, permanecí pensativo, meditando sobre la pesadilla que acababa de sufrir. Había tenido ese tipo de sueños desde que era muy niño, ligeramente distintos entre sí, aunque siempre 165


conmigo huyendo aterrorizado y la calabaza persiguiéndome de cerca. El hombre con cabeza de calabaza nunca antes me había atrapado, ni mucho menos herido. Este último cambio me inquietaba en extremo y me asustaba la idea de que así pudieran ser mis sueños siguientes. Al llegar a la estación tomé un coche que me llevó hasta las oficinas de Stevenson & Company, Publishers, donde el secretario me hizo esperar más de una hora antes de que Stevenson se dignara a recibirme. -¡Sullivan!- exclamó con afectada alegría –Pasa, pasa. Sabes que siempre eres bienvenido. ¿Cómo estuvo el viaje? No muy cansado, espero. -Nada fuera de lo común… ¿Leíste el libro? -Oh, sí, sí. Muy bueno, Sullivan, en verdad muy bueno. Aterrador. Aunque más bien extraño. Nunca había leído nada igual… -¿Crees que podría ser publicado? -Te seré sincero, Sullivan: no creo que el público americano esté listo para un libro como el que propones. La noticia me derribó emocionalmente, aunque de cierta forma ya me la esperaba -¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? -¿Malo? Oh, no. No tiene nada de malo. Es un buen libro. Todo lo que escribes es muy bueno… Sólo que tiene algunos detalles… que quizá podríamos corregir. -¿Por ejemplo? -Bueno, en primer lugar está el título: El horror a través de los siglos… Suena… demasiado académico. Deberías pensar en algo más llamativo… qué 166


se yo… Galería de espantos, Cuentos de miedo, La zona del crepúsculo… No sé, algo por el estilo... -Pero el título da la idea de lo que es el libro en sí: una colección de relatos de horror desde tiempos antiguos hasta la actualidad… -Sí, sí… Eso es otra cosa… Cuentos de brujas y demonios en la época antigua no asustan a nadie. Lo que le da miedo a la gente es la posibilidad de encontrarse con esos espantos hoy. A nadie importa lo que temían los antiguos griegos. Y otra cosa: todo esto es muy extraño… por ejemplo, este cuento de El Flautista de Hamelin… es ¡demasiado raro! No entendí exactamente qué era este tipo. ¿Es una especie de brujo o demonio? -Yo… no lo sé. -Sullivan, tú sabes bien lo que quiere la gente: brujas, fantasmas, vampiros… No quieren estas criaturas extrañas de orígenes poco claros… ¿De dónde sacas estas cosas? -Algunos cuentos son reinterpretaciones de mitos y leyendas. Otros… la mayoría… bueno, los saqué de mis pesadillas. -Oh, vaya. Y luego estas cosas tan… no me malinterpretes, tú sabes que yo no soy ningún fanático religioso, pero muchas personas podrían pensar que planteas algunas cosas un poco… blasfemas… Como este cuento del hechicero egipcio o aquél de los sacerdotes españoles en México… ¡No esperarás que el público acepte esto! -No es mi intención ofender a nadie. Es sólo ficción… No pretendo… Es decir… ¡Yo mismo soy católico! Creo que buscaba la idea más aterradora

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que pudiera imaginar, y para mí fue la posibilidad de que hubiera una fuerza destructora tan terrible que ni Dios mismo pudiera contra ella… -Vamos, yo no tengo nada contra eso… De cierta forma es buena idea… Je, je. Incluso me hiciste sentir un escalofrío… Pero no creo que el público lo acepte muy bien. Finalmente, está el asunto de la extensión del libro. Son… unos quince cuentos. ¡Es larguísimo! -Vamos, Stevenson, hay libros que tienen veinte o más cuentos… ¡Y Varney el vampiro tiene como ochocientas páginas! -Sí, pero nosotros nunca publicamos libros tan extensos… Además Varney se publicó serializado… Y todos estos cuentos son inéditos. Mira, Sullivan, eres un buen escritor y a los lectores les gustan los cuentos que has publicado en la Boston Monthly. -En realidad, no estoy muy contento con ese trabajo. Son mis textos más convencionales y menos imaginativos… -Pero son los más exitosos… Lo que deberías hacer es escoger ocho o diez cuentos de aquéllos, los que más te gusten. Revísalos, corrígelos, actualízalos y forma un libro con ellos. Mete dos o tres inéditos y cuando tengas todo listo, tráemelo. No te prometo que se publicaría pronto, pero te aseguro que se pondrá en lista de espera para ser publicado un día de éstos. Quería decirle más, quería comentarle que en realidad tenía planeado que el libro consistiera en treinta cuentos, que la historia del horror abarcaría el futuro, sobre el cual había tenido pesadillas; que era un libro diferente, porque todos los cuentos estaban conectados entre sí por una constante, aunque yo mismo no sabía cuál era; que tenía la necesidad imperiosa de 168


terminar y publicar ese libro porque, por primera vez en mi vida, había logrado escribir algo que de verdad me asustaba. Empero, me di cuenta de que no valía la pena intentarlo. Me despedí de Stevenson y salí de su oficina. -¡Michael! ¡Michael Sullivan!- escuché que alguien me gritaba cuando salí a la calle; me volví y vi acercárseme a hombre que me parecía familiar, pero que no reconocía del todo –Michael, soy Jefferson, primo de Molly, ¿recuerdas? -Ah, sí… qué tal.- le respondí secamente. -Molly me telegrafeó para decirme que estarías aquí hoy y me encomendó que te encontrara. -¿Ah, sí? -Sí. Me dijo que estás buscando empleo y justamente tenemos un puesto administrativo en la fábrica de máquinas de coser que te vendría muy bien… Sentí que la cabeza me ardía color rojo, los ojos se me vaciaban y los músculos del rostro se me contraían en una sonrisa furiosa –Molly te informó mal. No estoy buscando empleo. Muchas gracias.- me di la media vuelta y me alejé de ese lugar, dejando a Jefferson perplejo, ofendido y parado en medio de la acera como un idiota. Durante todo el viaje de regreso a All Saints Hill no encontré sosiego. Me sentía furioso por la estrechez de miras de Stevenson y la intromisión de Molly en mis asuntos. Por lo que duró el trayecto me mantuve rígido como cadáver, pensando en la forma en la que imprecaría a mi esposa. Estaba más molesto de lo que jamás me había sentido en toda la vida y no entendía

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exactamente el porqué. Para distraerme, hojeé un libro extraño que quién sabe dónde había conseguido y cuyo autor no recuerdo: El

impacto

de

lo

espectral

y

lo

macabro

es

generalmente pequeño, ya que exige del lector cierto grado

de

imaginación,

así

como

la

capacidad

de

despegarse del día a día cotidiano. Son relativamente escasos los que están libres de las cadenas de la rutina

ordinaria

y

son

capaces

de

responder

al

reclamo de lo ajeno; de forma que los relatos sobre sucesos

y

sentimientos

ordinarios,

o

las

comunes

variantes de tales sucesos y sentimientos, siempre serán más del gusto de la mayoría. Pero lo sensible nos acompaña siempre, y hay veces que una curiosa ráfaga de fantasía invade una oscura esquina de la mente más prosaica, de forma que ningún proceso de racionalización puede anular del todo el escalofrío que produce el susurro en el rincón de la chimenea o en el bosque solitario. Maldito Stevenson, pobre idiota. Y tú, Jefferson, quédate con tu empleo normal y estúpido. Y Molly… Cuando al fin llegué a casa, la encontré en la sala tomando una taza de té. -¡¿Le dijiste a tu primo Jefferson que necesitaba trabajo?!- le espeté sin siquiera decirle un saludo previo. -Pues sí… ¿Lo viste?

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-Para tu información no necesito empleo. Ya tengo uno. ¡Soy escritor! -Pero Michael, necesitamos el dinero y Jefferson de seguro te habría dado esa posición. Además, eres inteligente y no dudo que lo habrías hecho bien. -¿Y cuándo se supone que escribiría, eh? ¿En mis descansos después de revisar máquinas de coser? -Podrías escribir en tus ratos libres… -¡Soy un escritor, maldita sea! ¡Los escritores no creamos en los “ratos libres”! ¿Acaso los médicos curan en sus ratos libres? No, ¿verdad? -¡Bien, por lo menos a los médicos sí les pagan! ¡Por lo menos los médicos pueden pagar sus deudas y sus esposas no tienen que estar regateando a todo el mundo y pidiendo prórrogas para los pagos! Emití un grito inarticulado, di un fuerte pisotón y arrojé mi maletín al piso. Luego me di la media vuelta y me alejé de la casa lo más a prisa que pude. No sentía ningún deseo de estar cerca de Molly. Estuve caminando por el campo, sumido en mis pensamientos. Me molestaba perder el tiempo, pensaba que en ese momento podía estar en mi estudio escribiendo, pero no quería volver con mi esposa. Entonces me enojaba más y más con ella. Sin darme cuenta, me interné en un bosquecillo y vagabundeé por allí hasta el atardecer. Para entonces no estaba molesto, sino que sentía una leve e indefinible tristeza. Estaba pensando en volver con Molly y pedirle disculpas por mi actitud, e incluso consideraba la opción de aceptar ese puesto en la fábrica de máquinas de coser. La luz dorada del

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crepúsculo me sacó de mis cavilaciones y me hizo percatarme del lugar en el que me encontraba. El bosque era otoñal y oscuro, no tan espectral, abigarrado y gótico como aquél con el que había soñado esa misma mañana, pero no por ello menos imponente y sugestivo. La tristeza que antes fue enojo se transformó de forma gradual en inquietud, y ésta a su vez se tornó en miedo. Sentía la necesidad apremiante, vital, de escapar de aquel sitio. Tenía la sensación de que algo horrible me acechaba detrás de los árboles. En un principio traté de mantener la calma y volver sobre mis pasos con entereza, pero al no encontrar la salida del bosque desesperé. Conforme la luz del sol se difuminaba en la oscuridad de la noche ascendente, mis pasos se hicieron más veloces, torpes y desesperados. Sentía que algo, una presencia inexplicable, me estaba dando caza. El miedo se convirtió en terror y éste se transformó en pánico. Mi corazón enloquecido bombeaba sangre helada y mis pulmones en vano trataban de captar algo de oxígeno en una atmósfera en la que sólo se respiraba pavor. No sé cómo encontré la salida, pero cuando lo hice me encaminé directo a casa sin darme la oportunidad de emitir un suspiro de alivio. Al no encontrar a Molly, me dirigí a la recámara, me recosté y de inmediato caí dormido. El viajero no lo ve venir. Solitario, por un camino oscuro apenas rozado por la luz espectral de una luna casi llena, no tiene, sin embargo, tiempo ni cabeza para pensar en espectros. Su mente, en cambio, está llena de cálculos y cifras, de deudas y cobranzas. Ha visto las luces del pueblo en la distancia y ha ordenado al cochero que se apresure. Su mente está tan absorta en unos documentos relativos a una hipoteca que tarda en darse cuenta de que el carruaje se ha 172


detenido. Está a punto de llamar al cochero, cuando éste se estrella contra su ventana con un gesto deformado por el miedo y el dolor. El hombre del carruaje salta hacia atrás por el susto. Así como ha aparecido, el pobre sirviente de pronto se esfuma. El patrón, resoplando, con gesto tembloroso, aproxima su rostro a la ventanilla. Con gran estruendo, en un instante una mano enguantada atraviesa el vidrio, aferra al mercader de los cabellos y tira de ellos hasta hacer que su cabeza se asome entre trozos de cristal filoso que rasgan su cuello. El rollizo caballero no puede ni empezar a imaginar lo que sucede cuando cae la hoz sobre su garganta. Molly fue quien me despertó. Era ya de madrugada y yo sentía haber dormido como un tronco. -¿Dónde has estado?- preguntó. -Fui a dar una caminata por ahí. No estuve fuera mucho tiempo. Regresé a casa y me quedé dormido. ¿Qué hora es?- entonces noté que Molly estaba vestida de negro -¿Qué pasa? -Cuando llegaste al medio día estabas tan furioso que ni siquiera me diste la oportunidad de decírtelo. Mataron a los O’Reilly. -¡¿Qué?! -Los encontraron hoy en la mañana. Yo no los vi, pero escuché que habían sido horriblemente mutilados. -Pero… ¿quién?

173


-No se sabe. El comisario y los alguaciles están totalmente desconcertados… Por la brutalidad de los asesinatos muchos dicen que debió haber sido obra de algún indio loco. -Dios mío… ¿Y qué ha sucedido hasta ahora? -He estado día y noche en el pueblo, en casa de los O’Reilly, en Iglesia… Es una locura. No te imaginas el estado de… no sé… Hay en el pueblo un sentimiento muy extraño, agitación e irrealidad y… miedo. -¿Miedo? -Sí, claro. Como te puedes imaginar, la gente está muy asustada. -Desde luego, es lo más natural… ¿Pero qué pasará ahora? -Van a enterrar a los O’Reilly, por eso vine a buscarte. ¿Vendrás, verdad? Sé que los viejos no te eran muy simpáticos, pero todo el pueblo estará ahí. -Iré, iré. Sólo déjame prepararme. El polvo al polvo, las cenizas a las cenizas y todo eso. El funeral y el entierro me parecieron irreales, como si no estuviera presenciándolos, sino viéndolos a través del velo del sueño o de una narración hacía mucho olvidada. No podía asimilar la idea de que los O’Reilly estuvieran muertos y me parecía aún más increíble que en All Saints Hill se hubiese llevado a cabo un homicidio tan brutal, en apariencia digno de los que estaban ocurriendo en Londres por esas fechas. La ceremonia transcurrió y se desvaneció como una bocanada de opio. Molly y yo volvimos a casa; estaba exhausto y sólo quería dormir. 174


Las lápidas y las cruces de hierro que brotan del suelo te cortan las rodillas desnudas, sin importar lo lento y cuidadoso de tus pasos. Donde antes estaba tu calle con tu casa y las de tus vecinos y familiares ahora se encuentra un cementerio oscuro y antiguo, pululado por sombras amorfas que proyecta la luz anaranjada de una luna perversa. Todo lo que conoces, todo lo que amas y en lo que confías ha desaparecido. Buscas aún con un poco de esperanza y mucho temor un elemento familiar en este escenario, pero sólo te topas con una silueta alta y desgarbada que camina hacia a ti con sonoros pasos de madera. La luz de su linterna le ilumina el rostro y él te sujeta del cuello y lo aprieta con fuerza. Tu garganta colapsa bajo la presión que ejerce su mano enguantada y sabes que vas a morir. Entonces te suelta y caes al suelo, tosiendo y convulsionándote. Él eleva su hoz en el aire y con un golpe la hunde en tu abdomen. El metal se abre paso entre tu carne y tus entrañas, y sientes que tu sangre tibia baña la mano de tu asesino. Aún vivo, lo escuchas reír. Desperté llorando en silencio. Ni siquiera gemí ni me moví bruscamente. El miedo era tanto que ya nada podía hacer. Tras varios minutos de mirar la oscuridad con ojos irracionales e instintivos, logré recobrar la calma y el aliento. Poco después reuní la voluntad para levantarme de la cama. Me sobresalté al ver mi propio reflejo en el gran espejo de la pared. Estúpido espejo, reliquia de los ancestros de Molly. Odiaba los espejos: para mí eran como ventanas desde las que nos miran seres horrendos que tratan de parecerse a nosotros. Caminé hasta mi estudio. Saqué de un cajón una pequeña cantidad de opio y me dispuse a fumarlo, pues no había lo hecho desde hacía algún tiempo. Sabía que las consecuencias podían ser desastrosas; es indescriptible 175


la manera en la que el opio transforma lo imaginado en sensorial y lo sensorial en conceptual, y al fumarlo me exponía a que las pesadillas que me acosaban se tornaran reales ante mí. Pero no había estado tan asustado desde no recordaba cuándo y quizás el opio me ayudaría a elevar esa experiencia emocional al máximo. No obstante, las palabras no fluyeron o lo hicieron torpemente. En busca de una dirección, releí por enésima vez algunos pasajes de The Philosophy of Composition del magnífico Edgar Allan Poe: Entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según

lo

Respuesta

entiende inevitable:

universalmente ¡la

muerte!

la Y,

humanidad? ¿cuándo

ese

asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte

de

una

mujer

hermosa

es,

sin

disputa

de

ninguna clase, el tema más poético del mundo. Entonces se fijó en mi mente una idea que consideré muy buena si lograba relacionarla con mi alterado estado de ánimo. Narcotizado, me entregué a la escritura de fragmentos sin sentido ni coherencia, carentes de cualquier calidad narrativa, pues sólo con ideas no se puede hacer literatura y las palabras seguían sin fluir como yo quería. Dejé de intentarlo y por primera vez, ante esos fragmentos y rodeado del miedo transformado en denso humo, me percaté de que mi mediocridad como escritor jamás me permitiría captar en papel el grado supino que el miedo, la más intensa de cuantas emociones 176


conozco, alcazaba en mí. Sólo entonces me di cuenta de que, por primera vez, la calabaza me había matado. Me reí como estúpido y volví a la cama. Al día siguiente el pueblo se enteró del asesinato del señor McCall y su cochero. Los encontraron tirados en medio de la carretera, junto a la hoguera que había sido el carruaje. No sé bien los detalles… de hecho no logro recordar ni siquiera quién me dio la noticia, pero sí retengo la impresión que me causó. Primero todo me fue inexplicablemente indiferente y tardé en percatarme de lo que las palabras “han asesinado a McCall” implicaban. Después, como de golpe, me llegó el significado del hecho, y la idea del homicidio se fijó en mí, causándome un terror inefable que me postró e impidió levantarme por casi una hora. Al final, pude ver las cosas con frialdad y sólo me quedó una sensación de extrañeza a causa de mis reacciones anteriores. -¿Qué me está pasando?- le comenté a Molly esa noche, mientras estábamos sentados en el pórtico mirando los campos de maíz –Paso del miedo a la indiferencia y… ¡qué es eso! -¿Qué?- dijo ella. -En el sembradío. Vi a una figura moverse. Un hombre encapotado, creo… -No hay nadie por allí… Excepto ese espantapájaros. En efecto, no muy lejos se podía distinguir la silueta de un espantapájaros, apenas mecido en su poste por una leve brisa.

177


-No.- dije –Lo que yo vi estaba del otro lado…- y entonces sentí ese miedo inexplicable otra vez –Vámonos, Molly. Vamos adentro de la casa. Por favor, no te entretengas, necesito entrar ya. Entramos, cerramos todas las puertas y ventanas con todas las aldabas y cerrojos que había, pero aún así el miedo no se iba. -Por todos los cielos, Michael, estás pálido y sudando frío… No respondí. Me metí en la cama y que cubrí con las sábanas como el niño que teme al coco. -Abrázame, Molly, por favor, sólo abrázame. Tengo mucho miedo. Esta noche está inquieto, tiene sed. La sangre en su hoz no lo satisface. Pero ha decidido tener paciencia y esperar antes de colectar el sacrificio. Recorre el sembradío, el bosque y el cementerio. Desde lo alto de la colina mira hacia el pueblo. Ríe. -Tú y yo tenemos algo en común.- me dijo el viejo Ralph Petersen cuando me visitó al día siguiente –Queremos hacer una literatura de horror que se aleje de las malditas Dime Novels y se acerque más a la literatura seria. Poe lo hizo, Maupassant y Ambrose Bierce lo están haciendo. Pero nos enfrentamos a un problema por partida doble: por un lado, el público iletrado preferirá siempre el sensacionalismo barato y fácil de digerir de los Penny Dreadfuls y será incapaz de comprender cualquier intento de calidad literaria, no digamos ya de erudición, en un cuento del que ellos suponen su única finalidad debería ser causar un poco de miedo, cuando no un morbo insano. Por otro lado, los lectores cultos siempre estarán demasiado ocupados denostando el carácter fantástico de nuestros textos como para notar sus 178


méritos artísticos. Por mucho que se cacaree sobre Maupassant estos días, te puedo asegurar que en cien años se leerá Pierre et Jean en las universidades y ya nadie se acordará de L’Horla. -No lo dudo.- dije por toda respuesta a su larga disertación. -Tu libro es bueno, Michael. Muy bueno. Pero entiendo la posición de Stevenson: quizá no sea de agrado para el gran público. ¿Sabes? Por momentos me causó miedo verdadero. Existen pocos textos que lo han logrado. No hablo del leve temor que se siente al dejarse sumergir en la atmósfera del relato, sino un miedo intelectual y a la vez metafísico que se experimenta incluso después de haber terminado de leer. La nuit de Maupassant, por ejemplo, es uno de esos cuentos… Pero tú bien sabes que yo no leo literatura gótica con la intención de sentir miedo, sino de gozar estéticamente con sus imágenes y símbolos… En fin, una debilidad noto en tu libro, y es cuando describes escenas de muerte, asesinatos y tortura. Siento que en ellas te has dejado influir mucho por la literatura sensacionalista de la que tratamos de alejarnos. -Es cierto.- respondí –Traté de completar el horror en los conceptos con el horror en cuanto a imágenes. Quizá mucha gente no pueda entender porqué una idea es aterradora, pero sentirán algo de miedo al imaginarse en una situación de tortura. -¿Qué te da miedo, Michael?- preguntó de golpe. Vacilé unos segundos antes de responder –Perder la razón, Ralph. Eso me asusta. No saber más qué sueño y qué es realidad. No saber si mi mente consciente controla mis acciones o si actúo en contra de mis pensamientos racionales. Me asusta no poder entender ya el mundo. 179


-Oh, ¿y acaso lo entiendes? -Entiendo las leyes de la naturaleza y conocerlas me da seguridad. Por eso en mis cuentos la suspensión de esas leyes es el elemento principal. -¿Sabes, Michael? Eres demasiado racionalista para un irlandés católico que escribe cuentos de terror, y ése es quizá tu defecto. Tus peores miedos son la pérdida de la racionalidad y el sufrimiento físico, porque no concibes otros elementos de tu ser más que el cuerpo y la mente. Pero piensa que en este mundo la mayor parte de la gente es muy supersticiosa y le teme a los rincones oscuros. Para llegar a esas personas necesitas entender que ellos tienen miedo de cosas para las que tú ni siquiera tienes un nombre. Reflexioné un momento –A veces… A veces sólo tengo miedo. Es un miedo irracional, primitivo, supersticioso, que llega a mí y de pronto se va. -Bien. Aprovéchalo, Michael, aprovéchalo. Úsalo para tu obra… Por ejemplo, estos asesinatos que han estado ocurriendo. ¡En un pueblo tan pequeño y tranquilo! Es un excelente material, deberías tomar nota de ello. -No sé si sea ético hacerlo. Conocía a las víctimas, soy vecino de sus familiares.- dije, aunque en verdad el consejo de Petersen me inspiró a después escribir estas líneas, y si no lo hice antes fue porque al principio di muy poca importancia a los crímenes. -En fin, es tarde y debo viajar a Boston para tomar un tren hasta Providence. Me espera una larga tarde… Por cierto, creo que no te lo dije, pero la próxima semana habrá una conferencia en la sede de la Sociedad Histórica de Nueva Inglaterra sobre los orígenes de la celebración de All Hallows Evening. 180


-¡Bah! Hay pocos en Nueva Inglaterra que saben tanto sobre Halloween como yo. Bien podría hablar a todos esos pedantes de la Sociedad sobre Samhain, el festival de las cosechas de los antiguos celtas. Se celebraba el 31 de octubre y se creía que durante unos días la barrera que divide este mundo del más allá quedaba diluida y los espíritus venían a convivir con los vivos.comencé a hablar como si me encontrara dando una conferencia -Con la llegada del cristianismo todo cambió. Los antiguos ritos paganos se convirtieron en los aquelarres de las brujas y los demonios. Disfrazado de adoración a los santos y a los fieles difuntos, Samhain pudo sobrevivir. Lo mismo le pasó a la Walpurgisnacht germana; era un festival de la primavera en el que se encendían hogueras para aplacar a los espíritus del caos. La cristiandad la convirtió en la fiesta de Santa Walpurga. En todo el mundo pagano hay festivales de cambio de estación en los que se recuerda a los muertos y se conjura a las fuerzas del Más Allá. En un principio la cristiandad los quiso tachar de demoniacos, pero al final terminó absorbiéndolos. Claro, eso no evitó que durante muchos años persistieran historias de aquelarres y orgías el 30 de abril o el 31 de octubre. De hecho, como tú bien sabes, en nuestra querida Nueva Inglaterra aún hay rumores de horribles rituales que se llevan a cabo por esas fechas en las colinas y barrancos más apartados. Pero, desde luego, a mí no me invitan a impartir conferencias porque no obtuve mis conocimientos en Harvard, sino en las bibliotecas públicas de Boston… -En esta conferencia se hablará del origen de los Jack O’Lantern… -Sobre ello podría dictar conferencias también. -Seguro que sí, pero además el conferencista, un muchachito de apellido Carter, o algo así, hablará sobre los recientes descubrimientos en cuanto al culto de Fobos. 181


-¿El culto de Fobos? -¡Ajá!, de eso no sabes mucho, ¿eh? Es algo totalmente nuevo y no sé bien de qué va este asunto, pero creo que es de una secta en la antigua Grecia que adoraba a Fobos, el dios del miedo. No sé qué relación tenga con Halloween o Samhain, pero Carter ha prometido revelar información nueva e importantísima. -De todos modos no puedo ir…- dije –No puedo darme el lujo de pagar un pasaje hasta Boston a menos que sea estrictamente necesario. -De acuerdo. Yo asistiré y luego te contaré. Nos despedimos y Petersen se fue en el carruaje que lo esperaba afuera de mi casa. Él tenía la suerte de ser heredero y vivir de las rentas, lo que le permitía dedicarse de tiempo completo a las letras. Yo, por mi parte, tenía que emprender mi camino a la oficina del difunto señor McCall. Halloween… había olvidado lo próxima que estaba esta fiesta, pero es que en aquellos días tenía cada vez menos noción del tiempo y de las fechas. En All Saints Hill era una celebración importante y Molly, como maestra de la escuela, estaba involucrada en la organización del evento. Creo que por eso se ausentaba tan seguido de casa, pero no estoy seguro. Sucedía que repentinamente, incluso a mitad del día, me quedaba dormido y sufría espantosas visiones sobre monstruos, demonios y otras cosas que no podía nombrar. Estaba tan absorbido por la escritura que no me daba cuenta de lo que sucedía fuera de mis pesadillas y mis páginas… Pero estaba hablando sobre McCall… El hombre murió, ¿saben? ¿Por qué fui a su oficina? Ah, sí, Molly me envió a ver no sé qué documentos. Pero 182


pronto me aburrí de esperar en la fila de los deudores y me volví a casa para dormir una siesta. La casa es oscura, de sombras largas, frías y resecas. Caminas con lentitud y escuchas tus propios pasos sobre la duela. Atraviesas el pasillo asfixiante y llegas hasta una cámara enorme, cuyas paredes se han perdido en la oscuridad. Allí está él, dándote la espalda, mirando un ventanal lloroso. Cuentas tus jadeos y oras porque no se vuelva. Cuando reúnes valor te echas a correr lejos de esa recámara. Pero no importa cuánto corras, no llegas al final del corredor y los pasos leñosos detrás de ti se acercan cada vez más hasta que sientes el abrazo mortal de una sola mano enguantada, que te obliga a voltearte. Entonces ves a tu madre. No estás ya en la casa de largas sombras, sino en un prado, y tu madre, tan bella y tan joven, te sonríe rodeada de esmeralda y por todas partes hay hombres, mujeres y niños alegres que juegan, ríen, corren y bailan al son de la alegre música de flautas y violines. Te permites sonreír y estar tranquilo. Pero la música de pronto se convierte en un himno siniestro y monótono y los danzantes se contorsionan en el suelo con espasmos y vomitan sangre, y allí donde estaba el rostro de tu madre te miran los ojos vacíos y la mueca deforme de la calabaza. Todos los invitados a la fiesta se arrancan las cabezas con sus propias manos y en su lugar crecen calabazas con ojos triangulares y dientes puntiagudos. Y todos se te acercan ejecutando la Danza Macabra y te sujetan con sus hoces para inmovilizarte. Entonces comienzan a devorarte… Me despertó el sonido de mis propios gritos. Estaba en un vagón de tren. ¿Qué hacía allí? Miré la pila de objetos colocados en el asiento adjunto; eran un montón de libros y otros papales. Los revisé. Unos eran libros de mitología, otros de demonología y algunos más de contenido antropológico. 183


También estaban ahí algunas láminas con reproducciones de pinturas de Füssli y de Goya. Todo tenía que ver con la muerte, el miedo y el Más Allá. Me parece que traté de explicarme a mí mismo que había viajado a Boston con la intención de obtener material para mi libro. Después de una relectura del manuscrito había decidido tratar de interconectar las diversas historias de terror con la creación de una mitología coherente. Pero pensé que probablemente era muy racionalista ese propósito, y después se me ocurrió que quizás la lógica y la razón no eran más que mitologías con cierta coherencia interna que nos sirven para darle sentido a un universo caótico e inaprehensible. Abrí uno de los libros, del británico Charles Lamb, titulado Witches and Other Night Fears y leí el siguiente pasaje: Gorgonas,

Hidras

y

Quimeras

–las

terroríficas

historias de Celen y las Arpías- pueden reproducirse a sí mismas dentro del cerebro de los supersticiosos… pero

eso

se

debe

transcripciones,

a

que

tipos…

los

ya

estaban

arquetipos

allí. están

Son en

nuestro interior y son eternos. ¿Podría, de otra manera, afectarnos el relato de algo que sabemos conscientemente que es falso? ¿Es que tenemos terror hacia tales objetos por su capacidad de infligirnos daño corporal? ¡No, ni mucho menos! Tales terrores están en nosotros desde hace mucho. Son anteriores a nuestro cuerpo… o ajenos al cuerpo, que es lo mismo. Esta

clase

de

miedo

es

puramente

espiritual,

su

fuerza es proporcional a su inexistencia terrena y se 184


manifiesta

sobre

todo

en

el

periodo

de

nuestra

inocente infancia… No guardo recuerdos de cómo llegué a casa esa tarde. Tan sólo tengo la imagen de Molly preguntándome furiosa a dónde me había ido para después señalar preocupada que me veía demacrado. -Son esos cuentos… ¡y el opio!- dijo, mientras me ponía unas compresas frías en la frente. -Esos cuentos son todo lo que soy.- respondí. -Estás delirando. No lo soporto. Debes descansar de la escritura y dejar el opio de una buena vez. Pero estaba casi seguro de no haber fumado opio en días y, después de un momento de silencio, respondí –Cuando era un niño amaba la fiesta de Halloween. Mi madre también. Me contaba las leyendas de Jack O’Lantern, del Diablo de Jersey y de Sleepy Hollow, mientras me maquillaba la cara con talco para que saliera a pedir golosinas. Pero cuando mi padre murió y mi madre se volvió a casar… Mi padrastro era un pastor protestante, ¿sabes? Consideraba que mi madre y yo éramos pobres almas enajenadas por la idolatría pagana del papismo. Era un hombre muy severo y empeoró cuando mamá murió. Me decía que Halloween era una fiesta pagana y que las calabazas talladas eran formas de adoración al demonio. Me decía que, si insistía en tener amuletos con huesitos y dejar ofrendas a las ánimas, Jack O’Lantern vendría por mí, con su hoz que arranca las almas de sus cuerpos, y su linterna que alumbra el camino al Infierno.

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Molly me dirigió una mirada llena de misericordia. -No eres más que un niño asustado, Michael.- me dijo y me acarició el cabello –Toda tu vida has tenido miedo. Por eso escribes cuentos de horror, para ser tú quien controle al miedo y no viceversa. Creo que entonces reí, pero tal vez sólo tosí –¿Ahora eres alienista? -Sólo duérmete. Estaré junto a ti para que no temas a las pesadillas. Está impaciente. Espera la oportunidad, el carnaval, la fiesta de máscaras, la orgía de la noche de terror. Espera la llegada de Samhain para ofrecer su último sacrificio. Sólo para entretenerse mata en el sendero a un vagabundo cuyo cuerpo nadie jamás encontrará. Pero no se quedó conmigo todo el tiempo; en la mañana debió marcharse a la escuela. Me encontró después del mediodía, sentado al borde de la cama, observando el vacío. Antes de que Molly pudiera señalar lo terrible de mi aspecto, murmuré: -He visto el Amanecer de la Muerte. -¿Qué? -Es peor que cualquier otra cosa que hubiese soñado. No puedo empezar a describirlo, pero debo… debo intentarlo… ¿Recuerdas la Épica de Gilgamesh? No… supongo que nunca lo has leído… Los antiguos pueblos de Mesopotamía... sabían cosas. Conocían a Pazuzu y a Lilith y a otros demonios… Hay una parte del poema que dice Dejaré que los muertos asciendan y devoren a los vivos; los muertos superarán en número a los vivos…

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-Michael… -¿No lo ves? Isis aceptó hacer un trato con Atón para enfrentarse juntos a la Muerte. Pero Atón traicionó a Isis y la violó; de esa unión nació un hijo que Atón después sacrificó en la cruz… Todo para apaciguar a la Muerte… Pero la Muerte no puede ser apaciguada -Michael, me asustas. Por favor, no sigas hablando así. -Molly… ¿Y si tales cosas existen? -¿Cuáles cosas? -Un escritor galés dice que todas las leyendas de criaturas fantásticas, hadas, minotauros, vampiros y hombres lobo, hablan en realidad de cosas tan horribles que no podríamos ni siquiera clasificar, pero a las que hemos dado un sustantivo y una descripción que más o menos se acomoda a lo que nuestros cerebros pueden concebir… -Necesitas despejarte,- dijo Molly –necesitas salir, distraerte y no pensar más en esas cosas. Te prepararé un té y al caer la tarde iremos a la celebración de Halloween. ¿Qué te parece? -No. No quiero ir. -Michael, necesitas ver algo de colorido y estar en un lugar alegre. Además, es tu cumpleaños… Me quedé anonadado con esa información; había olvidado por completo mi cumpleaños.

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-Es cierto,- dije al fin –debo salir a divertirme. ¡Sí!- exclamé con súbito entusiasmo -¡Vamos! ¡Vamos a jugar con los niños y a comer manzanas acarameladas y pasteles de calabaza! Molly empezó a reír conmigo –Mañana nos preocuparemos por las cuentas y los doctores, hoy podemos divertirnos como chicuelos. Oh, Halloween, magnífica fiesta en la que nos vestimos como seres del Más Allá para expresar el terror que les tenemos; nos disfrazamos como fantasmas para que cuando ellos pasen por nuestras casas en la noche se confundan y no quieran hacernos daño. El pueblo estaba decorado de muchos colores, una banda local tocaba música alegre, las amas de casa repartían trozos de pastel de calabaza a los invitados y los niños, vestidos de negro y con caras blancas, pasaban de casa en casa para pedir golosinas. Sonreí como ellos y hasta en mi caminar me dejé llevar por la música. Pero de pronto, en medio de la algarabía, me poseyó el miedo. En cada persona vi a un asesino delirante y en cada rostro una monstruosidad hambrienta, y las calabazas me miraban con apetito y la música trataba de enloquecerme. Mucho antes de que supiera de dónde venían los alaridos, estaba gritando. La cordura cayó sobre mí de golpe como un aire frío; me descubrí en medio de la plaza, las manos de Molly en mis hombros y la mitad del pueblo mirando hacia mí con espanto. -Michael, ¿qué te pasa? -Me siento muy mal, Molly. Vamos a casa, por favor. Déjame ir a casa.

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-Te acompañaré. Pero es mi deber estar aquí. Estoy comprometida a cuidar de los niños. Me llevó a casa, me preparó un té, me acostó en la cama y me puso una compresa fría en la frente. -¿Conoces la leyenda de Jack O’Lantern?- le pregunté mientras me atendía. -No. -Jack era un irlandés borracho y pendenciero, perezoso y timador, que se pasaba la vida embaucando a los demás y acostándose con las mujeres de sus vecinos. Llegó el día en que debía morir y el demonio lo visitó. Jack le pidió a Satanás que antes de llevárselo al Infierno le dejara cometer un pecado más. El Príncipe de las Tinieblas aceptó. Jack quería vengarse de un esposo cornudo que lo había herido en una pelea de cantina, pero no tenía un arma adecuada. El diablo, divertido, acordó convertirse en una hoz para que Jack lograra su propósito. Pero Jack guardó la hoz en una bolsa, en la que también había un crucifijo, robado, por supuesto. El poder de la sagrada figura privó al demonio de todas sus fuerzas, y ya no podía volverse a transformar. Jack entonces hizo un pacto con él; le dijo al demonio que lo liberaría si éste prometía concederle a Jack la vida eterna. El diablo no tuvo más remedio que aceptar. Pero Jack no contaba con la astucia del viejo Satán, y cuándo éste se vio liberado, le arrancó la cabeza al timador. Le había prometido que viviría por siempre, pero no en qué condiciones. Entonces Jack tomó una calabaza tallada y la colocó sobre su cuello. Desde esa noche anda por los caminos solitarios en busca de otra cabeza.

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Molly no dijo nada. Me acarició el cabello como solía hacerlo y apagó las velas. Creo que se quedó a mi lado hasta que estuve dormido. La Calabaza ha despertado, ésta es su noche, ésta es su fiesta. Ha llegado Samhain. Su hoz está afilada y sedienta. Su linterna ilumina los caminos a través de bosques y sembradíos. Los centinelas dispuestos por el comisario para salvaguardar la paz no ven venir el filo y apenas lo sienten deslizarse por sus gargantas. Un granero se incendia; un molino le sigue. El viento trae al pueblo el olor a humo y a animales achicharrados. Las casas más alejadas del centro son las primeras en prender fuego. Alguien grita por un auxilio que nunca llega. Algunos hombres corren hacia el humo para encontrarse con la hoz. Algunas mujeres corren en busca de sus hijos, pero encuentran el fuego. Algunos niños son acuchillados y otros calcinados, pero todos se unen a los fieles difuntos a quienes momentos antes festejaban. Hay gritos y carreras, y la hoz de la calabaza baila extática y silba enardecida entre jirones de ropa y carne y su cara bermeja se baña en sangre y bebe el horror de sus víctimas a través de sus ojos vacíos. Muchos logran escapar con vida, pero por hoy la hoz está satisfecha. Ya puede iniciar su nueva vida. Me encontré sentado en mi estudio garabateando la descripción de una matanza. No sabía cómo había llegado allí, pero noté que aquellos libros que había traído en el tren estaban tirados, muchos de ellos deshojados, por todo el cuarto y me pareció que había estado reflexionando sobre su contenido. En efecto, me puse a pensar en las fiestas de los muertos, en Samhain, en All Hallows Evening, en Walpurgisnacht, en Pálení Čarodějnic, en el Sabbath de las Brujas y en el Hanal Pixán de los mayas; pensé en los ritos funerarios de 190


los egipcios, en los sacrificios de los druidas y de los aztecas, en las masacres del Empalador, en los crímenes del Destripador, y en los cultos de Kali, de Mictlantecutli y de Fobos; pensé en las leyendas de monstruos marinos y en los raptos de la Tylwyth Teg, en las quemas de brujas, en los exorcismos y en las gárgolas de las catedrales; pensé en las historias de fantasmas y en las sombras que se asoman por tu ventana cuando duermes y que acechan desde tu armario o bajo tu cama; pensé en las pesadillas de Füssli, en las brujas de Goya, en la Danza Macabra de Saint-Saëns, en el Sueño de una noche de Sabbath de Berlioz y en la Noche en la árida montaña de Mussorgsky; pensé en los cuentos de Poe, en los Hawthorne, en los de Maupassant, en los de Bierce, en los de Gautier y en los de Le Fanu, en Varney el Vampiro, en el Frankenstein de Mary Shelley y en el Jeckyll & Hyde de Stevenson; recordé mis propios cuentos y mis pesadillas y el Amanecer de la Muerte… Y abrumado de nombres, sombras, ideas y conceptos, comenzó a perfilarse ante mí una realidad insoportable. Cuando escuché los pasos apresurados de Molly me sentí aliviado, pero pronto el alivio se transformó en terror cuando mi esposa abrió la puerta y entró gritando mi nombre. Y la ves correr hacia ti con la hoz en alto. Escuché los pasos lentos y poderosos sobre la duela y grité a Molly que se alejara. Pero ella no retrocede y la calabaza prepara su hoz. Grité, grité más aterrado de lo que había estado en mi vida, por primera vez consciente del poder que tiene el miedo. Tu mente está embriagada de miedo. Quiere correr hacia su esposa, pero el horror lo sujeta de los cabellos. Oyes sus pasos, y miras su capa negra ondeando al viento que entra por la ventana. ¡Molly, no! Miras de frente al ser que siempre has temido. La mujer no se da cuenta del instante en que la mano enguantada se apodera de su 191


cuello. ¡Toda la monstruosidad! ¡Todo el horror! ¡Toda la muerte confluyeron en ese momento! La más antigua y poderosa emoción de la humanidad es el miedo. El miedo lo es todo, es todo lo que conoces, es todo lo que existe en tu ser. Pero, ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que sucede. Helo aquí. ¡Que empiece el carnaval de la hoz! Me obligó a ver cómo sucedía todo. Sientes la cuchilla penetrar su cuerpo y sientes el calor de su sangre que se derrama por tu brazo. Cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo. Pero yo la amaba. Y ella en verdad lo amaba. Por ello, impotente, te echas a gritar y a llorar. Oh, Molly… Pero eso no lo deja ir. Y no te soltará jamás. Debí desmayarme como último acto piadoso de mi locura. Desperté por completo cuerdo, no sé con exactitud cuánto tiempo después, y caminé lentamente por la casa, escuchando los golpes de mis botas sobre el piso de madera. Encontré el cuerpo de Molly y lo miré con desinterés; junto a ella estaba una calabaza destrozada. Me acomodé la capa y me miré en el gran espejo de la pared. Sonreí al comprender que nunca más tendría miedo.

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Volumen V El Siglo XX

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SAHKIL Yucatán, principios del siglo XX La verdad es que era valiente el patrón. Hombre como pocos, para enfrentar lo de este mundo y lo del otro. Así de valiente. Eso es porque era hombre del campo, no como esos otros que tienen sus casas en Mérida y na’más visitan la hacienda de vez en cuando. No, el patrón ahí se crió, entre los caballos, los henequenes y las desfibradoras, no como esos señoritos de la ciudad. Era tan hombre, si no es que más, como su padre, a quien la muerte se llevó joven. Había de tener veinte años, a lo mucho, cuando el patrón heredó la hacienda. Y en seguida puso en todos en orden. El patrón no permitía la flojera, ni que los capataces fuéramos blandos con los peones. Y si alguna vez se le fue la mano y mató a uno que otro indio a palos, es porque se lo buscaban. Pues el patrón ahí estaba en los henequenales, vigilando que se hiciera bien el trabajo, ahí con nosotros los capataces, aguantando el sol y el calor, y dándole duro a los indios pa’ que trabajaran. Sí, era un hombre valiente. Nunca le vi una mueca de dolor ni de cansancio, menos de miedo. Ni cuando Alvarado lo mandó a colgar mostró temor. Furia, quizás, coraje, pero no temor. Y era un hombre justo, les digo, nunca azotaba a quien no se lo merecía. Además, acabó con los rateros. La hacienda de Sahkil estaba a medio camino entre dos pueblos: Eknicté y Oxbalam. Y en los dos acabó con los rateros. ¡Cuidadito el que quisiera robar en alguno de los pueblos! Si desaparecía algo, el patrón buscaba y buscaba hasta que aparecía el culpable y luego lo colgaba de un árbol y dejaba el cuerpo hasta que se pudriera, pa’ que todos aprendieran. Y no sólo a los 194


rateros, a las adúlteras también y a los que se robaban a las muchachas. Y prohibió los duelos a machetazos. “Aquí la única justicia soy yo”, decía el patrón. Ya no hay hombres de su temple… ¿Qué? ¿Lo del otro mundo? Pos porque es verdad. El patrón se las vio con las cosas del más allá. ¡No es cuento! Miren, una vez el patrón andaba de noche, en su caballo, paseando por el monte, como le gustaba hacer a veces. Y según me contó, que vio a la Xtabay. ¡De veras! Ahí la vio, me la describió con pelos y señales: una mujer muy guapa, morena, con cara de india bonita, de larga cabellera negra. Estaba apoyada en una ceiba. El patrón la miró un momento y luego siguió su camino, tal cual como venía. No se quedó ahí como hubiera hecho un pendejo, pero tampoco se fue corriendo, como hubiera hecho un cobarde. ¡Es verdad! No me crean. ¿Qué? Aquí el huachito no sabe quién es la Xtabay. Ja, ja, ja, ja. Pos ahí si te la encuentras me avisas, ¿eh? Es una mujer guapa como princesa, que seduce a los hombres y luego los mata. Pos no sé, unos dicen que se los come, otros que se los lleva al infierno. Pero el patrón ni cayó en su trampa, ni tuvo miedo. Sólo siguió su camino, como quien no le da importancia a la cosa. ¿No me creen? Pos sepan que ésa no fue la única vez que el patrón se encontró con cosas d’esas. Miren, esto no lo he contado nunca, porque el patrón me dijo que no lo hiciera. Pero ya descansa en paz el patrón y los otros que la vivieron, también ya pasaron a mejor vida. La cosa estuvo así… Ah, pero tengo que empezar con otra historia. Fíjense que mi compadre… ‘pérense… mi compadre, Fulgencio Canché, que era carpintero en Ekcnicté y que en paz descanse, enviudó y sólo le quedaba la hija, que 195


tendría unos quince años. Un día se me acercó y me dijo, Compadre que no sé qué y que no sé cuánto y que mucha discreción, y yo le dije que vamos al grano, compadre, y que me dice: -Pos fíjese, compadre que está pasando algo muy raro. Ya van varias mañanas en que me encuentro con que m’ija aparece desnuda y tirada, como desmayada, en el patio de atrás. -No me diga, compadre. Eso me huele muy mal.- le dije. -Pos sí. Y cuando le pregunto qué ha pasado, ella no recuerda nada. Dice que sólo se va a dormir y que de repente amanece en el patio. Me quise quedar vigilando varias noches, pero siempre, a eso de las doce, me quedo dormido sin remedio,- y aquí bajó la voz –como si me estuvieran haciendo brujería. Ustedes saben que yo no le tengo miedo a ningún vivo. A cualquiera que se me ponga en frente me le planto, como quiera, con machete o con pistola. Pero de cosas de brujos y de muertos, ahí sí no me meto. Pero como yo quería mucho a mi compadre y a mi ahijada, le dije: -Mire, compadre, aquí hay gato encerrado. Yo lo voy a acompañar a montar guardia esta noche hasta que averigüemos qué pasa. Y lo hicimos. Mi compadre Fulgencio se quedó despierto toda la noche dentro de su casa, mientras yo me escondí detrás de la albarrada del patio. Estaba agachado, con la carabina lista, y ya cabeceaba de sueño, cuando a eso de la medianoche, escuché un ruido, como de algo muy pesado que arrastraban por la hierba. Me alcé y sentí cómo se me fue el color de la cara cuando vi que un gato, sí, un chingado gato negro, venía arrastrando a mi 196


ahijada, desnuda, de los pelos. Les confieso a ustedes que me dio miedo, pero aquí quién me dice que no le hubiera dado miedo ver algo así. A ver, ¿quién me reta? ‘Ta bueno. Como les decía, vi al gato que con el hocico traía a la niña del pelo y la asentó en medio del patio. Entonces el gato, óiganme, el gato se metió entre las piernas de la niña y… pos… la violó. ¡¿Quién se rió?! ¿Hay alguien aquí que me diga mentiroso? ¡Que lo sostenga con la pistola! ‘Ta bueno, me calmo. Pero créanme, esto pasó como lo cuento, por ésta se los juro. Vi como el chingado gato estaba violando a mi ahijada, y ahí más que miedo tuve coraje. Así que me olvidé de pendejadas, agarré mi carabina y salí de atrás de la albarrada gritando: -¡Compadre! ¡Compadre! Y que salió mi compadre con la fusca en mano mirando para todas partes sin saber ni qué ni cómo; se conocía que se había quedado dormido y mis gritos lo despabilaron. El gato, apenas oyó mis gritos y vio salir el compadre, pegó un brinco y se escapó por la calle. Yo lo seguí y le disparé dos veces, pero no le pegué, y se me perdió entre las sombras. Cuando regresé a la casa, me encontré a mi compadre que ya había metido a su hija y la tenía acostada en una hamaca, todavía dormida la chiquita. Vi que la cara de mi compadre estaba pálida del susto. Me dijo que no sabía qué hacer y yo le prometí que vigilaría con él ahí todas las noches, sin falta. Ahí me quedé, en el patio de mi compadre, sentado en una silla todas las noches de la semana siguiente, con mi carabina preparada. Pero la última 197


noche no pude aguantar el sueño y me quedé dormido. A la mañana siguiente, la niña había desaparecido. No sabíamos cómo, porque las puertas de la casa estaban cerradas y trancadas. Nadie pudo haber entrado y si ella hubiera salido, aunque hubiera estado dormido, seguro que la habría escuchado. Mi compadre y yo estuvimos buscando a la niña por todas partes, por el pueblo, por el monte, por las aldeas cercanas. Nada. Le pedimos ayuda al patrón; no le contamos toda la historia pa’ que no creyera que estábamos locos, pero le dijimos que alguien se había robado a mi ahijada. El patrón nos prestó a cinco de sus hombres para la búsqueda. Pero nunca la encontramos, ni rastro de ella, ni naiden que pudiera decirnos algo. A las dos semanas los hombres del patrón se regresaron pa’ la hacienda; a los seis meses dejamos de buscar. Mi compadre Fulgencio se enfermó y murió poco después, yo creo que de pena. Los demás nos olvidamos del asunto. ¿Qué? Ahorita van a ver qué tiene que ver el patrón con todo esto. Un año después de que desapareció mi ahijada, había un eclipse de luna. Me acuerdo bien porque como siempre salieron los indios de sus casas con cacerolas y palos, y todo lo que tuvieran para hacer ruido y se pusieron a gritar para espantar al monstruo que se come a la luna. Bueno, la verdad es que yo también me puse a gritar y a hacer escándalo. Pos porque cuando vi la luna, me di cuenta de que lo que la cubría no era una sombra redonda como la que se nota cuando está en menguante, sino que de verdad parecía la silueta de un monstruo, con garras y dientes afilados… Pero voy al grano. Esto que les voy a decir me lo contó el patrón, porque a mí me tenía en mucha estima. Me dijo que esa misma noche del 198


eclipse de luna andaba paseando en su caballo por el monte, como le gustaba. En el momento en que la noche se puso oscura porque desapareció la luna, escuchó el llanto de un bebé. Se extrañó y dirigió al caballo hacia donde venía el llanto, se apeó y empezó a buscar entre los matorrales. Ahí encontró un bebé chiquitito, envuelto en una tilma, como las que usan los indios. Cargó al bebé y se volvió a subir al caballo. Iba a trote con el bebé en un brazo cuando escuchó un gruñido, como de animal. El caballo se puso nervioso, pero el patrón lo obligó a seguir andando. Escuchó otro gruñido, esta vez más cerca. Miró a su alrededor y vio que de entre los matorrales lo estaban mirando un par de ojitos rojos y brillantes. De pronto, el patrón sintió como si el bebé pesara cada vez más. Lo miró y vio que sus ojos brillaban de color rojo y que sonreía. De la impresión, el patrón tiró al niño al suelo, y me dijo que sonó como si una piedra, o algo muy pesado, hubiese caído sobre la tierra. Entonces, un perro grande y negro salió ladrando de entre los matorrales y atacó al caballo, que se encabritó, tiró al jinete y se fue galopando despavorido. El patrón cayó de boca en la tierra y se golpeó la rodilla con una piedra, pero rápido se levantó y sacó su pistola. Vio entonces que el perro se alejaba por el monte con el niño en el hocico. Esto me lo contó el patrón al día siguiente. No había miedo en su voz, estaba más bien intrigado, desconcertado, si quieren, pero miedo no tenía. Pasó el tiempo y ya no hablamos más del asunto. Pero un día llegó un hombre de Oxbalam, que quería ver al patrón. Había estado yendo varios días seguidos, pero los capataces no le habían dejado entrar. Al fin, cuando pudo hablar con él le contó que ya iban varias noches en las que saqueaban el panteón, y que a la mañana siguiente encontraban las tumbas vacías. 199


-¿Y qué chingados quieren que haga yo?- dijo el patrón –Monten guardia en el panteón y ya está. Hasta ustedes podrían hacerlo. -Es que, patrón, -dijo el hombre de Oxbalam en un susurro –nadie se atreve a salir de sus casas en las noches, porque… dicen que es un monstruo o un brujo el que se lleva las tumbas. -¡Monstruos a mí!- vociferó el patrón -¡Si serán pendejos! Esta misma noche yo mismo voy a estar ahí haciendo guardia pa’ que vean cómo me chingo a su monstruo. Dicho y hecho, esa misma noche el patrón, otros cuatro hombres y yo, todos armados, nos apostamos alrededor del cementerio. Éste estaba bardeado por una albarrada muy alta y la única forma de entrar era través de una gran reja de hierro en la parte de adelante. Cuando cayó la noche, los pueblerinos se metieron en sus casas. Recuerdo que una vieja llegó y nos dio la bendición antes de irse a guardar a su chocita. A eso de la media noche escuchamos un ruido, como el galopar de un caballo. La noche estaba completamente oscura, pues no había luna, pero yo pude ver desde donde estaba que una masa de oscuridad se distinguía de las penumbras que la rodeaban. La cosa ésa llegó hasta la reja del panteón, y entonces la pude ver. Era un toro enorme, alto como una casa y largo como dos caballos puestos uno detrás del otro. Era más negro que la noche y sus ojos brillaban rojos de fuego. El toro empujó la reja con sus cuernos y ésta se abrió de par en par, así de fácil, como si no tuviera candado. Luego entró en el panteón. Trepé la albarrada y me asomé para ver lo que hacía allí dentro. Entonces vi, se los juro por ésta, cómo el toro escarbaba con su pata en una tumba y luego metía el hocico y se comía al muerto, con todo y huesos, como 200


si los chupara. Ahí sí lo confieso, tuve miedo. Pensé que ese toro debía ser el mismo diablo, y ¿qué podían hacer seis mortales contra Satanás? Miré a mi lado y vi que el patrón estaba trepado junto a mí, con los ojos muy abiertos. Entonces le noté una mirada de decisión, apuntó con su rifle y le disparó al toro. El bramido que pegó el animal debió haberse escuchado por todo el pueblo. Del puro susto me caí de la albarrada. El patrón gritó: -¡A ver, culeros! A esta cosa le duelen las balas. ¡A darle, pues! Y le pegó otro disparo a la bestia. En ese momento salimos todos con nuestras armas y le empezamos a disparar al toro, que se dio la vuelta y salió corriendo del panteón. El patrón lo persiguió a pie y le siguió disparando hasta que el animal estuvo demasiado lejos. Alcancé al patrón, que se había quedado parado viendo hacia el camino por donde había desaparecido el toro. Se inclinó y tocó algo que estaba en la tierra. Era sangre. El patrón sonrió. -Lo lastimamos.- dijo el patrón cuando los demás hombres nos alcanzaron. -¿Qué esperan? ¡A sus caballos! Vamos a seguir a esa cosa hasta que la hayamos matado. Y así lo hicimos, seguimos el rastro de sangre. Salía del pueblo por el camino a Sahkil y luego torcía en dirección a los henequenales. Los atravesamos siguiendo el rastro hasta un monte sin cultivar. Nos detuvimos frente a la selva; sabíamos que los caballos no podrían andar entre tantos árboles y maleza, y nos parecía una locura meternos allí, donde no había ni siquiera un sendero qué seguir; además había tigres y otros animales. Y algunos decían que en medio de la selva había ruinas muy antiguas, más viejas que cualquier otra, en donde se reunían los brujos mayas para hablar con sus 201


dioses. Pero el patrón nos ordenó que nos bajáramos de los caballos, que armáramos unas antorchas y que siguiéramos. Nadie se atrevió a decir que no, pero uno de nosotros dijo: -Hay que ponernos las camisas al revés, con los botones en la espalda, para que no nos pierdan los aluxes. -Hagan lo que quieran.- dijo el patrón –Pero apúrense. Y nos internamos en la selva. Pronto estábamos rodeados de árboles altos y siniestros; nosotros teníamos miedo, pero el patrón continuaba con el mismo paso veloz, siguiendo la sangre del toro. A veces perdía el rastro, pero no tardaba mucho en volver a encontrarlo, quién sabe cómo, porque estaba más oscuro que dentro de una gruta, y más allá de lo que iluminaban las antorchas no se alcanzaba a ver nada más que unos puntitos brillantes, como ojos, que nos veían a través del follaje. Me dije que debían ser monos o tecolotes, o algún otro animal, pero la idea no me sosegaba. De pronto sentí un golpe en la cabeza, como si me hubieran arrojado una piedrita. Luego todos sentimos que nos estaban lloviendo guijarros y escuchamos susurros que venían de todas partes y que blasfemaban y nos insultaban. -Ay, patrón.- dijo el mismo de antes –Son los aluxes, los señores del monte. -¿Ah, sí?- dijo el patrón sacando su pistola y pegó dos tiros al aire. -¡No sean cobardes! ¿Ellos tienen piedritas? Pos yo tengo balas.- y al instante se detuvieron las pedradas.

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Y seguimos así por horas y horas, hasta que el sol comenzó a alumbrar entre las copas de los árboles. Fue entonces que vimos un resplandor en lo profundo de la selva y nos dirigimos hacia él. En medio de un claro había una choza maya y el rastro de sangre seguía hasta ella. El patrón entró en la choza con la pistola en mano, y nosotros cinco lo seguimos. Esto fue lo que vimos en la choza. Al centro, estaba una mesa de madera, el único mueble en toda la casa, y sobre la mesa, una canasta con un bebé. Tirado en el piso estaba el cadáver de un muchacho joven, indio, fuerte, guapo, con varios agujeros de bala en el cuerpo. Arrodillada junto a él estaba una muchacha, que no era otra que mi ahijada, la hija de mi compadre Fulgencio. La niña no dejaba de llorar y de acariciar el cabello del joven. Atrás, afuera, ardía una gran hoguera. El patrón apuntó su revólver a la cabeza de la muchachita y le disparó. Cayó muerta enseguida. Con la misma agarró al bebé de una pierna y lo arrojó a la fogata. Lo único que le pido a Dios es no tener jamás que volver a escuchar un sonido como el que hizo esa cosa cuando se quemaba.

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GASSMENSCH Frente occidental, 1917 Me detengo exhausto ante un charco en la tierra, seducido por el agua sucia y lodosa que mi boca y mi garganta desean como al manantial más exquisito. Con ansiedad sumerjo la mano y llevo el agua hasta mis labios, tratando de ignorar el olor y el sabor a podredumbre. Bebo hasta quedar satisfecho. Me siento en el fango y trato de serenarme. Contemplo el panorama que me rodea y no veo señales de la cosa que me persigue. Suspiro. Estoy lejos de las trincheras, de las barracas y de los alambres de púas. Todo a mi alrededor es un infinito desierto de lodo. Me siento como el último hombre en un mundo muerto. Mis manos se resisten a soltar el rifle, pues éste se ha adherido a mis dedos anquilosados. Con esfuerzo y dolor abro la mano y dejo el arma a un lado. No está cargada, y aún si lo estuviera no me serviría de nada, pero tenerla cerca me hace sentir menos desvalido. Me descuelgo la mochila de los hombros y la abro en busca de comida. Encuentro un trozo de salchichón ennegrecido y rancio que devoro con desesperación. En las últimas horas sólo había pensado en huir y no me había tomado tiempo para revisar el contenido de mi mochila. Hay algo más aquí... es mi diario. Abro el cuaderno y leo notas que escribí hace apenas unos días, pero me parecen escritas por otra persona en una época muy lejana.

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17 de Noviembre Hoy escuché a dos capitanes hablar acerca de lo que uno de ellos había oído decir a un teniente y a un coronel. Dijeron que habían muerto algunos soldados en una barraca de la que se encargaba el teniente antes de ser transferido. Los soldados parecían haber sido envenenados con gas, pero era muy extraño porque no había habido ataques enemigos, además de que el veneno no había afectado a los demás soldados, a pesar de que todos dormían en un mismo espacio reducido. Más tarde, Franz me dijo... Sollozo cuando leo el nombre de mi amigo y camarada, sabiendo que nunca lo volveré a ver. Sigo leyendo, sin saber bien por qué lo hago. Más tarde, Franz me dijo que había escuchado rumores acerca de un soldado que se había vuelto loco y había gaseado a sus propios compañeros mientras dormían. Miro en derredor y busco señales de vida, pero sólo está el desierto de lodo hasta donde la vista alcanza. El cielo es casi del mismo color grisáceo que la tierra y ambos se confunden en el horizonte. El viento helado me trae el olor de cadáveres podridos. Los escalofríos de miedo se confunden con los que me causa la helada y con el temblor del hambre y el cansancio. Continúo leyendo mi diario y como en las notas del dieciocho de noviembre no encuentro nada que se refiera a esa cosa, paso a las del día siguiente.

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19 de Noviembre Hoy conocí a un soldado, llamado Peters, que vino transferido desde el Hormiguero. Me dijo que ya habían abandonado ese puesto y que lo habían dejado a los franceses. Según Peters, los oficiales temían que hubiera una epidemia en ese lugar, porque muchos soldados aparecían muertos con los rostros deformados y los cuerpos contraídos, como si hubieran sido envenenados con gas. Pero Peters nos dijo a mí y a Franz que el verdadero culpable tras la muerte de los soldados había sido un demente que entraba en las barracas durante las noches y que gaseaba a los soldados mientras dormían. El frío atraviesa mi ropa, mi piel y mis huesos. El silencio a mi alrededor es absoluto, ahora ni siquiera hay viento. El mismo sonido de mi respiración me pone nervioso. No puedo evitar el sentirme acechado.

21 de Noviembre Anoche hubo un ataque. Los franceses, que ya han asegurado su posición en el Hormiguero, asaltaron nuestra trinchera y estuvimos toda la noche combatiendo. Logramos repeler el ataque, pero muchos murieron, Gunthersen entre ellos.

Sin embargo, murieron muchos más franceses y los oficiales

festejaron esa noche, como si hubieran ganado una gran victoria. Los soldados nos fuimos a dormir en cuanto pudimos. Franz dijo que durante la batalla vio una figura alta y oscura caminar de un lado a otro en medio del fuego cruzado. Peters dijo haber escuchado a varios oficiales decir que muchos soldados tanto nuestros como franceses 206


fueron encontrados con las señales de haber sido envenenados con gas. Pero estamos seguros de que ni los franceses ni nosotros usamos gas durante la refriega. Peters asegura que el gaseador misterioso es el responsable.

22 de Noviembre Hay miedo en la trinchera; varios soldados murieron anoche. Amanecieron con los músculos contraídos, con el gesto retorcido, como si hubieran sido gaseados. Después de todo lo que me han contado los últimos días, también tengo miedo. Yo conocía a uno de los que murieron. Era un jovencito a quien llamábamos Maus. Nos ordenaron incinerar todos los cuerpos y yo mismo me encargué del suyo. Dejo de leer y trato de recordar a Maus. Cuando lo conocí era un muchacho alegre, pero en las últimas semanas parecía estar invadido por la desesperanza. Se veía demacrado, flaco y ojeroso, con la mirada perdida, y ya casi nunca hablaba.

23 de Noviembre He oído a varios soldados hablar acerca de un hombre altísimo, que camina por las trincheras durante la noche, todo vestido de negro, con una gabardina larga que le llega hasta los talones. Los que lo han visto creen que es él quien está matando a los soldados. Nadie lo ha visto durante el día. Lo llaman Gassmensch. Me dijeron que cuando este personaje se encuentra cerca, 207


se siente un olor dulce y penetrante, que creen que es el gas con el que mata a sus víctimas.

24 de Noviembre Anoche pasó algo muy extraño y aterrador. Estaba recostado en mi litera, con los ojos cerrados pero sin dormir -ya casi nunca lo hago-, cuando sentí un olor muy dulce e intenso. Me invadió el terror y no me atreví a abrir los ojos. Sentí una presencia y escuché los ecos de una respiración pesada y cortante, que se acercaba poco a poco hasta que se detuvo a mi lado. Por largos segundos escuché junto a mí la respiración resonante de este ser. Recé todas las oraciones que me vinieron a la mente y cuando esa cosa se marchó, seguí rezando. Wilmer, que dormía en la cama bajo la mía, amaneció muerto. Estoy seguro de que Gassmensch estuvo en nuestra barraca. Estamos todos muy nerviosos y los oficiales no dicen nada.

26 de Noviembre Antenoche vi por fin a Gassmensch. Yo estaba en la trinchera haciendo la guardia cuando sentí el mismo olor dulce de la noche anterior. Me puse alerta y miré en todas direcciones. Y lo vi: era una figura humana, muy alta, vestida toda de negro y traía una capa o una gabardina negra y larga que le daba el aspecto de una sombra ondulante que se deslizaba por la trinchera. Me quedé congelado de terror, pero él pasó junto a mí como si no me viera. Entonces lo pude ver de cerca. Sus manos eran muy extrañas, parecían estar cubiertas de cuero negro y brillante y sus dedos remataban en puntas, como si tuviera 208


garras. Usaba una máscara antigás que le daba el aspecto de una cosa inerte. Su respiración se podía oír detrás de la máscara, pesada y cortante, como la que había escuchado la noche anterior. Sólo cuando Gassmensch se hubo alejado unos cuantos metros, reaccioné. Tomé mi fusil, apunté e hice tres disparos. La criatura -pues ahora estoy seguro de que no se trata de un ser humano- se tambaleó un momento, pero luego recobró su postura mecánica y siguió caminando. Estoy seguro de haberle dado por lo menos con uno de los tiros, porque pude ver el agujero que dejó la bala en su espalda. De ese agujero comenzó a brotar una nube de humo negro y espeso. Al verlo, corrí aterrado en la dirección opuesta hasta llegar a mi barraca. Ayer estuve arrestado todo el día por relatar mi encuentro con Gassmensch a los soldados. El teniente Brem dijo que mi historia era un cuento para justificar el hecho de que hubiese abandonado mi puesto y que no hacía más que cundir el pánico entre mis compañeros. Hasta hoy en la mañana me dejaron salir. Entonces me enteré de que varios soldados habían muerto las noches de ayer y de antier. Aquí termina mi diario; las últimas líneas fueron escritas con prisa. Cierro el cuaderno con un suspiro desesperanzado y lo guardo de regreso en la mochila. Por alguna razón siento que si sobrevivo debo contar esta historia, que el mundo debe saber lo que sucedió... lo que está sucediendo. Había dejado de escribir porque a la mañana siguiente emprendimos la carrera Franz, Peters y yo. Franz fue el primero en levantarse, nos despertó a sacudidas y nos dijo temblando que no había nadie con vida en los alrededores. Salimos de nuestro dormitorio. En las barracas decenas de soldados estaban 209


muertos en sus camas, con los rostros contraídos en gestos grotescos, inhumanos. Por los pasillos de la trinchera muchos otros cuerpos estaban medio hundidos en el lodo. Lo único vivo eran las ratas que roían los cadáveres. Todo apestaba a podrido. Como no encontramos a los oficiales ni a muchos de nuestros conocidos, dedujimos que habían huido. Recogimos nuestras cosas y todas las municiones que encontramos y nos lanzamos a campo abierto. Todo el día lo pasamos corriendo por el páramo fangoso. Por ningún lado veíamos señal de los nuestros ni de los franceses. La primera noche acampamos junto a una trinchera que encontramos abandonada. Con trozos de madera podrida encendimos una fogata. Franz entonces nos dijo que creía saber la razón por la cual Gassmensch nunca aparecía durante el día. Nos explicó que los gases venenosos son diferentes; algunos no se evaporan si hace mucho frío y no llegan a ningún lado, otros se evaporan demasiado rápido con el calor y se disuelven en el aire. Franz creía que Gassmensch se habría evaporado si salía durante el día. Esa noche nadie durmió. Ahora tengo mucho frío. Miro hacia el cielo y me doy cuenta de que el sol ya comienza a ponerse. Me aterra saber que se acerca la noche, pero no tengo energías para seguir corriendo y además en este paisaje en el que todo es fango, no sabría hacia dónde huir sin regresar por donde vine. Busco en derredor algo con lo que pueda hacer una fogata, pero sé que no hay nada en este gigantesco lodazal. Miro mi mochila. Lo pondero por largos minutos antes de prenderle fuego con todo y mi diario adentro. La segunda noche, mis compañeros y yo estábamos sentados alrededor de una hoguera que habíamos encendido con la ropa que le arrancamos a los 210


cadáveres. Franz nos contó otra de sus teorías sobre Gassmensch. Según él, se trataba de un soldado que debía haber sobrevivido a un ataque con gas y se había convertido en monstruo. Le pregunté por qué creía que Gassmensch mataba a unos soldados y a otros los dejaba vivir. No supo darme una respuesta. Entonces yo sugerí que quizá se trataba de un arma diseñada por los franceses, o por los rusos. Peters negó con la cabeza y aseguró que Gassmensch era el demonio. Me volví para ver a Peters. No había dicho una palabra hasta entonces. Se veía en verdad exhausto; su rostro estaba pálido y demacrado y su mirada se perdía en la hoguera. Yo empezaba a sentir sueño, cabeceaba. Cerré los ojos por un momento y, de pronto, escuché un sonido lejano, susurrante. Abrí los ojos. El rumor se oía cada vez más cerca, proveniente de la oscuridad. De entre las sombras vi aparecer al monstruo caminando lento y mecánico hacia nosotros. Grité y mis compañeros reaccionaron. Tomamos nuestras armas y logramos poner la fogata entre Gassmensch y nosotros. Estábamos tan cerca de la criatura que podía ver el fuego reflejado en los lentes de su máscara antigás. Disparamos los tres al mismo tiempo, seguros de nuestro tino. El monstruo se tambaleó con cada disparo, pero después recuperó el equilibrio y siguió avanzando hacia nosotros. Volvimos a cargar y disparamos otra ráfaga, sin darnos cuenta de que por cada agujero que nuestras balas hacían en su gabardina brotaba humo negro y espeso. Peters fue el primero en notarlo y nos advirtió a gritos, pero no evitó inhalar el gas. Abandonamos la idea de enfrentar a Gassmensch y huimos del lugar. Corrimos todo lo que pudimos. Yo iba ayudando a Peters, a quien costaba cada vez más trabajo mantenerse en pie. Finalmente, no pudo más y cayó al lodo, convulsionándose y gimiendo. Apretaba los dientes y babeaba y se arañaba la cara y sus ojos sangraban. Franz y yo lo contemplamos con una mezcla de 211


horror y compasión hasta que dejó de moverse. Abandonamos su cadáver medio hundido en el fango y seguimos caminando hasta el amanecer. Cuando salió el sol ya habíamos entrado a esta tierra de nadie en la que me encuentro ahora. Franz y yo nos dejamos caer sobre el lodo y nos echamos a dormir. La lluvia me despertó a medio día. Las gotas de agua fresca cayendo suavemente sobre mi piel fueron lo único saludable que me he tocado desde que llegué al frente. Franz y yo llenamos nuestras cantimploras y me sentí revitalizado. Proseguimos nuestra huida más allá de la caída de la noche, sin dirección y sin mirar atrás. Cuando nos deteníamos era más por cansancio que por sentirnos a salvo. Franz se comportaba cada vez más huraño, incluso agresivo. Después de nuestro encuentro con Gassmensch yo era el único que había conservado su fusil. Franz comenzó a interrogarme; me preguntaba por qué aún tenía mi arma cuando ambos sabíamos que las balas no le hacían daño al monstruo. Yo no respondía, sólo seguía caminando. Después de eso, ya no nos hablamos, sólo caminábamos el uno junto al otro, casi sin siquiera voltear a vernos. Así avanzamos toda la noche. Faltaba poco para el amanecer y aún no veíamos el final del desierto lodoso. Franz, sediento, sacó su cantimplora y empezó a beber, pero durante un instante de torpeza, dejó caer el recipiente. Miramos abstraídos cómo el vital líquido se perdía absorbido por el lodo. Franz enloqueció. Tomó un puñal que traía colgado de su cinturón y se lanzó contra mí, rugiendo como un salvaje y exigiendo que le diera mi agua. Yo trataba de esquivarlo, pero una de sus estocadas dio justo en mi cantimplora y abrió una fisura por la cual se salió toda 212


el agua. Al ver esto, Franz se desquició por completo; se abalanzó sobre mí y ambos caímos al fango. Perdí mi fusil. Franz trató de apuñalarme, pero mordí su mano y le hice soltar el arma. Lo empujé y lo hice caer de espaldas. Ya no me contenía; me puse encima de Franz y empecé a golpearlo con todas mis fuerzas. De pronto sentí el penetrante olor de Gassmensch. Me puse de pie y Franz hizo lo mismo. Estábamos alerta; yo recogí mi fusil y Franz esgrimió su cuchillo. Miramos a nuestro alrededor, pero no podíamos ver al monstruo. De pronto, se apareció detrás de Franz, lo sujetó con sus brazos y juntos se desvanecieron en una nube de gas negro. Salí corriendo para no presenciar un final que ya imaginaba. Entre caminata y carrera, huí sin cesar durante dos días hasta que, vencido por la fatiga, me detuve frente a este charco. Estoy agotado. El sol se ha puesto ya. No hay luna y el frío me tortura. Me levanto y empiezo a caminar sin rumbo. Si sigo andando es casi por inercia. Estoy perdido, no hay hacia dónde ir. Todo aquí es lodo, frío y muerte. Me dejo caer. Entre el olor fétido del lodazal puedo sentir el dulce aroma de Gassmensch. Me levanto y sigo caminando sin mirar atrás. Siento su pesado y cortante respirar detrás de mí. Sigo caminando, quizá si lo ignoro se vaya. Pero sigue detrás de mí. De alguna forma, siempre ha estado allí. Siempre ha estado caminando detrás de cada uno de nosotros, sólo hace falta volverse para verlo. Y lo hago, me vuelvo. Veo mi rostro pálido y marchito reflejado en los lentes de su máscara antigás. Ahora lo entiendo, Gassmensch no mata hombres al azar. No es un monstruo, ni un demonio, ni un arma secreta. Ahora sé quién es Gassmensch. Me acerco a él y dejo que comparta su veneno conmigo.

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THERE ARE SUCH THINGS Los Ángeles, década de 1930 -Es usted un hombre sabio, profesor,- dijo el Barón –para alguien que sólo ha vivido una vida. El sexagenario profesor Von Solan había fortificado su estudio al cubrir las paredes con crucifijos y guirnaldas de ajo. En la mano izquierda sostenía una botella con agua bendita y en la derecha un revólver que acababa de disparar una fallida bala de plata. El Barón, de pie en el umbral de la puerta de vidrio que daba al jardín, lo miraba con todo el fulgor sobrenatural de sus ojos no-muertos y le sonreía con toda la malignidad de un ser sin alma. -Su trampa casi funciona, profesor. Piense en la ironía: yo soy mucho más viejo que usted, pero su avanzada edad le impidió manejar el arma con precisión. Deduzco que ésa su única bala, pues de lo contrario ya habría disparado una segunda. -Mi hija…- balbució el profesor y el Barón emitió una estruendosa carcajada. -La bella Nina ya es una de nosotros. Mi sangre corre por sus venas y pronto despertará a una nueva vida. -Maldito sea, Barón. ¡Lo perseguiré! ¡Lo encontraré aunque se esconda en el fin del mundo y entonces clavaré una estaca en su horrendo corazón con mis propias manos!

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-Hasta entonces, profesor. Y si le sirve de consuelo, sepa que en quinientos años no encontré un rival tan formidable como usted.- y dicho esto, el Barón se desvaneció en una nube de humo. El profesor cayó de rodillas y, desesperado y furibundo, exclamó con todas sus fuerzas hacia el cielo -¡¡¡MALDITOOO!!! -¡Y corten!- ordenó el director. -¡Bravo!- gritó alguien y los actores y miembros del equipo de producción llenaron el set con sus aplausos. Con esa escena el rodaje de La amenaza del vampiro quedaba concluido. Roman Blasko, quien interpretaba al Barón, y Edward Van Tassel, que hacía el papel de profesor Von Solan, se estrecharon las manos e intercambiaron felicitaciones. Un exclusivo club nocturno estaba preparado para recibir en una alegre fiesta a todos los que participaron en la producción del filme, pero Van Tassel, tras excusarse y despedirse cordialmente de sus compañeros, se fue directo a su elegante, pero sobria y solitaria residencia en Sunset Boulevard. Allí, después de dar las buenas noches a su chofer, y de mandar a dormir a su ama de llaves, Van Tassel subió las escaleras que llevaban al segundo piso, entró en su habitación, preparó una dosis de morfina, se recostó en su sillón favorito, y se inyectó. La droga era lo único que acallaba las voces y censuraba las pesadillas. Al día siguiente, Van Tassel ordenó a su chofer que lo llevara a dar su paseo dominical por Silver Lake. La rutina era importante para Van Tassel: era racional y predecible, cualidades a las que el actor se aferraba como vitales para su salud emocional. Cada domingo paseaba por ese barrio y gustaba de visitar una tienda para comprar cierta marca de tabaco que sólo vendían en esa parte de la ciudad. A la entrada del establecimiento siempre lo recibía Eddie, 215


el ayudante del tendero, un muchachito de trece años que pasaba más tiempo leyendo revistas de historietas y libros pulp que siendo útil. Eddie era, también, el único admirador al que Van Tassel podía soportar. -Buenos días, señor Van Tassel. ¿Cómo va el rodaje de La Amenaza del Vampiro? -Ayer terminamos, Eddie. Pronto la podrás ver en el cine. ¿Qué estás leyendo ahora, muchacho? -Es un autor de Rhode Island. Escribe cuentos de terror increíbles. Cosas como nunca había leído antes, señor Van Tassel. Éste es el décimo cuento suyo que leo; es verdaderamente aterrador. De verdad hace sentir a uno que es acechado por fuerzas inexplicables y malignas. Me ha causado pesadillas toda la semana… si gusta, se lo puedo prestar. -Ya veremos, Eddie.- dijo el actor y se introdujo en la tienda en busca del tabaco. A medio día, Van Tassel almorzó en un restaurante de Echo Park y en la tarde visitó a un viejo amigo suyo, el actor retirado Robert Benson, que vivía en un asilo de ancianos en el que sus hijos lo habían dejado después de que él los heredara en vida. -¿Sigues teniendo problemas para dormir, Edward? -Me temo que sí, viejo amigo. Son esas malditas pesadillas.

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-Deberías tomarte unas vacaciones. Vete a un lugar donde no se puedan encontrar casas embrujadas ni noches de luna llena.- Benson dejó escapar una risita entre los dientes. -Te burlas de mí, pero tienes razón. Ya es hora de que deje atrás esa basura de películas. Si no puedo volver a hacer teatro, por lo menos podré disfrutar de un digno retiro. -No sé de qué te quejas. Esas películas por lo menos te han dejado una casa y una buena posición. Mírame, yo tengo suerte si mis hijos me mandan un pastel de frutas en Navidad… Benson y Van Tassel jugaron tres partidas de ajedrez antes de que la enfermera anunciara que había terminado la hora de las visitas. Entonces Van Tassel ordenó a su chofer que lo llevara a cierto club en el que él y otros caballeros de su estilo podían disfrutar de la compañía de apuestos y gallardos jóvenes, en su mayoría extranjeros. Ya era tarde en la noche cuando volvió a su casa. Intentó leer un rato, pero un mismo pensamiento lo acosaba: de haber seguido en el teatro, ¿habría tenido una carrera más digna, aunque menos lucrativa? Desde su punto de vista, en Hollywood no había prestigio, ni la posibilidad de alcanzar la fama de los grandes artistas, mucho menos en el género de terror en el que había sido encasillado y con el que sólo podría aspirar a la admiración de gente inculta y sin gusto. Le vino a la memoria el momento en que aceptó el papel del profesor Von Solan en El Vampiro, la primera de la larga serie de películas de horror que produciría Cosmopolitan Studios. En ese entonces Van Tassel pensaba que era un trabajo indigno, pero necesario para reunir el dinero suficiente y 217


pagar las deudas que le había dejado la Gran Depresión. Creyó que sólo una vez tendría que participar en un proyecto así y que después podría seguir haciendo teatro. Convencido de haber hecho un bodrio cinematográfico, el veterano actor no se imaginó el éxito que tendría El Vampiro. Cuando los estudios lo llamaron para contratarlo por los siguientes años, Van Tassel estaba realmente sorprendido. Pero el dinero le hizo tomar la decisión final. Por un jugoso sueldo, el actor participaría en las películas que los estudios le ordenaran e interpretaría el papel que le fuera indicado. Así, en siete años había participado en ocho películas de horror para Cosmopolitan Studios. Cuatro de ellas eran de la serie de El Vampiro, en las que interpretó siempre al experto en lo sobrenatural, el profesor Von Solan. En las demás, interpretó papeles prácticamente idénticos: el profesor Miller, egiptólogo, en El Sarcófago; el doctor Goldmann, anatomista, en El Monstruo, y el doctor Siodmack, psiquiatra, en El Hombre-Bestia. En una más, El Hombre sin Rostro, Van Tassel tuvo la “oportunidad” de interpretar a un monstruo, el doctor Reins, científico loco que se transforma en el personaje epónimo. Aunque estaba lejos de tener la popularidad de sus coestrellas, con estas películas Van Tassel había ganado fama entre un público al que consideraba ignaro y le disgustaba encontrarse enlistado entre los íconos del cine de horror. Para atraer al público, los Cosmopolitan Studios habían creado para sus estrellas biografías extraordinarias. Del veterano actor se dijo había nacido en Holanda, donde había pasado la mayor parte de su vida convirtiéndose en experto en ciencias ocultas. En realidad, el origen de Van Tassel se encontraba en Nueva York, en el infame pueblo de Sleepy Hollow. Ahora, para el colmo, Cosmopolitan Studios tenía un nuevo proyecto: en caso de que La Amenaza del Vampiro resultara un éxito, se realizaría una cinta en la que Von Solan se 218


enfrentaría a los tres grandes monstruos. Roman Blasko, el noble vampiro; Basilius Pratt, el monstruo de la película del mismo nombre y el hechicero egipcio Arlhotep en El Sarcófago; y Creighton Talbot Jr., protagonista de El Hombre-Bestia, estelarizarían juntos La Casa de los Monstruos, una película que pretendía ser la obra maestra del género. A Van Tassel le repugnaba la idea. Entonces, como casi todas las noches, empezó a escuchar murmullos, como de risas en la lejanía. La posibilidad de estar perdiendo la razón lo atormentaba y, para poder conciliar el sueño, se inyectó una dosis de morfina. Justo antes de que la droga le hiciera efecto, le pareció escuchar un aullido lejano. La semana siguiente fue rutinaria y aburrida, como debía serlo. Cada dos días, Van Tassel visitaba a Robert Benson y se sentaba a jugar ajedrez con él hasta que la enfermera anunciaba el fin del horario de visitas. Casi diario, el actor ordenaba a su chofer que diera vueltas por algunos de los barrios más afectados por la crisis económica, para recordarse a sí mismo que su propia situación podría carecer de prestigio y elegancia, pero que aún era privilegiada. Unas tres veces por semana iba al teatro, cada dos o tres días visitaba el club de caballeros y cada domingo iba a Silver Lake a comprar tabaco en la tienda de abarrotes. -Buenos días, señor Van Tassel, ¿qué hay de nuevo? -Buenos días, Eddie. Nada hay.

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-Señor Van Tassel, escuché unos rumores de que la próxima película será en color. ¿Usted cree que sea verdad? -Sólo eso me faltaba. -No creo que las películas de horror deban ser coloreadas, señor Van Tassel. Creo que el blanco y negro forma parte muy importante de su estilo, porque hace que esos castillos y esos cementerios parezcan imponentes, y le da personalidad a las sombras ¿no lo cree usted? -Caray, Eddie, no lo sé. Al caer la noche, ya de regreso en su casa, Van Tassel recibió una llamada de su agente. La producción de La Casa de los Monstruos se adelantaría. Los trabajos de preproducción comenzarían apenas La Amenaza del Vampiro estuviera terminada. -¿No es sensacional, Edward? -Sí, es maravilloso. Tras colgar el teléfono y despedir a sus sirvientes Van Tassel miró a su alrededor. La sala de la casa estaba oscura y silenciosa, y largas sombras se proyectaban en el suelo y las paredes. -Es como esas casonas de las películas.- se dijo en voz alta, pero de inmediato desechó la idea como absurda. Subió a su habitación, se apoltronó en su sillón y trató de leer la última obra de George Bernard Shaw, mas los susurros lo interrumpieron. Con un vago temor creciendo en su seno, se inyectó una dosis de morfina. Esta vez no bastó para aplacar las pesadillas.

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Van Tassel se encontró en un cementerio junto a las ruinas de un inmenso castillo gótico. Las lápidas proyectaban sombras alargadas y los crucifijos se recortaban filosos contra la luna llena. El chillido de los murciélagos y el eventual ulular de un búho poblaban la noche. Todo estaba en blanco y negro. Van Tassel caminó sin rumbo entre las lápidas, en busca de la salida de ese escenario. Sabía que existía un mundo luminoso lejos de las sombras, las ruinas y los fantasmas: un mundo real. Pero entonces un pensamiento le producía escalofríos, ¿y si esto era todo el mundo? ¿Y si éste era el mundo real? El aullido de un lobo a lo lejos llenaba al actor de un miedo insufrible, producto de la sensación de estar siendo acechado. Van Tassel echó a correr, consciente de que algo lo perseguía. Tropezó y cayó de bruces sobre una pila de huesos que susurraban risas. Nadando entre las osamentas, Van Tassel no podía levantarse y con trabajo pudo volverse sobre su espalda. Entonces vio al monstruo. Era el vampiro de poderes imbatibles, o el ser creado con cadáveres, o la bestia humana feroz y hambrienta, de pie frente a él, que estiraba una de sus zarpas para atraparlo… En ese momento despertó. Las pesadillas eran siempre más o menos las mismas. Habían comenzado cuando terminó la filmación de El Vampiro y lo atormentaban desde entonces. Van Tassel miró el reloj y vio que era aún de madrugada; resolvió aumentar su dosis de morfina para poder dormir de nuevo. A la mañana siguiente el actor se sentía muy cansado como para hacer su paseo matutino, así que, de manera inusual, aún se encontraba en su casa pasado el medio día, cuando la policía llegó a su puerta.

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-Detective Sam Lance, LAPD.- se presentó con voz nasal un caballero alto y delgado, parco de rostro, con ligero aliento a alcohol y un cigarrillo en la boca -¿Puedo hablar con usted?-Desde luego.- dijo Van Tassel visiblemente alterado, e invitó al detective y los dos gendarmes a pasar y sentarse en la sala. -¿Gustan café o té? -Café para mí, señor Van Tassel.- pidió el detective y encendió un cigarrillo –Sin más rodeos, caballero, debo decirle que Roman Blasko fue asesinado ayer por la noche. -¿Qué? ¿Cómo? -Es lo más extraño, señor. Alguien le clavó una estaca en el corazón mientras dormía. -¡Dios mío!- exclamó el actor horrorizado -¿Tienen idea de quién fue? -Para eso estamos aquí… -¡Detective!- se sobresaltó el actor -No sugerirá que yo… -No, no señor Van Tassel. Sólo queremos información. Discúlpeme si le di a entender otra cosa.- Lance hablaba con sarcasmo y sin la intención de ocultarlo -Usted hizo cuatro películas con Blasko, ¿no es cierto? -Sí… -¿Sabe usted si el señor Blasko tenía enemigos?

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-¿Blasko? No. Era un hombre muy carismático que agradaba a todo el mundo. No puedo imaginar que alguien quisiera hacerle daño de una forma tan abominable. ¿Tienen alguna pista? -¿Cuándo fue la última vez que habló con Blasko?- inquirió el detective ignorando la pregunta de Van Tassel. -La noche en que terminamos el rodaje de la última película. No lo he vuelto a ver desde entonces. -¿Dónde estaba usted ayer a media noche? Van Tassel dirigió una mirada de indignación al detective –En mi casa. A esta edad, el sueño de apodera de uno muy temprano. -Tengo entendido que los Cosmopolitan Studios planeaban hacer una película con usted, Blasko, Pratt y Talbot. ¿Estoy en lo correcto? -Así es. -Y tengo entendido que usted, a pesar de haber ganado miles de dólares con las películas de horror, las odia. ¿No es cierto? -¿Qué? ¡¿Quién le dijo tal cosa?!- exclamó Van Tassel recordando a todos aquellos a quienes había osado confesar la repugnancia secreta que le causaban las películas de horror. -Eso no importa. ¿Usted odia esas películas o no? -¡¿Y cómo no hacerlo?!- explotó el veterano actor -Yo me entrené en los escenarios para representar a Shakespeare, no para cazar espantos…- Van Tassel vio que Lance lo miraba con suspicacia. -Ahora, caballeros, si no tienen más que averiguar, les pediré que se retiren de mi casa. 223


-De acuerdo, señor Van Tassel, muchas gracias por su cooperación. Lo visitaré en caso de necesitar información adicional. Buenas tardes. Los policías dejaron al actor con una mezcla de confusión, temor y fastidio. Para recuperar el equilibrio de su ánimo, Van Tassel no pudo hacer más que seguir con su rutina semanal. A lo largo de los días siguientes, el asesinato de Blasko fue un tema principal en diarios, revistas y programas de radio, pero Van Tassel puso todo su esfuerzo en ignorarlo. En las visitas que hizo a Benson durante esa semana, le pidió a su amigo no hablar del tema. Una mañana recibió la llamada de su agente, que le dijo que la muerte de Blasko había generado mucha expectación respecto a la próxima película. Los Cosmopolitan Studios manejaron muy bien el asunto de la muerte de Blasko y habían hecho circular el rumor de que el actor húngaro era en verdad un vampiro. Por si fuera poco, habían encontrado a un joven actor, Richmond Reeds, para sustituir a Blasko en La Casa de los Monstruos, proyecto que seguía en pie. -Es perfecto, ¿verdad, Edward? -Sí, es maravilloso. Llegó el domingo y Van Tassel fue a dar un paseo por Silver Lake, donde, como siempre, visitó la tienda de abarrotes en la que compraba su tabaco favorito. -Increíble lo de Roman Blasko, ¿verdad, señor Van Tassel? -Sí, Eddie. Es una tragedia. Era un buen hombre.- dijo el actor con sinceridad.

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-¿Usted sabe algo de lo que pasó? -Sé tanto como tú, Eddie. -¿Es verdad que Roman Blasko era un vampiro, señor? -No digas tonterías, Eddie. Deberías dejar de ver tantas películas de espantos. Y ciertamente deberías leer buenos libros en vez de esa basura. ¿Qué estás leyendo ahora? -El horror a través de los siglos. Es increíble. El hombre que lo escribió se volvió loco y mató a su esposa, y a mucha gente más. ¡Sus cuentos de terror abarcan desde la antigüedad hasta el futuro! Es un libro muy difícil de conseguir… -Muy bien, Eddie. Pues diviértete.- dijo el actor y entró en la tienda. El resto del domingo fue saludablemente rutinario, hasta que cayó la noche y Van Tassel visitó el club que tanto apreciaba. Dos amigos suyos, clientes frecuentes del lugar, le recomendaron un espectáculo nuevo y fascinante que sólo se realizaba en una sala privada y exclusiva. Entre todos pagaron una de esas salas, una pequeña habitación en la que apenas cabían las tres sillas. Un vidrio separaba la sala de un reducido escenario. Tras unos minutos de espera, los caballeros vieron salir a escena a un joven de unos veinte años, alto, delgado y guapo, de cabellos dorados y ojos azules, que estaba completamente desnudo. -Es hermoso, ¿verdad?- dijo uno de los caballeros. -Parece asustado.- señaló Van Tassel con preocupación.

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-Es parte del acto. Entonces un hombre que aparentaba unos vigorosos cuarenta años salió al escenario. Tenía el cabello y los ojos negros, y un cuerpo envidiable para cualquier edad. Al igual que el muchacho, estaba desnudo. -Amo a este hombre.- dijo un caballero -He tratado que me den su nombre y que me contacten con él, pero sólo hace estos espectáculos privados. El hombre en el escenario tomó al jovencito de los hombros y lo miró con una fuerza que Van Tassel nunca había visto en los ojos de un ser humano. El joven temblaba y sudaba frío ante esa mirada. De pronto, el hombre abrió la boca y dejó ver dos largos y filosos colmillos, blancos como el marfil. El muchacho pareció espantado frente a esta visión y trató de zafarse, pero el hombre lo sujetó con fuerza y mordió su cuello. Mientras succionaba la sangre de su víctima, una potente erección creció entre sus piernas. Van Tassel se levantó de golpe y salió disparado de la sala. Estaba agitado, sudoroso y sentía náuseas. Uno de sus amigos lo alcanzó y lo animó a tranquilizarse. -Es sólo un espectáculo, Van Tassel. Aunque ciertamente es mucho más perturbador que esas películas que haces, amigo mío. -Se veía tan real…

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-Lo sé. Es impresionante. Y para hacerlo más realista siempre usan a un muchacho diferente. ¡Oh, si pudiera acercarme a ese ejemplar de hombre…! Pero, Van Tassel, te ves terrible. Deberías ir a descansar -Sí… creo que lo haré.- y ya nunca volvió a entrar a ese club. Esa noche, Van Tassel aumentó su dosis de morfina, pero eso no pudo disipar las pesadillas, que fueron más terribles y reales que nunca. Al medio día siguiente recibió la visita del detective Lance y sus gendarmes. -Basilius Pratt fue asesinado anoche.- dijo Lance sin más preámbulos Lo drogaron, ataron a una mesa, le abrieron la cabeza y le sacaron el cerebro. -¡Santo Dios! Pero, ¿por qué viene a mi casa, detective? Yo sólo soy un viejo y no he visto a Pratt desde que trabajamos juntos en El Sarcófago. -No es nada personal, señor Van Tassel. Visito a todos los conocidos del actor y su casa es de las primeras en mi camino. Tenemos la sospecha de que el asesino de Pratt es el mismo que mató a Blasko. -Pues puede estar seguro de que yo no sé nada al respecto. -Bien, entonces nos retiramos.- ya estaba Lance en la puerta cuando de pronto se volvió hacia Van Tassel y le dijo en un murmullo amenazador –Sé del lugar que visita todas las semanas.- y bruscamente lo tomó del brazo y le arremangó la camisa, revelando las cicatrices que habían dejado las inyecciones. -Usted es un viejo cochino, Van Tassel, y no me gustan los viejos cochinos. Lo tengo muy bien vigilado.- Lance aporreó la puerta al salir y Van Tassel se quedó gimoteando en el suelo.

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La semana siguiente fue, para el alivio de Van Tassel, rutinaria y monótona, excepto por las noticias del asesinato de Pratt que acaparaban los medios de comunicación. El actor no pudo dar crédito cuando su agente lo llamó el martes para decirle que la producción de La Casa de los Monstruos seguía en pie. Para olvidarse del asunto, el miércoles visitó uno de los barrios pobres por los que solía pasear. Mientras paseaba, Van Tassel pensó, por un instante, que quizá la pobreza no era lo más horrible que habitaba el mundo. -Debo irme de este lugar, Rogers.- le dijo a su chofer mientras esperaban a que el semáforo marcara luz verde. –Ya no soporto esta vida… De pronto un golpe en su ventanilla lo sobresaltó. Miró y vio a un hombre monstruosamente deforme que lo miraba a través del cristal. Era alto, su palidez rayaba en lo verduzco, y tenía la cara llena de cicatrices, como de suturas. El hombre emitió un gruñido, dio un manotazo al aire y se fue caminando con torpeza e irregularidad. -Dios mío, Rogers, ¿viste a ese hombre? -¿Cuál hombre señor? -Ése. ¡El que estuvo aquí junto al auto! -Disculpe, señor, creo que me distraje.- dijo el chofer poniendo en marcha el vehículo, pues el semáforo marcaba verde. -Creo que me estoy volviendo loco.- susurró el viejo para sí mismo. Todas las noches de esa semana estuvieron infestadas por pesadillas en la que Van Tassel se sentía perseguido, cazado. No eran las imágenes de monstruos lo que más lo torturaba, sino la sensación dominante de terror 228


pánico con la que despertaba cada madrugada. Aumentó sus dosis de morfina y la noche del sábado pudo dormir sin problemas. El domingo hizo su acostumbrado paseo por Silver Lake y se detuvo en la tienda de abarrotes. Saludó a Eddie, que estaba sentado junto a la puerta, con la mirada clavada en un libro. Como el muchacho no devolvió el saludo, Van Tassel lo repitió. Eddie levantó la mirada y el actor pudo notar que estaba demacrado y que le temblaban las manos. -¡Hola, señor Van Tassel! Dígame, ¿usted peleó en la Gran Guerra? -Fui a Europa, pero nunca vi combate. ¿Por qué? -¿Alguna vez oyó usted algo acerca de el Hombre de Gas? -No que yo recuerde… Espera, me parece recordar… Sí, escuché algo a los franceses. Era una especie de fantasma, pero no recuerdo con exactitud. ¿Por qué preguntas, Eddie? -Este libro cuenta historias de terror de todas las épocas. Y el cuento dedicado a 1917 habla del Hombre de Gas… -Mira, Eddie, te voy a ser sincero. No me gustan los cuentos de horror. Ni las películas de monstruos, ni ninguna de estas tonterías. Si fuera por mí, estaría en obras de Bertolt Brecht, no en esa basura de Hollywood que tanto te gusta… -Pero señor, Van Tassel, usted no entiende.- dijo el muchacho ignorando lo que el actor le acababa le decir –Este libro fue escrito a finales del siglo pasado. ¿Cómo podría saber el autor que años más tarde habría una guerra y una leyenda sobre un hombre de gas? 229


Van Tassel no supo que responder y, sin decir palabra, entró en la tienda a buscar el tabaco. Esa noche se desató una violenta tempestad y Van Tassel tuvo problemas para conciliar el sueño, incluso con la morfina. Despertó en la madrugada y creyó oír, entre el retumbar de los truenos, los gritos aterrados de una mujer y las carcajadas demenciales de un hombre. El actor llamó a sus criados y les ordenó registrar los alrededores de la casa, pero no encontraron nada. Rogers dijo a su amo que nadie había escuchado nada y sugirió que quizás el veterano actor había escuchado esos gritos en sus pesadillas. Al día siguiente, Van Tassel supo que Lisa Lancaster, la actriz protagonista de La Mujer del Monstruo, había sido asesinada. Sólo los tabloides más sensacionalistas daban detalles del asunto: Lancaster había sido destazada y le habían cortado las extremidades y la cabeza. Encontraron su cuerpo en un viejo molino a las afueras de la ciudad. Van Tassel no participó en La Mujer del Monstruo y nunca conoció a Lancaster, pero tenía el presentimiento de que el detective Lance iría a visitarlo. Eso nunca pasó, pero sin saber por qué, tal omisión lo preocupaba. Más tarde recibió la llamada de su agente, quien le informó que los estudios estaban preocupados por sus estrellas y que contratarían seguridad para ellas. Eso, desde luego, no incluía a Van Tassel, por lo que le recomendó que cargara con una pistola. Las noches de esa semana fueron de horribles pesadillas que no dejaron dormir al viejo actor. Aumentó sus dosis de morfina hasta triplicarlas, pero apenas logró dormir bien la noche del sábado. El domingo por la mañana se preparó para seguir con su rutina, a la que se aferraba como a un recurso esencial para su cordura. Visitó la tienda de abarrotes de siempre y, al notar la ausencia de Eddie, preguntó por él al tendero.

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-Ay, señor Van Tassel, ¡el pobre Eddie! Se ha vuelto completamente loco. -¿Cómo dice? -Sí, señor. Se la pasa temblando de miedo y mira todo con terror como si viera fantasmas. Balbuce cosas extrañas sobre monstruos, muertos vivientes y el fin del mundo. Y repite una frase extraña que no tiene sentido… Algo sobre el Amanecer de la Muerte. Si me preguntan, yo diría que lo que le causó su enfermedad fueron todos esos libros y películas de espantos. -Dios…- susurró el actor, mientras la culpa lo invadía. ¿Habrían sido sus películas en parte responsables por la locura del muchacho? –Bien, sólo nos queda esperar que se recupere… -Dudo mucho que eso pase, señor. Él niño está completamente destruido. Van Tassel sintió que las fuerzas lo abandonaban y tuvo que apoyarse en el mostrador. Entonces vio allí el libro que Eddie estaba leyendo la semana anterior. Como si nada, el actor pidió tabaco y mientras el tendero iba a buscarlo, tomó el libro y lo guardó en el bolsillo de su saco. Después de haber recibido y pagado el tabaco, salió a toda prisa de la tienda. Una vez en su auto, sacó el libro y lo observó con detenimiento. No sabía qué lo había impulsado a tomarlo, pero sentía que no podía deshacerse de él. -¡Mira nada más!- le dijo Robert Benson echando un vistazo al periódico -Ese loco de Cooper enviará una expedición y un equipo de filmación al Pacífico Sur en busca de una isla misteriosa… cito “mencionada

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en un manuscrito hallado en una botella y que data del siglo XVIII”. ¡Ja! Increíble. ¿Alguna vez trabajaste con Cooper, Edward? ¿Edward? -¿Qué? Ah, no. No con Cooper. -¿Qué pasa, Edward?- Benson dobló el diario y lo asentó sobre la mesa -Estás muy distraído y tembloroso. Se diría que temes que alguien te esté persiguiendo. ¿Es por eso del Cazador de Monstruos? -¿El qué? -El asesino de las estrellas de películas de horror. ¿Crees que podría estar tras de ti? -No, no lo creo. Y todos modos ahora cargo siempre una pistola… Robert, he estado pensado en todas esas películas de horror, y en toda la literatura de monstruos y me preguntaba, ¿y si hay tales cosas? -¿Cómo vampiros y hombres lobo? -O cosas peores… -Debes estar bromeando, Edward. -Sí, supongo. Pero… He visto algunas cosas en los últimos días.... No sé, Robert. Creo que me estoy volviendo loco. Ya no sé lo que sueño y lo que vivo, lo que imagino y lo que es. Escucho gritos y carcajadas incluso cuando estoy despierto…- el hombre parecía a punto de quebrarse -Tengo miedo, amigo. Tengo mucho miedo todo el tiempo y ya no soporto vivir así… ¿¡Robert?! Benson había caído de su silla y estaba tirado en el piso convulsionándose y escupiendo espuma por la boca. Van Tassel vio en los 232


ojos de su amigo una mirada salvaje y feroz que sólo había conocido en sus pesadillas. Sintió que Benson, entre sus convulsiones, lo miraba como un depredador a su presa. No puso soportarlo y salió corriendo del asilo, mientras los enfermeros sujetaban a su amigo y le inyectaban tranquilizantes. Cuando Van Tassel llegó a su casa, la cena le esperaba servida en la mesa. Se sentó a comer en soledad, dirigiendo eventuales y rápidas miradas al ventanal que daba al patio. Apenas había terminado de comer cuando escuchó extraños sonidos, como de fuertes pisadas sobre el césped, y un ligero gruñido. Van Tassel tomó su arma y, lleno de miedo, pero movido por impulsos desconocidos, abrió la puerta del patio. De frente a él, a unos metros de distancia, vio una silueta voluminosa que se recortaba contra la luna llena. Van Tassel tenía al alcance de su mano un interruptor que habría encendido la luz del patio, pero no se atrevió a moverlo. La masa oscura se acercó a él con lentitud y, cuando quedó levemente iluminada por la tenue luz que salía de la casa, Van Tassel pudo ver a un lobo abominable, grande como un oso, y con un par de ojos insanamente humanos que lo miraban inyectados de sangre. Van Tassel pegó un grito y se metió en su casa lo más rápido que pudo. Sus criados atendieron a su llamado y enseguida salieron a revisar los alrededores de la casa. No encontraron nada, ni una huella. Rogers le dijo a su patrón que seguramente lo había espantado algún perro callejero. Van Tassel aceptó la explicación y se retiró a su alcoba. Estaba a punto de administrarse una dosis de morfina cuando recordó el libro de Eddie. Lo sacó de su bolsillo y lo miró con detenimiento. El horror a través de los siglos. Lo abrió y comenzó a leer. Esta vez las voces no interrumpieron su lectura. Conforme leía, su intelecto le explicaba que el libro era poco imaginativo y con una prosa torpe, un simple entretenimiento para 233


adolescentes incultos; pero por dentro lo invadía el miedo. Estuvo leyendo hasta muy entrada la noche, hasta que llegó a un cuento titulado There are such things. Y leyó con horror y desconcierto lo que había hecho en las últimas semanas, y lo que había pensado y dicho. Y se leyó a sí mismo leyendo El horror a través de los siglos y luego cómo llegaba hasta el cuento There are such things, y se leyó leyendo que se leía, y leyó el horror que estaba sintiendo en ese momento. Leyó estas líneas que estás leyendo ahora y te leyó a ti leyendo estas líneas. Pero la idea de quedarse atrapado en un ciclo interminable de paradojas fue demasiado intolerable y Van Tassel arrojó el libro lejos de sí. Lo estuvo mirando con terror por varios minutos antes de decidirse a prenderle fuego. Después se encerró en su habitación, se inyectó una triple dosis de morfina y se quedó dormido. Las pesadillas lo acosaron toda la noche. Durante el transcurso de la mañana siguiente, casi esperaba que el detective Lance se le apareciera con la noticia de que otra estrella de cine había sido asesinada, pero no fue así. Ese día fue tranquilo y predecible, como a Van Tassel le gustaba que transcurrieran los días. Pero la rutina no bastó para que el veterano actor se sosegara y olvidara los horrores del mes anterior. Estaba cansado, pálido y tembloroso. Sudaba frío y constantemente miraba sobre su hombro, como si temiera que un rostro lívido fuera a aparecerse detrás suyo. El miedo se había vuelto la emoción dominante en su vida. Consideraba la opción de visitar a un médico, pero no se animaba a confesar a un extraño su adicción a la morfina, ni mucho menos los absurdos temores de los que era presa. Al medio día reunió el valor para llamar por teléfono al asilo de Benson. Le dijeron que se encontraba bien, pero que necesitaba descansar. Había tenido un ataque de epilepsia. 234


-No sabía que era epiléptico.- dijo Van Tassel. -Nosotros tampoco. -Dígame una cosa. ¿En algún momento Robert salió del asilo? ¿Se les perdió de vista por algún momento? -No, desde luego que no. -Gracias. Por la noche pidió a Rogers que lo llevara a dar un paseo por la ciudad. El recorrido sin rumbo lo condujo hasta el club. -Déjame aquí Rogers. Regresa en media hora.- Van Tassel bajó del auto y se paró frente a la entrada del club, dudando si entrar o no. Quizá si entraba y comprobaba de una vez por todas y sin lugar a dudas que lo que había visto unas semanas antes había sido sólo un espectáculo con humo y espejos, podría convencerse a sí mismo de que lo horrores recientes eran igualmente ilusorios -¡Van Tassel! ¡Sabía que lo encontraría aquí!- el detective Lance se acercaba caminando por la acera, seguido por tres gendarmes –Balearon a Talbot, ¿sabía eso? -¿Qué? –Le metieron tres balas. Tres balas de plata. ¿Sabe algo de eso? -Yo no...

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Lance sujetó con suma brusquedad el brazo del sexagenario –Talbot logró llegar vivo al hospital, pero luego murió desangrado. Antes de expirar, sin embargo, recuperó la consciencia por un momento y dijo “Van Tassel”. ¿Cómo explica eso, señor? -Yo no sé nada. ¡Esto es una locura! -¡Está arrestado, maldito pervertido! -¡No! Van Tassel se escurrió de manos del detective, sacó su pistola y abrió fuego dos veces. Una de las balas hirió a un gendarme y, aprovechando la confusión, el actor echó a correr por la calle. -¡Maldición!- exclamó el detective, desenfundando su arma y preparándose para abrir fuego sobre Van Tassel. –Carter, quédate a cuidar a Jones y pide una ambulancia. ¡Stevenson, sígueme! -¡Espere, señor!- gritó un policía desde una patrulla que en ese momento se detuvo junto a la escena –Van Tassel es inocente. El inspector Atwill acaba de atrapar al verdadero asesino. ¡Ya lo confesó todo! -¿Qué? ¿Quién es, sargento? -Jason Piccoulas, el maquillista de Cosmopolitan Studios. -¡¿Qué?! ¿Y por qué demonios Talbot mencionó a Van Tassel? -Porque Van Tassel era el siguiente en la lista de Piccoulas y supongo que Talbot quería advertirnos. ¡Ese lunático estaba resuelto a acabar con todos los monstruos que había creado!

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-¡Con un demonio! Bien, sargento, de todos modos tenemos que encontrar a Van Tassel. Desesperado y armado como está podría cometer una locura. ¡Vamos! Van Tassel huyó sin dirección por las calles y callejuelas del vecindario. En cada sombra veía un vampiro sediento de sangre; en cada esquina imaginaba a un monstruo hecho con cadáveres; cada persona en su camino podía convertirse en hombre lobo. El miedo, el miedo conquistador y triunfante, era la única emoción que el actor conocía. No supo cómo se metió en un teatro en el que se proyectaba El Vampiro, y no se dio cuenta de que salió frente a la pantalla en el mismo momento en el que acababa la película y se encendían las luces. El público, compuesto por aficionados al cine de monstruos que asistían a ese homenaje a Roman Blasko, reconoció en seguida al actor y lo ovacionó de pie. Van Tassel, confundido por los aplausos que le recordaban los buenos tiempos en el escenario, cobró esa lucidez que proporciona la locura, se arregló el saco, se alisó el cabello, saludó a su público y dio un breve discurso. -Esperen sólo un momento, damas y caballeros. Unas palabras antes de que se marchen. Espero que los recuerdos de lo que acaban de atestiguar no les causen pesadillas, así que sólo diré unas palabras para que se sientan seguros. Cuando lleguen a sus respectivas casas y las luces estén apagadas, y tengan miedo de mirar detrás de las cortinas y encontrarse con un rostro lívido y espectral que los observa a través de la ventana… bien, sólo recuperen la compostura y recuerden… Tales cosas existen. Dicho esto, apuntó el revólver a su sien y tiró del gatillo.

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大怪獣 Tokyo, década de 1950 No eran las explosiones ni el estruendo de los edificios que se derrumbaban. Tampoco los disparos ni el silbar de los misiles cortando el aire. Ni siquiera las pisadas sísmicas o el temblor que subía por los pies y trepaba por la médula. No. Lo peor era el rugido, ese sonido ultramundano, como el chillar de un ave de rapiña o el bramar de un cerdo, o algo más, mezclado con otros sonidos, indescriptible, que el oído y el cerebro humano no podrían identificar. Ese rugido no sólo era captado por los oídos de los habitantes de Tokyo, sino por sus mentes. Más allá del terror instintivo y primario que se apoderaba de las personas, había un horror, más sutil pero más mucho terrible, que llegaba a la mente y nublaba la razón, como si la cosa allá afuera pudiera transmitir sus pensamientos, no como palabras, sino como ideas, de muerte, destrucción y desolación infinitas. El rugido no sólo causaba miedo, sino que sembraba el terror directo en sus almas. Después de la primera explosión, la familia Tanaka salió de su casa junto con algunos vecinos curiosos para ver qué sucedía. Hiroko, la madre, con el pequeño Yukio en brazos, y Akane, la hija preadolescente, se pararon en medio de la calle y fijaron su vista en los lejanos edificios del centro de la ciudad. Un rascacielos se había caído y permanecía inclinado sobre otro edificio que parecía a punto de desplomarse a su vez. Una humareda negra delataba la presencia de un gran incendio y el sonido de un golpe lejano, pesado y constante llenaba el aire. Más curiosos que asustados, los vecinos se preguntaban qué habría pasado y hacían conjeturas. Entonces, no supieron cómo, hubo otra explosión 238


y un segundo edificio se desplomó en la lejanía. Una de las vecinas gritó aterrada, ¡Hay algo ahí, una cosa pasó detrás de los edificios! Luego se escucharon más explosiones y se vio salir más humo. Se oyeron lejanos gritos de multitudes. Al minuto siguiente, escombros salieron volando y cayeron a cientos de metros de su punto de origen. Fue en ese momento cuando se escuchó el primer rugido. Hombres y mujeres se llevaron las manos a los oídos y chillaron horrorizados; algunos se arrojaron al suelo en posición fetal gritando y lloriqueando ¡No, no, no!, y hubo quien se desmayó. Uno de los vecinos se echó a reír histérico y ya no recobró la razón. El pequeño Yukio empezó a llorar de forma incontrolable y ya no pudieron calmarlo. La familia Tanaka se refugió en su casa para ya no salir. La gente había escuchado historias extrañas desde hacía algunos años, desde el final de la guerra. Testimonios de personas que habían visto una cosa salir arrastrándose de entre las ruinas de Hiroshima; historias de pescadores que decían haber visto algo en el agua; reportes de embarcaciones desaparecidas; el relato del cuidador de un faro que, enloquecido, apuntó un revólver a sus oídos y, después de proclamar que no quería volver a escuchar eso, abrió fuego. Pero ninguna historia, ningún antecedente habría podido preparar a los pobladores de Tokyo para algo así. Akane encendió la radio. Las noticias eran confusas y la señal se perdía a menudo. Alcanzaron a escuchar reportes de lo que estaba sucediendo en el centro: incendios, edificios derrumbándose, cientos de muertes, gente huyendo, atropellándose para escapar, la promesa de una pronta intervención del ejército y la repetición de una palabra, atómico. La transmisión se interrumpió y por unos minutos los Tanaka escucharon atentos a la estática. Cuando la señal regresó, se oyó la voz de alguien que no parecía ser reportero, 239


sino un funcionario, o quizás un militar, que se dirigía al público, Hace unos minutos… salió de la bahía de Tokio… destrucción… el ejército está en camino… permanezcan en sus casas… Atómico… Atómico…, y la transmisión se perdió una vez más. El bebé no dejaba de llorar; parecía sufrir algún dolor pues retorcía sus manitas y miraba desesperado a su madre. Akane prendió una varita de incienso y se arrodilló para rezar, mientras Hiroko trataba en vano de arrullar al niño. Cuando se consumió el incienso, la muchacha se levantó y miró por la ventana. El sol estaba por ocultarse y el cielo de Tokyo se había tornado rojo. Los pasos lo dominaban todo. Dos hombres pasaron corriendo. Entonces se oyó el rumor de helicópteros y más en la lejanía sonaron disparos de ametralladora. Akane sonrió. Yoshiki, el padre, que trabajaba en una oficina en el centro, llegó al atardecer. Madre e hija corrieron hacia él y lo abrazaron. Yoshiki apenas reaccionó. Se sentó en el suelo de la estancia con la espalda apoyada en la pared y la vista clavada en el suelo, Tanta gente, tanta gente, todos muertos… al mismo tiempo… Atómico…, murmuraba. Hiroko miró a su esposo y notó leves quemaduras en su rostro y en sus brazos. Después dirigió la mirada a Yukio y notó que el bebé también tenía quemaduras. Mandó a la hija por unos ungüentos, sólo para sentir que había un problema que se podía resolver. Cuando se escucharon los aviones pasar por encima del suburbio, Hiroko y Akane sintieron un poco de alivio, y cuando silbaron los primeros misiles, no pudieron evitar contagiarse de cierto entusiasmo. Pero los aviones cayeron y los misiles no hicieron daño. A partir de entonces los disparos y la esperanza que provocaban en quien los oía se hicieron cada vez menos frecuentes. 240


Se escuchó una gran explosión y luego el rugido, que invadió sus mentes, y trastornó sus emociones. El niño lloró más fuerte y Yoshiki se arrojó al piso, gritando y contorsionándose de pánico. Muerte… escucharon los Tanaka en la profundidad de sus consciencias, Yo soy la Muerte… Pasaron varios minutos de silencio y de nuevo se escucharon los pasos y los derrumbes. Hubo una lejana ráfaga de ametralladora que no duró mucho y unas explosiones pequeñas. Un rugido más grabó ideas de locura y desesperación en Akane. Las pisadas parecían acercarse. Y el bebé lloraba. Yo lo vi…, dijo de pronto Yoshiki que no había pronunciado palabra, El fuego… Atómico…, Akane vio que su padre estaba pálido y parecía adelgazar; quiso hacérselo ver a Hiroko, pero ella estaba ocupada tratando de calmar a Yukio. De pronto la madre gritó horrorizada y Akane corrió hacia ella, Mira a tu hermanito, míralo… Unos bulbos le habían brotado en su cara y cuerpo, como unos tubérculos que crecían de su carne. Mi bebé, mi bebé… Yoshiki hacía caso omiso de lo que sucedía con su familia. Acurrucado en un rincón, se limitaba a taparse los oídos con las manos y a mirar fijamente al vacío. Akane lo miró, parecía más flaco a cada minuto, le sangraba la nariz y se le estaba cayendo el cabello. De pronto, Yoshiki sufrió unos espasmos de dolor y vomitó. Se quedó ahí, en el rincón, en un charco de vómito y sangre. Hiroko no prestaba atención al drama de Yoshiki, sólo miraba su bebé y lo abrazaba contra su cuerpo. Yukio lloraba inconsolable mientras bulbos carnosos le crecían a cada minuto y sus quemaduras se hacían más severas sin importar cuánto ungüento le aplicara Hiroko. Akane miró a su familia sin saber qué hacer ni qué esperar. Aún se sentían las pisadas.

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A media noche, la siguiente vez que Yoshiki vomitó, escupió sus propios dientes. Para entonces, había quedado pálido, casi traslúcido, chupado hasta los huesos y calvo excepto por unos cuantos cabellos delgados colgando del pellejo de su cabeza. Hiroko seguía con el bebé en brazos; un apéndice extraño y retorcido le estaba creciendo como un gusano en el dorso de la mano. Unos minutos más tarde el apéndice se había convertido en un pequeño dedo nudoso y deforme. El horror de Hiroko rivalizaba con su amor maternal. De pronto se oyó una fuerte explosión que hizo que retumbaran las casas y se cuartearan algunos cristales. Hubo rugido débil, apagado, menos terrible e invasivo que los anteriores. Después de eso, reinó el silencio. A los pocos minutos, la radio transmitió confusos e interrumpido mensajes a los que sólo Akane prestó atención: Tokyo... Se ha confirmado la muerte del Emperador… El ejército… Los muertos… Atómico… Ataque aéreo… Atómico… Base militar en el Ártico… Los americanos están en camino… Testigos han declarado… La Unión Soviética… Todos los testimonios coinciden… Atómico… Millones de muertos… Hibakusha…, después parpadearon las luces, se cortó la electricidad y no se oyó más. El resplandor de los incendios lejanos se sumó a las llamas de las velas que encendió Akane, y el aire se tornó rojo. El llanto de Yukio había decrecido hasta convertirse en el leve gemido de una respiración dificultosa. Le habían crecido dedos como ramitas que salían de sus manos y de sus pies, la mandíbula le colgaba, le sangraban los oídos y sus ojos habían quedado completamente blancos, pero estaba quieto y callado en los brazos de Hiroko, quien acariciaba su cabecita cubierta de bulbos, sin prestar atención a nada más. Akane miró hacia donde estaba su padre, calvo, desdentado, pálido y

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huesudo, contraído y convulsionándose sobre sus propias excrecencias. La niña no lo soportó más y se echó a llorar en un rincón. Entonces se escucharon de nuevo las pisadas. Cada vez se oían más y más cerca, haciendo vibrar las construcciones. Aquello estaba corriendo y corría hacia aquí. Akane, desesperada, se acercó a su madre, trató de tomarla del brazo, pero ella la apartó, absorta como estaba en su bebé. Se dirigió hacia el padre, pero al ver que la piel y pedazos de carne se le desprendían putrefactos, no quiso acercársele. Las pisadas se oían más cerca, acompañadas por el estruendo de casas que se derrumbaban. Sonó un rugido al que Yoshiki respondió con un grito histérico y Yukio con un último gemido. Los pasos de la cosa se hicieron más lentos, como si se detuviera sobre el suburbio. Las velas se apagaron y la casa quedó en la total oscuridad. Está aquí, sobre nosotros, pensó Akane. Y entonces el ser comenzó su orgía de destrucción, explosiones, derrumbes, escombros y vehículos que salían volando y caían por todas partes alrededor de la casa Tanaka. Y los vecinos gritando como si fueran torturados. Y un calor repentino y creciente que inflamó el aire y lastimaba los pulmones y los ojos, y parecía derretir la misma piel. Y las pisadas, que estaban tan cerca y eran tan absolutas que era imposible saber de qué dirección provenían. Y Yoshiki, sin nariz y sin orejas, vomitando sus entrañas en un rincón. Y Hiroko arrullando a una masa de pólipos y huesos torcidos que antes era su bebé. Y el calor insoportable, y la lluvia ácida, y la nube radiactiva. Y el rugido neural, último y triunfante de la bestia que resonó en la mente de Akane como un susurro terrible, Yo soy la Muerte, la Destrucción Absoluta, la Desolación Infinita, el futuro y el fin, ¡YO SOY EL ÁTOMO!

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Entonces Akane corrió al cuarto de sus padres y tomó la katana de su abuelo, el que había muerto en Iwo Jima. Regresó a la estancia y le dio un golpe certero y compasivo a su padre. Después se volvió hacia Hiroko, le arrebató la cosa que tenía en los brazos y la estrelló con fuerza contra el suelo. Antes de que la madre pudiera reaccionar, Akane le encajó la katana en el pecho. Ahora Akane estaba sola, el calor seguía ascendiendo, el aire se tornó rojo y a la chica le era imposible mantener los ojos abiertos o respirar. Trataba de concentrarse para encontrar una forma rápida e indolora de quitarse la vida, pero no fue necesario; una pisada súbita y misericordiosa acabó con todo.

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NADIE ESCUCHARÁ TUS GRITOS Órbita baja de la Tierra, década de 1960 El cosmonauta Fyodr Yurchenko se preguntaba en qué momento le sería concedido morir. El oxígeno que aún le quedaba en el traje espacial se acabaría rápido, en unos minutos cuando mucho, y Yurchenko, flotando en la órbita de la Tierra, alejado de su cápsula espacial por un estúpido accidente, esperaba que sus propias emanaciones de dióxido de carbono lo adormecieran para morir sin dolor. Los lentos giros y revoluciones que daba su cuerpo lo colocaron de frente a la Tierra y Yurchenko quiso que sus últimos pensamientos encerraran profundidad y filosofía, aunque nunca fueran conocidos por otro ser humano, de modo que, dando la cara al planeta que le diera la vida, reflexionó sobre su propia pequeñez e insignificancia en el mundo, y de la pequeñez e insignificancia de su mundo en el cosmos. De pronto notó que, contrario a lo que esperaba, se alejaba de la Tierra y se iba flotando hacia la inmensidad del espacio y entonces se refugió en la idea de que llegaría más lejos que ningún otro hombre; quizás su cuerpo caería en la Luna, o quizá en Marte, y futuros exploradores del espacio encontrarían sus restos décadas más tarde. Yurchenko, rodeado por el silencio absoluto, se quedó tranquilo y esperó con resignación su final. Pero súbitamente se sintió atraído, como succionado hacia el vacío por una fuerza invisible, y el cosmonauta se encontró viajando cada vez más rápido, cada vez más lejos de la Tierra. Emociones desagradables, presididas por el miedo, se apoderaron de su mente mientras veía el resplandor azul de su planeta perderse en la oscuridad del infinito.

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Infinito… La mente de Yurchenko se remontó muchos años atrás, cuando aún iniciaba su entrenamiento y conoció al brillante profesor Vasily Makarov, prominente colaborador del programa espacial. Yurchenko hizo amistad con el excéntrico científico y se habituó a visitarlo en su estudio para sostener largas y agradables conversaciones con él. Así fue hasta que el profesor enloqueció. -No podemos concebir el infinito,- le dijo Makarov uno de aquellos días tempranos –porque somos seres finitos con mentes y conciencias limitadas. Podemos imaginar un límite que se prolonga de forma indefinida, siempre sumar un número a la enorme cantidad que imaginamos, pero no podemos concebir la infinidad. El concepto de infinidad incluso choca con nuestras nociones de lógica. Es igual con la eternidad. Podemos imaginarnos inmortales, porque podemos pensar en una indefinida prolongación de nuestra existencia, un día más, un año más, una vida más. No podemos imaginar nuestra propia inexistencia porque siempre hemos existido. Pero tampoco podemos imaginar la eternidad. Simplemente no estamos hechos para hacerlo. Era un retazo de infinidad lo que el cosmonauta captaba con los sentidos y con la conciencia, allí en el silencio vacuo del espacio. Pero en su mente no había silencio, sino murmullos, zumbidos y aullidos que se hacían cada vez más fuertes revelando a Yurchenko la realidad de miles y millones de voluntades desconocidas que lo observaban y jugaban con su cordura desde los rincones de la existencia. Mientras viajaba a velocidades incalculables a través de infinitos años-luz, destellos de colores incomprensibles brillaron frente a él y su mente captó formas de criaturas predadoras que vagaban en el vacío. Mientras más crecía su espanto, más aborrecibles eran las percepciones que le llegaban. Entonces pudo ver el horror que acecha desde la oscuridad de 246


las estrellas, el horror del que le había hablado el enloquecido Makarov y que le hizo desear más que nunca estar muerto. Yurchenko recordó que, hacia el final, la cordura de Makarov ya se ponía en duda y aquel eminente científico que alguna vez fuera cercano colaborador del mismo Tsiolkovskii y la envidia de los americanos, era calumniado por hombres ignorantes que no merecían llamarse sus colegas. -Hay mucho más en el universo de lo que conocemos burda y pretenciosamente como “realidad”. La ciencia y la razón no bastan para captar las cosas sublimes de la existencia. El hombre que busca el conocimiento de lo que se esconde tras las apariencias debe reunir todas las formas de saber humano: ciencias naturales, sociales y exactas, religión, teología y mitología, filosofía y lógica, ocultismo y magia, música y poesía, y formas de conocimiento que han sido olvidadas o que no se han descubierto aún. Pero incluso así sería insuficiente, pues aún el saber y la inteligencia reunidas de toda la humanidad en todos los tiempos no podría más que asomarse a un retazo de la totalidad del cosmos. He probado formas exóticas de meditación, ascetismo y misticismo… incluso he probado distintas sustancias enteogénicas que diversos pueblos de mundo tienen como sagradas, todo para librarme de los limitantes esquemas mentales que me alejan del conocimiento… ¡Y creo que he visto algo terrible! Por un instante el movimiento de Yurchenko se detuvo, los estímulos sensoriales y mentales se apagaron y el cosmonauta se encontró flotando con lentitud y suavidad en el vacío, rodeado de oscuridad y silencio. Yurchenko no podía ver nada en aquella negrura; no llegaba hasta sus ojos ni siquiera la débil luz de alguna estrella lejana. Sólo escuchaba su respiración agitada y los latidos aterrados de su corazón. Pero en esa oscuridad y silencio no había 247


tranquilidad y reposo, sino que de allí emanaban terribles sensaciones de horror y maldad. Esas emanaciones se hacían más fuertes a cada momento y de golpe el cosmonauta se vio sacudido y arrojado hacia la oscuridad con la misma fuerza y velocidad que antes. Con la mente invadida por sensaciones omnidireccionales de sufrimiento, terror, y agonía, Yurchenko intuyó que atravesaba infinidades de infiernos cósmicos, inconcebibles para la mente humana, y supo que la crueldad del hombre, que él mismo había experimentado en las migraciones forzosas de Stalin y la invasión de las huestes de Hitler, era insignificante ante la maldad de las entidades que moran los confines de la existencia. Yurchenko sintió el dolor y el espanto de millones de conciencias atrapadas en esa oscuridad tortuosa e insondable. Deseó con todas sus fuerzas morir, pero no rezó, pues si algún resto de creencia en un ser supremo y benévolo se había salvado de ser eliminado por la ciencia y el comunismo, fue destruido por la contemplación de esas abominaciones cuya existencia ningún dios amoroso permitiría. Ya se lo había dicho Makarov cuando la locura asomaba a sus ojos. -La oscuridad que sirve de telón de fondo a los astros no es materia oscura, ni antimateria, ni vacío en el que se pierde la luz. ¡Es maldad! ¡La maldad pura! ¡El universo está rodeado por maldad infinita y cada vez que miramos al cielo nocturno vemos esa maldad acechándonos más allá de la estrellas! Por eras viajó Yurchenko en ese océano etéreo de malevolencia y sufrimiento, con el anhelo de la inexistencia a cada instante, mas llegó el momento en que traspasó esa región del universo y arribó a una nueva zona. Allí el cosmonauta fue testigo de una realidad demasiado grande para ser aprehensible. Los conceptos con los que el hombre interpreta su entorno no 248


tenían cabida en ese lugar. Tamaño, sustancia, dimensiones, olores, sonidos, colores, velocidad, lógica, cantidad, tiempo, espacio, energía, materia... no tenían sentido allí. Los conceptos binarios con los que la humanidad cataloga su conocimiento del mundo, oscuro y claro, abstracto y definido, material y etéreo, realidad y ficción, belleza y fealdad, individuo y colectividad, amor y odio, dolor y placer, pecado y santidad, bien y mal… nada de ello tenía significado ante lo que Yurchenko contemplaba, no con los ojos, sino con lo más profundo de su ser. Allí sintió el poder de entidades que jugaban con él y con otros seres menos insignificantes. Pero en esas entidades alcanzó a percibir un temor perenne y se llenó de espanto al imaginar a qué cosa podrían temer tales seres. De pronto hubo un instante más de soledad y silencio y todas estas percepciones quedaron lejos de su alcance. Yurchenko se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados y tras reunir fuerzas, los abrió. Se encontraba de nuevo en la órbita terrestre, flotando y girando con lentitud en el vacío. Frente a él, la Tierra resplandecía de azul. Yurchenko no sabía qué pensar. ¿Había alucinado debido a la falta de oxígeno? El recuerdo de las sensaciones que había tenido en su odiosa travesía era demasiado vívido para sospechar de un sueño o ilusión. Recordó entonces lo que le había dicho un enloquecido Makarov, antes de que se lo llevaran preso a un gulag por declaraciones que revelaban un espíritu de traición a la Madre Rusia. -No debes ir, Fyodr, no debes salir jamás de este planeta– dijo Makarov –No se supone que un ser tan frágil como el hombre abandone la Tierra. Allá afuera hay horrores inefables que algún día caerán sobre nosotros, ¿para qué precipitarnos hacia ellos? ¡Oh, y estamos atrapados en esta roca! ¡No podemos huir de ella! Pero qué… no, no… da igual. Tiempo y espacio son conceptos 249


infantiles mantenidos por una raza ignorante y supersticiosa. Cada punto del universo contiene al universo en su totalidad y la maldad que creí en el confín del cosmos está en todas partes. Da igual, Fyodr, todo da igual. El cosmonauta pensaba en esto y aguardaba la muerte misericordiosa cuando escuchó una Voz en su mente, una Voz que le recordó en un instante todas las cosas abominables que había presenciado. Entonces Yurchenko giró sin voluntad, dando la espalda a la Tierra y la cara al vacío y miró al Ser del que provenía la Voz, una Criatura ajena a todo lo posible, hecha de oscuridad y desolación. Yurchenko quiso gritar, dejar salir un gemido que aliviara en parte el espanto y el dolor del que sufría… Pero no pudo. -Ni si quiera te molestes.- dijo la Voz –En el espacio nadie escuchará tus gritos.

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EL HORROR, EL HORROR Vietnam, década de 1970 Estoy enloqueciendo. Si alguien me preguntara (¿y quién lo haría?) qué de lo tengo frente a mis ojos es real y qué se presenta solamente como sueños febriles, no sabría ni cómo empezar a responderle ¿Pero qué sueños? ¿A qué llamar sueños? Hay cosas que veo cuando estoy despierto y a veces creo que vivo más cuando estoy dormido que durante la vigilia… De hecho, ahora no sé si he estado durmiendo en lo absoluto. ¿Y si estoy dormido ahora? ¿Y si todo esto no es más que una horrible pesadilla? Quisiera creerlo y la verdad es que no recuerdo lo que he vivido, en qué orden lo viví, o si todas mis memorias no son más alucinaciones y pesadillas. ¿Es esto la locura? Siempre pensé que de toparme con una alucinación estaría consciente de su falsedad. Pensé que aun si mis sentidos me dijeran con certeza que algo innatural se encuentre frente a mí, mi mente racional sabría cuando algo fuera lógicamente imposible. Pero no es así. He visto… algunas… muy extrañas… no lo sé… ¿cosas? de las que una parte de mí, moribunda ya, afónica y lejana, me dice que no pueden ser verdad… pero otras (me siento fragmentado en miles de yos diversos, desconocidos e incompatibles) dudan de las categorías de lógica, razón o posibilidad. Por lo demás, el miedo no me deja pensar… Llegué al ‘Nam hace casi un año… ¿O no? No lo sé, a veces siento que he estado aquí toda mi existencia y que mi vida anterior son recuerdos ficticios… Tengo grabada en mi mente la aterradora y desgarbada imagen de un emisario del Tío Sam viniendo por mí y por los otros muchachos con una orden del Presidente en una mano y un billete de dólar en la otra, elevándolos ante la incrédula muchedumbre como símbolos sagrados de un culto minoritario y ridículo… Mis recuerdos anteriores a este suceso son nebulosos. 251


Ahora que lo pienso, la verdad no sé si eso de verdad lo recuerdo o se me acaba de ocurrir… Sí, ahora pienso que lo imaginé y que luego imaginé que lo recordaba… ¿O no? ¿Siempre ha estado ahí? ¿Es parte de mí y de quién soy ahora? Pero de una cosa estoy seguro: me duele, me duele mucho y muy adentro. Me duele tanto y tan profundo que no sé ni cómo expresarlo. Quisiera llorar. Ya no puedo llorar, ya no sé cómo. Pero para expresarlo no bastarían mis lágrimas. Si lloráramos… si lloráramos juntos, todas las personas del mundo, todos los que han existido y muerto, todos los que nacerán y morirán… tal vez así podríamos realmente desahogar como humanidad todo lo que ha significado esta guerra… Es curioso, pero aunque veces siento que todo está abominablemente mal en este jodido mundo, otras veces tengo la certeza de que no podría ser de otra manera ni aunque todo el universo volviera a nacer infinitas veces. Muerte… he visto la Muerte… la Desolación Infinita, el presente y el fin. Muerte y dolor y desesperación y locura y selvas ardiendo y ríos ardiendo y gente ardiendo… Tanto dolor, ¿es posible? ¿O es que estoy recordando cómo me contaban los pastores que era el infierno? Comunistas de mierda, si alguien merece el infierno… Pero también he visto a mis compañeros de pelotón violar mujeres, golpear ancianos, matar niños y quemar aldeas enteras. Por Dios, creo que yo también lo he hecho. No estoy seguro… creo que lo disfruté… No por la lujuria, no porque fuera placentero, sino porque al hacerlo complacía a esa cosa que se despertaba en mí cada vez que empezaba a escuchar disparos en la selva y veía a mis amigos caer muertos a mi alrededor. Las armas me pesan y me obligan a doblegarme. ¿Ante qué Dios me estoy postrando? ¿Son esos disparos? Las explosiones me llenan de miedo y me siento como niño. En realidad, todo me produce miedo ahora. El crujido de 252


una rama, el chillido de los insectos, el rumor del agua, el viento entre el follaje, las gotas de sangre cayendo sobre la hojarasca, el tronar de los huesos, el sonido flácido de la carne aún caliente cuando es rebanada… Escucho susurros siempre en derredor, provenientes de la espesura vegetal que nos envuelve por todas partes, al este, al oeste, al norte, al sur, al cielo y al infierno… Escucho el batir de grandes alas de cuero por las noches. Sé que hay monstruos aquí. ¿O no? No lo sé. Quizá los únicos monstruos somos nosotros. Por momentos no puedo creer que hayamos sido capaces de hacer lo que hicimos. No digo “nosotros”, como Estados Unidos, sino “nosotros” como especie, como cosa que existe y vive y piensa. ¿Qué fue lo que salió tan mal con todos nosotros? Al principio, cuando recordaba el olor de la carne quemada por el napalm, quería morir, para alejarme de todos mis recuerdos y antes de ser arrojado a la condenación eterna gritarle a Dios que me arrepentía de haber nacido humano… No tardé en dejar de creer en Dios, y encontré alivio en la idea de que al dejar de existir por completo se acabaría el horror. Pero ya no sé si en la muerte podría hallar la paz de la inexistencia. Mi pelotón y yo nos internamos en la selva en una misión de reconocimiento. Fuimos atacados por Charlie, nos dispersamos y nos perdimos. La selva es una perversión mórbida de la naturaleza, es la demencia hecha vida, que crece y se retuerce como los pensamientos perversos y las obsesiones. Mis sentidos quedan apabullados por su densidad de visiones y sonidos. La selva te ahoga y te aplasta, te confunde y enloquece. Aquí no hay sólo tres dimensiones, sino múltiples, más de las que mis órganos sensoriales o mi mente pueden comprender… Todos me observan, todo el tiempo… y me susurran, me llaman… Pero no, eso no es posible, son sólo plantas y animales 253


en un medio exuberante, pero natural, ¿no es eso? Soy yo el que la percibe así, porque estoy enloqueciendo… Sí, esto debe ser la locura. No olvides que es sólo eso, locura. No importa lo que vea y lo que piense. No es real, es sólo que estoy jodidamente lunático. Quizá ya pronto vendrán a rescatarme. Quizá ya estoy en casa, pero quedé tan jodido que me metieron a un manicomio y ahora mismo estoy con una camisa de fuerza en un cuarto acolchonado alucinando estas mierdas… Pero ¿y si no? ¿Y si aún estoy cuerdo y lo que captan mis ojos y oídos es verdad? No lo sé, quizá el mundo enloqueció conmigo. Al ataque de Charlie sobrevivimos Martin, Tom, Vance, Larry, Bob, el sargento y yo. Vi morir a muchos de nosotros esa noche. No sé qué fue de los demás, pero nosotros emprendimos la huída y nos internamos en esta selva infernal, esta selva azul y de pesadilla en la que seguimos ahora… Aquí fue donde nos encontramos con los monstruos. Tom ya me había hablado de la Mujer Alada. La primera noche después del ataque acampamos en un claro en la selva y Tom, junto con Martin, montaron guardia. A la mañana siguiente Martin había desaparecido y Tom se había vuelto loco. Lo encontramos sentado en el suelo con una sonrisa estúpida de oreja a oreja y la mirada perdida en la vorágine vegetal. No supo decirnos nada de Martin, pero nos aseguró que la Mujer Alada lo había visitado la noche anterior. Ni los gritos ni amenazas del sargento lograron sacarle más información. Concluimos que Tom se había vuelto loco. Tratamos de llevarlo con nosotros, pero él resistió; quería estar allí por si la Mujer Alada volvía a aparecerse. De modo que lo dejamos allí, solo, abandonado, en la selva llena de alimañas y enemigos. Aún me parece ver su sonrisa entre la maleza… Ahí está otra vez. He aprendido que lo mejor es no hacerle caso… Si me la quedo mirando mucho tiempo, a veces empieza a 254


reírse y siento la risa de todo el bosque en mis espaldas… Pero no, otra vez es sólo una ilusión… No hay nada de eso aquí. Después de vagar durante días… ¿O no fue así? No recuerdo que hubiesen pasado varias noches, pero sí tengo la sensación de estuvimos andando por demasiadas horas como para que haya transcurrido solamente un día. Podría haber sido una semana en la que no se hubiera puesto el sol… o que no hubiera salido. Quizá sí anocheció, pero no lo recuerdo. Quizá no es importante. El caso es que llegamos a unas ruinas. Eran un par de edificios no muy altos, derruidos y devorados por la selva y rodeados de grandes colinas. Algo había de maligno en ese lugar. Había visto antes ruinas de los antiguos reinos de Indochina, pero no eran, ni de lejos, parecidas a lo que habíamos encontrado. En realidad, estas ruinas eran algo que ninguno de nosotros hubiese visto o imaginado. Sus proporciones eran demasiado innaturales; su geometría misma no parecía humana. Ahora las recuerdo… no, soy incapaz de recordarlas, si apenas fue capaz de observarlas sin enloquecer… no estaban hechas para ser percibidas con sentidos humanos… Lo que recuerdo no es cómo eran, sino lo que sentí cuando las encontramos. Larry sugirió que bajo las colinas que rodeaban ese lugar debía haber otras ruinas enterradas por el paso de los siglos. El buen Larry era un tipo muy listo, que siempre nos ilustraba con sus conocimientos. Veía una planta o un insecto y él se ponía a recitarnos todo lo que sabía sobre ellos, aunque no le prestásemos atención. Supongo que de esa forma Larry se aferraba a la cordura y podía recordar que existía un mundo lejos de esta selva y de esta guerra, un mundo de civilización, ciencia y cultura, en el que la razón y salud mental aún tenía algún valor.

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Larry se encontraba especulando en voz alta sobre el probable origen de aquellas ruinas cuando noté un extraño sonido. No… no era un sonido… Por el contrario, percibí un extraño silencio, anómalo en la siempre ruidosa selva. Los sonidos del viento, del agua y de las criaturas vivas se atenuaron hasta desaparecer. Creo que mis compañeros lo notaron porque tomaron sus armas y se pusieron alerta, escrutando a nuestro alrededor. Escuché unos pasos secos, como de pies descalzos que caminaban sobre un suelo de roca. Entonces, de entre las ruinas, surgió un monstruo. Tenía forma humana, pero no era un hombre. Era muy alto, estaba completamente desnudo, su rostro carecía de rasgos y sus ojos eran grandes, blancos y vacíos, y en todo él se percibía una inefable antigüedad y una… una nada tan absoluta que podía tragárselo todo. Nos quedamos estupefactos por unos segundos, hasta que el sargento abrió fuego. Lo imitamos; vertimos decenas de balas en el cuerpo de la criatura. Vi con claridad cuando los proyectiles entraron en su carne. El monstruo cayó de espaldas y pusimos alto al fuego. Pero no apenas nos hubimos acercado a comprobar que el ser hubiese muerto cuando de nuevo se levantó, con lentitud, estirando los brazos hacia nosotros y gimiendo leve y lastimeramente. El sargento disparó una ráfaga de ametralladora en la cabeza del monstruo y éste se quedó quieto, tendido sobre el suelo de piedra de las ruinas. Nos quedamos observando el cadáver de la criatura durante unos instantes, hasta que fuimos interrumpidos por un grito de dolor. Otro monstruo se había aparecido detrás de Larry y le había mordido el hombro. Uno monstruo más llegó casi enseguida, tomó a Larry del brazo y comenzó a arrancarle la carne a mordidas. Otras dos criaturas se acercaban con lentitud desde el este. Abrimos fuego contra todos ellos, sin importar que 256


nuestras balas perforaran a Larry, como de hecho lo hicieron. Pero los monstruos ignoraron las balas y siguieron devorando el cuerpo acribillado de nuestro amigo. Persuadidos de que nada podíamos hacer por nuestro amigo o contra las criaturas que de él se alimentaban, Vance, Bob y yo emprendimos una huída cobarde y desesperada. Cuando hube avanzado unas yardas, volví la mirada hacia las ruinas y vi que el sargento se había quedado allí. No sé cómo reuní valor para regresar; quizá tenía más miedo de verme sin él del que tenía de acercarme de nuevo a esos monstruos. Pero el sargento no tenía miedo. Estaba de pie, a unos pasos de los cuatro monstruos que se daban un festín con el cuerpo de Larry. Los observaba con detenimiento, como estudiándolos. Me acerqué a él y puse una mano sobre su hombro, como para llamarlo e instarlo a que nos largáramos de allí. Él me dirigió una mirada paternal, tomó una granada de las que llevaba colgadas en el cinto, le quitó el seguro y la arrojó con suavidad en medio de las criaturas. Me sujetó del brazo y caminó con prisa, pero sin correr, en la dirección hacia que la había huido Vance. A los pocos segundos estalló la granada y, al volver la vista atrás, pude apreciar cómo los trozos de las criaturas volaron por todas partes. “Huele a victoria”, me dijo el sargento con una extraña sonrisa. Pero ¿en qué estoy pensando? ¿Monstruos? Carajo, estoy enloqueciendo de verdad… Lo mejor es reír… ¡Qué va a decir mi madre cuando me vea todo jodido del cerebro? Concéntrate… La razón me dice que debió ser un mal sueño. Es la maldita guerra y la mil veces maldita selva, que están trastornando mi mente. ¿Cómo murió Larry en verdad? Debían ser unos malditos Vietcongs… sí… monstruos amarillos… eso eran. Mi locura me hace recordar monstruos en donde sólo hubo un combate… Pero ¿no es eso 257


suficientemente terrible? No hay aquí más monstruos que la humanidad, monstruosa en todas sus razas y todas sus edades. Cruel, absurdamente cruel… Todos somos hijos del fratricidio, ¿no es así? Todos los que estamos vivos ahora es porque algún ancestro de cada uno de nosotros mató a alguien más, quizá hace mil años en una cruzada medieval, o hace diez mil en luchas tribales, o hace dos millones de años cuando éramos un motón de simios dementes que se asesinaban todo el tiempo los unos a los otros… No necesitamos de monstruos para sentirnos aterrados de vivir en este mundo, en el que todo aquél que nos rodea puede ser un caníbal… Quizá todos debemos morir, quizá el sargento tenía razón… El sargento… Desapareció a la noche siguiente. Dijo que él se quedaría en vela montando guardia y cuando desperté por la mañana ya no estaba. Seguimos sin él, sin dirección en el espantoso laberinto de esta selva. Los días eran eternos y sofocantes, las noches eran de una oscuridad insondable… ¿En realidad pasaron varios días y noches? No sé, pero estoy seguro de que nos picaron toda clase de insectos. Y una noche, Bob apareció muerto. Despertamos y lo encontramos clavado a un árbol; su abdomen había sido abierto y sus intestinos colgaban por fuera. No recuerdo si vomité, o es que el recuerdo me hace vomitar ahora… Vance y yo huimos de ese lugar. Para entonces él se había vuelto realmente loco. Ya no hablaba, sino que se movía apenas por inercia. Su cara era inexpresiva y cuando vio el cadáver mutilado de Bob no reaccionó de forma alguna. Se la pasaba murmurando cosas ininteligibles y tarareando por lo bajo canciones de The Doors. Era como si estuviese drogado con ácido; lo sé porque yo mismo he usado LSD y he visto a gente hacerlo… mucho tiempo atrás, en días felices de

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música y poesía y colores y chicas y amor… antes de que el Tío Sam viniera por mí… Pero en realidad no sé si eso alguna vez pasó. No podía confiar en que Vance se mantuviera lo suficientemente sensato como para montar guardia. Temía que se fuera deambulando por allí y me dejara solo a merced de… lo que sea que hubiera en la selva. De modo que esa noche yo monté guardia, si bien Vance no se durmió, sino que se quedó sentado en el suelo, murmurando canciones. No me había tocado montar guardia desde el ataque que acabó con mi pelotón. Era algo tan solitario, como caer por un agujero negro, lentamente… En la quietud y oscuridad mi mente divagaba y poblaba la selva con horrores y me hacía brincar de la paranoia al pánico. Me debatía entre sueños, recuerdos y pesadillas, incapaz de identificar cuál era cuál. De súbito noté que el canturreo de Vance se había detenido. Fue como despertar. Lo llamé, pero no esperé a recibir respuesta, sino que me apresuré hacia donde el sitio en el que había dejado a mi compañero, oculto en la oscuridad. Encendí un fósforo, nuestra única fuente de luz en estas noches absolutas. El resplandor del fuego me mostró al sargento, agachado sobre el cuerpo de Vance y destazándolo con su cuchillo. Grité, no recuerdo qué, pero la reacción del sargento fue inmediata. Se abalanzó sobre mí blandiendo y cuchillo antes de que pudiera usar mi arma. Caímos al suelo y combatimos con furia. Recuerdo haberle preguntado con sollozos aterrados por qué hacía eso, por qué había asesinado a Bob y a Vance, por qué me atacaba ahora. Él sólo respondió que nuestro episodio en las ruinas, que el combate contra Charlie, que la guerra, que la existencia misma de la raza humana le había demostrado que sólo había una verdad. El horror, el horror, repitió y dijo palabras confusas e inconexas acerca de servir a la Muerte. Entonces cayó en una especie de éxtasis mientras hablaba de su 259


misión purificadora, de la salvación que había en el dolor, de la derrota de la cordura y el abrazo de la demencia como única fuente de libertad. Aproveché y ese instante de distracción, le arrebaté el cuchillo y le di un empujón. El sargento cayó al suelo, y de un salto me coloqué sobre de él… Entonces lo apuñalé y lo apuñalé y lo apuñale, mientras jadeaba, lloraba, reía y vociferaba. Desde muy lejos pude oírlo suspirar en mi oído… el horror, el horror. Entonces expiró. Pude ver esto porque en los últimos minutos había amanecido. Al amanecer, la selva se torna de un color azul monótono que da la impresión de estar en una película vieja o en una historieta. El único otro color era el rojo de la sangre del sargento y de Vance derramándose generosamente sobre la hojarasca. Contemplaba este cuadro, sin contrición ni arrepentimiento, cuando algo de lo que hay dentro de mí me hizo notar que estaba completamente solo. Y estoy solo. Soy el último hombre en la Tierra. Todo lo que queda además de mí está muerto. Soy la única cosa que respira. El mundo ha muerto, ya nada existe, sólo estoy flotando en el vacío alucinando todo esto. Ahora me río, me río a carcajadas y éstas resuenan por toda la selva, como si todos los árboles y enredaderas se burlaran de mí, cuando lo que único que quisiera es llorar, como podía hacerlo antaño, y no escuchar más que mi propio llanto. Entonces la veo, de pie frente a mí, la Mujer Alada de Vietnam. Ahora sé que en realidad no estoy loco. Es en verdad hermosa, deseable, tentadora… y terrible. Al verla encuentro en mí sentimientos que creí olvidados hacía mucho. Hay algo de misericordioso que acompaña el miedo que me causa su imagen. Algo en sus ojos… Sé que no está allí, que no podría existir. Pero no me importa. Me acerco a ella y dejo que envuelva en su abrazo. 260


THRILLER Nueva Inglaterra, década de 1980 Por la carretera casi abandonada que atraviesa un bosque otoñal bajo la luz dorada de un crepúsculo de octubre, se desliza una camioneta no muy nueva, aunque cuidada con el esmero del adolescente que por vez primera posee un vehículo propio. Dentro del automóvil viajan seis jóvenes, casi adultos, que cantan, ríen, charlan y beben ilegalmente. Tres chicos y tres chicas emocionados por el fin de semana que pasarán lejos de casa, el último que podrán disfrutar juntos antes de partir hacia la Universidad. El más entusiasmado es Freddy, fanático de las películas de horror y de todo lo macabro, un muchacho bromista que no se toma nada en serio y a quien sus profesores han augurado un brillante futuro como conserje. Él y su novia Nancy, que no se queda detrás cuando de meterse en problemas se trata, son los cerebros detrás de esta expedición. Luego está Jason, el taciturno y rudo jugador de hockey. Le aburren los parloteos de Freddy sobre películas de horror y heavy metal; él prefiere hablar de chicas, deportes, autos y cerveza. Su novia Laurie, con cola de caballo y fleco de lado, es perfecta para él. Al volante va Ash, el mejor amigo de Freddy y Jason desde antes de la pubertad. Ash es un tipo tranquilo y de buen humor. En el asiento del copiloto va su novia Sidney, una chica muy inteligente y estudiosa. Su destino es una cabaña en medio del mismo bosque indómito que un siglo antes fuera una vasta extensión de sembradíos. Freddy supo de su existencia por un pariente que se dedica a la restauración de edificios históricos y quien le dio la noticia de que pronto esa cabaña sería restaurada y habilitada como parador turístico. Freddy decidió que era imperativo pasar el 261


fin de semana de Halloween en la cabaña antes de que el gobierno se apropiara de ella. Levantando una espiral de hojas secas, la camioneta atraviesa velozmente el camino sin que sus ocupantes noten la presencia de un letrero decimonónico, medio oculto por la hierba, que anuncia el nombre del pueblo que alguna vez se asentó por ahí: All Saints Hill. Por fin, después de atravesar tramos cada vez más agrestes y descuidados, la camioneta se estaciona sobre la hojarasca frente a una cabaña ruinosa color de lodo. Freddy es el primero en bajar. -¡Ahí la tienen! ¡La casa de Michael Sullivan! ¡La casa donde vivía el loco que ocasionó la Matanza de Halloween hace cien años! -No entiendo qué tenía de interesante ese tipo.- declara Jason, desperezándose y estirando las piernas al bajar del vehículo. -Ya te dije: era un escritor de cuentos de miedo que un buen día se volvió loco y le prendió fuego al pueblo. Y eso sucedió esta misma noche… ¡hace exactamente cien años! -¿Eran buenos sus cuentos?- pregunta el buen Ash, sólo para fingir interés en las pasiones de su amigo. -¿Qué no ponen atención a lo que les digo?- exclama Freddy llevándose las manos a la frente en gesto de desesperación con sus legos camaradas ¡Nunca he leído a Sullivan! Su único libro no se publicó durante su vida y apenas existe una oscura edición de por allá de 1920. ¡Es inconseguible! -Ya, ya.- le dice Ash –No te alebrestes. ¿Y cuál es el plan? 262


-Primero, entremos a la cabaña. Los seis jóvenes se acercan a la vetusta y ruinosa estructura rebosante de polvo y telarañas. -La puerta es nueva.- señala Sidney. -Sí.- dice Freddy –Mandaron a renovar la puerta y todos los cerrojos para evitar saqueos. Pero mi primo me dio esto. Freddy saca triunfalmente una llave de su bolsillo, y con toda pompa y ceremonia abre la puerta de par en par. -Damas y caballeros, ¡la casa de Michael Sullivan! -Esto es una mierda.- murmura Jason por lo bajo, pero no lo suficiente para que Freddy no lo escuche. -¡Está todo sucio!- exclama Laurie -¿Dónde vamos a dormir? -Para eso están las bolsas de dormir, chica lista.- dice Nancy y Laurie le dirige una mirada de “muérete, perra”. -Pero mira esto, ¡el sitio está cubierto de polvo!- insiste Laurie. -Será divertido.- dice Ash, conciliador. -¡Será el mejor Halloween de nuestras vidas!- corrige Freddy. -Bien…- concede Laurie –Supongo que Jason y yo podemos dormir en el coche… -Oh, no, no, no, no, no.-exclama Freddy. -¿Qué? 263


-Ésa es la cuarta regla para sobrevivir en una película de terror: nunca te quedes con tu pareja solo en un coche estacionado, de noche, mucho menos en el despoblado. -Ésta no es una película de terror.- dice Ash. -¿Cómo sabes?- insinúa Freddy con misterio en la voz. -Deja de decir idioteces.- advierte Jason irritado. -Es en serio.- insiste Freddy –Los protagonistas de una cinta de terror nunca saben que están en una hasta que sin querer despiertan a un muerto que los mata a todos. -Pero las películas duran sólo dos horas y nuestras vidas han durado… pues… toda la vida.- señala Ash. -No seas ingenuo, Ash.- replica Freddy –Cuando empieza el film cada personaje tiene recuerdos de toda una existencia. Y de pronto ¡Son sacrificadas en una orgía de sangre y cuchilladas! ¡Muajaja!. -Eso es algo cruel, ¿no?- dice Sidney pensativa –Crear a un personaje y dotarlo de un pasado en el que ha vivido y amado, sentido y pensado, sólo para ser víctima de un loco con un hacha. Todo lo que era una persona se pierde porque un escritor o director quiere mucha sangre. El acto de la creación artística es bastante cruel. -Pues sí.- dice Nancy sombríamente –Pero de la misma forma Dios es cruel. -¡No digas esas cosas!- suplica Laurie.

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-De todos modos el verdadero villano no es el autor.- observa Freddy – sino el público que está ávido de sangre y dispuesto a observar como un ser, como tú dices, con pensamientos, sentimientos y recuerdos, es borrado de la existencia. -¡Ya no hablen de eso, me da escalofríos!- suplica Laurie. -Bueno, de todos modos los personajes de películas de terror no son muy profundos que digamos.- observa Sidney. -Oh, los slashers sí que lo son.- apunta Freddy. -¿Qué es un slasher?- pregunta Ash. -Es un asesino enmascarado que mata gente con un objeto punzocortante.- explica Nancy -Como los de las películas de terror de hoy en día. -Ah… ésas no me gustan mucho.- comenta Ash –A mí me gustan más las que están en blanco y negro, como aquéllas en las que salía Edward Van Tassel… -Bueno, basta de decir estupideces.- ordena Jason -Ya está anocheciendo y yo todavía estoy sobrio. Ash, ayúdame a bajar las cervezas del auto. Y tú, Freddy, ve preparando la hierba. -¡A la orden, capitán!- contestan los aludidos al unísono. Dicho y hecho, en poco tiempo se instalan dentro de la cabaña con nevera, bolsas de dormir, algunas linternas y una radiograbadora de pilas con una cinta de Mötley Crüe, propiedad de Jason.

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-Cuando acabe eso… ¿podemos poner a Cindy Lauper?- pide Laurie, pero nadie le hace caso y Jason le calla la boca con un beso de lengua profunda. Freddy, Nancy, Ash y Sidney dejan a los tórtolos fajando en la sala de estar y se adentran, precedidos por los haces de un par de linternas, en los pasillos húmedos y mohosos de lo que fuera la residencia Sullivan. Freddy y Nancy no pueden reprimir la emoción que los embarga por estar en esa Meca de la literatura de horror, mientras que Ash y Sidney sólo se divierten con el entusiasmo de sus amigos. El cuarteto entra, casi por casualidad, en la biblioteca de Michael Sullivan. -¡Wow!- exclama Freddy -¡Mira todos estos libros! Poe, Maupassant, Bierce, Walpole, Le Fanu, Gautier, Bram Stocker… Incluso hay de HP Lovecraft y Clark Ashton Smith, que vivieron tiempo después de Sullivan… ¡Qué raro! Sólo le faltan libros de Stephen King. Me pregunto… ¡Oh, sí! ¡Oh, sí! ¡Aquí está! El horror a través de los siglos del mismísimo Michael Sullivan. Freddy abre el reseco y amarillento volumen con euforia tal que casi lo deshoja por completo. Él y Nancy se apretujan a la luz de su lámpara para echar unos vistazos a las polvorientas páginas que componen el mítico libro de cuentos. -¿Qué es tan especial acerca de ese libro?- pregunta Ash. -Dicen que todos los que lo han leído enloquecieron…- responde Nancy sin quitar la mirada de las palabras de un cuento titulado Samhain.

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-Y que Sullivan predijo cosas bien locochonas, como la Primera Guerra Mundial y la Bomba Atómica.- añade Freddy. -¿De verdad?- dice Sidney con escepticismo. -Eso tratamos de encontrar.- replica Nancy. Freddy, impaciente, se aparta del libro y de la luz para explorar otros volúmenes, más viejos y extraños, en un anaquel adjunto. –Increíble, está lleno

de

libros

prohibidos…

Liber

Eibonis,

Cultes

des

Goules,

Unaussprechlichen Kulten, Malleus Maleficarum, De Vermis Mysteriis… ¡Wow! ¡El mismísimo Necronomicon! Oh, y no sólo eso, ¡también está el Necronomicon Ex-Mortis! -¿Que no son el mismo?- pregunta Nancy. -Me decepcionas, querida. El Necronomicon es el libro de los dioses primigenios escrito por el loco Abdul Alhazred, mientras que el Necronomicon Ex-Mortis es un libro sumerio de invocación a Pazuzu y otros demonios, y está escrito con sangre y encuadernado con piel humana… -¡Delicioso!- opina Nancy. -Veamos… qué más hay… ¡Oh! ¡Oh, vaya! ¡Mira esto, mi amor: The Infinite Night of All Hallows Evening! ¡Este lugar es increíble! ¡Woha! -¿Y qué hay con ese libro? -No sé mucho de él. Sólo he oído que sirve para convocar la Noche de Brujas Infinita.- Freddy abre el libro mientras Nancy deja el suyo y corre a leer por encima del hombro de su novio -Veamos… ¿Hey, qué es esto? Es… ¿latín? 267


-Déjame ver.- pide Sidney y le echó un vistazo –No… es una especie de pseudolatín… -¿Puedes leerlo? -Claro…- y empezó. Obscuritas cadet in terram, hora media noctis circa est, criature reptant in desideratum sanguis per aterrare vicinarium vester. Et meretrix reperitur sine anima per demittire debet committere Canem Inferni et esse puter in cadaverem. Peste abominabilis in aerem est, func quaranta mille annis, et atrix Ghûli da omnis tumbam admovent per consignare fatum tuom. Et etiamsi pugnas per esse vivus, corpus tuo incipit tremare, enim nihil semplicis mortalis resister potet Malum Thrillerum.

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Cuando Sidney termina de leer, los cuatro muchachos guardan un silencio seco y frío. El aire pasa con un silbido espectral y la madera de la vieja casa cruje y rechina. -Uy…- musita Nancy –Sentí un escalofrío. -Mejor vamos con Jason y Laurie.- sugiere Ash –Antes de que llenen el suelo con secreciones sexuales. -Sí.- acepta Freddy –Ya revisaré estos libros mañana en la mañana. Ellos no lo saben, pero allá afuera el frío de la noche arrecia, la luna enrojece, la tierra tiembla con sutileza y un humor ectoplásmico emana de las grietas del suelo. Más lejos, en un huerto de calabazas que se mantiene con vida muchos años después de haber sido abandonado por la mano del hombre, las parras de estos vegetales se agitan y estremecen. Jack O’Lantern está por despertar. Los cuatro amigos encuentran a Jason y a Laurie casi desnudos, uno sobre el otro, confundidos en abrazos y jadeos. -¡Hey!- dice Feddy sin intentar contener una carcajada -¡No enfrente de los niños! -¡Mierda!- exclama Jason -¿No nos puedes dejar en paz? -Mejor vámonos a la camioneta.- dice Laurie cubriéndose los senos con la chaqueta de su novio. -¡Regla número uno para sobrevivir a las películas de horror!- les grita Freddy mientras Jason y Laurie salen de la casa llevando sus ropas en montones para tapar sus desnudeces -¡No tengas sexo! 269


Cuando la efusiva pareja se ha marchado, los restantes cuatro se sientan en círculo y se disponen a disfrutar de la música, la cerveza y la marihuana. -Ya dijiste dos reglas para sobrevivir las películas de horror.- recapitula Ash -¿Cuáles son la segunda y la tercera? -La segunda es nunca beber alcohol y menos usar drogas.- ilustra Freddy. -Buuuu.- abuchea Nancy. -La tercera es nunca quedarse solo, menos en un lugar oscuro y tenebroso, como un bosque, y mucho menos decir “Volveré pronto”, porque entonces nunca volverás.- concluye Freddy. -Entonces las películas de horror son muy mojigatas.- reflexiona Sidney –Se la pasan diciéndonos a los jóvenes que no cojamos, que no bebamos, que no fumemos hierba, porque si lo hacemos un asesino enmascarado nos matará a todos… -Por el contrario, mi amiga.- interrumpe Freddy emocionado –Las películas de horror nos entienden, porque saben que lo que queremos es coger, beber y fumar hierba. El asesino representa la tiranía del adulto represor. El mensaje es muy claro: sólo un psicópata asesino podría creer que coger, beber y fumar son cosas que merecen el castigo de la muerte. -Realmente te gustan mucho esas películas, ¿verdad?- dice Sidney. -Uy, no lo conoces.- comenta Ash.

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-Sí, me encantan. Un día quisiera llegar a ser como George Romero, o Wes Craven, o John Carpenter, o Tobe Hooper, o Sam Raimi, o John Landis, o Tom Savini… -Sí, sí.- dice Sidney con impaciencia –Ya entendimos el punto. A unos metros del pórtico de la cabaña, los vidrios de la camioneta se encuentran por completo empañados. Dentro del vehículo, Jason y Laurie deshacen el nudo gordiano que formaban sus cuerpos. -Otra vez terminaste muy pronto…- reprocha Laurie mientras se abotona la blusa a toda prisa. -Ay, cariño. Es que eres demasiado hermosa y ardiente… Deberías tomarlo como un halago. -Ajá.- musita ella con desinterés. Un silencio embarazoso cae sobre la aún agitada pareja. Laurie había terminado de ponerse la falda mientras Jason aún continuaba desnudo y recostado en el asiento trasero del auto. -Regresemos a la cabaña.- sugiere Laurie. -No.- dice Jason –Aquí estamos mejor. -Yo quiero volver. -Bueno, ve y tráeme una cerveza y un porro… La ventanilla estalla con la penetración de una mano enguantada, vidrios salen volando en todas las direcciones, Laurie pega un alarido al sentir pequeños fragmentos que cortan su epidermis y Jason no tiene tiempo de 271


moverse para evitar que estocada tras estocada de una hoz filosa abran su piel y hagan borbotar su sangre. Laurie observa cómo una mano sujeta a su novio del cuello, mientras la otra lo acuchilla con el ritmo extático de la hoz, violadora de carnes e intestinos. No se le ocurre hacer otra cosa más que gritar, pero como Jason no puede moverse, ni gemir, ni respirar bajo el filo curveado, Laurie resuelve salir del coche y huir del lugar. Podría correr hacia la cabaña, pero para no dejar pasar el cliché, en cambio huye hacia el campo. Por el bosque otoñal, áspero y filoso, Laurie corre tan rápido como le permiten sus pies descalzos. Las ramas puntiagudas le arrancan jirones de ropa y dejan su piel a merced de la luna escarlata, pero Laurie no aminora la velocidad de escape pues escucha los pasos firmes, pesados y lentos del asesino que camina detrás de ella, cada vez más cercanos. Como era de esperarse, Laurie tropieza con una raíz nudosa y cae de bruces al suelo. Al incorporarse y mirar a su alrededor, se percata de estar en el huerto de calabazas. Con un estallido de velocidad imperceptible, cuatro parras retorcidas salen disparadas desde la tierra, sujetan los brazos y piernas de la chica, y la hacen caer de espaldas. Laurie grita. Parras se enredan en su cuerpo, le arrancan la ropa y cortan su piel. Un zumbido agudo y reverberante abarrota el aire. Laurie grita. Las parras separan lentamente las piernas de la chica contra todo su esfuerzo y toda su voluntad. Unas ramitas juegan con sus senos, los aprietan y respingan sus pezones. Laurie grita. Las piernas están abiertas de par en par. Una rama se dirige con toda violencia entre sus muslos. El huerto de calabazas se riega con sangre y con la humedad aún presente en la entrepierna de la joven. Laurie gime.

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-No, no, no.- insiste Freddy –Las mejores películas de terror no son las que muestran más sangre y muertos o monstruos feos… Es decir, no son las que tienen sólo eso. Tampoco son las que asustan mucho al público con un “buh” sorpresivo acompañado de música estridente. ¡Cualquier idiota puede hacer eso! Las mejores películas de terror son las que te dejan con una idea en la cabeza, una idea aterradora en la que te quedas pensando incluso después de salir del cine… En ese momento se escuchan rasguños en la puerta de salida. Todos se sobresaltan, especialmente Ash. Después de un breve escalofrío colectivo, Freddy ríe una bocanada de marihuana y grita a quien esté afuera: -¡Jason, ya deja de joder! Hay un breve silencio y de nuevo el murmullo de arañazos débiles, suplicantes, atraviesa la madera de la puerta. Freddy se levanta y coge la perilla. -Prepárense, chicos. El idiota de Jason nos querrá gastar una broma pesada. Entonces abre la puerta de golpe y hacia dentro cae Laurie, con el cuerpo casi desnudo cubierto de raspones y hematomas. Las chicas saltan hacia atrás y Ash deja escapar un agudo grito de espanto. Freddy se asoma hacia afuera y mira en todas direcciones antes de dar un portazo supersticioso. Sidney se apresura a atender a Laurie. -¡Laurie, por Dios! ¿Qué te pasó?- le pregunta, pero la chica herida responde sólo con murmullos ininteligibles. -¿Qué dice?- pregunta Nancy. 273


-No sé.- responde Sidney perpleja –Laurie… ¿Jason te hizo esto?- pero Laurie no contesta –Nancy, ayúdame a levantarla. Tenemos que revisar sus heridas y ponerle ropa decente. -Mejor no traten de moverla; nosotros nos iremos a otro lado.- sugiere Ash –Es más, vamos afuera, Freddy, a buscar a Jason. -No creo que lo encontremos…- insinúa Freddy, estupefacto. -Vamos.- insiste Ash. A regañadientes, o con los dientes castañeteando, que para efectos prácticos es lo mismo, Freddy accede a salir de la casa en compañía de Ash. Ambos se sorprenden al ver la zona cubierta por una densa neblina que les impide dar con la camioneta. Cuando por fin la hallan, no encuentran en ella más que salpicaduras de sangre en todas direcciones y vidrios rotos en el asiento trasero. -¿Es ésta una de tus bromas, Fred? -Te juro por Dios que no. -¿Cómo pudo pasar todo esto sin que oyéramos nada? Ambos creen escuchar susurros que provienen de la espesura, pero ninguno se atreve a confesarlo. -Mejor regresemos a la cabaña.- sugiere Ash. -S-sí. Vamos. Se escucha un grito que proviene justo del lugar que Ash y Freddy hasta hace medio segundo consideraban un refugio de los temores que rondan la 274


noche. Ambos muchachos vacilan unos segundos, pero Ash es el primero en tomar la resolución de correr a toda prisa de vuelta a la cabaña. Freddy lo sigue sólo un paso atrás, mas cuando llegan a la puerta la encuentran cerrada e irreductible a todos sus esfuerzos. Adentro proliferan los gritos. -¡Sidney! ¡Sidney!- grita Ash temiendo por su chica. -¡Nancy! ¡¿Qué está pasando allá?!- vocifera Freddy, pero de adentro sólo surgen algunos gritos y jadeos, ruidos como de una lucha, un portazo, el rumor de algo pesado que se arrastra y, finalmente, silencio. -¡Hay que derribar la puerta, Freddy! ¡A las tres! Una, dos… ¡tres! Como si nunca hubiese estado asegurada, la puerta cede bajo los esforzados hombros de los muchachos, que caen de bruces al suelo. En cuanto levantan la mirada ven a Sidney sentada y resoplando sobre una arcaica y pesada credenza y más al fondo, arrinconada, Nancy, que no deja de sujetarse una mano por la que se desliza un delicado chorrito de sangre. Freddy se pone de pie en seguida y corre hacia su novia, mientras Ash se acerca tremolante a la suya y al mueble que le sirve como asiento. -¿Qué diablos pasó?- preguntan los dos jóvenes casi al unísono. -Laurie… ¡se volvió loca…!- empieza a explicar Sidney. -¡Me mordió! ¡La maldita perra me mordió el dedo!- interrumpe Nancy, ahora más furibunda que asustada. -¿Qué?- balbucen Ash y Freddy atolondrados. -Estábamos ayudando a Laurie a incorporarse y vestirse- relata Sidney – cuando súbitamente cayó al suelo como si se hubiera desmayado. Nos 275


acercamos a ella y de pronto despertó y nos atacó. Mordió a Nancy en el dedo… -¡Casi me lo arranca! ¡Perra! -No la podíamos controlar.- continúa Sidney –¡Era como si quisiera comernos! Nos costó mucho trabajo, pero al final logramos hacerla caer por un escotillón que encontramos en el piso y sobre el que puse esta cosa… -¿Pero por qué cerraron la puerta?- inquiere Ash. -¿Qué? Nosotras ni nos acercamos a ella. Después de un instante de silencio, Freddy, pálido y tembloroso, toma la palabra. -Bien, ya sé qué hacer para ayudar a Laurie…- dice y desaparece en la oscuridad de la casa, para reaparecer instantes más tarde con un gran trozo de leña –Okey, quiten ese armatoste y abran la escotilla… -¿Estás loco?- exclama Sidney -¡No sabes el trabajo que nos costó meter a Laurie allí! -No te preocupes, todo va a salir bien… Ash y Sidney arriman el mueble, mientras Freddy y Nancy los observan, uno con el garrote en la mano y la otra presionando su herida. El escotillón queda al descubierto y los cuatro jóvenes lo miran de fijo y a la expectativa. -¿Y ahora?- pregunta Ash.

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-¿Laurie?- llama Sidney, pero nadie responde; de abajo de la puerta sólo llega silencio -¿Laurie?- repite su amiga y se acerca al escotillón. Todo pasa en un parpadeo; el escotillón salta y de él emerge Laurie lívida y cadavérica, siseando como gato y extendiendo los brazos hacia Sidney, que pega un grito y se echa para atrás; Freddy no pierde el tiempo y en cuanto aparece la cabeza de Laurie descarga sobre ella un golpe contundente… y luego otro, y otro y otro, hasta que el cuerpo sin fuerzas de Laurie cae de nuevo por la escotilla, dejando tras de sí un charco de sangre y sesos digno de los ochentas. -¡¿Pero qué carajo?!- exclama Ash. -¡¿Te has vuelto loco?!- vocifera Sidney. -Confíen en mí.- pide Freddy sin dar explicaciones y se acerca, amoroso, hacia Nancy –Ahora, cariño, escúchame bien, yo te amo y sólo quiero lo mejor para ti.- Nancy sólo asiente con la cabeza –Necesito que entiendas lo que voy a decirte… Tenemos que cortarte la mano… -¡¿Qué?!- grita Nancy de un empujón aparta a su novio, y corre a buscar refugio entre Ash y Sidney. -¡Estás loco, Freddy!- le espeta Sidney. -¡Mataste a Laurie!- aúlla Ash como si acabara de darse cuenta. -No, no. Escuchen… Debe confiar en mí.- suplica Freddy. -Deja ese palo…- le pide Nancy. -Mira Freddy.- dice Sidney tratando de aparentar calma y cordura – Mejor tú quédate aquí. Nosotros nos vamos al auto… 277


-¡No estoy loco, maldita sea! Escuchen, he visto miles de películas de horror, es como si toda mi vida me hubiese estado preparando para este momento. Creo saber qué es lo que está pasando y tengo una explicación muy razonable para todo esto. Y lo que pasa es que… ¿Por qué me miran así? En su excitación Freddy no ha escuchado los pasos lentos y ominosos que se acercan. Sus compañeros se quedan atónitos e inmóviles cuando ven aparecer una figura detrás de él. Es un hombre engalanado con un elegante traje del siglo diecisiete, que porta en una mano una hoz y en la otra una linterna. Es un hombre con cabeza de calabaza. Es Jack O’Lantern. Freddy se voltea y alcanza a decir –Oh, mierda. Jack O’Lantern levanta en el aire la linterna y la deja caer con toda su fuerza sobre Freddy, que al instante queda envuelto en llamas rojas y rugientes. Freddy grita como jamás creyó que gritaría en su vida y, consumido por el dolor y el fuego, se arroja por una ventana para perderse en la noche. -¡¡¡Freddy!!!- exclama Nancy y quiere correr hacia él, pero sus amigos, tan aterrados como ella, pero menos perturbados, la sujetan de los brazos y la arrastran fuera de la casa. Los tres jóvenes corren hacia la camioneta y se suben a empujones. Ash se sienta en el asiento del conductor, Sidney se queda atrás con una Nancy destrozada en llanto. -¿Dónde están las llaves?- pregunta Ash desesperado. Afuera

del

vehículo, Jack

O’Lantern

se acerca lenta, pero

constantemente; su capa ondea con el viento, sus botas levantan las hojas

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secas con cada paso y su hoz hace acrobacias entre sus manos, como si saboreara el miedo en el aire. -¡Las encontré!- exclama el buen Ash, triunfante, pero el sentimiento de gozo se esfuma cuando el vehículo no enciende –Mierda, mierda, mierda. La hoz de Jack O’Lantern entra por la ventana rota. Nancy y Ash gritan. Sidney ordena –Vámonos, vámonos.- y todos se arrastran hasta el extremo opuesto del auto y escapan por allí. Los tres adolescentes huyen hacia el único lugar posible, el bosque. Corren a toda velocidad sin mirar atrás. Las ramas de los árboles hacen estragos en los atuendos de Sidney y Nancy y los reducen a jirones, pero no más de lo que sería conveniente. Después de un tiempo literalmente sin medida, ven en la distancia una luz solitaria y resuelven seguirla. Exhaustos y sin aliento, llegan hasta una cabaña junto a un muelle en un lago. -¿Qué es este lugar?- pregunta Ash. -Parece ser una especie de campamento…- señala Sidney. -¿Creen que ya estemos lejos de esa cosa?- inquiere Ash en busca de una respuesta esperanzadora, pero Nancy está muy débil para contestar y Sidney simplemente no tiene ganas. -Veamos si hay alguien.- dice Ash. Los tres chicos rodean la casa hasta encontrar una puerta. Está cerrada. Ash la empuja con todas sus fuerzas. No cede. -Vamos chicas, ayúdenme. -No puedo… me siento muy débil…- gime Nancy. 279


-¡Yo te ayudo!- se ofrece Sidney. La puerta se abre y revela un cuchitril oscuro repleto de trastes herrumbrosos. Ash y Sidney entran con cautela, seguidos por Nancy. -¡Cuidado!- advierte Sidney; Ash había estado a punto de caer por una trampa en el suelo. -Eso estuvo cerca… ¿Y ahora qué hacemos? La habitación se oscurece; algo bloquea la luz sanguínea de la luna llena. Los chicos se vuelven y ven al hombre con cabeza de calabaza en el umbral de la puerta. -¡Corran!- ordena Ash y las chicas no dudan en obedecerlo. Nuestro valiente pero tembloroso héroe se planta frente al asesino, blandiendo sobre su cabeza una barra de hierro oxidada que ha cogido de improviso. Con un rápido movimiento de la hoz, Jack O’Lantern corta de tajo la mano de Ash y éste, más perplejo e incrédulo que adolorido, pierde el equilibrio y con un grito estúpido cae dentro de la sima de la que momentos antes lo había salvado su novia. -¡¡Ash!!- exclama ella, que desde el otro extremo de la cabaña se había volteado a ver el desarrollo de la lucha titánica entre su campeón y el asesino enmascarado. -¡Vamos!- la insta Nancy, a quien, viéndose privada de su galán, poco le importa el destino que sufran los de otras -¡Quita las barras de esta ventana! Yo ya no tengo fuerzas.

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Sidney, con lágrimas mugrientas que se mezclan con el sudor de su cara, abre, casi de forma automática, la ventana y antes de que Jack O’Lantern se aproxime, las dos jóvenes escapan de allí. Ahora se encuentran frente al muelle. No hay a dónde correr. Miran en derredor, confusas, desamparadas, sin saber qué hacer. Cuando escuchan pasos que se acercan, ambas corren en direcciones opuestas, y cada una, al doblar sendas esquinas de la cabaña, se topa con alguien diferente. Sidney se encuentra con el asesino, que se acerca a ella con el andar seguro y prepotente de quien tiene una hoz y una cabeza de calabaza. Pero de pronto un hombre llega desde las sombras blandiendo un machete y embiste a Jack O’Lantern con todas sus fuerzas. La hoja del arma atraviesa el vientre del asesino y sale por su espalda. El hombre con cabeza de calabaza cae al suelo, y el otro, victorioso, se vuelve hacia Sidney. Es Jason, vestido con no más que un pantalón harapiento. -¡Jason!- exclama Sidney alegre para luego horrorizarse al notar las múltiples cortadas que cubren el pecho de su amigo -¿Qué te pasó? ¿Cómo llegaste hasta aquí? -Ya habrá tiempo para explicaciones. Vamos, hay una lancha de motor amarrada en el muelle y creo que tiene combustible. Los dos jóvenes caminan a toda prisa hasta toparse con Nancy, quien después de haber encontrado a Jason había permanecido sentada junto al muelle. -¡Vamos!- ordena Jason y Sidney trata de ayudar a su casi moribunda amiga a levantarse, pero ésta no tiene ya más fuerzas y se desvanece.

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-¡Debemos llevarla!- ruge Sidney. -¡No hay tiempo, vamos!- casi a rastras, Jason lleva a Sidney hasta la lancha -¿Sabes manejar esta cosa?- le pregunta, pero ella, sobrecogida por los horrores de esta noche de serie B, no puede reunir la cordura suficiente para responder -¡Contesta, mujer!- insiste Jason. Sidney levanta la mirada, abre los ojos de par en par y emite un alarido ¡Jason, detrás de ti! El aludido se vuelve y ve, de pie sobre el muelle, a Jack O’Lantern, aún con el machete atravesado en el torso. El asesino coge el arma por la empuñadura y la extrae de entre sus carnes con lentitud exquisita, como si quisiera que sus víctimas disfrutaran del sonido que produce el metal al pasar por sus entrañas no-muertas. Luego, con la destreza de un cirujano y la velocidad de un espadachín experto, decapita limpiamente a Jason antes de que éste pueda siquiera decir una palabrota. El cuerpo y la cabeza de la joven promesa del hockey caen por lados opuestos del muelle. Entonces Jack O’Lantern vuelve su atención hacia Sidney que, agazapada en el fondo de la lancha, espera a que el asesino acabe con ella ya sea con hoz o con machete. Pero él quiere disfrutar el momento, y camina con toda la lentitud posible para hacer resonar los tacones de sus botas sobre la madera y así deleitarse con el horror de su pobre víctima. Tras largos segundos cuya única función es aumentar el suspenso, Jack O’Lantern llega hasta Sidney, levanta la hoz en el aire y…

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Ruge un motor de gasolina a y el brazo asesino cae cercenado al agua. Jack O’Lantern se voltea y Ash, con una motosierra adherida en el muñón de la mano perdida, le corta el otro brazo. Desarmado, Jack O’Lantern no puede evitar que Ash, furioso, rebane también su cabeza vegetal. No contento con haber desmembrado y decapitado al monstruo, Ash, en estado berserker totalmente contrario a su naturaleza, se complace en reducir el cuerpo del asesino a trozos diminutos e irreconocibles. -¡Muere! ¡Muérete, maldito hijo de puta!- brama Ash y sus gritos se confunden con el rugido de su motosierra. Una vez que su afán carnicero está satisfecho, Ash apaga el motor y se ocupa de Sidney, la ayuda a salir del bote y le da un beso en la frente. -¿Ha acabado todo?- pregunta ella. -No lo sé.- responde Ash –Pero mejor nos alejamos de este lugar. La joven pareja atraviesa el muelle, mientras un sol trémulo y medroso comienza a asomarse en el horizonte más allá del lago. -Vamos a casa…- dice Ash. Pero en eso, Nancy aparece de la nada, lívida y cadavérica, siseando y abriendo la mandíbula como el depredador que se lanza sobre una presa. Ash hace una maniobra y la motosierra, que ahora es una parte más de su cuerpo, decapita a la otrora amiga y compañera de estudios. -Vaya.- dice Ash, con una sonrisa –Me estoy volviendo bueno con esto. –el joven se da el lujo de resoplar y dar un suspiro de alivio; con el brazo sano

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atrae a su novia hacia sí y proclama triunfalmente bajo la luz del sol matutino –Creo que ahora sí ya terminó todo. -No lo sé…- dice Sidney, dubitativa –Siento que aún hay algo más aquí.- Sidney otea en todas direcciones, –Siento una presencia… Algo muy perverso y degenerado que nos observa…- se detiene, reflexiona… y entonces te ve –Claro, eres tú, ¿no es cierto?- te impreca –¡Tú eres la causa de este horror! ¡Maldito enfermo! Pues en efecto eres tú, lector, el culpable de toda esta abominación de bajo presupuesto; tú que buscas entretener tus horas ociosas con el horror y el sufrimiento de personajes inocentes que ningún daño te han hecho; y Sidney, furiosa e impotente, te reprocha -¡¡¿TE ESTÁS DIVIRTIENDO, CABRÓN?!! ¡¡¿TE ESTÁS DIVIRTIENDO?!!

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Volumen VI El Fin de los Tiempos

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EL HÁLITO DEL DESIERTO Norte de México, principios del Siglo XXI Después de muchos años por fin pude hacer realidad el sueño de tener mi propio negocio. Era un restaurante-bar familiar de mariscos, muy bonito, con techo de palma, sillas de plástico y mesas de latón. Siempre había música viva y mandé poner televisores para que mis clientes no se perdieran los partidos de futbol. Yo mismo era el chef y disfrutaba mucho mi trabajo. Construí el restaurante en la misma calle que mi casa, para poder estar cerca de mi esposa y mis hijos mientras trabajaba. Una noche, dos semanas después de haber abierto mi negocio, me levantaron. Como siempre, me despedí de los empleados que se habían quedado a limpiar y salí del restaurante con la intención de caminar hasta la casa. No había andado un par de metros cuando sentí un fuerte golpe en la cabeza y todo se puso negro. Cuando recuperé la conciencia estaba atado de manos, amordazado y encapuchado. Por el movimiento supe que estaba en algún vehículo que viajaba a gran velocidad. Empecé a rezar en mi mente. De pronto el vehículo se detuvo, oí que se abrió la portezuela y fui jalado con violencia fuera del vehículo y después arrojado al suelo. Me golpeé la cara contra una piedra y la sangre manó de mi mejilla. Hacía mucho frío. Entonces me quitaron la capucha. Tirado boca abajo y amarrado, lo único que podía ver eran pies calzados con botas vaqueras que iban y venían frente a mí. Miré hacia mi derecha y vi a otro hombre igualmente atado y amordazado. A mi izquierda había uno más. Alguien me dio una patada en las costillas; chillé bajo la mordaza.

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-Quédense quietos.- dijo alguien y a la orden siguió una retahíla de insultos. Nos tuvieron así, echados en el suelo por no sé cuánto tiempo. Yo estaba seguro de que moriría y no dejaba de sufrir por mi esposa y mis hijos. Trataba de rezar, pero el miedo no me dejaba. El viento ululaba frío y a lo lejos escuché el aullido de un coyote. Estaba en el desierto. -Al que se mueva me lo chingo.- dijo una voz seguida por una ráfaga de disparos que hizo que el alma se me encogiera. El hombre de mi izquierda estaba llorando. Alguien se rió a carcajadas. -A ver, a ver. ¿Qué tenemos aquí?- se oyó una voz con autoridad. -Éstos son los nuevos. Y ése de ahí es el pendejo que no pagó y fue con los policías. -Pos les vamos a dar una calentadita. -¡Jálenle, pendejos! ¡Levántense! Me jalaron del cabello y como pude, me puse de rodillas. A todos nos pusieron de rodillas. No cabía duda, estábamos en el desierto. Los matorrales y las rocas se extendían en todas las direcciones. No se veían construcciones a la redonda y no tenía idea de a cuánta distancia estábamos de la ciudad. Estaba amaneciendo. -Miren, hijos de la chingada.- dijo un tipo altísimo, moreno, fornido, quijadón y bigotudo, que usaba lentes oscuros y sombrero tejano –Así van a estar las cosas. Ustedes nos van a pagar una cuota mensual. Si no, pos se los carga la chingada. ¿Entienden? 287


Asentimos. Debo admitir que sentí alivio: no me iban a matar. Ya había escuchado que en otras ciudades los narcos hacían esto de levantar a las personas por unas horas y luego dejarlas libres. Sólo debía esperar a que acabara la pesadilla. El hombre del sombrero dio una orden y los demás trajeron y asentaron frente a nosotros a un individuo regordete. Le habían atado las manos detrás de la espalda con un alambre de púas y estaba cubierto de moretones y cortadas. -Este pinche culero no pagó y nos quiso acusar con la tira. Ahorita lo vamos a usar de ejemplo, pa’ que vean lo que les va a pasar si no pagan. Entonces acostaron al pobre hombre, lo sujetaron entre dos de los narcos y un tercero se apareció con una segueta. Pensé “Virgen santa, no.” El narco agarró los cabellos del hombre, colocó el filo de la segueta sobre su cuello y empezó a serruchar. No quise ver. -¡Abre los ojos, pendejo, o te chingo aquí mismo!- me dijo alguien y me dio un culatazo en la cabeza. Tuve que verlo todo. La mordaza del pobre hombre no alcanzó a cubrir un grito de horror y agonía. La sangre salió con tanta fuerza que nos cubrió a todos. “Ya que se muera”, suplicaba en mi mente. Pero no se moría. Entonces la segueta llegó al hueso y pude escucharlo; juraría que podía hasta oler el hueso siendo serruchado. El hombre a mi izquierda se vomitó y la mordaza contuvo el vómito dentro de su boca. El narco terminó de serruchar, levantó la cabeza del muerto para que todos la viéramos y luego la arrojó hacia mí. La cabeza me golpeó con fuerza en el estómago para luego caer al suelo y rodar por la arena. Luego me empujaron y quedé de nuevo tumbado boca abajo. -¿Ya nos los llevamos? 288


-No, déjalos así. Que les dé un poco el solecito.- y se rió. Y así nos tuvieron tirados en el polvo hasta bien avanzada la mañana. El sol me quemaba como si hubieran puesto fuego sobre mi piel. La sed era insoportable. No veía final para esta pesadilla. Alguien dijo con voz menos amenazante que las que había escuchado hasta el momento: -Ya, tranquilos. Si hacen lo que se les dice, no les va a pasar nada. A ver, tú eres el de la farmacia. Vas a dar tres mil varos. Tú, el del lote de autos, diez mil. Tú, el del restaurante, cinco mil…- y dejé de escuchar. Al poco rato me volvieron a poner la capucha y me subieron al vehículo. No sé cuánto tiempo estuvo en movimiento, pero cuando finalmente se detuvo, me cortaron las amarras, me quitaron la capucha y me sacaron a golpes del auto. Por fin lo pude ver, era una camioneta negra con vidrios polarizados. Me bajaron en una calle desconocida para mí y así, todo golpeado, tuve que buscar la forma de regresar a mi casa. Por fin llegué y me sentí a salvo. Mi esposa estaba muerta en vida por la preocupación. Cuando le conté lo que había pasado se echó a llorar. Convenimos no decir nada a los niños. Al mes exacto de lo sucedido dos pistoleros llegaron al restaurante a cobrar, a pleno día, sin importarles quién los viera. En cuanto entraron, todos mis clientes se quedaron mirando hacia abajo. Les pagué el dinero que tenía separado desde el día en que me levantaron. En cuanto se fueron me metí al baño y me puse a llorar. Al día siguiente hubo una balacera frente a la escuela de mis hijos. Murieron cinco soldados y arrestaron a dos narcos. Cuando llegué a casa el Presidente estaba en televisión anunciando lo bien que iba la guerra contra el 289


crimen organizado. Dos días después apareció muerto un comandante de la policía; había sido torturado y quemado vivo. Las historias de terror se multiplicaron en cuestión de días. Un taxista se atrevió a sonar el claxon a una camioneta que se le había atravesado; de las ventanillas se asomaron los cañones de unas ametralladoras y el taxista murió bajo una lluvia de balas. Una noche, un grupo de soldados del ejército mexicano entró a un campus universitario siguiendo la pista de unos hombres armados; en la oscuridad, mataron a unos estudiantes de posgrado que se habían quedado trabajando hasta tarde. Un campamento de scouts fue asaltado por tipos armados; todas las mujeres, adolescentes o niñas, fueron violadas. Un grupo de soldados abrió fuego contra un vehículo que se había pasado un retén; al hacerlo, mataron a una familia de seis. Pasaron algunos meses, y llegó de nuevo el momento de pagar mi cuota y los dos pistoleros visitaron mi restaurante. Después de haberles pagado, como ya me había habituado a hacer, y mientras uno de ellos contaba el dinero, el otro me dijo: -Mira, a partir del próximo mes va a ser diferente. Aparte de los cinco que ya nos das, nos vas a comprar diez mil de coca, así que ve juntando la lana de una vez. Luego tú ve qué haces con la coca, si la tiras o la vendes. Lo que decidas es muy tu pedo. Pero nos vas a estar comprando los diez mil cada mes. La puedes vender al precio que quieras, puedes hasta recuperar tu lana y ganar más. Por mí, puede vender la droga aquí en tu restaurante. Puedes vender a todas horas, puedes vender a los morritos… la policía no te va a molestar, eso te lo aseguramos nosotros. ¿Entendiste? Bien, nos vemos en un mes.

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No tuve más remedio que aceptar. Cuando volví a casa, le conté a mi esposa. Después de un rato de temeroso silencio, dijo: -Bueno, al menos si vendes la droga a buen precio puedes sacar buen dinero. Esa misma noche el Gobernador anunció en televisión que el ejército estaría patrullando la ciudad para cuidar a la ciudadanía de la amenaza del crimen organizado. Para ello, se instalarían más retenes y se daría a las fuerzas armadas la facultad de realizar cateos en casas particulares sin necesidad de una orden judicial. Unos días más tarde, la ciudad estaba inundada de militares, como otras ciudades ya lo estaban desde hacía tiempo. En una ocasión me detuve en un retén para que los soldados registraran mi auto en busca de armas o drogas. Lo que encontraron fue una revista de sátira política que leía mi hijo adolescente. -Mire lo que encontré sargento.- dijo un soldado extendiendo la revista a su superior. -Ajá. ¿Conque revoltoso, eh?- dijo el sargento, que hasta entonces había sido muy amable, y me dio un cachazo en la frente con tanta fuerza que caí sangrando al suelo. -Levántate, pendejo.- dijo un soldado al tiempo que me jalaba de los cabellos. -Ya.- ordenó el sargento –A ver si ahora vas cuidando lo que lees. Lárgate. Subí a mi auto y volví a mi casa. No dije nada a mi familia. La noche siguiente, alguien llamó a mi puerta y me apresuré a abrir. Eran unos soldados 291


que venían a catear mi casa. Ni caso tenía pedirles explicaciones, nada más entraron y empezaron a revolverlo todo. Abrieron todas las gavetas y los armarios y vaciaron todos los cajones. Manosearon a mi esposa y se llevaron todas las alhajas y objetos de valor que pudieron cargar. Cuando se fueron mi esposa se echó a llorar histérica en medio del tiradero que habían dejado. -El próximo mes esos…- aquí cambió los gritos por susurros –Esos tipos te van a dar los paquetes… ¿Qué vamos a hacer con estos cateos? Si no nos matan los narcos, nos matan los soldados. -No se puede vivir así. Tenemos que irnos. -¿A dónde? ¿Y con qué dinero? -Ya nos arreglaremos. No vale la pena vivir así… Nos iremos lo más lejos posible. Tú tienes una prima que vive en Yucatán, ¿no? -Sí, pero hace años que no le hablo. No sé ni dónde está su casa, ni cómo contactarla, o si todavía vive allí. -No importa. Lo puedes averiguar con tu familia, alguien debe saber. Quiero que mañana o a más tardar pasado mañana tú y los niños se vayan de aquí. Yo me quedo a vender el restaurante y la casa, y cuando los haya vendido, los alcanzo. Lo hicimos según el plan. Mi esposa contactó a su prima y a los tres días se fueron al sur con todo lo que pudieron llevar. Ahora sólo quedaba vender el restaurante y la casa. Tenía dinero suficiente para pagar a los narcos dos meses más, así que me mantuve relativamente tranquilo. Pero una noche, al salir del restaurante, me levantaron otra vez. En esta ocasión no me golpearon hasta dejarme inconsciente; querían que estuviera muy despierto. 292


Me golpearon en las costillas y en los riñones, me amordazaron y encapucharon y me amarraron las manos con un alambre. Durante las horas que me tuvieron dando vueltas en su vehículo, me hicieron varias cortaduras con algún filo delgado y me dieron choques eléctricos con un aparato que nunca vi. Cuando el vehículo se detuvo, me arrojaron fuera de él y me dejaron tirado boca arriba sobre la arena. Supe que estaba de nuevo en el desierto y que iba a morir. Luego se dedicaron a darme de patadas. Nunca había sentido un dolor tan fuerte como cuando se me rompieron las costillas. Sentí el frío nocturno del desierto y cómo dio lugar a una brisa calurosa cuando amaneció. Pronto el calor se volvió insoportable y el sol, incluso a través de la capucha negra, me abrasaba la piel. Le pedía a Dios que me dejara morir antes de que me serrucharan la garganta. Después de un rato escuché llegar un vehículo que se detuvo muy cerca de mí. -Y ahora, ¿qué tenemos aquí? -Éste es el pendejo que se quería pelar. Estos dos son nuevos. -Muy bien. Agárrenme a este cabrón. Ahorita lo vamos a usar de ejemplo. Me agarraron de los pelos y me obligaron a ponerme de rodillas. Me quitaron la capucha y vi a los dos pobres diablos arrodillados frente. -A ver, a ver.- dijo el bigotudo de sombrero -¿Conque te querías escapar, pendejo? ¡Pues ni madres! ¡Del Infierno nadie se pela! A ver… ¿qué vamos a hacer contigo? Creí que estaba a punto de desmayarme, porque frente a mis ojos todo se puso nublado, como si estuviera viendo a través de un cristal húmedo. 293


Luego pensé que debía ser el vaho del desierto. Pero vi que ese vapor invisible tenía forma, una figura imposible de describir. Frente a mis ojos, esa nube de distorsión rodeó al hombre del sombrero y lo levantó en el aire. El narco pegó un chillido agudo cuando esa cosa le arrancó los dedos uno por uno. La sangre salió a chorros y cubrió el aire como aerosol rojo. Después de los dedos, el hombre del sombrero perdió los dientes y los ojos. Con mucho esfuerzo me puse de pie. El resto de los presentes, narcos y víctimas, miraban inmóviles la escena. Cuando el monstruo dejó caer el cuerpo sin vida del hombre del sombrero, se fue sobre los otros tres. Uno de ellos le disparó a la cosa transparente, pero las balas la atravesaron y en cambio le dieron a uno de sus compañeros. El monstruo agarró al de la pistola y lo estrujó y aplastó hasta convertirlo en una masa informe que chorreaba líquidos marrones. El sicario que quedaba había echado a correr, pero esa cosa lo alcanzó pronto. No me quedé para ver qué sucedía y corrí hacia el lado contrario. Llevaba un rato corriendo cuando escuché un alarido; el monstruo debía estar matando a los hombres amarrados. Seguí corriendo a la vez que rezaba, no sé por cuánto tiempo. Cuando no pude correr más, troté, y después seguí andando con tambaleos. La debilidad me hizo tropezar y caí entre unos matorrales, para encontrarme con la cara a sólo unos centímetros de un dragón de Gila. Temí que este lagarto venenoso me rematara, pero la bestezuela me ignoró y siguió su camino arrastrándose por la arena. Con muchísimo esfuerzo me puse de pie y seguí caminando. No pude dar muchos pasos antes de caer una vez más. Quería morir cuanto antes, no podía soportar ya el dolor, ni el calor, ni la luz, ni la sed, ni el miedo. Frente a mis ojos vi la ondulación, la cosa transparente, y cerré los ojos para enfrentar mi destino. 294


Pero nada pasó. Abrí los ojos y la distorsión seguía frente a mí. Era sólo el hálito del desierto. Sentí una mano cálida en mi hombro y frente a mí apareció un venerable rostro de bronce surcado por numerosas y sabias arrugas. Era un viejo indio que me ayudó a levantarme y me llevó a su pueblo. Al fin estaba a salvo.

295


LA NOCHE INFINITA DE TODOS LOS SANTOS Aquí, ahora. Jorge

Luisiano

Bojórquez,

reconocido

profesor

retirado de la Universidad de Todos los Santos, fue hallado

muerto

aparentemente

en

su

casa

víctima

de

la un

noche

de

homicidio.

antier, Se

le

encontró reclinado sobre su escritorio, ya sin vida, y con herida en el pecho, en apariencia producto de un arma punzocortante. La policía declaró que no se ha

localizado

el

arma

ni

se

han

detenido

a

sospechosos. Conocidos del fallecido indicaron que desde su retiro

el

profesor

y

bibliotecario

se

había

convertido en un recluso y aún más desde que quedara ciego,

aproximadamente

un

año

atrás.

Bojórquez

habitaba en una vivienda modesta, repleta de libros de pared a pared y de piso a techo, y tenía poco contacto con el mundo exterior. Vivía de su pensión y, hasta antes de la ceguera, de eventuales encargos que le hacían instituciones e investigadores, cuando se

trataba

de

encontrar

información

difícil

o

documentos raros. En el escritorio sobre el que estaba el cuerpo del profesor se encontraron varias hojas de papel manuscritas

y

un

cuaderno 296

en

el

que

Bojórquez


evidentemente estaba escribiendo algo cuando ocurrió su deceso. Según Eloy Cáceres, colega de Bojórquez, éste trabajaba desde hacía tiempo en la traducción de un volumen conocido como The Infinite Night of All

Hallows

difícil

de

Evening,

título

encontrar,

adquirido

un

par

cuestión

no

fue

de

y

en

que

años

extremo

el

atrás.

hallado

en

difunto El

la

raro

y

había

volumen

vivienda

en del

académico. La

policía,

con

auxilio

de

Cáceres

y

otros

expertos, analizó los papeles y el cuaderno en busca de pistas, pero no pudieron hallar nada concluyente. Las notas en los papeles eran dispersas, inconexas y del

todo

carentes

pudieron

de

encontrar

traducidos

del

sentido.

lo

libro,

que

En

el

deben

intercalado

cuaderno

ser con

se

extractos notas

del

propio Bojórquez y, lo más extraño, fragmentos de lo que parece ser un texto de creación literaria, cuya relación con el resto de los materiales no ha podido ser dilucidada. Además, el cuaderno quedó manchado con la sangre del difunto, por lo que la mayor parte de su contenido resulta ilegible. Para

interés

de

esta

gaceta

universitaria,

a

continuación se transcriben textualmente los pasajes rescatados del cuaderno de Jorge Luisiano Bojórquez, es decir, aquéllos que aún eran legibles: 297


Dioses, ángeles, demonios, espíritus, fantasmas, hadas, duendes, monstruos, dragones… Ésos son los nombres, los conceptos y las imágenes con que hemos revestido ciertas ideas captadas vaga e intuitivamente con nuestra conciencia colectiva, la inteligencia de nuestra especie… Ideas, o más bien nociones de seres, entidades, fuerzas cuya naturaleza escapa a nuestra comprensión. ¿Y por qué habríamos de comprenderlas? Nuestra inteligencia está determinada por nuestra naturaleza animal, orgánica, material y tridimensional. Nuestra inteligencia evolucionó lo mejor que pudo a partir de orígenes muy humildes. Pero más importante que ello, se desarrolló como una ventaja evolutiva que nos permitiera, como especie, sobrevivir y adaptarnos. No se supone que pueda ser capaz de penetrar los misterios del universo. ¿Por qué habría de desarrollar esa capacidad un simio que desciende de un lagarto que desciende de un pez que desciende de un gusano que desciende de una molécula que por puro azar un buen día pudo replicarse a sí misma?

298


Y sin embargo, por azares de la evolución nos hicimos capaces de captar, apenas de intuir, ciertas nociones extrañas y lejanas que se relacionan con la realidad multiversal del cosmos y del caos, y para pretender que las entendemos con nuestra mente animal, las revestimos con nombres y conceptos que se ajustan a lo que podemos imaginar. Pero la realidad está muy lejos de nuestra comprensión. Regresas a casa con el ánimo inquieto, asustada por los recuerdos, temerosa de las pesadillas que te pueda deparar la noche. ¿Por qué tenías que escuchar esas historias de espanto? Sabes muy bien que siempre te alteran, te dejan alerta, con una sensación de agujero negro en el estómago y de gusanos reptantes en la espalda. Estúpidas historias de fantasmas y embrujos y apariciones dizque reales que cuentan otros niños. Como esas historias de rostros que de pronto se asoman las ventanas de casas vacías cuando los niños caminan por calles solitarias. O esa anécdota de la niña que leía un libro ya muy tarde por la noche (una noche como ésta), cuando de pronto sintió un aliento helado en nuca, se volvió y vio de frente a sí una cara pálida y severa. Ella gritó, cerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, ya no había nada, pero por una semana entera no pudo dormir en su cuarto. O el relato de aquel otro niño, que por quedarse viendo televisión, se metió a bañar después de la media noche y, mientras se lavaba el cabello, escuchó unas carcajadas que venían detrás de la cortina de baño. ¿No dicen que quedarse despierto y solo a deshoras es la peor de las ideas? También a los adultos les pasan esta clase de cosas, como al papá de una amiga, que un día, al abrir su armario, vio algo 299


dentro, que nunca supo describir, en esa misma casa donde las cosas siempre cambian de lugar cuando no las miran y en la que, por alguna razón, el gato tiene pavor de entrar a la cocina. En esto vas pensando conforme pasas por el pórtico, atraviesas la sala de estar, subes la escalera, caminas por el pasillo y llegas a tu cuarto, ese lugar oscuro y aislado en el que tienes que pasar sola todas las noches. ¿Y si al abrir la puerta encuentras una sombra sentada en tu cama? ¿Y si al abrir tu armario algo te salta encima? ¡Bah, tonterías! Nunca te ha pasado algo así, ¿por qué habría de ocurrirte justo esta noche? Entonces recuerdas lo que dijo ese otro niño, que cuando hablas de estas cosas, o lees sobre ellas o siquiera piensas en ellas, es como invocarlas, llamarlas, y mientras más presentes estén en tu mente, más cerca están de ti, rondándote. Por ello, haces todo lo posible por borrar esas historias de tus recuerdos. Pero no puedes. Vas al cuarto de mamá y te quedas ahí platicando sobre banalidades, sólo para hacer tiempo antes de tener que enclaustrarte en tu propia habitación. Pasa media hora y entonces ella te envía a tu recámara. No quieres ir, de modo que bajas con el pretexto de servirte un vaso con agua. Pero allí, abajo, en una cocina envuelta en tinieblas, sientes miedo de nuevo. Caminas tensa, sin mirar atrás, con los brazos y las piernas tiesos, como engarrotados. Llegas al pie de la escalera. No quieres voltear hacia atrás. Te echas a correr. Sientes que algo te persigue. No mires atrás. Corres más a prisa. ¡Te va alcanzar! Llegas arriba, miras la escalera. No hay más que oscuridad… Estúpidas historias de ese niño estúpido. El poder de las Blasfemias estriba en su capacidad de romper el orden establecido por el Demiurgo, que retirado desde hace eones, como primer motor cósmico se limitó a darle orden al universo y a dejarlo tal cual, funcionando como un mecanismo de relojería, perfecto, perfecto, 300


predecible por toda la eternidad, una maquinaria en la que no tiene cabida nada que no sea medible, que no sea cuantificable, que no se ajuste a un plan ideado por el Pensamiento puro, por la Razón pura para la existencia total del tiempo y del espacio, hasta que por las propias leyes que lo forman se enfríe, colapse, estalle de nuevo una y otra vez en un ciclo interminable, todo natural, tan natural… Pero el Demiurgo, en su fantasía de racionalidad, ha expulsado a los más oscuros rincones de su mente a aquellos elementos que en tiempos anteriores al tiempo lo hicieron crear un Caos (no un cosmos) sin reglas, ni límites, sino por pura improvisación y capricho, y esos elementos que son tan de sí como sí mismo, están ahí, acechando, listos para regresar con toda su fuerza, para pesar de este mundo creado con leyes arbitrarias de la lógica y la física. Pues el Demiurgo sueña que es racional y benévolo, pero en realidad ésas son sólo sus fantasías, y él está loco, tan loco como el que hombre que se cree lobo, o más loco aún, porque hombre y lobo son animales y más cercanos el uno al otro en su naturaleza, de lo que la cordura, la racionalidad y la benevolencia podrían estar del verdadero ser del Demiurgo. Entras a tu cuarto; mientras está la luz prendida, es ese lugar de juegos donde aún convives con tus muñecas y ositos de felpa. Te pones la pijama. Cuando apagas la luz esa misma recámara se convierte en un lugar amenazador, lleno de sombras altas, angulares y retorcidas que te miran desde todas las esquinas. Cierras la cortina sin mirar fuera por la ventana, temerosa 301


de que alguien o algo te esté observando a través de ella. Cuando te volteas hacia tu cama, te sobresaltas y casi pegas un grito. Es ese estúpido cuadro de un payaso que tu tío te regaló el día de tu cumpleaños y que mamá te obligó a poner para no quedar mal. Lo odias. Ojalá de te dejaran poner afiches de personajes de animé, pero mamá cree que esas cosas son malas influencias para ti. Pero bueno, tienes un bonito retrato de un arcángel sobre tu cama, y eso te hace sentir segura. Tu cama… No quieres acercarte a ella. Presientes que si pones un pie a su lado una mano, una garra, saldrá debajo de ella y te sujetará del tobillo y de sólo pensarlo puedes sentirla sujetándote fría, velluda y escamosa… Pero no quieres permanecer un segundo más fuera de la seguridad de las sábanas, así que de un salto te metes y te cubres de pies a cabeza. No puedes dormir. Hace calor. Sientes una presencia que te observa desde la orilla del colchón. Necesitas aire. Temes descubrir tu cara y encontrar algo observándote a los ojos. ¡Qué diablos! Piensas. Ya tienes diez años, no deberías temer estas cosas. Te quitas la sábana de encima. Por un instante ves un par un par de lucecillas rojas al otro lado de la habitación. Son como ojos. Parpadeas y ya no están. Tu mente busca explicaciones lógicas. No las halla y se pierde en una marisma de pensamientos supersticiosos. Quieres apagarlos, pues tienes miedo de invocar no sabes qué. Cierras los ojos y te ocultas de nuevo; qué importa el calor. Por milenios tendimos a creer que la mente de los dioses era similar a la nuestra

y que

estaría

dominada por las mismas pasiones y los mismos caprichos. Con el paso de los siglos empezamos a 302


concebir que debían ser mejores que nosotros, más inteligentes, más sabios, más bondadosos y compasivos. Pero la idea era la misma: que los seres que dan orden al universo tienen mentes que de alguna manera se encuentran en la misma línea que las nuestras. Y eso es un error, porque nuestra mente es el producto del azar y está contenida en el soporte orgánico, material y tridimensional que es nuestro cerebro. Pero las mentes (y aún este nombre es inadecuado) de esas fuerzas no están contenidas por estas limitaciones ni han sido marcadas por nuestro sendero evolutivo, por lo que no tienen que ser parecidas a las nuestras. Lo único que puedo concluir es que con nuestros cerebros animales, ni siquiera nos es posible concebirlas. Entonces, tenemos un universo poblado por tales fuerzas que nos rodean y que habitan cada rincón de la existencia, pero a las cuales no podemos percibir porque no evolucionamos para ello, y con mente, naturaleza y moral que no podemos imaginar, que existen ignoradas e ignorantes de nosotros. La única forma de percibirlos es regresando a los estados más puros de la conciencia, como las de los pueblos 303


primitivos para quienes el contacto con dioses y espíritus era cosa de todos los días, o seguir el camino de Vasily Makarov, cuyos diarios he estudiado, y perseguir el conocimiento absoluto por todos los medios posibles. Tal es mi objetivo. Estás casi quedándote dormida cuando escuchas un crujido. Abres los ojos bajo la sábana y ves la negrura que se ha arropado junto contigo. Quizá escuchaste ese ruido en sueños… No, ahí está otra vez. Y ahora el rumor de algo que se arrastra. Parece venir del interior de tu cuarto, pero eso no es posible. No lo soportas más. Te descubres. Todo en tu cuarto parece estar en quietud y no se escuchan más sonidos. Pero una oteada a la oscuridad revela el extraño territorio en que tu alcoba se convierte por las noches. Ves siluetas de lo que sabes que deben ser muebles, percheros, montones de ropa y juguetes, pero en su lugar percibes sombras deformes y retorcidas de criaturas monstruosas congeladas en danzas blasfemas y que se arrastran hacia ti con lentitud precisa, imperceptible y constante. Quieres gritar, llamar a mamá, pero no te atreves. Te aterra la idea de que tus gritos puedan despertar a esos seres y hacer que se abalancen sobre ti. Temes que al llegar ella y encender la luz, las criaturas se revelen ante tus ojos en toda su monstruosidad. Temblando, intentas rezar, pero las palabras de la oración no vienen a tu mente. Buscas inspirarte y miras hacia arriba de la cabecera de tu cama para ver el cuadro del arcángel. En su lugar está el payaso, risueño. En tu mente reverbera una carcajada y las siguientes palabras recorren tu espinazo: ¿no deberías estar ya dormida? Entonces gritas con todas tus fuerzas. 304


Los libros prohibidos serán leídos en voz alta, se romperán las barreras entre este mundo y la infinidad de mundos, la criatura creará y se olvidará de su creador, y el hombre redescubrirá los pensamientos más oscuros y caóticos del Demiurgo, del hacedor de universos, y los llamará con júbilo a reconstruir la realidad a la imagen de su mente enferma. Entonces las Blasfemias habrán triunfado y llegará la Noche Infinita de Todos los Santos, una orgía de horror y dolor tan sublimes que será el mayor placer que haya podido concebir la realidad para nuestra mezquina y efímera especie, placer del que gozarán sólo los elegidos, los llamados, éxtasis tan intenso que hará que el instante que existamos justo antes de la aniquilación valga toda una eternidad. Mamá entra corriendo a tu cuarto y enciende la luz. Por un instante crees que los muebles no están en el mismo lugar que antes y que de cualquier forma su ubicación no corresponde con las sombras que viste hace un momento, pero pronto desechas la idea. Mamá llega a tu lado y te pregunta qué sucede. Le explicas lo que pasó esa noche, lo de las historias de miedo en la fiesta de tu amiga, lo de los terrores nocturnos, lo de las sombras… Ella te sonríe condescendiente y te asegura que no hay nada que temer. Para demostrártelo abre el armario y expone el desorden que tienes ahí. Corre las cortinas y te muestra el jardín iluminado por la clara luz de la luna. Se asoma bajo tu cama… Justo en el segundo en que te das cuenta de que el payaso aún está en lugar del arcángel, mirándote con su sonrisa perversa, algo sujeta a tu madre del cuello y la arrastra, entre gritos, gemidos y pataleos, a ese horrible reino bajo la cama.

305


Logré

provocarme la

ceguera

y

la

sordera.

También apagué mi sentido del gusto y del olfato. Si el tacto no me fuera absolutamente necesario para escribir, habría buscado la forma de renunciar a él también. He pasado una vida de estudio y he llegado al final. Los sentidos ya nada tienen que enseñarme; ni siquiera me sirven como canal para conocer las ideas de otros hombres. Debo buscar el conocimiento en la soledad de mi mente. Sin imágenes, sin sonidos, sin olores ni sabores, poco a poco voy liberando mi conciencia de conceptos que nuestra mente animal desarrolló para clasificar y medir el mundo material que habitaba. Poco a poco, en la quietud de mi propio yo, de mi verdadera esencia, se abre un vórtice hacia el mundo real… Despiertas. Tu cuarto está iluminado por la luz de un amanecer fresco y nublado. Ya no tienes miedo. En su lugar, sientes indiferencia hacia todo lo que ves. Tu habitación está como debe estar. Te asomas por la ventana y agradeces la llegada del día. Estás contenta, porque además es sábado, y observas el jardín ponderando la idea de salir a jugar. Entonces notas algo allá afuera, tendido detrás de un arbusto. Con la retirada del miedo ha llegado la curiosidad y decides ir abajo para investigar.

306


Sales de la alcoba, caminas por el pasillo, pasas frente al cuarto de mamá y escuchas la televisión encendida con las noticias matutinas, bajas la escalera, atraviesas la sala de estar, llegas a la cocina y sales por la puerta que da al jardín. Estás descalza y en pijama, pero el rocío del pasto en las plantas de tus pies y el aire fresco de la mañana se sienten bien. Caminas por el jardín y disfrutas tales sensaciones. Llegas al arbusto y te asomas detrás de él. Están aquí. Puedo percibirlos, tengo comunicación con ellos. ¡Hay tantos! Pero claro, no están sujetos por las limitaciones del espacio físico. Todo está en todas partes. ¡Y son tan diversos! Los hay que existen sin pensamiento, sólo como una cascada de emociones con un flujo que jamás se detiene. Los hay idiotas, los hay locos. Los hay en un estado de embriaguez perenne. Los hay equivalentes a lobos o a tigres. Y muchos de ellos nos odian. Nos odian porque somos materia que cobró vida, y desarrollamos

algo

parecido

a

una

mente,

algo

parecido a un alma que es capaz de sobrevivir y sin un soporte material… Vagar sin mente, sólo como un simulacro de mente, de personalidad y de consciencia, confundidos, aterrados y furiosos, en el peor de los destinos… Nos odian porque a pesar de nuestro origen grosero pudimos atisbarlos y anhelar comprenderlos, 307


porque sentimos y pensamos, a ellos, que son puro sentimiento y pensamiento. No todos nos odian. Para la mayoría somos indiferentes. Algunos incluso nos aman, o desesperados de amor nos ofrecen recompensas a cambio de nuestra devoción.

Algunos

son

incluso

verdaderamente

hermosos. Ahora los veo y los escucho… Oh, Dios. Están llorando. ¿No los oyes llorar? Y piden perdón suplicantes… Pero no piden perdón a nosotros, sino a todo… A todo lo que existe, a todo lo que dejará de existir, a lo que nunca podrá existir… Están

muriendo…

están

muriendo

a

nuestro

alrededor… Caen como lluvia entre nosotros… Ha llegado

la

Noche.

Sólo

nos

queda

esperar

el

Amanecer… ¿No los oyes, en verdad no puedes oírlos? ¿Es que acaso no los escuchas caer? Ves, tirado en la hierba, a un hermoso hombre de piel azul brillante y grandes ojos grises y cristalinos que miran vacíos hacia el cielo. No es como siempre te lo habían descrito. La bella crin luminosa que crece en su cabeza no está hecha de cabello. Sus alas maltrechas, que se extienden por el pasto, no están cubiertas de plumas. Su bello rostro no tiene rasgos que puedas llamar humanos. No sientes miedo, sino que te embarga una profunda tristeza. 308


Empiezas a llorar en silencio. Él se percata de tu presencia y te habla, entrecortado y con gemidos, en un idioma que no conoces, pero que entiendes a la perfección. -Lo siento… Ya viene… No pudimos detenerla… Perdónennos… Perdónennos Escuchas una serie de gemidos lastimeros y miras a tu alrededor. Decenas de hombres alados agonizan por todo el jardín y en el patio vecino y en la calle. Decenas más siguen cayendo. Y, no estás segura de cómo lo sabes, pero te percatas de que el hombre alado a tus pies acaba de morir. No puedes dejar de llorar.

309


EL AMANECER DE LA MUERTE El mundo, mañana Los muertos caminan. Lívidos, con los ojos blancos y vacíos, inundan las calles y edificios con ansiosa lentitud. Torpes, ciegos y silenciosos, apenas emiten el susurro de un gemido o un leve siseo, apenas se mueven más que para desplazarse y comer. Devoran a los vivos, pero no se alimentan de ellos. No digieren. La carne que se tragan se acumula en sus estómagos hasta que revientan y ellos siguen su andar con vísceras propias y de extraños colgándoles de sus abdómenes abiertos. Su sangre no se coagula, sino que chorrea libre como un líquido inerte. Y ellos no se pudren. No, la putrefacción es señal y esperanza de nueva vida, de carne muerta que seres microscópicos transforman en nutrientes que vuelven a la tierra. Pero en ellos ya nada está vivo, las moscas no revolotean a su alrededor, los gusanos no se crían en su carne, las bacterias no transforman su ser. La hierba que pisan se marchita al instante, los árboles perecen a su alrededor y las aves y las bestias caen muertas a la tierra seca y polvorienta. El aire se torna frío, aunque hace semanas que ya no sopla el viento, y no aparece una sola nube en el perpetuo crepúsculo. Ahora están solos, padre, madre y un pequeño niño de un año que ella lleva en brazos. Son una joven pareja que apenas dos años antes habían iniciado una vida pródiga en promesas de dicha futura. Todo pasó muy rápido. Han estado huyendo de un lado al otro de la ciudad durante días enteros. Han visto a la gente morir y han visto a los muertos levantarse y caminar hambrientos. Leyeron los primeros diarios que anunciaron el comienzo de la plaga y presenciaron los intentos de contención y cuarentena. Atestiguaron 310


cómo sus familiares, amigos y vecinos se contagiaban uno a uno. Observaron con incredulidad cómo el número de los vivos era sobrepasado por el de los muertos. Y ahora, en un atardecer rojizo de otoño, buscan un nuevo refugio. Él va siempre delante, con su rifle preparado (tarde descubrió que puede inhabilitar a los muertos con un disparo en la cabeza). La esposa lo sigue, siempre sujetando al niño con fuerza contra su seno. El padre se adelanta, dobla una esquina, se asegura de que la vía esté libre y hace una señal para que ella lo alcance. Avanzan así por muchas calles fangosas y sucias, flanqueadas por edificios derruidos, algunos de ellos incendiándose. Atraviesan jardines secos llenos de cadáveres de gente y animales que yacen ahí tirados, sin emitir olor alguno. Lo único que se mueve aquí son los muertos. Hombre y mujer han aprendido a ignorar estos espectáculos y, con cautela, siguen hasta llegar al estacionamiento de un centro comercial. El hombre opina que podría ser buena idea refugiarse allí; podría haber alimentos, agua, municiones, herramientas, medicinas. Los vidrios son antibalas, y dentro habrá toda clase de cosas para hacer barricadas. El problema será entrar. Al recorrer con la vista la fachada del edificio en busca de un acceso, ve un grupo de tres muertos que caminan desgarbados hacia él. Podría dispararles (se ha vuelto bueno con el arma) pero el ruido atraería a más de ellos. En cambio, corre hasta darles alcance y, tomando ventaja de la lentitud con que ellos se mueven, logra destrozar sus cabezas a culatazos. La mujer siempre padece en silencio cuando ve a su esposo aventurarse de esa forma contra el peligro. Sabe que una mordida, por más leve que sea, basta para infectar un cuerpo sano y convertirlo en un cadáver ambulante en cuestión de horas. Pero entiende también que es sólo en esos momentos, cuando él arremete contra esas cosas, que puede desahogar toda su furia, toda 311


su impotencia. Segundos después, lo ve volver con lágrimas de rabia en los ojos. Él le explica que deberán bajar al estacionamiento subterráneo; quizá allí encuentren una forma de entrada. Ella se aterra ante la idea de bajar a un sitio oscuro que podría estar infestado de esas cosas. Él insiste y finalmente la convence. Bajan por una rampa para automóviles. Abajo se iluminan mediante una linterna con escasa batería. En la oscuridad y el encierro no escuchan más que su propia respiración y una gotera perdida en algún lugar de ese laberinto. Caminan lo más sigilosamente posible. Llegan hasta una entrada bloqueada por una cortina de hierro; el hombre la examina, trata de levantarla, pero está muy bien sujeta por dentro, seguramente con alguna cadena o candado. Él pondera la situación cuando un grito explota detrás suyo. Voltea y ve a su esposa forcejeando con un muerto que trata de morder al niño. El hombre grita furioso, apunta su arma y en un instante despacha a la amenaza. Pero el disparo atrae a más merodeadores y pronto se ve rodeado de muertos que caminan. La mujer y el hijo se ponen entre el padre y la cortina de hierro, mientras él se prepara para el sitio. Dispara a los muertos más lejanos y descalabra a los que se acercan. -¡Malditos, malditos sean, váyanse al infierno!- exclama y deja salir todo su odio y toda su desesperanza en cada golpe que da. Tras unos minutos, logra derrotarlos a todos. Entonces se escucha un rumor tras la cortina y ésta se abre con lentitud, para que la luz de la linterna deje ver a un hombre demacrado, sucio y maloliente, que sostiene un gran machete. 312


-¿Han venido a rescatarme? -No…- responde el padre. –Estamos buscando refugio… Mi mujer e hijo… -¡Aquí no hay lugar ni provisiones! ¡Váyanse a otra parte!- vocifera el desconocido. -Por favor, señor, tiene todo el lugar para usted. Nosotros sólo somos tres… -¡Que no! ¡Márchense! El padre intenta dar un paso dentro, pero el extraño lo amenaza con el machete y repite la orden -¡Váyanse ya! El padre retrocede y contempla, con cólera contenida, cómo la cortina comienza a descender poco a poco; a sus espaldas, la mujer solloza y se aferra al niño con todo su dolor. -¡Señor!- dice él de pronto y el hombre del machete se detiene. Entonces el padre apunta con el arma y dispara. El desconocido cae muerto con una bala en la cabeza. Sin decir palabra, la familia entra. Debe tratarse de algún acceso para carga y empleados, pues tras la puerta hay un corredor gris y sucio que asciende entre niveles ocultos al público comprador. El padre cierra y asegura la cortina de hierro, y junto a los suyos se aventura por el pasillo. Después de recorrer laberínticos niveles salen al área conocida, atractiva, del centro comercial. Allí exploran un poco y, tras asegurarse de que no hay peligro, eligen acampar en la que fuera la tienda departamental más cara y lujosa de la ciudad. Escogen un área en el tercer 313


piso, desde donde a través de un inmenso ventanal se puede dominar gran parte de los alrededores. Y lo que la familia ve desde allí es cada calle, cada azotea, cada patio, cada jardín, plagado de muertos. El padre va en busca de víveres, pero no halla nada más que unas frazadas para cubrir al niño de este frío cada vez más intenso. Vuelve al lado de su familia e invita a su esposa a dormir, mientras él monta guardia. Así, se queda mirando por el cristal hacia la tierra poblada por los muertos. Tras unos minutos, prefiere dirigir su mirada al cielo y ve ponerse el sol en un horizonte sin nubes. Mira aparecer las estrellas, más pálidas que nunca y luego le parece que se apagan, que se extinguen, una por una, hasta la más brillante y la más lejana, hasta que sobre el mundo no queda más una gran negritud vacía y homogénea. El aire se torna más frío y hiere su nariz y sus pulmones. Piensa en su hijo y en el daño que el clima y la falta de alimentos pueden causarle. Espera encontrar pronto a otras personas, a otro grupo de sobrevivientes, que los lleven a un lugar seguro. Pero hace semanas que no ve a otro ser vivo. ¿Serán ellos, acaso, los últimos? La idea lo abruma y por un momento casi lo quiebra. Pero no. Debe haber alguien más, en algún lugar del mundo, no muy lejos, que sobreviva. Él tiene que resistir y proteger a su familia hasta que estén a salvo. Por ellos debía seguir entero y con vida. A mitad de la noche escucha los sollozos de su mujer que abraza al bebé inmóvil. Déjala que se desahogue, piensa, por lo menos el pequeño está durmiendo. Durante unos minutos él mismo se queda dormido, hasta que lo despierta la luz del alba. Es un amanecer trémulo, medroso, con un sol pálido y frío que se debilita, se consume, con cada segundo, con cada rayo que arroja impotente al vacío. El padre se vuelve hacia su familia y encuentra a su esposa 314


sentada, con los ojos rojos, muy abiertos, abrazando el montón de frazadas en las que está envuelto el niño. -¿Qué pasa?- pregunta, pero ella no responde y él con un vuelco en el corazón se aproxima hacia el bulto que ella sostiene y aparta las sábanas. –No.- murmura entrecortado y lloroso cuando ve a su hijo pálido, con los ojos blancos y vacíos, que le sisea con la boca abierta y voraz, y que extiende hacia él sus brazos hambrientos y demenciales. Entonces el padre, abatido, cae de rodillas. -Fue en el estacionamiento. Esa cosa… alcanzó a morderlo.- explica ella. Él se incorpora poco a poco y toma el rifle entre sus manos. -¿Vas a matar a nuestro bebé?- le pregunta ella mirándolo fijamente con sus grandes ojos demacrados. -No… No puedo.- dice él bajando el arma -Debemos… debemos dejarlo e irnos… -¿Abandonarás a nuestro hijo? -¡Entiéndelo, esa cosa no es nuestro hijo!- y con un gemido se deja caer de nuevo. Tras unos segundos alza la mirada y la deja fija en los ojos de su esposa, que se vuelven más serenos y comprensivos. Él ni siquiera lo ve venir cuando ella mete su dedo en la boca del niño y éste le da fuerte mordisco que destroza su carne y derrama su sangre.

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El padre con las pocas fuerzas que le quedan, emite un grito inarticulado de furia, dolor y derrota, pero ella, sin más temor, sin más dolor, le mira con determinación y posa en su hombro una mano. Él, furioso, aparta esa mano con violencia y de un salto se pone de pie. Toma el rifle, apunta al niño muerto y a la mujer condenada… amartilla… pero no dispara. Con lentitud deja caer el arma. Dirige una mirada triste, perdida, a su familia. Y estira la mano hacia ellos.

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